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Rafael Chaparro Madiedo Siempre Es Saludable Perder Sangre PDF
Rafael Chaparro Madiedo Siempre Es Saludable Perder Sangre PDF
SIEMPRE ES SALUDABLE
PERDER SANGRE
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Para Claudia S. por su amor
y
a Kurt Cobain
Hendrix
Morrison…
por su música.
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El PEZ GATO QUE ENGULLIA
PIANOS NEGROS
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Blanche y otro de The Psychomodo en una tienda musical llena de
negros de la banlieu de la Plaine-Voyageurs que escuchaba
melodías de Senegal. Entré al bar y pedí una cerveza fría.
En los días siguientes nos vimos. Nuestra primera cita húmeda fue
en el Luxemburgo. A las tres de la tarde. Caminamos por los
jardines y le tomé varias fotografías. Mientras caminábamos
supe que la primera sensación que se tiene al estar junto a una
mujer-lluvia en un parque, era la de flotar en el oleaje extraño de su
voz caliente. Era la sensación de que el mundo, los árboles, el
viento, las nubes, mis manos y mi cuerpo, todo mi cuerpo flotaba en
el marecito azul que se producía en la corta distancia que separaba
un labio de otro. Entonces empezó a llover y la lluvia me supo a
Pussy. Miré hacia el cielo y las gotas de lluvia formaban en el aire
nubes transparentes de agua que se diluían en el cabello de Pussy
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lluvia. Caminamos un rato sin sentido. Borrachos por la lluvia. Pussy
lluvia. Mi corazón Borrachos. Mi corazón se emborrachó con esas
nubes cargadas de un millón de gotas de agua que escribía el
nombre de Pussy en la copa de los árboles, en el olor a mierda y
orines de París a las cinco de la tarde mientras los habitantes se
dirigían a las bocas oscuras y hambrientas de los metros, bocas de
grandes animales somnolientos que esperaban a sus pequeñas
bestias de cada día para alimentar su tedio sórdido.
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putas tristes de las callecitas hambrientas, en los rostros de los
clochards de todas las callecitas oscuras y sombrías se reflejaba la
canción podrida de las campanas de todas las iglesias de París
mientras llovía. Llovía sobre París y las mujeres se pusieron más
melancólicas. Tan melancólicas que una mañana recibí una llamada
de un burdel de la calle Joubert para que fuera a ejecutar melodías
tristes en el piano mientras las parejas anónimas ejecutaban sus
amores anónimos a la luz de una lámpara mientras sonaba la
música triste del piano y afuera llovía y sonaban las campanas de
Paris.
Durante una semana fui de aquí para allá con mi piano negro. Me
empezaron a llamar de todos los burdeles. Mi reputación crecía
rápidamente. Estuve en Pigalle interpretando melodías tristes
mientras las mujeres más tetonas de Europa mostraban sus
atributos a los habitantes oscuros de la noche. Estuve en el
espectáculo de Katia La Teta Rumana, las mujeres, la repuntada de
Pigalle. Después la cosa estaba tan triste y jodida que la alcaldía
me contrató para que tocara en los parques mi piano negro bajo la
lluvia. Mientras tocaba en los parques las palomas sucias de París
se posaban sobre mi piano y se cagaban siempre en las piezas de
Beethoven. Beethoven siempre ha ido bien con las palomas grises y
tristes de Paris. Era una sensación extraña. Mientras la música se
filtraba por entre las gotas de lluvia, a mi alrededor el parque
entraba el letargo gris de las cinco de la tarde y entonces las
palomas se cagaban despacio, despacio, despacio, las palomas se
cagaban sobre el piano, se cagaban sobre Beethoven, se cagaban
sobre el rostro de la gente, sobre el aire negro de la tarde y era
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cuando empezaba a oler a orines y mierda y las campanas de todas
las iglesias de Paris parecían que estuvieran siendo tocadas por mil
manos negras, dementes, rotas.Tarde inconclusa. Lluvia
inconclusa. Lluvia. Palomitas inconclusas. Entonces yo encendía un
cigarrillo y sentía allá adentro en el corazón una mierdita inconclusa.
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ventanas flotaban a mí alrededor. El agua me daba ya por las
rodillas. Las campanas seguían sonando. De pronto un mareo se
apodero de mi cabeza. Alcance a ver la torre mayor Notre Damme
casi cubierta por las aguas. El agua empezó a arrastrarme y el
sonido de las sirenas se fue apagando poco a poco. Con mis pies
alcanzaba a rozar las copas de los árboles. La corriente me llevo
por todo París. Entré a varios apartamentos de los últimos pisos.
Alguna gente flotaba a mí alrededor. Las tumbas del Pere Lachaise
flotaban a mí alrededor y un olor a ceniza fresca me llego a los
pulmones. Era el olor de mil muertos flotando en las aguas oscuras
de la lluvia gris. Las palomas volaban en círculo y se posaban en la
parte alta de la ciudad, en la torre de Sacre Coeur. Mi cuerpo era un
barco negro que sobreaguaba ebrio sobre las olas llenas de mierda,
gatos muertos, cadáveres y botellas de alcohol. Creo que llevaba
tres meses en esas, flotando encima de mi piano negro. Por
momentos tomaba aire y me dormía. Sin embargo, la mayor parte
del tiempo me la pasaba interpretando música sobre las aguas.
Tocaba mi piano negro mientras las gotas de lluvia me abalaban el
rostro. Pensaba en Pussy lluvia. Pussy amor. Pussy love. Pussy
lluvia.
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día aparecieron las bandas de cuervos negros sobre París.
Llegaron detrás de la lluvia. Picoteaban los cadáveres que flotaban
en las aguas. Lo primero que vi fue una nube negra acompañada de
un ruido ensordecedor. Todo el día los cuervos volaban en círculo.
A mi me volvieron mierda el rostro.
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me puse a tocar el piano. Mientras tocaba el piano allá en el parque
interior del pez gato el aire se puso más triste que nunca y entendí
que todos los peces gatos tiene en interior de sus parques una
maquina que fabrica lluvias antiguas, negras y tristes. Los días
pasaban. Una tarde apareció del otro extremo del parque una
mujer. Una mujer fabricada en el interior del pez gato. Tal vez una
mujergato. O una mujer lluvia. O tal vez una mujerlluviagato.
Lluviagato. Gatolluvia. Se llama Blanche. Me dijo que había salido
detrás de la lluvia al oír la música del piano negro. Durante varios
días hicimos el amor bajo la lluvia del parque del pez gato mientras
afuera nos llegaba el sonido milenario de las campanas de París
como una canción remota que ejecutaba una orquesta alucinada
compuesta de fantasmas, una orquesta de cuervos y perros negros
que se diluían en la confusión de la lluvia que caía sobre la ciudad.
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empezamos hacer parte del pez. Primero mis piernas fueron
incorporadas. Luego las manos y el resto del cuerpo. Llego un
momento en el que solo nuestras cabezas estaban libres. El resto
de nuestros cuerpos eran ya parte del pez gato. Finalmente llegó el
día en que fuimos absorbidos por completo por la carne sucia del
pez gato. Antes de ser chupados por la sangre lluviosa del pez gato
le di un beso en la frente de Blanche. Ella cerró los ojos y lloró.
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caminaba en busca de alimento. Mierda. Después de mucho tiempo
me acorde de Pussy. De la dulce Pussy lluvia love. Pussy. Pussy
lluvia. Pussy lluvia. Pussy.
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El hombre abrió el cesto, nos sacó, nos puso en una tabla. Nos
quitó las escamas. El hombre puso el sartén. Mantequilla. Mostaza.
Albahaca. Una receta discreta, deliciosa, frugal, brutal. Ajo, sal,
vino y champiñones. Nos metió al sartén. El aceite caliente
quemaba mi cuerpo. Yo miraba hacia el techo de aquella maldita
cocina. Sonaba en el salón blues. Bring me the shot gun baby. Bring
me the shot gun baby. Después el hombre nos cortó en dos y
dispuso la mesa. Luego entró una mujer. La mujer le dio un beso al
hombre. Se sentaron a la mesa. Destaparon un Bordeaux rojo, un
vino rojo como la sangre, para incitar al amor, a la lluvia, al fuego, a
los gatos, a la oscuridad, al sudor, a la saliva. Hicieron el amor. Con
rabia. Con lluvia. Con sangre. Sus gritos secos hicieron eco en la
música de la lluvia tejiéndose en la oscuridad húmeda de la noche.
