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EL CRISTO DE SAN DAMIÁN

Descripción del icono


por Richard Moriceau, o.f.m.cap.

El presente texto es el comentario de un montaje audio-visual, no comercializado, sobre


el Crucifijo de San Damián.

El crucifijo de San Damián es un icono de Cristo glorioso. Es el fruto de una reposada


meditación, de una detenida contemplación, acompañada de un tiempo de ayuno.

El icono fue pintado sobre tela, poco después del 1100, y luego pegado sobre madera.
Obra de un artista desconocido del valle de la Umbría, se inspira en el estilo románico de
la época y en la iconografía oriental. Esta cruz, de 2'10 metros de alto por 1'30 de ancho,
fue realizada para la iglesita de San Damián, de Asís. Quien la pintó, no sospechaba la
importancia que esta cruz iba a tener hoy para nosotros. En ella expresa toda la fe de la
Iglesia. Quiere hacer visible lo invisible. Quiere adentrarnos, a través y más allá de la
imagen, los colores, la belleza, en el misterio de Dios.

Acojamos, pues, este icono como una puerta del cielo, que nos ha sido abierta merced a
un creyente.

Ahora nos toca a nosotros saber mirarla, leerla en sus detalles. Ahora nos toca a nosotros
.
saber rezar.

El de San Damián es, se dice, el crucifijo más difundido del mundo. Es un tesoro para la
familia franciscana.

A lo largo de siglos y generaciones, hermanos y hermanas de la familia franciscana se


han postrado ante este crucifijo, implorando luz para cumplir su misión en la Iglesia.

Tras de ellos, y siguiendo su ejemplo, incorporémonos a la mirada de Francisco y Clara.


¡Si este Cristo nos hablara también hoy a nosotros! Orémosle. Escuchémosle.
Dirijámonos a él con las mismas palabras de Francisco:

«Sumo, glorioso Dios,


ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame
fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento» (OrSD).
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Adentrémonos en la contemplación de Cristo

A la primera ojeada, descubrimos de inmediato la figura central: Cristo. Es el personaje


dimensionalmente más importante. Tapa gran parte de la Cruz. Además, y sobre todo, se
destaca sobre el fondo: Cristo, y sólo Él, está repleto de luz. Todo su cuerpo es luminoso.
Resalta sobre los demás personajes, está como delante. Tras sus brazos y sus pies, el
color negro simboliza la tumba vacía: la oscuridad es signo de las tinieblas.

La luz que inunda el cuerpo de Cristo, brota del interior de su persona. Su cuerpo irradia
claridad y viene a iluminarnos. Acuden a nuestra mente las palabras de Jesús: «Yo soy la
luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la
vida» (Jn 8,12). Cuánta razón tenía Francisco cuando oraba: «Sumo, glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón».

Estamos ante un Cristo inspirado en el evangelio de san Juan. Es el Cristo Luz, y también
el Cristo Glorioso. Sin tensiones ni dolor, está de pie sobre la Cruz. No pende de ella. Su
cabeza no está tocada con una corona de espinas; lleva una corona de Gloria.

Nos hallamos al otro lado de la realidad histórica, de la corona de espinas que existió
algunas horas y de los sufrimientos que le valieron la corona de Gloria. Mirándole,
pensamos acaso en su muerte, en sus dolores, de los que aparecen varias huellas: la
sangre, los clavos, la llaga del costado; y, sin embargo, estamos allende la muerte.
Contemplamos al Cristo glorioso, viviente.

¿No nos recuerda que todos nuestros sufrimientos, un día, serán transformados en gloria?

Cristo denota también donación, abandono confiado en el Padre. Dice en el evangelio de


san Juan: «... Yo doy mi vida... Nadie me la quita; yo la doy voluntariamente... Nadie
tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos» (Jn 10,17-18; 15,13). He aquí al
Cristo que se entrega, que se da. Parece ofrecerse, dispuesto a todo, confiado en el Padre.

¿No nos invita a seguir sus huellas, a entregarnos nosotros también, a dar la propia vida?

Es también un Cristo que acoge al mundo. Tiene sus brazos extendidos, como queriendo
abrazar al universo.

Sus manos permanecen abiertas, como para cobijarnos y anidarnos en ellas. Están
también abiertas hacia arriba, invitándonos a mirar, más allá de nosotros, en dirección al
cielo. ¿No están abiertas también para ayudarnos, para sostener nuestros pasos y
levantarnos tras nuestras caídas?

El rostro de Cristo

El rostro de Cristo es un rostro sereno, sosegado. En línea con la bella tradición de los
iconos, tiene los ojos grandes, pequeña la boca, casi invisibles las orejas. ¿Por qué? En la
contemplación del Padre, en el mundo de la Gloria, ya no hace falta la palabra, ni hay ya
que escuchar. Basta con ver, con mirar, con amar. Como Cristo contemplando a su
Padre.

Tiene los ojos muy abiertos. Miran a través nuestro a todos los hombres. Su mirada
envuelve a quienes están cerca, a quienes le contemplan, pero está, a la vez, atenta a
todos. «Ésta es mi sangre derramada por vosotros y por la multitud» (cf. Mt 26,28). Con
su mirada alcanza a todas las generaciones, a los hombres de hoy, a todos los que serán.
Viene a salvarlos a todos.

En resumen, estamos ante Cristo viviente, lleno de serenidad y de gloria, abandonado a


su Padre y vuelto hacia los hombres. ¡He aquí al Cristo contemplado por Francisco!
La parte superior del icono

En primer lugar, de abajo arriba, una inscripción


sobre una línea roja y otra negra, con las palabras:
«Iesus Nazarenus Rex Iudeorum», «Jesús Nazareno,
el Rey de los judíos». Este texto nos remite
explícitamente al evangelio de san Juan (Jn 19,19).
Los otros evangelistas dicen: «Jesús, el Rey de los judíos». El icono cita, pues, el texto
de Juan con la palabraNazareno. Un simple detalle, pero un detalle importante para
Francisco. Nazareno es el recuerdo de la vida pobre, escondida y laboriosa de Jesús.
Jesús trabajó con sus manos. El que está en la gloria, el que es toda Luz, pasó por la
pobreza de Nazaret, por el trabajo humano.

Sobre el rótulo, un círculo. En el círculo, un personaje: el Cristo de la Ascensión.

Observemos su impulso. Se eleva. Parece subir una escalera. Abandona el sepulcro,


representado en la oscuridad que cerca al círculo. Va hacia su Padre. Lleva en la mano
izquierda una cruz dorada, signo de su victoria sobre el pecado. Alarga la mano derecha
en dirección al Padre.

La cabeza de Cristo está fuera del círculo. Y eso que el círculo, en la iconografía, es
símbolo de perfección, de plenitud. Pero la perfección y plenitud humanas no pueden
abarcar a Cristo. Cristo rebasa toda plenitud. Por eso está su rostro por encima del
círculo.

A izquierda y a derecha, unos ángeles. Miran a Cristo que entra en la gloria. Son rostros
felices. Cristo se alegra con ellos, y sigue vuelto hacia todos, sin dejar de mirar al Padre.
En su Ascensión y Gloria, Jesús prosigue su misión de Salvador.

El semicírculo del ápice de la cruz

Un círculo, del que se ve sólo la parte inferior. La otra es invisible. Este círculo simboliza
al Padre. El Padre, conocido por lo que Cristo nos ha revelado de Él, sigue siendo, como
dice Francisco, el incognoscible, el insondable, el todo Otro.
Por eso vemos sólo un semicírculo. El resto, nadie lo conoce. Es el misterio de Dios,
incomprensible para nosotros hoy.

En el semicírculo, una mano con dos dedos extendidos. Es la mano del Padre que envía a
su Hijo al mundo y, a la vez, lo recibe en la gloria.

Los dos dedos pueden tener un doble significado: recuerdan las dos naturalezas de
Cristo, hombre y Dios. Así es el Hijo del Padre. O bien, indican al Espíritu Santo.
Decimos en el Veni Creator: «Digitus Paternae dexterae»: «El dedo de la diestra del
Padre». Así se denomina al Espíritu Santo. En su discurso de apertura del Concilio IV de
Letrán, en tiempo de Francisco, Inocencio III habla del Espíritu Santo llamándolo dedo
de Dios.

Asombra observar cómo este icono evoca el entero misterio de la Trinidad: Francisco no
podía contemplar a Cristo sin asociar al Padre y al Espíritu. La contemplación de este
icono le ayudó, quizás, a atisbar la plenitud de Dios.

¿Y nosotros? ¿Nos dejamos guiar por el Espíritu para calar en el misterio de Dios?

Los brazos de la cruz

Bajo cada mano y antebrazo de Cristo hay dos ángeles. La


sangre de las llagas los purifica, y se derrama por el brazo sobre
los personajes situados más abajo. Todos son salvados por la
Pasión.

En los extremos de los brazos de la cruz, dos personajes parecen


llegar. Señalan con la mano el sepulcro vacío, simbolizado por
la oscuridad de detrás de los brazos de Cristo: ¿No serán las
mujeres que llegan al sepulcro para embalsamar el cuerpo y a
quienes los dos ángeles les muestran a Cristo Glorioso?

A los lados de Cristo

A los flancos de Cristo hay cinco personajes íntimamente unidos


a Él. Estamos en el evangelio de Juan: «Junto a la cruz de Jesús
estaban su madre, la hermana de su madre María la mujer de
Cleofás y María Magdalena» (Jn 19,25).

Acerquémonos a estos personajes, cuyos nombres figuran al pie de sus imágenes.

A la derecha de Cristo están María y Juan. Juan está al lado mismo de Cristo, como en la
Cena. Él fue quien vio atravesar su costado y salir sangre y agua de la llaga, y quien lo
atestiguó veraz (Jn 19,35).

María, grave el rostro, está serena: ningún rastro exagerado de dolor; la suya es
realmente la serenidad de la creyente que espera confiada al pie de la cruz y cuya
esperanza no queda defraudada. Acerca su mano izquierda hasta el mentón. En la
tradición del icono, este gesto significa dolor, asombro, reflexión. Con la mano derecha
señala a Cristo. Juan hace el mismo gesto y mira a María como preguntándole el sentido
de los hechos.

