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SIEMPRE ES SALUDABLE
PERDER SANGRE

Rafael Chaparro Madiedo

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Para Claudia S. por su amor
y
a Kurt Cobain
Hendrix
Morrison…
por su música.

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El PEZ GATO QUE ENGULLIA
PIANOS NEGROS

Dentro de la especie de mujeres lluvia se encontraba Pussy.Pussy


Lluvia. Lluvia. Húmeda Pussy Lluvia. Pussy tetas agua lluvia.
Húmeda. Pussy saliva húmeda lluvia. Pussy lluvia lluvia lluvia.
Pussy mi amor.

Pussy love. Pussy lluvia. Pussy tenía la lluvia en la mitad de los


ojos. En sus ojos llovía la lluvia negra de París. Pussy lluvia. Lluvia.
Pussy húmeda. En sus ojos caían una a una todas las gotas
antiguas que mojaban los techos de París cuando los gatos se
escabullían detrás de las melodías remotas de los pianos negros.
Pussy lluvia. Pussy húmeda. Húmeda. Húmeda. Pussy lluvia.

La había conocido en el bar La Mariposa Caliente. Ella estaba en


una mesa que daba contra la ventana. Yo veía de Chatelet Les
Halles. Esa tarde había comprado un par de discos. Rock Sur La

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Blanche y otro de The Psychomodo en una tienda musical llena de
negros de la banlieu de la Plaine-Voyageurs que escuchaba
melodías de Senegal. Entré al bar y pedí una cerveza fría.

Encendí un cigarrillo y me dediqué a observar a esa mujer vestida


de negro que miraba por la ventana hacia la calle. Cuando la vi
supe inmediatamente que era una mujer-lluvia. Una mujer- lluvia.
Una mujer-húmeda. Una mujer-lluvia se distingue a leguas por su
forma acuática de mirar, por sus formas suaves, por el control
transparente de su piel, por la forma como humedece poco a poco
el aire circundante con sus manos, con sus babas, con sus ojos,
con la lluvia secreta que sale de su cuerpo. Yo la mire y mis ojos se
fueron hacia el centro de su corazón que flotaba en medio del
reflejo incierto de su sangre sobre su rostro. Mierda. Una mujer-
lluvia. Después me le acerque y charlamos un poco de libros, de
universidad, de la comida china, de cine. Interesante. Otra cerveza.
Otra. Un cigarrillo. Sueños dulces. Dulces sueños. Interesante.

En los días siguientes nos vimos. Nuestra primera cita húmeda fue
en el Luxemburgo. A las tres de la tarde. Caminamos por los
jardines y le tomé varias fotografías. Mientras caminábamos
supe que la primera sensación que se tiene al estar junto a una
mujer-lluvia en un parque, era la de flotar en el oleaje extraño de su
voz caliente. Era la sensación de que el mundo, los árboles, el
viento, las nubes, mis manos y mi cuerpo, todo mi cuerpo flotaba en
el marecito azul que se producía en la corta distancia que separaba
un labio de otro. Entonces empezó a llover y la lluvia me supo a
Pussy. Miré hacia el cielo y las gotas de lluvia formaban en el aire
nubes transparentes de agua que se diluían en el cabello de Pussy

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lluvia. Caminamos un rato sin sentido. Borrachos por la lluvia. Pussy
lluvia. Mi corazón Borrachos. Mi corazón se emborrachó con esas
nubes cargadas de un millón de gotas de agua que escribía el
nombre de Pussy en la copa de los árboles, en el olor a mierda y
orines de París a las cinco de la tarde mientras los habitantes se
dirigían a las bocas oscuras y hambrientas de los metros, bocas de
grandes animales somnolientos que esperaban a sus pequeñas
bestias de cada día para alimentar su tedio sórdido.

Pussy lluvia. Pussy lluvia. Lluvia. Pussy húmeda.

Al otro día fuimos al Pere Lachaise y tomamos whisky en la Tumba


de Morrison. Mierda, la policía nos echó. Al cabo de un mes me fui
a vivir con ella en su apartamento. Éramos dos seres felices y
húmedos. La humedad nos cubría con su manto todo el cuerpo.
Era una humedad amarilla, una humedad azul. Era la humedad de
dos seres acuáticos que nadábamos en las podridas aguas del
amor y los días. Era verano. Nos levantábamos tarde, yo preparaba
café, ponía mis discos, fumábamos, nos tocábamos, le metía la
lengua entre los dientes, le chupaba las tetas dos veces al día y
después salíamos a caminar. Cuando nos cansábamos nos
metíamos al metro, o nos metíamos al café a conversar.

Invierno. Un viernes la cosa se jodió. Una mañana empezó a llover


como nunca. Los gatos de los techos se escabulleron hacia los
sótanos y las campanas de la iglesia empezaron a teñir por entre
las nubes sucias de París. Todo Paris se contagió con la canción
triste de mil campanas reflejadas en el filo gris de la lluvia. En los
árboles, en los gatos, en los pianos negros, en los rostros de las

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putas tristes de las callecitas hambrientas, en los rostros de los
clochards de todas las callecitas oscuras y sombrías se reflejaba la
canción podrida de las campanas de todas las iglesias de París
mientras llovía. Llovía sobre París y las mujeres se pusieron más
melancólicas. Tan melancólicas que una mañana recibí una llamada
de un burdel de la calle Joubert para que fuera a ejecutar melodías
tristes en el piano mientras las parejas anónimas ejecutaban sus
amores anónimos a la luz de una lámpara mientras sonaba la
música triste del piano y afuera llovía y sonaban las campanas de
Paris.

Durante una semana fui de aquí para allá con mi piano negro. Me
empezaron a llamar de todos los burdeles. Mi reputación crecía
rápidamente. Estuve en Pigalle interpretando melodías tristes
mientras las mujeres más tetonas de Europa mostraban sus
atributos a los habitantes oscuros de la noche. Estuve en el
espectáculo de Katia La Teta Rumana, las mujeres, la repuntada de
Pigalle. Después la cosa estaba tan triste y jodida que la alcaldía
me contrató para que tocara en los parques mi piano negro bajo la
lluvia. Mientras tocaba en los parques las palomas sucias de París
se posaban sobre mi piano y se cagaban siempre en las piezas de
Beethoven. Beethoven siempre ha ido bien con las palomas grises y
tristes de Paris. Era una sensación extraña. Mientras la música se
filtraba por entre las gotas de lluvia, a mi alrededor el parque
entraba el letargo gris de las cinco de la tarde y entonces las
palomas se cagaban despacio, despacio, despacio, las palomas se
cagaban sobre el piano, se cagaban sobre Beethoven, se cagaban
sobre el rostro de la gente, sobre el aire negro de la tarde y era

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cuando empezaba a oler a orines y mierda y las campanas de todas
las iglesias de Paris parecían que estuvieran siendo tocadas por mil
manos negras, dementes, rotas.Tarde inconclusa. Lluvia
inconclusa. Lluvia. Palomitas inconclusas. Entonces yo encendía un
cigarrillo y sentía allá adentro en el corazón una mierdita inconclusa.

La lluvia continúo varios días. Días. Días. Días. Lluvia. Lluvia.

No dejaba de llover y los habitantes eran fantasmas vestidos de


negro que se deslizaban con lentitud por el vaho confuso de la
niebla del invierno. La lluvia cada día era más fuerte. Un día las
escuelas dejaron de funcionar y la televisión y la radio dejaron de
transmitir. Pussy y yo llevábamos una semana recluidos en el
apartamento. Al principio nos pareció una situación propicia para el
amor porque mientras las gotas de agua golpeaban los cristales,
adentro hacíamos el amor. Pero después de una semana de
reclusión, de whisky, café, cigarrillos y amor, la situación se hizo
insoportable. Una mañana me llamaron de un café de la Rue
Voltaire para que fuera a tocar en un bar lleno de agua.

Un maldito bar acuático.

Afuera la lluvia seguía y la ciudad había dejado de funcionar en


gran parte. Me puse el abrigo, los guantes y Salí a la calle
arrastrando el piano negro. Cuando Salí a al calle no vi
prácticamente a nadie. En la distancia se oían las sirenas. El agua
me daba en los tobillos. Avance pensando por las calles el café de
la esquina había cerrado. Más adelante en la entrada del metro
había varios cuerpos muertos de unos clochards. Varias botellas de
vino flotaban también. La lluvia no me dejaba ver. Puertas y

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ventanas flotaban a mí alrededor. El agua me daba ya por las
rodillas. Las campanas seguían sonando. De pronto un mareo se
apodero de mi cabeza. Alcance a ver la torre mayor Notre Damme
casi cubierta por las aguas. El agua empezó a arrastrarme y el
sonido de las sirenas se fue apagando poco a poco. Con mis pies
alcanzaba a rozar las copas de los árboles. La corriente me llevo
por todo París. Entré a varios apartamentos de los últimos pisos.
Alguna gente flotaba a mí alrededor. Las tumbas del Pere Lachaise
flotaban a mí alrededor y un olor a ceniza fresca me llego a los
pulmones. Era el olor de mil muertos flotando en las aguas oscuras
de la lluvia gris. Las palomas volaban en círculo y se posaban en la
parte alta de la ciudad, en la torre de Sacre Coeur. Mi cuerpo era un
barco negro que sobreaguaba ebrio sobre las olas llenas de mierda,
gatos muertos, cadáveres y botellas de alcohol. Creo que llevaba
tres meses en esas, flotando encima de mi piano negro. Por
momentos tomaba aire y me dormía. Sin embargo, la mayor parte
del tiempo me la pasaba interpretando música sobre las aguas.
Tocaba mi piano negro mientras las gotas de lluvia me abalaban el
rostro. Pensaba en Pussy lluvia. Pussy amor. Pussy love. Pussy
lluvia.

Llovió siete meses seguidos. Un día los ruidos de los aviones me


despertaron. Miré hacia el cielo y no vi nada. Mierda. El ruido venía
desde adentro. A los pocos minutos un avión de Air Congo trató de
despegar desde el fondo del agua. Estaba cubierto por una maraña
de algas. A la distancia parecía una gran ballena herida que
convulsionaba. Después estalló en mil pedazos. Las palomas del
Sacre Coeur se asustaron y se escabulleron hacia el cielo gris. Otro

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día aparecieron las bandas de cuervos negros sobre París.
Llegaron detrás de la lluvia. Picoteaban los cadáveres que flotaban
en las aguas. Lo primero que vi fue una nube negra acompañada de
un ruido ensordecedor. Todo el día los cuervos volaban en círculo.
A mi me volvieron mierda el rostro.

Después aparecieron los peces negros sobre las aguas. Eran


enormes peces. Uno más grandes que otros.

A mi me devoró uno de vente metros de largo y unos tres de ancho.


Fue una sensación confusa. Era tal vez un jueves. Apenas estaba
amaneciendo. La luz plomiza del sol se difuminaba sobre las aguas.
La torre del Sacre Coeur resplandecía a lo lejos.

Un grupo de clochards que flotaba a mi lado me ofreció un poco de


vino rojo que me quemo la garganta. Pensé en Pussy. Miré hacia la
lluvia y la maldije. Entonces una gran ola nos separo y fue cuando
el pez negro nos engulló. Fue una sensación confusa. Primero entró
mi cabeza. El pez me empujo con su lengua roja hacia adentro. Con
suavidad. Después el pez engulló mi piano negro. Cuando llegué al
vientre del pez supe que era más grande de lo que pensaba porque
había un parquesito lluvioso, gris. Un parquesito triste con tres soles
y entonces supe que estaba al interior de un pez gato. Entonces me
acordé de lo leído en Enciclopedie Fantastique des Animaux en la
parte de los peces gato. Todo pez gato tenia en su interior un
parque lluvioso con tres soles y una mujer triste en alguna parte.
Durante varios días estuve sentado en la banquita del parque
interior del pez gato viendo llover. Las palomitas grises del
parquesito volaban sobre los arboles inciertos hasta que finalmente

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me puse a tocar el piano. Mientras tocaba el piano allá en el parque
interior del pez gato el aire se puso más triste que nunca y entendí
que todos los peces gatos tiene en interior de sus parques una
maquina que fabrica lluvias antiguas, negras y tristes. Los días
pasaban. Una tarde apareció del otro extremo del parque una
mujer. Una mujer fabricada en el interior del pez gato. Tal vez una
mujergato. O una mujer lluvia. O tal vez una mujerlluviagato.
Lluviagato. Gatolluvia. Se llama Blanche. Me dijo que había salido
detrás de la lluvia al oír la música del piano negro. Durante varios
días hicimos el amor bajo la lluvia del parque del pez gato mientras
afuera nos llegaba el sonido milenario de las campanas de París
como una canción remota que ejecutaba una orquesta alucinada
compuesta de fantasmas, una orquesta de cuervos y perros negros
que se diluían en la confusión de la lluvia que caía sobre la ciudad.

A este pez gato le gustaba la música y por eso todo el tiempo a mi


me tocaba tocarle algo. Cuando dormíamos el gato nadaba hacia
Notre Dame, que ya estaba totalmente cubierta por las aguas, y
entonces se introducia en la catedral y se acercaba al órgano para
hacer vibrar los tubos. Cuando sucedia esto, la melodia del órgano
permanecía semanas enteras en el tejido de las aguas y se
propagaba por todas las olas. Era una música absurda, lluviosa,
humeda, una música gata que se deslizaba con sigilo por todas las
aguas sucias de Paris.

Un día empezamos a notar que el pez se estaba achicando. El


parque empezó a perder sus proporciones y llegó un momento
donde el piano fue expulsado hacia el exterior. Más tarde apenas
cabíamos Blenche y yo. Unos días más tarde Blenche y yo

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empezamos hacer parte del pez. Primero mis piernas fueron
incorporadas. Luego las manos y el resto del cuerpo. Llego un
momento en el que solo nuestras cabezas estaban libres. El resto
de nuestros cuerpos eran ya parte del pez gato. Finalmente llegó el
día en que fuimos absorbidos por completo por la carne sucia del
pez gato. Antes de ser chupados por la sangre lluviosa del pez gato
le di un beso en la frente de Blanche. Ella cerró los ojos y lloró.

El triste pez gato se fue reduciendo cada vez más. La corriente


sanguínea me llevo hasta la cabeza del maldito pez. Un día por fin
fui convertido en su mirada. Era sus ojos. Entonces podía observar
el fondo del agua, el fondo de París, el interior de Notre Dame
donde el pez gato triste iba hacer sonar el órgano de la catedral.
Recorrimos París debajo del agua. Nos metimos por las líneas del
metro. En el interior los cadáveres flotaban y los vagones parecían
acuarios macabros. Me percaté de que el pez gato tenía el tamaño
normal de cualquier pez. Mas o menos un metro de largo tal vez
menos.

Debió pasar un año. Las aguas empezaron a bajar. Un día


empezamos a ver las copas de los arboles y el pez gato se puso
más triste que nunca porque ya no pudimos entrar a la catedral a
hacer sonar el órgano. Dejo de llover y las sirenas volvieron a
sonar. Al cabo de unas semanas el agua había bajado bastante y
nos tocaba refugiarnos en las líneas del metro donde las aguas
todavía eran abundantes. Pero después las aguas del metro se
fueron replegando y salimos. En las calles el agua apenas
alcanzaba treinta centímetros de profundidad. Entonces
empezamos a estrellarnos contra los zapatos de la gente que

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caminaba en busca de alimento. Mierda. Después de mucho tiempo
me acorde de Pussy. De la dulce Pussy lluvia love. Pussy. Pussy
lluvia. Pussy lluvia. Pussy.

Pussy lluvia.La situación estaba muy grave porque cuando no


esquivábamos los zapatos de los habitantes, tenia que evitar las
ruedas de los carros que ya estaban nuevamente circulando por las
calles. La situación era desesperante.

Una tarde pasábamos por los cines de la Rue Champolion y la poca


gente que se había aventurado a ir a cine hacia cola para ver una
película rumana. Me acorde de la sensación de la vida cuando se
va a cine, esa sensación mezclada con el olor de la lluvia, esa
pequeña sensación de pequeña tristeza que se siente cuando uno
sale de cine en la noche y siente el mundo en blanco y negro con
subtítulos traducidos a la desesperación y al absurdo, a la
confusión. El pez gato y yo estábamos tristes. Los arboles estaban
grises y había esqueletos que colgaban de sus ramas. El sol estaba
empezando a salir. Entonces sentí cerca de mí unos zapatos
negros que se acercaban chapoteando con ansiedad. Mire hacia
arriba. Dos manos grandes me agarraban y me sacaban del agua.
Al salir del agua me sentí perdido y poco a poco fui sintiendo que el
pez gato y yo moríamos tarde cubierta de una luz plomiza. El
hombre nos metió en una cesta. Morimos asfixiados. Lo ultimo que
alcancé a escuchar fueron campanas de Notre Dame, al sonido de
las sirenas y los ladridos de los perros. También el sonido de los
niños chapoteando en el agua.

Black out. Mierda. Se nos fueron las luces.

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El hombre abrió el cesto, nos sacó, nos puso en una tabla. Nos
quitó las escamas. El hombre puso el sartén. Mantequilla. Mostaza.
Albahaca. Una receta discreta, deliciosa, frugal, brutal. Ajo, sal,
vino y champiñones. Nos metió al sartén. El aceite caliente
quemaba mi cuerpo. Yo miraba hacia el techo de aquella maldita
cocina. Sonaba en el salón blues. Bring me the shot gun baby. Bring
me the shot gun baby. Después el hombre nos cortó en dos y
dispuso la mesa. Luego entró una mujer. La mujer le dio un beso al
hombre. Se sentaron a la mesa. Destaparon un Bordeaux rojo, un
vino rojo como la sangre, para incitar al amor, a la lluvia, al fuego, a
los gatos, a la oscuridad, al sudor, a la saliva. Hicieron el amor. Con
rabia. Con lluvia. Con sangre. Sus gritos secos hicieron eco en la
música de la lluvia tejiéndose en la oscuridad húmeda de la noche.

