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LA AMISTAD1

Maurice Blanchot

¿Cómo aceptar hablar de este amigo? Ni para el elogio, ni en el interés de alguna verdad.
Los rasgos de su carácter, las formas de su existencia, los episodios de su vida, incluso
acordes con la busca de la que se sintió responsable hasta la irresponsabilidad, no
pertenecen a nadie. No hay testigo. Los más próximos sólo dicen lo que les fue próximo,
no lo lejano que se afirmó entre esa proximidad, y lo lejano cesa desde que cesa la
presencia. En vano pretendemos mantener, mediante nuestras palabras, mediante nuestros
escritos, lo que se ausenta; en vano le ofrecemos el aliciente de nuestros recuerdos e
incluso una especie de figura, la dicha de seguir a la luz del día, la vida prolongada con una
apariencia verídica. Sólo pretendemos llenar un vacío, no soportamos el dolor: la
afirmación de ese vacío. ¿Quién aceptaría acoger su insignificancia, insignificancia, tan
desmesurada que no tenemos memoria capaz de contenerla y que nos obligaría a nosotros
mismos a deslizarnos ya hacia el olvido para llevarla, el tiempo de ese deslizamiento, hasta
el enigma que ella representa? Todo lo que decimos no tiende sino a velar la única
afirmación: que todo debe borrarse y que sólo podemos permanecer fieles velando por este
movimiento que se borra, al que algo en nosotros que rechaza cualquier recuerdo pertenece
ya.

Sé que hay libros. Los libros permanecen provisionalmente, incluso si su lectura debe
abrirnos a la necesidad de la desaparición en la que ellos se retiran. Los libros mismos
remiten a una existencia. Esta existencia, puesto que ya no es una presencia, comienza a
desplegarse en la historia, y la peor de las historias, la historia literaria. Ésta, investigadora,
minuciosa, en busca de documentos, se adueña de una voluntad difunta y transforma en
conocimientos su propia aprehensión de lo que le ha tocado en herencia. Es el momento de
las obras completas. Se quiere publicarlo «todo», se quiere decirlo «todo», como si sólo
hubiera una prisa: que todo sea dicho; como si el «toda está dicho» debiera finalmente
permitirnos detener un habla muerta: detener el silencio piadoso que viene de ella y retener
firmemente en un horizonte bien circunscrito lo que la equívoca espera póstuma mezcla
todavía ilusoriamente con nuestras palabras de vivientes. Durante tanto tiempo como exista
aquel que nos es próximo y, con él, el pensamiento en que él se afirma, su pensamiento se
abre a nosotros, pero preservado en esa misma relación, y lo que lo preserva no es
solamente la movilidad de la vida (que sería poco), es lo que de imprevisible introduce en
ella la extrañeza del fin. Y ese movimiento imprevisible y siempre oculto en su inminencia
infinita —el del morir quizá— surge no porque su término podría no estar dado por
adelantado, sino porque no constituye un acontecimiento que ocurra, ni siquiera cuando
sobrevenga, nunca una realidad capaz de ser aprehendida: inasible y manteniendo hasta el
final en lo inasible a aquel que le está destinado. Esto imprevisible es lo que habla cuando

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«La amitié», Les Lettres nouvelles, nº 29, octubre de 1962 (Georges Bataille había muerto el 8 de julio
de ese mismo año).
él habla, eso que en vida esconde y reserva su pensamiento, lo aparta y lo libera de
cualquier embargo, tanto el del afuera como el del adentro.
Sé también que, en sus libros, Georges Bataille parece hablar de sí mismo con una libertad
sin coacciones que debería desprendernos de toda discreción — pero que no nos da el
derecho a ponernos en su lugar, ni el poder de tomar la palabra en su ausencia. ¿Y es
seguro que habla de sí? ¿Hacia quién nos dirige ese «Yo» cuya presencia parece manifiesta
por su busca en el momento en que ésta se expresa? Ciertamente hacia un yo bien diferente
del ego que desearían evocar, a la luz de un recuerdo, aquellos que lo han conocido en la
particularidad dichosa o desdichada de la vida. Todo lleva a pensar que esta presencia sin
nadie [sans personne], que está en tela de juicio en un movimiento así, introduce una
relación enigmática en la existencia de aquel que ha podido decidir hablar de ella, pero no
reivindicarla como suya, todavía menos convertirla en un acontecimiento de su biografía
(más bien una laguna en donde ésta desaparecería). Y cuando nos planteamos la pregunta.
«¿Quién fue el sujeto de esta experiencia?», esta pregunta quizá ya da respuesta, si, a aquel
mismo que la ha planteado, ella se le ha afirmado en esta forma interrogativa, sustituyendo
el «Yo» cerrado y único por la apertura de un «Quién» sin respuesta; no que eso signifique
que solamente le fue preciso preguntarse: «¿Cuál es ese yo que soy?», sino mucho más
radicalmente reponerse sin descanso, no ya como «Yo», sino como un «Quién», el ser
desconocido y resbaladizo de un «Quién» indefinido.

