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EN LA SOLEDAD DE LOS CAMPOS DE ALGODÓN

Bernard – Marie Koltès

Un deal es una transacción comercial concerniente a valores


prohibidos o estrictamente controlados, que se realiza en espacios
neutros, indefinidos y no previstos para ese uso, entre proveedores y
clientes, por acuerdo tácito, signos convencionales o conversaciones
con doble sentido, con el propósito de evitar los riesgos de traición y
estafa que implica una operación de esa naturaleza, a cualquier hora
del día y la noche, independientemente de las horas de apertura
reglamentarias de los comercios aceptados y, por lo general, a la hora
de cierre de los mismos.
EL DEALER Si usted anda paseando a esta hora y por este lugar, es
porque desea algo que no tiene, y yo se lo puedo ofrecer; porque, si
estoy en este lugar desde hace más tiempo que usted y por más
tiempo que usted, y si incluso a esta hora – que es la hora de las
relaciones salvajes entre los hombres y los animales – no me voy de
aquí, es por que tengo lo necesario para satisfacer el deseo que pasa
delante de mí, y es como un peso que tengo que sacarme de encima
para ponerlo en alguien que pase delante de mi, hombre o animal. Por
eso me acerco a usted, a pesar de esta hora, que es cuando,
generalmente, el hombre y el animal se arrojan salvajemente uno
sobre el otro; yo me le acerco con las manos abiertas y las palmas
vueltas hacia usted, con la humildad del que propone frente al que
compra, con la humildad del que posee frente al que desea; y veo su
deseo como se ve una luz que se enciende, en la ventana de un
edificio, al anochecer; me acerco a usted, como el anochecer se
acerca a esa primera luz, suavemente, respetuosamente, casi
afectuosamente, dejando muy abajo en la calle al animal y al hombre
tirar de sus correas y mostrarse salvajemente los dientes. No es que
haya adivinado lo que usted puede desear, ni que este apurado por
conocerlo; porque el deseo de un comprador es lo más melancólico
que existe, algo que se contempla como un secreto que sólo pide ser
penetrado y con el cual nos tomamos un tiempo antes de penetrarlo,
como un regalo que recibimos embalado y con el cual nos tomamos
un tiempo en desatar. Pero es que yo mismo he deseado, desde el
momento en que estoy en este sitio, todo lo que todo hombre o animal
puede desear a esta hora de oscuridad que lo hace salir fuera de su
casa, a pesar de los gruñidos salvajes de los animales insatisfechos y
de los hombres insatisfechos; por eso sé – mejor que el comprador
inquieto que guarda por un instante su misterio, como una virgencita
educada para ser puta - que lo que usted me va a pedir, ya lo tengo,
y que para usted es suficiente pedírmelo, sin sentirse herido por la
aparente injusticia que suele sentir el que pide frente al que propone.
Ya que en esta tierra no hay otra injusticia más verdadera que la
injusticia de la tierra misma, que es estéril por el frío o estéril por el
calor, y raramente fértil por la suave mezcla de lo caliente y lo frío, no
hay injusticia para quien anda por el mismo pedazo de tierra sometida
al mismo frío a al mismo calor o a la misma suave mezcla, y todo
hombre o animal que puede mirar a otro hombre o animal a los ojos
es su par porque andan sobre la misma línea fina y plana de latitud,
esclavos de los mismos fríos y de los mismos calores, igualmente ricos
e igualmente pobres; y la única frontera que existe es la que hay entre
el comprador y el vendedor, pero es incierta, porque los dos poseen
el deseo y el objeto del deseo, a la vez hueco y abultado, con menos
injusticia todavía de la que hay en ser macho o hembra entre los
hombres o los animales. Por eso es que provisoriamente tomo
prestada la humildad y le presto la arrogancia, para que se nos distinga
a uno del otro a esta hora que es ineluctablemente la misma para
usted y para mí. Dígame, entonces, virgen melancólica, en este
momento en el que gruñen sordamente hombres y animales, dígame
que desea para que pueda proveerlo, y lo voy a proveer suavemente,
casi respetuosamente, y tal vez con afecto; luego, después de haber
colmado los huecos y aplanado los montones que hay entre nosotros,
nos alejaremos el uno del otro, en equilibrio sobre la delgada y plana
línea de nuestra latitud, satisfechos en medio de los hombres y de los
animales insatisfechos de ser hombres, insatisfechos de ser animales;
pero no me pida que adivine su deseo; estaría obligado a enumerar
todo lo que poseo para satisfacer a los que pasan delante de mí desde
que estoy acá, y el tiempo que necesitaría esa enumeración desecaría
mi corazón y quizá fatigaría su esperanza.

EL CLIENTE No camino en un cierto lugar y a una cierta hora; camino a


secas, yendo de un punto a otro, por asuntos privados que se tratan
en esos puntos y no en el recorrido; no conozco ningún crepúsculo ni
ningún tipo de deseos y quiero ignorar los accidentes de mi recorrido.
Iba desde esa ventana iluminada, detrás de mí, allá arriba, hasta esa
otra ventana iluminada, allá, enfrente de mí, según una línea muy resta
que pasa a través de usted, porque usted deliberadamente se situó
ahí. Ahora bien, no existe ningún medio que permita, a quien va de
una altura a otra, evitar descender para volver a subir después con el
absurdo de dos movimientos que se anulan, y el riesgo entre uno y
otro de pisar los deshechos arrojados por las ventanas; cuanto más
alto se vive, más sano es el espacio, pero más dura la caída; y cuando
el ascensor lo ha dejado a usted abajo, lo condena a caminar en medio
de todo lo que desde arriba uno no quería, en medio de un montón de
recuerdos que se pudren como en el restaurante, cuando un mozo le
hace la cuenta enumerando a sus oídos todos los platos que usted ya
digiere desde hace rato. Por otra parte, habría sido necesario que la
oscuridad fuese todavía más espesa y que yo no pudiera percibir en
absoluto su rostro; en ese caso habría podido, quizás, equivocarme
acerca de la legitimidad de su presencia y del desvío que usted hizo
para ponerse en mi camino y, a mi vez, desviarme y acomodarme al
suyo; pero, ¿qué oscuridad sería lo bastante densa como para hacer
que usted parezca menos oscuro que ella? No existe una noche sin
luna que no parezca medio día cuando usted pasea debajo de ella, y
ese mediodía es suficiente para demostrarme que no es el azar de los
ascensores lo que lo puso a usted aquí, sino una imprescriptible ley
de gravedad que le es propia, que usted carga, visible, sobre los
hombros, como un bolso que lo ata a esta hora, en este lugar desde
donde usted evalúa, suspirando, la altura de los edificios. En cuanto a
lo que deseo, si hubiera algún deseo que pudiera recordar ahora, en
la oscuridad del crepúsculo, en medio de gruñidos de animales a los
que ni siquiera se les ve el rabo – además deseo que se olvide de la
humildad y que no me ofrezca la arrogancia, porque si tengo alguna
debilidad por la arrogancia, odio la humildad, en mí y en los otros y
este intercambio me disgusta -, lo que yo pudiera desear seguramente
usted no lo tendría. Mi deseo, si lo hubiera, quemaría su rostro al
expresárselo, le haría retirar las manos con un grito y usted huiría en
la oscuridad como un perro que corre tan rápido que no se le ve la
cola. Pero no, lo turbio de este lugar y de esta hora me hace olvidar
que alguna vez pude haber tenido algún deseo del cual acordarme;
no, no tengo ningún deseo como tampoco nada que ofrecerle, así que
va a ser necesario que se corra para que no me desvíe, que se salga
del eje que yo seguía, que se anule porque esa luz, allá arriba, en lo
alto del edificio, al cual se acerca la oscuridad, continúa brillando
imperturbable; perfora esa oscuridad, como un fósforo encendido
perfora el trapo que pretende ahogarlo.