Ahora estoy en la parte terminal de un intestino. Ella me engulló con


elegancia, con suavidad, con la cena para dos. Son las doce de la
noche y afuera, en el mundo, los gatos le hacen el amor a las gatas
en los tejados envueltos por el perfume invisible del verano mientras
Pussy lluvia, Pussy húmeda, en el baño se disponía a cagarme con
suavidad y elegancia.

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DIOS NO CREE EN NOVELAS
POLICIACAS

El jueves 4 de julio me hallaba en el balcon de mi apartamento


londinense. Sentado. Observaba la calle. En mi mano sostenia un
vaso de whisky. Las gotas de la lluvia producian un ruido fresco y
extraño sobre las ruinas del día, sobre los castillos derruidos de
aquella tarde, mientras los monstruos del tedio bramaban sobre la
copa de los árboles, cerca del aire venenoso del verano. Entonces
sono el telefono. Entonces sonó el teléfono. Era Harry. Me puso
una cita en el centro, en el bar Rocco y Sus Astromelias. Terminé
de navegar en aquella tarde a través de mi vaso de whisky y a
medida que se acercaban las seis sentía que naufragaba poco a
poco en el fango diminuto de la lluvia, ese fango colectivo de la
ciudad. Y entonces cerré los ojos y sentí en la distancia a la multitud
chapoteando triste en ese pantano oscuro como bestias que se
rasgaban unas a otras sus florecitas sangrientas mientras los
pétalos se llenaban de disparos de alcohol.

Salí y tomé el metro en dirección Huxley Square. Llegue al bar y


pedí un café mientras llegaba Harry. Al momento llegó. Se sentó,
encendió un cigarrillo, pidió un whisky y entonces me dijo que me

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tenía preparado un negocio. Se trataba de que me aliara con él para
convertirnos en ladrones de libros. Pero más que eso, la cuestión
era que, si todo salía bien, seriamos ladrones de frases, de títulos
de novelas, de versos, de poemas enteros, de finales de novelas
policiacas, de cuentos. Me emocioné mucho.

Pedimos una botella de whisky y exigimos un cambio de música


inmediato. Harry fue a la barra y le dijo al barman que pusiera algo
de Rotten. Concedido. Harry sirvió las copas y me dijo que había
escritores sin imaginación ansiosa en Paris, Londres, Berlín,
Buenos Aires, Estambul, Bogotá, Caracas y Ciudad de México que
requerían de nuestros valiosos servicios como ladrones literarios.

Esa noche nos emborrachamos en el bar Rocco y Sus Astromelias.

Terminamos la borrachera en el parque Robinson Three. A la una


de la mañana nos despedimos en la boca oscura del metro. Cogí el
metro, el último, por cierto. Me hice en el vagón de atrás junto a una
banda triste de punks que tomaban vino y cantaban. Me bajé en mi
estación y caminé hasta casa. Me acosté mientras la lluvia
taladraba los cristales y los gatos volaban sobre los arboles grises
plagados de pequeñas tristezas.

Al día siguiente esperé con ansiedad la llamada de Harry. Esta vez


nos encontramos a eso de las nueve y media de la noche en el bar
Ramsés II. Nuestra primera misión era para un tipo llamado Soren.
Quería que le proporcionáramos un buen poema para publicar en
una universidad para obtener un profesorado. El mediocre poeta
Soren era un hombrecito oscuro de unos cuarenta años, un tanto
callado y nervioso. Nos pagó por adelantado algo de dinero.

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Después de despedir al hombre, Harry y yo nos quedamos en el
Ramsés II y pedimos algo de comer y de beber. Harry sacó una lista
y empezamos a estudiar los posibles candidatos a los que les
podíamos robar un buen poema. Después de eliminar candidatos
de Madrid y Berlín, decidimos que el más adecuado era un poeta
ebrio de Paris. Un poeta llamado Alfred Sartorius que tenía un
excelente poema de veinte páginas titulado Poema para tres
muertos ebrios amanecidos en el cementerio Pere-Lachaise. Al
otro día nos desplazamos a Paris. Llegamos al Orly en la noche.
Llovía. Sartorius vivía en la calle Voltaire, en un apartamentico.
Durante tres días seguimos sus movimientos.

En las mañanas el poeta Sartorius salía temprano y se iba al barrio


Pere-Lachaise. Se metía a un barcito de árabes en el boulevard
Menilmontant y pedía brandy. Siempre llevaba un cuaderno y
estilógrafo barato y mientras bebía su trago miraba por la ventana y
escribía poemas. Sartorius salía hacia la una de la tarde luego de
haber pedido una torta de papas y tomates. Salía a caminar y
llegaba hasta Bastille donde se metía nuevamente a otro bar y allí
se encontraba con Anne, una amiguita que era la única que le
soportaba sus poemas alcohólicos y sus borracheras. En el bar de
Bastille siempre la cosa se ponía caliente. Durante los tres días que
lo seguimos, Sartorius siempre protagonizo grescas con los
habituales del lugar. Al tercer día decidimos dar el golpe. Ese día,
en la a tarde, nos metimos al bar de Bastille y pedimos cerveza a la
espera de Sartorius. A la media hora apareció Anne y un poco más
tarde el poeta. Juntos tomaron un par de cosas y después se fueron
a hacer el amor al baño de atrás. En el baño, Sartorius le alzó la

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falda a Anne y, mientras los ruidos amarillos del verano entraban
por la diminuta ventana, el poeta le descubría el sexo rojo a la mujer
y le susurraba poemitas violentos al oído, le decía que su sexo rojo
era un globo húmedo que flotaba en la lluvia húmeda del amor
mientras las aves negras del alcohol volaban entre los arboles
oscuros llenos de ángeles y gatos lluviosos. Después salieron. Se
hicieron en la barra y fumaron como putas encarceladas. Tomaron
bastante. Hacia la seis, Sartorius se dirigió al centro del bar y
mandó a callar a todo el mundo. Se paró en una de las mesas y
recitó un poema. Dos hombres le lanzaron cerveza a la cara.
Sartorius sonrió y sacó su pene y se orinó sobre aquellos hombres
que de inmediato lo cogieron a golpes. Fue una golpiza tenaz.
Entramos en acción Harry y yo. Acudimos en su defensa y lo
sacamos del bar. Anne salió con nosotros, pero la dejamos tirada
en una banca de un parque porque estaba bastante borracha y n se
podía tener en pie. Llevamos a Sartorius a su apartamento de la
calle Voltaire. Terminamos de emborracharnos con él, y hacia el
amanecer, cuando ya estaba dormido revisamos sus papeles y
encontramos los manuscritos del poema. Entonces salimos con el
poema. Ese mismo día cogimos un avión hacia Londres y se lo
entregamos a Soren. Lo último que supimos de Sartorius es que se
había suicidado un mes después. Se había lanzado al Sena
completamente ebrio en una noche de lluvia luego de haber visitado
en una semana por lo menos cuarenta bares, bares donde se había
bebido cincuenta litros de brandy. Tambien le había hecho el amor
a unas cuantas puticas tristes de Paris. Soren nos pagó muy bien y
al poco tiempo obtuvo su profesorado en Cambridge como titular de
Poesía Moderna.El poema salió publicado en las revistas

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especializadas y Soren fue entrevistado en la televisión y en los
periódicos. Pasaron dos semanas. Yo me aburría como una ostra
enferma.

Londres estaba insoportable. En las noches me arrastraba como un


caracol oscuro por los pubs de punks y me embriagaba hasta
perder el sentido. Fui un par de días a Manchester a visitar a Julia,
una amiguita bacana que me proporcionaba opio en los veranos.
Después regresé a Londres y nuevamente recibí una llamada de
Harry. Nos encontramos otra vez en el Ramsés II. Esta vez el
trabajito era para un teólogo que quería presentar una tesis doctoral
en Roma. Al otro día volamos hacia Praga. Llegamos en la mañana.
Hacia un día hermoso. Caminamos cerca del hotel puente de Carlos
y en la noche fuimos al Hard Rock Café. Nos estábamos quedando
cerca de la estación Namesti Miru. Nuestro candidato era un
teólogo judío llamado Svarik que sostenía que haciendo cierta
lectura cabalística de Así habló Zaratustra de Nietzsche se podía
acceder directamente a Dios. Svarik dictaba cursos en la Facultad
de Teología de la Universidad Judía de Praga. Era respetado y
tenía hábitos correctos. Era brillante y bastante modesto en su
forma de vida. Después de las tres de la tarde se encerraba en su
estudio de la Universidad y a las siete en punto salía a coger metro.

Comía en un cafecito y luego se iba y se levantaba una putica en el


puente de Carlos. Después, hacia las nueve, la echaba y se
disponía a proseguir sus estudios. Lo seguimos una semana. Al
tercer día entramos a su clase. Nos hicimos en la parte de atrás.
Svarik nos miró con el rabillo de su ojo y comenzó su clase. El
teólogo empezó interpretando aquel pasaje del libro del filosofo

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alemán que decía: “El hombre es una cuerda tendida entre el
animal y el superhombre; una cuerda tendida sobre el abismo.” Al
terminar de leer el pasaje, el teólogo Svarik miró a través de los
cristales de las ventanas, miró hacia Praga y dijo en voz grave a sus
alumnos que la Creación era un oscuro ajedrez de movimiento
eternos, un ajedrez donde las fichas se morían de frio mientras la
lluvia de la eternidad calaba sus huesos y que el movimiento
circular y eterno de ese ajedrez era lo que los sabios de Praga
llamaban conocimiento y que no había escapatoria, todos
estábamos encerrados en ese ajedrez absurdo, todos estábamos
encerrados en la mitad de ese juego azaroso que Dios jugaba
consigo mismo y que al final conducía hacia el único fin posible, el
único fin posible dominado por la ilusión del espíritu y a carne, del
tiempo y espacio: el terno reino de la decadencia humana. Por eso
era requisito indispensable acceder a Dios para escapar del círculo
del fuego del escenario humano. Era preciso acceder a Dios para
adivinar el próximo movimiento del confuso ajedrez del mundo,
pero, a lo mejor, Dios tambien era prisionero de su propio ajedrez.
Svarik terminó la clase y salió a tomarse un café antes de meterse a
su estudio.

Esa noche, a las nueve, lo llamamos a su apartamento. Harry, que


hablaba perfectamente el checo, le dijo que tenía la clave
cabalística para acceder a Dios. Svarik se quedó un instante callado
y entonces Harry le dijo este pasaje: “Un día, una fiesta en
compañía de Zaratustra ha bastado para enseñarme a amar la
Tierra”. Svarik titubeó y Harry agregó que se podía romper el círculo
infernal del ajedrez si los movimiento se hacían en sentido contrario

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a como los hacia Dios. Svarik se interesó en el asunto y entonces le
pusimos una cita en el bar cerca del puente de Carlos. A las diez
Svarik apareció en el bar Black Muzeum. Pedimos whisky. Harry y
yo le demostramos al teólogo que el mundo estaba en manos de los
hombres y que por eso la lectura que debía hacerse de los
movimientos del ajedrez era una lectura humana, es decir, la lectura
de las guerras, las enfermedades y el progreso científico; y que
esos movimientos iban en contravía de Dios, pues si Dios era
perfecto, no permitiría ni la injusticia ni la corrupción, pues su eterna
sabiduría le permitía ser ajeno a este mundo decadente y, por lo
tanto, este mundo no era una ilusión de un mundo divino perfecto,
sino una realidad imperfecta de seres dominados por la necesidad y
por el dolor, por el odio y el amor y que esos eran los verdaderos
movimientos del ajedrez y por lo tanto los instintos y la razón eran
los únicos instrumentos que tenían los hombres, los reyes del
ajedrez, para manejar el juego de la naturaleza que se regía por las
leyes de la física y la química. Svarik permaneció en silencio y habló
para decirnos que respetaba nuestra posición, pero indicó que era
muy presumida y prepotente. Luego de tomarse un trago doble
agregó que no habíamos reparado en el hecho de que, además de
la ley de la gravedad física descubierta por Newton – que igualaba a
todos los seres sin distingo-, había una ley teológica de la gravedad
donde los seres por igual caían del bien al mal y por eso la noción
de arriba siempre se asemejaba a lo divino y la de abajo a lo
humano y que era necesario conocer la aceleración precisa de ese
movimiento para conocer en qué momento el hombre salía del bien
y se corrompía en veloz caída hacia el mal. Entonces se paró y se
fue. Seguimos a Svarik y en el puente de Carlos lo asesinamos.

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Después fuimos a su apartamento y sacamos sus manuscritos. Esa
misma noche de lluvia cogimos un bus hacia Paris. Atravesamos
Alemania en medio de una tempestad y, mientras los rayos
resplandecían en el centro de la lluvia, Harry me dijo que a Svarik
se le había olvidado añadir que las lluvias del mundo eran más
hermosas y misteriosas que cualquier ajedrez divino. Llegamos a
Paris hacia el mediodía y esa tarde nos embriagamos en un bar del
barrio Latino. Enviamos por correo la tesis teologal de Svarik a
nuestro cliente de Londres. Esa noche cogimos un avión hacia
Suramérica donde nos esperaba otro trabajito interesante.

Viajamos en first class. Tomamos champagne y arribamos a la


ciudad de Bogotá hacia las seis de la tarde del otro día. Nos
hospedamos en un hotelito del centro y a la medianoche un
personaje extraño vestido de negro entró al bar del hotelito, donde
seguíamos bebiendo en compañía de unas nenitas de la avenida
Jiménez. El extraño hombre, que sudaba y se encontraba en alto
estado de nerviosismo, nos dijo que se llamaba Karl Jam y que era
un personaje de una novela policiaca y que requería de nuestros
servicios. Jam nos dijo que un novelista llamado Rojo Bacon,
famoso por sus novelas policiacas y de terror, lo había creado para
su última novela, pero el pérfido autor preveía matarlo antes de
veinticuatro horas y nosotros debíamos impedir ese asesinato
literario. La cuestión que nos planteo Karl Jam era hasta donde el
autor no era tambien un asesino al pretender asesinar a su
personaje. Le dimos un par de tragos al hombre y le pedimos que
se tranquilizara. Jam nos dio las señas particulares de Rojo Bacon y
nos dijo que vivía en un apartamentico cerca de Lourdes, en

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Chapinero. Esa noche descansamos. Dormimos bien. Al otro día
fuimos a desayunar a un cafecito de la Jiménez. Llovía sobre
Bogotá y las palomas grises se filtraban en las nubes grises, en las
nubes negras llenas de gasolina del cielo bogotano. Luego
caminamos un rato por el centro. Nos subimos a los buses de la
Caracas, de los que tanto habíamos oído hablar en Londres y Paris,
y llegamos hasta la 80 donde nos bajamos.

Nos devolvimos caminando hasta Chapinero. Esa noche entramos


al striptease de la calle 60, donde solía ir Rojo Bacon, y vimos la
función de Las Muñequitas Asesinas del Sexo Podrido y tambien la
función estelar de medianoche: El Falo Corrupto y Sus Nenas
Espermatozoicas. Rojo Bacon estaba situado en el centro del teatro
y fumaba. Lucia impávido detrás de sus lentes negros. Cuando se
acabó el espectáculo, Bacon se dirigió hacia los vestíbulos y esperó
a una de las nenas y salió del lugar con ella. Lo seguimos. Bacon y
la mujer entraron a un bar llamado El Bunker, en la 67. Se hicieron
en la barra y pidieron un par de cocteles de vino acido. Harry y yo
nos hicimos pasar por reporteros de la revista especializada en
novela policiaca Holmes Street de Londres. Bacon nos ofreció
cigarrillos y se interesó en la entrevista underground que le
proponíamos. Dispuso a la nena sobre sus piernas y le deslizó una
mano entre sus tetas frescas y descomunales. Harry le lanzó la
primera pregunta y le planteo que si matar a un personaje no hacía
de algún modo tambien un asesino. Bacon rio estruendosamente,
tomó una bocanada de su cigarrillo y respondió que eso no era
cierto porque los personajes, desde el momento en q leu entraban
en el papel, adquirían vida propia y el autor corría entonces el

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riesgo de ser asesinado en vez de ser el asesino y más en el caso
suyo dado que su especialidad era la novela negra. Al final de la
noche nos despedimos en la puerta del bar. Llovía. Bacon se fue
con su nena por la carretera 7ª.

Harry me dijo que iba a ser una cuestión bastante fácil.

Entonces alistamos las pistolas y nos fuimos por la carretera 13


corriendo bajo la lluvia para emboscarlo en el parquecito de la calle
60. Cuando llegamos al parque, Bacon venia solo. Se encontraba e
el otro extremo. Avanzamos. Cargamos las armas. El viento frio de
la noche taladraba nuestros huesos. Cuando lo tuvimos en frente, le
apuntamos, Bacon soltó una tremenda carcajada, una carcajada
que retumbó en todo el parque oscuro. Entonces nos dijo que
perdíamos el tiempo porque nosotros éramos dos personajes de su
última novela policiaca llamada Critica del asesinato perfecto y en el
final de la misma estaba escrito que moríamos. En ese instante,
proveniente de las tinieblas, apareció Karl Jam y nos disparó y
Harry y yo caímos muertos mientras la lluvia tenue de agosto
penetraba por los huecos de los balazos.

