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Francisco Giner de los Ríos

1948

Edición digital

Febrero de 2015

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Sobre un cuadernillo que no se sepa-
ró nunca de mí, estos rápidos poemas y
notas de viaje fueron naciendo durante
el mes de julio de 1945, en una excursión
a Oaxaca de los becarios del Cetro de Es-
tudios Sociales de El Colegio de México.
Las notas breves del cuadernillo –a veces
una palabra sola–, y la gozosa memoria
de tantos piedra, cielo, mar y campo,
han crecido después en mi escritura has-
ta este libro que ahora ofrezco. Si no lo
hubieran impedido acontecimientos que
me hicieron abandonar México y que
acapararon por completo mi atención de
estos dos años últimos, este libro peque-
ño sería mayor y hubiera podido llegar a
ser una especie de diario, bastante com-
pleto y fiel, de aquel viaje. Las páginas
que siguen no aspiran más que a guardar
lo más fresca posible parte de la belleza
que me invadió milagrosamente aquellos
hermosos días del que yo creí mi último
verano de México. Y quiero que sean mi
primera señal de vida – en prenda de
amor para ella – al regresar a la tierra
que las movió temblando hacia la luz.

F. G. R.
Febrero, 1948

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A la memoria de
Héctor Pérez Martínez
Poeta y escritor,
esperanza de mexico,
noble y constante amigo.

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CAPÍTULO I
CAMINO DE OAXACA

A ciudad comienza a despertarse cuan-

L
do nos vamos. La neblina deja ver una
pureza escondida que se esconderá del
todo dentro de unas horas, vencedor ya
el ajetreo. El sol levanta apenas y en los
camiones de Aviación, que nos preceden
hacia la carretera, brilla su primera luz sobre un rocío ama-
rillento y sucio. El campo, de pronto.
“MI torito consentido”, camión de carga, nos cornea
casi sobre el camino, en su fuerte arrancada hacia la que-
rencia ciudadana.
¡QUÉ verdes! Toda fresca en los ojos, la mañana no pa-
rece vivir más que en ellos: verde bajo y suave de las pra-
deras, verde alto y oscuro de los pinares, verde altísimo,
neblinoso, rompiendo a azul con el primer sol, del cielo
recién levantado de la tierra, con solo su frescura –prados
húmedos, cielo mojado otra vez– en la cara. Imposible
contarlos en tanta mañana nueva, verde todavía también,
sobre el aire que le vamos alcanzando a su figura. Verde
amarillo, amarillento, amarillante, amarilillo, (limón casi,
Donaciano), verdirrojo de pronto, verde oscuro ahora, ver-
de perdido, logrado de repente, quieto una vez, escurridizo
luego por la cañada, trepador de más viento allá arriba, lar-
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go y delgado en el fondo –casi azul ya, morado todavía– de
las montañas.
EL valle de México en lo bajo, nos empuja a más cielo
entre estos pinos, quieto en las peñas que lo reflejan –al
cielo– entre su verde.
¿PARA qué más que tu nombre, Puerto del Aire?
RÍO Frío. El largo café –lo espejos adormilados todavía,
entrevistos la mañana y nosotros en el suave vaho de sus
cristales– nos deja sin campo, friolentos entre su despa-
rramada tibieza y el aerecillo helado de estas sierras que
traemos dentro.
“SELVA oscura” y el sol ya.
SAN Martín Texmelucan, todo maíz y azulejos a su en-
trada, nos regala la animación mañanera de su mercado,
el brillo de la loza un momento en los ojos. Nos quedaría-
mos en él, los ojos curiosos por mil recovecos, las manos
pesando y sopesando éste y el otro cachivache, los dedos
sobre la lana colorida o la loza azul y blanca, divertidos en
el regateo ingenioso, un buen rato. Y el ventanillo del au-
tomóvil nos enseña de pronto –breve curso de mitología
en México, agridulce de pulque el aire– el letrero de una
cantina: “Baco Junior”
LA nieve del Popo nos sigue allá en el cielo, tras el otro
cielo verde del maíz, toda la mañana. La nieve surge, redon-
da, rotunda, entera, de un cinturón de nubes que le corta
abajo la falda azul. Verde, azul y blanco al sol abierto ya. Y
la nube gris, casi gasa densa, traspareciéndose sin embar-
go, como queriendo irse, sin poder, sin querer también, del
nevado gigante, lo acaricia lentamente en su marcha hacia
Ixtla, suave sombra única del cielo, blando y concreto en
ella, enredado en su gracia.

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EL POPO Y LA MAÑANA

El Popo se desnudaba
en la mañana primera.
El vestido de las nubes
por su cabeza descuelga
sobre el campo de maíz
ya verde la verde tierra.
La nieve que le corona
relumbraba en su cabeza
como otro sol blanco y puro
que otra aurora le despierta,
y fingía en la mañana
toda una augusta realeza
que le desmorona a gritos
su altura por la pradera.
Los gritos iban alegres,
clara desnudez abierta,
sólo turbada en las nubes
que la cintura le inquietan.
El frío de la mañana
su falda hacía violeta
y el maíz le contagiaba
imposibles transparencias.
El Popo estaba temblando
todo cándida inocencia
en la mañana temprana
que le soltaba las riendas.
¡Cómo cabalga en el campo,
toda desnuda su sierra,
apagado su volcán
e incendiada su belleza!

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Jinete en la majestad
de su majestad serena,
parecen mentira todas
sus azules impaciencias,
si ya en su cinto de nubes
tiene la mañana presa
y la siembra en el maíz
y en el maíz la despierta
y la levanta hasta el cielo
ardida en su nieve tierna.
Por fin el viento le arranca
las vestiduras postreras,
y cuando queda desnudo
frente a los llanos de Puebla,
el aire dulce y suspenso
en la mañana primera
prende su gracia en azules
piedra ya su leve fuerza.

EL mercado de Huejotzingo, al pasar, despliega a lo lar-


go del camino los colorines de sus sarapes, luchadores con
el sol. ¡Qué bien, cada vez más, ese lindo sarape serio, de
un solo color inimitable, salvado aun, siempre, del sarape
mexican curios, tan gringo ya, tan poco verdadero! Aquel
negro con rayita colorada, de pronto.
LA carretera otra vez. Economía encuentra consonante
en cortesía. Y la rima en los camiones que adelantamos:
“No es falta de cariño, es falta de llantas”.
CHOLULA, como sembrada en el campo con sus cú-
pulas innumerables, nos llena de extrañeza una vez más,
como siempre. Pequeños humos aislados nos recuerdan
que alguien habita en esta naturaleza muerta en azulejos,

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cúpulas, ábsides y cruces, viva sólo en el temblor de los ver-
des matinales. Y soñamos que esa campana que cantó al
pasar, a lo lejos, la mueve toda aquella otra vida enterrada
en las piedras cristianas, que la mueven esas otras piedras
que la siguen haciendo palpitar bajo la hierba.
SUBIMOS a los jardines aledaños de Puebla. Y dejamos
atrás, con la mañana que les pertenece a ellas solas, las to-
rres que la entregan al cielo.

(Cantas Puebla, entre tus llanos,


tendida en tus azulejos,
como queriendo escaparte
por tus torres hasta el cielo.
Los ángeles de tu nombre
por la mañana iban quietos,
prendida en tu caserío
la angélica paz del vuelo.
Presa tu fuerza callada
en la malla de tus cerros,
volar intentabas, Puebla,
desde los verdes más tiernos.
Tu clara piedra parece
otro clarísimo cielo.
Mis ojos frente a tu campo,
a mis espaldas te dejo
cantando, Puebla, en los llanos,
tendida en tus azulejos.)

EL viento se hace suave colina en aquel cerro, olvidado


ya, sobre el verde maíz, de los cañones franceses, puro y
solo en la mañana cada vez más alta.

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OTRA vez San Francisco Ecatepec, con su precioso azu-
lejo poblano, armonioso en sus colorines a cualquier hora
del día. Está bien esta mañana, como estaba bien otras
tardes antiguas. Y no desmiente en su gracia elegante, po-
pular y culta a la vez, la gracia en vilo de esos campos de
Puebla, casi más sembrados de iglesias que de otras cosas.
¡Bien “tiró los cordeles” sobre su verde mapa el padre Mo-
tolinía! En esta hora de la mañana, todavía el primer sol,
parece que entre el maíz se despiden de cielo propio –cúpu-
las de azulejo– las infinitas estrellas últimas.
HOY sí puedo copiar unos versos que me llamaron la
atención otras veces sobre la tumba frontera a la iglesia.
Los dedica una madre a su hijo, y no me parecen tan bue-
nos ahora como el último día que los vi, salvada su orto-
grafía primorosa, doblemente primorosa sobre el azulejo
verdiblanco:

“No llores madre por mí;


si la tierra abandoné,
en el cielo ángel seré
y a Dios rogaré por ti.
Pronto los males sufrí
de la vida que probé
y un ¡ay! De dolor lancé;
te di un vezo y me dormí.
No llores madre por mi
que en el cielo desperté”.

CHIPILO se despereza en la mañana, tierno entre su


blanca mantequilla, enredada la gracia de su barro en las
trenzas sabrosas del queso. Una viejuca inclinada inverosí-
milmente, persigue a la nieta traviesa. En su gritar –silen-

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cioso para nosotros, puro ademán torpón de sus manos–
adivinamos el suave italiano trasplantado a este rincón de
México, que gozamos una tarde gozosa hace tiempo.
¡TERUEL! Es verdad. Este pueblecillo desparramado en
el llano se llama Teruel, como aquella ciudad que nos rega-
ló un diciembre de prolongado fuego, nuevo todos los días:

“Si me quieres escribir,


ya sabes mi paradero,
en el frente de Teruel,
primera línea de fuego.”

EL solo nombre trae la canción amarrada consigo. Y con


la canción, aquella cuarta compañía entre la nieve, aquella
fe, despierta siempre, de otros días más altos. Y ¡qué a lo
hondo en estos campos nuevos a los ojos!
EL campo sube al cielo por los cactos, mientras el calor
va invadiéndonos lentamente, la tierra caliente cercana ya.
ALCHICHICA. ¿Adónde va ese fotógrafo –única forma
negra en el cañaveral calor del mediodía–, la máquina al
hombro, tan seguro de su quehacer, el paso perdido, la cu-
beta, –que revelará no sabemos qué– casi fresca en la otra
mano, solo entre los jacales?
ACATLAN. A un lado de la plaza, demasiado embelleci-
da por un municipio amante de pavimentos, bancos y fa-
rolas, más allá de unas rejas que guardan un ancho patio,
las piedras rosaoro al sol de una iglesia llaman a contem-
plación. Pero el calor del mediodía nos recluye en un verde
tenderete de refrescos en cuyo interior se entrometen las
ramas de los árboles. La sinfonola se desata y “El ahorro
mexicano” –corrido para economistas– quiebra el silencio
pesado, caliente de la hora.

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DESPUÉS de comer –sobre la ancha tortilla el arroz y
los frijoles refritos, coronado todo de verde chile–, nos
entramos de lleno por la desolada Mixteca. El sol parece
achatarlo todo, insensible su peso en el aire, como libre
arriba, retorcido y preso en las duras tierras solitarias. La
serranía al fondo le cierra el paso toda envuelta en nubes,
poniéndole puertas a este campo que va trepando agrio y
reseco sus peladas alturas.
SE desata de pronto la tormenta. El granizo cubre los
campos y los vuelve en un momento sierra nevada y fría.
Retiembla en los cristales toda su furia suelta y nos deja
ver –el calor de la mano deshaciendo el vaho de los venta-
nillos– cómo la tierra dura de antes se derrumba jugando
por los desmontes que rodean la carretera. La quieta sole-
dad del campo, que tanto pesaba silenciosa y triste sobre la
tarde alta, se vuelve ahora casi bramido, como llamando a
la divinidad hostil y lejana, persiguiéndola e hiriéndola de
rayos y centellas en medio del recién nevado paisaje. Y de
repente se abre paso la carretera entre los montes, recu-
pera sus grises oscuros entre la tierra amarilla y dura otra
vez, y nos deja ver, sobre un fondo tiernamente verde, pro-
metedor de otras venturas, un sol del todo azul.
EL atardecer nos aventaja las espaldas cuando entra-
mos en Yanhuitlán, con sus torres rosadas y sus piedras
violetas del sol que ya se marcha. Tiene el cielo otra altu-
ra, como si la primavera le subiese a lo hondo después de
la tormenta abandonada. Ha llovido aquí antes y el valle
tiembla de verdes húmedos, suaves, casi pelusa blanqueci-
na sus caminos.
ENTRAMOS al convento, olvidados del códice famo-
so que guardara otro día, vueltos sólo a su luz de ahora,

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deseando ver el ciprés que dejan adivinar los altos mu-
ros. Aquí está, en medio del claustro callado, romántico
de abandono, de casi duende suelto entre sus piedras. La
luz del atardecer se mece blandamente en el rosaoro de su
fuerza callada. Y en el silencio nos quedamos un rato, como
en busca de nosotros mismos, nuevos entre el cansancio,
libertados al fin en la hermosura.
SOBRE la pelada pared de la iglesia, la amplia nave flota
el gran maderamen vacío de su aire, cortado sólo a ratos
por los retablos de oro viejo. Un precioso órgano empol-
vado nos deslumbra un momento de riqueza antigua, des-
bordando lo pobre del abandonado lugar. Sólo unas flores
de papel, unos lindos retablillos populares, unos cirios de
color, nos hablan de los hombres. Y un Cristo crucificado,
sumergidos cruz y pies entre las flores, parece esperar que
en la mañana vengan a cambiarle el descolorido vergel para
seguir gozando este silencio dulce de su iglesia.
ESTOS frailes españoles sabían elegir emplazamientos.
Las vegas vecinas recogen en su verde la inmensa, desbor-
dada intimidad del valle. Y los ojos se pierden más allá de
sus montes, buscadores del claror último del día, que jine-
tea limpio y puro los cárdenos horizontes.

ADIOS, Yanhuitlán violeta,


casi rosado en la tarde,
Tu alto ciprés nos despide
bajo tu cielo suave.
¡Cuánto aire llena el monte!
¡Que el corazón no se salte
de tanta piedra a su espalda
y a sus ojos tanta tarde!

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LA tarde parece cada vez más inmensa, lo mismo a lo
ancho –verdes ya grises de los valles y los campos– que a lo
alto –cielo hondo, sin nubes apenas, inmenso fuego rosa,
violeta, del sol que se pone–, mientras nos acercamos a
Oaxaca, que es ya casi presencia en nuestro deseo impa-
ciente: “tras lomita”, dice alguien, recordando el chiste. Y
“tras lomita” lo que nos espera es una lluvia fina –clásico
calabobos– y un cielo plomizo, para que tengamos de todo
en los últimos kilómetros. “Vamos a llegar con un cohete
de naturaleza “ (Catita Sierra.)
ANOCHECE cuando llegamos a Oaxaca. Sigue lloviendo
fino al entrar por la parte alta de la ciudad. El caserío se
aprieta en lo bajo, grisáceo en la lluvia y en la casi noche.
Torres adivinadas en el fondo y, como pesando de abierta
presencia, el valle anchuroso. Alguien piensa en el Marque-
sado y lo dice en voz alta, pero la noche lo domina ya todo.
Hotel casi a oscuras, con un precioso patio. Antes de cenar
nos asomamos a la plaza cercana. Soportales llenos de ca-
fés. Y nos asomamos también al mezcal de la tierra que nos
deja su hondo sabor.
ESTAMOS molidos del viaje, pero hay que ver un poco
la ciudad y unos cuantos preferimos perdernos en ella a
recogernos. Nos dejamos guiar por una lejana música de
tambor y chirimía que nos va llamando todo el tiempo. Y
por calles oscuras que permiten ver de vez en cuando pre-
ciosos portales o rejas corridas cargadas de flor, llegamos
frente a una casa iluminada. La música suena ahora con
toda su fuerza. Fiesta de hombres solos a la que no es dis-
creto asomarse.
LA ciudad no existe, de repente. Este silencio no pesa
sobre nada. Es un silencio esencial, completo, en el que el
perfume de las flores no es algo ajeno y adjetivo, sino casi

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carnal silencio mismo. Pero hay algo bajo esta quietud, una
como respiración, palpitación interna, que nos va dando el
pulso de Oaxaca y que parece cuajar de pronto en los tron-
cos de los árboles cuando llegamos de nuevo - ¿cómo?- a la
plaza. Nos sentamos en un banco, en silencio, a mirar un
farol estupendamente cursi, sublime casi sobre un fondo
de tabachines. La noche se tiende ahora sola, sobre la luz
de la plaza, y nos invita desde lo alto a su intimidad. La
ciudad parece haberse escapado allá arriba y nos brinda en
su piedra húmeda –ya casi madrugada– su soledad. Parece
desierta del todo, como si nada quedara bajo este silencio
palpitante. Y cuando al fin, sin quererlo del todo, a rastras,
nos vamos a dormir, creemos tener ya el pulso de la ciu-
dad con nosotros, pero ¿dónde, dónde está el corazón de
Oaxaca?
TODAVIA en el balcón –¡qué frío el precioso hierro la-
brado bajo los brazos desnudos!– buscamos en la proximi-
dad casi amorosa de la noche ese perdido, presente, obse-
sionante corazón de la ciudad. Y sentimos que en Oaxaca
todo va tierno por debajo y florece a piel de aire, desleída y
blandamente, como ahora la noche, que es lo único –ahora
y siempre– que sale al borde de su pecho. El pecho palpi-
tante sobre su corazón. Oaxaca, nuestro pecho ya.

