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ESTUDIOS DE TELEVISION

Gérard Imbert

El zoo visual
De la televisión espectacular
a la televisión especular

editorial
Gérard Imbert

El zoo visual

18
E S T U D I O S D E T E L E V I S I O´ N
E S T U D I O S D E T E L E V I S I O´ N
Colección dirigida por Lorenzo Vilches
GLORIA SALÓ
¿QUÉ ES ESO DEL FORMATO?
Cómo nace y se desarrolla un programa de televisión
MARIO GARCÍA DE CASTRO
LA FICCIÓN TELEVISIVA POPULAR
Una evolución de las series de televisión en España
CARLOS ARNANZ
NEGOCIOS DE TELEVISIÓN
GUILLERMO OROZCO (coord.)
HISTORIAS DE LA TELEVISIÓN EN AMÉRICA LATINA
LORENZO VILCHES
LA MIGRACIÓN DIGITAL
MANUEL PALACIO
HISTORIA DE LA TELEVISIÓN EN ESPAÑA
GUSTAVO BUENO
TELEVISIÓN: APARIENCIA Y VERDAD
JAVIER PÉREZ DE SILVA
LA TELEVISIÓN HA MUERTO
La nueva producción audiovisual en la era de Internet:
La tercera revolución industrial
Mª DEL CARMEN GARCÍA GALERA
TELEVISIÓN, VIOLENCIA E INFANCIA
El impacto de los medios
JOHN SINCLAIR
TELEVISIÓN: COMUNICACIÓN GLOBAL Y REGIONALIZACIÓN
PEDRO L. CANO
DE ARISTÓTELES A WOODY ALLEN
Poética y retórica para cine y televisión
ROSA ÁLVAREZ BERCIANO
LA COMEDIA ENLATADA
De Lucille Ball a los Simpson
ENRIQUE BUSTAMANTE
LA TELEVISIÓN ECONÓMICA
Financiación, estrategias y mercados
JESÚS MARTÍN-BARBERO Y GERMÁN REY
LOS EJERCICIOS DEL VER
Hegemonía audiovisual y ficción televisiva
MILLY BUONANNO
EL DRAMA TELEVISIVO
Identidad y contenidos sociales
CHARO LACALLE
EL ESPECTADOR TELEVISIVO
Los programas de entretenimiento
AMPARO HUERTAS BAILÉN
LA AUDIENCIA INVESTIGADA
Gérard Imbert

El zoo visual
De la televisión espectacular
a la televisión especular
© Gérard Imbert
© Editorial Gedisa, S.A.
Paseo Bonanova, 9 1º-1ª
08022 Barcelona
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Fax 93 253 09 05
correo electrónico: gedisa@gedisa.com
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Diseño de la colección
Sebastián Puiggrós

Preimpresión: Editor Service, S.L.


Diagonal 299, entresòl 1 - 08013 Barcelona

Primera edición, Barcelona, septiembre, 2003

ISBN: 978-84-7432-797-7
Depósito legal: B-13873-2010

Impreso por: Publidisa

Derechos reservados para todas las ediciones en castellano y cualquier otro idioma.
Queda prohibida la reproducción total o parcial por cualquier medio de impresión,
en forma idéntica, extractada o modificada de cualquier versión de esta obra.

Impreso en España
Printed in Spain
Índice

Presentación: El enfoque metodológico . . . . . . . . . . . . 13

Introducción: La televisión como deseo de


presente (El como si televisivo) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 19

1. Entretenimiento y diversión . . . . . . . . . . . . . . . . . . 35

2. La hipervisibilidad televisiva: los nuevos


rituales comunicativos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 57

3. Información y suceso: crisis de lo real y


discurso de la actualidad . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 83

4. La intimidad como espectáculo: de la


televerdad a la telebasura . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 107

5. El talk show o la verbalización del dolor


(El retorno de la oralidad) . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 123

6. Azar y fatalidad en juegos-concurso y


programas lúdicos . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 143

7. La fascinación por el accidente: la tentación


del desorden . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 161
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© Editorial Gedisa
8. De la espectacularización del debate a los
rituales circenses . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 181

9. Gran Hermano: el Gran Relato (Lectura


semiosimbólica de una estructura mítica) . . . . . . . 201

10. La dilución de las fronteras: hacia una


televisión «sin fronteras» . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 217

Conclusión: Después de comunicar, ¿qué?


La hipervisibilidad como aporía de la
comunicación posmoderna . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 233

Apostilla: La reflexividad televisiva: una televisión


que se anuncia a sí misma . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . . 245
Los capítulos 2, 4, 7, 9 y 10 son versiones reelaboradas y
ampliadas de ponencias presentadas en congresos interna-
cionales, algunas publicadas en revistas:

– «Nuevos imaginarios/nuevos mitos y rituales comunicativos:


la hipervisibilidad televisiva». deSignis, revista de la Federa-
ción Latinoamericana de Semiótica (pendiente de publica-
ción).

– «La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la teleba-


sura». Revista de Occidente, nº 201, febrero de 1998.

– «Azar, conflicto, accidente, catástrofe: figuras arcaicas en el


discurso posmoderno (entre lo eufórico y lo disfórico)». Trama
y Fondo, nº 12, 2002.

– «El hiperrealismo televisivo: Gran Hermano, el Gran Relato».


Actas del Congreso Internacional de la Asociación Española
de Semiótica, Valencia, 2001.

– «La dilución de las fronteras: hacia una televisión “sin fronte-


ras”». deSignis (pendiente de publicación).
La televisión moderna no sólo es un tema de conversa-
ción, como lo ha sido desde que se inventó, sino que ella
misma se ha convertido en una forma conversacional, en
espectáculo de la conversación.
Lorenzo Vilches, La televisión. Los efectos del bien y del mal

El desencantamiento de la política transforma el espacio


público en espacio publicitario, convirtiendo al partido
en un aparato-medio especializado de comunicación, y al
carisma en algo fabricable por la ingeniería mediática.
[…] emerge un des-orden cultural que cuestiona las in-
visibles formas del poder que se alojan en los modos del
saber y del ver, al tiempo que alumbra unos saberes-mo-
saico, hechos de objetos móviles, nómadas, de fronteras
difusas, de intertextualidad y bricolajes.
Jesús Martín-Barbero y Germán Rey, Los ejercicios del ver

La imagen nos informa más sobre la sociedad que la ve


que sobre sí misma.
Benjamin Stora, Le Monde, 24-4-2001
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© Editorial Gedisa
La televisión es el Evangelio, la última revolución […].
La televisión no es la verdad. La televisión es un maldito
parque de atracciones, la televisión es un circo, un carna-
val, una troupe de acróbatas, narradores de cuentos, baila-
rinas, cantantes, malabaristas, fenómenos, domadores de
animales y jugadores de fútbol. Es una fábrica para matar
el aburrimiento.
Si quieren saber la verdad, diríjanse a Dios, diríjanse
a su gurú, a ustedes mismos, porque es la única manera
de hallar la auténtica verdad. Ustedes no van a enterar-
se de la verdad por nosotros. Les diremos cuanto quieran
oír […].
Howard Beale, «el profeta iracundo de las Antenas», en
Network (Un mundo implacable) de Sidney Lumet, 1976
Presentación:
El enfoque metodológico

Fiel a nuestra metodología, y con vistas a dar cuenta en su glo-


balidad de un objeto tan complejo como es el discurso televisi-
vo, hemos cruzado en este estudio varias miradas: una mirada se-
miótica que analiza la televisión como discurso, en sus diversos
componentes; una mirada comunicativa centrada en la estructu-
ra formal del mensaje y el contrato comunicativo con el especta-
dor; una mirada sociológica que considera la televisión como un
reflejo del imaginario social; y, finalmente, una mirada antropo-
lógica que se interesa por las representaciones colectivas. Todo
ello con el fin de delimitar mejor los modos de ver y de sentir
propios del discurso televisivo actual y cómo nos encaminamos
hacia una nueva cultura visual que modifica la relación con la rea-
lidad y revela mutaciones profundas en la sensibilidad social.
Al derivarse del cruce de varias miradas, este análisis no pre-
tende aprehender todas las manifestaciones del discurso televisi-
vo, ni ser un estudio de los géneros de este medio o un trabajo es-
trictamente semiótico,* sino aportar una reflexión global sobre la

* Para una profundización en términos sociosemióticos, remito a mi artículo:


«Por una semiótica figurativa de los discursos sociales (imágenes/imagina-
rios de la postmodernidad)», Anthropos, «Semiología crítica», n° 186, sept.-
oct. de 1999; y a mi contribución al libro colectivo: Análisis de la realidad
social. Métodos de investigación en ciencias sociales, García Ferrando, F., Alvira, F.
e Ibañez, J. (comps.). Madrid, Alianza Editorial, 3ª edición revisada, 2000;
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© Editorial Gedisa
televisión como fenómeno comunicativo: ¿cómo funciona en
cuanto dispositivo discursivo, qué efectos produce en el destina-
tario –a partir de qué demanda más o menos consciente–, y cómo
se articula simbólicamente?
Consideramos aquí el discurso televisivo como un dispositi-
vo de producción social del sentido que tiene su coherencia y se
puede analizar como tal, pero cuyos efectos no son forzosamente
dominados por sus productores, siendo la finalidad de un análisis
de corte semiosimbólico reconstruir los efectos derivados y desen-
trañar el sentido oculto de los mensajes.
Como discurso que condensa el imaginario colectivo, la televi-
sión nos informa sobre el sentir social; de ahí, en este trabajo, una
serie de temas recurrentes que encontraremos a lo largo del mis-
mo, tratados desde diferentes perspectivas y objetos de estudio:
en especial todo cuanto gira en torno a la construcción de realidad
por el medio, la emergencia de lo privado en el discurso público,
la fascinación por el desorden, la hibridación de los géneros y la
creación por el medio de mundos posibles con la subsiguiente di-
fuminación de la frontera entre realidad y ficción.
Resultado de un hacer inductivo, esta reflexión parte siempre
de la realidad comunicativa (de los mensajes producidos por el
medio) para remontarse a las estructuras simbólicas, al sentido
producido por estos discursos mediante una cierta representación
de la realidad. Como tal, es una reflexión aplicada y no abstracta,
aunque con un cierto grado de teorización.

Estructura del libro


Lo hemos concebido como un libro abierto y no exclusivamente
reservado para los especialistas en el tema, a imagen y semejanza

capítulo: «Construcción de la realidad e imaginarios sociales en los mass me-


dias: la hipervisibilidad moderna (Un acercamiento sociosemiótico)».
Presentación
© Editorial Gedisa 15

del objeto mismo: una televisión cuyo cierre temático y simbólico


es imposible.
Aunque el orden responda a una organización lógica y dis-
cursiva, este libro permite lecturas por separado de acuerdo con
el interés del lector; de ahí la recurrencia de algunos temas,
aunque siempre planteados desde distintas perspectivas, inevi-
table a partir del momento en que se quería respetar la autono-
mía de cada capítulo. En cualquier caso, ¡no desautorizamos
aquí el zapping!, y menos si permite re-flexionar, volver sobre lo
enunciado.
A pesar de tener una conclusión, termina con una apostilla
porque no quiere ser un discurso cerrado: una apostilla en to-
no metadiscursivo, a partir de un tipo de programa que con-
densa la evolución reciente de la televisión y prefigura lo que
será la de mañana: una televisión que ha alcanzado un grado
tal de redundancia –de hipervisibilidad– que se torna discurso
reflexivo, un discurso que remite constantemente a su enorme
poder-ver.
La reflexión gira en torno a tres grandes ejes que se correspon-
den con el orden secuencial del trabajo:

– la crisis del modelo televisivo, en particular en su dimensión


informativa, que se orienta hacia un modelo de diversión (ca-
pítulos 1, 2 y 3);
– los cambios simbólicos en el nuevo modelo (la llamada «neo-
televisión»): la emergencia de la intimidad y el discurso en
torno al desorden, que introducen un nuevo régimen de visi-
bilidad (capítulos 4 a 7);
– los cambios formales producidos en este modelo: concreta-
mente la dilución de los géneros, que acarrea cambios en la re-
lación del sujeto con la realidad (capítulos 8 a 10).
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© Editorial Gedisa
Contenido temático

Concebido en forma de decálogo, este estudio analiza el discurso


televisivo como discurso social dentro del discurso público, pre-
guntándose sobre su función social desde un punto de vista se-
miosimbólico (la construcción del sentido a través de las grandes
representaciones colectivas):

– La televisión como gran ritual de la modernidad, articulado en


discurso cotidiano que refleja un deseo de presente y constitu-
ye una «memoria del presente» (Introducción).
– Su función social dentro del discurso público: entre informa-
ción, educación y diversión, con una tendencia a imponer el
entretenimiento como modelo comunicativo (capítulo 1).
– Como dispositivo formal, el tipo de realidad que construye la
televisión, de acuerdo con un modo de representación específi-
co: la hipervisibilidad, que establece un nuevo contrato comu-
nicativo con el espectador (capítulo 2).
– Cómo esto se deriva de una crisis de lo informativo (de los
grandes discursos de representación), compensada por una
multiplicación de pequeños discursos y una vuelta del suceso
(capítulo 3).
– Un desplazamiento del interés hacia todo cuanto gira en torno
a lo microsocial, lo privado, con una espectacularización de la
intimidad (capítulo 4).
– Cómo este fenómeno se plasma en determinados formatos y
programas, en particular en los talk shows, con un discurso
centrado en la mujer (capítulo 5).
– Se trasluce en los programas de entretenimiento con un
universo simbólico marcado por una tensión entre orden y
desorden, azar y fatalidad, vida y muerte, que refleja un
imaginario donde violencia y diversión coexisten (capítulos
6 y 7).
Presentación
© Editorial Gedisa 17

– Cómo opera la lógica del espectáculo, hasta contaminar los


discursos serios y alcanzar un cierto barroquismo, llegando in-
cluso a un nivel paródico en ciertos programas (capítulo 8).
– Cómo, en los «programas de realidad», la televisión instituye
su propio régimen de realidad y el relato se ocupa de crear ver-
daderos universos de referencia (capítulo 9).
– En el último capítulo, a través de una reflexión simbólica so-
bre estos fenómenos, se analiza cómo la televisión diluye las
fronteras narrativas y simbólicas, subsume las contradicciones
y se abre a un mundo de lo posible, cercano a la ficción.
– La conclusión, inscribiéndose en una perspectiva comunicati-
va y antropológica, considera la televisión como un «fenóne-
mo social global» (Marcel Mauss): más allá de la lógica del es-
pectáculo, la televisión se asienta en un simulacro que
desemboca en una clausura comunicativa que la define como
una televisión de lo pulsional, al margen de la racionalidad.
– En la apostilla, se considera que la televisión ha llegado a un
grado tal de hegemonía de saturación de signos que se con-
vierte en metatelevisión: televisión que juega consigo misma,
con la realidad que ha instituido, y que se contempla en su
propio espejo.

Aplicaciones

Estudio a la vez ambicioso en sus objetivos (analizar el fenómeno


televisivo desde un punto de vista global, semiosimbólico) y mo-
desto en sus propuestas (no se considera aquí toda la variedad de
subdiscursos que lo componen), este trabajo pretende también
ofrecer una herramienta de análisis para estudios puntuales sobre
la producción televisiva, servir de orientación para aplicaciones
metodológicas y de sugerencia para la reflexión teórica, en un pa-
norama académico donde los estudios son a menudo fragmenta-
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© Editorial Gedisa
rios, constreñidos por la división en áreas y disciplinas, y poco da-
dos a la multidisciplinariedad.
Por eso, de acuerdo con una reflexión sintética sobre el «mo-
delo» televisivo, hemos preferido centrarnos en determinados for-
matos y programas representativos de esta evolución y orientar
la reflexión teórica hacia una serie de puntos clave; éstos aparecen
reflejados en los títulos de los respectivos capítulos, donde no he-
mos dudado en utilizar la metáfora para volver más gráfica la de-
mostración.
Hemos querido ofrecer aquí una lectura interpretativa del dis-
curso televisivo que, sin renunciar al rigor analítico, no reniegue
del calor de una mirada que no puede ser desapasionada.
Introducción:
La televisión como deseo de presente
(El como si televisivo)

[…] En aquel Imperio, el Arte de la Cartografía logró tal


Perfección que el mapa de una sola Provincia ocupaba to-
da una Ciudad, y el mapa del imperio, toda una Provin-
cia. Con el tiempo, esos Mapas Desmesurados no satisfa-
cieron y los Colegios de Cartógrafos levantaron un Mapa
del Imperio, que tenía el tamaño del Imperio y coincidía
puntualmente con él. Menos Adictas al Estudio de la car-
tografía, las Generaciones Siguientes entendieron que ese
dilatado Mapa era Inútil y no sin Impiedad lo entregaron
a las Inclemencias del Sol y de los Inviernos. En los de-
siertos del Oeste perduran despedazadas Ruinas del Ma-
pa, habitadas por Animales y por Mendigos; en todo el
País no hay otra reliquia de las Disciplinas Geográficas.

Jorge Luis Borges, Historia universal de la infamia

I. De los «grandes relatos» (Lyotard)


a los microdiscursos

La evolución del modelo audiovisual y las mutaciones simbólicas


y formales que se están produciendo en el discurso televisivo no
son ajenas a una crisis general que es la crisis misma del discurso
público, de lo que Lyotard (1984) llamaba los «grandes relatos».
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La hipótesis que queremos desarrollar aquí es que el aleja-
miento que se ha producido entre el ciudadano y los asuntos
públicos –la res pública que ocupa el centro del discurso político–,
traduce un distanciamiento de lo público en general y de la reali-
dad reflejada por los medios de comunicación. Dicho distancia-
miento se plasma, por ejemplo, en una pérdida de credibilidad de
la información referida a la realidad político-económica, lo cual
obliga a una adaptación constante del discurso informativo. Lla-
maré pérdida de realidad a ese déficit de realidad que afecta no sólo
al discurso político –traduciéndose en despolitización de la socie-
dad civil y desconfianza hacia la clase política–, sino también al
discurso informativo (E. Bustamante, 1990).
Si bien pierde credibilidad –y no despierta el mismo interés–
toda la información relacionada con la actualidad seria, recrudece
en cambio el interés por otro tipo de actualidad: actualidad rosa
(cotilleo), actualidad negra (vinculada a los sucesos), actualidad
amarilla (escándalos, noticias sensacionalistas) y, más general-
mente, interés por todo aquello que refleje el cariz humano de la
actualidad en su dimensión individual y emotiva, por todo cuan-
to remita a lo microinformativo y produzca microdiscursos, den-
tro de una cultura de la fragmentación tan representativa de la
modernidad (V. Sánchez Biosca, 1995).

II. La crisis de los modos de representación.


La «transparencia perdida»

¿Cómo explicar, desde el punto de vista discursivo, este desplaza-


miento hacia lo microdiscursivo, lo fragmentado?
Tras todo ello –y nos centraremos en este aspecto para no dis-
persarnos– está lo que podríamos llamar un deseo de presente, tradu-
cido en un interés por lo cercano y una fascinación por lo íntimo
que reflejan un deseo de acercarse al presente cotidiano, a ese
Introducción
© Editorial Gedisa 21

tiempo vivencial –sin mediación– donde parecen desvanecerse los


obstáculos, los filtros, las mediaciones entre el sujeto y el objeto,
entre el espectador y la realidad representada, entre la enun-
ciación y el enunciado.

1. La crisis de las formas discursivas:


el sueño de transparencia
Esto traduce sin duda un sueño de transparencia que revela la nos-
talgia de un estadio prediscursivo – «estadio del espejo», como
decía Lacan– en el que el ojo televisivo elimina las mediaciones,
dando así una ilusión de eterno presente, ofreciendo un simulacro
de realidad donde el mapa –por retomar la metáfora del cuento de
Borges–, con su ilimitado poder de reproducción, se superpone al
territorio y acaba ocultándolo, imponiendo su propia realidad.
De ahí las innovaciones a las que asistimos últimamente en este
medio, en un intento de ir cada vez más allá en la representación de
la realidad, hasta hacer peligrar las fronteras entre lo público y lo
privado (D. Mehl, 1996), obligando a plantearse los límites del de-
cir (véase más adelante los capítulos 4, 7 y 10). Porque de la «pul-
sión escópica» (Lacan) al voyeurismo no hay más que un trecho; y
cuando se dice, por ejemplo, que la televisión transforma la reali-
dad en espectáculo, no se habla sino de la crisis formal y simbólica
que afecta a este tipo de discurso.
En efecto, la crisis mediática actual concierne tanto a los conte-
nidos como a las formas del discurso y obliga a los productores de
noticias y comunicadores en general a adaptar éstos a las nuevas
demandas, adecuando los discursos al sentir colectivo, con las sub-
siguientes alteraciones de los géneros y formatos, en particular te-
levisivos (J. Barroso, 1996; Ch. Lacalle, 2001; M. Palacio, 2001).
Cuando hablamos de crisis formal, no aludimos aquí a un
cambio puramente superficial consistente en dotar al discurso te-
levisivo de nuevos ropajes –las innovaciones que se producen
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
continuamente en los formatos y la parrilla de programas–, sino
que pensamos en una crisis de las formas discursivas que entraña
una nueva representación de la realidad y augura otro modo de
relacionarse con el presente, de ver y de percibir al otro, propios
de una mutación profunda en la sensibilidad colectiva (J. Martín
Barbero; G. Rey, 1999), que es de índole simbólica.

2. El deseo de presente
¿En qué medida estas mutaciones reflejan la querencia de un pre-
sente más cercano, más emotivo, más eufórico, de un presente
«alternativo» que no sea el permanentemente escenificado por un
discurso informativo que aparece cada día más mediado, debilita-
do a fuerza de repeticiones, impersonal, lejano, continuamente
alimentado por el conflicto, la violencia, y encaminado hacia lo
anómico, lo disfórico, a todo cuanto hace peligrar el equilibrio so-
cial (G. Imbert, 1999).
Pero esta querencia, patente en la fascinación por el directo, sin
dejar de alejarse del presente ofrecido por los medios informativos,
tampoco es ajena a la actualidad, ni se desenvuelve a espaldas del
mundo social. Traduce la querencia de otro presente: ya no el presen-
te hipotecado por el discurso público, controlado por los expertos,
mediado por los aparatos masivos de comunicación o generado por
las grandes ficciones cinematográficas, sino un presente balbucean-
te, más asequible, más ordinario, más in-mediato. Más adelante (vé-
ase el capítulo 3), hablaremos de la «vuelta del suceso» para referir-
nos al interés creciente por la dimensión microsocial de la
actualidad en detrimento de los grandes discursos interpretativos.
Revancha de lo privado sobre lo público, del suceso sobre la
Historia, de lo pragmático sobre lo programático, de lo viven-
cial sobre lo ideológico, esta evolución traduce un doble cuestio-
namiento: de la actualidad por una parte –del discurso de la ac-
tualidad como modo de informar–, y del relato por otra, de los
Introducción
© Editorial Gedisa 23

modos de narrar, de representar globalmente la realidad (este


punto se desarrollará en el capítulo 9).
Por eso mismo, como crisis formal, de orden simbólico, la
consideramos ligada a los modos de representación. El discurso
televisivo, dentro de su variedad de contenidos, por la hibridación
de géneros que permiten sus formatos y la multiplicidad de len-
guajes que integra, es estratégico como dispositivo formal por su
capacidad de construir su propia realidad (G. Imbert, 2000).
Es amplio el debate:
¿Cuál es la articulación de esta crisis genérica –de orden se-
miodiscursivo– con el discurso televisivo?
¿En qué medida el discurso televisivo la concentra, la exacer-
ba, en su afán de crear una hiperrealidad?
¿Qué alternativa o compensación simbólica, semiótica, dis-
cursiva, ofrece a la pérdida de realidad sufrida por el sujeto social?
¿Cómo la construcción de realidad en y por el medio contribu-
ye a introducir profundos cambios en el modo de representar/co-
municar la realidad?
¿Hasta qué punto el medio construye su propio presente?
¿Cómo se revitalizan géneros como la información, el reporta-
je, la entrevista, insertándolos/mezclándolos/diluyéndolos en pro-
gramas de entretenimiento?
¿Qué efectos pueden producir a la larga la hibridación de gé-
neros, la creación de formatos contenedores y la aparición de nue-
vos géneros/formatos híbridos, a mitad de camino entre la reali-
dad y la ficción?
¿Podemos hablar de dilución de las fronteras, no sólo entre gé-
neros, sino también entre lo real y lo simulado?

Éstas son algunas preguntas que estarán implícitas –aunque


obviamente no respondamos a todas– a lo largo de esta refle-
xión.
El zoo visual
24

© Editorial Gedisa
III. La saturación de presente:
el espectáculo televisivo

1. Crisis de lo real: ¿crisis del realismo?


Esta crisis es doble. Por un lado, los géneros «realistas» –con vo-
cación referencial–, cuyo prototipo es el telediario, se ven obliga-
dos a renovarse, con una tendencia clara a espectacularizar y/o
amenizar/variar su discurso. Por otra parte, asistimos a una espe-
cie de retorno del realismo tanto en los programas de ficción co-
mo en los llamados «programas de realidad».
Hoy es patente en los nuevos formatos televisivos, por ejem-
plo, la irrupción de una realidad sociológica: realidad cruda, en
sus aspectos más dramáticos, en forma de crónica negra, en docu-
dramas y reality shows; realidad más amena en las sitcoms o «series
de situación», centradas en profesiones, grupos sociales o seg-
mentos de población, que también saben entremezclar lo negro
con lo rosa, lo eufórico con lo disfórico.
Se produce entonces, y esto lo hemos visto en los llamados
«programas de realidad», una con-fusión total entre la realidad
objetiva –la realidad visible, exterior al medio (la del reportaje,
por ejemplo, de la realidad sociológica)– y la realidad indivi-
dual, la de las vivencias subjetivas, las emociones invisibles y el
sentir íntimo. Confundir es aquí fundirse con, coincidir en espacio
y tiempo con la realidad representada, anular la distancia entre el
tiempo de la enunciación y el tiempo de la narración. Se crea así
una ilusión de presente, esto es, una simulación espacio-temporal,
como en el directo. Ocurre lo propio en los programas de realidad
que crean su propia cotidianeidad, de la que es partícipe el espec-
tador, y donde desaparece la primacía del narrador, porque el
guión se va elaborando sobre la marcha.
La televisión podría ser hoy el instrumento ideal de reconstruc-
ción del tiempo presente –aunque sea de manera fragmentada–, un
Introducción
© Editorial Gedisa 25

presente que ignorado por los grandes discursos ha desaparecido de


la vida social, donde todos somos presa del tiempo, devorados por
el estrés. Podría traducir una reapropiación simbólica del pre-
sente, una reinvención de lo cotidiano como decía Michel de
Certeau (1980) hablando de los «usos y reapropiaciones» que se
dan en los pequeños discursos y rituales que dan forma a la vida
cotidiana.
Al déficit de presente en la vida social contestan –en forma de
compensación simbólica y en clave de simulación– la redundan-
cia, la duplicación y la simulación de presentes en el relato televi-
sivo. Estos presentes reinyectan realidad en la representación, pe-
ro lo hacen al modo espectacular, como una manera, en su crudeza
misma, de ir más allá del realismo.

2. La televisión como dispositivo de alternativa


de realidad: el relato televisivo
Esto se ve facilitado por la naturaleza misma del discurso televisivo
como relato. Como tal, el discurso televisivo es un flujo continuo,
es decir, un tiempo sin principio ni fin, un presente transitivo en su
mismo inacabamiento.
Objeto semiótico por excelencia en permanente construcción,
la televisión ofrece un relato abierto, tanto en sus formas como en
sus contenidos. Sin límites temáticos, propone por otra parte un
dispositivo formal (de géneros y formatos) flexible, con un predo-
minio de «programas-contenedores» –magacín, talk show– bajo
el signo de la «variedad», un dispositivo capaz de integrar un
abanico amplio de discursos y ofertas de realidad. Se caracteriza,
finalmente, por ser un aparato enunciativo híbrido, con sujetos
de enunciación propios (presentadores, animadores, conductores
de programas), pero también integrador de hablas ajenas, que
acoge una multiplicidad de voces. Esta polifonía –voz de voces–
es garante de una cierta permeabilidad con la realidad social, de
El zoo visual
26

© Editorial Gedisa
ahí la facilidad que tiene el medio para alcanzar grandes audien-
cias.
La evolución de este dispositivo está produciendo una cierta
dilución de la figura del presentador: ésta es llevada hasta su paro-
dia en un programa como Crónicas marcianas o casi desaparece en
los programas de realidad, relegado el presentador al papel de co-
mentarista de la realidad producida por los propios participantes
en el programa, como si de una realidad informativa se tratara
(véase capítulo 8). Dicha dilución –o relegación/marginación– se
hace en beneficio de un mayor protagonismo del espectador, más
integrado en el juego televisivo. Con esto, el discurso televisivo
pierde el control de la producción de realidad –aunque de manera
simulada, cuando no manipulada–, facilitando una cierta espon-
taneidad y la creación de un presente más anclado en la realidad
vivencial, más «humano» en una palabra, sin (aparente) media-
ción.

3. Los cruces entre realidad y ficción: el no man’s land


televisivo
El otro fenómeno que interviene en esta renovación de la realidad
representada es la confusión, también, entre realidad y simulacro.
Con la emergencia, en el relato televisivo, de la realidad vivida y,
con ella, del sentir individual, son cada vez más numerosos los
programas en los que resulta difícil desentrañar formalmente –en
particular en el dispositivo enunciativo y narrativo– la realidad de
la ficción: ejemplo de ello son las simulaciones al estilo del reality
show o la realidad producida por los «programas de realidad» (P.
Charaudeau y R. Ghiglione, 1997).
Diremos que el discurso televisivo, en su evolución reciente,
tiende a situarse en una especie de lugar fronterizo –no man’s land
entre la realidad y la ficción– que produce una modalidad especí-
fica de presente propia del medio televisivo. Esto viene a cuestio-
Introducción
© Editorial Gedisa 27

nar la noción misma de autenticidad y nos obliga a replantearnos


la paradoja del comediante, antaño evocada por Diderot: la de una
realidad re-vivida por los propios actores de los hechos en los rea-
lity shows, una realidad inventada por los actores en ciernes que son
los que participan en estos programas de realidad. Dicha realidad,
a pesar de ser una creación del medio, reúne, como en un experi-
mento de laboratorio, todas las condiciones de una realidad obje-
tiva, sólo que ésta es aquí una realidad del orden de lo posible que
tiene parentesco con la realidad ficticia.
La televisión aparece entonces como un dispositivo construc-
tor de su propia realidad: no es exactamente la realidad imagina-
ria de la ficción (aunque permite identificaciones imaginarias),
ni tampoco la realidad objetiva de los documentales o reportajes
sociológicos, anclada en lo referencial; sino una realidad que
tiende a autonomizarse, a independizarse con respecto a sus mo-
delos (el ficticio y el referencial), pero que crea los mismos meca-
nismos de adhesión. De ahí lo erróneo de los planteamientos
consistentes en querer saber si los programas de realidad son au-
ténticos o manipulados, si sus participantes son actores o son
ellos mismos, planteamientos que confunden sinceridad con ve-
racidad y que no admiten que pueda existir una realidad de ter-
cer orden: una realidad virtual.
Están finalmente los programas que proponen alternativas a la
realidad: ya sea mediante la evasión (juegos-concurso), ya sea a
través de la superación de la realidad social (en los vídeos domés-
ticos, por ejemplo, el dolor se convierte en espectáculo y la emo-
ción ante el hecho real es anulada por la risa). Otra modalidad es
la sublimación de la realidad mediante una cierta idealización
(como ocurre en las series), o su parodia, utilizando la irreveren-
cia, el exceso, el paroxismo (caso de Crónicas marcianas), que nos
sitúan más allá de la realidad objetiva. ¿En qué consiste este «más
allá»?
El zoo visual
28

© Editorial Gedisa
IV. Más allá de la realidad: los nuevos
imaginarios televisivos

1. La «hiperrealidad» televisiva: el como si fuera verdad


La realidad producida por el medio, de acuerdo con estos nuevos
modos de representación, al situarse imperceptiblemente más allá
de la realidad, y al mismo tiempo ligeramente más acá de la fic-
ción, obliga a reformular la naturaleza misma de la relación de ad-
hesión que une al espectador con el discurso televisivo en térmi-
nos de uso y de pacto comunicativo (D. Dayan, 1997; J. Hartley,
2000): ya no como una relación de tipo veritativo –basado en la
verdad–, sino más bien conforme a una lógica del simulacro don-
de prima lo verosímil (J. Baudrillard, 1978; F. Jost, 2001); un ha-
cer como si fuera verdad, en el que el espectador admite que esto no
es la realidad, pero que se parece tanto a ella que resulta creíble y
puede sustituir a su modelo; un hacer como si en el que tanto pue-
de valer la copia como el original, y más cuando ya no pesa tanto
oprobio sobre la imitación o el plagio.
Este modo de representación establece una relación paradójica
con la realidad, a la vez especular y espectacular: especular porque
es una realidad enraizada en la cotidianeidad, en lo vivencial, en
lo familiar, que actúa como espejo; espectacular porque está dota-
da de una cierta teatralidad, inherente al código televisivo, vincu-
lada a un contrato comunicativo que propicia el espectáculo (ca-
pítulos 1, 2 y 4).
Hiperrealidad es pues esta realidad híbrida (en sus conteni-
dos) y ambivalente (en las formas comunicativas), dotada de vida,
que existe en la medida en que es engendrada ante/y por nuestra
mirada: realidad en live, de índole performativa, que nace de la
propia enunciación televisiva, que crea, como decía Roland Bar-
thes (1972), «efectos de realidad» que la vuelven creíble y la ha-
cen existir en el imaginario colectivo.
Introducción
© Editorial Gedisa 29

Hiperrealidad es también, finalmente, el código que, más allá


del realismo, rehabilita, revivifica y simula la realidad, exacerbán-
dola.

2. La actualidad como nostalgia del presente:


la «otra actualidad»
¿Qué traduce esta demanda de veracidad, este deseo de crear un
presente permanente, familiar, aunque sea por poderes, a través
de la identificación con estas figuras mediadoras que son los
personajes de series o los espectadores que vienen a contar sus
vivencias? Sin duda una nostalgia de una forma de actualidad,
como si el «fin de la historia» que algunos pregonan no pudiera
acabar con las «historietas», los relatos menudos, las vivencias
cotidianas.
Pero no es sólo la actualidad consagrada por el modelo CNN
–la impresión de estar «conectado» a la actualidad, donde el rela-
to televisivo deja paso al relato «natural» de la actualidad, al fluir
de los hechos–, sino que es también otra actualidad, menos ceñida
a los hechos políticos, que emerge y va invadiendo la pantalla: es
la actualidad trivial, en forma de microrrelatos que van alimen-
tando, por ejemplo, los reality shows; una actualidad morbosa, se
ha dicho, porque está en el límite de lo público. Es también la ac-
tualidad del día a día de la gente común que sirve de base a los
talk shows (capítulo 5); y, finalmente, es la actualidad recreada por
las series. Son actualidades inscritas cada una en su propia cotidia-
neidad: una actualidad secundaria, podríamos decir, una actuali-
dad insignificante pero fuertemente anclada en el sentir, que ex-
presa la unicidad del tiempo presente, y de la que se siente
partícipe el espectador.
Tras todo ello podemos ver una nostalgia del tiempo presente,
del hic et nunc existencial. De ahí la demanda de intimidad e in-
cluso de «morbo». ¿Cómo atiende el discurso televisivo esta de-
El zoo visual
30

© Editorial Gedisa
manda? Lo hace mediante la puesta en relato de la actualidad, apo-
yándose en la verbalización de sus vivencias por los propios espec-
tadores, utilizando el modo narrativo, dándole al sujeto una
«identidad narrativa» (Ricoeur).

3. El relato como factor de ficcionalización


El relato no está reñido con la actualidad: si por una parte pone
distancia introduciendo mediaciones enunciativas (a través de la
figura del narrador-presentador), por otra hace presente la actua-
lidad, la reincorpora –nunca mejor dicho: le da cuerpo– al dis-
curso televisivo. El relato viene a paliar esta carencia, a colmar el
vacío dejado por la Historia, por la decadencia de los «grandes
relatos».
La fascinación ejercida por los relatos en torno a accidentes y
catástrofes –acontecimientos todos que vienen a perturbar la ac-
tualidad– expresa una exacerbación del presente, una saturación
narrativa que muestra la actualidad bruta en su máxima acci-
dentalidad (capítulo 7). Pero la redundancia televisiva, la repe-
titividad del mensaje informativo, la recurrencia de las mismas
escenas, enfatiza los hechos, los sobre-significa de alguna manera,
los vuelve hiperreales hasta el punto de dejarnos incrédulos
–cuando no insensibles– ante el «espectáculo» de la realidad (ca-
pítulo 8).
Es lo que ocurre con el tema de la violencia en los medios de
comunicación, donde la saturación puede producir desinterés
–cuando no insensibilización– ante la violencia real (G. Imbert,
1992); es lo que ha ocurrido en grado máximo en los atentados
del 11 de septiembre: lo hemos visto tanto en el relato televisivo y
las ficciones hollywoodianas que cuando ocurre «realmente» des-
prende una impresión de déjà-vu. El imaginario se ha hecho reali-
dad (VV.AA., Revista electrónica, 2001; J. González Requena,
2002).
Introducción
© Editorial Gedisa 31

V. El como si televisivo. Otra forma de ver


y de sentir

¿Cómo puede el relato –esto es, un modo de narrar basado en la


convención– hacerse creíble y producir identificaciones con la fic-
ción como si fuera la realidad? Lo hace mediante la exploración de
espacios intermedios, en la frontera entre la realidad y la ficción.
Ahí está seguramente –más que en los mecanismos de identifica-
ción morbosa con determinados temas– la clave de la fascinación
que ejercen reality shows, reconstrucciones al modo de los docu-
dramas, programas de realidad e incluso series. Lo que fascina es
tanto la forma narrativa como los contenidos (bastante insignifi-
cantes, por otra parte, en los programas de realidad): es un como si
–infantil en su confusión de los dos mundos, regresivo en su nos-
talgia– que permite tomar como realidad algo perfectamente ma-
nipulado (en términos objetivos) por el medio, es decir, algo to-
talmente controlado como forma narrativa, al margen de la
evolución más o menos espontánea de la historia que se va cons-
truyendo ante nuestra mirada.
Ese como si está en la base del contrato comunicativo sobre el
que descansa la neotelevisión, y es más complejo que en el cine
porque, a diferencia de éste, la televisión no se mueve exclusiva-
mente en lo imaginario: mezcla/alterna/confunde a veces lo re-
ferencial con lo ficticio. Es este rasgo el que se va acentuando en
las últimas décadas, revelando una mutación profunda en el pac-
to comunicativo que nos vincula al medio más que una evolu-
ción de los contenidos o la creación de nuevos formatos: una mu-
tación en los modos de ver y de sentir.
Esta «revolución» es fundamental porque, al asentarse en nue-
vos modos de ver, funda un nuevo contrato fiduciario que se apo-
ya más en el ver que en el creer, que se sitúa más en la verosimili-
tud que en la verdad. Opera como una imagen de síntesis,
creando sus propias condiciones de producción de la realidad, de
El zoo visual
32

© Editorial Gedisa
creación de un presente autónomo, utilizando todos los recursos
formales, técnicos y narrativos que ofrece el medio –y son mu-
chos– para acentuar la ilusión.
Es lo que ocurre en las filmaciones cámara al hombro, donde
ésta se transforma en personaje, donde el instrumento técnico se
vuelve narrador, cobra autonomía, dando una impresión de trans-
parencia, la ilusión de «lo vivido». Como reza el eslogan publici-
tario de la CNN: «Está pasando, lo estás viendo», y se ve a un ata-
cante barbudo cometiendo un supuesto asalto, seguido de cerca
por una cámara que nos hace partícipes de la acción, filmando en
directo; eslogan que podríamos reinterpretar así: «Está pasando
porque lo estás viendo».
Sin ser ficción (sin tener la arbitrariedad del relato literario),
este relato explora todos los recursos ficcionales –en particular na-
rrativos– para producir efectos de realidad. En ello reside la ambi-
valencia televisiva (capítulo 10), en su particular modo de narrar,
donde el relato está íntimamente ligado al mostrar, donde la me-
diación desaparece ante la inmediatez de la imagen, donde la
frontera entre realidad y ficción se diluye con tanta facilidad, per-
mitiendo todas las identificaciones imaginarias.
¿En qué medida esto no diluye también la función didáctica
del discurso televisivo, su capacidad de informarnos objetivamen-
te del mundo, de transmitirnos objetos de saber? Lo veremos en el
capítulo siguiente.

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© Editorial Gedisa 33

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dad Carlos III de Madrid, 2001.
1
Entretenimiento y diversión

Se dice a menudo que la televisión es un medio de aprendizaje so-


cial: que conciencia, divulga conocimientos, aporta visiones com-
plementarias y a veces contradictorias que enriquecen el debate,
ofrece pautas de pensamiento… Es decir, que la televisión es un
instrumento didáctico que facilita el acceso al saber.
Si bien es cierto que la televisión ha democratizado considera-
blemente la divulgación del saber, no es menos cierto que tam-
bién ha contribuido a trivializar muchos debates, creando estereo-
tipos, estimulando la afición a determinados temas y cultivando
una cierta sensibilidad que a menudo raya con lo morboso, cayen-
do –en una palabra– en la «demagogia de la audiencia», esa ten-
dencia consistente en darle al público lo que, supuestamente, éste
demanda.
Más allá de temas de actualidad y modas, se han producido en
las últimas décadas dos mutaciones que me parecen fundamenta-
les porque afectan directamente a la función social de la televisión
y, por ende, a la relación con el saber y con los discursos del saber,
siendo la televisión uno de ellos (J. Ferrés, 1994 y J-M. Pérez Tor-
nero, 2000); es lo que analizaremos en la primera parte de este ca-
pítulo, que versa sobre las mutaciones cognoscitivas:
– Se trata primero de la mutación que afecta al marco cognosci-
tivo general: hoy día, ya no se aprende de la misma manera
que hace veinte años, por ejemplo; y la televisión ha llegado a
El zoo visual
36

© Editorial Gedisa
ser un formidable instrumento de visibilización (para bien y
para mal). Por una parte, ha desaparecido la distancia entre el
sujeto y el mundo: los medios de comunicación ponen al al-
cance del ciudadano una serie de temas y conocimientos antes
reservados a determinadas esferas (escuela, élites intelectuales,
expertos). Pero, por otro lado, la televisión llega a entrometer-
se en lo más íntimo, especialmente a través de lo que podría-
mos llamar «la televisión de la proximidad», y el individuo es
objeto de continuas escenificaciones por parte del medio, sin
poder protegerse de esta mirada indiscreta que ha llegado a
hacer de la intimidad un espectáculo; lo que ha cambiado aquí
es, pues, el régimen de visibilidad en sus aplicaciones tanto a
los sujetos como a los objetos sociales.
– La segunda mutación opera dentro del discurso mismo: la te-
levisión como medio aparece no sólo como instrumento para
comunicar, sino también como vehículo de transmisión de
modelos, pautas de comportamiento y de saber. Pero se trata
de saberes dispersos, sin unidad, sin que exista un «sujeto de
saber», una instancia que oriente el aprendizaje. Si la plurali-
dad que establece el discurso televisivo es positiva, y puede ser
enriquecedora, lo es menos, en cambio, la falta de coherencia
general, la carencia de un discurso unificador que opere rela-
ciones y cree vínculos entre saberes. Como declaraba el soció-
logo Edgar Morin criticando la «fragmentación de la enseñan-
za» en el mundo de hoy y proponiendo un modelo alternativo,
«se trata de reemplazar un pensamiento que separa y reduce
por otro que distingue y enlaza» (El País, 24-10-2000).

Después de analizar estas mutaciones, veremos cómo se está


implantando un nuevo modelo, la «neotelevisión», fundado en el
entretenimiento y la diversión. ¿En qué medida es compatible es-
te modelo con una función didáctica, una misión educativa? Par-
tiendo del tópico según el cual hay que «enseñar divirtiendo», in-
Entretenimiento y diversión
© Editorial Gedisa 37

tentaremos mostrar los peligros de banalización que esto acarrea y


el riesgo de que la diversión aparte de la reflexión. Tres fenómenos
clave ilustran esta tendencia:
– La conversión del mensaje televisivo en objeto de gran consu-
mo que satisface el narcisismo del público y conduce a una tri-
vialización de los contenidos: plantearemos el peligro que
puede representar la seducción que ejercen estos productos en
el público, en particular en el público infantil, y la relación
entre entretenimiento y seducción. Será objeto de la tercera
parte de este capítulo.
– El segundo fenómeno es la crisis de contenidos y de credibili-
dad que se deriva de ello: cómo el medio se ve contaminado
por el modelo del entretenimiento, el imperativo de la diver-
sión, la tendencia a convertir la realidad en espectáculo y su
capacidad para construir relatos. Lo veremos en la cuarta par-
te, que versará sobre los nuevos imaginarios televisivos.
– El tercer fenómeno se traduce en la subsiguiente evolución de las
formas y de los formatos televisivos, que instauran una realidad
generada por el propio medio, de la que ya no se sabe si es verda-
dera o falsa; lo analizaremos en la quinta parte de este capítulo.

I. Televisión y aprendizaje social

Trataremos en esta primera parte de analizar las mutaciones gene-


rales –de tipo antropológico-cultural– vinculadas a la cultura de
la imagen, no sólo desde la perspectiva de la imagen como sopor-
te físico, sino también desde la de la imagen como soporte simbó-
lico, esto es, como modo de representación y manera de percibir
lo real, de hacer-ver y hacer-sentir la realidad social.
También se produce una mutación interna, propia del medio:
la de un discurso «sin sujeto», como se ha dicho, un discurso de
El zoo visual
38

© Editorial Gedisa
contenidos inconexos, sin articulación. Aunque cabría aquí una
interpretación positiva consistente en preguntarse, por retomar
un tema trillado de las nuevas pedagogías, ¿hasta qué punto esta
estructura «a la carta» no puede facilitar el «autoaprendizaje»? y
¿en qué medida no «libera» al sujeto de tutores y maestros?, el de-
bate, en realidad, va mucho más allá del medio televisivo, pues
tiene una dimensión antropológica: equivale a preguntarse en qué
medida se puede prescindir de la figura humana en el aprendizaje.
El problema es bastante complejo en lo referente a la televi-
sión ya que la figura humana, en este medio, está omnipresente,
encarnada en los presentadores o conductores de programas; pero
es, al mismo tiempo, una instancia múltiple, heterogénea, como
evanescente, porque no tiene personalidad propia. No constituye
un sujeto en el sentido simbólico de la palabra: esto es, un agente
unificador de saber. Internet, hoy, plantea este debate con más
agudeza todavía: ¿Quién domina, controla y coordina los conteni-
dos? ¿Hasta qué punto la sobreinformación –el exceso de infor-
mación– no es nefasta, creando una impresión de dispersión, de
pozo sin fondo?
Terminaremos esta parte con una reflexión sobre las diferen-
cias entre el discurso del entretenimiento y el discurso del saber.

1. El marco cognoscitivo general


Las estructuras antropológicas – o «matrices culturales» por reto-
mar la expresión de Jesús Martín Barbero (2000)– han evolucio-
nado considerablemente en las últimas décadas; y podemos decir
que la extensión de los medios audiovisuales ha traído consigo el
paso de una economía del saber a una economía del ver que consagra la
primacía de lo visual (lo visual opuesto a lo intelectivo, a lo refle-
xivo): esto es, lo visual como modo de ver y de sentir, de represen-
tar y percibir/transmitir la realidad. Baudrillard (1990) ha habla-
do al respecto de «hipervisión» para referirse a esta proximidad
Entretenimiento y diversión
© Editorial Gedisa 39

total que establece la mirada con lo que se ve y que caracteriza las


nuevas formas de comunicación. En este régimen del ver ya no
hay lugar para el secreto, nos dice este autor, ni para lo simbólico
(para la representación, para una aprehensión intelectiva del
mundo).
La llamada «neotelevisión», término acuñado por Umberto
Eco (1985) y retomado por Casetti y Odin (1990), privilegia la re-
lación in-mediata (sin la mediación intelectiva), el contacto, la im-
presión de interactividad (la relación sin instancia tercera, media-
dora), y produce una inflación de las formas, de todo cuanto
acentúa el contacto, haciendo hincapié en el hecho de comunicar.
Esta inflación de las formas comunicativas puede producirse en de-
trimento del sentido (del fondo), y convertirse en conversación au-
diovisual (G. Bettetini, 1986); es decir, en un modelo comunicati-
vo en el que importa más la forma (el modo de comunicar) que el
fondo (la transmisión de contenidos). Un modelo en el que la gran
protagonista acaba siendo la televisión misma, el medio («lo im-
portante es comunicar», como se dice trivialmente). Véase a este
respecto la importancia de todo lo no-verbal (gestualidad, movi-
mientos, apariencia, look, etcétera) en el discurso audiovisual, en el
que el sentido es, hasta cierto punto, secundario, pues se privilegia
la relación.
Hay aquí lo que podemos llamar un «narcisismo del medio»,
una manera que tiene el medio de escenificarse a sí mismo, de ha-
cer alarde de su potencial mediático. La televisión, escribe U. Eco,
«habla cada vez menos del mundo exterior. Habla de sí misma y
del contacto que está estableciendo con el público». La televisión
llega casi a existir como personaje, como instancia que está pre-
sente mediante una continua referencia a su capacidad de cons-
truir mundos, de establecer relaciones, de «crear realidad».
Es una televisión «hecha carne» donde incluso el debate inte-
lectual se ve a veces transformado en combate, en enfrentamiento
de personas más que de ideas. Es el reino de lo in-mediático, esa
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
cercanía que impide lo re-flexivo: si lo reflexivo es un volver sobre
lo enunciado, lo «inmediático» es un recrearse en lo impactante,
en el efecto inmediato. En la televisión, como denunció P. Bour-
dieu (1997), no hay tiempo para desarrollar ideas, para articular
un pensamiento; el tiempo es lo que manda, con el imperativo de
«no cansar». La relación cognoscitiva (basada en el aprender) deja
paso a una relación emotiva (basada en el sentir).

2. El marco discursivo: la ausencia de definición del medio


Aquí también se han producido mutaciones en el discurso públi-
co. La neotelevisión se caracteriza por una serie de rasgos que la
distinguen de los tradicionales discursos públicos (discurso polí-
tico, discurso periodístico):
– Ausencia de un sujeto único de saber: esto es, un sujeto que
orienta, ordena, clasifica y, en una palabra, unifica. Es un dis-
curso polifónico, discurso que se traduce por una pluralidad
de voces, discurso evanescente del que nadie se responsabiliza,
que nadie asume como discurso propio. Proceso «sin sujeto ni
fin», se ha dicho (J-C. Soulages, 1999) que es antes que nada
un dispositivo que sirve de «cámara de eco», de reflejo más o
menos amplificado del imaginario colectivo, el discurso tele-
visivo puede, por ende, responder a una necesidad social. No-
sotros no queremos negar su función social de identificación y
proyección, aunque ésta sea fantasmática.
– La ausencia de homogeneidad es otra característica del discur-
so televisivo, tanto en lo que se refiere al público como en lo
que atañe a los contenidos. De ahí un discurso sincrético que
ofrece un mensaje «para todos los públicos», nivelado, pero
heterogéneo.
– Última característica: la polivalencia de formas. G. Bettetini
(1986) y M. Wolf (1994) han destacado la importancia del
«contenedor» (el envoltorio, el continente), como ocurre en
Entretenimiento y diversión
© Editorial Gedisa 41

los programas-envase, caso de los talk shows por ejemplo: for-


ma-programa capaz de encerrar todos los contenidos, forma
englobante. Una vez más prevalece la forma sobre el fondo y
no hay lugar (lugar específico) para lo educativo, que se ve di-
luido en el entretenimiento, englobado en la fórmula genérica
del «educar entreteniendo».

II. La ley de la variedad

Con la extensión, en los años noventa, de los programas contene-


dores como macrodiscurso estructurante, se impone un tipo de
formato que caracteriza a la mayoría de los géneros de entreteni-
miento. Omar Calabrese (1989) define así estos programas (resu-
mido en Lacalle, 2001):
1) los programas contenedores convierten en espectáculo televisivo to-
do tipo de material extratelevisivo;
2) imponen la conversación como el espectáculo televisivo por excelen-
cia;
3) formalizan un verdadero prêt-à-parler televisivo, constituido por las
continuas referencias al espectador que realizan;
4) transforman la función fática o el contacto con el espectador en la
función dominante de la comunicación;
5) convierten la participación del público/espectador en el eje del pro-
grama;
6) el «efecto en directo» (la emisión en directo o el falso directo) pasa a
ser la condición sine qua non de la representación.

