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El Sentido de la vida
Texto: Los fabricantes de Dios
Autor: Juan Abugattas
Es pues primariamente desde la condición humana actual que debemos preguntarnos por el
significado de nuestra existencia colectiva, siendo los más débiles y pobres, aquellos que aparecen
como “disfuncionales” al sistema social, quienes con mayor urgencia y ahínco debe formularse tal
pregunta, pues son ellos lo que aparecen como menos significantes y más prescindibles.
Es obvio que cabe la posibilidad que la existencia de la especie carezca por completo de sentido. Y
seguramente, vista las cosas desde la perspectiva de los procesos aleatorios que al parecer van
determinando la trayectoria del universo en todos sus niveles, esa posibilidad es la más sensata.
No es de extrañar, por ello, que la mayor parte de los científicos actuales adopten ese punto de
vista. Pero, hacerlo, implica simplemente volver al error de óptica más antiguo y persistente de la
tradición intelectual de Occidente. Es menester, por ello, indagar sobre este error antes de empezar
cualquier reflexión propositiva sobre el tema.
Podemos reconocer a grandes rasgos dos maneras tradicionales de abordar la cuestión del sentido
de la existencia a partir de la idea de “Dios”. Una primera es imaginar un Dios personalizado que
preexiste al mundo y que ora lo crea de la nada, ora le da forma a partir de un caos original y, al
hacerlo, le impone un cierto sentido a su evolución. La otra, imagina a Dios como consustancial a
la materia, de modo que él mismo se realice en el curso de su desenvolvimiento. La historia es la
historia de Dios y su fin la autorrealización de Dios. El Panteísmo, pero de cierta manera el
hegelianismo, participan de esta perspectiva. Quisiera argumentar brevemente a favor de la idea
que ninguna de estas opciones es conveniente.
La noción de Dios que preexista a la materia, implica que se conciba a la naturaleza como amarrada
a un proceso determinado de desenvolvimiento, cuyos pasos están previstos y se suceden uno a
otro en un orden necesario. La aparición de la especie humana y de cualquier otra especie de seres
dotados de conciencia estaría entonces prevista desde siempre y su sentido estaría dado por la
función que Dios le haya reservado.
Esta manera de ver las cosas entrampa inevitablemente el debate acerca del sentido de la especie
en un complejo laberinto de aporías. Una primera tiene que ver con las necesidades de "probar"
la existencia de Dios, no simplemente como un principio de la física, es decir, como un primer motor,
sino como un ente cuya existencia es imprescindible para comprender todo proceso físico y
metafísico. La filosofía cristiana enmarcó esta cuestión en la pregunta sobre el "mal físico".
Pero si algo ha demostrado la historia de la ciencia natural en los últimos siglos es que, como decía
Laplace, la hipótesis de Dios no es imprescindible ni para explicar el origen de la materia, ni para
dar cuenta de su desenvolvimiento, es decir de los procesos dinámicos en los que está envuelta, ni
para explicar el surgimiento de la vida en sus formas consciente, sintiente e inconsciente. La gran
maniobra teórica del padre George Lamaítre, al abrirle un espacio a Dios a partir de la teoría del
“átomo primordial”, hoy convertida con el nombre de teoría del Big Bang en el modelo estándar
de explicación de los procesos cosmológico, no resuelve la cuestión, pues es posible imaginar
opciones explicativas a partir ora del supuesto que tales átomos son infinitos y que por ende
existen infinitos universos, ora de una tesis que suponga el movimiento cíclico de la materia. Pero
aun en el caso de que exista un solo universo y que se quiera explicar su inicio a partir de un suceso
singular, tal explicación, como es sabido, puede construirse plausiblemente extrapolando premisas
de la teoría de los cuanta.