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DIOS NO CREE EN NOVELAS
POLICIACAS
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tenía preparado un negocio. Se trataba de que me aliara con él para
convertirnos en ladrones de libros. Pero más que eso, la cuestión
era que, si todo salía bien, seriamos ladrones de frases, de títulos
de novelas, de versos, de poemas enteros, de finales de novelas
policiacas, de cuentos. Me emocioné mucho.
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Después de despedir al hombre, Harry y yo nos quedamos en el
Ramsés II y pedimos algo de comer y de beber. Harry sacó una lista
y empezamos a estudiar los posibles candidatos a los que les
podíamos robar un buen poema. Después de eliminar candidatos
de Madrid y Berlín, decidimos que el más adecuado era un poeta
ebrio de Paris. Un poeta llamado Alfred Sartorius que tenía un
excelente poema de veinte páginas titulado Poema para tres
muertos ebrios amanecidos en el cementerio Pere-Lachaise. Al
otro día nos desplazamos a Paris. Llegamos al Orly en la noche.
Llovía. Sartorius vivía en la calle Voltaire, en un apartamentico.
Durante tres días seguimos sus movimientos.
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falda a Anne y, mientras los ruidos amarillos del verano entraban
por la diminuta ventana, el poeta le descubría el sexo rojo a la mujer
y le susurraba poemitas violentos al oído, le decía que su sexo rojo
era un globo húmedo que flotaba en la lluvia húmeda del amor
mientras las aves negras del alcohol volaban entre los arboles
oscuros llenos de ángeles y gatos lluviosos. Después salieron. Se
hicieron en la barra y fumaron como putas encarceladas. Tomaron
bastante. Hacia la seis, Sartorius se dirigió al centro del bar y
mandó a callar a todo el mundo. Se paró en una de las mesas y
recitó un poema. Dos hombres le lanzaron cerveza a la cara.
Sartorius sonrió y sacó su pene y se orinó sobre aquellos hombres
que de inmediato lo cogieron a golpes. Fue una golpiza tenaz.
Entramos en acción Harry y yo. Acudimos en su defensa y lo
sacamos del bar. Anne salió con nosotros, pero la dejamos tirada
en una banca de un parque porque estaba bastante borracha y n se
podía tener en pie. Llevamos a Sartorius a su apartamento de la
calle Voltaire. Terminamos de emborracharnos con él, y hacia el
amanecer, cuando ya estaba dormido revisamos sus papeles y
encontramos los manuscritos del poema. Entonces salimos con el
poema. Ese mismo día cogimos un avión hacia Londres y se lo
entregamos a Soren. Lo último que supimos de Sartorius es que se
había suicidado un mes después. Se había lanzado al Sena
completamente ebrio en una noche de lluvia luego de haber visitado
en una semana por lo menos cuarenta bares, bares donde se había
bebido cincuenta litros de brandy. Tambien le había hecho el amor
a unas cuantas puticas tristes de Paris. Soren nos pagó muy bien y
al poco tiempo obtuvo su profesorado en Cambridge como titular de
Poesía Moderna.El poema salió publicado en las revistas
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especializadas y Soren fue entrevistado en la televisión y en los
periódicos. Pasaron dos semanas. Yo me aburría como una ostra
enferma.
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alemán que decía: “El hombre es una cuerda tendida entre el
animal y el superhombre; una cuerda tendida sobre el abismo.” Al
terminar de leer el pasaje, el teólogo Svarik miró a través de los
cristales de las ventanas, miró hacia Praga y dijo en voz grave a sus
alumnos que la Creación era un oscuro ajedrez de movimiento
eternos, un ajedrez donde las fichas se morían de frio mientras la
lluvia de la eternidad calaba sus huesos y que el movimiento
circular y eterno de ese ajedrez era lo que los sabios de Praga
llamaban conocimiento y que no había escapatoria, todos
estábamos encerrados en ese ajedrez absurdo, todos estábamos
encerrados en la mitad de ese juego azaroso que Dios jugaba
consigo mismo y que al final conducía hacia el único fin posible, el
único fin posible dominado por la ilusión del espíritu y a carne, del
tiempo y espacio: el terno reino de la decadencia humana. Por eso
era requisito indispensable acceder a Dios para escapar del círculo
del fuego del escenario humano. Era preciso acceder a Dios para
adivinar el próximo movimiento del confuso ajedrez del mundo,
pero, a lo mejor, Dios tambien era prisionero de su propio ajedrez.
Svarik terminó la clase y salió a tomarse un café antes de meterse a
su estudio.
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a como los hacia Dios. Svarik se interesó en el asunto y entonces le
pusimos una cita en el bar cerca del puente de Carlos. A las diez
Svarik apareció en el bar Black Muzeum. Pedimos whisky. Harry y
yo le demostramos al teólogo que el mundo estaba en manos de los
hombres y que por eso la lectura que debía hacerse de los
movimientos del ajedrez era una lectura humana, es decir, la lectura
de las guerras, las enfermedades y el progreso científico; y que
esos movimientos iban en contravía de Dios, pues si Dios era
perfecto, no permitiría ni la injusticia ni la corrupción, pues su eterna
sabiduría le permitía ser ajeno a este mundo decadente y, por lo
tanto, este mundo no era una ilusión de un mundo divino perfecto,
sino una realidad imperfecta de seres dominados por la necesidad y
por el dolor, por el odio y el amor y que esos eran los verdaderos
movimientos del ajedrez y por lo tanto los instintos y la razón eran
los únicos instrumentos que tenían los hombres, los reyes del
ajedrez, para manejar el juego de la naturaleza que se regía por las
leyes de la física y la química. Svarik permaneció en silencio y habló
para decirnos que respetaba nuestra posición, pero indicó que era
muy presumida y prepotente. Luego de tomarse un trago doble
agregó que no habíamos reparado en el hecho de que, además de
la ley de la gravedad física descubierta por Newton – que igualaba a
todos los seres sin distingo-, había una ley teológica de la gravedad
donde los seres por igual caían del bien al mal y por eso la noción
de arriba siempre se asemejaba a lo divino y la de abajo a lo
humano y que era necesario conocer la aceleración precisa de ese
movimiento para conocer en qué momento el hombre salía del bien
y se corrompía en veloz caída hacia el mal. Entonces se paró y se
fue. Seguimos a Svarik y en el puente de Carlos lo asesinamos.
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Después fuimos a su apartamento y sacamos sus manuscritos. Esa
misma noche de lluvia cogimos un bus hacia Paris. Atravesamos
Alemania en medio de una tempestad y, mientras los rayos
resplandecían en el centro de la lluvia, Harry me dijo que a Svarik
se le había olvidado añadir que las lluvias del mundo eran más
hermosas y misteriosas que cualquier ajedrez divino. Llegamos a
Paris hacia el mediodía y esa tarde nos embriagamos en un bar del
barrio Latino. Enviamos por correo la tesis teologal de Svarik a
nuestro cliente de Londres. Esa noche cogimos un avión hacia
Suramérica donde nos esperaba otro trabajito interesante.
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Chapinero. Esa noche descansamos. Dormimos bien. Al otro día
fuimos a desayunar a un cafecito de la Jiménez. Llovía sobre
Bogotá y las palomas grises se filtraban en las nubes grises, en las
nubes negras llenas de gasolina del cielo bogotano. Luego
caminamos un rato por el centro. Nos subimos a los buses de la
Caracas, de los que tanto habíamos oído hablar en Londres y Paris,
y llegamos hasta la 80 donde nos bajamos.
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riesgo de ser asesinado en vez de ser el asesino y más en el caso
suyo dado que su especialidad era la novela negra. Al final de la
noche nos despedimos en la puerta del bar. Llovía. Bacon se fue
con su nena por la carretera 7ª.
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JOHN TIGRIS
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de humo y mientras caminaba por las calles heladas pensaba en las
columnas verdes de los árboles africanos, pensaba en el olor de la
pólvora mezclado con el olor de la selva, pensaba en el olor de un
cigarrillo mezclado con el granizo confuso de las aves
escabulléndose en la copa de los árboles.
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ofrecí whisky al negro, que me sonreía con su blanca dentadura
perfecta y le dije que me llevara a la acción. Estuve observando
varios burdeles de la ciudad. Para conocer un país hay que ir a dos
lugares claves: los burdeles y las iglesias. Por la forma como bailan,
se emborrachan y seducen a las mujeres conoces el
temperamento de un país. Si lo hacen abiertamente estas con
gente que te mata de un tiro en el pecho. Si una mujer, por el
contrario no te mira a los ojos en un burdel, con seguridad estás en
un país donde te matan por la espalda. Si en las iglesias vez
sinceridad en las mujeres que rezan, estás en un país donde te
reciben en su casa sin dudarlo un instante. Si ves mezquindad en el
rostro de las mujeres, entonces te hallas en un país donde te
reciben en las casas pero para robarte. En el Alto Volta estaba en
un país donde sucedía lo primero. Esa noche me embriagué y
regresé tarde al hotel. Al otro día partí de nuevo por el río Ube
Tugo. Mi guía era un robusto negro llamado Lome, que tenía a
cargo siete hombres armados.
