Está en la página 1de 135

EL PE NDULO

Y LA ESPIRAL

W&&
Ramón Ximu

….nc:o
Il _ A .
…961ºv
"MAN A'

El Colegio Nacional
Ramón Xirau

EL PENDULO
YLA
ESPIRAL

un" inlvor:l t n l o d e c o m u n i c a c i ó n d e

EL COLEGIO NACIONAL
México, 1994
Primera edición:
Universidad Veracruzana. 1959

Segunda Edición: 1994

D. R. © 1994. EL COLEGIO NACIONAL


Luis González Obregón 23, Centro Histórico
C. P. 06020, México, D. F.

ISBN 968—6664—92—4

Impreso y hecho en México


Printed and made in Mexico
CONTENIDO

Nota a la segunda edición ..................... ix

Advertencia .............................. 3

I. ECONOMÍA Y ESPÍRITU ....................... 5

II. ESTÁTICA SOCIAL Y DINÁMICA HISTÓRICA ........... 27

IH. LAS ESTACIONES .......................... 39

IV. LA ENERGÍA ESPIRITUAL ..................... 49

V. AMBIGÚEDADES DEL SIGLO XX ................. 77

VI. Qumrsrvunrms? ........................ 115

Noms .................................. 123


NOTA A LA SEGUNDA EDICIÓN

Este libro fue escrito entre 1957 y 1958 y publicado por


primera vez en 1959. Se reedita ahora treinta y cinco años
más tarde. Motivo de la reedición: mi creencia en que mu-
chas de las ideas que aquí se discuten son todavía actuales.
La crítica de Marx me parece aún válida pero ahora añadi-
ría algunas reflexiones más recientes que de hecho apare—
cen en mi primer ensayo sobre Simone Weil, aparecido en
el libro Cuatrofilósofos y lo sagrado (Editorialjoaquín Mortiz,
México, 1986). El capítulo V —Ambigúedades del siglo XX—
remite a libros y obras de los años 40 y 50. Podrían ser to—
davía válidos en estos días que corren. Mi actitud acerca de
la oposición entre filosofía y poesía ha cambiado. Dicen
que es de sabios... Modificaría lo que escribí sobre el positi-
vismo lógico. De hecho me importó más el positivimo lógi-
co en los años 50 que en los últimos años. No es este el ca—
so de Wittgenstein. Sin duda su primera obra influyó a los
positivistas. Pero la filosofía de Wittgenstein era mucho
más compleja y honda que la de éstos. No debe confundir—
se el pensamiento de Wittgenstein con el de otras corrien-
tes ñlosóñcas. Hay que verlo —ya muchos lo hemos visto—
como un hombre al que más importan los problemas de la
vida y del valor (lo “indecible”, y lo “místico”) que los de
la lógica pura.

San Ángel, junio 1994


“Se ha hablado con frecuencia de las alternativas de
flujo y reflujo que se observan en la historia. Toda acción
prolongada en un sentido entrañaría una reacción en
sentido contrario. Después, volvería a iniciarse y el
péndulo oscilaría indefinidamente. Verdad es que en
este caso el péndulo posee memoria y que no es el
mismo a la vuelta que a la ida, puesto que se ha enrique-
cido con la experiencia intermedia. Por ello la imagen
de un movimiento en espiral, que algunas veces ha sido
evocada, sería más exacta que la de una oscilación
pendular”.

BERGSON: Las dos fuentes de la moral y de la religión.


ADVERTENCIA

El 13 de marzo de 1948, en una reunión de la Asociación


de Amigos de Bergson, Hyppolite, que acababa de dar
una conferencia acerca de Bergson y el existencialismo,
decía a guisa de comentario final: “Mi pregunta es la
siguiente: ¿dónde podré encontrar una filosofia de la his—
toria? No existe ninguna, ni siquiera en Alemania”.
Gilbert Maire, que participaba en el diálogo, le respon-
día: “Está en Las dosfuentes de la moral y de la religión
Quisiera aclarar en este punto que no creo que exista
ninguna filosofia de la historia y que, por lo tanto, no po—
demos encontrarla en la obra de Bergson. Pero no qui-
siera dejar de añadir que si en Bergson no existe una
filosofía de la historia se encuentran en cambio en su
obra agudos instrumentos para ver el sentido de la vida
espiritual de los hombres y de los pueblos. En lugar de
una filosofía de la historia podemos entrever una
historia del espíritu. En el presente ensayo he dedicado
los tres primeros capítulos a exponer —y a veces a
criticar,— tres filosofías de la historia que tienden al
movimiento pendular, palabra que simboliza desde
ahora a las filosofías de la repetición y de la monotonía
que liga a las causas y a los efectos. El capítulo IV está
dedicado a exponer la filosofia del espíritu, esta historia
del espíritu que acabo de mencionar. Este capítulo está

3
así dedicado a la filosofía de Bergson y, muy especial-
mente, a su filosofía tal como se presenta en Las dos
fuentes. En el capítulo V he querido discutir, teniendo
siempre presente la división entre filosofías pendulares y
filosofías espirales —término que desde ahora simboliza
el progreso espiritual—, la situación de la historia que
nos interesa de manera cardinal: la historia presente,
nuestro mundo del siglo xx. El último capítulo es más un
anuncio que un desarrollo. En él dejo apuntadas algunas
ideas que era necesario afirmar y que, creyéndolas, no
podía, sin embargo, probarlas. Espero, después de todo,
que estas ideas finales se muestren por sí mismas como
la culminación necesaria de los capítulos que las ante-
ceden.
I

ECONOMÍA Y ESPÍRITU

“El concepto del progreso radica en los conceptos


religioso-mesiánicos. Es la antiquísima idea judaica de
una resolución mesiánica de la Historia.”

NICOLÁS BERDIAEFF, El sentido dela historia…


La idea de progreso, nacida con la nueva burguesía in-
dustrial, es patrimonio de todos los pensadores del siglo
pasado y ha sido vulgarizada hasta la saciedad por los
propagandistas del capitalismo y del marxismo. Lamarck
y Darwin la aplicaron a las ciencias de la vida, Comte a la
sociología, Nietzche a la idea de un ascenso que condu-
ciría del hombre al superhombre. Víctor Hugo, Shelley,
_[ulio Verne, Balzac la tuvieron presente a lo largo de
obras tan diversas y a la vez tan unidas por esta preocu-
pación. Y si algunos rechazan el progreso, porque creen
ver en el hombre una esencia perdurable que el tiempo
mella pero no altera, tan sólo pueden llegar a este
rechazo porque el ideal del progreso les rodea por todas
partes.
Así, la idea marxista del progreso no es una idea nue—
va. Lo que sí es de veras nuevo es la actitud de Marx
hacia el progreso. Para entenderla preguntémonos en
primer término cuál fue el tiempo de Marx, cuál esta
época que le permite mezclar sombras de ciencia a
presencia de utopía. Para hacerlo echemos una mirada
atrás y veamos, aun que sea brevemente, el sentido de la
evolución del pensamiento occidental. Esta mirada a
vista de pájaro podrá proporcionarnos algunas razones
plausibles para situar a Marx en este siglo XIX de
optimismo y desilusión.
Se ha dicho y se ha escrito muchas veces que la filo—
sofía no progresa. En esto y sólo en esto se parece al arte.

7
Pero la filosofía es casi siempre formal y su formalismo la
separa de las obras del espíritu que llamamos arte y poe-
sía. La discusión acerca del progreso de la filosofia po—
dría llevamos de la mano a una serie de hipótesis tan in-
necesarias como los argumentos del calvo y del montón
entre los discípulos de Euclides de Megara. Dejémosla a
un lado. Lo que aquí nos importa es señalar que la filo—
sofía tiene una historia y si bien no podemos confundir
la filosofía con la historia de la filosofia como lo quiso
Dilthey y lo quisieran sus discípulos, debemos considerar
la historia de su transcurso en aquello que tiene de
historiable.
Suele acontecer que, a un período de acarreos, pe-
ríodo de descubrimientos y de innovaciones durante el
cual muchas veces las partes representan el papel del
todo, desemboca en un período de grandes síntesis, de
sumas en las cuales las partes quedan engarzadas dentro
de un concepto armónico de la totalidad. Estas sumas
suelen desarrollarse en épocas de madurez espiritual
que son, casi siempre, épocas de caída y desequilibrio
social y político. Las sumas aparecen, en lo que tienen
de histórico, como el último y definitivo intento por dar
sentido a un mundo que se está resquebrajando en su
misma base. Y me permito insistir en estas palabras: lo
que tienen de histórico. Porque las sumas son también
construcciones absolutas, es decir, estructuras univer-
sales que, más allá de las decadencias social y política,
más allá de las contingencias históricas, más allá de la
efímera constitución de los estados y de las naciones
perduran como agudas espadas que han sabido perforar
el rigor del techo y dar entrada a un rayo de luz.
Tres períodos en la historia de la filosofía pueden
considerarse como épocas de acarreos. Desde que Tales
“después de los negocios públicos se dio a la especu-

8
lación de la naturaleza” hasta que Sócrates se condenó,
víctima de su sofistica verdadera, el pensamiento griego
viene acarreando ideas cuyo sentido profundo no alcan-
za su plenitud hasta que Platón escribe sus diálogos y
Aristóteles edifica, piedra a piedra, la enciclopedia de los
tiempos clásicos. Como todos los primeros filósofos de
Grecia, Aristóteles, que es su verdadera suma, se preo—
cupa por el origen de las cosas, lleva a su lógica conclu—
sión las ideas de los sofistas acerca de la retórica y el arte
política. Y si Platón había realizado ya la primera gran
síntesis del pen samiento helénico, Aristóteles, aun con-
tradiciendo en parte las enseñanzas de la Academia, pro-
sigue y perfecciona el pensamiento platónico. Los últi-
mos diálogos de Platón conducían direcmmente al pen-
samiento aristotélico ¿No fue Platón quien puso en boca
de Zenón las objeciones que más tarde Aristóteles habría
de dirigirle en la Metafísica? El primer principio que
Platón llamó Bien, Belleza y Verdad, ¿no es el mismo
acerca del cual dice Aristóteles que “es un ser vivo, eter—
no, sumamente bueno, de tal manera que la vida y la
duración continua y eterna pertenecen a Dios?” Sin du-
da existen diferencias básicas entre Platón y Aristóteles.
Platón desarrolla una teoría más dúctil, menos dog—
mática, menos totalizadora que la de Aristóteles y anun—
cia una idea del amor y del ideal que sólo alcanza su per—
fección con el Cristianismo. Pero a pesar de las dife-
rencias la relación es íntima y profunda. También Aris—
tóteles explica, en una intuición similar a la de Pla-
tón, que el mundo depende de la presencia de la divini-
dad.
Santo Tomás de Aquino da el nombre, y con justicia, a
este tipo de filosofar sistemático y enciclopédico que
llamamos suma. No que las sumas no existiesen en la
filosofía medieval anterior al desarrollo del tomismo. Lo

9
que sucede es que en Santo Tomás las sumas anteriores
vienen a adquirir su pleno sentido. En el pensamiento
de Santo Tomás está presente buen número de ideas de
este Platón cristiano que fue San Agustín y a él vienen a
confluir los pensamientos aristotélicos matizados por
árabes y judíos. Pero tal vez en ningún problema filosó—
fico se ve tan claramente el sentido sintético de la filo—
sofía tomista como en el de los universales. Santo Tomás
ya no puede aceptar en forma exclusiva el pensamiento
de los realistas a ultranza que afirman que la idea existe
antes que la cosa, como no puede aceptar, a la usanza de
los pensadores nominalistas, que los universales vengan
al espíritu después de la cosa. Ni el racionalismo puro ni
el puro empirismo valen por si solos. Para Santo Tomás
los universales existen antes de la cosa en la mente
divina, después de la cosa en el pensamiento humano y
sólo pueden existir en el pensamiento de los hombres
porque los universales están en las cosas mismas. El
tomismo unifica las teorías anteriores y las reconcilia en
un todo armónico.
La filosofia de Hegel reúne los elementos dispares del
racionalismo y del empirismo, del romanticismo y de la
ideología del siglo de las luces. Y si Kant, algo Platón de
Hegel, había intentado sintetizar el pensamiento empi-
rista y el racionalista, Hegel afirma el racionalismo y el
empirismo en un todo dinámico cuando afirma que lo
real es racional y que lo racional es real.
Las sumas se yerguen como interpretaciones univer—
sales de los datos más o menos parciales, más o menos
completos, que habían logrado acumular en sus obras
quienes les antecedieron. Pero si por una de sus vertien-
tes las sumas tienen la apariencia de enormes bloques de
una solidez que se antoja indestructible, por la otra son
también las semillas de un pensamiento que empieza a

10
decaer. De la disgregación histórica de las sumas se
alimenta toda una serie de filosofías que reducen el todo
a una de sus partes, cubierta ahora la ladera por los bos—
ques que cierran la vista del monte. Algunos ejemplos
bastarán para mostrar esta reducción que, en épocas de
decadencia, sufren las síntesis filosóficas. Es bien sabido
que Aristóteles dedica páginas inequívocas a ensalzar el
valor moral del placer. Pero para Aristóteles el placer no
es sino uno de los elementos que constituyen la mo—
ralidad. Para los epicúreos el placer es el todo de la vida
moral que, a su vez, es el todo de la filosofia. Santo To—
más enseña, con rigor y precisión, la división entre la
filosofía y la teología. Esta división llevará a unos a
pensar que la teología ya no existe, a otros que la filo—
sofia está de sobra; a unos que sólo son verdad las ver—
dades de la razón; a otros que la única verdad es la que
surge del corazón.
Es imposible resumir la filosofia de Hegel en algunos
términos simples y sencillos. Pero se puede afirmar que
si Hegel construye la realidad toda sobre la suposición
de que, en forma dinámica, el ser se ha de llenar de
naturaleza, de arte, de religión y de filosofía hasta alcan-
zar la plenitud de la idea, los seguidores de Hegel re-
ducen la filosofia hegeliana a uno de sus aspectos que, a
su vez, viene a convertirse en el todo. Para unos el aspec—
to principal será el método dialéctico, para otros la idea
de un Estado absoluto, para los de más allá el roman—
ticismo del progreso.1

' En este punto vienen a cuento algunas observaciones: I. Es evi-


dente que Santo Tomás no es únicamente la suma del pensamiento
cristiano. Lo es también del pensamiento griego. Hegel trata de
abarcar —acaso como material empírico para su ñlosofia— la to-
talidad del pasado filosófico. 2. No sólo hay sumas ñlosóñcas. Exis—
ten igualmente en las artes y en las letras, en la vida social. Todas

11
(Jonstatemos el hecho de este movimiento de sístole y
diástole sin pronunciarnos acerca de su naturaleza ínti-
ma. Vengan los biólogos a decirnos que se trata de un
proceso observable en todos los organismos vivientes;
vengan los sociólogos a señalar causas políticas y econó—
micas; los filósofos a tratar de dar explicaciones abstrac-
tas y formales. Vengan y serán bien venidos. Porque el
hombre es vida, y es sociedad y es economía y es espíritu
encarnado. Pero aquí me importa señalar, no interpre-
tar. Yel hecho es que en el campo del pensamiento exis—
ten estas sumas y que cada una de ellas es la síntesis
histórica de una evolución del pensamiento. Fuera de su
momento histórico las sumas dicen todas, las mismas
verdades: que el mundo tiene sentido, que hay un Dios
que es garantía de nuestro destino y que nuestras accio—
nes están regidas hacia el bien. Y constatar el hecho de
que estas sumas existen no es ni afirmar que sean supe-
riores ni que sean inferiores a otros tipos de pensamien-
to. Santo Tomás no es superior a San juan de la Cruz, Lo
que ocurre es que Santo Tomás, Dante o San juan par-
ten de un mismo impulso y de una misma intuición para
alcanzar, unos por medios racionales, otros por medios
intuitivos, una misma verdad que es única y eterna.
Podría desaparecer toda la metodología de Aristóteles.
Pero su verdad metafísica, que con tanto fervor convierte
en un himno al final del libro XII de la Metafísica, no
desaparece por más que se esfuercen en acallarla epi-
cúreos, escépticos, semánticos o positivistas lógicos. El
marxismo, como el positivismo y el vitalismo, nace de la

ellas tienen también imitadores secundarios y secundones. ¡Cuántos


Paraísos Perdidos, cuantos Faustos sin sentido después de Milton y
de Goethe! 3. Existen sumas de menor alcance que las que he men-
cionado. En este sentido Plotino, Bacon, Espinoza 0 Hume constru-
yen sumas dc pm'odos más limitados.

12
caída histórica de una de estas grandes síntesis: la li—
losofia de Hegel. Hegel quiso que la historia fuese divina
y que la divinidad se encarnara en la historia. Muy cerca
de él en el tiempo y en el espacio —¡tan distante en el
pensamiento!— Feuerbach piensa encontrar el absoluto
en la humanidad y Max Stimer lo profetiza en este único
que es el individuo. Buena parte del siglo XIX manifiesta
una apasionada búsqueda del absoluto en el corazón de
lo relativo y tiende a imaginarse al hombre como a dios
de sí mismo, principio y fin de sus fronteras carnales. Ya
pocos quieren estar creados a imagen y semejanza de
Dios y muchos prefieren ser creadores de dioses a ima—
gen y semejanza de la conciencia humana.
Marx parece negar, desde un principio, la existencia
de todos los absolutos. Para él la evolución dialéctica de
la historia está gobernada por causas económicas de-
terminadas y necesarias. La superestructura es tan solo la
proyección relativa, variable y móvil de estas causas con-
catenadas. Cuando Engels afirma que “la gran cuestión
de toda la filosofia, especialmente de la filosofia mo-
derna, es la que se refiere a la relación entre el pensar y
el ser", piensa en verdad que el pensar es una forma del
ser, es decir, una forma secundaria de la actividad social
y económica. Claro está que nadie puede dudar de la
importancia que los hechos económicos tienen en el
desarrollo de los pueblos, muy especialmente después de
la revolución industrial. Nadie puede pensar que las
causas económicas sean causas segundas. Pero para Marx
estas causas son la única causa y al afirmar su absoluta
preeminencia Marx se encarga de establecer un nuevo
absoluto, oscilando constantemente entre el realismo y
el idealismo, entre la tierra y la no tierra de la utopía.
Y es que si contemplamos con más atención la idea
que Marx desarrolla acerca de la historia, encontraremos

13
precisamente un paralelismo de ideas materialistas y de
intentos idealistas y aun románticos. A las primeras se
debe el carácter pendular de la filosofia marxista. A las
segundas, la presencia del espiritu que vive cn lo hondo
de toda obra humana por más que el hombre intente
silenciar su presencia.
Si bien Marx no se deshace del todo del materialismo
biológico la palabra materia adquiere para él un sentido
nuevo: el de estructura, base o fundamento económico.
La filosofía ya no es, como para Hegel, el mundo de ca-
beza. Marx supone que está cerca del sentido común y
piensa que la filosofia debe afirmar sus pies en la tierra
para abandonar la lodosa transparencia de los cielos. Y
volver a la tierra es llegar a conocer la relación que existe
entre los hombres. De ahí que Marx escriba en las Tesis
sobre Feuerbach: “Los filósofos sólo han interpretado el mun-
do de diversas maneras; lo importante, sin embargo, es
cambiarlo". Para cambiar el mundo hay que tener con-
ciencia de que existen las clases sociales y conciencia
también de que las clases sociales están en constante es—
tado de pugna. En forma terminante lo anuncia el
Manifiesto comunista: “La historia de todas las sociedades
que han existido hasta ahora es la historia de la lucha de
clases”. No fue Marx el primero en afirmar la lucha
social. En el terreno de los hechos Babeuf la había ini-
ciado ya en pequeña escala. Charles Hall, en The effects of
civilization, establecía una separación radical entre los
intereses de los propietarios y los intereses de los traba—
jadores y el propio Saint Simon, uno de los que Bianqui
llamó socialistas utópicos creía en la ruptura absoluta
entre los propietarios y los obreros. Sin embargo Marx
añade a las doctrinas y a los actos de sus precursores dos
ideas que están en el centro de su filosofía de la historia.
La primera es la que supone un determinismo absoluto

14
en las relaciones entre las clases sociales. La segunda
extiende a toda la historia pasada la noción de un cons—
tante contlicto. Podríamos preguntarnos, como lo hace
G. D. H. Cole, si esta aplicación universal de la teoría de
la lucha no es, para las sociedades que preceden a la
revolución industrial, un anacronismo. Pero el hecho es
que a Marx le interesa menos atenerse a los datos con-
cretos de la historia que a dar fundamento a la revolu—
ción que considera inminente y necesaria. Su noción de
una constante lucha de clases puede ser falsa, pero se
sostiene como base pragmática de la acción.
Marx necesita, así, una filosofía de la historia. Y esta
filosofía nos dice que las causas económicas son la es—
tructura de todo el desarrollo humano y de su lucha ha—
cia la igualdad. En el mundo feudal predominó la clase
de los terratenientes. Con la revolución burguesa, que
coincide con la revolución industrial, la propiedad cam—
bia de manos al cambiar la estructura del capital y del
Estado. Y con la burguesía, que contiene en sí la nega—
ción de su propia existencia, viene al mundo una nueva
clase social que habrá de triunfar inevitablemente en su
lucha contra la clase que le dio nacimiento. Esta nueva
clase se llama el proletariado. La rebelión proletaria es
necesaria del mismo modo que fueron necesarias la re—
belión burguesa o el hundimiento del Imperio Romano.
Es también inevitable. Es posible que afirmar esta ine-
vitabilidad conduzca a una negación de la idea marxista
de la acción. ¿Para qué actuar contra los industriales y
los capitalistas si el proletariado debe triunfar NECESA—
RIAMENTE? ¿Cómo hacer convivir la creencia de que
DEBEMOS actuar revolucionariamente cuando la revo—
lución es un hecho predeterminado?
Marx no se detiene ante las objeciones. Porque de la
misma manera que se ocupa del capital para destruirlo,

15
se ocupa de la revolución porque tiene conciencia de
una injusticia insoportable que atosiga a los trabajadores
y los sobaja y les hiere en su dignidad personal. La pro—
testa marxista sigue las leyes del espíritu. El método que
emplea para convertir esta protesta en una ciencia re-
duce a los pueblos al tipo de evolución pendular, me-
cánica y tautológica de que hablábamos en un principio.
Marx que tiene la intuición de una injusticia y se revuel-
ve contra ella, quiere también explicarla. Para hacerlo
escribe la teoría de la plusvalía y de la acumulación del
capital.
Locke, Adam Smith y, con más precisión Ricardo, ha
bian visto que la única propiedad o valor común entre
diversas mercancías está en el trabajo del obrero.1 Yalgu-
nos economistas ingleses, como Ernest jones, se habían
adelantado a Marx y habían previsto y enunciado la teo-
ría de la plusvalía. La importancia de Marx vuelve a ser
en este caso la del hombre que ofrece una teoría de
aspecto científico que pueda llegar a ser la base de la
lucha social.
También para Marx el trabajo del obrero es el común
denominador de todas las mercancías. Pero este trabajo
que Marx llama “trabajo promedio” 0 “trabajo huma-
no abstracto” no es el trabajo de un obrero individual y
concreto. Como Kant, que pretendía dar una teoría de
las condiciones “a priori” de todo conocimiento, Marx
quiere aclarar la lucha general y abstracta entre el tra-
bajo y el capital. Kant no se preocupaba, más que a título
de ejemplo hipotético, del conocimiento de este trián—
gulo equilátero. Marx no se preocupa de la relación en-

' Escribe Ricardo: "El valor de una mercancía.… depende de la


cantidad relativa de trabajo que se necesita para su producción. no
de la compensación más o menos grande que se paga por este
trabajo". Principios de Eronomía Polítim.

