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Retrato del vanguardista

por Philippe Muray

La piedra del escándalo


Uno entre muchos méritos del ensayo de Benoît Duteurtre Requiem por una vanguardia reside en el
clamor reactivo con que ha sido recibido. ¡Qué grito unánime! ¡Qué ola de indignación! ¡Qué
ladridos de temor se han lanzado contra este libro! Una nueva figura se ha revelado, allí en la fiebre
y en el escándalo. Un nuevo protagonista de la comedia de la sociedad ha aparecido. Una especie de
“carácter”, del género de los de La Bruyère, ha hecho pública su voz, y es él, esta bella alma
ofendida, de quien me gustaría intentar hacer el retrato, rápidamente, por el placer de prolongar, si
no de parafrasear, el libro de Duteurtre.

Pero ¿cómo llamar a este individuo al que un simple balance concerniendo la modernidad artística
de la segunda mitad del siglo XX, una obra de tono sereno, por lo tanto documentado, ni siquiera
insultante, y consagrada en gran parte a la historia del movimiento musical contemporáneo, ha
llegado a poner fuera de sí de semejante manera? ¿Cómo bautizar a este personaje? ¿A este
Anarquista coronado que se aferra a su corona? ¿A este Pensionado de la sociedad? ¿A este
Transgresor condecorado? ¿A este Inconformista subvencionado que exige seguir siéndolo? ¿A este
Vanguardista reclutado? ¿A este Innovador perpetuo subsidiado a perpetuidad por el Estado? ¿A
este héroe de la aventura moderna en vías de deshacerse? Qué importa su nombre, a decir verdad.
Dejémoslo en la imprecisión, eso quizás le dé placer, a él que tanto le gusta lo “abierto”, lo
“aleatorio”, lo “inacabado”, lo “flotante”. Captémoslo en plena acción, mejor dicho, en pleno
arrebato de adrenalina y reflejos de supervivencia. Allí está, con sus gesticulaciones virtuosas, sus
arranques de ofendido, que se manifiestan como su último rostro: el de alguien que ha jugado, desde
hace tiempo, todos los triunfos modernistas, que ha tomado el hábito de considerar lo “nuevo”
como una renta correspondiente a su posición, y a quien se ve de pronto enfurecido porque un joven
escritor, detallando tranquilamente sus hazañas, buscando comprenderlo a través de sus pompas, sus
obras, sus declaraciones, ha osado finalmente problematizarlo.

Nada más peligroso que el Vanguardista acorralado en su trinchera dorada. No son valores lo que
defiende, sino intereses. Por muy poco se olvida hasta de ser educado. Atacado, se lo verá crisparse
acusando a sus adversarios de crispación. Eminente como es raro serlo entre los artistas, trata a los
otros de eminencias. Creador oficial, protegido, sobreviviendo en una tibia seguridad, continúa
reivindicando para sí la llama, la novedad, el atrevimiento de la búsqueda, el frescor de la
inexperiencia estrepitosa, la audacia, el encanto, la espontaneidad pimpante y vivaz. Cubierto de
garantías, debe absolutamente pasar por maldito. Su fuerza inagotable es su insolencia. Desde
luego, nadie sino él se imagina todavía que transgrede alguna cosa “haciendo hablar” al cuerpo,
“deconstruyendo” la lengua o “provocando” al mercado del arte con sus exhibiciones: pero no se lo
digáis, que le causaréis mucha pena. ¡Le dura, después de tanto tiempo, la cómoda certeza de que la
lucha de la innovación contra la tradición es la condición del principio de desarrollo de la sociedad
y de que se liquida automáticamente con la derrota ridícula de la tradición! Es todo lo que le queda
del marxismo desvanecido, esta creencia enternecedora en que “lo nuevo es invencible”, el futuro es
para él y el viento de la Historia sopla en sus velas. De pronto, si se da la impresión de atacarlo, es
un sacrilegio, una afrenta incalificable. Un crimen que va mucho más lejos que la vanguardia
misma: nada más criticarlo, es toda la humanidad la que arriesga verse privada de sus razones para
tener esperanzas.