Con estos programas se generalizan formatos híbridos donde


impera la ley de la variedad: variedad en el sentido en que se ha-
bla de programas de variedades en el medio televisivo, variedad
que consagra el eclecticismo –el «de todo un poco»– frente a la
especialización-profundización; pero también variedad en el
El zoo visual
42

© Editorial Gedisa
sentido de variar los productos, sin que sean muy diferentes, pa-
ra responder a la competencia. Variedad, por último, en el senti-
do de discursos «variados», fácilmente digeribles, que alternan
lo serio con lo entretenido o que lo muestran todo en clave lige-
ra, de diversión. Esto provoca una dilución inevitable de los con-
tenidos: ya no hay objeto específico, cuyo acceso exige un saber
exclusivo, sino que todos los objetos son para todos los públicos.
Sin duda, una pésima aplicación del principio de democratiza-
ción de la cultura.
De ahí la trivialización del debate y la banalización de la refle-
xión. La variedad responde a la imagen del caleidoscopio, cuya
metáfora sería la simultaneidad de ofertas en la televisión privada
como una manera de sustituir a la pluralidad de opiniones en el
debate público (la confrontación dialéctica de ideas y puntos de
vista, que hacen avanzar). La variedad también trae consigo una
multiplicación de los productos de «acompañamiento» que se
crean a partir de películas de éxito, series, cantantes o produccio-
nes del propio medio: véase la cantidad de informaciones colate-
rales que ha generado, entre otros, Gran Hermano, la inflación de
productos falsamente didácticos, de informaciones triviales que
rodean a los famosos, lo cual redunda en una ocupación del espa-
cio comunicativo en detrimento de otros conocimientos. Genera
también un metadiscurso del medio sobre sus propias produccio-
nes, como ha ocurrido con Gran Hermano y luego Operación Triun-
fo, con una inflación de «programas derivados»: resúmenes dia-
rios, citas semanales, pero también permanentes alusiones en
espacios del corazón o de zapeo, e incluso programas reflexivos
donde el medio vuelve sobre el programa original (Triunfomanía),
como en una especie de «mise en abyme» enunciativa.
Tele 5 ha sido sin duda la cadena más propensa a esta forma de
narcisismo televisivo con Crónicas marcianas y su constante glosa
de Gran Hermano, creando así sus «personajes», pronto erigidos
en referentes casi exclusivos –en todo caso ineludibles– de la ac-
Entretenimiento y diversión
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tualidad rosa. Esta famosidad alcanza a su vez a los conductores de


estos programas, fabricando nuevas estrellas como Carlos Lozano,
rescatado de El precio justo (TVE-1), en el caso de Operación Triunfo;
reciclando viejas glorias algo quemadas como Pepe Navarro en la
tercera edición de Gran Hermano, o consagrando el eterno retorno
de Mercedes Milá, dos veces salvada del olvido en Gran Hermano
II y IV.
Se produce así una polución informativa que va acompañada
de una contaminación del temario público por temas estricta-
mente privados y en general intrascendentes desde el punto de
vista público. Con esto se da la impresión de manejar informa-
ción, de controlar «toda» la información sobre un tema: llamare-
mos «ilusión de panóptico» a esta sensación de poder abarcar to-
do el espacio del saber, aunque sea a través de objetos triviales.
Esto, además, consagra la tendencia del medio a generar informa-
ción sobre sus propias producciones, a ser autorreferencial (en una
muestra de narcisismo) y a crear una especie de discurso interno al
medio (recuérdese el juego de referencias al Gran Hermano dentro
de Crónicas marcianas [Tele 5] o la «competición» entre ésta y An-
tena 3 en torno a talk shows y concursos de «supervivencia»): «au-
tobombo», como se dice trivialmente; pero lo más importante
aquí es involucrar al espectador en esta estructura cerrada, narci-
sista, puramente especular y redundante.
Queda así puesta de manifiesto la diferencia entre mensaje te-
levisivo y mensaje educativo. El primero tiende a homogeneizar:
es «identitario» (conforta lo idéntico), se desenvuelve siempre en lo
mismo, la cara risueña de lo real, lo familiar. El discurso educati-
vo, en cambio, es agente de diversidad, abierto a la diferencia; en-
seña la alteridad de las cosas y de los seres; muestra la otra cara de
la realidad, explora lo desconocido. En la televisión, en cambio,
incluso las visiones más negras, que podrían ser expresión de la al-
teridad, de la «parte maldita» (G. Bataille, 1987) de la realidad,
se ven a menudo convertidas en parodias de sí mismas a través del
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
humor (ni siquiera negro, lo que podría resultar subversivo) o la
irrisión: como ejemplo de ello, véase la parodia del dolor en los ví-
deos domésticos o la trivialización del horror en los reality shows.
El medio televisivo tiende «naturalmente» a banalizar, a bo-
rrar/diluir lo irreductible, hasta el punto de quitar a los objetos
anómicos su carga extraña y así integrarlos en su propio sistema
de representación, o sea, en una visión trivial, espectacular o hu-
morística de la realidad. Pero, más que otra cosa, lo que desvirtúa
es la espectacularización del hecho y su posterior consumo como
objeto de entretenimiento. Éste es hoy una verdadera industria
cultural (E. Bustamante y R. Zallo, 1988; A. y M. Mattelard,
1989).

III. Neotelevisión: entretenimiento y seducción

En la neotelevisión, nos dice U. Eco, el discurso televisivo deja de


ser ventana al mundo para ser, en mayor medida, un espejo del su-
jeto social. De una televisión documental, referencial, pasamos,
podríamos decir, a una televisión especular, con un fuerte compo-
nente narcisista, que se amolda a los supuestos gustos del público:
gustos declarados, social y públicamente reconocidos, pero tam-
bién pulsiones «inconfesables», fantasmas colectivos, imaginarios
sociales. El medio se transforma entonces en una enorme máquina
de entretener, en el doble sentido de la palabra: ocupar (en el senti-
do más pasivo del término, fenómeno que culmina en los progra-
mas nocturnos) y divertir que, aunque sea un acto más activo,
tiende a apartar de la realidad, a fabricar sueños, ilusiones.
La seducción es el operador de esta captación del público, aquí
también en el doble sentido de atraer y fijar la atención. Se-ducere
quiere decir precisamente eso: apartar, desplazar, llevar aparte,
desviar al otro de su vía para traerlo a tu propio lugar. Al contrario
de lo que ocurre en el acto pedagógico, que consiste en persuadir,
Entretenimiento y diversión
© Editorial Gedisa 45

aquí se trata de fascinar: la imagen es el agente de esta fascinación,


y su función ha evolucionado con el tiempo. Mientras que, dice
Régis Debray (1994), la imagen arcaica y clásica funcionaba con
el principio de realidad (que era del orden de lo racional, de la me-
diación estética), la imagen moderna –»lo visual»– funciona con
el principio de placer, es del orden de lo puntual, de la satisfacción
intrínseca: es un bien efímero, de consumo inmediato, desechable,
no es un saber acumulable. Lo visual es en sí mismo su propio fin:
«El icono cristiano –escribe Debray– decía: tu Dios está presente.
El icono poscristiano: que el presente sea tu Dios». Ya no hay re-
ferente externo: la imagen es su propia realidad.
Apunta al respecto Joan Ferrés (1996): «La fascinación que
los personajes y las situaciones ejercen sobre el espectador pro-
viene del hecho de que le pone en contacto con lo más profundo
y oculto de sus tensiones y pulsiones, de sus conflictos y anhelos,
de sus deseos y temores. La televisión seduce porque es espejo,
no tanto de la realidad externa representada cuanto de la reali-
dad interna del que la contempla».
Y aunque el discurso televisivo cumpla una función socializa-
dora, no lo hace desde el discurso racional, desde el conocimiento,
sino desde la seducción, desde lo emotivo, desde los relatos más
que desde los discursos, desde su propia realidad y desde la reali-
dad imaginaria que despierta en el espectador. Por ello tiene que
ver con mecanismos de identificación primarios, de tipo asociati-
vo, que recuerdan el pensamiento mágico. Estos resortes hacen
hoy del modelo de entretenimiento el sistema de socialización
más eficaz, pero también un complejo instrumento de manipula-
ción colectiva. La fascinación es, en efecto, el camino abierto a la
penetración de las mentes, a la interiorización de modelos, por-
que cultiva el narcisismo del sujeto, porque activa, como dice Fe-
rrés, las dimensiones más profundas y contradictorias, para bien y
para mal: tanto las pulsiones de vida como las de muerte, tanto
Eros como Tánatos.
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
Esto se traduce, en el discurso televisivo, en una misma fasci-
nación hacia objetos antitéticos, ya sea fascinación hacia objetos
«supereufóricos» (la vida color de rosa en las tertulias de tarde), o,
al contrario, hacia objetos problemáticos y manifestaciones anó-
micas (violencia, muerte, dolor). La seducción es profundamente
ambivalente porque reúne en una misma relación de fascinación
tanto la belleza como la monstruosidad, lo positivo como lo nega-
tivo.
La televisión como agente socializador cumple así una función
de refuerzo más que de aprendizaje social; contribuye a consolidar
el imaginario colectivo más que a activar mecanismos de distan-
ciación con lo emotivo. Sin llegar a ser un instrumento de aliena-
ción (hoy la seducción sustituye a la alienación), no deja de crear
una dependencia (más o menos consentida) de la que uno difícil-
mente se puede deshacer. Pero, sobre todo, crea una cierta familia-
ridad con las representaciones mediáticas. En esta tarea sustituye
a la propia estructura familiar creando sus propios ídolos, aque-
llos «íntimos extraños» que constituyen los personajes de las fic-
ciones televisivas, los famosos que aparecen en ella y le dan valor
emblemático. Es confortadora, en todo caso, de identidades esta-
blecidas: ratifica la vuelta, siempre, de lo idéntico y se desenvuel-
ve en la repetición: cumple una función ritual.

IV. El nuevo imaginario televisivo (diversión y


espectáculo)

Hoy domina la producción televisiva un imaginario de la diver-


sión: hay que pasarlo bien, aunque sea haciendo del discurso televi-
sivo un mundo de ilusiones, de proyecciones fantasmáticas, una
«cámara de eco» del imaginario colectivo. El entretenimiento
consagra la diversión como mundo alternativo al mundo real, pe-
ro no tanto para ocultar lo real, como para sustituirlo y crear otra
Entretenimiento y diversión
© Editorial Gedisa 47

realidad tan creíble como la realidad objetiva: un mundo de lo


posible –escenificación de mundos posibles– que mucho tiene
que ver con la ficción, aunque esté empapado en la realidad. Los
programas que llamaremos de «creación de realidad» tipo Gran
Hermano u Operación Triunfo lo ilustran perfectamente. Son mun-
dos ilimitados por definición –que no admiten límites–, en parti-
cular entre la realidad y la ficción, entre el deseo y su realización,
entre géneros incluso. De ahí la contaminación de otros discursos
por la diversión, desde el discurso informativo hasta el discurso
educativo.
Esta evolución refleja una crisis más profunda que es la crisis
misma de la representación: una crisis de representatividad que
afecta, en el orden informativo, al discurso periodístico y produce
un trasvase de interés desde los temas «duros» (política, econo-
mía, por ejemplo) hacia las noticias de deporte y, en general, hacia
todo lo que cumple una función recreativa (los temas de entrete-
nimiento: actualidad «rosa», concursos, programas de diversión,
etcétera). Cuando ya cansa la realidad misma, lo último que que-
da es reinventarla, crearla desde y dentro del propio medio (como
ocurre con los reality shows y los docudramas).
En este sentido, son también reveladores los intentos de revi-
talizar un género tan gastado como los informativos o el parte del
tiempo. Véase al respecto, en Estados Unidos, la mezcla de noti-
cias de información con referencias a obras de ficción: el hacer
preceder un reportaje sobre las Fuerzas Armadas por una película
de Tom Cruise, o la interrupción de películas por flases informati-
vos. En el Reino Unido, los intentos desesperados de captar la
atención de los espectadores de la crónica del tiempo utilizando
enanos que tienen que saltar para alcanzar el mapa o señoras con
generosos escotes y visibles ligas, con los adecuados primeros pla-
nos para captar todos los detalles sabrosos y escabrosos. En Rusia,
a los locutores del principal informativo, La verdad desnuda, reali-
zando entrevistas casi en cueros mientras que la chica del tiempo
El zoo visual
48

© Editorial Gedisa
hace un striptease. O finalmente, en un alarde más de imaginación,
a los presentadores y presentadoras del tiempo de TV nova, en la
República Checa, que empiezan el programa de madrugada des-
nudos y poco a poco van poniéndose prendas acordes al tiempo
que anuncian.
Estos fenómenos de mezcla de lo presuntamente entretenido
con lo aparentemente aburrido se dan en contextos tan diferentes
como pueden serlo Estados Unidos o Rusia. Ya se trate de la ame-
nización-vulgarización del mensaje o, al contrario, de su dramati-
zación, en ambos casos se diluyen las fronteras entre lo serio y lo
trivial, a veces hasta entre lo público y lo privado. Se difuminan,
en todo caso, las fronteras entre géneros, consagrando así como
nuevo modelo el infotainment (mezcla de información y entreteni-
miento) en el orden informativo o el talk show (mezcla de entre-
vistas y espectáculo) en el ámbito de la variedad. Se diluyen así las
funciones del discurso televisivo, con una extensión del modelo
del entretenimiento al conjunto de las producciones televisivas.
Ejemplo de ello es, en Estados Unidos, el que uno de cada dos
ciudadanos entre 18 y 30 años siga las campañas electorales a tra-
vés de los programas nocturnos de humor, programas que, lejos
de ser informativos, distorsionan la realidad para convertirla en
comedia vulgar, como ocurre en The Tonight Show en la NBC o
Late Show en la CBS.
Otro factor que contribuye a limitar la función educadora de
la televisión, alejándola de la reflexión, del análisis, es el imperia-
lismo de la actualidad y la presión del directo. Hoy todo «cabe»
en la televisión con tal de que sea de actualidad, y a veces hasta lo
más insignificante; y más si es en directo, en live como se dice
ahora. Caricatura de la perfecta actualidad y del eterno directo se-
rían las webcams en Internet (esa retransmisión durante las 24 ho-
ras de lo que pasa –o no pasa– en una habitación, una sala de estar,
etcétera); aunque aquí la caricatura se ha hecho realidad con el
modelo Big Brother.
Entretenimiento y diversión
© Editorial Gedisa 49

Esta «televerdad» (Real TV, télé-réalité) que nos invade, que se


multiplica en una recreación redundante del presente –de un pre-
sente in-definido, fuera del tiempo social–, es sin duda una res-
puesta a una crisis genérica: la crisis de lo histórico («el fin de la
historia», han dicho algunos), «el ocaso de las ideologías», la de-
cadencia de lo político.
Obviamente la televisión ocupa el terreno dejado por otras ins-
tituciones sociales (familia, escuela, Estado…), y lo hace extendien-
do y trivializando el campo del saber, sustituyendo un saber huma-
nista por una especie de saber-hacer: saber práctico (adecuado a unos
fines específicos y limitados), saber espontáneo (que no nece-
sita aprendizaje, es decir, paso previo), saber salvaje (que se ad-
quiere sin distinción de edad ni condiciones), saber informe (que
no tiene ni principio ni fin), saber caótico en fin (que surge de
manera desordenada, no jerarquizada). Un saber mosaico muy re-
presentativo de la cultura de masas y de su imaginario de la eva-
sión que puede paliar, sin embargo, ciertas carencias sociales,
contribuir a reforzar el vínculo social y, en todo caso, servir de in-
terfaz entre el ciudadano y el entorno social. Se consolida así,
escribe Charo Lacalle (2001), una televisión mediadora: «Al
igual que había ocurrido en Italia y Francia con Chi l’ha visto? y
Perdu de vue, la versión española de dichos programas, ¿Quién sabe
dónde?, inaugurada en TVE-1 en 1992 (en 1991 se había emitido
en La 2), la consolidación en España de una televisión mediadora,
institucional y hablante que, además de encontrar desaparecidos,
se fue convirtiendo gradualmente en un foro desde donde juzgar
(La máquina de la verdad, Veredicto, Tele 5), solicitar una vivienda
digna (Misterios sin resolver, Tele 5 o Cita con la vida, Antena 3), co-
laborar en la resolución de casos policiales (Se busca, Antena 3), re-
conciliarse con su pareja (Lo que necesitas es amor, Antena 3) o contar
su vida (Ana, Tele 5 o Digan lo que digan, TVE-1)».
Con esto se puede decir que la televisión sigue cumpliendo
una función social, pero lo hace de manera dispersa y a través de
El zoo visual
50

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programas que dificultan la misión educativa, formativa e incluso
informativa que podría tener el medio, trivializando en todo caso
esta misión. Es especialmente visible en la evolución de los for-
matos televisivos, de los que veremos algunos ejemplos más ade-
lante, sin pretender aquí ser exhaustivos.

V. La construcción de una realidad sui géneris

La función educativa (el construir objetos de saber con fines socia-


les) se ve desplazada hoy por la función evasiva (el salir del marco
social para recrearse en un mundo virtual, un mundo de lo posi-
ble). La inflación de juegos y concursos ilustra esta tendencia y,
dentro de estos programas, la evolución misma de los contenidos:
el paso de los concursos de conocimientos teóricos (de tipo inte-
lectual, enciclopédico) a los concursos de habilidades físicas o de
azar puro, sin que tenga que intervenir de manera activa el sujeto;
el paso de valores positivos (por ejemplo la contemplación de la
felicidad) a valores negativos (la visibilización del sufrimiento)
que en ocasiones pueden ser repulsivos (véanse las versiones japo-
neses de los concursos con pruebas físicas); o el paso del concurso
con reglas a la invención de éstas por los propios participantes en
los concursos de «supervivencia».
Son juegos estos que ya no implican un conocimiento previo,
ni un aprendizaje (susceptible de informarnos sobre la realidad),
sino aptitudes de resistencia, de adaptación al medio que nos in-
forman sobre el propio medio, sobre la capacidad del concursante
para jugar con él, con sus reglas incluso (recuérdese la «rebeldía»
de los integrantes de la primera versión del Gran Hermano frente a
la obligación de «nominarse» unos a otros). En cuanto a la rela-
ción que establecen con el espectador, el contacto directo –y en
directo– con la realidad imposibilita toda distancia reflexiva, crí-
tica, con la realidad misma e instituye una especie de realidad in-
Entretenimiento y diversión
© Editorial Gedisa 51

terna, propia del medio, que elimina la relación mediada (cognosci-


tiva) con los objetos de saber. El medio autogenera su propia rea-
lidad hasta el punto de rivalizar con la realidad objetiva. ¿Hay al-
go más realista que esas recreaciones de realidad tipo «casa de
muñecas», consistentes en instalar a unos personajes en un micro-
cosmos (una casa, una isla) o un macro-entorno (un bus, un estu-
dio de música, por ejemplo)? Pero es una realidad enlatada, co-
mo creada en laboratorio, condicionada por el marco formal, las
reglas y el entorno definidos por el medio. Es una simulación de
realidad en el sentido cibernético de la palabra, como se hacen
simulaciones de vuelo o de ingravidez.
¿Cómo accedemos a esta realidad, cómo llegamos a «conocer-
la»? Si el conocimiento es del orden de la verdad, el espectáculo,
en cambio, es del orden de lo verosímil, es decir, del orden de lo
creíble. Ahí está la gran diferencia, ahí está el gran malentendido
en torno a estos programas. ¿Qué es lo que enseñan? ¿Qué de nue-
vo aportan sobre la intimidad, sobre la vida en sociedad? ¿Son rea-
lidad o puro similacro? Y ¿no es precisamente esta ambigüedad
–el que se sitúen en un espacio virtual, ni realmente verdadero, ni
del todo falso– la que fascina, más que su supuesto interés socio-
lógico o psicológico?
El directo es otro recurso del lenguaje televisivo que, paradóji-
camente, contribuye a acentuar el simulacro, suprimiendo toda
mediación narrativa, didáctica e intelectiva entre el espectador y
la realidad. Conduce por otra parte a eliminar, o por lo menos li-
mitar, el papel de una figura fundamental en el aprendizaje: el
presentador-conductor, y con él toda instancia mediadora entre
sujetos y objetos de saber, es decir, una instancia que tiene un co-
nocimiento previo y global del contexto comunicativo y cognos-
citivo.
Con el directo se plasma un imaginario del presente total
–una ilusión de ubicuidad– como si estuviéramos en todo, como
si descubriéramos la realidad al mismo tiempo que ocurre; crea
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
una ilusión de presente, basada en un mito de la transparencia
que invierte la relación entre actores y presentadores-narradores:
el programa lo hacen aquí los propios actores; el relato lo constru-
yen ellos mismos dando una impresión de libertad (la que se tiene
en los juegos de rol), lo cual explica la fascinación que ejercen es-
tos programas.
Es ésta una televisión-juego de rol, que no es sino la parodia
de ese ideal de televisión que podría ser una televisión a la car-
ta, una televisión realmente interactiva: televisión populista,
parodia de una televisión popular –de todos y para todos– que
consagra al «hombre común» frente al famoso, que santifica la
experiencia trivial, lo minúsculo, frente a la hazaña heroica y
los hechos relevantes, mayúsculos; pero se trata aquí de un falso
igualitarismo que nos hace creer que todos podemos saber (así,
sin más) y ganar (sin más esfuerzo que el de resistir a la fuerza
del medio), sin más mediación que la del espectáculo. La fama
fácil es como el dinero fácil: es antiesfuerzo, antididáctica y, so-
bre todo, poco ejemplar.
Estética del mal gusto, han dicho los más pesimistas, «estética
del hombre común» han escrito otros (M. P. Pozzato, 1995), que
no fomenta el descubrimiento de la diferencia, sino la aceptación
de lo tópico, la consolidación de lo estándar.

Conclusión: De la televerdad a la realidad virtual

Con el auge, en los años noventa, de la real TV o televerdad, esta


estética de lo común se consagra a través de personajes, referentes
y situaciones elevados, gracias a los llamados «programas de reali-
dad», a protagonistas de la programación televisiva. El entreteni-
miento se impone como modelo e invade hasta los programas
aparentemente documentales, consistentes en reflejar la realidad
social.
Entretenimiento y diversión
© Editorial Gedisa 53

The Real World, de la cadena musical americana MTV, en


1992, es sin duda el antepasado de los actuales Big Brother y de-
más sucedáneos: es la primera serie documental que sigue la vida
cotidiana de unos desconocidos a los que se les ha pedido que con-
vivan durante tres meses fuera de su entorno habitual y sean fil-
mados durante las 24 horas. Conocidos por sus nombres de pila,
se transforman inmediatamente en verdaderos héroes de serie. El
experimento tiene antecedentes en Estados Unidos donde, en
1971, ya se había filmado a una familia de Santa Bárbara (Califor-
nia), dando lugar, en 1973, a la serie An American Family en la ca-
dena pública PBS.
Expedición Robinson, de la cadena sueca SVT1, será en 1997
la primera serie documental basada en el juego, con elimina-
ción progresiva de los concursantes y un envite económico im-
portante.
Sin hablar del Big Brother del productor de origen neozelandés
Endemol, que aparece en septiembre de 1999 y hará estragos en
Europa y Estados Unidos, con su versión francesa tardía (Loft
Story) y sus cuatro (hasta la fecha) versiones españolas de Gran
Hermano. Es la primera emisión en tiempo real, en Europa, de las
aventuras y desventuras cotidianas de protagonistas «reales» con-
cebidos ex profeso como personajes para la televisión.
En abril de 1999, el canal público TV2 de la televisión neoze-
landesa estrena la primera edición de Popstars, programa con-
sistente en formar y promocionar un grupo de música pop; será
adaptado en Francia por el canal privado M6, y dará lugar a Star
Academy, del canal privatizado TF1 en 2001. Son de sobra conoci-
das las versiones españolas, con el éxito arrasante de Operación
Triunfo.
El rasgo común de todos estos programas es –aparte de la
mezcla de varios formatos televisivos y la preponderancia del en-
tretenimiento sobre la función didáctica a pesar de su envoltorio
documental– la pérdida del contacto con la realidad objetiva y el
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entorno social. La realidad de orden colectivo, público, es susti-
tuida por una realidad de otro tipo: genuina (creada para este co-
metido), «arbitraria» (regida por sus propias reglas), «microcós-
mica» (relativa, cortada del mundo real), simbólicamente a mitad
de camino entre lo privado (como espacio de intimidad) y lo pú-
blico (por la presencia de cámaras).
Se produce así una desrrealización del espacio-tiempo televisi-
vo que crea un universo acrónico, al margen del tiempo social, de
sus ritmos y obligaciones, que tampoco es el espacio-tiempo de la
ficción, liberado de estas reglas y percibido como espacio utópico
(espacio otro, de una libertad imaginaria). Consagra un universo
basado en lo que F. Jost (2001) llama –recogiendo la expresión de
Käte Hamburger– la «feintise» (simulación, engañifa): un régi-
men narrativo intermedio entre el dispositivo de mostración (ba-
sado en relatos «factuales»: sobre hechos) y el dispositivo ficticio
(basado en el imaginario).
Ni que decir tiene que la imposición de tales universos narra-
tivos es un factor de evasión total de la realidad, pero fuera de to-
do contrato ficticio, mezclando de manera ambivalente lo real y
lo simulado, lo verdadero y lo imaginario. Esto puede representar
un obstáculo para una labor didáctica –de conocimiento del mun-
do y de dominio de la realidad–, aunque también cumplir una la-
bor de aprendizaje de modelos existenciales e iniciación a la vida
comunitaria.
Tras todo ello, nos podemos preguntar: ¿no habrá un imagi-
nario regresivo, una nostalgia del «buen salvaje», del hombre sin
atributos, hombre del saber práctico, de un estadio precultural
que empieza a existir con y a través del medio, que logra recono-
cimiento y fama gracias al espectáculo televisivo? Sueño, en fin,
de una televisión mágica que construye sus mundos, instituye a
los sujetos, crea héroes y encuentra sus soluciones en el medio
mismo. Sueño de un mundo autárquico, autosuficiente, cuasi
autista, de un mundo virtualmente posible, donde la realidad
Entretenimiento y diversión
© Editorial Gedisa 55

social ya ni siquiera es necesaria porque la televisión crea su pro-


pia realidad, en la que, como en la publicidad, la copia es mejor
que el original.
¿Tendremos que encerrarnos durante noventa días en una ca-
sa-estudio o meternos en las incomodidades de un bus para pro-
bar que existimos, que nos relacionamos, incluso que reñimos,
que somos miembros de una comunidad, que existimos como se-
res sociales? ¿O habrá que concluir que la televisión no pretende
otra cosa que convencernos de que es ella la que nos hace existir?

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2
La hipervisibilidad televisiva:
los nuevos rituales comunicativos

La televisión es sin duda, dentro de los discursos de la moderni-


dad, el que recoge con mayor densidad los diferentes discursos
flotantes que reflejan la evolución del sentir colectivo. Medio es-
ponja, caracterizado por su enorme capacidad acogedora de hablas
ajenas, la televisión es prototípica de la polifonía mediática. Co-
mo tal condensa temas o contenidos representativos del debate
actual y los incluye en su universo temático. Y lo hace en térmi-
nos narrativos, integrándolos en lo que llamaremos el «Gran Re-
lato de la vida» (véase capítulo 9), esa imago mundi en permanente
mutación, ese espejo en constante adaptación que representa el
presente mismo en su fluir continuo, su regularidad, su rutina in-
cluso; pero también el presente en su discontinuidad, con sus
rupturas, sus momentos de crisis, sus puntos álgidos.

I. La televisión como «casa de citas»

La ficción puede, de esta manera, más allá de su función pura-


mente imitativa, servir de «modelo de realidad». Como escriben
al respecto F. Casetti y F. Villa (1992):
El resultado es el de proponer un modelo de realidad y, por lo tanto,
una representación que saca a la luz rasgos distintivos (o sea, que ca-
racteriza una situación en cuanto tal) y un principio de organización
(o sea, que estructura una situación en sus distintos componentes).
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La ficción televisiva nos ofrece una transcripción simbólica de nues-
tras vidas: retoma los elementos típicos y los reorganiza con la forma
de la historia; enfoca los momentos esenciales y pone en evidencia
los nexos que los mantienen juntos. Pero el resultado es también el
de ofrecer claves de lectura de nuestras existencias: representar una
realidad significa también proponer y difundir una interpretación
[…]. Por lo tanto, el cuento de ficción en la televisión propone mode-
los de realidad, reorganizando de manera simbólica nuestra cotidiani-
dad. A su vez estos modelos se desempeñan como claves interpretati-
vas de la realidad que nos rodea, señalando los rasgos esenciales y las
modalidades fundamentales del desarrollo. Tal recorrido nos permi-
te mirar la ficción televisiva como un archivo de imágenes del mun-
do y, al mismo tiempo, como un depósito de potenciales propuestas
exegéticas; si queremos como una transcripción de nuestras vidas,
ofrecida a la comunidad para que se haga consciente de sí misma.

Es un tópico hoy decir que la televisión acompaña los pasos del


individuo, desde la infancia hasta la tercera edad, con su progra-
mación por segmentos de edad, audiencia y gustos; pero tras el
tópico, está la facilidad del medio para convocar públicos hetero-
géneos y unirlos en el mismo acto: el ver, el contemplar perma-
nentemente el espectáculo del mundo y de sí mismos a través de
los programas informativos, pero también a través de lo que po-
dríamos llamar los programas «representativos», los cuales cum-
plen una función especular, consistente en devolver o dar al espec-
tador una imagen prototípica, más o menos tópica, de lo que
es/debe ser/podría ser o haber sido. Volveremos más adelante so-
bre la función del ver y su hipertrofia en la cultura de hoy: la hi-
pervisibilidad televisiva.
Nos interesa ahora destacar esta fuerza congregadora del es-
pectáculo televisivo propia de la cultura de masas, esa manera
muy particular de recortar el tiempo y modular la actividad del
hogar en torno a programas de prime time, flases informativos, se-
ries o juegos-concurso en los que nos reflejamos/vemos reflejados,
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 59

con los que nos identificamos y que nos identifican, que funcio-
nan como marcas, con sus ídolos, sus iconos, sus recurrencias, sus
efectos de connivencia.
La televisión se presenta así como uno más de los espacios pú-
blicos que moldean nuestra vida de sujetos del ver y hacen de no-
sotros sujetos arrancados de nuestro lugar propio, proyectados en
un lugar tópico –de todos (de todos en general y a la vez de nadie
en particular)–, un no man’s land moderno en el que nos transporta
la ilusión (la ilusión de ver y de ser) que nos proyecta en otros
mundos, mundos posibles, mundos de ficción, de lo virtual, del
poder-ser. En ello estriba el poder de seducción del medio (en atraer
al otro a su propio lugar, en encerrarlo en sus representaciones, sus
ilusiones): seducir pues –seducere es apartar del camino habitual–,
más que persuadir.
Creando espacios comunes –lugares comunes, también: tópi-
cos, clisés–, la televisión se impone como gran casa de citas en la
que todo/todos cabe(mos) y converge(mos). En este sentido, une
en un mismo espectáculo masivo, produce adhesión y proporcio-
na una identidad, aunque sea momentánea o de prestado. Al
igual que la publicidad, crea un hilo visual que, a semejanza de los
hilos musicales de hoteles, trenes, aeropuertos y otros «no luga-
res» (M. Augé, 1995), nos acompaña a todas partes, en todos los
continentes, nos envuelve sin imponerse como género musical,
siendo lo suficientemente edulcorado como para no marcarnos y
evitar así identificaciones excesivas. La televisión toda es hoy una
Operación Triunfo en acción.

II. La televisión como gran ritual de la modernidad

La televisión es el gran ritual moderno que toma el relevo de


otros rituales sociales decadentes u obsoletos, o ineficaces y de-
simbolizados, como pudieron ser la religión, las celebraciones
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
festivas o los rituales rurales y gremiales; y lo hace con la misma
fuerza, aunque de manera todavía más global, superando fron-
teras geográficas, culturales y de clase y raza. Ritual profano, la
televisión recoge fobias y anhelos dispersos, variopintos, inco-
nexos e incluso contradictorios (deseo de ilusión, sueño de feli-
cidad, pero también fascinación por la violencia, por el riesgo,
atracción de la muerte); y los va integrando en su discurso sin-
crético, les da forma, los convierte en narraciones accesibles a
todos, los vuelve visuales, gráficos desde todos los puntos de
vista (representativo e intelectivo), creando nuevos rituales co-
municativos que articulan lo ordinario y lo extraordinario (G.
Abril, 1997).
¿Qué se entiende por rito? Por rito entiendo un dispositivo
formal de prácticas recurrentes que transmite una determinada
representación de la realidad y cumple una función social: la de
crear/reforzar el vínculo con el medio compartiendo el mismo es-
pectáculo, creando así un consenso formal en torno al ver. Como
dispositivo formal el rito se podría definir como sigue:
– Tiene un carácter repetitivo que se refleja, en el mensaje tele-
visivo, en la ordenación y regularidad de la rejilla de progra-
mación con, todas las semanas, la vuelta de lo mismo. La recu-
rrencia es un factor de familiaridad y facilita la imposición y
reproducción de los mismos modelos. Tiene una función re-
productora. Sirve por otra parte de vínculo entre lo cotidiano
trivial y lo mítico atemporal.
– El rito tiene sus soportes físicos (verbales y paraverbales: visua-
les, gestuales) que le dan una cierta plasticidad y visibilidad
social: en ello estriba su función mostrativa (véase la utiliza-
ción del estudio de televisión como marco de enunciación y del
presentador como instancia enunciativa).
– Es una forma fuertemente codificada, con su «lenguaje de la
tribu» (rigidez de los protocolos de presentación y animación,
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 61

lenguaje acartonado de los telediarios); por eso sus mensajes


son fácilmente reconocibles. Es su función comunicativa.
– Encierra, por último, una fuerte carga simbólica de donde se
deriva su función representativa: todo rito expresa, directa o
indirectamente, el sentir social, la identidad colectiva.

Los actuales rituales comunicativos contribuyen a instalar verda-


deros escenarios (G. Imbert, 1992) mediante una representación
teatral –a menudo dramatizada– de la realidad: una tendencia a
acentuar los efectos, al modo espectacular, proyectando al espec-
tador en el corazón mismo del dispositivo comunicativo. En la te-
levisión actual esto se plasma en ritos participativos en los que el
espectador es un «actante» más del juego televisivo. El rito se
transforma en ceremonia colectiva, en un compartir el mismo có-
digo.
Como gran ritual moderno que ha llegado a ser, la televisión es
también un extraordinario vehículo de transmisión de mitos. Ya
no son aquellos grandes relatos de las mitologías clásicas, sino pe-
queñas narraciones, relatos fragmentados, producciones dispersas,
de acuerdo con la heterogeneidad formal del medio, que sirven de
caja de resonancia al imaginario colectivo. Nuevas mitologías
que, como analizó Roland Barthes a mediados de los años cin-
cuenta (R. Barthes, 1956), nos informan de manera indirecta,
latente, implícita o subliminal, sobre la sociedad. Sistema connota-
tivo, el mito se desenvuelve más en el poder-ser –los sueños, las ilu-
siones, el grado virtual de realidad– que en la realidad objetiva, en
lo que es realmente el mundo.
Desde esta perspectiva, la televisión pierde cada vez más su
función referencial –estrictamente informativa– para transfor-
marse en una gran máquina de diversión masiva. Pero esta diver-
sión, aunque sea evasión, no es sin embargo un apartarse del
mundo; se alimenta de él y lo devuelve hecho relato cargado de
valor mítico: atemporal, hiperreal, manifestando así la fuerza del
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
código, sus específicos modos de representación de la realidad. Si-
guiendo la vía abierta por Roland Barthes, Gilbert Durand y la
sociología de lo cotidiano de la mano de Michel Maffesoli, pode-
mos decir que el mito es la formalización del imaginario colecti-
vo. Las pequeñas mitologías televisivas se ocupan de recoger una
serie de representaciones flotantes, dándoles una cierta figurativi-
dad.
En este sentido, si el rito es lo que da forma a lo informe, el
mito sería lo que visibiliza lo invisible hasta fundar su propia rea-
lidad (o su ilusión de realidad), empezando por la ilusión referen-
cial. El rebatido «Lo he visto en la tele» acentúa la identificación
del sujeto con el medio dando a la representación cartas de reali-
dad, acentuando de esta manera el contrato que le une al medio;
pero, en este caso, el contrato ya no se funda en el creer o en el en-
tender, sino en el ver (el modo de ver como autolegitimación de la
realidad producida por el propio medio).
Esta primacía del ver sobre el saber es fundamental porque
otorga a la realidad representada un modo de existencia propio y
establece con el espectador una relación de adhesión in-mediata (sin
mediación). Es como en la publicidad española para la CNN +,
medio que prefigura una información «on line»: «¿Han atacado,
o están atacando? Una nueva forma de ver España y el mundo»;
es como si uno estuviera en el mismo campo de batalla, pero con
la comodidad del sillón familiar.

III. La hipertrofia del ver. Los nuevos mitos


televisivos

Esta figuratividad del medio se apoya finalmente en una serie de


mitos que son propios del medio, engendrados por su capacidad
de crear realidad, de generar su propio universo referencial: el
mito de la transparencia (el pensar que ver equivale a entender),
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 63

el mito de la cercanía (ver igual a poseer), el mito del directo (co-


mo abolición de la distancia enunciativa y narrativa) y el mito, en
fin, de una «televisión de la intimidad», por recoger el título del
libro de Dominique Mehl (1996) sobre el tema. Todo ello como
si el ver más permitiera entender mejor, como si la cantidad de in-
formación pudiera ser la garantía de una mejor calidad de comu-
nicación, como si el criterio cuantitativo se sobrepusiera al cuali-
tativo.
Es patente en los reality shows, donde se produce una verdadera
hipertrofia del ver, no sólo por los temas tratados sino también
por la insistencia del medio en querer captar in situ y en vivo el
detalle morboso o la explosión emotiva, buscando permanente-
mente el efecto pasional, la dimensión compasional. No por nada
el lejano antecedente de los talk shows está en los sob programming
(programas de sollozos) que se emitían en Estados Unidos en la
posguerra, desde Queen for a day, en el que se premiaba a la prota-
gonista de la historia más conmovedora, hasta, en la década de los
setenta, los programas de Phil Donahue, quien se retiraría en
1996 después de presentar durante 29 años su programa, siempre
centrado en los aspectos más morbosos e insólitos de la actualidad
sentimental. ¿Y qué es el «morbo», al fin y al cabo, sino una exa-
cerbación del ver?
Este desnudarse ante la cámara tiene su traducción literal en
algunos programas donde el candidato a la fama, o por lo menos a
la notoriedad televisiva, no vacila en desnudarse en el sentido más
prosaico de la palabra. Como botón de muestra, el programa Fan-
tasía de la televisión argentina, en el que los voluntarios se pres-
tan a algún striptease ante las cámaras, sin que haya premio, sin
otra finalidad que ofrecer esta intimidad intrínseca, sin ningún
envoltorio erótico como ocurre en las webcams, ni aliciente econó-
mico: mostración pura, grado cero de la representación, el ojo de
la cámara se satisface con esta representación que es pura forma,
despojada de significación, para el ojo voyeurista del espectador,
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
que se mira así como en un espejo, tal cual ha venido al mundo, o
tal cual se comporta en la intimidad de su cuarto de baño, porque
no tiene otra cosa que ofrecer. Como dice Vicente Verdú (2002),
«el reality show no es otra cosa que pornografía de la vida corriente
y sus protagonistas, continuadores de la prostitución por otras ví-
as. […] El mundo que se autorreclama transparente ha desvelado
a uno y otro sexo por completo y, en la absoluta contemplación re-
cíproca, las miradas no encuentran nada de interés. Sucede como
con el reality show que representa el programa Gran Hermano: a
partir de un primer momento se ve que no hay nada que ver. Es la
misma ley de la pornografía más dura: hacer todo explícito, no
ocultar nada, deshacer los pliegues, explorar las concavidades para
que la experiencia, como en el caso de las drogas, agote el deseo.
¿Volver al pudor? Probablemente. Porque si no poseemos nada
no tenemos nada que ganar.»
Pero en la realidad de todos los días ocurre todo lo contrario: el
exceso de visibilidad puede provocar saturación y conducir a una
cierta insensibilidad. La hipertrofia informativa puede diluir los
referentes y hacer perder el sentido de la realidad. El directo pue-
de acentuar la dramatización de los hechos en detrimento de su
intelección. Son suficientemente patentes los efectos de la satura-
ción sígnica en temas como el cuerpo, la violencia o la muerte, co-
mo para no tener que volver sobre ellos.
El discurso televisivo, sin embargo, se construye a contrario de
esta realidad sociológica, pero sin darle la espalda, ni mucho me-
nos; la televisión, como agente socializador, es hoy por hoy el dis-
positivo más eficaz de reproducción de ritos y mitos, y lo hace
desde distintos ángulos:
1) A nivel simbólico, es un dispositivo productor de realidad. No
se trata aquí de una simple reproducción de la realidad objeti-
va (la de los «hechos»), sino de una realidad que el mismo me-
dio contribuye a construir, dándole forma mediante unos mo-
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 65

dos de representación que le son propios: ni totalmente realis-


tas, ni del todo ficticios. El reality show sería la formalización
extrema de esta oferta de realidad: más que a una reproduc-
ción mimética responde a una reconstrucción ficticia, a pesar
de que su base es documental (se inspira en hechos reales) y los
«decorados» son naturales, y procede mediante una represen-
tación dramatizada.
2) Lo hace también a nivel figurativo (formal). Dentro de esta
construcción de una realidad sui géneris, son de destacar las
mutaciones de los modos de ver: concretamente la instaura-
ción de un régimen de hipervisibilidad como nuevo modo de
ver, patente en la tendencia a saturar el espacio de representa-
ción, exacerbada en los talk shows y reality shows, donde se car-
gan las tintas, se dramatizan y visibilizan hasta los aspectos
más íntimos, pero también presente en el discurso informati-
vo. Este derroche semiológico podría ser una respuesta –en for-
ma de potlatch (de exceso, de despilfarro)– a la merma de sentido
en la cultura de la imagen y también a la pérdida de credibili-
dad del discurso informativo: a la pérdida de valor de los conte-
nidos políticos, contesta la redundancia de las formas comuni-
cativas.
3) Finalmente, a nivel comunicativo, establece nuevos ritos y mi-
tos: la hipertrofia del ver modifica la relación con el espectador,
define un nuevo contrato comunicativo que acerca al especta-
dor a una realidad representada de modo paradójico: si la reali-
dad a través del medio aparece como más cercana, es al mismo
tiempo más virtual. La hiperrealidad televisiva se sitúa más allá
del realismo: es una «oferta de realidad» con un componente
imaginario fuerte; como ejemplo, los efectos masivos que pro-
ducen las sitcoms sobre el público (son series que se basan en si-
tuaciones cotidianas, familiares o profesionales). Una película
como El show de Truman de Peter Weir ha sabido muy bien
mostrar cómo la proyección imaginaria de situaciones, perso-
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
najes y roles funda una «comunidad virtual» de espectadores,
crea una estética común basada en el ver y el sentir juntos. Nadie
se lo cree (en el fondo), pero todos lo ven..., y lo importante es
que lo ven juntos. Esto posibilita una reconstrucción de sociali-
dad desde –y en– el propio medio.

IV. La neotelevisión: un dispositivo de producción


de la realidad

Partiendo de la noción de neotelevisión introducida por U. Eco


(1985) y glosada luego por F. Casetti y R. Odin (1990), recogeré
ampliándolos algunos rasgos característicos de las mutaciones
que se están produciendo en estos distintos niveles. Al margen de
la rigidez de la oposición entre neotelevisión y paleotelevisión (es
obvio que hay actualmente una coexistencia de rasgos arcaicos y
de otros posmodernos), las rupturas formales introducidas en la
televisión de hoy son interesantes por extensibles al conjunto del
discurso social. Veamos algunas de las más llamativas.

1. La dilución entre categoría y formatos


Enmarcada dentro de lo que se ha dado en llamar la «cultura-mo-
saico» (Abraham Moles), se traduce por una dilución de las cate-
gorías y funciones consistente en no distinguir con claridad entre
información y espectáculo (o hacer de la información un espectá-
culo): el discurso televisivo se convierte así en un gran talk show
en el que todo cabe, sin jerarquización temática ni intelectual, lo
que rompe también con la compartimentación rígida dentro de
los formatos y con la distinción entre cultura popular y cultura
de élite.
Se multiplican así los programas contenedores, constituyén-
dose formatos híbridos. Su contenido, escribe Charo Lacalle
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 67

(2001), «generalmente heterogéneo, se va ensamblando mediante


la figura de un conductor obligado a simular una continuidad (te-
mática y formal) que los diferentes espacios televisivos raramente
poseen. Los formatos híbridos, característicos de muchos magaci-
nes televisivos de los años sesenta y setenta, definen los programas
de variedades de los setenta y se convierten en un verdadero ma-
crogénero estructural con los contenedores de los años ochenta, que
se fueron conformando por efecto de la evolución manierista de
los multigéneros precedentes, principalmente de los programas
de variedades».

2. La creación de una realidad sui géneris


La neotelevisión introduce nuevos modos de ver basados en la
omnivisibilidad del medio, su circulación en la calle pero tam-
bién, en términos simbólicos, su intrusión en el espacio privado,
sus incursiones cada día más frecuentes en la privacidad. Ojo om-
nímodo –a la manera del narrador omnisciente del relato realis-
ta–, la televisión crea su propio universo de representaciones
abarcando varios niveles:
– desde el punto de vista referencial, con la introducción de ob-
jetos y temas que, hasta entonces, no tenían cabida en el dis-
curso público: todo lo referente a lo privado, lo tabú, lo secre-
to, esto es, a la parte invisible, la «parte maldita» del discurso
social;
– desde el punto de vista formal también con sus peculiares pro-
tocolos de representación de la realidad: el «hiperrealismo»
televisivo (W. Castañares, 1995); y
– finalmente, desde una perspectiva simbólica, moldeando nue-
vos modos de sentir y de seducir.

Pero esta apertura del medio a lo social, esta porosidad tanto re-
ferencial como sensible, es sólo aparente. Tras todo ello, se produ-
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
ce una especie de cierre simbólico que estriba en la enorme capa-
cidad del medio para absorberlo todo, apropiarse del hacer ajeno,
fagocitar los decires y anular toda alteridad. En el discurso televi-
sivo ya nada es indecible; hasta lo más invisible se vuelve visible.

3. La integración del público en el dispositivo comunicativo


Otro rasgo es la proyección del público en el dispositivo comuni-
cativo. De instancia receptora, el medio lo convierte en partícipe
activo del juego comunicativo; de ojo pasivo, en contemplador
complaciente de sí mismo, e incluso de su propia alteridad, dilu-
yéndose así las barreras entre identidad y alteridad. Es obvio en
los talk shows y reality shows, e incluso en las series: el que veo pro-
yectado en la pantalla –en forma de confesión o en clave de fic-
ción– soy yo y al mismo tiempo es un sujeto virtual –una especie
de espectador-modelo– que permite todas las otras identificacio-
nes, un espectador común, un «hombre sin atributos». Estamos
aquí claramente –para bien y para mal– a espaldas de la lógica
de la distinción en la que se basa la sociedad burguesa, dentro de
un planteamiento que no es ni elitista ni popular, de acuerdo
con un modelo reflexivo, de narcisismo trivializado, que, me-
diante la identificación emotiva, diluye la racionalización y bo-
rra las diferencias.

4. El narcisismo del medio


Más allá de la función espectacular –el convertir la realidad, hasta
la más íntima, en un gran show–, se da aquí una función especu-
lar: el presentarle al público un espejo en el que contemplarse, en
una relación que oscila entre el narcisismo y el voyeurismo (y que
es, en todo caso, bastante regresiva). Llamaré imaginería a este
conjunto de imágenes recurrentes, conformadoras de estereoti-
pos, que produce (más que reproduce) el medio. Y lo hace teatra-
lizándolas y al mismo tiempo remitiendo a sus propias marcas
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 69

enunciativas, a su competencia como medio, a su poder simbólico


(Bourdieu), poder de ver y de hacer-ver. Sin hablar de la tendencia
del medio televisivo a darse a ver en su propia producción, a mos-
trar el espacio entre bastidores (cámaras filmando), pero también
a mostrarse en su propio triunfo (Triunfomanía, el programa que
siguió a Operación Triunfo para glosarlo, es ejemplo literal de ello).
En efecto, este espejo que se reenvía continuamente al especta-
dor común es también un espejo que reenvía al propio ojo del me-
dio, dentro de lo que podríamos llamar un «narcisismo enunciati-
vo»: remite a la infinita capacidad del medio de visibilizar lo
invisible, a su poder-ver, que no es sólo potencia técnica, sino tam-
bién simbólica, como una suerte de derecho de mirada que a me-
nudo se manifiesta como un verdadero derecho de pernada simbóli-
co (programas como Esta noche cruzamos el Mississippi, en los
noventa en Antena 3 TV, o incluso hoy Crónicas marcianas en Tele
5, son ejemplo de ello).

5. La creación de un «habla profana» o discurso común


Estas diferentes características contribuyen a producir una cierta
«autonomización» del discurso televisivo con respecto a otros
discursos públicos: la televisión crea su propio espacio comunica-
tivo al margen de los discursos reconocidos. Establece una forma
transversal de comunicación, ni enteramente informativa ni to-
talmente lúdica, una versión degradada del discurso público, más
mimética que educativa: un «discurso común» o, como lo ha cali-
ficado Dominique Mehl (1996), un «habla profana», nacida de
un nuevo pacto comunicativo entre el medio y el público, que los
talk shows y reality shows han llevado hasta su extremo.
Es un habla ordinaria, del hombre de la calle, que da la espal-
da a la voz única del saber, al habla especializada de los expertos,
la cual deja paso a una polifonía o multivocalidad, al discurso plu-
ral y sensible (y al mismo tiempo fantasmático) de la calle, y trae
El zoo visual
70

© Editorial Gedisa
consigo una estética del lugar común (Mª Pia Pozzato, 1995). Lo
hace siguiendo el modelo de la conversación (G. Bettetini, 1986):
la televisión se convierte en una forma conversacional basada en
un pacto comunicativo, con sus componentes rituales (su gestua-
lidad, su proxemia) y bajo el signo de la «variedad» (programas
«envase» capaces de encerrar todas las formas del espectáculo te-
levisivo).
Esta evolución marca al mismo tiempo una vuelta de la so-
ciedad civil frente al poder político, la afirmación de una plura-
lidad de decires y sentires frente a un concepto unitario de la
opinión pública, y también la revancha de lo privado sobre
la hegemonía de una cierta representación pública. Pero, obvia-
mente, esta evolución tiene asimismo un componente mitológi-
co importante. Revela lo que he llamado los imaginarios del ver.
La televisión revela así su eficacia ritual al transformar objetos y
valores abstractos en formas sensibles, al proyectar los imagina-
rios colectivos en situaciones e imágenes dramáticas y traducir
los símbolos en relatos, dándoles forma narrativa y estableciendo
una participación directa en el espectáculo. Esta participación es
escópica, se desarrolla dentro de una ceremonia del ver y del sentir
juntos. Se basa en un modo de ver caracterizado por su hipervisi-
bilidad.

