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Perdido en el trópico de las ideas

Luis Brun

“Soren”, la quinta película del realizador boliviano Juan Carlos Valdivia, ha sido estrenada hace una
semana. Las primeras imágenes que vi de esta obra fueron los fragmentos revelados en teasers y trailers.
Imaginé entonces que estaría frente a una obra en la que confluyeran los rasgos más distintivos del
cineasta paceño, el melodrama de sus primeras películas, la mirada política de su segunda etapa, y el
trabajo en la puesta en escena, especialmente en el diseño de producción, que siempre fue cuidado, pero
que en “Zona Sur” e “Ivy Maraey”, alcanzaron una fuerza expresiva que llamó la atención no solo de la
crítica local sino internacional. Una vez vista la película en su integridad confirme algunas intuiciones y
quedé sorprendido con el resultado final.

Una de las primeras escenas de “Soren” se sitúa en una fiesta rave más que peculiar. Estas fiestas
temáticas y privadas denominadas (en algunos casos) “electro preste”, son un feliz encuentro entre dos
élites, la tradicional y la emergente, esa que Valdivia muestra en las últimas escenas de Zona Sur como
uno de los giros argumentativos más importantes de la película. En los “electro prestes”, se dice, el
derroche y la exuberancia son el leitmotiv, en donde se aprovecha el encuentro para celebrar una
bolivianidad renovada. Mixtura, cerveza, luces led, colores dorados y fucsias, morenos y kusillos, beats
europeos acompañando el latente fervor nacional de conocerse y reconocerse, con máscaras propias y
prestadas, integración y apropiación cultural al mismo tiempo, un preste sin deidad, o tal vez con una
nueva, finalmente, un negocio, la paradoja de un capitalismo revitalizado. En “Soren”, Valdivia aborda
este fenómeno periféricamente, la puesta en escena se queda corta para retratar todo ese enmarañado
y a momentos surrealista espacio. Si bien es destacable que el director haya elegido este contexto como
punto de partida, el mismo es desaprovechado, pues pensado como prólogo podría haber dado
musculatura al conflicto de la trama y darles consistencia a los personajes que introduce: Amaru, Paloma
y Soren.

Soren, interpretado por Willy Cartier, irrumpe al principio como un “gringo mochilero”, para ser luego el
guía espiritual y dionisiaco amante de Amaru y Paloma, la pareja protagonista de la película. Amaru
(Romel Vargas) es parte de una familia adinerada aymara, probablemente de origen humilde, y que ahora,
en el actual contexto, emerge y disputa espacios de poder a la burguesía tradicional, misma que podría
estar representada por Paloma (Pamela Peró), joven diseñadora del oriente boliviano. Los tres personajes
vivirán una enrevesado ir y venir amoroso, matizado con estampas de lo mejor del paisaje boliviano.
Suena bien como premisa. Intentando abrazar los clichés, los estigmas y pasando por alto la evidente
intensión del visionado turístico de algunas escenas, se podría haber logrado una película atractiva e
incluso cuestionadora, pero no fue así, la crisis de honestidad y mirada es evidente.

Cuando hablamos de honestidad en una película, estamos muy lejos de decir “verdad”, porque de esa,
hay muchas. La honestidad en el cine es aprovechar los recursos y encontrar el camino y lenguaje que
mejor cuente una historia, incluso si esta se imagina o inventa y así conmover y cuestionar al público.
Lograr que empaticemos con un personaje, aunque este sea un marciano, porque entendemos sus
motivos, porque revela nuestra naturaleza. Aunque “Soren” aparenta ser una película simple, Valdivia
intenta articular un discurso sobre tres personajes y en diferentes niveles: el amor, las relaciones de
pareja, las diferencias sociales, geográficas, ideológicas, de género, y en todas, finalmente, la tarea le
sobrepasa, porque se fuerza el lenguaje, se redunda, y es evidente que lo estético intenta compensar lo
dramático y narrativo, cuando debería ser en sí mismo parte de la narración.

El único momento en el que el director parece acertar es cuando las imágenes reflejan el vacío y sin
sentido de una pareja de clase media alta, su egoísmo y su existencialismo ingenuo y vacuo. Entiendo que
los protagonistas deberían verse opuestos en algunas ocasiones y muy similares en otras, pero son más o
menos lo mismo todo el tiempo. Mientras los familiares de Paloma le dicen a Amaru “cholo masista”, tal
como lo cuenta Amaru tras una borrachera, este, imagino, podría decirles “k’aras vende patrias” y de
todas maneras sonaría igual de vacío y acartonado. Los protagonistas parecen una versión publicitaria,
inútilmente estetizada de la clase social a la que representan. Cuando Pasolini muestra a la contra-cultura
hippie en Zabriskie Point (1970), con un lenguaje muy cercano al spot publicitario, lo hace para llamar la
atención acerca de un movimiento social que será poco a poco absorbido por el capitalismo, aunque al
mismo tiempo los idealice. Cuando Valdivia muestra una fiesta ecléctica, fashion, hípster, intelectual, y
multiétnica cocinándose a fuego lento en las brasas de algún alucinógeno, solo nos muestra eso, el placer.
Si poner en evidencia lo insustancial que pueden sonar ahora conceptos como el vivir bien, feminismo o,
inclusión, despojados de su esencia y reducidos a simples “tips de autoayuda” o corrección política, fuera
el objetivo de Valdivia, la película podría tener un norte. Sin embargo, el film pierde conciencia de eso, y
se cree todo lo que dice. Como ráfagas de serenidad y elocuencia surgen imágenes y metáforas
interesantes, como los caminos que los personajes se imaginan en los pliegues de las sábanas, caminos
muy similares a los de Ivi Maraey, o los momentos en que los paisajes intentan decirnos algo más que solo
“Bolivia corazón del sur”, pero pronto la narración cae y luego se desvanece irreversiblemente. Ya que,
por la ausencia de recursos narrativos, es difícil sostener alguna idea creíble y/o clara sobre nuestra
realidad como país, la mejor opción sería intentar cerrar de la manera más digna la historia de amor de
los tres personajes, pero ya es muy tarde.