16
tre juan obrero y Pedro capitalista. Y de la misma ma-
nera que Kant creía haber realizado, para el pensamien-
to, la “revolución coperniciana”, Manr quiere establecer
una ley que sea, para el mundo del hombre, lo que es
para el universo físico la ley de Newton.
La circulación de las mercancías está sujeta a un prin-
cipio que, simbólicamente, puede expresarse mediante
la fórmula M-D-M. La mercancía produce dinero que, a
su vez, es productor de mercancías. Pero ésta no es la
fórmula del capital. El capitalista quiere obtener ganan-
cias en la venta de sus mercancías y en esta secuencia de
huevos y gallinas de oro que son las mercancías y el capi-
tal, rige ahora esta ley: D-M-D. Lo cual quiere decir que
el dinero produce mercancía que, a su vez, produce di-
nero. Sin embargo la primera y la segunda D de la fór-
mula no son idénticas y si tuviésemos a mano un lápiz de
color podríamos pintar la primera de azul y la segunda
de rojo o simplemente llamar D a la primera y delta a la
segunda. ¿Qué habríamos ganado cambiando los colores
o sustituyendo una D por una delta ? La cosa es bien sen-
cilla. La segunda D, la que termina la fórmula implica
una cantidad superior de dinero que la primera. De tal
manera que la fórmula D—M—D debería leerse, si somos
puntuales y exactos, como sigue: cierto dinero X pro-
duce una mercancía que, a su vez, vuelve a producir
dinero. Pero no tan sólo dinero, sino más dinero. El ca—
pitalismo moderno está regido por esta fórmula que es, a
su vez, la fórmula de una injusticia.
Ya hemos visto que la única característica común a
todas las mercancías es el trabajo empleado por el obre—
ro en producirlas. La ganancia que obtiene el capitalista
se realiza sobre la base de la explotación del proletario.
Porque si el obrero-mercancía recibe un salario que
corresponde a sus necesidades básicas de subsistencia,

17
trabaja, en cambio, horas extraordinarias en beneficio
del capitalista que llega a acumular cantidades progre-
sivas de capital. Marx ha expuesto con mucha claridad la
teoría de la plusvalía. Podemos resumirla en sus propias
palabras: “La plusvalía se produce mediante el empleo
de la fuerza de trabajo. El capital compra la fuerza de
trabajo y paga los salarios correspondientes. Por medio
de su trabajo el obrero crea nuevo valor que no le per—
tenece a él sino al capitalista. Sólo tiene que trabajar
cierto tiempo para producir el valor equivalente a sus
salarios. Pero cuando este valor equivalente ha sido
realizado no deja de trabajar sino que continúa hacién-
dolo durante ciertas horas suplementarias. El nuevo
valor que produce durante este tiempo extra que, por
consiguiente excede la cantidad de su salario constituye
la plusvalía”.
Tal es uno de los aspectos fundamentales de la teoría
científica de Marx. En realidad como teoría científica se
presta a múltiples críticas. Entre ellas las que le ha diri—
gido Harold Laski son de especial interés. En primer tér-
mino el trabajo “no es, suprimiendo todas las demás di-
ferencias, la única base común de valoración”. Marx
“olvidó que, además del trabajo, para que las mercancías
tengan valor, deben tener por lo menos esto en común:
la satisfacción de una necesidad. Sería imposible produ-
cir aviones si no supiéramos que hay quien quiera volar
en ellos”. En segundo término Marx reduce las relacio—
nes de salario, trabajo y capital a fórmulas cuantitativas y
abstractas. Y al hablar del proletariado en general no es
menor su abstracción que la realizada por los capitalistas
al creer en el capital como se cree en las esencias, en las
cosas en sí. Hablar del tiempo de trabajo abstracto es re-
ducir a los trabajadores a número, un número de tal ge-
neralidad que no puede aplicarse ni a este albañil ni a

18
aquel carpintero. Las diferencias de calidad parecen im-
portarle poco a Marx. Y sin embargo son muchas veces
definitivas. Como observaba Laski “no cuesta menos un
mal carpintero que uno bueno, pero la calidad del traba—
jo de un buen carpintero tiene un valor completamente
distinto de su costo como esfuerzo”. La construcción mar—
xista de la economía y de la historia permanece siempre
en la abstracción y es, como dice Cole, una “construc—
ción metafísica".
Ello no quiere decir que las ideas que impulsan a
Marx sean esencialmente falsas ni mucho menos que
sean desechables, como quisieran algunos curanderos
nostálgicos de nuestro tiempo. Marx no vale tanto por su
construcción pseudocientíñca como por la protesta que
la inspira. La ciencia que Marx pretende desarrollar,
mecanicista, limitada al reino de los movimientos pen-
dulares, sirvió sobre todo como arma de combate y per—
mitió que los obreros y los revolucionarios actuaran con—
fiados en que no sólo la protesta, sino desde ahora la
ciencia y la razón, estaban de su lado.
Con el marxismo la revolución se siente apoyada con
argumentos de carácter lógico. Se adivina a sí misma
como inevitable y se pretende justa y verdadera. Conoce
también cuál es su destino, y el revolucionario puede
afirmar que, de la lucha de clases surgirá, después de la
necesaria etapa de la dictadura del proletariado, la
verdadera sociedad comunista, la que Lenin llama “se-
gunda fase de la sociedad comunista”, en la cual habrá
desaparecido el Estado, que encadena nuestra libertad
tanto en nuestra sociedad burguesa como en la dicta-
dura de los proletarios. Y una vez que el Estado haya
desaparecido el hombre alcanzará la igualdad que le
prometía la frase de Louis Blanc: “de cada uno con arre-
glo a su capacidad, a cada uno con arreglo a sus necesi—

ll)
dades”. Lenin promete, en la lejanía del futuro, la misma
sociedad utópica que Bakunin creía inmediata.
De las tres máximas de la revolución francesa, la re-
volución proletaria conserva la de la igualdad. La li-
bertad no existe mientras exista el Estado y aun después
de la futura y necesaria desaparición del Estado la liber—
tad se reduce a ser, como escribía Engels “conciencia de
la necesidad”. La única diferencia entre el determinismo
que nos guia cuando existe el Estado y cuando éste ha
desaparecido es que, en el primer caso, la necesidad nos
es impuesta. En el segundo somos ya capaces de impo—
némosla a nosotros mismos. Si la libertad es, así, secun-
daria, dentro del cuerpo teórico del marxismo, la igual-
dad, que se convierte en su centro, nos hace entrar de
lleno en la metafísica marxista. Se trata, claro está, de
una metafísica de orden humano en la cual las relacio—
nes entre los hombres se convierten en el verdadero
absoluto del hombre y sustituyen a la divinidad. Y esta
metafísica era necesaria. Porque una teoría científica
pura no habría podido jamás levantar las olas de entu—
siasmo que ha levantado el marxismo si al lado de lo
escueto de la teoría no estuviese latente y presente el
imponderable del ideal. El marxismo quiere encontrar
la igualdad en la tierra, la verdad en la historia y a Dios
en la futura sociedad de los hombres. La nostalgia del
Paraíso Perdido se hace para los marxistas, al fin y al
cabo típicos pensadores del siglo XIX, impaciencia de un
paraíso terrestre donde vivirán los hombres “plenamente
desarrollados”.
Esta metañsica que está presente en la noción de
igualdad, está presente también, y en forma no menos
utópica, en la idea del progreso. Observaba Mounier que
el progreso puede entenderse de cuatro maneras distin-
tas: puede significar que el hombre y su historia tienen

20
un sentido; puede decirnos que la historia del hombre es
un tránsito de lo inferior a lo superior; puede sugerimos
que el progreso se está realizando en la técnica descu-
bierta por el hombre de Occidente; puede profetizamos
que el hombre tiene “la misión gloriosa de ser el autor
de su propia liberación”. Para el marxismo significa que
el sentido de la historia humana es el de un tránsito
hacia estadios de justicia superior mediante el dominio
de la naturaleza por la técnica y la supresión de las injus—
ticias sociales. El hombre, solo en la historia, es el único
responsable de su vida y de su futuro. La Providencia ha
dejado de existir. Dejemos que el hombre adquiera por
sí mismo conciencia de su libre necesidad y que esta au-
toconciencia le conduzca a la realización de los “hom—
bres completos” que pronosticaba Marx. Lo que Marx
no sabe ver es que el hombre no es el todo, que no sólo
en el hombre puede el hombre fincar sus esperanzas y
que si el propio Marx supo y pudo tomar la decisión
libre de no creerse libre es mucho menos seguro que es—
ta necesidad, una vez impuesta a los demás haga que los
hombres se sientan libres. Es muy distinto pensar: “yo no
soy libre” que aceptar un dogma abstracto que nos diga:
“tú no eres libre". Maiakowski no pudo aguantar una li-
bertad impuesta desde fuera y, en días recientes, Paster—
nak ha tenido que someterse, por voluntad ajena, a un
acto de renunciación al cual se ve condenado por el Es—
tado y por las fuerzas que defienden la justicia y la ver—
dad ¿Qué justicia? ¿Qué verdad? La que sienten como
necesaria aquellos hombres que han renunciado, para
los demás, al ejercicio del canto, de la poesía y de la ver—
dad personal, íntima, inalienable y ahora alienada por
las fuerzas exteriores de una sociedad que condena, en
la URSS, al pensamiento libre, y que, en el Occidente, lo
aprovecha con fines de propaganda.

21
Otorguemos que el progreso existe. Pero si es impo-
sible aceptar el progreso que nos dictan actos de sacri—
ficio impuestos desde fuera, no es menos imposible en-
tender la idea total del progreso en la filosofia marxista.
Podemos aceptar que la estructura económica ha va—
riado a través de los siglos y que ha llegado a mejorar.
Pero si la estructura progresa, también debe progresar
la superestructura que al fin y al cabo es su reflejo. Pero la
superestructura que constituyen el arte, la poesía. la cien—
cia, no ha progresado siempre ni en todos los campos.
Del progreso de la ciencia nadie puede dudar. Nadie
puede dudar tampoco que ni el arte ni la poesía han
progresado verdaderarmente. No es probable'que exista
ningún marxista sincero que piense que Rodin es
superior a Fidias, que Lope de Vega es superior a Só—
focles, que el Guernica de Picasso es mejor que la Capilla
Sixtina o que _]achaturian es mejor músico que Bach. Y
no se venga con la tontería de que los artistas están
ligados a su tiempo y lo representan. Decir que Picasso
representa a nuestro tiempo y que Sófocles es el produc—
to de la sociedad griega en el siglo v antes de jesucristo
es o una pura tautología, una repetición sin sentido, o
una falsedad. Es, en realidad ambas cosas. Y como es
imposible profetizar hacia el pasado porque el pasado
está allí, dado sin cambio posible, irremediablemente;
como es imposible hacer la hipótesis de un Picasso grie-
go y de un Sófocles del siglo xx, sólo cabe afirmar que
cada uno es de su siglo. Yesto lo saben hasta los niños de
trece años. Por otra parte en lo que tienen o puedan
tener de valor humano que trasciende a su época y a su
tiempo, afirmar que son productos de este tiempo es
una falsedad. Los grandes artistas y los grandes poetas
son de su tiempo y trascienden este tiempo, van más allá
de las murallas de una época, en cuanto tocan fibras cor—

22
diales de nuestra existencia y de nuestras emociones con-
tinúan presentes. El arte no progresa… Lo que puede ha—
cer el arte es ingresar en una región más alta donde las
contingencias históricas no pueden llegar. El marxismo
es, así, incapaz de explicar el arte y la poesía. Es incapaz,
por consiguiente, de explicar la mitad de nuestra vida.
No una vida misteriosa y vaga. Porque los hombres,
desde su existencia primitiva, supieron cantar y supieron
esparcir en la dureza de la roca colores y signos cuando
aún contaban tan sólo con los dedos de las manos.
Y sin embargo el marxismo, a pesar de sus múltiples
contradicciones, a pesar de la injusticia que tantas veces
demuestra en el mundo de la práctica, ha ejercido un
valor de fascinación. Decía Mounier que el comunismo es
una iglesia y que, como tal, forma parte de la iglesia uni—
versal. Pero si el comunismo es una iglesia, es una iglesia
de signo contrario al cristianismo. El marxismo puede
preconizar la fraternidad. Pero no es ésta una fraternidad
de todos los hombres, sino tan sólo de una parte de la hu—
manidad. Y aun cuando preconice la fraternidad, la uni—
dad de los hombres hacia una meta de bien común, han
sido tantas las veces que ha sistematizado el odio, que no
podemos menos de sospechar que muchas de las ideas
científicas de muchos comunistas están precisamente ba—
sadas en el odio y en el rencor. Yesto sin olvidar la gene—
rosidad de muchos espíritus que se hacen comunistas
porque creen ver en el marxismo un nuevo evangelio de
la justicia, como muchos de aquellos que fueron a morir
en tierras de España en 1936. Sin olvidar tampoco que la
práctica comunista no es la única hoy en día que se ve in-
vadida por el odio. Los nombres de Guernica, de Lon-
dres, de Búchenwald, de Argelés, de Kenyia y de Hiroshi—
ma son pruebas suficientes de que el odio está repartido
en el mundo en cantidades sustancialmente iguales.

23
Pero nos hemos deslizado de las teorías marxistas a las
prácticas comunistas de nuestros días. ¿Hasta qué punto
es justificable identificar el marxismo y el comunismo?
Sin duda Trotsky veía claramente la diferencia entre
Marx y el comunismo ruso cuando afirmaba que la revo—
lucion se había convertido en una nueva burocracia; sin
duda Sartre tenia razón cuando deslindaba entre ambos
al decir: “la separación de la teoría y de la práctica tuvo
por resultado transformar a ésta en un empirismo sin
principios, a aquélla en un saber puro y congelado". Es
un hecho que todas las revoluciones tienen su brumario
y que todas ellas acaban por institucionalizarse. Pero de
la misma manera que la institucionalización de la revo—
lución francesa venía de las teorías del Contrato Social, la
institucionalización de la revolución rusa está en poten-
cia en El Capital. Todos sabemos que Marx anunciaba la
necesidad de una dictadura del proletariado. Nunca di-
jo, sin embargo, cuál sería el término de esta dictadura y
cómo se realizaría el tránsito de la dictadura a la utópica
sociedad comunista. Yno lo dijo porque en verdad no lo
sabía. La experiencia de nuestros días tiende a hacernos
pensar que este tránsito no se realizará nunca. La idea
de una dictadura del proletariado como medio para
alcanzar a un fin mejor era contradictoria en sí misma.
La dictadura, de medio que antes era, se ha convertido
en fin.
Marx desarrolla una filosofía de la historia. Errónea—
mente, pero siguiendo los caminos del ideal y de la
utopía, nos promete la llegada del reino de los hombres
sobre la faz de la Tierra. Hasta este punto la filosofía
marxista tiene puesta su fe en el progreso humano. A]
convertir su filosofia de la historia en la interpretación
de una serie de causas mecánicas que tienen una expli-
cación pseudocientífica, Marx desarrolla una estática de

24
la historia que nos hace renunciar a la libertad, nos
abandona al fatalismo y a la doctrina de un Estado cuyo
fin está en el Estado mismo. El Marx que interpreta la
historia mecánicamente no cree en el verdadero pro—
greso que es siempre cosa del espíritu. Cree en la abs—
tracción proletario que se opone a la abstracción capital
como lo blanco se opone a lo negro. El Marx que cree
en el progreso, el Marx que, para emplear nuestro
lenguaje, pretende desarrollar una filosofía espiral,
sucumbe a la absolutización de lo relativo, típica de la
filosofia del siglo pasado. Podemos encontrar en Marx
una doble contradicción. Por una parte la filosofía
marxista es una filosofia de los hechos concretos que se
hace abstracta. Por otra es la conmoción de un espíritu
que siente la injusticia y que construye una utopía que
podrá atraer a muchos hombres de bien, pero que no es
menos alucinante que el agua del desierto. De esta
dicotomía, de esta doble tendencia del pensamiento
marxista se daba muy bien cuenta H. G. Wells cuando
decía: “ (Marx) diagnostica admirablemente una enfer—
medad, pero después recomienda más un sortilegio que
un remedio”. El dogmatismo mágico de Marx ha tenido
como fin la institucionalización. ya presente en el mar—
xismo, de lo que los propios marxistas han denominado
un Estado monolitico. Y la designación no es casual. El
monolitismo del Estado puede ser una metáfora, pero
designa admirablemente el paso de la revolución a la
institucionalización y a la burocracia del poder.
El marxismo nació del sentimiento de una injusticia
para convertirse. ya desde Marx, en lo que Tawney llamó
“el último dogmatismo”. Pudo equivocarse el pensador
inglés en lo de “último”. No se equivocaba cuando
afirmaba que Marx es un filósofo dogmático. En su rea—
lización histórica el marxismo ha dado nacimiento, para

25
emplear los términos de Sartre, “a una escolástica de la
totalidad” que, encerrada en el pseudocientiñsmo pen—
dular de la materia acaba por matar las esperanzas de
ascenso que son prerrogativa del espíritu.

26
II

ESTÁTICA SOCIAL Y DINÁMICA


HISTORICA

Zénon, Cruel Zénon! Zénon d'Elée!


M'as—tu percé de cette fléchc ailée,
Qui vibre, vole et qui ne vole pas?

VALERY, Cimeliére marin.


La filosofia de la historia que Comte presenta en el Cur—
so de jilosojía positiva nos interesa más hoy en día por lo
que simboliza que por lo que vale.
Hemos visto, por lo menos parcialmente, que filosofías
como la de Marx, a la cual podríamos añadir las de
Feuerbach o de Nietzsche, tienen por origen una misma
caída del sistema hegeliano y tienen también como fin
deidiñcar y absolutizar lo relativo. Muchos pensadores
del siglo pasado coinciden en pensar que para llegar a
entender al hombre y darle el lugar que se merece en el
orden del universo hay que deshacerse de la idea de
Dios. “El hombre —escribe De Lubac en su agudísima
crítica del humanismo ateo—, elimina a Dios para entrar
en posesión de la grandeza humana que le parece inde-
bidamente usurpada por otro. Al echar por tierra a Dios
echa por tierra un obstáculo en su conquista por la liber—
tad”. Y, empleando términos de Proudhon, De Lubac
califica al humanismo del siglo pasado de antiteísmo, de
filosofía contraria a la existencia de Dios y, muy princi-
palmente, del Dios cristiano. Esta negación de la divini-
dad lleva a muchos a afirmar que lo relativo es verda-
deramente lo absoluto, sea lo relativo la historia, el su-
perhombre o la religión de la Humanidad. Lo cual no
deja de ser una paradoja. Efectivamente parece que
cuanto más los hombres se empeñan en negar a Dios
más fuertemente van en busca de un nuevo absoluto que
pueda tomar su lugar. De esta actitud no son solamente

29
muestras históricas los diversos sistemas de filosofía. Lo
son también las obras de los artistas. Mallarmé, mucho
más intuitivo que filósofo, la resumía claramente cuan-
do, en una carta a Verlaine, decía que quería escribir el
libro. Y anadía: “pero habría que ser yo no se quién para
hacerlo". ¿Quién? Dios mismo. Porque Mallarmé quiere
“abolir”—la palabra se presenta con frecuencia inusitada
en su obra— el mundo y, después de suprimirlo, pe-
queño dios poético, volver a crearlo y recrearlo.
La actitud de Comte se explica, en general, por la si-
tuación de su tiempo y los anhelos de los hombres que le
rodeaban. Pero muchas de las ideas de Comte provienen
directamente de antecedentes franceses que no es inútil
recordar brevemente.
Saint Simon, uno de los guías espirituales de Comte, es
el fundador de un tipo de socialismo utópico que se
basaba ante todo en el progreso de la ciencia y de la
tecnología. Saint Simon y los saint-simonianos estaban
obsesionados con la construcción de canales y de vías de
comunicación que acercaran los océanos y relacionaran
más íntimamente a los hombres. No olvidemos que
Ferdinand de Lesseps fue un discípulo descarriado de
Saint Simon. Pero Saint Simon no se contentó con viajar
por América y pronunciarse en favor de la canalización
del universo. Si sólo hubiera hecho esto habría sido
ridículo. Saint Simon se preocupó por la historia y por la
filosofía de la historia. Y como filósofo de la historia
creyó, como Comte habrá de creer más tarde, que el
hombre moderno, poseedor de la ciencia de los hechos,
es capaz de destruir las supersticiones. Entre ellas la que
más peligrosa le parece es la religión en su forma teo—
lógica. Por ello preconiza una nueva religión, una re-
ligión sin Dios, una religión en la cual los hombres sean a
la vez sacerdotes y dioses, veneradores y venerados.

30
Algunos de los saint-simonianos, encabezados por
Enfantin, llevaron hasta la insensatez las ideas del maes—
tro. En el año 1830, cuando Enfantin era ya aceptado co—
mo el rector y jefe de la fraternidad saint—simoniana (de
la “familia”, como la llamaban por aquel entonces), reci—
bió la¡visita de uno de sus miembros de nombre D'Eich—
thal. Este, que acababa de venir de la catedral de Notre
Dame, le contó a Enfantin que había tenido una ilumina—
ción y que sabía a ciencia cierta que “jesús vive en Enfan—
tin". Enfantin se dejó crecer la barba y, sin renunciar a las
empresas canalizadoras de Saint Simon, parece que llegó
a creerse la verdadera encarnación de Cristo. Enfantin
reorganizó la “familia” saint—simoniana y creó una nueva
religión cuyos más novelescos aspectos vuelven a revivir
en la filosofia de Comte. Para los enfantinistas la nueva
iglesia estaba organizada en forma bien simple: un padre
—Enfantin mismo que ya se había diseñado un traje
especial con las palabras Le Pére en el pecho— y una serie
de apóstoles. Faltaba la madre. Enfantin se apresuró en
buscarla sin llegar a encontrarla nunca. ¡Ah, si hubiera
vivido por aquellos años Flora Tristan, la socialista hispa—
no—francesa! Tal vez en ella hubiera encontrado Enfantin
el principio femenino que con tanto ahínco buscaba. Pe—
ro si no lo encontró en la mujer, el principio femenino se
le reveló en cambio en el Oriente. El canal de Suez, idea
obsesiva de Enfantin, debía ser el símbolo de la unión en-
tre el Oriente y el Occidente, ya que el Oriente, del cual
Enfantin ignoraba todo, era sin duda el principio feme—
nino que la teconología ritual del Occidente mágico y
masculino habría de fecundar. Enfantin no acabó mal.
Acabó como miembro de la compañía de ferrocarriles
Paris—Lyon-Méditerranée, entonces recién fundada.
El grupo de los saint—simonianos tuvo una influencia
decisiva en el pensamiento de Comte. Ya nada puede

3]
extrañamos cuando leemos que Comte escribe, en 1851:
“Estoy convencido de que antes de 1860 predicaré el
positivismo en Notre Dame como la única religión real y
completa”. Pero existe otra vertiente de la filosofía de
Comte que debemos analizar. Comte es el filósofo de los
hechos positivos, el hombre que sólo puede llegar a la
religión después de haberla eliminado. Ahora bien, las
ciencias positivas, ciencias matemáticas y ciencias de la
naturaleza han dado explicaciones plausibles y valiosas
acerca del mundo ideal y del mundo físico. Para Comte
es absolutamente indispensable fundar la ciencia del
hombre, que él llama fisica social, en métodos tan posi-
tivos, tan plausibles y de tan exactos resultados como los
que emplean las ciencias de la materia. Esta nueva cien-
cia positiva de los hechos humanos sólo es posible ahora,
por estos años de 1850, después de que tras largos plazos
y aplazos, el hombre ha llegado por fin a darse cuenta
cabal de su realidad.
El análisis de la historia nos revela que la vida del
hombre empieza en el siglo XIX. Todo lo demás ha sido
preparación para alcanzar este glorioso fin que es tam-
bién principio de una era de felicidad. Yen verdad para
Comte la historia se desenvuelve en tres grandes etapas:
la era teológica, la era metafísica y el estadio positivo. La
primera es la época del fetichismo, la magia y la religión
primitiva, durante la cual los hombres, guiados por sus
sentidos, deifican los objetos que les entrega la percep—
ción. En la segunda el hombre busca, en la abstracción
de los grandes sistemas metafísicos, explicaciones ima—
ginarias de los hechos concretos, y trata de penetrar en
la esencia última de todas las cosas. En el estadio posi-
tivo, “verdadero estado definitivo”, el hombre se da
cuenta de que la explicación abstracta del mundo es ino—

32
perante. Hay que encontrar una explicación cientílica
que tenga en cuenta a los hechos, y nada más que a los
hechos. Gracias a esta explicación podremos conocer la
Naturaleza y, conociéndola, actuar sobre ella con cono—
cimiento de causa, vencerla y dominarla. “Ciencia, de
donde previsión, previsión, de donde acción”. Como Ba—
con, Comte piensa que el hombre está hecho para alcan-
zar la felicidad absoluta en esta Tierra. La Edad de Oro
no es ya un mito del pasado que podemos recordar con
nostalgia. Para Bacon el mito se convierte en la Nueva
Atlántida del futuro donde llegan unos náufragos ingle-
ses a contemplar la felicidad de los hombres que han
podido dominar la Naturaleza por medio (le la técnica.
Para Comte la sociedad perfecta ya no está en el futuro.
Está en el presente. Está en la nueva y previsible Notre
Dame de sus oraciones positivistas. Mais positivista que
Comte,_]ulio Verne sabía muy bien que el doctor Roch,
sin quererlo, podía, mediante sus descubrimientos, ha-
cer estallar el mundo y convertir la Tierra en un nuevo
sol devorador del hombre que lo había creado.
Para llegar a establecer el positivismo, el hombre debe
“renunciar a conocer las causas íntimas de los fenóme—
nos" y contentarse con encontrar “sus leyes efectivas, es
decir, sus relaciones invariables”. Sólo así podrá dominar
la naturaleza y dejar de ser este ente relativo para llegar
a ser el Hombre con la mayúscula que designa a los
absolutos. Para llegar a tamaña concepción de la hu-
manidad, para llegar a considerarla como un valor que
tiene su principio y su fm en sí mismo, Comte quiere
situar “a los hombres al nivel de su siglo”. También
Ortega y Gasset dirá después que hay que estar a la
altura de los tiempos. Como si los siglos y los tiempos
tuviesen niveles al modo de una casa o de una pirámide.
Yaun admitiendo que metafóricamente se pueda hablar

flf'.
del nivel de un siglo, lo que resulta ininteligible es que el
hombre deba estar al nivel de su tiempo. ¿No es, en
efecto, contradictorio que el que está por necesidad his—
tórica rigurosa —así lo piensa Comte— en su momento y
en su tiempo sea concebido como quien debe estar? Sólo
quien vive al nivel del mar puede concebir la altura co—
mo una meta o un fm de ascenso. El ser positivo que des—
cribe Comte no puede deber ser lo que ya es por natura-
leza. Y la altura que Comte propone es la altura de los
hechos, el ras del suelo; el siglo al cual quiere ascender
es la era positiva, el nivel de la tierra.
Pero detengámonos un momento en dos nociones que
se han deslizado en las palabras del propio Comte: lo
“definitivo” de la era positiva; lo “invariable" de las leyes
naturales. Y no olvidemos que Comte había dicho que
“una concepción cualquiera sólo puede entenderse pro-
fundamente por su historia”. La ley de los tres estados, la
concepción de una humanidad que se desenvuelve en tres
etapas sucesivas, tiene, sin duda, el aspecto de una dinámi—
ca histórica, de un progreso continuado que nos recuerda
las tres épocas de la humanidad de que hablaba Vico en la
Ciencia Nueva.l Pero ¿cómo compaginar esta noción de un
progreso con la noción de que el progreso tiene un fin,
de que el progreso puede alcanzar un “verdadero estado
definitivo”? En verdad no se pueden compaginar porque
hay aquí dos ideas contradictorias. Lo que sucede es que
Comte, contagiado por la regularidad de las leyes natura—
les, imagina leyes sociales que se conducen como las leyes
físicas. Y muy a pesar de la apariencia progresiva de su
filosofía de la historia, pre domina en Comte lo que Bré—
hier ha llamado una “estática social”. Los tres estados son
' Con una gran diferencia. Cuando Vico habla de las edades de
los dioses, de los héroes y de los hombres. habla de una evolución
del espíritu guiado por la Providencia divina.