V. La hipervisibilidad moderna

La hipervisibilidad es para mí la extensión, exacerbación y degra-


dación de la categoría de lo informativo. Hoy la información se ha
trivializado: ya no hay objetos «indignos» ni cotos reservados; to-
do puede ser objeto de información, todo es «digno de atención»,
de ser mostrado con tal de que sea «de actualidad». Hay aquí un
imperialismo de la actualidad que ha asentado por parte de los
medios audiovisuales un querer-ver sin límites (ni espaciales, ni re-
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 71

ferenciales, ni simbólicos, ni tampoco éticos). Nada escapa al ojo


de la mirada mediática, todo se vuelve de dominio público e in-
clina hacia una relación voyeurista con los objetos de la actuali-
dad, dentro de una trivialización del discurso del saber. Esa muta-
ción profunda afecta directamente a la manera de aprehender la
realidad, a la competencia cognoscitiva del sujeto social. También
marca el paso de un saber intelectivo mediado, es decir, que esta-
blece una distancia con respecto al objeto, distancia que permite
una visión crítica, a un saber-ver que es sensitivo, perceptivo y
obedece a menudo a «lo impactante», lo novedoso, a lo que pro-
duce un efecto puntual e impide cualquier distanciación.
Esta relación entre sujetos y objetos de saber –fundada en un
poder-ver cada día más ilimitado– asienta una nueva figuratividad
basada en la proximidad. Todo es visible, palpable, mediante la
mirada, al alcance del ciudadano de a pie, y esto no deja de crear
una ilusión referencial: el creer que mediante el ver se puede do-
minar –casi se diría físicamente– el mundo.
En el régimen moderno de visibilidad la relación con el otro
se diluye, es secundaria: pasa, antes que nada, por una relación
con los objetos que revela un verdadero fetichismo hacia éstos (J.
Baudrillard, 1969, 1976). En cambio, la relación entre sujetos
se reconstruye en segundo grado mediante un ver-juntos (M.
Maffesoli, 1992): una comunión escópica fundadora de una nueva
forma de socialidad y generadora de nuevos ritos comunicativos.
Remito a este respecto a los programas participativos con su es-
cenificación del espectador como actante, sujeto activo o pasivo
y en ocasiones víctima, de la acción: véanse los juegos-concurso,
los vídeos domésticos o incluso los programas de «humor amari-
llo», programas todos que pueden caer en una «estética de lo ri-
dículo», próxima a la «estética del sufrimiento» que se da en los
reality shows.
¿Cómo se traduce la hipervisibilidad moderna? En un primer
acercamiento se puede definir como una hipertrofia visual: un
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© Editorial Gedisa
mostrar todo, de manera recurrente y al modo espectacular, con
una tendencia a la dramatización. En el medio televisivo, la hi-
pervisibilidad se manifiesta de distintas maneras:
1) Es referencial, afecta a los objetos: es una mostración im-
púdica que no deja espacio para el silencio, para lo no-dicho, para
el secreto, un mostrar que cae a menudo en una cierta obscenidad
(en el sentido que le da Baudrillard a la palabra: un mostrar exce-
sivo que está «fuera de lugar»). Esto vale tanto en el terreno infor-
mativo como en la ficción, con la omnipresencia, por ejemplo, de
una imaginería en torno a la violencia, a lo anómico (de todo
cuanto está al margen de la ley), pero también con la intimidad,
como ocurre en los múltiples programas de cotilleo.
A corazón abierto, el último y efímero engendro de Tele 5, es re-
velador a este respecto por la utilización de la cámara oculta para
acosar la intimidad de los famosos, en particular de los mercade-
res de la intimidad propia y ajena. Reabre, si se puede decir, la vía
inaugurada por Tómbola con un grado más de morbidez basado
precisamente en su hipervisibilidad, en un grado exacerbado de vo-
yeurismo. Ha sido antológico el programa del 30-1-2003, con la
intervención de Alessandro Lecquio y la emisión de escenas fil-
madas con cámara oculta sobre presuntas conversaciones privadas
que mantuvo con un fantasmático equipo de televisión contrata-
do para entrevistarle y preparar un no menos supuesto programa
sobre las «aristocracias europeas».
La parte central del programa estuvo dedicada a ver al conde
viendo (y negando) sus anteriores declaraciones, en un alarde de
voyeurismo: en ello estriba la reflexividad de la televisión –una
televisión que se muestra enunciándose a sí misma–, en el autovo-
yeurismo de sus protagonistas y el hipervoyeurismo del telespectador
que ve a alguien que a su vez se está viendo.
La violencia simbólica está aquí en este juego de miradas, en
esta clara incitación a la contemplación morbosa de lo prohibido,
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© Editorial Gedisa 73

con un juego constante y morboso en el límite de lo visible y lo in-


visible, el decir y el no-decir, ya que en la mayoría de sus interven-
ciones el conde se limitaba a declarar que no tenía nada que decla-
rar: «A mí me da exactamente igual lo que se vaya a ver en los
vídeos», «Puede ser verdad o mentira», «Me niego, no tengo na-
da que decir», «Son conversaciones privadas», etcétera.

2) La hipervisibilidad es enunciativa mediante la visibiliza-


ción, en los estudios de televisión, del potencial técnico del me-
dio: la mostración de un espacio «entre bastidores», con la pre-
sencia de cámaras de televisión, nos remite a la competencia
modal del medio, a su poder-ver. También reside en la omnivisibi-
lidad enunciativa del medio, en su capacidad de multiplicar los
puntos de vista (muy utilizada en las retransmisiones deportivas),
y en la repetitividad: véase el efecto de comicidad producido por
la repetición de una escena traumática en los vídeos domésticos o,
al contrario, la dramatización de las faltas en los partidos de fút-
bol; la recurrencia del ver anula aquí su carga sensible, convierte
el accidente en espectáculo cómico o, al contrario, agresivo. Hay
en estos ejemplos, y en otros, un abuso formal de mirada.

3) La hipervisibilidad está también vinculada al código (la


formalización de la realidad, la manera de representarla), dentro
de una hipercodificación, una exageración de rasgos, que se tra-
duce en una sobrepuja sígnica. De tanto querer mostrar persona-
jes y universos «representativos», se cae en una representación hi-
perrealista y, muchas veces, en la caricatura. Es lo que ocurrió con
una serie de Telemadrid, emitida en 1999, de vida corta y que pa-
só desapercibida a pesar de que fue precursora de los ahora tan de
moda «programas de realidad». Se trata de Cercanías, cuyo título
mismo, ya de por sí, es revelador de este ideal de televisión de la
intimidad. En este programa, presuntamente documental, los
personajes, paradigmáticamente representativos de una serie de
El zoo visual
74

© Editorial Gedisa
«modelos juveniles», se escenificaban a sí mismos como estereo-
tipos de lo joven, dentro de una ambientación también totalmen-
te estereotipada: eran «jóvenes» (se supone que auténticos), pero
al mismo tiempo el medio había escogido a actores profesiona-
les… que se representaban a sí mismos como jóvenes. Todo esto
en un universo repleto de «signos juveniles» (ropa, objetos utili-
tarios y «decorativos», con la subsiguiente hipervisibilización de
las marcas comerciales). En fin, todo, aquí, era demasiado, dema-
siado «real» para ser verdad.
No está tan alejado este modo de representar de otros, exacer-
bados, llevados a su extremo, como pueden ser el cómic (en parti-
cular el manga) o, en versión cruenta, los videojuegos o incluso el
cine gore. Proceden todos mediante una saturación de signos.

4) Finalmente, la hipervisibilidad opera sobre la recepción del


mensaje. Es una permanente solicitación de la mirada, que esta-
blece una relación sensible con el medio (que pasa por la imagine-
ría), con una tendencia a la «triangulación», es decir, a la presen-
cia de una instancia tercera que facilita el voyeurismo. Éste es un
ver viendo y se apoya a menudo en una instancia mediadora que
orienta la mirada del espectador hacia una «escena prohibida»,
esto es, en términos psicoanalíticos, hacia lo in-visible, lo irrepre-
sentable, lo que es objeto de un interdicto (inter-dictum es lo que
no se puede decir o mostrar). El poder-ver es, frecuentemente, una
manera de ir más allá de lo no-dicho.
Esta figura mediadora puede ser un reportero o el presentador
del telediario o del talk show, gracias a la presencia de una pantalla
de televisión en el plató (como ocurre en Crónicas marcianas, por
ejemplo); puede ser asimismo un personaje dentro de una serie
que permite identificaciones múltiples (como en las sitcoms); o la
figura misma del espectador tal y como la escenifican los reality
shows o los juegos-concurso, en una especie de «mise en abyme»
de la mirada.
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 75

Alcanza su paroxismo, por el voyeurismo que fomenta, en la


visibilización de lo prohibido, lo extremo, lo tabú (en particular
la muerte), como en la autopsia –entre arte y experimento «cien-
tífico»– organizada por el médico-artista-performer alemán Günt-
her von Hagens en noviembre de 2002 en una galería de arte para
la cadena británica Channel 4, que la televisó en directo; o la re-
transmisión de escenas de antropofagia de un artista chino de arte
extremo en la misma cadena un mes después; sin hablar del in-
tento de colocar una webcam en un ataúd en Holanda a raíz de una
serie de ficción que escenificaba un hecho similar (Death on line
fue emitido con gran éxito en 2001 en la televisión pública).
La hipervisibilidad procede, pues, mediante una hipertrofia
representativa, y es fundadora de una hiperrealidad propia del
medio televisivo, mezcla de realidad y artificio, hasta llegar a
crear algo que no es ni una realidad objetiva ni una ficción pura:
algo más que la primera –un «grado plus» de realismo– sin caer
del todo en la segunda (la serie de Telemadrid ya citada, Cercanías,
fue paradigmática a este respecto). Muchos géneros en boga ilus-
tran este carácter híbrido: confusión entre protagonistas de los
hechos y actores en los reality shows, entre documental y ficción en
algunas sitcoms, entre información y diversión en los talk shows.
Con esto vamos hacia nuevas convenciones narrativas que ope-
ran el paso de un modelo reproductivo a un modelo simulador de
realidad, con una porosidad visible en muchas series entre la fic-
ción y el contexto social, con la interferencia de las modas, las es-
téticas del día e incluso, en las producciones latinoamericanas y
españolas, referencias directas a la actualidad sociopolítica o al ca-
lendario social (J. Martín-Barbero, 1999). Esto revela, por otra
parte, una gran permeabilidad con respecto al imaginario colecti-
vo, en particular en las series de situación, con la creación de ver-
daderos grupos de referencia: ayer los médicos, hoy los periodis-
tas, y siempre los jóvenes y la familia con sus pequeños conflictos
y grandes dramas.
El zoo visual
76

© Editorial Gedisa
Este particular modo de representar funda una realidad que no
es ni real ni no-real; es una imagen de la realidad, funciona al mo-
do del simulacro. Como en una simulación de laboratorio o ciber-
nética, se recrea un simulacro de realidad; se crea, reuniendo las
«condiciones objetivas», una realidad virtual. Esta realidad ya no
se basa en un contrato fiduciario de tipo verificativo (la fe en la
«realidad» objetiva de los hechos), sino más bien en un contrato
de tipo sensitivo fundado en la percepción subjetiva de los he-
chos. Lo que importa aquí es la representación –con todas las pro-
yecciones que permite (positivas y negativas, identificatorias y re-
pulsivas)– más que el referente en sí. Marca el paso de lo
verdadero a lo verosímil, a una ilusión de realidad creada por el
propio medio (la película El show de Truman de Peter Weir, ya ci-
tada, ilustra magníficamente esta ilusión de realidad).

VI. Hacia un nuevo contrato comunicativo:


la reconstrucción de la socialidad

Hoy la televisión no sólo ha sustituido a los grandes mediadores


culturales (familia, escuela, intelectuales), sino que, de alguna
manera, ha sustituido una realidad por otra: a un déficit de inter-
cambio en el ámbito social, a los fallos de representación en el es-
pacio público, les sustituye una «comunicación representada»,
proyectada virtualmente en la pantalla mediática. El habla profa-
na permite identificaciones sincréticas: de sujetos heterogéneos a
objetos variados, dentro de un sistema patchwork. Crea a su vez
«comunidades virtuales» de espectadores en torno a un progra-
ma, a un formato: comunidades puntuales, de quita y pon, que ya
no corresponden a criterios socioeconómicos, ni siquiera a veces
culturales o ideológicos.
¿Quiénes son estos nuevos públicos? Son grupos heterogéneos
reunidos por un ver/sentir común. Son lo que llamaré «comuni-
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 77

dades visuales», públicos que aceptan la arbitrariedad de lo que


ven, la artificialidad de los modos de representación e incluso la
virtualidad de la relación que establece el medio con el especta-
dor, con tal de que respondan a su demanda imaginaria: demanda
de «realidad» primero –aunque sea al modo de la simulación, ya
sea esta realidad objetiva o imaginaria–, pero demanda de repre-
sentación de sí mismos, sobre todo. Esta demanda se basa en un
verdadero pacto visual, con su eficacia simbólica, generadora de
un consenso formal en torno al medio.
¿Cuáles son las características de estas comunidades visuales y
del pacto comunicativo que establecen?
– Son formas «agregativas» de espectadores que coinciden no
por su cohesión (ya no son segmentos sociales fácilmente iden-
tificables), sino por su grado de identificación con el medio
(que puede ser puramente ficticia o fantasmática), al margen
de su identidad social. Los fenómenos masivos creados en tor-
no a programas como Gran Hermano de Tele 5 u Operación
Triunfo de TVE-1 ilustran el poder de convocatoria del medio
y la identificación incondicional con sus ídolos.
– Estas identificaciones no son forzosamente positivas, hacia un
modelo a imitar, ni son factor de identidad, sino que pueden
ser negativas e incluso de tipo repulsivo: es decir, generadoras
de inseguridad, sufrimiento y pánico; es lo que ocurre en el ci-
ne de terror o las películas apocalípticas a través de la contem-
plación de lo que Baudrillard (1991) ha llamado «la transpa-
rencia del mal», esa tendencia a trivializar objetos negativos:
figuras del mal, violencia, horror, catástrofes, accidentes, etcé-
tera, que reintroducen lo real en estado bruto, sin pasar por
ningún tipo de mediación simbólica.
– El contrato comunicativo que establecen conlleva un compo-
nente lúdico importante que permite precisamente eludir la
angustia, evitar caer en la anomia. Desde esta perspectiva, los
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78

© Editorial Gedisa
vídeos domésticos serían la otra cara del discurso informativo,
su reverso irrisorio, la conversión del accidente en figura cómi-
ca. Lo mismo pasa con los juegos-concurso: serían la cara ri-
sueña del Azar, la versión amena de la Fatalidad, con su ver-
sión cruel –tipo «humor amarillo»– que juega con los límites
de lo tolerable.
– Es fuertemente redundante; obedece a lo que he llamado las
figuras de lo mismo: la tendencia, de acuerdo con una lógica mi-
mética, a reenviar constantemente al espectador imágenes de
sí mismo como clase o arquetipo (joven, mujer en todas sus
variantes, en particular ama de casa, héroe, etcétera), fomen-
tando así «modelos de identidad» (F. Casetti y A. Fumagalli,
2001). Tendencia hipervisible en muchas teleseries que no
aportan nada nuevo en cuanto a contenidos (no informan sino
sobre lo que ya sabemos que somos), pero que producen un
«efecto representativo», dan un plus de existencia al sujeto re-
presentado. Aunque aquí, como ocurre en la representación
hiperrealista en pintura, hay siempre un «décalage», peque-
ños desfases representativos que pueden producir grandes fi-
suras simbólicas: demasiada «perfección» o plenitud en estos
modelos (como le ocurre a Truman), de donde procede segura-
mente la fascinación que ejercen sobre el espectador común.
Es un universo donde todo es demasiado.
– Responden finalmente, como hemos visto, a una lógica de la
simulación. Lógica que programas de la calaña de Big Brother
han llevado a su extremo (véase capítulo 9).

Todo ello nos sitúa en una lógica más allá de la reproducción, en


un espacio de lo posible, en un universo profundamente ambiva-
lente: a la vez utopía (literalmente u-topos es «en ningún lugar», y,
en el mejor de los casos, un espacio virtual: el del poder-ser); un
mundo en el que todo es posible, donde no hay lugar asignado a
la identidad, donde todo está ahí, donde la felicidad –o la desdi-
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 79

cha absoluta– están al alcance de la mano, aunque no sea verdad o


no nos afecte personalmente. Y, al mismo tiempo, un mundo do-
minado por el destino cuyas figuras (en forma de amenaza de
muerte, violencia, crímenes contranatura, fatalidad) acechan y
siempre vuelven para recordar la «prueba de realidad», el retorno
del principio de realidad, la ineluctabilidad de la sanción final: un
mundo fundamentalmente esquizoide donde coexisten deseo y
repulsión, atracción y rechazo.
De ahí la obsolescencia de muchos planteamientos teóricos
que analizan los nuevos discursos, los nuevos modos de represen-
tar, con parámetros de ayer: a la lógica de la alienación conviene
anteponer una lógica de la seducción; a la de la reproducción, una
lógica de la simulación. E incluso lo que ayer era ocultación (se-
gún las teorías materialistas de la Ideología), se ha convertido hoy
en hipervisibilización.
El «mal», en términos simbólicos, no procede aquí del engaño,
de la sustracción, sino más bien del exceso de visibilización, del
desbordamiento de representaciones, del potlatch comunicativo.

Conclusión: Los límites del ver

Hay, tras el mito de la cercanía, de la transparencia total, del di-


recto, una «ilusión de presente» que da pie a lo que Jesús Martín
Barbero (1999) llama «retórica del directo», la impresión de estar
compartiendo el acontecimiento gracias a su visibilización, ya sea
en su dimensión social (informativa), ya sea en su dimensión indi-
vidual (en el reality show por ejemplo). El directo, lo mismo que la
fotografía de manera simulada, hace coincidir el presente históri-
co (el de los hechos) con el presente enunciativo (el de la narración
de los hechos). «Acerca» la realidad al espectador. Sin duda, es
una manera de compensar el telos, la lejanía en la que ha quedado
el espacio político. Es también una manera de reintroducir una
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
dimensión comunicativa en un espacio –el espacio social– cada
vez más despersonalizado.
Pero más allá de la visibilización del contacto, del intercambio
–en la sociedad posmoderna todo/todos comunica(mos)–, se vislum-
bra un imaginario del miedo que se plasma en el resurgimiento
de figuras arcaicas: un imaginario del accidente, de la catástrofe,
del sufrimiento, del horror, que los programas basados en vídeos
domésticos o los reportajes «en caliente» sobre sucesos, por ejem-
plo, intentan domesticar. Se establece así un verdadero ritual de
violencia que reintroduce la figura arcaica del destino (como figu-
ra feliz en los juegos-concurso, como figura fatal en los programas
antes mencionados). Figuras reversibles, en fin, a imagen de mu-
chas producciones mediáticas que juegan con el azar, rozan la
muerte, juguetean con los límites; imaginarios del fin, como los he
llamado, que escenifican grandes obsesiones: el fin de la historia,
el fin de lo social.., pero también, de manera simbólica, los lími-
tes del poder-ver y del poder-hacer; esto es, los límites de la ley en su
vertiente tanto social como simbólica.
Cuestionamiento, por último, de los límites mismos entre lo
público y lo privado: ¿hasta dónde puede llegar el poder-ver del
medio en la exploración de lo íntimo, hasta dónde, también, en la
visibilización del horror?
La hipervisibilidad televisiva y cinematográfica plantea los lí-
mites del ver en términos deontológicos. Diremos, perdón por el
juego verbal, ¡que la televisión de la intimidad se ha erigido en
modalidad catódica de la confesión católica! A la par que rehabili-
ta lo subjetivo (lo sensible, el decir íntimo) frente a la objetiva-
ción excesiva de otros discursos públicos, no deja por otra parte de
hacer peligrar gravemente la dignidad del sujeto y el equilibrio
difícil, complejo, entre publicidad y secreto, entre el reino de lo
visible y la parte invisible, entre la parte «divina» (eufórica) del
mito comunicativo y su parte maldita.
La hipervisibilidad televisiva: los nuevos rituales comunicativos
© Editorial Gedisa 81

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3
Información y suceso: crisis de lo
real y discurso de la actualidad

El tiempo que nos hacen vivir los medios de comunicación es un


tiempo saturado de presente, todo ello facilitado no sólo por el
avance de los medios técnicos de transmisión –entre otros el di-
recto–, sino por la naturaleza misma del discurso informativo. Lo
que manda hoy, más que nunca, es la actualidad, tanto en el or-
den informativo (la noticia de actualidad) como, más general-
mente, en el ámbito de las conductas sociales (la moda, el estar «a
la última»).
La actualidad es un continuo presente, el de la cotidianeidad
misma, condenado a renovarse constantemente sin llegar a desa-
rrollarse plenamente, sin crear futuro ni apoyarse en el pasado.
Presente efímero, de la puntualidad, de la instantánea de reali-
dad, del «scoop», la actualidad ha despojado a la percepción de lo
real de su profundidad, de su espesor histórico, para reducirla a un
puro momento arbitrario (lo que es ahora actualidad no lo será
mañana) y hasta cierto punto gratuito (dominado por el azar),
siempre amenazado por la obsolescencia en su permanente cons-
trucción, en su infinita renovación.
El tiempo del informar no es el del historiar: procede median-
te superposición y no por acumulación. Es del orden del palimp-
sesto y no del patrimonio. Una noticia sucede a otra en un desalo-
jar sin fin a la anterior, sin que se produzca necesariamente una
relación contrastiva ni dialéctica con la anterior u otras colatera-
les. Con la masificación de la comunicación, este fenómeno se
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84

© Editorial Gedisa
acentúa y el exceso de acontecimientos anula la posibilidad mis-
ma de la acción histórica. En la inflación de presente que ha llega-
do a ser la actualidad, no hay tiempo para la re-flexión –el volver
sobre lo dicho a partir de una reflexión sobre lo realizado–, ni pa-
ra la distancia crítica. Todo es in-mediato: aparentemente historia-
do –integrado en un relato de los hechos– sin que nada sea real-
mente histórico.
Como escribe Baudrillard (1997), la dilución de la Historia co-
mo categoría facilita su retorno como revival («espectro de la histo-
ria») en forma de rememoraciones –conmemoraciones históricas,
remakes cinematográficos– en las que el relato (la vuelta narrativa
sobre lo acontecido) suple la carencia del acontecer, la ausencia de
acontecimientos nuevos; donde la dimensión espectacular prevale-
ce sobre la autenticidad histórica; donde el dramatismo hace de
«efecto histórico» y el ver hace las veces de saber.
Se asienta de esta manera una verdadera cultura televisiva, con
su código particular de representación, sus peculiares modos de
mostrar, que fomenta una suerte de «memoria del presente» basa-
da en la simultaneidad con el acontecimiento y su constante rebro-
te en relato. Esto se plasma –como escribía Arnheim (1935)– en
una «experiencia de la simultaneidad» que asienta una cultura del
mostrar que sustituye el tiempo del directo (la narración simultá-
nea) por un tiempo real (el tiempo del acontecer) y transforma el
tiempo diferido de la narración histórica en tiempo inmediato
–tiempo en vivo, en live–, consagrando así la hegemonía de lo visi-
ble, de lo descriptivo, sobre el entender, el analizar y el debatir.
Tras todo ello, hay sin duda una crisis más profunda que es la de
la representación en Occidente, una crisis que oculta la del realis-
mo mismo y que cuestiona la credibilidad del discurso informati-
vo. «La representación –escribe Wenceslao Castañares (1995)– ha
entrado en crisis al haber perdido lo único que podía sustentarla: la
credibilidad de las instituciones a las que se concedió el derecho a
la información».
Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad
© Editorial Gedisa 85

Esta crisis facilita la emergencia de otro tipo de realidad en el


medio televisivo que no sólo cuestiona los géneros tradicional-
mente «realistas» (telediario, documentales), sino que se sitúa en
la frontera entre información y ficción, y se acerca, en términos fi-
gurativos, a la realidad misma (docudramas, reality shows). Son
discursos asentados, se ha dicho (G. Abril, 1997), en la indiciali-
dad (lo indicial de Pierce), en un modo de narrar que podríamos
calificar de proxémico: basado en la proximidad, el contacto, la
autenticidad, la presencia, la acción mimética.
Es fundamental este giro que algunos (J-L. Sánchez Noriega,
2001) han visto como un cambio en el régimen semiótico de la
representación porque asienta una cultura del simulacro fundada
en el poder idolátrico de la imagen y la magia del ver, una cultura
no alejada en algunos rasgos del pensamiento mágico.

I. El imperialismo de la actualidad

El presente devora y absorbe continuamente el futuro y el pasado.


Alexander Kluge

Se puede hablar hoy de una verdadera obsesión por lo instantá-


neo: primero con la introducción de la instantánea fotográfica y,
últimamente, con la utilización de equipos ligeros en televisión y
la información on line, lo cual explica el éxito del modelo de si-
multaneidad representado por la CNN.
Esta tradición está muy anclada en el periodismo norteameri-
cano, en el papel social del periodista como actor público, en un
hacer basado en un «estar ahí» en el momento preciso del aconte-
cer, en el «scoop» o primicia informativa, y vinculado a la utiliza-
ción de la fotografía.
Ésta es precisamente la que reinstala el presente del acontecer
en el presente del narrar, haciendo coexistir dos tiempos: el de la
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
historia (el acontecer) y el de la narración, estableciendo una «co-
temporalidad» (P. Charaudeau, 1997) donde se yuxtaponen pre-
sente histórico y presente narrativo. Este re-presentar o re-actuali-
zar lo actualizado (lo «ya ocurrido») se manifiesta de manera
paradójica en el lenguaje fotográfico como bien ha mostrado
Barthes en La cámara lúcida (1982): como un momento a la vez
efímero (no se volverá a repetir) y eternizado (vuelto presente in-
definido); de ahí la relación morbosa a la que puede inducir una
contemplación voyeurista en la que interviene la pulsión escópica
(Lacan), el deseo de ver.
El fotoperiodismo, que arranca con el ideal periodístico del re-
portero-testigo contemporáneo de los hechos y se consagra en las
coberturas de hechos bélicos, se prolonga últimamente en progra-
mas de televerdad en los que los reporteros acompañan a la policía
al lugar de los «hechos» y filman en directo. Del «como si usted
hubiera estado ahí» hemos pasado al «está usted presenciando los
hechos en su acontecer mismo».
El aquí y ahora es lo que impera hoy en la relación con el mun-
do, la actualidad es lo que ordena la visión de éste: el hoy, con todo
lo que tiene de relativo, frágil, fugitivo y mutable, es lo que de-
termina todas las categorías. Hay un imperialismo del presente
que tiene su reflejo en el medio mismo, en su estructura narrati-
va, en la fragmentación del discurso televisivo, en el imagen-a-
imagen que es la información hoy día: el flash informativo (al igual
que el spot publicitario), la estructura secuencial del telediario con
su timing recortado, las entrevistas en la calle o en plan «aquí te
pillo, aquí te mato».
Nos encaminamos hacia una información-videoclip. Incluso
el debate se transforma en secuencias cortas de enfrentamientos
de posturas estáticas más que en una dialéctica del intercambio;
lo que prima es la performance visual –puntual–, más que la pro-
fundización de los contenidos (véase capítulo 8). Como decía
Bourdieu (1996) en su crítica de la televisión, este medio impide
Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad
© Editorial Gedisa 87

toda distanciación reflexiva tanto temporal, con respecto al acon-


tecimiento en caliente, como intelectual, relativa a su análisis
profundizado. En esta instantaneidad reside la implosión de la
historia de la que habla Baudrillard.
Se impone así una «teledemocracia» que se alimenta con el
mito de la democracia directa –como si no hubiera filtros en el ac-
ceso a la realidad–, confirmándose el poder de la «telepresencia»
(P. Virilio, 1992), un hacer-creer mediante el ver, una ilusión de
realismo apoyada en «efectos de presencia», más patentes que en
la comunicación escrita.
Contribuyen a ello, dentro del dispositivo televisivo, una se-
rie de figuras mediadoras: mediación personal, a través de pre-
sentadores, animadores, comentaristas, y mediación técnico-for-
mal mediante un código visual-comunicativo fuerte; pero
también mediación narrativa, que se manifiesta en la existencia
de verdaderos «modelos guionísticos», incluso en las actuacio-
nes aparentemente más espontáneas. Todo ello delata la prima-
cía de los modos de narrar sobre lo narrado y el parentesco del dis-
positivo televisivo con el modelo ficcional.

II. La primacía del relato

La manera de narrar prima sobre la materia del relato.


Louis Quéré, Des miroirs équivoques.

En el dispositivo narrativo son fundamentales las figuras media-


doras porque cumplen la función de narrador, dan cuerpo y figu-
ratividad al mensaje, encarnándolo en figuras familiares que dia-
logan con nosotros, a veces entre sí, y nos acercan a la realidad,
haciéndola más humana. Este dispositivo se plasma en protocolos
de presentación y despedida, en modos descriptivos y recursos co-
municativos conducentes a captar/mantener la atención del desti-
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natario: requieren una adhesión, buscan el efecto, apelan a la
emotividad y eventualmente permiten identificaciones sensibles;
todo ello encaminado a un hacer-creer basado en el ver, en la figura-
tividad del mensaje (mediante su puesta en imagen) y en la pre-
sencia física de la figura del presentador/mediador/narrador.
Intervienen dos instancias en esta escenificación de la reali-
dad: el aparato enunciativo, con su función mediadora, y la utili-
zación del directo con su función autentificadora. Ambas refuer-
zan la credibilidad del mensaje inscribiéndolo en un doble modo
de enunciación (directo e indirecto), y contribuyen a crear efec-
tos de realidad que instituyen la realidad, mediante su enun-
ciación, en un acto performativo que produce realidad ante nuestra
mirada, creando así un espacio de interacción y reforzando el con-
trato comunicativo que une espectador y dispositivo televisivo.
Esta inflación narrativa puede alcanzar una cierta redundan-
cia, patente por ejemplo en algunos canales sensacionalistas ar-
gentinos que, a la hora del desayuno, sirven noticiarios que se
limitan a retransmitir una y otra vez el secuestro del día, o re-
cordatorios de los más recientes, con el rótulo: «En vivo, reite-
ramos (sic), urgente».
Eliseo Verón (1983), en un artículo antiguo, ha destacado la
importancia del «espacio enunciativo» en la comunicación visual
y el «privilegio creciente de la enunciación sobre el enunciado».
Espacio en el sentido físico –el estudio de televisión como marco
enunciativo, dentro de una ritualización del habla, espacio donde
se «cuece» la realidad– y espacio en el sentido estrictamente lin-
güístico, como performance oral, garante de la autenticidad del ac-
to de habla.
Verón definía este espacio como lugar de contacto y condición
de la interacción entre actores de la comunicación, de acuerdo con
un contrato comunicativo fundado en el directo, en la co-presen-
cia, en el compartir el espacio visual, y encaminado a eliminar la
distancia con la realidad. Un contrato enunciativo que produce
Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad
© Editorial Gedisa 89

«efectos de transparencia», como si lo real se presentara sin filtro,


como si la imagen fuera el referente, la realidad misma, en estado
bruto; como si no hubiera mediación, ni enunciativa, ni técnica,
ni siquiera humana, siendo el presentador un personaje de presta-
do, puro hacer-decir, valedor de la realidad objetiva.
Este rasgo se acentúa en el telediario, donde el presentador tie-
ne un doble estatus: es «cuerpo significante» (E. Verón), sujeto
presente, ineludible, hipervisible, con fuerte presencia dentro del
ritual comunicativo, y, al mismo tiempo, funciona como meta-
enunciador, como correa de transmisión de hablas ajenas y garante
de una polifonía informativa, como una suerte de director de or-
questa que recoge y armoniza una multitud de voces, y que, sin
ejecutar, da su impronta (mediante su presencia física, su estilo, su
ritmo). Es un actor que cumple una función indicial –de contacto
y mediación– con valor representativo: por una parte encarna a la
instancia televisiva, es garante de la autenticidad del mensaje, co-
mo una interfaz obligatoria con el acontecimiento; por otra, tiene
el monopolio del contacto físico con el espectador, es el interme-
diario exclusivo entre el público y la realidad.
¿Cómo opera globalmente esta mediación? Jean-Claude Sou-
lages (1999) distingue dos tipos de dispositivos enunciativos de
mediación: un dispositivo de «mostración» y uno de «puesta en
espectáculo». El primero es más neutro, más distanciado, menos
implicativo; responde a una estrategia de «no puesta en escena»;
se basa en una ausencia de mediación entre la escena representada
y el sujeto espectador; y privilegia la transparencia, el contacto
individual, proponiendo una co-presencia, una relación de conti-
güidad entre el espectador y la realidad. El locutor no se impone
como instancia subjetiva, sino que se automargina en beneficio
del referente objetivo. Ahí están el telediario, los programas de
debate, los magacines o los reportajes.
El segundo construye una escena dentro del dispositivo gene-
ral que instituye su propia estructura comunicativa, en una espe-
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cie de juego de cajas chinas: crea una comunicación específica, in-
tensa, espectacular; una comunicación privilegiada que establece
una relación fluida con el público que asiste al acontecimiento,
instituyendo al espectador como sujeto que participa más o menos
directamente en el juego comunicativo (eventualmente a través de
otro), constituyéndolo como co-espectador. Permite una adhesión
al acontecimiento, una fusión, con un fuerte componente emoti-
vo; facilita una identificación con un nosotros. Es implicativo, y se
caracteriza por la existencia de un guión; de ahí un componente
narrativo que le da un cierto ritmo, una dinámica que orienta el
programa. Es lo que ocurre en los talk shows, programas de varie-
dades, juegos, concursos o programas propagandísticos.
En la neotelevisión, el segundo dispositivo es el que tiende a
primar, hasta el punto de contaminar también los programas tra-
dicionalmente informativos o documentales. En ello reside la cre-
dibilidad del mensaje, en su visibilidad y su grado de emotividad:
la visibilidad del mensaje es garante de la realidad.
También se dan fenómenos de hibridación en los que se mez-
clan los dos dispositivos, como en la serie americana Cops, donde
se producía una constante dramatización de las actuaciones coti-
dianas de los agentes de policía empleando técnicas de reportaje
en directo, imágenes sin montar (hard copy), sonido directo y vi-
sualización de los lugares y situaciones, con voz en off o mediante
testimonios directos, dando así una ilusión de realidad a un pro-
grama por otra parte fuertemente narrativizado y con un cariz cla-
ramente espectacular.
Es frecuente hoy en día, en los telediarios, la imbricación de
noticias y espectáculo, con la subsiguiente narrativización de la
información: anécdotas y sucesos que vienen a romper la lineali-
dad de la actualidad, testimonios en 1ª persona, historias indivi-
duales que atenúan su frialdad y nos acercan al modelo del talk
show; o la presencia del fútbol al final del telediario como pretexto
narrativo para presentar un relato accidentado marcado por las
Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad
© Editorial Gedisa 91

faltas, los escándalos, las lesiones de los héroes del «deporte rey».
Sólo la Bolsa, en su invariabilidad a la vez formal y de contenido,
nos reenvía a la actualidad dura e impersonal: sirve de coartada de
realidad.
Y todo esto sin hablar del redoble de la información en meta-
rrelato, tanto en forma de parodia (El Informal) como en versión
carnavalesca (los Guignols) o juego con sus protagonistas (Caiga
quien caiga).

III. La vuelta del suceso: suceso y subjetividad

La crisis que está atravesando el discurso de la información es una


doble crisis y afecta tanto a sus contenidos como a sus formas, a la
manera como refleja y al mismo tiempo construye la realidad. La
primera se plasma en una crisis de credibilidad que no hace sino
reproducir la crisis de realidad que padece la política en el mundo
de hoy.
En un sondeo publicado por El País (14-7-1998), aparecía que
«las informaciones de deporte y sucesos son más creíbles que las
de política», y nada menos que un 62% de los encuestados con-
sideraba poco o nada creíble las informaciones políticas. El grado
de credibilidad de los diferentes temas de actualidad, de menor a
mayor credibilidad, era el siguiente: política nacional (30,8%),
economía (37,8%), política internacional (41%), información ge-
neral (55,5%), deportes (76,7%) y sucesos (78,6%) [Fuente
Ecoconsulting (J. de la Serna, 1998)].
De todo ello se puede deducir que cuanto más decrece la cre-
dibilidad de la información política y el propio medio informati-
vo, más se desarrollan nuevas formas que traducen el interés por
otras informaciones (más triviales, más lúdicas o que mezclan in-
formación y ficción) que se alejan en todo caso de la información
política para acercarse a un modelo narrativo.
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
Con la multiplicación de las fuentes de información y el en-
sanchamiento de los centros de interés y de los campos de sa-
ber, las categorías informativas se van ampliando, diluyéndose
al mismo tiempo la frontera entre información seria e infor-
mación trivial, perdiendo la primera gran parte de su credibi-
lidad, y adquiriendo la segunda un mayor grado de aceptabili-
dad.
De ahí que esta crisis sea también una crisis formal de orden
simbólico: relativa al modo de representación de la realidad. Los
grandes hechos se desgastan por su desmultiplicación espacial y
por la competencia de los medios audiovisuales, que ganan en
tiempo y espectacularidad a los medios escritos. Lo mayúsculo se
diluye, los grandes relatos ya no son tan creíbles y se afianza en
cambio el interés por lo minúsculo, lo cotidiano. Si el suceso –ta-
chado durante tantas décadas de forma trivial o degradada de in-
formación– desapareció como sección de la mayoría de los diarios
de referencia, hoy reaparece, ya no como tal –unidad redaccional o
sección–, sino como categoría difusa que invade el espacio comu-
nicativo (escrito y audiovisual) y emerge en portada en forma de
fotonoticia (véase, por ejemplo, en un periódico «serio» como El
País la presencia en primera plana de noticias anecdóticas, de pu-
ra actualidad, sin trascendencia política, de tipo mundano, futbo-
lístico, relacionadas con la vida cotidiana, que se alejan en todo
caso de la información política).
Frente a la recurrencia y desgaste de lo político –que es siem-
pre lo mismo serializado ad infinitum, y en lo cual ya nadie cree mu-
cho en el fondo–, el suceso polariza la atención y ocupa a veces un
lugar central, aunque superficial o anecdótico. El suceso –el suce-
dió– sustituye a menudo al hecho periodístico. El acontecer interesa
más a veces que el acontecimiento. La información de actualidad
puede redundar en colección de aconteceres, sin vínculo entre sí,
efímeros, sin relevancia (por ejemplo, en espacios como Sucedió en
Madrid de Telemadrid).
Información y suceso: crisis de lo real y discurso de la actualidad
© Editorial Gedisa 93

La categoría de suceso puede servir incluso para unir referentes


que, aparentemente, no tienen relación temática, como ocurre
desde 1993 en el programa Gente (TVE-1). Caracterizado por su
estructura dual, consta de dos partes totalmente distintas tanto
en cuanto a su contenido como a la presentación y a su conductor:
«Crónica de sucesos» y «Crónica social», y sus responsables se
afanan en presentarlo como «un programa informativo que se
ocupa de sucesos y noticias del corazón».
El vínculo de unión entre ambas modalidades es aquí más de
orden formal que temático: cualquier hecho que afecte emocio-
nalmente al público por su carácter impactante, su rareza, inme-
diatez y grado de sensacionalismo es seleccionado tanto para una
parte como para la otra. A este respecto, la directora del programa
no duda en afirmar que la cantidad de sangre en una información
determinará su preponderancia sobre las demás. Son éstas, pues,
las características formales del suceso como categoría periodística:
en términos simbólicos, todo cuanto introduce desorden es factor
de ruptura, es de orden conflictivo, remite a la figura del accidente,
a algo que hace peligrar un equilibrio, amenaza un orden, pertur-
ba una situación estable y refleja la amenaza del azar, el peso de lo
indeterminado (retomaremos este tema, desde el punto de vista
simbólico-antropológico, en el capítulo 7).
De ahí, por ejemplo, la atención dada a las separaciones ma-
trimoniales, a la salud, a los avatares económicos y sentimenta-
les de la vida de los famosos, al ciclo vital (biológico y social).
El suceso –la transitividad del suceder y del «a mí también me
puede suceder»– es el denominador común de estos diferentes
acontecimientos. Esto, obviamente, produce peligrosas derivas
informativas hacia lo anecdótico, tanto desde el punto de vista
referencial como formal: de lo objetivo hacia lo subjetivo, de lo
racional hacia lo emotivo, de lo colectivo hacia lo individual, de
lo macrosocial hacia lo microsocial, del informar, por último, al
relatar.
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Dentro de la tendencia al desorden mencionada antes, esta
omnipresencia del suceso tiene que ver con una fascinación por el
accidente, y si bien remite a menudo a un imaginario de la catás-
trofe, también refleja un interés por lo microsocial, por hechos
humanos intrascendentes, pero reveladores del sentir colectivo.
Más profundamente, el suceso, considerado como extracto de una
realidad bruta, sin afinar, no pasada por el filtro de la categoriza-
ción periodística, remite a una demanda de autenticidad frente al
simulacro y la representación.
Al amparo del reportaje en vivo, de la reconstrucción de he-
chos al modo del reality show, de la exclusiva informativa, de las
imágenes «impactantes», del directo, se reinyecta realidad en un
discurso informativo por otra parte cada día más estereotipado,
menos creíble y cuyos contenidos se están agotando. Llamaremos
«efecto de directo» a ese subterfugio temporal consistente en cre-
ar una ilusión de realidad.
¿Cómo explicar este retorno de una categoría durante tanto
tiempo menospreciada en el discurso? Sin duda, como una vuelta
de la subjetividad en el discurso social. Después de la era de las
ideologías (se da la palabra al sujeto colectivo), después de la del
psicoanálisis (habla el sujeto inconsciente), ¡por fin! estamos ante
un sujeto que habla sin complejos, largo y tendido..., un sujeto
algo ingenuo, que expresa así su fascinación por objetos que, eso
sí, son complejos: la violencia, el incesto, el amor, la muerte.

IV. Suceso y relato

Desde el punto de vista narrativo, el suceso es por otra parte intere-


sante. En contraposición con la novela, constituye un relato de es-
tructura cerrada que Barthes (1964) comparaba con el cuento corto.
Es un microrrelato, de forma elíptica, que encierra su propia lógica
narrativa con un fuerte componente figurativo; esto le confiere unas
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cualidades propiamente literarias (expresivas) y una subjetividad de


las que carece la información. Por eso es por lo que fascina tanto.
El suceso es como un «arrêt-sur-image», una pausa narrativa en
el discurso periodístico, una manera de dar cuerpo –casi podríamos
decir cuerpo y alma– a la actualidad. En el suceso –ya sea textual o
visual– los actores son identificados, remitidos a su historia/histo-
rial, objetivo y subjetivo, a un entorno (físico, familiar, social); los
hechos están encarnados, la actualidad personalizada, ya no me-
diante la identificación con famosos, sino a través del anonimato,
mediante micropersonalizaciones de unos sujetos que lo mismo
podrían ser usted o yo. No por nada, los reality shows recurren cons-
tantemente al suceso como estructura narrativa por su fuerte com-
ponente figurativo, su poder de visibilización.
En este sentido, el suceso tiene afinidades con algunos géneros
populares y formas culturales como los relatos de crímenes en la
literatura de cordel y los folletines o melodramas del siglo XIX,
que hoy vuelven en forma de docuseries y telenovelas. Como es-
cribe Francesc Barata (1998): «Muchas crónicas de sucesos pue-
den englobarse dentro del género melodramático en el que se da
esa porosidad entre ficción y realidad que tan bien ha analizado
Bajtin en la fiesta carnavalesca. Un melodrama que, como apunta
Román Gubern en sus análisis sobre el cine, interpela muy direc-
tamente a las regiones más oscuras de nuestro psiquismo con el
lenguaje de la emocionalidad».
Para muchos (apocalípticos entre otros), esta subjetivización
de la información resulta negativa, empobrece los contenidos, tri-
vializa la comunicación. Si es cierto por una parte que hay abusos
formales (con las subsiguientes manipulaciones emotivas), no es
menos cierto por otra que se producen aquí fenómenos complejos
de identificación/proyección.
La fascinación ejercida por el suceso es, en efecto, doble. Es del
orden de lo sintagmático en cuanto forma de relato, pero es tam-
bién paradigmática: el suceso fascina porque es portador de senti-
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do más allá del contexto de producción del acontecimiento. Tiene
una dimensión trascendente que remite a una cierta alteridad
contenida en el relato trivial de lo cotidiano. A partir de la anéc-
dota, de la vivencia, de lo microsocial, reenvía a valores atempora-
les, a objetos fundamentales a partir de los cuales se construyen
los grandes paradigmas del hombre contemporáneo: el amor, el
sexo, la muerte, el azar, el tiempo, la finalidad...
Podríamos incluso, como hace Baudrillard, considerar el suce-
so («le fait divers») como una nueva categoría, no sólo informati-
va sino también cognoscitiva: «Toda la información, histórica,
política, cultural, es recibida bajo la misma forma, a la vez anodi-
na y milagrosa, del suceso, toda la información es actualizada, es
decir, dramatizada al modo espectacular. El suceso no es pues una
categoría entre otras sino la categoría cardinal de nuestro pensa-
miento mágico, de nuestra mitología».
El éxito de un diario como Libération en Francia, al margen de
su oportunidad política en el contexto de Mayo del 68, se debe al
hecho de haberle otorgado al suceso un reconocimiento periodís-
tico desde dos ángulos: 1) por haberlo sabido tratar con dignidad
y profundidad, tanto en el fondo (asumiéndolo como hecho socio-
lógico) como en la forma (dedicándole a veces una página entera
cuando se le considera «representativo»), y 2) por haber también
–y de manera formalmente audaz– considerado el conjunto de la
actualidad bajo el ángulo del suceso, subrayando sus aspectos
anecdóticos (sin caer en el cotilleo) y dando a ver su lado invisible
(procurando evitar el sensacionalismo), permitiendo así un acer-
camiento sensible a la realidad social.

V. Las mutaciones en el sentir colectivo

Hoy se están multiplicando los programas –informativos y pa-


rainformativos– que se inspiran en sucesos para construir auténti-
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cos relatos a mitad de camino entre la Información y la Ficción.


Son sucesos generalmente basados en hechos cruentos y violentos
que escenifican a menudo accidentes, catástrofes, crímenes o per-
versiones, y que contribuyen a constituir verdaderos escenarios de
la violencia, omnipresentes en el cine, las series de televisión, el có-
mic, la canción, la publicidad últimamente y, por supuesto, los
medios de comunicación. Todos ellos hacen de la violencia no só-
lo un tema ineludible en los contenidos, sino también una forma
que determina un modelo narrativo, fomenta usos perversos, tan-
to lúdicos (en los videojuegos) como estéticos (en el manga japo-
nés por ejemplo), y delata la presencia omnímoda de la violencia
en el discurso social y su lugar central en la economía narrativa de
la modernidad.
Es patente, por ejemplo, en los relatos mediáticos, el recurso a
la violencia como medio para conseguir unos fines, dentro de una
caracterización dramática de hechos y personajes; medio violento
si se tiene en cuenta que en estos relatos la mayoría de los hechos
violentos está relacionada con armas de fuego. Según el estudio es-
tadounidense Mediascope sobre televisión (1995), en el 73% de
estas escenas, los actos violentos no son objeto de ninguna sanción,
el 58% de las interacciones violentas no muestra sufrimiento, el
44% aparecen justificadas y el 39% están realizadas con humor.
Al margen de la trivialización de la violencia, se pueden pro-
ducir dos derivas peligrosas. Primero una banalización del tema,
con la subsiguiente funcionalización de la violencia: el admitir la
violencia como hecho normal –un medio legítimo para conseguir
unos fines– dentro de una cierta fatalidad; y segundo, una confu-
sión representación-realidad que puede tener como consecuencia
una insensibilización ante la violencia real: la hipervisibilización
de la violencia representada como espectáculo trae consigo la in-
visibilización de la violencia como hecho real, sensible.
La televisión no es ajena a este fenómeno (S. Aran, F. Barata, J.
Busquet y P. Medina, 2001). Lo recoge incluso de manera con-
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densada como ocurre en lo que podemos llamar «programas pa-
rainformativos», programas que utilizan la función informativa
como pretexto para construir relatos dramatizados. Hemos citado
los programas de información local (tipo Sucedió en Madrid de Te-
lemadrid), podríamos añadir los reality shows y, en versión trivial,
los programas de vídeos domésticos. Ambos formatos reflejan
una deriva hacia lo anecdótico, e inclusive lo lúdico en el segundo
caso, culminando en dramatismo y recreación de la realidad en los
reality shows.
Todas estas derivas –anecdóticas, lúdicas, dramatizadas– po-
nen de relieve la crisis de credibilidad de la información estándar,
objetiva, dominada por la función referencial y un código que se
está desgastando. Reinyectan realidad en un medio y un género,
el informativo, cuyos contenidos se están agotando, delatando
una vez más la crisis del realismo y la búsqueda de otros modos de
representación: cuanto más decrece la credibilidad informativa
hacia las noticias duras (políticas, económicas), más se despierta el
interés por otro tipo de noticias (atípicas, escabrosas, sensaciona-
listas) y más se desarrolla una modalidad hiperrealista que carga
las tintas, dramatiza o ironiza.
Para no dispersar la reflexión, nos centraremos en dos fenóme-
nos comunicativos que contribuyen a alimentar el imaginario de
la violencia: primero la omnipresencia de noticias relacionadas
con hechos de violencia, la fascinación que ejercen y su proyección
en el centro mismo del discurso informativo, tanto escrito como
audiovisual, lo cual marca una vuelta del suceso como modalidad
difusa; el segundo fenómeno es la consagración y multiplicación
de un nuevo formato de programas televisivos: los llamados rea-
lity shows y su espectacularización de la realidad, en sus distintas
versiones (anecdóticas, criminales, sentimentales).
Ambos fenómenos tienen un fuerte componente narrativo,
con una clara tendencia a la dramatización, es decir, encierran
una doble violencia: de contenidos y simbólica, esto es, formal,
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ligada al modo de representación de la realidad, a su forma na-


rrativa. En cierta medida, el segundo fenómeno incluye al pri-
mero: los reality shows parten de sucesos, la mayoría de las veces
delitos de sangre, conductas aberrantes, violaciones de tabúes o
desapariciones misteriosas, hechos todos de índole accidental
que introducen ruptura, desorden, angustia… Ambos reflejan
mutaciones en el sentir colectivo, a las que contribuyen los me-
dios: una demanda, más o menos consciente, más o menos legí-
tima, de emoción (¿vuelta de un sentir primitivo?) y una ten-
dencia, frente a esta demanda (¿o inclinación?), a visibilizarlo
todo, a saturar el espacio comunicativo hasta alcanzar una espe-
cie de obscenidad, de ver excesivo, de sobrecarga sígnica o sobre-
puja narrativa (G. Imbert, 1999).
Para evitar caer tanto en posturas «apocalípticas» (el condenar
taxativamente estos desbordamientos en nombre del buen gusto
o de la moral: esto es, de una posición elitista) como «integradas»
(el defender indiscriminadamente esta visibilización en nombre
de la liberalización o ¿democratización? del discurso), plantearé
esta evolución como un fenómeno fundamentalmente ambivalen-
te, reflejo de la ambivalencia misma de los modernos medios de
comunicación: la hipervisibilidad de la violencia mediante la infla-
ción de las formas (el predominio de la forma-espectáculo) conduce
a lo que Baudrillard (1991) llama una «transparencia del mal»,
una visibilización excesiva del mal que anula el sentido y elimina
toda alteridad.
Frente a las ideologías de la seguridad y el control total, frente
a la previsibilidad permanente, la simulación del futuro y la im-
posición de un orden, emerge un imaginario de la inseguridad,
una cultura del desastre (el fin de la historia, de lo social), que cul-
tiva el potencial atractivo del peligro, del riesgo (como en los de-
portes de aventura), de la violencia, de la muerte, y que expresa de
manera más o menos consciente y perversa una tentación de desor-
den, una atracción banal hacia el mal.
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De ahí la responsabilidad de los medios en la construcción de
estos escenarios de la violencia; de ahí también la dificultad en
encontrar un tono justo, a la hora de elaborar discursos sobre la
violencia y la seguridad (véanse, por ejemplo, los bandazos en las
campañas de prevención de accidentes automovilísticos), discur-
sos que no sean ni desmesuradamente apocalípticos, ni excesiva-
mente integrados.