EL DEALER Hace bien en pensar que no desciendo de ninguna parte y


que no tengo ninguna intención de subir, pero se equivocaría si
creyera que lo lamento. Evito los ascensores como un perro evita el
agua. No es que se nieguen a abrirme la puerta ni que me repugne
encerrarme, sino que los ascensores en movimiento me hacen
cosquillas, y, entonces, allí pierdo mi dignidad; y, aunque me gusta
que me hagan cosquillas, también quiero que no me las hagan apenas
lo exige mi dignidad. Los ascensores son como ciertas drogas;
demasiado uso hace que uno flote, nunca subir, nunca bajar, confundir
líneas curvas con líneas rectas y congelar el fuego en su centro. Sin
embargo, desde que estoy en este lugar sé reconocer las llamas que,
de lejos, detrás de los vidrios, parecen heladas como crepúsculos de
invierno; pero basta que nos acerquemos suavemente, tal vez
afectuosamente, para recordar que no hay ninguna luz definitivamente
fría; mi propósito no es hacer que usted se apague, sino protegerlo del
viento y secar la humedad del instante al calor de esta llama. Porque,
diga lo que diga, la línea, tal vez recta, sobre la cual usted caminaba,
se torció cuando usted me percibió y capte el instante preciso en que
su camino se volvió curvo; y no curvo para alejarlo de mí, sino curvo
para venir a mí; de otra manera, nunca nos hubiéramos encontrado y,
de antemano, se habría alejado de mí, porque usted caminaba a la
velocidad de quien se desplaza de un punto a otro, y nunca lo habría
alcanzado porque yo sólo me desplazo lentamente, tranquilamente,
casi con inmovilidad, al paso de quien no va de un punto a otro, sino
que, en un lugar invariable, se acerca a quien pasa delante de él y
espera que modifique ligeramente su recorrido. Y si digo que describió
una curva – y quizá va a pretender que era un desvió para evitarme, a
lo cual voy a afirmar, en respuesta, que fue un movimiento para
acelerarlo -, sin duda es porque, a fin de cuentas, usted no se desvió,
porque toda línea recta sólo existe en relación con un plano, porque
nos movemos según dos planos distintos y porque, sintetizando, el
único hecho que cuenta es que miró y que intercepté esa mirada, o
fue al revés, y que la línea sobre la cual se desplazaba, de absoluta
que era se hizo relativa y compleja en consecuencia: ni curva ni recta,
sino fatal.

EL CLIENTE Sin embargo, para agradarle, no tengo deseos ilícitos. Mi


propio negocio lo hago en las horas aceptadas del día, en los
comercios aceptados e iluminados con luz eléctrica. Tal vez sea puta,
pero si lo soy, mi prostíbulo no es de este mundo; el mío se extiende
bajo la luz legal y cierra sus puertas a la noche, sellado por la luz e
iluminado con luz eléctrica, porque ni siquiera la luz del sol es
confiable; además es complaciente. ¿Qué es lo que usted espera de
un hombre que no da un paso sin que éste sea aceptado y sellado y
legal e inundado de luz eléctrica en sus menores recovecos? Y si estoy
aquí, en recorrido, a la espera, en suspensión, en desplazamiento,
fuera de juego, fuera de vida, provisorio, prácticamente ausente, por
así decir en otra parte – porque si se dice de un hombre que cruza el
Atlántico, que en un momento dado está Groenlandia, ¿está en
Groenlandia o en el corazón tumultuoso del océano? -, y si yo me
desvié, a pesar de que no haya razón alguna para que se tuerza de
repente mi línea recta, del punto desde donde vengo al punto hacia
donde voy, es porque usted me impide el camino, lleno de intenciones
ilícitas y de sospechas referidas a mí de intenciones ilícitas. Ahora
bien, sepa que lo que más me repugna en el mundo, incluso más que
la intención ilícita, más que la actividad ilícita misma, es la mirada de
quien sospecha que uno esta lleno de intenciones ilícitas y que
acostumbra tenerlas; no solamente a causa de esa mirada misma -
aunque es turbia al punto de enturbiar un torrente de montaña (y la
mirada suya haría subir el barro desde el fondo de un vaso de agua),
sino porque, por el solo peso de esa misma mirada sobre mí, la
virginidad que hay en mí se siente repentinamente violada, la
inocencia culpable, y la línea recta, destinada a llevarme de un punto
luminoso a otro punto luminoso, por culpa suya, se tuerce y se vuelve
un laberinto oscuro en el oscuro territorio donde me perdí.

EL DEALER Usted trata de poner una espina debajo de la silla de mi


caballo para que se ponga nervioso y se deboque, pero, aunque mi
caballo es nervioso y poco dócil, lo tengo con las riendas cortas y no
se desboca con tanta facilidad; una espina no es un cuchillo, el caballo
conoce el espesor de su cuero y puede aguantar la picazón. Sin
embargo, ¿quién conoce de verdad los humores de los caballos? A
veces aguantan una aguja en su flanco, a veces algo que queda
debajo del arnés puede hacerlos encabritar y girar sobre ellos mismos
y desensillar al jinete. Sepa entonces que, si le hablo a esta hora, así,
suavemente, tal vez todavía con respeto, usted no me responde de la
misma manera, sino forzosamente, según un lenguaje que hace que
lo reconozcamos como miedo, con un miedo pequeñito y agudo, sin
sentido, demasiado visible, como el de un chico frente a un posible
paliza de su padre; yo tengo el lenguaje del que no se deja reconocer,
el lenguaje de este territorio y de este lapso en que los hombres tiran
de la correa y en el que los cerdos chocan con la cabeza contra el
corral; yo contengo mi lengua como se contiene a un semental por las
riendas para que no se lance sobre la yegua, porque si soltara las
riendas, si distendiera levemente la presión de mis dedos y la tracción
de mis brazos, mis palabras me harían caer de la silla y se lanzarían
hacia el horizonte con la violencia de un caballo árabe que huele el
desierto y que no puede frenar. Por eso, sin conocerlo, lo he tratado
correctamente desde la primera palabra, desde el primer paso que di
en su dirección, un paso correcto, humilde y respetuoso, sin saber
siquiera si algo en usted merecía respeto, sin conocer nada de usted
que pueda enseñarme si la comparación de nuestros dos estados
autorizaba que yo fuera humilde y usted arrogante, le he dejado la
arrogancia a causa de la hora del crepúsculo en la que nos acercamos
uno al otro, porque la hora del crepúsculo en la que se acercó a mí es
aquella en la que la corrección ya no es obligatoria y por eso se hace
necesaria, en la que sólo es obligatoria una relación salvaje en la
oscuridad, y hubiera podido arrojarme como un trapo sobre la llama
de una vela , hubiera podido tomarlo por el cuello de la camisa, por
sorpresa. Y esa corrección, necesaria pero gratuita, que le he ofrecido
lo liga a mí, solamente porque hubiera podido, por orgullo, pisarlo
como una bota pisa un desecho de papel, porque sabía, por esa altura
que nos diferencia básicamente – y a esta hora y en este lugar, sólo
la altura nos diferencia -, ambos sabemos quién es la bota y quien el
desecho de papel.