¿No se contiene, en esta pintura y en estas actitudes, toda una enseñanza sobre el papel
de María, que nos conduce a Cristo y nos ayuda a comprenderlo?

¿No entendió así Francisco el cometido de María? ¿Y nosotros? ¿Le reconocemos a


María su verdadero papel: el de enseñarnos a conocer a
Cristo?

Al flanco izquierdo de Cristo hay tres personajes: dos


mujeres y un hombre. Cabe Cristo, María Magdalena y
María, la madre de Santiago el Menor: las dos mujeres que
llegaron primero al sepulcro la mañana de Pascua. Con la
mano izquierda en el mentón, María Magdalena manifiesta
su dolor, en tanto que la otra María, la madre de Santiago, le
apunta con la mano a Jesús resucitado, invitándola a no
encerrarse en su propio sufrimiento.

Junto a las dos mujeres, un hombre: el centurión romano que


estuvo frente a Cristo y, al ver «que había expirado de esa
manera, dijo: "Verdaderamente este hombre era Hijo de
Dios"» (Mc 14,39). Es el modelo de todos los creyentes.
Parece sostener en su mano izquierda el rollo en el que
estaba escrita la condena. Con su mano derecha, y sus tres
dedos levantados, enuncia su Fe en Dios Trino: Padre, Hijo y
Espíritu.

Por encima del hombro izquierdo del centurión romano


asoma una cabeza pequeñita, y detrás, como un eco, otras
cabezas. ¿No será la multitud, todos los creyentes que
venimos a contemplar a Cristo para entrar en su misterio y
reavivar nuestra fe?

A los pies de María, un personaje más pequeño. Leemos su nombre: Longino. Es el


soldado romano. Mira a Cristo, y sostiene en la mano la lanza que le traspasó el costado.

Al otro flanco, a los pies del centurión, otro personajito. Apoya la mano en la cadera, y
parece mofarse de Cristo crucificado. Sus vestidos hacen pensar en el jefe de la sinagoga.
Su rostro aparece de perfil. Detalle sorprendente en un icono, cuyos personajes
generalmente están de frente con la cara iluminada. Este hombre no ha alcanzado todavía
la luz de Cristo. Es menester que la otra parte de su rostro, la que no se ve, salga de la
oscuridad y sea iluminada por la Resurrección.

A los pies de Cristo

En el pie de la cruz, a la derecha, hay dos personajes: Pedro, con una llave, y Pablo.
Debía haber otros. El tiempo los ha borrado. Eran, quizá, santos del Antiguo Testamento,
o san Damián, patrono de esta iglesita, tal vez también san Rufino, patrono de la catedral
de Asís. La sangre de las llagas se difunde sobre ellos y los purifica.

Sobre Pedro, a media altura frente a la pierna izquierda de Cristo, un gallo en


actitud desafiante. Evoca la negación, la de Pedro y las nuestras. Es el
símbolo, igualmente, del alba nueva. Saluda con su canto los primeros rayos
del sol y nos invita a todos a salir del sueño para adentrarnos en la luz de
Jesús resucitado.

***

El Cristo de San Damián, recién contemplado, contiene una asombrosa densidad


teológica. En él encontramos la evocación del Misterio Trinitario y la plenitud de Cristo,
encarnado, muerto y resucitado. Unido a los suyos en el cielo por la Ascensión, sigue
permanentemente vuelto hacia nosotros. Su Misión es salvarnos a todos. Estamos ante el
Misterio Pascual total.

Cristo no está solo sobre la cruz. Está en medio de un pueblo, simbolizado en los
personajes que lo rodean y atestiguan su resurrección. Hoy, también, sigue vivo en medio
de su Iglesia. Invita, a quienes le contemplamos, a ser sus testigos.

¿Oímos su llamada?

***

Francisco miró, interrogó con detención a este crucifijo. Y se le convirtió en camino que
lo condujo a la contemplación de su Señor. Fue el punto de partida de su Misión: «Ve y
repara mi Iglesia».

Francisco, además, siempre se dejó educar por cuanto veía (la creación, los leprosos, sus
hermanos...). ¿No aprendió mucho demorando con frecuencia su mirada reposada sobre
este icono?

Su biógrafo Celano dice que este Cristo habló a Francisco. Ahora podemos comprender
mejor el sentido de esta frase y dejarnos captar por Cristo, para participar también en la
construcción de la Iglesia, tras las huellas de Francisco.

¡Que esta meditación nos ayude a amar al Crucifijo de San Damián, a este ICONO!

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 46 (1987) 45-51]

EL CRUCIFIJO DE SAN DAMIÁN Y SAN


FRANCISCO DE ASÍS
Relato de Celano (2 Cel 10)

Ya cambiado perfectamente en su corazón, a punto de cambiar también en su cuerpo,


anda Francisco un día cerca de la iglesia de San Damián, que estaba casi derruida y
abandonada de todos. Entra en ella, guiándole el Espíritu, a orar, se postra suplicante y
devoto ante el crucifijo, y, visitado con toques no acostumbrados en el alma, se
reconoce luego distinto de cuando había entrado. Y en este trance, la imagen de Cristo
crucificado -cosa nunca oída-, desplegando los labios, habla desde el cuadro a
Francisco. Llamándolo por su nombre: «Francisco -le dice-, vete, repara mi casa, que,
como ves, se viene del todo al suelo». Presa de temblor, Francisco se pasma y como que
pierde el sentido por lo que ha oído. Se apronta a obedecer, se reconcentra todo él en la
orden recibida.

Relato de San Buenaventura (LM 2,1)

Salió un día Francisco al campo a meditar, y al pasear junto a la iglesia de San Damián,
cuya vetusta fábrica amenazaba ruina, entró en ella -movido por el Espíritu- a hacer
oración; y mientras oraba postrado ante la imagen del Crucificado, de pronto se sintió
inundado de una gran consolación espiritual. Fijó sus ojos, arrasados en lágrimas, en la
cruz del Señor, y he aquí que oyó con sus oídos corporales una voz procedente de la
misma cruz que le dijo tres veces: «¡Francisco, vete y repara mi casa, que, como ves,
está a punto de arruinarse toda ella!» Quedó estremecido Francisco, pues estaba solo en
la iglesia, al percibir voz tan maravillosa, y, sintiendo en su corazón el poder de la
palabra divina, fue arrebatado en éxtasis. Vuelto en sí, se dispone a obedecer, y
concentra todo su esfuerzo en la decisión de reparar materialmente la iglesia.

Relato de los Tres Compañeros (TC 13)

A los pocos días, cuando se paseaba junto a la iglesia de San Damián, percibió en
espíritu que le decían que entrara a orar en ella. Luego que entró se puso a orar
fervorosamente ante una imagen del Crucificado, que piadosa y benignamente le habló
así: «Francisco, ¿no ves que mi casa se derrumba? Anda, pues, y repárala». Y él, con
gran temblor y estupor, contestó: «De muy buena gana lo haré, Señor». Entendió que se
le hablaba de aquella iglesia de San Damián, que, por su vetusta antigüedad, amenazaba
inminente ruina. Con estas palabras fue lleno de tan gran gozo e iluminado de tanta
claridad, que sintió realmente en su alma que había sido Cristo crucificado el que le
había hablado.

EL CRUCIFIJO DE SAN DAMIÁN VISTO Y VIVIDO


POR SAN FRANCISCO
por Optato van Asseldonk, o.f.m.cap.

Los estudios sobre este Crucifijo son hasta ahora más bien pocos. Y esto vale no sólo
para la pintura en él expresada, sino también y más para su influencia en la vida de
Francisco. El estudio principal sigue siendo el de Bracaloni, que discurre particularmente
sobre el aspecto artístico. Después de él, Schmucki ha tratado de penetrar en la
. experiencia espiritual-mística que tuvo Francisco, basándose en el análisis crítico de las
fuentes. Recientemente, Gagnan y Gallant han profundizado en las relaciones literarias
existentes entre este Crucifijo y el Oficio de la Pasión. Finalmente, Hardick y Boyer han
ofrecido una breve explicación del Crucifijo digna de atención, en especial la de Boyer,
que antepone a la pequeña síntesis un estudio más analítico, en el que apunta
directamente a la fuente joánea como causa inspiradora del Crucifijo.1
El motivo concreto para reanudar el estudio del Crucifijo lo constituye el hecho de haber
encontrado en el mismo Crucifijo algunos aspectos hasta ahora poco destacados, y de
poder probar o al menos sugerir un paralelismo entre la imagen de Cristo vivida por
Francisco y la pintada en el Crucifijo de San Damián. Por tanto, en la primera parte de mi
trabajo propongo una explicación profundizada del Crucifijo, y reúno en la segunda los
principales pasajes de los Escritos del Santo y de las biografías franciscanas que parecen
reflejar la importancia especial de esta imagen de Cristo.

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I. EL CRUCIFIJO DE SAN DAMIÁN


VISTO POR FRANCISCO

1. Algunos datos históricos

El Crucifijo fue pintado en el siglo XII por un artista umbro desconocido, en estilo
románico, bajo una clara influencia oriental-siríaca. En efecto, encima de Espoleto
vivían, desde hacía siglos, monjes siríacos, cuya cultura ha dejado diversas huellas en el
ambiente italiano. Nuestro Crucifijo pertenece sin duda a los crucifijos pintados sobre
madera, de la Escuela umbra. Un crucifijo análogo se conserva en la catedral de
Espoleto, y lleva el nombre de Alberto Sozio (1187). Sin el pedestal, el Crucifijo de San
Damián mide dos metros y diez centímetros de largo por un metro y treinta centímetros
de ancho. Quizá fuera ejecutado expresamente para San Damián, como podrían
confirmarlo las pequeñas figuras de santos pintadas en la base de la cruz, si no estuvieran
tan estropeadas. La pintura se hizo sobre tela burda, pegada sobre madera de nogal.