Conclusión: El reality show como


espectacularización del mal

La multiplicación de los reality shows en la década de los noventa


es sin duda la culminación de una tendencia en ciernes en la evo-
lución reciente de los medios de comunicación: la constante dra-
matización de la información dentro de un proceso general de es-
pectacularización de la realidad. Queda patente, en contextos
socioculturales muy diferentes (Estados Unidos y Rusia por ejem-
plo), pero marcados por la violencia y manifestaciones de anomia,
la proliferación de programas donde los periodistas acompañan en
directo a la policía, dando lugar a espeluznantes crónicas con un
predominio de las «3 S» (sexo, sangre, sensacionalismo): agonías
en directo, ajustes de cuentas, serial killers, violaciones, etcétera.
Real TV en Estados Unidos, donde se mostraban filmaciones rea-
les de catástrofes naturales, accidentes tecnológicos, violencias
animales, tiroteos, ha sido un hito en la materia; o, hace unos
años, en Rusia, Dorojny patroul [Patrulla de noche], un programa
que reunía lo más sangriento de la actualidad con una crudeza
muy propia de la cultura eslava.
En estos programas se produce una simultaneidad total entre el
hecho y su referenciación que elude toda distancia narrativa e im-
pone un tiempo de la realización inmediata donde el presente no es
sino el de la pantalla, donde todo descansa sobre una credibilidad
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inmediata. El medio aquí despierta reacciones emotivas, cultiva


una fascinación morbosa por las diversas figuras sociales del mal y
fomenta un imaginario de la inseguridad. La cámara se vuelve
agente narrativo, acentuando formalmente la crudeza de las imáge-
nes, incitando al voyeurismo, esto es, al consumo de la realidad co-
mo pura imagen, como fantasma (proyección en un escenario).
El docudrama –cuya expresión exacerbada son los reality
shows– es el que mejor traduce la dramatización de la realidad.
Aquí prima el simulacro –la reconstrucción de la realidad–, aun-
que los actores sean «reales». Es más, el utilizar a los protago-
nistas de los hechos cruentos le da más credibilidad a la simula-
ción filmada. De un modo casi policial, y a menudo formalmente
excesivo, cargado de violencia simbólica, el reality show reconsti-
tuye los hechos, los hace vivir una segunda vez, al modo onanista,
apelando al voyeurismo del espectador. Hace de la intimidad un
espectáculo y del mal un show.
No deja de haber una cierta obscenidad en ese mostrar excesi-
vo, en esa visibilización de lo no-dicho (el secreto) y del se dice (el
rumor, la suposición). La escenificación de lo no-dicho es así tan
importante como la del decir, e incluso a veces más, estableciendo
de esta manera una relación dudosa, morbosa, con la realidad; y lo
hace en nombre de una presunta verdad o autenticidad periodísti-
ca que los nombres de algunos programas indican claramente
(véase Témoin nº 1 [Testigo nº 1], programa de Jacques Pradel en
TF1 a principios de los noventa en Francia).
Pero el simulacro no reside únicamente en los contenidos ven-
tilados, está también en los modos de enunciación, en la manipu-
lación del sentimiento y del dolor, en la apropiación de discursos
ajenos. La «mirada televisual» opera un verdadero robo de reali-
dad, se impone como discurso de lo auténtico, de la toma en di-
recto, de lo pretendidamente no mediatizado.
La televisión aparece con esto en todo el resplandor del ver
todo/enseñar todo: ojo todopoderoso, omnisciente, al que nada
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escapa, cuyo poder-ver puede incluso rivalizar con el de los pode-
res públicos: la televisión deviene así policía del alma, juez de
las conductas, mirada extra-ordinaria, extra-temporal, garante
de la verdad, que sustituye a la figura del intelectual –construc-
tor de ideas–, y se torna instancia desfacedora de entuertos que
deja de lado las grandes causas para interesarse por las pequeñas
polémicas de todos los días. Una instancia que cultiva, en fin,
una cierta mala conciencia ligada a las grandes prohibiciones del
orden de lo no dicho (violaciones, incestos, monstruosidades,
amores contranatura, perversiones).
El título de uno de los grandes reality shows franceses –Mea cul-
pa (TF1)– traducía bien esta inclinación. En España, La máquina
de la verdad de Julián Lagos (Tele 5, 1993), con su utilización po-
lémica del detector de mentiras aplicado a hechos y personajes de
actualidad, ilustra bien esta tendencia de la neotelevisión a erigir-
se no sólo en instancia atestiguadora de la realidad, sino también
en juez, en tribunal paralelo, oscilando entre remedo de servicio
público (¿Quién sabe dónde? de Paco Lobatón), instrumento de de-
lación (La máquina de la verdad) o perseguidor (Se busca, de Antena
3 en 1995, programa parecido al francés Perdu de vue de TF1, emi-
tido entre 1990 y 1997, producido por Pascale Breugnot y pre-
sentado por Pradel).
Como ocurre a menudo, se pueden ver antecedentes en Esta-
dos Unidos, concretamente en la tradición de los programas (y
producciones cinematográficas) centrados en la filmación de jui-
cios y en la figura arquetípica (por lo menos en Estados Unidos)
de la justicia popular: la creación y el éxito de Court TV (1991)
son ejemplo de ello; sin hablar, recientemente, de los intentos de
filmar ejecuciones capitales o, en su defecto, las circunstancias
que rodean a tan espeluznantes hechos.
Es ésta una televisión guiada por un hacer «pesquisidor» –en
expresión de Dominique Mehl (1996)– que sabe jugar con el
miedo a la ruptura, al accidente (y al mismo tiempo cultivar la
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fascinación que ejercen), en un juego con los límites del hacer (el
tabú) y del decir (el secreto). Diremos que este discurso informati-
vo funciona como discurso instituyente a varios niveles:
– Instituye una realidad atravesada por lo no dicho, una realidad
muy sui géneris autoproducida por el propio medio.
– Se instituye él mismo como institución dentro de la persecu-
ción de un «habla verdadera» (que pretenden también emular
los políticos modernos).
– Ese «habla auténtica» puede transformarse en habla policíaca,
con su búsqueda de culpables, y convertirse en discurso inqui-
sidor que, en ocasiones, ha podido erigirse en juez y censor de
otros medios de comunicación.

Este rasgo, poco presente en los reality shows españoles, donde pre-
domina una visión eufórica e incluso humanitaria (véase ¿Quién
sabe dónde?), es patente en la televisión francesa, donde un progra-
ma como Mea culpa dio lugar a violentos enfrentamientos verba-
les con los medios de comunicación a causa del despido de un jo-
ven homosexual después de su paso por el programa.
En 1996, Témoin nº 1, de Jacques Pradel (TF1), a raíz de la
profanación de un cementerio judío en Carpentras, lleva a cabo
una alucinante intoxicación mediática, dando a entender que los
culpables eran hijos de personalidades de la región, y aficionados
a los juegos de rol. Estas personas fueron objeto de acusaciones di-
famatorias durante un año, cuando en realidad los autores eran
neonazis implicados anteriormente en hechos similares; el asunto
fue aprovechado por la extrema derecha de Le Pen para denunciar
una vez más el «complot» del que presuntamente era víctima.
Todavía más grave es el caso, en Estados Unidos, del asesinato
de un homosexual por su vecino, a quien había declarado pública-
mente su amor en el programa The Jenny Jones Show en 1999. Sin
hablar del talk show de Jerry Springer, donde se crean verdaderos
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psicodramas a partir de situaciones escabrosas que provocan los
más espectaculares enfrentamientos entre participantes, con pata-
das, arañazos y arranques de pelo incluidos.
Bajo la aparente trivialidad del suceso, más allá de las posibili-
dades del directo, de la rehabilitación del sentimiento, es un ha-
bla evanescente lo que se instala: más que expresarlo, manipula el
imaginario social y espectaculariza el mal.

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4
La intimidad como espectáculo:
de la televerdad a la telebasura

Asistimos hoy, en la sociedad occidental, a una transformación


irreversible: la superproducción –el exceso capitalista– ya no es
sólo de bienes materiales, sino que también se extiende a los bie-
nes simbólicos, al mundo de la reproducción.
Las imágenes, los signos y los discursos invaden el espacio
cotidiano hasta saturarlo, y a veces obturar el intercambio, for-
mando un pantalla en la que se proyecta y al mismo tiempo se
clausura el espacio de la representación. El potlatch semiótico, el
derroche de imágenes, ha impuesto su ley basada ya no en el lu-
jo, sino en el gasto más o menos gratuito, redundante y seriali-
zado de signos: imágenes de papel, imágenes de marca, imagi-
nerías (conjunto de imágenes tópicas), imaginarios del placer y
de la violencia, representaciones de la muerte y del horror han
invadido los medios de comunicación, la publicidad, el cine,
introduciendo cambios rotundos en el régimen de visibilidad
moderno.
La representación, mediante la espectacularización de la reali-
dad, se ha vuelto un bien público en el que es difícil distinguir
entre sujeto que mira («conscience regardante») y objeto que es
visto. La representación ya no es soportada por un sujeto único, si-
no que flota, se diluye, es ubicua, es derecho de todos y territorio
de nadie: la imagen deviene imaginería, colección de imágenes
repetitivas, que cada uno asume. Todos somos espectadores anó-
nimos (más o menos pasivos) de ese teatro masivo.
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
Hay una proximidad –casi se podría hablar de promiscuidad–
de las imágenes que nos impide escapar del espectáculo. Es un es-
pectáculo de sesión continua, donde impera lo inmediato, lo pal-
pable, donde la reflexión (como proceso de distanciación crítica)
deja paso a la refracción (la reproducción literal), la intelección es
sustituida por la figuración y la mostración se vuelve exhibición.
El ver como proceso activo deja paso a un ser visto o un dejarse ver
que conducen al voyeurismo y alimentan el imaginario. Obede-
cen a una lógica escópica que funciona mediante saturación: ésta
responde a la carencia (de ideología, de Historia, de sentido) con
el exceso, el desbordamiento, y se plasma en un imperialismo del
ver todo consistente en la extensión inconsiderada del ámbito de lo
público: ya no hay secreto, sólo hay escenarios en los que la ima-
gen tiene un papel preponderante.
Por eso es por lo que se puede llegar a una cierta obscenidad: al
saturar el espacio de la representación, al imponer una presencia
demasiado visible, la imagen descoloca, desplaza de alguna manera
al objeto. La representación, entonces, se vuelve omnipresente,
excluye la memoria y diluye el presente, imponiendo una imagen
fija de la realidad y consagrando así una estética de la fascinación.
La imagen fascina, cual Medusa, porque representa una inmo-
lación de la realidad, su colocación en un segundo plano, siendo la
fascinación, como escribe Baudrillard, «la seducción por un obje-
to muerto», esto es, «la magia de la desaparición». Se instala así
una relación voyeurista con el objeto asentada en una hipertrofia
del ver que es una forma de violencia simbólica, una violencia
ejercida mediante las formas mismas del discurso.

I. El voyeurismo televisivo

La televisión es sin duda el medio que más fomenta el voyeuris-


mo, en un gozar de lo visible sin más mediación que el ojo vo-
La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura
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yeurista de la cámara, que hace aquí las veces de ojo de la cerra-


dura.
Pero más allá de la saturación, tras lo visible, lo transparente,
hay siempre una «parte maldita»: la parte invisible de la realidad,
la porción de sombra que hay en toda vida, el secreto que encierra
cualquier individuo, las barreras en forma de mecanismos de de-
fensa que protegen la intimidad.
Hoy la televisión ha roto por completo con esta reserva. Ya no
hay cotos reservados: el inconsciente es objeto de ventilación pú-
blica; el sexo deviene discurso trivial; la intimidad se ha vuelto es-
pectáculo; la muerte, un accesorio más de la imaginería mediática
(la publicidad de Benetton sobre el enfermo terminal de sida le-
vantó la prohibición que pesaba sobre ese momento inefable, in-
comunicable, que es el «trance de muerte»).
En el imperio del ver todo, a partir del momento en que todo
es publicable, ya no hay intimidad ni secreto que valgan: todo es
público, susceptible de proyección en la pantalla mediática.
Como nueva modalidad de representación de la realidad, los
reality shows son sin duda, con su estética del exceso, el género
donde mejor se plasma ese voyeurismo. Reflejan unas mutaciones
en el discurso social: una demanda de reconocimiento de lo indi-
vidual, de lo microsocial, de lo aparentemente in-significante, con-
sagrando al mismo tiempo una prepotencia de lo espectacular so-
bre lo particular, rompiendo así con un cierto individualismo.
El sujeto individualizado se subsume entonces en protosujeto,
sujeto anónimo, amorfo (que no tiene forma particularizada), que
permite identificaciones múltiples y permutaciones sin fin: uno es
(mediante su visibilización) y puede ser otro (cualquiera, yo inclu-
so, ¿por qué no?). Este ¿por qué no?, que opera también en las se-
ries televisivas (véase el éxito de Médico de familia de Tele 5 hasta
1999), permite todas las identificaciones posibles: siempre hay
uno, en la serie, al que me puedo parecer, o uno es un tal concen-
trado de rasgos que siempre hay uno de ellos en el que me puedo
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© Editorial Gedisa
reconocer. Huelga decir que, más que de identidad, estamos ha-
blando de identificación, que es como un estadio virtual, una ope-
ración efímera y redundante donde el conocer deja paso al recono-
cer, el saber al ver.
Pero en esta demanda –más o menos consciente, más o menos
formulada– de reconocimiento del mundo interior, la paradoja es
completa: el pathos (el sentir íntimo) no es tal si no se publicita. La
carencia de intimidad se subsume en espectacularización del yo y
de mis sentimientos. El yo del individuo se transforma en espec-
táculo bajo los ropajes de la autenticidad.
En una especie de ecuación absurda, lo auténtico sólo puede
ser tal si es visible. El «efecto de realidad» (R. Barthes, 1972),
que se impone mediante una parafernalia de signos de autentifi-
cación, ha dejado paso al «efecto de presencia», consagrando lo
que Alain Ehrenberg (1993) ha calificado como «televisión de la
autenticidad», siendo el garante de realidad el grado de visibili-
dad del mensaje.
No obstante, para llegar a esta visibilidad hay que pasar por
una serie de etapas de desvelamiento –de destape literal y simbóli-
co– recurriendo a varias figuras que van en contra de la integri-
dad, por no decir de la dignidad, del sujeto y que entrañan una
gran violencia simbólica. La confesión es una de ellas. Profunda-
mente anclada en la cultura judeocristiana, permite, mediante el
relato de las «faltas» (ajenas o propias), ganarse el perdón de la au-
diencia, expiar en público los errores y expulsar la mala concien-
cia. Recuérdese, en la década de los noventa, el programa Confesio-
nes, con su ambiente azulado, donde un invitado venía a confesarse
en la oscuridad ante una especie de tribunal popular que dictami-
naba su caso. Sólo entonces podía salir del anonimato y «destapar-
se», aparecer a la luz pública.
La figura del perdón es explícita en otros programas como Het
spitj me, de la televisión holandesa, o su versión española Nunca es
tarde, donde los invitados acuden a contar historias inconfesables
La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura
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con vistas a pedir la absolución, en una ceremonia en la que el ra-


mo de flores que corona el momento de clímax funciona como ob-
jeto mágico que borra todas las dificultades y permite las reconci-
liaciones más inesperadas, todo ello ante el ojo de la cámara.
Hablando de la «puesta al desnudo» en los reality shows y talk
shows, escribe Virginia Mouseler (1997): «El ramo de flores hace
las veces de objeto transaccional. Las historias que se cuentan son
a menudo catastróficas, pero parece que en la tele el ramo de flo-
res, como un objeto mágico, puede allanar los problemas más es-
pinosos. La televisión resuelve artificialmente la violencia de los
conflictos, reabsorbiendo esta violencia en una lógica del espec-
táculo, una magia del espectáculo representados por el objeto má-
gico, el ramo de flores. La televisión, encarnada por el presenta-
dor, permite mediatizar el conflicto. Estos programas tienen
tanto éxito por su parte de voyeurismo, de un lado, y su parte de
identificación, por otro».

II. Del déficit de realidad a la exacerbación del ver

Si los reality shows están tan de moda, es también porque el dis-


curso informativo ha entrado en crisis, ya no es tan creíble, se ha
vuelto redundante de tanta reiteración. Al igual que algunos dis-
cursos narrativos, de tanta serialización pierden su sentido; de ahí
la reactivación de géneros muertos y decadentes como el western o
las películas de terror, en concreto las de vampiros.
Con el reality show se trata de reinyectar realidad en un medio
cuyos contenidos se están agotando y cuya seriedad se ve cuestio-
nada por una demanda creciente de autenticidad. Se vivifica así el
medio mediante una reactivación de las imágenes de la realidad
–en una reconstrucción que tiene más de policial que de históri-
ca–, reactivación también de la realidad misma mediante su re-
presentación espectacular.
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
Por eso este formato televisivo tiene que ver tanto con los in-
formativos como con los géneros de ficción, en una confusión de
lo real con su representación que no deja de incrementar la fasci-
nación. Veamos estas dos influencias.
De los informativos toma prestado un aparente hacer referen-
cial, pero con un cariz enfático: una búsqueda de los hechos en
forma inquisitorial que pretende restablecer una verdad presunta-
mente objetiva, casi trascendente, encubierta por el pasar del
tiempo, las premuras de las leyes humanas, la fuerza de los tabúes
o el olvido de las rutinas comunitarias (Bas les masques [Que cai-
gan las máscaras], se titulaba este programa de Mireille Dumas
en France 2).
El presentador de reality shows se vuelve protagonista de una
misión justiciera, restablecedora de un cierto orden, aunque sacu-
da prejuicios e introduzca alteraciones en el confort de las relacio-
nes familiares. Así, se ve dotado de un poder que no tiene el sim-
ple presentador del telediario: una capacidad hermenéutica de
sacar a la luz el secreto, hacer estallar el conflicto latente y descu-
brir nudos insospechados. También la de actuar al mismo tiempo
como animador que orquesta las actuaciones, reparte los turnos
de palabra y distribuye los roles, como activador de un pequeño
theatrum mundi, de un microcosmos mediático del gran teatro del
mundo.
Al hacer informativo contribuye también un recurso perma-
nente en el reality show: el «efecto de directo», el ver la realidad
representada «como si uno hubiera estado ahí». La utilización co-
mo actores de los propios protagonistas de los hechos, el rodaje in
situ, la técnica de la cámara-testigo y de recursos propios del re-
portaje –cámara al hombro– refuerzan el cariz realista del mensa-
je. El efecto de directo es partícipe de una inflación del presente,
un rasgo dominante del discurso informativo actual (el totalita-
rismo de la actualidad, el imperativo de la novedad...), y revela
una mirada a la que nada escapa: un ojo omnipresente, omni-
La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura
© Editorial Gedisa 113

potente, dotado incluso de un poder-ver que no tienen las institu-


ciones públicas: un ojo-panóptico con derecho a entrometerse en
la vida privada del ciudadano de a pie, con un poder para manejar
su inconsciente y orientar su conciencia que podría envidiar más
de un político.
La otra gran influencia procede de los géneros de ficción, de
los que el reality show extrae un halo de misterio, una configura-
ción en forma de juego de pista (con algo ineludiblemente lúdico,
casi infantil), un acercarse al fuego de lo prohibido que lo asemeja
a los géneros de suspense, un toque enigmático que recuerda el
relato policíaco (reforzado por la figura del presentador-detecti-
ve). En esto se aleja menos de lo que parece del otro gran género
televisivo, el juego-concurso, donde impera la misma estructura,
aunque aquí en tono melodramático: la búsqueda del enigma, la
consecución de la meta y, con ello, la resolución del estado de ca-
rencia inicial, un superar la prueba para acceder a un cierto estado
de felicidad.
A mitad de camino entre el documental y la ficción, el reality
show es a los informativos, en clave dramática, lo que algunos jue-
gos-concurso son, paródicamente, al deporte: una formidable re-
creación, una alternativa hiperrealista a la crisis de lo real, un pro-
yectar en un juego de rol –con sus reglas internas (relativas)– una
figura del destino, con sus dosis de riesgo y su factor de azar. Son,
al fin y al cabo, un pequeño laboratorio de recreación de la reali-
dad humana, del orden de la simulación, con su lógica interna, re-
gida por sus propias leyes, como en el juego.
En un mundo dominado por la gestión, la previsión, la asisten-
cia y el aparente control del desorden (un universo del self-control),
reintroducen el desorden (pero controlado) y la maldad (redimida),
manifestando así una fascinación por el accidente y lo caótico, por
todo cuanto es factor de desorden, pero al mismo tiempo devol-
viendo las cosas a su sitio y los personajes a sus roles (en eso los rea-
lity shows son un género fundamentalmente conformista).
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© Editorial Gedisa
Cabe sin duda una lectura más en profundidad que la que al-
gunos analistas del fenómeno han dado: más allá de la rehabilita-
ción de los sentimientos a través de una publicitación de lo priva-
do, el reality show revela la atracción ejercida por lo monstruoso, lo
aberrante, lo informe (y deforme), por todo cuanto viene a pertur-
bar el orden imperante, haciendo de lo escandaloso la materia
misma con la que se alimenta el discurso televisivo.
Por eso su parentesco con algunas prácticas periodísticas re-
cientes es grande. Sobre todo con una cierta prensa amarilla difu-
sora de escándalos privados (revistas del corazón) y públicos (pe-
riódicos de contenidos polémicos). Lo monstruoso está aquí no
sólo en los contenidos, sino en la forma misma del relato, en su
enunciación y protocolos de presentación: en la producción de la
«noticia» y la relación voyeurista que fomenta en el espectador,
basado todo en la ilusión del «directo», en la impresión de estar
en el corazón de los hechos, de ser partícipe de su acontecer.
El colmo de ese prurito de directo estaría en la reutilización de
vídeos domésticos o secuencias documentales que, sacadas de su
contexto, cultivan lo intrínsecamente accidental, aberrante, inau-
dito o sorprendente, en una modalidad híbrida de relato que en-
tremezcla lo humorístico con lo dramático (Real TV en Estados
Unidos, o Impacto TV de Antena 3, su versión blanda en España,
son harto representativas a este respecto).
Se asienta así una televisión de lo hipervisible donde nada es-
capa al ojo omnisciente de la máquina de visión, pues rehabilita
una forma decimonónica de relato en la que impera un narrador
todopoderoso, si bien añadiéndole una dimensión morbosa que
establece una relación turbia con la realidad y su reverso, lo invi-
sible, el secreto.
En un efecto de aumento (Eva Aladro, 1995), el reality show, al
rehabilitar lo monstruoso, reactiva el contrato de comunicación
con el sujeto (reaviva sentimientos olvidados, despierta sensacio-
nes impensables, la mayoría de las veces de horror), reanimando la
La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura
© Editorial Gedisa 115

relación con los objetos. Al igual que lo que ocurre en el discurso


informativo, donde dominan imágenes de muerte y actos anómi-
cos, la presencia del horror sacude un referente de contenidos re-
currentes, de formas serializadas que no provocan ya reacciones
fuertes, que no despiertan ni siquiera emoción.
Sin duda, hay aquí una vuelta de lo reprimido: el remanente
de una mala conciencia colectiva ligada a lo no-dicho (violacio-
nes, incestos, amores contranatura, perversiones). No por nada,
uno de los primeros reality shows franceses se titulaba Mea culpa.

III. Alcàsser o la obscenidad del ver

Pero el peor reality show no es seguramente el que aparece como


tal (había una honestidad indudable, una intención humanitaria
en el programa de Paco Lobatón ¿Quién sabe dónde?, el deseo de
hacer de la televisión un «servicio público»), sino aquel que viene
disfrazado de talk show con tintes de folletín o con la coartada de
la verdad informativa. Esta noche cruzamos el Mississippi de Tele 5
fue ambas cosas a la vez, con un común denominador: un mostrar
exacerbado que toma como pretexto la actualidad (hasta en sus
dimensiones más serias y sus aspectos más secretos) para «montar
un show», para hacer de la realidad más íntima un espectáculo pa-
ra el público más trivial.
Literalmente «reality show» es eso: espectáculo de realidad,
show que mediante una visibilización a ultranza –que incurre mu-
chas veces en la irrisión (amable si es humorística, acérrima si tie-
ne visos aleccionadores)– pretende establecer una relación más di-
recta, más «auténtica» con el espectador. A ello ayudan una cierta
informalidad en el lenguaje y el estilo, incluso un pretendido hu-
mor que establece una intimidad de prestado. En este simulacro,
la imagen actúa de agente doble: permite que los participantes se
entreguen, nunca mejor dicho, prestando su cuerpo al medio tele-
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visivo, y, al mismo tiempo, hace que vendan su alma al conductor
del programa, a ese gran sacerdote que, en una ceremonia de la
manipulación, les roba su intimidad.
Los antecedentes anglosajones son claros: ahí está el Jerry
Springer show, en Estados Unidos, donde, ante un público enfervo-
rizado y más de ocho millones de telespectadores, los concursan-
tes se prestan a toda clase de confidencias escandalosas o increí-
bles revelaciones sobre su vida privada: «Querido, he hecho la
calle», «Estoy embarazada de su marido», «Mi hermana pequeña
se prostituye», o «Mamá, ¿quieres casarte conmigo?», todo ello
en presencia de cónyuge y familiares, y terminando a menudo en
insultos, riñas y agresiones. En 2001, el odio acumulado durante
uno de los programas llevó a una pareja a asesinar a la ex mujer
del marido.
Llaman también la atención las producciones de la cadena pri-
vada por cable Court TV sobre confesiones de criminales, con his-
torias de cadáveres descuartizados y posteriormente pasados a la
olla, y otras lindezas. Sin llegar a tal tremendismo, existen en Eu-
ropa varias versiones light de estos programas.
En España, el caso Alcàsser (tres adolescentes sádicamente ase-
sinadas cerca de Valencia cuyos cadáveres fueron encontrados en
enero de 1993) ha dado pie para, en un alarde de visibilización
pocas veces alcanzado en la historia de la televisión, ventilar los
aspectos más íntimos del asunto, en una formidable revancha de
lo privado sobre lo público (agotado sin duda por la degradación
de lo político) que, al consagrar la intimidad como espectáculo,
ejerce una verdadera violencia simbólica.
Primero Nieves Herrero, enviada especial de Antena 3, pre-
sentó en las calles de Alcàsser su talk show De tú a tú, adelantando
la salida del programa una hora para coincidir con el especial de
Paco Lobatón ¿Quién sabe dónde? de TVE-1. En la mejor tradición
del género, las preguntas hurgaban en la intimidad de los familia-
res, en una demostración de incontinencia emocional: «¿Qué es lo
La intimidad como espectáculo: de la televerdad a la telebasura
© Editorial Gedisa 117

que hay en estos momentos en tu corazón?», le preguntaba al pa-


dre de una de las víctimas, «¿Cómo es el dolor de perder a un hi-
jo», «¿Qué tiene que pasar en la mente de una persona para hacer
una aberración tan grande?».
Tele 5 también realizó aquel día un programa especial sobre el
caso, cuya promoción, escribe Francisco R. Pastoriza (1997), «con-
sistía en un cartel tenebrista pensado para crear el clima de suspen-
se de una película de terror, acompañado de una música de cine ne-
gro y un intrigante texto en off: “¡Las últimas y conmovedoras
noticias, con familiares y amigos de las víctimas! ¡No te lo pier-
das!”». Sigue el mismo autor: «Aquella noche, la plaza del Ayun-
tamiento de Alcàsser se convirtió, pues, en un plató en el que los
conmocionados vecinos, amigos y familiares de las víctimas se
transformaron en protagonistas que iban desfilando de pantalla
en pantalla, bajo un espectáculo de luces, cámaras, micrófonos y
cables. Los padres de las víctimas, los apicultores que descubrie-
ron los cadáveres, los novios y las amigas, cualquier persona que
aportaba no importa qué testimonio, mejor escogido cuanto más
estremecedor, se convirtieron en los centros de atención de un pa-
ís que seguía impertérrito el desarrollo de los acontecimientos.
Los vecinos se turnaban en peregrinación de uno a otro improvi-
sado escenario, para participar, llorar, jalear o simplemente obser-
var cómo se iban desarrollando los detalles del drama. Se oyeron
incluso peticiones de venganza y de pena de muerte para los asesi-
nos. Todo ello insertado con imágenes de los dormitorios vacíos
de las víctimas, lectura de poemas de una de las niñas, etcétera. La
movilización no fue en vano. Aquella noche se consiguió uno de
los más altos índices de audiencia».
Pero se iba a ir todavía más lejos en esta visibilización de lo
invisible: el horror puro, de lo innombrable: el dolor de un pa-
dre. El programa Esta noche cruzamos el Mississippi ha sido triste-
mente ejemplar a este respecto por la manipulación del dolor y
la fascinación morbosa que ha suscitado en torno a los detalles
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© Editorial Gedisa
más sórdidos: años más tarde, el 3 del 6 de 1997, Fernando Gar-
cía, el padre de Miriam, declaraba que iba a asistir a la autopsia
de su hija, y Pepe Navarro, el conductor del programa, añadía
que se iba a «ver todo, o casi». Al día siguiente, se producía un
«debate» en torno a si una de las víctimas había dejado pelos
púbicos en la ropa de su asesino, todo ello ante la mirada –ob-
viamente tomada en primer plano– del padre de una de las víc-
timas.
En la televerdad «todo es intimidad» o, más bien, ya nada lo
es; nada escapa al ojo todopoderoso de la cámara. Es una televi-
sión maximalista, del ver todo o nada, que contesta a una triviali-
zación total de lo político con una politización de lo trivial, una
televisión que se erige no sólo en instancia policial (con la figura
del periodista-detective o el «criminólogo» de turno), sino que
además se atribuye el papel de justiciero, en un discurso arrogan-
te que desafía los poderes públicos (justicia, policía, clase política)
o los sustituye.
Discurso excesivo en todo, tanto en lo «bueno» como en lo
«malo». Primero en la visibilización de los afectos, con esa falsa
intimidad creada mediante la ilusión de directo: esos desenlaces
felices, reencuentros emotivos, reconciliaciones espectaculares e
instantáneas de la mano del presentador, moderno y moralizante
alcahuete, deus ex máchina que tira de los hilos invisibles del des-
tino (aquí también ilusión de destino). Pero es igualmente un
discurso excesivo en la visibilización de la desdicha (dramas, cul-
pas expulsadas, llantos explosivos), del horror, del sadismo y de la
violencia.
Lo obsceno, aquí, está en ese ver abusivo que transforma la in-
formación en inquisición y que reduce la demostración a una pura
visibilización donde el discurso televisivo cobra legitimidad de su
propia enunciación; donde, en un acto performativo, el trivial «lo
he visto en la tele» se erige en ley y consagra al medio como habla
instituyente de realidad.
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Ya no hay mediación: la sola actoralización del debate (el en-


carnar ideas en personas) basta para dar credibilidad al discurso,
transformando el diálogo en «expresión» (lo contrario del inter-
cambio, dice Alain Torraine), el debate en polémica y el intercam-
bio en enfrentamiento. El padre Apeles sería el prototipo de esta
nueva forma de entender la comunicación: el Verbo hecho cuerpo
(y su cuerpo hecho un demonio, para más realismo), como para
dar más consistencia al discurso, vida a los actores.
Y cuando interviene una figura mediadora es para reforzar el
dispositivo inquisitorial o la estructura voyeurista. Como botón
de muestra, a finales de 1997, en otro de sus programas, La sonrisa
del pelícano (Antena 3), Pepe Navarro, interrogándose sobre el pre-
sunto embarazo de Lady Di, recurría a la figura del confidente (tó-
picamente visibilizado como tal: bigote, sombrero, gabardina os-
cura) y lo hacía «dialogar» con el periodista de turno para saber el
cuándo (casi ¡el cómo!) del asunto de marras, puro pretexto para
hablar (dándolas a ver) de las fotos «nunca vistas» del accidente.
En el nuevo circo televisivo hasta lo invisible es escenificado,
volviéndose palpable: como esas esposas que en otro programa de
«debate» vienen a testimoniar los abusos sexuales sufridos por sus
hijos en un simulacro de anonimato (gafas negras, pelucas apara-
tosas), todas iguales, intercambiables, figuras de una misma serie,
como si estuviesen de prestado en el plató, presentes como testi-
gos pero invisibles como personas y al mismo tiempo muy pim-
pantes. Lo excesivamente visible tiene su reverso paradójico en la
pretendida visibilización de lo invisible.

Conclusión: Hacia una estética de lo hipervisible

Con este lenguaje proxémico (a mayor visibilización, mayor sen-


sación de proximidad), se consagra una estética de lo hipervisible
donde la corporalidad se impone como código en compensación
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de una pérdida de sentido: el «coeur à coeur», la profusión senti-
mental, colma entonces la vacuidad del diálogo; el «corps à
corps» (el enfrentamiento de personas) simula el de las ideas. Si el
padre Apeles fue quien encarnó mejor ese cuerpo a cuerpo, ese re-
medo de diálogo con el otro, hubo programas íntegramente basa-
dos en la idea del enfrentamiento, aunque en clave lúdica: Moros y
cristianos (Tele 5) fue uno de ellos. Esta categoría es difusa y cada
vez más frecuente en el nuevo circo televisivo. Amor y dolor son
sin duda lo que necesitan las audiencias.
Mucho tiene que ver esta actoralización del debate con la dra-
matización de contenidos y discursos que se impone en los géne-
ros informativos como una nueva modalidad del relato moderno,
y la rehabilitación de la narratividad, en un universo en el que es-
tá en crisis, o ausente.
Desde esta perspectiva, el reality show bien podría representar
un compendio y una exacerbación de la comunicación en la posmo-
dernidad, de acuerdo con un modelo según el cual la realidad está
más en las formas de la representación (sus condiciones de visibili-
dad, su proyección en «escenarios») que en los contenidos (por otra
parte redundantes), con una hipertrofia de signos que puede llegar
hasta lo monstruoso. El realismo alcanza de esta manera un punto
de no retorno transformando lo real en hiperreal. ¿Qué estamos
viendo entonces? ¿Un documental o una ficción? ¿Qué es más rea-
lista, pues: los reportajes crudos de la televisión rusa donde se vive
en tiempo casi real los sucesos más sangrientos, o las películas de
Tarantino o John Woo? ¿Qué es más «auténtico»: el abrazo de re-
conciliación pública de la pareja de Lo que necesitas es amor (Antena
3) o la expresión de unos sentimientos que a lo mejor nunca se dará
en la intimidad del gineceo?
Todo ello conduce a una violencia simbólica: cualquier tema
es válido con tal de que permita una visibilización del conflicto,
la construcción de una forma violenta. Contesta a la representa-
ción de la violencia, omnipresente en los medios, con una violen-
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cia de la representación, dándole al pathos el mismo tratamiento


formal que a lo violento, hasta caer en lo desmesurado, lo incon-
trolable (y, en ocasiones, lo inconfesable).
Lo monstruoso sería, pues, como la otra cara (¿inevitable?) de
lo aceptable (de lo periodística y éticamente publicable); revela la
«parte maldita» del discurso de la modernidad, ese «sobrante» o
exceso del que no se sabe qué hacer, y que se convierte en estética
degradada, en una forma basada, por retomar los términos de Geor-
ges Bataille, en el derroche, la saturación.

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El talk show o la verbalización del dolor
(El retorno de la oralidad)

El talk show, como su nombre indica, es antes que nada una espec-
tacularización del habla. Sus características, según Jane Shattuc
(1997, citada por Charo Lacalle), son las siguientes:
a) suele tratar casi siempre de cuestiones sociales («Mujeres maltra-
tadas», «Desaparecidos») o personales («Mi marido me abando-
nó», «He sido infiel»);
b) se requiere la participación del público y/o del espectador (me-
diante su presencia en el estudio o por teléfono);
c) se estructura en torno a la «autoridad moral» de un conductor
(«No. No te vas a suicidar», le dice tajantemente Ana Rosa
Quintana en Sabor a ti a un travestí que ya no puede soportar
más la prostitución);
d) su audiencia es mayoritariamente femenina (hasta un 70% de
mujeres en España);
e) se emiten en franjas diurnas (mañana o tarde).

De los diferentes formatos televisivos, el talk show (TS) es sin du-


da el que más protagonismo da a la mujer, conjuntamente con su
hermano dramatizado el reality show (RS). Ambos formatos colo-
can a la mujer en el centro del dispositivo televisivo, desde el
punto de vista tanto temático como narrativo y enunciativo:
– Temático porque en estos programas salen a relucir temas rela-
cionados con la mujer en sus aspectos cotidianos, su quehacer
doméstico, su vida familiar y sus vivencias íntimas: desde si-
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tuaciones que tienen que ver con la interioridad de la mujer –y
que entroncan con el mundo del sentir, de las emociones, del
pathos en general y de lo subjetivo en particular– hasta situa-
ciones objetivas que la sitúan dentro de un contexto social (pa-
reja, familia, entorno laboral), estos programas definen roles
actanciales (ama de casa, pareja, madre) y temáticos (general-
mente negativos: ignorada, traicionada, maltratada, etcétera).
– La mujer entra a formar parte también del dispositivo narrati-
vo como protagonista de una serie de acontecimientos recu-
rrentes que alimentan la cadena de sucesos sobre los que se ba-
san los RS: desapariciones, violaciones, incestos, rupturas
matrimoniales, etcétera, sucesos en los que aparece general-
mente como víctima, como sujeto que padece una acción ne-
gativa protagonizada por un antisujeto, masculino en la ma-
yoría de los casos.
– Es parte, finalmente, de un dispositivo enunciativo en la me-
dida en que verbaliza o exterioriza mediante el habla –dentro
del discurso público– estas vivencias personales a menudo ín-
timas y en muchas ocasiones secretas, objeto de tabú o del si-
lencio social. Este rasgo es especialmente visible en el TS, un
género que consiste precisamente en ventilar la experiencia
dolorosa, convirtiendo el decir privado en decir público, la vi-
vencia íntima en experiencia compartida.

I. La ventilación de lo íntimo

Esta visibilización de la intimidad desemboca frecuentemente, en


el TS, en una espectacularización que raya con la exhibición. De-
bido al formato mismo (literalmente el hacer del habla un espec-
táculo) y a la capacidad de la neotelevisión de crear espacios híbri-
dos, lo más privado se publicita, lo íntimo se ventila, el tabú se
verbaliza y lo escabroso se visibiliza, todo ello dentro de una dilu-
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ción generalizada de todas las categorías, en particular –en térmi-


nos simbólicos– de aquellas que delimitan y ordenan nuestra re-
lación con el mundo estructurándose en torno a la oposición canó-
nica entre lo público y lo privado.
Últimamente, la multiplicación de programas basados en la
visibilización de la intimidad –los llamados «programas de reali-
dad», y en general todo cuanto remite a la creación de realidad
por el medio televisivo– prolonga esta tendencia a diluir las fron-
teras entre estos espacios estructurantes. Revelan una extensión
cada vez más vasta del espacio público, hasta hacer peligrar el
«derecho a la intimidad», aunque, en el caso de los TS, estemos
ante una exhibición deliberada, totalmente asumida por el sujeto.
Delatan también una propensión a sacar del espacio privado o re-
servado temas prácticos y conductas tradicionalmente confinadas
en el espacio doméstico o amparadas en una mal entendida cláu-
sula de conciencia.
La liberalización del discurso en torno a objetos hasta hace po-
co tabú, como la violencia doméstica, el incesto o los abusos se-
xuales, se inscribe en esta corriente. Pero dentro de esta amplia-
ción del ámbito de lo público, hay una práctica comunicativa que
procede de un mundo que, sin ser de índole doméstica, también
escapa al imperio del discurso público: es la práctica, en todas sus
formas, de la confesión en reality shows, talk shows y programas de
realidad.
La extensión de esta práctica a contextos que ya no tienen nada
de religioso –aunque religioso, como gusta de recordar Maffesoli,
viene de religare: volver a crear el vínculo–, es sin duda reveladora
de mutaciones profundas en los modelos comunicativos, muta-
ciones vinculadas a la evolución misma del saber que autores co-
mo Michel de Certeau, ya citado, o Michel Foucault han analiza-
do desde un punto de vista epistemológico: el paso de un saber
secreto –basado en una revelación, una transmisión lineal o sim-
plemente una superioridad categorial o un poder social– a un sa-
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ber transparente, abierto, con múltiples canales de transmisión,
no exclusivo de algunos ni privilegio de una casta; el paso de un
saber mediado –en el tiempo, como herencia, o en el espacio, co-
mo algo inaccesible para los que no poseen las claves para asimi-
larlo e interpretarlo o no están capacitados, o no son dignos para
recibirlo desde un punto de vista ético– a un saber in-mediato (sin
mediación) que los medios de comunicación y las nuevas tecnolo-
gías ponen al alcance de todos sin prejuicio de su edad o madurez
psicológica.
Pero esta evolución de las formas comunicativas y de los regí-
menes del saber está ligada también a las mutaciones producidas
en los regímenes del ver, a la modificación profunda del estatus
del Ser, tanto en su relación con su propia privacidad como en su
producción social. La mujer está en el centro de este dispositivo
de visibilización de lo privado, pero no de modo aislado sino co-
mo objeto relacionado con «referentes fuertes», con otros objetos
o temas recientemente introducidos en el discurso público que
han alterado la relación entre lo público y lo privado y, en térmi-
nos simbólicos, entre lo visible y lo invisible (lo publicitable y lo
secreto) o, en términos morales, entre lo lícito y lo ilícito.
Tema colateral a la mujer ha sido el sexo, en los años sesenta, y,
extensible al hombre en el sentido genérico, la violencia y la
muerte, en las últimas décadas, estos últimos objeto de una visi-
bilidad cada vez más creciente que aleja los límites de lo decible y
pone a raya el tabú que pesaba sobre lo invisible. Son objetos sen-
sibles porque tienen que ver con el sentir, pero también son obje-
tos sociales problemáticos, complejos como el sexo, irreductibles
como la muerte, inasimilables a una lógica racional como es la
violencia.
Todos estos objetos coexisten, se interrelacionan en el TS,
marcando indudablemente un retorno de las pasiones a la vida so-
cial y una nueva teatralización de las tensiones que producen,
contribuyendo tal vez a una nueva forma de catarsis social.
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El símil con el teatro –inclusive con el teatro clásico griego–


no es gratuito aquí. Tampoco lo es con prácticas arcaicas como la
celebración ritual del dolor, la exorcización pública de las faltas
o la confesión de la culpa, todas ellas entroncadas con la verbali-
zación y visibilización de las pasiones, con una cultura de la ora-
lidad y una exteriorización del sentir propia del mundo medite-
rráneo.
Tampoco es ajena la influencia del psicoanálisis y la utiliza-
ción del discurso como terapia o técnica para hacer aflorar el in-
consciente y liberar al sujeto de tensiones y traumas. No por na-
da, el precursor de los RS y TS en Francia, en 1983, se llamaba
Psy show de TF2. Fue, sin duda, uno de los primeros reality shows
avant la lettre. Producido por Pascale Breugnot, directora de do-
cumentales y magacines en TF1, este programa consistía en en-
frentar a una pareja en crisis o al borde de la separación y, bajo la
batuta de la animadora, alimentar las pasiones (positivas y nega-
tivas) hasta exacerbarlas, con vistas a fomentar el psicodrama,
intentando desatar nudos, resolver conflictos, superar –o hacer
estallar– tensiones.
En su tiempo, el programa fue objeto de un debate público
acerca de la legitimidad y artificialidad del ejercicio, sobre todo
por la utilización de una técnica –la terapia verbal– tradicional-
mente reservada al ámbito privado de la consulta del psicoana-
lista y en manos de especialistas del ramo. Es revelador, en todo
caso, de una apropiación por el medio televisivo de lenguajes,
técnicas y usos que hacen emerger la intimidad en el espacio pri-
vado mediante su hipervisibilización.

II. La teatralidad televisiva

Sin ser ficciones ni obras propiamente teatrales –mostrándose, al


contrario, bajo el signo del documental o al amparo del interés so-
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ciológico y del bienestar social–, los RS y TS incluyen un compo-
nente dramatúrgico fuerte, consistente precisamente en visibili-
zar lo no-dicho (secretos, tabúes, prohibiciones), en mostrar públi-
camente las pasiones, en exhibir lo inconfesable (lo que está
reservado al espacio privado, íntimo) y en hacer emerger lo in-
consciente, lo vetado en el debate público (lo no asumido por la
conciencia colectiva).
La dramaturgia está, obviamente, en la secuencialización del
programa: el componente narrativo, con su gradación y momen-
tos de clímax, los efectos de dramatización mediante la recons-
trucción simulada de los hechos o su relato por los que los han
protagonizado. Pero reside también en la esencia del programa
–el dar a ver las pasiones privadas– que, desde el teatro clásico
griego hasta el happening moderno, está en el centro del dispositi-
vo dramático. Incluso en el teatro clásico francés, en un período
de auge de la razón y del cartesianismo, está presente.
Decía Boileau al respecto en su Arte poética (1694), haciendo
hincapié en el lugar de la pasión en el arte teatral:
Que en todos vuestros discursos la pasión conmovida
apunte al corazón, le dé calor y emoción.
Y si de un bello ademán el agradable furor
a menudo no nos depara un dulce temor
o no despunta en nuestra alma una dulce conmoción
en vano desarrollaréis una escena con razón…
El secreto es antes que nada gustar y conmover.
Inventad recursos que me puedan cautivar.

La emoción que produce la contemplación del dolor es sin lu-


gar a dudas el recurso más trillado del espectáculo televisivo,
pues éste consiste precisamente en eso: hacer de la realidad más
cruda un espectáculo –reality show– y de su verbalización –talk
show–, un resorte dramático. Todo ello en clave de simulación
–re-creación de realidad– que se desarrolla en tiempo real (una es-
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pecie de remedo del directo), en el contexto histórico de los he-


chos, a menudo con sus propios protagonistas, pero de acuerdo
con una reconstrucción al modo policial; crea así un «efecto de
directo» que no deja de recordar la paradoja del comediante for-
mulada por Diderot.
Al exteriorizar las pasiones, no sólo les doy cabida en el discur-
so público –con la posibilidad de darles una respuesta o una solu-
ción social–, sino que propicio una exorcización de las mismas: el
sujeto, al verlas publicitadas, las «objetiva», las ve como algo ex-
terior, objetivable, es decir, como algo de lo que puede deshacer-
se, estableciendo una distancia con su propia subjetividad. Labor
de catarsis, seguramente, que permite «reelaborar» la pasión, dar-
le forma, hacer acceder al sujeto al lenguaje, a la formulación de
su dolor.
La verbalización es, pues, la prolongación natural de esta labor
de exteriorización/exorcización donde es fundamental el trabajo de
acercamiento a las pasiones, al dolor, mediante su visibilización. Es
una característica, por otra parte, de la neotelevisión, esa televisión
de la cercanía, de la intimidad, del vivo, de la con-moción –del sentir
y sobresaltarse con–, que puede llegar a mezclar emoción y agre-
sión y hacer del espectáculo del dolor algo a veces violento e inclu-
so insostenible.
¿No era la tragedia clásica el arte de mostrar «la violencia de
las pasiones»? Hay aquí una vinculación fuerte entre sentir posi-
tivo (el sentimiento, el amor, etcétera) y sentir negativo (repul-
sión, violencia, muerte), un rasgo característico de lo que llamare-
mos una «conjunción de los contrarios», reveladora de la
ambivalencia fundamental de la neotelevisión, que oscila conti-
nuamente entre lo eufórico y lo disfórico, lo que une y lo que separa,
lo que atrae y lo que repele (véase capítulo 10).
Tanto el RS como el TS –más allá de las diferencias formales y
de la articulación narrativa– cultivan esta ambivalencia y despier-
tan reacciones contrarias: condenatorias cuando sólo se ve la fasci-
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nación por lo negativo, lo anómico –el «morbo», como se dice
trivialmente–, o positivas, al contrario, si se considera que estos
programas liberan al sujeto de sus nudos mediante el uso de la pa-
labra y su publicitación. En todo caso, se produce conmoción, es-
to es, una «emoción fuerte y repentina», «un movimiento o agi-
tación violenta» (Diccionario Casares), para bien y para mal, y se
plantea el conflicto entre pasión y razón.
La pregunta es si esta promoción/propulsión de las pasiones
tiene carácter de catarsis o no, si puede ser terapéutica (dominar/so-
brepasar las pasiones: los impulsos, el sufrimiento), simplemente
mayéutica (tomar conciencia de ellas: hacer que el sujeto las vea, las
objetive), o meramente redundante, esto es, que mediante el simu-
lacro de realidad no produzca nada más que una espectaculariza-
ción de lo real, creando una hiperrealidad propia del medio, con-
dición de lo que he llamado la hipervisibilidad televisiva: una
saturación de signos de lo real que no aporta más en términos se-
mánticos, que no nos ayuda a darle sentido. Respondería a lo que
Charaudeau y Ghiglione (1997) llaman una lógica catódica «ba-
sada en la construcción de imágenes, resultado de una puesta en
escena de lo visual» que da a ver, y que «apunta al afecto del teles-
pectador más que a su razón».
Efecto de la fuerza de lo que Virilio llama la «tele-presencia»,
la mostración apabullante de lo visible puede anular toda distan-
cia racional, crítica, o simplemente toda conciencia constructora
de sentido. La representación de lo visible se vuelve fin en sí, ya
no medio de concienciación sino pura presentificación, un «estar-
ahí» sin más; mostración redundante del momento, emoción pu-
ra, sensación intrínseca de la que somos copartícipes en su efime-
ridad.
En este aquí-y-ahora del presente, hasta el aquí, nos dice Viri-
lio, ha desaparecido. Aquí ya no importa, todo es ahora: imagen
pura, icono.
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III. Toma de palabra y cultura de la oralidad

Los RS y TS marcan la irrupción directa –y en ocasiones violenta–


de la intimidad en el discurso público. Lo hacen de manera ruptu-
rista, rehabilitando lo sensible, lo emotivo, y dándole un lugar ex-
clusivo en la economía narrativa del medio televisivo. Consagran
así un nuevo tipo de formato basado en lo que llamaremos la
«función mostrativa o la mostración»: un «destape» de la vida ín-
tima, del mundo interior del sujeto, ya sea en clave psicológica,
ya sea de manera física.
Continuación –y no alternativa como se ha dicho a veces– de
estos programas, son los «programas de realidad» tipo Big Brot-
her, donde desaparece (por lo menos aparentemente) todo guión
para dejar paso a una visibilización objetiva del espacio privado.
Esta visibilización es llevada hasta sus últimas consecuencias en la
medida en que las reglas del juego consagran el espacio privado
como espacio cerrado al exterior, como gueto (físico y afectivo)
que, inevitablemente, tarde o temprano, conducirá a la explosión
de las pasiones.
Desde esta perspectiva, los programas de realidad son la pro-
longación «natural» –»como la vida misma» en su transcurrir, en
su cotidianidad– de los TS, sólo que en clave trivial, edulcorada,
con una dramaturgia más lenta, una cierta extensión narrativa y
sin el cariz extra-ordinario, a veces monstruoso, de los RS. Pero
funcionan igualmente como espacio de explosión de las pasiones
–pequeñas pasiones, explosiones light– y de resolución de los con-
flictos, aquí de manera simbólicamente radical mediante la eli-
minación (del juego) de los participantes. En esto no dejan de te-
ner un cariz lúdico, profundamente infantil, que recuerda los
antiguos juegos de guiñol y de peleles, en los que los jugadores,
con su puntería, eliminaban a las figuras del mal.
El TS da un paso más en esta exploración de la intimidad con
la asunción, por parte del sujeto, de su papel activo en el disposi-
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tivo comunicativo. Es ahora el sujeto el que alimenta motu proprio
el discurso televisivo con el destape de sus intimidades, y lo hace
de manera consciente y deliberada, instaurando así un «espacio de
habla», una oralidad que ya no es sólo vehículo de un mensaje, si-
no que es un fin en sí.
Llamaré «toma de palabra» a esta performance del sujeto
mediante la cual libera sus tensiones privadas dentro de una
actuación pública, en un marco de omnivisibilidad. ¿En qué
medida esta toma de palabra es liberadora o alienante? La pre-
gunta es compleja, en parte porque remite a esquemas ideoló-
gicos que a lo mejor ya no tienen hoy curso en el mundo de la
representación mediática, donde el ver (la mostración) se im-
pone a menudo al saber (la demostración), las formas (el có-
mo) a los contenidos (el qué), la actuación puntual a la articu-
lación lógica y el tempo (el tiempo corto y entrecortado) al
tiempo (histórico).
Caben aquí, sin embargo, dos lecturas interpretativas de
esta «toma de palabra». Una lectura positiva: esta iniciativa,
por parte del público femenino, rompe con una prohibición,
levanta el tabú que pesa sobre el secreto, ya sea éste familiar
(el incesto), personal (la violencia doméstica) o social (la pri-
vación de derechos sociales de la que es víctima la mujer mal-
tratada); en todos los casos, una privación de los derechos de
la persona y la reinvindicación del derecho a la integridad
tanto moral como física.
Pero hay también una lectura negativa: ¿hasta qué punto el
dispositivo comunicativo, enunciativo, no fagocita la toma de pa-
labra, diluyendo sus contenidos, poniendo el acento en la perfor-
mance oral, en su dimensión emotiva, en el sentir íntimo, más que
en la resolución social, racional, del conflicto? La actuación públi-
ca convierte la intimidad, el dolor, en espectáculo intrínseco, y la
toma de palabra en violación mediática; esto es, consentida e in-
cluso reivindicada.
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¿Cómo no pensar en los programas rosas, basados en el coti-


lleo, en un bucear sistemático en la intimidad de los famosos,
donde se instaura un acoso simbólico a la intimidad con el
consentimiento y la colaboración activa –y altamente remune-
rada, las más de las veces– de los propios protagonistas? El TS
femenino traslada el modelo de los famosos –ofensivo, dirigido
a la intimidad del hombre, donde la mujer es objeto pasivo de
sus conquistas, violencias y abusos– al modelo anónimo de una
mujer cualquiera que se erige en protagonista del discurso, un
discurso presuntamente liberador, pero totalmente falseado
por el código al que recurre y desvirtuado por su contextuali-
zación.
Es cierto que asistimos aquí a una reversión de la mirada so-
cial, más centrada ahora en una mujer activa, dueña de su discur-
so, pero, en el fondo, ésta sigue siendo objeto de la mirada del
otro, en una incitación directa, omnidireccional, al voyeurismo.
Desplazamiento, también, de la mirada social: de la confesión a la
compasión y de la compasión al consumo como objeto de disfrute
perverso del dolor ajeno.
Como modo confesional, el TS consagra un habla introspecti-
va que hace aflorar –y, en cierta medida, superar– lo reprimido, lo
no-dicho. Pero este discurso entra a formar parte de un entrama-
do más amplio de discursos de tipo conflictivo, y se instituye a su
vez como discurso polémico que contribuye al espectáculo mediá-
tico y apela a reacciones ambivalentes por parte del espectador. Se
produce entonces una conversión/derivación de la mirada: de una
mirada compasional –un sentir-con– a una mirada voyeurista, un
sentir ajeno, desde la distancia de la diferencia y el sufrimiento
del otro, que reorienta la mirada y convierte la compasión (hacia
el otro) en disfrute (de uno mismo) y hace del sufrir secreto, con
su estatus íntimo, un sufrir dramatizado, con un estatus público y
una dimensión espectacular.
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IV. De la espectacularización del conflicto
al ritual sacrificial

Si bien colma un déficit de oralidad vinculado al déficit de identi-


dad de la mujer en la sociedad patriarcal, el TS marca también un
cambio de rol en la mujer: de «ente narrativo» que era en el RS,
donde daba pie para la construcción de relatos dramatizados, pasa
a ser «ente discursivo» dotado de un poder-decir. Asimismo, tam-
bién revela el paso de un habla introvertida a un habla extraverti-
da, volcada en la mostración pública, consagrando así una nueva
forma de cultura de la oralidad que toma el relevo del coro de ve-
cinas y tiene más de un parecido con el chismorreo.
Escriben al respecto Charaudeau y Ghiglione (1997):
He aquí lo que determina una segunda diferencia entre RS y TS: los
primeros nos presentan un universo de identidades narrativas sin re-
ferencia a la identidad social, los segundos nos presentan un univer-
so de identidades enunciativas con referencias a una identidad social
arquetípica. Los envites de identificación para el telespectador no
son los mismos según se les presentan «seres de relato» o «seres de
discurso».