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con lentitud. Eran los espíritus del agua, los espíritus salvajes del
viento amarillo, los espíritus del fuego, los espíritus verdes que iban
y venían y se tejían sobre ese aire confuso, oscuro. Lome me
comunicó que para espantarlos lo mejor era fumar. Mientras la
barca se deslizaba con suavidad sobre el agua podíamos sentir los
espíritus rozando nuestra piel. Sabíamos que estaban ahí. Los
sonidos me producían los espíritus eran como murmullos de piedras
rotas cayendo en el agua.
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Como piedra rojas ciegas confusas. De pronto algo me despertó. El
sol ya caía. La tiniebla se tejía con lentitud entre los árboles. Un
ruido me despertó. Miré a mi alrededor y Lome había desaparecido.
En ese instante la música de los tambores arreció y la lluvia negra
de la selva se precipitó sobre el follaje. Mierda. Sentí ruidos cerca
de mí. Después escuche varios rugidos de tigre. Corrí hacia la
barca y ya no estaba. Entonces me metí en la selva. Detrás de mí
empecé a sentir la respiración agitada de mil bestias negras
tratando de atraparme. Mil manos negras detrás de mi cuerpo se
agitaban en la oscuridad. Mil voces rojas retumbaban entre los
árboles. Corrí como nunca había corrido. Las ramas golpeaban mi
cuerpo confundido. Mientras corría los rugidos llegaban de diferente
intensidad. Llegaban del aire, de la tierra. Eran los rugidos de los
tigres del viento, del fuego, rugidos de los tigres del agua. Los
espíritus de los tigres me perseguían y venían volando por entre las
ramas. No había duda. Estaba en el territorio de los tigres del Alto
Volta.
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LAS CUATROCIENTAS
ESPADAS DEL BRANDY
Esa tarde vagué sin sentido por la ciudad. Me metí al metro, cubrí
varias rutas, fui al barrio árabe a la calle Dranaz por un hash. Luego
me fumé el hash en el parquecito mientras miraba el tren elevado.
Alguien desde el tren me hizo una seña con la mano y yo le mandé
un beso que se diluyó en el aire caliente de la tarde. Fue un maldito
beso que explotó en el núcleo del aire, puff!, y desapareció para
siempre. Finalmente cogí la ruta del Radio City para cumplirte la cita
y cuando entré al metro parecía que la gente se moría poco a poco
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en las nubes alucinógenas de las cinco de la tarde, esas nubes
negras que olían a heroína con orines.
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En el cine, la fauna de siempre. Un par de mamertos. Una pareja de
viejos embutidos en sus viejos gabanes, el borracho que siempre
encontrábamos en los cines alternativos con su botella de coñac y
las chicas universitarias con cara de que no se las habían comido
en meses por estar viendo películas para solitarios todas las
noches. Salí enamorada de Johnny, el clochard de la película. Yo te
dije después que nunca había visto un man que se fumara tanto
como ese. Era un man vestido de negro siempre envuelto en una
nube de humo, un man como tú y yo, un triste man siempre flotando
en las nubes confusas de los días como aviones absurdos,
perdidos, a la deriva, un man como tú y yo navegaba en el cielo
maligno de los días, esos días llenos de pequeñas lluvias donde se
te llenaba la boquita de heroína y saliva negra.
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A la media noche salimos y nos dirigimos a la estación del metro y
allí me dejaste. Baby. Creíste que nunca más me ibas a volver a
ver. Pura mierda. Me subiste al vagón y diste media vuelta. Yo me
fui bien muerta. Lo último que recuerdo eres tú fumando y yo
sentada en el vagón mientras éste se deslizaba hacia la oscuridad
del túnel.
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LOS DOS ULTIMOS DIRIGIBLES
TRISTES Y AMARILLOS DE LA LLUVIA.
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de la pantalla supe que el final estaba cerca. Tu rostro era el rostro
de un fantasma que navegaba en las tinieblas de la película.
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espectro de fantasma huyendo con las gotas de lluvia. Stay. Stay.
Stay. Mierda. La pequeña baba, la insignificante e inútil babita de la
tristeza nos cubrió con su manto. Stay. Stay. Stay. Encendí un
cigarrillo y me fui hacia los arboles a saborear el perfume triste de la
madera húmeda, el perfume triste de la madera gastada por los
siete vientos verdes de la tarde. Después volví hacia ti. Estabas
mirando el vacio. Te envolví con el humo de mi cigarro y lloraste en
silencio mientras en la lejanía se escuchaba la música gitana de la
feria. Lloraste en silencio mientras la lluvia te limpiaba tus lagrimas,
mientras las tinieblas se apoderaban de tu rostro frágil; lloraste
mientras la tarde se llenaba de pequeñas gotas de sangre,
pequeñas gotas que salpicaban nuestros pies, nuestras manos,
nuestros corazones fantasmas que sucumbían, con lentitud, en el
vértigo rampante de los instantes que calan como dados dementes
en los abismos diminutos de aquel parque lleno de palomas
amargas.
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contra los cristales del bar. Pedí un coctel de acido amarillo y me
sentí como un globito triste que navegaba discontinuo en medio del
humo azul de los cigarrillos mientras la música triste y oscura del
bar penetraba por todos mis poros. Me dirigí hacia la ventanita del
Pink Cloud y observé la lluvia cayendo en el pavimento mientras
sentía la pequeña baba de la tristeza haciendo estragos en mis
entrañas. Me dieron ganas de vomitar, ganas de vomitar las balas
que los días me habían metido en el corazón, ganas de vomitar el
olor de tu nombre en la lluvia, ganas de vomitar mi sangre
contaminada de flores muertas, ganas de vomitar las aves negras
de mi corazón; ganas de vomitar todas las botellas rotas que se
habían acumulado en mi cuerpo destrozado, en mi cuerpo débil;
ganas de vomitar todas aquellas músicas macabras y disonantes
que taladraban mi cerebro destruido. Entonces vi mi rostro reflejado
en el cristal y reconocí el rostro de un prófugo que huía de la
cagarruta de las palomas que se acumulaban en las cañerías
pestilentes de los días; vi tu rostro oscuro de un fantasma con el
cuerpo y el espíritu en ruinas, destruidos; el rostro de un fantasma
diluido en alcohol, diluido en el pequeño vacio de los ácidos
amarillos mientras la lluvia escribía tu nombre sobre el cristal.
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Salimos a la calle y caminamos por la calle Smith. Los vagos de la
calle Smith jugaban a los naipes y a los dados cerca del fuego. Las
moscas volvieron a aparecer. Nos seguían. Llegamos a la playa. La
feria ya había cerrado. Solo quedaban los borrachos de la playa
tirados en la arena, quedaban los vestigios, las pavesas de la fiesta
esparcidas sobre la arena. Caminamos por entre las cenizas del día
mientras las moscas zumbaban encima de nuestras cabezas.
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MORFINA Y CHOCOLATE
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para distraer la tristeza. En la calle Memphis con Padlock el tranvía
arrolló a un niño. La sangre se diluyó por el asfalto húmedo y mi
boca se lleno con ese sabor particular de la sangre mezclada con
el chocolate, ese sabor conocido de la muerte; ese sabor un poco
dulce; un poco lluvioso, un poco húmedo. Ese sabor de animalito
amargo a las tres de la tarde mientras las aves rayan el cielo gris
con su vuelo taciturno.
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erección, agradable mientras a tu alrededor las mujeres de la
noche, los dulces y los extraños animales de la noche , te
disparaban directo al cuerpo mil perfumes animales, mil perfumes
asesinos, mil perfumes rosaditos que te taladraban los pulmones y
te volvían una mierda.
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Dopado. Mareado. Estúpidamente mareado. Mareado. Con la
cabeza llena de cristales rotos, con la sangre llena de puntillas
negras. Permanecía inmóvil viendo como el viento mecía las ramas
de los arboles, viendo como los otros internos se balanceaban en
las ondas extrañas de la tarde mientras naufragábamos poco a
poco en el pequeño mar sucio de las cinco de la tarde; un mar
salpicado de pequeñas lluvias negras y piedras rojas dementes.