Los fenómenos físicos en general parecen tener un dinamismo intrínseco que no requiere ser
explicado a partir de orígenes extra-físicos. La racionalidad de la naturaleza, la lógica de su
funcionamiento es perfectamente comprensible en términos de una combinación de procesos
aleatorios que alcanzan etapas de equilibrio con niveles diversos de precariedad y de un sistema
de reforzamientos mutuos y de retroalimentación. Ni la formación de átomos, como forma
fundamental de la materia, ni la de la molécula ni siquiera la de moléculas vivas o autoreplicadoras
necesita de un esquema explicativo más complejo. Los recientes empeños de Daniel Dennett,
Richard Dawkins(3) y otros pensadores con sensibilidad filosófica para defender este punto de vista
contrastan con la sutil idea de Etienne Gilson y de Teilhard de Chardin(4) en el sentido de percibir
en el curso de la naturaleza cierto nivel de diseño o de finalidad. Gilson, quien se da perfecta cuenta
que esa tesis no puede ser probada en sentido estricto y que ni siquiera es imprescindible para
explicar los procesos naturales, se refugia en la postura más sutil según la cual la noción de
“finalidad” es una “inevitabilidad filosófica”(5). A mi juicio, ese debate es innecesario para tratar la
cuestión del sentido o significado de la existencia de la especie humana, pues como punto inicial
de la reflexión es suficiente lo que el propio Chardin llama el “fenómeno humano”, es decir, la
existencia real de seres humanos sobre la tierra, sin necesidad siquiera de suponer que sean “eje
y flecha de la evolución”,
Lo cierto es que si hubiera un Dios anterior al universo para realizar sus propios fines, siendo ese
Dios omnipotente nada debió haberle impedido realizarlo de inmediato, instantáneamente, sin
necesidad de tomarse la molestia de esperar tanto el largo proceso de desarrollo de la materia,
como el de la historia universal. Un Dios Que se tome la molestia motivado por alguna generosidad
divina, es un Dios poco interesante.
Tiene más utilidad filosófica poner un Dios al final del proceso, esto es, como una criatura
producida por la propia historia, pero carente de toda preexistencia. Algunos de los fenómenos
que acaecen en el universo, y algunas de sus criaturas pueden “fabricar a Dios”. Lo que hay que
demostrar es que tal esfuerzo vale la pena y que aporta algo sustantivo e importante a sus
ejecutores, incluyendo al género humano.
Desde siempre se ha tenido la intuición que la existencia de seres humanos sobre la tierra es un
hecho con más carga significativa que la existencia de otras especies animales y otras formas de
materia. Esa intuición, que bien podría corresponder a una suerte de narcisismo de especie, de
nada vale si no va acompañada de una argumentación sólida sobre la posibilidad de que la
existencia humana pueda traducirse en un cambio sustantivo en la naturaleza. Es decir, la existencia
de la especie será significativa si a) se puede demostrar que la naturaleza sin su presencia se
conformaría de una manera distinta a la que, de hecho, su presencia impone y b) que la
conformación que incluye a la especie es, en algún sentido importante, mejor que la que no la
incluye.
Hay aquí un serio peligro de dejarnos llevar por un comprensible entusiasmo narcisista. En su
celebérrimo Himno a la Alegría, ya Schiller exclama, movido por el éxtasis de la alegría, que en el
cielo debe haber un padre amable, y Chardin dice que le es inconcebible que el pensamiento y la
capacidad de invención existan por gusto, sin ninguna finalidad ulterior. En el mismo sentido, en
un libro relativamente reciente, Paul Davis afirma que tiene dificultades en aceptar que “nuestra
existencia en el universo sea casualidad, un accidente de la historia, un fogonazo incidental en el
gran drama cósmico… La especie física homo puede no contar para nada, pero la existencia de una
mente en algún organismo sobre algún planeta en el universo ha generado autoconciencia. Esto
no puede ser un detalle trivial, un subproducto menor de fuerzas inconscientes, carentes de
espíritu. Está verdaderamente dispuesto que estemos aquí”(6). Pues bien, esto es justamente lo
que hay que demostrar racionalmente pues de otro modo se corre el riesgo de cometer esa vieja
falacia que da por probado lo que se tiene que probar.
Para empezar, decir que “esta dispuesto” que estemos aquí, tiene un sentido plenamente
aceptable si lo que indica es que el entorno es tal que nuestra existencia en él es comprensible, o
dicho de otro modo, que estamos aquí porque desde un inicio las fuerzas forjadoras del universo
han conspirado para que así sea, el juicio resulta obviamente infundado y, según lo que se tiene
dicho, infundable.