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CAPÍTULO II
PRIMERA MAÑANA EN OAXACA

L sol de Oaxaca nos despierta, entrando

E
de la plaza por el precioso balcón. El ver-
de está tierno y húmedo todavía junto a
los bancos que disfrutan algunos maña-
neros catadores del aire. La sombra sua-
ve vence aún en la mañana, tímido el sol
para romper sus últimas gasas. Salgo al Zócalo en busca del
periódico, a darme grasa en los zapatos, como queriendo
entrar en la normalidad de esta vida provinciana, quieta y
segura. Los limpiabotas forman una larga fila bajo las ar-
cadas de la plaza. Ríen fuerte y comentan –cantarina y
rápida la voz– sus cosas. Tiene uno la sensación de que le
toman el pelo, con alusiones y risas que no entiende del
todo, pero que llega a entender a medias. Desde luego el
que me da grasa en los zapatos, al aclararse innecesaria-
mente que se ríen de aquel otro del extremo, me confirma
en la impresión primera. Y me divierto con ellos a mi costa,
tan poco divertido yo.
NOS va a enseñar Oaxaca don Joaquín Acevedo. Es li-
cenciado que no ejerce la abogacía; profesor que ha deja-
do de dar clases. Hombre enamorado de la tierra, que vive
para ella, sin otro afán en su vida que mirar y volver a mi-

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rar los campos y piedras que lo vieron nacer. A veces –nos
dicen– se pierde a caballo durante unos meses por valles y
sierras. Conoce los rincones de la ciudad como nadie y no
es seca su erudición –¡oh, manes de los eruditos locales!–,
porque está demasiado vertida en todas y cada una de las
cosas de su tierra para secarse. Lo mismo entiende de las
fechas y datos históricos de cada edificio que de los dulces
que se fabrican en este o aquel lugar, o del mejor mezcal
que se bebe en tal rumbo. Conoce igual los telares que la
cerámica, la mitología mixteca y zapoteca que las leyendas
y fastos dominicos, la literatura local que el banco mejor en
que mirar atardecer. Habla poco, preciso, siempre cortés
y amable, sin levantar jamás la voz, las manos sobrias en
el ademán, los ojos siempre brillantes de inteligencia. Ríe
fuerte y sano, sin esfuerzo, con la buena fe del que tiene la
vida limpia. Y respira amor a la tierra y a la ciudad por to-
dos sus poros. Es difícil, sería difícil, ver a don Joaquín en
otro lugar que en Oaxaca, tan en su sitio, tan a sus anchas,
toda la ciudad –piedras, luz y cielo– para él, en goce senci-
llo, entregado a su amorosa tarea de volver a ver, de cono-
cer más, de adelgazar y afinar más los datos, de saborear
mejor lo ya conocido, sorprendido siempre en su seguri-
dad, maravillado cada vez con la maravilla gozada muchas
veces antes, siempre nueva, siempre bien hallada. ”¡Mire
usted eso, mire qué hermosura!” Y los ojos pasean lentos
junto a los nuestros la piedra o el lienzo, el árbol o la noche,
ayudando con su vieja experiencia cuando algo se escapa,
pero sin llamar nunca la atención, cortés y respetuoso con
la miopía ajena. Y siente alegría cuando encuentra la com-
prensión que buscaba, cuando ve que los demás vemos lo
que él quiere y un poco como él quiere que lo veamos, con
ese amor en él ya encendido que ahora se enciende en no-

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sotros. ¡Qué estupendo don Joaquín en su Oaxaca! Estuvo
tan con nosotros, tan a gusto nosotros con él, que la ciu-
dad y sus campos no se separan de su figura amiga en el re-
cuerdo. Y será feliz al saberlo, porque Oaxaca es suya desde
siempre, de nacimiento, con ese amor de toda la vida cuya
delicia la ha ido ganando don Joaquín minuto a minuto de
su sabrosa existencia.
CALLE de la Libertad, con su libertad de sol y verde en-
tre la piedra, por la piedra, encerrada de montañas.
¡ESTA piedra verde! Es una mezcla tan lograda de ter-
nura y firmeza que maravilla como un compendio de lo de-
licado, siempre fuerte si bien lo vemos. Al mismo tiempo
nos parece que la piedra sostiene a Oaxaca y que Oaxaca se
escapa por ella –su densa respiración haciéndose inefable–
al cielo. ¡Qué tierna ahora en esa linda casa! ¡Qué fuerte en
ese largo muro, moviéndose graciosa en las rejas, hierro
fino labrado, lleno de aire! Los comercios la han llenado de
colorines, pintando encima sus grandes letreros con texto
y dibujos. Y está bien sin embargo. La ciudad, con ese mis-
terioso ser avasallador que nos ha ganado desde el primer
momento, le da su tono a todo.
POR las calles despiertas ya, con la gente a sus queha-
ceres –misa mañanera del domingo, mujeres a la compra–,
vamos llegando, maravilloso y suave el sol por la frente,
a la plazuela de Labastida, tan señora y tan graciosa. Un
enorme laurel, primoroso de aire y figura, nos enseña su
cuerpo herido: le cortaron una gran rama. Y la plaza no
parece sentir, vuelta sólo a los juegos de los niños, esta am-
putación de su belleza total.

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PLAZUELA de Labastida
¡que desalmada pareces!
Toda riendo y cantando
de cielo,voces y gente,
y en medio de la mañana
tu mejor laurel no tiene
la rama que más quería
en lo mejor de su verde.

NOS acercamos al antiguo convento de Santo Domingo,


que fué cuartel en su totalidad hasta hace poco y sigue sién-
dolo en no pequeña parte. Y la centinela no rima mal con su
piedra severa y religiosa. La mañana está ya alta del todo,
azul y brillante, y casi sentimos dejarla para entrarnos por
los portalones y visitar las antiguas celdas –ahora oficinas
militares– y el antiguo refectorio, abandonado y triste.
EN el patio, fuerte y desnuda la piedra de la arquería,
crece la hierba sola y libre. Esta parte del convento dejó ya
de ser cuartel, aunque en los muros, frente por frente de
los santos pintados entre los arcos, algún cartel militar –2ª
batería– recuerde la permanencia ruidosa de los soldados
en este silencio. Preciosas argollas clavadas en la piedra.
Guardan todavía a su lado el caracolear de los cascos de los
caballos en el patio, impacientes del alba vecina, o el salto
del jinete al suelo, la piedra arañada de plata por la espuela
ligera, el aire suspenso en su centella momentánea. En el
centro, una fuente se esconde casi entre seis columnas dó-
ricas, escondidas también bajo el dibujo de flores y pájaros
que esculpió en ellas el artista indígena. El escondite les da
nueva gracia, y lo que pierden de solemnidad lo ganan en
fuerza viva. En un ángulo, de entre la hierba, un pequeño
naranjo casi seco al lado, surge un reloj de sol que da la
hora silenciosa bajo la fecha grabada en lo alto: 1639.
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HOY día quince de julio
mil seis cientos treinta y nueve,
reloj de sol ya parado,
el agua canta en la fuente.
¡Que deje el sol a la piedra,
que el tiempo ya no se mueve
y yo estoy aquí conmigo,
tierna de siglos la frente,
gozando esta mañanita,
mil seiscientos treinta y nueve!

LA ancha escalera, con su piedra fresca bajo el polvo del


abandono de muchos años, nos recibe, generosa todavía de
su antigua esplendidez. Un volado balcón sobre su centro
nos muestra el fino hierro, cerrador de un cielo adivinado
detrás. En la cúpula, presidida por Santo Domingo, una
corte de santos de la Iglesia contempla en silencio nuestro
subir y bajar las escaleras, desde su desteñido color man-
chado aquí y allá por los nidos de barro que han hecho las
golondrinas. Dueñas y señoras del lugar, entran por los
ventanales – el cielo azul brillante entre su piedra – y pa-
recen ir a clavarse en las cabezas de los santos, en el oro y
el negro, rojos quemados ya, de su antigua pintura. Vida
en lo mustio de los altos techos sucios, señores y altivos
otro día, la dominica provincia en esplendor. Vida fina y
rauda, que hace más quieta, con la hora, la vejez de estas
piedras. Y el balcón, tan gracioso, tan fino, llamándonos a
verle traspasado de golondrina ligera, buscadora, casi ha-
lladora ya, de cielo.

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ROMANCE DE SANTO TOMAS (A Lolis)

SANTO Tomás me miraba


subir por las escaleras.
Todo vestido de negro
rojo y oro en la cabeza,
estaba callado y quieto
sobre su cielo de piedra.
El sol le quemaba el pecho
en una sonrisa abierta.
Por la insignia se escapaba
toda la luz de la iglesia,
que sus ojos se quedaron
presos en dulce tristeza.
Otros santos le acompañan
con otro en la presidencia.
Pero techo y santos todos
en la mañana no cuentan,
que es sólo Santo Tomás
el que me mira y me llena,
quieto entre las golondrinas
que le nimban la cabeza.
Han colocado sus nidos
de barro sobre la piedra
respetando el rostro serio
del pensador de la Iglesia,
mas las golondrinas dentro
el seso le picotean.
Y Santo Tomás me mira,
dorada y roja la testa,
tomista de tomo y lomo,
a pájaros la cabeza.

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AL salir a la calle, el carrito verde rechinando sus ruedas
sobre el empedrado lleno de sol, esta definición de la fres-
cura: “Para nieve fina, solamente El Bohemio.”
LAS rejas sobre el gran patio exterior, nos dejan ver
entre su hierro la iglesia de Santo domingo, con sus dos
torres desiguales, una más ancha que la otra, toda baña-
da de la luz del suelo la sombra de su piedra oro y verde,
finamente labrada. Sobre la puerta, bajo la ventana de un
coro adivinado, Santo Domingo en persona, con otro san-
to acompañante, lleva en sus manos, en un templo, toda
la provincia dominica. Graciosa y movida la portada, con
las estatuas de la Fe, la Esperanza y la Caridad en lo alto,
enmarcado todo en la piedra lisa de las dos torres. El cielo
azul, brillante, le da a esta piedra suave y fuerte a un tiem-
po una como frescura acogedora y limpia, casi verdura ya
su verde consistencia.
POR un momento nos traga lo oscuro en el portalón,
la fresca madera casi cubierta de anuncios y recomenda-
ciones eclesiásticos. Sólo por un momento, que luego la
selva de oro del techo primero, el aire de oro de la iglesia
toda después, la luz entrando a raudales por sus ricas vi-
drieras, nos vuelven a llenar de casi sol entre la sombra.
Sobre nuestra cabeza se extiende un árbol de negras ramas
con infinidad de hojas doradas, todo poblado de chatas fi-
guras, santos en busto. Todo torturado, vuelto y revuelto
sobre sí mismo, colmo de barroco colmado ya (recordamos
de pronto la cartuja granadina), como queriendo escaparse
árbol, ramas, figuras y hojas a luz mayor, vidriera del coro
arriba.
¡QUE luz en la iglesia ahora, traspasada esta selva que
sobrenada su retorcimiento maravilloso cerrando la en-
trada! ¡Qué luz otra vez, cuando ya los ojos saben los de-

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talles –postizo retablo horrible, con arquitos árabes, del
altar mayor–, para entregarse al aire rotundo, sencillo y
solemne de la iglesia entera! La luz revolotea sobre los oros
de los retablos, entre las flores frescas y de papel, rosas,
verdes, blancas, desteñido amarillo, abrazada a los hierros
que guardan las capillas, y se viene con nosotros, alcanzán-
donos la espalda, casi gritando delante de los ojos, hacia
la capilla del Rosario. De pronto se detiene en la morenita
cara de aquella niña y acaricia sus manos sobre el reclinato-
rio. Y mientras nos sentamos a un lado de la puerta, fresco
y espeso el silencio, la fiebre de la frente sobre el frío agra-
dable de la reja, se queda al fin quieta, casi tranquila, oro
total en las vidrieras de arriba, como asomada a la mañana
altísima.
A la puerta de la capilla del Rosario, pegado al muro el
alto cuerpo nervioso que la piedra ablanda, Fray Bartolo-
mé de las Casas monta su guardia, la pluma en la mano, al
aire. La seriedad que quiso imprimirle el escultor respetuo-
so se diluye un momento. Y el obispo de Chiapas se aban-
dona un poco en su casa dominica, lejos del quehacer con
sus indios y de las santas rabietas con los encomenderos,
y casi se sonríe, nos sonríe, señor, señorito sevillano al fin,
toda su gracia andaluza floreciéndole la cara.
(ESTOS dominicos nos han llenado de España el pecho,
con la riqueza de Santo Domingo en los ojos, vibrando to-
davía en el aire de la mañana nueva que nos da la salida
de la iglesia. ¡Qué hondo lo español de estas piedras tan
mexicanas, tan de la pura tierra de Oaxaca! ¡Qué llena fe,
en continuo desfogue de energía las palabras y las manos!
Fundar es verbo justo para todo esto, pero casi resulta frío,
como académico, junto al calor cordial. Dejar, no sirve para
lo permanente vivo. Es hacer soñando, con la fe en vilo, el

26
sueño entero, parirlo, nacerlo, darlo. Y empujando luego a
realidad lograda, en esfuerzo maravilloso, el corazón ba-
jando y subiendo hasta las manos. ¡Qué sueño perdurable!
¡Y cómo remueves en el hondón de lo nuestro, fe minera,
buscadora y halladora siempre de la intimidad!).
NOS vamos. Calle abajo, el sol en la cara, de repente
entrevista –vamos a volver ya volvemos–, la gracia fresca,
oscura y blanca, de un patio con jazmines.

TUS sienes en la mañana,


tu blanca blusa en el viento.
¡Quien te pusiera el jazmín
atravesado en el pecho!

¡CUÁNTA reja! Las calles, siempre la montaña al fondo,


sin cerrarse en color definido, siempre cambiando, no se
están quietas nunca, jugando entre los hierros, asomán-
dose a las habitaciones, pelando la pava con las macetas,
temblando bajo los brazos de las mujeres, trepando alegres
a los preciosos balcones corridos.
LA iglesia de San Felipe, al pasar, con unos niños que
escapan corriendo al mediodía, su risa chillona bajo la so-
lemnidad de los laureles.
ESTE es el jardín Sócrates, que el pueblo, olvidado de
erudiciones e historias ajenas, sigue llamando con su nom-
bre de siempre: La Soledad. Preciosa plazuela, llena de
árboles, la callada fuente en medio. El sol no llega casi a
través de la frondosidad de las ramas y es sólo, de vez en
cuando, una pequeña sonrisa blanca en el suelo, junto a la
fresca sombra. La salida de misa –la burguesa misa de una–
, ha llenado el jardín de risas y voces, la gente endominga-
da, pero la plaza guarda su quietud y su recogimiento en el

27
aire alto, tendido como un toldo sobre su silencio hollado.
Y los pájaros sostienen sobre las ramas –cielo perdido a los
ojos, fresco y cercano en la dulzura de los finos troncos– la
armonía escondida, ganada ya.

PLAZA de la Soledad,
ahora tan llena de gente,
todo roto tu silencio
de risas entre tu verde.
Sobre el revuelo de hoy
tu quieto vuelo de siempre.