Por otra parte, y por principio, el Vanguardista coronado no debería siquiera tener que defenderse:
el Dios de lo Nuevo garantiza su calidad. Se quiera artista, literato, músico, plástico o poeta, el
Vanguardista deposita su confianza en un maniqueísmo espontáneo: esta guerra de lo Nuevo contra
lo Antiguo, por la que explica el mundo y legitima su existencia, es Ormuz contra Arimán. Lo
Nuevo triunfa sistemáticamente sobre lo Maléfico. Es por eso que, si se lo pone en duda, se pone
siempre de muy mal humor. No son sus obras lo que se amenaza, es su imagen, su renombre bien
establecido de campeón de la superación. Su reputación de franqueador de fronteras. A pesar de la
extraordinaria cantidad de empresas desestabilizadoras, una más brillante que la otra, a través de las
cuales se ha ilustrado, conserva al menos la fe en una coherencia: la de la Historia en consideración
hacia él. Ésta no sería capaz de tratarlo inmoralmente, eso sería el mundo al revés. La necesidad de
responder a sus detractores no es para él, entonces, más que tiempo perdido. Para él, el juego ha
terminado. La partida está ganada. Estos ataques de la retaguardia lo fatigan de antemano.

El contemporáneo y el arte

Caballero de lo negativo, profesional de la perversión, funcionario de lo ambiguo y de la


subversión, sus medios como sus fines siempre han sido moralmente irreprochables: la igualdad de
oportunidades, la justicia social, los derechos del hombre, él los ha impuesto hasta en las artes. Con
una radicalidad que da gusto ver. Una austeridad que fuerza al respeto. Donde haya elegido lucirse,
en cualquier disciplina que haya hecho propia, se jacta en principio de no halagar los sentidos. La
complacencia no es su fuerte. Ni la diversión, esa enemiga de lo serio, o sea, de lo doloroso. Como
novelista, se lo ha visto expulsar de las ficciones al personaje de novela, depurarlas de ese pretexto
burgués, de esa prótesis superada, en provecho del movimiento de la frase hecha trizas o del
desplazamiento de los sujetos en la narración suspendida. Como pintor, se ha podido aplaudir la
exposición de sus desperdicios más o menos reciclados, metáforas mordaces de la fecalidad, o sea
del mercado del arte (veamos al “desolador Cy Twombly”, como escribe Duteurtre, lanzando “unas
cuantas feas manchas mientras invoca a Poussin”). Como músico, en fin, su nombre es Boulez o
Stockhausen, en su cruzada infatigable, durante los años 50, contra el sistema tonal, sus jerarquías,
sus selecciones básicamente desigualitarias, su monarquismo estético. Ésa fue la gloriosa noche del
4 de agosto de la música, la abolición de las escalas sonoras como privilegios de otra era, de viejos
escudos de armas pintados sobre las carrozas.

Nada ha resistido nunca al Vanguardista radical. Después de haber soñado, un poco


bovarísticamente, desde el fondo de su provincia y de su condición modesta, con las grandes
rupturas heroicas de los primeros cincuenta años del siglo, le ha sido dado, llegado el tiempo,
regocijarse con ellas como farsa triste, pero aceptada. La realidad mediocre de sus orígenes lo había
enfurecido, como Yonville l’Abbaye enfurecía a aquella pobre Emma. Rimbaud, Picasso,
Duchamp, Artaud o Schönberg le parecieron los señores de un mundo superior. Se prometió que un
día sería parte de ese mundo. En otros períodos, esta voluntad de incluir su sueño en la realidad
habría encontrado quizás ciertas resistencias. Pero nuestra época es aquélla en que la realidad ha
cedido, como se hunde un suelo. Él se ha beneficiado. Por primera vez, el sueño ha triunfado en la
realidad misma. Se instala en todas partes. El deseo no ha sido siquiera tomado por realidad, como
lo exigía el catecismo del 68; ha tomado el lugar de la realidad caída al baldío.