34
tres hipótesis que no resisten el análisis histórico. Porque
si es verdad que el hombre ha convertido la alquimia en
química y la astrología en astronomía, no es menos ver—
dad que muchos hombres positivos —entre ellos el propio
Comte— viven en el reino de las fantasías fetichistas, ni es
menos verdad, tampoco, que para Comte, siempre con-
sistente en su contradicción, el hombre es siempre el
mismo. Las estructuras sociales son siempre para él las
mismas, hechas y derechas desde un principio. La estruc—
tura social tiene una forma previa a toda transformación
histórica, independiente del paso de una etapa a otra en
la carrera de la humanidad hacia la filosofía de los hechos
puros. Es, para decirlo en términos clásicos, una esencia,
una cosa en sí o, como habrá de expresarlo Dúrkheim, el
mejor discípulo de Comte, una realidad sui génemls, inde-
pendiente de la psicología de los hombres que componen
la sociedad, y de la historia que estos hombres viven. A la
observación de esta realidad debemos acudir con ins—
trumentos científicos para poder llevar a buen término
una “física social”.1 El progreso es tan sólo una apariencia
y se reduce a una serie de derivaciones, de color más o
menos intenso, acerca de un mismo tema idéntico y
eternamente repetido. La filosofia de la historia de Comte
queda supeditada a la ley de la repetición de los hechos
sociales y es, muy a las claras, una filosofía pendular.
No podemos asombrarnos, si ello es así, que Comte
prefiera, entre las dos etapas que preceden a la era
positiva, la primera. También para el hombre teológico
cuentan básicamente los hechos. La única diferencia
entre el primitivo y el positivo es que el primero se acerca

' Las instituciones (religion, propiedad, familia, lenguaje, etc.)


han variado en sus detalles. Puede haber muchos tipos de familia
pero la Familia es invariable; pueden existir muchos modos de re—
ligión, pero la Religión es siempre un hecho social.

35
a los hechos mediante los instrumentos que le propor—
ciona la magia, mientras que el segundo pretende
hacerlo con los instrumentos de la ciencia. Curiosa cien-
cia, por cierto. Pues la ciencia de Comte, o mejor, su
cientiñsmo, le conduce a la Religión de la Humanidad,
con su Papa, su mujer adorada en la Sabiduría y sus
santos consagrados por los ritos del laboratorio. Tal pa-
rece que todos los que han renunciado a Dios y han que—
rido remitirse a los hechos concretos acaben por encon-
trar a su propia divinidad en uno de estos hechos. Nin-
gún hombre, ni el propio Comte, puede prescindir de su
dios. No es, pues, cosa de puro azar que Comte prefiera
la etapa fetichista. Porque la etapa positiva que describe
es una etapa de fetichismo basado en la ciencia, que
convierte a la ciencia y al hombre que la hace en objeto
de devoción y de adoración. Ya estamos en plena fantasía.
Comte, como Enfantin, se siente inspirado y predicador
de la nueva verdad religiosa. Se acabó la nostalgia. Se
acabó la esperanza. En este paraíso que está aquí a la
mano de los hombres modernos del siglo XIX, la nostal-
gia del buen salvaje se ha hecho adoración presente del
buen sabio y la esperanza del paraíso carece de sentido
puesto que el paraíso es ya un hecho.
Se ha dicho que Nietzche envidiaba a Cristo. Puede
que esta afirmación sea más una paradoja que una ver—
dad. Lo que sí es cierto es que Comte, Enfantin sistemá—
tico, cree llegado el reino de su papado personal desde
el cual puede predicar la llegada de un mundo feliz. Ni
Comte ni Nietzsche podían prever que la ciencia por la
ciencia misma, la vida por la vida misma, conducían di-
rectamente a la aurora de los “Directores de criaderos y
condicionamientos” (Huxley) y a la Colonia penitenciaria
(Kafka).

36
El péndulo del positivismo se convierte en una Hecha
de ida y vuelta. Por una parte conduce al concepto mo—
derno del hombre científicamente deshumanizado. Por
otra, y dentro de la teoría misma de Comte, atenién-
doncs a lo que dice, sin ver sus consecuencias históricas,
el péndulo queda suspendido como aquella flecha “que
vuela y que no vuela”, paso a paso infinitamente frenada,
en el poema de Valéry, eco moderno de la sonrisa del
viejo Zenón de Elea.
III

LAS ESTACIONES

“Negar la sucesión temporal, negar el yo, negar el uni-


verso astronómico, son desesperaciones aparentes y
consuelos secretos. Nuestro destino (a diferencia del
Infierno de Swedenborg y del infierno de la mitología
tibetana) no es espantoso por irreal; es espantoso por—
que es irreversible y de hierro. El tiempo es la substancia
de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arre—
bata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pe-
ro yo soy el tigre; es el fuego que me consume, pero yo
soy el fuego. El mundo, desgraciadamente, es real; yo,
desgraciadamente, soy Borges.”

_]ORGE LUIS BORGES, Otras ínquisíciones.


Si en el marxismo pueden encontrarse elementos de
progreso espiritual unidos a un pseudocientiñsmo meca-
nicista, si en el positivismo estos progresos se reducen a
la aceptación de un nuevo dogma estático, en la filosofia
de Spengler la repetición, ahora una nueva forma del
viejo mito del eterno retorno, sigue en sus ciclos perfec-
tamente delineados las horas del reloj, del nacimiento
hasta la muerte.
No es esta ocasión para insistir acerca del origen ro-
mántico que domina la obra de Spengler. El propio
Spengler se ha encargado, desde las primeras páginas de
La decadencia de Occidente de explicar su filiación cuando
dice que sus únicos contemporáneos son Goethe, Ibsen,
Strindberg, Shaw, Nietzsche, Schopenhauer, Hebbel,
Engels, Marx, Mill, Dúhring. Nos importa ver el sentido
de la filosofia de la historia que Spengler desarrolla en
el com" e ricorsi de su libro fundamental. Spengler ve con
claridad que la vieja distinción de la historia en antigua,
medieval y moderna es a la vez cómoda y perezosa. No
puede ya sostenerse que la única civilización sea la civi-
lización Occidental Europeo—Americana. Spengler no se
contenta, sin embargo, con ampliar la idea de civiliza—
ción y dar cabida en ella a la India, China, el mundo ára—
be y los mayas. Lo que Spengler propone y dispone es
que estas civilizaciones son todos cerrados, islas sin con-
tacto que, por una ley biológica, tanto natural como mis—
teriosa, evolucionan siguiendo ritmos paralelos. Las civi-

41
lizaciones son organismos vivientes. Ysi “el animal es una
planta y algo más", si el hombre es un animal consciente
de su naturaleza, la sociedad es el hombre y algo más, es
el organismo biológico que llamamos civilización. El
hombre se conoce, sabe que nace, crece, madura y mue—
re. La civilización Occidental ha llegado también a darse
cuenta de que las civilizaciones siguen un idéntico proce—
so. En esto la civilización Occidental es única. El hombre
de Occidente es capaz de ver que él también sigue el
ritmo de las estaciones por las cuales han pasado todos
los hombres y todas las civilizaciones: la primavera, el
verano, el otoño y el invierno. Por esto el hombre de Oc-
cidente puede escribir una "morfología de la historia”, el
hombre de Occidente que sabe que toda la historia es
siempre la misma historia.
Lo que se propone Spengler en la Decadencia de Occi—
dente, libro que Toynbee ha calificado de “obra ponti-
fical”, es escribir precisamente esta morfología. En las
páginas de esta novela —digo, historia— encontrará el
lector curioso y atento las similitudes que existen entre
estos universos—isla que llamamos civilizaciones, su co—
munidad de ser sin contacto en el existir. Ysi bien es im-
posible dar una idea de todas estas similitudes que la
fantasía de Spengler plasma en letras de molde, es en
cambio posible y necesario señalar cómo Spengler se deja
llevar por una suerte de “apriorismo” emocional que le
caracteriza. Sigamos el ritmo de las estaciones con la
seguridad de que Vivaldi es más expresivo que Spengler.
En la primavera de la humanidad, cuando nacen los
mitos y, reflejados en ellos, el temor al mundo y el afán
por poseerlo, encontramos equivalencias en las cuatro
grandes culturas que Spengler considera. Los himnos vé—
dicos de la India, los poemas homéricos, los Evangelios y la
leyenda de Sigfrido responden a un mismo despertar. Pri—

42
maverales son también las metafísicas de orden místico
que el hombre desarrolla en el principio de las civiliza-
ciones: viejas partes de los Vedas, cosmogonías helénicas,
la filosofía mística de Platino, el Talmud y la patrística.
Rural y primitivo, el hombre empieza por ver el mundo
como una unidad de orden sobrehumano y supernatural.
En el verano de las civilizaciones, que se caracteriza
por la maduración de la conciencia y el desarrollo de los
primeros centros urbanos, coinciden las diversas ideas
reformistas de los Brahamanas de la India con los movi—
mientos órñcos de Grecia, la reforma agustiniana con
Nicolás de Cusa y Lutero. Paralelamente a este pen-
samiento reformista durante el verano nace la filosofía
pura y abstracta y viene al mundo una nueva matemática
(Pitágoras y Descartes), así como una nueva religiosidad
de rígidos perfiles puritanos, que tanto podemos encon-
trar en el pitagorismo como en el mahometanismo o en
el puritanismo inglés del siglo XVII
Llega el otoño. Las ciudades crecen. La civilización se
vuelve totalmente urbana, ahuyentada del campo por la
caída de las primeras hojas. Y con el urbanismo y la
ciudadanía nace el lluminismo, sea éste el de Buda, el
que ironiza Sócrates, el que trata de instituir el soñsmo,
o el que Voltaire, Rousseau y Locke nos permiten llamar
filosofia de la Ilustración. Otoño; también ahora culmina
el pensamiento matemático con tan semejantes descu-
brimientos como la matemática platónica —que Spen-
gler inventa, igual que inventó el iluminismo de Buda—,
la trigonometría esférica de los árabes y el cálculo infini—
tesimal de Leibnitz y de Newton. Se desarrollan grandes
sistemas de pensamiento que se llaman Vedanta, Platón,
Alfarabi, Goethe, Kant, Schelling o Hegel.
Incluctablemente, como el cielo gris y las nieves de
invierno, se prepara la decadencia de las civilizaciones.

43
Empieza a abrumar el culto de la ciencia y fatigan los
caminos nevados el materialismo, la moral utilitaria y el
socialismo, árboles secos de un mundo en ruinas. Tam-
bién aquí los parecidos que encuentra Spengler son para
hacer saltar a un santo. El Sankhya, los cínicos y los cire-
naicos, los Abasidas, Bentham, Comte, Darwin y Marx,
entran en un mismo costal sin ser la misma harina. Es
ésta, según Spengler, una etapa de ideales morales y de
plenitud de las matemáticas (¡Euclides o Riemann, qué
importa!), como es también la época de la “filosofia de
estufa”, por decirlo con Unamuno, de filosofía escolar.
Pero el invierno no prepara el retorno de la primavera.
El hombre siente que el fm del mundo está próximo. Y
este sentimiento es común a todas las formas de socia-
lismo ( ? ): budismo hindú, estoicismo helénico romano,
fatalismo práctico del Islam y “socialismo ético de 1900”.
Las cuatro civilizaciones siguen una misma periodici-
dad. Todas ellas tienen su momento apolineo. Todas ellas
alcanzan su momento fáustico. En nuestro mundo Occi-
dental, fáustico y decaido, el socialismo se inicia con Rou—
sseau, que, al querer volver a la naturaleza, no hacía sino
mostrar el cansancio citadino de los intelectuales de su
tiempo. Se multiplican los paralelismos. Pero de la misma
manera que vive el pez y brilla la estrella, sin que exista
entre uno y otro relación de conocimiento, viven las civili—
zaciones destinadas a un ocaso invernal. Como el indi-
viduo, la civilización ha de afrontar la muerte en soledad.
Hasta tal punto llega el ideal de simetría biológica de
Spengler y hasta tal punto también su necesidad, para-
dójica y contradictoria, de reducir las demás civiliza-
ciones a términos occidentales, que cuando habla de los
mayas, a quienes, por cierto, conoció bien poco, encuen-
tra entre ellos los mismos ritmos vitales que en las cuatro
grandes civilizaciones. Veamos la historia occidenta-

44
lizada que Spengler trata de aplicar al mundo maya.
En la primavera de su mundo los mayas crearon esta-
dos—ciudad del tipo helénico, cuyas reliquias deberíamos
buscar en Copán, Tikal y Chichén Itzá. Piedras Negras y
Palenque son ya frutos veraniegos que, en su arquitectura,
dan muestras de cierto tipo de “gótico americano”. Ba—
rroca y otoñal la cultura de Champotón coincide con el
desarrollo del imperio azteca, cuya forma politica Spen—
gler compara a la de los romanos. En Uxmal se desarrolla
una cosmópolis de tipo alejandrino ya claramente inver—
nal. Los mayas caen en la misma blandura y laxitud de
costumbres y el mismo exceso de refinamiento de los
alejandrinos. Y, de no haber sido por la llegada de “un
puñado de bandidos españoles”—que Spengler no puede
considerar verdaderamente europeos puesto que tanto
Francia como Inglaterra, que son su Europa, los igno—
raron— los mayas griegos, el Popol—Vuh, habrían sucum—
bido al embate de los romanos aztecas.l

' Quiero insistir. El principal defecto de esta esquematización de


Spengler está, por una parte, en querer aplicar rígidamentc su teoría
de las cuatro estaciones vitales y, por otra, en tener que usar términos
occidentales para describir culturas distintas de la europea. Además
de las confusiones de conjunto a que un cuadro tan simétrico se
presta, hay errores de detalle que son esenciales. Podríamos men-
cionar varios de estos errores. Baste señalar que tanto los viejos
estados mayas como los más recientes, estuvieron organizados como
estados—ciudad. El hecho de que la familia Xiu dominase en Yucatán
en el momento de la Conquista española no indica más que un
dominio muy parcial. De un modo similar dominaron, en Grecia,
alternativamente, los espartanos y los atenienses. ¿Dónde está el
cosmopolitanismo maya? En cuanto a la arquitectura, Sylvanus G.
Morley, que es en este punto autoridad mas cierta que Spengler,
considera que Copán es “la Alejandría del mundo maya", que “Uxmal
es la metrópolis neoclásica maya del Nuevo Imperio". Una detenida
lectura de los libros de Morley y Spinden mostrará al lector los errores
de Spengler.

45
El cuadro lleno de climatología, temperaturas, auroras
y atardeceres, culto de la sangre y florecimientos vitales
que Spengler desborda a líneas llenas no puede dejar de
llenamos de perplejidades. ¿A quién se le ocurre supo—
ner que los poemas homéricos son un principio, cuando
son, en realidad, la síntesis de una gran civilización?
¿Qué tiene que ver Plotino con el Talmud? ¿En qué sen-
tido la matemática invernal puede considerarse superior
a la matemática de la primavera ? ¿ Cómo comparar el
budismo y el “socialismo de 1900?” Las preguntas se acu-
mulan y podrían acumularse sin fin. La decadencia de
Occidente es, en muchas de sus páginas, un bello poema,
un poema que viene a decirnos que nada nuevo existe
bajo el sol, que la igualdad es la ley de los organismos y
que la historia de un pueblo es la misma que la de otro
pueblo. De izquierda a derecha, en un minuto, en sesen-
ta años, en el curso de algunos siglos, el compás del pén-
dulo empieza y acaba la vida de los insectos, los hombres
y los pueblos
“La sangre es para nosotros el símbolo de lo vivo”, dice
Spengler con palabras que anuncian al nacional-socia—
lismo. Lo vivo ha de morir. Toda civilización lleva en sí el
germen de su propia muerte si exceptuamos tal vez —cu-
riosa paradoja que empezaba a mostrarse desde que
Spengler suponía que sólo el hombre Occidental era
conocedor del destino de los pueblos— la civilización
alemana, gracias a la cual, gracias a cuya morfología de
la historia llegará a establecerse el estado universal que
habrá de salvar al Occidente de la misma ley mortal
que Spengler pretendía establecer. Pero la contradicción
de Spengler, al fin y al cabo buen discípulo de Nietzsche,
es absolutamente congruente con esta substitución de
absolutos divinos por absolutos relativos divinizados que,
como hemos visto, entraña el nuevo humanismo.

46
A pesar de utopías de última hora, Spengler nos dice
que el Occidente tiene que morir. Pero pensar que el
pasado determina al presente y al futuro es una hipótesis
sin fundamento. Lo ha mostrado Toynbee con la preci-
sión y la ironía típica de los escritores ingleses: “Paul
Valéry había proclamado con elocuencia que todas las
civilizaciones son mortales. Spengler decía lo mismo al
mismo tiempo. Podemos ver ahora que esta doctrina del
progreso estaba basada en falsas premisas. ¿Pero acaso
esta admisión debe llevarnos a aceptar la doctrina de la
muerte? Sería un razonamiento muy simplista. Igual
valdría decir que por haber caído juan Cabeza a Pájaros
en el Pantano del Abatimiento ya no hay manera de
atravesarlo.l" La carga de la prueba deben llevarla los
deterministas. Mientras éstos no puedan probar que una
causa produce el mismo efecto en el pasado que en el
futuro, no hay razón para creer en sus profecías.
Marx, Comte, Spengler, son muestras de tres estados
de espíritu que coinciden en cuanto niegan: el cristia—
nismo, la existencia de Dios, la verdad de los principios
espirituales. Coinciden también en afirmar que la tras—
cendencia espera al hombre aunque ésta sea una trascen-
dencia que no sobrepasa los límites de lo relativo. Pero
no los confundamos. En el marxismo aparecen posi-
bilidades de un progreso espiritual y cobra vida una pro—
testa, en muchos aspectos positiva, que no existen ni en
el positivismo ni en el vitalismo. Yen las páginas de Com—
te hay cierto entusiasmo por el presente que excluye la
idea central de Spengler, la idea de un irremediable fm.
La verdad es que los grandes sistemas de filosofía de la
historia parecen someterse a un ideal de simetría que
' El Pantano del Abatimiento aparece en el Pilgrim'x progress de
Bunyan. La referencia es inmediatamente inteligible para los lecto—
res de lengua inglesa.

47
acaba por hacerlos inútiles en su totalidad. Menos sis-
temáticamente, con mucho más sentido de lo que el
hombre significa, Bergson escribió su libro de mayores
excelencias para este “time of troubles” que vivimos: Las
dos fuentes de la moral y de la religión.

48
IV

LA ENERGÍA ESPIRITUAL

“Si somos libres cada vez que queremos volvernos ha—


Ci3. nºsºtrºs mismos, SUCCdC que pocas VCCCS queremos

hacerlo.”
BERGSON, Ensayo sobre los datos inmediatos de [a ronrimcia.
Nadie imaginaria que la maravillosa superficie serena
de los libros de Bergson pudiera esconder una actitud de
rebeldía. Y es evidente que Bergson no pertenece a nin-
gún grupo de hombres rebeldes y menos a los que así se
ha venido llamando durante los últimos diez o veinte
años. Lo que ocurre, por decirlo con Toynbee. es que to—
do espíritu creador es, en su creación, respuesta a un re-
to que le dirige el mundo que le rodea. El descontento,
si no es excesivo, constituye una fuente de creación viva y
original. No debe, pues, sorprendernos que un día, res—
pondiendo a una entrevista con jean de la Harpe, dijera
Bergson: “Mis libros siempre han sido la expresión de un
descontento y de una protesta". La frase es exacta si ex-
ceptuamos la tesis de Bergson sobre la idea de lugar en
Aristóteles (Quid Aristoteles de loco sensm't). El Ensayo sobre
los datos inmediatos de la conciencia responde a las inter-
pretaciones mecanicistas del tiempo y de la libertad;
Materia y memoria critica el epifenomenismo y las psicolo—
gías materialistas; La evolución creadora pretende superar
las enseñanzas de este viejo y engañoso maestro que fue
Spencer; Las dos fuentes muestra la rebeldía de un espi-
ritu ante las interpretaciones mecanicistas de la historia,
de la moral y de la religión para afirmar la verdad que
sólo puede venimos de una profunda experiencia re-
ligiosa.
Entre los primeros libros de Bergson y Las dos fuentes
puede percibirse un claro progreso. Las dos fuentes son,

51
en realidad, la clave de bóveda de todo el pensamiento
bergsoniano, un pensamiento que se inicia en el Ensayo y
se afina y completa en La energía espiritual y la Introduc—
ción a la metafísica. Bergson se daba cuenta cabal de esta
evolución y así lo decía en una entrevista, que hacia el fi-
nal de su vida, tuvo con Raissa Maritain: “Sabe usted,
cuando su marido (]acques Maritain) oponía mi filosofia
ade hecho» a mi filosofia de intención...» estaba en lo
cierto.” Y añadía: “¿También para usted esto empezó con
Plotino?” Esto, es decir, la conversión religiosa de Berg-
son que venía a añadirse a la ola de conversiones fran-
cesas de los propios Maritain, Psichari, Bloy, Rouault.
Como el psiquiatra Karl Stern, Bergson vio en el (Iris—
tianismo la culminación necesaria y natural del _]u-
daísmo.
Las dosfuentes, que convierte esta filosofia de intención
en una filosofía de hecho, es un libro de moral. Pero es,
ante todo, un libro que funda la moral en la religión. Y
esto no quiere decir que la moral sea secundaria. Sig-
nifica tan sólo que la moral es dependiente, que deriva
de una experiencia anterior y superior a ella, de orden
intuitivo. Y aquí la palabra experiencia cobra todo el
valor que quiso darle William james cuando habló de
“empirismo radical". Porque desde ahora la experiencia
no puede reducirse a la interpretación de los datos de la
sensibilidad, sino que ha de extenderse también a las
“variedades de experiencia religiosa”. Ya Roger Bacon
había visto que, al lado del sensus exterior existe un sensus
interior que nos conduce hacia lo más hondo del espíritu.
Bergson, que analizó en sus primeros libros las varie-
dades del sentido exterior y anunció algunas veces la
necesidad de una búsqueda íntima en el mundo espiri-
tual, realiza plenamente en Las dos fuentes la búsqueda
de la experiencia religiosa. ¿ Qué busca Bergson en esta

52
experiencia? Recordemos la máxima que Bergson enun-
ciaba en El pensamiento y lo móvil: “la verdad es que una
existencia no puede darse sino en una experiencia”. En
el caso que nos interesa la experiencia es de orden mís—
tico y la existencia es la existencia de Dios.
“El recuerdo del fruto prohibido es lo que hay de más
antiguo en la memoria de cada uno de nosotros, así co—
mo en la memoria de la humanidad.” Con estas palabras
se inicia el primer capítulo de Las dos fuentes. Y, efecti-
vamente, mito o verdad, el Paraíso Perdido ha presidido
a la evolución de las más grandes culturas. Sin embargo,
a Bergson no le interesa desentrañar el sentido de este
símbolo en las civilizaciones del pasado. Le interesa mos—
trar que la idea de una obligación, de un fruto prohibi-
do, esta idea, que de niños recibimos de nuestros padres
y de nuestros maestros, efectivos representantes del gru-
po social que nos rodea, es la clave para entender la for—
ma más primitiva de la moral. Que el hombre es un ser
social es cosa sabida y muchas veces olvidada de puro sa-
bida. Robinson utilizaba los conocimientos de la técnica
occidental para adaptarse a su nueva forma de vida y
construir, en la isla desierta que habitaba, una pequeña
Inglaterra personal; Kipling cuenta cómo aquel militar
inglés, aislado en la India heroica, que en parte fabrica—
ba el poeta, se vestía de etiqueta para cenar. Los clubes
londinenses quedaban así más cerca de su forzado ais—
lamiento.
Ahora bien, el hombre social siente la presión de la
sociedad y de la religión que, en uno de sus aspectos, da
las reglas para que la sociedad se mantenga unificada.
Esta presión de la sociedad que nos ordena y que nos
condiciona es, precisamente, la obligación. De esta idea
bergsoniana podría deducirse, con precipitación, que la
obligación es un hecho puramente externo. Y, en efecto,