TRASPASAMOS el portalón y entramos en el patio de


anchas losas. La piedra de los muros termina sobre el cielo
y corta su perfil en el fondo de la pelada serranía, distra-
yéndonos un rato la hermosura de su mediodía de la otra
piedra labrada que venimos a ver. Y aquí está. La portada
parece un retablo ella sola, y al centro, sobre la puerta, la
estampa de la Soledad, llevada a la piedra por el escultor
anónimo desde las páginas mismas de un antiguo libro de
devoción. Escultura y grabado en conjunción armoniosa.
En la piedra, con la finura de la pluma el cincel, los mil de-
talles preciosos de la estampa: el paisaje total con arbole-
da, castillete o iglesia, matorrales, calavera y cruz, procu-
rándole aire y movimiento a la Virgen central, graciosa y
casi coqueta bajo su nimbo, con una especie de desdén a
todo, encerrada dulcemente en el tremendo instante que
vive ante la cruz. La gracia de la estampa le quita patetismo
a la escena, pero le añade un no sé qué de viva luz que se
entra por los ojos con otra unción distinta. Levedad de la
piedra, de pronto, en todo este paisaje que rodea a la dulce,
coqueta, suavemente esquiva María.

28
A un lado de la puerta hay un Ángel-verónica, con el
rostro de Jesús en el pañuelo delanterillo sobre su cintu-
ra. Con los ojos en otro lado, absortos en la mañana, las
piernas todavía moviéndose bajo los rígidos pliegues de
sus vestiduras, nos da paso casi toreramente, con el ligero
quiebro de su actitud toda, citándonos desde su luz con sol
de ahora a la suave oscuridad de la iglesia. Y pasamos.
LA oscuridad primera se torna luminosa atmósfera
de iglesia en misa mayor. Encontramos sitio en un ban-
co cercano al altar, a la derecha, bajo un púlpito desde el
que se dicen ahora –la voz altisonante–, palabras que no
escuchamos, los ojos clavados del todo en la preciosa Vir-
gen que aquí se venera. Dice la tradición local que su ex-
presión cambia constantemente, que unas veces severa y
dura y otras dulce y sonriente. Pero en estos momentos no
parece mirarnos, atentos sólo los ojos a repasar el negro
manto bordado de oro. La seguimos mirando un rato y la
dejamos sola, con los ojos bajos, la femenina inquietud por
su tocado invadiéndola toda, para salir de nuevo al quieto
mediodía de su Oaxaca. En las escaleras –bajo la robusta
Purísima de la fachada lateral–, por las calles, camino del
mercado, don Joaquín nos cuenta con sencillez la leyenda
de la Soledad, que detiene con su fresca gracia antigua la
promesa en los labios del refresco de tuna. Y nos prome-
temos contárnosla en la quietud de la placita vecina, una
tarde de las gozosas que aún nos quedan en Oaxaca.
DON Joaquín nos guía entre el bullicio del mercado ha-
cia los refrescos. “Con sed no se come sabroso”.

29
LA FRESCURA DEL MERCADO
(Romance de Rosa Gracida)

MANOS de Rosa Gracida


sobre el hielo cepillaban
para que el hielo cantase
sus luces entre la horchata.
Por un momento ha brillado
y luego ya se apagaba,
callando a gritos de frío
tanta frescura callada.
Después Rosa con la nuez
su blancura apedreaba
para que en la horchata juegue
el cantar de la cuchara.
¡Qué blanca llega a la boca!
¡Cómo en la boca cantaba!
Y ahora en la otra y la otra
–frescura nunca acabada,
que nunca encuentra razón
del ansia que la destapa–
echa Rosa la alegría
de la tuna colorada.
También la tuna es canción
toda su sangre ya blanca,
ya blanca, ya casi rosa,
ya rosa, ya colorada.
Desde los brazos de Rosa
cuánta frescura bajaba.
Y ella escondía los ojos
tras parapetos de horchata
recelando que en su fuego

30
la frescura se acabara.
Ahora de piña, Rosita,
ahora de leche quemada.
Luego de piña otra vez.
El hielo ya se quejaba
de tanto raspar constante
del hierro sobre su cara.
Pero las manos de Rosa
sus penas le consolaban,
y lo hacen rojo en la tuna
y en la fresa rosa clara
y blanco en la leche fresca
y horchata en la dulce horchata.
¡Cuánta morena frescura
el cuello de Rosa guarda!
Y por lo brazos morenos
toda entera le bajaba
a hacerse blanca en el vaso,
por sus manos derramada.
Entre sus dedos el hielo.
Y el hielo ya suspiraba.
Todo el mercado se cuelga
de los clavos de su gracia,
y Rosa sonríe y sigue
piña que piña en la nata,
en la cabeza unas flores
y en sus ojos ya quemada
toda la frescura inerme
de la inocente mañana.
Rosa Gracida, más rosa
que la tuna por la horchata.

31
32
CAPÍTULO III
TARDE Y NOCHE DE LOS LAURELES

IN sed ya, hemos comido sabroso. Sobre

S
la larga mesa, en un lado del patio fresco,
han ido apareciendo y desapareciendo
los platillos de la tierra. El mole, culmi-
nación de todo, final casi glorioso, me
quema con lo más elemental de su com-
pleja salsa: su fuerza suelta, directa, fuego purísimo.
CRUZAMOS la plaza siempre recién mojada, como si
el rocío de esta mañana siguiese pegado a su hierba y sus
bancos verdes en este comenzar de la tarde. Nos quedaría-
mos un rato a la sombra fresca, oyendo los pájaros o casi
descabezando el sueño que envidiamos a aquel viejo tan
blanco de ropa y de cabellos sobre su piel morena y arruga-
da. ¡Oh, manes del mole oaxaqueño!
NOS recuperamos de lo pesado de la hora frente a la
sencillez solemne y severa de la catedral. Ancha y señora,
nos acerca su sombra serena y fuerte, casi dulce al tiempo,
de iglesia guerrera. Y nos ganamos del todo cuando entra-
mos a la oscuridad tan llena de frescura, de su sobrio inte-
rior. Poco a poco, como en un lento florecer de apagados
brillos, el oro viejo de los retablos nos llama entre la pie-
dra. Y sobre la madera del banco más lejano al altar mayor
gozamos largo rato, en silencio, de esta luz trepadora que
33
sube y baja los muros y las bóvedas hasta aventajarnos por
completo la penumbra que parecía envolvernos. Y vemos,
de repente, todo.
SALIMOS a la calle. Sol cegador, cielo azulísimo, casi
cruel para los ojos que traemos tiernos de la oscuridad de
allá dentro. Y sólo el verde de los laureles en medio del pa-
tio adivinado, por encima de las paredes y de las casas, nos
devuelve un poco a la frescura.

LAURELES, siempre laureles


por el cielo de Oaxaca.
La tarde, sobre un laurel,
nos mira pasar, y pasa.

ENTRAMOS en La Merced, iglesia chaparra como casi


todas las de la ciudad, luchadoras y vencedoras de terremo-
tos. Retocada y todo, conserva su gracia y la gana con las
lindas ofrendas –flores, cintas, retablillos– que la fe popu-
lar va derramando en sus altares (Habría que hacer, histo-
riadores del arte, una historia de este arte de la fe popular,
tan ingenua, tan bellamente expresada en mil detalles que
pasan desapercibidos entre los del otro arte monumental
de siempre. Es una delicia. Y habría que aprisionarla en fo-
tografías, en películas de color, porque esas flores de ahí
morirán mañana, y la corona que rodea los pies de esa vir-
gen debería guardarse para otros ojos que los míos gozosos
de esta tarde) toda la iglesia es un puro gorjeo en estos mo-
mentos. Distribuidos en bancos, con una señorita al fren-
te, niños y niñas –convenientemente separados– apren-
den la doctrina, repetida y recitada en voz alta, a coro. Y
cada grupo va por un trozo distinto. Sin dejar su parloteo,
lo niños nos siguen con los ojos, distraídos, vueltos a no-

34
sotros sin perder en su curiosidad las palabras, loros fijos
e inquietos en la madera del banco. Y cuando salimos –los
ojos de las maestras también ahora, sin el recato de antes,
sobre nosotros– a un patio abandonado, lleno de granados
frutecidos, nos acompaña el sonsonete de las voces, apa-
gándose suavemente al sol de la tarde.
“AHORA nos vamos a la pura tierra” (don Joaquín Ace-
vedo)
Y la pura tierra es esta calle tan ancha por que vamos
descendiendo hacia Los Príncipes, esta calle de los Már-
tires de Tacubaya, con sus laureles y una preciosa fuente
seca, que Rodolfo Sandoval, oaxaqueño de pro, que está
gozándose de nuestro gozo de Oaxaca, me regala ahora. Y
me la regala de tan buena voluntad, tan del todo para mí,
que, olvidado del grupo, acaricio los troncos de los laureles
como cuida su propio jardín un jardinero.

LAURELES, quien os pudiera


en su corazón guardar
y llevaros a otro cielo
donde poderos cantar
con otra voz que os hiciera
bajo el cielo caminar.
Laureles, que yo no quiero
quedar sin vuestro mirar
esta tarde y este viento
que me hacen desesperar.
Laureles, que ya sois míos.
No me dejéis sin cantar.
Veníos con la alta tarde
en mi corazón ya en paz.

35
LLEGAMOS a Los Príncipes, con su preciosa fachada
defendida por un arco lleno de solidez, tan hondo como
alto, que le da un cierto aspecto guerrero, de fortaleza que
ha encontrado su camino dulce. Y en medio de la iglesia,
olvidados de los oros viejos de sus retablos, de la hermo-
sa Guadalupe del dieciochesco Cabrera que se guarda en
sus muros, nos quedamos maravillados ante una peque-
ña virgen con alas, angélica en su ademán, enmarcada en
unas cortinas de seda rosa, llenas de sensualidad. Y hay de
pronto en el templo una invasión tierna de casi alcoba, de
femeninas intimidades que no pierden su calor suave en la
severidad del aire.
NOS escapamos al cielo por el patio, subiendo luego a la
tarde, y rompemos el verde oro caliente de la atardecida con
las campanas echadas a un tímido vuelo corto. Desde aquí
se ve más tierno el valle, casi muriendo debajo de nosotros
en sus huertas, trepando hasta la ciudad, que parece casi de-
sierta, sólo viva en algún humo de chimenea que se deshace
en la inmensidad del cielo bajo que nos aprisiona, escapados
a él, el aire apenas vivo entre las sienes, sol bajo ya.
Y ahora La Defensa, cerrada en estos momentos, defen-
diéndose a sí misma con su nombre de nuestra curiosidad.
Nos quedamos un rato, a gusto, bajo sus árboles, pesando
en las manos lo tierno de la tarde, lucha ya de sol y sombra
sobre las tapias vecinas de La Noria, la huerta en que Don
Porfirio hizo su plan famoso. Nos lo imaginamos a caba-
llo, entre la frondosidad de los árboles cargados de fruto,
rumiando sus ideas en la tranquilidad de otra tarde como
ésta, su estado mayor respetuosamente aguantando en la
casona. Y los verdes suaves de la hora nos lo borran de la
imaginación, clavados los ojos de verdad en las ramas que
acarician y perfuman de fruta las altas tapias de barro

36
ADIOS, La Noria callada.
Me gustaría quedarme
con tu huerta y con tus frutos
en la gracia de tu tarde.

POR las calles de Oaxaca, por su pura tierra, asomándonos


a los patios floridos, encontrando de pronto unos ojos en su
ventana, vamos hacia San Francisco. Primoroso rincón. Tam-
bién la iglesia está cerrada y tenemos que estarnos con la tar-
de sólo, bajo éste laurel extraordinario –¡qué colmo de laureles
entre tu cielo, Oaxaca!–, mirando la linda fachada empotrada
en su arco, frente a la graciosa torre con sus bronces callados,
sólo turbación en el aire los pájaros, fondo de piedra verde.

PAJARO en la piedra verde,


sobre su verde saltando,
volando desde su verde
a aquel otro verde alto.
Piedra verde y laurel verde,
ya casi verde es el pájaro.
¡Qué verde toda la tarde
en lo verde de su salto!
¡Y que verde el corazón
de verde anhelo colmado:
tan pronto en la verde piedra
como en el verde del árbol!
Como otro pájaro verde
es su verde sobresalto.
Y ya no sé sobre el verde
qué verdes están temblando:
si mi verde corazón,
la piedra, el laurel o el pájaro.

37
DESDE el rincón de San Francisco, por las calles otra
vez –más rejas corridas, más ventanas con flores, luz de
atardecer suave–, llegamos a la iglesia de San Agustín.
Magnífica escultura sobre su ancho portal. La piedra es
tiernamente blanca a esta hora y parece que la tarde le
presta su blandura final, casi pegajosa sobre la piel. La igle-
sia por dentro nos sobrecoge de desnudez y sobriedad. Y
los escasos retablos lucen más su oro viejo –encendidos y
temblorosos los candiles–, sobre el yeso frío. Cuando casi
nos ganaba la humildad y pobreza del recinto, con su sen-
cillez verdadera, alguien se pregunta a nuestro lado si será
ésta iglesia de penitencia, porque –dice–, está expuesto el
Santísimo. Nos refugiamos en la casi noche, que nos recibe
tierna cuando cruzamos de nuevo el patio callado, adivina-
dos los laureles del fondo, de ese fondo que Oaxaca tiene
siempre lleno de laureles.
DESPUES de la cena –tierna la ancha tortilla de maíz–,
paseamos por la plaza, alegremente iluminada y llena de
músicas que se escapan chillonas de los cafés. Sabroso el
mezcal de la tierra en los soportales, mientras la noche
pesa dulcemente sobre el arbolado, sobre nosotros, apla-
tanados ya en delicia casi total para que sea más delicia to-
davía. Y las calles de Oaxaca nos llaman y nos piden más
desde la luna que las baña ahora, nuevas y distintas ya en
su misterio permanente, azul su antiguo verde, flor caluro-
sa toda su piedra abierta por la noche. Y nos vamos. Nos
vamos a perseguir la noche de Oaxaca por Oaxaca, por su
calle más ancha, por los mercados, entre la cerámica que
descansa apilada hasta mañana, los preciosos cántaros.

(VA la noche de Oaxaca


entre sus cántaros negros.

38
La luna que hoy da en su barro
ternuras cubre de acero,
mas lo que es raíz de tierra,
tierra cocida en el fuego
de la leña de sus árboles
–fervor último del suelo–,
convierte a la luna en barro,
barro de plata y de hierro,
se hace nube y luz y voces,
tierra otra vez, siempre cielo.
Noche tierna de Oaxaca
entre sus cántaros negros)

YA solo, sin nadie, con toda la ciudad para mí, vuelvo a


marcharme, alta ya la noche, su luna más alta. Y me pier-
do por las callejas, camino del monte, para ver la ciudad
dormida desde aquel cerro con laureles que me ha estado
llamando todo el día, sin verlo apenas, pero siempre pre-
sente en su hermosura lejana. Y Oaxaca se estira de pronto
allá abajo, rodeándome, escapándose hacia el valle bañado
de luna, toda dormida, apenas encendidas algunas de sus
luces, como para temblar todavía más en este casi frío –
madrugada al fin–, que me va alcanzando la espalda.

SUBIENDO entre los laureles


llenos de la luna llena,
claro de luz y silencio
el alma clara me lleva.
Oaxaca duerme allí abajo
lo tierno de su existencia,
quieto su camino interior,
plata ya su verde piedra.

39
Yo la sueño en los laureles
en que mi silencio tiembla.
Santo Domingo y sus torres
el claro sueño le velan.

40
CAPÍTULO IV
MAÑANA EN EL CAMPO

IUDAD arriba, húmeda todavía la ma-

C
ñana en su rocío, dulce la hierba entre
las redondas chinas del empedrado, el
verde de la piedra reluciente, comenza-
mos la ascensión del cerro, camino mío
de la madrugada. Entre rosales, cuidado
el jardín, a medio camino del monumento a Juárez, se le-
vanta la planta purificadora de aguas. Oigo distraído las
explicaciones casi catalanas del ingeniero director. Las eses
mediterráneas son ya oaxaqueñas. Las máquinas dicen su
canción también. Y más aún cuando nos acercamos al rui-
do incesante, presidente todo el tiempo, de los surtidores
que ventean y asolean el agua. Aunque entre luego en otros
laberintos, tubos y estanques purificadores, el agua me pa-
rece del todo pura en la mañana, saltarina y alegre sobre sí
misma, toda llena de sol, enredada en su chorro primero,
cielo arriba, cielo abajo, sin atreverse del todo –jardín ci-
vilizado al fin– con los rosales vecinos. (Usted es refugiado
también. No lo puede negar, me dice con cordialidad catala-
na, sin acento ya sino a lo hondo del ingeniero Bueso. No
sé qué contestar ahora, entre el ruido del agua, todo vuelto
al sol, del todo fuera de mí, sereno en la mañana, purifi-

41
cado ya también. Y me río con él, sin separatismos de por
medio, jefes y esclavos del agua los dos.)