Ministro con fondo parisino

Es en este mismo impulso, en la misma época, que se extirpa a París su corazón latiente, Les Halles,
y que Boulez, a dos pasos de allí, es propuesto para dirigir el departamento musical del futuro
Centro Beaubourg. La era de la gran nada eufórica estaba por comenzar. No hubo que esperar más
que hasta el 81, la victoria de la izquierda, la llegada de Jack Lang, para que todo se pusiera en
marcha. Fue así cómo el Vanguardista se encontró coronado. Y un poco asombrado por tanta
velocidad. Esta vanguardia, después de todo, a la que decía pertenecer, se encontraba en los
márgenes, incluso en los subterráneos de la sociedad. Era en estas galerías de caras indecisas donde
se elaboraba, a una luz de catacumbas, el trastocamiento encanecido de las viejas estructuras.
Venido de muy abajo, el Vanguardista ha llegado tan rápido a lo más alto que todavía no entiende
muy bien, hoy en día, cómo lo ha hecho. Ni porqué el horizonte cerrado de las artes le ha reservado
tan jugosas aperturas.

“Rara vez un movimiento artístico”, escribe Benoît Duteurtre, “habrá estado tan adherido a la
evolución social”. Collage es la palabra justa, y esta cola tiene un nombre: se llama Cultura. Es una
sustancia pegajosa a la vez que elocuente destinada a adherir unos a otros un máximo de objetos
hasta entonces disociados. Acabada la pegatina, se debería obtener, en principio, una humanidad
reconciliada, lista para el largo periplo embrutecido de las festividades de después de la Historia.
“El espíritu de nuestro tiempo es el de una sociedad cuyo menor suspiro se quiere ya cultura”,
constata aun Duteurtre. Llegada a los puestos de mando, Madame Bovary es ministro de Cultura,
Vida y Felicidad reunidas. Partiendo de las utopías de ruptura integral, el Vanguardista termina su
carrera en la adhesión integral sin haber tenido que renegar en lo más mínimo de sus ideales
“subversivos”, que concuerdan tan armoniosamente, de ahora en más, con la “rehabilitación” de
Francia y las aspiraciones de las nuevas clases medias, tan preocupadas por su bienestar como por
su standing cultural. La recuperación estatal de las formas más devastadas, su exhibición como
valores positivos, son el pan cotidiano del Innovador promovido. Nada expresa mejor, en nuestros
días, los sentimientos mayoritarios y consensuales que el elogio de la “modernidad”, casada en
segundas nupcias con la propaganda publicitaria y los negocios, mientras conserva a través de los
decenios una pequeña coloración “crítica” para dar mejor efecto. “La vanguardia dogmatizada y la
lógica mercantil se dan la mano”, señala también Duteurtre. “La estética visionaria del fin del arte
ha acompañado la ley destructiva de la renovación del mundo.”

Para evolucionar con todo como un pez en el agua, el Vanguardista se ha dado prisa en olvidar que
las vanguardias estéticas nunca ha existido más que en la perspectiva de toma de poder de la
vanguardia proletaria. Ha tenido siempre un poco de vergüenza, como de una baja extracción, de
esta solidaridad ahora pasada de moda entre la lucha de clases y la guerra de los lenguajes o de las
formas. De allí una cierta susceptibilidad que se le adivina, una ligera crispación. Esa obsesiva
necesidad de respetabilidad. Esa dignidad a flor de piel. Esa carrera hacia las legitimaciones. Esas
retahílas de “compromisos” píos, destinados a autentificar su aventura. A darle una pátina. Un
sentido reluciente. Una suerte de santidad. Una luz de aureola y de martirio sin riesgo. El
vanguardista es el único sacerdote que no estará jamás, en toda su vida, tentado de colgar los
hábitos. Sólo ha cambiado de iglesia (¿De L’Humanité a lo humanitario?). Y proseguido sin aflojar
su “misión espiritual” de esclarecedor del pueblo. La exposición de arte contemporáneo en la que
muestra su “trabajo”, la sala de conciertos donde exhibe su tecnología, la novela-confesión de
ciento cincuenta páginas en que detalla su agonía, son los templos a los que se acude, en menudos
grupos fervientes, para escucharlo predicar. Nadie se ríe. Estamos muy lejos de las multitudes de
otro tiempo tronchándose ante la Olimpia de Manet. ¿Qué multitudes, por otra parte? ¿Dónde las
encontraremos, desde que todos los hombres son artistas, como lo ha decretado Beuys en una
fórmula que no es quizás, en el fondo, sino un silogismo inacabado y revelador? Cualquier cosa del
género “todo hombre es artista” o “el arte es mortal”, y la Cultura ha tomado el poder.