Decir esto es pertinente, pues últimamente se ha puesto de moda insistir en la utilidad de los
llamados “principios antrópicos”. Tal hipótesis puede tener un gran valor metodológico, si de lo
que se trata es de comprender, de sacar a luz las condiciones generales que hacen que la vida
pueda formarse en la tierra o algún otro punto del universo. Carece empero de significación alguna,
tanto su formulación débil (Robert Dicke) como en la fuerte (Brandon Cartes) cuando se pretende
que lo que significa es que el universo entero existe y se ha formado y ha evolucionado como lo
hace primariamente para que el hombre aparezca sobre la tierra. Baste recordar al respecto que
así como si se alteran las condiciones mínimas vigentes hoy, microcósmica, el universo no sería
compatible con la vida, tampoco lo sería con muchísimo otros fenómenos conocidos. Por lo tanto,
mientras no se demuestre que entre todos los mundos posibles, el que contiene al ser consciente
es mejor, todos los universos posibles seguirán teniendo el mismo valor.
Sucede que justamente es un atributo del ser consciente el poder de comparar y valorar. Por lo
tanto, aquí estamos nuevamente ante un peligro inminente de caer en un razonamiento falaz. El
problema se suscita porque, sin quererlo, quienes razonan a partir de la versión fuerte del principio
antrópico están presos de la metafísica tradicional, de carácter marcadamente antropocéntrico.
Decíamos que lo que hay que probar es que la acción consciente del hombre puede incidir de
alguna manera relevante sobre el entorno. Si tal incidente fuera solamente con la finalidad de
asegurar su subsistencia como ser biológico, resultaría irrelevante para los fines metafísicos que
estamos discutiendo, aunque ya constituiría un importante indicio de cómo debiera funcionar un
mecanismo de producción de sentido último. En este contexto, hipótesis como la de J.E.
Lovelock(7), tan duramente criticado por algunos biólogos y naturalistas, no deja de ser interesante.
Pues es evidente que el sistema que sostiene la vida sobre la tierra no solamente es un sistema
cerrado y autorregulado, sino que sin una fina cadena de interrelaciones mutuas y de
retroalimentaciones simplemente no funcionaría de modo que la subsistencia de la vida quedara
asegurada.
La pregunta que podemos formularnos en este punto es: ¿por qué habría de pensarse que la
especie homo tiene, entre todas las conocidas, una significación potencial mayor para el universo?
Hoy sabemos que, desde el punto de vista de la sobrevivencia estrictamente biológica no hay
diferencia sustantiva entre una especie y otra. Esto es, cualquiera podría ser tomada como
ejemplificadora del fenómeno vida, siendo la diferencia entre unas especies y otras apenas
medibles en términos de la complejidad de sus estructuras de ADN.
Cabe imaginar, en este sentido, como se ha hecho frecuentemente en el pasado, que la existencia
de las otras especies, aun de las más complejas, es funcional a la supervivencia de la especie
humana. Esa manera de pensar las cosas es tan admisible como la tesis discutidas anteriormente
elaboradas sobre la base de lecturas peculiares y sesgadas del principio antrópico. El ser humano
se ha impuesto de facto sobre las demás especies, lo que queda demostrado no solamente porque
ocupa la mayor parte de la superficie terrestre, sino porque se ha dotado de medios que le
permitirían aniquilar a casi todas las demás especies animales. Aquella que no puede todavía
aniquilar, le puede causar desde dolor hasta la muerte, como por ejemplo ciertas bacterias.
Pero el hombre, constituido como lo quería Descartes en “amo y señor de la naturaleza”, tiene que
evitar, si desea pensar rectamente, la falacia de deducir derechos de situaciones de facto.
Equivocaron malamente el camino los filósofos modernos cuando pensaron que la prueba máxima
y más contundente de la superioridad de la especie humana sobre las demás se mediría en relación
al grado de sometimiento que aquella le impusiera a estas. El verdadero reto legitimador de la
existencia de la especie lo afronta ésta en relación a su propia capacidad de autodestruirse. Es por
ello que los dilemas que verdaderamente debe enfrentar la especie se han dibujado con mayor
nitidez solamente a partir del momento en que se tomó conciencia de la posibilidad de
autoaniquilación por medio de la guerra con armas de destrucción masiva, o cuando se realizaron
proyecciones sobre la posibilidad de una extinción a lo dinosaurio a partir de un desastre cósmico
o de la contaminación terminal del entorno natural, es decir, a partir del dislocamiento de Gaia. En
otras palabras, el reto moral final no está en la relación con las otras especies, sino en relación a la
capacidad de autocontrol, de autorregulación de las pasiones destructivas que caracterizan a la
especie homo.