QUE tú vas por los laureles


tu recuerdo acariciando.
Yo me marcho con los míos
y hasta el laurel los levanto.
Por este camino al cerro
los dos juntos, tan lejanos.

JUÁREZ nos esperaba en su bronce, respetuoso de


nuestra inocencia –derecho ajeno que nos pertenece pací-
ficamente esta mañana–, subido sobre su pedestal de pie-
dra, monstruoso ángel bajo, desde el cielo. Con su mano
adelante, el índice extendido, saluda al viajero de Oaxaca
y le señala a un tiempo el sitio para marcharse si la ciudad
no le gusta, según la interpretación local de su ademán.
Estamos un rato con él, con su fina memoria, olvidados de
su fealdad monumental de ahora, asomados al valle y a Oa-
xaca –Monte Albán enfrente, con sus piedras adivinadas–,
desde la balaustrada que puso al monte una administra-
ción demasiado cuidadosa de la belleza. Por un momento,
ante el valle anchuroso, soñamos que el monumento se
vuelve anchuroso, soñamos que el monumento se vuelve
carroza presidencial y que el gran indio –nuestro ya tam-
bién– abandona su bronce muerto por su nervio siempre
vivo y se va otra vez –el Estado mexicano encerrado en las
ventanillas del vehículo– a defender la tierra inquebranta-
ble que llevaba con él. Y valle adentro, mar verde del tierno
maíz, las montañas azules del fondo, se nos marcha ligero
y libre, salvado al fin de su escultura inútil.

42
EL monumento a la bandera va acortando la subida con
su cercanía. El rojo, el blanco y el verde, desgarrados en el
continuo pleito con vientos y lluvias, parecen muy peque-
ños en el azul inmenso de la mañana. Y como el cielo la
tierra, esta tierra. Don Hernando sabía elegir los emplaza-
mientos y no pudo soñar un marquesado más verdadero
que el que se extiende ante los ojos. Otra mañana lo avis-
tarían los suyos desde aquí, empañados de neblina maña-
nera, tratando de tener quieto a su caballo espantado de
tanto cielo abierto, el brazo firme y el pecho tierno. (Oaxa-
ca se nos hace de pronto sitio para fundar.)
NOS rodea abajo la ciudad, chaparra y ancha, con el
inevitable Santo Domingo en medio. El monte goza en
la mañana el abrazo de piedras y de árboles que le da el
caserío, y distrae su mirada –hay que saberse marchar–,
por los tres valles que cabalga; el de Etla, que se ahoga en-
tre nosotros y Monte Albán, con sus pueblecillos lecheros
y de trigo arrimados a la serranía; el de Oaxaca mismo,
todo verde, luminoso ahora, como con lagos de sol cla-
mando al cielo, y el valle de Tlacolula al fondo, llamando
a la ciudad hacia sus barrancas, a la cita amorosa de la
canción.
ALLA en lo bajo, en el extremo casi de Oaxaca, donde el
caserío comienza a espaciarse, campo ya, vemos la mancha
oscura, fragante en la mañana seca, de los laureles frondo-
sos del Ojo de Agua. Hacemos el descenso a campo travie-
sa, entre las peñas, enredados en los arbustos espinosos
y los zarzas, por una pendiente resbaladiza, la boca llena
de sed, con la brisa leve y caliente del casi mediodía que-
mando las sienes. ¡Qué rara la risa en el silencio del cerro,
blanco en el verde azul de su tierra brava!

43
NOS cobijan al cabo los laureles en una plazoleta de la-
drillo, la pequeña fuente en medio, rodeada de tiestos de
geranios, rebosante todo de frescura, de oscura luz suave,
sólo brillante en los troncos de estos árboles gigantes que
ahora nos sirven de amparo. La risa se hace nueva en esta
sombra, perfumado al aire de melocotones, limas y gra-
nadas, para goce inmediato, sed satisfecha en seguida, la
boca agridulce de la fruta.

ROMANCILLO DE LAS GRANADAS


Como cantan las granadas
su frescura entre las manos,
cuando los dientes encuentran
su grano todo rosado.
Tus ojos, niña, pedían
otro amor por los geranios,
mientras abría tu risa
laureles enamorados.
En tu mano una granada,
tus frescos brazos en alto,
se me ha quedado en las sienes
el aire paralizado.
Yo no apagaba mi sed,
que otra sed me va saltando
con la mañana en las venas,
mis ojos sobre tus labios.
Y en tus labios las granadas,
risa que risa gozando,
ya la rosa de su pulpa
blanca de tus dientes blancos.
¡Cómo cantan las granadas
junto a tu boca quemando

44
el grano de su hermosura!
Mis ojos sobre tus labios.
Y en la mañana, ¡qué pena!
Sed y pecho abandonados.

SIN ganas, como a rastras del seguir, las manos acari-


ciando morosas y olvidadas los troncos del limonero, nos
vamos del Ojo de Agua:

ADIOS, tú, el Ojo de Agua,


espérame otra mañana,
que aquí quiero venir solo
a dar tu sombra a mi alma.

OTRA vez la ciudad en sus afueras. Anuncio comercial


hasta el fin: “Mesón El Porvenir. Se conceden garantías al
cliente.”
EN un patinillo con verde sombra de plátanos, a espal-
das de la casa, don Manuel nos sirve unas cervezas frías.
Pesa el mediodía después de toda la mañana en el monte.
La frescura de las granadas es apenas un regusto en los la-
bios, recuerdo de paraíso reciente, perdido ya. Don Manuel
trae las botellas mojadas aun del hielo, para alegría de las
manos. Sobre unas tortillas de maíz resecas y quemadas,
que se quiebran en los dientes demasiado aprisa, en de-
masiados sitios –torpeza molesta de las manos–, surgen
la sardina entomatada, con sus hilillos de grasa casi san-
gre sobre el amarillo, y el tierno queso blanco coronado
del verde de los chiles. En la segunda cerveza se ensaya el
submarino de mezcal, sin nostalgia ya del tequila. Los plá-
tanos son más verdes. Todo parece más tierno bajo el cielo
apenas entrevisto. La frescura del poyo de ladrillo parece

45
trasminar el olor de las flores y una brisa pequeña desnuda
las palabras.
PENA de irse cuando hay que levantar campo. El loro
ha dejado de parlotear y repite sólo el currusquillo de las
secas tortillas en los dientes. No hay más cerveza. Por el
oscuro tendejón –olor mezclado a cera y mezcal, a fresco
guardado en la madera– salimos de nuevo al sol de medio-
día. Pleno azul otra vez, ardiendo todo. Sobre las casas –la
pared caliente a la espalda, barro ya, piedra casi–, se adivi-
nan los verdes oscuros de los laureles, sitio de la hermosu-
ra posible en esta hora.

46
CAPÍTULO V
ATARDECER EN MONTE ALBÁN

ESDE el juego de pelota, ¡cuánto cie-

D
lo esta tarde! Estas piedras guardan un
misterioso no sé qué, difícil de alcanzar
para nosotros. Impone su grandeza, llega
su llenura hermosa, su mensaje remueve
fibras hondas, pero encierran algo inase-
quible al espíritu. Es como un querer y no poder llegarle a
esa alma definitiva que tienen todas las cosas. Y al querer
ahora, puedo llegar y llego al alma –su misterio está flotan-
do en la tarde–, pero es como si no llegase del todo. Como
si llegasen dominadores –transidos de belleza extraña y
nueva– los ojos y las manos, el espíritu afuera.
ES hermosa la tarde entre estas piedras. Parece más tier-
na y más íntima en su inmenso cielo de último sol, apoyada
y deshecha entre estos muros que guardaron una vida que
queremos sentir, que sentimos palpitar en su hermosura.
Subimos la pirámide olvidados de nosotros mismos, los
ojos anhelantes del cielo que les llena en su espera final, en
esa última plazoleta en que se han sembrado tiernamente.
Me refugio en la tarde del calor vivo de estas piedras anti-
guas, como queriendo descifrar en la dulzura del viento su
sentido. Y lo espero venir apoyado en la piedra, vuelto sólo

47
a lo que se niega terca y misteriosamente al sentimiento
hondo, sin negar nunca –penetrando siempre– su belleza
final, sólo en los ojos, yéndose ahora, mía luego.
HUILAPAN, al fondo, en el valle bajo que trepa hacia
Tlacolula, brilla su cristianidad de tejados, cúpulas y ladri-
llos al último sol.

ATARDECER FINAL

MISTERIOSA deidad que corres por la tarde


con el sol ya cansado entre las manos tiernas,
dime pronto qué es esto que rodea mi sed,
que canción traen las piedras hasta el centro del pecho,
qué dulzura me imprime esta hermosura extraña.
Que se rompa esta angustia que la voz me detiene
y que mi pecho tenga calor para esta fuerza.
El viento se desata sobre la abierta cumbre
y la piedra me cubre de siglos y de voces
que no sé a dónde llevan la belleza que guardan.
Monte Albán, piedras quietas, palpitantes de vida,
en las sienes te tiembla la perdida mañana
que algunos le ganaron a tu existencia antigua.
Y el presente recubre de niebla por los ojos,
deshecha entre tus piedras, esta tarde suave
que se niega a las manos.

48
CAPÍTULO VI
LUNA DE OAXACA

OAXACA otra vez: lo lleno.

ODA la sed del campo en los labios secos.

T
¡Qué bien esta nevería escondida, en una
calle quieta y apartada a la que no llegan
casi los ruidos, más que lo necesario para
sentir la vida de la ciudad, su dulce llenu-
ra! Nieves de vainilla, de leche, de limón,
refresco de tuna. La frescura nos va ganando poco a poco
y florece en la risa de las muchachas, Monte Albán con sus
tumbas casi olvidado, sólo su inmenso cielo todavía abier-
to, brillante, en los ojos. Y el contraste: un anuncio de mue-
bles para baño en la pared, frío mural comerciante y triste.
Pero, dentro de un baño, una mujer desnuda supera en su
desnudez la incapacidad del pintor, y la casi noche que se
entra por puertas y ventanas tiene de pronto –la nieve en
los labios– una calurosa intimidad.
LA noche comienza a despertar del todo la palpitación
latente de Oaxaca. Se la siente todo el día por debajo y se la
ve a veces trepar a los laureles o hacer más redondo el cielo,
casi valle también, pero en la noche se hace evidente con
una presencia tierna que va invadiendo el aire, las flores
y las piedras hasta hacernos temblar con ella, sentirla en
49
nuestras venas, respiración de nosotros mismos, palpita-
ción ya todo.
EL mezcal, después de la cena, en los soportales, nos
invade de suave alegría. Mezcal de pechuga –no queda
del añejo– con toda la esencia de la tierra dentro. Es tam-
bién palpitación de Oaxaca, sangre alborotada suya, algo
así como nervio entero y desnudo suyo. Y es una delicia el
lento buche en la boca hasta dejar quemarse la garganta,
mientras la plaza tiembla en sus tabachines, más perfuma-
da que nunca.
SE impone el paseo. Oaxaca da un ansia constante de
verla y pasearla, y, aunque en cualquiera de sus bancos se
puede sentírsela toda alrededor en gozosa presencia, sus
piedras y sus calle, todo ese misterio abierto y claro de su
paraíso general, le piden a uno recorrerla, siempre nueva
a los ojos. Y en la noche, con esta luna de julio que nos
está bañando todo el tiempo de milagroso verano igual, la
ciudad tiene otra fuerza distinta, otro color en su frescura
llena, cada vez más fragante y desatada.
AL pasar, los cestos del mercado, en grandes pilas, son
más blancos que nunca bajo la luna. Y parecen extender-
nos sus brazos, aterrorizada paja desnuda, toda su gracia
como demudada en el silencio.
SALIMOS al monte para ver la ciudad una vez más. Don
Benito Juárez está casi hermoso esta noche en su escultu-
ra, salvada su fealdad en la irrealidad de la luz. La ciudad
se escapa allá abajo, parece perderse y acabarse –las torres
de Santo Domingo apenas entrevistas esta vez– en el mar
plateado de sus valles. La luna es tan extraordinariamente
grande, lo abraza todo de modo tan total, que se borran los
paisajes buscados y tenidos en tanto gozo anterior para ha-
llarnos sólo ante este gozo de plata y oro, cielo desnudo y

50
tenso, tierra blanca, los laureles más oscuros y relucientes
que otras veces.

LUNA callada y tierna,


camino de los laureles,
solos la noche y el monte,
silencio blanco e inerte.
Quiero quedarme aquí quieto
sólo la luna en las sienes,
pensando que estoy pensando,
alta mi alma y alegre.

LOS rosales, con la luna, al bajar del cerro. Alguien pro-


pone subirle un manojo de rosas blancas –¡qué blancas es-
tán ahora, casi rotundas en su palidez!– al gran indio que
dejamos allá arriba, hace un momento, navegando en los
valles de Oaxaca sobre su monumento hermoso de esta
noche.
MIRA la luna, cómo rueda por los laureles abajo, hacia
las huertas, para perderse en el fondo de la serranía un mo-
mento y volver sobre el valle, redonda, triste y risueña a un
tiempo, llena ya de Oaxaca, llena, luna del todo.
LAS esquinas parecen perderse, hombros irreales de la
calle tendida, sólo rotundos de pronto en la plata negra de
una reja corrida o de un balcón. Y la luna nos las va dejan-
do delante y atrás, en imposible salida –el paso abierto y
libre–, de su dulce presencia.
LAS escaleras de la iglesia de la Soledad, todas bañadas
de luna, nos suben lentamente a la placita. Sobre un poyo
adosado a la pared, la espalda en la piedra fresca, disfru-
tamos de la oscuridad que regalan los árboles frondosos,
refugio quizá único en toda Oaxaca de esta luna total. Pero

51
el cielo sigue pesando arriba con toda su plata redonda,
su luz siempre presente, como cantando alrededor de es-
tos árboles envolviéndolos en su fantástica realidad irreal,
clavándoles lindas saetas de su luna hasta ese polvillo de
repente blanco del suelo.
NOS gustaría entrar en la iglesia cerrada –tan llena de
silencio ahora– y mirar un rato a la Virgen que ayer admi-
raba su propio tocado con femenina inquietud, indiferente
del todo a nosotros. La imaginamos con su negro manto
bordado en oro, los preciosos ojos bajos, casi encendida
por la luna que se estará colando indiscreta por las vidrie-
ras para mirarla también, para preguntarle por el secreto
de esa gracia suya que se derrama en todo momento has-
ta la placita. Y la placita –a pesar del nombre intruso de
Sócrates que luce ese odioso cartel, y a pesar de nosotros
mismos, al fin callados– se nos antoja de pronto un verde
y oscuro salón tranquilo. La Virgen de la Soledad, que ha
descendido con ligereza de ese altar en que descansa, está
arreglando ahora los cachivaches de última hora, sacando
las flores al fresco de la noche, antes de recogerse. Y toda
la placita tiene un perfume de suave, femenina quietud
íntima cuando nos vamos otra vez con la luna de Oaxaca
por sus calles increíbles, camino de otro sueño al parecer
necesario.

52
CAPÍTULO VII
LEYENDA DE LA SOLEDAD

(A Catita)

UNA recua entre los montes


por la noche iba viajera.
Cerca de Oaxaca andaba
con toda la gente en vela,
que estaba la noche oscura
en lo alto de la sierra.
Sin saber cómo ni cuándo
otra mula se le agrega
que camina quieta y mansa,
sube que baja las cuestas.
Atravesada llevaba
una caja de madera
y no traía en sus lomos
de propietario una seña.
Iba la recua trotando
a la luz de las estrellas.

De San Sebastián la ermita


ya llegaba hasta la puerta.