La característica esencial del vanguardista coronado, recordémoslo aún una vez más, es no haberse
cruzado nunca, en su camino, con ninguna realidad. Ha podido ser maoísta, trotskista, letrista
furtivo, postdadaísta, metasituacionista, criptovegetariano castrista o comunista muy crítico sin
haber tenido que verificar lo que fuera de estas adhesiones virtuales, a diferencia de su antepasado,
el vanguardista lúdico y concreto de entreguerras. Como lo muestra Duteurtre, la riqueza y la fuerza
de las vanguardias de la primera mitad del siglo provenía de su choque con el academicismo: este
enfrentamiento, al menos, todavía era una especie de realidad. La prueba de que subsistía una
alteridad. Un enemigo a matar. Su sucesor autodeclarado, el Vanguardista condecorado, el
Innovador contemporáneo a perpetuidad, nació sin enemigo como se nace rubio o moreno, ése es su
destino. Prospera sin otro. Sin antagonista. Con total libertad. Ni bien se lo identifica, se ve
acomodado con subsidios estatales y encargos oficiales. Luego, se aferra a sus perfusiones.
Mientras lanza regularmente, contra las amenazas de regreso del academicismo, grandes gritos de
alarma destinados por el contrario a darle un aire de seriedad y necesidad. Habiendo casi
desaparecido el artista “pompier” o el pensador “reaccionario”, el Vanguardista consumado está sin
cesar obligado a reinventarlos, aunque sea para justificar su propio lugar bajo el sol. Una buena
parte de su tiempo se le va en denunciar la reaparición de “neoclásicos”, el clima de “nostalgia” que
deviene malsano, la atmósfera de “pusilanimidad” inquietante, de “populismo” o de “restauración”
que nos cuelga delante de la nariz: otros tantos peligros fantasmas que legitiman su presencia en las
almenas del Progreso estético. En este dominio, como en muchos otros, la moral es el brazo armado
del poder, el instrumento ideal del control y de la preservación de los intereses.

Pierre Boulez

De ahí una divertida paradoja: a fuerza de considerar que el período de “cambios”, el período en
que el cambio se ha convertido en ley, en que lo “nuevo” se impone como un derecho adquirido,
representando el final y la meta de la historia del arte, es el cambio mismo el que se ha convertido
en lo que no debe nunca cambiar, y el vanguardista mismo quien se transforma en “pompier” de fin
de siglo. Guardián de un templo ridículo superpoblado de oficiantes dispersos a la vez que
vigilantes, su inmobilismo se traiciona de ahora en más en la menor de sus expresiones. “Desde que
Duchamp lo ha recusado”, dirá por ejemplo, “lo Bello en sí ya no existe. Después de Nietszche,
sabemos que no hay más verdades eternas. No se puede entender nada de la música de hoy si no se
tienen en cuenta el serialismo y el atonalismo. Después del Nouveau Roman, no se puede escribir
inocentemente. Después de Jean-Luc Godard, no se puede filmar como Marcel Carné. Después del
dadaísmo, el arte ya no se puede separar de la vida.” Duchamp, Godard, el Nouveau Roman o las
conquistas schönbergianas son para el Transgresor contemporáneo lo que la estatuaria para los
pintores oficiales de antes del 1900: un capital del que picotear a la menor alerta, una batería de
referencias indiscutibles, un rico arsenal de intimidaciones destinadas a cerrar el pico a los malos
espíritus. Desde que se cree amenazado, el Vanguardista se ha puesto a gritar como los viejos
Premios de Roma chillones del siglo pasado. La violencia de un Boulez, sus insultos asombrosos y
sus silbidos de rabia, son los escupitajos de Gérôme. Es la vehemencia desesperada de Gérôme
tratando a los impresionistas de “asquerosos”, o de “deshonor del Arte francés”, y amenazando a
Bellas Artes con presentar su dimisión si el legado Caillebotte entraba al Museo.