Se supone que el Crucifijo estaba suspendido en el ábside sobre el altar de la Capilla y,


por tanto, en el centro de la iglesita; hecho que parece muy importante, dado que en
aquel tiempo no se conservaba de ordinario el Santísimo en las iglesias secundarias,
especialmente en las descuidadas y abandonadas. Es probable que el Crucifijo
permaneciera allí hasta que las Hermanas Pobres o Clarisas, en 1257, se lo llevaron a la
nueva basílica de Santa Clara, construida junto a la antigua iglesia parroquial de San
Jorge, en la que estuvieron sepultados durante algunos años san Francisco primero y
luego santa Clara. Las Hermanas guardaron durante varios siglos su tesoro dentro del
coro monástico. En 1938, Rosario Alliano restauró con gran pericia el Crucifijo,
protegiéndolo al mismo tiempo contra cualquier deterioro. Desde 1958 está expuesto,
bajo cristal, en el altar próximo a la Capilla del Santísimo.

2. Descripción detallada

La mirada descubre al instante y sin dificultad la figura central de Cristo, que domina el
cuadro, no sólo por su gran e imponente dimensión, sino también por la luz que su
espléndida blanca figura difunde sobre todas las personas que lo rodean y que están
centradas en Él.2 Esta luz brota como del interior de su Persona, viva, viviente y
glorificada, y es resaltada aún más por los colores fuertes, en especial el rojo y el negro.
Aquí viene al pensamiento la palabra de san Juan: «Yo soy la luz del mundo; el que me
siga no caminará en la oscuridad, sino que tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12).

Realmente impresiona de inmediato este Cristo que, en lugar de estar colgado, está
erguido sobre la cruz y tiene los ojos abiertos y mirando al mundo. Este Cristo vivo,
fuente de luz y de vida a su alrededor, ha vencido ya la pasión y la muerte. El Señor de la
vida, glorioso en su majestad de Hijo del Padre, aparece como Cordero inmolado y
exaltado: «Y yo cuando sea levantado de la tierra atraeré a todos hacia mí» (Jn 12,32).
Victorioso sobre la pasión, sobre el sufrimiento de la agonía y el abandono del Padre, y
sobre la misma muerte, lleva, en lugar de una corona de espinas, una aureola de gloria en
la que se dibuja la cruz triunfante oriental.

Y aunque se ven las señales de la crucifixión con las heridas sangrantes, la sangre
redentora se derrama sobre ángeles y santos (María, Centurión: sangre de las manos),
sobre otros santos (sangre de los pies) y sobre san Juan (sangre del costado derecho).
Nótese, en efecto, que la sangre sale del costado derecho del Señor, según una antigua
tradición presente ya en un evangeliario siríaco del siglo VI.

Este Cristo vivo, resucitado, que está sobre el sepulcro vacío y abierto (color negro)
visible detrás del cuerpo de Cristo como explica Hardick, con las manos extendidas, está
en ademán de subir al cielo.3 La misma ascensión está expresada de forma dinámica, en
la parte alta de la cruz y encima de la inscripción «Iesus Nazarenus Rex Iudeorum», en la
figura de Cristo ascendente, que lleva en la mano izquierda el trofeo de la Cruz gloriosa,
y tiene la mano derecha tendida hacia la mano del Padre que está en el cielo. Desde lo
alto, la mano derecha del Padre acoge a su Hijo, rodeado por los ángeles (¿y santos?) en
la gloria celestial. No es imposible, aunque sí menos probable, que esa mano derecha
simbolice al Espíritu Santo, llamado ya en la Biblia «dedo de Dios» (Lc 11,20; cf. Mt
12,28), y en el Veni Creator «digitus paternae dexterae» (dedo de la mano derecha del
Padre). El mismo Inocencio III, en su famoso sermón de apertura del Concilio
Lateranense IV, en 1215, habla del Espíritu Santo como el dedo de Dios que marca a
todos los verdaderos penitentes con la Thau, señal de la Cruz, para suscitar la triple
reforma de la Iglesia, contemplada ésta como una pascua-tránsito con Cristo de este
mundo al Padre. Incluso iconográficamente hablando, no es imposible tal interpretación.

Esta presentación gloriosa de la Beata Passio, de la bendita pasión del Hijo, se revela
también en las personas más próximas a Cristo, debajo de la Cruz. Vemos en primer
lugar (debajo del brazo derecho de Cristo) las figuras de María Santísima y de Juan,
estrechamente unidas como dice el cuarto Evangelio4 (sólo Jn 19,26 menciona la
presencia de la madre de Jesús al pie de la Cruz), mientras María, con su mano derecha,
señala al discípulo amado. Parece como fijado el momento preciso en que Jesús, de cuyo
costado brota sangre que cae sobre Juan, exclama desde la Cruz: «Mujer, ahí tienes a tu
hijo». Y si bien María Santísima y también María Magdalena (en el otro lado de la cruz)
alzan la mano izquierda hacia la mejilla en señal de dolor, ninguna de las personas
próximas a Cristo tiene la expresión de un profundo sufrimiento, y manifiestan mucho
más su adhesión viva y creyente al victorioso Cristo redentor y salvador. Debajo del
brazo izquierdo de Jesús están las dos mujeres que fueron los primeros testigos de la
resurrección, María Magdalena y María de Cleofás (cf. Jn 19,25). Y a la derecha de estas
mujeres se ve al centurión que, con el gesto de la mano alzada y mirando al Crucificado,
casi diría: «Verdaderamente éste era el Hijo de Dios». Sobre el hombro izquierdo del
centurión asoma la cabeza de una mini-persona, sobre cuya identidad se discute: podría
ser el hijo del centurión, curado por Jesús (cf. Jn 4,48), o el autor desconocido de la
pintura o un representante de la multitud.

A los pies de María y del centurión se ven, a ambos lados de la cruz, el soldado, llamado
por la tradición Longinos, que atraviesa con la lanza el costado de Jesús, y el que le
ofreció la esponja empapada en vinagre (cf. Jn 19,29), llamado, según la tradición,
Stepaton. Estas dos figuras pequeñas tienen la cabeza levantada hacia el Crucificado.
Debajo de cada una de las manos de Jesús hay dos ángeles con las manos levantadas en
vivo coloquio, los cuales, ante el sepulcro abierto, parece que anuncian a los presentes la
resurrección y ascensión del Señor. Las dos personas situadas en los extremos de los
brazos de la cruz, parecen ángeles (según Boyer) o tal vez mujeres que acuden al
sepulcro vacío (Hardick).

La inscripción que hay encima de la cabeza de Cristo reproduce el título, propio y


exclusivo, del Evangelio de Juan: «Iesus Nazarenus Rex Iudeorum» (Jn 19,9). La palabra
«Nazarenus» falta en los otros evangelistas. En Jn 1,48-49, Natanael confiesa que Jesús
de Nazaret -de donde no puede haber cosa buena (Jn 1,46)- es el Hijo de Dios, el Rey de
Israel, es decir, el Mesías.

A los pies de Jesús, Bracaloni sugiere, como posibles o probables -la pintura está
demasiado estropeada-, las siguientes personas: S. Damián, S. Rufino, S. Miguel, S. Juan
Bautista, S. Pedro y S. Pablo, añadiendo: «La figura de S. Miguel estaría aquí en su lugar
a la derecha de S. Juan Bautista, y la de S. Pedro, que, en la primera de las dos cabezas
conservadas (visible, de izquierda a derecha del que mira), corresponde al tipo
tradicional de la barba corta, está además en relación con la figura del gallo que hay en
vertical más arriba, para recordar la escena de la negación de Cristo al canto del gallo,
que se encuentra junto a la crucifixión en trabajos antiguos y en las cruces molduradas de
tipo luqués» (Bracaloni, Il prodigioso Crocefisso, 203).

Hay que recordar que Juan, junto con Pedro, fue el único testigo directo de la presencia y
de la negación de Pedro en la noche de la Pasión. El mismo Juan había hecho pasar a
Pedro al atrio de Caifás (cf. Jn 13,38; 18,15-27). Después de la resurrección, Pedro y
Juan están de nuevo juntos, a la vez que María Magdalena, en el sepulcro abierto (cf. Jn
20,1-18).

Señalemos también que, según Hardick, las personas que están a los pies de Jesús tienen
la cabeza levantada hacia lo alto, expresando así la espera del retorno glorioso del Señor
el día del juicio.

Para explicar todavía mejor la inspiración joánea del Crucifijo de San Damián se puede
aludir también a algunos elementos doctrinales específicos. Para S. Juan, Cristo
crucificado «es el Señor», el Hijo del Padre, el Cordero pascual, el Siervo de Yahvé que
lo «cumple todo» según la voluntad del Padre, en la fuerza del Espíritu. En efecto, Juan
no se refiere a la angustia o abandono del Señor, del que sí hablan, en cambio, los otros
evangelistas. Juan ha querido conservar únicamente la serena majestad de esta muerte
salvífica.5 Sólo Juan, haciéndole decir a Jesús: «Todo está cumplido» (19,30), anuncia la
salvación del mundo por medio del sacrificio de Cristo, Cordero pascual. Juan refiere la
palabra profética: «Mirarán al que traspasaron» (19,37), en el sentido de «ver-
comprender-creer» por parte de aquellos que están presentes alrededor de Jesús.6 En el
Evangelio de Juan, el Señor habla de su Pasión como si ya hubiese vencido al mundo, a
la muerte y al mal, pidiéndole al Padre que lo glorifique en la tierra. «En el mundo
tendréis tribulación. Pero ¡ánimo!: yo he vencido al mundo». Así habló Jesús, y alzando
los ojos al cielo, dijo: «Padre, ha llegado la hora; glorifica a tu Hijo, para que tu Hijo te
glorifique a ti... Yo te he glorificado en la tierra, llevando a cabo la obra que me
encomendaste realizar. Ahora, Padre, glorifícame tú, junto a ti...» (Jn 16,33; 17,1-4).

Hay que señalar, además, que, según el Evangelio de Juan, la «subida» de Cristo al Padre
después de la muerte y su entrada corporal en la gloria del cielo se realizan el mismo día
de la resurrección (cf. Jn 20,17). Me parece que no se puede dudar de que esta pasión
«gloriosa» está descrita en gran parte también por el Crucifijo de San Damián.

Sobre la influencia siríaca, comprobable en el Crucifijo de San Damián, Boyer especifica


aún algunos aspectos particulares, tales como la barba de Cristo, el rostro envuelto en
una compostura de cabellos, la presencia de los ángeles, la cruz con el largo palo vertical
que el Cristo ascendente lleva en su mano izquierda (cf Boyer, Le Crucifix, 2-3, 11-22).