53
La mansa mula de pronto
se dejó caer en tierra,
y fue inútil levantarla
que nadie encontraba fuerzas.
Noticióse a la justicia
por ser extraña la bestia
y no querer nuestro dueño
quedarse con carga ajena.
De los lomos le quitaron
la ancha caja de madera
y el bruto se alzó un momento,
alegre y firme la testa,
sólo por caerse muerto
sobre aquella misma tierra.

Dentro del cajón hallaron


un Cristo de talla entera
y de una preciosa Virgen
las manos y la cabeza.
Para aclarar tal misterio
y que todos comprendieran:
“La Soledad ante la cruz”
explicaron unas letras.
Su luz llenaba la noche.
Toda la gente despierta.
Y San Sebastián lucía
a la luz de las estrellas
con una mula en el suelo
y una Virgen a sus puertas.
Cuando el alba levantó
la brisa llegaba tierna.

54
Ya se acercaba el obispo
con otra gente de iglesia,
porque tamaño suceso
exigía providencias.
La imagen de Jesucristo
a carmelitas entrega
para que ya se la lleven
y la pongan en su iglesia.
Y deja en San Sebastián
las manos y la cabeza
de aquella Virgen hermosa
que en la noche iba viajera.
San Sebastián se retira,
que ya el lugar tiene reina.
Desde entonces Soledad
tiene jazmín a su puerta.

El jardín quema en su aire


el sabor de la leyenda
y la imagen de la Virgen
que guardan sus verdes piedras
trasmina desde el altar
toda su gracia y su esencia.
Por eso el cielo va alto
esta tarde oaxaqueña.
Entre los árboles limpios,
cerca del agua serena,
de Soledad esta historia
cobra verdad verdadera:
que en los ojos de una niña
que ahora sale de la iglesia
va la Virgen otra vez
hacia la noche viajera.
55
56
CAPÍTULO VIII
POR TLACOLULA Y MITLA

ALIMOS de Oaxaca con la mañana todavía

S
baja, húmeda en las manos de rocío ama-
necido, tierno sol primero. Otra mañana
al campo, dejando a las espaldas, gozosa la
espera dentro de nosotros de regreso se-
guro, la piedra verde de la ciudad, sus altos
laureles, su misterio palpitando claridades inefables.
EL árbol del Tule nos recibe señor de estas horas. Nos
lo imaginamos señor de todas, tempestuosamente verde,
con sus anchas raíces bien clavado a la tierra, como si su
vuelo monumental y ligero a un tiempo se hubiera deteni-
do. Nos sabe a siglos, sin querer, como queriendo conquis-
tarnos para su tierna antigüedad dichosa. De pronto nos
parece sólo una inmensa verdura desatada, ahogadora del
aire. Ahora aire sólo, con la verdura en el dulce costado he-
rido. Luego madera, inmensa madera de naves deformes,
entrechocadas para gloria del cielo que las cubre. Luego
otra vez, ahora, cielo, puro cielo, siembra en azul del verde,
clara –oscura luego– nube. Y de repente, con una angus-
tia de venas sobresaltadas, rompiendo hacia su propio mar
desde su angustia eterna, inmenso corazón. Verde corazón

57
gigante, levantando hasta las manos quietas todo el tem-
blor del suelo mexicano. Todo México en árbol de repente.
El sol empieza a temblar en su sombra, entregado a una
dulzura suya que le desconocíamos.
SALIMOS de la sombra del Tule hacia el mar, como
quien gana la playa con los ojos, todo el árbol un entero,
frondoso submarino.
A nuestra izquierda, en medio del monte, escondidas en
su falda, las piedras lejanas de Santiago de los Borrachos.

NOS acercamos al pueblo de Tlacolula, cantando en me-


dio de su anchuroso valle, que se va llenando poco a poco
de sol. A pesar de la hora, dudosamente propicia a esos
efectos, nos viene a los labios la canción.

“Y a l’hora que asté sabe


la espero en la barranca
montado en la potranca
pa darnos al amor…”

NOS duele sin querer el amor de la antigua pareja, en es-


tas agrias tierras, sequeronas de suyo, verdes sólo a la espal-
da, con un verde trepador del húmedo misterio de Oaxaca.

“Si juera asté tan changa


como es asté de chula
que en todo Tlacolula
no hay otra como asté.”

Y vemos pasar entre los llanos al mozo, destanteado por


la hora, malhumorado de lo mucho que “malorió” el chilpa-
yate que trajo la muchacha.

58
TLACOLULA. Por un patio arbolado entramos a la igle-
sia. La decoración se parece a la de Santo Domingo en su
retorcido barroco de ramas y de hojas, pero el oro es más
viejo y la luz, a pesar de la hora temprana, mas caliente. To-
dos los altares están materialmente sembrados de ofren-
das humildes, de flores de papel, de lindos retablillos con
leyendas de primorosa ortografía dando gracias al negro
Cristo por las mercedes recibidas y los milagros favorece-
dores. En el roto de un viejo cuadro, el delicioso remiendo
de unos animalitos indefinibles con cintas rosas al cuello.

AL salir de la iglesia, en un oscuro tendejón cercano, que


huele todavía al cerrado de la noche recién pasada, proba-
mos un viejo mezcal de pechuga, tierno en los claros años
de su vida larga. Al salir, la mañana parece más luminosa y
acogedora que nunca.

AL fondo, saliendo de la bruma que aun le oculta las


faldas, Loma Larga nos cierra el prometedor camino del
Istmo. ¡Mañana te veremos de cerca!

Nos desviamos de la carretera hacia Mitla y al rato en-


tramos por su caserío chaparro hasta una plazuela con
preciosos laureles. (Aquí también, Oaxaca, tus laureles,
enamorados al fino aire del pueblo después del agrio cami-
no del llano.) Nos detenemos frente a una casa revocada
de blanco: “La sorpresa. Oficina de Correos.” Y mientras
se deshace en dos sitios distintos el único cartel, se nos
antoja estupenda la correspondencia que hasta aquí llegue.

“LA Sorpresa” tiene un precioso patio, con plátanos y


árboles, frescos sólo del cantar del agua cercana. En el ex-

59
tremo de uno de los soportales, la larga mesa de limpios
manteles nos ofrece la sorpresa del desayuno. Carne, hue-
vos, la sardina entomatada sobre las tortillas anchas de la
tierra, unos tamales de hoja, panes dulces y chocolate. Un
buche de agua fresca y nos tumbamos en el suelo de piedra,
bajo la sombra verde y amarilla, pegajosa casi en su cálida
carnosidad sensual, de los plátanos. El cielo canta, solo,
arriba, como en el cielo ya, sin trabas.

CAMINO blanco, polvo fino en los pies sobre el pedrus-


co, hacia las ruinas de Mitla. Los cactos altos de un verde
casi brillante en esta hora, parecen querer clavar la dura
tierra al cielo, y nos llevan callados, cuesta arriba, encerra-
dos en su verde solemnidad, en su silencio erecto, quema-
da de sol su arisca superficie. El cielo arde y echa fuego, ha-
cia abajo, pesada en la espalda su anchura profunda, como
queriendo escaparse por nosotros, desde nosotros a otro
cielo más bajo que le aguarda. Y vuelve arriba con el sol,
aire fino, casi leve, de pronto.

PRISIONEROS siempre de los cactos, bajamos a una


hondonada. En lo alto de la nueva cuesta, lejos todavía,
cercana en la mañana su piedra dorada, una iglesia. Y a su
alrededor, adivinadas, las piedras que venimos buscando,
chaparras, sin perfil ninguno todavía en la ladera del mon-
te, borradas aun por el paisaje seco y adusto. De repente,
en el silencio de la mañana, quieto ya el sol, nos paraliza
una música de tambores y trompetas. Y en el recodo del ca-
mino se aparece, pasado un rato, una banda de ocho o diez
hombres, sus trajes blancos sobre el blanco del polvo del
camino, brillantes a la sombra delgada de los cactos. Apa-
gadamente, con tristeza lánguida que ablanda el duro aire

60
azul, tocan una especie de marcha. Atrás, a hombros, viene
una caja de madera ¿negra? con unas secas, pocas flores
encima. Y detrás mujeres y niños, algún hombre más.

EL entierro pasa entre nosotros, que nos hemos que-


dado quietos, la espalda pegada a una tapia de redondas
piedras, temblando. Al frente de los músicos, delante de
todos, viene, borrachas todavía las piernas del mezcal del
duelo, el padre del muerto. Guarda la seriedad del mo-
mento, la cara morena como de piedra, secos y perdidos
los ojos, ausente de su borrachera y de sí mismo, puesto
sólo en la circunstancia, presidiendo. Se tambalea alguna
vez, cuando la música pierde también su paso, pero los ojos
quietos, solemnes, le recuperan en seguida, le vuelven los
pies a la casi danza precisa. El féretro, bailando solemne-
mente sobre los hombros de los cuatro que lo llevan, siem-
bra su madera en el aire y ondea en él por un momento la
delgada bandera de sus flores. Los negros rebozos de las
mujeres brillan en el aire, agachados al sol, como ilumina-
dos sólo por la débil llama de los cirios que sostienen las
manos. Las niñas llevan también las velitas, con un ritmo
en el paso pequeño que no rompe el ritmo final de todo,
herida de solemnidad –leve su música ahora– la mañana.

PARADA en estas caras serias, ajenas a todo, vueltas a


una lejanía que se niega a los ojos, la hora se pierde, tiempo
quieto de pronto. Lo irreal de la música que la llena, de este
entierro danzante, tremendamente serio, de estas velas
encendidas que hacen temblar la gloria del sol – perdido ya
también, ya marco sólo -, se nos mete en los ojos, muy hon-
do, por el pecho, a buscar el frío de la espalda estremecida,
único recuerdo que nos vuelve el ser al cuerpo. Y entre los

61
cactos, por la piedra blanca, el polvo blanco, blanca la luz
sobre la caja, en las flores, sobre los rebozos, bailando, se
nos marcha el entierro de los ojos, cuando ya creíamos en
él, cuando nos íbamos con él por la mañana, el muerto casi
nuestro en pena ya sentida, compartida con estos seres
que lo acompañan por el campo. La música con que se aleja
por el monte solo nos lo sigue clavando en la mirada y lo
vemos llegando a la ciudad que habíamos olvidado, camino
del necesario cementerio.

GREGORIO García Melchor, zapoteca, con su gorra de


funcionario de la arqueología, nos acompaña en la visita a
las ruinas, intentando explicárnoslo todo. Nos gana al fin
en él no la erudición que su oficio y la costumbre le han
dado: hay en sus explicaciones un orgulloso amor por lo
que enseña, mostrado con tal vehemencia en algún mo-
mento, que se nos antoja el señor de este antiguo palacio.
Cuando elogiamos el color de unos frisos, sacado al aire
con tal armonía que se olvida la ciencia sequerona de los
que lo hicieron para goce de nuestros ojos, Gregorio García
exclama: ”Si aquí había cosas preciosas hasta que vinieron
los españoles a deshacerlo todo”. Es tan vivo el recuerdo
que parece el mismo Gregorio el desposeído. Y sin querer
me siento como culpable ante sus negros ojos, nacidos a la
luz entre su amor a estas piedras, suyas del todo hasta en
el sufrimiento.

VAMOS entrando en las tumbas, amplias y húmedas,


calientes del sol que guardan hace horas –del sol de hoy–,
calientes, sobre todo, del sol de los siglos, que ha ido que-
mando su oscuridad. Estamos ahora ante la columna de la
muerte. Abrazado a ella un hombre deja siempre un espa-

62
cio libre entre sus manos: los dedos cuentan los años de
vida que le resta pasar en estos valles. Gregorio conmina
casi: “Son creencias de la comarca. Debe usted respetarlas
y hacerlo”.

EN la columna de piedra
mi muerte guardada estaba.
(También yo tengo una muerte
en estas ruinas calladas)
Me abracé muy fuerte a ella
por si era enamorada,
que ya la muerte mi vida
otra vez me la buscara
perdido en la tierra mía
el monte bañado en alba.
Y no le hice el amor
como la señora manda.
En esta piedra de Mitla
no quiero decepcionarla.

Abrazado a la columna
ya la respuesta esperaba.
Y la piedra habló muy quedo
unas palabras extrañas.
En ellas iba mi suerte
con la muerte entrelazada.
Gregorio, que las entiende,
pone sus dedos sin trampa
en el trozo que desnudo
a la piedra le quedaba.
Y once dedos da la piedra:
tengo la vida contada.

63
Once años, muerte mía,
todavía nos separan.
Y yo lo siento, señora
que el frio me enamoraba
de tu cadera en la piedra,
fresco amor de esta mañana.

LA iglesia pequeña, pegada a las ruinas, nos molesta


ahora. Tiene un aire invasor que nunca le habíamos atri-
buido a las piedras también. La fe que pretende encerrar
dentro no cuenta en la impresión de ahora. Es la piedra
misma, amarilla y rosada, la que resulta blanda e intru-
sa en el señorío del pedregal, junto a estas piedras indias,
dueñas otro día del viento, antes, mucho antes de ese ayer
tan vivo que relumbraba en las palabras de Gregorio. Nos
vamos.

ADIOS, Gregorio García,


entre estas ruinas pastor
de tanta vida callada.
¡Que te cobije su amor!

BAJAMOS por el monte de Mitla. En las piedras del


camino, temblando entre el polvo blanco, parece resonar
todavía la música del entierro.

AL pasar por Tlacolula entramos en un tendejón fresco


y oscuro, con el solo brillo de la loza diseminada por los
anaqueles. Y compramos mezcal añejo y mezcal de pechu-
ga en unas preciosas ollitas redondas, de barro negro, la
letra esmaltada y brillante encima, con su atadillo de paja
y su saquito de sal de gusanos. En los labios por un mo-

64
mento –el trago corto y limpio– la esencia de la tierra, su
calurosa, suavísima sangre (“Esta tierra está bendita”, dice
alguien que entiende y sabe de verdadera unción.)

POR un camino que las lluvias han deshecho llegamos


a Tlacochahuaya, con sus pobres casas pegadas a un pre-
cioso convento popular. Sobre el encalado, que recubre la
piedra casi totalmente, bailan y viven esculturas de santos,
pintados en rojo y azul. Lo mismo el policromado que las
carnes y paños son de la tierra, de las gentes de la tierra, de
los hermanos antiguos de Gregorio García ganados a otra
fe. Pero su mano lo gana todo también cuando entramos.
La iglesia es un vergel de enormes flores y pájaros multi-
colores. El oro viejo de los retablos cobra otra fuerza en-
tre estas flores, una fuerza que se pierde enredada en los
ramos, en las hojas, en los preciosos pétalos toscos, flor
silvestre. Catolicismo indígena, lo menos católico posible,
lo más cristiano y puro en su sencilla fe.

OAXACA otra vez, con sus laureles, perdido el sol.

65
66
CAPÍTULO IX
DEL MUSEO AL MERCADO

ENTA visita –necesariamente lenta con

L
tanto que ver y tanta explicación que es-
cuchar– al hermoso Museo del Estado,
lleno de tesoros en joyas y reliquias indí-
genas. Los ojos se quedan prendidos en
los extraordinarios collares y diademas,
en la preciosa cerámica zapoteca. Pero todo resulta frio,
como sin vida, en la científica disposición de las vitrinas,
las manos cuidadosas de la arqueología demasiado presen-
tes. Estorban los inevitables letreros y las explicaciones del
cicerone son tan justas y precisas, tan cargadas de erudi-
ción, que sin querer se escapa uno al recuerdo de nuestro
Gregorio García de esta mañana, tan libre de expresión en
su entusiasmo, tan seguro de lo suyo entre sus piedras de
Mitla. Y las piedras de Mitla nos parecen más hermosas
todavía. Doblemente hermosas en medio del monte, en su
sitio, piedras verdaderas en la piedra, sin cristales que las
ahoguen ni letreros que les clasifiquen innecesariamente
sus evidentes señorío y categoría.

NOS asomamos un momento al colegio Superior del


Estado y a la cordialidad abierta de las autoridades acadé-
micas, que nos muestran la rica biblioteca del plantel y nos
67
invitan a chapuzarnos en la piscina, después de competir
desigualmente con los muchachos oaxaqueños en un im-
provisado partido de futbol. La sociología y la economía –
al menos en este deporte– no se entienden decididamente,
y, con la poesía de guardameta –mirando todo el tiempo el
cielo de Oaxaca– el tanteo es abrumador en contra nues-
tra. El agua bien fría de la alberca nos consuela muy pronto
de la vergonzosa derrota.