En el fondo, la cuestión planteada por este Requiem es muy stendhaliana. Stendhal se acordaba de
los grandes señores encantadores que había conocido en su infancia, antes del 89. ¿Por qué, quince
años más tarde, se habían vuelto “viejos ultras malignos”? Porque en ese tiempo los sucesos
revolucionarios, si no habían podido destruir a la nobleza, la habían hecho pasar de la inconsciencia
a la conciencia. Al volverla visible, la habían vuelto también arbitraria, artificial y frágil. El noble
de después de 1815 estaba obligado sin cesar a defenderla, aferrarse a ella y justificarla. De allí su
“malignidad”. Entre el Vanguardista de hoy, triunfante pero huraño, y su “antepasado” de
entreguerras, no es una revolución la que lo ha cambiado todo. Es mucho peor. Es el
reconocimiento global del Estado. La protección del Estado, como una sombra mortal (el cine
francés sabe algo de esto). “Lo que el Estado estimula desmejora, lo que protege se muere”, dijo
Paul-Louis Courier. El Estado destruye todo lo que aprueba; incluso le ha bastado, recientemente,
con crear un Museo de graffittis para que estos desaparezcan casi enseguida del paisaje urbano.
¿Quién podría desear de verdad cualquier cosa que el Estado desee? A fuerza de bendiciones
ministeriales (pero sin interrumpir su chantaje rutinario en nombre de Webern, Rimbaud, Manet,
Varese y toda la sagrada cohorte de los “incomprendidos” de ayer), el Vanguardista subvencionado,
el Hombre-con-lo-Nuevo-entre-los-dientes, el Transgresor disciplinario, no intimida ya a mucha
gente. Salvo en la Villa Medicis y en algunas universidades americanas. Se lo quiera o no, nos
regocije o no, son el rap y el raï los que innovan, no los “investigadores” del Ircam. Siempre habrá
más sensibilidad en tres frases de Prévert que en la obra entera de René Char, cacógrafo oficial.
Marcel Aymé permanece legible, no Claude Simon o Duras. Y todo el resto por el estilo. Lo
“nuevo” mismo es un viejo hábito que comienza a perderse.

El deseo de penalización
De este legislar galopante, de esta peste justiciera que a toda marcha pone sitio a la época, ¿cómo es
que nadie se espanta? ¿Cómo es que a nadie inquieta este deseo de ley que crece sin cesar? ¡Ah, la
Ley! ¡La marcha implacable de nuestras sociedades al paso de la Ley! Ningún viviente de este fin
de siglo está excusado por ignorarla. Nada de lo que es legislativo debe sernos ajeno. “¡Hay un
vacío jurídico!” Éste no es sólo un grito en el desierto. De la papilla de todos los debates no emerge
sino una voz, un clamor: “¡Hay que llenar el vacío jurídico!” Sesenta millones de hipnotizados caen
todas las noches en éxtasis. La naturaleza humana contemporánea tiene horror al vacío jurídico, es
decir a las zonas de vaguedad donde se arriesgaría a infiltrarse todavía un poco de vida, es decir de
inorganización. ¡Una vuelta más de tuerca cada día! ¡Proyectos! ¡Comisiones! ¡Estudios!
¡Propuestas! ¡Decisiones! ¡Elaboración de decretos en los gabinetes! ¡Hay que llenar el vacío
jurídico! Todo aquello con que Francia cuenta en asociaciones de familias aplaude con sus pinzas
de cangrejo. ¡Llenemos! ¡Llenemos! ¡Llenemos aún! ¡Tomemos medidas! ¡Legislemos!

¡Santas Leyes, rezad por nosotros! ¡Enseñadnos el saludable terror al vacío jurídico y el deseo
perpetuo de llenarlo! ¡Sujetadnos, amarradnos al borde del precipicio de lo desconocido! El menor
espacio que no controléis en nombre de la neo-libertad judicialmente garantizada se convierte para
nosotros en un agujero negro invivible. ¡Nuestro mundo está a merced de una laguna en el Código!
Nuestros más acallados pensamientos, nuestros menores gestos están en peligro de no haber sido
previstos en alguna parte, en algún aparte, protegidos por un apéndice, observados por una
jurisprudencia. “¡Hay que llenar el vacío jurídico!” Éste es el nuevo grito de guerra del viejo mundo
rejuvenecido por la transmisión integral de sus elementos a través del cubo de basura mediática
definitivo.