EL CLIENTE Aunque lo haya hecho, sepa que hubiera deseado no haberlo


mirado. La mirada pasea, se posa y cree encontrarse en terreno
neutro y libre, como una abeja en un campo florecido, como el hocico
de una vaca en el espacio cerrado de una pradera. Pero, ¿qué hacer
con la mirada? Mirar hacia el cielo me pone nostálgico y fijar la mirada
en el suelo me entristece: extrañar algo y recordar que no lo tenemos
son dos cosas igualmente agobiantes. Entonces es necesario mirar
bien delante de uno, a la propia altura, sea cual sea el nivel donde se
posó provisoriamente el pié; por eso, cuando caminaba por donde
caminé hace un momento y donde ahora estoy detenido, mi mirada
debía chocar tarde o temprano con toda cosa posada o en movimiento
a la misma altura que yo; ahora bien, por la distancia y las leyes de
perspectiva, todo hombre y todo animal está provisoria y
aproximadamente a la misma altura que yo. En efecto, quizá la única
distancia que nos queda para distinguirnos, o la única injusticia – si
prefiere -, es la que hace que uno tenga vagamente miedo de un
posible chirlo del otro; y la única semejanza, o única injusticia - si
prefiere -, es la ignorancia que tenemos del grado según el cual ese
miedo es compartido, del grado de realidad futura de esos chirlos y del
grado respectivo de su violencia. Así, no hacemos otra cosa que
reproducir el vínculo ordinario de los hombres y de los animales entre
ellos en las horas y en los lugares ilícitos y tenebrosos que ni la ley ni
la electricidad han invadido; por eso, por odio a los animales y por odio
a los hombres, prefiero la ley y prefiero la luz eléctrica y tengo razón
para creer que toda luz natural y todo aire no filtrado y la temperatura
no corregida de las estaciones hace azaroso al mundo; porque no hay
paz ni derecho en los elementos naturales, no hay comercio en el
comercio ilícito, hay sólo amenaza y la huída y el golpe sin objeto para
vender, y sin objeto para comprar, y sin dinero valido y sin escala de
precios, tinieblas de los hombres que se abordan en la noche; y si
usted me abordó, es porque, a fin de cuentas, me quiere golpear; y si
le preguntara por qué me quiere golpear, me contestaría – lo sé – que
es por una razón secreta incluso para usted y que, tal vez, no me
incumba conocer. Entonces no le preguntaré nada. ¿Acaso se le habla
a una teja que cae del techo y que va a partirle el cráneo a uno? Somos
una abeja que se ha posado sobre la flor equivocada, el hocico de una
vaca que quiso pastar del otro lado del alambre de púas; uno se calla
o huye, se lamenta, espera, hace lo que puede, motivaciones
insensatas, ilegalidad, tinieblas. Pues el pié en una canaleta de
establo donde corren misterios como desechos de animales; y de esos
misterios y de esa oscuridad que son suyos surgió la regla que hace
que, cuando dos hombres se conocen, siempre hay que elegir ser el
que ataca; y sin duda, a esta hora y en estos lugares habría que
acercarse a todo hombre o animal que la mirada percibió, golpearlo y
decirle: no sé si su intención era golpearme, por una razón insensata
y misteriosa que, de todos modos, usted no hubiera creído necesario
explicarme pero, fuera lo que fuera, yo preferí golpear primero, y si mi
razón es insensata, al menos no es secreta; porque, por mi presencia,
por la suya y por la conjunción accidental de nuestras miradas estaba
en el aire la posibilidad de que me golpeara primero, y preferí ser la
teja que cae en lugar del cráneo, el alambre de púas en lugar del
hocico de la vaca. Si no, si fuera cierto que usted es el vendedor que
posee mercancías tan misteriosas que se niega a develar y que no
cuento con los medios para adivinarlas, y que yo soy el comprador con
un deseo tan secreto que yo mismo lo ignoro, y, por lo tanto, para
asegurarme de que tengo un deseo me es necesario raspar mi
recuerdo, como a una costra, para que la sangre corra; si eso es cierto,
¿por qué sigue escondiendo sus mercancías, cuando ya me he
detenido, cuando estoy aquí y espero? ¿Por qué las guarda como en
una gran bolsa sellada que usted carga sobre los hombros, como una
impalpable ley de gravedad, como si no existieran y sólo debieran
existir desposando la forma de un deseo; como los que incitan a los
clientes en la puerta de los bares de strip-tease, que lo agarran a uno
por el codo, cuando a la noche usted vuelve para acostarse, y que le
susurran a uno al oído: ella está aquí esta noche? Ahora, si me
mostrara las mercancías, si le diera un nombre a su ofrecimiento,
cosas lícitas o ilícitas, pero nombradas y, entonces, al menos
juzgables, si me las nombrara, podría decir no, y ya no me sentiría
como un árbol sacudido por un viento venido de ninguna parte que
arranca sus raíces. Porque sé decir no y me gusta decir no, soy capaz
de deslumbrarlo con mis no, de hacerle descubrir todas las maneras
que existen de decir no, que empiezan por todas las formas de decir
sí, como esas coquetas que se prueban todas las camisas y todos los
zapatos para no comprar ninguno, y el placer que sienten probándose
todo está hecho solamente del placer de rechazar todo. Decídase,
muéstrese: ¿es usted la bestia que aplasta el pavimento, o es
comerciante? En ese caso, extienda su mercancía primero, y ya nos
tomaremos el tiempo de mirarla.