53
no hay duda de que la presión exterior es definitiva para
que nos sintamos obligados. Pero no es menos cierto que
la obligación es posible porque existe en nuestra con-
ciencia, porque es cosa nuestra, porque nos nace y nos
hace. En lo íntimo de nuestro espíritu somos seres lan-
zados a la vida en sociedad. La sociedad es una forma de
nuestra conciencia y puesto que somos seres sociales “ca—
da uno de nosotros pertenece tanto a la sociedad como a
si mismo”. Renuncias, rebeldías, formas del anarquismo
son, también, pruebas de la sociabilidad de nuestro ser.
La negación implica siempre la existencia de una afir—
mación y la negación de la sociedad implica, necesaria—
mente, que esta sociedad existe. Andrenio sólo adquiere
sentido, en la fábula de Gracián, cuando “el advertido
náufrago (Critilo) emprendió luego el enseñar a hablar
al inculto joven”. El hombre primitivo, aislado, solitario,
que es Andrenio en el Criticón se convierte en un ser so—
cial y se realiza plenamente en la conversación, la pala—
bra, la comunión y el diálogo. La conciencia de la alegría,
del conocimiento, de la culpa, del deseo o de la angustia
se manifiesta únicamente cuando puede referirse a nues—
tros semejantes Por esto dice Bergson que el criminal se
siente verdaderamente culpable porque los otros existen.
¿Qué sería la culpa, qué sería el crimen si nadie más que
el criminal existiera? Caín es culpable porque existen
Adán y Eva y sobre todo porque existe su sociedad con
Dios, este Dios que es para él presencia oscura y a cuya
mano abierta ha renunciado. Su lenguaje, cuando el Se—
ñor le habla, es el lenguaje de la ignorancia culpable y
del disimulo que quiere esconder la verdad ante la mira—
da de quien todo lo ve: “¿Acaso soy el guarda de mi her—
mano?". Sin embargo, no hay que dejarse llevar por las
ideas hasta el extremo. La comunidad no excluye la
soledad. La conciencia del hombre no se abre como se

54
abre la superficie rugosa de la piedra. La misma rebeldía
del hombre frente a la sociedad muestra que, en lo ín-
timo, el hombre posee un grado de temperatura más o
menos intensa de mismidad, de secreto y de conciencia
subjetiva. Si fuéramos absolutamente sociales, como lo
son la abeja y la hormiga, sería válido para nosotros el
imperativo categórico de Kant: “debes porque debes”. En
efecto, el imperativo categórico no lleva consigo una vi—
sión racional del hombre. Entraña, más bien, una natu-
raleza instintiva, sonámbula y ciega. El hombre, animal
que habla y que piensa, no puede aceptar como cate-
górico el imperativo que pretende mecanizar sus actos y
reducirlos todos a obediencia ciega ante máximas ciegas.
Supongamos, con Bcrgson, que una hormiga queda sú—
bitamente iluminada por la inteligencia. Ya no podría
seguir haciendo lo que hace porque el instinto le dicta
un deber. Se preguntaría —primer acto de duda— por
qué lo hace y, al preguntárselo, entraría en conflicto con
una sociedad puramente mecanizada. Así la obligación
que nos acerca a los instintos y que deriva de nuestra vida
natural es una forma del hábito. El “debes porque debes"
significa simplemente "haces porque haces”. Una con-
ciencia ética simple y elemental como la que estamos
describiendo, sigue siempre el carril trazado por la cos—
tumbre. Los hombres no son hormigas. Poseen inte-
ligencia. Pero, por el camino del hábito, que es una for—
ma de la inteligencia que imita al instinto, el hombre
tiende a volver a la mecanización natural de sus actos.
Bien conocida es la distinción que, desde La evolución
creadora Bergson establecía entre el instinto y la inteligen-
cia. El primero está cerca de la vida y es el acto mismo de
vivir según las leyes naturales; la segunda es formal y es
distante. El instinto está cerca del objeto, pero carece de
la distancia suficiente para poder enfocarlo con preci-

55
sión y entenderlo. A causa de su formalismo la inte-
ligencia no puede ver ya la realidad que deja de ser para
ella cuestión de vida. Supongamos a un hombre hipo-
tético que fuera todo instinto. Frente a estas frutas de
Cézanne su único acto posible seria comerlas. Suponga-
mos ahora un hombre que fuera tan sólo inteligencia.
Dejaría de ver las frutas, dejaría de percibir sus colores y
sus aromas plásticas. Podría tal vez, a lo sumo, reducir el
cuadro de Cézanne a una serie de líneas geométricas y
de fórmulas algebraicas. Pero el hombre que en el mu-
seo contempla el cuadro de Cézanne lo palpa, lo siente,
lo vive y lo entiende. Si en este caso concreto, tiene desa-
rrollada la facultad que llamamos gusto, nuestro hipoté-
tico contemplador sabrá vivir y sabrá pensar al mismo
tiempo. Será, en otras palabras, capaz de hacer uso de la
inmediatez del instinto y de la distancia de la inteligen-
cia. Esta inteligencia sensible e instintiva y este instinto
reflexivo e inteligente constituyen lo que Bergson llama
intuición. Gracias a ella ya no sólo estamos dentro del
acto sin verlo, ya no sólo ciframos el objeto desde fuera.
Podemos ahora cifrarlo por dentro, vivirlo y darle senti-
do al mismo tiempo.
Pues bien, es esta intuición la que nos permite pasar
de una idea cerrada y puramente intelectualista de la
moralidad a una idea abierta de ella. A una moral del
hábito y de la costumbre debemos oponer una moral
dinámica que surge de lo más íntimo de nuestra per-
sonalidad.
Antes de intentar resumir brevemente el sentido de la
moral abierta se hace necesario profundizar el sentido
de dos pares de palabras que Bergson usa constante-
_mente y que deben ligarse a sus ideas ya explicadas en
los libros anteriores. Son estas las nociones de cerrado o
estático y de abierto o dinámico.

56
Más importante que la idea de la intuición y profun-
damente emparentada con ella está la idea de la duración
que Bergson describe en el Ensayo sobre los datos inmediatos
de la conciencia. Saber que los estados de alma son cua—
litativos y no cuantitativos, saber que es imposible medir la
intensidad tanto de los estados superficiales como de los
estados profundos es, en el Ensayo, más una forma de in-
troducción que una teoría de validez específica. Lo que
Bergson quiere decirnos al explicar que los estados de
alma no son mensurables es que el alma y la vida, aun
muy unidas en este primer libro, constituyen una realidad
independiente de las condiciones materiales y espaciales.
Para preciar esta especificidad del hecho vital y anímico,
Bergson introduce la palabra duración, que debe dis—
tinguirse claramente de la noción de tiempo. El tiempo
está siempre teñido de nociones espaciales. Medimos el
tiempo en la esfera espacial de un reloj o siguiendo las
posiciones fisicas del Sol. La duración, en cambio, está
fuera del espacio, es el tiempo vivido, el tiempo de mi
propia experiencia irreversible, el tiempo que sé vivir y
desvivir y que no puedo llegar a medir. Una guía de fe-
rrocarriles nos indica las horas físicas, de la llegada y
salida de los trenes. Estas horas fijas son perfectamente
reversibles. Puedo mirar el diagrama y empezar mi viaje
imaginario en Nueva York, arriba de la página, para ter-
minarlo abajo en México o, inversamente, puedo empezar
el viaje en México y acabarlo en Nueva York. Entre San
Luis Missouri y Dallas habrá, en uno u otro sentido, el
mismo tiempo. Pero si hago realmente el viaje, si lo siento
como interés de mi vida profunda, si me hiere la impa—
ciencia por llegar a un punto determinado del itinerario,
el viaje podrá parecerme largo y tedioso. El primer tiem-
po, tiempo reversible, es el tiempo—espacio de la física. El
segundo es la duración de la vida y del espíritu.

57
La intuición de la duración que Bergson presenta con
tanta belleza como exactitud, es, al mismo tiempo, la
intuición de la libertad. El último capítulo del Ensayo
está dedicado al análisis del problema de la libertad.
Bergson no cree que las teorías deterministas expliquen
real y verdaderamente la vida porque implican que el
futuro está ya preestablecido, allí, frente a mi viaje ru-
tinario. Y si hay una noción importante en el bergsonis—
mo es la de “surgimiento", la de creatividad, la de nove—
dad que implica cada uno de mis actos. Estar determi-
nados quiere decir, en otras palabras, estar sometidos a
una imagen espacial, mecánica y homogénea de la vida.
Ser libres quiere decir ser responsables y creadores de
nuestros propios actos vitales ¿Qué es, pues, la libertad?
En el Ensayo Bergson no cree poder definirla. Y no lo
cree porque cualquier definición implica fijación y aque—
llo que libremente dura, se crea y vive es movilidad. La
libertad es indeñnible precisamente porque somos li-
bres. Hasta aquí el Ensayo. En él Bergson no ha precisa—
do el sentido positivo de la libertad. Ha tratado de mos—
trar, más que nada, que el mecanismo, que puede regir
en el mundo físico, no existe ni en la vida ni en el espí-
ritu. Las dos fuentes ofrecen una idea más positiva de la
libertad. Libertad es abertura y es dinamicidad, deter—
minismo es cerrazón y mecanicismo. Una moral diná-
mica es una moral que sigue las líneas que el hombre va
trazando a medida que vive, precisamente porque el vivir
crea; una moral cerrada es una moral que el hombre
sufre y padece porque se ve obligado a seguir líneas pre-
viamente trazadas para él por la obligación social.
La moral abierta se distingue de la moral cerrada por
su dinamicidad y por su creatividad. La moral abierta o
dinámica nace de un impulso o de una profunda pene—
tración en el sentido de la duración. Ya hemos visto que

58
la moral basada en la obligación es una moral que nos
presiona y nos condiciona. La moral “completa y perfec-
ta" obedece a los signos y a los designios de un “llama-
do”. A este llamado supieron responder los sabios de
Grecia, los profetas de Israel, los santos y los místicos
cristianos. ¿A quién respondieron? ¿Qué voz secreta les
llamaba en el llamado? La voz era su propia voz, y el lla—
mado su propio llamado, porque ambos, en el interior del
hombre, revelan la existencia de una verdad viva, que es
la verdad divina. Bergson insiste una y otra vez sobre la
naturaleza de este llamado. Alguna vez la identifica con
la palabra del héroe. No dejemos engañarnos. El héroe
de Bergson no es no el héroe de Nietzsche ni el de Carly—
le ni el genio de Hegel. Menos aún puede ser el sabio del
positivismo. El héroe es “un espíritu privilegiado” que ha
podido sobrepasar los límites de la naturaleza para al-
canzar los linderos del alma gracias a un acto de emo—
ción. No es un superhombre si por superhombre enten-
demos un ser biológicamente superior al hombre. Es
todo un hombre, un hombre completo, nada menos que
toda una persona consciente de que es cielo y es tierra al
mismo tiempo.
La palabra emoción acaba de deslizarse entre líneas.
Pero al hablar de una palabra que designa tantos y tan
variados matices y que se presta a tantas y tan diversas
interpretaciones es justo tratar de precisar, si no su na—
turaleza por lo menos su sentido.
Una idea puede producimos temor o alegría. La emo—
ción que siento en este caso es una emoción derivada
deun acto del intelecto. Esta emoción es siempre inferior
a la idea que la anima y suele acabar por transformarse en
una forma más o menos vulgar de mi comportamiento.
Esta emoción que deriva de una idea suele ser infra-
intelectual porque oscurece la idea que la animaba. Pero

59
existe una emoción que no es efecto sino causa. De ella
surge la vida creadora del intelecto. Esta emoción crea—
dora por naturaleza, esta emoción durada y sentida e
intuida, está en la raíz de todas las grandes ideas que ha
tenido el hombre. Así Rousseau sintió el paisaje y la
naturaleza con una moción que de veras fue capaz de
crear un nuevo paisaje y una nueva naturaleza. Rousseau
podrá afirmar doctrinariamente que el estado de natu-
raleza es el estado de bondad, y de inocencia. Para hacer—
lo tuvo que sentir primero esta emoción que se convirtió
en profesión de fe y en doctrina. Rousseau volvió a ver el
campo por primera vez. Sin duda esta emoción puede per—
der su fuerza y, con el tiempo, convertirse en un hábito.
Hará falta entonces una nueva emoción para que el hom-
bre pueda volver al mundo con la pristinidad de lo nuevo.
¡Cuántos paisajes han descubierto Cézanne y Van Gogh!
¡Cuántos estados de alma San juan de la Cruz, Mozart o
Tolstoi! La emoción que les da origen y de la cual se des—
gajan estados de alma similares, es una emoción suprain—
telectual y, probablemente, preintelectual. Hoy asistimos
precisamente a la congelación de una de estas emociones
creadoras. Picasso, Bracque, Valéry, partieron de la
intuición emocionada de las esencias geométricas. El arte
no figurativo y geométrico de un Mondrian repite la mis—
ma emoción ya sin la fuerza que la produjo en su origen.
La emoción se ha convertido en moda, en fórmula in-
telectual capaz de producir tan sólo emociones del primer
género, emociones infraintelectuales.
Los críticos de Bergson podrán ver en estas teorías un
punto flaco y, prestos al ataque, nos dirán que Bergson
no hace sino repetir lo que ya habían pensado los “sen-
timentalistas” ingleses, como Shaftesbury o Hutchison.
Una etiqueta es siempre útil porque nos impide pensar y
evita que tengamos emociones creadoras. Pero Bergson

60
que, como Platón estaba muy consciente de las objeciones
que podían dirigirse a su teoría, precisa con toda claridad
que su idea no es la de reducirlo todo a una filosofía de la
emoción ni es tampoco la de crear una moral del sen-
timiento. El “sentimentalismo” mantendría que la emo—
ción se hasta a si misma. Como el intelectualista que pien—
sa que las ideas son autosuficientes, el emocionalista puro
toma la parte por el todo y procede a una reducción que
carece de sentido. La emoción que Bergson describe es
una emoción “capaz de cristalizar en ideas, y aun en doc-
trinas". No niega ni el pensamiento ni la razón.1 Todo lo
contrario. Es el móvil más vivo y eficaz de todo pensamien—
to por abstracto que sea. Ya Bergson, cuando habla de la
intuición, dice siempre que ésta no puede prescindir del

' Con lo cual Bergson responde a una objeción que se ha hecho ya


clásica: decir que es un ilracionalista (¡otra etiqueta tan cómodal). Yo
diria que Bergson no está en contra de la razón. Iisui en contra del
racionalismo. Del mismo modo que no está contra el sistema sino con-
tra el espíritu de sistema. Sin duda debemos aceptar que Bergson no
calza el mismo zapato que Espinoza. Si la razón es un ser vivo y no una
actividad mecánica, Bergson está con la razón. Si la razón es una forma
de conocer el mundo para operar en él bajo las leyes de la técnica,
Bergson no está con la razón. Cuando Bergson critica la inteligencia
cn'tica siempre el intelectualismo, es decir, aquella teoría latente o ac—
tual que hace de la inteligencia la única facultad humana. Hoy en día
son sobre todo los marxistas quienes en nombre de la razón critican el
bergsonismo. Leo en la Historia de la filosofía de Sheglov: “Es evidente
que el intuicionismo (bergsoniano) se ha convertido en una de las
teorías anticientíñcas utilizadas ampliamente para justificar ideoló-
gicamente el latrocinio imperialista y su saqueo en los pueblos colonia—
les”. El autor compara a Bergson con el General Smuts y con Gobineau.
Sin duda Sheglov confunde la ciencia con la técnica y la paciencia del
lector con su pseudo ciencia. Sí, Mussolini había leído a Bergson (más
a Sorel). Pero Bergson no es responsable de que un mal lector políti—
co cree el fascismo. Quienes afirman lo contrario podrían sostener
también que Karl Marx es responsable deljuicio de Bujarin. las ideas
mal leídas pueden producir catástrofes (véase Nietzsche y Hitler). Pe-

61
inlelecto. La intuición no es puramente instintiva y Berg—
son suele definirla como una inteligencia instintiva ()
como un instinto inteligente. Lo mismo sucede con la
emoción. Cuando escucho las frases de un cuarteto de
Beethoven puedo prorrumpir en gritos, en sollozos o en
comentarios exaltados. Pero el cuarteto puede dejar en
mi una señal para toda la vida, puede ser creador de ver—
daderas emociones que no son tan sólo emociones musi—
cales o puede llevarme a escribir un libro sobre la estética
musical. La emoción de los gritos y los sollozos es, sin
duda, infraintelectual. La emoción creadora, la que sigue
brotando de una fuente cierta de mi espíritu, engendra
idea. El mreka de Arquímides es anterior, no posterior, a
sus descubrimientos.
Hasta aquí la teoría de las emociones y este breve pero
necesario rodeo. Los grandes creadores de morales abier—
tas, que son los místicos, son también creadores de grandes
emociones que han cristalizado, precisamente, en doctri-
nas. La moral abierta, la que surge de la mística, no puede
reducirse a la paciencia mecánica de la obligación. Tiene
que romper el techo para ver la cara abierta del cielo.
Opongamos a una moral cerrada una moral del amor, una
moral cristiana. Porque la moral que proponen los místi—
cos cristianos es principalmente una moral amorosa. Y el
amor, como aparece en la Epístola de San Pablo a los Co—
rintios no es ni un grito erótico ni la reflexión intelectual
sobre el amor que Stendahl desarrolló para decirnos que
el amor es una cristalización, un derivado, un epifenóme—
no. El amor es entrega, es dar sin esperanza de recibir, es
una renuncia que debe llevarnos a mayores plenitudes.

ro ¿es posible culpar a un autor porque lo han leído mal sus lectores?
Me parece más reaccionario el profesor Sheglov que el “archirreac-
cionario Bergson". Y en efecto, en nombre de la razón, archineaccio—
na contra un esth dejínesse del cual su geomeu-ía que no entiende de
marxismos auténticos se aleja definitivamente.

62
Distinguir una moral cerrada y una moral abierta es
decir mucho y es matizar bien poco. Algunos han que-
rido pensar que en esta tajante división de las dos mo-
rales Bergson procedía con cierto maniqueísmo intelec-
tual. Ello sería verdad si Bergson no utilizara la idea de
las dos morales como si éstas fueran casos límites. De
hecho toda moral cerrada contiene algo de la moral
abierta como toda moral dinámica contiene elementos
de estaticidad. Al hablar de la flor no es necesario hablar
del fruto, pero es claro que el sentido de la flor está
también en el fruto. Por otra parte esta distinción de dos
morales diferentes y hasta opuestas en lo que tienen de
esencial parece antihistórica. Y de ello se (la cuenta
Bergson. Entre la moral cerrada y la moral abierta existe
la moral que se abre. El paso entre la semiquietud y las
tentativas de progreso ha sido lento y difícil como ha
sido lento el paso de la materia a la vida. Estaba ya
presente en Platón, lo realizaron parcialmente los estoi-
cos griegos en cuyas palabras tantas veces parecen re-
sonar las voces evangélicas. Pero el único lugar en que
este tránsito y esta oposición se hacen claros es en el
Evangelio. En el Sermón de la Montaña jesús opone el
“os han dicho" al “yo os digo”. Y es que el acto de amor
es un acto personal, inconfundible, en el cual la persona
toda —Dios entero— prende “el entusiasmo que se pro—
paga de alma en alma indefinidamente como un in-
cendio”.
La sociedad abierta, resultado de una moral dinámica,
será una sociedad amorosa y mística. No pensemos, sin
embargo, que al hablar de una sociedad mística Bergson
crea que es una sociedad plenamente realizable. Se da
cuenta de que esta sociedad es una meta, no un hecho, y
se da cuenta de que esta meta no estará al alcance de
todos los hombres. Sería tan absurdo prol'etizar una so—

63
ciedad íntegramente mística como es absurdo suponer
que exista una sociedad totalmente primitiva. El pri-
mitivo no es un ser absoluto que vivió de veras en algún
ayer mítico, como pudo pensarlo Levy—Brúhl. Tampoco
está infinitamente alejado de nosotros. La psicología
moderna, a la cual Bergson ha contribuido tan podero—
samente, sabe que el primitivo vive también en nosotros,
que nuestras ideas dependen, muchas veces, de una
subconciencia que el psicoanálisis, especialmente en su
modalidad jungiana, ha analizado con precisión. La in-
trospección permite descubrimos como primitivos.
¡Cuántas veces nos guía la magia, cuántas veces pre-
ferimos la fantasía! También nosotros somos nuestros
contemporáneos primitivos. Y si Freud yjung vienen en
apoyo de Bergson al explicarnos todo lo que tenemos de
primitivo en nuestro espíritu, Paul Radin, en su Pn'mitive
man as philosopher se encarga de señalar cómo entre los
primitivos no todo es primitivo. En las sociedades pri-
mitivas encontramos sabios, hombres de una inteligencia
superior que, en su grupo, representan el mismo papel
que el filósofo, el poeta, el hombre de ciencia o el artista
representan en el nuestro. Estos sabios primitivos no
proceden mediante una mentalidad prelógica. Son
capaces de un alto grado de penetración y de abstrac-
ción intelectual. Radin demuestra que no existen ver-
daderas fronteras entre el alma de los primitivos y nues—
tra alma. Bergson hacía notar que la única diferencia
que puede existir es de grado pero no de naturaleza. Pa—
ra el primitivo la moral abierta es también una posi-
bilidad.l
' En el capítulo acerca de la moral (op. cit.), Radin cita una serie de
máximas de los indios Winnehago que muestran a las claras la
presencia de una moral cenada y de una moral abierta. De la primera
son tipicas: "¡No es bueno jugar"; “Cásate con una sola mujer al

64
Se abre el mundo a las posibilidades infinitas de la
creación humana. Dios tiene necesidad de los hombres
para manifestarse de veras. La moral bergsoniana ne-
cesita de una religión que es la cumbre de su edificio es—
piritual, la realización plenaria de esta “filosofía de in—
tención” que Bergson supo convertir, en Las dos fuentes,
en una “filosofía de hecho”.
De la misma manera que existen dos morales o, más
precisamente, dos polos de la moralidad, existen tam—
bién dos formas de la religión que están íntimamente
vinculadas con las morales correspondientes.
La religión es común a todas las civilizaciones. “Se
encuentran, en el pasado, sociedades humanas sin cien-
cia. Pero nunca ha existido una sociedad sin religión.”
En sus primeras manifestaciones entre los primitivos y
aun en forma primaria y elemental entre los civilizados,
la religión es cerrada o estática. Analicemos esta religio—
sidad primitiva. Para hacerlo debemos proceder en este
caso, como lo hicimos con la moral, por introspección y
autoanálisis. Así lo hace Bergson. Ypara recordarnos que
lo primitivo no es exclusivo de las sociedades primitivas,
el filósofo nos da un ejemplo de su propia experiencia.
Todos los que habían vivido la guerra del setenta veían
una próxima guerra a la vez como inevitable y como im—
posible. Los cuarenta y pico de años que transcurrieron
antes de que la guerra mundial estallara se encargaron
de acostumbrar a toda una generación a esta ambigúe—

mismo tiempo , guarda siempre buenas relaciones con los demas y


". ¡¡

siempre te querrán". De la segunda: “Siempre es bueno ser bueno";


“¿en qué consiste la vida si no en amar?”; “No muestres tu amor a los
demás para que los demás lo noten". Radin concluye: los hombres
primitivos se guían mucho menos que nosotros por motivos ulteriores
y conscientemente egoístas, no porque posean alguna superioridad
innata sobre nosotros… sino por las condiciones en que viven".