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Salí al amanecer de nuevo a las calles. Caminé por aquel laberinto
lleno de gatos eléctricos. Tenía ganas de vomitar. Ganas de vomitar
panteras negras, ganas de vomitar vidrios rotos. Llegue al parque
Dalí. Me senté en una banca. Encendí un cigarrillo, un triste
cigarrillo, y espere a que los primeros rayos del sol iluminaran los
espacios. Pero el sol nunca llegó. El sol nunca salía. La lluvia
espesa de noviembre empezó a caer sobre el parque y de nuevo
sentí que los animales sangrientos que aullaban en la vasta jaula
del mundo tenían pesadillas. Saque de mi bolsillo la barra de
chocolate. La destapé. Atrapé un pedazo con mis dientes. Mezclé el
chocolate con las babas, con la sangre, con la oscuridad, con la
muerte, con el perfume de los gatos esparciéndose bajo la lluvia.
Las campanas de la iglesia sonaban en la distancia, en la lejanía.
Yo me balanceaba en la suave borrachera del licor y chocolate.
Naufragaba en el pequeño abismo del parque.
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LOS BOSQUES NEGROS DE KAM
Cuando salí de mi ciudad, tenía veinte años. Salí a pie. Salí con mi
perro Ska. A Ska lo encontré en los linderos de la ciudad, cerca del
puente Strictus. Cuando lo vi, supe que Ska era un poco como yo,
es decir, un poco triste, un poco vago, un poco sabio, un poco
pulgoso. Un perro borracho. Los primeros días caminamos por los
caminos polvorientos del mundo. Ska y yo. Nos alimentábamos de
las frutas del camino y, de vez en cuando, asaltábamos a algún
caminante furtivo. Cuando tenía sed, yo le daba de mi vino y
entonces Ska se ponía alegre y se iba en busca de las perritas del
camino. A veces duraba hasta dos días perdido. Pero siempre
regresaba.
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al reino de Kam hay que tener mucho cuidado porque hay muchos
caminos que no conducen a ninguna parte y otros conducen a los
espacios de los animales del indio Coyote.
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Despues, mi perro Ska y yo nos metimos al camino del indio
Coyote. En ese camino olía a mierda fresca de venado y a la
distancia se oía el canto de los coyotes. Los condenados de los
arboles de la muerte nos habían dicho que al final del camino había
un espacio. Era un lugar sin tiempo, sin luz, sin nombre; era donde
habitaba el indio Coyote: un enorme indio del desierto que conocía
la ciencia de los hongos, la ciencia de desaparecer el viento, la
ciencia de fabricar la lluvia y la ciencia de inventar animales.
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fuego. Spangory se inventó de la siguiente manera: durante diez
noches seguidas caminamos por los bosques. En cada lago que
encontrábamos a nuestro recogíamos en los cantaros el agua
donde estuviera reflejada la luna. Después, buscamos los arboles
negros que daban frutos dulces y cortábamos sus ramas y las
quemábamos en una hoguera hecha con mierda de coyote. Luego
rociamos todo con un poco de agua de los lagos y el indio Coyote,
con su gran tabaco, nos enseñó a insuflar el humo en la
composición. Hacia el amanecer, cuando la lluvia del bosque era
suave y transparente, fue apareciendo de entre las brasas un águila
blanca que podía atravesar los arboles, las montañas y tambien
volar bajo el agua. Lo más interesante de Spangory era que al
pasar sobre el agua su reflejo se convertía en otra águila spangory.
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todo el mundo sin sentir fatiga y que estaba hecho para varias
funciones. Podía servir para que los enamorados se fugaran en las
noches con sus novias. Tambien servía para que las doncellas
huyeran de los cuervos negros. Otromundo, el caballo negro de los
vientos, conocía todos los caminos del mundo y aquel que se
encontrara uno de estos caballos nunca se perdería porque
Otromundo era sabido en la ciencia de navegar a través de los
vientos. Otromundo se guiaba por el canto de las ranas y era amigo
de todas las piedras de los caminos polvorientos del mundo. Sabia
donde quedaban las guaridas de los bandidos, las de las brujas y
las de los demonios. Otromundo sabia donde se hallaban los
hostales con grandes toneles de vino rojo y mujeres de senos y
nalgas grandes que acogían a los viajeros y les hacían el amor toda
la noche, hasta el amanecer, sumidos en la marea del vino rojo, esa
mara extraña de lluvia y olor a arboles húmedos.
Una tarde, cuando las aves estaban más desesperadas que nunca
por la lluvia negra del reino de Kam y los animales se escabullían
entre el follaje del bosque y los gemidos de los condenados se
esparcían en el oleaje gris del aire, el indio Coyote nos condujo al
camino del Escudo Rojo y con un chasquido de sus dedos antiguos
llamó a un otromundo que vino corriendo de inmediato. El
otromundo apareció de detrás de la lluvia, de detrás de las sombras
de los arboles, y se presentó imponente, acuático, negro,
transparente, sobrenatural. El indio Coyote nos regaló cien tabacos
para las largas jornadas y nos dijo que para salir de aquel bosque
era preciso pasar por el bosque de los demonios, por el de los
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bandidos negros y, finalmente, llegar a la ciudad principal del reino
donde había que prescindir del otromundo.
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bestias terribles para acabar con los caballeros negros del bosque
contiguo.
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asustados, seres que chillaban de un modo grotesco cerca de los
arboles, cerca del olor podrido de esa lluvia milenaria que por siglos
venia cayendo sin cesar como una maldición. Una maldición de la
que no escapaban todos los seres de aquel bosque perdido en
penumbras del mundo.
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Una mañana, el galope de un millón de caballos sobre los caminos
de piedra nos despertó. El sonido era ensordecedor y de inmediato
fuimos a ver de dónde venía esa canción que se tejía detrás de los
arboles. A cierta distancia vimos un ejército de caballeros negros
montados en sus caballos oscuros que echaban fuego por sus
bocas. Iban armados con birllantes espadas de acero y con su
galope incesante rompían la niebla y, a su paso, las aves negras
levantaban vuelo hacia la copa de los arboles más altos. Era la
Armada de los Caballeros Negros, el ejército de bandidos más
sanguinarios de esos bosques, un ejército que le sacaba el corazón
a los viajeros y robaba todas sus pertenencias. Eran conducidos por
Kormok, un caballero de tres metros de altura que manejaba el arco
y la flecha con veneno y cuatro espadas a la vez y que era capaz de
hacer el amor con diez mujeres en una noche, beberse un tonel de
cerveza y matar un tigre con sus manos.
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gemidos de muerte, gemidos que se mezclaron con los tambores de
la guerra que provenían de ambos bandos y que juntos producían
una canción macabra que sonaba en el pliegue de los arboles, de
las piedras, de los ríos, de las hojas; sonaba en los pliegues
malditos del aire rojo de aquel teatro donde se iba a representar el
juego de la muerte entre los demonios y los caballeros negros.
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El bosque estaba muerto y los animales no salían de sus guaridas.
El olor a sangre seguía en el aire, en la lluvia y las tinieblas se
apoderaron del terreno. Desde ese día, una música fúnebre empezó
a sonar en todas las aldeas. Era una música negra, una música
demente, una canción de tambores, una canción cantada por mil
mujeres que estaban junto al fuego incinerando sus muertos
mientras bebían la sangre maldita de los últimos toros negros del
bosque.
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entre sus piernas endebles, casi de agua, casi de pluma, casi
invisibles.
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cuatro grandes globos. Esa noche, toda la ciudad estaba allí, en el
circo del aire, a cien metros del suelo. Todos los muertos de la
ciudad de Kam, con sus ramos de claveles blancos, observaban a
los leones muertos, a los payasos muertos, a los trapecistas
muertos, a la tristeza muerta, a los enanos muertos, a la mujer
barbuda muerta. Todo flotaba en el aire. La muerte flotaba en el
aire. Los leones flotaban suspendidos de sus globos y los payasos
hacían sus chistes desde globos multicolores. Kam estaba esa
noche en el circo. Estaba rodeado por su legión de cuervos leales
que no se le despegaban de su lado y no dejaban que nadie se le
acercara.
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64
UN COGNAC PARA DOS
PERROS Y UN GATO
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apagada, mucho humo, vidrios en los pulmones. Salí como a las
cuatro de la mañana al parquecito Lennon y me senté en la banca a
esperar el alba. Encendí un cigarrillo y tenía la sensación oscura de
tres perros negros disputándose mis pelotas. Mis güevas. Mis tristes
güevitas de borracho. Frio en las güevas. Frio. Frio. Frio. Me dormí
y nada más.