EL DEALER Precisamente porque quiero ser comerciante, y no bestia,


pero comerciante de veras, no le digo qué es lo que poseo ni lo que le
propongo, porque no quiero sentir el rechazo, que es lo que más teme
cualquier comerciante, porque es un arma de la que él no dispone. Así
es como nunca aprendí a decir no, y no quiero aprenderlo ahora; pero
conozco todos los tipos de sí: sí, espere un poco; espere mucho;
espere aquí conmigo una eternidad; sí, lo tengo; lo voy a tener; lo tenía
y lo voy a volver a tener; nunca lo tuve pero lo voy a conseguir para
usted. Y que me vengan a decir: supongamos que uno tiene un deseo,
que uno lo admite y que no tenga nada para satisfacerlo. Diré: tengo
lo necesario para satisfacerlo; y si me dicen; imagine no obstante que
no lo tiene; incluso imaginándomelo lo tengo siempre. Y que me digan:
supongamos que, a fin de cuentas, ese deseo sea tal que no quiera
en absoluto tener la idea de lo que es necesario para satisfacerlo.
Bueno, incluso no queriéndolo, a pesar de eso, tengo de todos modos
lo necesario. Pero, cuanto más correcto es un vendedor, más perverso
es el comprador; todo vendedor busca satisfacer un deseo que todavía
no conoce, mientras que el comprador somete siempre su deseo a la
satisfacción primera de poder rechazar lo que se le propone; así, su
deseo oculto es exaltado por el rechazo, y olvida su deseo por el placer
que siente al humillar al vendedor. Pero no soy de la raza de
comerciantes que invierten sus letreros para satisfacer el gusto de los
clientes por la ira y la indignación. No estoy acá para dar placer, sino
para colmar el abismo del deseo, despertar el deseo, obligar al deseo
a tener un nombre, arrastrarlo por el piso, darle una forma y un peso,
con la crueldad obligatoria que hay en darle una forma y un peso al
deseo. Y como veo que el suyo aparece en la comisura de sus labios
como saliva que vuelve a ser tragada, voy a esperar a que corra por
su mentón o a que usted escupa su deseo antes de ofrecerle un
pañuelo, porque si se lo ofreciera demasiado pronto, sé que me lo
rechazaría y es un sufrimiento que no quiero sentir para nada. Porque
lo que todo hombre o animal teme, a esta hora en que el hombre se
pone a la misma altura que el animal, y en la que todo animal se pone
a la misma altura que todo hombre, no es el sufrimiento, puesto que
el sufrimiento se mide y la capacidad de infligir y de tolerar el
sufrimiento se mide; lo que temen, por encima de todo, es lo extraño
del sufrimiento y de ser llevados a soportar un sufrimiento que no le
es familiar. Así, la distancia que siempre va a existir entre las bestias
y las señoritas que pueblan el mundo no viene de la evaluación
respectiva de fuerzas, porque, entonces, el mundo se dividiría muy
simplemente entre las bestias y las señoritas. Cada bestia se lanzaría
sobre cada señorita y el mundo sería simple; pero lo que mantiene a
la bestia – y la mantendrá aún por eternidades – a distancia de la
señorita es el misterio infinito y lo infinitamente extraño de las armas,
como esas bombitas que llevan en sus carteras y cuyo líquido
proyectan a los ojos de las bestias para hacerlas llorar; así vemos
cómo, bruscamente, habiendo perdido toda dignidad, las bestias – ni
hombres ni animales – lloran frente a las señoritas, y como éstas se
convierten en nada, lágrimas de vergüenza de la tierra de un campo.
Por eso bestias y señoritas se temen tanto como desconfían, porque
uno sólo se inflige los sufrimientos que puede soportar y sólo teme los
sufrimientos que uno mismo no es capaz de infligir. Entonces no
rehúse decirme el objeto, se lo ruego, de su fiebre, de su mirada sobre
mí; dígame la razón; y si se trata de no herir su dignidad, pues bien,
diga su razón como quien se la dice a un árbol, o frente al muro de
una prisión, o en la soledad de un campo de algodón por el cual uno
pasea desnudo de noche; dígamela sin siquiera mirarme, ya que la
única crueldad verdadera de esta hora del crepúsculo en la que ambos
nos encontramos no es que un hombre hiera a otro o lo mutile o lo
torture o le arranque los miembros o la cabeza o incluso lo haga llorar;
la verdadera y terrible crueldad es la del hombre o la del animal que
hace que el hombre o el animal permanezcan inacabados, que los
interrumpe como puntos suspensivos en el medio de una frase, que
se desvía de ellos luego de haberlos mirado, que hace – del hombre
o del animal – un error de la mirada, un error de juicio, un error como
una carta que uno comenzó y que estruja brutalmente apenas
después de escribir la fecha.

EL CLIENTE Usted es un bandido demasiado extraño, que no roba nada


o que tarda demasiado en robar, un merodeador excéntrico que se
introduce de noche en el huerto para sacudir los árboles e irse sin
recoger los frutos. Usted es quien conoce estos lugares, yo soy el
extranjero; soy el que teme y que tiene razón de temer; soy el que no
lo conoce, el que no puede conocerlo, el que sólo supone su silueta
en la oscuridad. A usted le correspondía adivinar, nombrar algo y,
entonces, quizá con un movimiento de la cabeza yo habría aprobado;
con una señal, usted lo habría sabido; pero no quiero que mi deseo se
derrame por nada sobre una tierra extranjera. Usted no arriesga nada;
conoce mi inquietud, mi duda y mi desconfianza; sabe de donde vengo
y adónde voy; conoce estas calles, conoce esta hora, sabe cuáles son
sus planes; yo no conozco nada y arriesgo todo. Frente a usted estoy
como frente a esos hombres travestidos en mujeres que se disfrazan
de hombres y, finalmente, ya no se sabe dónde está el sexo. Porque
su mano se posó sobre mí como la de un bandido sobre su víctima o
como la de la ley sobre el bandido, y desde entonces sufro, ignorante,
ignorante de mi fatalidad, ignorante de si soy juzgado o cómplice, por
no saber aquello por lo que sufro, sufro por no saber qué herida me
causa y por dónde corre mi sangre. Quizá usted no sea extraño, sino
retorcido; quizá usted sólo sea un servidor de la ley disfrazado que
secreta la ley a imagen del bandido para acorralar al bandido; quizá
usted sea, finalmente, más leal que yo. Y entonces, por nada, por
accidente, sin que yo haya dicho ni querido nada, porque no sabía
quién es usted, porque soy el extranjero que no conoce la lengua ni
las costumbres ni lo que acá está mal o bien, el derecho o el revés, y
quien actúa como encandilado, perdido; es como si le hubiera pedido
algo, como si le hubiera pedido lo peor que pueda imaginar, algo que,
por pedírselo, me hará culpable. Un deseo como sangre a sus pies
corrió fuera de mí, un deseo que no conozco y que no reconozco, que
únicamente usted conoce, y que juzga. Si es así, si se empeña, con la
sospechosa premura del traidor, en obligarme a actuar con o contra
usted para que, en todo caso, sea culpable, si es eso, entonces,
reconozca al menos que todavía no actué ni a favor suyo ni en contra
suyo, que todavía no hay nada que reprocharme, que hasta ahora he
sido honesto. Testimonie a mi favor que no me sentí a gusto en la
oscuridad donde usted me detuvo, que sólo me detuve porque puso
su mano sobre mí; testimonie que llamé a la luz, que no me deslicé en
la oscuridad como un ladrón, de buen grado y con intenciones ilícitas,
sino que he sido sorprendido y que grité como un niño en su cuna,
cuyo velador bruscamente se apaga.