65
dad. Cuando por fm la guerra se hizo un hecho en 1914
fue una sorpresa asi como fue una confirmación. Berg-
son estaba en su estudio. Vio la noticia de la guerra en el
periódico y tuvo “la sensación súbita de una invisible
presencia que hubiera sido preparada y anunciada por
todo el pasado". El acontecimiento se convertía en una
entidad de orden mágico. Estaba alli, erguido en el cuar—
to, como una especie de personaje indescifrable, como
un objeto que fuese a la vez persona y cosa. Lo envolvía
todo. Del mismo estilo han de haber sido los aconteci-
mientos que el hombre primitivo descubría o proyectaba
en el mundo._]ung observa que “el hombre primitivo tie-
ne tanta psique fuera de su mente consciente que la ex-
periencia de algo psíquico fuera de él le es mucho más
familiar que a nosotros”. Más familiar, sin duda. Pero no
exclusiva. También nosotros tendemos, en más o en me-
nos, a proyectar imágenes y convertirlas en acontecimi—
entos externos. El gobernante es muchas veces la proyec-
ción de la imagen paterna y son muchos los héroes que
edificamos con el deseo de ser en otro lo que en noso—
tros mismos no podemos llegar a ser.
Nadie puede dudar que el hombre primitivo esté más
en contacto con el mundo natural que nosotros. Pero
esto no quiere decir que el primitivo no sea inteligente.
Su inteligencia, como la hipotética inteligencia de la
hormiga, constituye a la vez un instrumento de inven-
ción y un peligro para la vida de la sociedad que se desa—
rrolla, primordialmente, a base de impulsos instintivos.
La hormiga hipotética podria ser condenada a muerte.
El hombre real lo es. Y es que la inteligencia, que al fin
y al cabo es reflexión, lleva siempre el sello de la in-
terrogación: ¿para qué trabajar?, ¿para qué obedecer?,
¿para qué hacer lo que debo hacer?, ¿para qué vivir? La
inteligencia pone en peligro a la sociedad al hacer que el

66
hombre inteligente quede perplejo ante sus obligacio—
nes, sus deberes, y el sentido general de la vida. Frente a
este carácter cáustico de la inteligencia, la inteligencia
misma se pone al servicio del instinto social y desarrolla
una facultad especialmente destinada a contrarrestar los
peligros que ella misma se ha creado. Esta facultad es lo
que Bergson llama la “facultad fabuladora". Gracias a
ella el hombre crea mitos, leyendas, inventa barreras
imaginarias que le impidan destruir, por la inteligencia,
aquello que ha llegado a ser por el instinto. Vista a la luz
de los peligros que representa para la sociedad una in-
teligencia excesivamente inquisitiva, “la religión es una
reacción defensiva de la naturaleza contra el poder
disolvente de la inteligencia”. Vista a la luz de un peligro
más auténticamente personal que social “la religión es
una reacción defensiva de la naturaleza contra la re-
presentación, por la inteligencia, de la inevitabilidad de
la muerte”.
La religión cerrada resulta la mejor garantía para el
sostenimiento de una moral cerrada. Es una clase de re-
ligión que, con su opio, adormece los ojos prematura—
mente abiertos de los individuos.
Frente a esta religión estática que nos vuelve al reino
de la hormiga, de la planta y de la sociedad de los mine-
rales se ha desarrollado, en el curso de la historia, una
forma dinámica de la religiosidad, intuitiva y vinculada a
la duración. Para llegar a ella el camino no está exento
de peligros. Pero estos peligros son los que constituyen
un reto, un desafío que el alma se atreve a sobrepasar.
San juan tendrá que pasar por la noche oscura del alma;
Pascal se aterrorizará ante el “silencio de estos espacios
infinitos”; Kierkegaard se llenará de angustia antes de
realizar el salto mortal que debe conducirlo del reino de
lo puramente ético al reino del infinito y de Dios.

67
San juan, Pascal, Kierkegaard, no siguen impulsos
ciegos, impulsos puramente instintivos. Y en efecto, la
religión dinámica no puede ser puramente instintiva sin
convertirse en una forma primitiva del vivir, como no
puede ser puramente inteligente sin desaparecer en las
geometrías de lo abstracto puro. El impulso religioso
que guía a San Juan o a Pascal es de orden intuitivo, inte-
ligente y sensible, emocionado y clarividente, instintivo y
exacto. La religión dinámica es capaz de recorrer la vida
en el sentido del impulso amoroso y vital que la genera.
Pero evitemos las confusiones. También en La evolución
creadora Bergson hablaba de un impulso vital. ¿Es el mis—
mo impulso que nos presentan las páginas más hermosas
de Las dos fuentes?A decir verdad entre uno y otro media
la misma distancia que existe entre la filosofia de hecho
y la filosofia de intención que distinguía Maritain en la
obra bergsoniana. El impulso vital es ahora este impulso
amoroso que, no es ya biológico a menos que por biolo—
gía se entienda vida y por vida se entienda vida creadora
en contacto con la fuente de vida que es Dios mismo. Así
esta religión abierta no es esencialmente la religión de
los teólogos. Es la de los místicos. Y si por acaso lo es
también de los teólogos llega a serlo porque todo acto
intelectual viene precedido por un acto intuitivo y toda
idea verdaderamente valiosa contiene en su meollo una
emoción creadora de ideas y doctrinas. La vieja idea de
que la fe va en busca de la razón es verdadera. Pero ha—
bría que añadir que para ir en pos de la razón, la fe debe
existir primero como fe, como forma de la intuición, co—
mo forma de la unión. Para Hegel la historia se reducía
a la historia de la filosofía. Para Bergson, como ha obser—
vado Polin, la historia es la historia de la mística.
Los griegos realizaron un primer paso hacia la religión
verdadera. Y cuando algunos de los primeros Padres de

68
la Iglesia pensaban en Platón y en Aristóteles como pro-
fetas no estaban equivocados del todo. Pero la mística
griega, que alcanza su plenitud en Plotino, no alcanza el
máximo nivel de la mística. Plotino describe, cierta-
mente, todos los estadios iniciales del proceso místico,
sabe como renunciar al mundo y sabe someterse a la
contemplación del Uno. Pero no alcanza a ver, como la
veía intelectualmente el amante platónico del saber, que
una vez visto el sol hay que volver a lo más profundo de
la caverna para vivir con los hombres, convivir con ellos y
actuar por ellos y para ellos.
También en la India descubre Bergson un acerca-
miento a la verdadera mística. La mistica hindú es, por
de pronto, más universalmente aceptada que la griega
por la sociedad de la cual ha surgido. Pero los místicos
de la India tienden, como Plotino, a negar el mundo y
como Plotino no se ocupan ni se preocupan por la ac-
ción entre los hombres.
La verdadera mística, que es “acción, creación, amor”,
es la mística cristiana. En las predicaciones de San Pablo,
en la teología caminante y andariega de Lulio, en el
sacrificio activo de Santa juana de Arco, en las fun-
daciones de Santa Teresa, aparece la mística de verdad,
la que se extiende por el mundo “como un incendio”.
Pero ¿cómo aceptar en esta edad de la razón la expe-
riencia de los místicos por el simple y mero hecho de
que constituye una experiencia desconocida para las ma-
yorías? La mística es rara y es escasa, se reduce a la expe-
riencia de un pequeño número. Esto no niega su validez.
Se dirá que las exploraciones de Livingston han sido
verdaderas porque después otros exploradores han
podido recorrer el mismo camino. Se dirá que la verdad
de la física reside en que son muchos los fisicos que
pueden comprobarla. Pero también el místico emprende

69
un viaje, también él explora y también son muchos los
místicos que han recorrido el mismo camino. La verdad
de la mística no es menos verosímil que la verdad de la
topología.
Véase si se quiere en esta evolución del misticismo de
Grecia al Cristianismo una forma del progreso del es—
píritu. Véase en ella la experiencia de un alma que, en
coincidencia con la experiencia contemporánea de una
profesora de filosofía convertida en carmelita, como
Edith Stein, de un psiquiatra que, por el análisis, llegó a
la experiencia del cristianismo, Karl Stern, es tan moder—
na como pueda serlo la experiencia de los físicos nuclea-
res. Y mucha de la desesperación moderna no es esen-
cialmente antirreligiosa. Más bien cabría decir que se ha
quedado a medio camino de la religiosidad. La experien-
cia de Kafka es, reverso de la medalla, una forma de la
experiencia religiosa que no puede acabar de darle “a la
caza alcance”. El impenetrable Castillo que hace guiños
al Señor K., la angustia que produce su luz interna que
se antoja laberintica, es el mismo Castillo del Alma que
descubrió Santa Teresa morada tras morada.
Para Bergson la historia es una aventura del espíritu.
No hay que buscar en sus obras un sistema de filosofía
de la historia con todo lo que estas palabras implican de
rigor simétrico y de causalidades postuladas. Bergson es
el filósofo del “esprit de finesse”. Es también el filósofo
que no se deja engañar por semejanzas aparentes, que
no puede aceptar la simultaneidad de pensamientos en
épocas distintas. ¿Cómo podría sostener un sistema de la
historia el filósofo que piensa que la duración y la liber—
tad siempre renovada y creadora constituyen la esencia
del hombre? Sin embargo Bergson, en la última parte de
Las dos fuentes de la moral y de la religión trata de establecer
dos leyes que piensa encontrar en el curso de la historia.

70
De nuevo debemos insistir aqui, como hay que h;u'c|'ln
siempre con el pensamiento bergsoniano, que estas dos
leyes no se presentan con el rigor de leyes automáticas,
definitivas y delineadas de una vez para siempre. Si Berg—
son emplea la palabra ley es, como él mismo dice, por
comodidad. No porque crea que sus leyes de la historia
sean aplicables a toda la historia.
El mundo social y el mundo religioso no sólo evolu-
cionan sino que progresan, memoria prolongada que
muerde en un futuro inminente o lejano. Para entender
el mecanismo de este progreso, que es un progreso libre,
como es libre la duración del hombre, entendamos pri-
mero cómo se desarrolla una tendencia. Al hacerlo po—
dremos vislumbrar lo que Bergson entiende por ley de la
dicotomía y ley del doble frenesí, que tales son los prin-
cipios que quiere establecer para señalar cómo ha podi-
do progresar el espíritu humano.
Las tendencias vitales se desarrollan en forma de haz.
Cada una de las especies que han existido en el curso de
la evolución natural constituye un brazo de un haz hi-
potético y primitivo. Así los insectos heminópteros, que
forman una sociedad instintiva, son la culminación de una
linea evolutiva. El hombre es la culminación de la
tendencia intelectual. Pero cuando estas tendencias vitales
están presentes en un mismo individuo o en un mismo
grupo social no pueden desarrollarse simultáneamente
sin destruirse por completo. En los individuos y en los
grupos sociales las tendencias proceden por sucesión, no
por simultaneidad. Y así la ley que parece guiar los actos
humanos es la que Bergson denomina ley del haz o ley de
la dicotomía. En las sociedades es fácil ver cómo esta ley
tiene una aplicación por lo menos probable. Cuando una
tendencia empieza a desarrollarse intenta hacerlo hasta el
agotamiento. Una vez anulada, la tendencia primera

71
dejará su lugar a una segunda tendencia, generalmente
de signo contrario a la primera que a su vez se desen-
volverá hasta el agotamiento. La ley de la dicotomía, o de
la división de las tendencias, debe completarse con la ley
del doble frenesí. Consideremos, para encontrar un ejem—
plo claro y de todos conocido, a un personaje novelesco.
Don Quijote ha llevado hasta el límite su locura ideal.
Pero dentro del espíritu de Don Quijote la locura va
siempre mezclada a una conmovedora dosis de cordura y
de prudencia, que se realiza, segunda o acaso verdadera
naturaleza de su alma, en las reflexiones que preceden a
la muerte. A un frenesí de ideal viene a substituirse, si por
la palabra frenesí entendemos lo que entiende Bergson
(un llevar hasta sus últimas consecuencias nuestros actos),
un frenesí (le quietud, de reposo y de equilibrio. No es
seguro que esta ley pueda aplicarse a todas las civili-
zaciones si bien un (leseiwolvimiento de esta índole no
parece desconocer la historia. Pero sea la ley aplicable ()
no en forma rígida —e insisto, para Bergson la rigidez es
una forma de la materia y una negación de la vida—
puede tener un sentido para interpretar la historia de
Occidente en el curso de los últimos mil quinientos 0 mil
seiscientos años. Durante la Edad Media la tendencia vital
del Occidente fue la tendencia mística. La mística medie—
val se desarrolló hasta el frenesí y hasta el agotamiento.
Con la era moderna se desencadena, también hasta el
frenesí, la tendencia científica y su correlato técnico. Si la
ley que Bergson establece tiene un valor real —y Bergson
no se cansa de insistir que estamos aquí en el campo de
las posibilidades y aun de las probabilidades pero no
de las certidumbres— es posible que el futuro nos depare
una nueva y vigorosa crecida de las tendencias místicas
que habrían de conducir forzosamente a un género de
vida sencilla.

72
Podemos suponer que esta nueva mística en el lon-
do la misma mística recreada en el espíritu de los hom-
bres— habrá de llegar a nuestro mundo cuando algunos
“espíritus privilegiados” vuelvan a mirar a Dios. Pero la
esperanza de esta mística no entraña una renuncia a la
técnica. Bergson no es de la escuela de aquellos que, en
el siglo XIX, veían en la destrucción de las máquinas una
esperanza para la humanidad. La técnica no es mala en
si. Y lo que la técnica pueda tener de negativo no pro-
cede de la técnica misma, que no puede existir separada
de nuestras aspiraciones. La técnica nos ha dado exac-
tamente lo que le hemos pedido. Y en estos días de
angustia del medio siglo el hombre tendría que decidir
entre el uso pacífico de la técnica o la muy posible
destrucción del género humano. Pensar que la técnica se
nos ha impuesto sería lo mismo que suponer que existe,
mágicamente, una presencia semejante al Acontecimien-
to primitivo que Bergson describía. También quien
descubrió el fuego incendió los bosques antes de hacerse
amo y señor del fuego. Estamos frente a un hecho. Cada
descubrimiento técnico representa un acrecenlamiento
de nuestro cuerpo. Los automóviles, los trenes, han mul-
tiplicado la velocidad de nuestras piernas; la excavadora
automática y la máquina de escribir prolongan nuestras
manos; y el hombre, Icaro con alas exentas de cera, ha
emprendido el viaje más allá de las nubes. El crecimien-
to del cuerpo es frenético y se desarrolla en proporción
geométrica. Destruir este cuerpo que el destino nos ha
dado sería mutilarnos insensatamente. Lo que ocurre es
que el crecimiento del alma no ha corrido parejas con el
crecimiento del cuerpo. El deber del hombre es, como
lo fue en la combinación de música y gimnasia entre los
griegos, llegar a desarrollar el alma a la altura del cuerpo
y hacer que este nuevo fuego que se nos escapa quede

73
sometido a la voluntad humana. El alma requiere el
cuerpo, la mística reclama la mecánica. De la misma ma—
nera que Santa Teresa puede volver a la acción porque
se sabe carne y espíritu al mismo tiempo, el místico mo—
derno, aunando la gravedad y la gracia, como diría Simo—
ne Weil, habrá de aceptar las nuevas vías de acción que
le proporciona su cuerpo engrandecido. Podemos espe-
rar un mundo de alegría y de gozo, un nuevo despertar
del hombre que empieza ya a incorporarse de nuevo al
ventanal de su vida interior. El mundo que Bergson vis—
lumbra queda claramente resumido, con sus posibles du-
das y sus posibles desviaciones, en las últimas palabras de
Las dos fuentes de la moral y de la religión: “el placer sería
eclipsado por el gozo… Gozo serían, en efecto, la simpli-
cidad de vida que propagara en el mundo una intuición
mística difundida, gozo también la vida que seguiría au-
tomáticamente una visión de más allá en una experiencia
científica ampliada... La humanidad gime, medio aplas—
tada bajo el peso de los progresos que ha llevado a cabo.
No sabe bien que su futuro depende de ella. Ella es quien
debe ver primero si quiere seguir viviendo. Ella es quien de-
be preguntarse después si sólo quiere vivir o si quiere
proporcionar además el esfuerzo necesario para que se
realice, aun en nuestro planeta refractario, la función
esencial del universo, que es una máquina hacedora de
dioses",
Podríamos preguntarnos, como Hyppolite, hasta qué
punto Bergson ha escrito una filosofía de la historia.
Todo depende de lo que entendamos tanto por filosofía
como por el compuesto filosofía de la historia. Si la
filosofía es una pura construcción de signos verbales
idénticos entre si, discontinuos, formales, Bergson no ha
escrito una filosofía. Si la filosofía de la historia es
simplemente la construcción detallada de un edificio

74
que quiere comprender todos los hechos históricos bajo
el signo de una misma ley rígida, inflexible, estática,
fabuladora y cerrada, Bergson tampoco ha escrito una
filosofia de la historia.
Pero si la historia y la filosofia de la historia son cosa
de vida y no regla abstracta y aséptica, si son una direc—
ción y un proyecto del ánimo libre que, siguiendo los im—
pulsos de la creación y del amor, llega a llenamos de
esperanza y de gozo, Bergson ha escrito la única filosofía
de nuestro tiempo.
Pascal lo había dicho: “Dos excesos: excluir la razón,
no admitir más que la razón". La exclusión de la razón,
si por razón entendemos una entidad viva y no sólo una
referencia lógica a objetos o a pensamientos, conduce a
la magia, al fetichismo y al fanatismo. La admisión de la
razón sin reservas y sin limitaciones lleva de la mano a las
grandes estructuraciones vacías que, “more geometrico”,
quieren subyugar la vida a la línea, y el espíritu al punto.
Bergson no podía caer en ninguno de los dos abismos.
La intuición es a la vez razón y fe, instinto e inteligencia,
geometría y vida.
Si por filosofia de la historia no entendemos un sis—
tema que pueda aplicarse a todo, si por filosofia de la
historia entendemos filosofía del espíritu, Bergson ha
escrito una filosofía de la historia. La única que nos
promete que podremos alcanzar una vida más alta cuan-
do lleguemos a comprender que la vida es una tendencia
hacia la vida, cuando sepamos que el hombre es una
libertad de entendimiento lanzada al mundo para llegar
a conocer a Dios.

75
V

AMBIGÚEDADES DEL SIGLO XX

“But what was this pursuit of meaning, in this indif-


ference of meaning? And to what did it tend? These are
delicate questions.”

SAMUEL Bl-Z(ZKE'I'I', Watt.


No podemos contentamos con exponer y criticar algu-
nas teorías acerca de la historia. La historia adquiere su
plenitud en el presente. Y si la historia es una forma del
progreso espiritual, siempre creador, siempre alerta,
siempre renovado, hay que dirigirse a la historia actual
para seguir sus avances, los obstáculos que se le oponen,
los rodeos que se ve forzada a realizar, las esperanzas que
puede augurarnos.
Sucede que la historia es un hecho temporal; sucede
que la vida del espíritu, su duración que es a la vez trans—
curso y permanencia, está tejida en el telar del cambio y
del devenir. Muy cercano a Bergson, prolongando una
idea que nace con el Cristianismo, Gabriel Marcel ha
dicho: “Soy tiempo; tengo el espacio”. Valdría más decir
acaso que soy tiempo espacial, espacio que dura, cuerpo
que es al mismo tiempo espíritu y espíritu que es cuerpo,
espíritu que es carne. Así, cuando trato de analizarme,
cuando trato de saber qué soy, quién soy y qué estoy
haciendo, estoy preguntándome por mi tiempo, que es
como preguntar por la naturaleza de mi ser en esta
tierra.
Las observaciones que siguen son variaciones en tomo
a este tema central de la temporalidad. Gracias a ellas
podremos desentrañar con mayor claridad algunos
rasgos característicos del hombre moderno. Pero antes
de analizar la idea del tiempo en este tiempo que es el
nuestro, permítaseme un breve viaje hacia el pasado.

79
¿Cuándo y cómo y por qué empezó el hombre a pensar
que era temporal?
En algún sentido podría decirse que todos los hom-
bres han sentido siempre la presencia del tiempo en sus
vidas. El hombre es el único ser acerca del cual sabemos
con certeza que tiene conciencia de la muerte. Y esta
conciencia que puede ser tan sólo un vago sentimiento,
le hace sentir, desde muy tempranos días, la vanidad de
la vida así como le hace esperar una vida futura después
de la muerte. Los Ojibwa, citados por Radin,1 cantaban
la muerte en estas palabras:

El olor de la muer1e,
distingo el olor de la muerte
frente a mi cuerpo.

Y los Ewe del Africa Occidental afirman con palabras


clarísimas:

La muerte ha estado con nosotros desde siempre,


hace tiempo que empezó esta pesada carga.

Un pensador Tinglit decía, ya en forma más reflexiva:


“Siempre pienso que no hay lugar donde los hombres
no mueran”.
Podrían multiplicarse los ejemplos. Pero aquí me inte-
resa señalar que el sentimiento de la muerte implica, de
manera más o menos consciente, que la vida tiene un
principio y tiene un fin, es decir, que la vida está limita—
da por el tiempo.
Sin embargo, parece probable que la idea del tiempo
no se presente con mucha claridad al espíritu de los pri-
mitivos. Al primitivo se le da el tiempo en el paso de su

'Véase, Paul Radin, op. cit.

80
vida, en el transcurso de las estaciones, en los ritmos de
las cosechas, en las cosmogonías del eterno retorno. Pe-
ro el primitivo no llega a identificar el tiempo con su
propia vida. Es capaz de vivir el tiempo si bien no al-
canza a abstraer la temporalidad de los hechos físicos
que le rodean e incorporarla al sentido de su conciencia.
Tampoco los griegos llegaron a tener una idea precisa
de que el hombre es temporal, aunque nadie puede
dudar de que la interpretación griega del tiempo, a pe-
sar de la interpretación eleática de muchos historiadores
modernos, es más precisa de lo que podríamos sospe-
char a primera vista.
Desde el nacimiento de la lírica griega la oposición en-
tre dos mundos, el mundo real y el mundo reflejado, el
mundo de la verdad y el mundo de la ilusión, empieza a
tomar cuerpo. Los poetas parecen tener la necesidad de
buscar, en lo sagrado, una forma eterna que dé sentido a
la sucesión de hechos que forman nuestra vida.Y tal vez no
haya un poema que destile con mayor precisión y más her—
mosas palabras esta oposición que el Himno a Afrodita. En
él, Safo contrapone “nuestra tierra sombría" a “la tejedora
inmortal en su trono radiante". De hecho lo que Safo afir—
ma es que existen dos especies de amor: un amor terrestre
y perecedero; un amor divino e inmortal. Lo que, ya por
costumbre, se viene llamando amor platónico fue, tres si—
glos antes de que viviera Platón, amor sáñco. Pero si algu—
nos poetas, precursores del idealismo, creen en la inmor—
talidad de un mundo “radiante" y piensan que esta vida, es
tan sólo imitación e imagen, otros, que no creen en la in-
mortalidad y cuyas ideas empiezan a dibujar el futuro sen—
sualismo filosófico de los griegos, afirman, como Píndaro:
“No creas, alma mía, en la vida eterna —agota el campo de
lo posible”. El mundo de las Ideas de Platón se opondrá
de semejante manera al “carpe diem” de los sofistas.