VAMOS a tomar de nuevo los ricos helados oaxaqueños


y esta vez elige el sitio don Joaquín, cerca de Catedral, en
un pobre tenducho disimulador en su apariencia de ex-
traordinarias riquezas, bajo los árboles, en medio de la tar-
de de una plaza. El sol ha puesto ya el aire rosado con su
fuego final y la nieve tiene en los labios el mismo estreme-
cimiento del atardecer.

DESPUÉS de la cena –el patio del hotel débilmente


iluminado y siempre rumoroso de la ciudad, con su pla-
za cercana–, otra vez con la luna, con la luna por Oaxa-
ca, delicia total, y llegamos como siempre –ya parece que
estamos aquí toda la vida, Oaxaca incorporada del todo a
nosotros– al monumento a Juárez, pasando por los rosales
de la planta purificadora y por la larga, primorosa avenida
de los laureles. La ciudad duerme allá abajo su dulce sueño
de ayer y el monte nos regala esta noche un nombre nuevo
para la glorieta amiga de las noches pasadas.

(A Julián Calvo)
Ya los laureles acaban
en que la luna verdea.
Oaxaca duerme su sueño
quieta, callada y serena,
68
vuelta sólo a ese misterio
que sus tres valles encierran.
El monte se abre de pronto
en limpia circunferencia.
Blanco de luna va el suelo
que apenas mis pies encuentran.
Se ha abierto de pronto el monte
de grillos entre sus peñas
y los secretos me dicen
que la ciudad le desvela.
Con él y la noche solo,
Glorieta de la Azucena.

¿POR qué se llama así este calvero en medio del mon-


te, sin más flor que la luna que lo baña en este momento?
Pero la azucena imposible en este suelo duro y pelado se
abre también de pronto, como otro sueño más –tan real,
tan verdadero todo– de este sueño entero que es Oaxaca,
la que duerme allá abajo.

JUÁREZ nos cobija una vez más bajo su horrible es-


cultura –que la luna arregla milagrosamente– y nos tiene
mucho rato asomados al valle desde las barandas, no sé ya
si de piedra o de luna sólo, que tiene el monumento a su
alrededor. Monte Albán enfrente se dibuja –plata rotunda
y valiente– sobre un cielo interminable, y el valle de Etla,
a la espalda, viene como un río ancho y brillante hacia no-
sotros, nos inunda de luz, atraviesa la ciudad callada y se
pierde hacia Tlacolula en el mar –casi cielo, casi luna en su
fondo– del valle que nos llevará mañana hacia el Istmo.
ALGUIEN propone bajar al mercado, que se estará ce-
rrando a estas horas, y tomar un café bien rociado de mez-

69
cal añejo. El mercado está recogiéndose ya, cuando llega-
mos. Hay un silencio rumoroso con el ajetreo final de los
últimos puestos abiertos que comienzan a apilar sus sillas
y sus bancas y a extinguir los fuegos para el café de olla.
Las discretas conversaciones de los parroquianos trasno-
chadores y cafeteros impenitentes se mezclan a las con-
tarriñas de alguna robusta matrona, que riñe con menos
discreción –la voz siempre cantarina– al chamaco que por
lo visto se distrajo. Nos cuesta trabajo que nos sirvan ya,
pero la palabra “forastero” nos abre en seguida las puertas
de la cordialidad oaxaqueña.

SON las doce de la noche.


Café de olla. Mercado.
Todo se va recogiendo:
sillas, mesas y cacharros.
Solo quedamos nosotros
a nuestras bancas clavados,
con mucho frio en la espalda,
calor de café en los labios.
Con azúcar, sin azúcar,
solo con mezcal rociado,
bendito café de olla
medio hirviendo sobre el barro.
¡Qué gusto mientras te bebo
ver recogerse el mercado
con sus voces y sus ruidos
casi de sueño apagados!
¡Y que bien hacia la noche
luego se va caminando
con tu sabor en la boca
y aún tu calor en las manos!

70
CAPÍTULO X
CAMINO DE TEHUANTEPEC

ON la luz del amanecer –¡qué tierno el

C
aire de Oaxaca en la hora friolenta!– sa-
limos para Tehuantepec. El Tule tiene el
primer sol en su copa frondosa cuando
pasamos, barco verde saliendo de la au-
rora. Seguimos el mismo camino de ayer,
valle de Tlacolula adelante. Parece distinto con esta luz,
más propicia por lo menos al final de la cita de la canción
pero los caballeros que cruzamos a lomos de potranca pa-
recen ir más bien hacia el trabajo.

AQUÍ está Loma Larga, que al sol, alto ya, nos acerca
rudamente, con su pelada fuerza serrana. A la derecha co-
mienza el camino nuevo para nosotros, que llevamos toda
la ilusión del Istmo traducida en canciones.

MATATLAN. Las buganvilias enredan su sangre violeta,


roja, rosada, tan suave en lo vivo del grito de su color, por
los callados cañaverales.

EL campo se hace cada vez más inmenso en su silencio.


De vez en cuando un humo pequeño denuncia un jacal. Y
en el techo hay una cruz.
71
MIRADOR Primo Fitz. La carretera se va haciendo ex-
traordinaria, colgada sobre el abismo, las inmensas lomas
verdes muy cerca o angustiosamente lejos. El paisaje pesa
de tal manera que se acabaron las canciones, los ojos bien
abiertos.

¿ADÓNDE va ese hombre solo, carretera adelante, en


medio de la mañana anchísima, con un jarro negro en la
mano, los ojos perdidos en el monte desierto?

EL paisaje parece lunar, con sus manchas oscuras y


blancas, todo pelado y duro, en este apretado, macizo nudo
de montañas. Aquí se sujetan mutuamente las dos Améri-
cas en un abrazo casi nervioso. No hay huella del hombre
en la inmensidad del silencio y el automóvil se nos antoja
de repente descubridor de nuevas tierras, rodando por una
carretera tan genial que tampoco parece obra de manos
humanas. Y ahora, en un recodo, como una broma que nos
hace romper con risas el silencio asombrado que llevamos,
un cartel: “El Cupido.”

LA carretera se termina de pronto, cortada por unos


grandes tractores atravesados en ella, abandonados y solos
en la mañana. En la obra no hay nadie a quien preguntar y
tiramos a la buena de Dios, monte arriba, por un camino
de tierra, todo menos carretera. El calor pesa ya en medio
del seco monte selvático.

GRAMAL. De sus jacales callados y solos sale una mujer


con unos ojos negros maravillosos, y angustiados que nos
pregunta ansiosa: “¿Han visto a los de la Cooperativa?” No
sabemos qué responderle, asombrados casi de verla, vuel-

72
tos de pronto a una realidad trabajadora y social extraña a
esta naturaleza que nos envuelve totalitariamente.

EL automóvil no puede con estos agrios repechos. El ca-


mino pedregoso que vamos trepando no está hecho para
él. Lo dejamos descansar de vez en cuando para que no
arda materialmente su motor renqueante. Y nos maravilla
entonces, sin su ruido familiar, el silencio imponente de
estos montes.

LLEGAMOS a Nejapa, paraíso escondido en medio de la


selva seca. El automóvil se rejuvenece al meter sus ruedas
en el fresco arroyuelo que cruza la entrada del pueblo y es
una fiesta de agua la que llevamos por un momento a cada
lado. Nos sentimos de nuevo entre los hombres, alegres,
casi riendo de ver correr tras de nosotros a los asombrados
chiquillos del pueblo. Nos detenemos en la ancha plaza con
soportales y nos entramos un rato por su sombra, que ha-
cen más fresca –casi jugosa– los puestos de fruta. Pasado
el primer alboroto de nuestra llegada, la mañana calurosa
pesa otra vez sobre nosotros con su ardiente, inmensa so-
ledad, estas piedras humanas incorporadas del todo a la
selva de que surgen milagrosamente,

NEJAPA callada y sola,


con toda tu plaza al cielo.
A tu mañana asomado,
¡qué soporta al silencio!

ALMORZAMOS en los soportales y nos asomamos lue-


go un poco por el pueblo y al oscuro tendejón del centro de
la plaza, decorado preciosamente su fresco interior. Hay

73
un altarcillo en un rincón con unas flores de papel conmo-
vedoras a los pies de una Guadalupe muy poco clásica, or-
lada –estampa al fin– de cintas de colores. Y al borde de la
plaza, junto al camino que hemos de seguir, un entoldado
con refrescos, bien picado de hielo inverosímil, nos recla-
ma enseguida.

REFRESCO de tamarindo
en la frescura del toldo.
En la plaza, ¡cuánto sol!
En la boca, ¡cuánto gozo!

CUANDO decimos que vamos a Tehuantepec miran el


automóvil con una especie de irónica incredulidad que no
se traduce en palabras, y para tranquilizarnos nos dicen
que tardaremos poco, unas cuantas horas nada más.

ABANDONAMOS Nejapa con la sensación de que Te-


huantepec está detrás de lo desconocido, de una selva que
quizás nos guarde toda una noche que sentimos próxima
a pesar de las largas horas que nos separan de ella. Y el
camino se va haciendo cada vez más duro y cerrado para el
automóvil que nos lleva. Hay que buscarle a veces la con-
tinuación, porque se interrumpe de pronto o termina en
medio del agua. Materialmente tenemos que sacar el coche
en volandas de muchos sitios, o bajarmos de él y empujarlo
para que logre remontar una cuesta increíble.
(EL historiador Ramón Iglesia –que dirige la expedición–
se ha crecido en el viaje. Está viviendo del todo, en medio
de la naturaleza, cualquiera de las crónicas que antes supo
analizar tan hondamente. Y hay –por encima de la preocu-
pación que le da la responsabilidad del grupo– una especie

74
de alegría vital en toda su actitud que yo voy admirando y
midiendo silenciosamente. Muchas veces hemos hablado
los dos de la crisis estupenda que representó para él nuestra
guerra española en su concepción de la historia y, sobre todo,
en su concepto de lo que debe ser el historiador. Después de
haber hecho historia activamente, de haber sido protagonis-
ta de su curso violento, se ven las cosas de otra manera, se
piensan y se escriben desde otra altura, iluminadas de otra
luz más verdadera. Y el Ramón capitán de hace seis años,
historiador de toda su vida, se encuentra ahora precisamen-
te frente al paisaje de la historia que más ha investigado y
que más amorosamente ha visto. Y parece que el paisaje le
está entregando para lo ya hecho y, más aún, para lo que tie-
ne que hacer, una nueva esencia de todo, valores distintos.
Frente a la selva hosca e inquietante que tenemos ante los
ojos, que parece cerrarnos del todo el camino del Istmo, Igle-
sia se multiplica y organiza nuestro esfuerzo colectivo como
el capitán maneja a sus huestes, y vamos subiendo y bajando
las barrancas, evitando y salvando los caminos más difíci-
les, sacando el coche de baches y ríos en que parece que nos
podemos quedar para siempre. Y lo hacemos todo con segu-
ridad y alegría, dóciles a su vigilancia y a sus voces, admiran-
do el dominio de la situación que revelan todos sus gestos,
aceptando sin protesta las órdenes que nos da y el esfuerzo
que nos pide. Pero aparte de todo ello –los ojos brillantes
tras las gafas, incansable en su ir y venir, sonriente y serio,
la frente quemada del sol–, Ramón está gozando en grande
esta tarde extraordinaria, este escenario que le entrega vivo,
relampagueante de pronto, el color verdadero de todo lo que
hablaban aquellas papeletas para siempre olvidadas, la his-
toria presente con toda su estatura, desnudo y vibrante el
nervio de su fuerza. “Ahora sí que lo entiendo todo”).

75
NOS alegra de pronto encontrar de nuevo la carretera
panamericana, que seguiremos un buen rato hasta que se
interrumpa otra vez. La selva se va haciendo más densa
todavía a sus lados, con una fuerza invasora, pero la es-
pesura es más verde y más tierna y tiene una fragancia
extraordinaria en los oros que le entrega el sol de la tarde
altísima.

EL aire es más dulce ahora y hay una casi brisa que nos
consuela del calor pasado.

¡Qué dulce va el aire


bajo el sol rabioso!
La selva se mece
en su verde oro.
Y el aire se queda
enredado y solo
en los tiernos bosques
bajo el sol rabioso.
¡Qué dulce va el aire,
corazón ya todo!

DE repente –no anoto el nombre con el entusiasmo y


se me olvida– un pueblo pequeño, escondido en la selva,
apercibido apenas en unas mujeres que lavan ropa en un
río, y al borde de la carretera un tendejón de bebidas. La
cerveza sabe a gloria, fría en los labios, la botella helada
como una caricia en las manos. El aire está azul y transpa-
rente y da gusto oír correr el riachuelo cercano en el silen-
cio pesado, caliente, de la tarde. “Hoy sí que llevamos un
cohete de naturaleza, Catita”.

76
LA selva nos ahoga luego con su caluroso abrazo, el co-
che cada vez más lento, la sed recién apagada más despier-
ta que nunca. Va cayendo la tarde pesadamente y es una
verdadera borrachera de color el sol final sobre las ramas
entrelazadas, el verde tierno prisionero del verde oscuro,
brillo sólo en el aire, todo desatada furia alrededor, sujeta
furiosamente a la tarde total.

EL calor me vence y me duermo con el atardecer que


parece despertar –el sol caído ya, descanso posible– toda
esta selva obsesionante y siempre presente.

El corazón ya no puede
con tanto bosque furioso.
Los ojos que aún me quedaban
se cierran tristes y solos.
Y cuando el sueño me vence
hay otra selva en su fondo.
Rayos y cielo se vuelcan
sobre la selva de pronto,
y el corazón se levanta
desnudo, claro y hermoso
y los ojos que ahora quiero
se abren alegres y solos.
Contigo, selva, esta tarde
corazón quebrado y roto.
Ahora, contigo y tormenta,
alto corazón gozoso.

LA tormenta se ha desatado de repente. La selva, sacu-


dida por una lluvia ensordecedora que detiene al viento,
nos muestra su verde terror a la luz de los relámpagos, he-

77
rida por los rayos. En medio del estruendo nos quedamos.
El cielo es negro entre su fuego continuo y parece más cer-
cano que nunca, como si fuera a estrellarse en este mar
revuelto de verdes entrevistos, de trepidante verdura cas-
tigada.
Y de repente también, como por ensalmo, sólo la tierra
mojada como recuerdo del instante recién escapado, el cie-
lo se abre puro y limpio y tranquiliza con su honda lejanía
alta la selva otra vez rumorosa, casi suave bajo la luna que
llega.

CON la carretera misma, el coche se detiene frente a un


río que nos parece anchísimo en la noche. ¿Podremos pa-
sar? El profesor Miranda, olvidado del método de la cien-
cia política que acaba de publicar en el lejano y descono-
cido México D.F., opta por el de medir la profundidad del
agua con su estatura, y, guiado por los faros del automóvil,
atraviesa el río, buscando el mejor vado. Pasamos una vez
más.

TEHUANTEPEC nos recibe, al fin, bajo la luna, todo su


caserío casi apagado. El ingeniero jefe de Caminos –que
aloja con su familia a las muchachas- está asombrado del
viaje y se hace cristianamente cruces no sabemos si de
nuestra ignorancia entusiasta o de la suerte que hemos te-
nido.

LA ducha nos descansa de todo el día de calor y nos re-


cuerda que comimos en Nejapa hace más de ocho horas. Y
por Tehuantepec dormido, el aire suave y fresco lleno de
luna, nos vamos al mercado a cenar.

78
CAPÍTULO XI
POR JUCHITÁN AL MAR

A mañana es azul y transparente cuando

L
nos levantamos y atravesamos la ciudad
llena de flores entre su piedra fuerte,
camino del mercado. Cerca de él encon-
tramos un café con cierto aire de puerto
de mar y por contraste pedimos para el
desayuno unos huevos rancheros.

EL mercado cubierto es grande y recogido a un tiempo


y tiene a esta hora de la mañana una suave oscuridad que
brilla sólo en las flores increíbles y en los huipiles tehuanos
de las mujeres, todas hermosas y atractivas con sus more-
nos brazos desnudos y el andar primoroso –largo vuelo de
la falda– que les da llevar jícaras en la airosa cabeza.