Para cerrar esta descripción, traemos unos juicios de Bracaloni y de Hardick. Escribe el
primero: «Concluimos diciendo que el prodigioso Crucifijo de San Damián, ahora
felizmente restaurado..., es una muestra espléndida del arte de nuestra tierra, algo
posterior a Sotio de Espoleto. Donde la corriente cristiana de Siria transmite el espíritu,
el arte bizantino presta las formas ahora ya desgastadas, y el genio popular recoge o
sugiere los nuevos motivos, particularmente las pequeñas figuras, al pie de la cruz, de
santos y devotos que serán muy afortunados en lo sucesivo...». Hardick, refiriéndose al
contenido teológico, afirma que este Crucifijo es único en el mundo por cuanto expresa
el misterio pascual total y universal de Cristo, invitando a todos a participar en él con fe
viva y vivida. Kajetan Esser dice que Francisco recibió, de este Crucifijo que le habló,
una inspiración «decisiva» para su vida.

3. El Crucifijo habla a Francisco

El joven Francisco está pasando una grave crisis espiritual, lleno de dudas,
incertidumbres y tinieblas. En ese estado de ánimo, «guiado por el Espíritu» entra en la
iglesita de San Damián, se postra suplicante y devoto ante el Crucifijo, y, tocado de
modo extraordinario por la gracia divina, se siente totalmente cambiado. La imagen de
Cristo crucificado le habla desde el cuadro: «Francisco -le dice, llamándolo por su
nombre-, vete, repara mi casa(domum meam), que, como ves, se viene del todo al
suelo (destruitur)». Francisco queda estupefacto y casi pierde el sentido por las palabras
que ha oído. Pero inmediatamente se dispone a obedecer y todo él se concentra en el
mandato recibido (2 Cel 10). Según la Leyenda de los Tres Compañeros, Francisco
respondió: «De muy buena gana lo haré, Señor» (TC 13). Celano añade que el Santo
nunca acertó a describir la inefable transformación que experimentó en sí mismo.

Francisco, escuchada la palabra de Dios, inmediatamente la pone en práctica cumpliendo


el mandato recibido,factor verbi. «Pero no se olvida de cuidarse de aquella santa imagen,
ni deja, negligente, de cumplir el mandato recibido de ella. Da luego a cierto sacerdote
una suma de dinero con que comprar lámpara y aceite para que ni por un instante falte a
la imagen sagrada el honor merecido de la luz» (2 Cel 11). Desde entonces, Francisco
aparece íntimamente herido de amor a Cristo crucificado, participando en la pasión del
Señor, cuyas llagas lleva ya impresas en el corazón (2 Cel 11). Los Tres Compañeros
añaden que Francisco quedó «lleno de gozo» por la visión y por las palabras del
Crucificado (TC 13; 16). Santa Clara, en su Testamento, recuerda el hecho de un modo
más bien velado, pero muy significativo, que merece atención. «Cuando el santo no tenía
aún hermanos ni compañeros, casi inmediatamente después de su conversión, y mientras
edificaba la iglesia de San Damián, en la que, visitado totalmente por la divina
consolación, fue impulsado a abandonar por completo el siglo...» (TestCl 9-10). Según
la Santa, pues, esta visión del Crucifijo fue un éxtasis de amor gozoso y el impulso
decisivo para la conversión de Francisco. Los Tres Compañeros, que parecen muy
próximos al Testamento de santa Clara, se complacen en resaltar esta «alegría» del
Santo, llamándola embriaguez de amor divino, dulzura y regocijo en el Señor, y esto
también cuando, hablando en francés, pedía, «por amor de Dios, aceite para alumbrar la
lámpara de la dicha iglesia» (TC 24; cf. 17, 21, 22; 2 Cel 13).

Me parece muy importante advertir que el primer contacto personal con el Cristo
crucificado de San Damián fue para Francisco, llamado por su nombre por Cristo «vivo»
(¡que le habla!), un contacto rebosante de consuelo o alegría divina y a la vez de
compasión, o sea, una perfecta e íntima alegría en el Crucificado, una verdadera herida o
éxtasis de amor doloroso y gozoso; un amor que hace llorar y cantar al mismo tiempo
(cf. 2 Cel 127; LP 38). Este es un aspecto poco destacado por aquellos que insisten en la
compasión dolorosa del Santo al Crucificado. En su estigmatización, Francisco vivirá
este mismo éxtasis de sufrimiento y de alegría a la vez (1 Cel 93-94).

Para comprender mejor la importancia o incidencia de esta visión del Crucifijo en la vida
de Francisco, recuérdese que, como ya hemos apuntado más arriba (I, 1), en tiempo de
Francisco, la imagen de Cristo crucificado estaba en el centro de las iglesias, al menos en
las iglesias secundarias, en las que no se conservaba el Santísimo. En este sentido se
comprende aún mejor por qué Francisco, pensando en una iglesia particularmente
abandonada y pobre, oraba y quería que los demás orasen diciendo: «Te adoramos, Señor
Jesucristo, también en todas tus iglesias, que hay en el mundo entero, y te bendecimos,
porque por tu santa cruz redimiste al mundo» (Test 5; 1 Cel 45). El Cristo crucificado,
presente por doquier en las iglesias, es para él casi la personificación de la iglesia, de
toda iglesia. Francisco vive esta presencia, que opera y actúa el misterio redentor por
medio de la Cruz. Verdaderamente es el Crucifijo «vivo» quien continúa hablando,
redimiendo, salvando al mundo.7

Sigue habiendo todavía un problema entre los estudiosos: cómo debe interpretarse la
expresión «domum meam»(mi casa), de la que habló el Crucifijo. Celano dice que el
Señor se refería «a la Iglesia que había adquirido Cristo con su sangre» (2 Cel 11). Los
Tres Compañeros indican que Francisco se equivocó al entender que se le hablaba de la
iglesia material de San Damián, pero no especifican el verdadero sentido de tales
palabras (TC 13). No faltan hoy diversos autores que prefieren pensar más bien en la
Iglesia de Cristo, casa, morada, templo de Cristo en el corazón de Francisco y en los
corazones de los hombres. En efecto, este significado espiritual-místico está bien
fundado en la tradición cristiana y estaba muy vivo también en tiempo de Francisco. Y el
Poverello verdaderamente renovó o restauró la Iglesia, haciendo revivir en sí mismo, en
sus hermanos, en sus hermanas y en el mundo entero a Cristo crucificado, siguiendo sus
huellas según la vida evangélica. Sorprende sin duda que Francisco, mientras restauraba
la iglesita de San Damián, profetizara, «inundado de gozo e iluminado por el Espíritu
Santo», en lengua francesa, que los primeros habitantes de San Damián serían las futuras
Damas Pobres, «por cuya fama y santa vida religiosa (sancta conversatione) será
glorificado nuestro Padre celestial en toda su santa Iglesia».8

Realmente, la idea de ser «edificación» para la Iglesia entera se encuentra con frecuencia
en las fuentes, incluso las biográficas, referida tanto a san Francisco como a santa Clara
(cf. LP 7 y 13). Por otra parte, el «modelo» de santidad por excelencia, propuesto por el
Santo a los hermanos, a las hermanas y a los penitentes, es María santísima, a quien
alaba expresamente en su Saludo como «hecha Iglesia», y a quien llama también palacio,
tabernáculo, casa de Dios (domus eius).9 En definitiva se trata de una verdadera
«edificación» de la Iglesia por medio de la maternidad espiritual en María por obra del
Espíritu Santo, que nos hace hijos e hijas del Padre, esposas del Espíritu Santo,
hermanos, hermanas y madres de Cristo, haciendo que la Santísima Trinidad habite en
nosotros (habitaculum, mansionem).10 La iglesita de la Porciúncula, Santa María de los
Ángeles, para los hermanos y la iglesita de San Damián para las hermanas pobres fueron
verdaderamente el símbolo de la santa Madre Iglesia, la domus Dei, la casa de Dios en
fase de edificación, que se realiza viviendo el Evangelio, el Cristo crucificado, Hijo del
Padre en el Espíritu.

Este sentido «espiritual» concuerda exactamente con el que captó Inocencio III después
de haber escuchado la parábola que le expuso Francisco, en la que éste se identificaba
con una pobre mujer real, madre de los hijos del Rey Cristo, y como comensal en la casa,
en el palacio real, en la Iglesia (cf. 2 Cel 16-17). De igual modo, el Papa, después de
haber visto en un sueño que la basílica de Letrán estaba a punto de arruinarse, dijo
ilustrado por el Espíritu Santo: «Ciertamente es éste quien con obras y enseñanzas
sostendrá la Iglesia de Cristo» (2 Cel 17). Celano por su parte habla de Francisco como
de un «magnífico operario» que, con su vida y su doctrina, renovó la Iglesia de Cristo
«en los fieles de uno y otro sexo», en «la triple milicia de los que se han de salvar» (1
Cel 37). Y la Orden de los Hermanos Menores se convierte para él en «edificio
espiritual», fundamentado en la verdadera humildad y erigido como noble construcción
de la caridad, como templo del Espíritu Santo, formado con las piedras vivas, reunidas de
todas las partes del mundo (cf. 1 Cel 38). Próxima a Francisco, santa Clara se siente, al
igual que sus hermanas pobres, «cooperadora del mismo Dios y sustentadora de los
miembros vacilantes de su Cuerpo inefable» (Carta III, 8 y 4).

Finalmente, la misma Oración de Francisco ante el Crucifijo de San Damián sugiere más
bien la restauración «espiritual» de la casa del Señor, crucificado en el corazón del Santo.
En efecto, Francisco pide en ella, para poder cumplir el «mandato» recibido,
particularmente las tres virtudes «teologales», o sea, la fe, la esperanza y la caridad,
como luz para su corazón: «Sumo, glorioso Dios, ilumina las tinieblas de mi corazón y
dame fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta, sentido y conocimiento, Señor, para
cumplir tu santo y verdadero mandamiento».