81
La oposición entre movimiento e inmovilidad, dina-
mismo )! estaticidad, se presenta por primera vez, en
forma filosófica, en Anaximandro. Según Teofrasto, que
conoció el libro de Anaximandro, éste trataba de expli-
car el mundo como una constante guerra entre los con-
trarios. Yjaeger, que ha mostrado la importancia de las
metáforas jurídicas en la filosofia presocrática, hace no—
tar que esta guerra se expresa en términos de injusticia.
Dominio injusto de lo cálido. Dominio injusto de lo frío.
La guerra entre los elementos está destinada a convertir
esta injusticia en justicia, este desequilibrio en armonía,
este cambio, en eternidad. Esta doctrina que sólo cono—
cemos en forma parcial y gracias a no pocas conjeturas
se confirma plenamente en los fragmentos de Heráclito.
Heráclito afirma con claridad que “somos y no somos”,
que nuestra esencia es la contradicción y que el movi-
miento en general solamente puede entenderse porque
existen los contrarios, Pero una tendencia demasiado
escolar que como todas las tendencias escolares prefiere
ver claro que ver con exactitud, ha permitido afirmar
una vez tras otra que Heráclito es el filósofo del movi-
miento mientras que Parménides es el filósofo de la in-
movilidad. Yes verdad que Heráclito hace resaltar, antes
que todo lo demás, el cambio. Pero el mismo Heráclito
dice también que la razón del cambio está en lo inmóvil,
en el Logos que todo lo penetra y todo lo guía. Es más,
cuando Heráclito afirma el eterno retorno, en el gran
año que va del fuego al fuego, está diciendo que el movi-
miento existe tan sólo dentro de uno de los ciclos. Pero
los ciclos sucesivos que el fuego inaugura y que el fuego
abrasa, repiten la misma historia. Esta página que escri-
bo la he escrito una infinidad de veces y la escribiré infi-
nitas veces en nuevos ciclos de vida futura. Asi, cuando
los eleáticos afirman que el mundo es tan sólo ilusión,

82
que es ilusión el devenir, no hacen sino acentuar y llevar
hasta sus últimas consecuencias la idea heracliteana de la
existencia de un mundo que, a pesar de su aparente
movilidad, es, en verdad, inmóvil.
Platón tuvo que realizar la síntesis de estas ideas
opuestas, y opuestas eran en el tiempo de Platón porque
tanto los discípulos de Heráclito como los discípulos de
Parménides habian llevado hasta el extremo el senti-
miento del cambio y el sentimiento del Ser.
Pero el tiempo, el tiempo como tal, no se separa de la
idea más general de movimiento y cambio ni en la
filosofia de Platón. Sólo Aristóteles, al escribir sobre la
categoría del movimiento, parece percibir el sentido del
tiempo con mayor claridad. Entre el “antes" y el “des-
pués" existe una duración que es precisamente el mo—
vimiento. El “antes”, solo y aislado, carecería de sentido
como carecería de sentido un aislado “despues". El movi—
miento regulariza la duración y, en este sentido, puede
decirse que es su medida, la medida del tiempo, su ley y
su estatuto. El tiempo siempre acaece en un movimiento
y es una forma del movimiento. Gracias a esta regulari-
zación del tiempo por el movimiento, el tiempo, a su vez,
se erige en medida de la duración con la medida exacta
que nos proporciona el número. Cualitativamente, el
movimiento es la condición de la duración. Cuantitativa—
mente, el tiempo es la medida del movimiento. ¿Cuáles
son las cualidades o los atributos de este tiempo? El tiem—
po aristotélico es único, continuo, ya que los instantes
que limitan una porción de duración están limitados por
otros instantes, y éstos por otros, ad infinitum; es único,
puesto que permanece idéntico a si mismo cualquiera
que sea la especie de movimiento que se quiera medir;
es eterno, pues si tomamos una porción cualquiera de
tiempo, considerando su comienzo y su fin, el tiempo,

83
más abstracto y más general que esta porción de tiempo,
estará siempre presente para medirlo y, de este modo,
trascenderlo.
Pero si Aristóteles vio claramente que existe una re—
lación necesaria entre el tiempo y el movimiento fue aún
incapaz de mostrar que el tiempo es tiempo humano,
que el tiempo es nuestra propia vida.
Ya hemos visto que la noción de tiempo nace con el
Cristianismo. Habría que decir, acaso, que la noción
cristiana del tiempo estaba parcialmente condicionada
por la concepción judaica que expresa la Biblia. Sea ello
como fuera, el Cristianismo afirma que el mundo ha sido
creado de la nada, es decir, que el mundo tiene un co—
mienzo en el tiempo. Afirma también que existe un mo—
mento del tiempo en el cual, con la llegada del Hijo, el
hombre conoce a Dios hecho hombre y sabe, en las pa—
labras de Cristo, que tiene un destino. Sabe también que
la vida y el mundo tienen un fin en esta tierra. El mundo
ha nacido y tiene que morir. De la misma manera el hom-
bre, este pequeño mundo, nace y muere. Y lo que es
más, el hombre, que ha sido creado libre, no sólo vive un
destino, sino que es creador de su propio fin. A él solo le
es dable escoger entre el Bien y el Mal, entre la Ciudad
de Dios y la muerte eterna.
El tiempo es, desde este momento, una realidad inse-
parable del alma humana. No es pues de extrañar que
sea un Cristiano el que inicie el análisis moderno de la
temporalidad. Así lo hace San Agustín en el libro XI de
las Confesiones.
Si algún sentido tiene nuestra vida enraizada al mundo
parece que hay que buscar este sentido en el presente.
¿Qué somos fuera de él? Asi pues, el primer paso de
cualquier análisis del tiempo parece ser el análisis del
sentido del presente. ¿Cuál es este sentido? El pasado,

84
estrictamente hablando, no es largo. Valdría más decir
que “fue largo”. Tampoco podemos decir que sea largo el
futuro. El futuro “será largo”. Pero, ¿y el presente? ¿Es
posible decir que el presente es largo? ¿Es posible decir
que el presente sea en el verdadero sentido de la palabra
ser que siempre designa una permanencia absoluta? San
Agustín analiza el sentido del ser del presente. Dejemos
que hable en sus propias palabras: “Cien años presentes,
¿son o no son un largo tiempo? Ve primero si cien años
pueden ser presentes. Pues si el año actual es el primero
de éstos, él es el presente; pero los otros noventa y nueve
son futuros y, por lo tanto, no son todavía; ahora, si el año
actual es el segundo, ya hay uno que es pretérito, otro que
es presente y los demás futuros. Y así consideramos pre—
sente un año cualquiera de los que median en este cente—
nar: antes de él habrá años pretéritos, después de él, futu—
ros. Por lo tanto no puede haber cien años presentes. Ve
si por lo menos el año actual tan sólo es, él mismo, pre—
sente. Pues si también el mes actual es primero del año,
los demás son futuros; si es el segundo, ya el primero es
pretérito y los otros todavia no son. Así pues ni el año ac—
tual es todo él presente. Pues el año consta de doce meses,
de los cuales un mes cualquiera, por si solo, el actual, es
presente; los demás son pretéritos o futuros. Y no sólo el
mes actual no es presente. Tampoco lo es un solo día.
Que si es el primero, son futuros los otros; si el último,
son pretéritos los demás; sin uno cualquiera de los inter—
medios tiene días pretéritos y días futuros por un lado y
por otro”. El tiempo se disuelve y se reduce a la nada. El
presente, límite entre el futuro y el pasado, entre el aún
no y el ya no, se desintegra al desintegrarse en futuro y en
pasado cada uno de sus momentos, cada uno de sus ins—
tantes o, como prefiere decirlo San Agustín, en De Tri—
nitate, en cada una de las letras que forman una sílaba.

85
Pero San Agustín se da cuenta de que este análisis es
meramente exterior y mecánico. Contemplamos el tiem-
po de la misma manera que puede contemplarse una
silla y aserrarla hasta el infinito. El tiempo real, el tiempo
que vivimos es la memoria y es la previsión. Sin memoria
nuestras percepciones desaparecerían al punto de apa-
recer. Sin previsión, sin posibilidad, sin proyectos, las
percepciones acumuladas en la memoria no nos permiti-
rían actuar. Memoria y previsión equivalen a conciencia.
La falta de ellas sería la falta de conciencia o aquel "espí-
ritu instantáneo”. que era para Leibniz la materia misma.
El tiempo verdadero, el tiempo que nace de fuentes cla-
ras y nos dirige a destinos verdaderos, es, en las palabras
de San Agustín, “tensión”.
Algunos han tratado de sugerir que esta noción de un
tiempo espiritual prefigura la idea kantiana del tiempo
como condición intuitiva y “a priori” de la sensibilidad.
Aunque todas las comparaciones son, si se toman radi-
calmente, falsas, parecería más indicado comparar el
análisis agustiniano a la noción bergsoniana de dos tiem-
pos: el tiempo externo, divisible y homogéneo y el tiem-
po que vivimos, en el cual estamos, tensión constante,
entre la memoria y el futuro en el cual muerde nuestra
conciencia, y que Bergson llama duración.
La filosofia moderna, la que va del Renacimiento a los
primeros románticos, acentúa la idea cristiana de la tem-
poralidad. El tiempo se convierte, a la Ciencia nueva de
Vico, en la única realidad palpable al hacerse historia y
muy especialmente historia humana. Y si para Descartes
el tiempo es, confusamente, una forma de la duración
que se distingue de la duración misma y se reduce “a un
cierto modo según el cual pensamos esta duración”, Lei-
bniz ve ya la idea del tiempo con plena claridad. Leibniz
piensa que el tiempo es irreductible a una realidad física

86
puesto que es, de hecho, la condición misma de esta rea-
lidad. Y así puede afirmar que el tiempo es “el orden de
las sucesiones posibles”, inseparable de las cosas, ligado a
ellas y no un absoluto como el de Newton, su contem—
poráneo. ¿Cómo concebir el tiempo puro y absoluto si
“los instantes fuera de las cosas no son nada y no consis—
ten sino en el orden sucesivo?"
Tanto la sensibilidad griega del tiempo como la no—
ción mucho más clara del cristianismo, son, por su natu-
raleza, integrales y totalizadores. Pocas veces se insiste,
entre los filósofos de los tiempos clásicos, en uno de los
momentos del tiempo para considerarlo como un todo
cuando en verdad es una parte. No sucede lo mismo en
nuestro mundo contemporáneo. La idea del tiempo en—
tre nosotros es típica de los tiempos que vivimos, signo y
contrasigno de la vida del siglo xx.
Ya hemos dicho, repetidas veces, que el siglo pasado
inauguró la tendencia a absolutizar lo relativo. Yesta ten—
dencia que es visible en la sociología, en la política y aun
en las artes cuando hacen que el hombre sea su propio
dios, no podía dejar de estar presente en el análisis de
esta vital forma de la existencia que llamamos el tiempo.
El tiempo ha sido analizado con verdadero frenesí. De
este análisis han surgido filosofías que quieren funda-
mentar la totalidad de la existencia ya sea en el pasado,
ya en el presente, ya en el futuro. Estudiar la historia es—
piritual de nuestros días es también estudiar la diversi—
dad de los conceptos totalizadores de uno de los mo-
mentos temporales, ahora deificados por el hombre.
¿Los filósofos? No sólo ellos. La llama se extiende a to—
dos los campos de la cultura hasta incendiarlos. Veamos
cómo esta reducción de la idea del tiempo afecta nues—
tras vidas. Claro está que se podría objetar: pero ¿no hay
otras manifestaciones además de la que nos ofrece el

87
análisis del tiempo? Sin duda. Pero analizar el mundo
moderno a la luz de sus diversos y contradictorios y am-
biguos sentimientos de la temporalidad tiene, por lo
menos, dos ventajas. Una de ellas, y no la más funda-
mental, es la ventaja de la comodidad. Efectivamente, el
análisis del tiempo nos permite sistematizar y encuadrar
ideas reduciéndolas a casos límites y extremosos. La otra,
y esta si fundamental de veras, es la ventaja que nos da el
análisis del tiempo por cuanto es precisamente un aná-
lisis de la vida y del hombre. Somos muchas y diversas
cosas. Una cosa que no podemos dejar de ser es preci-
samente esta: tiempo.

_1_

El futuro y, en forma más radical, la muerte, han


preocupado a los hombres de todas las épocas y de todas
las civilizaciones. En nuestros días esta preocupación se
ha trocado en obsesión y muchos han llegado a hacer
del futuro el único momento absoluto de la vida. Alguna
vez analicé esta preocupación por el futuro.1 Quiero li-
mitarme ahora a resumir brevemente algunas actitudes,
algunos puntos de vista, algunas tendencias que, de tan
“naturales” parecen ser congénitas no sólo al hombre
moderno sino a todos los hombres.
El siglo xIx se caracterizaba por un especial entusiasmo
hacia el progreso. Nuestro siglo empezó con el mismo
entusiasmo. Dos guerras seguidas de exterminio nos han
llevado a ser más cautos por no decir más escépticos. Sin
embargo, la idea de progreso, negativa o positivamente,
se manifiesta en muchas de nuestras acciones y nos pene-
tra hasta tal punto que es dificil escaparle y escapar a las

' V(";lsc: Srntido dr la presmáa.

88
falacias que entraña. Las letras y las artes de este primer
medio siglo se designan a sí mismas con palabras que
muestran claramente su fervor por el progreso, palabras
que pueden ser necesarias en el campo de la ciencia pero
que, al aplicarlas a la literatura y a las artes, no hacen sino
mostrar un contagio cierto de lo espiritual por lo mate—
rial. En Italia el futurismo declara, con más vehemencia
que ninguna otra escuela, la necesidad de la acción pro—
yectada hacia el futuro. Leemos en el Manifiesto futurista:
“La literatura ha sublimado hasta hoy el éxtasis y el sue—
ño; nosotros queremos exaltar el movimiento agresivo; la
fiebre del insomnio, el paso gimnástico, el salto peli-
groso, la bofetada y el puñetazo. Declaramos que el es—
plendor del mundo se ha enriquecido con una nueva
belleza: la belleza de la velocidad”. La velocidad, la acción
por la acción se convierten en el verdadero absoluto. No
pueden, sin embargo, dejar de negarse a si mismas.
No discuto aquí la belleza de tal o cual cuadro, de este
poema o de aquella estatua. También la insensatez crea a
veces belleza. Lo que quiero dejar asentado es que el
futuro, bajo su especie de la velocidad, se niega al afir—
marse puesto “que vivimos ya en el absoluto”, que “hemos
creado la eterna velocidad omnipresente. El utraísmo en
España, el creacionismo en la América del Sur, el estri—
dentismo en México se desenvuelven siguiendo caminos
paralelos a los del futurismo y alcanzan, en la teoría, las
mismas contradicciones.l '
En resumidas cuentas; en el arte de los primeros trein-
ta años de este siglo domina el vanguardismo. A veces
sus resultados estéticos son espléndidos. Pero aquí no
estamos hablando de estética sino de moral. Y el van-

' El surrealismo se salva en buena parte de este afán de futuriza—


ción porque quiere buscar el absoluto en el espíritu. No se salva, sin
embargo, de esta típica conversión de lo relativo en absoluto.

89
guardismo, término militar y militante, indica que quie-
nes lo profesan están más adelante que los otros, en las
avanzadas futuras del siglo, en otro momento invivible
del tiempo, en un mañana que ellos mismos contradicen
al convertirlo, en sus vidas, en un hoy que pronto pasa a
ser ayer.
El vanguardismo no solamente aparece en las artes
plásticas y en las letras. Infecta muy especialmente a los
eruditos. El especialista de nuestros días quiere estar a
las últimas. Detengámonos un momento en estas pala-
bras. ¿Qué es esto de estar a las últimas? ¿Significará tal
vez haber leído el último libro, haber visto el último cua-
dro, conocer la última teoría? Pero si estar a las últimas
es siempre imposible, si estar a las últimas es estar en las
penúltimas, cuando el deseo de conocer lo que roza al
futuro se contagia, por medio de publicistas y periodis—
tas, al gran público, la confusión no tiene límites. Y no
puede tenerlos porque los juicios de hecho se mezclan
aquí insensiblemente a los juicios de valor. Al afirmarse
la necesidad de leer el libro más reciente se afirma, im-
plícitamente, que quien no lo ha leído ha quedado al
margen de la cultura. La vanidad y la pedantería pueden
hacernos olvidar la Ilíada pero nos recuerdan Bonjour
tristesse, pueden hacernos creer que un cuadro que se
vende en tres mil pesos es mejor que un clásico y que
Moore es superior a Praxíteles. Sabemos que Caldwell es
un buen escritor y, después de él, Normal Mailer, segui-
do por Tennessee Williams y, por ¿último? jack Kerouac,
para no seguir sino una línea de escritores de Norte-
américa donde las últimas violentan tantas veces a las
primeras, primarias y básicas. ¿Quiere esto decir que
debemos encerrarnos en nuestra habitación y dedicar
nuestra atención exclusiva a la obra de los griegos, con
algún posible escape hacia el renacimiento y quizás hasta

90
la querella de los antiguos y los modernos? De ninguna
manera. Quiere decir simplemente que la falacia de
reducir lo último a lo mejor es otro de los síntomas típi-
cos del vanguardismo progresista que invade el mundo
moderno.
¿Y la vida? ¿Nuestra vida cotidianamente repetida de
ocho a doce? Aquí los ejemplos proliferarían si no qui-
siéramos sofrenarlos. La radio, la televisión, los anuncios,
los nuevos modelos de coches, los nuevos envases de mer—
melada, las últimas modas nos atosigan y nos hacen gui—
ños por todas partes. ¡ Cómo se preocupaba Larra ante la
abulia de los funcionarios españoles! ¡ Cómo le indigna—
ba el “vuelva usted mañana” de los trámites y de las ofici—
nas! Pera Larra no hubiera podido imaginar nunca que
el “vuelva usted mañana" se transformaría en el “viva us—
ted mañana' y la abulia del ser en frenesí de vivir intere—
sante, emocionadamente, una vida que, por naturaleza,
“se enciende y se apaga como una luz de noche".
De estas tendencias a vivir hacia el futuro, proyecta-
dos fuera de nuestro propio cuerpo y hasta de nuestra
propia sombra, podemos escoger algunos ejemplos carac—
terísticos.
“En cuanto se nace se empieza a morir”, decía Pere
March, el poeta valenciano. Tan extendida es la imagen
de la muerte que una escritora sensible y superficial
como la Condesa de Noailles podia afirmar: “Muerta soy
puesto que debo morir”. Estas afirmaciones dramáticas
que, en los clásicos, son afirmaciones de lo absoluto y ne—
gaciones de lo relativo son en la filosofia de Heidegger la
muestra más clara de la desesperación, en el sentido rec-
to de falta de esperanza. Como la Condesa de Noailles, a
quien difícilmente gustaría compararse, Heidegger
percibe la presencia de la muerte, sin frivolidad, sin
entusiasmo, sin raptos, si bien con cierto dejo romántico

91
en la voz: "Cuando el hombre nace es ya bastante viejo
para morir”.
La preocupación por la muerte es la lógica conse-
cuencia de la preocupación por el futuro. Pero el futuro
no puede situarse, para Heidegger, fuera del ser, es
decir, fuera de la vida humana. Habría que afirmar más
bien que el futuro es el sentido de esta vida. Así lo ha
entendido el traductor español, de El ser y el tiempo cuan-
do, para indicar la trabazón necesaria entre vida )! futu-
ro, prefiere a la palabra futuro la palabra “advenir” La
primacía del advenir sobre el ser —es decir, el presente—
y el sido —es decir mi personal pasado intransferible—
es la clave de la filosofia de Heidegger, quien precisa su
dramática meditación cuando afirma que el hombre es
un ser para la muerte y que el hombre está destinado a
este irremediable fin precisamente porque es un ser
histórico o, acaso más significativamente, el ser por el
cual la historia viene al mundo.
La filosofia de Heidegger es buen síntoma de cierto
apocaliptismo nada infrecuente en el mundo actual.
Unos años después de terminada la primera guerra mun-
dial, Aldous Huxley se mofaba de cierto predicador pro—
testante que había preparado un sermón donde se mos-
traba, por razones necesarias, que el fin del mundo era
la consecuencia inmediata de la guerra. Pasaban los años
y el pobre predicador trataba de justificar su sermón
mediante mil subterfugios. El reverendo Bodiham, terco
en su creencia, no guardó el manuscrito encerrado con
siete llaves. Siguió pronunciando el sermón indefinida—
mente hasta contagiar al propio Huxley. ¿Qué significa
Un mundo feliz, qué significa, años más tarde, Mano y esen-
cia sino que el fin del mundo está a la vista? A esta misma
tendencia apocalíptica obedecen todas estas obras que
podemos llamar utopías negativas, de Gas a 1984, de La

92
guerra de los mundos y Cosas que vendrán, a R. U.R. y La
Colonia penitenciaria.
Afirmar el futuro por si mismo conduce siempre a la
misma y amarga experiencia pues añrmarlo como fin en
si es también afirmar como fin último a la muerte. ¿Qué
sentido tendría entonces el futuro? Tres actitudes son
posibles. Podrá decirse que el futuro debe fundarse en
mitos irracionales como la velocidad, los gritos de Hitler
o la sangre de que hablaba Spengler. Podrá creerse en el
ideal también irracional, aunque tantas veces racionali-
zado, de una nueva Atlántida técnica que ya es previsi-
ble. Podrá aceptarse que el futuro significa, para el indi-
viduo, muerte, y entregarse, como lo hace Heidegger, a
una suerte de filosofía de la resignación que si bien es
pesimista carece del carácter moralizante del pesimismo
de Séneca. Este, repetido siglos más tarde por Montaig—
ne, había visto, en efecto, la verdad cuando decía: Cala-
mitosus est animusfutun' anxius.

_2_

Por reacción contra tan exorbitante afirmación del


futuro, por reacción también contra lo calamitoso de
una actitud que es ansiedad de muerte sin esperanza
para esta vida, muchos han institucionalizado el presente
y lo han convertido, a su vez, en el absoluto. Sirvanos la
filosofia de Sartre para analizar una actitud que, como
habremos de ver, no es tampoco sólo propiedad de los
filósofos.
Sartre inicia en El sery la nada una nueva aproxima—
ción al problema del tiempo que habrá de reflejarse en
sus ideas y sus actitudes de años posteriores. Una dico-
tomía radical escinde lo que Heidegger llamaba ser y

93
que Sartre llama más propiamente “realidad humana”.
En una suerte de maniqueísmo de la vida y de la con-
ciencia del hombre Sartre distingue entre el ser para—sí y
el seren—sí. No nos dejemos engañar por el origen hege-
liano de estos términos ni nos dejemos tampoco llevar
por cierto respetuoso temor ante palabras de apariencia
grave y abstracta. El término para—sí designa una realidad
móvil, cambiante, vital, existente. El término en-sí desig—
na las esencias, las cosas hechas y derechas. Pues bien,
Sartre afirma que el para—sí, es decir, la existencia, nunca
puede llegar a alcanzar el en-sí, es decir, la esencia. Su-
pongamos que un hombre quiere ser pintor. Su acti-
vidad, lo que Sartre llama el para-sí, será siempre un
movimiento dirigido a alcanzar el ideal de pintor que
este pintor ha imaginado. Pero la palabra “pintor" es un
en-sí, es decir, es una esencia. Yel que quiere llegar a ser
pintor quiere, en verdad, llegar a ser el pintor, quiere
llegar a fundir en su existir el ser inmóvil de sus anhelos.
Y esto es imposible. Porque entre la esencia abstracta de
pintor, especie de idea platónica que se concibe como
fm, y la existencia concreta del hombre que está pintan-
do media una distancia infranqueable. Quien se convir—
tiese en el pintor se convertiría en una estatua de hielo.
En las últimas páginas de'El ser y la nada Sartre resume
esta imposibilidad en palabras muy significativas: “Toda
realidad humana es una pasión en cuanto proyecta per—
derse para fundar el ser y para constituir, al mismo tiem—
po, el Ens causa mi que las religiones llaman Dios”. Sar—
tre ha visto que es imposible hacer del hombre un abso—
luto. Sartre ha visto también que era imposible fundar
este absoluto en algo que le trascienda. Pero Sartre,
como Feuerbach, como Nietzsche, como Comte, piensa
que la idea de Dios no es sino la proyección de nuestros
deseos que quieren convertirse en esencias. A diferencia

EM
de Nietzsche o de Comte, Sartre percibe que el hombre
no puede llegar a ser su propio dios y que debe perma-
necer siempre en el plano de la contingencia. A seme-
janza tanto de Nietzsche como de Comte, Sartre afirma
también que el absoluto existe en el hombre, y se llama
presente.
Si analizamos el tiempo podremos ver que el pasado,
mi pasado, es una forma del en-sí. ¡Cuántas veces, por
una especie de ilusión óptica, tranformo mis experien-
cias de ayer en esencias ideales! ¡Cuántas veces aquel
mar que era tan sólo hermosamente azul se transforma
en lo azul por excelencia! En el fondo la nostalgia sola—
mente se explica como referencia, a una idea que consi-
dero realizada, hecha, completa. Por esto el pasado deja
de formar parte de mi ser actual, deja de tener relación
viva con el para-sí, con la vida que soy ahora, en el pre—
sente. O, por decirlo con las palabras de Sartre: “El pasa—
do es el en-sí que soy como sobrepasado”.
Consideremos brevemente el futuro. Para descubrir su
sentido y expresarlo de la manera más sencilla podría-
mos decir que el futuro es aquello que no somos todavía.
El futuro es una posibilidad. Pero esta palabra indica,
precisamente, que el futuro no es. Y si el futuro no es
nada todavía, no puede ser una esencia, no puede ser un
en-sí. Así lo ve Sartre cuando define el futuro: “todo lo
que el para-sí es más allá del ser", frase que no deja de
tener cierta apariencia paradójica. ¿Cómo puede ser,
más allá del ser, el para—sí? Y, en las palabras del propio
Sartre: “¿qué significa este (<más allá»"? En realidad sig—
nifica un más allá que está más acá, un después que tan
sólo tiene sentido ahora. El futuro, considerado por sí
mismo, carece de sentido. Hay que remitirlo al presente
para que lo adquiera. Así, lo que se me revela ahora co-
mo futuro es lo que ahora preveo como posibilidad des—

95
de mi punto de vista en el presente. El mundo “no tiene
sentido como futuro sino en cuanto estoy presente a él
como otro que seré”. Puedo, por ejemplo, pensar que
mañana voy a ser feliz. ¿Qué significan estas palabras?
Simplemente que preveo para mi existencia en el ma-
ñana una felicidad que puede llegar a hacerse presente
cuando llegue a vivir, en presencia, el mañana. Podria-
mos decir, que el futuro, visto desde el presente, es este
mañana que se me ofrece como posible. Considerado
desde el punto de vista del mañana ya realizado, del
mañana que se ha vuelto hoy, el futuro es un presente
que se dirige a nuevos actos futuros, a nuevas posibi—
lidades que sigo presenciando desde mi presente.
Decíamos que el futuro es lo que el para—sí es más allá
del ser. En esto se diferencia el futuro del pasado. El
pasado, efectivameste, es un ser en sí, un ser imposible
puesto que siempre se me presenta bajo la forma verbal
del fuí. Y esto significa que el pasado es aquello que no
tengo posibilidad de concebir como no habiendo sido.
Si contemplo mi pasado me percibo y me siento causa—
do, determinado y necesario. El futuro es en cambio
posibilidad indeterminada porque del futuro podemos
decir que no es y de mi ser en el futuro que no lo soy. El
futuro que prevee como posible indica un mundo abier—
to, una libertad cierta de mis intentos, de mis deseos y de
mis anhelos. Más influidos por el Ensayo sobre los datos in-
mediatos de la conciencia de lo que él mismo quisiera admi—
tir, Sartre añrma el futuro en términos bergsonianos co-
mo “aquello en que muerde mi libertad”. Para Sartre,
como para Bergson, el para—sí, que es mi conciencia vivi-
da, no puede reducirse a una fórmula y constituye un
mundo que se abre, una ventana con mil paisajes, abier—
ta hoy hacia un mañana que podré convertir libremente
en un nuevo ahora de mi existencia.