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JOHN TIGRIS

Mi nombre es John Tigris. Aventurero. Cazador. Borracho.


Mujeriego. Desperdicio el dinero. Desperdicio el tiempo. He estado
en muchos lugares: en las selvas del Brasil, en el Polo Norte, en el
Sahara, en Nepal, en el Desierto de México. Mi gran pasión es la
cacería. He cazado animales en casi todos los lugares del planeta.
Mi reputación es muy grande. En mi casa tengo las cabezas
disecadas de leones, venados, osos, elefantes, dantas y muchos
otros animales. Sin embargo, en el salón principal de mi casa falta
un trofeo, tras el cual muchos cazadores han perdido la vida: los
tres tristes tigres del Alto Volta, que nadie nunca había podido
cazar.

En el invierno de 1986 hacía bastante frío en París. Yo pasaba los


días en el barrio latino, de café en café, de cine en cine. Acababa
de llegar de Manaos donde estaba cazando un jaguar sagrado de
los yacunas. Aquella noche de invierno me hallaba en el Bar
Haddock tomándome una copa. Me despedía de la vida libertina de
París, pues al día siguiente me iba al África tras los tres tristes tigres
del Alto Volta, que me esperaban escondidos entre los vientos
negros de la selva. Esa noche me embriagué. Llené mis pulmones

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de humo y mientras caminaba por las calles heladas pensaba en las
columnas verdes de los árboles africanos, pensaba en el olor de la
pólvora mezclado con el olor de la selva, pensaba en el olor de un
cigarrillo mezclado con el granizo confuso de las aves
escabulléndose en la copa de los árboles.

Al otro día, muy temprano, en la mañana volaba hacia África, hacia


el Alto Volta. Me dirigía hacia el rio Ube Tugo, que en lengua nativa
significaba “donde acaba la luz”. Allí era donde empezaría la
cacería de los tres tristes tigres del Alto Volta. Mientras viajaba en el
Fokker que rompía la monotonía del cielo africano, el olor de la
gasolina blanca llegaba hasta mis pulmones y se mezclaba con el
perfume confuso de mi sangre contaminada de brandy y nicotina.

Nunca había estado en el Alto Volta. Había estado en Angola, en


los setentas, combatiendo. También alguna vez estuve en Tanzania
y en Etiopia traficando agua, gasolina y comida. Ayudé en el Congo
a varios militares en diversos complots. Debo decir que tengo un
conocimiento bastante acertado del continente africano. Tal Vez
África y América Latina se parecen mucho. Los climas y los
militares malsanos son características similares. Pero todo se
arreglaba con un buen puñado de dólares, unas cuantas armas y
putas finas. So easy viejo, so easy viejo

Aterricé en una ciudad llamada Tute Ogo. Una verdadera caldera


infernal. El ambiente estaba caldeado. Había rumores de un golpe
militar y al parecer una guerra civil estaba próxima a estallar entre
las diferentes tribus que estaban ansiosas de adquirir armas en el
mercado negro. Hice algunos contactos en el lobby del hotel. Le

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ofrecí whisky al negro, que me sonreía con su blanca dentadura
perfecta y le dije que me llevara a la acción. Estuve observando
varios burdeles de la ciudad. Para conocer un país hay que ir a dos
lugares claves: los burdeles y las iglesias. Por la forma como bailan,
se emborrachan y seducen a las mujeres conoces el
temperamento de un país. Si lo hacen abiertamente estas con
gente que te mata de un tiro en el pecho. Si una mujer, por el
contrario no te mira a los ojos en un burdel, con seguridad estás en
un país donde te matan por la espalda. Si en las iglesias vez
sinceridad en las mujeres que rezan, estás en un país donde te
reciben en su casa sin dudarlo un instante. Si ves mezquindad en el
rostro de las mujeres, entonces te hallas en un país donde te
reciben en las casas pero para robarte. En el Alto Volta estaba en
un país donde sucedía lo primero. Esa noche me embriagué y
regresé tarde al hotel. Al otro día partí de nuevo por el río Ube
Tugo. Mi guía era un robusto negro llamado Lome, que tenía a
cargo siete hombres armados.

La Selva nos engullía poco a poco en sus largos brazos verdes a


medida que avanzábamos por el río sentíamos que éramos
tragados por una bestia oscura que abría su jeta con lentitud
mientras caía la lluvia oscura del trópico africano. A nuestro
alrededor la orquesta negra de la selva ejecutaba su sorda melodía
de tambores y murmullos mientras los huesos se podrían en el
interior del cuerpo.

Al segundo día entramos en la zona de la tribu Kobi, famosos


cazadores de cabezas. Desde que entramos en su territorio los
arboles eran más negros y los espíritus de la selva nos rondaban

30
con lentitud. Eran los espíritus del agua, los espíritus salvajes del
viento amarillo, los espíritus del fuego, los espíritus verdes que iban
y venían y se tejían sobre ese aire confuso, oscuro. Lome me
comunicó que para espantarlos lo mejor era fumar. Mientras la
barca se deslizaba con suavidad sobre el agua podíamos sentir los
espíritus rozando nuestra piel. Sabíamos que estaban ahí. Los
sonidos me producían los espíritus eran como murmullos de piedras
rotas cayendo en el agua.

Finalmente llegó lo que habíamos presentido. Perdimos el sentido


del tiempo. También fuimos perdiendo tripulación. En las noches
mientras los tambores taladraban el río y los espíritus de la selva
rondaban con suavidad a nuestro alrededor, nuestros hombres
desaparecían misteriosamente. Al otro día Lome y yo
comprobábamos que uno de los hombres faltaba. No se cuánto
tiempo navegamos por aquel maldito río. Mientras las aves
prehistóricas volaban en círculo sobre nuestras cabezas la música
negra de la selva nos taladraba la sangre. La música oscura de la
tiniebla poco a poco nos alucinaba y penetraba por la piel como una
baba extraña, una baba invisible que recubría el aire, el agua, la
selva.

Nuestra barca se deslizó por el interminable rio día tras día.


Finalmente llegamos a un claro en la selva. Parecía un claro
amigable. Saltamos de la barca en busca de alimento. Lo único que
nos quedaba era una botella de whisky, que usábamos para
untarnos en el cuerpo para espantar las moscas tsé tsé, y unos
cuantos tristes cigarros. Tambien habíamos perdido los fusiles. Al
final de la tarde nos venció el sueño. Caímos como piedras negras.

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Como piedra rojas ciegas confusas. De pronto algo me despertó. El
sol ya caía. La tiniebla se tejía con lentitud entre los árboles. Un
ruido me despertó. Miré a mi alrededor y Lome había desaparecido.
En ese instante la música de los tambores arreció y la lluvia negra
de la selva se precipitó sobre el follaje. Mierda. Sentí ruidos cerca
de mí. Después escuche varios rugidos de tigre. Corrí hacia la
barca y ya no estaba. Entonces me metí en la selva. Detrás de mí
empecé a sentir la respiración agitada de mil bestias negras
tratando de atraparme. Mil manos negras detrás de mi cuerpo se
agitaban en la oscuridad. Mil voces rojas retumbaban entre los
árboles. Corrí como nunca había corrido. Las ramas golpeaban mi
cuerpo confundido. Mientras corría los rugidos llegaban de diferente
intensidad. Llegaban del aire, de la tierra. Eran los rugidos de los
tigres del viento, del fuego, rugidos de los tigres del agua. Los
espíritus de los tigres me perseguían y venían volando por entre las
ramas. No había duda. Estaba en el territorio de los tigres del Alto
Volta.

Finalmente después de un largo trayecto caí a un hueco y me


desmayé.

Llueve. Noche oscura. Ahora acabo de despertar y me acabo de dar


cuenta de que solo soy una cabeza. Soy un trofeo de caza colgando
en el tronco de un árbol mientras allá abajo los tres tristes tigres del
Alto Volta fuman y hablan sobre su última aventura de cacería.

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LAS CUATROCIENTAS
ESPADAS DEL BRANDY

Me mataste. Eso es lo único que sé. También sé que estoy en el


cielo. Por fortuna. Llevaba diez minutos de muerta y me pediste un
cigarrillo. Yo busqué en mi cartera y te ofrecí uno de mis
mentolados. Lo encendiste y te fuiste al balcón y lo fumaste en
silencio mientras los fogonazos silenciosos del cigarro te iluminaban
los ángulos del rostro. Afuera llovía. Era una lluvia mezclada con los
pasos de los gatos que se deslizaban por los techos buscando un
poco de calor. Me mataste en una noche de lluvia. Eso había sido
demasiado para ti. Nunca has soportado la lluvia, ni los Stones más
allá de las once de la noche. Después de las seis no puedes
soportar las películas inglesas, ni los cafés cargados. Eres extraño
Spada. Muy extraño. Ese día que me mataste me llamaste desde
algún teléfono del parque Giordano Bruno y me dijiste hey baby
vamos a ver Naked de Mike Leigh y yo te dije, pobre idiota ilusa,
claro baby nos vemos a las seis en la estación de metro Radio City.

Esa tarde vagué sin sentido por la ciudad. Me metí al metro, cubrí
varias rutas, fui al barrio árabe a la calle Dranaz por un hash. Luego
me fumé el hash en el parquecito mientras miraba el tren elevado.
Alguien desde el tren me hizo una seña con la mano y yo le mandé
un beso que se diluyó en el aire caliente de la tarde. Fue un maldito
beso que explotó en el núcleo del aire, puff!, y desapareció para
siempre. Finalmente cogí la ruta del Radio City para cumplirte la cita
y cuando entré al metro parecía que la gente se moría poco a poco

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en las nubes alucinógenas de las cinco de la tarde, esas nubes
negras que olían a heroína con orines.

Más tarde nos encontramos en Londres. Estabas en el parque. Las


palomas grises hacían maniobras confusas en el aire precario de la
tarde y el olor de la lluvia me entró a los pulmones y me intoxicó.
Caminamos por la 13 y el conjunto de las luces, el conjunto de los
rostros y de los olores nos marearon lentamente. Las campanas de
Lourdes empezaron a sonar en el tejido del aire.

En el aire había latidos. Grandes latidos. Latidos. Latidos de un


corazón invisible, herido y borracho que bombea tinieblas sobre la
lluvia, sobre la noche.

Antes de entrar a cine tomamos un café donde los árabes.


Sensación conocida: café cargado, negro, espeso, un cigarrillo.

Una conversación banal. Un golpe en el estómago. Mierda.


Adrenalina pura. Sudoración . Escalofrío. Un tabaco. Un Marlboro.
Otro café. Un beso. Un silencio. Un golpe en la cabeza. Salimos de
los cafés mareados, aturdidos, y el ruido de la ciudad nos abaleó el
pecho y las miradas. Me dieron ganas de que te largaras para la
mierda, pero daba la casualidad de que íbamos a ver Naked de
Mike Leigh y entonces sentí en el corazón cuatrocientos golpes,
cuatrocientos golpes de brandy, cuatrocientos golpes de lluvia,
cuatrocientos golpes de heroína, cuatrocientos golpes de sangre, de
carne, de pólvora, de humo azul, cuatrocientos golpes de tristeza,
cuatrocientos golpes de cuatrocientas aves muertas revoloteando
en mi pecho.

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En el cine, la fauna de siempre. Un par de mamertos. Una pareja de
viejos embutidos en sus viejos gabanes, el borracho que siempre
encontrábamos en los cines alternativos con su botella de coñac y
las chicas universitarias con cara de que no se las habían comido
en meses por estar viendo películas para solitarios todas las
noches. Salí enamorada de Johnny, el clochard de la película. Yo te
dije después que nunca había visto un man que se fumara tanto
como ese. Era un man vestido de negro siempre envuelto en una
nube de humo, un man como tú y yo, un triste man siempre flotando
en las nubes confusas de los días como aviones absurdos,
perdidos, a la deriva, un man como tú y yo navegaba en el cielo
maligno de los días, esos días llenos de pequeñas lluvias donde se
te llenaba la boquita de heroína y saliva negra.

Un man bacano, ese Johnny.

Entonces llegamos a tu apartamento. Me metiste tres balazos en el


corazón. Once de la noche. Me mataste. Después fumamos,
tomamos un café, dos cuerpos extraños sumidos en la conocida
confusión del amor después del cine, dos cuerpos desnudos
atravesados por cuatrocientas espadas brillantes antes del café,
dos cuerpos extraños sumidos en la conocida confusión del amor
después del cine, dos cuerpos desnudos llenos de humo, dos
cuerpos desnudos atropellados por la alucinación, dos cuerpos
desnudos con la sangre llena de perros atroces, dos cuerpos
desnudos naufragando en alguna ola de la marea de la noche, dos
cuerpos oscuros fulgurando antes de apagarse para siempre el
reflejo caliente de la lluvia.

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A la media noche salimos y nos dirigimos a la estación del metro y
allí me dejaste. Baby. Creíste que nunca más me ibas a volver a
ver. Pura mierda. Me subiste al vagón y diste media vuelta. Yo me
fui bien muerta. Lo último que recuerdo eres tú fumando y yo
sentada en el vagón mientras éste se deslizaba hacia la oscuridad
del túnel.

Es verdad. Me mataste. Y estoy en el cielo, tal como tú querías. En


el cielo. Tal como querían mis padres y tú. Muerta, en el cielo.

Ahora he vuelto. Estoy en el balcón. Tú acabas de regresar del cine.


Me ves. Te detienes. Te acercas. Me observas en silencio. Fumas
un cigarrillo. No has cambiado mucho baby. Abres la ventana.
Afuera llueve. Me acaricias la cabeza con suavidad. Me dejo tomar
en tus manos y me pones frente a ti. Entonces te clavo el pico en un
ojo y la sangre brota lentamente. Mierda. Te saco el otro ojo.

Afuera llueve y las luces de la ciudad son peces suicidas que se


destrozan en las aguas sucias y turbulentas de la tiniebla. Estás
tirado en la mitad del salón y el viento frío de la noche te cubre.
Llevas diez minutos muerto. Yo llevo diez minutos convertida en
paloma.

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LOS DOS ULTIMOS DIRIGIBLES
TRISTES Y AMARILLOS DE LA LLUVIA.

La última vez que te vi, llovía sobre la ciudad y los gatos se


alimentaban en los parques con mariposas. Tú me dijiste que los
chicos no debían llorar mientras el reflejo rojo de tus labios estallaba
en la mitad de la bruma gris del invierno. Ese día, en la diminuta
mañana del invierno, nos encontramos en la calle Bruno.
Caminamos por la playa. La brisa marina nos ametrallaba con su
tristeza salada mientras en la distancia las olas se confundían con
el viento negro y yo te miré a través del reflejo del mar y de la lluvia
y tu nombre me supo a sal, tu ojos eran sal, tus huellas sal, tus
manos sal, tus manos sal, tus ojos tristes sal. En un kiosco de la
playa compramos un comic de Superman y una botellita de vino rojo
y nos sentamos en las rocas. Después caminamos alucinados,
caminamos enredados en la lluvia, caminamos confundidos, en
silencio; caminamos con los corazones borrachos y nos sentimos
dos pequeños barquitos a punto de naufragar en las aguas sucias
de aquel día de invierno, aquel día lleno de sangre salada, de lluvia
salda, de gatos salados, de aves saladas. Luego nos fuimos a la
feria de la playa. Yo pagué tu tiquete. Nos reímos un poco. Nos
reíamos de los enanos voladores, del hombre-espada, de la mujer
de siete tetas y entonces caímos al cinema de la feria y vimos una
película de Buñuel y cuando vi tu rostro iluminado por los destellos

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de la pantalla supe que el final estaba cerca. Tu rostro era el rostro
de un fantasma que navegaba en las tinieblas de la película.

Cuando salimos del cine ya definitivamente éramos dos fantasmas


remotos perdidos en el laberinto oscuro del día, dos fantasmas
rotos tratando de descifrar maniobras de los instantes en el ajedrez
absurdo de la alucinación. Go on, go on, come back, come back.
Rostros, botellas, sirenas de policía, el mar, el olor a sal, el vino, el
humo del hachís, la arena en los ojos, la arena en el corazón, la
lluvia. Todo pasaba en cámara lenta por mi mente y me di cuenta
de que poco a poco el espíritu estaba sucumbiendo y el cuerpo
decayendo. Estaba sucumbiendo en el vértigo confuso de la tarde,
ese vértigo que sabia a sangre y a vino, ese vértigo sucio de sentir
ocho vidrios rotos en el corazón, ocho vidrios rotos llenos de orines
y vino barato, ocho vidrios rotos que se clavaban en la palma de las
manos.