Respecto al culto del Crucifijo de San Damián a lo largo de los siglos, nuestra
información es más bien escasa. Sin duda, santa Clara y sus hermanas pobres custodiaron
con grande y profunda veneración el Crucifijo precioso, aunque las pruebas escritas sean
pocas. Entre las cosas que las hermanas, después de la muerte de santa Clara, llevaron
consigo de San Damián al nuevo monasterio estuvo «ante todo», como escribe Bracaloni,
el prodigioso Crucifijo; y añade el mismo autor que fue «celosamente custodiado dentro
del coro monástico, situado en el ámbito que antes era iglesia de San Jorge». Junto, pues,
al cuerpo de Clara y a su Regla estuvo el Crucifijo.

Durante los siglos pasados se encuentran algunas referencias al culto del Crucifijo,
aunque de carácter milagroso. El gran culto «universal» en la Iglesia empezó más bien a
principios del siglo XX, cuando el Crucifijo fue expuesto a la veneración de los fieles,
primero detrás de una verja, entre las otras reliquias, y después en un lugar más accesible
al público, al lado de la Capilla del Santísimo. Y ahora este Crucifijo parece ser el más
conocido y venerado en todo el mundo.

II. EL CRISTO CRUCIFICADO DE SAN DAMIÁN


VIVIDO POR SAN FRANCISCO

Para evitar cualquier confusión, hemos de decir desde el principio que no pretendemos
probar de manera explícita la influencia directa «vital» de esta imagen del Crucificado
sobre la vida de san Francisco. Nos faltan pruebas directas. Nuestro objetivo es, en
cambio, hacer ver, en los escritos y en la vida de Francisco, cómo vio y vivió el Santo a
nuestro Señor Jesucristo crucificado, para concluir que este Cristo vivido parece muy
semejante o próximo a la imagen pintada en el Crucifijo de San Damián. Porque nos
faltan pruebas claras y convincentes, no podemos y no queremos decir: «post hoc ergo
propter hoc».

No sin razón digo «vivido por Francisco», porque la imagen de Cristo crucificado que ha
prevalecido ampliamente por doquier en la historia de la Orden y de la Iglesia es muy
diversa de la de San Damián. La imagen tradicional y universal se presenta de una forma
más humana-dolorida y occidental, como se ve, por ejemplo, en el famoso crucifijo de
Pisano, pintado en 1235 para la iglesia de la Porciúncula. Mientras tanto, estudios
recientes, atentos a los escritos de Francisco, y una relectura crítica de las biografías nos
permiten descubrir una imagen más auténtica del Cristo vivido por Francisco.

1. Cristo según el Oficio de la Pasión (Ofp)

Laurent Gallant es el autor que recientemente, en su tesis doctoral presentada en el


Instituto Católico de París, ha estudiado de modo crítico-analítico las relaciones entre el
Crucifijo de San Damián y el Oficio de la Pasión a partir de los textos mismos de los
escritos franciscanos y usando asimismo las fuentes monumentales del arte. Después de
afirmar, como muy probable al menos, que el Oficio de la Pasión es el resultado de una
lenta y progresiva elaboración, cuyo texto definitivo es el que nosotros tenemos ahora,
llega a las siguientes conclusiones. El Crucifijo de San Damián tuvo un papel decisivo en
la vida de san Francisco. El Cristo de los grandes ojos abiertos, que le habló en San
Damián, continúa hablándole en el Oficio de la Pasión. Los textos empleados en este
Oficio están tomados casi todos de la Liturgia y son puestos en labios de Cristo; para el
Santo, sin embargo, se convierten en algo así como la actualización de la experiencia
única de San Damián. Siete veces al día celebra Francisco el Oficio de la Pasión: «Como
sirviéndose de una catedral espiritual para contemplar y escuchar en ella al Cristo que lo
había llamado por primera vez en San Damián y que lo enviaba sin cesar a proclamar con
su vida y su palabra esta realidad que había transformado su propia vida y que, Francisco
estaba convencido de ello, debía transformar igualmente el mundo entero: Dominus
regnavit a ligno, el Señor reinó desde el madero» (Gallant, Dominus, T. II, 571).
Dominique Gagnan, en su estudio sobre el Oficio de la Pasión, llega a una conclusión
parecida: «Conocido es el efecto que esta revelación tuvo en el Poverello al transtornar
por primera vez de forma total su manera de vivir. Es muy probable que las formas de
este icono se grabaran entonces en su memoria para el resto de sus días»
(Gagnan, Office, 53).

En efecto, los textos del Oficio de la Pasión revelan verdaderamente un Cristo vivo,
glorioso en su Beata Passio,en su Pasión Bienaventurada, un Cristo-Señor, Hijo del
Padre, Dios-Hombre, que sufre, muere y resucita, asciende al cielo a la derecha del
Padre, de donde vendrá en gloria para juzgar; un Cristo Cordero de Dios, que se une
íntimamente a la voluntad de su Padre Santo, Santísimo, invitando a todas las criaturas,
hombres, ángeles, cosmos, a bendecir, alabar y dar gracias por el Bien de la salvación. El
Oficio de la Pasión resulta una verdadera celebración «litúrgica», solemne y universal, en
torno a Cristo y a su Madre, rodeada por toda la creación «redimida», del cielo y de la
tierra, de todos los tiempos, en el hoy y en la eternidad; una celebración del misterio
pascual total.

Los salmos, la antífona y las Alabanzas para todas las horas nos lo confirman.

a) Los salmos (OfP)

Entre los salmos destacan especialmente el VI, de la hora de Nona, y el VII, de Vísperas
del Viernes Santo. Después de los análisis profundos de Gallant y de Gagnan, parece
suficiente ofrecer los textos, seguidos de una breve síntesis. Añado algunos textos o
referencias bíblicas, en especial joáneas, cuando me parece oportuno.

Salmo VI (OfP 6: Nona)

Oh todos vosotros los que pasáis por el camino, * atended y ved si hay dolor como mi
dolor (Lam 1,12).

Porque me rodearon perros innumerables, * me asedió el consejo de los malvados (Sal


21,17).

Ellos me miraron y contemplaron, * se repartieron mis vestidos y echaron a suerte mi


túnica (Sal 21,18-19; Jn 19,23-24, donde también se cita el salmo 21).

Taladraron mis manos y mis pies, * y contaron todos mis huesos (Sal 21,17-18 - R).

Abrieron su boca contra mí, * como león que apresa y ruge (Sal 21,14).

Estoy derramado como el agua, * y todos mis huesos están dislocados (Sal 21,15).

Y mi corazón se ha vuelto como cera que se derrite * en medio de mis entrañas (Sal
21,15 - R).

Se secó mi vigor como una teja, * y mi lengua se me pegó al paladar (Sal 21,16).

Y me dieron hiel para mi comida, * y en mi sed me dieron vinagre (Sal 68,22).


Y me llevaron al polvo de la muerte (cf. Sal 21,16), * y aumentaron el dolor de mis
llagas (Sal 68,27).

Yo dormí y me levanté (Sal 3,6 - R), * y mi Padre santísimo (Jn 17,11) me recibió con
gloria (cf. Sal 72,24).

Padre santo (Jn 17,11), sostuviste mi mano derecha ' y me guiaste según tu voluntad, * y
me recibiste con gloria (Sal 72,24 - R).

Pues, ¿qué hay para mí en el cielo?; * y fuera de ti, ¿qué he querido sobre la tierra? (Sal
72,25).

Mirad, mirad, porque yo soy Dios, dice el Señor; * seré ensalzado entre las gentes y seré
ensalzado en la tierra (cf. Sal 45,11; cf. Jn 8,28; 10,29-38; OfP 7,9).

Bendito el Señor Dios de Israel (Lc 1,68), que redimió las almas de sus siervos con su
propia santísima sangre (Hb 9,12; Ap 5,9; 21,22), * y no abandonará a ninguno de los
que esperan en él (Sal 33,23 - R).

Y sabemos que viene, * que vendrá a juzgar la justicia (cf. Sal 95,13 - R; 1 Jn 5,20; Ap
14, 7; OfP 7,11).

En este salmo, Francisco, inspirándose en Jn y en Mt, hace hablar al Cristo de la pasión,


pero también al Cristo de la resurrección y ascensión gloriosa al cielo por medio del
Padre Santo, Santísimo, proclamándose a sí mismo Dios-Redentor, que vendrá para el
juicio final. Aun sin entrar en los diversos detalles, descritos y probados con mayor o
menor probabilidad por Gallant y por Gagnan, parece bastante clara la íntima relación
entre el Cristo del Crucifijo de San Damián y el Cristo del salmo VI del Oficio de la
Pasión (OfP 6).

Salmo VII (OfP 7: Vísperas)

Pueblos todos, batid palmas, * aclamad a Dios con gritos de júbilo (Sal 46,2).

Porque el Señor es excelso, * terrible, Rey grande sobre toda la tierra (Sal 46,3).

Porque el santísimo Padre del cielo (cf. Jn 17,11), nuestro Rey antes de los siglos, *
envió a su amado Hijo desde lo alto y realizó la salvación en medio de la tierra (Sal
73,12).

Alégrense los cielos y exulte la tierra, ' conmuévase el mar y cuanto lo llena; * se
alegrarán los campos y todo lo que hay en ellos (Sal 95,11-12).

Cantadle un cántico nuevo, * cantad al Señor, toda la tierra (Sal 95,1).

Porque grande es el Señor y muy digno de alabanza, * más temible que todos los dioses
(Sal 95,4).
Familias de los pueblos, ofreced al Señor, ' ofreced al Señor gloria y honor, * ofreced al
Señor gloria para su nombre (Sal 95,7-8).

Ofreced vuestros cuerpos ' y llevad a cuestas su santa cruz, * y seguid hasta el fin sus
santísimos preceptos (cf. Lc 14,27; 1 Pe 2,21; Jn 13,34-35; 15,12-13; 1 Jn 2,3,11; 3,11-
24; 4,7-21; 5,1-3).

Tiemble en su presencia la tierra entera; * decid entre las gentes que el Señor reinó desde
el madero (Sal 95,9-10 - G/R).

(Hasta aquí se dice a diario desde el Viernes Santo hasta la fiesta de la Ascensión. Y en
la fiesta de la Ascensión se añaden estos versículos:)

Y subió al cielo, y está sentado a la derecha del santísimo Padre en el cielo (Jn 17,11);
elévate sobre el cielo, oh Dios, * y sobre toda la tierra, tu gloria (Sal 56,12).

