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—Algo le pasó a papá —dijo la niña—.

De otro modo
hubiera regresado.

—Por esta única vez tienes razón —aceptó Ramiro


malhumorado—. Ya tendría que haber vuelto. Mejor
será que avisemos a los vecinos y a los del correo.

—Espera —dijo la niña—. No avisemos todavía.


Alguien podría comunicárselo a mamá y ella se
desesperaría. Yo soy de la idea de ir a buscarlo al cerro
Los Litres.

—Sí. Vamos —la apoyó Federico.

—Yo prefiero avisar —se opuso Ramiro—. Me cargan


las caminatas.

—Pues tendrás que acompañarnos —se hizo la dura


Beatriz—. Tiempo atrás hicimos un juramento. Dijimos,
con la mano en el corazón, que en caso de peligro o
dificultades mayores actuaríamos en conjunto. Ahora
estamos en dificultades mayores.

—Sí —dijo Federico—. Tendrás que ir con nosotros.

—Está bien, está bien —refunfuñó Ramiro—. Iré.

—Entonces —dijo Beatriz—, ya que nos pusimos de


acuerdo, preparémonos para la marcha.
—Esperen —dijo Federico, atragantándose—. ¿Me
permiten? ¿Puedo opinar?

Ramiro, enfadado como estaba, miró a su hermano con


dureza, como preguntándola ¿y a ti quién te ha dado
permiso para opinar?, pero después lo pensó mejor y
continuó callado.

—Está bien —dijo Beatriz—. Habla, Federico.

—Pues... —empezó Federico—. Tal vez lo que voy a


decir sea una tontera, y si es así no me hagan caso...

—Adelante —lo animó Beatriz.

—¿Y si le preguntamos por nuestro padre a doña


Uberlinda?

Ramiro dio un respingo y Beatriz se puso súbitamente


seria. Doña Uberlinda era una anciana solitaria que
vivía recluida en una cabaña no muy lejos de allí. Tenía
fama de bruja y poseía un acabado conocimiento de las
distintas hierbas, buenas y malas, existentes en la zona.
Los lugareños decían que también era infalible para
sacar la suerte y que jamás fallaba con sus filtros y
pociones mágicas.
—¡Oh, no! —se asustó Ramiro.

—No sé... —murmuró Beatriz. Y después arrugó la


frente y quedó pensativa.

—¡Es una locura! —insistió Ramiro—. ¡Una verdadera


locura!

—Entonces... ¡perdonen! —se excusó Federico.

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—Saben —dijo Beatriz de pronto—. Después de todo


no es tan mala idea. Es más, me parece una excelente
idea —agregó—. ¡Iremos donde doña Uberlinda!

—¡Ay, no! No cuenten conmigo —dijo Ramiro.

Y es que le temía tanto a la mujer, que ninguna fuerza


en el mundo lo hubiera hecho acercarse a ella.

—¿Acaso crees que te lanzará algún hechizo? —


bromeó Federico.

—Deja de molestar —reclamó Ramiro—. Actúo así


porque soy precavido. Además tú también le temes.

—No importa —terció Beatriz—. Si no quieres ir, allá


tú. La vida de papá no tiene precio y si para
encontrarlo hay que recorrer el mundo entero, aunque
sea peligroso, yo al menos lo haré.

—Y yo te acompañaré, hermana —dijo enfáticamente


Federico.

—Pues yo también iré —habló entre dientes Ramiro—.


Aunque no entraré en la casa de esa mujer.

—Está bien —aceptó Beatriz.

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DOÑA UBERLINDA

Era una sencilla cabaña, de techo bajo y aspecto


miserable. Una fina columna de humo se elevaba
Cuando los niños salieron de la casa era muy temprano
y el tiempo se presentaba gris y frío. En corto rato
estuvieron frente a la vivienda de doña desde la
derruida chimenea.

Beatriz golpeó la puerta mientras sus hermanos la


esperaban a una prudencial distancia. Ramiro se había
ocultado atrás de una higuera y Federico permanecía
aga- zapado entre unos maquis. Ambos temblaban de
miedo. Beatriz también sentía algo de temor, el lógico
temor que se experimenta ante lo desconocido; pero el
deseo de encontrar a su padre era tan pero tan intenso,
que no dudó ni un momento en seguir adelante.

—Pasa... niña —dijo desde el interior una cascada voz


de mujer.

Beatriz hizo girar la manilla y empujó la hoja de


madera. El rechinar de la puerta la sobrecogió. Dio un
paso al frente y se detuvo. Adentro había un agradable
olor a té de hierbas.

—¡Ya! Entra, niña —repitió la misma voz de antes—.


¡Vamos! No te quedes allí parada.

Beatriz dio un nuevo paso y habituó su vista a las


semipenumbras reinantes. Doña Uberlinda estaba de
pie junto a una cocina, poniendo una tetera sobre el
fuego-

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—Venía... —intentó explicar Beatriz. Pero no supo qué


más decir.

—Mejor cierra la puerta, niña que entra frío. Ya sé a


qué has venido.

—¿Lo sabe? —se extrañó Beatriz, cerrando la puerta y


acercándose a la mujer.
—Sí. Vienes a preguntar por tu padre perdido. Él salió
ayer a entregar una carta y todavía no ha regresado.

—¡Oh! Es verdad. ¿Y cómo lo sabe?

—¡Bah! Es muy sencillo. Y no te asustes por lo que vas


a presenciar. Acércate a la cama y lo entenderás.

Beatriz se acercó a la única cama existente en la pieza y


reparó en una persona que allí dormía.

—¿Quién es? —preguntó.


Compruébalo tú misma.
—¡Papá! —exclamó.
Y sin esperar más, abrazó a su padre, quien no efectuó

ningún movimiento.
—¿Pero qué tiene? —preguntó angustiada—. ¿Acaso

está...? —agregó, sin querer terminar la frase.


—No —respondió doña Uberlinda—. Aunque

permanece inconsciente. Anoche sentí ruidos afuera y


al abrir la puerta lo encontré en el suelo tirado. Tuve
que realizar un gran esfuerzo para arrastrarlo y luego
meterlo en la cama. Desde entonces nunca ha
recuperado el conoci- miento.

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—¡En tal caso iré de inmediato a Ran-cún en busca de
un médico! —se desesperó Beatriz—. También les
avisaré a mis hermanos.

—No. Espera —dijo la mujer—. No sacas nada con


traer un médico. Lo que tiene tu padre no es una
enfermedad humana sino algo mucho peor.

—¿Mucho peor? ¡No entiendo!

—Tu padre apenas respira, no tiene pulso y su piel está


amoratada.

—¿Y qué significa eso?

—Si es lo que yo supongo, entonces está a punto de


morir y ningún médico o remedio puede salvarlo.
Quizás yo pueda ayudarlo, pero primero he de saber
qué le sucedió. Deberás contarme todo lo que él hizo
ayer desde temprano.

La mujer apartó la tetera del fuego y vertió agua en dos


tazas. Puso las tazas en una mesa y luego invitó a la
niña a sentarse.

—Mientras me cuentas, tomaremos una taza de té. Eso


te ayudará a tranquilizarte.

Beatriz estaba tan confundida que no se atrevió a


rechazar el ofrecimiento; aunque, de haber dependido
de ella, hubiera corrido en busca de un médico. Pero
doña Uberlinda parecía muy segura de lo que decía.
Beatriz alzó la taza de té y sorbió lentamente su
contenido. Le

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