Más tarde llegamos al parque Nirvana. Nos sentamos. La tarde


decaía. La lluvia se filtraba en los hoyos negros de tu corazón. Yo
era un pez. Yo era un pez que nadaba en las aguas confusas de tu
corazón, un pez lleno de puntillas negras agonizando en el borde de
tus labios lleno de gasolina. Nos quedamos un rato en aquel parque
rodeados por los pétalos asesinos de las astromelias y las rosas
mientras la lluvia nos llevaba la nirvana negro de las seis de la
tarde, ese nirvana lleno de vapores alucinógenos que nos
contaminaban lentamente los pulmones , la sangre, la saliva, la
saliva, la saliva. Yo te observé a través de las nubes confusas de
ese nirvana venenoso y luego miré la lluvia y vi nuestro reflejo
quemándose como una hoja de papel cualquiera en el viento, vi tu

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espectro de fantasma huyendo con las gotas de lluvia. Stay. Stay.
Stay. Mierda. La pequeña baba, la insignificante e inútil babita de la
tristeza nos cubrió con su manto. Stay. Stay. Stay. Encendí un
cigarrillo y me fui hacia los arboles a saborear el perfume triste de la
madera húmeda, el perfume triste de la madera gastada por los
siete vientos verdes de la tarde. Después volví hacia ti. Estabas
mirando el vacio. Te envolví con el humo de mi cigarro y lloraste en
silencio mientras en la lejanía se escuchaba la música gitana de la
feria. Lloraste en silencio mientras la lluvia te limpiaba tus lagrimas,
mientras las tinieblas se apoderaban de tu rostro frágil; lloraste
mientras la tarde se llenaba de pequeñas gotas de sangre,
pequeñas gotas que salpicaban nuestros pies, nuestras manos,
nuestros corazones fantasmas que sucumbían, con lentitud, en el
vértigo rampante de los instantes que calan como dados dementes
en los abismos diminutos de aquel parque lleno de palomas
amargas.

Hacia las siete de la noche salimos del parque. Cuando salimos un


enjambre de moscas zumbó encima de nuestras cabezas.
Caminamos un rato y nos metimos al metro. Estación Tiffany.
Esperamos el metro. Al cabo de un rato llegó. Venia atestado con la
gentecita de la feria, atestado con aquellos pequeños seres con los
rostros pegados a los vidrios sucios.

Cuando nos subimos al metro las moscas nos siguieron de nuevo.


Nos bajamos en la estación Morris. Salimos a la calle y fuimos al
bar Pink Cloud. Pedimos un coctel salvaje para terminar de
jodernos el espíritu y el cuerpo. Afuera llovía y el sonido de la lluvia
se confundía con el zumbido de las moscas que se estrellaban

41
contra los cristales del bar. Pedí un coctel de acido amarillo y me
sentí como un globito triste que navegaba discontinuo en medio del
humo azul de los cigarrillos mientras la música triste y oscura del
bar penetraba por todos mis poros. Me dirigí hacia la ventanita del
Pink Cloud y observé la lluvia cayendo en el pavimento mientras
sentía la pequeña baba de la tristeza haciendo estragos en mis
entrañas. Me dieron ganas de vomitar, ganas de vomitar las balas
que los días me habían metido en el corazón, ganas de vomitar el
olor de tu nombre en la lluvia, ganas de vomitar mi sangre
contaminada de flores muertas, ganas de vomitar las aves negras
de mi corazón; ganas de vomitar todas las botellas rotas que se
habían acumulado en mi cuerpo destrozado, en mi cuerpo débil;
ganas de vomitar todas aquellas músicas macabras y disonantes
que taladraban mi cerebro destruido. Entonces vi mi rostro reflejado
en el cristal y reconocí el rostro de un prófugo que huía de la
cagarruta de las palomas que se acumulaban en las cañerías
pestilentes de los días; vi tu rostro oscuro de un fantasma con el
cuerpo y el espíritu en ruinas, destruidos; el rostro de un fantasma
diluido en alcohol, diluido en el pequeño vacio de los ácidos
amarillos mientras la lluvia escribía tu nombre sobre el cristal.

Volví a la barra. Tú ibas por el cuarto brandy. Me diste un beso.


Después fuimos al baño. Hicimos el amor en la oscuridad mientras
los motores negros de la noche sonaban a nuestro alrededor.

Éramos dos avioncitos perdidos en una tormenta confusa de brandy


de saliva, dos avioncitos grises perdiendo altura con las turbinas
llenas de orines, de humo, de acido amarillo, de tristeza.

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Salimos a la calle y caminamos por la calle Smith. Los vagos de la
calle Smith jugaban a los naipes y a los dados cerca del fuego. Las
moscas volvieron a aparecer. Nos seguían. Llegamos a la playa. La
feria ya había cerrado. Solo quedaban los borrachos de la playa
tirados en la arena, quedaban los vestigios, las pavesas de la fiesta
esparcidas sobre la arena. Caminamos por entre las cenizas del día
mientras las moscas zumbaban encima de nuestras cabezas.

Nos sentamos en la arena. Una hora después dos zepelines


amarillos se estacionaron frente a la playa. Un hombre bajó y se
dirigió hacia nosotros. Nos saludó y nos señaló los dirigibles. Tú te
montaste en el más pequeño, yo en el grande. Cuando los dirigibles
se alejaban a través del aire caliente de la noche te vi por última vez
pegada al vidrio. Me mandaste un beso amarillo, un kiss amarillo
que estalló en la mita de la lluvia y entonces no te vi mas. Me senté.
Encendí un cigarrillo. Mire por la ventana y el lejanía vi el mar, las
luces de la ciudad, las luces de los barcos estacionados en la bahía
y entonces el interior del dirigible se llenó de moscas.

Más tarde vi el mundo, su forma redonda. Afuera la lluvia cósmica


golpeaba contra los cristales del dirigible. Entonces supe que nos
dirigíamos hacia el infierno y que estaba muerto. Era un muerto
roto que fumaba con desespero, un fantasma ebrio sentado en la
silla 34 T de aquel inmenso pez triste que navegaba sin rumbo por
las aguas negras del universo mientras caía la lluvia cósmica que
diluía el reflejo de los cristales.

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44
MORFINA Y CHOCOLATE

Hay una extraña relación entre el chocolate y la lluvia. Una extraña


relación entre las gotas de agua resbalando sobre el rostro, las
hojas de los árboles y la pasta de chocolate deshaciéndose con
lentitud en la boca: cerca de los dientes, cerca de la saliva espesa,
cerca del sabor de la sangre, cerca del sabor del invierno negro.
Cuando se deshace, cuando se derrite el chocolate en la boca, en
el centro del vértigo invisible de la saliva, sucede lo mismo que
cuando se deshace la vida en medio de los líquidos oscuros del
cuerpo. Es el mismo sabor agridulce de la muerte. Es la vida
tornándose inconsistente, es la vida derritiéndose bajo el sol negro
de las tinieblas de la sangre y de la muerte.

Desde chico me han gustado los chocolates. El sabor del chocolate


siempre ha conectado los instantes más importantes de mi vida.
Orines y chocolate. Orines, sangre y chocolate. Orines, lluvia,
perros, sangre, el ruido del tren, los arboles y el chocolate. Miedo y
chocolate. Oxido y chocolate. Morfina y chocolate. Mis primeros
recuerdos tienen que ver con los chocolates. Cuando era chico iba
a la escuela en tranvía y siempre comía chocolate. Pegaba mi
rostro contra el cristal mientras las gotas grises de la lluvia de
agosto resbalaban lentamente deformando mi reflejo. El primer
recuerdo fuerte de mi infancia sucedió precisamente en el tranvía
una tarde cuando regresaba de la escuela. Comía mi chocolate

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para distraer la tristeza. En la calle Memphis con Padlock el tranvía
arrolló a un niño. La sangre se diluyó por el asfalto húmedo y mi
boca se lleno con ese sabor particular de la sangre mezclada con
el chocolate, ese sabor conocido de la muerte; ese sabor un poco
dulce; un poco lluvioso, un poco húmedo. Ese sabor de animalito
amargo a las tres de la tarde mientras las aves rayan el cielo gris
con su vuelo taciturno.

Crecí, y entonces vinieron los primeros cigarrillos a la salida del


cine. Íbamos con Fred y Pet a cine de seis. Veíamos filmes de
vaqueros. Otras veces veíamos cine porno. Candy en el Caribe.
Después salíamos a la avenida. Respirábamos aquel aire
contaminado. Caminábamos por las calles. Nos embriagábamos
con el perfume sucio de aquella bestia negra, la multitud, que
transpiraba sus malos olores y después ella, la bestia colectiva, nos
engullía en sus entrañas luminosas y encendíamos un cigarrillo y
nos sentíamos flotando en un pequeño mar de diminuta sordidez,
un mar donde los peces podridos de la noche se devoraban unos a
otros mientras en el aire se esparcía la música macabra de las
calles, la música macabra de la lluvia.

Entonces llegábamos a la calle Lucky. Compraba chocolates. La


Lucky era una calle mágica, una calle llena de ruido, una calle
salpicada de putas, de bares y pequeños sex shops. Era agradable
caminar mientras comías un chocolate. Agradable sentir que eras
apenas un reflejo den las vidrieras, apenas un ruido mas en el ruido,
apenas una triste abeja mas en el panal triste de la calle, apenas
una pequeña bestia pastando en la hierba oscura de la confusión.
Agradable sentir el chocolate en la boca mientras tenias una

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erección, agradable mientras a tu alrededor las mujeres de la
noche, los dulces y los extraños animales de la noche , te
disparaban directo al cuerpo mil perfumes animales, mil perfumes
asesinos, mil perfumes rosaditos que te taladraban los pulmones y
te volvían una mierda.

Por aquella época me llevaron al sanatorio. Esa noche estaba en


casa viendo un partido en la cocina. Comía chocolate. Acababa de
hablar con Adele. Estaba deprimida. Adele no podía soportar
películas españolas posmodernas los jueves en la noche. Le dije
que se tomara un Prozac y que se fuera para la puta mierda. No
soportaba más sus mancadas depresivas. Ya tenía bastante con
mis manías paranoicas. Entonces en el intermedio del partido,
llegaron. Opuse resistencia como buen paranoico. Para un buen
final destrocé media casa. Me introdujeron a la ambulancia. Cuando
me conducían a la clínica pedí un chocolate. Me mandaron para la
mierda. Entonces pedí que me dejaran ver por la ventana y la
ciudad pasó frente a mis ojos como una escena en cámara lenta,
una escena mal rodada. Sin embargo, tenía en la boca el sabor
amargo del chocolate negro, el sabor de la lluvia y el mareo, el
sabor de los orines en los pantalones.

En las terapias me dejaban escuchar Nirvana y comer chocolate.


Pasaba horas en mi habitación observando las montañas,
observando la lluvia, mientras comía chocolate. En aquella época
comí muchos chocolates. Tambien fumé demasiado. Relacioné de
forma rara el chocolate y el tabaco. La permanencia y la fugacidad.
La continuidad y la dispersión. Los recuerdos y la futilidad de los
instantes. Siempre permeancia sentado frente a la ventana.

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Dopado. Mareado. Estúpidamente mareado. Mareado. Con la
cabeza llena de cristales rotos, con la sangre llena de puntillas
negras. Permanecía inmóvil viendo como el viento mecía las ramas
de los arboles, viendo como los otros internos se balanceaban en
las ondas extrañas de la tarde mientras naufragábamos poco a
poco en el pequeño mar sucio de las cinco de la tarde; un mar
salpicado de pequeñas lluvias negras y piedras rojas dementes.

Un día estaba sentado en una banca de los jardines de la clínica.


Eran tal vez las seis de la tarde. Adele se había ido unos
momentos antes. Me había traído algunas revistas, cigarrillos,
chocolates y un disco de Kurt Cobain. Na secreta lluvia salpicaba
los arboles negros. Una pequeña lluvia sucia se instalaba cerca de
los reflejos luminosos de los faros de la clínica. De pronto,
aparecieron dos enfermeros y me tomaron por sorpresa. Me
pusieron la camisa de fuerza y me introdujeron en la ambulancia. La
ambulancia arranco y se metió en el laberinto extraño de la ciudad.
Me dejaron botado en el parque Dark Butterfly. En uno de los
bolsillos me metieron una barra de chocolates, unos cigarrillos y un
billete. Cuando se fue el día, rodé por las flores malignas de la
noche como una mariposa podrida. Entré a muchos bares. Me
emborraché para sentirme otra vez medio normal. Tenía que
equilibrar la borrachera del sinogan con la borrachera conocida del
alcohol. Necesitaba introducir a mi sangre otra vez el brandy, el
whisky; necesitaba otra vez sentirme vuelto mierda en medio de la
tempestad confusa de los días y las noches. Necesitaba un poco de
alcohol y otras sustancias para sentirme high.

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Salí al amanecer de nuevo a las calles. Caminé por aquel laberinto
lleno de gatos eléctricos. Tenía ganas de vomitar. Ganas de vomitar
panteras negras, ganas de vomitar vidrios rotos. Llegue al parque
Dalí. Me senté en una banca. Encendí un cigarrillo, un triste
cigarrillo, y espere a que los primeros rayos del sol iluminaran los
espacios. Pero el sol nunca llegó. El sol nunca salía. La lluvia
espesa de noviembre empezó a caer sobre el parque y de nuevo
sentí que los animales sangrientos que aullaban en la vasta jaula
del mundo tenían pesadillas. Saque de mi bolsillo la barra de
chocolate. La destapé. Atrapé un pedazo con mis dientes. Mezclé el
chocolate con las babas, con la sangre, con la oscuridad, con la
muerte, con el perfume de los gatos esparciéndose bajo la lluvia.
Las campanas de la iglesia sonaban en la distancia, en la lejanía.
Yo me balanceaba en la suave borrachera del licor y chocolate.
Naufragaba en el pequeño abismo del parque.

De pronto, sentí un murmullo a mí alrededor. Un murmullo negro


que crecía poco a poco. En medio de la borrachera comprobé que
una infinita fila de hormigas negras se dirigía hacia mí. Algunas
invadían ya mis piernas y devoraban con ansiedad el cuerpo de
chocolate mientras la lluvia resbalaba con suavidad sobre el rostro.
La boca me supo a morfina.

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LOS BOSQUES NEGROS DE KAM

Desde siempre he caminado. Salí del principio del mundo y he


llegado hasta el final del mundo. Conozco los animales que nacen
en los vientos y conozco los que mueren en el final del horizonte.
Siempre orino junto a la mierda de los coyotes porque es de buena
suerte y conozco la ciencia de los hongos para caminar sobre la
lluvia sin dejar rastros en el aire.

Cuando salí de mi ciudad, tenía veinte años. Salí a pie. Salí con mi
perro Ska. A Ska lo encontré en los linderos de la ciudad, cerca del
puente Strictus. Cuando lo vi, supe que Ska era un poco como yo,
es decir, un poco triste, un poco vago, un poco sabio, un poco
pulgoso. Un perro borracho. Los primeros días caminamos por los
caminos polvorientos del mundo. Ska y yo. Nos alimentábamos de
las frutas del camino y, de vez en cuando, asaltábamos a algún
caminante furtivo. Cuando tenía sed, yo le daba de mi vino y
entonces Ska se ponía alegre y se iba en busca de las perritas del
camino. A veces duraba hasta dos días perdido. Pero siempre
regresaba.

Al primer lugar importante que llegamos fue al reino de Kam, donde


los arboles son negros y siempre llueve. Al arribar a Kam lo primero
que vimos fue una muralla de arboles oscuros, una lluvia gris y
oímos el canto de los animales confundidos en la niebla. Para entrar

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al reino de Kam hay que tener mucho cuidado porque hay muchos
caminos que no conducen a ninguna parte y otros conducen a los
espacios de los animales del indio Coyote.

El primer día nos introdujimos por un camino circular y duramos un


año, cuatro meses, cinco días, ocho horas y siete minutos dando
vueltas. En ese camino conocimos los arboles de la muerte. Era
unos árboles gigantes donde colgaban a los condenados. Los
dejaban allí, desnudos bajo la lluvia. Durante todo ese tiempo
tuvimos que soportar los lamentos rotos de aquellos miserables.
Todos eran víctimas del rey Kam, un gran tirano de trescientos años
de edad que era hijo de un cuervo y de la doncella más bella de la
provincia. En las noches, Ska y yo nos guarecíamos bajo los
árboles para protegernos de la lluvia negra que arreciaba sobre el
bosque. Los condenados nos contaron que antes de que llegara
Kam el reino era tranquilo. La gente vivía en sus aldeas, pero un
día, los cuervos de las montañas raptaron a la doncella más bella
de la provincia y se la llevaron a la cima. Allí, durante diez noches
seguidas, el rey de los cuervos le hizo el amor bajo la lluvia y de esa
unión nació Kam, un ser oscuro, un niño que podía volar y meterse
al centro del fuego sin sufrir daño alguno. Cuando Kam estaba
grande, una mañana se tomó por asalto la aldea principal junto con
mil cuervos que les sacaron los corazones y los ojos a los
habitantes. Desde ese día, los cuervos habitaron las casas y
engendraron la raza maldita de niños amargos: mitad perros, mitad
cuervos. Los que opusieron resistencia fueron enviados a los
arboles de la muerte para siempre.

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Despues, mi perro Ska y yo nos metimos al camino del indio
Coyote. En ese camino olía a mierda fresca de venado y a la
distancia se oía el canto de los coyotes. Los condenados de los
arboles de la muerte nos habían dicho que al final del camino había
un espacio. Era un lugar sin tiempo, sin luz, sin nombre; era donde
habitaba el indio Coyote: un enorme indio del desierto que conocía
la ciencia de los hongos, la ciencia de desaparecer el viento, la
ciencia de fabricar la lluvia y la ciencia de inventar animales.

Durante un buen tiempo anduvimos perdidos en el camino del indio


Coyote. La lluvia no dejaba de caer, pero era una lluvia que olía a
ceniza, a fuego recién encendido. Un día, hacia el atardecer, una
sombra enorme nos cobijó. Una voz que venía de detrás de los
arboles nos llamó. Era una voz seca, una voz hecha de humo y de
viento verde; una voz que se filtraba por entre el núcleo secreto de
las hojas secas. Grandes pasos. Pasos. Entonces apareció el indio
Coyote rodeado de los animales ms extraños que jamás el hombre
había visto. El indio Coyote fumaba un gran tabaco. Nos llamó y nos
condujo a un claro del bosque donde había una gran hoguera
encendida.

