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La isla de los tigres

Singapur demuestra que la prosperidad o la pobreza de un país no están determinadas por la


geografía o la fuerza, sino por las políticas de los Gobiernos

El viajero chino que por primera vez dejó un testimonio escrito sobre esta isla en el siglo XIV la
llamó “La isla de los leones” (Singapura), pero se equivocó de animal, porque aquí nunca hubo
leones, sólo tigres, y en gran cantidad, pues hasta muy avanzado el siglo XIX estas fieras se comían
a los campesinos que se extraviaban en sus selvas.

Aquel primitivismo quedó ya muy atrás y ahora Singapur es uno de los países más prósperos,
limpios, avanzados y seguros del mundo y el primero que, en un plazo relativamente corto,
consiguió acabar con dos de los peores flagelos de la humanidad: la pobreza y el desempleo. En los
seis días que acabo de pasar aquí, a todas las personas con las que estuve les pedí que me llevaran
a ver el barrio más pobre de esta ciudad-Estado. Y aquella maravilla, que he visto con mis propios
ojos, es verdad: aquí no hay miseria, ni hacinamiento, ni chabolas, y sí, en cambio, un sistema de
salud, una educación y oportunidades de trabajo al alcance de todo el mundo, así como una
inmigración controlada que beneficia por igual al país y a los extranjeros que vienen a trabajar en
él.

Singapur ha demostrado, contra todas las teorías de sociólogos y economistas, que razas,
religiones, tradiciones y lenguas distintas en vez de dificultar la coexistencia social y ser un
obstáculo para el desarrollo, pueden vivir perfectamente en paz, colaborando entre ellas, y
disfrutando por igual del progreso sin renunciar a sus creencias y costumbres. Aunque la gran
mayoría de la población es de origen chino (un 75%), los malayos y los indios (tamiles, sobre todo)
así como los euroasiáticos cristianos conviven sin problemas con aquellos en un clima de
tolerancia y comprensión recíprocas, lo que, sin duda, ha contribuido en gran parte a que este
pequeño país haya ido quemando etapas desde su independencia en 1965 hasta convertirse en el
gigante que es ahora.

Este extraordinario logro se debe en gran parte a Lee Kuan Yew, que fue primer ministro 31 años
(de 1959 a 1990) y cuya muerte, el año pasado, convocó a buena parte de la isla en un homenaje
multitudinario. Las ideas e iniciativas de este dirigente, educado en Inglaterra, en la Universidad de
Cambridge, siguen orientando la vida del país —un hijo suyo es el actual primer ministro— e
incluso sus más severos críticos reconocen que su energía y su inteligencia fueron decisivas para la
notable modernización de esta sociedad. El sistema que creó era autoritario, aunque conservara la
apariencia de una democracia, pero, a diferencia de otras dictaduras, ni el autócrata ni sus
colaboradores aprovecharon el poder para enriquecerse, y el poder judicial parece haber
funcionado todos estos años de manera independiente, penalizando severamente los casos —
nada frecuentes— de corrupción que llegaban a sus manos. El partido de Lee Kuan Yew ganaba
todas las elecciones sin necesidad de hacer trampas y siempre permitía que una pequeña y
decorativa oposición figurase en el Parlamento, costumbre que sigue vigente pues los
parlamentarios de oposición en la actualidad son sólo cinco. La prensa es a medias libre, lo que
significa que puede hacer críticas a las políticas del régimen, pero no defender ideologías
revolucionarias y hay leyes muy estrictas prohibiendo todo lo que sea ofensivo para las creencias,
costumbres y tradiciones de las cuatro culturas y religiones que conforman Singapur. Al igual que
en Londres, hay un Speaker’s Corner en un parque adonde se pueden convocar mítines y
pronunciar discursos contra el Gobierno con la única condición de que quienes lo hagan sean
ciudadanos del país.

En esta pequeña islita de Asia nadie se muere de hambre ni se ve impedido de recibir ayuda
médica

El milagro singapurense no hubiera sido posible sin dos medidas esenciales que Lee Kuan Yew —
en sus primeros años de vida política se proclamaba socialista, aunque adversario de los
comunistas— puso en práctica desde que asumió el poder: una educación pública de altísimo
nivel, a la que durante muchos años se consagró la tercera parte del presupuesto nacional, y una
política habitacional que permitió a la inmensa mayoría de la población ser propietaria de la casa
donde vivía. Asimismo, aquel se empeñó en pagar elevados salarios a los funcionarios públicos de
manera que, por una parte, se desalentara la corrupción en la Administración pública y, de otra, se
atrajera al servicio del Estado y a la vida política a los jóvenes más capaces y mejor preparados.