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Soñé que estaba corriendo contigo en la playa. Como a las diez de
la mañana el sonido de una sirena me despertó. Abrí los ojos y por
un costado del parque vi una ambulancia. Tres hombres de blanco
se bajaron corriendo y se dirigieron hacia mi banca. No opuse
resistencia. Me agarraron y me inyectaron algo. No había duda. Era
Sinogan. El olor era el mismo: era el olor conocido de la sangre
podrida. Cuando me entraron a la ambulancia respiré por última
vez, tomé con todas mis fuerzas un puñado de ese aire sucio de
Paris, tomé un poco de ese oxigeno y lo llevé a los pulmones y
pensé que ese oxigeno negro que contenía el olor de los tabacos
negros de los cafés, en el perfume agrio del cognac destapado
sobre una mesa mientras el sol estalla en el cristal, en el aroma de
las mujeres del metro, en ese aroma vago y triste que se inventaba
sobre el oxido y los orines de los clochards, en el olor de los arboles
de los parques de Paris bajo la lluvia gris y pensé en el olor de la
mierda de paloma.
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ebriedad de ver todo en blanco negro, es la ebriedad extraña de ver
el mundo real como una nochecita macabra llena de pequeños
sonidos, llena de pequeñas pulgas que saltan en el corazón.
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varios sorbos. Yo la miré con desconsuelo. Entonces regó un poco
de cognac al piso y lo lamí con lentitud hasta quedar mareado.
Borracho. Un perro borracho. Y me dormí.
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En las noches cuando la anciana se iba a dormir, yo me escapaba y
salía a la calle y me iba a la Serpente. Con el transcurrir del tiempo
me hice amigo de varios perros callejeros y de algunos gatos
maleantes. Bien entrada la madrugada, los gatos nos llevaban a las
partes traseras de los restaurantes chinos de Tolbiac y allí
comíamos los desperdicios. Después, nos íbamos por las calles
estrechas hasta llegar a Sebastopol y contemplábamos a las
puticas que fumaban paradas en los umbrales solitarios de las
puertas mientras eran carcomidas por el frio del invierno. La que
más nos gustaba era Marlene, una putica dulce que nos regalaba
vino barato y nos echaba el humo de su apestoso cigarrillo en la
cara. Cuando a Marlene le daba sueño nos llamaba con un
chasquido de sus dedos y entonces subíamos a su alcoba. Ella se
echaba a dormir y nosotros, perros y gatos de la calle, perros y
gastos tristes de la noche, nos hacíamos a su lado y le dábamos un
poco de calor, le lamiamos las manos y, de vez en cuando, las
teticas y las nalguitas.
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mantenía una distancia de por lo menos tres metros. Un día, el olor
era tan insoportable que decidí fugarme. La anciana yacía en el
sofá y se le había caído media cara. El cuadro no podía ser más
macabro. A través de la ventana entraron palomas e inundaron el
apartamento. Se posaron sobre la anciana y empezaron a
picotearla. Yo me escondí debajo del sofá y vi a las palomas
llevándose su cuerpo. Lo sacaron a través de la ventana y se
perdieron con ella bajo la lluvia.
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borde viendo como el rio del amor ahora era el rio de la muerte.
Muerte. Muerte.
Desde ese día, Erik, Freddy y yo vagamos por este Paris desolado,
este Paris lleno de fantasmas. Suponemos que tambien estamos
muertos porque no nos da hambre y tampoco sueño. Suponemos
que desde que estamos muertos no amanece en Paris, suponemos
que siempre es de noche, suponemos que somos tres animalitos
alucinados perdidos en las manos abiertas de la muerte;
suponemos que siempre encontraremos rastros de cognac en lluvia
para nosotros, dos perros y un gato. Suponemos que todo empezó
un día que estábamos borrachos y llegó una ambulancia al parque
Lennon. Suponemos que la vida es tal vez una pequeña, remota,
dulce y absurda melodía que se confunde con el horrible ladrido de
los perros negros del tiempo y del espacio, los perros que ladran
ebrios allá en el filo del abismo que se abre alrededor de todos los
costados de Notre Dame mientras suenan las campanas y llueve
sobre Paris.
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LA SUSTANCIA ABSURDA DE HENDRIX
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Me acerqué a Perry que, hacia las tres de la mañana, había
intentado suicidarse y todavía tenía rastros de sangre en sus
antebrazos. Algunas muñecas dormían con las tetas al aire. El
apartamento era una verdadera mierda. En un rincón, Parker
escribía alucinado uno de sus famosos poemas que eructaba al
final de las fiestas. En su mano tenia enredado un poco de hash y a
un lado había un vaso con cerveza. Cerveza amarilla. Espuma
amarilla. Me acerqué a Parker, le robé un soplo de hash y lo mandé
para la puta mierda. Para la puta mierda. Leí la primera línea de su
poema y no pude aguantar el primer verso que empezaba diciendo:
“todos los corazones de la noche flotan en el mar oscuro del
alcohol, el amor es una sustancia absurda que se diluye en la
sangre negra de la aurora”. Entonces rompí la hoja, le rompí la jeta
de un coñazo y le abrí la puerta. Le dije que se largara, que tenía
huevo su poemita de mierda. Parker salió con su hash y se llevó
una muñeca.
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lugar olía a tetas y sudor. Los espacios estaban todavía colonizados
por los rastros penetrantes del hash y afuera, la mañana estaba
siendo asaltada por los rayos inútiles de un sol débil y enfermizo.
Los rayos del sol entraban por la ventana y golpeaban contra las
botellas vacías de whisky.
Confusionhedrixlluviaalucinacionwhiskytetassudortabacoalcoholconf
usionseisdelamañanamierdaconconfusionalertarojaespejoenterrado
sangrenegravacioenelestomagoconfusion. El espejo, el maldito
espejo me devolvía la confusión de estar ahogándome
constantemente en el sexo rojo de los días, esa confusión de estar
en el núcleo de los espasmos de la lluvia como un perro herido, esa
confusión de estar desangrándome sin parar en la hemorragia de
las horas y los minutos. En fin. Me miré al espejo y mi reflejo no era
otra cosa más que el reflejo de un borracho que tenía el corazón
borracho. Mi reflejo era un reflejo pálido que se diluía en el agua
extraña del espejo, era un reflejo de un barco que navegaba a la
deriva en la tremenda borrachera del tiempo, de los días; la terrible
e implacable borrachera de los relojes.
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Entonces me mamé. Me mamé del ruido del tren elevado, me
mamé de los rostros, remotos y rotos, pegados a los cristales del
tren; me mamé de la lluvia, del ruido de los gatos escarbando en los
tejados, me mamé de andar deambulando por los extraños bosques
de la noche; me mamé de andar por los mares de la noche
naufragando en cada ola, naufragando en cada copa de whisky,
naufragando en cada teta, en cada mirada, en cada metro. Me
mamé. Entonces me metí al espejo. Me fui a vivir al espejo,
atravesé el espejo. Metí en primer lugar las manos, luego la cabeza
y después el resto del cuerpo. Me metí al otro lado de la confusión.
Al otro lado.
Llevaba dos días viviendo en el espejo. Allí, dentro del espejo, todo
era nice. Había una pequeña playa de arena roja y siete lunas
enormes. Calma total. Tal vez el nirvana. A lo lejos, al final de la
arena, una orquesta de animales ejecutaba una música extraña,
alucinante. Llevaba dos días en el espejo. No había comido nada.
Comer me parecía una tarea inútil, perniciosa. Alimentar el cuerpo
era sospechoso porque en cualquier momento la carne podía
tomarse por asalto el espíritu y lo podía aniquilar. Un buen plato de
comida poda aniquilar el sentido estético de la vida. Lo solido iba en
contraposición de lo liquido, de lo etéreo. Por eso, era que me
alimentaba de sustancias no solidas. Aquí, en el interior del espejo,
me alimentaba de líquidos no convencionales. No había
alimentación en el sentido estricto y decente del vocablo, había
autodestrucción: cigarros, hash, licores. Whisky. Brandy. Disparos.
Sueños. Gasolina. Sangre. Orines. Es decir, olores, sustancias
olfativas. A lo largo de esos dos días había comprobado que la
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autodestrucción, era en cierto modo, una alimentación. La
autodestrucción era la alimentación del miedo, era la lucha del bien
y el mal en su más primitiva forma, era la precariedad del cuerpo,
era el cuerpo al borde del abismo del espíritu. La autodestrucción
era donde se probaba hasta donde llegaban las sombras de Dios.
Por eso, aquí, en el interior del espejo, andaba así, un poco triste,
un poco sin ilusiones, un poco rolling stone. Aquí no existía la
verdad o la mentira. Solamente existía un estado constante de
alucinación. Autodestrucción. Alucinación. Autodestrucción.