Pero es un habla paradigmática, un pretexto para hablar del dra-


ma humano en general, y tal vez sea aquí el sujeto femenino el
único capaz –social y psicológicamente– de asumir esta parte sen-
sible, de expresar y transmitir emoción.
El TS –según Charaudeau y Ghiglione– es, en cambio, una forma de
intercambio organizado de tal manera que haga surgir algún conflic-
to y/o drama humano, en diferentes configuraciones, con ocasión de
un tema pretexto, a través de un enfrentamiento de juicios u opinio-
nes «cerrados». Todo ello mediante un dispositivo televisivo que se
complace en la mostración de esos conflictos o en alimentar el dra-
ma. Se puede decir que el TS corresponde a una puesta en espectáculo
del habla propicia a favorecer un tratamiento sensible, emocional,
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de estas dos formas de desorden humano que son los conflictos entre
individuos y los dramas íntimos de la persona, y que lo hace en pro
de la «revelación de los individuos».

Estos conflictos, sin embargo, no son objeto, como en el discurso


racional, de una ordenación dentro de un pensar lógico, dialécti-
co, sino que son expuestos al modo caleidoscópico, como un gran
mosaico de vivencias, por otra parte bastante recurrentes. Dichas
situaciones podrían perfectamente, aunque en clave esperpéntica,
organizarse en torno a una tipología, como existen por ejemplo en
el teatro burgués o en la comedia de vodevil, con la misma recu-
rrencia de papeles y acciones, sólo que aquí menos frívolos al estar
vinculados a referentes fuertes (abusos sexuales, maltratos, inces-
tos, crímenes, actos de sadismo, etcétera).
El TS, como habla «liberadora» de la prohibición del decir,
podría cumplir así una función simbólica, de restablecimiento
del vínculo familiar y desahogo de la mala conciencia individual,
ligada al grupo de pertenencia (pareja, familia, grupo social) y a
su sistema de valores. Actúa como un ritual de sacrificio, igual
que, en otro ámbito, las imágenes de violencia: una manera de in-
molar imágenes del dolor, en una ceremonia pública que, a la par
que visibiliza el dolor, propicia una cierta gratificación a través de
su puesta en escena, como si el dolor de uno, así objetivado, fuera
de repente un dolor ajeno: un dolor otro, el dolor de otro.
Así funcionaban los antiguos consultorios sentimentales en el
medio radiofónico; así es como había analizado –en un período
clave: el de la transición a la democracia– el consultorio de Elena
Francis (G. Imbert, 1982): como un ritual sacrificial en clave de
simulacro; doble simulacro, en el caso de Elena Francis, si se tiene
en cuenta que ésta no existía, ni como mujer (el guionista era un
hombre), ni como ser humano (un equipo de asesores se encarga-
ba de orientar las respuestas delicadas: entiéndase problemáticas
desde un punto de vista moral o existencial).
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Este análisis ha sido también aplicado a la espectaculariza-
ción de la violencia en los medios de comunicación en otro tra-
bajo, mediante lo que he llamado «los escenarios de la violen-
cia» (G. Imbert, 1992): un ritual de inmolación de imágenes de
violencia –al modo del potlach (G. Bataille), del exceso, de la sa-
turación de signos– que permite objetivar el mal, mantenerlo a
raya a través de la representación. Conductas que no dejan de
recordar los rituales arcaicos de conjuración, inmolación o feti-
chismo.
Esta prácticas tienen como blanco a la mujer, participante pri-
vilegiado del RS. Escriben al respecto Charaudeau y Ghiglione:
Construido por lo que algunos llaman la neotelevisión, este blanco
corresponde a la actitud del participante en un rito sacrificial.
Un rito sacrificial está siempre construido en torno a una ofrenda
hecha a las fuerzas del más allá que nos amenazan con un castigo.
Para calmarles hay que celebrarles y ofrecerles una víctima expiato-
ria. Así, pues, la neotelevisión celebra una tercera instancia mítica
ausente, el «desorden social», bajo diferentes figuras abstractas (la
enfermedad, el desencanto, el paro, el abandono de niños, las separa-
ciones matrimoniales, etcétera), y ofrece como víctimas expiatorias a
los invitados –o los sucesos de la actualidad– que representan estas
miserias del mundo.

Prácticas todas que, más allá de la aparente liberación que propi-


cia el discurso, conforman a la mujer en un papel pasivo, hasta in-
tegrarla en una especie de mundo flotante de imágenes y estereo-
tipos.
Los participantes en el ritual –prosiguen los autores citados– deben
por una parte ser pasivos, ya que este ritual está ordenado por una
entidad ausente que tiene fuerza de evidencia (todos los participan-
tes del ritual, incluyendo sus sacerdotes, no son sino ejecutantes). Se
ven inmersos en un universo de sensaciones en el que todo se mezcla
(voces, gestos, movimientos, imágenes figuradas), se dejan llevar
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por un discurso abstracto que, al no pertenecer a nadie, es de todos, y


se dirige a las emociones más que a la razón. Así, la neotelevisión
multiplica los programas con puesta en espectáculo barroca o con
toma de palabra confesional para, por conducto de lo sensible, en-
volver al espectador en un universo de emociones, dentro de lo que
G. Miller llama la «televisión pulsional».

V. La consagración de un «espacio infeliz»

Más allá de la presunta liberación del habla y de la aparente de-


mocratización del discurso –con el subsiguiente mito de la telede-
mocracia–, los RS y los TS consagran un espacio de visibilidad de
tipo nuevo: un espacio polifónico, plural, espontáneo, que pres-
cinde de los protocolos formales habituales en el medio televisi-
vo, donde se produce una relativa marginación de la figura del
presentador en beneficio de la del público, en especial femenino.
Marca asimismo un retorno a formas comunicativas arcaicas –fre-
cuentes por otra parte en el medio televisivo– que enraízan en
una cultura de la oralidad.
Con ello asistimos a una rehabilitación de lo sensible en el
espacio televisivo, lo cual conlleva un reconocimiento implícito
del discurso de la mujer como valor comunicativo. Pero, a la
par que lo consagra, el medio televisivo enmarca este discurso
en un espacio exclusivo, tanto desde el punto de vista formal
como de los contenidos. Definiremos este espacio como «espa-
cio infeliz» que contribuye a instaurar una segregación por los
temas de los que trata y los roles que implica. Funciona a tres
niveles:
1) Como espacio físico «reservado», muy a menudo vinculado
con el espacio doméstico, fuente de la mayoría de los temas
tratados; espacio del domus, del universo tópicamente femeni-
no, que puede cobrar valor de gueto, pues en él está encerrada
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la mujer, y que traduce una doble alienación: la pertenencia
exclusiva a este espacio, sin otra alternativa, por una especie de
fatalidad social, familiar o individual, y el ser infeliz en él.
2) Este espacio funciona también como espacio temático porque
define unos «roles temáticos», en particular femeninos, que
refuerzan una imagen negativa de la mujer, pues traduce su
dependencia y su carencia de estatus (mujer de, madre de, víc-
tima de…) e incurre en una victimización de la mujer: lo que
une es el espectáculo del dolor, el compartir una misma desdi-
cha.
3) Este espacio cumple, finalmente, una función simbólica que
consagra a la mujer como «conciencia infeliz» (conscience mal-
heureuse, decía Sartre). Ello le confiere un estatus por defecto
–definido por la carencia– en el cual la mujer sólo puede exis-
tir mediante la verbalización de sus desdichas: lo que le da es-
tatus público es la ventilación de sus intimidades ante la mira-
da impúdica de la televisión, legitimada aquí como instancia
voyeurista, como poder-ver todopoderoso, que le da derecho de
existencia social.

Consagra al mismo tiempo el poder simbólico del medio, su dere-


cho de intromisión en la esfera privada, procediendo a un ejercicio
de exorcismo simbólico que expulsa mágicamente la culpa asocia-
da a este estatus, como si la imagen pública matara la realidad ín-
tima o la sustituyera.
Espacio, pues, donde se reconoce la índole carnal de este sufri-
miento, donde la mujer viene a testimoniar en cuerpo presente,
produciéndose aquí una verdadera encarnación del dolor, con to-
da su parafernalia expresiva, que el medio televisivo plasma en
una iconografía visual (primeros planos sobre expresiones, gestos
y gestas dolorosas, lágrimas y lamentaciones), con el riesgo de
convertirse en una hiperrepresentación de la realidad que raya a
veces con lo insoportable.
El talk show o la verbalización del dolor
© Editorial Gedisa 139

Mediante la hipervisibilización, el medio cae a menudo en una


pornografía del sentir que reúne bajo un mismo tratamiento formal
sentir positivo (emociones, sentimientos, amor) y sentir negativo
(dolor, horror, muerte). Una vez más, esta mostración excesiva de-
riva en una visibilización de la intimidad: de la intimidad física
(las expresiones del sentimiento tradicionalmente reservadas al
espacio privado), de la intimidad psicológica (el sufrimiento inte-
rior) y de los traumas más secretos que atormentan a estas muje-
res (violaciones, incestos, etcétera).
Esta visibilización es especialmente problemática en lo que
atañe a temas relacionados con la violencia doméstica, pues el tra-
tamiento que le dan los medios puede entrar a formar parte de
una violencia simbólica (una violencia ligada a la representación,
vinculada con las formas narrativas y los efectos de visualización).
Se da incluso en un tema tan crudo como la violación, lo que le
hacía ver a Mercedes Bengoechea (2000) «la violación como un
acto de violencia simbólica, de género, es decir, ejercicio de poder,
y no un acto sexual».

Conclusión: De la violencia formal al


acoso simbólico

¿Hasta qué punto no se produce aquí –en esta ventilación del ho-
rror– lo que llamaremos un acoso simbólico en forma de atentado a
la integridad del sujeto; integridad ya no literal, como en el acoso
físico, sino simbólica, como un ataque a su dignidad, a su imagen
pública? Obviamente, existen otros modos de narrar la infelici-
dad y de expresar el horror, más distanciados, más informativos o
documentales, que no sean forzosamente la verbalización directa
por el propio sujeto que ha sufrido la infamia. Convertido en ob-
jeto de contemplación ajena, para consumo de otros, la ventila-
ción del dolor se transforma en un espectáculo como otro cual-
El zoo visual
140

© Editorial Gedisa
quiera, dentro de la cultura de la imagen, que nos satura con imá-
genes de violencia; éstas se pueden considerar, pues, como una
forma extrema de la violencia formal, la violencia ligada a las for-
mas (enunciativas, narrativas).
Este mostrar obsceno (la obscenidad es un ver excesivo) tiene sus
avatares en otros programas o manifestaciones de la cultura del
ver. En el mundo televisivo, los más evidentes son indudable-
mente los programas que erigen el acoso simbólico en clave del
espectáculo: Tómbola (Telemadrid, Canal 9) sería el buque insig-
nia de estos programas que, basados en el acoso sistemático (ob-
viamente negociado) a un famoso –generalmente masculino– has-
ta sacarle los detalles más escabrosos de su intimidad (desde un
punto de vista por supuesto machista), elevan a categoría de mo-
delo comunicativo el acoso a la intimidad.
El otro avatar, donde también se va a exacerbar esta tendencia,
son los llamados programas de realidad tipo Gran Hermano, pero
lo hacen en clave más trivial, más ligera, más lúdica, aunque con
el mismo destape de intimidad, con incluso un grado más en la
mostración, ya que no se trata de una mostración pasada por el fil-
tro de la palabra (TS) ni mediatizada por la reconstrucción (RS),
sino en live, en retransmisión simultánea y continua gracias a la
intervención de los canales satélites e Internet.
Por último, saliendo del medio televisivo, pero siempre den-
tro de una visibilización a ultranza, las webcams –o transmisión en
live por un particular de sus vivencias cotidianas a través de la
Red– serían el encefalograma plano, aunque con sus momentos
álgidos cuando la cámara está instalada en un dormitorio (y para
más inri femenino), de esta reconstrucción de lo cotidiano al mo-
do Big Brother.
Sea como sea, todos estos modos de ver tienen en común el ju-
gar con los límites de la representación, con la línea cada vez más
tenue, hoy día, que separa lo público de lo privado. Ahí está lo
que comúnmente se llama el morbo, en este poder-ver, esta inmi-
El talk show o la verbalización del dolor
© Editorial Gedisa 141

nencia permanente de la escena prohibida, cultivando un grado vir-


tual de comunicación, que juega con lo secreto, lo prohibido, lo
inconfesable, o simplemente la posibilidad de ver –o sorprender–
lo nunca visto (en público), aunque se trate de lo más trivial, lo ya
visto (en privado). Ahí está la paradoja del discurso moderno, que
pretende haber liberalizado las costumbres pero juega continua-
mente con los límites de lo decible, de lo (socialmente) mostrable
y (moralmente) tolerable.
Esta hipertrofia del ver refleja la mutación que se está ope-
rando en el régimen de visibilidad moderno y es reveladora de la
evolución de la televisión hacia la omnivisibilidad –una tele-vi-
sión que no deja escapar nada a su mirada omnipotente– y anun-
cia lo que será, en los noventa, no sólo la «televisión de la inti-
midad» sino, más ampliamente, una televisión que se anuncia a
sí misma, se escenifica como poder-ver, y tiende a la reflexividad.
Como escriben Guy Lochard y Henri Boyer (1995), analizando
este «frenesí de visibilidad» y retomando la distinción que esta-
blece Eliseo Verón entre sociedades mediáticas y sociedades me-
diatizadas:
Alimentando entre los profesionales los fantasmas de ubicuidad y
entre los usuarios (entre otros los políticos) un frenesí de visibilidad,
la televisión ha cumplido en efecto un papel clave en el proceso de
mediatización que las sociedades contemporáneas protagonizan al
mismo tiempo que los padecen. Sucediendo a un modelo de desarro-
llo (las «sociedades mediáticas») en las que se supone que los medios
sólo intervienen para «representar» los diversos aspectos de la reali-
dad, las «sociedades mediatizadas» nos han hecho entrar en una
nueva forma de organización social en la que el conjunto de la vida
pública se organiza antes que nada en función de su omnipresencia.
Colocadas bajo su mirada constante, el conjunto de las instituciones
se ven obligados a actuar sólo en función de la capacidad de los me-
dios para construir (o destruir) su imagen pública, condenados pues
a una puesta en escena consciente y constante de sus acciones y de
sus representantes.
El zoo visual
142

© Editorial Gedisa
Bibliografía
Bengoechea, Mercedes, «En el umbral de un nuevo discurso periodístico sobre
violencia y agencia femenina: de la crónica de sucesos a la reseña literaria»,
CIC, Cuadernos de Información y Comunicación, núm. 5, 2000, Universidad
Complutense de Madrid.
Charaudeau, Patrick y Ghiglione, Rodolphe, La parole confisquée. Un genre télévi-
suel: le talk show, Dunod, París,1997.
Imbert, Gérard, Elena Francis, un consultorio para la Transición. Contribución al es-
tudio de los simulacros de masas, Península, Barcelona, 1982.
—, Los escenarios de la violencia, Icaria, Barcelona, 1992.
Lochard, Guy y Boyer, Henri, Notre écran quotidien. Une radiographie du télévisuel,
Dunod, París, 1995.
Shattuc, J. M., The talking cure. TV talkshows and women, Routledge, Londres-
Nueva York, 1997.
6
Azar y fatalidad en juegos-concurso
y programas lúdicos

En una cultura en la que todo apunta a la seguridad –seguridad


material: consumo, bienestar; social: servicios públicos; psicoló-
gica: seguridad ciudadana; y moral: pensamiento políticamente
correcto–, está sin embargo omnipresente la figura del azar co-
mo factor de inseguridad: amenaza virtual, expresión de lo in-
controlable, de todo cuanto rompe el equilibrio, hace peligrar el
orden social y da a ver una forma de alteridad (G. Imbert, 1992).
Cuanto más aspira la sociedad al orden y lo idealiza, tanto más
fuerte es el retorno de lo prohibido en forma de desorden: senti-
miento de inseguridad, miedo a lo otro, un rasgo más acentuado, se-
guramente, en las sociedades mediterráneas, propensas a la eferves-
cencia y amenazadas por el desorden. Sin duda, esto contribuye a
explicar la importancia de los juegos de azar en estas culturas, más
lúdicas, menos basadas en la racionalidad y más tentadas por el ries-
go porque han integrado lo arbitrario (el azar) en su cotidianidad.
La televisión recoge esta dualidad, esta división entre una ne-
cesidad de orden y la tentación del desorden, de donde nace un
mal-estar, una sensasión de que peligra la integridad del sujeto y
de la sociedad. Pero no lo hace únicamente en forma de produc-
ciones ficticias que escenifican directamente, y en términos realis-
tas, el miedo al accidente, el pánico ante la catástrofe, como ocu-
rre –y lo veremos en el capítulo siguiente– en producciones
violentas y películas de corte apocalíptico. Este miedo difuso apa-
rece también en programas amenos encaminados al entreteni-
El zoo visual
144

© Editorial Gedisa
miento y aparentemente tan distantes de un imaginario violento
como pueden ser los juegos-concurso.
Más genéricamente, está presente también en cuantos progra-
mas persiguen una finalidad lúdica y escenifican un componente
azaroso mediante el cual la suerte circula, pasa de uno a otro, santi-
fica a algunos, elimina a otros y, en todo caso, introduce un ele-
mento aleatorio en el espacio de la representación; como tal, puede
ser fuente de inquietud y producir reacciones de rechazo, identifi-
caciones negativas e incluso angustia (como ocurre en algunos pro-
gramas de pruebas negativas, tanto físicas como psicológicas: Flash
back, en Telemadrid, ha sido uno de ellos).
En estos programas, el alea –la suerte– es lo que guía (orienta,
sanciona) el hacer de los participantes y otorga narratividad al
juego: permite que las situaciones y los personajes se transformen,
adquieran fama, notoriedad pública, y se alcance un momento de
clímax y la glorificación de los «héroes». Pero esto es también re-
versible y puede hacer peligrar lo recién conquistado, darle la
vuelta al destino y, al mismo tiempo, a la experiencia vivida;
la tensión positiva, entonces, se puede convertir en negativa y el
azar, figura positiva, en su contrario: fatalidad, figura reversible
que trae «mala suerte».
Cabe aquí, más allá de la lectura amena, eufórica, color de ro-
sa, a la que nos tiene acostumbrados el discurso televisivo, una
lectura simbólica de tipo homeopático: el admitir un factor de
riesgo sirve para santificar el azar, para subsumirlo en «buena
suerte». Si la celebración de la vida –en clave lúdica, eufórica– pa-
rece dominar estos juegos, no por ello está ausente el riesgo, ni ex-
cluida la muerte, aunque no aparezca explícitamente ni sea objeto
de una representación realista.
No por nada en uno de los mayores juegos-concurso de TVE-1,
El juego de la oca, se jugaba sobre un gran tablero pintado en el que
predominaban los colores chillones, el rosa en particular, pero don-
de también aparecían casillas negras, con sus peligros y sus trampas
Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos
© Editorial Gedisa 145

mortales que había que sortear. Aunque mantenida a raya, la


muerte está implícitamente presente en todo juego y metafórica-
mente figurada por la «eliminación» del jugador, y no es casuali-
dad que en los «programas de realidad» se haga tanto hincapié en
este elemento para integrarlo en el gran relato de la vida que son
estos programas (véase, más adelante, el capítulo 9).
Pero obviamente, la muerte esta ahí como figura ausente,
mantenida a distancia por el juego, aunque pueda volver vir-
tualmente en forma de dolor o sensación de horror en algunas
modalidades de concurso con pruebas que introducen una ten-
sión y pueden romper el equilibrio entre lo eufórico y lo disfórico.
Sin embargo, hasta en este último caso (como aparecía en los
programas de «humor amarillo»), la risa provocada por la forma
narrativa-burlesca, que busca el efecto paródico, el gag, median-
te la repetición, la vuelta atrás o el acelerado, anula por comple-
to el cariz dramático de estas situaciones.

I. Cara y cruz del azar

Roger Caillois (1967), en su conocida tipología del juego, reto-


mando las definiciones propuestas por Huizinga, daba una serie
de características que lo diferencian de otras prácticas humanas.
Estas características se podrían aplicar al conjunto de los géneros
lúdicos presentes en televisión, no sólo a los juegos-concurso, sino
también a algunos talk shows, programas de variedades e incluso
didácticos. Son reveladoras, por otra parte, de una evolución ge-
neral del medio hacia lo lúdico, tal y como lo hemos visto en el
primer capítulo. Estas características son las siguientes:
– Libertad: antes que nada, el juego es una actividad libre donde
se ejerce el libre albedrío del jugador; si éste dejase de ejercer-
lo, el juego perdería su carácter de actividad placentera.
El zoo visual
146

© Editorial Gedisa
– Separación: circunscrito a límites de espacio y tiempo precisos
y fijados de antemano, el juego tiene una estructura: un co-
mienzo, un nudo y un desenlace, siendo una acción que se
consume en sí misma. Podríamos añadir un rasgo más: clausu-
ra y narratividad son rasgos que pueden aplicarse al juego
también, lo mismo que al relato; como éste, el juego es un sis-
tema autorreferente.
– Incertidumbre: su desarrollo no puede determinarse ni su resul-
tado fijarse previamente, dejándose obligatoriamente (por lo
menos aparentemente) a la iniciativa del jugador cierto mar-
gen en la necesidad de inventar. Esta incertidumbre provoca
una sensación de tensión que mantiene vivo el juego y empuja
a seguir para llegar hasta el final.
– Improductividad: no crea bienes, ni riquezas, ni elemento nuevo
alguno.
– Reglamentación: sometido a unas reglas convencionales que
suspenden las leyes ordinarias, el juego instaura momentánea-
mente una legislación nueva, única y efímera. Cada juego tie-
ne sus leyes propias dentro de ese mundo provisional, y esas
leyes son obligatorias; si no se cumplen, se acaba el juego.
– Ficción: hay una conciencia de realidad segunda o de irrealidad
en relación con la vida corriente u ordinaria. «Somos otra co-
sa», «hacemos otra cosa», como ocurre en la ficción. Rodeado
todo de misterio, de secreto que sólo los que juegan comparti-
rán, el juego se caracteriza por su intensidad, el aislamiento
que supone de la realidad, su poder de evasión temporal y, so-
bre todo, la sensación de que es un fin en sí, elegido libremen-
te por el jugador, que produce un placer intrínseco.

El juego es un compleja combinación de incertidumbre y seguri-


dad: incertidumbre vinculada al factor azar, pero también segu-
ridad derivada de la existencia de un sistema formal de reglas pro-
pias, diferentes en cada juego, que acotan –dándole un margen de
Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos
© Editorial Gedisa 147

seguridad– el hacer del sujeto. Sin duda, esta dualidad está, desde
una perspectiva antropológica, cargada de sentido simbólico,
pues remite paradigmáticamente a la tensión que hay en toda so-
ciedad entre orden y desorden o, dicho en términos psicoanalí-
ticos, entre pulsión de vida y pulsión de muerte.
En un entorno de riesgo como es el de la sociedad occiden-
tal, la omnipresencia del juego –patente en televisión con la
multiplicación de juegos-concurso y «programas de realidad»–
cumple una función tranquilizadora, de domesticación del azar,
aunque no deja de ser ambivalente, en la medida en que se basa
en lo que Caillois llama «la incertidumbre».
Pero dentro de esta tensión entre incertidumbre y seguridad,
el juego televisivo opta deliberadamente por una visión eufórica,
obvia en los juegos-concurso. Sin embargo, últimamente están
apareciendo juegos y concursos que cultivan esta tensión, llevan-
do a veces el juego hasta lo disfórico. Son juegos en los que ya no
importan tanto los conocimientos o la habilidad física como la ca-
pacidad de aguante, la templanza para superar situaciones o prue-
bas desagradables e incluso espeluznantes.
El azar, categoría dominante en todos estos programas, y pre-
sente también en los de realidad (por el grado de imprevisibilidad
que contienen) y «artísticos» tipo Operación Triunfo (aunque aquí
parcialmente matizado por la moral del esfuerzo), funciona así co-
mo una doble figura:
– El azar como figura benéfica (factor de suerte) en los juegos-
concurso de corte eufórico, donde el recorrido narrativo es
acumulativo y a base de pruebas gratificantes: la superación de
la primera permite el acceso a la segunda y así, ad infinítum,
hasta ganar el premio y salir glorificado (ante la mirada so-
cial). Así funcionan los concursos de preguntas y respuestas.
– Pero el azar puede funcionar también de manera negativa, es-
tar asociado al peligro, ser factor de riesgo, dentro de un reco-
El zoo visual
148

© Editorial Gedisa
rrido repulsivo, que redunda más en una superación subjetiva
de sus propios límites que en la superación de pruebas objeti-
vas: menos que un recorrido mítico (de glorificación social), es
aquí un recorrido personal, casi íntimo, de superación de las
propias inhibiciones y repulsiones. El riesgo es, pues, aquí, lo
que hace peligrar la integridad del sujeto, pudiendo hacerle
perder la compostura o humillarlo ante la mirada pública,
hundiéndolo psicológicamente hablando.

II. El juego-concurso como metáfora de la vida

Veamos ahora las dos modalidades de juegos-concurso. Primero


la eufórica: en ella, el juego aparece como una metáfora hiperreal
de la vida que descansa en una sublimación del azar: la vida sería
un inmenso juego de la oca en versión eufórica, donde todos nos
salvamos con algún premio de consuelo o nos vemos compensa-
dos por el simple hecho de haber conseguido los quince minutos
de gloria de los que hablaba Andy Warhol. El azar es un azar do-
mesticado, humanizado: controlado por las reglas, «encarnado»
por el presentador –que figura como la marca del concurso– y el
programa de televisión o los patrocinadores, que son como la su-
permarca.
Es un juego con un fuerte componente mítico cuyo recorrido
corresponde a lo que Greimas (1973) calificaba como «recorri-
do mítico» («quête mythique»). En él, un «elegido» sale de su
mundo habitual y parte a la conquista de un objeto sagrado con
vistas a conseguir el reconocimiento, la fama, en su vertiente
económica (premio en forma de regalos, dinero). Pero es un jue-
go regresivo, de carácter infantil, mágico, basado en una trans-
formación total y casi instantánea del sujeto anónimo en héroe,
en personaje conocido, reconocido por la comunidad. Todo ello
se ve facilitado por los dos rasgos que destaca Caillois: la «liber-
Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos
© Editorial Gedisa 149

tad» (la ilusión de ser dueño de tu destino) y la «separación»: la


delimitación del hacer y del marco de actuación (el plató televi-
sivo como espacio utópico, al margen del mundo real), lo cual
propicia un sentimiento de autonomía y la impresión de ser to-
dopoderoso o estar investido de poderes mágicos por el solo he-
cho de estar en el plató de televisión.
Tal como la analiza Caillois, eso tiene mucho que ver con la
ficción, tanto por la identificación que permite como por la crea-
ción de un mundo de lo posible, autorreferencial, con una autono-
mía de reglas, un mundo que permite acceder a otro mundo –que
no se rije por las reglas del mundo social– y al que se llega ple-
gándose a estas reglas, adecuándose a su código, permitiendo to-
do esto una transformación del sujeto (en ello estriba su narrativi-
dad y su carácter mágico).
Al igual que en los ritos de paso, se realizan una serie de
pruebas cualificantes (Greimas) mediante las cuales el sujeto
pasa de su condición de infans (el que no tiene uso de la palabra)
a la condición de sujeto «social» (consagrado por la mirada pú-
blica), reconocido por y en el medio televisivo: una suerte de
elegido de Dios, con la única salvedad de que Dios aquí es la te-
levisión y que lo trascendente es no sólo el valor económico
plasmado en el premio, sino también el valor simbólico encar-
nado en la fama, la consagración ante el ojo omnímodo de la cá-
mara y la posibilidad que tiene el concursante de acceder a otro
mundo de índole mágica.
En efecto, más allá de la habilidad o del saber del concursante,
en muchos juegos un buen conocimiento del medio, una familia-
ridad con sus reglas, reducen el factor de incertidumbre y permi-
ten dominar en parte el azar. Así ocurre, por ejemplo, en El precio
justo, donde no se trata tanto de conocer el precio real de los pro-
ductos exhibidos como de seguir regularmente el programa hasta
captar su mecánica. Retomando los análisis de Bajtin sobre la
función carnavalesca de algunos rituales sociales, escribe Charo
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
Lacalle (2001) al respecto: «Más que un concurso propiamente
dicho, El precio justo (TVE-1) es una fiesta, cuyo invitado de honor
es el espectador».
Y sigue esta autora: «En la interpretación “crítica” que hace
Fiske de The new price is Right, el carácter carnavalesco, que distin-
gue a todo espectáculo televisivo, se manifiesta de un modo aún
más específico en este programa, mediante la inversión de las nor-
males relaciones de poder entre consumidores y productores […].
El señuelo del programa consiste en liberar al concursante-consu-
midor de las constricciones cotidianas, introduciéndolo en un
mundo al revés donde no se accede al consumo mediante el traba-
jo sino a través del juego. A diferencia de la Alicia de Caroll, ma-
ravillada ante un país al que accedía improvisadamente y que no
acertaba a comprender, el espectador de El precio justo ha sido pre-
parado durante casi cuarenta años de enseñanzas televisivas para
integrar la representación en su realidad cotidiana, mediante su
participación virtual en los programas de la neotelevisión».
Se acabaron, pues, los concursos de los años sesenta para ni-
ños prodigio, los alardes de sabiduría, los conocimientos enci-
clopédicos. Hoy todo se remite al azar. En un inmenso juego
de la oca donde, como en el cuento de Borges, el mapa acaba
superponiéndose al territorio real, la representación termina
sustituyendo a la realidad, expulsándola del espacio televisivo
e imponiendo sus propias leyes. En un recorrido hiperreal, uno
es una marioneta entregada a las artes habilidosas de los pre-
sentadores, a las manos solícitas de las azafatas de turno (cuan-
do no a sus apetecibles carnes, que figuran aquí como puro
reclamo, demasiado perfectas para ser reales): juguete del azar,
uno se desenvuelve dentro de una metáfora de la vida, pero
despojada de todo dramatismo, y aunque hay tensión –la del
relato televisivo– aquí todo es color de rosa, hasta las casillas
negras, en un juego infantil, doblemente regresivo, tanto para
el que actúa como para el que lo ve.
Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos
© Editorial Gedisa 151

¿Se puede ver aquí un predominio de los juegos de simulación


(Caillois) sobre los de competición? En el juego-concurso, como
ocurre a menudo en los media, uno se ve elevado en apenas una
hora de ciudadano de a pie a elegido de Dios. Pero importa más el
recorrido que la meta final: el haberlo superado (el riesgo), el ha-
berla atravesado (la vida), el haber pasado las pruebas con airosi-
dad, con humor, con temple.
¿Y si la vida no fuera más que eso: un puro juego, un diverti-
mento? Algo sin importancia al fin, una figura amena donde se
ha difuminado el tiempo, donde el envejecer no deja huellas, don-
de la muerte no hace mella. El concurso ayuda a creerlo.

III. La puesta a prueba: de lo lúdico a lo sádico

La otra modalidad de juegos-concurso, heredada de la tradición


nipona, si bien también juega con el azar, lo hace de manera mu-
cho más perversa: mediante rodeo, en forma más solapada y subli-
minal. Juega asimismo con un imaginario del riesgo que utiliza
la amplia gama de lo repulsivo y la paleta de todos los sentidos,
aunque con una predilección hacia lo táctil: a lo que es repulsivo
por ser invisible, a lo que es inquietante por no poderse identifi-
car el origen de la repulsión, haciendo intervenir lo que he llama-
do las figuras de lo «inminente» (el miedo difuso, inconcreto, no
siempre declarado).
El juego se torna entonces disfórico –agente de ruptura, de
mal-estar– con un componente sádico incluso en algunos progra-
mas de influencia norteamericana y japonesa. Constituyen enton-
ces verdaderos rituales de violencia que expulsan a ésta del orden
diario –alcanzando su paroxismo en los juegos-concurso en su
modalidad lúdico-sádica, tal como se multiplican en Alemania,
Japón y, en menor medida, Francia y España, como ocurría en
Humor amarillo.
El zoo visual
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Son juegos que mediante pruebas –que no dejan de recordar
los ritos iniciáticos, pero aquí con una dimensión pública y a me-
nudo en clave cómica– llegan a escenificar situaciones verdadera-
mente violentas para el concursante, a veces incluso vejatorias,
siempre basadas en el consentimiento del sujeto y a menudo en la
autohumillación.
Llama la atención, en pleno auge de los programas de realidad,
la aparición a principios del nuevo milenio, seguramente bajo in-
fluencia norteamericana, de varios programas de corte lúdico-sá-
dico.
En abril del 2000, Antena 3 emitía ¿Quién dijo miedo?, un jue-
go-concurso derivado de Fear factor [El factor miedo] de la norte-
americana NBC, una de las grandes cadenas generalistas estado-
unidenses, donde seis personas competían para superar pruebas
grotescas del siguiente calibre: ¡comer cucarachas, tomar sopa de
rata o meterse en un ataúd infestado de serpientes! En la versión
española se trataba, por ejemplo, de aguantar el tipo sobre una
parrilla al fuego, sumergido en una bañera con bloques de hielo o
envuelto en una nube de insectos.
La silla, programa emitido por Telemadrid, Canal Sur y
ETB2, tenía su antecedente en un programa de la norteamericana
ABC adaptado en España por Globi Media, y en The Chamber [La
Cámara], puesto en antena en Estados Unidos por la Fox, donde
los osados aspirantes eran sometidos a retos para comprobar su re-
sistencia a dar vueltas a toda velocidad o a recibir sobre la cara ai-
re disparado a cien kilómetros por hora.
En El rival más débil (TVE) –programa producido por el ex
portavoz del Gobierno Miguel Ángel Rodríguez, importado de la
cadena británica BBC, The Weakest Link en 2000 y luego exporta-
do a Estados Unidos–, el concursante perdedor era vapuleado ver-
balmente por sus compañeros.
En Decisión final, emitido por Tele 5, aunque de corta vida, se
echaba mano de prácticas vejatorias y degradantes, y los elimina-
Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos
© Editorial Gedisa 153

dos desaparecían bruscamente del plató mediante una trampilla


que se abría a sus pies.
Estos programas marcan una ruptura en el estatus del concur-
sante. Ya no es el héroe glorioso de los concursos de suerte, sino
un antihéroe sufridor y desdichado que es objeto de una degrada-
ción constante: El rival más débil, por ejemplo, consiste en insultar
a los concursantes para comprobar su resistencia a la humillación,
con pruebas de corte sadomasoquista. Se invierte aquí la regla del
juego, por lo menos virtualmente, así como el papel del anima-
dor, en un intento sistemático de desestabilizar al concursante. La
animadora del programa no duda en dirigirse a los participantes
con frases como ésta: «Quiero que quede claro que tú eres un co-
barde». Como en Gran Hermano, los concursantes tienen que vo-
tar a qué compañero eliminan. Todo en el plató contribuye a dar
el tono: desde el ubicuo color azul del decorado hasta los focos
centrales que le dan al concursante un aspecto de preso a punto de
ser fulminado por un rayo. «En la versión española –El País (16-
5-2002)– el sadomasoquismo tiene algo de redundante, ya que,
en sí mismos, los teleconcursos ya estaban derivando hacia una
forma exhibicionista de degradación.»
Finalmente, en La silla, se trataba de medir con una cierta do-
sis de sadismo la templanza de los participantes, mientras, con
unos sensores, se les medían al segundo sus pulsaciones ante todo
tipo de artimañas, maniobras de distracción y triquiñuelas para
intentar disparar su ritmo cardíaco.
Ocurre aquí como en los vídeos domésticos, donde se irrealiza
el dolor, convirtiéndolo en espectáculo lúdico: nada más trivial,
doméstico, familiar, como estas escenas de cumpleaños en las que
al niño se le cae la biblioteca encima, a la novia se le engancha su
vestido o el páter familias –principal protagonista– hace, bien a
su pesar, el ridículo. Si tomamos al pie de la letra las situaciones,
son en sí crueles, de una crueldad objetiva, fría, propia de lo no
previsible.
El zoo visual
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Lo que en otras secciones –las informativas por ejemplo– se-
rían accidentes domésticos, técnicos o automovilísticos, son aquí
gags, sainetes convertidos en cuentos cortos e irremediablemente
divertidos gracias a la repetición, la aceleración o la inmoviliza-
ción de las secuencias más accidentadas. Son sucesos despojados,
de alguna manera, de su parte dramática, de su carga negativa,
desaccidentados; hasta la muerte, que puede ser el final trágico de
estas escenas, desaparece, así como cualquier signo de violencia fi-
siológica. Como en el universo de los cómics, los héroes no mue-
ren y si parece que pudieran estar muertos, se levantan como si
nada; o, si el final puede no ser feliz, la cámara aparta púdicamen-
te la mirada.
Sin duda hay aquí una forma light, edulcorada, simulada, de
realidad, como una manera de preservar la Realidad, al margen
de ésta, como si la Realidad fuera demasiado seria como para es-
cenificarla realmente. Pero lo reprimido siempre vuelve, ya sea
en forma de realidad bruta –hipervisible–, «lo real» como lo lla-
ma Jesús González Requena (1988), o en forma de realidad pro-
ducida, inventada como simulacro por el propio medio; son los
bien llamados «programas de realidad». Como en un experi-
mento de laboratorio, la televisión produce su propia realidad,
ni por conducto de la ficción, ni apoyándose en la realidad obje-
tiva; pero esto es otro cuento.

IV. Del castigo al premio: pérdida simbólica


y ganancia económica

Todos estos juegos comportan una puesta a prueba física y psico-


lógica, un aguantar situaciones límite; representan lugares-fronte-
ra, que podrían transformarse en puntos de no retorno, y remiten
simbólicamente a la muerte. Pero también aquí se da una resolu-
ción mágica que permite superar el obstáculo y evitar que se con-
Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos
© Editorial Gedisa 155

vierta en accidente, en desenlace fatal. Al contrario del juego fe-


liz, donde uno es elegido de Dios, la figura se invierte: uno se
transforma en elegido del diablo, presa del mal.
Como en los deportes de riesgo, este jugar con el límite, aun-
que sea dentro de un riesgo perfectamente controlado que se sitúa
siempre más acá del límite, le quita a la muerte toda realidad (to-
da posibilidad, por lo menos práctica, de ocurrir realmente). Pero
aquí la resolución del conflicto, la evitación del mal, no es remitida
al azar sino que es el resultado de una implicación total del con-
cursante, especie de héroe desdichado, elegido del mal, que carga
con la prueba, y evita así que recaiga en el espectador pasivo en su
sillón. El concursante, como figuración de la víctima, permite de-
limitar mejor la violencia, encarnarla en otro, y al mismo tiempo
remitirla a un código lúdico, virtualizando doblemente el peli-
gro, alejando el mal, haciendo de la prueba un espectáculo en sí y
no un medio para superar la carencia.
En todo caso pasa por una violencia sobre sí mismo que, como
en los reality shows, encierra una violencia simbólica de la que se
hace partícipe el concursante. Pero en el fondo, se basa en los mis-
mos presupuestos: una situación de fragilidad emocional en el su-
jeto y una visibilización del sentir que sustituye al saber de los
tradicionales concursos.
Como en los reality shows, implica la superación de una inhibi-
ción, traducida por ejemplo en fobia, alergia a ciertos animales o
sensaciones (Now or never [Ahora o nunca], en la televisión holan-
desa, pionera en este tipo de programas); o bien la transgresión de
un interdicto social más o menos imperativo, generalmente dic-
tado por las convenciones, jugando aquí también con el límite de
lo (socialmente) aceptable y (éticamente) representable.
Over de Rooie, también holandés, era otro programa que, a me-
diados de los noventa, jugaba con la figura de la transgresión, su-
perándose las inhibiciones mediante un premio en metálico. Rooie
es precisamente, nos dice Valérie Mouseler (1997), un billete de
El zoo visual
156

© Editorial Gedisa
1.000 florines, pero también quiere decir «al límite»: en este ca-
so, el ir más allá del límite del pudor o de la decencia, hasta llevar
a la humillación al concursante.
La pérdida simbólica –pérdida de imagen, pérdida de la dig-
nidad– se subsume en ganancia económica. El dinero tiene valor
de cambio, no sólo material, sino simbólico: es el operador que
permite transformar la pérdida de dignidad (la imagen íntima del
sujeto) en ganancia simbólica (en imagen pública, notoriedad, fa-
ma). Describe así el programa Valérie Mouseler: «La presentadora
de Over de Rooie busca en la calle a tres candidatos para la prueba
siguiente: tendrán que desnudarse enteramente, colocar un bi-
llete de 1.000 florines, objetivo de la prueba, entre las nalgas (se
trata de un billete falso, de tamaño mayor que el auténtico), y ha-
cer una carrera de velocidad en un trayecto sembrado de obstácu-
los, sin perder el billete. El concursante que pasa el primero la lí-
nea de llegada, en pelotas, con su billete en el trasero, gana los
1.000 florines que la presentadora le regala inmediatamente ante
la cámara. Otro ejemplo, dentro de las pruebas de este programa:
se le pide a una señora que vaya a un parque y recoja en un tiempo
limitado seis kilos de excrementos de perro. Una vez realizada la
prueba, recibe su billete de 1.000 florines».
El papel del dinero, y su visibilización, es fundamental en esta
transubstanciación; de ahí que sea objeto de mostración, en forma
de talón ampliado o anuncio estrepitoso, al modo circense, o sim-
plemente como papel manipulado ante el espectador. Y no se ha-
ce sin violencia –violencia sobre el espíritu, sobre la integridad
del sujeto– que la irrisión permite sobrepasar, aunque no deja de
ser un sacrifico para el sujeto, una pérdida de su dignidad íntima
para ganar otra de orden espectacular. En Francia existió un pro-
grama similar, animado por Nagui, La brosse à dents, aunque en
versión edulcorada, en el que incluso tuvo que eliminarse una
prueba donde se exhibía un billete a cambio de una acción degra-
dante.
Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos
© Editorial Gedisa 157

Encontramos otro ejemplo de pruebas triviales en la televi-


sión norteamericana, como ésta consistente en invitar a un dueño
con su mascota para hacerles compartir comida ante los especta-
dores. El recipiente del humano es idéntico al del perro; los dos
tienen los ojos vendados y están a gachas, uno al lado del otro, co-
mo dos animales; para más inri, el perro es un enorme mastín y el
hombre es… mastodóntico; en el último momento, el presenta-
dor invierte los platos y el perro come golosamente el cornbeaf
preparado para el dueño, mientras que éste se traga la comida en-
latada de la querida mascota. O, en la televisión nipona, esos con-
cursantes que tienen que comer salchichas de seis metros a boca-
do «limpio» sin utilizar las manos, hasta atragantarse y reventar,
y otras lindezas.
Colmo de la humillación, aunque en versión burlesca, pero
con una fuerte violencia simbólica, fue a principios de 2003 el
programa de Telemadrid X cuánto, consistente en retar a los con-
cursantes, después de subastar una cierta cantidad de dinero, a
asumir situaciones ridículas en público, degradantes o que van en
contra de sus intereses: desde tomar el sol en bañador en invierno
en una tumba en medio de un decorado veraniego situado delante
de unos grandes almacenes, hasta embarcarse en el acto a Inglate-
rra para un viaje de ida y vuelta en barco con sólo unas horas de
escala, o aceptar ver pintar de pintura naranja su piso, incluyendo
la biblioteca, la colección de CD, el televisor de diseño, las fotos
de familia, la moqueta, el sofá, las cortinas, etcétera, etcétera. To-
do a ritmo de videoclip, con un presentador «marchoso» y la son-
risa inequívoca de los concursantes-víctimas consentidores del ti-
mo televisivo, aunque la risa puede degenerar en mueca y la
euforia por la ganancia material –el dinero fácilmente ganado– en
pesar por la pérdida de valores simbólicos y el sacrifico de la dig-
nidad personal.
En todos estos casos la lógica del espectáculo, al modo circen-
se, se impone sobre la lógica social y borra las referencias, invisi-
El zoo visual
158

© Editorial Gedisa
bilizando los valores vinculados al código relacional habitual; es-
tamos en otro mundo de valores, genuinamente televisivos, que
no afectan para nada a la integridad del sujeto, por lo menos en
apariencia.

Conclusión: El juego con los límites

En el imaginario de valores plenos de la televisión, no hay fisura


posible, no hay bien que por mal no venga. La violencia no es de
este mundo, aunque está ahí –visible en la pantalla–, es inocente
precisamente porque es visible.
Con esto, la televisión se mantiene más acá de la «prueba de
realidad», como preservando la realidad, manteniéndola a raya,
cultivando un simulacro de realidad, jugando con un estadio in-
termedio, un «entre-deux», espacio ambivalente donde se ponen
a prueba los límites: límites de sí, en las pruebas físicas, pero tam-
bién límites de la realidad en los programas que se sitúan al lími-
te de la ficción.
Se comprueban así los límites –tanto simbólicos como fácti-
cos– entre realidad y simulacro: límites de la convivenvia en pro-
gramas como Gran Hermano o Supervivientes de Tele 5 (que mues-
tran la otra cara del comportamiento social); límites de sí mismo
en sus diferentes modalidades: límites físicos en los mencionados
concursos; psicológicos y afectivos, en programas como Tómbola
(Telemadrid, Canal 9), que persiguen la desestabilización psicoló-
gica, emotiva, del invitado; y límites «artísticos» en Operación
Triunfo (TVE-1), con su reverso lúdico en Crónicas marcianas (Tele
5). Ahí está sin duda la clave de estos juegos crueles, que podrían
ser sádicos, y que sin embargo no lo son por la magia del espec-
táculo; lo mismo que la humillación no es tal, por el arte del pre-
sentador y la «gracia» de los participantes que se prestan de bue-
na gana a este juego.
Azar y fatalidad en juegos-concurso y programas lúdicos
© Editorial Gedisa 159

De esta manera renuncian a su superyó social, perdiendo todo


sentido del pudor, del honor e incluso de la dignidad. La televi-
sión lava de toda sospecha y la pequeña fama conseguida subsume
la vergüenza en orgullo de «haberlo superado». Más que de hu-
millación cabe hablar de sublimación, en una práctica que funcio-
na aquí también como ritual sacrificial: los concursantes se inmo-
lan ante el público, se despojan de su sentido del ridículo y de los
límites del decoro ante la televisión; ésta es esa amiga íntima ante
la cual uno se puede desnudar sin complejos: la televisión es inti-
midad.
Esta exploración de los límites no deja de indicar un cambio
profundo en la relación entre lo público y lo privado, como si la
frontera entre ambos se diluyera. Delata una evolución dentro del
régimen del ver: la «conscience regardante» –la mirada dominante,
el ojo-panóptico– pasa de ser instancia de control a ser instancia
voyeurista, mirada complaciente, fuente de placer perverso, de-
jando paso a una «conscience regardée», un nuevo modo de ofre-
cer el sujeto a la mirada pública que recuerda los primitivos ritua-
les de inmolación y que pudo alcanzar su punto álgido en algunos
programas como Confianza ciega (Antena 3) o Flash back (Telema-
drid) en el 2002.
En Confianza ciega se procede a una transgresión sistemática de
la frontera entre lo íntimo y lo social. El programa –que consiste
en reunir a jóvenes parejas para suscitar los celos de uno de los
cónyuges mediante una serie de tentaciones simuladas, sin que
sea consciente de ello el (o la) concursante– se sitúa en este «en-
tre-deux» que delata una porosidad entre simulacro y realidad,
un espacio intermedio en el que el juego se puede convertir en re-
alidad y la separación se puede consumar, como ocurrió en uno de
los últimos programas; o cuando alguna pareja, ante el peligro
«real» de crisis, renunció al concurso.
Flash back es otro programa que también ha jugado con la
frontera difusa entre lo público y lo privado, entre el juego super-
El zoo visual
160

© Editorial Gedisa
ficial (televisivo) y la realidad profunda (el equilibrio mental).
Consistente en hipnotizar a los participantes (generalmente mu-
jeres), el programa pretendía excarvar en la historia íntima del su-
jeto, revelando episodios traumáticos de su vida interior.
Estamos aquí, sin duda, ante el máximo ataque a la integridad
del sujeto: la exploración de su inconsciente, esto es, de su parte
oculta, secreta, más íntima, que él mismo ni siquiera domina, pe-
ro que es profundamente suya y determina su personalidad, su ser
social. Lo más íntimo del individuo se convierte en objeto de con-
templación pública, lo más soterrado en objeto de ventilación.
Hasta con los secretos de la personalidad humana se puede jugar.
En la transparencia moderna, ya no hay secreto posible, ni po-
sibilidad de escapar a la mirada pública. El discurso televisivo se
erige en mirada omnipresente a la que nada/nadie puede escapar.
Pero esto no es vivido como imposición, ni siquiera como abuso
de poder; esta omnivisibilidad es compartida por todos los suje-
tos. El ojo de Dios ha cedido ante un mirar difuso que nos envuel-
ve en su red, un mirar que absorbe todas las miradas posibles.

Bibliografía
Caillois, Roger, Les Jeux et les Hommes, Gallimard, París, 1967.
González Requena, Jesús, El discurso televisivo: espectáculo de la posmodernidad, Cá-
tedra, Madrid, 1988.
Greimas, A. J., Semántica estructural, Gredos, Madrid, 1973.
Lacalle, Charo, El espectador televisivo. Los programas de entretenimiento, Gedisa,
Barcelona, 2001.
Mouseler, Valérie, «La violence psychologique dans les divertissements sur les
télévisions étrangères», en Image et violence, Bibliothèque Publique d’Infor-
mation, Centre Georges Pompidou, París, 1997.
7
La fascinación por el accidente:
la tentación del desorden

El discurso cotidiano está dominado –y en parte amenazado– por


el azar, hasta en el quehacer de todos los días: los actos fallidos,
como decía Freud, los lapsus que perturban nuestras conductas,
delatan intenciones ocultas y constituyen elementos de ruptura
que rompen el hábito basado en la repetición, son un factor de de-
sorden. Esta inestabilidad de lo cotidiano también se manifiesta
en la vida colectiva mediante una constante dialéctica entre azar y
fatalidad, y más en la cultura de hoy.
El juego con los límites al que hemos aludido antes no sólo se
da con las figuras del azar, en clave lúdica, sino que se expresa
también, en forma más dramática, en la actitud frente al desor-
den. La figura del desorden –en sus diferentes encarnaciones: azar,
conflicto, accidente, catástrofe– se ha incorporado a las represen-
taciones mediáticas; no sólo al orden informativo, pues es parte
integrante de muchas ficciones cinematográficas y televisivas, re-
flejando así la emergencia de nuevos imaginarios colectivos.