Con el indio Coyote aprendimos muchas cosas. Aprendimos a leer


los vientos, aprendimos a distinguir en las noches el grito de las
brujas y aprendimos a caminar sobre la superficie de los lagos.
Tambien aprendimos el idioma de los coyotes. Ska aprendió el
idioma coyote más rápido que yo. Pero lo más importante fue que el
indio Coyote nos enseñó la ciencia de inventar animales. El primer
animal que inventamos fue uno llamado Spangory, una especie de
águila blanca hecha con agua de rio, madera de bosque, tabaco y

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fuego. Spangory se inventó de la siguiente manera: durante diez
noches seguidas caminamos por los bosques. En cada lago que
encontrábamos a nuestro recogíamos en los cantaros el agua
donde estuviera reflejada la luna. Después, buscamos los arboles
negros que daban frutos dulces y cortábamos sus ramas y las
quemábamos en una hoguera hecha con mierda de coyote. Luego
rociamos todo con un poco de agua de los lagos y el indio Coyote,
con su gran tabaco, nos enseñó a insuflar el humo en la
composición. Hacia el amanecer, cuando la lluvia del bosque era
suave y transparente, fue apareciendo de entre las brasas un águila
blanca que podía atravesar los arboles, las montañas y tambien
volar bajo el agua. Lo más interesante de Spangory era que al
pasar sobre el agua su reflejo se convertía en otra águila spangory.

Un día, el indio Coyote nos enseñó a inventar el Otromundo: un


caballo negro hecho a partir de los rastros de los cuatro vientos
sobre la arena. Era una tarea complicada porque había que ir hasta
la playa donde la arena era más blanca y donde no llegaban los
cuervos negros de Kam. Durante cinco meses caminamos hasta
llegar a la playa de la arena blanca. Todas las mañanas íbamos a
la playa y veíamos los rastros de los primeros vientos. Luego, con
nuestros tabacos negros, escribíamos en el aire caliente el mismo
rastro que se encontraba en la arena. Cuando tuvimos los cuatros
rastros de los cuatro vientos escritos con humo, echamos mierda de
coyote al aire, cerramos los ojos y, con las manos, dibujamos en el
aire los contornos del caballo negro. Al cabo de unas diez horas,
Otromundo, el caballo negro de los vientos, se materializó. El indio
Coyote nos dijo que Otromundo era un caballo que podía recorrer

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todo el mundo sin sentir fatiga y que estaba hecho para varias
funciones. Podía servir para que los enamorados se fugaran en las
noches con sus novias. Tambien servía para que las doncellas
huyeran de los cuervos negros. Otromundo, el caballo negro de los
vientos, conocía todos los caminos del mundo y aquel que se
encontrara uno de estos caballos nunca se perdería porque
Otromundo era sabido en la ciencia de navegar a través de los
vientos. Otromundo se guiaba por el canto de las ranas y era amigo
de todas las piedras de los caminos polvorientos del mundo. Sabia
donde quedaban las guaridas de los bandidos, las de las brujas y
las de los demonios. Otromundo sabia donde se hallaban los
hostales con grandes toneles de vino rojo y mujeres de senos y
nalgas grandes que acogían a los viajeros y les hacían el amor toda
la noche, hasta el amanecer, sumidos en la marea del vino rojo, esa
mara extraña de lluvia y olor a arboles húmedos.

Una tarde, cuando las aves estaban más desesperadas que nunca
por la lluvia negra del reino de Kam y los animales se escabullían
entre el follaje del bosque y los gemidos de los condenados se
esparcían en el oleaje gris del aire, el indio Coyote nos condujo al
camino del Escudo Rojo y con un chasquido de sus dedos antiguos
llamó a un otromundo que vino corriendo de inmediato. El
otromundo apareció de detrás de la lluvia, de detrás de las sombras
de los arboles, y se presentó imponente, acuático, negro,
transparente, sobrenatural. El indio Coyote nos regaló cien tabacos
para las largas jornadas y nos dijo que para salir de aquel bosque
era preciso pasar por el bosque de los demonios, por el de los

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bandidos negros y, finalmente, llegar a la ciudad principal del reino
donde había que prescindir del otromundo.

Durante varios días anduvimos por el camino del Escudo Rojo. La


lluvia penetraba en nuestra piel y, durante todo ese tiempo, Ska
estuvo más taciturno que nunca. Otromundo, el caballo negro de los
vientos, advirtió la presencia del bosque de los demonios cuando
llegamos a un risco peligroso impregnado de niebla gris. En el
bosque de los demonios siempre era de noche y no se conocía la
luz del sol. Las aves nunca iban por allí y un olor penetrante a
sangre mezclada con lluvia contaminó nuestros pulmones fatigados.
Primero se nos acercó un demonio que venía a bordo de un gran
perro negro. El demonio se identifico como Hux, el demonio
guardián del bosque. Hux nos pidió un tabaco y nos advirtió que el
momento no era propicio para los viajeros porque todos los
demonios andaban de cacería. Hux nos acompañó un buen trecho y
después nos ayudó a encender un fuego en un claro del bosque. En
el fondo, a pesar de su aspecto horripilante, no parecía tan malo.
Nos explicó que era peligroso el bosque por dos demonios andaban
cazando todo ser viviente para extraerle su sangre, la cual
almacenaba n en grandes toneles que añejaban para las fiestas que
pronto iban a comenzar. Eran las Fiestas de la Sangre de Zoroastro
y los demonios celebraban yendo al bosque con los toneles de
sangre, se embriagaban y hacían el amor con las leonas y las tigras
y engendraban seres inmundos para poblar el bosque. Hux nos
contó que Jam, el rey de los demonios, había dado la orden de que
se tenía que engendrar la mayor cantidad de seres inmundos
porque su idea era formar el más grande e implacable ejercito de

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bestias terribles para acabar con los caballeros negros del bosque
contiguo.

Tuvimos que permanecer arios días en las copas de los arboles


porque miles y miles de demonios andaban por los caminos
cazando cuanto ser viviente se les atravesaba por delante para
sacarles su sangre rosa y pesada. Al cabo de un mes, el bosque
quedó en silencio y supusimos que los animales habían muerto en
su totalidad. Solamente se escuchaban las gotas de lluvia
golpeando el follaje oscuro y alguna que otra rana solitaria. Pero, al
cabo de dos o tres días, en los pantanos empezamos a escuchar el
chapoteo de los demonios detrás de las leonas y las tigras que
habitaban ese lugar. Los alaridos de espanto de las leonas eran
aterradores y se confundían con el olor lujurioso de los demonios
que reían a grandes carcajadas negras, sonoras, rotas. Los
demonios, rodeados por la extraña lluvia del bosque, acorralaban a
una leona entre tres y, mientras dos la tenían a la fuerza, el otro le
hacía el amor. Luego la leona quedaba extenuada y los demonios
se iban detrás de otra. Esto duró unas dos semanas. A las dos
semanas, todo se calmó de nuevo y entonces pudimos bajar de la
copa de los arboles porque todos los demonios dormían su
borrachera de dos semanas. Estaban tendidos en el suelo y a su
lado, los perros negros dormían envueltos en su vomito negro,
envueltos por esa baba oscura que provenía de los cielos tristes.
Solamente a la distancia se escuchaba el sonido de un gran tambor
que vigilaba el sueño de los demonios. A medida que avanzábamos
por el bosque, vimos pequeñas bestias inmundas que nos miraban
desde el follaje. Eran seres mitad demonios, mitad leones, seres

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asustados, seres que chillaban de un modo grotesco cerca de los
arboles, cerca del olor podrido de esa lluvia milenaria que por siglos
venia cayendo sin cesar como una maldición. Una maldición de la
que no escapaban todos los seres de aquel bosque perdido en
penumbras del mundo.

El bosque se sumió en un sopor pesado y la niebla se hizo más


espesa. Hacia el final del bosque, apareció de nuevo Hux, el
demonio guardián, con su perro negro. De nuevo nos pidió un
tabaco y se quedó bajo los árboles y luego desapareció en la
espesura dando grandes alaridos que se mezclaron con el sonido
metálico de la lluvia.

El otromundo nos condujo por los caminos de la lluvia. Mis


pensamientos, mi mierda, mis manos, mis recuerdos ya eran agua,
mi cuerpo ya era agua. Agua el cielo, agua los arboles, agua el
tiempo, agua el espacio, agua los animales, agua las sensaciones,
agua los dioses, agua las brujas, agua el humo, agua mi perro Ska,
agua el miedo, agua el bosque entero, agua el mundo. Recordé las
palabras que algún día me susurró al oído el gran indio Coyote
cuando estábamos en la hoguera inventando un animal. Me dijo que
en aquellos bosques, el mundo apenas se estaba creando y por eso
reinaban el caos y la tiranía, y las fuerzas naturales estaban en su
más crasa esencia. Por eso, el fuego, el aire, la tierra y el agua eran
fuerzas y no conceptos. No había leyes. Había instintos. Por eso
era que los dioses, en esos bosques, apenas estaban ensayando a
ser dioses o, tal vez, apenas estaban dejando de ser demonios.

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Una mañana, el galope de un millón de caballos sobre los caminos
de piedra nos despertó. El sonido era ensordecedor y de inmediato
fuimos a ver de dónde venía esa canción que se tejía detrás de los
arboles. A cierta distancia vimos un ejército de caballeros negros
montados en sus caballos oscuros que echaban fuego por sus
bocas. Iban armados con birllantes espadas de acero y con su
galope incesante rompían la niebla y, a su paso, las aves negras
levantaban vuelo hacia la copa de los arboles más altos. Era la
Armada de los Caballeros Negros, el ejército de bandidos más
sanguinarios de esos bosques, un ejército que le sacaba el corazón
a los viajeros y robaba todas sus pertenencias. Eran conducidos por
Kormok, un caballero de tres metros de altura que manejaba el arco
y la flecha con veneno y cuatro espadas a la vez y que era capaz de
hacer el amor con diez mujeres en una noche, beberse un tonel de
cerveza y matar un tigre con sus manos.

Aquella mañana vimos a los ejércitos de Kormok avanzar hacia la


parte baja del rio para enfrentarse a los demonios en una guerra
que iba a dejar el bosque contaminado de sangre y destrucción.
Todos los animales del bosque estaban alerta. Las aves rayaban el
cielo con angustia y los perros del monte corrían de un lado hacia
otro dando aullidos de muerte. El escenario de la muerte se estaba
preparando y en las aldeas de los caballeros negros las mujeres
terminaban de sacar del fuego las espadas. Los toros de los
campos fueron degollados y los caballeros negros hacían fila para
beber su sangre antes de partir hacia la batalla. Cuando los dos
ejércitos estaban próximos el uno del otro, la lluvia arrecio con más
fuerza y los animales del bosque al unísono dejaron escapar sus

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gemidos de muerte, gemidos que se mezclaron con los tambores de
la guerra que provenían de ambos bandos y que juntos producían
una canción macabra que sonaba en el pliegue de los arboles, de
las piedras, de los ríos, de las hojas; sonaba en los pliegues
malditos del aire rojo de aquel teatro donde se iba a representar el
juego de la muerte entre los demonios y los caballeros negros.

Durante tres semanas y cuatro días, los dos ejércitos se enfrentaron


a muerte. Hubo diez mil muertos. Muchas mujeres de las aldeas de
los caballeros negros fueron violadas y muchos demonios fueron
mutilados por las espadas brillantes. Sus cabezas quedaron
esparcidas sobre la hierba húmeda y un olor a sangre podrida
contaminó todo el bosque. Las aguas se tiñeron de rojo y, durante
ese tiempo, no se pudo beber agua de los ríos ni de los lagos
porque los muertos flotaban estáticos estallados por la lluvia, por la
tristeza. Solamente los cuervos se atrevían a bajar para sacarle los
ojos a los cadáveres. La guerra terminó en la playa con un duelo
entre Kormok y Jam, el rey de los demonios. Hacia el final de la
guerra, las armadas estaban tan diezmadas que se decidió un duelo
allí, en ese lugar. A mediodía de un día impreciso acudieron los dos
jefes con los pocos hombres que aun sobrevivían. Kormok y Jam
duraron peleando con espadas tres días bajo la lluvia. Alrededor de
ellos se prendió un círculo de fuego y allí, en su interior, se llevo a
cabo el duelo. Al final del tercer día ambos decidieron suicidarse
clavándose sus espadas en el corazón. Los demonios y los
caballeros negros se replegaron hacia el bosque y los cuervos
negros se llevaron los cuerpos detrás de la lluvia, hacia las
montañas malditas.

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El bosque estaba muerto y los animales no salían de sus guaridas.
El olor a sangre seguía en el aire, en la lluvia y las tinieblas se
apoderaron del terreno. Desde ese día, una música fúnebre empezó
a sonar en todas las aldeas. Era una música negra, una música
demente, una canción de tambores, una canción cantada por mil
mujeres que estaban junto al fuego incinerando sus muertos
mientras bebían la sangre maldita de los últimos toros negros del
bosque.

El otromundo finalmente nos llevo a la ciudad principal del reino de


Kam. Era una ciudad rodeada por la niebla y quedaba en la parte
alta de una montaña. Estaba rodeada por el Rio de La Muerte,
donde nadaban los peces de vidrio que Kam había hecho traer del
mar. A medida que nos acercábamos, vimos tambien muchos
condenados colgando de los árboles y cerca de la entrada de la
ciudad encontramos los burdeles con las mujeres más monstruosas
del mundo. Allí venían los cuervos, los hombres hiena, los hombres
cerdo y los perros negros de los demonios y , por unas cuantas
monedas, hacían el amor con Solje, la mujer de tres piernas; con
Buddu, la mujer de un solo seno que le rociaba a sus amantes con
perfume alucinógeno y los embrujaba durante tres días. Tambien
estaban Foukka y Lollik, las siamesas del amor capaces de hacerlo
con cuatro bestias salvajes a la vez. En estos burdeles, el vino era
barato y todo el mundo andaba ebrio.

La primera noche nos quedamos en el burdel Venice y yo hice el


amor con Xitare, la putica con cara de pájaro que tenía dos alitas
blancas en su espalda y graznaba cada vez que le metía mis armas

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entre sus piernas endebles, casi de agua, casi de pluma, casi
invisibles.

Durante una semana le hice el amor a Xitare. Después probé con


Alennia, una putica triste con cara de lobo que me clavaba sus uñas
en la espalda. Cuando ya se me habían acabado las monedas,
salimos de aquellos burdeles. En la misma puerta de la ciudad nos
despedimos del otromundo, que salió volando hacia el final de la
lluvia. Ska y yo entramos a la ciudad.

Nosotros llegamos en mala época. Llegamos para las Fiestas de la


Muerte. Estas fiestas se llevaban a cabo cada cien años y
significaban que Kam sacrificaba a su gente en la plaza central.
Cuando entramos a la ciudad, los habitantes caminaban alucinados
por las nubes pesadas de los gases venenosos que esparcían
desde el aire los cuervos negros. Poco a poco, los habitantes se
fueron ahogando, pero continuaban caminando hacia la plaza.
Todos llevaban en sus manos ramos de claveles blancos. Toda la
ciudad estaba adornada con las flores de la muerte y la música
fúnebre sonaba por entre las nubes. Los sacerdotes esparcían en el
aire el incienso de la muerte. Los tambores lúgubres sonaban en la
distancia. Todo el mundo se concentraba en la plaza Mayor. Los
habitantes esperaron durante dos horas hasta que apareció Kam
desde el cielo y entonces la gente se postró. A cada habitante lo
amarraban a un globo negro y, al cabo de un rato, todos los
muertos inflaron globos y se elevaron a cuarenta metros del suelo.
Todos los muertos flotaban en el aire mientras la lluvia abaleaba
sus rostros inermes, remotos. Los animales tambien fueron
suspendidos en el aire y hasta el circo de la ciudad fue elevado con

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cuatro grandes globos. Esa noche, toda la ciudad estaba allí, en el
circo del aire, a cien metros del suelo. Todos los muertos de la
ciudad de Kam, con sus ramos de claveles blancos, observaban a
los leones muertos, a los payasos muertos, a los trapecistas
muertos, a la tristeza muerta, a los enanos muertos, a la mujer
barbuda muerta. Todo flotaba en el aire. La muerte flotaba en el
aire. Los leones flotaban suspendidos de sus globos y los payasos
hacían sus chistes desde globos multicolores. Kam estaba esa
noche en el circo. Estaba rodeado por su legión de cuervos leales
que no se le despegaban de su lado y no dejaban que nadie se le
acercara.

Esa noche sucedió algo que nunca había pasado en el reino de


Kam. En el número de los trapecistas, un viento negro y fuerte
empezó a soplar con potencia y el circo, con todos los habitantes,
empezó a ser elevado más de lo normal. De un momento a otro, el
viento arrastró con todo el circo, con los habitantes muertos, con
Kam; y se los llevó hacia el infinito. La ciudad quedó vacía. Las
calles quedaron solas y en las casas los fuegos nunca se apagaron.

Ese día me instalé aquí, en la ciudad de Kam. Llevo cien años


viviendo en esta ciudad fantasma. Ayer me convertí en demonio.
Por eso hace un momento maté a Ska, mi perro, y le extraje toda su
sangre. Sigue lloviendo en el reino de Kam, como ayer; sigue
lloviendo como hace una semana, como hace un año, como hace
un siglo. Sigue lloviendo como hace una eternidad.