Consciente de que puede autoaniquilarse, la humanidad deberá decidir si le conviene hacerlo o no,
si debe suicidarse colectivamente o no, o, dicho en mejores términos, si su vida tiene sentido o no.
He allí el sentido más profundo y serio de un debate sobre el significado último de la vida humana.
La decisión colectiva de preservar la vida no tiene porque responder necesariamente a una lógica
similar a la que podría aplicar un sujeto individualmente. El más grande defecto, la limitación más
importante de muchas teorías de la ética se percibe justamente en la confusión de planos a este
nivel. Tomemos como ejemplo el utilitarismo. La capacidad del individuo aislado de alcanzar el
placer, que puede ser tomada como un criterio individual para marcar el curso de la vida,
extrapolada a la especie en general, aún aplicado la clausula adicional común que incluye que la
felicidad del mayor número de personas es deseable, no proporciona de modo alguno un criterio
suficiente para optar por la preservación de la especie en casos de plantearse el dilema radical
antes mencionado. Que la humanidad deba existir en función de su capacidad de generar placer
para sí misma es una tesis insatisfactoria a todas luces, pues de ella no puede derivarse que su
existencia pueda contribuir significativamente a la generación de un universo intrínsecamente
mejor que ningún otro poblado de seres vivo con capacidad de gozo, pues en algún sentido
importante el gozo de cada especie es estrictamente equiparable al de las demás.
La cuestión central aquí radica en que la capacidad de gozo no es sino el mecanismo más eficiente
con el que cuenta todas las especies sentientes para indicarse a sí misma la ausencia de problemas
orgánicos de envergadura. El placer no es nada más que un mecanismo corporal que, como decía
Aristóteles, corona una acción biológica exitosa. El placer supone cierto grado de pasividad
respecto al entorno, mientras que, como veíamos arriba la autorealización de la especie en su
sentido más alto supone una alta capacidad de incidencia y de transformación deliberada sobre él.
Históricamente se ha podido comprobar, por lo demás, que una acción colectiva de la especie
sobre el entorno guiada centralmente por el afán de placer lo que genera es una distorsión
significativa y peligrosa de las condiciones mínimas requeridas para subsistencia de la especie.
Tales distorsiones demandan justamente la intervención de la razón, de la conciencia cognitiva y
de la regulación racionalmente determinada de la acción para ser corregidas. Es por allí, por ende,
por donde debe buscarse la posible contribución positiva de la humanidad del universo.
Dios, es decir, el significado profundo de la existencia de la especie, puede así ser definido como la
principal criatura, el principal producto de la acción consciente del hombre o de cualquier especie
consciente sobre el entorno. Dios es así, como bien lo había percibido Feuerbach, una proyección
del hombre fuera de sí mismo, pero no una proyección que se alimente a costa de su creador, sino
que crezca y se perfeccione a partir del crecimiento y perfeccionamiento de su creador. Dios no
devora al hombre. Es más bien el caso que ambos se retroalimentan. Desde esta perspectiva, no
vale en absoluto el duro dictuim de Feuerbach: “Para enriquecer a Dios, el hombre debe
empobrecerse; para que Dios sea todo, el hombre ha debe ser una nada”(8). Dios no es sino
aquello que el hombre, con su acción vital racionalmente determinada sobre el universo, puede
lograr para darle a éste un valor que en sí mismo no puede poseer. Si existieran otras especies
similares a la humana, tal tarea de creación de Dios sería por ende colectiva y cooperativa. Es
probable que Dios se esté fabricando desde innumerables rincones de nuestro universo. La
incidencia colectiva de seres racionales sobre procesos físicos, en la medida en que tienda a darle
mayor seguridad a esas especies y a potenciar su capacidad de acción sobre el universo, es la
creación de Dios, es decir, de un estado de cosas que esas mismas especies puedan valorar como
objetivamente superior a cualquier estado de cosas que no las incluya.