EL DEALER Si me cree animado de planes violentos en relación a usted


– y quizá tenga razón -, no dé demasiado pronto ni género ni nombre
a esa violencia. Usted nació con la idea de que el sexo de un hombre
se esconde en un lugar preciso y allí se queda, y conserva
precavidamente esa idea; sin embargo, yo sé – aunque nací de la
misma manera que usted – que el sexo de un hombre con el tiempo
que pasa esperando y olvidando, permaneciendo sentado en la
soledad, se desplaza suavemente de un lugar a otro, nunca escondido
en un lugar preciso, sino visible donde no se lo busca; y que ningún
sexo, pasado el tiempo en el que el hombre aprendió a sentarse y a
descansar tranquilamente en su soledad, se parece a ningún otro, no
más de lo que un sexo macho se parece a un sexo hembra; que no ay
disfraz en algo así, sino una suave duda de las cosas, como las
estaciones intermedias que no son ni el verano disfrazado de invierno,
ni el invierno de verano. Sin embargo, una suposición no merece que
uno se enloquezca por ella; uno tiene que mantener su imaginación
como a su noviecita; si es bueno verla vagabundear, es tonto dejar
que pierda el sentido de lo conveniente. No soy retorcido, sino curioso;
había puesto mi mano sobre su brazo por mera curiosidad, para saber
si, a una carne que tiene la apariencia de la de una gallina
desplumada, corresponde el calor de una gallina viva o el frío de la
gallina muerta, y ahora lo sé. Padece, dicho sea sin ofenderlo, el frío
como una gallina muerta a medio desplumar, como una gallina
alcanzada – en el sentido estricto del término por la tiña desplumante;
cuando yo era niño, corría detrás de ellas por el gallinero para
tantearlas y descubrir, por mera curiosidad, si su temperatura era la
de la muerte o la de la vida. Hoy, al tocarlo, sentí en usted el frío de la
muerte, pero también sentí el sufrimiento que causa el frío, como sólo
alguien vivo puede sentirlo. Por eso le tendí mi saco para cubrir sus
hombros ya que yo no padezco el frío. Nunca lo padecí, a tal punto
que sufrí por no conocer ese sufrimiento, de tal modo que mi único
sueño, cuando era pequeño – uno de esos sueños que no son
objetivos, sino prisiones suplementarias, que son el momento en que
el niño percibe los barrotes de su primera prisión como aquellos que,
nacidos esclavos, sueñan ser hijos de amo -, mi propio sueño era
conocer la nieve y el hielo, conocer el frío que es su sufrimiento. Si le
preste mi saco solamente, no es por desconocer que padece el frío
sólo en la parte de arriba de su cuerpo, sino, sin ofenderlo – dicho sea
de paso -, desde arriba hasta abajo y quizá incluso un poco más allá;
y, en lo que me concierne, siempre habría pensado que había que
cederle al friolento la parte del vestido correspondiente al lugar donde
tiene frío, a riesgo de quedarse desnudo, de arriba abajo y quizá
incluso un poco más allá; pero mi madre, que no era nada avara, sino
que estaba provista del sentido de lo conveniente, me decía que, si
era loable dar la camisa o el saco o cualquier cosa que cubriera de la
cintura para arriba, siempre hay que dudar largamente en dar los
zapatos, y que en ningún caso es conveniente ceder el pantalón.
Ahora bien, así como sé – sin explicármelo, pero con una certeza
absoluta – que la tierra sobre la cual estamos usted y yo y los otros
está en equilibrio sobre los cuernos de un toro y mantenida en esta
posición por la mano de la providencia, igualmente intento, sin saber
totalmente por qué – pero sin dudarlo -, permanecer en los límites de
lo conveniente, evitando lo inconveniente del mismo modo que un niño
debe evitar inclinarse en el borde del techo incluso antes de entender
la ley de la caída de los cuerpos. Y asimismo, como el niño cree que
se le prohíbe inclinarse en el borde del techo para impedirle volar, por
mucho tiempo creí que se le prohibía al varón ceder su pantalón para
impedirle que devele el entusiasmo o la languidez de sus sentimientos.
Pero hoy en día que entiendo muchas más cosas, que reconozco
mucho más las cosas que no entiendo, que me quedé en este lugar y
a esta hora tanto tiempo, que vi pasar tantos transeúntes, que los miré
y que a veces puse mi mano sobre sus brazos, tantas veces sin
entender nada y sin querer entender nada pero sin renunciar por eso
a mirarlos y a tratar de poner mi mano sobre sus brazos – porque es
más fácil agarrar a un hombre que pasa que a una gallina en un
gallinero -, sé perfectamente que no hay nada inconveniente ni en el
entusiasmo ni en la languidez que haya que esconder y que hay que
seguir la regla sin saber por qué. Además, dicho sea sin ofenderlo,
esperaba, al cubrir sus hombros con mi saco, hacer su apariencia más
familiar a mis ojos. Demasiada extrañeza me puede volver tímido y, al
verlo venir hacia mi hace un momento, me pregunté por qué el hombre
no enfermo se vestía como una gallina afectada de tiña, que pierde
sus plumas y sigue paseando por el gallinero con las plumas fijadas
sobre ella misma al azar de su enfermedad; y quizá, por timidez, me
habría contentado con rascarme el cráneo y desviarme para evitarlo,
si no hubiera visto en su mirada, fija sobre mí, el brillo de quien va, en
el sentido estricto del término, a pedir algo, y ese brillo me distrajo de
su vestimenta.

EL CLIENTE ¿Qué espera sacar de mí? Todo gesto que tomo por un golpe
acaba siendo una caricia; es inquietante ser acariciado cuando
deberíamos ser golpeados. Exijo que, al menos, desconfíe, si quiere
que me demore. Ya que por casualidad pretende venderme algo, ¿por
qué no se pregunta primero si tengo con qué pagarle? Quizá mis
bolsillos estén vacíos; habría sido correcto pedirme primero que
pusiera mi dinero sobre el mostrador, como se hace con los clientes
sospechosos. Usted no me pidió nada por el estilo: ¿qué placer
obtiene arriesgándose a ser engañado? No vine a este lugar para
conseguir ternura; la ternura es minorista; ataca parcelando;
despedaza las fuerzas como a un cadáver en una sala de medicina.
Necesito mi integridad; la malevolencia al menos me va a conservar
entero. Enójese: si no, ¿de dónde voy a sacar mi fuerza? Enójese:
vamos a estar más cerca de nuestros negocios, y así vamos a estar
seguros de ambos tratamos el mismo asunto. Porque, así como
entiendo de donde obtengo mi placer, no comprendo de dónde usted
obtiene el suyo.