Y sabemos que viene, * que vendrá a juzgar la justicia (cf. Sal 95,13 - R).

En este salmo, Francisco invita a toda la creación al canto nuevo para alabar al Santísimo
Padre que envió a su amado Hijo desde lo alto para obrar la salvación «en medio de la
tierra». El Hijo reina como Señor desde el madero de la Cruz, ascendido a la derecha del
Santísimo Padre, de donde volverá para el juicio. No falta la invitación práctica,
expresada por Francisco, al seguimiento incesante de la Cruz, cumpliendo los santísimos
preceptos del Señor. La importancia del Oficio de la Pasión resulta todavía más
significativa si se piensa en el hecho de que Francisco lo escribió para su propio
provecho espiritual (y no directamente para los demás, como vale de ordinario para los
Escritos) y que lo recitaba siete veces al día.

Gagnan se esfuerza en probar, y no sin éxito, que el Cántico de las criaturas puede
considerarse como el octavo salmo del Oficio de la Pasión, preparado anticipadamente
desde hacía varios años y que servía como apoteosis solemne de la liturgia cósmica
sanfranciscana. El mismo autor descubre relaciones estrechísimas entre los siete primeros
salmos del OfP y el Crucifijo de San Damián. En particular, el salmo V (Sexta; OfP 5)
revela el celo de Cristo por la casa de su Padre Santo, o sea, el Reino de Dios, incluso en
su dimensión cósmica (cf. Jn 2,16-17), para cuya edificación el Cristo del Crucifijo pidió
ayuda a Francisco, después de haber construido Él la dicha casa sobre la Cruz, en
obediencia a su Padre Santísimo. El salmo VI (Nona; OfP 6) revela de manera muy
profunda la presencia del Cristo de San Damián, especialmente por cuanto ambos, salmo
y Crucifijo, se muestran superiores a la tradición anterior en el hecho de la unión del
sufrimiento y de la gloria. Hasta ahora, nadie ha sabido «poner de relieve de manera tan
recapituladora esta lógica integral de la cruz..., nadie parece haber afirmado, como lo
hace aquí Francisco, la convergencia de sufrimiento y de gloria que singulariza este
instante... la muerte de Cristo en cruz recapitula todos los significados de la historia de la
salvación; ella marca el instante central de la historia humana en el que, por
sobreabundancia de misericordia y de verdad, la Vida manifestada en la exaltación
cruciforme invierte el poder de la muerte» (Gagnan, office, 55).

b) La Antífona (OfP Ant)

«Santa Virgen María, no ha nacido en el mundo ninguna semejante a ti entre las mujeres,
hija y esclava del altísimo y sumo Rey, el Padre celestial, Madre de nuestro santísimo
Señor Jesucristo, esposa del Espíritu Santo: ruega por nosotros con san Miguel arcángel
y con todas las virtudes de los cielos y con todos los santos ante tu santísimo amado Hijo,
Señor y maestro» (OfP Ant).

Francisco la recitaba antes y después del único salmo de cada una de las siete horas del
Oficio de la Pasión, por tanto, 14 veces al día; la antífona servía además como capítula,
himno, versículo y oración. Por lo cual es fácil comprender el lugar verdaderamente vital
de este texto en el conjunto del Oficio y en la espiritualidad del Santo. El contenido de la
antífona pone de manifiesto la vida trinitaria de María como hija-esclava del Padre,
esposa del Espíritu Santo y madre de Cristo, Señor y maestro (cf. Jn 13,13-14). Esta
María-Madre, hecha Iglesia, como dice Francisco en otra parte (SalVM 1), está siempre
unida íntimamente a su Hijo en el misterio pascual, celebrado en el OfP, y junto a Ella,
también nosotros, con todo el cielo y toda la tierra, junto con Juan, como se ve en el
Crucifijo de San Damián, en el que los ángeles y los santos aparecen en torno al Cordero
inmolado y exaltado, espléndidos en la luz de Cristo crucificado, vivo y resucitado, que
asciende al cielo.

Para terminar el Oficio, el bienaventurado Francisco decía siempre esta bendición:


«Bendigamos al Señor Dios vivo y verdadero: tributémosle siempre alabanza, gloria,
honor, bendición y todos los bienes. Amén. Amén. Hágase. Hágase» (OfP Or).

c) Las Alabanzas para todas las horas (AlHor)

Francisco recitaba este himno antes de cada una de las horas del OfP, a continuación del
«Santísimo Padre nuestro» (ParPN) con el Gloria Patri. Así pues, lo recitaba siete veces
al día.

Es un himno «trinitario», centralizado en el Cordero inmolado y exaltado, al lado del


trono del Padre en el cielo, junto con toda la creación del cielo y de la tierra, como una
solemne liturgia universal, también cósmica. El texto está profundamente inspirado en el
Apocalipsis de Juan y en Daniel. Francisco lo recitaba por la profunda necesidad que
sentía de ofrecer siempre toda alabanza, todo honor, toda gloria y toda bendición a Dios
Padre, sumo y único Bien, junto a su Hijo, el Redentor-Salvador del universo. Después
del trisagio (v. 1), los textos centrales son: «Digno eres, Señor Dios nuestro, de recibir la
alabanza, la gloria, el honor y la bendición (cf. Ap 4,11)» (v. 2); «Digno es el Cordero,
que ha sido sacrificado, de recibir el poderío y divinidad y sabiduría y fortaleza y honor y
gloria y bendición (Ap 5,12)» (v. 3). Al final del himno seguía una bellísima oración
(AlHor 11), cuya síntesis acabamos de ofrecer.

Para comprender mejor el profundo significado del Oficio de la Pasión, será útil
referirnos al uso que hacía del mismo santa Clara. Tenemos, en efecto, una referencia
muy importante al respeto en su Leyenda, en la que se dice que Clara recitaba
frecuentemente el «Oficio de la Cruz» (=OfP), compuesto por Francisco, «con afecto
devoto como él». Y lo que más sorprende es que ella acompañaba a Cristo crucificado en
el sufrimiento y en la alegría conjuntamente, en un éxtasis de amor místico. Leamos el
texto:

«Le es familiar el llanto sobre la pasión del Señor; y unas veces apura, de las sagradas
heridas, la amargura de la mirra; otras veces sorbe los más dulces gozos. Le embriagan
vehementemente las lágrimas de Cristo paciente, y la memoria le reproduce
continuamente a Aquel a quien el amor había grabado profundamente en su corazón...
Sexta y Nona son las horas del día en las que con mayor compunción se emociona de
ordinario, queriendo inmolarse con el Señor inmolado... Para alimentar su alma
ininterrumpidamente en las delicias del Crucificado, meditaba muy a menudo la oración
de las cinco llagas del Señor. Aprendió el Oficio de la Cruz, tal como lo había compuesto
el amante de la cruz Francisco, y lo recitaba frecuentemente con afecto devoto como él»
(LCl 30).

Y el autor de la Leyenda habla a continuación de un éxtasis de Clara, durante el Triduo


Santo, en unión con el Crucificado (LCl 31ss). Vale la pena mirar más de cerca, en las
cartas de Clara, esta devoción suya al Crucificado. Particularmente la Carta IV nos hace
penetrar en el corazón crucificado de Clara, unido al de su Esposo, el Crucificado,
Cordero y Rey del cielo, inmolado y exaltado. En el gozo del Espíritu, Clara exhorta a
Inés a seguir, como esposa, al Cordero inmaculado, el cual es para ella como un espejo
en el que puede admirar la belleza y dulzura del celestial Esposo, y a la vez su pobreza,
humildad, caridad y paciencia mostradas sobre la Cruz. Por tanto, también Clara celebra
verdaderamente el misterio de Cristo crucificado y resucitado, terrestre y celeste, en su
estado de inmolado y exaltado, tal como san Francisco lo vio en el Crucifijo de San
Damián y lo vivió en el Oficio de la Pasión.

2. Cristo, Buen Pastor-Cordero

La influencia joánea en el Crucifijo de San Damián parece muy clara y profunda,


particularmente respecto a la idea del Cordero pascual, cuya sangre sacrificial redime al
mundo. Y esa misma influencia joánea aparece en los Escritos de san Francisco, por
ejemplo, respecto a la idea del Buen Pastor-Cordero inmolado y exaltado. De esto hemos
hablado ya anteriormente, pero hay que profundizar en el tema. El Buen Pastor que da la
vida por sus ovejas y ora al Padre por ellas, con referencia a la oración sacerdotal de la
última Cena que trae Juan (Jn 17), aparece al menos cuatro veces en los Escritos de
Francisco, como expresión solemne de la unión íntima entre Cristo y sus discípulos que
el Santo aplica a sus hermanos y a los penitentes que permanecen en el mundo, a manera
de un testamento espiritual suyo. Se trata de las dos cartas a los fieles (1CtaF I,13-19;
2CtaF 56-60) y de las dos redacciones diversas del cap. 22 de la Regla no bulada (Fragm
I,19ss; 1 R 22,32ss). Según el Evangelio de san Juan, y así es también para san
Francisco, el Cristo de la oración sacerdotal es en verdad el Buen Pastor, el Cordero
inmolado sobre la Cruz. El Santo quedó fuertemente impresionado por la imagen del
Buen Pastor, e igualmente por la del Cordero sacrificado y exaltado, a quien, según el
Apocalipsis, se debe el honor, la gloria y la bendición, como se dice en las Alabanzas
para todas las horas. Ya en la primera exhortación a dichas Alabanzas, Francisco
cantaba: «Digno es el Cordero, que ha sido sacrificado, de recibir el poder y la divinidad
y la sabiduría y la fortaleza y el honor y la gloria y la bendición» (AlHor 3; cf. v. 2). En
la segunda Carta a los fieles, el Buen Pastor que ora por sus ovejas y que da su vida por
ellas en la Cruz, es identificado con el Cordero inmolado del Apocalipsis, a quien se
debe la alabanza, la gloria, el honor y la bendición.