Debemos renunciar a conocer a aquellos a quienes nos liga algo esencial; quiero decir,
debemos acogerlos en la relación con lo desconocido en que nos acogen, a nosotros
también, en nuestro alejamiento. La amistad, esa relación sin dependencia, sin episodios y
donde, sin embargo, cabe toda la sencillez de la vida, pasa por el reconocimiento de la
extrañeza común que no nos permite hablar de nuestros amigos, sino solamente hablarles,
no convertirlos en un tema de conversación (o de artículos), sino en el movimiento del
entendimiento [entente] donde, hablándonos, ellos reservan, incluso en la mayor
familiaridad, la distancia infinita, esta separación fundamental a partir de la cual lo que
separa se convierte en relación. Aquí, la discreción no está en el simple rechazo a entrar en
confidencias (cuán grosero sería eso, incluso imaginarlo), sino que es intervalo, el puro
intervalo que, de mí a ese otro [autrui] que es un amigo, mide todo lo que hay entre
nosotros, la interrupción de ser que nunca me autoriza a disponer de él, ni de mi saber
acerca de él (aunque fuere para alabarlo) y que, lejos de impedir cualquier comunicación,
nos relaciona a uno con otro en la diferencia y a veces el silencio del habla.
Es verdad que esta discreción se convierte, en algún momento, en la fisura de la muerte.
Podría imaginarme que en un sentido nada ha cambiado: en ese «secreto» entre nosotros
capaz de situarse, sin interrumpirla, en la continuidad del discurso, había ya, desde el
tiempo en que estábamos uno en presencia del otro, esta presencia inminente, aunque
tácita, de la discreción final, y a partir de ella es como se afirmaba tranquilamente la
precaución de las palabras amistosas. Palabras de una orilla a otra orilla, habla que
responde a alguien que habla desde el otro borde y donde querría realizarse, desde nuestra
vida, la desmesura del movimiento del morir. Y, no obstante, cuando llega el
acontecimiento mismo, aporta un cambio: no la profundización de la separación, sino su
borradura; no el ensanchamiento de la cesura, sino su nivelación, y la disipación del vacío
que había entre nosotros donde antaño se desarrollaba la franqueza de una relación sin
historia. De modo que en el presente lo que nos fue próximo no sólo ha dejado de
aproximarse, sino que ha perdido hasta la verdad de la extrema lejanía. Así la muerte tiene
esta falsa virtud de parecer que devuelve a la intimidad a los que han estado divididos por
grandes discrepancias. Ocurre que con ella desaparece todo lo que separa. Lo que separa:
eso que pone auténticamente en relación, el abismo mismo de las relaciones donde se
sostiene, con sencillez, el entendimiento siempre mantenido de la afirmación amistosa.
No debemos, mediante artificios, fingir que proseguimos un diálogo. Lo que se ha
desviado de nosotros nos desvía también de esta parte que fue nuestra presencia, y nos es
preciso aprender que cuando las palabras se callan, unas palabras que, durante años, se
ofrecieron a una «exigencia sin miramientos», no solamente ha cesado esta habla exigente,
sino el silencio que ella hizo posible, de donde ella regresaba, siguiendo una pendiente
insensible, hacia la inquietud del tiempo. Sin duda, podremos todavía recorrer los mismos
caminos, podremos dejar que vengan imágenes, apelar a una ausencia que nos
figuraremos, merced a un consuelo engañoso, que es la nuestra. Podemos, en una palabra,
recordar. Pero el pensamiento sabe que uno no se acuerda: sin memoria, sin pensamiento,
[el pensamiento] lucha ya en lo invisible donde todo recae en la indiferencia. Ahí está su
profundo dolor. Es preciso que [el pensamiento] acompañe a la amistad en el olvido.

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