EL DEALER Si hubiera sospechado un solo instante que usted no tenía


con qué pagar lo que vino a buscar, me habría desviado cuando se
acercó a mí. Los comercios vulgares exigen de sus clientes pruebas
de solvencia, pero las tiendas de lujo adivinan y no piden nada y nunca
se rebajan verificando el importe del cheque y la conformidad de la
firma. Hay objetos para vender y objetos para comprar de tal modo
que no se plantea el problema de saber si el comprador podría pagar
el precio ni cuanto tiempo va a demorar en decidirse. Así, soy paciente
porque no se insulta a u hombre que se aleja cuando se sabe que va
a desandar lo andado. No podemos desdecirnos de un insulto, en
tanto que sí podemos desdecirnos de la gentileza, y más vale abusar
de ésta que utilizar una vez sola el otro. Por eso no me voy a enojar
todavía, porque tengo tiempo para no hacerlo y tengo tiempo para
hacerlo quizá, cuando todo ese tiempo haya transcurrido, me voy a
enojar.

EL CLIENTE ¿Y sí – como hipótesis – confesara que sólo me serví de la


arrogancia – sin gusto – porque me rogó que la usara cuando se
acercó a mí por algún designio que todavía no adivino – porque no
estoy dotado para adivinar – y que me retiene aquí sin embargo? ¿Si
como hipótesis le dijera que lo que aquí me retiene es la incertidumbre
frente a sus propósitos y el provecho que saca de ellos? En lo extraño
de la hora y en lo extraño del lugar y en lo extraño de su acercamiento
a mí, habría avanzado hacia usted, movido por ese movimiento
conservado en toda cosa de manera indeleble mientras un movimiento
contrario no le es impreso. ¿Y si fuera por inercia que me hubiera
adelantado hacia usted? Llevado para abajo no por voluntad propia,
sino por esa atracción que experimentan los príncipes que van a
encanallarse a las posadas, o el chico que baja a escondidas al
sótano, la atracción del objeto minúsculo y solitario por la masa oscura
e impasible que está en la sombra; habría venido hacia usted,
midiendo tranquilamente la blandura del ritmo de mi sangre en mis
venas, con el problema de saber si esa blandura iba a ser excitada o
agotada completamente; lentamente quizá pero lleno de esperanza,
despojado de deseo formulable, listo para satisfacerme con lo que se
me propusiera, porque, fuera lo que fuera propuesto, habría sido como
el surco de un campo demasiado tiempo estéril por el abandono, para
él no hay diferencia entre las semillas cuando caen sobre él; listo para
satisfacerme en todo, en lo extraño de nuestro acercamiento, de lejos
hubiera creído que se acercaba a mí, de lejos hubiera tenido la
impresión de que me miraba; entonces me habría acercado a usted,
lo habría mirado, habría estado cerca de usted, esperando de su parte
– demasiadas cosas – demasiadas cosas, no para que las adivinara,
porque ni yo mismo sé, no sé adivinar, pero esperaba de su parte el
gusto de desear y la idea de un deseo, el objeto, el precio y la
satisfacción.

EL DEALER No hay vergüenza en olvidar por la noche lo que se va a


recordar por la mañana: la noche es el momento del olvido, de la
confusión, del deseo que, de tan caliente, se vuelve vapor. Sin
embargo, la mañana lo recoge como a una gran nube encima de la
cama, y sería tonto no prever a la noche la lluvia matinal. Entonces, si
como hipótesis usted me dijera que, por el instante, está desprovisto
de deseos que expresar, por cansancio o por olvido, o por exceso de
deseo que lleva al olvido, como respuesta hipotética le diría que no se
canse más y que tome prestado el deseo de algún otro. Un deseo se
roba, pero no se inventa; ahora bien, el saco de un hombre mantiene
el mismo calor cuando lo viste otro, y un deseo se toma prestado más
fácilmente que la ropa. Ya que a toda costa debo vender y que toda
costa usted tendrá que comprar, bueno, compre para otros – cualquier
deseo que pase y que usted recoja bastará -, para alegrar por ejemplo
y satisfacer lo que a la mañana se despierta a su lado entre sus
sábanas, una noviecita que, al despertarse, deseará algo que usted
todavía no tiene, que a usted le gustaría regalarle, que haría que usted
fuera feliz de poseerlo porque usted me lo habría comprado. Es una
suerte para el comerciante que existan tantas personas diferentes
tantas veces comprometidas con tantos objetos diferentes, de tantas
formas diferentes, porque la memoria de unos es revelada por la
memoria de los otros. Y la mercancía que usted me va a comprar
podrá igualmente servir a cualquier otro si – como hipótesis – no
pudiera usarla.

EL CLIENTE La regla determina que un hombre que se encuentra con otro


siempre termine por darle palmaditas en la espalda hablándole de
mujeres; la regla determina que el recuerdo de las mujeres sirva de
último recurso a los combatientes cansados; la regla determina eso,
su regla; no voy a someterme a ella. No quiero que estemos en paz
por la ausencia de la mujer, ni en el recuerdo de una ausencia, ni e el
recuerdo de lo que fuera. Los recuerdos me dan asco y también los
ausentes; prefiero los platos que todavía no fueron tocados a la
comida digerida. No quiero una paz cualquiera; no quiero que estemos
en paz. Pero la mirada del perro no contiene nada más que la
suposición de que todo, alrededor de él, es perro con toda evidencia.
Así, usted pretende que el mundo en que estamos, usted y yo, se
mantiene en la punta del cuerno de un toro por la mano de la
providencia; ahora bien, yo sé que flota, apoyado sobre el lomo de tres
ballenas; que no hay providencia ni equilibrio, sino el capricho de tres
monstruos idiotas. Nuestros mundos no son iguales, nuestra
singularidad está mezclada con nuestras naturalezas como la uva en
el vino. No, no voy a levantar la pata frente a usted, en el mismo lugar
que usted; no sufro la misma ley de gravedad que usted; no salí de la
misma hembra. Porque no me despierto de mañana ni me acuesto
entre sábanas.