En la Admonición 6, Francisco recuerda al Buen Pastor que soportó la pasión de la cruz


por salvar a sus ovejas, razón por la cual éstas deben seguirlo en las persecuciones.
También en el Santísimo Sacramento del Altar celebraba Francisco al Cordero inmolado,
uniéndose a Él, como escribe Celano: «Como tenía en gran reverencia lo que es digno de
toda reverencia, ofrecía el sacrificio de todos sus miembros, y al recibir al Cordero
inmolado, inmolaba también el alma en el fuego que ardía de continuo en el altar de su
corazón» (2 Cel 201).

Hay que señalar, finalmente, que las biografías destacan la devoción especial del Santo a
los corderillos, como imagen de Cristo (1 Cel 77). Conocido es el caso del corderillo que
Francisco, «llevado de la devoción que sentía por el mansísimo Cordero», tuvo consigo
en Roma y luego entregó a Jacoba de Settesoli para que lo cuidara (LM 8,7).

3. La perfecta alegría en el Crucificado según los escritos y las biografías

Sabido es de siempre que Francisco vivió la Beata Passio de nuestro Señor Jesucristo en
una inmensa alegría y sufrimiento a la vez, o sea, como amor crucificado en perfecta
alegría y como su única «gloria». Este hecho, sin embargo, merece ser sacado de nuevo a
la luz en relación al Cristo «glorioso», Señor, crucificado-resucitado, celebrado en su
misterio pascual total, de la Cruz de San Damián.

En la famosa Admonición 5, se propone la unión con Cristo crucificado como la única


verdadera gloria nuestra. El texto es demasiado conocido para que tengamos que
reproducirlo aquí.

Menos conocido es tal vez el texto dictado por san Francisco al hermano León sobre la
verdadera y perfecta alegría. Después del estudio crítico de Esser, su autenticidad parece
segura. La enumeración de tantos otros dones de la gracia, hasta la conversión de todos
los infieles a la fe, acaba poniendo en evidencia el don único y supremo de la comunión
gozosa con el Crucificado, soportando todo por amor de Dios: «Te digo... en esto está la
verdadera alegría, y también la verdadera virtud y el bien del alma» (VerAl 12).

En esta luz «crucificada» se entiende cabalmente la doble exhortación del Santo en el


Oficio de la Pasión a ofrecer nuestros cuerpos al Señor crucificado-resucitado, siguiendo
hasta el fondo sus mandamientos (OfP 7 y 15), así como también el relato de las
Florecillas, tomado de los Actus B. Francisci (Flor 8).

Según Tomás de Celano, Francisco vivió también su Beata Passio en la experiencia de la


estigmatización y de la unión vital con la Palabra del Evangelio. Después de referir
cuánto deseaba el Santo, poseído del Espíritu de Dios, que se cumpliese en él la voluntad
del Padre, incluso sufriendo toda clase de dolores y de angustias por amor de Dios (cf. 1
Cel 92-93), relata el hecho de la estigmatización de modo insuperable (1 Cel 94-96).
Aquella plenitud del Espíritu Santo avivaba en él un deseo nunca superado por nadie de
hacer obras santas:

«Era, ciertamente, ferventísimo; y si en siglos pasados hubo quien le emulase en cuanto a


propósitos, no ha habido quien le haya superado en cuanto a deseos. Pues sabía mejor
realizar cosas perfectas que decirlas: ponía siempre toda su alma no en palabras, que no
tienen la virtud de obrar el bien, aunque lo manifiestan, sino en santas obras. Se mantenía
firme y alegre, y en su corazón cantaba para sí y para Dios cantos de júbilo...» (1 Cel 93).

«Ante esta contemplación, el bienaventurado siervo del Altísimo permanecía absorto en


admiración, pero sin llegar a descifrar el significado de la visión. Se sentía envuelto en la
mirada benigna y benévola de aquel serafín de inestimable belleza; esto le producía un
gozo inmenso y una alegría fogosa; pero al mismo tiempo le aterraba sobremanera el
verlo clavado en la cruz y la acerbidad de su pasión. Se levantó, por así decirlo, triste y
alegre a un tiempo, alternándose en él sentimientos de fruición y de pesadumbre...» (1
Cel 94).

El texto no necesita explicación. El éxtasis de dolor y de alegría a un tiempo, se deduce


de sus mismas palabras expresas.

Otro texto de Celano nos revela el secreto del corazón de Francisco: penetraba en los
secretos de la Sagrada Escritura con «su afecto de amante» (cf. 2 Cel 102) y con el
Espíritu de Dios (cf. 2 Cel 104). Escribe Celano:

«Un compañero de Francisco, viéndolo enfermo y aquejado de dolores de parte a parte,


le dijo una vez: "Padre, las Escrituras han sido siempre para ti un amparo; te han
proporcionado siempre alivio en tus dolores. Haz -te lo pido- que te lean ahora algo de
los profetas; tal vez tu espíritu exultará en el Señor" (cf. Lc 1,47: Magníficat). Le
respondió el Santo: "Es bueno recurrir a los testimonios de la Escritura, es bueno buscar
en ellos al Señor Dios nuestro; pero estoy tan penetrado de las Escrituras, que me basta, y
con mucho, para meditar y contemplar. No necesito de muchas cosas, hijo; sé a Cristo
pobre y crucificado"» (2 Cel 105; cf. LP 79).

4. La celebración de su muerte, en unión con el Cordero, el Cristo crucificado-


resucitado

En verdad, no puede menos de sorprender cómo la muerte de Francisco es una


continuación de su vida, vivida en el Señor nuestro Jesucristo, encontrado en el Crucifijo
de San Damián. Después de mandar a dos hermanos «que, espiritualmente gozosos,
cantaran en alta voz las alabanzas del Señor (o Cántico de las criaturas) por la muerte que
se avecinaba», bendijo a todos sus hermanos y les perdonó todas las ofensas y culpas (1
Cel 109). Luego celebró con ellos la Última Cena según el relato de Jn 13 (cf. 1 Cel 110;
2 Cel 217), y, cantando, acogió a la hermana muerte (cf. 2 Cel 214). Celano describe con
entusiasmo la muerte de Francisco, «cuya alma vio un discípulo subir al cielo, bella
como la luna, resplandeciente como el sol» (1 Cel 111), semejante a Cristo mismo, con
quien se había hecho un solo espíritu (cf. 2 Cel 219). Pero me parece que la descripción
más convincente y sorprendente es la de la reacción de los hermanos y de la gente
después de la muerte del Santo que lleva por título: «Llanto y gozo de los hermanos al
contemplar en él las señales de la cruz. Las alas del serafín»:

«Conocido esto, se congregó una gran muchedumbre, que bendecía a Dios, diciendo:
"¡Loado y bendito seas tú, Señor Dios nuestro, que nos has confiado a nosotros, indignos,
tan precioso depósito! ¡Gloria y alabanza a ti, Trinidad inefable!" La ciudad de Asís fue
llegando por grupos, y los habitantes de toda la región corrieron a contemplar las
maravillas divinas que el Dios de la majestad había obrado en su santo siervo. Cada cual
cantaba su canto de júbilo según se lo inspiraba el gozo de su corazón y todos bendecían
la omnipotencia del Salvador por haber dado cumplimiento a su deseo. Mas los hijos se
lamentaban de la pérdida de tan gran padre, y con lágrimas y suspiros expresaban el
íntimo afecto de su corazón.

»No obstante, un gozo inexplicable templaba esta tristeza, y lo singular del milagro los
había llenado de estupor. El luto se convirtió en cántico, y el llanto en júbilo. No habían
oído ni jamás habían leído en las Escrituras lo que ahora estaba patente a los ojos de
todos; y difícilmente se hubiera podido persuadir de ello a nadie de no tener pruebas tan
evidentes. Podía, en efecto, apreciarse en él una reproducción de la cruz y de la pasión
del Cordero inmaculado (1 Pe 1,19) que lavó los crímenes del mundo; cual si todavía
recientemente hubiera sido bajado de la cruz, ostentaba las manos y pies traspasados por
los clavos, y el costado derecho como atravesado por una lanza (Jn 19,34).

»Además, contemplaban su carne, antes morena, ahora resplandeciente de blancura; su


hermosura venía a ser garantía del premio de la feliz resurrección. Su rostro era
como rostro de ángel, como de quien vive y no de quien está muerto; los demás
miembros quedaron blandos y frescos como los de un niño inocente. No se contrajeron
los nervios, como sucede con los cadáveres, ni se endureció la piel; no quedaron rígidos
los miembros, sino que, flexibles, permitían cualquier movimiento» (1 Cel 112).

Parece superfluo hacer notar la semejanza de esta imagen de Francisco muerto con la del
Crucifijo de San Damián. Celano continúa todavía:

«A la vista de todos resplandecía tan maravillosa belleza; su carne se había vuelto más
blanca; pero era sorprendente contemplar, en el centro de manos y pies, no vestigios de
clavos, sino los clavos mismos, que, hechos de su propia carne, presentaban el color
oscuro del hierro, y el costado derecho tinto en sangre. Estas señales de martirio no
causaban espanto a quienes las veían; es más, prestaban a su carne mucha gracia y
hermosura, como las piedrecillas negras en pavimento blanco. Llegábanse presurosos los
hermanos e hijos, y, derramando lágrimas, besaban las manos y los pies del piadoso
padre que los había dejado, y el costado derecho, cuya herida recordaba la de Aquel que,
derramando sangre y agua (Jn 19,34), reconcilió el mundo con el Padre... ¿Quién, ante
semejante espectáculo, había de darse al llanto y no más bien al gozo? Y si llorase, ¿no
serían sus lágrimas de alegría más que de dolor?... ¿Quién sería tan rudo, tan insensible,
que no llegara a comprender con toda claridad que un santo que había sido honrado con
don tan singular en la tierra iba a ser ensalzado con inefable gloria en los cielos?» (1 Cel
113).

«¡Oh don singular, señal del privilegio del amor, que el caballero venga adornado de las
mismas armas de gloria que por su excelsa dignidad corresponden únicamente al Rey!
¡Oh milagro digno de eterna memoria y sacramento que continuamente ha de ser
recordado con admirable reverencia! ¡De modo visible representa el misterio de la sangre
del Cordero que, manando copiosamente de las cinco aberturas, lavó los crímenes del
mundo! ¡Oh sublime belleza de la cruz vivificante, que a los muertos da vida; tan
suavemente oprime y con tanta dulzura punza, que en ella adquiere vida la carne ya
muerta y el espíritu se fortalece!» (1 Cel 114).