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UN COGNAC PARA DOS
PERROS Y UN GATO

Yo era un desastre absoluto. Un perdido. No me lavaba, no


saludaba, no era saludable, olía a tabaco y a alcohol y las moscas
eran mis mejores amigas en las noches frías. Entonces, me aislé en
el pequeño aire de la mañana, en el pequeño olor del brandy, en los
pliegues de las hojas de los arboles de los parques. Un desastre.
Nadie quiso volver a saber de mí en los bares de la calle Serpente.
Nadie me prestaba dinero y las chicas ya no me dejaban saborear
sus frescas tetas blancas. Por eso no opuse resistencia cuando
llegó la ambulancia. Por eso, desde ese día lluvioso, no te llamo.

Todo empezó una mañana de invierno. Estaba tirado, como de


costumbre en el parque Lennon. Tirado en una banca. Abrazado a
sí mismo. Abrazado a mi propio fantasma. A las seis de la mañana
el sonido de la lluvia que caía lenta me despertó. Las palomas se
posaron en las copas de los árboles y pensé en tu rostro dormido.
La mañana, el parque y el aire olían a brandicito, olían a ti, olían a
tren oxidado partiendo hacia ninguna parte, entonces me volví a
dormir. La noche anterior había sido bastante agitada. En el bar Clix
había protagonizado una gresca. Ya saben, lo de siempre. Sangre,
bala, botellas rotas, nenitas llorando, mariquitas corriendo, música

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apagada, mucho humo, vidrios en los pulmones. Salí como a las
cuatro de la mañana al parquecito Lennon y me senté en la banca a
esperar el alba. Encendí un cigarrillo y tenía la sensación oscura de
tres perros negros disputándose mis pelotas. Mis güevas. Mis tristes
güevitas de borracho. Frio en las güevas. Frio. Frio. Frio. Me dormí
y nada más.

Luego de haberme despertado vi las aves revoloteando en la


confusión de la mañana negra; más tarde, el sonido de las
campanas de Paris penetró hasta mis pulmones podridos y resonó
como una canción ebria y desperté. Lentamente, por el parque
Lennon una multitud de rostros ausentes y remotos se disputaban el
olor a mierda del precario día de invierno mientras las campanas
hacían vibrar en el aire las partículas tristes del sol frágil. El día
parecía pintado con cenizas húmedas, con orines frescos de
caballos tristes y antiguos y viejos, caballos grises. El cielo tenía los
trazos confusos y rabiosos de una mano gris, los trazos de una
mano triste que había pintado su abstracto cuadro de invierno
encima de los arboles. La multitud avanzaba en silencio y los
hombres, mujeres y niños llevaban en sus manos ramos de claveles
blancos. Claveles intactos. Claveles blancos. Claveles. Todos
caminaban hacia Notre Dame que se erguía imponente en medio de
la bruma del invierno, esa bruma triste de Paris, un día de
diciembre. Solo se escuchaba el murmullo sordo de la multitud
arrastrando sus pies sobre la gravilla del parque. Mierda. Mierda.
Toda esa gente estaba muerta y se dirigía a Notre Dame al funeral
colectivo. Me dormí de nuevo. Soñé contigo.

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Soñé que estaba corriendo contigo en la playa. Como a las diez de
la mañana el sonido de una sirena me despertó. Abrí los ojos y por
un costado del parque vi una ambulancia. Tres hombres de blanco
se bajaron corriendo y se dirigieron hacia mi banca. No opuse
resistencia. Me agarraron y me inyectaron algo. No había duda. Era
Sinogan. El olor era el mismo: era el olor conocido de la sangre
podrida. Cuando me entraron a la ambulancia respiré por última
vez, tomé con todas mis fuerzas un puñado de ese aire sucio de
Paris, tomé un poco de ese oxigeno y lo llevé a los pulmones y
pensé que ese oxigeno negro que contenía el olor de los tabacos
negros de los cafés, en el perfume agrio del cognac destapado
sobre una mesa mientras el sol estalla en el cristal, en el aroma de
las mujeres del metro, en ese aroma vago y triste que se inventaba
sobre el oxido y los orines de los clochards, en el olor de los arboles
de los parques de Paris bajo la lluvia gris y pensé en el olor de la
mierda de paloma.

Al otro día, desperté en un hospital. Me hallaba en una habitación


blanca. Dopado. Mareado. Me mire y me vi convertido en un flaco y
triste fox terrier blanco con manchas amarillas. Un hombre con una
bata blanca se me acercó y me acarició la cabecita. De inmediato,
mi reacción fue morderlo. El hombre no lo dudó un solo instante. De
un bolsillo sacó una jeringa y me inyectó un líquido pesadito en mi
culito de perro triste. Me dolió la puta inyección, me dolió mucho
más que si me la hubiera inyectado en mi culo de hombre. A lo
mejor, si fuera un hombre, habría estado borracho y ni la hubiera
sentido, pero en ese momento era peor, pues me hallaba en la
ebriedad confusa de un perro; y la ebriedad de un perro es la

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ebriedad de ver todo en blanco negro, es la ebriedad extraña de ver
el mundo real como una nochecita macabra llena de pequeños
sonidos, llena de pequeñas pulgas que saltan en el corazón.

Cuando desperté de nuevo me encontraba en una jaula. A mi


alrededor había otros perros en otras jaulas. Al principio ensayé un
ladrido y me salió algo mal, disonante. No tenia certeza de si los
perros a mi alrededor eran tipos en mi misma situación. A mi
costado derecho había un san Bernardo y por la mirada triste y su
actitud estoica pensé que debía de ser un cura. A mi izquierda
había un pastor alemán con cara de haber sido un travesti de
Sebastopol.

A los tres días, llegó el mismo hombre de blanco acompañado de


una anciana macabra. Una anciana vestida de negro que fumaba
desesperadamente su Partagas. Apenas percibí el olor del Partagas
y pensé que debía de ser una ancianita de esas a las que les
gustaba ir a los parques a leer novelas y tomarse un cognac. De
inmediato, me puse a revolotear como una mariposa dentro de la
jaula y llame la atención de la abuela. La tipa me miró y me hizo un
guiño y yo seguí mariqueando. Ella dijo algo al hombre blanco y,
entonces, este abrió la jaula y la abuelita me tomó en sus brazos.

Fuimos a la oficina y allí se firmaron unos papeles de rigor y


salimos. Tomamos el metro y nos bajamos en Stalingrad. Todo el
trayecto la anciana me sobó la cabeza y me dijo que mi nombre era
Jarry.

Llegamos a su pequeño apartamento y ella se sentó en un sofá. Yo


me hice en sus pies malolientes. Ella destapó el cognac y tomó

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varios sorbos. Yo la miré con desconsuelo. Entonces regó un poco
de cognac al piso y lo lamí con lentitud hasta quedar mareado.
Borracho. Un perro borracho. Y me dormí.

Al otro día fuimos al parque. En el parque la anciana me siguió


envenenando con cognac. Nos sentamos en una banca y yo me
dediqué toda la tarde a perseguir palomas. Entonces te vi allí, en el
otro extremo del parque. Estabas tomándote fotografías con un
hombre. Yo te seguí hasta tu banca. Te sentaste y el hombre abrió
una botellita de vino. Yo me hice en tus pies y los lamí y tú le dijiste
al hombre que yo era un perrito muy divertido. Muy divertido. Muy
divertido. Tambien te vi las bragas. En realidad, era un perrito muy
pervertido porque cuando vi tus bragas me lancé y te las lamí,
llegué hasta tu pequeña y secreta oscuridad y escurrí mi fría
lengüita fría y sentí todo tu olor, aquel olorcito; y me acorde del olor
del amor a las seis de la mañana, del aroma del amor que
producías a las seis de la mañana cuando las gotas de la lluvia
resbalaban sobre los cristales y tu fabricabas el olor de las babas en
la lluvia y el perfume del sudor en el espacio precario de la mañana.
Entonces, el maldito hombre me zampó un botellazo en la cabeza y
salí corriendo hasta donde la abuela, que seguía inerte fumando
Partagas y tomando cognac.

Los días pasaban y la abuela seguía yendo a Notre Dame, una y


otra vez. La catedral, como de costumbre, llena. Todo el mundo de
negro. Era la centésima vez que el padre Puteau enterraba a todo el
mundo. A la quinta vez que fuimos ya olía a rancio y los ramos de
claveles blancos empezaban a marchitarse. Realmente, ya estaba
fatigado de aquel trajín.

69
En las noches cuando la anciana se iba a dormir, yo me escapaba y
salía a la calle y me iba a la Serpente. Con el transcurrir del tiempo
me hice amigo de varios perros callejeros y de algunos gatos
maleantes. Bien entrada la madrugada, los gatos nos llevaban a las
partes traseras de los restaurantes chinos de Tolbiac y allí
comíamos los desperdicios. Después, nos íbamos por las calles
estrechas hasta llegar a Sebastopol y contemplábamos a las
puticas que fumaban paradas en los umbrales solitarios de las
puertas mientras eran carcomidas por el frio del invierno. La que
más nos gustaba era Marlene, una putica dulce que nos regalaba
vino barato y nos echaba el humo de su apestoso cigarrillo en la
cara. Cuando a Marlene le daba sueño nos llamaba con un
chasquido de sus dedos y entonces subíamos a su alcoba. Ella se
echaba a dormir y nosotros, perros y gatos de la calle, perros y
gastos tristes de la noche, nos hacíamos a su lado y le dábamos un
poco de calor, le lamiamos las manos y, de vez en cuando, las
teticas y las nalguitas.

Pero entonces, todo Paris empezó a oler mal de verdad. Ya no


había nada que comer y los chinos y vietnamitas empezaron a salir
en las noches a cazar perros y gatos para sus restaurants. A
Pitágoras, el gato viejo, lo cogieron una noche cerca de Pere-
Lachaise. Algo parecido sucedió con Nike, el perro labrador.
Nunca más volvimos a saber de ellos. La cosa se puso caliente de
verdad. Los muertos andaban por las calles y a la mayoría se les
caían las manos, los pies, las narices.

La comida escaseaba. La anciana regateaba el cognac y cada día


que pasaba olía peor. Yo ya no me acercaba a ella. Siempre

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mantenía una distancia de por lo menos tres metros. Un día, el olor
era tan insoportable que decidí fugarme. La anciana yacía en el
sofá y se le había caído media cara. El cuadro no podía ser más
macabro. A través de la ventana entraron palomas e inundaron el
apartamento. Se posaron sobre la anciana y empezaron a
picotearla. Yo me escondí debajo del sofá y vi a las palomas
llevándose su cuerpo. Lo sacaron a través de la ventana y se
perdieron con ella bajo la lluvia.

Salí a la calle. En Nation me encontré con Erik, el gato borracho, y


con Freddy, el perro tímido. Caminamos confundidos bajo la lluvia.
Llegamos a Sebastopol. Encontramos a Marlene parada como
siempre fumando en una puerta. Estaba llorando. Nos llamó con un
chasquido de su mano, se arrodilló y nos sobó la cabeza a todos.
Se echó vino rojo en la palma de la única mano que le quedaba y la
lamimos con cariño, con amor, mientras el sonido de las campanas
ametrallaba el aire sucio de la madrugada de Paris. Ella nos dijo
que la lleváramos al Sena y que la dejáramos allí para siempre
porque ya no podía caminar, ya no tenía fuerzas. Marlene se
desvaneció y la llevamos arrastrando hacia el Sena. Llegamos a las
seis de la mañana al rio. Antes de empujarla al agua le lamimos la
mano y ella entonces se despertó y nos dijo gracias con los ojos. La
empujamos. En ese instante, un millón de cadáveres flotaban sobre
las aguas del Sena cobijados por la lluvia negra del invierno.

Marlene empezó a flotar con suavidad en medio de los muertos, en


medio de los pianos negros, en medio de las puertas y ventanas, en
medio de las hojas secas; nosotros nos quedamos inermes en el

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borde viendo como el rio del amor ahora era el rio de la muerte.
Muerte. Muerte.

Desde ese día, Erik, Freddy y yo vagamos por este Paris desolado,
este Paris lleno de fantasmas. Suponemos que tambien estamos
muertos porque no nos da hambre y tampoco sueño. Suponemos
que desde que estamos muertos no amanece en Paris, suponemos
que siempre es de noche, suponemos que somos tres animalitos
alucinados perdidos en las manos abiertas de la muerte;
suponemos que siempre encontraremos rastros de cognac en lluvia
para nosotros, dos perros y un gato. Suponemos que todo empezó
un día que estábamos borrachos y llegó una ambulancia al parque
Lennon. Suponemos que la vida es tal vez una pequeña, remota,
dulce y absurda melodía que se confunde con el horrible ladrido de
los perros negros del tiempo y del espacio, los perros que ladran
ebrios allá en el filo del abismo que se abre alrededor de todos los
costados de Notre Dame mientras suenan las campanas y llueve
sobre Paris.

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73
LA SUSTANCIA ABSURDA DE HENDRIX

Esa mañana el sonido de los gatos deslizándose bajo la lluvia me


despertó, abrí los ojos y me levanté. Fui al salón y saqué a patadas
a unos cuantos que aun dormían. Había botellas de alcohol, colillas
y sostenes por todos lados. Allí estaban todos. Había sido una
noche bastante agitada. Agitada. En el ambiente todavía quedaban
rastros de una noche pesada como si una bestia negra y
despiadada se hubiera revolcado y hubiera vomitado en los rostros
de todos. Una bestia negra y despiadada. Despiadada. Demente.
Loca. Una bestia pesada. Mierda. Miré a mi alrededor y me sentí en
las entrañas de la bestia. El trance aun no había terminado.
Botellas, whisky, hash, tetas, ábranse las venas, copas, colillas,
trance, delirio, nubes, negro, aturdimiento, alucinación, electricidad,
gasolina, tinieblas, perros negros, mierda, vómito, confusión, dados,
azar, trance, sangre, gasolina, vuelo, aire, cerrado, trance, delirio,
alucinación, whisky, humo, pesadillas adiós. Rotos las pequeñas
bestias que habían pasado la noche en mi apartamento pastaban
en las praderas oscuras de mis pesadillas. Observé con
detenimiento sus rostros dormidos y me di cuenta de que en sus
cerebros estaba lloviendo la lluvia de la aurora, esa lluvia negra que
te pone al filo de todos los abismos posibles.

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Me acerqué a Perry que, hacia las tres de la mañana, había
intentado suicidarse y todavía tenía rastros de sangre en sus
antebrazos. Algunas muñecas dormían con las tetas al aire. El
apartamento era una verdadera mierda. En un rincón, Parker
escribía alucinado uno de sus famosos poemas que eructaba al
final de las fiestas. En su mano tenia enredado un poco de hash y a
un lado había un vaso con cerveza. Cerveza amarilla. Espuma
amarilla. Me acerqué a Parker, le robé un soplo de hash y lo mandé
para la puta mierda. Para la puta mierda. Leí la primera línea de su
poema y no pude aguantar el primer verso que empezaba diciendo:
“todos los corazones de la noche flotan en el mar oscuro del
alcohol, el amor es una sustancia absurda que se diluye en la
sangre negra de la aurora”. Entonces rompí la hoja, le rompí la jeta
de un coñazo y le abrí la puerta. Le dije que se largara, que tenía
huevo su poemita de mierda. Parker salió con su hash y se llevó
una muñeca.

Salieron todos. A lo lejos pude oír la canción metálica del tren


elevado rompiendo el frio y los primeros rayos de la mañana. Un
maldito vendedor de pan y de ostras pasaba gritando en ese
momento. Salí por la ventana y le mandé una botella vacía que
estalló en el pavimento en mil pedazos. Las palomas alzaron el
vuelo. Después, todo quedó en silencio. La mierda quedó en
silencio. La mierda empezó a navegar en el oscuro mar, en el
sospechoso mar de la calma, de la lasitud. La escena era la que se
ve después de una batalla. Allí, esa noche, había sucedido una, una
de las absurdas batallas entre los bandos del alcohol y la marihuana
contra las legiones de la confusión y la desesperación. El maldito

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lugar olía a tetas y sudor. Los espacios estaban todavía colonizados
por los rastros penetrantes del hash y afuera, la mañana estaba
siendo asaltada por los rayos inútiles de un sol débil y enfermizo.
Los rayos del sol entraban por la ventana y golpeaban contra las
botellas vacías de whisky.

Fui al espejo del baño y vi mi reflejo sucio de las seis de la mañana.


Vi mi rostro mirándome. Frente a frente. Vi mis ojos nadando en esa
desesperación que dan doce horas continuas de Hendrix, tetas,
whisky, mierda ventiada, hash, tabaco, lluvia, gatos, manos,
sudores y ceniza por aquí y por allá. El espejo. El espejo enterrado
en las tinieblas de la confusión. Confusión. Alucinación. Confusión.
Confusión.Hendrix. Lluvia.

Confusionhedrixlluviaalucinacionwhiskytetassudortabacoalcoholconf
usionseisdelamañanamierdaconconfusionalertarojaespejoenterrado
sangrenegravacioenelestomagoconfusion. El espejo, el maldito
espejo me devolvía la confusión de estar ahogándome
constantemente en el sexo rojo de los días, esa confusión de estar
en el núcleo de los espasmos de la lluvia como un perro herido, esa
confusión de estar desangrándome sin parar en la hemorragia de
las horas y los minutos. En fin. Me miré al espejo y mi reflejo no era
otra cosa más que el reflejo de un borracho que tenía el corazón
borracho. Mi reflejo era un reflejo pálido que se diluía en el agua
extraña del espejo, era un reflejo de un barco que navegaba a la
deriva en la tremenda borrachera del tiempo, de los días; la terrible
e implacable borrachera de los relojes.