EL DEALER No se enoje, viejo, no se enoje. Soy sólo un pobre vendedor


que apenas conoce este pedazo de territorio donde espero para
vender, que no conoce más que lo que su madre le enseñó; y como
ella no sabía nada, o casi nada, yo tampoco sé nada, o casi nada.
Pero un buen vendedor se esfuerza por decir lo que el comprador
quiere escuchar, y, para tratar de adivinarlo, necesita lamerlo un poco
como para reconocerle el olor. El suyo no me fue familiar, porque no
salimos de la misma madre. Sin embargo, para acercármele, supuse
que usted también, al igual que yo, salió de una madre, supuse que
su madre le dio hermanos, como lamía me los dio a mí, en número
incalculable, como si hubiera tenido hipo después de una comilona, y
que lo que nos une en todos los casos es la ausencia de singularidad
que nos caracteriza a ambos. Y me aferré a lo que al menos tenemos
en común, porque uno puede viajar mucho tiempo por el desierto con
tal que tenga un punto de arraigo en algún lugar. Pero si me
equivoqué, si no salió de una madre, si nadie le dio hermanos, si no
tiene ninguna noviecita que se despierte con usted a la mañana entre
sus sábanas, viejo, le pido perdón. Dos hombres que se cruzan no
tienen otra posibilidad que golpearse, con la violencia del enemigo o
con la ternura de la fraternidad. Y si, a fin de cuentas, eligen en el
desierto de esa hora evocar lo que no está presente, lo pasado o lo
soñado o lo que falta, es porque no nos enfrentamos directamente a
lo demasiado extraño. Frente al misterio hay que abrirse y develarse
entero para obligar al misterio a develarse a su vez. Los recuerdos son
las armas secretas que el hombre guarda para sí cuando es
despojado, la última franqueza que provoca el retorno de la franqueza;
la última desnudez. De lo que soy no saco ni gloria ni confusión, pero,
porque no lo conozco – y a cada instante me es más desconocido -,
entonces, así como el saco que me quité y que le ofrecía, así como
mis manos que le mostré desarmadas, si soy perro y usted humano,
o si soy humano y usted otra cosa diferente, cualquiera sea mi raza y
cualquiera sea la suya, la mía, al menos, la ofrezco a su mirada, se la
dejo tocar, palparme y acostumbrarse a mí, como un hombre se deja
revisar para no esconder sus armas. Por eso le propongo, prudente,
grave, tranquilamente que me mire con amistad, porque se hacen
mejores negocios al calor de la familiaridad. No trato de engañarlo y
no pido nada que no quiera dar. La única camaradería en la que vale
la pena comprometerse no implica actuar de tal o cual manera, sino
no actuar; le propongo la inmovilidad, la infinita paciencia y la injusticia
ciega del amigo. Porque no hay justicia entre los que no se conocen y
porque no hay amistad entre los que se conocen, así como no hay
puente sin quebrada. Mi madre solía decirme que era tonto rehusar un
paraguas cuando se sabe que va a llover.

EL CLIENTE Más que amigable, lo prefería retorcido. La amistad es más


mezquina que la traición. Si hubiera necesitado sentimiento, se lo
habría dicho, le habría preguntado el precio y se lo hubiera abonado.
Pero los sentimientos sólo se intercambian por sentimientos; es un
falso comercio con moneda falsa, un comercio de pobre que remeda
el comercio. ¿Acaso se cambia una bolsa de arroz por una bolsa de
arroz? No tiene nada que proponer, por eso arroja sus sentimientos
sobre el mostrador, así como los malos negocios hacen descuentos
sobre las baratijas y después uno no se puede quejar del producto.
por mi parte, no tengo sentimiento que darle a cambio; estoy
desprovisto de esa moneda, no pensé en llevarla conmigo, puede
revisarme. Entonces, guarde su mano en su bolsillo, guarde a su
madre en su familia, guarde sus recuerdos para su soledad; es lo
mínimo que puede hacer. Nunca aceptaré esa familiaridad que, a
escondidas, trata de instaurar entre nosotros. No acepté su mano
sobre mi brazo, no acepté su saco, no acepto el riesgo de ser
confundido por usted. Porque sepa que, si hace un momento se
asombró por mi manera de vestir y no juzgó oportuno esconder su
asombro, el mío fue también muy grande al verlo acercarse a mí. Pero,
en tierra extranjera, el extranjero suele enmascarar su asombro,
porque para él toda extrañeza se convierte en costumbre local, y no
tiene más remedio que acomodarse a esto como al clima o al plato
regional. Pero si lo llevara entre los míos y usted fuera el extranjero
forzado a esconder su asombro y nosotros los autóctonos libres de
exhibirlo, lo rodearíamos señalándolo con el dedo, lo tomaríamos
seguramente por un fenómeno de feria y los demás preguntarían
dónde se sacan las entradas. No está aquí para comerciar. Más bien
merodea por mendicidad y por el robo que la sucede, como la guerra
a las negociaciones. No está aquí para satisfacer deseos. Porque yo
ya tenía deseos; cayeron a nuestro alrededor; fueron pisados;
grandes, pequeños, complicados, fáciles, le habría bastado inclinarse
para recogerlos a puñados; pero los ha dejado rodar hasta la
alcantarilla, porque ni siquiera tiene con qué satisfacer los pequeños
ni los fáciles. Usted es pobre, y no está aquí por gusto sino por
pobreza, necesidad e ignorancia. No pretendo comprar imágenes pías
ni pagar los lastimosos acordes de una guitarra en una esquina. Soy
caritativo si quiero serlo, o pago el precio de las cosas. Pero que
mendiguen los mendigos, que se animen a tender su mano y que los
ladrones roben. No quiero ni insultarlo ni gustarle; no quiero ni bueno
ni malo, ni golpear ni ser golpeado, ni seducir ni que usted trate de
seducirme. Quiero ser cero. Temo la cordialidad, no tengo vocación
de comadreo, y más que la de los golpes temo la violencia de la
camaradería. Seamos dos ceros bien redondos, impenetrables el uno
para el otro, provisoriamente yuxtapuestos y que rueden cada uno en
su dirección. Ahora que estamos solos, en la infinita soledad de esta
hora y de este lugar, que no son ni una hora ni un lugar definibles –
porque no hay razón para que me lo encuentre aquí, ni razón para que
se me cruce, ni razón para la cordialidad, ni cifra razonable que nos
preceda y nos dé un sentido -, seamos simples, solitarios y orgullosos
ceros.

EL DEALER Pero ya es demasiado tarde: la cuenta ya se empezó a gastar


y habrá que saldarla. Es justo robar a quien no quiere ceder y guarda
celosamente en sus arcas para su placer solitario, pero es grosero
robar cuando todo está en venta y por comprarse. Y si es
provisoriamente decente deberle a alguien – lo que no es más que una
justa demora acordada -, es obsceno dar y obsceno aceptar que se
nos dé gratuitamente. Nos hemos encontrado aquí para el comercio y
no para la batalla, no sería justo entonces que haya un perdedor y un
ganador. No va irse como un ladrón con los bolsillos llenos, se olvida
del perro que cuida la calle y que va a morderle el culo. Ya que vino
acá, en medio de la hostilidad de hombres y animales coléricos, para
no buscar nada tangible, ya que quiere ser herido por no se qué oscura
razón, va a hacerle falta, antes de dar la espalda, pagar, y vaciar sus
bolsillos, a fin de no debernos nada y de no habernos dado nada.
Desconfíe del vendedor: el vendedor al que se roba es más celoso
que el dueño al que se saquea; desconfíe del vendedor: su discurso
tiene la apariencia del respecto y de la dulzura, la apariencia de la
humildad, la apariencia del amor; solamente la apariencia.