Verdaderamente, podríamos preguntarnos qué tuvo Celano ante los ojos cuando escribió
estas páginas: ¿el cuerpo muerto del Santo o más bien el Crucifijo de San Damián?
Véase 1 Cel 115.

***

NOTAS:

1) L. Bracaloni, Il prodigioso Crocefisso che parló a S. Francesco, en Studi


Francescani 11/36 (1939) 185-212 (lo citamos: Bracaloni, Il prodigioso
Crocefisso). Idem, Il Crocefisso che parló a S. Francesco, nella Basilica di S.
Chiara, Asís 1958 (lo citamos: Bracaloni, Il Crocefisso).

O. Schmucki, Das Leiden Christi im Leben des hl. Franziskus von


Assisi, en Collectanea Franciscana 30 (1960) 244-252 (lo citamos: Schmucki, Das
Leiden). Idem, Il Crocefisso di S. Damiano (lo citamos:Schmucki, Il Crocefisso).

D. Gagnan, Office de la Passion, prière quotidienne de S. François


d'Assise, en Antonianum 55 (1980) 3-86 (lo citamos: Gagnan, Office).

L. Gallant, Dominus regnavit a ligno. «L'Officium Passionis» de S. François d'Assise, 3


vols., París 1978 (Tesis doctoral en Ciencias Religiosas presentada en el Instituto
Católico de París, ms.; lo citamos: Gallant,Dominus).

L. Hardick, El Crucifijo de la vocación franciscana, que publicamos a continuación (lo


citamos: Hardick, El Crucifijo).

M. Boyer, Le Crucifix de Saint-Damien et sa description, s.l., ms., 1980 (lo


citamos: Boyer, Le Crucif ix).

Recientemente han aparecido otros estudios: Het kruis van San Damiano e van
Arezzo, en Franciscaans Leven64 (1981) 50-54 (sin autor); Bertulf van Leeuwen, Twee
gebeden van Franciskus voor het heilig Kruis, enFranciscaans Leven 64 (1981) 55-71.
Del primero de estos artículos traduzco:

«El crucifijo de San Damián no es de estilo propiamente bizantino. Cristo no es


presentado en él como dominador. Humanidad, piedad (afecto) y proximidad
caracterizan a este crucifijo. La comunión del Señor muerto y resucitado con toda su
Iglesia, con los ángeles y santos es presentada de manera que todo el que ore ante este
crucifijo se sienta partícipe de esta comunión. Podemos imaginar que Francisco se sintió
fuertemente atraído por este crucifijo. En él está representado el misterio total de la
muerte, resurrección y glorificación de Cristo. Éste está unido a los suyos, en la tierra y
en el cielo» (cf. p. 50).

Bertulf Van Leeuwen destaca que Francisco recitaba el Adoramus te en unión con toda la
Iglesia y también con toda la creación, alabando al Señor, creador y redentor (pp. 63-68).

2) Boyer, Le Crucifix, 6: «El resplandor de la luz se ve por todo el cuerpo de Jesús,


renovado y transfigurado por la fuerza del Espíritu. La aureola dorada, marcada con una
cruz, es el signo del señorío de Jesús. Los personajes situados debajo de los brazos de la
cruz están envueltos en luz, puestos de relieve y participando de la gloria de Jesús. La luz
brota de la profundidad del ser. El color de los vestidos tiene un significado espiritual».
Para los cristianos orientales, el icono como tal es una representación del Dios vivo, una
transfiguración o teofanía de Dios, inicio de la divinización final de la humanidad y del
entero cosmos en Cristo, Dios-Hombre, por la fuerza del Espíritu Santo. Así, todo icono
se vuelve un encuentro personal, en la gracia del Espíritu, con Aquel a quien representa,
como una comunión «sacramental». El icono funciona como un lugar teológico, como
una presencia de Dios que ilumina y estimula a la santidad, a la adoración e imitación. Es
como una aparición de Cristo o de un santo en una luz gloriosa y resplandeciente desde
el interior de las personas iluminadas por el Dios-Luz. En especial, el icono de Cristo es
una expresión, una confesión de fe en la unión hipostática: la única Persona de Cristo,
verdadero Dios y verdadero Hombre, que une en sí la naturaleza divina y la naturaleza
humana, y que es contemplada, no en la diversidad de las dos naturalezas, sino en la
unidad de su Persona. Cf. M. Donadeo, Le iconi, immagini dell'invisibile, Roma 1980,
17; 27; 29; 31-32. La luz interior que sale de los iconos y los colores son de principal
importancia para comprender el significado «sublime y espiritualizante» de todo icono.
El icono es como una luz misteriosa, encendida desde dentro de las figuras, que nunca se
apagará... (Ibid. 31-40; 50-52).- Para «ver» bien el conjunto de la pintura hay que pararse
de veras ante el Crucifijo y no, como sucede ordinariamente, mirar la imagen sólo un
momento, de lejos, como «turistas».

3) Hardick, El Crucifijo, propone el detalle del sepulcro abierto; su explicación no


parece imposible. También la banqueta o apoyo en que Cristo tiene los pies, y éstos
clavados separadamente muestran una influencia oriental. Nótese igualmente el contraste
típico en los iconos entre la inmovilidad externa y el movimiento interno: «La
inmovilidad externa de las figuras resulta muy paradójica porque crea una fuerte
impresión de que algo se mueve en el interior. El plano material parece estar todo
concentrado en la espera de un mensaje, sólo la mirada deja entrever la tensión de las
energías vitales...» (Donadeo, o.c., 20, citando a Evdokimov).

4) El texto de Jn 19,26 dice: «Jesús, viendo a su madre y junto a ella al discípulo a quien
amaba, dice a su madre: "Mujer, ahí tienes a tu hijo"». La Biblia de Jerusalén, en la nota
a Jn 19,27, indica que el evangelista ve aquí «la proclamación de la maternidad espiritual
de María, nueva Eva, con respecto a los creyentes representados por el discípulo amado».
El Crucifijo de San Damián coloca a la Madre y al hijo Juan en la misma parte derecha
de Jesús.Gougaud señala que la devoción del siglo XII asociaba gustosamente a María y
a Juan, uniéndolos incluso en la oración.

5) La Biblia de Jerusalén, en las notas a Jn 19, de 30 a 34, escribe: «Todo está


cumplido»: «La obra del Padre, tal como estaba anunciada por la Escritura: la salvación
del mundo por el sacrificio de Cristo. Juan no refiere el grito de abandono de Mt 27,46 y
Mc 15,34; sólo ha querido retener la serena majestad de esta muerte (cf. Lc 23,46; Jn
12,27).- El último suspiro de Jesús es el preludio de la efusión del Espíritu (Jn 1,33;
20,22).- «Y salió sangre y agua»: «El sentido de este hecho lo precisarán dos textos de la
Escritura (vv. 36s). La sangre (Lv 1,5; Ex 24,8) atestigua la realidad del sacrificio del
cordero ofrecido por la salvación del mundo (Jn 6,51), y el agua, símbolo del Espíritu,
atestigua su fecundidad espiritual. Muchos Padres han visto, y no sin fundamento, en el
agua el símbolo del bautismo, en la sangre el de la Eucaristía y en estos dos sacramentos,
el signo de la Iglesia, nueva Eva que nace del nuevo Adán».

6) Cf. la Biblia de Jerusalén, nota a Jn 19,37: «"Mirarán", en sentido joánico de "ver,


comprender" (cf. Jn 3,14). Más allá de la persona del soldado romano, Jn ve la adhesión
de los gentiles a la fe...».

7) Bertulf van Leeuwen, o.c., 63-68, apunta justamente a la Cruz como «locus Dei», un
lugar del Dios vivo, donde se actúa la salvación presente; cita al respecto TC 37, AP 19,
LM 4,3, dando una explicación profunda de los textos.

8) TestCl 12-14. Véase también 2 Cel 204-205, donde se habla de la domus


spiritualis construida bajo la guía del Espíritu Santo, o sea, de la Orden de las Hermanas
Pobres. Vale la pena reproducir aquí un fragmento: «No está bien silenciar la memoria
del edificio espiritual, mucho más noble que el material, que, después de reparar la
iglesia de San Damián, levantó el bienaventurado Padre en aquel lugar, guiándolo el
Espíritu Santo, para acrecentar la ciudad del cielo. No es de creer que para reparar una
obra perecedera que estaba a punto de arruinarse le hubiera hablado -desde el leño de la
cruz y de modo tan estupendo- Cristo, el cual infunde temor y dolor a los que le oyen.
Pero, como el Espíritu Santo había predicho ya anteriormente, debía fundarse allí una
orden de vírgenes santas que, como un cuerpo de piedras vivas pulimentadas, un día
habrán de ser llevadas para restauración de la casa celestial» (2 Cel 204). Nótese que
Celano cita la Carta de san Pedro (1 Pe 2,5), que habla de la domus spiritualis, casa
espiritual de la que somos piedras vivas...; se trata, pues, de un tema muy familiar a san
Francisco.

Recientemente R. Brown, True Joy from Assisi, Chicago 1978, 158-162, subraya el
papel decisivo del Espíritu Santo: «Its crucial importance lies in its organic connection
with his interiorization of the deeper meaning of the message of the crucifix of San
Damiano» (p. 159). Cita además diversos textos de Inocencio III sobre la Iglesia como la
casa del Señor en los corazones; cf. Gagnan, Office, 43-48.

9) Cf. SalVM. Este Saludo a la Virgen ha sido explicado de modo exhaustivo por los
estudios de Hilario Pyfferoen, según el cual, este himno mariano, juntamente con el otro
(OfP Ant), fue compuesto por Francisco muy probablemente en la Porciúncula. Cf. su
estudio en este mismo sitio web, en la sección dedicada a "La Virgen María, Madre de
Dios".

10) Francisco desarrolla esta idea particularmente en sus dos Cartas a los fieles y en la
Forma de vida para Clara y sus hermanas pobres (1CtaF I,6ss; 2CtaF 48ss; FVCl; cf. la
nota anterior).

[Selecciones de Franciscanismo, vol. XVI, n. 46 (1987) 17-41]

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