Es verdad que Singapur tuvo siempre un puerto abierto al resto del mundo que estimuló el
comercio internacional, pero el gran desarrollo económico que ha alcanzado no se debió a su
privilegiada posición geográfica, sino, principalmente, a la política de apertura económica y de
incentivos a la inversión extranjera. Mientras, siguiendo las nefastas políticas de la CEPAL de
entonces, los países del Tercer Mundo “defendían” sus economías de las transnacionales a las que
mantenían a distancia y propiciaban un desarrollo para adentro, Singapur se abría al mundo y
atraía a las grandes empresas ofreciéndoles una economía abierta de par en par, un sistema
bancario y financiero eficiente y moderno, y una Administración pública tecnificada y sin
corruptelas. Eso ha convertido a la ciudad-Estado en “el paraíso del capitalismo”, un título del que
sus ciudadanos no parecen avergonzarse para nada, sino todo lo contrario. La primera vez que
vine aquí, en el año 1978, me quedé maravillado al ver que en este rinconcito del Asia había una
avenida como Orchard Street con tantas tiendas elegantes como las de la Quinta Avenida de
Nueva York, el Faubourg Saint-Honoré de París o el Mayfair de Londres. El presidente de la Cámara
de Comercio británico-singapurense, que estaba conmigo, me dijo: “Cuando yo era niño, esta
avenida que lo sorprende tanto estaba llena de cabañas erigidas sobre pilotes y llena de fango y
cocodrilos”.
Es lamentable que exista todavía la pena de muerte y la bárbara sentencia latigazos para los
ladrones

No todo es envidiable en Singapur, desde luego, aunque sí lo son, por supuesto, su sistema de
salud, al alcance de todo el mundo, y sus colegios y universidades modélicos a los que tienen
acceso los singapurenses más humildes gracias a un sistema de becas y de préstamos muy
extendido. Pero es lamentable que exista todavía la pena de muerte y la bárbara sentencia del
cane (o latigazos) para los ladrones. Creyendo mitigar esta barbarie, alguien me explicó que “sólo
se infligían veinticuatro latigazos como máximo”. Yo le contesté que, impartidos por un verdugo
bien entrenado, veinticuatro latigazos bastaban para matar en el horror de la tortura a un ser
humano.

¿Se hubiera podido conseguir la formidable transformación de Singapur sin el autoritarismo,


respetando rigurosamente los usos de la democracia? Yo estoy absolutamente convencido que sí,
a condición de que haya una mayoría del electorado que lo crea también y dé su respaldo a un
plan de gobierno que pida un mandato claro para las reformas que hizo en su país Lee Kuan Yew.
Porque, probablemente por primera vez en la historia, en nuestra época la prosperidad o la
pobreza de un país no están determinadas por la geografía, ni la fuerza, sino dependen
exclusivamente de las políticas que sigan los Gobiernos. Mientras tantos países del mundo
subdesarrollado, enajenados por el populismo, elegían lo peor, esta pequeña islita del Asia optó
por la opción contraria y hoy en ella nadie se muere de hambre, ni está en el paro forzoso, ni se ve
impedido de recibir ayuda médica si la necesita, casi todos son dueños de la casa donde viven y,
no importa a cuánto asciendan los ingresos de su familia, cualquiera que se esfuerce puede recibir
una formación profesional y técnica del más alto nivel. Vale la pena que los países pobres y
atrasados tengan en cuenta esta lección.

Derechos mundiales de prensa EL PAÍS, SL, 2016.

© Mario Vargas Llosa, 2016.

Posted: Mayo Von Höltz °

En el fondo vemos al edificio triple del Marina Bay Sand, unido por una especie de barco en su
azotea a 55 pisos de altura, con una pileta de 150 metros de largo, es decir, 3 piletas olímpicas
unidas de donde los turistas mientras se bañan pueden ver la bahía de Singapur: Capitalismo,
prosperidad, éxito, paz, seguridad, felicidad, lo mejor de la naturaleza humana materializada en
hechos concretos, un verdadero cachetazo a todos los progresistas que -como incurables
maniáticos- aun continúan con una prédica delirante responsable de toda la miseria que hay en el
mundo.

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