Alucinación. Autodestrucción y alucinación. Alucinación y
autodestrucción. Autoalucinación. Solamente existía la sustancia
absurda de Hendrix regándose sobre la arena roja como una mala
sangre. Mala sangre.
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que había tenia conmigo la mañana que lo eché después de haber
leído su poemita de mierda. Si. El incidente del poema. Nata se
quedó a dormir en el apartamento. Parker y Perry se fueron a la
una. Al otro día, Nata salió temprano. Pero antes vino al espejo y
se miró. Se peinó y se miró las tetas. Luego cagó y se fue. Después
vino la policía con Nata y levantaron un acta donde constaba que yo
había desparecido.
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frente al espejo como un fantasma negro y desolado. Me dijo hola.
Yo le conteste. Entonces me dijo que me acercara mas al borde del
espejo y el maldito me dispar tres balazos que atravesaron el cristal
y se clavaron en mi corazón. El interior del espejo se llenó de
sangre. Sangre. Mala sangre.
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LA PEQUEÑA CONFUSION DE LA
SANGRE
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mierda, arriba, ventana, cine, madame butterfly. La multitud era un
gigantesco enjambre de moscas que iba detrás del olor de la mierda
que se esparcía por el ambiente.
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decretado la ultima estocada sobre la luz, me metí al cine. Vi una
película de Barbet, Los Tramposos. Después comí algo en la calle
y me dirigí al apartamento de la Lessing. Cuando llegué, estaba
sonando Dazed and Confused de Zeppelin y esa mujer, Nicole, se
movía como una culebra demente en la mitad del salón, en medio
del humo mortal del hachís. Brod me saludó y tomó mi abrigo y me
ofreció un trago. Nicole seguía moviéndose como una culebra y el
humo del hachís entró a mis pulmones y empezó a correr por la
sangre y me sentí flotando en la decima nube arriba de la
contaminación. Nicole era una mujer zeppelín. No había duda. Yo
conozco muchas mujeres. Unas son mujeres Stone, otras mujeres
lennon, otras mujeres nirvana. Pero esta era una mujer zeppelín.
Las mujeres Stone se saben de memoria Satisfaction y tienen
sueños libidinosos con Jagger, tienen pósteres de Jagger en sus
habitaciones y, alguna vez, se han inyectado morfina. Huelen a
morfina, y sus labios salvajes son rojos y sus tetas son pequeñas
como pequeñas piedras del camino. Las mujeres lennon tienen
gafas, son mas intelectuales, han leído un mundo feliz de Huxley,
andan con perros llamados Dakota, solo fuman marihuana y leen a
Whitman en las noches cuando esta deprimidas. Las mujeres
nirvana son las más peligrosas de todas. Viven en el filo de la
realidad, tienen tetas grandes, han intentado suicidarse, conocen el
Prozac y las anfetas; caminan solas en las noches, se paran en la
entrada de los bares, bailan pogo y fuman desesperadamente y se
saben los nombres de los gatos que se escabullen detrás de la
lluvia. Las mujeres zeppelín bailan Dazed and Confused bajo la
lluvia, son mujeres eléctricas, mujeres que te destruyen el cerebro
con sus palabritas de amor, mujeres que conocen la muerte de
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cerca, saben que la canción es la misma, saben que son más
poderosas que las bombas nucleares, saben moverse en la
oscuridad, son como gatas, son animales felices que salen después
de la medianoche a las calles y se la toman por asalto.
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Hacia el mediodía el ruido disonante de la ciudad nos despertó. La
ciudad era una orquesta rota donde un millón de músicos tristes y
desacompasados ejecutaban una música absurda,
descompensada, una música gris, una musiquita que olía a meados
de perro. Nicole me tomó de la mano y caminamos en silencio por
las calles. Caminamos o, mejor dicho, navegamos por entre la
marea sucia de aquellas calles; caminamos como perritos
alucinados, a la deriva, perdidos.
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dijo que en el puente había dejado en el plazo de un mes cuatro
perros amarillos.
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brotar sangre, sangre, sangre y se fue mezclando con la lluvia, con
el olor a meados de perro, con el olor a morfina de la tarde. Nicole
y yo salimos corriendo bajo la lluvia y la sangre iba brotando a
chorros. Botamos el saxo. Nos encerramos en el apartamento.
Durante varios días no salimos. La radio y la televisión anunciaban
que ríos de sangre habían inundado la ciudad. La ciudad entera
estaba encharcada en sangre y, cada vez mas, subía el nivel. Al
mes, una lluvia roja empezó a caer sobre las calles. Desde la
ventana veíamos como la sangre iba ganando terreno. El olor a
muerte era insoportable. Todo se fue tiñendo de rojo. Rojo el aire,
rojas las puertas, rojas las ventanas, rojos los perros, rojos los
arboles. Los gatos bebían la sangre y todos los perros de la ciudad
se habían enloquecido y nadaban en los ríos de sangre llevados del
gran putas. Estábamos en la ciudad más llevada del universo, la
ciudad roja.
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Desde entonces, floto alucinado en la sangre. Solo, roto, confuso.
Extraño. Rojo. No sé donde está Nicole. Todo el mundo
desapareció. Los perros devoraron a los habitantes. El sol es rojo.
En la sangre flotan los muertos, los pianos, las ventanas, las
puertas; y los arboles.
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90
VACIO IN UTERO
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estrellándose contra los vidrios y el sonido particular de las
multitudes de las calles. Ese sonido. Como si estuvieran fritando un
millón de papas cerca de los árboles y en el rio. De tanto en tanto,
uno de los hombres me pasaba por entre las rejitas de mi jaula un
poco de alpiste. A través de los cristales sucios de la ambulancia
podía ver las calles, esas calles negras de fogatas, vagos; podía ver
los avisos luminosos de las puticas tristes, la gente saliendo del
cine, los buses, los arboles de los parques.
92
Hop Frog de circulación quincenal en los bajos fondos y en las
universidades. Corinne estaba amarrada con su cámara de
fotografía y yo estaba en muy mal estado cuando tropecé con ella.
Barbitúricos. Volaba a mil millas de la estratosfera terrestre.
Después de tropezar, ella me dio una patada en el culo y yo se la
devolví como signo de cariño. Luego la invite a una cerveza. Fuimos
a la barra. Allí charlamos, fumamos y esperamos a que el sitio
terminara de llenarse. Se esperaba a Cobain a medianoche. Era
jueves. Afuera llovía. Cuando la vi, supe de inmediato que Corinne
era una mujer- pájaro pues tenía esa mirada negra, esa mirada
perdida, y entones le acaricié las tetas húmedas en la oscuridad del
bar y soltó un graznido suave que estalló en el centro del humo de
los cigarrillos. Bailamos un rato. Luego, a las doce de la noche,
apareció Cobain e interpretó las canciones de sus álbumes
Nevermind, In Utero y Bleach. Nos metimos varias pepas, algunas
cervezas, muchos cigarrillos y terminamos abrazados en el baño
trasero del Jibus, navegando en aquel interminable charco de orines
amarillos y, entonces, me volví a sentir vivo porque me acordé del
olor de los orines, es decir, del olor que conecta todos los
momentos de la vida, ese olor de los orines, ese olor amarillo, ese
olor del miedo y del amor, del tedio y de la muerte; y allí en ese
baño podrido donde orinaban los punks mas pestilentes de la
ciudad, nos sentimos dos barquitos perdidos en el oscuro mar sucio
de la noche, el sucio mar del mundo lleno de lluvia, licor, colillas,
saliva, sudor, sangre, heroína, lagrimas, muchas lagrimas, humo; y
le dije a Corinne al oído que naufragara conmigo esa noche, que
naufragáramos en las olas amarillas de ese mar intemporal en el
que éramos reales y verdaderos. Salimos a las tres de la mañana
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llevados del putas. Llovía. Llovía. Llovía. Caminamos por aquellas
calles solitarias llenas de vagos que se calentaban las manos cerca
de las fogatas y llegamos al parque Engels y sobre la hierba
húmeda nos desvestimos. Hicimos el amor. Corinne graznaba con
fuerza y mientras hacíamos el amor cien pájaros llegaron hasta
donde estábamos y empezaron a revolotear sobre nosotros y de un
momento a otro nos transportaron por los aires y nos llevaron hacia
las montañas que dominaban la ciudad y nos posaron en una
pequeña colina verde llena de arboles frescos. Contemplamos el
amanecer y, cuando el sol ya había inundado todo el ámbito, nos
dormimos. Desperté hacia el mediodía. Estaba mareado, estaba
hecho una mierda. Corinne no se encontraba. Al poco rato llegó
volando por entre los árboles. Corinne me presentó a Nick, el Pájaro
Carpintero, que fabricaba con los otros pájaros un barco de madera.