En este punto los personajes no logran desarrollarse ni establecer la necesaria empatía con el público,
¿qué los motiva?, ¿cuál es el motor que activa sus deseos?, ¿a dónde quieren ir?, ¿realmente importa si
Amaru o Paloma son felices juntos, como pareja, haciendo un trío con Soren, o solos? Que yo no entienda
eso, o que no lo sienta no significa que la película haya cumplido su objetivo de relativizar todo, es que
simplemente es desconcertante lo errático del tratamiento. Por otro lado, estas no son preguntas que los
personajes deban responder literalmente (que sí intentan hacerlo en diálogos por demás forzados y que
me he sentido tentado a transcribirlos en este texto), son respuestas que deben entreverse de la voz
narrativa del director, de su mirada, de sus imágenes, de los hechos y acciones de los personajes, en fin,
de su discurso. Pasada la mitad del film, narrador y personajes parecen compartir extravío en el trópico
cochabambino y ni el repentino homenaje inconsciente a cierta película mexicana de principios de este
siglo nos ayuda a entender lo que está pasando.

“Zona Sur” tampoco tenía un guión brillante, sin embargo, el objetivo principal era claro, y se articulaba
de manera notable con la puesta en escena. En esta película de 2009, el diseño de producción y la
arriesgada puesta en imagen fueron clave, tan caprichosa como interesante, funcionaba con lo que se
decía. Esos travellings circulares que soportaban preciosos planos secuencia, devolvían al cine boliviano
la fuerza de poder inyectar a través de la plasticidad de la imagen todo un entramado complejo de
realidades críticas. Posteriormente, en “Ivi Maraey” (2013), se evidenciaría ya huecos narrativos y ciertos
“atajos” que usó Valdivia para parcharlos. Los recursos se repetían: confrontar campo/ciudad,
cosmovisión occidental y cosmovisión indígena, lógica y razón frente a lo intuitivo y sensible, todo pegado
con frases reflexivas y que sustentaban la historia ahí donde la barca hacia aguas. Montones de papel con
cientos de ideas, agolpadas unos tras otras se derramaban en la mesa del protagonista, mientras, bellas
imágenes del chaco boliviano, acompañadas de una voz en off en guaraní, criticaban las mismas
pretensiones del director/personaje. Valdivia en cierta medida ironizó sus propias limitaciones y las usó
para justificar el conflicto de su historia, en ese entonces salió a flote y airoso.

Con “Soren” y su esfuerzo por cuestionar (¿o celebrar?) el hedonismo, ya no tenemos opuestos, lo que
está bien como premisa, pues se podría decir que los contrastes de las películas anteriores encontrarían
ahora un desarrollo mucho más matizado y complejo. Pero, la ausencia de este recurso, que en otras
oportunidades sirvió a Valdivia para lograr un andamiaje cuasi dialéctico, esa especie de tensión y
equilibrio de dos mundos, aquí solo revela la imposibilidad del director para imaginarse a las clases
populares más allá de los estereotipos, los de antes y los de ahora.

Así como Valdivia recuerda a Kierkegaard, existe otra curiosa referencia en la película. Llegando a la mitad
del metraje, Soren, en este caso el protagonista, está mirando al horizonte accidentado de montañas,
bañadas por densas nubes que parecen olas. La imagen recuerda un cuadro de Caspar David Friedrich
denominado “El caminante sobre el mar de nubes”. Esta pintura, asociada a la corriente estética del
romanticismo, hablaba, entre otras cosas, de soledad, aislamiento e introspección, la libertad, pero
mirada como cierta nostalgia, además colocaba el paisaje en un lugar importante, como personaje que
refuerza esos sentimientos. Todos estos elementos - presentes en la película - aunque de manera errática
y a momentos estridente, pudieron encaminarse con más cuidado y simpleza hacia una historia generosa
con sus personajes y, es posible, que nos hubiéramos llevado algo importante después de salir de la sala
de proyección. La buena noticia es que pese todo, Valdivia volvió a arriesgarse y colocar sobre la mesa
temas que no se pueden soslayar y que son necesarios debatir, claro, eso de arriesgar implica que puedes
ganar, perder o finalmente, perderte.

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