76
Entonces me mamé. Me mamé del ruido del tren elevado, me
mamé de los rostros, remotos y rotos, pegados a los cristales del
tren; me mamé de la lluvia, del ruido de los gatos escarbando en los
tejados, me mamé de andar deambulando por los extraños bosques
de la noche; me mamé de andar por los mares de la noche
naufragando en cada ola, naufragando en cada copa de whisky,
naufragando en cada teta, en cada mirada, en cada metro. Me
mamé. Entonces me metí al espejo. Me fui a vivir al espejo,
atravesé el espejo. Metí en primer lugar las manos, luego la cabeza
y después el resto del cuerpo. Me metí al otro lado de la confusión.
Al otro lado.

Llevaba dos días viviendo en el espejo. Allí, dentro del espejo, todo
era nice. Había una pequeña playa de arena roja y siete lunas
enormes. Calma total. Tal vez el nirvana. A lo lejos, al final de la
arena, una orquesta de animales ejecutaba una música extraña,
alucinante. Llevaba dos días en el espejo. No había comido nada.
Comer me parecía una tarea inútil, perniciosa. Alimentar el cuerpo
era sospechoso porque en cualquier momento la carne podía
tomarse por asalto el espíritu y lo podía aniquilar. Un buen plato de
comida poda aniquilar el sentido estético de la vida. Lo solido iba en
contraposición de lo liquido, de lo etéreo. Por eso, era que me
alimentaba de sustancias no solidas. Aquí, en el interior del espejo,
me alimentaba de líquidos no convencionales. No había
alimentación en el sentido estricto y decente del vocablo, había
autodestrucción: cigarros, hash, licores. Whisky. Brandy. Disparos.
Sueños. Gasolina. Sangre. Orines. Es decir, olores, sustancias
olfativas. A lo largo de esos dos días había comprobado que la

77
autodestrucción, era en cierto modo, una alimentación. La
autodestrucción era la alimentación del miedo, era la lucha del bien
y el mal en su más primitiva forma, era la precariedad del cuerpo,
era el cuerpo al borde del abismo del espíritu. La autodestrucción
era donde se probaba hasta donde llegaban las sombras de Dios.
Por eso, aquí, en el interior del espejo, andaba así, un poco triste,
un poco sin ilusiones, un poco rolling stone. Aquí no existía la
verdad o la mentira. Solamente existía un estado constante de
alucinación. Autodestrucción. Alucinación. Autodestrucción.
Alucinación. Autodestrucción y alucinación. Alucinación y
autodestrucción. Autoalucinación. Solamente existía la sustancia
absurda de Hendrix regándose sobre la arena roja como una mala
sangre. Mala sangre.

En verdad, después de mucho tiempo de estar en el espejo, me


sentía tranquilo. No había sentido tanta paz como en esos días.
Nadie venia a molestarme. Al principio, el teléfono sonó mucho, allá
afuera, en mi apartamento. Debía ser Nata para invitarme a ver una
deprimente película en el centro de la ciudad. Solo de pensar en
vestirme y salir a coger el metro en medio de la niebla me daba
escalofrío. Unos días después, hacia las siete de la noche, luego de
muchos repiques de teléfono, finalmente llegaron Perry Parker.
Desde el interior del espejo podía ver como aquellos malditos
revolcaban todo el apartamento. Buscaron aquí y allá. Nada. Nada.
Nada. Después llegó Nata, y se echó a llorar, y dijo que a lo mejor
debía de estar por ahí en cualquier bar tomándome una copa de
brandy. A las ocho salieron a buscarme, supongo que a la zona de
bares. Volvieron hacia la medianoche y Parker relató el incidente

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que había tenia conmigo la mañana que lo eché después de haber
leído su poemita de mierda. Si. El incidente del poema. Nata se
quedó a dormir en el apartamento. Parker y Perry se fueron a la
una. Al otro día, Nata salió temprano. Pero antes vino al espejo y
se miró. Se peinó y se miró las tetas. Luego cagó y se fue. Después
vino la policía con Nata y levantaron un acta donde constaba que yo
había desparecido.

Nata se echó a llorar. Uno de los policías aseguró que yo debía de


estar por ahí en bar formando camorras y armando tabaquitos de
hash. Todo había salido bien. Sin embargo, había algo que me
molestaba todavía. Ese algo era mi reflejo. Desde adentro podía
observar mi reflejo afuera del espejo. Todas las mañanas venia y se
miraba al espejo, tal como yo lo hacía con regularidad. El reflejo
llegaba y con calma se miraba. Al principio, solamente se quedaba
unos minutos. Un día se percató de que yo estaba adentro y desde
afuera me hizo un guiño. Después se fue.

Otro día estuvo toda la mañana frente al espejo y me dijo que


Borges tenía la razón al decir que todo espejo era aterrador.
Después, al desgraciado reflejo le dio por fumar enfrente del espejo.
No lo podía soportar y creo que, en el fondo, el tampoco me
soportaba a mí.

Anoche mi reflejo me despertó en la madrugada. Oí ruidos en los


bordes del espejo. Fui a ver y ahí estaba el: frente al espejo. Afuera
llovía. Desde el interior del espejo alcanzaba a oír el sonido de la
lluvia mojando la copa de los arboles. En la distancia oía tambien el
sonido roto del tren elevado. Mi reflejo se encontraba allí, parado

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frente al espejo como un fantasma negro y desolado. Me dijo hola.
Yo le conteste. Entonces me dijo que me acercara mas al borde del
espejo y el maldito me dispar tres balazos que atravesaron el cristal
y se clavaron en mi corazón. El interior del espejo se llenó de
sangre. Sangre. Mala sangre.

Ahora estoy muerto. Llevo cinco horas muerto. La sangre del


interior del espejo sigue rebosando. Estoy tendido bocarriba.
Supongo que deben de ser las siete de la mañana porque alcanzo a
oír el funcionamiento de la calle, allá fuera. Hace unos instantes mi
reflejo se ha mirado al espejo otra vez. Se ha afeitado con cuidado y
escrúpulo y se ha arreglado para asistir a mi funeral, que se llevara
a cabo a las tres de esta tarde. Yo lo he invitado. El funeral se
celebrará aquí, en la playa.

Mi cuerpo flota en el mar muerto mientras llueve en el interior del


espejo.

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LA PEQUEÑA CONFUSION DE LA
SANGRE

Era un viernes infectado por la malaria del invierno, un viernes


corroído, un viernes oxidado como una vieja lata de cerveza tirada
en un rincón de la semana triste. Ese viernes conocí a Nicole en
una fiesta, en un apartamento de la calle Lessing. Estaba tirado en
el sofá fumando un cigarrillo negro. Veía la tarde a través de la
ventana, veía el paso de la gente por el parque, veía la fabricación
lenta de la decadencia mientras escuchaba La canción de la Tierra
de Mahler. A eso de las tres, sonó el teléfono. Era Brod. Brod me
dijo de la fiesta en la calle Lessing. Me metí un par de whiskies y me
dispuse a dar un paseo por los parques y los cafés. Dispuse mis
pulmones, los llené de humo azul, me aturdí, aluciné un poco y volví
a mirar hacia la tarde del viernes, y en verdad, me sentí como un
globo triste a punto de zarpar por el extraño oleaje de la tarde. Poco
rato después salí y fui a dar un paseo por los parques. Salí por la
calle Nixon y me introduje al centro de la multitud, al centro de la
gran vagina de esa multitud que era incapaz de llegar al orgasmo. A
mi alrededor, la multitud se masturbaba en su ir y venir y los
líquidos sucios, las pesadillas liquidas de la muchedumbre se me
pegaban al rostro, una y otra vez. Zapatos, rostros, tetas, culos,
cigarrillos, buses, avisos, top, sex, open, closed, White, cerrado,

82
mierda, arriba, ventana, cine, madame butterfly. La multitud era un
gigantesco enjambre de moscas que iba detrás del olor de la mierda
que se esparcía por el ambiente.

Me subí a un bus y me hice en la parte de atrás. La escena era la


de siempre. Gasolina, amor de gasolina, tristeza de gasolina, lluvia
de gasolina, viernes de gasolina, rostros de gasolina, mierda de
gasolinita. Un ladroncito enmarihuanado robaba a una señora con
un cuchillito triste y le sacaba unas monedas, unos billeticos. Un
robito de gasolina. Troncal Caracas. Lluvia Caracas. Tristeza
gasolina Caracas. Después se subió un guitarrista y cantó, una
canción de Violeta Parra, gracias a la vida que me ha dado tanto,
guitarra gasolinera, una moneda para el artista de la calle, por favor,
una frenada, jueputa no me pise y, claro, después vino el médico
del bus con la yerba para matar todas las amibas y, desde luego, la
receta para el mal aliento, doscientos pesos el remedio, gracias a la
vida que me ha dado tanto, Troncal Caracas, gasolina, viernes,
cinco de la tarde, quiero ser tu perro rabioso, nena. Gasolina.
Viernes gasolina tristeza Troncal Caracas. Mientras el bus
avanzaba por la Caracas como una ballena enferma, todos los
peces amargos del bus inventaban sus pequeños y confusos
amorcitos en medio del olor penetrante de la gasolina. Luego me
bajé en la 34 o en la 45 o en la 50 mientras llovía, y entonces
caminé hacia Lourdes por la 13 y salud a las putas que se
desintegraban bajo la luz plomiza de la tarde y después me senté a
un café y pedí una cervecita para la sed, encendí un cigarrillo, leí
una página, dos páginas. Me balanceaba en el tedio de la tarde.
Cuando la tarde moría como una bestia herida, cuando ya se había

83
decretado la ultima estocada sobre la luz, me metí al cine. Vi una
película de Barbet, Los Tramposos. Después comí algo en la calle
y me dirigí al apartamento de la Lessing. Cuando llegué, estaba
sonando Dazed and Confused de Zeppelin y esa mujer, Nicole, se
movía como una culebra demente en la mitad del salón, en medio
del humo mortal del hachís. Brod me saludó y tomó mi abrigo y me
ofreció un trago. Nicole seguía moviéndose como una culebra y el
humo del hachís entró a mis pulmones y empezó a correr por la
sangre y me sentí flotando en la decima nube arriba de la
contaminación. Nicole era una mujer zeppelín. No había duda. Yo
conozco muchas mujeres. Unas son mujeres Stone, otras mujeres
lennon, otras mujeres nirvana. Pero esta era una mujer zeppelín.
Las mujeres Stone se saben de memoria Satisfaction y tienen
sueños libidinosos con Jagger, tienen pósteres de Jagger en sus
habitaciones y, alguna vez, se han inyectado morfina. Huelen a
morfina, y sus labios salvajes son rojos y sus tetas son pequeñas
como pequeñas piedras del camino. Las mujeres lennon tienen
gafas, son mas intelectuales, han leído un mundo feliz de Huxley,
andan con perros llamados Dakota, solo fuman marihuana y leen a
Whitman en las noches cuando esta deprimidas. Las mujeres
nirvana son las más peligrosas de todas. Viven en el filo de la
realidad, tienen tetas grandes, han intentado suicidarse, conocen el
Prozac y las anfetas; caminan solas en las noches, se paran en la
entrada de los bares, bailan pogo y fuman desesperadamente y se
saben los nombres de los gatos que se escabullen detrás de la
lluvia. Las mujeres zeppelín bailan Dazed and Confused bajo la
lluvia, son mujeres eléctricas, mujeres que te destruyen el cerebro
con sus palabritas de amor, mujeres que conocen la muerte de

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cerca, saben que la canción es la misma, saben que son más
poderosas que las bombas nucleares, saben moverse en la
oscuridad, son como gatas, son animales felices que salen después
de la medianoche a las calles y se la toman por asalto.

Bailé con Nicole toda la noche. En realidad, nos apropiamos del


equipo de sonido y toda la noche, hasta el amanecer, sonó Led.
Communication Break down, Immigrant Song, Babe I'm Gonna
Leave You, Good Times Bad Times, Ramble on, Black Dog,
Trampled Underfoot, Kashmir, The Battle of Evermore, The Rain
Song, No Quarter, All my love, Misty Mountain Hop. Una mujer
zeppelín muy tenaz. A las seis de la mañana, después de tener el
cuerpo jodido por dos litros de whisky y por tres paquetes de
cigarrillos de contrabando americanos, salimos por cerveza, pero
nos quedamos en el parque viendo el amanecer del sábado, ese
amanecer, los dos. Jodidos, ebrios, con las palabras oliendo a
whisky, con los huesitos llenos de mosquitas negras, con la cabeza
llena de pianos rotos y viejos, pianos donde sonaba esa melodía
que solo suena a las seis de la mañana: la melodía de un blues trise
y borracho que se filtraba por entre la copa extraña de los árboles
muertos.

Como a eso de las ocho, después de unos cuantos cigarrillos, nos


quedamos dormidos en una banca de aquel parquecito de la calle
Johnny Winter. Varios borrachos del bar Stone Free nos saludaron
y le dieron besos en la mejilla a Nicole. Entonces, caímos como
piedras y nos dormimos abrazados.

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Hacia el mediodía el ruido disonante de la ciudad nos despertó. La
ciudad era una orquesta rota donde un millón de músicos tristes y
desacompasados ejecutaban una música absurda,
descompensada, una música gris, una musiquita que olía a meados
de perro. Nicole me tomó de la mano y caminamos en silencio por
las calles. Caminamos o, mejor dicho, navegamos por entre la
marea sucia de aquellas calles; caminamos como perritos
alucinados, a la deriva, perdidos.

Finalmente, llegamos a un pequeño apartamento de la calle Jarry.


Nicole preparó café. Hicimos el amor toda la tarde. Hicimos el amor
con aroma a café, amor de café negro, amor recalentado.
Dormimos.

Cuando desperté, Nicole tocaba un saxo tenor frente a la ventana y


de la jeta dorada del instrumento emergían mariposas negras que
se fugaban por la ventana, lentamente. A medida que Nicole
soplaba la triste melodía de blues, iban saliendo más y más
mariposas. Pronto, el apartamento estuvo lleno de mariposas. Yo
me paré y le fui a dar un beso en la nunca, pero ella se enfureció y
me mando para la mierda. Entonces empezó a tocar
desesperadamente. Cambió de blues. Esta vez era un blues de Lee
Hooker. Al principio esperé más mariposas, pero no salió nada. Al
cabo de un rato, empezó a salir una patica, otra patica, un hocico y
mierda. Esta vez salió un perro, un maldito perro amarillo. Nicole lo
acarició y fue a la cocina y le dio una taza de leche. Entonces
maldijo porque, decía, siempre tratado de fabricar un gato y nunca
le había salido. Después salió a la calle y dejó al perro por ahí. Me

86
dijo que en el puente había dejado en el plazo de un mes cuatro
perros amarillos.

Entonces pasaron los días y Nicole y yo sobrevivíamos tocando en


los parques. Mientras Nicole tocaba el saxo, yo pasaba con el
sombrero recogiendo monedas y billeticos para el café, para los
cigarros, billeticos para perfumar las noches de amor con whisky,
brandy, cigarrillos y tiquetes de metro. Íbamos de parque en parque.
Los niños quedaban fascinados con las mariposas negras que
salían del saxo. Hacia el final de la arde íbamos a los bares a gastar
lo que habíamos recogido.

Pero una tarde sucedió algo extraño en el parquecito de la calle


Morrison. Un viento verde sacudía la tarde y los arboles. Los perros
ladraban detrás de las verjas oxidadas y el ruido del metro era más
rechinante que nunca. Llovía. Nicole ensayó una melodía de los
Doors y entonces varias mariposas negras salieron eructadas del
saxo y se fueron directamente al rostro de los habitantes que
observaban a Nicole. Se pasaron en sus rostros y se encarnaron
sobre los ojos. Los habitantes salieron despavoridos dando grandes
alaridos mientras la lluvia arreciaba con más fuerza. Mil mariposas.
Una ráfaga de mariposas negras que salieron del saxo de Nicole y
se fueron detrás de los rostros anónimos que se balanceaban en la
confusión extraña de la tarde. El parque empezó a oler a plasma y
en la tarde, el aire de la pequeña tarde gris, se empezaron a
configurar rastros de hemoglobina y parecía que las ramas de los
arboles estuvieran salpicadas de pequeñas gotas de sangre.
Sangre. Sangre la tarde, sangre e parque, sangre los arboles,
sangre la música. Sangre. Sangre. Sangre. Del saxo empezó a

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brotar sangre, sangre, sangre y se fue mezclando con la lluvia, con
el olor a meados de perro, con el olor a morfina de la tarde. Nicole
y yo salimos corriendo bajo la lluvia y la sangre iba brotando a
chorros. Botamos el saxo. Nos encerramos en el apartamento.
Durante varios días no salimos. La radio y la televisión anunciaban
que ríos de sangre habían inundado la ciudad. La ciudad entera
estaba encharcada en sangre y, cada vez mas, subía el nivel. Al
mes, una lluvia roja empezó a caer sobre las calles. Desde la
ventana veíamos como la sangre iba ganando terreno. El olor a
muerte era insoportable. Todo se fue tiñendo de rojo. Rojo el aire,
rojas las puertas, rojas las ventanas, rojos los perros, rojos los
arboles. Los gatos bebían la sangre y todos los perros de la ciudad
se habían enloquecido y nadaban en los ríos de sangre llevados del
gran putas. Estábamos en la ciudad más llevada del universo, la
ciudad roja.