Era un barco hermoso que olía a pino. Nick, el Pájaro Carpintero,
era el papá de todos los demás pájaros de aquella colina donde se
inventaban los siete vientos verdes de la tarde. Allí, en esa colina
verde, me quedé varios meses. Quizá por primera vez era feliz en
mi vida. No tenía que trabajar, no tenia que andar limpio, no tenia
que lavarme los dientes, no tenía que ser limpio como la gente,
ordenado como la gente, idiota como la gente, infeliz como la gente;
no tenía que echarme desodorante debajo de los brazos para no
oler a chucha cuando mama invitaba a alguien a comer a casa.
Nick, el Pájaro Carpintero, poco a poco me enseñó a convertirme en
pájaro. Fue una tarea dura pero agradable. Todas las tardes a eso
de las cuatro me iba con Corinne y Nick a la parte más alta de la
colina. Allí nos sentábamos. Corinne iba a en busca de un hongo
rojo y entonces lo compartíamos y nos poníamos a observar en
94
silencio la paz del valle. Después, Nick decía que el secreto estaba
en tomar el aire y tambien en la forma de encarar el vacío, el vacío
de la boca del estomago, el vacío de la tristeza, el vacío again again
again, el vacío de la sangre, el vacío de la lluvia, el vacío donde el
hongo se convertía en un globo transparente que nos hacía más
livianos, mas pluma, mas ingrávidos, más tristes tal vez; el vacío
que se siente después de que la última gota de licor se ha
esfumado y solo queda eso, el vacío, el vacío del sexo, el vacío de
la saliva sobre la saliva, el vacío del sudor sobre la piel, el vacío del
tiempo sobre el espacio, el vacío de Dios sobre el mundo.
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rotativos donde daban las peores películas porno del mundo. Me vi
Infierno anal, Cabalgata anal, Muñecas de carne, Apocalipsis
carnal, Candy y sus depravados pasan vacaciones en el Caribe,
Profecía sexual III y muchas otras. Antes de entrar al cine, daba
vueltas por la ciudad. Caminaba un rato por los parques, me
fumaba un cacho de hash, veía llover, entonaba canciones de
Status Quo, me imaginaba a las mujeres desnudas; luego entraba
al metro y me iba en cualquier dirección y rodaba por las entrañas
de la ciudad, rodaba por el útero sucio y pestilente de aquella
ciudad y me sentía un gusano negro escarbando en el gran órgano
sexual de la ciudad; y entonces cerraba los ojos y la sensación que
tenia era que estaba en la mitad de un gran sexo rojo que expelía
malos olores, un gran sexo rojo que nunca podía llegar al orgasmo.
Después me bajaba en cualquier estación, me sentaba al lado de
un clochard, le pedía un poco de vino barato y nos fumábamos un
cigarrillo triste mientras la orquesta rota del metro ejecutaba una de
sus tristes canciones tric trac tri trac sobre los rieles oxidados y
afuera llovía esa lluvia antigua, esa lluvia llena de campanas rotas,
rotas, rotas y de gatos oscuros. Entonces sabía que no había ya
nada que hacer. Salía del metro. Me metía en un bar, pedía un
brandy y empezaba a flotar con suavidad por el vértigo negro de la
noche, ese vértigo lleno de vientos cruzados, ese vértigo donde la
muerte metía la mano para ver cuántos peces sangrientos y tristes
pescaba del remolino turbio de la oscuridad y el alcohol. Cuando ya
me había metido varios brandies, salía al cine rotativo. Pagaba mi
boleto y me sentaba en cualquier asiento mientras las pulgas
negras saltaban a mi alrededor y el reciento se llenaba de maricas y
toda clase de depravados y entonces cuando empezaba la película
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la sensación era la de estar en el interior de un barco gris que
naufragaba en la mitad del océano de la nada, en la mitad del oleaje
de la confusión. Hacia la mitad de la película, me dormía, y
despertaba al otro día a eso de las seis de la mañana. Me salía por
una ventanita secreta y deambulaba confuso por las calles
desiertas. A veces, cuando tenía ganas, llegaba a un parque, me
subía al árbol más alto y emprendía vuelo y volaba hacia la playa.
Me gustaba volar cerca de las rocas donde las olas chocaban.
Tambien volaba sobre aquellos barcos misteriosos que emprendían
viaje hacia países lejanos. Después regresaba al parque y me
volvía a dormir hasta el mediodía.
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Todo terminó mal cuando todas las mujeres del circo quisieron
hacer el amor conmigo, el hombre pájaro. Gina, la mujer de caucho;
Petra, la mujer barbuda y Cora, la mujer-elefante. Todas querían
acostarse conmigo. Una noche, los payasos me cogieron dormido y
me cortaron las alas y me soltaron en un basurero. Durante varias
semanas anduve vuelto mierda. Luego me recuperé y volví a casa
hecho una miseria. Mama me acogió. Dormí una semana entera.
Luego llegaron los de la ambulancia.
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enjaulados de los comedores y tambien a los pájaros de las jaulas
de las casas.
Nos dirigimos al Circo del Aire, que queda al final del horizonte. Ya
hemos traspasado la delgada franja que divide a los fantasmas de
los vivos. Estamos en aquella franja confusa de los sueños, donde
las yeguas de la noche galopan sobre las praderas espaciales
pobladas de hongos rojos que estallan en la mitad del vacío, del
vacío roto, roto, del vacío roto, en la mitad del vacío de la vasta
jaula del mundo. Vacío. Vacío. Vacío.
Pero ahora, estamos jodidos, pues hemos encallado cerca del único
parquecito que se ha salvado de las aguas. Es una isla. Es un
parquecito rodeado por las aguas de la nada, por las aguas sucias
de la muerte; un parque donde los pájaros que aspiran a ser
caballos alados ensayan sus vuelos sobre la hierba amarilla
mientras los doce soles rojos se reflejan en las aguas de este
pequeño acuario de un niño que nos mira con sus ojos grandes y
negros mientras suena una música extraña en la distancia y, tal vez,
son las seis de la tarde y, tal vez, ese niño inventó en su pecera,
para uno de sus juegos, esta pequeña tormenta, esta pequeña
locura y esta pequeña ciudad donde he pasado toda mi vida
jodiendo y jugando a ser pájaro.
99
LOS CABALLOS ROJOS DEL
AMANECER
100
por ahí a rodar por las calles envuelto por la estela azul del humo.
No creo en los deportes. Detesto esa infame idolatría hacia los
futbolistas. Detesta esa falsa concepción de mente sana en cuerpo
sano. Solo creo en el deporte de las calles, ese deporte que fortifica
el cuerpo y el espíritu cuando te persigue la policía por las calles
oscuras. Creo en ese deporte nocturno de rodar ebrio de bar en
bar, de labio en labio, de cigarrillo en cigarrillo, de pesadilla en
pesadilla. No creo en la justa repartición de la riqueza, no creo en la
democracia, no creo en el sistema político ni en las instituciones,
mucho menos en las buenas costumbres. Me cago en el té de las
cinco, me cago en la misa dominical, me cago en la credibilidad de
los medios, me cago en la moral, me cago en el buen olor, en el
buen decir, me cago en el bien común. No creo en la normalidad.
Soy tal vez, un borracho; soy, tal vez, un globo triste que flota en la
marea extraña de la noche; soy, tal vez, un perdido; soy, tal vez, el
peor de los bandidos. Soy un desadaptado. Creo en el olor de la
gasolina, en el olor de los orines, creo en las tetas y en los culos,
creo en la virtud de rascarme las pelotas en público, creo en el café
en las mañanas, creo en la pureza de los árboles y de la lluvia del
amanecer; me parece que los días se superponen unos a tras otros
como botellas rotas en el final de las calles; creo en el poder del
licor, en el poder de la risa. Creo en un cigarrillo para disipar el
miedo, creo en el tedio, reniego de la limpieza, del orden mental, de
las leyes, de la medicina, me muero por una cerveza fría mientras la
ola amarilla de calor me intoxica, creo en la intoxicación de los
sentidos, creo en el estómago vacío. Creo en el vacío.
101
Tal vez, las únicas cosas en las que creo son la música triste que
sale de mi viejo violín negro y las películas. En nada más.
