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Nietzsche, mayeusis abismal

por Luis Ángel C.M.

Un náufrago en el piélago, sobre una endeble balsa, bajo la eterna tormenta. No


grita socorro. Se deja acariciar por la furia. Es Nietzsche.
Él se asomó al precipicio y no dudó un segundo en arrojarse. Por supuesto que
no, no nos invita a seguirle: nos coge por el cuello y nos arrastra. Si conseguimos
esquivarlo, nos escupe, nos canta, nos embriaga, como las sirenas a Ulises. Desde el
abismo, Nietzsche nos anima a emular a Butes.
Era su responsabilidad, la responsabilidad del hombre consciente de pertenecer a
un mundo metarracional, de formar parte de las tinieblas extáticas. Nietzsche es
demasiado humano en el sentido de que el traje (de) humano le queda corto. Nietzsche
es metahumano en todas las posibles acepciones del prefijo meta.
El arte tiene la llave, el arte es la llave. El artista jamás termina su obra, ha de
desprenderse, arrancarse de ella. En ese momento es cuando se produce la brecha. La
obra de arte siempre es abierta. Una vía de comunicación de lo irracional. Digamos
metarracional, para no negar la razón, eliminando así su arrogante importancia. La
brecha en la obra de arte es la puerta que nos abre al mundo trágico, al flujo heraclíteo,
aguas movedizas donde lo apolíneo retoza sobre lo dionisíaco.

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Un artista puede elegir: bien quedarse afuera, bajo el cálido techo de su mundo;
bien, caso de Nietzsche, entrar, atravesar la brecha de su obra, lanzarse al pleno vacío.
La brecha en la obra de arte es el relámpago heraclíteo. Una vía abierta a la
comunicación del pensamiento, sin lenguaje, comunicación telepática. Los aforismos
nietzscheanos son brechas en sus obras. Éstas están repletas de puertas, de salidas de
emergencia al más allá. Nos asomamos y sólo hallamos oscuridad. Debemos dar el paso
siguiente, convertirnos en nuestra propia luz. Su filosofía es una filosofía de vida y
muerte. Es una llamada con todos los posibles mensajes. Nietzsche no se conforma con
lo correcto, con el valor dado, con el término medio del auriga. Mata suicidándose, y
eso le resucita. Regresa desde el abismo, se cuela por entre sus brechas para
preguntarnos, para despedazarnos, para criticarnos: es la mayeusis abismal. Su arte es
un agujero de gusano.
La esperanza nietzscheana no es humana, no se limita a lo humano, es mera
energía. Su razón se somete a la intuición en su camino de regreso al inicio de la
historia y la cultura. Ha de desprenderse del valor otorgado. El valor otorgado al ser por
la metafísica milenaria. Su recorrido jamás recorrido es el de una posibilidad de ser-en-
el-mundo heideggeriano hacia el Uno parmenídeo. Un camino inhóspito, ignoto,
plagado de trampas, de mentiras.
El Estado prusiano se erige altivo por encima del arte, la paideia no es viable,
deviene utópica. La educación es imposición. Las masas se extienden, se repantigan
sobre la superficie acolchada. Nadie se atreve a descender, aun sabiendo que, como dijo
Heráclito, el camino hacia arriba y el camino hacia abajo son uno y son el mismo.
Pocos osan dejarlo todo, darlo todo. No queda otra que regresar al final del camino.
¿Regresar al final? El inicio se solapa con el fin. El arte se abraza al eterno retorno.
Contradirección, usando la razón, el martillo de la razón, como motor para su viaje.
Como el cohete espacial que se libera de la gravedad. En el más allá cósmico, la razón
no sirve, el hombre se hace demasiado pequeño e inútil. Y, al mismo tiempo, gracias al
hombre, al intelecto y sus sombras, puede llevar a cabo su misión, puede sumergirse en
la materia oscura. El superhombre se sabe hombre pero no se limita a su humanidad. Le
sabe a poco. La hace saltar por los aires, ése el humanismo nietzscheano. Llueven trozos
de hombre, dinamitados. Pero ojo: trozos de hombre vivo. Es el humanismo selectivo de
los hombres que lo arriesgan todo para conocerse a sí mismos. Un protoinhumanismo.
Nietzsche convirtió el relámpago heraclíteo en dinamita. Finalmente su filosofía
se convirtió en aquel relámpago. Todo relámpago es irrepetible, único.

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Acaba por romper sus cadenas, desconfía de la moral, su caminar ha de hollar. Y
una vez recorrido, borra las huellas del camino, nos retira la escalera al estilo
Wittgenstein. De nuevo el relámpago. El relámpago no deja huella, como la estrella
fugaz. Es el flash de la intuición: el fundir lo apolíneo en lo dionisíaco.
No sólo ansía llegar al horizonte, debe agarrarlo por el cuello y exprimirlo. Pues
ese horizonte lejano miente. En su viaje de regreso, se aleja tanto del mundo que se da
de bruces con él.
Desde las brechas de sus obras, el náufrago nos envía mensajes en botellas. Sin
señas. Sin destinatario. Es la corriente eterna quien dirige sin dirección. Debemos
romper las botellas, las formas, lo apolíneo, para acceder al mensaje dionisíaco:
convertíos en relámpagos.

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