96
De esta afirmación de un pasado helado y convertido
en la forma de mi propia estatua y de esta afirmación de
un futuro que me lanza de posibilidad en posibilidad,
Sartre deduce la primacía del presente.
El presente es presencia al ser, al en-sí que no puedo
llegar a ser precisamente porque soy posible y porque mi
naturaleza de hombre es proyecto. En este sentido el
presente es también privación y negación y ausencia. Si
pudiera el presente ser con toda la plenitud de la pala—
bra ser ya no podríamos hablar del presente sino de eter—
nidad. Pero el presente es, además, el momento que vi-
vo, el aquí constante de mi existencia. Bien es verdad
que me dirijo hacia el futuro. Pero al hacerlo lo hago
siempre ahora, lo hago siempre en el presente. El pre-
sente adquiere sentido cuando caemos en la cuenta de
que es el momento en que tomamos conciencia de nues—
tro propio ser, el momento en que el para-sí se hace con-
ciencia de si.
¿Qué consecuencias puede llegar a tener esta afirma-
ción radical del presente? La más importante de todas
ellas es la que Sartre expresa en su doctrina moral y so—
cial. El hombre debe estar comprometido. Pero el hom—
bre no puede comprometerse ni con el antes ni con el
después. Su compromiso es siempre un compromiso
ahora. Lo que Sartre no acaba de ver es que si el com-
promiso es relativo a las circunstancias, si en cada mo—
mento tengo que escoger, mi elección, libre como es en
la filosofia sartriana, es una exigencia excesiva para mi
naturaleza de hombre. Me exige, prácticamente, que en
cada momento me erija en juez de mis actos. Y no siem-
pre es posible que todos los hombres lleguen a ser jueces
de su propia vida. Es radicalmente imposible que el
hombre pueda ser quien decida de su destino, quien lo
haga, lo cree y lo viva.

97
Podría aducirse que esta objeción es demasiado teó-
rica. En la práctica la filosofía de Sartre se convierte en
una de las últimas manifestaciones de las doctrinas que
sostienen la acción por la acción. Es, parcialmente, lo
que Marleau Ponty, acaso con exceso, ha llamado ultra-
bolchevismo. Sartre no toma en cuenta la teoría marxista
sino la necesidad de actuar en nombre de la justicia, de
una justicia que es o una abstracción contraria a la teoría
sartriana o un hecho relativo que se difumina y se des—
vanece a cada paso. Filosofías que pretenden prescindir
de un criterio universal tienen que encontrar, en la falta
de criterio, el criterio de todas sus decisiones.
Sartre, como filósofo de la acción, no es discípulo de
Marx. Es más bien discípulo de Gide y de Malraux, quie-
nes veían en el acto gratuito —y conste que gratuidad no
es libertad— el fm del hombre. Sartre es más anarquista
que marxista. La acción por la acción que con tanta te-
nacidad preconiza no es criterio de la acción. Tanto es
acción el comunismo como el fascismo, el arte abstracto
como la construcción infinita de la muralla de China. ¿0
será verdad, acaso, como ha dicho Guardini, que Sartre
es uno de los últimos románticos para quien los ideales
abstractos de justicias que contradicen el sistema filo—
sófico sartriano son más válidos que el sistema?
Si en la filosofía de Sartre se absolutiza la esponta-
neidad pura, si su afirmación del presente es, al mismo
tiempo, la afirmación de la libertad que es de veras
gratuidad, otras tendencias modernas, de signo diferente
y aun contrario a la de Sartre, deducen más alarmantes
consecuencias del análisis contemporáneo del presente.
No es siempre exacto decir que los organizadores de
la sociedad contemporánea lleguen a una concepción
estática de la realidad social por vías conscientes. Nin-
guno de ellos expresa sus doctrinas con la claridad de los

98
filósofos. Y sin embargo, los síntomas más peligrosos de
la absolutización del presente transformado en una
eternidad alucinante aparecen ante todo en la forma
social de las grandes comunidades civilizadas. Las ideas
que nos disponemos a describir no tienen más relación
con la filosofía de Sartre que la afirmación del presente.
Entre ellas y las de Sartre las diferencias son mucho más
importantes que las semejanzas.
William H. Whyte ha hecho célebre la conjunción de
dos palabras: el hombre-organización.l Los análisis de
Whyte tienen tanto más valor cuanto representan no só-
lo una tendencia norteamericana sino una tendencia
social que se universaliza día a día y que podemos en-
contrar, cerca de nosotros, en todos los paises de Occi-
dente. Las ideas de Whyte son sencillas. El hombre-
organización viene substituyendo poco a poco al ame-
ricano aventurero, al emprendedor que latía tanto en
las empresas de Ford como en las novelas de Melville, el
idealismo de Emerson o el poema (al fin y al cabo un
solo inmenso poema-río) de Whitman.
¿Quién es el hombre—organización? No hay que confun-
dirlo ni con el director de grandes empresas ni con el
industrial ni con el obrero. El hombre—organización es el
que trabaja en los puestos clave de las empresas y que se
llega a sentir parte integrante del engranaje de la organi—
' Véase, W. H. Whyte, The organization man. Este es tan sólo uno
de los libros que, en los Estados Unidos, han tomado después de 18
guerra, una actitud crítica hacia la sociedad contemporánea ame—
ricana. El tránsito del individualismo a la sociedad homogénea e
impersonal está espléndidamente descrito en The lonely crowd, de
David Riesman. N. Glazer y Reul Denney. El libro que ya es clásico,
en este género de estudios, es La élite del poder, de C. Wright Mills.
Hay que decir que La rebelión de las masas, de Ortega y Gasset, ha
tenido una enorme influencia en estos diversos ensayos de socio-
logía americana.

99
zación. No es una personalidad creadora. Es el publicista.
el administrador de negocios. Sin embargo sus funciones
no se limitan a la industria y al comercio. El físico que
trabaja para el gobierno, el pastor, el médico de las clíni—
cas corporativas es también un hombre—organización. Su
cargo le obliga a la especialización. Dentro de ella el hom—
bre—organización, que se siente adherido a la institución a
la cual pertenece, es indispensable. A él le toca defender
el nivel de vida americano, a él le toca creerse el defensor
de la verdad y de la justicia. Un ejemplo de la novela The
Cain Mutiny, de Wouk, que Whyte cita en su crítica, es
suficiente para esclarecer el propósito de estas páginas. El
capnm1waegfhnáúa)einadonalensusdedúoneses
tá a punto de llevar al desastre a la tripulación del Caine.
Maryk, oficial de abordo, decide amotinarse y su rebelión
salva al barco. El Caine regresa a los Estados Unidos donde
un tribunal juzga y absuelve a los tripulantes. Hasta aquí,
como lo hace notar Whth, la novela parece ser una de-
fensa de la libertad. Sin embargo, en las últimas páginas
del libro, uno de los oficiales que han sido absueltos da su
opinión acerca del motín y acerca del conflicto en que se
vieron envueltos los personajes: “Veo que estábamos equi—
vocados... Cuando se tiene por capitán a un asno incom-
petente no queda sino servirle como si fuese el más sabio
y el mejor, cubrir sus culpas, hacer que el barco siga na—
vegando y aguantarse". El hombre—organización es pre-
cisamente el que aguanta y el que se aguanta. Ha dejado
de ser persona para hipotecarse como individuo. Vive al
día. Agota el presente. Es, en pocas palabras, el hombre
converúdo en cosa,insúunúonahzado en km bancos,las
compañías, los laboratorios y las universidades. La orga—
nización es para él un presente de tan radical magnitud
que apenas podría sorprendernos si puede pensar que es
la verdadera eternidad.

100
Pero si el hombre organización no hiciera sino aguan-
tarse no constituiría un peligro para la sociedad que
habita. Sucede que el hombre—organización es el que se
convierte en cosa cuando, al saber hacer uso de los seres
humanos acaba por hacer uso de sí mismo y se convierte
así en un puro instrumento de la más abstracta de las
formas sociales de nuestros días: la institución. Con lo
cual queremos decir que el hombre—organización no es
un ser pasivo. Todo él es actividad. Vance Packard, otro
de los críticos más destacados de la actual situación
social y psicológica de los Estados Unidos, ha mostrado,
en The hidden persuaders cuál es el radio de acción del
hombre—organización.
La democracia ateniense desarrolló el arte de persua-
dir y, con él, el arte de los retóricos. El solista que era
siempre un escéptico de alma se sentía con la capacidad
necesaria para convencer acerca de las más contradic-
torias ideas precisamente porque no aceptaba que nin-
guna idea fuese verdadera. Quien dice que todo es ver—
dad afirma, tácitamente, que nada es verdadero puesto
que la mentira se convierte, para él, en parte de la ver—
dad. Nadie supo aprovechar como los políticos atenien-
ses la enseñanza de los sofistas. Yes que al político no le
interesa tanto la verdad como la acción. En The hidden
persuaders, Packard analiza a un tipo nuevo de solista, más
peligroso que el antiguo porque tiene a su disposición
los conocimientos del psicoanálisis, de la sociología y del
cuerpo completo de la ciencia moderna. ¿Quién es este
escondido convencedor? Es el publicista. A primera vista
el publicista no entraña mayores peligros para la
dignidad humana. Tratará, por ejemplo, de hacernos
creer que una marca de cerveza es mejor que la otra,
que los cigarros Camel son los cigarros de los hombres
precisamente porque no tienen filtro, que necesitamos

101
unas vacaciones en las Islas Vírgenes. Pero el publicista
se hace peligroso cuando trata de penetrar en la in-
timidad de la persona, en la raíz misma de su libertad de
elección. Las grandes compañias han puesto a su servicio
a los psicólogos y a los sociólogos que se dedican al
análisis de las motivaciones. Con la ayuda de la psico-
logia el convencedor escondido trata de penetrar las
formas subconcientes y mecánicas de nuestro espíritu. El
Doctor Bryson de la Universidad de Columbia explicaba
a los publicistas que podemos encontrar tres niveles en
la conciencia humana. Existe en cada hombre aquello
que posee desde su nacimiento y que constituye la na-
turaleza invariable de la persona. Esta naturaleza es
inalterable y los convencedores no pueden actuar sobre
ella. Pero nuestra conciencia obedece también a cam-
bios culturales y ambientales. Empieza a abrirse el
campo para la acción del sociólogo y del convencedor.
Finalmente existe un tercer nivel del espíritu que po—
dríamos llamar el nivel de la elección. Aquí es donde el
lebrel encuentra su mejor presa. Veamos un ejemplo
que no por ser superficial es menos significativo. Los
salones de belleza no habían encontrado el método para
hacer que las madres llevaran a sus niñas a hacerse la
permanente. Los convencedores descubrieron un mé-
todo infalible. Un gran cartel mostraba a una niña arrin-
conada y triste. Al pie, una leyenda: “Esta niñita está
triste y sola porque su pelo lacio le quita todo su atrac-
tivo”. Las niñas llegaron a convencer a sus madres de
que la permanente era necesaria. Y como las madres
eran comprensivas y no querían herir la susceptibilidad
de los espíritus candorosos sucumbieron con amor al tra—
bajo de los convencedores. En la Florida los convence-
dores trazaron “la comunidad más perfecta del mundo”.
No se crea que llegaron a establecer el estado platónico

102
ni aun el que prometía, viajero de Icaria, el socialista
francés. Esta comunidad perfecta empezaba por ser
atractiva por su propio nombre. ¿A quien no llamaría la
atención la nueva ciudad de Miramar? Mucho más atrac-
tivo era todavía que las casas se vendían totalmente
amuebladas con los refrigeradores rebosantes de alimen—
tos sanos, los únicos alimentos que el espíritu cuidadoso
de los convencedores se atrevía a recomendar sin difi—
cultades. Por preparativos y recomendaciones no que—
daba. Hasta los futuros vecinos y amigos eran escogidos
por los sofistas de las compañías. Miramar podrá llegar a
ser un éxito en el preciso momento en que se quebrante
la última brizna de voluntad y de pensamiento au-
tónomo.
Aplicada a la política la propaganda a base del análisis
de las motivaciones profundas deja a los individuos sin la
posibilidad de escoger. Kenneth Boulding observaba:
“Puede concebirse un mundo de dictadura invisible que
emplee todavía las formas del gobierno democrático”.
Mediante la propaganda se llega a la despersonaliza—
ción y se llega también a vivir un presente lleno de fe—
licidad una vez que hemos olvidado y que ya no nos es
posible prever. Mediante el bio—control puede llegarse al
nimbo de los robots. En el Congreso Nacional de Elec—
trónica de Chicago, Curtiss R. Shaffer, decía en 1956: “El
último resultado del bio—control puede ser el control del
hombre mismo… A los sujetos controlados nunca se les
permitiría pensar como individuos. Unos meses después
del nacimiento un cirujano equiparía a cada niño con
unos enchufes montados bajo el cráneo y unos electro—
dos que alcanzarían las áreas seleccionadas del cerebro.
La percepción sensorial y la actividad muscular del niño
podrían modificarse e incluso controlarse por completo
mediante signos electrónicos radiados desde trans-

103
misores estatales”. El gobierno de los Estados Unidos ha
prohibido el uso del bio-control. Asi habrán de pro-
hibirlo todos los gobiernos del mundo mientras les
quede un rasgo de creencia en la dignidad del hombre.
Pero debemos estar en guardia. Una sociedad maneja.
da por la organización pura que etemizara un presente
tan estulto como feliz, sería una sociedad de insectos, una
sociedad sin historia y sin espíritu en la cual el “debes
porque debes” nos dominaría a todos en un trance de
sonambulismo creado a base de hipnotismos eléctricos.
Semejante en más de un aspecto al hombre—organi-
zación que describe Whyte es el hombre que, en los
países comunistas, ha pintado Djilas en La nueva clase.
Ya Sartre había observado que la búsqueda totalizadora
del marxismo había dado lugar a “una escolástica de la
totalidad”. La nueva clase de Djilas parece conñnnar esta
afirmación de Sartre. Y el libro de Djilas tiene tanta más
importancia cuanto se basa en la práctica, que el propio
Djilas ha ejercido, dentro del partido comunista.
Djilas muestra como “la ciencia fue cediendo poco a
poco a la propaganda y, como consecuencia, la propa—
ganda tendió cada vez más a hacerse pasar por ciencia”.
Un largo proceso de interpretación, de revisionismo
dentro del partido comunista ha conducido, desde la
muerte de Lenin, a convertir la idea de una evolución
condicional, que era propiamente marxista, en la idea
de un absoluto que se manifiesta en una serie de “slo—
gans" de intención universal. Esta transformación es ex-
plicable, aun cuando no siempre se justifique lo que se
explica. El dogmatismo neo—marxista se ha desarrollado
en los países donde ha triunfado la revolución. Ni la
URSS ni los países comunistas que dependen de ella
eran, antes de la revolución, países que estuviesen pre-
parados para aceptar el marxismo tal como lo concebía

104
Marx. Si el marxismo dice explícitamente que la clase
proletaria existe tan sólo donde ha existido una clase
burguesa, la práctica ha mostrado que las revoluciones
comunistas han tenido éxito en aquellos países donde la
burguesía estaba apenas desarrollada. Como en ninguno
de esos países había existido un 1789, era necesario
saltar por encima de los años y aun de los siglos y situar—
se, de golpe, en la crisis de un mundo capitalista que en
la práctica tan sólo empezaba a existir. La paradoja y tal
vez la contradicción del marxismo reside en que se ha
tratado de aplicar donde la burguesía muestra más su
defecto que su exceso. D_jilas muestra, en forma bastante
convincente, que se ha formado una “nueva clase” de
explotadores cuyo origen está en el proletariado de la
misma manera que la aristocracia medieval se originó en
la clase de los campesinos. El Estado comunista se ha
identificado con el partido comunista y, al seguir las
prácticas burocráticas de éste, el comunismo se ha insti-
tucionalizado. Djilas hace notar que los funcionarios de
este nuevo Estado tienen privilegios más grandes que los
antiguos propietarios. La nación que manejan es su pro—
piedad. Y la “nueva clase” se establece como poder social
y económico. Se dirá que la nueva clase es guía de la
nación por la cual se sacrifica. Pero ésta es una forma del
pensamiento ambiguo que todo lo justifica. Se dirá que
es sólo pasajera su estancia, cuando el verdadero deseo
ha sido el de establecer un presente sin futuro que aleja
cada día más la realización de una sociedad sin clases. El
comunismo ha dejado de ser histórico para afirmarse
“monolíticamente” como una esencia que, a pesar de sus
progresos industriales, técnicos y científicos, no indica
las vías de un verdadero progreso espiritual.
No son fáciles las profecías en el terreno de la historia.
Ortega y Gasset que, como ha hecho notar josé Caos,

105
profetizó acertadamente aquello que detestaba, supo ver
con una claridad asombrosa el sentido social de nuestro
tiempo. Asistimos verdaderamente a una rebelión de las
masas. Yo no sé si Ortega, a pesar de sus declaraciones,
pensaba en los obreros como parte de estas masas. No
me parece necesario creerlo para que la profecía orte-
guiana adquiera su plena validez. El hombre masa no es
el obrero, es el hombre—organización o la nueva clase de
hombres organizados que describe Djilas. ¿Qué significa
aquí la palabra rebelión ? Para saberlo hay que ver sus
consecuencias. Ortega señalaba que todas las revolu-
ciones tienden a institucionalizarse, a hacerse absolutas y
definitivas: “La revolución no es la sublevación contra el
orden preexistente sino la implantación de un nuevo
orden que tergiversa el tradicional”. ¿Es esto un mal en
sí? La pregunta resulta ociosa porque, en los límites de
esta tierra, no existen males absolutos. La institución es
un mal cuando lo que institucionaliza es precisamente lo
malo. Mejor no lo hubiera dicho Pero Grullo. Y sin
embargo todos sabemos qué significa el mal aun cuando
por hipocresía, por cobardía, por disimulo o por un
mecanismo de sublimación tratemos de ignorarlo.
Este mal de nuestros días los libros de Djilas y de
Whyte lo tocan en carne viva. No es dificil diagnosticarlo.
Asistimos a la formación de nuevas aristocracias cuya
base es el dinero o el poder. Todavía existen aristocra—
cias de otra índole, aristocracias del espíritu que pro-
testan contra el nuevo orden mecánico de la materia.
Tendremos ocasión de analizar esta protesta. Por de
pronto nos importa decir que las nuevas aristocracias no
conocen el sentido de nobleza obliga. Ni el poder ni el
dinero son fuentes vivas de una verdadera obligación
que nace de nuestra conciencia más íntima.

106
_3_

Frente a la exacerbación del sentido del futuro y frente


a la maniática afirmación del instante presente puede
optarse por el pasado. Esta opción suele llevar, cuando es
exclusiva, el signo de lo mítico y la señal de una magia
que podría acaso hacernos regresar al origen del hombre.
Rousseau esperaba encontrar la verdad en aquello que
consideraba primitivo: el estado de naturaleza. Pero
Rousseau, más que tradicionalista, era un cristiano que
hubiera querido substituir el Paraíso Perdido por una
mágica e infantil sociedad de seres naturales que tan
ingenuamente consideraba buenos. El tradicionalismo a
secas es una negación de las tradiciones. Porque las tra-
diciones solamente están vivas si se dirigen a la construc—
ción de un presente que pueda lanzamos hacia el futuro.
Napoleón III, Porfirio Díaz 0 la Monarquía española se
perdieron, entre otras cosas, porque no supieron enten-
der el verdadero sentido de la tradición. En nuestros días
son pocos los que quieren llamarse tradicionalistas. La
alemania Nazi, por retroactiva y mitológica que fuese su
filosofía, prefería llevar el signo de la profecía )! llamarse
nacional-socialista. Pocas frases aclaran el sentido con-
tradictorio del tradicionalismo actual como aquello que
cita Sartre copiando un título de un periódico de Vichy:
“Mantener, tal es la divisa de la revolución nacional".

_4_

La disolución de la idea de tiempo que se nos ha pre-


sentado como característica de nuestro mundo es sin-
toma de la crisis, del enjuiciamiento que predomina en
nuestros días. Frente a ella han aparecido, llevadas al

107
extremo, dos actitudes dominantes que si bien hemos
heredado de los siglos anteriores no dejan de presen-
tarse ahora como formas preponderantes de la actitud
vital de buen número de nuestros contemporáneos. La
primera de estas actitudes es el fariseísmo; la segunda es
la protesta.
Fariseo es aquel que piensa que está siempre del lado
de la justicia, que la razón es su razón y la bondad es
aquello que él considera bueno. Y es fariseo quien vene-
ra su propia falsedad y quien se somete a los dobleces y
vericuetos secretos de su espíritu.
El fariseísmo marca con su sello muchas de las ideas
sociales de nuestro tiempo y su ley es la que enunciaba
Orwell en su célebre fórmula de 1984: “la verdad es la
mentira". ¿Quiere esto decir que el fariseo sea un solista?
Quiere decir más y a la vez quiere decir menos. Quiere
decir más porque el solista, el verdadero sofista griego
del siglo v, reconocía y aceptaba que el error es una for-
ma del convencimiento, y, en este sentido, no era hipó—
crita como el fariseo. Quiere decir menos porque la
actitud del soñsta implica valor y hasta a veces coraje,
mientras que la actitud del fariseo sólo entraña engaño—
sas cobardías y mentiras disfrazadas. ¿ O acaso no hay
diferencia entre quien es capaz de decirnos que la ver—
dad no existe y quien es capaz de decirnos que la verdad
existe cuando no cree en la existencia de la verdad?
“La verdad es la mentira". En esta frase Orwell desen-
mascara a los fariseos. Cuando el periódico nos dice que
cierto país está construyendo armas para defender la paz
del mundo, estamos ante una actitud farisaica; cuando
oímos que una región del mundo representa el bien y la
otra el mal, fariseísmo tenemos; cuando pensamos de-
fender valores superiores y cuando por defenderlos nos
creemos superiores a los demás, actuamos farisaica-

108
mente. A veces —¿en el mejor de los casos?— el fariseís—
mo se vuelve engreído y se convierte en cinismo puro y
simple. A veces se disimula bajo capa de bondad y de
justicia y entonces nos engaña precisamente porque es
dificil discernirlo.
Ante la actitud farisaica de nuestros días se han levan-
tado las voces de la protesta. Se oyen cuando Steinbeck
defiende a Arthur Miller y declara que si Miller es
culpable también lo es él, se oye cuando Orwell, Capek y
Huxley, escriben sus utopías negativas, se oyen también
cuando Unamuno, Ortega, Mounier y Camus nos hacen
oir sus palabras airadas.
Nadie puede negar que la protesta sea fructífera. Pero
la protesta tiene también sus ambigúedades. Lo que en
ella hay de positivo es la afirmación implícita de los valo—
res humanos: verdad, sinceridad, bien, desnudez del al-
ma. Pero la protesta está investida de relativismo cuando
sus fundamentos son oscuros y cuando no sabe cuál es el
criterio de los valores que implícitamente defiende. To-
da protesta es un camino; ninguna protesta puede cons—
tituirse en un fin. Y no sólo porque protesta y finalidad
son términos contradictorios, sino porque la protesta
solamente adquiere validez si al protestar para destruir
quien protesta sabe afirmar para construir.
Analicemos brevemente dos tipos de protesta que, sin
coincidir totalmente entre si, llevan la semilla de una
misma reacción contra la hipocresía de los tiempos y la
misma negación de los falsos ídolos del siglo xx.
Recordemos el argumento de la novela más importan-
te de Orwell: 1984. Vivimos, efectivamente, este año de
1984. El mundo se ha dividido en tres grandes estados
supranacionales que dominan a las antiguas naciones de
la tierra. Winston Smith, habitante de Eurasia, es nuestro
protagonista. Winston vive, reminiscente de épocas me

109
nos gloriosas, en el país donde domina el INGSOC (En-
glish Socialism), iniciales que designan más un poder
que una actitud política. Todos los días Winston asiste a
la presentación televisada del Gran Hermano, gober-
nante abstracto de su pueblo y ve aparecer la odiada faz
de Emmanuel Goldstein, el Enemigo del Pueblo cuya
cara está destinada a producir odio entre quienes con-
templan la obligada pantalla. Asiste, también, a los coti-
dianos minutos de odio. Todos están presentes. Nadie
está obligado a odiar. Ysin embargo, como por contagio,
el odio se comunica de conciencia a conciencia y se vuel-
ve para todos inevitable. La Policía del Pensamiento, que
observa desde la telepantalla y es toda oídos en los mi-
crófonos secretos, vigila y es todopoderosa. Emmanuel
Goldstein ha escrito un libro que lleva el título de Teon'a
y práctica del colectivismo oligárquico. Winston empieza a
leer el libro prohibido donde descubre las falacias en
que está fundamentada la organización del INGSOC. Ve
que el principio que mantiene, que ignorancia es fuerza,
es falso como son falsos los “slogans” que nos dicen que
la guerra es la paz. Ve que el socialismo de su tierra hace
de los obreros (los "proles'“), una clase inferior al servi-
cio de las clases altas. Winston quiere despertar de su
letargo. Pero la Policía del Pensamiento descubre su se-
creto delito y Winston acaba en las cárceles del Ministe-
rio del Amor, donde de la tortura nace el convencimien-
to. Winston sabe que ha triunfado. Ha “ganado la batalla
sobre sí mismo. Ama al Gran Hermano”.
¿Acaso hay que pensar que Orwell cree en la posibili-
dad de la sociedad que describe? Lo que Orwell cree es
que esta sociedad es ya una realidad y, en su sátira, quie-
re mostrarnos sus últimas consecuencias, sus gestos ame—
nazantes y amargos.