I. Representación de la violencia/violencia
de la representación

Como han escrito algunos (Henri-Pierre Jeudy, 1990), se ha ge-


nerado una «cultura del desastre», guiada por un «deseo de catás-
trofe», donde la violencia y la muerte tienen un lugar preferente
El zoo visual
162

© Editorial Gedisa
y, además de generar angustia, ejercen una fascinación morbosa.
Todo ello en una sociedad donde el miedo y la angustia se con-
vierten en elementos fundadores de los relatos y las mitologías
posmodernas.
Es decir, que la relación que se establece con la violencia es
fundamentalmente ambivalente –la ambivalencia es la coexisten-
cia de pulsiones contradictorias–, tanto porque es a la vez de
atracción y repulsión como porque intenta conciliar lo irreconci-
liable: lo previsible (el Orden informativo) con lo imprevisible (el
Desorden en forma de accidente). Por una parte, se intenta hacer
del accidente algo cada vez más previsible mediante políticas de
permanente prevención del riesgo, contradiciendo así la noción
misma de azar. Pero, al mismo tiempo, la catástrofe es inminente
y objeto de continuas escenificaciones mediáticas… hasta que se
produce realmente, convirtiéndose en destino posible de Occi-
dente. El derrumbamiento de las Torres Gemelas marca la defini-
tiva consagración de la catástrofe como destino fatal, como «nor-
malización» de la catástrofe.
¿Cuál es la función de los medios de comunicación frente a es-
ta amenaza del riesgo, a esta inminencia del peligro? La televisión
y el cine instauran verdaderos rituales de violencia como una ma-
nera simbólica de conjurar estos miedos, de domesticar el Desor-
den, pero este ejercicio de aparente exorcismo se hace al modo es-
pectacular: como hemos visto, en vez de eliminar el mal, lo dan a
ver, visibilizando sus fuentes y transformándolas en ceremonia del
horror, en ventilación del dolor, en espectacularización de la inti-
midad, todo ello con sus peculiares modos de narrar, que alimen-
tan el imaginario colectivo.
Se impone de esta manera, en la cultura mediática, una nueva
forma de poder vinculada ya no tanto a la transmisión de ideas, de
«contenidos ideológicos», como a la imposición de modos de re-
presentación –imágenes, formas narrativas– que transforman la
reproducción del mundo real en espectáculo de sesión continua.
La fascinación por el accidente: la tentación del desorden
© Editorial Gedisa 163

Estos modos de representación están ligados a dos grandes


operaciones: al hacer ver, esto es, a la construcción de una cierta
realidad en/por los medios de comunicación, y al hacer creer, a
la relación que establecen estos discursos con el espectador, al
«contrato comunicativo» que instituyen.
Ambas operaciones se basan en el poder de la imagen: privile-
gian lo emotivo sobre lo intelectivo, lo in-mediático –lo primario,
lo no-mediado– sobre lo distanciado, lo reflexivo, lo crítico. Ape-
lan continuamente al imaginario social: a ese depósito de imáge-
nes, representaciones obsesivas, fantasmáticas, mediante las cuales
el inconsciente colectivo significa –visibiliza– sus miedos, fobias,
pulsiones y deseos invisibles.
Ambas se inscriben en un proceso general de producción de imá-
genes, de espectacularización de la violencia por un lado, y de do-
mesticación del conflicto por otro, proceso complejo, paradójico a
veces, que está imponiendo su lógica y su poder simbólico:
1. Obedece a una lógica del consumo: en este caso, consumo de
imágenes de violencia, lo mismo que se consumen bienes mate-
riales, de acuerdo con la lógica misma de la sociedad de masas;
una lógica donde la imagen-representación se impone como re-
alidad, una realidad sui géneris, con sus modos de representa-
ción específicos, su propia lógica (de compensación simbólica,
de catarsis), e incluso su estética (véase toda la parafernalia en
torno a la violencia).
2. Este proceso refleja, por otra parte, una violencia simbólica, es
decir, una violencia vinculada a las formas, a los sistemas de
representación y a los modos de imposición de estos discursos.
Violencia simbólica es, dice Pierre Bourdieu (1977), la que
ejerce un poder simbólico, poder sobre las conciencias más
que sobre los cuerpos, la que tiene «poder de constituir el dato
mediante la enunciación, de hacer ver y hacer creer, de confir-
mar o transformar la visión del mundo y, por ende, la actua-
El zoo visual
164

© Editorial Gedisa
ción sobre el mundo, o sea, del mundo, poder casi mágico que
permite obtener lo equivalente a lo que se obtiene mediante la
fuerza (física o económica)».

Esta violencia de las formas reside en los modos de ver: diremos


que hay, en la representación de la violencia, una violencia de la re-
presentación (G. Imbert, 1992); y la vamos a analizar aquí en torno
a las representaciones del azar, del conflicto, del accidente, de la
catástrofe, en el discurso televisivo.

II. El discurso televisivo como discurso híbrido:


entre lo eufórico y lo disfórico

Como gran discurso de la modernidad, la televisión es sin duda


uno de los más eficaces instrumentos de socialización actuales.
Más allá de la función de entretenimiento, cumple una labor di-
dáctica, no sólo por la difusión y reproducción de objetos de saber
y de información, sino también como instrumento conformador
de una visión del mundo. Pero a diferencia de otros discursos –el
cinematográfico, por ejemplo, y, más ampliamente, los discursos
de ficción–, esta visión es permeable a la realidad social, se halla
en interacción constante con ella a través de los géneros informa-
tivos, por supuesto, pero también mediante la escenificación, más
o menos dramatizada, de esta realidad en reportajes, docudramas
e incluso series (las sitcoms, o comedias de situación, en forma de
series, son un ejemplo de ello).
Hemos visto que en cuanto discurso abierto –tanto en los con-
tenidos como en la variedad de sus formas narrativas–, la televi-
sión no puede ofrecer una visión unitaria, unificadora del mundo,
porque es un discurso dividido: por una parte, está su vocación de
divertimiento, acentuada por la lucha de audiencias y la demago-
gia a la que conduce (darle al público lo que otros ya le dan por-
La fascinación por el accidente: la tentación del desorden
© Editorial Gedisa 165

que «funciona»); y, por otra parte, su misión informativa y re-


ferencial, de «ventana al mundo», aunque este aspecto se esté mo-
dificando sustancialmente mediante un desplazamiento del inte-
rés de lo objetivo (la realidad social) a lo subjetivo (la realidad
humana), de lo visible (la actualidad pública) a lo invisible (la ac-
tualidad privada).
Dividido entre estas dos tentaciones, la televisión ofrece un
discurso híbrido, tanto en sus contenidos como en sus formas na-
rrativas, que tiene su reflejo hasta en la hibridación de los géneros
y la aparición de géneros nuevos donde estas dos funciones –la in-
formativa y la de entretenimiento– se mezclan íntimamente. Di-
remos que su principal función, como espectáculo de masas, es re-
coger el caos del mundo –visibilizarlo, a veces hasta la saturación:
es decir, hasta su hipervisibilización–, pero también domesticar el
desorden, reducir su grado de irreductibilidad, integrándolo en
un relato; esto es, mediante una cierta homogeneización, volverlo
aceptable: consumible como espectáculo, e incluso a veces fuente
de placer, como cualquier otro bien material.
Desde esta perspectiva, podría cumplir una función arcaica de
catarsis de la violencia mediante su espectacularización, su per-
manente proyección en escenarios. Hemos hecho hincapié en la
función ceremonial que cumple el espectáculo televisivo, su fuer-
za aglutinante y el poder de fascinación que ejerce, esa capacidad
que tiene de convocar y crear «comunidades virtuales» en torno a
sus modos de representación.
Esta función ceremonial está fuertemente vinculada a una cul-
tura de la oralidad (como hemos analizado en el capítulo 5), con
su permanente verbalización del conflicto y de la violencia en los
nuevos formatos televisivos, talk show en particular. En este senti-
do, la televisión, nos dice John Hartley (2000), es «premoderna»
(véase también en Latinoamérica y en España: Martín-Barbero,
1999; y Peña Marín, 2000). Pero la televisión es también «pos-
moderna» en la medida en que utiliza lenguajes específicos –una
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© Editorial Gedisa
textualidad y no sólo medios técnicos–, reflejo de una visión frag-
mentada, simultánea, caleidoscópica, del mundo. Es, por último,
«transmoderna» porque, según Hartley, «abarca, trasciende y
unifica aspectos modernos, premodernos y posmodernos de la vi-
da contemporánea».
Una de las capacidades que destacaremos es la de superar con-
tradicciones, haciendo coexistir en su seno discursos contrarios o
integrándolos en discursos híbridos. Retomando una categoría
semiótica, diremos que su máxima peculiaridad, en términos
simbólicos, es una copresencia continua de lo eufórico y lo disfórico:
la coexistencia de géneros, programas festivos, lúdicos, rosas, que
celebran eufóricamente el estar-juntos con géneros y programas
que muestran la violencia y el mal en sus aspectos más o menos
espectaculares, y que son agentes de ruptura, pues introducen de-
sorden e inquietud.
Es revelador a este respecto la existencia de realizadores, en
Japón en particular, que han podido cultivar las dos modalida-
des: Takeshi Kitano es ejemplo de ello al haber compaginado en
sus inicios programas de variedades y concursos de gran au-
diencia en la televisión nipona con películas sobre el tema de la
violencia (Hanna Bi y Sonatine, entre otras), películas que esce-
nifican ésta de manera deliberadamente realista, a la par que
desarrollan una reflexión distanciada sobre el tema.
Estas dos tendencias reflejan en todo caso el mismo exceso,
una misma exacerbación, tanto de la figura del Orden como de
la del Desorden, e instauran una hiperrealidad donde estos dos
principios pueden alcanzar su realización extrema. Dos ejem-
plos opuestos: por una parte el juego-concurso, lo hemos visto,
donde todo se resuelve mágicamente, más allá de los conteni-
dos y a menudo de las habilidades reales de los concursantes;
por otra, los reportajes dramatizados, donde los periodistas
acompañan a la policía a los lugares del crimen para levantar
acta de la realidad en su máxima brutalidad (entiéndase en su
La fascinación por el accidente: la tentación del desorden
© Editorial Gedisa 167

estado bruto: sin mediaciones ni filtros, sin distancia, ni enun-


ciativa, ni analítica). En los primeros, todo está hiperrealizado
de antemano, con un guión inamovible y estereotipado; en los
segundos, todo resulta hiperdramatizado, mediante la ilusión
del directo, y aparentemente imprevisible, sin que haya lugar
siquiera para el relato.
Pero lo más interesante son, tal vez, los géneros y programas
en los que los dos aspectos coexisten y se entremezclan, caso de
muchos talk shows y reality shows, con su final feliz, o de los vídeos
domésticos (los de «cachondeo», podríamos decir), donde el acci-
dente –máxima figura del desorden– se ve reintegrado en un or-
den eufórico, el de la risa, que, de alguna manera, lo unifica todo,
borrando el dolor o eludiéndolo.
La hipótesis que intentaremos presentar brevemente es que
tanto los discursos eufóricos como los disfóricos se estructuran en
torno a una serie de figuras comunes que enraízan en obsesiones,
fobias y fantasmas arcaicos que entroncan con un imaginario pos-
moderno, y que esta coexistencia es generadora de fenómenos de
hibridación que son, tal vez, la principal característica de la neo-
televisión.
Citaremos algunas figuras presentes, por ejemplo, tanto en los
juegos-concurso como en los docudramas o vídeos domésticos,
pero también en géneros informativos o reportajes, entre otros
géneros. Estas figuras son el azar, el accidente, la catástrofe, la
muerte, el fin, o lo irracional y lo indeterminado. Pero la nove-
dad, aquí, es que estos grandes principios no son siempre figuras
trágicas, sino que se ven a menudo domesticadas, integradas en
un discurso basado en la espectacularización de la realidad, en su
dimensión tanto dramática como lúdica, que se enmarca en una
tendencia general de la cultura de masas consistente en trivializar
la violencia, hasta producir a veces insensibilización ante su es-
pectáculo.
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© Editorial Gedisa
III. La fascinación por el accidente

Si la fascinación por el accidente está muy presente en el cine,


en donde culmina con las películas sobre catástrofes materiales,
humanas, tecnológicas o interplanetarias, en la televisión, en
cambio, esta presencia es difusa y tiene más que ver con los gé-
neros referenciales, en particular informativos, que con la fic-
ción, por la pregnancia de la realidad social en el discurso tele-
visivo.
Esta fascinación es patente, por supuesto, en los géneros infor-
mativos por excelencia como son los telediarios y reportajes, pero
es visible también en programas híbridos, donde se produce una
dilución/degradación de lo informativo, del discurso de la actua-
lidad. Nos referimos a todos aquellos programas basados en suce-
sos, ya sean éstos sociales, mundanos, triviales o simplemente
personales, que pueden pertenecer tanto a la actualidad rosa como
a la negra: véanse las reconstrucciones al modo de los reality shows,
sacadas de sucesos reales, o los docudramas que reconstruyen he-
chos cruentos, escenifican juicios sobre crímenes célebres o re-
crean las figuras de los grandes asesinos de la humanidad, en Esta-
dos Unidos (en la serie Confesiones de la televisión por cable Court
TV por ejemplo).
Pero también está presente en algunos deportes en versión
exacerbada. Es revelador a este respecto la moda en Estados Uni-
dos, en los años noventa, del extreme fighting, combate de lucha li-
bre en el sentido literal de la palabra –liberado de cualquier tipo
de regla– que se retransmite en directo por televisión y es graba-
do en vídeo para su posterior comercialización, y que la película
de David Fincher Fight Club [El club de la lucha] refleja bien.
¿Reminiscencia de los videojuegos llevados a la pequeña panta-
lla? Llama la atención aquí la deshumanización del deporte y la
degradación del juego en espectáculo en la mejor tradición del
circo romano.
La fascinación por el accidente: la tentación del desorden
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Está presente también en los programas parainformativos, que


utilizan la actualidad como pretexto para cultivar un imaginario
del accidente: programas como Impacto TV (Antena 3) son paradig-
máticos a este respecto por su estrategia deliberadamente especta-
cular y la ideología de este canal. El programa, surgido a principios
de 1997, tiene como antecedentes directos el británico Police, came-
ra, action y el norteamericano Real TV, que alcanzaron cuotas de
audiencia verdaderamente sorprendentes. Como decían sin com-
plejos los directores del programa: «Durante media hora queremos
ofrecer lo mejor y lo peor de la realidad. Las imágenes estarán mar-
cadas por su dramatismo, dureza, tensión o espectacularidad».
Se expresa de manera literal, en forma de ficción o docudrama,
en las series sobre hospitales, donde está omnipresente el acciden-
te en sus manifestaciones más triviales, como peligro inminente o
amenaza de muerte (Hospital General en Tele 5); con un antece-
dente catalán: el docudrama Bellvitge Hospital, a mitad de camino
entre el documental, el reality show y la serie de profesiones.
Más generalmente, esta tendencia refleja una fascinación por
lo anómico, por todo cuanto está fuera, al margen de la Ley: lo
anormal –lo fuera de la Norma–, pero también lo monstruoso,
lo atípico, lo inaudito. Expresa una fascinación por las figuras del
Desorden, basada en una forma de adhesión a contrario, proyec-
ción fantasmática más que identificación literal. Al escenificar las
figuras del mal, el discurso lo expulsa, objetiva y/o trivializa, vol-
viéndolo inofensivo, anulando su carga subversiva. Se produce así
una dilución del mal: del mal entendido no en el sentido moral,
sino como encarnación del Desorden, de lo anómico, en todas sus
formas. Las formas del mal pueden ser, en efecto, múltiples: actos
de violencia, sadismo, muerte, conflictos sociales, bélicos; pero
también accidentes en el sentido figurado, en forma de rupturas
sentimentales, familiares, violencia doméstica, y, en el sentido
simbólico, todo cuanto remite al enfrentamiento como fuente de
conflicto interpersonal.
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© Editorial Gedisa
Estas formas de Desorden –accidentes y violencias– estaban ya
omnipresentes en el relato cinematográfico, por ejemplo en las
películas bélicas y en las series de acción televisivas, pero hoy asis-
timos a una «naturalización» del mal (O. Mongin, 1999) con la
presencia cada vez más difusa de figuras violentas: una violencia
sin rostro, que no dice su nombre, invisible o difícil de identifi-
car, que diluye las figuras del enemigo y remite a fenómenos irra-
cionales (véase el éxito de X-Files, Al filo de lo imposible) o proce-
dentes de otro mundo: el más allá (el mal es extraterrestre) o el
más acá (el mal está entre nosotros).
Las figuras del mal están sin duda vinculadas a figuras arcaicas
profundamente enraizadas en el inconsciente colectivo, en el mie-
do a la invasión, al contagio, a figuras prometeicas o imaginarios
de corte apocalíptico, pero también a figuras posmodernas. El ac-
cidente podría representar simbólicamente la ruptura del orden
social y reflejar un miedo al «fin de lo social», como dice Baudri-
llard, o al fin de la Historia, como escribe Fukuyama. Entronca
con un imaginario de la catástrofe (Virilio) o un «imaginario del
fin», como lo llamo, un miedo a que «esto acabe», a que el mode-
lo dominante, etnocéntrico, occidental, se tambalee. El derribo
de las Torres Gemelas viene a revivificar este imaginario.
El mal aparece entonces como proceso viral, sin principio ni
fin, desidentificado (el enemigo ya no es exterior: es interior, es-
tá entre nosotros), más anónimo, menos visible que en las gran-
des cosmogonías y religiones, lo que no excluye el fenómeno
del chivo expiatorio. Por ejemplo Bin Laden, al que la televi-
sión norteamericana no quería mostrar porque, a pesar de las
diferencias, se parece demasiado a nosotros en su frialdad, de-
terminación y su poder económico: no corresponde al estereoti-
po del fanático; en cambio, sí se muestran las imágenes de gru-
pos violentos inmolando efigies de Bush ante las cámaras de
televisión, convirtiendo naturalmente aquello en representa-
ción de la violencia.
La fascinación por el accidente: la tentación del desorden
© Editorial Gedisa 171

Hoy la violencia se convierte en conflicto generalizado, difuso,


sin origen ni finalidad (es a menudo un fin en sí, e incluso una es-
tética); es estado de violencia, como se habla de estado de guerra, y
marca una mutación en la naturaleza del conflicto: de la guerra
como conflicto regulado, con enemigos identificables, hemos pa-
sado a la amenaza del accidente endémico, permanentemente es-
cenificado, dramáticamente realizado el 11 de septiembre donde
el imaginario de la catástrofe se ha hecho realidad.
¿Cómo a nadie se le había ocurrido antes? La mejor manera de
herir a una cultura basada en una obsesiva espectacularización del
accidente es cometiendo un accidente con un grado tal de espec-
tacularidad que sea asimilable a otras tantas representaciones ins-
critas ya en la memoria colectiva.
El atentado del 11 de septiembre se nutre directamente de la
memoria mediática cultivada por multitud de producciones es-
pectaculares; es su prolongación natural. En términos simbólicos,
no sorprende pues se inscribe en una estrategia de invisibilización
del mal: no es reivindicado, es multifacético, transnacional, no
utiliza métodos «ortodoxos», es susceptible de extenderse de ma-
nera contagiosa. A ello le responde una idéntica estrategia de in-
visibilización por parte de las autoridades estadounidenses: no ve-
mos víctimas, no nos muestran la respuesta bélica. Como en la
guerra del Golfo, nos podemos preguntar si esto es una guerra, si
–como escribía Baudrillard– ha tenido lugar.

IV. El juego con el azar: la otra cara de la fatalidad

El accidente es un milagro al revés.


Paul Virilio

En el accidente, en la catástrofe, el factor azar es fundamental.


Tras el imaginario del fin está sin duda un miedo pánico al azar,
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un miedo a la ruptura de todo orden, una angustia a que lo inde-
terminado venga a romper la cadena de los hechos, la continuidad
de la Historia.
Accidente y azar están íntimamente unidos, como el anverso
y el reverso de una misma moneda, en una figura reversible que
podría ser la de la Fatalidad y, tras ella, la de la Felicidad (una
historia fijada para siempre, en términos irreversiblemente po-
sitivos, que no a todos les toca). La vieja figura del destino ron-
da por ahí, pero como ya no se cree en el fatum romano ni en el
destino judeocristiano, la figura se reencarna, se desarticula y
trivializa en mil pequeñas plasmaciones: de manera más o me-
nos feliz, en juegos de azar, lotería o concursos televisivos; de
manera más azarosa, a menudo dramática, en rutas del bakalao,
consumo de drogas o conductores-kamikazes, por citar sólo los
ejemplos más llamativos donde se juega con el azar y la fatali-
dad.
Los juegos-concurso podrían ser la cara risueña del accidente,
«milagros» al pie de la letra, por retomar el símil de Virilio,
quien decía que el accidente es un milagro al revés. «Enderezan»
el accidente, rectifican, ponen en su sitio al destino, volviéndolo
feliz, restableciendo mágicamente la fe en el milagro. Pero son
milagros de este mundo porque no necesitan intervención de ele-
mentos trascendentales (ni siquiera inteligencia fuera de lo co-
mún, ni habilidades extraordinarias); son de dominio público,
asequibles al hombre común, como una manera trivial de domes-
ticar el azar, de jugar con el accidente.
El juego-concurso es el reverso eufórico –aunque también
accidentado– de la figura del accidente: cara y cruz de una mis-
ma lógica donde el azar amenaza –para bien y para mal– la inte-
gridad de lo real, los valores plenos. El concurso lo supera me-
diante el juego y la risa, como una huida hacia delante, siendo
un remedio homeopático contra el pánico (Jesús Ibañez, (1994).
Es una manera de prevenir el mal, y la televisión es el deus ex
La fascinación por el accidente: la tentación del desorden
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máchina que reparte premios y felicidad, encarnación tecnoló-


gica posmoderna del destino clásico: esto es, un milagro perfec-
tamente posible, sin necesidad de ningún dios, en un mundo de
ficción –un mundo de los posibles– como es la televisión, forma
moderna de inmanencia, religión laica, sin dioses pero con fa-
mosos.
Si el juego-concurso reparte la felicidad al azar –como una
manera de consagrar la gratuidad frente a la indeterminación,
de dominar mágicamente lo indeterminado–, los vídeos do-
mésticos recurren a la misma figura, aunque en clave de infeli-
cidades, repartiéndolas de manera azarosa, de una manera que
nos puede ocurrir a todos. Si en el juego-concurso el participan-
te aparece como el elegido de Dios –un Dios inmanente, me-
diatizado, encarnado por el medio–, el falso héroe de los vídeos
domésticos es aquí el elegido del diablo. Pero es una encarna-
ción amena más asimilable a unas diabluras de niño que a la
obra de un demonio, un diablo nada siniestro, como domestica-
do, que se convierte en cómplice del protagonista. El azar es el
aliado, alimenta el relato; delata la presencia de espíritus ma-
lignos, es cierto, pero antes que nada graciosos y humanos, cer-
canos a nosotros.
Domesticar el mal es, en fin, acercarse a él, volverlo familiar,
asimilarlo al espacio doméstico (domus viene de casa en latín), qui-
tarle su carga inquietante al accidente haciéndolo previsible (co-
mo en el arte del gag), es decir, volver familiar lo extraño, lo que
viene de fuera a inquietar (extraneus es extranjero). Familiarizar la
violencia, el riesgo, el dolor, la muerte, es anular –o reducir– la al-
teridad del mundo, convirtiendo al hombre en muñeco mecánico,
y es también una manera de anular el sentir, de alejar el miedo, de
prevenir el dolor.
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V. Vídeos domésticos: de los rituales de riesgo a
la domesticación de la muerte

Los programas-concurso son parte de los ritos de la modernidad,


como una manera de domesticar el riesgo, de coquetear con la
muerte, aunque sea de manera imaginaria, de oscilar entre el azar
y la necesidad sin caer en la fatalidad. Pero la muerte vuelve, co-
mo el eterno retorno de lo prohibido, en forma más literal en
otros programas. Son programas también lúdicos, pero basados
en sucesos reales que, en sí, son cruentos: caídas violentas, acci-
dentes, choques de vehículos, catástrofes naturales, sucesos carac-
terizados por su cariz espectacular. Nos referimos a los vídeos de
producción casera que recogen estos hechos que pueden estar cir-
cunscritos al ámbito familiar o social. Más allá de su contenido
trivial y de su forma amateur, encierran otro componente simbóli-
co del juego que comparten con el deporte (en particular con los
deportes de riesgo): es la fascinación por lo accidentado, lo cual
revela una tentación de desorden.
Como siempre, el modelo norteamericano prima: a principios
de los años noventa I witness video [El vídeo testigo], de la NBC, re-
cogía imágenes, casi siempre de violencia, de videoaficionados (15
millones de videocámaras en Estados Unidos). Lo imitarían en Es-
paña Vídeos de primera (TVE-1) y, más tarde, Impacto TV (Antena 3).
Si los concursos escenifican la suerte, los vídeos domésticos, en
cambio, escenifican la muerte, juegan con ella, en una figura a con-
trario pero que convoca la misma hiperrepresentación. Aquí tam-
bién todo es demasiado excesivo, repetido hasta producir un gag, in-
cluso (y sobre todo) en los casos más dramáticos. Estamos en la otra
cara del azar: en la de la fatalidad y el riesgo, en el ámbito de todo
cuanto se acerca metafóricamente a la muerte sin caer en ella por-
que muestra la realidad de la manera más cruda (sin el arte del pro-
fesional del medio, sin el atenuante del relato, sin la sublimación
de la ficción), pero al mismo tiempo pone tierra por medio.
La fascinación por el accidente: la tentación del desorden
© Editorial Gedisa 175

La muerte está ahí, pero desdramatizada; el riesgo es mayor


pero desrealizado; el sufrimiento es obvio pero desencarnado (los
personajes se vuelven títeres, impresión incrementada por el efec-
to de repetición, forma elemental de la risa). La simulación, el
juego y el humor mantienen a distancia el miedo, la inminencia
de la muerte, la remiten a otro mundo, el de los juegos infantiles
(los bolos), el de los gags cinematográficos, pero encierran una
enorme violencia simbólica.
Entonces queda la fascinación: por algo que podría tocarme
pero que la representación transforma en espectáculo, en algo le-
jano, que no me afecta, que la repetición vuelve irrisorio y la risa
permite expulsar.
¿Y si la muerte fuera de risa –un puro gag–, algo sin consis-
tencia, y el riesgo un juego gratuito sin consecuencia? Estos pro-
gramas redundan en ello, creando un consenso visual en torno al
conflicto, al accidente, a la catástrofe. Todo es visible, todo es asi-
milable, hasta lo más espeluznante.
La violencia de los vídeos domésticos no deja de recordar la de
los reality shows, pero la lógica es inversa: si el reality show es un
compartir el dolor de uno (uno que puede ser yo o cualquiera de
nosotros), dentro de un ver narcisista (uno como sujeto pasivo del
mal), en la contemplación de los vídeos domésticos la estructura
del ver se invierte en una suerte de exorcización del mal: la visibi-
lización ya no se aplica a un sentir único, sino al sentir de uno
frente al sufrir del otro; el sujeto pasivo del mal es el otro, víctima
involuntaria de un sufrimiento inesperado, repentino, que rompe
el orden de las cosas e introduce desorden. Ocurre todo lo contra-
rio, en cambio, en el reality show: se parte de una situación de de-
sorden, ruptura o accidente para restablecer un orden: el reen-
cuentro, la reconciliación.
Aquí se parte de un orden perturbado por un desorden. La fi-
nalidad es el accidente, que se ve consagrado como máxima figura
narrativa, como clímax convertido en estado, en situación defini-
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© Editorial Gedisa
tiva consagrada por la repetición de la escena violenta. Hasta la
muerte, que es el colmo del accidente, el fin último del relato, lle-
ga de pura casualidad; es la gran desconocida (no se la reconoce
como tal): está ahí, ante nuestra mirada incrédula, sin ser realmen-
te ella («No puede ser», «Es increíble»). La violencia como acci-
dente consagra aquí la muerte por casualidad como figura ahistó-
rica (sin causalidad), una muerte que no se inscribe en ninguna
continuidad, que es totalmente inesperada.
De acuerdo con una estrategia repulsiva, se procede median-
te desplazamiento del mal: un sentirse bien uno «gracias» al
sentirse mal del otro, es decir, un no sentir el mal ajeno como
dolor, un objetivarlo hasta integrarlo en una mecánica especta-
cular, o incluso de risa (la repetición contribuye a ello, como
fuente elemental de humor). Tras todo ello, hay una lógica per-
versa vinculada a la hipervisibilidad del hecho: «Si (tanto) ocu-
rre a otros (a todos), es que no me va a ocurrir/no me ocurre a
mí...». Estamos ante lo que Barthes llamaba una «figura homeo-
pática»: con una buena inoculación de mal, uno se cura en salud
y previene el mal futuro.
La visibilización de lo inminente (el accidente, el desenlace fa-
tal) es asociada al otro, a lo otro (a un telos que me deja indemne),
funcionando el/lo otro (lo ajeno, lo lejano) como sustituto mágico
del objeto, del mal. Mediante un ejercicio de exorcismo, la ima-
gen objetiva devuelve la inocencia. Es el colmo de la visibiliza-
ción: si es visible, es expulsado de la realidad: es otra realidad, la
de la representación mediática, esto es, un puro espectáculo, algo
que todos sabemos que no es la realidad, pero que tiene tanta rea-
lidad (como representación) como la realidad objetiva.
Con esto, la violencia de los hechos representados se ve virtua-
lizada y la muerte misma domesticada. Gracias a la magia del es-
pectáculo, la representación invalida la realidad de los hechos: si
tanto ocurre en la ficción mediática, es que ya no puede ocurrir
realmente; la muerte «chupa cámara», la imagen absorbe su reali-
La fascinación por el accidente: la tentación del desorden
© Editorial Gedisa 177

dad (y ya no la devuelve). La representación es un agujero negro


donde se pierden los contenidos.
Más genéricamente se produce también una domesticación
del azar: éste pierde su carácter de fatalidad (el desenlace fatal) pa-
ra adquirir tintes de gratuidad. En una reversión del sino (la idea
de que todo está predestinado, de que tenemos un destino: la
muerte es parte –y fin– de él), los vídeos domésticos son para mal
(para el mal: la muerte) lo que la lotería es para bien: siempre les
toca a otros, aunque a todos nos pueda tocar, pero sólo virtual-
mente, dentro del mayor de los azares.

Conclusión: Las derivas comunicativas o la «parte


maldita» de la realidad

Fascinación por el accidente, por lo anómico, en informativos, re-


portajes y docudramas; juego con el azar en su doble componente
(felicidad/infelicidad); juego con lo visible en los talk shows, con
su ventilación de lo privado, de los conflictos íntimos, hasta to-
parse con lo tabú, lo secreto, en los reality shows; juegos con la rea-
lidad misma en una confusión entre documento y representación
en los llamados programas de realidad: todo gira en torno a un
juego con los límites mismos, límites entre los miedos arcaicos y
los imaginarios posmodernos, límites entre los grandes principios
–lo eufórico y lo disfórico–, límites entre los géneros, límites por fin
entre realidad y ficción. Todo se resuelve en un intento de superar
estos límites –de confundirlos a veces, o simplemente de ignorar-
los– hasta crear figuras reversibles o híbridas.
Lo disfórico, incluso en los talk shows y reality shows, se con-
vierte a menudo en eufórico, gracias al final feliz, a los reencuen-
tros inesperados, al perdón impensable. Lo anómico deja paso a lo
integrado con la asunción, mediante el ritual de la confesión, del
secreto. El azar se vuelve destino feliz en los juegos-concurso, la
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desgracia ajena deviene gracia para el que la contempla y el dolor
espectáculo humorístico en los vídeos domésticos, la infelicidad
se torna razón de ser en las series, y la ficción –el juntar a diez per-
sonas que no tienen nada que ver entre sí– se convierte en realidad
humana (tribu, «peña», pareja, o lo que sea) en los programas de
realidad.
A esta reversibilidad de los contrarios hay que añadir los cru-
ces, la combinación de componentes en diferentes géneros y pro-
gramas, especialmente en las series y sitcoms, cuya función social
es sin duda la aceptación de la heterogeneidad de lo humano. Pe-
ro, dentro de estos procesos, hay derivas peligrosas y fenómenos
de reversibilidad en segundo grado: la primera es la producida
por los programas de realidad, donde la ficción se hace realidad,
además de crear a su vez una identificación real con estos persona-
jes construidos por la ficción televisiva. Producto del simulacro
de realidad que genera el medio, los ex participantes de estos pro-
gramas se erigen en referentes de otros discursos de entreteni-
miento, instaurando una especie de actualidad sui géneris, autár-
quica, reflexiva, autorreferencial, centrada en cultivar el conflicto
a posteriori (véase, dentro del «efecto Gran Hermano», el papel de
Crónicas marcianas en la consagración de un universo de referen-
cias mítico en torno a los personajes del programa, incluso un año
después de terminar).
Más preocupante es otra deriva, concretamente la de algunos
talk shows donde el acoso simbólico a la intimidad se convierte
en centro del temario; o los programas de debate donde el con-
flicto se erige en estructura comunicativa (Tómbola, Moros y cris-
tianos: véase siguiente capítulo). En estos programas, la polémi-
ca se vuelve fin en sí y el enfrentamiento de personas sustituye a
la confrontación de ideas y enmascara el debate público; o, toda-
vía más grave, las confesiones de «grandes» asesinos en algunas
series televisivas en Estados Unidos (¿lo harán un día con Bin
Laden?).
La fascinación por el accidente: la tentación del desorden
© Editorial Gedisa 179

Con esto se establece una nueva relación entre los espectadores


y la violencia representada. Estamos lejos de los héroes positivos
con los que se identificaba en términos positivos el espectador de
antaño; estamos incluso más allá de una lógica de la identifica-
ción. La pantalla televisiva llega a ser el espejo en el que el espec-
tador contempla su «parte maldita», su parte negra, opaca o invi-
sible, al margen de toda aceptabilidad social o moral, y vive una
experiencia del límite en la frontera entre el pánico y la atracción
fatal.
Sin duda se deriva de un sentimiento de vacío, causado tanto
por el fallo de los sistemas ideológicos y simbólicos como por una
sensación de inminencia, un miedo pánico a la catástrofe, acen-
tuado después del 11 de septiembre, que se subsume en huida ha-
cia delante y visibilización a ultranza del mal.
Estamos, aquí también, ante una lógica sacrificial que enraíza
en mecanismos bastante primitivos: una lógica de inmolación de
los objetos negativos, como un intento de eliminarlos, de hacerlos
desaparecer, de expulsarlos de la conciencia, de evacuar toda mala
conciencia. Pero esta eliminación procede, como en una ceremo-
nia primitiva, haciéndolos visibles, mostrándolos. En este recorri-
do de lo invisible a lo visible, del secreto a la obscenidad, el dis-
curso televisivo es estratégico: más allá del espectáculo está lo
hipervisible.
El nuevo pacto comunicativo permite sellar un consenso for-
mal que es acuerdo sobre la forma más que sobre los contenidos.
Gracias a este código de representación, unifica en vez de separar,
reúne bajo el signo de lo excesivo principios aparentemente aleja-
dos, permite reconciliar los contrarios, hacer coexistir lo eufórico
con lo disfórico. Refuerza así la adhesión en torno a un modelo de
realidad que es factor de acuerdo porque se genera ante nuestra
mirada e incluso con nuestra participación como espectadores
presuntamente activos, interactivos, que hemos llegado a ser gra-
cias a las tecnologías de la comunicación.
El zoo visual
180

© Editorial Gedisa
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to de Cultura y Tecnología «Miguel de Unamuno», Universidad Carlos III
de Madrid, 2000.
8
De la espectacularización del
debate a los rituales circenses

Como hemos visto en el capítulo 3, la lógica del espectáculo se


extiende al conjunto televisivo, afectando también a los discursos
referenciales, tanto en su modalidad estrictamente informativa
(Telediario) como en su modalidad metadiscursiva: programas de
debate, de reflexión sobre los grandes temas sociales o los peque-
ños aconteceres cotidianos. Nos centraremos ahora en este segun-
do aspecto.
Esta espectacularización procede sin duda de una contamina-
ción del talk show como programa-contenedor; éste se impone co-
mo formato canónico o modelo formal, produciéndose un trasla-
do de las técnicas del talk show y de las variedades al debate
televisivo, con una escenificación dramatizada del habla pública.
Con esto se transforma el debate intelectual en espectáculo de
personas y la confrontación de ideas –esto es, el diálogo– en ex-
plosión de voces inconexas: enfrentamiento de «puntos de vista»
a menudo antagónicos, generalmente incompatibles, que se de-
grada en enfrentamiento de personas.
Se diluye asimismo la calidad del discurso público, degradán-
dose la opinión pública en opinión común, en discurso trivial. És-
te se inscribe en una libido loquendi como escribe Claudio Magris
(citado por Bettetini y Fumagalli, 2001):
La sociedad de la opinión tiende a poner todo en el mismo plano, en
una suerte de bazar indiferenciado en el que cada cosa y su contrario
resultan ser simples optional bajo la consigna de un «hablemos» uni-
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versal. Esta permanente mesa redonda, en la que expertos sobre mo-
da o sobre Dios dan su opinión sobre todo, se transforma en una pa-
rodia de la gran tolerancia democrática y liberal que había en sus le-
janos orígenes.

¿Cuál es la clave de esta degradación del habla pública? Está


en la lógica misma del espectáculo.

I. El debate como espectáculo

Lo mismo que existe una puesta en imagen de la actualidad en los


medios escritos, se produce aquí una puesta en escena del habla,
en su performatividad misma. Es el acto de habla el que da cartas
de realidad al discurso e instituye la realidad de la información,
estableciendo al mismo tiempo «sujetos de discurso», sujetos ha-
blantes cuya competencia –en un acto performativo– es fundada
por la performance discursiva. El verse proyectados en el discurso
público les confiere un cierto estatus, crea imágenes de marca, los
consagra como sujetos de poder, como portavoces legitimados del
actante colectivo: se establece así un discurso de autoridad dotado
de un cierto poder-decir.
Hoy este discurso se ha trivializado –se ha generalizado y de-
gradado–, sin duda por el peso de una práctica procedente de Es-
tados Unidos, el talk show, que es un formato que mezcla debates
y variedades. Es más, de tanta espectacularización, el debate pú-
blico es tratado como variedad o entretenimiento, cuando no co-
mo juego. Son reveladores, a este respecto, los protocolos de pre-
sentación de estos programas, a menudo inspirados en el mundo
del espectáculo, en particular la escenografía y los recursos para-
verbales que «introducen» el debate, es decir, la toma de palabra.
Podríamos incluso establecer un símil entre el periodismo es-
crito y el audiovisual, entre el juego de titulares, citas y fotos en la
De la espectacularización del debate a los rituales circenses
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prensa sensacionalista y los procedimientos de escenificación del


presentador. En muchos programas de debate, como pudieron ser,
en los años ochenta, los de Jesús Hermida, que fue precursor de
esta espectacularización del debate (y que, sin embargo, ya no es
el compendio de tics y estereotipos que fue entonces), podríamos
distinguir varios modos de presentación recurrentes que institu-
yen una verdadera ritualización del acto de habla:
– El soliloquio del presentador que hace las veces de preámbulo.
– La presencia –muda, puramente representativa– de los invita-
dos, que sirven de valedores del programa mediante la simple
visibilización de su competencia, explícitamente confirmada
por su presencia física.
– El suspense creado por el presentador, que juega con el efecto
de sorpresa ligado a la identidad del invitado-estrella y acen-
túa el prestigio tanto del invitado como del presentador que
ha sabido «captarle» para su programa.
– El anuncio, al modo circense, con música rimbombante y
aplausos de acompañamiento, del famoso de turno.
– El «efecto de pasarela», gracias a las tomas panorámicas, los
zooms, picados y contrapicados que escenifican la entrada del
invitado, encarnación de un habla modélica.
– Una vez empezado el debate, las tomas de palabra, que son co-
mo un cuerpo a cuerpo, las más de las veces limitado a una co-
lección de puntos de vista (más que de análisis), producen un
«efecto de revista» dentro de un «prêt-à-penser», un pensa-
miento-variedades.

Una vez más estamos ante un doble proceso de autentificación


(el efecto de realidad del que hablaba antes): un efecto de directo o,
como lo llama Alain Ehrenberg (1995), un «efecto de presencia»,
redoblado por un efecto de discurso: una toma de palabra que es
también un tomar cuerpo (el padre Apeles es la encarnación literal de
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© Editorial Gedisa
esta toma del discurso como si de una toma de posesión física, ¡bé-
lica incluso!, se tratase). Se da obviamente aquí un abuso de visibi-
lidad: no por estar físicamente presente y dominar mediante la ora-
lidad, uno es más contundente en las ideas.
Por otra parte, lo mismo que hay una visibilidad excesiva,
también existe una invisibilidad abusiva, tan estereotipada ésta
como aquélla, como ocurre en los disfraces de los testigos que no
quieren ser reconocidos. Llamaba la atención, en un reciente de-
bate sobre el incesto, las intervenciones de unas esposas cuyos hi-
jos habían sido víctimas de abusos sexuales por parte de sus pa-
dres. En una verdadera visibilización de lo invisible, se asistía ahí
a una escenificación del anonimato: unas señoras que, para no ser
vistas, llevaban todas las mismas enormes gafas negras, como las
que son de recibo llevar en los entierros, pelucas desbordantes y
llamativas (que no paraban de manosear como si de un cuerpo ex-
traño se tratase), más propias de artistas de revista de cabaré en
busca de contrato que de madres compungidas; y, finalmente,
unos aires de anonimato, una manera de estar ahí sin darle mayor
importancia continuamente corroborada por el decir y el actuar
del conductor del programa. Podrían haber aparecido en la pe-
numbra, de espaldas o con la cara oculta. Pero no, hasta en el ano-
nimato se daban a conocer mientras procuraban no ser reconoci-
das. Y, para mayor efecto, todas iguales, conforme a un código del
aparecer, una idéntica manera de ostentar como panoplia los sig-
nos de pertenencia al grupo.

II. El debate como ritual de combate

En el debate espectacular la confrontación de ideas deja paso a un


careo de personas. Como en el reality show, es un verbo hecho
cuerpo, un «diálogo» encarnado en actores de sí mismos que «re-
presentan» –dramatizándolas– distintas «posturas» o tomas de
De la espectacularización del debate a los rituales circenses
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posición que, literalmente, se pueden convertir en agresividad


verbal e incluso física. El ya citado padre Apeles, cuyas interven-
ciones terminaron a menudo en enfrentamientos físicos, es la la-
mentable encarnación literal de esta conversión del debate en ver-
dadero pugilato.
El diálogo se torna entonces una lucha cuerpo a cuerpo y la
dialéctica del intercambio intelectual en un puro cara a cara de
posturas exacerbadas, cuya incompatibilidad es agudizada por la
necesidad de afirmar –imponiéndola– una postura que no admite
matizaciones ni permite avanzar en el debate. La finalidad es la
victoria de un sujeto o un bando sobre otro, lo cual trivializa toda
noción de «sector de opinión», degradando así la idea misma de
opinión pública. Da por otra parte una triste imagen del debate
democrático, en particular para el público infantil, propiciando
un consumo lúdico, bastante nefasto para la imagen del discurso
público, donde lo que se aprecia es más la habilidad en saber ma-
nejar la imagen que las ideas. Una vez más prevalece la función de
entretenimiento sobre la función didáctica y la comunicación se
limita a la performance formal.
La lógica que impera aquí es antitética (de oposiciones irre-
ductibles), la moral es maniquea y la lección es de poder, ence-
rrando una enorme violencia simbólica: para hacer valer las ideas
hay que imponerse –verbal y físicamente– al otro; de ahí las vo-
ces, los gritos, los soliloquios, las interrupciones, los solapamien-
tos de discursos que se producen continuamente en estos debates,
llevando a cabo, hasta su caricatura, la asimilación entre palabra y
acción, en ciernes en el reality show. Triste lección de diálogo para
las jóvenes generaciones.
El plató de televisión se convierte, pues, en ring, el espacio pú-
blico en un ruedo, y el intercambio, liberado de toda regla, en ca-
ricatura de foro. Esta visión maniquea no deja de reflejarse en los
nombres de dichos programas: Moros y cristianos (Tele 5), y hasta
en la conformación del espacio, con una división entre «bandos».
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
El espacio comunicativo se transforma en espacio pasional, de
corte patémico, donde el pathos –la expresión inmediata, salvaje,
de las pasiones–, lejos de ser un lenguaje, como puede ocurrir en
el talk show, o incluso una liberación personal que permita acer-
car posturas, posibilitar reencuentros o fomentar reconciliacio-
nes, es aquí una exacerbación de lo irreconciliable que agudiza
las oposiciones, y vuelve imposible, las más de las veces, el en-
tendimiento (la conciliación de posturas).
Se imponen así verdaderos rituales de combate a partir de una
espectacularización del habla y de su puesta en escena. Quedó
patente, en la década de los noventa, en programas como Moros y
cristianos (primera y segunda época en 1993, con un revival al final
de la década) y, en otro ámbito, en Los comunes (programa efímero
de Jesús Hermida en 1999). También en determinados talk shows
donde tiene su lugar el debate en forma de tertulia o entrevista
dramatizada y cotilleo: programas de Pepe Navarro (Esta noche
cruzamos el Mississippi en Tele 5 y La sonrisa del pelícano en Antena
3 a finales de 1997) o Tómbola y, en clave entre paródica y lúdica,
Crónicas marcianas de Javier Sardá.

III. El circo televisivo

En todos estos programas la función mostrativa es fundamental,


con una tendencia clara al esperpento, seguramente muy anclada
en la tradición española. Hay en ellos lo que podríamos llamar
una gran corporalidad: de acuerdo con un código literal, una im-
portancia del mostrar teatralmente, del plasmar físicamente la ex-
presión de las ideas, que delata una preponderancia del sentir so-
bre el pensar, una hegemonía de lo pasional en detrimento de lo
racional.
Como botón de muestra, esta manera muy mediterránea de re-
currir al gesto para apoyar, prolongar o incluso sustituir a la ex-
De la espectacularización del debate a los rituales circenses
© Editorial Gedisa 187

presión que tenía un taxista, encarnación de la voz de la calle,


quien, en un programa de Moros y cristianos, al haber agotado los
argumentos, se abrió la camisa exclamando «¡Mi honradez es es-
to!»: hombre «de pelo en pecho» para una televisión «de tripas al
aire» que airea y ostenta la expresión in-mediata, en directo, del
sentir como si ello fuera garantía de autenticidad; una televisión
que repite enfáticamente: «Estamos en directo», «Esto es la reali-
dad», como si, en un acto performativo, el simple hecho de decir-
lo/mostrarlo diera carta de realidad a lo mostrado; y donde el pre-
sentador oscila entre el bufón, heredado de la commedia dell’Arte, y
un deus ex máchina, sacado de un auto sacramental, figura eva-
nescente que se borra, se retrae, para dejar hablar a la vox pópuli.
El plató llega a ser así espacio literal de mostración, espacio
teatral, mimético por excelencia, lugar de lo espectacular, lo vis-
toso, lo impactante. Este rasgo se traduce también, en el mismo
programa, en efectos tanto sonoros como visuales: anuncio del
presentador al modo del boxeo, gritos del público, utilización de
rótulos para situar a los contertulios en «pros» y «contras», inte-
rrupción del debate para dar la palabra al «pueblo llano», a los
ciudadanos de a pie, visualización del resultado de las votaciones
de los espectadores, y todo un ritual participativo en el que se
contabilizan votos y demás muestras de «opinión». Todo ello al
amparo del entretenimiento: «Tenemos una larga noche de deba-
te intensa, pero también entretenida», y bajo los ropajes de un
presunto hacer democrático que da la palabra a «todos».
Esta función de mostración tiene mucho que ver con el código
circense, tanto por el papel de animador-amigo del presentador
–con una fuerte función fática (Jakobson), de contacto– como por
el papel activo del público en forma de rituales participativos
(aplausos para animar a los concursantes o incluso intervenciones
para ayudarles, presencia de familiares, etcétera). Este último rasgo
acerca estos programas a los concursos televisivos, revelando una
hegemonía del modelo representado por el talk show: la consagra-
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
ción de la prestación oral como acto físico, performativo, que le da
realidad y precio a la producción del sujeto en el espacio público.
Como en el juego-concurso se produce una espectaculariza-
ción del intercambio que afecta a todos los componentes de la es-
tructura comunicativa: el producirse en el escenario televisivo
acaba siendo el objetivo principal del acto comunicativo –«Lo
importante es participar»– como si la producción en sí ya fuera
una prestación, al margen de la ganancia. Estamos aquí ante una
inflación de las formas (de la estructura comunicativa) que nos si-
túa más allá de los contenidos; al margen de la finalidad lucrativa,
de la idea de ganancia, hay un capital simbólico consistente en el
acto mismo de mostrar.
Lo que «vende» la televisión es tanto la comunicación misma
como lo que se comunica; de ahí, en los concursos de respuesta por
lista cerrada, la importancia del factor suerte en la consecución de
la buena respuesta. Importa menos, al fin y al cabo, la cultura del
concursante –su bagaje de saber, su «preparación»– que la habili-
dad en elegir, las más de las veces al azar, la respuesta adecuada.
Tal vez este parámetro –la gratuidad del acto– sea tan impor-
tante como la ganancia económica y la clave de la fascinación que
ejerce sobre el telespectador. Hay aquí una ganancia simbólica: el
seguir ahí, el seguir «chupando cámara», el ser visto por amigos y
familiares. Esto se ve acentuado en los recientes programas donde
se pone precisamente a prueba la capacidad de aguante del con-
cursante, como ocurre, por ejemplo, en La silla.

IV. De la trivialización del debate a la


frivolización del presentador

En la conversión del debate en circo televisivo, la figura del pre-


sentador es clave, con cambios sustanciales en su estatus y papel
narrativo. Ha sido especialmente llamativo en los grandes talk
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© Editorial Gedisa 189

shows de prime time, que han ido desplazando a las tradicionales va-
riedades de la paleotelevisión.
Formato-ómnibus, este nuevo tipo de programa se caracteriza
por la heterogeneidad de contenidos y tratamientos y por su larga
duración. Aunque entra dentro de los programas de variedades (J.
Barroso, 1996), los cuales combinan el humor y la música princi-
palmente, adopta una perspectiva más amplia incluyendo entre-
vistas, parodias de ficción, bailes, malabarismos y espectáculos. Es
un tipo de «programa-global» que corresponde perfectamente al
modelo de la neotelevisión formulado por Cassetti y Odin (1990)
como «flujo continuo, aunque microsegmentado y sometido a rá-
pidas variaciones de intensidad, indeterminación y polivalencia».
Estos formatos, a la par que mantienen una línea de diversión
fiel a los programas-contenedores, con su heterogeneidad de con-
tenidos de entretenimiento –música, habilidades, chistes y demás
payasadas de la televisión comercial–, han sabido integrar temas
de debate tratados al modo conversacional y ameno, en particular
en temas «sensibles» y morbosos como pudieron ser todos los re-
lacionados con la intimidad de los famosos, escándalos y actuali-
dad negra. Sin duda, con esto recogían la demanda difusa de un
público popular cansado de la política, amenazado por la crisis
económica y deseoso de evadirse.
Con el auge de la televisión privada, se acentuó esta línea hí-
brida y se asentó un modelo de talk show representado en sus ini-
cios por los programas de Pepe Navarro (Esta noche cruzamos el
Mississippi y La sonrisa del pelícano). El año 1997 fue la culmina-
ción de lo que se dió en llamar la «telebasura». La sonrisa del pelí-
cano, con su peculiar corte de los milagros, creó una esperpéntica
galería de personajes, cultivando una habilidosa mezcla de hu-
mor, sexo y truculencias.
Tuvo sus momentos estelares y puntas de audiencia con las
fanfarronas declaraciones de Mario Conde sobre la poca importan-
cia que tenía para él ir a la cárcel, las confesiones del travestí Cris-
El zoo visual
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tina La Veneno y, sobre todo, las presuntas revelaciones sobre el ca-
so Alcàsser en forma de culebrón.
Entre insultos y polémicas activadas –cuando no inventadas–
por Pepe Navarro y sus carnavalescos detectives, se desgranaron
con todo lujo de detalles escabrosos los pormenores de las viola-
ciones de las cuatro chicas, todo ello entremezclado con largas se-
cuencias sobre el coito de las tortugas y de las nutrias; no faltaba
un reportaje «guarro» sobre un músico roquero que declaraba:
«Me voy a cagar en todo lo cagable», detallando su afición a ensu-
ciar las paredes cuando sufría descomposición intestinal, o las in-
terminables disquisiciones sobre el tamaño del cipote del conde
Lecquio, propenso siempre a promocionarse a sí mismo y a la dis-
coteca que «representaba».
Todos los «demonios familiares» de la España cañí (negra, ro-
sa, amarilla) están presentes en este combinado de lo morboso y
de lo kitsch: las fantasías sexuales masculinas, con demostración in
situ, los caprichos del caniche Trotski que su dueña Sara ha adies-
trado para que tome parte en los actos sexuales de sus clientes, el
intento de exorcismo sobre una endemoniada burgalesa o, a ins-
tancia de Pepe Navarro, la llamada telefónica del anticristo que
aparece acto seguido en pantalla, sin olvidar los numeritos de tra-
vestidos y demás mariconadas, todo ello bajo el sello de la moder-
nidad y la liberalización.
Los directivos de Antena 3 no paran de congratularse. Anun-
ciada a bombo y platillo por el presidente del grupo como «una
programación de calidad que fomenta los valores éticos y huma-
nos», la nueva rejilla de Antena 3 va a consagrar a Pepe Navarro
como la estrella del momento, presentada por el entonces director
de la cadena como «un símbolo de modernidad y de espíritu revo-
lucionario» (sic). El pelícano sonríe como nunca, el ranking au-
menta y todo va bien en el país.
Más allá de la degradación de los contenidos y de la trivializa-
ción del debate, se legitima aquí un modelo televisivo centrado
De la espectacularización del debate a los rituales circenses
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en el carisma del presentador, ya no el presentador pasivo, cortés y


distante –yerno ideal– de la paleotelevisión, sino un presentador
hiperactivo, mordaz, partícipe en el juego televisivo y que es un
elemento más de la estructura comunicativa: la figura del presen-
tador se frivoliza. Esto, y la integración participativa del público,
marca una modificación sustancial del contrato comunicativo, un
desplazamiento de la dinámica –de los contenidos hacia las for-
mas– y una polarización en torno al dispositivo comunicativo.
Más que nunca, «lo importante es comunicar», y el presenta-
dor, cual un Monsieur Loyal del circo, es una pieza fundamental
de esta mecánica lúdica. Se van a multiplicar desde entonces los
presentadores amenos, morbosos, provocadores, hermanos, paya-
sos, «cachondos», hasta crear, con la complicidad de animadores,
colaboradores, invitados especiales y demás piezas del espectáculo
televisivo, una auténtica tipología del nuevo hombre televisivo
que va a integrar pronto una dimensión paródica.
Se consagra así una verdadera cultura del cachondeo donde ya na-
da se toma en serio: ni los contenidos, ni las personas; donde nadie
está ya en su sitio, donde la representación misma se desdobla,
siendo a la par presentación de los hechos y su propia parodia.