Han hecho falta esfuerzos y tiempo, han hecho falta tenacidad, habilidad, buenos sentimientos y
causas filantrópicas para incrustar bien hondo, en todos los espíritus, el clavo del despotismo
legalitario. Pero ahora ya está, se ha hecho, todo el mundo lo quiere espontáneamente. La actualidad
cotidiana ha devenido, en buena parte, la novela verídica de las conquistas de la Ley y los
entusiasmos que suscita. Nuevos capítulos de la historia de la Servidumbre voluntaria se acumulan.
La orgía procesalista no reconoce ya ningún límite. Si no evoco aquí los casos de magistrados
vengadores, los escándalos por facturas falsas, la sombra “sublevada” de los jueces enloquecidos, es
porque todo el mundo habla de ello en todas partes. Prefiero ir a buscar mis anécdotas en rincones
menos visitados. No hay ilustraciones pequeñas. En Suecia, muy recientemente, un tipo llegó al
máximo de la indignación con una película de Bergman que pasaban en la tele: ¡había visto a un
padre dando un bofetón a su hijo! ¿En una película? Sí, sí. Una película. En la tele. No de veras. Lo
que no impide que este gesto sea inmoral. Profundamente chocante, para empezar, y luego sobre
todo en infracción con respecto a las leyes de su país. Con lo que va, sin más, a presentar una
denuncia. A hacer perseguir por la justicia. ¿Quién no aprobaría a este hombre sensible? El cine,
por otra parte, regurgita actos de violencia, crímenes, violaciones, robos, tráficos y brutalidades de
los que es urgente purgarlo. Se atacará a continuación a la literatura.

¡Dura lex, sed tex! Hay veladas en que la tele, para quien la mira con la debida repugnancia, parece
una suerte de foro de leyes. Es la marcha de los reglamentos. Un lex-shop a cielo abierto. Cada uno
se descuelga con su borrador de decreto. Hacer un debate sobre lo que sea es descubrir un vacío
jurídico. La conclusión es hallada de antemano. “¡Hay un vacío jurídico!” Podéis cerrar vuestro
correo. El sueño consiste claramente en acabar por prohibir poco a poco, y suavemente, todo
aquello que no esté aún absolutamente muerto. “¡Hay que llenar el vacío jurídico!” Ahora, la
obsesión penalista ataca de nuevo frontalmente al placer. ¡Ah, esto da comezón a todo el mundo,
recriminalizar la sexualidad! En América, se empieza a enviar a clínicas especializadas a aquellos a
quienes se ha tenido éxito en hacer creer que eran adictos, enfermos, fanáticos enganchados al sexo.
Aquí, en Francia, tenemos ahora una ley que permitirá castigar la seducción bajo sus nuevos hábitos
de “acoso”. ¡Un vacío lleno más! De paso, depuramos el Minitel. Y después como broche de oro el
Bois de Boulogne. Todo lo que se muestra hay que rodearlo, esposarlo con impuestos y decretos.
En Bruselas, siniestros desconocidos preparan la Europa de los reglamentos. Todas las represiones
son recomendables, desde la prohibición de fumar en lugares públicos hasta el pedido de
restablecimiento de la pena de muerte, pasando por la supresión de ciertos placeres calificados de
prehistóricos como la corrida, los quesos de leche cruda o la caza de palomas torcazas. Será llamada
prehistórica no importa qué ocupación que no retenga o no envíe al viviente, de una manera u otra,
frente a su pantalla de televisión: el Espectáculo ha organizado una cantidad suficiente, y bastante
costosa, de distracciones como para que éstas, de ahora en más, puedan ser declaradas obligatorias
sin que el decreto resulte escandaloso. Todo otro género de diversión es un irredentismo a borrar,
una pérdida de tiempo y de Audimat*.

Todas las delaciones devienen heroicas. En los Estados Unidos, país de abogados delirantes, los
homosexuales de punta inventaron el outing, forma original de chivatazo que consiste en pegar
carteles con fotos de tipos conocidos por su homosexualidad “vergonzante” bajo el epígrafe
“absolute queer” (completamente marica). Se los hace salir de su secreto porque ese secreto causa
perjuicio, dicen, al conjunto del grupo. Se los confiesa a pesar suyo. A más vida privada, pues más
hipocresía.