110
La crítica de Orwell contra la sociedad moderna es
acaso la más aguda que se haya escrito, desde el punto
de vista social, en nuestros días. La política de hoy ha
fatigado todos los caminos del “doble-pensar”, de la
hipocresía y de la “doble-habla". Pero Orwell, que nos
hace reaccionar con horror, no ofrece una solución
digna de su crítica. Es verdad que pretende alcanzar,
como dice en uno de sus ensayos, “la decencia, la liber—
tad y lajusticia”. Y también es verdad que estos términos
dejan de ser abstractos en la pluma de un hombre que,
por su sinceridad, ha merecido el calificativo de “concien-
cia de su generación”. Yesto es precisamente Orwell: una
conciencia. Pensó ser político. Era un moralista. Nunca
llegó a ser un filósofo. Para serlo le faltaba poder de
abstracción y capacidad para ver que las ideas que defen-
día podían convertirse en armas adversas si no existía un
criterio trascendente de sinceridad, de justicia y de liber—
tad. También el Gran Hermano se siente justo, también
Eurasia es decente cuando se mira ante su propio espejo.
La ambigúedad de la postura de Orwell consiste en pos—
tular que el hombre puede ser la medida de sus propias
creencias. Los absolutos se vuelven relativos cuando ha
dejado de existir el Absoluto que garantiza el sentido de
la realidad, de la existencia y de la acción.
De muy distinta índole es la protesta de Camus. Cuan-
do Camus escribe El mito de Sísifo, piensa redescubrir y
actualizar una idea cuyo origen puede encontrarse en
Sófocles y su más dramática consecuencia en Dostoiev—
ski. Esta idea es sencilla: el hombre es absurdo. Por ello,
y no sólo por un precario afán de ostentación juvenil,
puede decir Camus en las primeras líneas del libro que
el único problema fundamental de la filosofía es el del
suicidio. Pero esta filosofía de lo absurdo lejos de con-
ducirle a una desesperanza semejante a la que, bajo su

111
aparente optimismo, esconde la filosofia de Nietzsche,
lleva a Camus a pensar que “la felicidad y el absurdo son
hijos de la misma tierra”. Sísifo, sin Dios, puede llegar a
ser feliz. La razón de esta felicidad la encuentra Camus
en la acción: “La lucha misma basta para llenar un co-
razón de hombre”.
El hombre, según Camus, debe destruir para cons-
truir. Y su afán de destrucción tiene que canalizarse ha—
cia todos los tipos de fariseísmo, de complacencia y de
falsa tranquilidad hipócrita para destruirlos con la ac—
ción destructora. La base de la filosofia de Camus es la
sinceridad y la sinceridad constituye su verdad. Pero,
¿cuál es la naturaleza de esta verdad? Camus, que en este
punto coincide con Sartre, la ve en el presente: “La ver-
dadera generosidad hacia el futuro consiste en darlo to—
do al presente”. El hombre de esta tierra es un absurdo
con sentido de presente, una imaginación con deseo de
vida, una existencia con afán de compromiso.
La idea de una acción pura y simple nace sin duda de
una protesta. Es la protesta de Camus contra los justos,
los que se creen poseedores del bien y de la verdad por—
que se niegan a desentrañar el mal que engendran. Hay
que acabar con el fariseísmo. La justicia de los fariseos es
la que dice: “No hay límites; los niños, claro, pero en el
fondo. . . Matemos a todo el mundo en nombre de la
justicia para todos. Reclamemos, sin embargo, la Legión
de Honor. Puede ser útil”. A esta actitud Camus contra—
pone tres puntos que constituyen la esencia de su moral:
“Hay límites. Los niños son un límite (hay otros); puede
matarse al guardián, excepcionalmente, en nombre de la
justicia; pero uno mismo debe aceptar la muerte".
Consecuente con su actitud, Camus acepta la rebeldia,
la protesta y el compromiso. “En el mediodía del pensa-
miento el rebelde rechaza asi a la divinidad para partici—

112
par en las luchas y el destino común". La actitud de (la-
mus es sincera. Es, incluso, admirable. Pero es también
ambigua. El hombre no es este ser perfecto capaz de asu—
mirlo todo. No está en el hombre el criterio último de la
verdad, de lajusticia y del bien. Yel propio Camus no ha
podido responder siempre con igual vigor a los llamados
del compromiso.
¿Quiere esto decir que debemos restarle importancia a
la protesta? En modo alguno. La protesta es fecunda
cuando quien protesta es una alma sincera. Pero la pro—
testa es un camino. Los que no saben verlo asi acabarán
por hacer de ella un nuevo absoluto en el corazón de la
relatividad. Y ya hemos visto lo que sucede cuando los
términos relativos se hacen absolutos. Los términos
pierden su sentido y el hombre pierde conciencia de sus
límites que es también perder conciencia de sus mejores
posibilidades.

113
VI

QUID EST VERITAS?

“Sé que el hombre obra espontáneamente;


la piedra, en cambio, naturalmente".

SAN ANSELMO, De Vm'tate.


¿Qué es la verdad? El escepticismo de la Nueva Acade—
mia ha invadido el Imperio de Roma. Nuevas sectas
religiosas invaden a la misma Italia donde se empiezan a
venerar los dioses del Oriente, donde se alzan —“¡en
Roma a Roma misma no la hallas!”— los templos a Isis
mientras las tribus del Norte perforan las fronteras e
invaden las tierras cercanas al Danubio y al Rin. Poncio
Pilato es un romano escéptico. ¿Puede culpársele de que
no entendiera la nueva voz que llegaba a sus oídos? Vo—
ces semejantes llaman en nuestros días y nuestro Impe-
rio de Occidente —Este y Oeste al mismo tiempo, tan
parecidos aunque tan distantes en apariencia— no sabe
oirlas. Y son las mismas voces que llamaban a Pilato, las
mismas que, en el camino de Damasco, le preguntaron a
San Pablo: “¿Por qué me persigues?”
¿Qué es la verdad? Yo creo que hay dos maneras de
considerarla. La primera es la que nos dice que la verdad
es objeto del conocimiento; la segunda es la que nos afir—
ma que la Verdad es una forma del Ser. Ambas deberían
ser una misma esencia. Una de ellas la vía, otra el fm.
Pero sucede que en nuestro tiempo y tal vez ya desde el
tiempo de Descartes, cuando se funda el racionalismo
europeo, la verdad la han tomado los lógicos por su
cuenta. Han afilado sus categorías, han agudizado sus
armas analíticas, y quieren decirnos qué es la verdad
prescindiendo de la Verdad, de la Verdad que es, de la
Verdad viva y existente. Encerrados en el multiplicado

117
espejo de nuestra conciencia, no nos atrevemos a ver
que más que espejo es un cristal y que si miramos bien
no nos veremos reflejados, alucinatoriamente, en nues—
tra conciencia. En ella podríamos encontrar el Ser y por
ella deberíamos saber que el ser nos trasciende o, como
lo indican las palabras, que el ser es.
No lo piensan así la mayoría de las escuelas lógicas de
nuestro tiempo. Y no pueden pensarlo porque cada una
de las teorías lógicas modernas está especializada a una
región del ser que, por una extraña, aunque explicable
deformación, quiere convertir en el Ser absoluto. Posi-
tivistas lógicos, semánticos, lógicos matemáticos, encuen-
tran una pizca de verdad. No saben ver que esta migaja
de verdad no puede ser toda la verdad y se dedican en-
tonces a negar la existencia de la verdad.
Un caso, entre los muchos que podrían presentarse,
nos parece explicar claramente tanto la afirmación de
las verdades relativas, como la negación desilusionada de
las verdades absolutas. Me refiero al caso Wittgenstein,
tal vez el más extremoso caso de especialización y de es—
cepticismo en nuestro tiempo.
Wittgenstein perteneció al círculo de Viena. Sus obras
lógicas las escribió en Inglaterra. En realidad no publicó
sino una de ellas, el Tratado Lógico—filosófica. En cuanto a
las Investigaciones ]ílosójícas no aparecieron sino después
de su muerte ¿Qué pensaba Wittgenstein? Hay que aban—
donar la técnica muy precisa y acerada de sus análisis
aforisticos para penetrar en el sentido íntimo de esta
extraña filosofia. Wittgenstein es un empirista y, en este
sentido, puede declararse fiel discípulo de Hume, el
gran escéptico. Pero Wittgenstein es un empirista lógico.
En el Prefacio a su Tratado Wittgenstein expresa en una
frase prácticamente todo lo que quiere decir: “Lo que
puede decirse en algún modo, puede decirse claramen-

118
te; y cuando no se puede hablar hay que callarse” La
frase parece inocente. Pero detengámonos un momento
en sus implicaciones inmediatas. ¿Qué es lo que se pue-
de decir claramente? ¿Qué es lo que no puede expresar—
se? 0, en otras palabras, ¿cuándo debemos hablar?, ¿cuán—
do debemos guardar silencio? Veamos lo que Wittgens—
tein entiende por lenguaje. El lenguaje, el único lengua—
je posible es el que está constituido por proposiciones
significativas. Es decir, el único lenguaje válido es el len—
guaje de la lógica opuesto al lenguaje de la emoción. El
mundo está compuesto por hechos. Las proposiciones
lógicas afirman o niegan la existencia de estos hechos. Y
lo que da sentido a las proposiciones es la posibilidad de
los hechos que representan. Hume había notado que las
impresiones son entidades separadas las unas de las
otras. Este verde del pino y este verde del cielo al atar—
decer son dos hechos irreconciliables que sólo puedo
asociar por un hábito mental que se crea al ver que los
dos hechos se repiten. Wittgenstein piensa que lo que
importa es la existencia de “hechos atómicos”. Estos he-
chos atómicos se reproducen en imágenes mentales, de
la misma manera que la cámara fotográfica reproduce el
paisaje que enfoca. Así, el lenguaje, consistirá en la
expresión de hechos atómicos, ligados en las frases que
pienso o que pronuncio, por medio de estas unidades
lógicas que llamamos proposiciones. Pues bien, lo que
puedo decir, lo que me es permitido hablar, es aquello
que se refiere a hechos. Debo callarme cuando mi pensa—
miento se refiere a ideas que no pueden ser comproba—
das en el mundo de los hechos. ¿Cuándo puedo hablar?
Cuando hay ciencia ¿Cuándo debo callarme? Cuando la
ciencia deja de ser mi finalidad. Wittgenstein expresa
esta idea muy claramente en el final del Tratado: “El
método correcto de la filosofia sería este. No decir nada

119
excepto lo que puede decirse, en otras palabras, las pro—
posiciones de la ciencia natural, en otras palabras, algo
que no tiene nada que ver con la filosofia”. Pero son mu-
chas las cosas que no pueden decirse: “Existe en verdad
lo inexpresable. Se muestra por sí mismo; es lo místico”.
Así la filosofía se convierte en una terapéutica, una tera—
péutica que debe servir, en primer lugar, para mostrar—
nos que la filosofía es imposible.
El escepticismo de Wittgenstein es radical porque re-
duce el conocimiento a la posibilidad de decir algo, que
por lo demás no es necesariamente verdadero, acerca de
los hechos que la ciencia estudia Pero recordemos que el
lenguaje de que nos habla Wittgenstein es el lenguaje de
la lógica. Es nuestra creencia que existen otros lenguajes,
más ligados a la vida, más ligados a la experiencia si por
esta se entiende la capacidad de percibir, sentir, pensar,
imaginar, querer y desear. El hecho de que Wittgenstein
escribiese poco y que se arrepintiese de lo que había es—
crito es suficiente muestra de que no podía ni afirmar, ni
afirmarse. También Wittgenstein, como Pilato, está per—
plejo. También él podría preguntarse: Quid est veritas?
Pero esta pregunta, ¿qué indica? Primero que se igno—
ra que la verdad es una realidad y no sólo un hecho de
mi conciencia. Segundo, que se ignora que al negar la
verdad se niega la posibilidad de afirmar una teoría que,
al fin y al cabo sostiene y mantiene para negar la existen-
cia de la verdad. Muchos de los ejemplos que da Witt—
genstein en sus libros son de origen pictórico. Yo sólo
puedo imaginarme a Wittgenstein silencioso y apenas
musical.
Pero, ¿qué es la verdad? Ya Ortega hacía notar que
aun cuando las ideas no estén claras existen las creencias
promovedoras de ideas. En todos los terrenos de lo que
llamamos cultura, de la filosofia al arte, de la ciencia a la

120
religión, del trabajo manual al canto gregoriano es nece-
sario y es obligatorio un acto de fe. Como que es obliga—
torio un acto de fe para vivir y seguir viviendo. No puede
negarse la existencia de las creencias. No puede negarse
tampoco que las creencias sean también verdades que
tienen su íntima fibra lógica, es decir, su verdad.
Yo sé que muchos, hoy en día, niegan la posibilidad de
verdades universales. Muchos son los que nos dicen que
la verdad sólo tiene un valor subjetivo. Pero los que
afirman esto no se dan cuenta de que por el mero hecho
de negar un valor y afirmarlo como subjetivo, están
fundando la verdad del valor. El que dice que la Caridad
sólo es buena porque me complace, está implícitamente
diciendo que los demás deben participar de su gusto y
convierte así su gusto y su placer en verdades de pro—
yección universal.
¿Qué es pues la verdad? Verdad significa Ser y Ser
significa y ha significado siempre Dios, “Dios cuya her—
mosura es inefable”, como decía San Agustín. Hay que
entenderlo bien: inefable. Podremos acercarnos racio-
nalmente a la Verdad divina pero no podremos nunca
agotarla en palabras.
Pero dejemos a la teología los problemas que atañen a
la teología. Descendamos al nivel de la tierra. Pronto
veremos que nadie puede declararse poseedor de la Ver—
dad absoluta. Podemos saber, sin duda, que existe la
Verdad, que “Verdad” no es una palabra abstracta y va—
cua. Así, afirmar la doctrina de Cristo no es lo mismo
que afirmar que, en lo terrestre, los hombres sean posee-
dores de la Verdad absoluta. Y ello es, sobre todo, evi-
dente en el mundo de la acción. Cuántas veces por egoís—
mo, por temor, por una vana glorificación de nuestro
ser, nos aferramos a una verdad que se nos escapa. El
cristiano que está seguro de poseer la Verdad —y conste

121
que no hablo aquí ni de los caminos para llegar a ella ni
de su existencia— puede verse lanzado a la mayor de las
mentiras. La lección más alta del Cristianismo es la que
nos enseña que muchas veces son más cristianos los que
no conocen el Cristianismo y saben practicar la virtud de
la caridad que los cristianos que, conociendo el Cristia-
nismo, se encierran en la defensa de sus propios inte-
reses de clase o de grupo. El Cristianismo tiene el muy
especial valor de abrirse a todos. También Platón era
para San Agustín un cristiano antes de Cristo.
Tal es la lección que, antigua y moderna, es decir,
eterna, puede extraerse de Las dos fuentes de la moral y de
la religión. La mística, decía Bergson, reclama a la mecá-
nica. Podríamos ir más lejos y decir que la mística, si es
verdadera, reclama la presencia de un mundo, de la so-
ciedad en que vivimos, del grupo al cual pertenecemos.
¿Y la historia? ¿Y la filosofia de la historia? Yo creo que
he resumido lo que tienen de validez para nosotros. Ni
la historia ni la filosofia de la historia pueden concebirse
como todos cerrados, esquemáticos y simétricos. Porque
la historia, nuestra historia, es un progreso constante al
encuentro del espíritu, un movimiento en espiral hacia
el gozo que no excluye la melancolía, la esperanza que
no excluye la desesperanza, la fe que nóexcluye la duda.
Y si la vida es ascenso y es progreso del espíritu, tam-
bién es ascenso y es progreso la verdad. Nada se opone
tanto a la libertad como la costumbre. Más enemigo de
la Verdad es el hábito que la mentira. La historia de
nuestra verdad libre, de nuestra libertad verdadera, hay
que buscarla en los caminos de esta tierra donde te-
nemos que luchar para encontrar la justicia de las dos
ciudades. El camino terrestre será el único que pueda
llevarnos a “la gloria di Colui che tutto move”.

122
NOTAS

Estas notas, necesariamente incompletas, me parecieron necesarias


para aclarar fuentes y para indicar lecturas y actitudes.

[. Para la crítica del marxismo he empleado, principalmente los


siguientes libros: a) primer libro de El Capital, El Manifiesto Co—
munista. De Marx, además, La lucha de clases en Francia. El dieciocho
brumario de Luis Bonaparte, Tesis sobre Feuerbach, La miseria de la
filosofia; de Engels: Introducción a la lucha de clases en Francia,
Ludwing Feuerbach, La revolución en la ciencia de Herr Eugm Duhn'ng;
El origen de la familia; de Lenin: ¿Qué hacer?, Materialismo y empi—
ríoaiticismo, El Estado y la revolución, Las meñanzas de Karl Marx. 17)
Sobre la crítica del marxismo me ha sido especialmente útil G.D.H.
Cole, Historia del pensamiento socialista.
Cuando digo (págs. 31-33) que el materialismo histón'co es in-
capaz de explicar el arte quiero decir, más precisamente, que es
incapaz de interpretar la historia del arte como superestructura de
relaciones económicas y sociales. Es decir, el marxismo no explica la
ley que guía la evolución del arte. Sin embargo algunos estudios
marxistas de la historia del arte en épocas precisas son muy valiosos.
Tal es el caso de Illusion and reality, de Cristopher Caudwell. Para
Caudwell la poesía del siglo XIX es básicamente antisocial. De ahí su
idealismo y su alejamiento de la realidad histórica en que vive. En
este punto es interesante notar que Caudwell coincide con De Lu-
bac, escritor católico. Para De Lubac (Le drama de l'humanisme athée)

123
el humanismo del siglo XIX carece de valores absolutos y se en-
cierra en la conciencia del sujeto. La descripción del humanismo
del siglo pasado como antisocial y como antiteísta no se excluyen,
sino que se complementan. c) En cuanto a las contradicciones histó—
ricas del marxismo después de Marx léanse: Merleau-Ponty, Les
aventqu de la dialectique y, sobre todo,jean Paul Sartre, Questions de
méthode. (T.M.).
II. Para el estudio de la filosofia de Comte quiero volver a citar el
libro de De Lubac —el más penetrante que conozco. No olvido,
para los antecedentes del comtismo, el libro de Edmund Wilson To
the Finland Station.
III. El comentario sobre Spengler se basa estrictamente en la lec-
tura de La decadencia de Occidente.
IV. Para el capítulo dedicado a Bergson, las obras escritas por
Bergson mismo. Además han sido de suma utilidad: Albert Thibau-
det, Le bergsonisnw; Henn' Bagson, essais et témoignages, recogidos por
Albert Béguin y Pierre Thévenaz; los cuatro volúmenes de Les études
bergsoniennes (Asociación de Amigos de Bergson);joaquín Xirau,
Vida, pensamiento y obra de Henri Bergson.
Cuando describo la teoría de las emociones creadoras (pags. 73—
76) es evidente que se plantea nuevamente —eternamente— el
problema de la fe y de la razón. Como Bergson me inclino por los
datos de la fe (¿no es un acto de fe el mero hecho de moverme y
caminar y vivir?) No creo, como los positivistas lógicos que exista
una oposición absoluta entre fe y razón. En primer lugar porque
los mismos positivistas lógicos postulan una fe indestructible en la
razón. En segundo lugar porque creo que cabría distinguir entre
razón y razonabilidad. Una cosa es ser racional (y los matemáticos
son racionales) y otra cosa es ser razonable (y esto tratamos de serlo
en nuestras vidas). La razonabilidad no da, stn'ctu sensu, pruebas. Da
experiencias vitales. Digámaslo así: si la fe es razonable. sin por ello
ser racional, es verdadera.
V. Sobre Albert Camus véase el estudio Albert Camus de Germaine
Brée. Sobre la evolución de Camus considérese el cambio muy
importante, que va del Mito de Sísifo al Discurso de Suecia.
VI. El positivismo lógico, desarrollado por el círculo de Viena.
tiene su expresión más clara en Wittgenstein: Tractatus logico phi-
losophicus; Philosophical investigations; en Rudolf Camap; Introduction
to Semantias, y en el clarísimo libro de Alfred juler Ayer Language,
truth and logic. En español puede el lector consultar la interpreta-

124
ción más libre que textual que da Ferrater Mora en Cuestiones dis—
putadasy el texto, recién traducido, que Nicola Abbagnano dedica al
último Wittgenstein en La filosofía de lo posible.
Quiero aquí aclarar un punto. Según los positivistas lógicos, sólo
existen dos tipos de proposiciones significativas: las de las mate-
máticas y las de las ciencias naturales. Las proposiciones ma-
temáticas son siempre tautologías (verdaderas en todos los mundos
posibles) y por lo tanto los sistemas matemáticos son tan sólo (con-
trariamente a lo que pensaba Kant), series de juicios analíticos. Las
matemáticas no descubren. La demostración matemática simple-
mente aclara lo que ya contienen los axiomas y las definiciones. Las
proposiciones de las ciencias naturales son siempre tan sólo pro—
bables, puesto que son proposiciones sintéticas acerca de una
realidad que podn'a cambiar, aunque lo más verosímil es que no
cambie. Lo que justifica la verdad de las proposiciones es pues,
según los positivistas lógicos, la tautología o bien la posibilidad de
verificar las hipótesis en el mundo de la experiencia. Toda propo—
sición que no sea científica es una pseudo-proposición, es decir,
carece de sentido. La metafísica es. según este grupo de filósofos
vieneses, el reino del sin-sentido por excelencia puesto que la
metafisica da juicios sintéticos a propósito de realidades que no son
experimentables. ¿Quiere decirse que la metafísica sea falsa? En
parte, si. Pero, sobre todo, quiere decirse que no podemos pro-
nunciarnos ni acerca de su verdad ni acerca de su mentira.
Me parece que el principal error de los positivistas lógicos con-
siste en definir la verdad de manera limitada. La verdad será, según
ellos. todo aquel]o que se conforme a los criterios de la tautología y
de la probabilidad (es decir, de la ciencia). Pero aquí existe, clara-
mente, un círculo. Se empieza por decir que la verdad es simple-
mente la verdad de la ciencia; se añade que cualquier forma de
pensamiento que no se conforme a la ciencia es, científicamente,
indecidible; y se concluye que la única verdad posible es la verdad
científica. En un sentido muy preciso este razonamiento es una
perogrullada que proviene de definir la verdad de tal modo que las
premisas conduzcan necesariamente a las conclusiones. Si empiezo
por decir que la única lógica es la lógica de las ciencias la única
conclusión posible es afirmar que la única verdad lógica es la verdad
de las ciencias que se conforman a la lógica. Lo cual equivale a decir
que la filosofia de las ciencias es verdad porque la filosofia de las
cienciafi es verdad. Esta tautología, verdadera en todos los mundos

125
posibles, es incontrovcrtible. Es también infccunda. ¿Por qué alir-
mar que la única verdad es la de las matemáticas que son exactas o
de las ciencias físicas que son aproximadas, si también puedo tener
experiencias poéticas, artísticas y religiosas? Ayer considera que el
arte y la religión son "interesantes". Tomémosle la palabra. Si me
interesan es porque las experimento (y entonces no se ve cual es la
diferencia entre la ciencia y la experiencia mística). ¿Que las expe-
riencias espirituales no pueden reducirse a la lógica simbolica? Pue-
de ser. Pero. de ser así, mi respuesta es que las ciencias matemáticas
o fisicas me parecen interesantes, pero que la religión y el arte me
parecen importantes. 0. como decía Whitehead: “Haces matemáticas
pero eres religioso". Y recuérdese que Whitehead es, precisamente
uno de los fundadores del análisis matemático de la lógica.
Por. lo que se refiere a la Verdad como Ser, sigo, naturalmente,
la mejor tradición metafísica occidental. Debo decir, sin embargo,
que la he enconuado especialmente clara en el De Veritate de San
Anselmo.

126
Se terminó de imprimir en Editorial
Cromocolor. S. A., en el mes dejulio
de 1994. La edición consta de 2000
ejemplares.

También podría gustarte