V. Crónicas marcianas o la televisión que


se parodia a sí misma

Esta inclinación hacia la autoparodia alcanza su máxima expre-


sión con el programa de Javier Sardá en Tele 5 Crónicas marcianas.
Nacido como una alternativa crítica al «modelo» Navarro, este
programa va a caer muy rápidamente en una parodia de sí mismo
y de la televisión en sí, asentando esta cultura del cachondeo a la
que nos referíamos antes y llegando a una total hegemonía de au-
diencia, sólo superada por el posterior fenómeno Gran Hermano y
Operación Triunfo, de los que por otra parte va a aprovecharse.
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¿Cuál es la clave de tal éxito? Primero la estructura formal del
programa que, fiel a la ley de la variedad, mantiene una diversi-
dad de espacios y heterogeneidad de contenidos que evita aburrir-
se. De esta manera se crea una dinámica que elimina la necesidad
de hacer zapping, manteniendo además la expectación con el
anuncio de espacios estelares dentro del propio programa. En esto
es un programa que ha integrado a su forma narrativa el fenóme-
no del zapping: es en sí un programa-zapping.
El tono, también, es lo suficientemente ligero, insolente e irre-
verente como para alcanzar un cierto nivel paródico con respecto
al propio discurso televisivo. En Crónicas marcianas todo es posi-
ble, llegando incluso a ser a veces impensable, como en la ficción;
el programa juega continuamente con este efecto de sorpresa. Al
situarse en el antimodelo, se puede permitir todos los excesos: gri-
tos, peleas (siempre simuladas), palabrotas (deliberadamente em-
pleadas pero controladas); hasta la violencia verbal e incluso física
son espectaculares y se inscriben en el código circense: estamos en
el esperpento, donde todo se amplía, sale de lo habitual, cobra di-
mensiones casi surrealistas, alcanza una cierta locura y juega con
situaciones inverosímiles, siempre al límite de lo grotesco.
De ahí la presencia de personajes esperpénticos, incluso física-
mente, como el enano Galindo, o extravagantes, como Boris, ca-
paces de subirse literalmente a una mesa y parodiarse a sí mismos.
Son caricaturas –perfiles-límite–, lo saben y juegan con ello, con
las identificaciones y las identidades.
Crónicas marcianas es el fiel reflejo de una cultura del exceso
como es la mediática, tanto en los contenidos como en las for-
mas. Aquí no hay límites ni en los temas de los que se habla ni
en la manera de tratarlos: se puede hablar frívolamente de temas
graves o gravemente de temas frívolos; por eso hay una galería
de contertulios tan heterogénea. En ello reside su función carna-
lavesca (Bajtin): en invertir/perturbar papeles y liberar las inhi-
biciones.
De la espectacularización del debate a los rituales circenses
© Editorial Gedisa 193

El exceso se plasma hasta en las formas narrativas, alcanzando


un barroquismo de las formas que es otra característica de la cul-
tura mediática: ritmo trepidante con lo que Barroso (1996) llama
una «hiperactividad del plano», efectos digitales (deformaciones,
transformaciones) que acentúan su cariz ficticio, efectos sonoros y
luminosos variados, cambiantes, que acompañan las revelaciones
o las frases ingeniosas de los presentadores, puntuando en todo
momento el relato, y una escenografía aparatosa que recuerda una
nave espacial y sitúa inmediatamente el discurso en otro registro,
remitiendo a otro mundo.
Como en la tradición epistolar del siglo XVIII (Cartas ma-
rruecas de Cadalso, Lettres persanes de Montesquieu), es este déca-
lage el que permite liberar el discurso, desinhibir el lenguaje y
desatar la crítica. ¿Quién no se acuerda del señor Casamajor,
prototipo del catalán listo y guasón, encarnación del seny, que
había inventado Sardá durante la Transición en su crónica ra-
diofónica para despotricar sobre lo político, hablando de lo hu-
mano y de lo divino con él?
Pero esta hipertrofia de las formas es ambivalente y ahí está el
permanente peligro de trivialización del discurso: lo importante,
al fin y al cabo, no son tanto las ideas, los contenidos, como la for-
ma de defenderlos, de acuerdo con una lógica espectacular que
privilegia sistemáticamente lo extra-ordinario: lo fuera de serie, lo
impactante, lo insólito y hasta lo monstruoso. Finalmente, es im-
posible entender el programa sin referirse a la figura del director y
al estilo peculiar que ha impuesto al lenguaje televisivo.

VI. El presentador, por encima del bien y del mal

Javier Sardá ha jugado aquí con una ambivalencia total: primero


en el tono, con un estilo que rompe moldes, mezcla de una serie-
dad de fachada con un calculado cachondeo y de una pretendida
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timidez con un falso morbo. Ambivalencia, también, en su situa-
ción como enunciador, a la vez dentro y fuera de la estructura co-
municativa, que puede estar muy presente y retirarse de repente
del juego, delegar la palabra a otros coanimadores, que sabe ser
discreto pero que interviene en el momento oportuno, volviendo
cuando los otros se pasan, que sabe escuchar y cortar.
Ese estar al mismo tiempo dentro y fuera del dispositivo es-
pectacular crea a su vez un doble régimen de realidad y de recep-
ción del mensaje que juega con la enunciación y los papeles esta-
blecidos, diluyendo la frontera entre presentador y animador,
narrador y actor. Esta reversibilidad de los papeles condensa y
prefigura una evolución de la neotelevisión hacia productos cada
vez más híbridos que establecen una relación lúdica con la repre-
sentación misma, llegando incluso a ubicarse en una situación
metadiscursiva (véase, más adelante, el capítulo 10): una televi-
sión que evoluciona hacia una cierta reflexividad, que se escenifi-
ca a sí misma y es capaz de hablar de otros programas o de auto-
parodiarse.
Hay en Sardá todo un arte y un código de la gestualidad, de
los guiños de ojo, de la sonrisa o del levantamiento de cejas, que,
de súbito, da otra lectura –distanciada, autorreflexiva o metadis-
cursiva– a cualquier situación. Sardá puede hacer de presentador
serio y animador pillo, de intelectual y de pasota, pero siempre
dotado de un poder absoluto sobre su creación: como Kristof, el
«Creador» de El show de Truman, está presente hasta en sus silen-
cios y la cámara no deja de enfocarle.
Es como una parodia del deus ex máchina, del narrador om-
nisciente de la novela realista del siglo XIX. Figura amena pero
paternal, es la encarnación de la cordura dentro del (supuesto) ca-
os, un representante de la razón dentro de la (aparente) sinrazón.
Es padre y colega a la vez que recrimina suavemente, que llama al
orden cuando ya se ha instalado el desorden, que invoca el buen
decir después de dichas las palabras malsonantes.
De la espectacularización del debate a los rituales circenses
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Esta actitud le confiere un estatus distante, como por encima


del bien y del mal, pero también de la realidad y del simulacro.
Como en una «mise en abyme» o un juego de cajas chinas, el di-
rector es espectador de su propio programa, testigo dentro del
espectáculo de la locura del mundo, juez y parte al mismo tiem-
po. Instancia escópica que no deja de observar la realidad que él
mismo ha generado, es la encarnación simbólica del ojo del es-
pectador, aunque sea un espectador ideal, distante, crítico e
inteligente.
Este juego de cajas chinas se ve acentuado por otra tendencia a
la reflexividad en la que el medio se pone en situación metadis-
cursiva, como ocurrió durante la primera versión de Gran Herma-
no con la retransmisión regular de imágenes y resúmenes de los
mejores momentos (o los más polémicos), los cuales eran analiza-
dos, comentados y parodiados por los animadores de Crónicas mar-
cianas, con la colaboración de familiares y «expertos». Se creaba
así una especie de actualidad interna al medio, generada por él.
Luego se ampliaría el tiempo dedicado a este comentario con la
simulación de una supuesta labor periodística de análisis y con-
traste, mediante un despliegue informativo sobre los sucesos aca-
ecidos en la casa de Soto del Real, como si de actualidad nacional
o internacional se tratara.
Con este discurso autorreferente se acentúa la impresión de hi-
perrealidad: una realidad generada por el medio dentro de la pro-
pia cadena. El medio habla de sí mismo, contituyéndose en refle-
jo, no del mundo real, sino del mundo creado por él a modo de
simulacro, legitimando la importancia del programa Gran Her-
mano.
Se diluye así la figura del presentador como instancia institu-
cional, investida de un poder de representación, para dejar paso
a una figura difusa, desmultiplicada en otros tantos animadores;
un presentador que se automargina, que juega con la transgre-
sión de los códigos de presentación y las reglas de la comunica-
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ción televisiva, y hace las veces de moderador de los otros copre-
sentadores.
Contrastando con el egocentrismo de Pepe Navarro, Javier
Sardá es todo sobriedad (por lo menos aparente), intervencionis-
mo comedido, al servicio de un equipo, como a la escucha del
rumor del mundo y de las voces de sus habitantes, como dejando
hablar a la realidad misma. Con esto refuerza la ilusión de trans-
parencia y el hiperrealismo televisivo, aunque aquí se trate de
una realidad autorreferente, reflexiva, que no está tan alejada
de la realidad creada por los reality soaps (programas de reali-
dad y concursos).

Conclusión: La televisión como espacio zoológico

Tanto estos programas como los que se basan en la mostración hi-


perrealista de los sujetos y objetos sociales, consagran la televisión
como dispositivo espectacular que da a ver la realidad dentro de
un espacio de exhibición que alcanza hasta los aspectos más ínti-
mos –menos visibles– de la vida social y de la personalidad huma-
na, pretendiendo alcanzar una cierta verdad que se va revelando
sobre la marcha, lo que entronca dichos programas con los pro-
gramas de realidad, como veremos a continuación.
Algunos analistas no han dudado en comparar el dispositivo
televisivo con el zoológico. Olivier Razac (2002) escribe al res-
pecto que «la relación entre la televerdad y el zoológico es mucho
más profunda de lo que aparenta, las dos entidades son de la mis-
ma índole. Hombres y animales son objeto del mismo tratamien-
to […]. Se trata de moldear tanto a los hombres como a los ani-
males de acuerdo con la imagen que se quiere dar de los mismos».
Este proceso de visibilización ha evolucionado a lo largo del
tiempo, pudiendo afectar igualmente –y con el mismo tratamien-
to formal– a hombres y animales. Así ocurrió a finales del siglo
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XIX y hasta los años treinta, dentro de las grandes exposiciones


coloniales, con la exhibición, en verdaderos zoos humanos, de
«salvajes» pertenecientes a las colonias de los grandes imperios
europeos. Son escalofriantes a este respecto las fotos de miembros
del pueblo canaque en el zoológico del Jardin des Plantes, en ple-
no corazón de París, rodeados de vallas, en un decorado que recrea
su entorno natural y expuestos a la mirada pública.
La televerdad es heredera de esta lógica de la exhibición que se
interesa por sujetos anónimos, donde podemos incluir tanto suje-
tos humanos como objetos sociales. Esta mirada etnocéntrica se
aplicó mucho a especies en vías de extinción o a territorios vírge-
nes amenazados por el progreso. De ahí surge la tradición del re-
portaje etnográfico; traduce la nostalgia de un mundo virgen, un
sueño de inocencia convertido en «mito del buen salvaje». Tam-
bién delata un afán de inventariar y clasificar las especies huma-
nas, en particular las periféricas o exóticas, y de remitirlas a cate-
gorías centrales mediante la intervención de expertos que vienen
a confirmar y comentar esta tipificación, a la que no escapa la tele-
visión.
Prueba de ello es, en la versión francesa de Gran Hermano Loft
Story, del canal privado M6, la presencia en el plató de dos psi-
quiatras que glosaban e interpretaban en público las costumbres
y comportamientos de los concursantes enjaulados en el loft. Es-
cribe Razac al respecto, refiriéndose a esta «tipología de anóni-
mos» que le da a la escenificación de la intimidad «su significa-
ción y su legitimidad»: «[como en el zoológico] la producción de
caracteres o de un êthos, al mismo tiempo ficticios y auténticos,
suscita pues un placer especial, cuyos componentes son la curiosi-
dad hacia lo espontáneo, la excitación que produce lo íntimo y el
alivio derivado de la clasificación».
La exhibición ya no es, desde esta perspectiva, un atentado a
la intimidad que vulnera la dignidad del sujeto, sino una ga-
rantía de reconocimiento, una prueba de realidad (el existir pú-
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blicamente). Como en el talk show, la televerdad proporciona
estatus, produce modos de vida en las series, reafirma la digni-
dad personal frente a los abusos en el reality show, cumple una
función de refuerzo integrando al yo en una tipología de carac-
teres.
Hoy esta mirada ya no se aplica exclusivamente a los sujetos
lejanos, exóticos, salvajes, sino que, dentro de la evolución de la
mirada televisiva hacia la reflexividad, se aplica al sujeto social
estándar, al hombre anónimo, al ciudadano de a pie. De exóge-
na, esta mirada se ha tornado endógena, de exótica se ha hecho
endótica.
El sujeto exótico –ese «gran Otro» que era el salvaje–, nos di-
ce Razac, ha dejado paso a los sujetos idénticos y anónimos que
somos todos. Los objetos-otros que eran el sexo, la violencia, la
muerte, el horror, lo monstruoso (el extraterrestre, el androide, el
zombi), se han banalizado, han sido domesticados, digeridos por
los medios de comunicación, desrealizados por la hipervisibilidad
del discurso sobre la alteridad; del zoo humano a los programas de
realidad, no hay más que un trecho.
«En los zoológicos humanos –prosigue Razac– se consume lo
salvaje digiriéndolo. No es el gran Otro, el salvaje que se ve en la
selva y del que no se sabe si va a ser bueno o malo, pero es igual.
El zoo humano colonial era un dispositivo que procuraba digerir
la alteridad. Ahora se digiere una imagen de lo mismo. Se reto-
ma la domesticación social de gente ya domesticada. Estos es-
pectáculos siempre tienen vocación de digerir la alteridad, pero
como la alteridad en el sentido que tenía cuando había salvajes y
continentes casi inexplorados en el siglo XIX ya no existe, se de-
senvuelven en lo mismo.»
Y cuando ya no hay alteridad, no queda más que lo idéntico;
cuando ya no cabe nada inesperado, imprevisible, sólo queda la
rutina, el ritual cotidiano, la repetición de lo trivial (Gran Herma-
no), la serialización de lo mismo (sitcoms), la consagración de un
De la espectacularización del debate a los rituales circenses
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cierto orden cotidiano (con sus pequeños desórdenes, casi insigni-


ficantes), los cuales protegen contra cualquier ruptura histórica,
cualquier amenaza de catástrofe. Se legitima así lo cotidiano co-
mo espacio cerrado vuelta de lo mismo, como tiempo plano, sin
relieve, protegido del accidente. De ahí la multiplicación de pro-
gramas que crean espacios utópicos en el sentido más trivial de la
palabra: no lugares (Marc Augé), espacios acotados, apartados del
mundo «real», donde todo es posible dentro de los límites defini-
dos en el simulacro de realidad; mundos míticos, al fin y al cabo,
producto de la televisión, pero que, a posteriori, pueden tener una
incidencia en la realidad y producir famosos, artistas de televi-
sión, productos del marketing visual. Pero este mundo es un mun-
do autista, tanto en la narración como en los temas que trata y en
los universos simbólicos que crea. Gran Hermano y Operación
Triunfo proceden directamente de esta lógica de domesticación
social.
Así se podría explicar la exhibición de la intimidad, no como
proceso perverso, sino como una manera de asumir una nueva
imago, de exhibir una nueva imagen de sí mismo que delata una
superación del recato, el ocaso del tabú sobre el sentir, la asunción
de la parte invisible del ser.
«Propongo llamar “extimidad” –escribe el psiquiatra Serge
Tisseron (2002)– al movimiento que nos lleva a ostentar una par-
te de nuestra vida íntima, tanto física como psicológica. Esta ten-
dencia ha pasado durante largo tiempo desapercibida a pesar de
que es fundamental para el ser humano. Consiste en el deseo de
comunicar cosas del mundo interior. Pero este movimiento resul-
taría incomprensible si no tratara de “expresarse”. Si la gente
quiere exteriorizar algunos elementos de su vida, es para adueñar-
se mejor de ellos, a posteriori, interiorizándolos de otro modo
gracias a las reacciones que provocan en sus prójimos. El deseo de
“extimidad” está en realidad al servicio de la creación de una inti-
midad más rica.»
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© Editorial Gedisa
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niales à Loft Story, Denoël, París, 2002.
Tisseron, Serge, L’intimité surexposée, Hachette, París, 2002.
9
Gran Hermano: el Gran Relato
(Lectura semiosimbólica
de una estructura mítica)

Si hay un tipo de formato que condense el imaginario televisivo y


los mitos de la neotelevisión, éste es, sin duda, el de los reality
soaps (programas de realidad, concursos). En lo que respecta a los
programas de realidad, funcionan como estructura mítica que re-
coge gran parte de las fantasías colectivas y combina dos dimen-
siones aparentemente incompatibles: intimidad y espectáculo. Y
lo hacen instaurando un nuevo tipo de narratividad, no construi-
da a priori, sino elaborada sobre la marcha, con una enorme carga
mítica, donde se concentran varios puntos que hemos abordado a
lo largo de este estudio.

I. Relato y espectáculo televisivo

La intimidad es uno de los objetos que, desde hace poco, más pro-
yección tiene en los medios audiovisuales, una intimidad vuelta
espectáculo, como un objeto más de consumo. Bien simbólico
–y bien escaso, privado, objeto durante siglos de cuidadosa pro-
tección–, la intimidad se ha convertido hoy en un objeto de inter-
cambio al igual que los bienes materiales y otros bienes simbóli-
cos del mismo modo que hace un par de décadas lo fue el sexo,
más recientemente la violencia y últimamente la muerte.
Más allá de la manipulación que puede haber en el tratamien-
to del tema, más allá de la obvia y a menudo vergonzante mercan-
El zoo visual
202

© Editorial Gedisa
tilización del objeto, esta ventilación de la intimidad responde
indudablemente a una demanda colectiva, más o menos clara-
mente expresada por los actores y tergiversada por el medio. Se
refleja en la aparición y desarrollo de nuevos programas que mar-
can una evolución de los formatos y lenguajes televisivos: sitcom (o
comedia de situación en forma de serie), reality show, hoy en de-
cadencia porque hay productos más exitosos, y talk show, ese su-
performato, síntesis de lo informativo y lo recreativo, consistente
en hacer de la comunicación misma un espectáculo, bajo la gran
ley de la Variedad, y que tantos estragos está causando en la pro-
gramación nocturna de muchas cadenas.
Estos programas traen consigo la introducción de nuevas
formas narrativas basadas en el habla y la visibilización de lo
privado. Remanente de la arcaica confesión, sucedáneo degra-
dado del psicoanálisis, el talk show moderno consagra la ventila-
ción de lo íntimo como una forma más del espectáculo televi-
sual y con ello el imperio de lo visual sobre lo vivido. Instaura
así el ojo de la cámara –instancia voyeurista donde las haya– co-
mo una instancia narrativa (como un actante dotado de una
cierta competencia, aunque invisible): la cámara es ese ojo om-
nímodo, dotado de un poder-ver ilimitado, panóptico al que na-
da escapa, dentro de un régimen escópico que se va ampliando
cada día más.
Culminación de esta omnivisibilidad es Internet, la Red de re-
des, que marca la abolición de barreras (geográficas, políticas) y de
límites (temáticos, simbólicos), con el subsiguiente problema
ético que esto no deja de plantear: todo es representable (mostra-
ble, decible) hasta diluir la frágil frontera simbólica entre lo vi-
sible (lo aceptable) y lo invisible (lo inconfesable: el secreto, el
tabú), lo bello y lo monstruoso, la vida y la muerte, lo legítimo y
lo (éticamente) ilegítimo. La caricatura de esta visibilización en
live serían las webcams en Internet. Gran Hermano nace al amparo
de este modelo.
Gran Hermano: el Gran Relato
© Editorial Gedisa 203

Se imponen así nuevos modos de ver y de sentir en los que la


hipertrofia de signos, la saturación comunicativa, la visibilización
a ultranza de lo privado, al margen de la presunta democratiza-
ción de la comunicación, asientan un imperialismo de lo público
(mal entendido), una intromisión hasta en los últimos resquicios
de la privacidad (la muerte, el dolor, el horror). Frente a la poten-
cia del medio, se plantea la cuestión de los límites (fácticos y sim-
bólicos) de esta injerencia. ¿Conquista o regresión?: That is the
question.
Al margen del problema de fondo (¿puede haber, hoy día, ob-
jetos prohibidos, actos de censura?), queda la cuestión formal:
¿Cómo, de qué forma (de acuerdo con qué códigos, estéticas, for-
mas narrativas), se da a ver esta realidad? ¿En qué medida esta es-
pectacularización de lo íntimo no distorsiona la autenticidad de lo
privado, lo irreductible de algunos objetos (la violencia), la com-
plejidad de otros (el sexo), el misterio de unos cuantos (la muer-
te)? ¿Hasta qué punto el secreto, el silencio, no son constitutivos
de toda vida (social, individual)?

II. Los mitos de la neotelevisión

Desde esta perspectiva, Gran Hermano, el gran éxito de Tele 5, na-


cido en el 2000, es el compendio de todos los mitos instituidos
por la neotelevisión: la transparencia, la cercanía y la partici-
pación/integración del espectador en la construcción de realidad.
Es también, en cuanto tipo de relato, la síntesis de varios progra-
mas-formatos representativos de la evolución reciente del medio
televisivo: el juego-concurso, las sitcoms, el reality show y el talk
show (con el acompañamiento de la presentadora, familiares y
amigos). Superprograma pues –programa de programas–, Gran
hermano se asemeja a un metaformato, y lo es englobando y supe-
rando a todos ellos.
El zoo visual
204

© Editorial Gedisa
CONSTRUCCIÓN DE LA REALIDAD EN LOS GÉNEROS TELEVISIVOS
(Gran Hermano como programa englobante)

POLO DE LO OBJETIVO POLO DE LO SUBJETIVO

LO INFORMATIVO LO FICTICIO

función referencial/(in)formativa función lúdica/recreativa/evasiva

Eje paradigmático (nivel simbólico): géneros y funciones

telediario vídeos reality show programas de series melodrama


reportaje domésticos docudrama realidad películas telenovela
documental cámara oculta talk show juegos-
confesiones concurso

Lo Lo
Documental Teatral

(Efecto de (Efecto de
directo) dramatización)

Verdad Verosimilitud

N A R R A T I V I D A D

eje sintagmático (nivel narrativo)


Gran Hermano: el Gran Relato
© Editorial Gedisa 205

El relato producido se articula en torno a los tres grandes mi-


tos sobre los que se asienta la neotelevisión. Pasemos a analizar
brevemente cómo determinan una estructura narrativa mítica.

Primer mito: el mito de la transparencia


La hipervisibilidad tiene su reverso en una inevitable manipula-
ción, y este sueño de transparencia no puede evitar una cierta opa-
cidad: la de estos falsos espejos y pasillos invisibles con sus treinta
cámaras ocultas, sus montadores, la de ese gabinete de expertos
que, ocultos en la oscuridad, orientan el programa y contribuyen
a construir un relato a partir de una realidad a primera vista in-
significante, bastante redundante e incluso aburrida en el antece-
dente holandés o alemán.
La hazaña comunicativa es precisamente hacer de este tingla-
do a priori insignificante (no construido como sistema de signos,
no cargado de sentido) algo supersignificante desde el punto de
vista social que despierte un cierto «morbo», sin caer tampoco en
la pornografía. ¿Qué es, desde una perspectiva semiótica, el mor-
bo? El morbo juega con la figura de la inminencia (la modalidad
del poder-ser); remite a la posibilidad del acto (de lo que el psicoa-
nálisis llama el «passage à l’acte»); juega con lo que pueda ocurrir,
que a lo mejor nunca se produce… aunque, desde el punto de vis-
ta narrativo, se ha fundado más de una pareja (entre otras, una
«pareja fundadora»: María José y Jorge).
Pero ¿esto es real o es imaginario, profundamente anclado en
una estructura mítica? No nos engañemos: nada más alejado de la
realidad como este simulacro de cotidianidad: una realidad recrea-
da en laboratorio donde la funcionalidad y tecnicidad de los equi-
pamientos televisivos priman sobre la intimidad del hogar: la ca-
sa es estudio antes que vivienda y sus habitantes son usuarios
antes que personas. No están ahí para vivir como lo harían en sus
respectivos hogares, sino para ocupar el espacio, representar papeles,
El zoo visual
206

© Editorial Gedisa
hacer creíble una virtual intimidad y acercarnos a ella: esta inti-
midad es al fin y al cabo la del propio espacio televisivo en el que
nos invitan a penetrar.

Segundo mito: la cercanía


Consiste en recrear intimidad (simulacro de intimidad: esto es,
promiscuidad) como en un experimento de laboratorio (es su
coartada científica): austeridad del entorno, hacinamiento en los
dormitorios, estrechez del cuarto de baño y temperatura ideal pa-
ra vivir… con ropa ligera. Es por otra parte creación de una cierta
familiaridad entre espectadores y actores, un crear un entorno
«familiar» (en el doble sentido de la palabra), como si fueran unos
vecinos virtuales, unas posibles e inevitables parejas, un sucedá-
neo de familia.
Pero es ésta una cercanía totalmente manipulada, una familiari-
dad enteramente representada: los diez participantes son actores de
sus propias vivencias (y lo hacen muy bien), se instituyen ellos mis-
mos como personajes de ficción de una serie virtual cuyos protago-
nistas podrían ser ellos, como podrían serlo de una obra teatral o de
una telenovela. Hay con-fusión completa entre la realidad y su re-
presentación. Y seguramente es esto lo que más fascina tanto al pú-
blico de masas como a la intelectualidad (aunque no quiera recono-
cerlo): se borran los límites entre lo real y su doble, la realidad
objetiva y la ficción virtual. Pero los participantes «viven esta reali-
dad» observando una convención que es la base misma de toda fic-
ción televisiva: nunca miran a la cámara, hacen como si «esto fuera
verdad». Estamos en pleno simulacro, con múltiples grados.

Tercer mito: el mito participativo


Haciendo partícipe al público de la eliminación de los concursan-
tes (otro símil con el juego-concurso), el programa los asocia a la
construcción de un relato. El medio se consagra así como espacio
Gran Hermano: el Gran Relato
© Editorial Gedisa 207

narrativo, «espacio de todos» que en el fondo no es de nadie, espe-


cie de no man’s land comunicativo, de espacio virtual donde todo
es posible, como en los juegos de rol, donde el relato se va elabo-
rando de acuerdo con las «decisiones» de los jugadores.
Es la santificación de la audiencia –ese otro gran mito de la
cultura mediática– como instancia de poder, como quien decide.
El público ayuda así a construir lo que llamaré el Gran Relato (con
toda su carga simbólica), un simulacro del relato de la vida: un re-
lato ejemplar –aunque no realista– en el que todos nos podemos
reflejar (pero ¡ojo!, aquí los espejos son espejos deformantes y la
historia no tiene guión previo). No se trata entonces de identificar-
se, sino más bien de proyectarse (proyectar nuestros fantasmas, plas-
mar nuestro imaginario en una historia). Del imaginario al mor-
bo, de la transparencia al voyeurismo, sólo hay un trecho cuya
frontera es a veces difícil de delimitar.
Finalmente la estructura mítica descansa en el mito de la Crea-
ción (aunque aquí en parte invertido con el juego de las elimina-
ciones): funciona como autogeneración de realidad por el propio
medio previa definición de sus «condiciones objetivas» (el escena-
rio: la casa-estudio); estamos en plena proyección fantasmática (el
fantasma como pantalla del imaginario).

III. El Gran Relato como relato mítico

El Gran Relato es una potente máquina de producción de ilusio-


nes (ilusión de directo, ilusión de transparencia, ilusión de co-
munidad, ilusión participativa, ilusión existencial); por eso ejer-
ce ese poder de fascinación.
Tras todo ello está el mito democrático (el de la polis como
mundo de los hombres comunes). Un mito que, asentado aquí en
la presunta participación de los televidentes en la evolución del
programa, en realidad, encubre una figura de poder: la ley del pú-
El zoo visual
208

© Editorial Gedisa
blico disimula una elemental ley del juego (ley de la selva, dirán
otros) consistente en eliminar con toda buena conciencia al otro
(al amparo de la regla), eliminar a esos «vecinos» que van a ser
durante tres meses los participantes. Es una ley basada en el con-
trol y en la delación más o menos disfrazados de ritos participati-
vos. El título del programa no es inocente: «Big Brother», en la
fábula de Orwell, lejos de ser una instancia protectora, es una fi-
gura omnímoda del poder, un ojo-panóptico al que nada escapa,
ni tan siquiera el más mínimo detalle de la intimidad de los hoga-
res de sus súbditos.
Esta figura del poder se plasma en dos submodelos en los que
–como a menudo sucede en el relato mediático– coexisten rasgos
pertenecientes a lo arcaico con rasgos más específicamente mo-
dernos. Es esta mezcla, precisamente, la que configura un imagi-
nario propiamente audiovisual. Estos dos submodelos expresan
sueños de corte claramente regresivos:
1) el teatro de marionetas que, combinado con la casa de muñe-
cas, traduce el eterno sueño infantil de dominar/manipular el
mundo (expresando al mismo tiempo un miedo fantasmático
a no poder hacerlo, a no llegar a ser adulto); y
2) lo que podríamos llamar «la ventana indiscreta», de corte cla-
ramente voyeurista, consistente en levantar el velo que cubre
al otro, en conocer la vida del vecino (ese vecino que es una fi-
gura lejana, casi inalcanzable, aunque cuán humana, en las
tertulias rosas: el famoso; y que es aquí cercano: el hombre co-
rriente, «sin atributos»). Y lo hace convirtiendo la televisión
en un gran patio de vecindad, erigiendo al mismo tiempo el
espacio «familiar» (la casa) en estudio televisivo, en cámara
experimental (nupcial, familiar, íntima).

¿Queda algo de la «intimidad del hogar» en esta visibilizacion a


ultranza? ¿Se puede hablar todavía de «libertad individual»? Con
Gran Hermano: el Gran Relato
© Editorial Gedisa 209

toda seguridad estos conceptos, junto con los valores (sociales,


simbólicos) que arrastran, ya no son operativos o, por lo menos,
han evolucionado. A no ser que la neotelevisión, de la mano del
Gran Hermano, marque el fin objetivo de la intimidad; no que el
medio le ponga fin (visión apocalíptica), sino que el medio ratifi-
que lo que todo el mundo intuye pero que nadie se atreve a asu-
mir: que la intimidad en la sociedad moderna ya no existe ni co-
mo valor ni como experiencia porque ya no es objetivamente
posible para la mayoría, ni siquiera subjetivamente deseada por
algunos, devorada como es por los medios de difusión y aniquila-
da por el espacio público.
La paradoja es que esta inmolación de la intimidad consagra al
mismo tiempo una intimidad de prestado, un sucedáneo del Ho-
gar: es el plató de televisión (de omnivisión, cabría decir), un nuevo
espacio familiar, neutro, flotante, que seduce a todos y lo fagocita
todo, porque no implica obligaciones ni deberes sino el estar sim-
plemente pendiente de su ojo, presa de su fascinación.
Ocurre con la realidad en su dimensión privada lo que ocurrió
con la historia (o la política) como discurso público: es cuando to-
ca a su fin cuando se despierta la nostalgia de los orígenes. Nada
más adecuado como esta figura del Génesis para refundar el dis-
curso televisivo.
Veamos ahora cuál es el estatus semiótico de la realidad creada
en y por el medio.

IV. «Ni falso ni verdadero, sino todo lo contrario...»

Esto no es la realidad –decía lúcida e ingenuamente uno de los parti-


cipantes, una vez fuera del ingenio.
Esto es información –se empeñaba en repetir la Hermana Ma-
yor–, una historia que se crea en directo, que se está creando ahí den-
tro.
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
Gran parte de la polémica sobre Gran Hermano ha girado en torno
a una valoración del programa basada en criterios de tipo verídi-
co, lo que no ha dejado de crear un permanente malentendido en-
tre defensores y adversarios, y ha contribuido a falsear el debate en
los siguientes términos: ¿Es real o es puro montaje? ¿Son candi-
datos espontáneos o verdaderos actores? ¿Son auténticos sus senti-
mientos? ¿Es cierta la intimidad que ahí se manifiesta?, etcétera.
El envite semiosimbólico se sitúa en otro nivel: no se puede
plantear en términos de sinceridad (del emisor) ni de alienación
(del receptor), sino de contrato comunicativo, es decir, de algo co-
mún, de un pacto que establece un vínculo en torno al ver, en tor-
no a lo que se va a compartir. Por lo tanto, no estamos aquí ante
un pacto de tipo veritativo (basado en la verdad objetiva de los he-
chos y de las personas, como si fueran instancias externas), sino
que estamos ante un pacto fiduciario, basado en la credibilidad de
los objetos, fundado en la subjetividad de los sujetos y en su (bue-
na) fe.
La lógica de los medios, en particular la de la televisión, hace
tiempo que ya no obedece a la verdad, pues se desenvuelve en lo
verosímil, exigiendo por tanto otros planteamientos: ha pasado
de una lógica reproductiva (que pretendía imitar la realidad)
–una «lógica del espejo», como dice Baudrillard– a una lógica del
simulacro (que pretende rivalizar con la realidad). Después de la
publicidad que siempre «lava más blanco», de la fotocopiadora
«que fotocopia mejor que el original», nos invaden los productos
«más reales que la vida misma», productos que se inspiran en ella
pero que alcanzan lo que he llamado un «grado plus» de realidad.
Lo que hace creíble el mensaje es menos su verdad objetiva que el
«efecto de realidad» que produce.
Es en la televisión donde esta verosimilitud es más patente. Se
manifiesta mediante una saturación sígnica que funda una hiper-
realidad. Aquí todo es demasiado: demasiado en cuanto a valores
(demasiado eficaz como ocurre en la publicidad, demasiado exito-
Gran Hermano: el Gran Relato
© Editorial Gedisa 211

so o feliz en los juegos-concurso), demasiado en cuanto a drama-


tismo (como vemos en los reality shows o los vídeos domésticos), y
por supuesto en cuanto a efectismo (en las series de acción).
Esta sobrepuja en la representación de la realidad también se
refleja en la decoración de los platós y en los protocolos de intro-
ducción de los programas e invitados (sin hablar de lo que ocurre
en algunos programas donde hasta los intercambios de ideas se
han convertido en encuentros –a veces físicos– de personas). Decir
que esto es un «montaje» no es una crítica pertinente; es como si
se dijera que el teatro engaña porque no es la vida misma.
La televisión es el gran theatrum mundi de hoy, pero es un teatro
exacerbado donde se sobreactúa, que obedece al exceso, al desbor-
damiento de signos, a su inmolación ante la mirada colectiva (en
eso no deja de recordar antiguas ceremonias ni es ajeno a los sacri-
ficios rituales): se inmola lo que no se tiene –lo que no se puede te-
ner–, en una consunción de signos de Felicidad (aunque sea ajena,
la Felicidad está siempre ahí, al alcance del sueño), lo mismo que
en otro ámbito se derrocha lo que sobra, lo que estorba (porque no
se sabe qué hacer con ello): la violencia, la muerte…
Porque el hiperrealismo es algo más (y otra cosa) que el realis-
mo naturalista heredado del siglo XIX: si el realismo obedece a la
verdad y busca la autenticidad, el hiperrealismo, en cambio, se
asemeja al simulacro, se desenvuelve dentro de lo verosímil, bus-
ca el «parecido con la realidad» pero para sustituirla. Si aquél se
basa en la autenticidad de las fuentes, éste se recrea en la credibi-
lidad de los efectos. Si el primero es comedido, el segundo apro-
vecha todos los medios (narrativos, icónicos) para conseguir sus
fines (comunicativos). Los talk shows y reality shows nos han acos-
tumbrado a esta recreación de realidad en el plató, a la simulación
de sentimientos íntimos (amor-odio-desesperanza-horror) ante el
ojo voyeurista de la cámara.
Hasta los géneros más aparentemente realistas (las sitcoms) se
ven contaminados por esta tendencia a la saturación: nada más hi-
El zoo visual
212

© Editorial Gedisa
perrealista como estos decorados de hogar «familiar», redacción
ejemplar, comisaría-modelo u hospital moderno; nada más este-
reotipado como estos personajes de serie, quintaesencia de roles y
tipos, con los que cada uno se puede identificar idealmente. La
realidad es aquí –antes que nada– su propia representación: jóve-
nes que juegan a ser superjóvenes, mujeres a ser «más mujeres»,
inspectores a ser más que policías, etcétera. La representación se
constituye de hecho en modelo de realidad.
El malentendido en torno a Gran Hermano ha sido sin duda
creer que aquello era real o, al contrario, pensar que todo no era
más que manipulación, obra de no se sabe bien qué deus ex má-
china (por cierto, no la sosa Mercedes Milá).
Ni verdadero, ni falso: virtual. Como lo son los reality shows: re-
construcción simulada de hechos reales, o las series: la vida y algo
más. La Casa no es en efecto la vida misma: es el relato de la vida,
un objeto semiótico por excelencia (¡en permanente construc-
ción!); es el Gran Relato como lo he llamado, un relato paradig-
mático, arquetípico, que encierra todos los relatos televisivos, es la
síntesis de todos los géneros, un metamito, un mito de mitos.
Es el mito de la creación hecho realidad de manera redundante
porque es «Casa» y no lo es: es estudio y «el estudio es el mensaje»
–podríamos decir ¡parodiando a Mac Luhan!–, y la televisión es su
principio y su fin dentro de una reflexividad infinita. De ahí un
décalage permanente ligado al poder del medio de generar su pro-
pia realidad: porque es una realidad sui géneris, de generación es-
pontánea (en el sentido psicológico y generativo de la palabra). Es
otra intimidad, un privacy show (un espectáculo de intimidad), una
privacidad exhibicionista (no puede no serlo), «extimidad» la lla-
ma Serge Tisseron, intimidad producida, exhibida por/en el me-
dio. Es la realidad (aparente) y su reverso (profundo): el imagina-
rio colectivo con sus deseos más inconscientes.
Todo descansa aquí en esta ambivalencia (en este doble régi-
men de realidad) y ahí está la clave de la fascinación que ejerce: es
Gran Hermano: el Gran Relato
© Editorial Gedisa 213

un espacio virtual producto del laboratorio que es la tele-visión


–esa gran máquina de visión–, una realidad íntegramente produ-
cida por el medio; y el medio es aquí un Frankenstein amable,
concebido por un creador anónimo (sin nombre), Dios intrascen-
dente, instancia inmanente (el ojo televisivo) que, como las vein-
tinueve cámaras de Soto del Real, nos observa constantemente.
Pero la creación no lo es sólo del medio, pues remite también a
una figura arquetípica, el mito del origen. Al margen de la «vuel-
ta a los orígenes» (Mercedes Milá dixit el 23 del 4 del 2000), con
su sueño autárquico (el cuidar las gallinas, cultivar lechugas y la-
var la ropa a mano), la Casa es la creación en versión tanto mitoló-
gica como narrativa: crea un espacio mítico, extemporáneo, abier-
to, de proyecciones fantasmáticas, espacio interior donde todavía
cabe el secreto, lo no-dicho, con más fisuras de lo que aparenta;
pero es también un espacio teatral (actoral), donde los participan-
tes se construyen como actores, espacio de la representación, de la
catarsis, espacio narrativo, en fin, de los rituales cotidianos, pero
aquí dentro de una realidad virtualizada –espacio de lo posible,
de lo reversible–, espacio utópico al fin y al cabo (u-topos es en nin-
gún lugar).
Ahí se van a gestar historias, a crear encuentros y desencuen-
tros, amoríos y entuertos, se van a hacer y deshacer parejas. Esto
refleja un rito iniciático: todos salen «transformados» del expe-
rimento, la Casa funciona como microcosmos revelador de desti-
nos. Y, como en un gran juego de rol, vamos a ser directamente
partícipes de la evolución de sus habitantes, quitando y ponien-
do nuevos personajes, moviendo a nuestro antojo las figuritas de
la gran casa de muñecas. Todo ello al amparo del mito del direc-
to, un directo on line que rivaliza con Internet y permite la crea-
ción de un relato ex nihilo en el que, mediante una autogenera-
ción de realidad por el propio medio, el guión se elabora sobre la
marcha: «¡El guión es nuestro!», el relato es de todos, todos so-
mos un solo ojo.
El zoo visual
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© Editorial Gedisa
Conclusión: El poder simbólico del medio

Ésta es la segunda clave del éxito del programa: la creación de


un Gran Relato que, a la par que remite al gran poder de la tele-
visión de crear una realidad sui géneris, autorreferente (ni verda-
dera ni falsa sino… televisiva), nos consagra sacerdotes por dele-
gación de este gran juego colectivo, con poder de vida y de
muerte sobre los personajes. «Nominar» es entonces orientar el
relato, crear destino, dominar el mundo, aunque sólo sea su ver-
sión narrativa: un theatrum mundi a mitad de camino entre el
Monopoly (los 20 millones) y la casa de muñecas (el jugar al pa-
pá y a la mamá).
Pero ese poder no es un poder que podamos identificar (como
el Big Brother original), es un poder invisible (o hipervisible); es el
poder simbólico del medio: poder de crear ilusión de realidad, de
fomentar sentimiento de libertad, ilusión de poder, poder contra
el que no podemos nada porque está en nosotros, delegado en el
público, anónimo, legitimado por la votación. Por eso, moral-
mente, algunos han asociado a los que «condenaban» el programa
con sectores conservadores, como si denunciar la afrenta a la inti-
midad fuera un atentado a la libertad: un efecto perverso del siste-
ma democrático.
Estamos aquí ratificando la delación como regla de juego, la
exclusión del paraíso terrenal en nombre de Dios. ¿Qué será del
último hermano (ahora que somos todos hermanos en potencia,
igualados por el Gran Relato)? El héroe de mañana será el hombre
común, sin intimidad (¿»sin atributos»?), el que mejor haya resis-
tido la amenaza social, la presión de lo público.
¿Se acabó la televisión de los famosos, de lo heroico, de lo ex-
tra-ordinario? Frente a la crisis de los grandes relatos colectivos
–mitos, religiones, ideologías–, se multiplicarán los pequeños re-
latos cotidianos. Después de la muerte de la Historia (con mayús-
cula), ¿la revancha de las historias (minúsculas)? ¿Revancha de lo
Gran Hermano: el Gran Relato
© Editorial Gedisa 215

microsocial sobre lo macrocolectivo, de lo privado sobre lo públi-


co, de lo local sobre lo global?
Cuando la información ha perdido credibilidad, cuando ya no
se cree en el acontecimiento, cuando el porvenir político se cierra,
entonces se crea expectación, se juega con las figuras de lo inmi-
nente, se santifican pequeños por-venires, aunque a sabiendas de
que, ahí, nada trascendente va a ocurrir. Y cuando ocurre realmen-
te algo (cuando un simpatizante etarra –un exhibicionista más–
irrumpe en el orden doméstico-narrativo del gran Hogar), el me-
dio ni siquiera le dirige la cámara y ésta, púdica y ciega ante la
vuelta de lo reprimido (el acontecimiento), se fija en la pecera, se
diluye en la transparencia del acuario, intercambia una transpa-
rencia por otra.
El acontecimiento ha muerto, ¡viva el suceso! A falta de tras-
cendencia, ¡viva lo intrascendente!
¿Es ésta la televisión de mañana? Una televisión sin conducto-
res (la superpresentadora no conduce nada, se deja conducir por la
dinámica del medio que genera la realidad narrativa): prefigura-
ción del mundo que nos espera, un mundo sin trascendencia, sin
Dios ni ideología, donde todo es inmanente, autoprogramado,
donde los espectadores serán sus propios actores y la realidad su
propio simulacro: virtual, demasiado virtual…
10
La dilución de las fronteras:
hacia una televisión «sin fronteras»

En la televisión-espectáculo –donde predomina la función recrea-


tiva sobre la informativa y la formativa– se ofrecen productos ca-
da día más estandarizados diseñados por productoras especializa-
das que trascienden las fronteras y se exportan como si fueran
productos de marketing, ligeramente adaptados a la demanda, pe-
ro invariables en la fórmula. Si ésta funciona, el producto se sacra-
liza, se serializa, se exporta, se formaliza: se crean así formatos
nuevos que son verdaderas bendiciones para sus promotores y pa-
ra los grupos de televisión privados y públicos.
Los llamados programas de realidad, que han invadido las pan-
tallas mundiales sin distinción de nacionalidades, culturas, edades
o gustos, son uno de ellos. Francia –país de la excepción cultural (de
la defensa de una cultura propia, genuina, no sólo francesa sino eu-
ropea)– tampoco ha resistido la presión de esta «demanda de reali-
dad». Con un año de desfase –y un acalorado debate nacional so-
bre la identidad cultural, los límites de lo privado y la ventilación
de la intimidad–, Francia ha tenido su versión, eso sí, adaptada, de
Big Brother/Gran Hermano: se ha llamado Loft Story y estaba en el
2002 en su 2ª edición.

I. La televisión como espejo del sujeto


Ocurre con estos programas –también con otros que cum-
plen una función de entretenimiento– lo mismo que ha ocurrido
El zoo visual
218

© Editorial Gedisa
con los programas de contenido violento (las series de acción) o
violento-lúdico (como los vídeos domésticos): se están impo-
niendo productos que trascienden las fronteras geográficas y
culturales, productos transculturales, sin contenidos temáticos
precisos ni orientaciones marcadas, y menos guiones preestable-
cidos; programas simplemente regidos por un principio general
que facilita identificaciones universales (por lo menos dentro de
la cultura occidental).
Son programas sobre intimidad (Gran Hermano), superviven-
cia (Supervivientes) o superación (Operación Triunfo), con un compo-
nente lúdico, que manejan valores lo suficientemente fuertes e hí-
bridos como para permitir todas las identificaciones posibles
desde contextos políticos, sociales y culturales diferentes. Obvia-
mente contribuyen a una nivelación cultural, a una nueva forma
de aculturación mediática, pero sobre todo propician un tipo de
producto cultural eminentemente redundante.
Desde esta perspectiva, la televisión funciona cada vez menos
como reflejo del mundo –de la diversidad geopolítica de los obje-
tos sociales– y más como espejo del sujeto, pero no de un sujeto
socialmente identificable ni culturalmente marcado, sino de un
sujeto amorfo (sin forma ni marca que lo identifique previamente),
anónimo (sin nombre), no identificado (sin otra identidad que no
sea la que le da el medio).
El prototipo de este nuevo Homo spectator sería el participante
en concursos y programas de realidad, un hombre común, «de la
calle» –que puede ser cualquiera de nosotros–, un hombre sin atri-
butos que parte de cero y que el medio va a promocionar como ani-
mal televisivo, técnica y socialmente hablando, que lo consagrará
a posteriori como famoso dotado de un estatus y prestigio social,
transformándolo física y narrativamente en «personaje» (recuér-
dese la transformación de Rosa en Operación Triunfo).
Pero esta dinámica va más allá de estos programas y afecta al
conjunto del discurso televisivo. Participa en la producción de
La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»
© Editorial Gedisa 219

una realidad transcultural que lima las diferencias, integra la alte-


ridad y diluye las identidades, basándose en la construcción de un
sujeto cuya principal característica es adaptar su performance a las
reglas del medio: un sujeto que se construye por/y en el medio y,
también, una vez conseguida la fama, para el medio (como ocurre
en los programas tipo Operación Triunfo, consistentes en fabricar
artistas como si fueran productos de la televisión).
Esta promoción del hombre común en situaciones de convi-
vencia, supervivencia o competitividad, lejos de fomentar el
aprendizaje de otros modelos culturales, remite, en particular en
los programas de «superación», a una cultura homogeneizada que
es la cultura televisiva misma, con su narratividad, su estética y su
espectacularidad.
Se asienta así una «televisión sin fronteras» que trasciende los
contextos nacionales y las idiosincrasias locales. ¿En qué medida
esto altera el contrato comunicativo y las formas y formatos tele-
visivos? La hipótesis que queremos desarrollar aquí es que esta
vocación transcultural se traduce en una dilución de las fronteras
dentro del propio discurso televisivo:
– fronteras entre géneros, lo cual diluye los límites entre infor-
mación y entretenimiento, y fomenta una hidridación de gé-
neros;
– pero también fronteras simbólicas que difuminan los límites
entre realidad y ficción y promocionan una realidad sui géne-
ris que crea comunidades virtuales de espectadores basadas en
identificaciones imaginarias.

Ésta sería la clave de la fascinación que ejercen estos nuevos


formatos televisivos, el asentarse en nuevos modos de ver que cues-
tionan los tradicionales modos de saber. Se impone, pues, una
cultura homogeneizada que diluye las identidades locales en favor
de una globalización de la cultura.
El zoo visual
220

© Editorial Gedisa
Es decir, que esta evolución de los productos televisivos no
sería exclusivamente el resultado de una política de marketing
(vinculada a la existencia de grupos multimedia productores de
programas), sino que se debería a la mutación misma del discur-
so televisivo –en su doble función: especular y espectacular– que
fomenta nuevos imaginarios propiamente audiovisuales, transna-
cionales, que se imponen sobre lo político, creando nuevos sabe-
res simbólicos, desterritorializados, al margen de la esfera públi-
ca institucional.

II. La televisión como lugar fronterizo


(entre lo real y lo imaginario)

Como gran ritual moderno, la televisión es hoy el lugar por exce-


lencia de lo imaginario: depósito de imágenes, fantasmas, ilusio-
nes, fobias, pequeños temores, grandes pánicos, la televisión nos
informa no sólo sobre lo que está pasando en el mundo –lo que se
ve–, sino sobre lo que no se ve, la parte invisible, inconfesable, de la
realidad, la otra cara de la realidad, normalmente admisible, del
discurso público.
Más allá de la función de entretenimiento que cumple –con
un predominio cada vez mayor de lo recreativo sobre lo informa-
tivo–, la televisión condensa una serie de preocupaciones difusas,
informuladas (que no recogen otros discursos), y contribuye a vi-
sibilizarlas y formularlas (dándoles forma narrativa), aunque a
menudo de manera travestida, disfrazada bajo los ropajes del en-
tretenimiento. En eso cumple una función ritual de instrumento
narrativo que da forma a lo informe, formula lo informulado y vi-
sibiliza lo invisible.
Lugar de tensiones, tal vez más simbólicas que sociales –entre
orden y desorden, fatalidad y azar, vida y muerte–, la televisión
funciona como lugar fronterizo en el que cristalizan los infortunios,
La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»
© Editorial Gedisa 221

las fantasías, paradojas y contradicciones de la sociedad moderna;


tensiones que la televisión resuelve mágicamente: idealmente
mediante la espectacularización de lo emotivo (obvia en la «tele-
visión de la intimidad»), catárticamente mediante una ritualiza-
ción de la violencia e incluso su estetización.
La frontera, en un sentido narrativo y simbólico, es precisa-
mente el lugar donde confluyen los discursos y las identidades:
donde van a parar (a topar y a realizarse); esto es, a encontrar sus
límites, pero también a regenerarse, a reformularse. La frontera es
lo que permite ver al otro/a lo otro y re-flexionar sobre uno mismo,
volver sobre lo dicho, abordar lo no-dicho (lo que no se dice/lo
que dice el/lo otro).
Como lugar fronterizo, la televisión es un discurso abierto,
permeable, no acabado, tanto en términos enunciativos como
simbólicos. Espacio polifónico –discurso de discursos–, represen-
ta el lugar privilegiado de la representación social, de la proyec-
ción de la identidad comunitaria y de sus carencias, sus fisuras.
Pero lo hace al margen de los espacios de representación
consagrados, esto es, los discursos político e informativo (aun-
que también cumple esta función, pero dentro de una crisis de
lo informativo). Y es precisamente a espaldas de esta crisis de la
representatividad moderna de lo político –de lo que concierne a
la polis, de los asuntos de interés público– como se construye
un espacio transversal, paradójico: para-doxal, decía Roland
Barthes, que se sitúa en torno a la doxa, a la opinión común, pe-
ro que, al mismo tiempo, explora sus fronteras y, en ocasiones,
las transgrede.
Con la neotelevisión emerge un espacio híbrido donde se ela-
bora un nuevo imaginario de la representación, un espacio fronte-
rizo que es el espacio por excelencia de la ambivalencia:
– a caballo entre lo público y lo privado, dentro de una cierta es-
pectacularización de lo privado;
El zoo visual
222

© Editorial Gedisa
– entre la dimensión colectiva e individual, con una vertiente
social pero también una propensión a bucear en la intimidad;
– que oscila permanentemente entre un sentir positivo (emo-
ción, sentimiento, amor) y un sentir negativo (violencia, ho-
rror, muerte);
– entre la distancia enunciativa y la cercanía, hasta eludir sus
propias marcas enunciativas;
– entre una narración objetiva (con una función referencial) y
una narración subjetiva (un «enunciador con»);
– entre un discurso sobre el mundo y un discurso sobre sí mis-
ma, con una reflexividad en la que la televisión se enuncia –y
anuncia– a sí misma, haciendo constante hincapié en su poder-
ver, en su capacidad de instituir su propia realidad.