PASEAMOS por la ciudad, que tiene una alegría tierna


–el calor soportable todavía– entre sus piedras sólidas y
chatas. Preciosa iglesia fortaleza rodeada de buganvilias, al
final de una calle invadida por la hierba. Tehuantepec tiene
una calidad dorada en su piedra que resaltan aún más la
verdura invasora y el cielo azulísimo. Y ahora, de repente,
en esa esquina, la gracia de una estampa cuando pasa, gra-

79
ciosa y sensual aun, una hermosa vieja –los ojos verdes y
vivos, en la cara morena–, que va hacia el mercado con su
floreada jícara en la cabeza. La falda negra y la blusa negra
con dibujo de oro llevan la brisa enredada en su vuelo, y la
vieja ríe frescamente, complacida con nuestra admiración,
provocándonos todavía.

SALIMOS temprano para Juchitán. La selva otra vez,


fragante, verde y dorada en la mañana. Los colores chillan
materialmente si logra aislárselos, pero tienen una armo-
nía total en su enredada, desbordada, delirante combina-
ción.
Y entramos en Juchitán a media mañana, en plena ani-
mación del mercado, la enorme plaza bajo un sol de fuego
con los árboles frescos y frondosos en el centro, su verde re-
flejado en la arquería de los recios soportales de enfrente.

NOS perdemos por el mercado, materialmente ebrios


de luz, de colores, de las maravillosas voces de las mujeres
–hablan cómo pájaros–, de sus trajes y de sus rostros mo-
renos entre las flores y el pescado, bajo los toldos blancos
con la sombra azul, mar y campo presentes.

¡QUE borrachera de olor!


El mar en tierra abierta,
el pescado con la flor.

¿DONDE están los hombres de Juchitán? En las afueras


hemos entrevisto alguno, con un largo machete desnudo y
brillante al sol, golpeándole las piernas al caminar, aden-
trándose en la selva. Pero en toda la plaza y el mercado sólo
encontramos a este viejo de blanco vestido, que dormita en

80
un banco, ajeno en su aplatanamiento total, blando todo
él, al bullicio cercano.

EL mediodía nos entrega un cielo altísimo, que parece


alejarse de nosotros, de toda esta fiesta de colores y luces
que nos regala la tierra tranquila y trepidante a un tiempo,
encerrada del todo en su fuerza, rumoroso paraíso encon-
trado de pronto bajo un toldo negador del azul que se afir-
ma allá arriba.

Si el cielo dice que sí


y la clara tierra no,
¿cómo la flor?
Dímelo, mujer,
pájaro en la voz,
flor de tierra y cielo,
calurosa flor.

LAS mujeres ríen claro y fuerte y charlan de un puesto


a otro con sus voces cantarinas, en esta preciosa lengua in-
comprensible que se enreda por las flores y las telas, entre
las jícaras de mil colores, y siembra todo de sensualidad.
Los huipiles son maravillosos y es difícil encontrar dos
iguales en su dibujo en todo este mercado rojo, amarillo,
azul, verde, blanco todo el tiempo, siempre variando en
alegre locura tranquila.

CATITA –que tiene ahora un cohete de mercado– viene


hacia mí con dos grandes jícaras en las manos para elegir,
y me quedo indeciso entre una verde oscuro, con pájaros y
peces entre flores, o la otra, de flores solas con toda la luz
de Juchitán dentro.

81
PROBAMOS la nieve de limón y el refresco de tuna en
el puesto de una preciosa muchacha, el collar de flores
blancas quemándose en su cuello moreno, los pendien-
tes de oro casi cantarines entre su cabello negrísimo, los
ojos incomprensiblemente azules bañándole de luz todo el
cuerpo, que se cimbra como un junco estupendo entre los
cubos de hielo y nieves, reina toda ella de la frescura. “¡De
limón, huero!” Y se ríe conmigo, segura de sí misma, toda
la mañana enredada en su gracia.

RAMÓN Iglesia no puede reunirnos para la marcha ne-


cesaria. Estamos absolutamente perdidos por el mercado
y salimos y entramos, prisioneros de su luz, de toda esta
gracia desatada e inmóvil de las voces, los ojos, las joyas,
los grandes toldos frescos, las flores maravillosas. No po-
demos irnos.

Y nos vamos. No hemos visto Juchitán apenas, enreda-


dos toda la mañana –¡qué corta y qué eterna!– en el hechi-
zo del mercado rebosante de luz. Al meternos de nuevo por
la selva, el cielo –libre otra vez– canta gloriosamente sobre
el pueblo.

Tiembla el cielo su secreto


sobre tu voz,
Juchitán,
¡quien te tuviera
el corazón!

LA selva está ahora llena de Juchitán, de su gracia en-


trevista y de la plenitud gozada del mercado. Un economis-
ta, que en el Istmo ha obtenido al fin el sentido verdadero

82
de la realidad, piensa en voz alta: “Si me pierdo alguna vez,
que me busquen en Juchitán, pero, ¡por favor, que no me
encuentren!”

IXTEPEC. Nos detenemos sólo a comer, pero la comida


es memorable, con una sopa de pescado capaz de levantar
a un muerto. Y la bamba desatada todo el tiempo en la gra-
mola le entrega un nervio especial a esta luz de las cuatro
de la tarde que se filtra por las persianas verdes.

EL ferrocarril del Istmo nos da un susto en su encuen-


tro repentino en medio de la selva. Y luego –¿Por qué no
antes?– vemos flotar su blanca humareda mucho rato so-
bre el mar verde de los árboles. ¿Cuándo el otro mar ver-
dadero?

EL sol está poniéndose cuando nos acercamos a Salina


Cruz. La impaciencia no ve el mar todavía tras las lomas
delirantes de la tarde selvática. Y en lo alto de una cuesta,
recortadas las siluetas en el cielo rosado, divisamos a dos
tehuanas con las jícaras en la cabeza, el ondulante movi-
miento de sus caderas ceñido por el viento, más largo que
nunca el vuelo de sus faldas azul y blanca. La estampa es
maravillosa y al alcanzarlas, desde lo alto, el mar de pron-
to, inmenso en el fondo, grito gris lleno de violeta, muy
cerca, aquí mismo.

¡EL Pacífico! Para un español refugiado que no se asomó


todavía a Acapulco, el avistarlo así, de repente, en medio
de la calurosa vegetación tropical es todo un acontecimien-
to. Y me lanzo con todos a su playa –por un momento en
los ojos la vieja estampa de Balboa metido hasta las rodi-

83
llas en el agua, clavándole a un mar inmóvil y sereno el
pendón castellano–, deseoso de encontrarme del todo con
él, en él. Sitio de la frescura. Y el agua está calentona en el
atardecer cada vez más ancho, bajo un cielo casi flor en su
rosa maravillosamente abierto.

84
CAPÍTULO XII
MAR EN SALINA CRUZ

(A Luis Santullano)

1
CANTA el mar bajo el viento su milagro
vuelve estremecido hacia la playa
su claro corazón, plata en la luna.
La playa lo recoge dulcemente,
todo deshecho entre la espuma blanca,
casi temblando ya, desmantelado.
Amor que se destruye y se rehace,
que en la espuma se vuelca y desmorona
para que el beso nuevo lo devuelva
a dulzura mayor, entera siempre.
El corazón del mar entre la playa,
escapándose al mar, volviendo luego,
sube a mi corazón y el pecho llena
quietos los dos sobre la clara orilla.
Y junto al mar tendida la hermosura,
volcándose amorosa de las venas,
la angustia se deshace y se levanta,
vencida ya la noche por la aurora
de tanta plenitud enamorada.

85
2
El mar vuelve a sí mismo
la canción que nos daba.
Y se aleja en la noche
hacia otro mar más suyo,
solo ya entre la espuma,
señor de sí,
de tanto dar cansado.
No importa que nos llegue
y que su limpia sal
bese los labios.
Esta noche se marcha
el mar al mar
y nos deja en la playa,
abandonados.

3
¡QUE soledad más plena este silencio,
quieto ya el mar sobre su mar cansada!

4
MAR solo entre la noche,
limpio y solo,
como si nada abierto le llamase,
como si ya la luna traspusiera
un cielo que se agota de repente.
Ya quedó solo el mar.
Junto a mi pecho.

5
SALINA Cruz se marcha por el monte,
buscándose en la tierra que le falta.

86
Y el mar persigue su silencio quieto
golpeando en su playa, toda luna.
Salina Cruz le entrega sólo piedra,
muerta su carne por la noche viva,
vacía la ciudad, sola y callada.
Y el mar le besa tanta ausencia triste
y la hace suya entre la espuma dulce.
Testigos yo y la noche. ¡Qué hermosura!

6
SOLA tu sola canción,
alta la noche,
cantándose a sí misma
entre las olas.

7
VEN, mar, hasta la mano. Déjame ver
el hondo corazón de tu frescura.

8
LA plenitud que te logré un momento
vuelve hacia ti –mi corazón ya solo-
la eternidad sin nombre, pura y virgen.

9
VENTE conmigo, mar, hacia la noche.
Subamos los dos juntos su hermosura,
destruidos de amor, el beso lento,
casi muerte lograda entre los brazos
que empuja dulcemente a mayor vida.
Y que nos halle así la aurora nueva.

87
10
¡QUE sola está la luna entre tus brazos,
mar solo ya, sin risas que te alcancen
el corazón callado de tus penas!
La risa que te dieron yo la guardo.
Yo la guardo esta noche, mar solo, abandonado.

11
MAR, contigo otra vez, solo contigo,
me vuelvo sobre mí desde tu espuma,
para dejarte solo con la noche.
Y te encuentro aquí dentro, entre mi sangre,
cantando tu hermosura por mis venas,
empujando en mi pecho tu alegría,
en soledad inmensa los dos solos.

88
CAPÍTULO XIII
DEL ISTMO A OAXACA

ALINA Cruz está comida por la selva y el

S
mar, sus calles mitad hierba mitad arena
salada. El puerto está muerto en estos
días, sin barcos ni movimiento alguno,
sólo vivo en el mar que le besa su piedra
abandonada.

HEMOS pasado en la ciudad dos días, vueltos al mar,


al sol y la luna, sin ciudad apenas, entregados del todo a
la delicia de la playa. Pero las noches, después de la luna
del malecón, la brisa suave y blanca, nos ha dado la ciudad
con toda la desolada tristeza de un pasado esplendor toda-
vía evidente en el abandono de ahora. Grandes hoteles de
finales de siglo, con restos de lujo en sus paredes y en sus
puertas siempre abiertas, y en las calles las cantinas vacías,
una casa sí y otra también. Aun parece flotar en el aire la
alegría y el movimiento de ayer, el dinero de los marinos y
de los comerciantes de tierra adentro rodando por las me-
sas de juego de los cafés, en las galleras y por los discretos
hotelitos de la avenida principal, cerrados hoy tristemente
a piedra y lodo.

89
EN una vieja cantina con preciosos espejos biselados y
la barra larguísima de esa caoba oscura y brillante de los
barcos, hemos gustado lentamente un ron más viejo toda-
vía, con un perfume y una suavidad extraordinarios, ma-
reado aún de antiguo mar, sin nombre ya la chata botella
que nos acabamos. La noche es más dulce cuando salimos.

EN la noche última nos acercamos al baile del jardín, con


kiosco para la música en medio. Las muchachas de Salina
Cruz no nos aceptan con nuestra indumentaria más que tro-
pical y nuestra ignorancia de la complicada etiqueta de pre-
sentaciones, petición de pieza, etc. Y nos contentamos con
mirarlas bailar por la abierta plazoleta, a la luz de la luna, los
danzones más suaves en su ambiente que nunca, con sus no-
vios y amigos locales, mucho más numerosas ellas que ellos.

SALIMOS para Oaxaca de noche aún para ganar tiempo


y poder hacer con luz el difícil camino del regreso. Y desde
el coche presenciamos el amanecer en el trópico, a nuestra
espalda el mar presente todavía. Toda la selva nos envuel-
ve de rumores y de luces, los pequeños carriles abiertos a
machete en la arboleda –¿a dónde llevan?– luminosos de
pronto, dulce y pesado, casi pegajoso, el aire.

DESAYUNAMOS fuerte en el mercado de Santa María


de Tehuantepec, pequeño y recogido bajo sus arquerías de
piedra, que empieza a moverse con el primer sol. Tamales
de hoja y pollo frito, un chorro de mezcal en el café de olla.

AL volver al coche nos reclama –¡qué grito de color!– el


mercadillo de las flores que comienza a desplegar su fra-
gante y luminosa maravilla sobre el suelo, mientras llegan

90
a él, con más flores en la mano, la espalda o en la cabeza,
las lindas tehuanas. Y toda la mañana nueva está llena de
flor, de femeninas voces y figuras, cuando nos vamos.

(¿POR qué no volvemos a Juchitán?)

LA selva siempre. Obsesionante con su hermosura inva-


sora, parece crecer mientras más nos adentramos en ella y
vamos trepándole –mucho mejor que el otro día– sus mon-
tes altos. Y la mañana trepa con nosotros, al mismo tiem-
po, calor de fuego ya, sol total.

OTRA vez el monte seco, selva alta, la tierra dura y blan-


ca, sin fragancia, escapándose al cielo en las lomas inase-
quibles. ¡Qué sed ya –mediodía casi– del agua de Nejapa,
del refresco de tamarindo bajo el toldo!

MITAD de camino siempre


entre dos ansias, Nejapa:
me acerca el Istmo tu selva
y el misterio de Oaxaca

EN Nejapa comemos y nos vamos luego a ver otra vez


el tendejón, con la Guadalupe de las flores de papel. Se nos
antoja ahora más seca y oscura, después de ese brillo de to-
das las cosas del Istmo, las cintas de su orla casi descolori-
das. En cambio, el refresco de tamarindo nos sabe a gloria,
húmedo el aire de frescura, más fino a los ojos, los labios
ya como nuevos.

EL nudo de montañas que trepa hasta Primo Fitz vuelve


a darnos la fuerza casi nerviosa de su abrazo y nos sobre-

91
coge de nuevo su contemplación. Indudablemente las dos
Américas se sujetan aquí la una a la otra, y ahora que cono-
cemos las dos vertientes del macizo se nos entra muy den-
tro la esencia de estas tierras oaxaqueñas partidas por él:
los valles que tuvieron primero la piedra de Monte Albán y
Mitla y luego el antiguo Marquesado, con sus laureles y sus
iglesias de piedra verde, sitio para fundar; y las selvas del
Istmo, que van quedando atrás –Juchitán en los ojos– sitio
para perderse, paraíso encontrado.

LOMA Larga por un momento y ya estamos frente al


valle de Tlacolula, camino de Oaxaca, ¡Qué sensación de
casa, de estar en casa, de pronto! Saboreamos a la derecha
la silueta de Mitla, casi pegada a la falda, violeta ya, de la
serranía, y descansamos un rato en Tlacolula, casi atarde-
ciendo sobre sus tabachines. La mayoría se lanza sobre los
refrescos y las nieves para abandonar del todo el calor que
traemos. Algunos preferimos el lento trago de mezcal añe-
jo, que nos vuelve al cuerpo el sabor de estas tierras. ¡Con
razón alguien dijo el otro día que estaban benditas!

ATARDECER del todo en esta nueva entrada a Oaxaca.


Y nos gana en seguida el misterio verde de los laureles, el
aire quieto casi, cielo puro y distante en los primeros luce-
ros.

92
CAPÍTULO XIV
LA FERIA DEL CARMEN

L campo otra vez. La ciudad queda atrás

A
con sus laureles. Después del Istmo, con
su desbordado color y sus flores caluro-
sas, cielo cercano y dulce, estos valles de
Oaxaca tienen una serenidad maravillo-
sa, una contenida hermosura distancia-
da del cielo, reflejo de él en sus verdes clarísimos.

OCOTLÁN. El mercado nos enseña la animación de la


mañana en los puestos de fruta y en las telas, los precio-
sos rebozos negros. Nos distraemos con los divertidos re-
gateos entre los marchantes, lucha diaria del centavo que
aquí se reviste de la fina cortesía –cantarina y suave la voz–
de los oaxaqueños. Y don Joaquín, que ha venido hoy con
nosotros, nostálgico de sus lindos caballos en el automóvil,
nos dirige luego, con su pericia habitual, a los puestos de
nieve. “Las nieves de Ocotlán tienen fama en todo el rum-
bo de Oaxaca” Y no la desmienten.