La religión no es, entonces, más que la confianza en que esta posibilidad es realizable. La religión
no demanda una mala metafísica, no es un sustituto de la metafísica. Demanda por el contrario,
contra lo que suponía Schopenhauer, la mejor de las metafísicas, aquella que permita al hombre y
a cualquier especie racional percibirse a sí misma como actor principal en el drama universal. “La
religión, decía el pensador alemán, es la metafísica de las masas”(9). Pero sucede que las masas
requieren, hoy más que nunca, de la mejor metafísica, es decir de una que les permita concebir la
vida como una empresa con sentido.
El primero de esos dioses, el de la Hausfrau, tiene una ventaja enorme, pues es interlocutor directo
del más humilde, es capaz de preocuparse por cada uno que lo invoca y que le formule promesas
o peticiones. Pero ese Dios es indiscriminado, excesivamente dadivoso y, por ende, no funciona
como un referente útil para distinguir el bien del mal ni, menos aún, para ayudar a precisar el
rumbo de la historia. Ese Dios de la cotidianidad resulta además abusivamente represor de las
grandes olas de transformación y renovación, que chocan en un momento dado con las normas y
los prejuicios establecidos. Apenas sirve para responder a las demandas inmediatas y a las
aspiraciones más limitadas. Tiene la virtud de servir a todos, pero de manera arbitraria.
El Dios de los grandes eventos, el Dios de la historia es el Dios del sacrificio, del “costo social”, como
se dice ahora. Es un Dios capaz de sacrificar generaciones en aras de un “progreso” que bien puede
que nunca llegar y que, funcionalmente, ha servido más a la represión y a la justificación de la
injusticia, que a la emancipación de la humanidad. Por lo demás, es un pésimo interlocutor de los
más débiles y de aquellos que tienen una preocupación o un temor o un deseo pequeño.
El Dios redentor es el menos útil, pues su mera existencia implica la noción de una malformación
congénita de la especie, de un mal original por el que habría que pagar en vida. Es pues, contrario
a una ética de autoafirmación y de elevamiento.
Podría objetarse aquí que el valor de la conciencia es relativo, y que, por ende, se está dando un
salto lógico injustificado al pretender atribuirle un valor absoluto. Lo cierto es que la conciencia,
en su modalidad original más primaria fue, sin duda, un instrumento de sobrevivencia del mismo
modo que podría serlo las garras, o las alas. Una teoría del conocimiento que ignore este hecho
carece por entero de validez. El asunto es que la conciencia se ha mostrado capaz de trascender
ese uso original, su naturaleza inicial y que ha agregado a sus funciones elementales otras más
significativas. Así como se lleva dicho, de ser un instrumento diseñado para la sobrevivencia de la
especie, y tomando como punto de partida su capacidad crecientemente desarrollada para
construir un entorno artificial, ha trascendido sus funciones y propósitos originales y se ha
convertido en un instrumento capaz de incidir sobre la propia naturaleza. Si su relación inicial con
la naturaleza era difícil y conflictiva, pues debía aprender a arrancar de ella condiciones no dadas
inicialmente para la supervivencia del cuerpo humano, hoy su relación con la naturaleza puede
basarse en lo que Prigogine ha llamado un nuevo pacto, es decir, el hombre puede actuar sobre la
naturaleza como un elemento forjador de órdenes inesperados, pero más estables que los que se
generan de manera espontánea.
Esa es la tarea que está por emprenderse. Por ahora vivimos en una encrucijada, pues esa tarea
podría dejar de desempeñarse en la medida en que actitudes que corresponden a la conciencia
original y primaria se mantengan y se lleguen a imponer sobre actitudes más innovadoras. Nada
asegura que la posibilidad de continuar la construcción de Dios sobre la tierra se mantenga vigente.
El mal, en la forma de una actividad consciente, pero destructiva de la vida podría prevalecer y, si
todo se mantiene como hasta ahora, si las mismas fuerzas e ideas que hacen andar al mundo hoy
se mantienen vigentes y dominantes, esto último es lo más probable.
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