III. La ambivalencia televisiva: la coexistencia


de los contrarios

Como discurso paradójico, la televisión se desenvuelve en la


frontera de lo (socialmente) reconocido y de lo (moralmente)
aceptable. Desde hace una década, con el desarrollo de la neote-
levisión –la televisión de la cercanía, de la intimidad, como ha
escrito Dominique Mehl–, estamos asistiendo a la multiplica-
ción de programas que exploran estas fronteras y se desenvuel-
ven en nuevos acercamientos a la realidad vivencial. Operan a
dos niveles:
– en la construcción de la realidad, mediante un tratamiento de
ésta en términos de hiperrealidad (Baudrillard), y
– en la relación que establecen con el espectador, determinando
un contrato comunicativo basado en el sentir, un sentir exa-
cerbado.
La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»
© Editorial Gedisa 223

Esta exacerbación del sentir ha alterado profundamente el ré-


gimen de visibilidad televisivo, afectando a la oferta de realidad
del medio, lo cual se ha traducido en lo que he llamado la hipervi-
sibilidad televisiva, tal y como hemos visto en reality shows, talk
shows, programas de realidad, e incluso series tipo sitcoms. Se apoya
en un contrato comunicativo que establece una relación ambiva-
lente con el espectador, y remite a lo que Greimas llamaba cate-
gorías «tímicas»: categorías que rigen la relación perceptiva pri-
maria con la realidad, que es fundamental/fundadora en la
construcción de universos de referencia para el sujeto.
Por una parte una relación eufórica, basada en un sentir positi-
vo: es obvio en juegos-concurso, en programas de variedades y en
algunos talk shows, géneros todos ellos dominados por lo especta-
cular. Por otra parte una relación disfórica, asentada en un sentir
negativo: aparece de manera objetiva en los telediarios, dramati-
zada en los reality shows y amenizada en los vídeos domésticos. En
el primer caso se establece una relación amena, relajante e identi-
ficadora con la realidad; en el segundo, una relación tensiva, dra-
matizante y proyectiva (de identificaciones negativas).
Pero hay también –y cada vez más– géneros-frontera que com-
binan dentro del mismo programa lo eufórico y lo disfórico y
producen contaminaciones de una categoría sobre otra. Ejemplo
de ello son las sitcoms donde alternan sin entrar en contradicción
las dos categorías, como una especie de metáfora de la vida, de la
coexistencia de principios contrarios y de tensiones o pulsiones
opuestas, en particular dentro de universos temáticos y referen-
ciales que agudizan estas tensiones (relaciones familiares o labo-
rales, por ejemplo): orden versus desorden (véase las series sobre ju-
ventud, institutos, academias), vida versus muerte (series de
hospitales), consenso versus conflicto (policías, periodistas).
Un paso adelante, por ejemplo, la serie de Tele 5 ambientada en
una academia de baile, no para de escenificar pequeños conflictos
personales, de pareja, relacionales o laborales, dándole esa narrati-
El zoo visual
224

© Editorial Gedisa
vidad accidentada tan característica de muchas series que culmina
en las producciones sobre policías u hospitales donde, a la inversa,
es el sentir positivo (emoción, sentimiento) lo que viene a pun-
tuar –para suavizarlo– el relato. Lo mismo se podría decir, en cla-
ve esperpéntica, de la última producción de «televerdad» de Tele
5, Hotel Glamour, a principios de 2003, cuya dinámica narrativa
ha derivado sistemáticamente hacia el conflicto, con su prolonga-
ción circense en Crónicas marcianas mediante una exacerbación de
la violencia. El glamour –que tendría que ser una estética del con-
trol de las formas, de la distanciación– deja paso entonces al me-
lodrama, dando rienda suelta a las reacciones más primarias, a las
rivalidades feroces y a los instintos de dominación dentro de la
tribu de los famosos.
Pero aquí, también, las categorías se diluyen, e incluso den-
tro de los subgéneros tensivos es relevante la tendencia a la des-
dramatización por un lado y, por otro, la contaminación de lo in-
formativo por lo lúdico/espectacular, como ocurre al final de los
telediarios o en la crónica del tiempo, y que alcanza su grado
máximo en los Guignols.
Es sintomática, en Francia, la participación creciente de políti-
cos y hombres públicos en programas de variedades y talk shows, sin
alcanzar sin embargo el grado de espectacularización de la televi-
sión norteamericana donde, en período electoral, los políticos parti-
cipan más en los programas de entretenimiento que en los debates
directamente políticos, reflejándose esto en un seguimiento de es-
tos programas que supera con creces el de los espacios electorales.
Esta contaminación de categorías también afecta a formatos
que por su propia naturaleza tienden a lo disfórico, como son los
reality shows o algunas modalidades de talk shows donde el final fe-
liz (reencuentros, reconciliaciones, arrepentimientos) resuelve
mágicamente las tensiones.
¿Cómo interpretar, en términos simbólicos, estos fenómenos?
La dilución de las fronteras entre géneros, la contaminación entre
La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»
© Editorial Gedisa 225

grandes principios y categorías, contribuye, sin duda, a reducir el


conflicto, a domesticar el accidente (véanse los vídeos domésti-
cos), a volver aceptable, al fin y al cabo, lo disfórico pasándolo por
el molde de lo espectacular, superándolo mediante el juego o su-
blimándolo en su contrario, narrativizándolo en una palabra.

IV. La transgresión de las fronteras y la


reversión del código

La dilución de las fronteras entre géneros, funciones e incluso en-


tre el medio y el público propicia un juego con el código mismo
que altera directamente la función referencial o mimética (la ca-
pacidad que tiene la televisión como discurso constructor de rea-
lidad de reproducir de manera realista el mundo), pudiendo in-
cluso llegar a una distorsión del mensaje o alcanzar un nivel
paródico en algunos programas. En este caso se produce una rever-
sión del código, a menudo lúdica, siendo este componente lúdico
una de las marcas (enunciativas, narrativas) más llamativas del
nuevo contrato comunicativo establecido por la neotelevisión.
Podríamos aquí también –siempre a modo de hipótesis de tra-
bajo– definir varios grados en esta relación lúdica con el código.

1. La distorsión tenue
Se produce en programas que juegan con los límites de los géne-
ros lúdicos. Es patente, por ejemplo, en los juegos-concurso con
un componente de riesgo, con pruebas de índole repelente (Gente
con chispas de Jesús Vázquez, en versión edulcorada, con su invisi-
bilización del peligro; Fort Boyard, en Francia, con sus pruebas fí-
sicas, o los programas de «humor amarillo»).
Aquí la frontera es tenue, entre lo lúdico y lo sádico, estable-
ciendo a veces un juego perverso con la paciencia y la capacidad
de aguante del espectador, pero sin caer en lo perverso. En todo
El zoo visual
226

© Editorial Gedisa
caso, el juego se mantiene más acá de lo sádico, que figura siem-
pre como virtualidad: hay como una puesta a distancia del horror,
mantenido a raya por el presentador y la tonalidad fuertemente
amena de dichos programas. En una regresión bastante infantil,
se juega, al fin y al cabo, con el darse miedo, con la posibilidad de
caer en el horror, de la que salva siempre, como una especie de deus
ex máchina, la intervención de la televisión.
La televisión reparte suerte y ánimo, es la garante del orden y
evita que el espectador caiga en un sentir negativo. Son revelado-
res, a este respecto, los programas en los que los concursantes no
ven el peligro (ojos vendados, oscuridad, etcétera) y que sólo lo vea
como peligro ajeno –del orden de lo posible– el espectador. La
distorsión llega a su punto máximo en programas como ¿Quién
dijo miedo? (Antena 3) en 2000.

2. La reversión lúdica
Dentro también de un juego con lo invisible/lo posible/lo inmi-
nente, los programas de cámara oculta juegan con la convención
de realidad: lo que es realidad desagradable o generadora de de-
sorden para la «víctima» resulta ser fuente de placer voyeurista
para el espectador. Lo que podría caer en lo disfórico se ve lúdica-
mente convertido en eufórico cuando se desvela la presencia de la
cámara, revelando doblemente la competencia del medio, su po-
der-ver: tanto su poder de mostrar lo invisible, de revelar lo sus-
traido a la mirada pública, de mostrar la otra cara de la realidad
social, como su capacidad de producir «revelaciones» al final, de
darle la vuelta a la realidad representada y al contrato fiduciario
entre víctima y mediador televisivo.

3. La reversión mágica
Retomando el esquema narrativo de Greimas (1973) y su termi-
nología, podríamos decir que es de índole mítica: podría analizar-
La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»
© Editorial Gedisa 227

se en términos de «quête mythique» y de glorificación mediante


una prueba, como ocurre en los reality shows. Consiste en pasar del
drama a su glorificación mágica, gracias a la intervención televisi-
va, que funciona como destinador secreto y adyuvante técnico que
permite reencuentros y los escenifica en directo. Facilita una invi-
sibilización instantánea del dolor y una sublimación del conflicto.

4. La eliminación mágica de las fronteras


Es la que se produce en los programas de vídeos domésticos sobre
accidentes, catástrofes o simplemente tropiezos o meteduras de
pata, momentos en que de pronto irrumpe el desorden hasta ha-
cer peligrar el equilibrio familiar, social o incluso natural (vida
versus muerte). Aquí también se cumple una doble invisibiliza-
ción del cariz accidental del suceso representado y de sus posibles
consecuencias fatales:
– El medio técnico, mediante la secuencialización (selección de
temas, repeticiones y cortes), convierte el accidente en pirueta,
el dolor en gag y la tragedia posible en secuencia de película
espectacular.
– A la par que pone a distancia el peligro, anula la amenaza de lo
inminente, invisibilizando la muerte: pocas veces se ve sangre
o heridas, y cuando acaece la muerte, ésta queda remitida a un
fuera de campo narrativo, simbólicamente eliminada median-
te una especie de «enunciación interrumpida» (la repetición
de la misma escena), como una suspensión del tiempo, una ex-
clusión del desenlace fatal, gracias a un juego con la figura del
azar que pocas veces se convierte en fatum, en destino trágico.

5. La reversión paródica
Aparece en los programas que exploran los límites del género al
que pertenecen, alcanzando un grado plus de realismo, de hiperrea-
lidad, sin caer del todo en la parodia (como ocurrió, por ejemplo,
El zoo visual
228

© Editorial Gedisa
en la serie Betty la fea de Antena 3). En los programas de varieda-
des, donde más se manifiesta esta tendencia, refleja la capacidad
que tiene la instancia televisiva de autoparodiarse, de convertir su
discurso narrativo en metadiscurso (discurso sobre sí misma o dis-
curso intertextual, intratelevisivo). Es patente en programas en
los que la figura del presentador se convierte en animador (más o
menos activo, más o menos amigo), caso de Crónicas marcianas,
que consagra una «cultura del cachondeo».

6. La Otra o la subversión del código


Este programa, inaugurado por Telemadrid en 2001 en horario
nocturno y que también se puede captar en Vía Digital, Canal Sa-
télite Digital y cable, es el intento más logrado, a pesar de sus ex-
cesos y tics, de romper con el código televisivo, a partir de la in-
troducción de un cierto desorden en la representación de la
realidad y la comunicación del mensaje; lo hace a diferentes nive-
les, mediante una alteración de los códigos:
– código enunciativo: rompe con la focalización única, jugando
con los puntos de vista, dando lugar a una multifocalización
gracias a los desplazamientos de la cámara que, sin orden ni
concierto, «abandona» al sujeto representado y se fija en deta-
lles (botella, vaso, cenicero rebosando de colillas, etcétera).
– código narrativo: no hay continuidad narrativa, se puede alterar
el orden secuencial o pasar de una secuencia a otra sin transi-
ción. Es más, los roles actanciales también se pueden ver altera-
dos: espectador sentado a una mesa que pasa a ser presentador,
camarero que se transforma en entrevistador, entrevistado que
se reincorpora al público, etcétera.
– código comunicativo: el programa integra sistemáticamente
el ruido en la comunicación del mensaje mediante elementos
que vienen a interferir: gente que pasa ostensiblemente delan-
te de la cámara, primeros planos sobre una espalda, niños que
La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»
© Editorial Gedisa 229

se ponen a jugar, alguien sacando fotos, todo ello seguido con


la máxima atención por la cámara, aunque de manera bastante
desenfadada.

Con esto se produce una disyunción dentro de las convenciones


más elementales: en Básico, el magacín que constituye la parte
central del programa e incluye reportajes, entrevistas, actuaciones
musicales y pequeñas muestras artísticas, se produce incluso una
ruptura entre sonido e imagen, en particular en un género tan es-
tereotipado como la entrevista: mientras habla el entrevistado se
ve otra cosa (detalles insignificantes, otras personas, objetos que no
tienen que ver con el tema) o simplemente al entrevistado desde
una cierta distancia.
Todo ello, junto con la aleatoriedad del relato y la movilidad
del punto de vista, contribuye a crear una impresión de zapping,
como si el medio se hubiera reapropiado de esta libertad que tiene
el espectador de separarse del mensaje, de romper la cercanía que
impone el medio, recobrando su libre albedrío, su poder de dis-
criminación tanto de contenidos como de forma (enunciativa, na-
rrativa), libertad para oír por un lado y ver por otro. Del zapping
receptivo al zapping enunciativo no hay tanta distancia: La Otra la
franquea continuamente, haciendo caso omiso de las fronteras
formales.

V. El juego con las fronteras de la representación

La televerdad inaugurada en Estados Unidos con el modelo intro-


ducido por Real TV –programas centrados en hechos brutos, ge-
neralmente accidentes, que la televisión retransmite «tal cual»–
abre nuevas vías en la representación de la realidad. De repente es
como si desapareciera toda mediación, todo filtro entre el especta-
dor y la realidad objetiva, como si la realidad hablara por sí mis-
El zoo visual
230

© Editorial Gedisa
ma, consagrando así el mito de la transparencia, tan omnipresen-
te en la neotelevisión.
Fundamentalmente disfóricos, estos programas marcan el re-
greso de lo que Jesús González Requena (1988) llama «lo real»,
una forma de realidad irreductible, no socializada, que produce
identificaciones negativas y establece una relación ambivalente
con el espectador: de atracción (aunque sea en forma de identifi-
cación negativa) y de repulsión. Despierta, en todo caso, un modo
de ver basado en la fascinación hacia lo inaudito, lo no visto, hacia
lo que el ojo de la cámara ha podido captar en su efimeridad, al
margen de las prohibiciones o limitaciones impuestas por el dis-
curso público, incitando al voyeurismo, a lo que comúnmente se
llama «morbo».
Televisión de la «autenticidad», de la cercanía –de lo in-mediá-
tico, hemos dicho–, la telerrealidad abona el terreno de lo que van a
ser los reality shows: la recreación, por el medio televisivo, de una
realidad única, del suceso en su mismo acontecer, más allá de la re-
construcción de los hechos al modo policial, y de la relación mor-
bosa que establece con lo no-dicho/no visto.
Se diluyen así completamente las fronteras entre la historici-
dad de los hechos y su recreación, entre realidad y simulación, di-
lución acentuada por la utilización de los propios protagonistas
de los hechos como actores de su historia. De esta manera se im-
pone un contrato comunicativo basado ya no en la verdad, sino en
la verosimilitud, en un como si representativo.
Los llamados programas de realidad van a dar un salto más en
esta creación de realidad televisiva y en la dilución de las fronte-
ras entre realidad auténtica y realidad representada, explorando
espacios liminares, cercanos a lo real objetivo pero, al mismo
tiempo, contaminados por el modelo ficticio. Es difícil entonces
desentrañar lo que es sinceridad de lo que es actuación, debido
precisamente a la teatralidad de la realidad ahí representada (lo
que cuestiona, dicho sea de paso, los análisis en términos de ma-
La dilución de las fronteras: hacia una televisión «sin fronteras»
© Editorial Gedisa 231

nipulación): una intimidad semipública –o ¿medio privada?–


pervertida por la existencia de cámaras ocultas cuya presencia es
conocida y aceptada por los concursantes. Se establecen entonces
nuevas convenciones que nos sitúan lúdicamente en la frontera
de la vida y de la representación.
Esta ambivalencia se refleja en la tipología de géneros televi-
sivos en que se inspiran los programas de realidad tipo Gran
Hermano, que van desde los géneros referenciales con una fun-
ción informativa y un valor sociológico («Esto es la realidad, es-
to es un documento sociológico», no paraba de decir Mercedes
Milá en la primera versión), hasta los géneros más subjetivos,
que apuntan al entretenimiento, pasando por una serie de géne-
ros híbridos que oscilan entre estos dos polos (reality show, talk
show, etcétera).

Conclusión: Las figuras de lo mismo

La evolución reciente de la televisión hacia un modelo espectacu-


lar/especular revela el proceso mediante el cual los medios de co-
municación tratan de asimilar, diluir o anular la diferencia, y Oc-
cidente conjurar, neutralizar y funcionalizar a lo otro. Como
escribe Baudrillard (1991): «Mientras la diferencia prolifera al in-
finito en la moda, en las costumbres, en la cultura, la alteridad
dura, la de la raza, la locura, la miseria, ha terminado o se ha con-
vertido en un producto escaso».
Más allá de la aparente diversidad de sus universos de repre-
sentación, la televisión propicia identificaciones in-mediáticas: no
reflexivas, no pasadas por el filtro del saber intelectivo –y, menos,
de un saber crítico–, con una tendencia acentuada hacia el narci-
sismo. Narcisismo del sujeto que se contempla permanentemente
reflejado en el espejo que le reenvían programas de realidad, series
y talk shows. Narcisismo del medio, también, que se contempla en
El zoo visual
232

© Editorial Gedisa
su propio espejo y remite a su propio poder-ver, a su poder de en-
trometerse en la intimidad, a su poder de construir una realidad
sui géneris que permite identificaciones indiferenciadas.
A la hipervisibilización de lo idéntico, a la repetición de las fi-
guras de lo mismo, dentro de una redundancia de estos discursos,
responde la invisibilización de lo otro, la imposibilidad de abrir el
discurso a otras formas de cultura que no sean la televisiva, la difi-
cultad en construir, dentro del medio televisivo, un discurso so-
bre lo heterogéneo.

Bibliografía
Baudrillard, Jean, La transparencia del mal. Ensayo sobre los fenómenos extremos,
Anagrama, Barcelona, 1991.
Eco, Umberto, «TV, la transparencia perdida», en: La estrategia de la ilusión, Lu-
men, Barcelona, 1996.
González Requena, Jesús, El discurso televisivo, espectáculo de la posmodernidad, Cá-
tedra, Madrid, 1988.
Greimas, A. J., Semántica estructural, Gredos, Madrid, 1973.
Mehl, Dominique, La télévision de l’intimité, Seuil, París, 1996.
Conclusión:
Después de comunicar, ¿qué?
La hipervisibilidad como aporía
de la comunicación posmoderna

I. De la lógica referencial a la lógica espectacular

Estamos viviendo hoy un cambio radical de paradigmas, no só-


lo en la comunicación social sino también en la relación del ciu-
dadano con lo público. Este cambio entraña modificaciones im-
portantes en diferentes ámbitos: en la naturaleza del espacio
público (que amplia su campo hacia objetos y referentes impen-
sables hace unas décadas), en los modos de comunicar (cambio
acentuado por la introducción de las nuevas tecnologías) y, so-
bre todo, en la representación misma de la realidad y las formas
narrativas.
Se producen aquí verdaderas mutaciones que afectan a los obje-
tos (los contenidos de la comunicación masiva) con la escenifica-
ción de «referentes fuertes» cuya presencia es recurrente, casi ob-
sesiva, en el temario de los medios de comunicación: todo lo
relacionado con el sexo, la muerte, la violencia, todo cuanto remi-
te a lo emotivo, al pathos colectivo.
Pero estas mutaciones afectan igualmente a las formas comuni-
cativas: a la relación que establece el sujeto con los objetos dentro
de un marco colectivo y al contrato comunicativo que rige esta re-
lación. Éste oscila entre el voyeurismo (en una relación distancia-
da, proyectiva, más o menos imaginaria con la realidad) y los ritos
participativos (que establecen fenómenos de identificación, más o
menos miméticos, con el mundo representado).
El zoo visual
234

© Editorial Gedisa
Afectan, finalmente, a la representación misma de la realidad,
que se sitúa cada vez más en un espacio ambivalente –un «entre-
deux» (D. Sibony, 1991)– a mitad de camino entre lo referencial
y lo ficticio.
La hipervisibilidad, este régimen de saturación, de sobrepuja
sígnica que hemos caracterizado como constante del discurso te-
levisivo, desemboca en una hipertrofia de todo el dispositivo co-
municativo; de aquello que –retomando la expresión de Benve-
niste relativa al «aparato formal de la enunciación»– podríamos
llamar el aparato formal de la comunicación: todos los medios y re-
cursos formales (enunciativos, narrativos, discursivos) que contri-
buyen a crear una realidad semiodiscursiva caracterizada por esta
hiperrealidad.
Con esto nos situamos más allá de una lógica referencial, con-
sistente en representar/ocultar los objetos del mundo, para desen-
volvernos en una lógica espectacular de la mostración, de lo hi-
pervisible. Es ésta una lógica basada en una «ilusión de realidad»
donde ya no es sólo la realidad la que es espectacular, sino que el
espectáculo –el espectáculo como categoría semiótica, peculiar
modo de ver– es la realidad de acuerdo con una estrategia del «re-
doble», como dice Baudrillard. Esta estrategia se basa en la dupli-
cación, en ella todo es «más real que lo real», conduce al «éxta-
sis», a lo hiperreal, y redunda en la incapacidad de distanciarse de
la representación, alterando también la relación con el sujeto es-
pectador: más allá de la seducción, está la fascinación (lo que im-
pide re-accionar: actuar); más allá de lo visible, está lo obsceno (el
mostrar demasiado hasta ya no ver el objeto, sino su representa-
ción hipervisible).
De acuerdo con esta lógica espectacular, lo que prima es el
modo de ver y de mostrar; por ello, remitir esta representación a
la realidad objetiva pierde sentido. El espectáculo llega a ser un
fin en sí, apartándonos del referente. Lo importante ya no es lo
que se comunica sino el cómo, y de qué manera esto funda una rea-
Conclusión
© Editorial Gedisa 235

lidad de la que participa el sujeto-espectador. Desde esta perspec-


tiva, el sujeto ya no es un receptor pasivo que padece el «bombar-
deo» comunicativo, sino un destinatario, miembro activo de una
«comunidad virtual» que participa en la construcción colectiva
de esa realidad.

II. De la hipervisibilidad moderna a la


virtualización de la comunicación

Este nuevo contrato comunicativo rompe con la relación de ex-


terioridad, de distancia, que existía tradicionalmente entre el su-
jeto y el mensaje, y establece una relación de intimidad basada en
el contacto, dando una ilusión de «facticidad»: la impresión de
que todo es perceptible, asequible, y hasta realizable, por lo me-
nos virtualmente, en el espacio proyectivo de los medios. Califica-
ré como virtualización del hacer la relación entre sujeto y mensaje
establecida por el nuevo contrato comunicativo y basada en unos
modos de ver y de mostrar específicos.
Ayer la publicidad, hoy la televisión, y más ampliamente tam-
bién el discurso informativo, son los discursos que más contribu-
yen a este mito de la transparencia. El telediario es sin duda el gé-
nero que más recurre a los efectos de transparencia facilitados por
el uso del directo, con su ilusión de presencia: la realidad aparece
aquí como si no hubiera ningún filtro, ninguna mediación que no
sea la del presentador, el cual contribuye precisamente a la puesta
en escena como una convención creíble, integrada en el escenario
televisivo.
En el directo, el tiempo de la enunciación coincide con el
tiempo de la realidad, la instancia discursiva se confunde con la
instancia histórica y «deja hablar» a las imágenes: éstas son el re-
ferente, en una confusión total entre realidad y representación. El
discurso informativo, en palabras de Eliseo Verón (1983), se ins-
El zoo visual
236

© Editorial Gedisa
cribe en un «espacio enunciativo» propio del medio en el que la
enunciación prima sobre el enunciado, y la escenificación, la pre-
sentación, el modo de narrar y el «envolvimiento» de la noticia
son más importantes que la materia del relato.
La otra gran ilusión es la cercanía, la impresión de estar ahí, de
compartir espacio. Ya no hay relación de exterioridad, ni con lo
real ni con la representación. Le sustituye una impresión de fami-
liaridad (con los famosos, con los temas recurrentemente tratados,
con los presentadores y los entornos creados), una impresión de
proximidad, casi se podría decir de «palpabilidad», donde se pro-
duce una fusión entre el fuera y el dentro, entre el estar delante (de
la pantalla) y el estar dentro (de la ficción); fusión que puede llegar
a la confusión en el imaginario y que la película El show de Truman
de Peter Weir ha tratado magníficamente. Fusión que permite
todas las proyecciones hasta llegar a lo que el psicoanalista Gérard
Miller tilda de «televisión pulsional»: una televisión que logra
una relación más inmediata con la pulsión y hasta la identifica-
ción con objetos negativos, dolorosos o anómicos (muerte, sadis-
mo, etcétera).
Ya no hay entonces distancia entre sujeto y objeto de deseo (o,
lo que es lo mismo, pero invertido, objeto de repulsión). Ya no
hay relación de «diferencia» con el modelo, sino de similitud con
lo representado: no sólo me puedo identificar (tanto con lo positi-
vo como con lo negativo), sino que el sujeto representado puedo
ser yo, usted o cualquiera, como ocurre en el reality show, donde
sujeto espectador y sujeto representado se confunden facilitando
voyeurismo y narcisismo, donde todos somos, potencial y virtual-
mente, sujetos de un posible espectáculo. Y aunque no seamos
nosotros, es lo mismo.
Esta relación, al mismo tiempo que fomenta un «imaginario
igualitario» (Alain Ehrenberg) basado en la ilusión de que todos
podemos salir en la pantalla (de que ya no hay unos sujetos ni ob-
jetos más interesantes que otros), produce una dilución o reduc-
Conclusión
© Editorial Gedisa 237

ción de la alteridad: todo vale, todos somos iguales ante el medio.


Ya no hay término marcado, ya no hay ninguna diferencia irre-
ductible.
Favorece el desarrollo de lo que he llamado las figuras de lo mis-
mo, las cuales se manifiestan no sólo en los sujetos, sino también
en la representación de los objetos mediante la repetición de lo
mismo. Ésta funciona a dos niveles: en las formas de los progra-
mas mediante la recurrencia de un mismo formato (la multiplica-
ción de «series» es reveladora a este respecto); pero también en la
redundancia de los contenidos (programas que no aportan nada
en términos de contenido) con un predominio de la función espe-
cular: la proliferación de sitcoms (comedias de situación) ilustra es-
ta tendencia, sobre todo las que están ambientadas en entornos fa-
miliares.
La serie de Telemadrid Cercanías, precursora de los programas
de realidad, fue ejemplar a este respecto. Obviamente estamos
aquí ante un producto híbrido entre el reality show, el documental
y la representación teatral, pero lo que llama la atención, al igual
que en otras sitcoms, es precisamente lo in-significante de las situa-
ciones escenificadas.
El envite semiótico está, pues, más allá de los contenidos, tan-
to en términos referenciales como miméticos: ya no se trata de
aprender nada nuevo ni de identificarse con héroes lejanos porque
le gustaría a uno parecérseles. No, la cuestión es reducir la distan-
cia entre sujeto y objeto, y proyectar de manera imaginaria al pri-
mero en el dispositivo representativo. Diremos que se produce
aquí una virtualización del sujeto que convierte a los espectadores
en «comunidades virtuales», las cuales permiten todas las identi-
ficaciones posibles (como ocurrió, por ejemplo, en la serie Médico
de familia, con sus casi nueve millones de espectadores a finales de
1998).
El zoo visual
238

© Editorial Gedisa
III. La aporía comunicativa: el fin del medio

Desde esta perspectiva, la comunicación no es ya un medio para


transmitir informaciones nuevas, para producir saber. Es un fin en
sí para construir una realidad lo suficientemente porosa como para
permitir identificaciones múltiples, al modo cuasi mágico (ne-
gando muchas veces el principio de contradicción: si soy A no
puedo ser B).

1. La comunicación como fin en sí: más allá de la


lógica comunicativa
En la neotelevisión ya no hay medio. El medio es un fin en sí. Se
produce una implosión del acto de comunicar: éste ya no reside
en la realidad representada (los referentes objetivos), sino en los
modos de ver y de mostrar, en los modos de seducir y captar. Es-
ta primacía de las formas comunicativas (en detrimento de los
contenidos) produce un verdadero cortocircuito comunicativo
(la corriente no alumbra nada que no sea el propio hecho de co-
municar y reflejar lo mismo; de acuerdo con la vieja demagogia
de la audiencia: «Hay que dar al público lo que el público pi-
de»). Esta redundancia alcanza de paso al medio; ocurre con la
neotelevisión lo que Jesús Ibañez describía en la publicidad
(«Una publicidad que se anuncia a sí misma»): de ventana al
mundo la televisión se vuelve espejo (Umberto Eco), y se mues-
tra a sí misma en toda su potencia mostrativa, en su poder de vi-
sibilizar hasta los objetos secretos, íntimos o tabú.
Estamos aquí más allá de una lógica comunicativa en el senti-
do mecánico de la palabra; ya no hay «polos» (la vieja pareja emi-
sor-receptor está agonizando) con una influencia lineal, con «efec-
tos» directos. De ahí la aporía del debate sobre si la influencia de
la televisión es buena o mala, si son legítimos la violencia y el
morbo porque es lo que se pide… De ahí también la obsolescen-
Conclusión
© Editorial Gedisa 239

cia de la lógica ideológica en el análisis de los medios: la creencia


en el poder de «ocultación» de los objetos, de «alienación» del
sujeto. La lógica del poder ha dejado paso a una lógica de la se-
ducción que se plasma en una adhesión virtual a los objetos y que
enraíza en el imaginario colectivo (un imaginario del que todos
somos partícipes); objetos que ya no son referentes objetivos, «rea-
les», sino que se derivan de una construcción semiodiscursiva, de-
rivada a su vez de un acto comunicativo reversible que varía se-
gún el grado de proyección del sujeto. Con esto se produce una
virtualización de los polos de la comunicación.

2. De la comunicación a la simulación
Los sistemas comunicativos (productores de saber) se han trans-
formado en sistemas performativos (productores de realidades
virtuales), en agentes de seducción. El modo comunicativo (basa-
do en la representación realista, que apela a reacciones miméticas,
con identificaciones positivas) deja paso a un modo simulativo,
creador de «escenarios», con su lógica interna, sus aparatos for-
males de representación, sus peculiares códigos y estéticas.
Estos escenarios funcionan como verdaderos agujeros negros
de la comunicación; lo absorben todo, nos envuelven, aspiran,
impiden ver más allá de los objetos de la representación, más allá
de una realidad virtual, dentro de un «show» cuya convención
aceptamos todos (¡menos las rara avis como Truman!), y que está
basado en la hipervisibilidad que afecta a todas las formas del dis-
curso (tanto enunciativas como narrativas).
Los talk shows, reality shows y docudramas se sitúan dentro de
esta lógica de la simulación: de la recreación de realidad dentro
de un contexto semiodiscursivo que se utiliza como laboratorio
donde se cuece una realidad virtual que mezcla realidad y fic-
ción, las confunde y cofunda. Esta realidad, como en las simula-
ciones cibernéticas o informáticas, es una creación ex nihilo, lo
El zoo visual
240

© Editorial Gedisa
que no quiere decir que esté alejada de la realidad social; todo lo
contrario, pretende recrearla, competir con ella, crear un escena-
rio «más real que la realidad», a no ser que sea simplemente (en
una versión posmoderna del naturalismo decimonónico) «como
la vida misma».

IV. Más allá de la lógica del espectáculo. Hacia un


nuevo imaginario visual

Con esto nos situamos más allá de la «sociedad del espectáculo»


analizada por los situacionistas, donde el espectáculo era una
categoría producida con fines ideológicos para mistificar al su-
jeto. Con la primacía de la transparencia, el espectáculo se
transforma en categoría primigenia (no tan alejada de la cere-
monia primitiva), fundadora de la aceptabilidad de los discur-
sos sociales; es una nueva forma de visibilidad donde prima el
exceso, la saturación, la hiperrepresentación de sujetos y obje-
tos, basada en una relación proxémica con la realidad que tam-
bién tiene que ver con estructuras arcaicas. Se produce así una
distorsión de los mensajes que acarrea diversas formas de desli-
zamientos y mutaciones.

1. Deslizamientos y mutaciones en el contrato comunicativo


Estos cambios no son ajenos a la crisis que afecta al discurso públi-
co y en particular a la crisis de credibilidad del discurso político.
Son como una respuesta formal, en forma de potlatch, a la pérdida
de contenidos del discurso político. Es lo que Michel Maffesoli
(1992), en su libro homónimo, ha llamado la «transfiguración de
lo político», una inflación de lo emotivo, de lo «imaginal» (imá-
genes/imaginarios) en detrimento de lo racional-intelectivo. Co-
mo escribe Maffesoli en otro libro (1993):
Conclusión
© Editorial Gedisa 241

La saturación de lo político que es, por esencia, lejano, proyectivo, le


vuelve a dar toda su importancia a lo cotidiano y a las relaciones de
«proxemia». Lo que estaba por llegar, lo que únicamente se contem-
plaba en el proyecto futuro de una sociedad perfecta, o susceptible de
perfeccionarse, se vuelve visible, posible y hasta palpable. Es lo que
he llamado la transfiguración de lo político. Ésta deja paso a lo domésti-
co, a la cultura del sentimiento, que es su expresión más visible.

Con el paso del demostrar al mostrar se opera una mutación en las


funciones del discurso mediático: con un predominio de lo emoti-
vo sobre lo informativo, la figuración cede terreno a la «transfigu-
ración», especie de «grado plus» del espectáculo, y facilita el paso
de la representación a la fascinación (fascinación por objetos tanto
positivos como negativos, coexistiendo así categorías contradicto-
rias, por ejemplo atracción/repulsión, que convierten figuras re-
pelentes (las diferentes encarnaciones del «mal» por ejemplo) en
objetos de contemplación y hasta de placer, haciendo del horror
un objeto más de consumo.

2. Después de comunicar, ¿qué?


Esta inflación de lo visible también atañe al sujeto en el acto mis-
mo de comunicar. Con la proliferación de programas participati-
vos, con el éxito de los programas de realidad y de las sitcoms, se
consagra una nueva figura, la del espectador-protagonista del es-
pectáculo televisivo, y su proyección en el corazón del dispositivo
comunicativo. Esto puede llegar a convertir actos íntimos por ex-
celencia –todo cuanto ha sido tradicionalmente del orden del se-
creto, reservado a la confesión– en actos públicos, colectivamente
contemplados, creando así la ilusión de compartir emociones co-
munes dentro de una comunidad virtual de espectadores-partíci-
pes.
Aquí la comunicación-espectáculo no sólo da carta de realidad
a lo inconfesable, sino que además, visibilizando lo invisible, pu-
El zoo visual
242

© Editorial Gedisa
blicita lo privado y hace del acto de comunicar un acto que insti-
tuye una metarrealidad: el medio se hace instrumento del narci-
sismo colectivo, apoyándose en un enunciador difuso, virtual, un
«estamos comunicando» dentro de un contexto interlocutivo co-
mún, fundado performativamente.
»Comunico, luego existo» o, para contestar a la pregunta que
daba título a esta conclusión, «Después de comunicar, ¿qué?»:
verse comunicar... pues, transfigurar esta realidad en imágenes en
las que el sujeto individual (sujeto personal, social, actor, especta-
dor) se diluye y confunde dentro de un sujeto anónimo (sin nom-
bre), indefinido, al margen de cualquier lógica de la distinción.
Realidad que consagra un escenario hipersaturado de signos,
imágenes e hiperrepresentaciones: un mundo de lo «imaginal»,
como lo llama Maffesoli, donde la imagen se confunde con lo
imaginario, donde la potencia del medio, su capacidad para gene-
rar realidad y rivalizar con lo real objetivo, acaba expulsando el
sentido. La lógica de las formas ocupa entonces el espacio vacío
dejado por la lógica de la representación.
¿Barroquismo posmoderno? ¿Barroquismo de las formas? La
transfiguración favorece una comunicación más allá de lo verbal
que se desenvuelve en lo emotivo, en los afectos, las pasiones, en
una sensación de realidad más fuerte muchas veces que la reali-
dad trivialmente vivida: un mundo donde ya no hay responsabi-
lidad (ni histórica, ni ideológica) porque ya no hay sujeto res-
ponsable, sujeto de poder, ni discurso claramente delimitado, con
sus instancias de producción, su homogeneidad y sus destinatarios
habituales. El logos cede aquí ante el pathos, y habla más en nombre
de lo emotivo que de lo intelectivo; la imaginación cede a la ima-
gen, y lo simbólico a lo imaginario, fomentando un nuevo imagi-
nario visual basado en la hipervisibilidad de todo: sujetos, objetos
y acto mismo de comunicar, paliando así el déficit de lo simbólico
en las sociedades de hoy, colmando el vacío de la vida cotidiana,
ocultando los silencios de la comunicación de tú a tú.
Conclusión
© Editorial Gedisa 243

A la carencia, contesta el desbordamiento; al déficit represen-


tativo, la hipervisibilidad del medio; al secreto, la pornografía del
sentimiento. Más verdadero que lo verdadero, dice Baudrillard:
lo obsceno.

Bibliografía
Ehrenberg, Alain, «La vie en direct ou les shows de l’authenticité», Esprit, nº
188, París, 1993.
Maffesoli, Michel, La transfiguration du politique, Le Livre de Poche, París, 1992.
—, La contemplation du monde. Figures du style communautaire, Grasset, París,
1993.
Sibony, Daniel, Entre-deux. L’origine en partage, Seuil, París, 1991.
Verón, Eliseo, «Il est là, je le vois, il me parle», Communications, n.° 38, Seuil,
París, 1983.
Apostilla:
La reflexividad televisiva:
una televisión que se anuncia a sí misma

Decía el sociólogo Jesús Ibañez (1992), hablando de la evolución


de la publicidad, que estamos hoy ante «una publicidad que se
anuncia a sí misma». Y, con su conocido talante provocador, lo
explicaba así:
La publicidad no informa sobre los productos: informa al consumi-
dor. Los productos, en realidad, no existen: han quedado reducidos a
meros signos. La publicidad no habla de los productos: son los pro-
ductos los que hablan de la publicidad. La marca de un producto no
marca al producto: marca al consumidor como miembro del grupo
de consumidores de la marca. En resumen, no consumimos, somos
consumidos.

Estamos últimamente asistiendo a un fenómeno parecido en la te-


levisión. La televisión crea grupos informales de espectadores,
menos definidos por sus características objetivas (socioeconómi-
cas, ideológicas, etcétera) que por su adhesión puntual a los pro-
ductos que nos ofrece el medio, un medio que se parece cada día
más a una industria del marketing que a un instrumento cultural.
Hoy somos adictos a un cierto tipo de formatos (juego-con-
curso, series tipo sitcoms, talk shows, «programas de realidad»
y… concursos musicales de la calaña de Operación Triunfo). Nos
identificamos con ellos como, antaño, con una peña taurina o el
Real Madrid. En una época de crisis de los valores colectivos, de
disgregación de los vínculos sociales, ganamos con ellos una
El zoo visual
246

© Editorial Gedisa
identidad –identificándonos con sus héroes como iconos–, y
la seguridad de que, por lo menos, algunos nos «representan»:
son como una marca a la que somos fieles. La marca nos une en
un mismo grupo de consumidores, nos conforta en nuestro gus-
to –que es el gusto de todos, el gusto común, nivelado, descafei-
nado, homogeneizado por el medio– y al mismo tiempo nos da,
de prestado y como soñando, un cierto estatus.
Pasa lo mismo con la televisión: consumimos sus productos
como si fueran bienes materiales, como productos de marketing
que han llegado a ser. Ha pasado con Gran Hermano, y también ha
ocurrido con Operación Triunfo. No importa aquí que los concur-
santes sean buenos o malos –cantantes, hombres, mujeres o lo que
sea–, sino que sean creíbles y permitan identificaciones primarias.
Es más, al comienzo del programa no son nadie; son incluso pato-
sos, feos(as), tremendamente ordinarios (¿Por qué, si no, tiene tan-
to éxito la serie Betty la fea?). Tiene que ser así para, como en las
sitcoms, permitir todas las identificaciones posibles.
Como analizaba Edgar Morin (1972), con la aparición, en los
años sesenta, del star system, nacen héroes que son a la vez huma-
nos, tremendamente humanos –nos son cercanos, familiares–, y
que, al mismo tiempo, tienen un carácter especial que les hace ex-
tra-ordinarios y crea fascinación: son las stars, los famosos. Hoy los
famosos ya no son los personajes habituales de las revistas del co-
razón. Los famosos son el hombre de la calle promocionado por la
televisión, es el hombre común, que podría ser usted o yo, en fin,
cualquiera de nosotros; y lo que le caracteriza es la indistinción, el
anonimato, hasta que el medio hace de él un icono, elevándolo a
categoría de marca.
Pero más allá de su valor emblemático y su inscripción en una
identidad territorial –véanse las peñas que se organizan en torno a
los concursantes en sus respectivas comarcas y la movilización de
las «fuerzas vivas», que los utilizan como reclamo turístico–, su
éxito es producto íntegro del medio televisivo: son, como perso-
Apostilla
© Editorial Gedisa 247

najes públicos, puros productos de marketing, el resultado de un


proceso de fabricación cuya supermarca es la Televisión. Nunca,
con más claridad, se ha visto la potencia del medio, la capacidad
de los medios de comunicación para crear realidad.
Con Gran Hermano hemos visto instituida una realidad que no
era ni verdadera ni falsa –ni totalmente simulada, ni del todo fic-
ticia–, una realidad sui géneris generada por el medio: una inti-
midad intrínsecamente televisiva, invención del medio y prueba
hipervisible de su poder de intromisión en la esfera privada. Esto
constituye una prueba más de esta reflexividad del medio. Hoy
día la televisión no se contenta con reproducir la realidad o fabri-
car sueños, los hace realidad.
La televisión ha alcanzado un grado tal de hegemonía –de
dominación del mercado simbólico de producción de objetos de
consumo– que tiene que inventar continuamente nuevos pro-
ductos. De la reproducción hemos pasado a la simulación de reali-
dad, y de la mostración realista del mundo al cómo la televisión
es capaz de crear mundos (mundos posibles, conformes a la reali-
dad pero que no son la realidad), mostrándonos además este pro-
ceso de invención de realidad (la película El show de Truman es
una extraordinaria demostración de este potencial).
Definía Umberto Eco, a mediados de los sesenta, la «neotele-
visión» como una televisión que ya no es simplemente «ventana
al mundo», pues habla de sí misma y del contacto que está esta-
bleciendo con el público. Es una televisión de la proximidad, del
contacto (cosa que ya había intuido Fellini en La dolce vita). La te-
levisión nos ha acostumbrado a esta pornografía del sentir: re-
cuérdese el espectáculo patético de Rosa llorando, al día siguiente
de ser seleccionada para Eurovisión, y del presentador manoseán-
dola para «estar con ella».
Ahora la televisión nos hace entrar en su propia intimidad: es
una televisión que se escenifica a sí misma, que nos muestra los
entresijos de la fama, el cómo se llega a ser famosos, el cómo uno se
El zoo visual
248

© Editorial Gedisa
identifica –e identifica a millones de espectadores– con la estética
del medio: ritmos insípidos, maneras estereotipadas de moverse
(erotismo enlatado del mover el culo), forma de vestirse, de pei-
narse y por supuesto cantar.
Como en los juegos de recorte de la infancia (no por nada, en
estas mismas páginas, hemos comparado Gran Hermano con una
casita de muñecas), hemos visto a los concursantes transformarse
progresivamente, ante nuestros ojos, en productos de televisión, y
cómo nos han identificado con esta estética de medio pelo. Más
allá de los contenidos, del presunto valor artístico, lo que importa
es el espectáculo de esta promoción, el hecho de que la televisión
«nos abra sus puertas» y se muestre mostrando, fabricando sus pro-
pios productos, fomentando un voyeurismo de la marca. Lo decla-
raba (¿ingenuamente?) el propio director de RTVE, después de la
selección de Rosa: «No hay un ganador, hay dieciséis», para aña-
dir tras una pausa (recordando tal vez a Eco): «Hay un ganador, es
Televisión Española».
Operación Triunfo es la televisión con las tripas al aire: a la visi-
bilidad (la «televisión de la intimidad») le sucede la hipervisibili-
dad televisiva, una televisión que ha explorado tanto el mundo
que ya no se conforma con reproducir lo visible, sino que hace vi-
sible la parte invisible del individuo, del éxito y de sí misma, des-
cubriéndonos sus intimidades. «Los productos, en realidad, no
existen», sólo existe la Televisión.
Tras esta reflexividad está sin duda un narcisismo del medio
–lo mismo que en su función especular la televisión cultiva el
narcisismo del espectador–, pero también indica, por otra parte,
un desgaste del discurso y puede que también una crisis de lo re-
ferencial, de los grandes relatos, de las visiones globales de la rea-
lidad, de lo ideo-lógico en fin (del discurso sobre lo real), con la
subsiguiente fragmentación de los discursos.
La televisión ha cortado el cordón umbilical que la unía al
mundo para crear su propia realidad, para elevarse a categoría de
Apostilla
© Editorial Gedisa 249

nuevo mundo que parte a la conquista de sus otros mundos (sus


otros). Un mundo virtual, al fin y al cabo, sin principio ni fin, con
una narratividad entrecortada aunque responda a un flujo y un
universo referencial sin delimitaciones claras ni soporte objetivo:
la televisión es su propia referencia, su propio soporte: lo impor-
tante es estar ahí, figurar, mostrarse.
Se podría aplicar al discurso televisivo lo que, hace unos años,
Jacques Derrida (2001) decía del cine hablando de su «espectrali-
dad», esa capacidad que tiene la imagen audiovisual de apelar al
inconsciente, de despertar lo que Freud llamaba la experiencia de
lo que es «extrañamente familiar»: «Lo espectral –escribía Derri-
da– no es la [dimensión] de lo vivo ni la de lo muerto, ni la de la
alucinación ni la de la percepción». Lo mismo que en el cine «se
cree sin creer», aquí impera lo verosímil, se crea una memoria es-
pectral donde los «fantasmas» –esos espectros que son las repre-
sentaciones televisivas– se cruzan en una representación colectiva
que acaba imponiéndose como realidad pero que es puro presente,
efimeridad absoluta, valga la contradicción. Lo había intuido ya
Godard, en su famosa comparación: «El cine fabrica memoria, la
televisión olvido.»
Memoria del presente, hemos calificado a esta memoria sin his-
toricidad de espectral porque tiene que ver con el mundo del sue-
ño, con el fantasma como dispositivo de puesta en escena del deseo,
porque se mueve más en este ámbito que en la realidad (en griego
«fantasma» designa a la vez la imagen y al aparecido: el fantasma
es el espectro; en el psicoanálisis «fantasma» es la proyección en un
escenario imaginario de una «escena», cristalización de los deseos o
de las fobias).
Lo espectral es un no man’s land, el reino del «entre-deux», un
mundo en el que ni se garantiza la creencia ni se pone en duda: bas-
ta ver para creer. Es cuestión de fe, en el sentido religioso y fiducia-
rio, es decir, basta el crédito que se otorga a la imagen. Lo espectral,
al proyectar un mundo de posibles, crea un mundo fuera del mun-
El zoo visual
250

© Editorial Gedisa
do objetivo, un tempo al margen del tiempo social, un presente ex-
temporáneo; es una suspensión del tiempo, la consagración de
lo efímero, eternamente reproducido por la redundancia, la repe-
tición, la serialización (la serie, decía Violette Morin, es «una eter-
nidad de bolsillo»). En la vuelta de lo mismo está la fuerza ritual
de la narración televisiva, en este eterno volver a empezar de la
programación que crea familiaridad y proxemia.
Esta santificación del presente no sería, escribe Michel Maffe-
soli (2000), «sino otra manera de expresar la aceptación de la
muerte», que está en el centro de muchos fenómenos contempo-
ráneos. El ritual sería como una manera homeopática de vivir la
muerte todos los días; y el tiempo suspendido, una «anamnesis de
la muerte» que permite sortear el peligro y convivir con la muer-
te simulándola, integrando algunos elementos en el discurso coti-
diano, como cuando los niños se dan pequeños sustos o escenifi-
can grandes temores para luego reírse más y disfrutar mejor del
momento.
Por eso epifanía y tentación de violencia, celebración de la vi-
da y espectro de la muerte coexisten en el discurso televisivo, no
son incompatibles. En el estadio de seudovigilia, o medio sueño,
que es lo espectral, todo es posible.
Ocaso de los grandes discursos, decadencia de lo informativo,
crisis de la representación misma, en su expresión política y sim-
bólica, todo ello conduce a una virtualización de lo real, a crear
mundos híbridos, en la frontera de lo real y de lo ficticio, en el
cruce de lo realizable y de lo irrepresentable, además de fomentar
un estado de indecisión frente al espectáculo mediático, lo cual
lleva a la televisión a contemplarse como una enorme máquina de
representación, solitaria pero omnipresente.
La televisión, entonces, rebota sobre su propio discurso, se
contempla a sí misma, en lo que la semiótica llama una «enun-
ciación enunciada», una representación de representaciones, imá-
genes de las imágenes de la realidad, como pasa en los programas
Apostilla
© Editorial Gedisa 251

en los que la televisión se resume/repite a sí misma: la televisión se


zapea a sí misma (R. Rodríguez Ferrándiz, 2001).
Así empezó en Canal Plus el programa Lo + plus, re-presentan-
do fragmentos ya presentados de la actualidad del día anterior.
Así lo hizo Tele 5 con La corriente alterna, en una visión autocom-
placiente, aunque con humor, de su propia programación. Así
ocurrió en Antena 3 con Los vigilantes de la tele, recopilación y re-
frito de fragmentos de otros programas con comentarios chisto-
sos, y La batidora, en forma de videoclip. Programas, casi todos,
en los que prima lo esperpéntico –esto es, una visión exacerbada
de la realidad, llevada hasta su paroxismo y a menudo su paro-
dia–, y en los que se enseña también las disfunciones del discurso
televisivo.
Con esto se está generando una verdadera cultura del ver tele-
visivo en la que la televisión da a ver sus propios lapsus y el espec-
tador aprende a detectar los fallos del discurso televisivo, las pe-
queñas diferencias (entre personajes y modelos «reales» en las
series, por ejemplo). La novedad es que, lejos de ser una manipu-
lación que abusa de la credibilidad del espectador, consagra un
juego con la representación misma, revelando su convencionali-
dad, su carácter arbitrario, acentuando la porosidad entre verdad
y verosimilitud.
Porosidad, por último, entre el producto y la producción, co-
mo ha ocurrido con Triunfomanía, el programa de programas que
ha seguido a Operación Triunfo: la televisión habla de sí misma, se
anuncia y habla de su propio triunfo. En un redoble egolátrico del
discurso, la televisión acaba siendo su propio objeto: la televisión
como fin en sí.
¿Entramos en la postelevisión? ¿Una televisión especular en la
que el espectador se contempla a sí mismo transformado en perso-
naje de un relato cuasi de ficción, dentro de un nuevo régimen na-
rrativo que oscila entre la realidad y la simulación? ¿Una televi-
sión que se contempla a sí misma en su espectralidad, en el
El zoo visual
252

© Editorial Gedisa
resplandor de su simulacro, y que tiene «el peso de lo real pero la
irrealidad del cuento» (Marc Augé, 2002), como un grado más en
la exploración de los intersticios entre realidad y ficción?

Bibliografía
Augé, Marc, «Le stade de l’écran», en L’Empire des médias, Manières de voir 63, Le
Monde Diplomatique, mayo-junio 2002.
Derrida, Jacques, Entrevista en Cahiers du Cinéma, nº 556, abril 2001. Repro-
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