¡Transparencia! La palabra más desagradable que circula en nuestros días. Pero he aquí que este
movimiento de outing comienza a ganar amplitud. ¡Los calvos a su turno se ponen también ellos a
pegar afiches con fotos de celebridades a las que acusan de llevar pelucas (perdón, “complementos
capilares”)! ¡Se desenmascarará a los empelucados que no se confiesen! ¿Y por qué no, a
continuación, a quienes llevan dientes postizos, a las buenas mujeres con lifting, a los cardíacos con
marcapasos? El enemigo hereditario está en todas partes desde que no se lo puede situar en ninguna,
masivamente, ni al este ni al oeste.

“La mayor desgracia de los hombres es tener leyes y un gobierno”, escribió Chautebriand. Yo no
creo que se pueda todavía hablar de desgracia. Los juegos de circo justiciero son nuestro erotismo
sustituto. La nueva policía patrulla aclamada, legitimando sus ingerencias bajo la cobertura de
palabras como “solidaridad”, “justicia”, “redistribución”. Todas las propagandas virtuosas
coinciden en recrear un tipo de ciudadano bien devoto, bien embrutecido por el orden establecido,
bien alelado de admiración por la sociedad tal como ésta se impone, bien decidido a jamás perseguir
otros goces que aquellos que se le indiquen. Helo ahí, el héroe positivo del totalitarismo de hoy en
día, el maniquí ideal de la nueva tiranía, el monstruo de Frankenstein de los sabios locos de la
Benefactura, el buenhombre prefabricado que no folla sino con su preservativo, que respeta a todas
las minorías, que reprueba el trabajo en negro, la doble vida, la evasión fiscal, las disyunciones
saludables, que encuentra la pornografía menos excitante que la ternura, que no puede juzgar un
libro o un film más que por lo que no es por definición, o sea un manifiesto, que considera a Céline
un canalla pero que no tolerará que se cuestione, por poco que sea, a Sartre y a Beauvoir, los
célebres Thenardier** de las Letras, que se espanta en fin como un vampiro ante un crucifijo
cuando percibe un anillo de humo de cigarrillo en el horizonte.
Es la era del vacío, pero jurídico, la bacanal de los agujeros sin fondo. A toda velocidad, este
pseudo-mundo que se pierde se halla en vías de recrear de cualquier modo un principio de
militantismo generalizado que sirva para todas las situaciones. No hay una nueva inquisición, es un
movimiento mucho más sutil, una creciente que brota por todas partes, y sería inútil seguir
relamiéndose con el recuerdo de los antiguos procesos de que fueron víctimas Flaubert o
Baudelaire: su persecución revelaba al menos una no solidaridad esencial entre el Código y el
escritor, un abismo entre la moral pública y la literatura. Es este abismo el que se llena cada día y
nadie tiene derecho a no ser voluntario en los grandes trabajos de nivelación de tierras. ¿Quién
narrará está comedia? ¿Qué Racine osará, mañana, componer los Neo-Litigantes? ¿Qué escritor
escapará del zoológico legalitario para describir sus infamias?

Nota agregada en abril de 1997

De más está decir que el fenómeno aquí estudiado ha conocido en todos los dominios, desde 1992,
una extensión prodigiosa que no parece que vaya pronto a interrumpirse. De más está decir también
que los ejemplos que había elegido, en aquél entonces, valían por muchos otros que era preferible
(que es todavía, que es más que nunca preferible) callar. Sólo cuenta, en definitiva, y como siempre,
el hecho de haber visto la cuestión mientras no estaba más que en los pródromos de su siniestro
desarrollo.

1992 – en Exorcismos espirituales I, Les Belles Lettres, 1997

* Audimat era en su origen el nombre del primer sistema utilizado en Francia para medir el nivel de
audiencia de televisión. Luego fue remplazado por el Mediamat, pero el término audimat sigue
designando los resultados del nivel de audiencia para los diferentes canales.

** Thenardier: Monsieur y Madame Thenardier, personajes de Los miserables de Victor Hugo. Se


caracterizan por su egoísmo, su afán de lucro a toda costa y su falta de solidaridad absoluta hacia la
clase trabajadora de la que provienen.

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