NOS acercamos a la iglesia, de preciosas proporciones


y magnífica portada, con ese barroco mexicano que esta
tierra hace más retorcido y más dulce ¡Lástima de pintura

93
reciente que le quita vigor a la piedra vieja! Están diciendo
misa cuando entramos. En el coro –sólo los suaves latines
del cura en el silencio de la nave, allá abajo– nos quedamos
largo rato ante un estupendo cuadro casi escondido.

EN la placita cercana los ineludibles, maravillosos laure-


les nos hacen pensar en cualquier rincón de Oaxaca. Oaxa-
ca al fin este Ocotlán silencioso. Y el sol se esconde en esos
momentos como para que el verde se dibuje todavía más
sobre la piedra del fondo.

AL pasar, un ambicioso letrero encima de una puerta


pequeña, insignificante: “Se hacen y componen santos”.

EL valle de nuevo, siempre el valle entre Oaxaca y noso-


tros, desde Oaxaca a nosotros, con nosotros en la ciudad,
presente, unas veces temblando, firme y rotundo otras.

DON Joaquín viene contándonos historias y leyendas


de la ciudad y lo hace con una gracia y sencillez que riman
bien con el campo, los ojos aún asombrados cuando llega-
mos a Oaxaca, toda la mañana el sol y las nubes luchando
allá arriba.

DESPUES de comer vamos a la feria que se celebra por


ser la octava del Carmen. Y subimos a los caballitos y a las
calesitas, nos columpiamos en las barcas y le entramos a
los tiros al blanco. Lolis –alguien lo atribuye a una constan-
te cualidad de su mirada– le atina: “Le ha tocado el catrín,
señorita.” Y le regalan una preciosa estampa y una ollita de
barro primorosa que le envidiamos un momento.

94
ESTÁN instalando los toritos de fuego y las ruedas de
artificio que se quemarán esta noche y toda la calle es un ir
y venir de gentes atareadas y curiosas. Alegre trabajo el de
preparar la diversión de todos, la propia quizá en primer
término. En una iglesia cercana los pequeños naranjos de
la puerta lucen entre sus hojas carnosas unas flores con la
bandera nacional.

PARA descansar del bullicio nos vamos a las huertas cer-


canas a la Merced y repetimos el paseo de la otra tarde –los
Príncipes, la Noria, rincón de San Francisco– hasta recalar
en la calma absoluta de la placita de la Soledad, silenciosa
y solitaria como nunca en esta hora. Y yo me quedo largo
rato solo, escribiendo a Jorge González Durán por su libro
reciente.

EN la noche, la feria, toda iluminada y alegre. La gente


se apretuja en la calle, alrededor de los fuegos de artificio,
el cielo más hondo que nunca allá arriba, y la luna ya no
sabemos si llena –¿es que en Oaxaca dura más?–, eterna
para nosotros estos días.

UNA música pegada a los muros de la calle ataca La Llo-


rona, que ya no nos abandonará en toda la noche, fondo
constante de todo el espectáculo. ¡Y cómo suena en Oaxaca
la canción!

“Todos me dicen el negro,


llorona,
negro, pero cariñoso.
Yo soy como el chile verde,

95
llorona,
picante, pero sabroso.”

Y comienzan los fuegos. Unos hombres con máscaras


gigantes encima de los hombros, y con toda la rueda de
artificio en lo alto, ardiendo y estallando, danzan incansa-
bles, se buscan y se huyen, inundando el aire de fuego chis-
porroteante en mil colores. El círculo de gente se agranda
y se achica a su alrededor, casi danzando también, temero-
so del fuego y atraído por su encanto. Las mujeres chillan
cuando las chispas las alcanzan y cuando los muchachos
les lanzan al tiempo –hábilmente lograda la retaguardia–
los atronadores buscapiés. Y en medio del bullicio –sólo el
cielo de Oaxaca tranquilo arriba–, La Llorona vuelve a sur-
gir con estos versos que volverían loco a cualquier astróno-
mo más o menos científico:

“Si al cielo subir pudiera,


llorona,
las estrellas te bajara,
la luna a tus pies pusiera,
llorona,
y que el sol te coronara.”

Y de la astronomía ideal, los cohetes por medio, susti-


tuyéndola sobre el cielo, bajo el cielo, pasa la canción a la-
mentaciones más concretas y reales:

“De noche, cuando me duermo,


llorona,
me pongo a pensar y digo:
¿de que me sirve la cama,

96
llorona,
si no me acuesto contigo?”.

EL olor a pólvora se crece con el castillo final, de apo-


teosis, que es recibido con enorme entusiasmo. La noche
es ahora toda una pura algazara de colores y sonido bajo la
otra fiesta de la luna alta. Y la feria se nos antoja de pronto
amurallada por el silencio del resto de la ciudad que pre-
siden los adivinados laureles, todo su alboroto y su gente
concentrados en esta calle llena de fuego.

“Ay de mí, llorona,


llorona, llévame al río.
Tápame con tu rebozo,
llorona,
que ya me muero de frío.”

Y nos vamos hacia Juárez como otras noches –ya queda


poco– para recuperar un rato más la Oaxaca de siempre, la
nuestra, la que se duerme tranquila, vuelta sólo a su miste-
rio clarísimo, entre sus valles llenos de luna. Y a la espalda
nos sigue persiguiendo la canción:

“Ay de mi, llorona,


llorona de azul celeste.
Aunque la vida me cueste,
llorona,
no dejaré de quererte.”

97
98
CAPÍTULO XV
CARTA A JORGE GONZÁLEZ DURÁN

Desde La Soledad de Oaxaca, con su Poesía.

ASTA allí, hasta la tierna antigüedad del

H
árbol del Tule, hasta esa fuerza que es
madera unas veces, otras sólo verde bajo
el cielo, siempre serenidad desatada, lle-
vé, Jorge, tu libro de poesía. Quería leerlo
de nuevo en estas tierras de Oaxaca que
tú me habías anunciado algún día, y deseaba leerlo además
en el sitio que una noche tuvo tu verdad y tu silencio. He
pasado por allí siempre de prisa, nunca solo, aunque siem-
pre conmigo. Y no he podido hacerlo como quería. Pero la
otra mañana, camino de Mitla, tu nombre resbaló con tu
recuerdo por el frondoso submarino, navegante entre esta
tierra y estos cielos, cielo ya desde sus troncos, en que mi
sueño –desatado también– había convertido a aquel verde
corazón gigante. Sus poderosas raíces levantaron hacia mí
un suelo de México de repente trémulo, puro árbol en toda
la mañana, en toda la otra tarde, diez minutos.

TE escribo ahora, solo, sin tu libro en la mano, pero con


él dentro de lectura reciente, desde un pequeño jardín de

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Oaxaca, que el atardecer adelgaza en su aire lleno de rumo-
res: El Jardín de La Soledad (la triste realidad municipal
me recuerda –cartel azul con gruesas letras blancas– que
esto se llama “Jardín Sócrates”, pero los muros de la iglesia
vecina, con su preciosa Virgen de la Soledad dentro, me
vuelven a la realidad verdadera.) Me siento mejor en este
rincón recogido que bajo la tempestad verde y quieta del
Tule. Recuerdo casi –distancias salvadas, suavidad de esta
tarde por medio– aquel patio de Mascarones cuando toda-
vía su tierra roja respiraba por arboles maravillosos, antes
de la tumba de losas actual. En él nos conocimos –ciudad
de México nueva para los dos, tu Jalisco y mi España recién
perdidos– y por él nos llevaron juntos la amistad y la poe-
sía. Este jardín de la Soledad nos reúne en la distancia, her-
manos ya, los dos sobre tu libro de poemas. Ante el polvo
y la muerte. ¡Qué bien mirarlos desde esta quietud nueva,
serenidad y angustia recobradas!

“Mira cómo el silencio nos ampara


del olvido en que va la huella oscura.”

¿Por qué estos dos versos en la casi noche de ahora? Vie-


nen a mí por los ojos. Miro el silencio y me siento ampa-
rado en las horas que aguardan. Por él, con tu poesía de la
mano, podré bajar, “sobre el claro latido de mi sangre”, a su
hermosura.
No recuerdo tus versos. No los tengo en la mano y sa-
bes lo flaca que es mi memoria, felizmente casi olvidada de
los míos. Los anteriores los trajo el silencio consigo, como
amarrada su esencia –que no su forma sólo– a sus cabellos.
Su esencia, sí, porque ella es lo que guardo ahora y lo que
queda flotando siempre cuando se aprietan los caminos

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para llegar a la memoria de toda poesía. ¡Qué bien está esa
esencia en este jardín que tu poesía hace nuestro! Parece
encontrarse a sus anchas en este aire, recogido también
como el vuelo de la angustia que movía tus venas al escri-
bir. Tu corazón encuentra aquí su cauce. No sé si Oaxaca te
daría a ti esa sensación de ternura subterránea que sólo se
atreve a salir a flor cuando lo elemental –el agua, el fuego,
la tierra, la verde o blanca piedra– le presta su apoyo nece-
sario. Todo lo tierno, que es un poco lo lleno que nos falta y
nos sobra, sube entonces a la fiebre o a la serenidad. Como
esa amorosa pasión que a ti te cerca –prisionero siempre
en su libertad– o te deja desnudo –libre siempre en su her-
mosura– cuando acercas tu palabra limpia a la belleza, sea
polvo o muerte, mujer o flor, o ese mar que te llenó la can-
ción con su primer encuentro. (Ahora me canta el mar en
este jardín, todo el mar aprisionado y libre, “junto a la fres-
ca sombra de su cara” que traen las páginas de tu libro. Y la
Soledad, con su piedra, verde sólo de estos árboles cuando
te escribo, me parece anclada en la noche que va llegando,
como otro mar, a su playa.
Siento tu poesía; Jorge, como algo mío, como algo que
es sangre propia para quemar esta tarde en la belleza. La
misma fiebre, la misma contenida pasión desatada, esa ter-
nura de la muerte que no es horror en nosotros, sino viva
agonía, compañía amorosa inasible a las manos. Así te veo
y así me veo yo, siempre que puedo estar conmigo como
ahora. Alguien me ha dicho que nuestras voces van herma-
nas sobre muchos caminos. Justo es, si hermano te siento,
que tu voz me llegue hoy desde dentro, como belleza mía,
tuya. Al dejar este banco del jardín –mi espalda siente tem-
blar ya toda la noche nueva de Oaxaca en su piedra amiga–
para dejar esa “sola soledad del sueño” que me regalabais

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los dos y volver de nuevo entre los hombres, quiero decirte
sólo que en él he estado a gusto con tu poesía, sin casi los
versos de ella, que es como debe estarse siempre con los
poetas. Tú supiste verme así también –con sólo las inelu-
dibles citas de todavía mayor juventud– cuando México
recibió mi Rama viva por tu carta en la inolvidable “Tierra
Nueva”. Y supiste encontrarme detrás de los versos, donde
yo estaba y quiero estar siempre. Yo he dejado tu libro en
mi equipaje de viajero, y llevo tu poesía conmigo por los
jardines y las piedras de Oaxaca, ya de noche ahora, sólo
viva en el aire de luna que platea el verde oscuro de sus
extraordinarios laureles.

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CAPÍTULO XVI
ÚLTIMO DÍA DE OAXACA

UBIMOS muy de mañana al monumento

S
a Juárez –¡qué hermoso estuvo anoche
con su luna!–, una vez más entretenidos
un rato en los rosales. El cerro tiene en
su piedra toda la gente de Oaxaca que ha
subido a desayunar en esta fecha –23 de
julio– los típicos tamales de hoja. Nuestra Glorieta de la
Azucena –tan pura y sola ayer– está invadida de puestos y
de toldos en que se apretuja el gentío. Humo de las fritan-
gas, calor. Se come sabroso y el café de olla admite, a pesar
de la hora, su chorrito de mezcal. La ciudad, allá abajo, aje-
na al bullicio, tranquila y dulce en su silencio, parece subir
al cielo por sus laureles.

POR el monte nos asomamos a decirle adiós desde lejos


al Ojo de Agua, brillante su apretada arboleda al sol de la
mañana, entre la tierra roja y blanca.

LAS campanas –¿Santo Domingo?– hacen de bronce el


aire por un momento y lo devuelven luego, más tierno, a
su ternura.

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Visitamos los talleres en que se fabrica la primorosa
loza oaxaqueña. Y nos maravilla la sencillez y limpieza con
que van surgiendo ante los ojos los vasos y las jarras de
colores, los platos con pájaros y flores, los preciosos toritos
negros. Pintura blanca y negra sobre el barro tierno puesto
a secar antes de ir al horno. Y en medio del taller, a pesar de
la artesanía visible y el despliegue comercial de los objetos,
parece que Oaxaca desnuda una vez más su esencia ante
nosotros.

¡Qué soñar el de estas tierras


que se están marchando al cielo,
firme la voz en sus valles,
redonda en sus vasos negros,
barro ya toda su gracia,
gracia alfarera sin ceño.
En esta jarra, Oaxaca,
se prendió todo tu sueño,
y fresco ya entre mis manos,
te palpo temblando el cielo.

DESPUES del mole, que nos regala en señal de despe-


dida la cocina del hotel, nos perdemos por la ciudad y las
huertas cercanas, esperando la hora de las danzas en el ce-
rro. Y la tarde, que está serena y clara como nunca, nos
aprieta dulcemente el aire a las sienes, presa también en
la melancolía que comienza a ganarnos estas horas finales.

CUANDO subimos al cerro –delante de nosotros un ga-


llardo jinete, con preciosa muchacha en la grupa, hace ca-
racolear graciosamente el negro caballo– no encontramos
sitio cerca de los danzantes y hemos de contentarnos con

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contemplar el espectáculo de lejos, desde unas rocas altas.
(Lo que perdemos en detalle lo ganamos en cielo inmenso.)
En el amplio cuadrilátero que ha dejado en medio el gen-
tío, y al son de una música que nos llega muy apagada, se
van sucediendo los cuadros con las danzas típicas de todos
los rincones del Estado que interpretan muchachas y mu-
chachos de las escuelas oficiales. Los trajes están precio-
sos a esta luz rosada y densa del atardecer. La bamba pone
al rojo vivo el entusiasmo general y nos trae a nosotros,
prendido en su gracia, todo el color recién gozado, vivísimo
en la memoria. En los números finales –ya casi la noche
pesando sobre ellos– los danzantes interpretan unas im-
presionantes danzas de guerra, intercalando una preciosa
pantomima histórica cuya trama no entendemos del todo,
pero en la que aparecen curiosamente mezclados Hernán
Cortés y la emperatriz Carlota y en la que los indios recha-
zan a unos conquistadores españoles con uniforme napo-
leónico bajo la dirección de un general casi contemporáneo
nuestro en el estilo de sus entorchados.

Y si no entendemos la trama del asunto –¿qué más da,


economistas casi convertidos a la poesía?–, nos quedamos,
en cambio, prendidos en el ritmo de los danzantes, en sus
saltos prodigiosos, en la elegancia de sus airosos plumeros,
en lo abigarrado del conjunto, la música muchísimo más
fuerte ahora, trepadora del monte, hasta este casi cielo en
que estamos nosotros.

BAJAMOS a la ciudad, deseosos de aprovechar las úl-


timas horas por sus calles y rincones. La Soledad, con la
placita callada, llena de luna, nos cobija a su vera un mo-
mento, y el famoso cartel de las letras blancas sobre el

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fondo azul: “Jardín Sócrates” –en un acto de espontánea y
colectiva justicia– desaparece como por ensalmo de su sitio
municipal para quedar abandonado en una calle cercana.

ULTIMO café de olla en el mercado, que empieza a re-


cogerse, y último, prolongado mezcal a la salud de esta tie-
rra, de estas gentes, de los laureles y el cielo de estos días.
(Los cestos apilados nos regalan una vez más su blancura
al pasar.)

COMO Juárez preside esta noche desde su monumento


todo el ajetreo de la limpieza del cerro después de la fiesta,
decidimos disfrutar de la última luna que nos queda en Oa-
xaca en el escondido rincón de Arista, bajo los frondosos
laureles. Se desatan los comentarios entusiastas, pero el
silencio de la noche, que trasmina en el aire todo el mis-
terio dulce de la ciudad, acaba por ganarnos, y cuando nos
vamos, camino del hotel, a preparar la inevitable vuelta de
mañana, estamos tan llenos de él que lo vamos acarician-
do por las paredes y los faroles de las calles y lo sentimos
temblar dentro de nosotros, Oaxaca para siempre en el co-
razón.

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