EL CLIENTE Entonces, ¿qué es lo que se le perdió que yo gané? Porque,


por más que busco en mi memoria, no veo que haya ganado nada.
Acepto pagar el precio de las cosas; pero no pago el viento, la
oscuridad, la nada que hay entre nosotros. Si se le perdió algo, si su
fortuna después de haberme encontrado es menos pesada de lo que
era antes, entonces, ¿adonde se fue lo que a ambos nos falta?
Muéstreme. No, no disfruté nada; no, no pagaré nada.

EL DEALER Si quiere saber lo que desde el principio fue inscripto en su


factura – y que deberá pagar antes de darme la espalda –, le diré que
es la espera, la paciencia y la venta que el vendedor hace al cliente, y
la esperanza de vender, esa esperanza que hace de todo hombre que
se acerca a otro con una demanda en la mirada un deudor desde el
principio. De toda promesa de venta se deduce la promesa de compra,
y el que no mantiene su promesa tiene que pagar una indemnización.

EL CLIENTE Usted y yo no estamos perdidos en el medio del campo. Si


yo llamara de ese lado, hacia esa pared, allá arriba, hacia el cielo,
usted vería luces encendiéndose, pasos acercándose, auxilio. Si
cuesta odiar estando solo, siendo varios se vuelve un placer. Usted
ataca más a los hombres que a las mujeres, porque teme el grito de
las mujeres y supone que a cualquier hombre le parecería indigno
gritar; cuenta con la dignidad, la vanidad, el mutismo de los hombres.
Esa dignidad se la regalo. Si usted me desea mal, voy a gritar, voy a
pedir auxilio, voy a hacerle escuchar todas las formas que existen de
pedir socorro, porque las conozco todas. EL DEALER Si no es por
indignidad de la huía que se lo impide, ¿por qué no huye? La huida es
un medio sutil de combate; usted es sutil, debería huir. Usted es como
esas señoras gordas que, en los salones de té, se deslizan entre las
mesas, volcando las cafeteras; pasea su culo detrás de usted como
un pecado del que siente remordimientos, y se da vuelta en todas
direcciones pretendiendo que su culo no existe. Pero por más que
haga eso, se lo va a morder.

EL CLIENTE No soy de la raza de los que atacan primero. Me tomo mi


tiempo. Tal vez, sería mejor, finalmente, buscarnos las pulgas en lugar
de mordernos. Me tomo mi tiempo. No quiero accidentarme como un
pero distraído. Venga conmigo; busquemos a otros, porque la soledad
nos cansa.

EL DEALER Ahí esta el saco ese que no tomó cuando se lo ofrecí; ahora
va a ser necesario que se incline para recogerlo.

EL CLIENTE Si sobre algo escupí, fue sobre generalidades y sobre ropa,


que es sólo ropa; y si fue en su dirección, no fue contra usted, y usted
no tuvo que hacer ningún movimiento para esquivar la escupida; y si
se mueve para recibirla en pleno rostro – por gusto, perversidad o
cálculo -, le digo que a pesar de eso, sólo mostré algún desprecio por
ese pedazo de trapo, y un pedazo de trapo no pide que se le rindan
cuentas. No, no voy a doblegarme delante de usted, eso es imposible,
no tengo la flexibilidad de un fenómeno de feria. Hay movimientos que
el hombre no puede hacer como por ejemplo lamerse el propio culo.
No voy a pagar por una tentación que no tuve.

EL DEALER No es conveniente que un hombre se deje insultar la ropa.


Porque si la verdadera injusticia de este mundo es la del azar del
nacimiento de un hombre, del azar del lugar y de la hora, la única
justicia es su ropa. La ropa de un hombre es, más que él mismo, lo
más sagrado que tiene; él mismo que no sufre; el punto de equilibrio
en el que la justicia equilibra la injusticia, y no hay que maltratar ese
punto. Por eso hay que juzgar a un hombre por su ropa, no por su
rostro, ni por sus brazos, ni por su piel. Así como es normal escupir
sobre la cuna de un hombre, es peligroso escupir sobre su rebelión.

EL CLIENTE Bueno, le propongo la igualdad. A un saco en el polvo lo


pago con un saco en el polvo. Seamos iguales, en la igualdad del
orgullo, en la igualdad de impotencia, igualmente desarmados,
padeciendo igualmente el frío y el calor. Su semidesnudez, su mitad
de humillación las pago con la mitad de las mías. Nos queda otra
mitad, es ampliamente suficiente para animarse todavía a mirarse y
para olvidarse de lo que ambos perdimos por inadvertencia, por
riesgo, por esperanza, por distracción, por azar. A mí, me quedará,
además, la inquietud persistente del deudor que ya ha pagado.

EL DEALER ¿Por qué, lo que pide, abstractamente, intangiblemente, a


esta hora de la noche, por qué, lo que habría pedido a otro, por qué
no habérmelo pedido a mí?

EL CLIENTE Desconfíe del cliente; parece buscar una cosa mientras


quiere otra que el vendedor no sospecha y que finalmente obtendrá.

EL DEALER Si huyese, lo seguiría; si cayera bajo mis golpes, me quedaría


a su lado esperando que se despertara; y si se decidiera a no
despertar, me quedaría a su lado, en su sueño, en su inconciencia,
más allá. Sin embargo, no deseo pelearme con usted.

EL CLIENTE No tengo miedo de pelear, pero temo las reglas que


desconozco.

EL DEALER No hay regla; hay sólo medios; hay solo armas.

EL CLIENTE Trate de alcanzarme, no podrá hacerlo; trate de herirme:


cuando la sangre corra, bueno, va a ser de ambos lados, e
ineluctablemente la sangre nos unirá, como a dos indios, al lado del
fogón, que intercambian su sangre en medio de los animales salvajes.
No hay amor, no hay amor. No, no podrá alcanzar nada que no hay
sido alcanzado, porque un hombre se muere primero, después busca
su muerte y la encuentra finalmente, por azar, en el trayecto azaroso
de una luz a otra, y dice: entonces, era sólo esto.

EL DEALER Por favor, en el estrépito de la noche, ¿no dijo nada que


deseara de mí y que yo no haya escuchado?

EL CLIENTE No dije nada: no dije nada. Y usted, en la noche, en la


oscuridad tan profunda que necesita demasiado tiempo para que uno
se acostumbre a ella, ¿no me propuso nada que no haya adivinado?

EL DEALER Nada.

EL CLIENTE Entonces, ¿Qué arma?

FIN.

Bernard – Marie Koltès. 1987

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