Desde hace un tiempo todo cambio para mí. Todo empezó un día
cuando te cité , Mathilde, para ir al cine. Nos citamos allá, cerca de
la estación Giordano Bruno. Era una tarde bastante extraña. Las
palomas dejaban caer sus cagarrutas tristes sobre la endeble
estructura del día. Era domingo. Yo te esperaba en el parquecito,
cerca de la estación y me distraía con el sonido roto de la orquesta
disonante de las calles, esa orquesta compuesta por los músicos
oscuros de la tristeza, los músicos oscuros que vendían loterías y
aquellos otros que anunciaban los espectáculos de los teatros de
striptease mientras los transeúntes se diluían como muñecos de
goma bajo la lluvia. Me senté en una banca del parque. A lo lejos se
escuchaba el sonido rechinante del metro y las campanas de la
catedral taladrando el oxigeno y la lluvia, mientras el señor Bell
recogía su viejo daguerrotipo porque ya, a esa hora, las parejas de
enamorados no venían a tomarse fotografías porque se habían ido
a los moteles cerca del cine Metro Riviera a hacer el amor mientras
la lluvia se estrellaba contra los cristales sucios de los ventanales.
No llegabas. Entonces fui al teléfono público y marqué tu número.
Tú contestaste. Contestaste con esa voz suave, esa voz dulce, esa
voz llena de animalitos dulces y entonces te dije oye apúrate, están
dando El acorazado Potemkin. Luego fui a Swisterlandia porque
tenía ganas de una hamburguesa de grasa. Me hice en la mesita
que daba contra la ventana y veía como la lluvia estallaba en los
cristales y me dieron ganas de estar ene le centro de tu sonrisa, ser
tu sonrisa, ganas de arrancarte tus dientes blancos para llevarlos
102
siempre en mi bolsillo. Después salí y caminé un rato por la plaza y
de pronto percibí tu olor a café negro y a tierra roja diluyéndose
sobre la copa de los árboles del parque. Entonces apareciste
caminando por el otro extremo de la plaza, donde las flores son mas
amarillas, y vi tu rostro en el centro de la multitud, tu rostro que
brillaba como un fogonazo en el centro de aquella bestia negra que
agonizaba bajo la lluvia y las cagarrutas de las palomas tristes. Me
diste un beso en la boca y tus labios húmedos mojaron mi sonrisa
seca, mi sonrisa triste, mi sonrisa vacía. Tu dulce saliva envolvió
después mis ojos, mis manos y entonces desee que tu dulce saliva
envolviera arboles, el aire, el parque, las palomas, los buses, los
avisos luminosos. Nos sentamos en una banca a contemplar la
decadencia del día, pero estábamos jodidos porque tu dulce saliva
no era capaz de quitarnos de encima la baba negra de la tristeza,
esa babita confusa que estaba pegada ene le rostro de la gente, en
el aire, en los días, en todos los días, en los parques. Fumamos un
cigarro para distraer el tedio y el humo me quemó la garganta. De
pronto, en medio del frio de la tarde, me sentí caliente,
confusamente caliente, con una especie de fiebre corporal y
espiritual extraña y miré a mi alrededor; miré a la gente en el
parque, miré los buses, los edificios y me sentí en la boca de un
tubo de escape caliente o, tal vez, en la boca de una pistola recién
disparada. Estábamos bajo un cielo implacable infectado de rosas y
pistolas.
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a ver cine. En el Richmond todo era distinto. En la puerta estaban
los mismos personajes desadaptados que iban los domingos al
Richmond: el hombrecito de gafas y gabán con aire amargado, la
pareja de universitarios drogados, las mujercitas solas con labial
rojo encendido en su boca. Antes de entrar, nos quedamos un rato
afuera viendo los carros pasar por la calle 26. Nos quedamos
viendo como moría el domingo, poco a poco, mientras la oscuridad
fría tomaba el parque de la Independencia. Entramos al teatro. Nos
sentamos y yo te dije que ojalá la película no se quemara o que no
estuviera desenfocada o llena de lluvia. Siempre pasaba lo mismo
con las películas en el Richmond: a la mitad se quemaba el rollo o
se le iba el sonido y eso, de algún modo, hacia más “intelectual” la
función, pues en ese pequeño intervalo, los barbudos asistentes
hacían toda suerte de comentarios críticos sobre las escenas
previas.
Salimos del cine. Tenía ganas de tocar mi viejo violín negro. Nos
dirigimos a un parque. Nos sentamos en una banca. Te di un trago.
Con paciencia saque el violín y lo afine. Entonces empecé a
ejecutar una melodía triste de Paganini. Me gustaba Paganini
porque siempre que ejecutaba alguna melodía suya las cosas y la
gente flotaban en el aire. Todo entraba en el reino de la ingravidez.
Recuerdo que tu empezaste a flotar cerca de mí y después yo me
elevé los aires mientras seguía tocando. Empezamos a flotar por
las calles. Un poco más adelante, junto a nosotros, apareció
flotando un clochard que estaba dormido. Flotaba en posición
horizontal y junto a él se encontraba su botellita de vino barato.
Cuando nos encontrábamos en Teusaquillo, tú cogiste un gato
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vagabundo que flotaba cerca de ti. En el cementerio todas las
tumbas se abrieron de par en par y los muertos flotaban rodeados
por las olas de claveles blancos y rojos que formaban un mar
confuso de flores en medio de la oscuridad del aire de la noche.
Pronto me di cuenta de que a nuestro paso todo estaba flotando. La
gente dormida flotaba con sus camas y los buses pasaban por
encima de nosotros.
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Hace unos meses me fui al viejo teatro. Me senté en una banca.
Encendí un cigarrillo. Tomé un trago. Esperé la escena de las
escalinatas. Entonces apareció aquella mujer misteriosa que deja
rodar el coche por las escalinatas. Ella me mandó un beso desde la
pantalla y entonces yo toqué algo triste en mi viejo violín negro y
salí flotando hacia la pantalla y ahora me encuentro viviendo con
ella, con Olga, la mujer de la película.
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LA SUAVE LLUVIA DE
AGOSTO SOBRE NUEVA YORK
R.W. llevaba una vida agitada desde que vino a Nueva York.
Mujeres, licor, cines, fiestas. El día de su cumpleaños número
cuarenta, después de que su familia, muy poca por cierto, se fue,
R.W. se dirigió al salón principal donde le gustaba leer enfrente a la
chimenea. Atravesó los cinco salones de la casa, los ocho
corredores oscuros y las ciento veinte escaleras de madera
acompañado de su perro. Finalmente llego al salón de la chimenea
y se sentó en el sillón preferido. Se restregó los ojos con los puños
y un toc toc proveniente del otro sillón lo hizo reaccionar. Allí en el
otro sillón estaba ella, la muerte haciendo sonar contra el piso la
guadaña. La Muerte producía con su guadaña una música extraña,
una música extraña de reloj hastiado, de reloj fúnebre. R.W. le
ofreció un trago y unos cigarros. Durante una hora la muerte lo
estuvo mirando fijamente a los ojos. Luego se tomó el trago de
whisky, se fumó con lentitud un tabaco y se fue haciendo sonar la
guadaña contra el aire. Era como el sonido de mil pájaros negros
revoloteando bajo la lluvia, bajo la niebla del invierno.
A los ocho días la muerte volvió. R.W. estaba en el sillón. Leía algo
de Sherlock Holmes, su autor favorito. La Muerte se sentó en el
sillón. El fuego de la chimenea producía un extraño brillo en el lomo
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de la guadaña. Antes de que dijera algo R.W. se dirigió al viejo
aparato de radio y busco en el dial Radio WQT. En ese momento
pasaba “Claro de Luna” de Beethoven. Durante una hora
escucharon música. Después de un buen rato la muerte le dijo a
R.W. que jugaran una partida de naipes. R.W. palideció y la muerte
se río con una gran carcajada. La Muerte le dijo que no tenia de que
preocuparse. Solamente era un juego, no se lo iba a llevar.
Solamente se trataba que R.W. apostara su excelente colección de
música clásica y La Muerte una guadaña de incrustaciones de
esmeraldas y diamantes.
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instantes más tarde apareció la muerte. Comenzó a llover. La
muerte saludó a R.W. Después entraron a la casa. Fueron al salón
principal, como de costumbre. Esa noche R.W. pensaba jugar una
partida de ajedrez con la muerte, pero ella le dijo que prefería dar
un paseo por la ciudad. Tenía hambre de ruido, hambre de licor,
hambre de gente, hambre de mundo.
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alaridos espantosos. A la mañana siguiente la muerte
desapareció y durante ocho días no se reportó.
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siempre se le olvidaba y al rato, luego de haber escuchado música
o jugado ajedrez con R.W se iba.
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Indice
John Tigris…………………………………………………….. 28
Morfina y chocolate…………………………………………... 45
Vacio In Utero………………………………………………….. 91
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