Nos suicidamos el 5 de noviembre a las cinco de la tarde. El rio de


sangre ya llegaba hasta el tercer piso, hasta nuestra ventana, y los
cadáveres golpeaban los cristales llevados por aquel oleaje rojo y
penetrante. Entonces nos tomamos unos barbitúricos. Cuando la
espuma de la sangre subió, cuando sentimos ese gigantesco rumor
ladrando en el cristal de la ventana como un gran perro herido y
loco, la nena zeppelín, Nicole, esa tenaz mujercita zeppelín se
dirigió al pick up y puso Dazed and Confused y entonces nos
metimos las pepas y lentamente fuimos sintiendo como la mano
negra e la muerte nos iba arrancando los órganos, los riñones, el
corazón, los ojos, el estomago, el páncreas y morimos rotos cogidos
de la mano.

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Desde entonces, floto alucinado en la sangre. Solo, roto, confuso.
Extraño. Rojo. No sé donde está Nicole. Todo el mundo
desapareció. Los perros devoraron a los habitantes. El sol es rojo.
En la sangre flotan los muertos, los pianos, las ventanas, las
puertas; y los arboles.

Creo que Nicole está al otro lado de la ciudad porque a veces me


parece oír una triste melodía en la lejanía, y entonces veo una
muchedumbre de mariposas negras que se eleva en el horizonte
llevando en sus alas a una mujer que toca el saxo. Una mujer que
toca el saxo mientras llueve y mientras se decreta la pequeña
confusión de la sangre sobre la ciudad.

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VACIO IN UTERO

Yo me volví loco y mamá me mando al sanatorio Hell, en las


afueras de la ciudad. El día que se me zafaron los tornillos por
completo estaba convertido en pájaro, en un pájaro horrible, flaco,
desplumado; y mama, antes de llamar a la ambulancia de la Hell,
tuvo que ir al centro a conseguir una jaula. Pobre vieja, la vieja
sufrió mucho. Bueno, que le vamos a hacer. Ni mierda para la vieja.
Ni siquiera rezongó cuando los malditos enfermeros llegaron con el
Sinogan y preguntaron a quién había que inyectar. Mamá señaló la
jaula y los malditos se cagaron de la risa. De todos modos, me lo
dieron en gotas, por el pico amarillo. Cuando pasé las primeras
cinco góticas espesas y amargas empecé a sentir un vértigo
extraño debajo de las plumas negras y miré hacia afuera a través
de la ventana de mi alcoba y comprobé, una vez más, que el mundo
era una masa tenebrosa que flotaba en la mitad de una botella
oscura y rota mientras el perfume de la heroína, proveniente de las
estaciones de metro, se confundía con la lluvia de noviembre.

Al cabo de un rato, los malditos enfermeros me introdujeron con


jaula y todo en la ambulancia. Antes de que partiera, mamá salió
corriendo con un manojo de alpiste verde y se lo dio a uno de los
hombres de blanco, que se cagó de la risa. La ambulancia partió
bajo la lluvia y solamente escuchaba el sonido de las gotas

91
estrellándose contra los vidrios y el sonido particular de las
multitudes de las calles. Ese sonido. Como si estuvieran fritando un
millón de papas cerca de los árboles y en el rio. De tanto en tanto,
uno de los hombres me pasaba por entre las rejitas de mi jaula un
poco de alpiste. A través de los cristales sucios de la ambulancia
podía ver las calles, esas calles negras de fogatas, vagos; podía ver
los avisos luminosos de las puticas tristes, la gente saliendo del
cine, los buses, los arboles de los parques.

En un semáforo, en rojo, por delante de la ambulancia, pasó


Corinne con un muchacho. Iban de la mano. Se veían felices bajo
esa luz azul de las seis de la tarde, se veían irreales y me pareció
que tal vez iban a cine, o tal vez iban a tomar una cerveza a un bar
y de pronto se fumarían un cigarrillo y se harían en una mesa cerca
de la ventana para contemplar la calle y entonces los avisos de las
tiendas porno se reflejarían en sus rostros felices mientras yo me
moría del mareo en medio de la borrachera confusa del Sinogan y
mierda, entonces empecé a entonar una canción de los Yardbirds,
for your love, for your love, for your love y cambió el semáforo, luz
amarilla, luz verde, cambio en primera, acelerador, y puta mierda
perdí de vista a Corinne y volví a mirar hacia los cristales donde se
estrellaba la lluvia y sentí que ese momento era una escena más de
la infinita película absurda del mundo; una escena de la película
pornográfica del mundo donde la saliva de la multitud se confundía
con su sudor y su mierda.

A Corinne la había conocido unos meses atrás en el Jibus Club, en


el último concierto que dio Kurt Cobain allí, en ese bar, antes de que
se suicidara. Ella cubría el evento para el periódico underground

92
Hop Frog de circulación quincenal en los bajos fondos y en las
universidades. Corinne estaba amarrada con su cámara de
fotografía y yo estaba en muy mal estado cuando tropecé con ella.
Barbitúricos. Volaba a mil millas de la estratosfera terrestre.
Después de tropezar, ella me dio una patada en el culo y yo se la
devolví como signo de cariño. Luego la invite a una cerveza. Fuimos
a la barra. Allí charlamos, fumamos y esperamos a que el sitio
terminara de llenarse. Se esperaba a Cobain a medianoche. Era
jueves. Afuera llovía. Cuando la vi, supe de inmediato que Corinne
era una mujer- pájaro pues tenía esa mirada negra, esa mirada
perdida, y entones le acaricié las tetas húmedas en la oscuridad del
bar y soltó un graznido suave que estalló en el centro del humo de
los cigarrillos. Bailamos un rato. Luego, a las doce de la noche,
apareció Cobain e interpretó las canciones de sus álbumes
Nevermind, In Utero y Bleach. Nos metimos varias pepas, algunas
cervezas, muchos cigarrillos y terminamos abrazados en el baño
trasero del Jibus, navegando en aquel interminable charco de orines
amarillos y, entonces, me volví a sentir vivo porque me acordé del
olor de los orines, es decir, del olor que conecta todos los
momentos de la vida, ese olor de los orines, ese olor amarillo, ese
olor del miedo y del amor, del tedio y de la muerte; y allí en ese
baño podrido donde orinaban los punks mas pestilentes de la
ciudad, nos sentimos dos barquitos perdidos en el oscuro mar sucio
de la noche, el sucio mar del mundo lleno de lluvia, licor, colillas,
saliva, sudor, sangre, heroína, lagrimas, muchas lagrimas, humo; y
le dije a Corinne al oído que naufragara conmigo esa noche, que
naufragáramos en las olas amarillas de ese mar intemporal en el
que éramos reales y verdaderos. Salimos a las tres de la mañana

93
llevados del putas. Llovía. Llovía. Llovía. Caminamos por aquellas
calles solitarias llenas de vagos que se calentaban las manos cerca
de las fogatas y llegamos al parque Engels y sobre la hierba
húmeda nos desvestimos. Hicimos el amor. Corinne graznaba con
fuerza y mientras hacíamos el amor cien pájaros llegaron hasta
donde estábamos y empezaron a revolotear sobre nosotros y de un
momento a otro nos transportaron por los aires y nos llevaron hacia
las montañas que dominaban la ciudad y nos posaron en una
pequeña colina verde llena de arboles frescos. Contemplamos el
amanecer y, cuando el sol ya había inundado todo el ámbito, nos
dormimos. Desperté hacia el mediodía. Estaba mareado, estaba
hecho una mierda. Corinne no se encontraba. Al poco rato llegó
volando por entre los árboles. Corinne me presentó a Nick, el Pájaro
Carpintero, que fabricaba con los otros pájaros un barco de madera.
Era un barco hermoso que olía a pino. Nick, el Pájaro Carpintero,
era el papá de todos los demás pájaros de aquella colina donde se
inventaban los siete vientos verdes de la tarde. Allí, en esa colina
verde, me quedé varios meses. Quizá por primera vez era feliz en
mi vida. No tenía que trabajar, no tenia que andar limpio, no tenia
que lavarme los dientes, no tenía que ser limpio como la gente,
ordenado como la gente, idiota como la gente, infeliz como la gente;
no tenía que echarme desodorante debajo de los brazos para no
oler a chucha cuando mama invitaba a alguien a comer a casa.
Nick, el Pájaro Carpintero, poco a poco me enseñó a convertirme en
pájaro. Fue una tarea dura pero agradable. Todas las tardes a eso
de las cuatro me iba con Corinne y Nick a la parte más alta de la
colina. Allí nos sentábamos. Corinne iba a en busca de un hongo
rojo y entonces lo compartíamos y nos poníamos a observar en

94
silencio la paz del valle. Después, Nick decía que el secreto estaba
en tomar el aire y tambien en la forma de encarar el vacío, el vacío
de la boca del estomago, el vacío de la tristeza, el vacío again again
again, el vacío de la sangre, el vacío de la lluvia, el vacío donde el
hongo se convertía en un globo transparente que nos hacía más
livianos, mas pluma, mas ingrávidos, más tristes tal vez; el vacío
que se siente después de que la última gota de licor se ha
esfumado y solo queda eso, el vacío, el vacío del sexo, el vacío de
la saliva sobre la saliva, el vacío del sudor sobre la piel, el vacío del
tiempo sobre el espacio, el vacío de Dios sobre el mundo.

Antes de devolverme de nuevo hacia la ciudad, le pregunté a Nick,


por qué estaba construyendo el barco y me respondió que era para
navegar por las calles inundadas de la ciudad porque algún día los
pájaros heredarían el reino de la tierra y todas las mujeres serian
pájaros.

Finalmente, un día me mamé de Nick y de todos los pájaros, tenía


muchos hongos en la sangre y creo que había aprendido lo que
tenía que aprender allí, en esa colina verdecita. En verdad, me
hacían mucha falta el humo de la ciudad, el licor, los cigarrillos, el
perfume de las mujeres, las películas, en fin, me hacía falta la
sensación extraña de la ciudad, esa sensación de tener botellas
rotas en la espalda.

Entonces regresé a la ciudad y no volví a ver a Corinne. Volví a lo


de siempre. Estaba sin un peso, varado, llevado del putas. De vez
en cuando le robaba a mama para mantenerme. En las noches me
iba a ver películas. A veces me quedaba a dormir en los cines

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rotativos donde daban las peores películas porno del mundo. Me vi
Infierno anal, Cabalgata anal, Muñecas de carne, Apocalipsis
carnal, Candy y sus depravados pasan vacaciones en el Caribe,
Profecía sexual III y muchas otras. Antes de entrar al cine, daba
vueltas por la ciudad. Caminaba un rato por los parques, me
fumaba un cacho de hash, veía llover, entonaba canciones de
Status Quo, me imaginaba a las mujeres desnudas; luego entraba
al metro y me iba en cualquier dirección y rodaba por las entrañas
de la ciudad, rodaba por el útero sucio y pestilente de aquella
ciudad y me sentía un gusano negro escarbando en el gran órgano
sexual de la ciudad; y entonces cerraba los ojos y la sensación que
tenia era que estaba en la mitad de un gran sexo rojo que expelía
malos olores, un gran sexo rojo que nunca podía llegar al orgasmo.
Después me bajaba en cualquier estación, me sentaba al lado de
un clochard, le pedía un poco de vino barato y nos fumábamos un
cigarrillo triste mientras la orquesta rota del metro ejecutaba una de
sus tristes canciones tric trac tri trac sobre los rieles oxidados y
afuera llovía esa lluvia antigua, esa lluvia llena de campanas rotas,
rotas, rotas y de gatos oscuros. Entonces sabía que no había ya
nada que hacer. Salía del metro. Me metía en un bar, pedía un
brandy y empezaba a flotar con suavidad por el vértigo negro de la
noche, ese vértigo lleno de vientos cruzados, ese vértigo donde la
muerte metía la mano para ver cuántos peces sangrientos y tristes
pescaba del remolino turbio de la oscuridad y el alcohol. Cuando ya
me había metido varios brandies, salía al cine rotativo. Pagaba mi
boleto y me sentaba en cualquier asiento mientras las pulgas
negras saltaban a mi alrededor y el reciento se llenaba de maricas y
toda clase de depravados y entonces cuando empezaba la película

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la sensación era la de estar en el interior de un barco gris que
naufragaba en la mitad del océano de la nada, en la mitad del oleaje
de la confusión. Hacia la mitad de la película, me dormía, y
despertaba al otro día a eso de las seis de la mañana. Me salía por
una ventanita secreta y deambulaba confuso por las calles
desiertas. A veces, cuando tenía ganas, llegaba a un parque, me
subía al árbol más alto y emprendía vuelo y volaba hacia la playa.
Me gustaba volar cerca de las rocas donde las olas chocaban.
Tambien volaba sobre aquellos barcos misteriosos que emprendían
viaje hacia países lejanos. Después regresaba al parque y me
volvía a dormir hasta el mediodía.

Un día, la situación ya estaba insoportable. Mama me había


amenazado con llevarme a un sanatorio. Por esos días llegó a la
ciudad el circo Time Machine. Me acerqué una tarde a probar
suerte. Hablé con el manager. El tipo, desagradable por cierto,
preguntó cuales eran mis habilidades. Le dije que era un pájaro y
que podía volar. Se cagó de la risa. Entonces corrí diez metros y le
hice una demostración. Volé en el interior de la carpa del circo. El
manager quedó atónito y de inmediato me contrató. Todas las
noches había función. Mi número era el último, para cerrar con
broche de oro. Me dieron un vagón para mi solo, pues me había
convertido en la estrella del triste circo. Al poco tiempo, Romelia, la
mujer de cuatro tetas, se enamoró de mí y se vino a vivir conmigo al
vagón. Yo no hacia un culo. En las mañanas hacíamos el amor y en
las tardes me rascaba las pelotas mientras todos los demás artistas
ensayaban sus números maricones.

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Todo terminó mal cuando todas las mujeres del circo quisieron
hacer el amor conmigo, el hombre pájaro. Gina, la mujer de caucho;
Petra, la mujer barbuda y Cora, la mujer-elefante. Todas querían
acostarse conmigo. Una noche, los payasos me cogieron dormido y
me cortaron las alas y me soltaron en un basurero. Durante varias
semanas anduve vuelto mierda. Luego me recuperé y volví a casa
hecho una miseria. Mama me acogió. Dormí una semana entera.
Luego llegaron los de la ambulancia.

Ayer fue mi último día aquí, en el sanatorio Hell. En realidad, hace


un mes empezó a llover como nunca y la ciudad se inundó
totalmente. Por eso, mamá nunca volvió con los chocolates y con
los libros que solía traer cada semana. Pobre vieja. Desde el
sanatorio podía observar como subían las aguas y llegó un día
donde solamente se podía ver la torre de la catedral rodeada por las
aguas negras. Un domingo, el sanatorio fue evacuado y mi me
dejaron el interior de mi jaula, en el comedor. Debo anotar que con
el tiempo me cogieron bastante cariño y el doctor jefe del sanatorio
Hell orden que me pusieran en el comedor como adorno para
divertir a los internos. Lo único divertido de todo esto era que, en las
noches, Clea venia y me hablaba un rato, se fumaba un cigarro, me
echaba el humo en el pico para que no me olvidara del olor del
tabaco y luego me daba un beso en el pico y se iba a dormir.

Ayer domingo, las aguas llegaron hasta el sanatorio. Clea se suicidó


y se botó a la corriente turbulenta. Cuando las aguas ya llegaban a
mis patas indefensas, apareció el barco de madera de Nick y me
rescató. Nick abrió la jaula y me invitó a subir al barco. Después
anduvimos de sanatorio en sanatorio rescatando a todos los pájaros

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enjaulados de los comedores y tambien a los pájaros de las jaulas
de las casas.

Nos dirigimos al Circo del Aire, que queda al final del horizonte. Ya
hemos traspasado la delgada franja que divide a los fantasmas de
los vivos. Estamos en aquella franja confusa de los sueños, donde
las yeguas de la noche galopan sobre las praderas espaciales
pobladas de hongos rojos que estallan en la mitad del vacío, del
vacío roto, roto, del vacío roto, en la mitad del vacío de la vasta
jaula del mundo. Vacío. Vacío. Vacío.

Pero ahora, estamos jodidos, pues hemos encallado cerca del único
parquecito que se ha salvado de las aguas. Es una isla. Es un
parquecito rodeado por las aguas de la nada, por las aguas sucias
de la muerte; un parque donde los pájaros que aspiran a ser
caballos alados ensayan sus vuelos sobre la hierba amarilla
mientras los doce soles rojos se reflejan en las aguas de este
pequeño acuario de un niño que nos mira con sus ojos grandes y
negros mientras suena una música extraña en la distancia y, tal vez,
son las seis de la tarde y, tal vez, ese niño inventó en su pecera,
para uno de sus juegos, esta pequeña tormenta, esta pequeña
locura y esta pequeña ciudad donde he pasado toda mi vida
jodiendo y jugando a ser pájaro.

99
LOS CABALLOS ROJOS DEL
AMANECER

Siempre es saludable perder sangre. Es saludable sentirse débil


bajo el cielo azul, es saludable sentirse enfermo bajo el viento limpio
de la mañana. Es saludable que una bala te rompa una arteria
importante en una noche de lluvia a la salida de un bar. Saludable.
Muy saludable. Nunca he creído en la salud porque el cuerpo
siempre esta desequilibrado. Yo soy un desequilibrado. Los arboles
son desequilibrados. El viento es un desequilibrio del oxigeno. El
alcohol es un desequilibrio de los líquidos. El tiempo es un
desequilibrio permanente donde la maquina implacable de los
instantes se traga la maquina endeble de los espacios. No hay
continuidad. Solamente existe la discontinuidad. Soy una suma de
instantes discontinuos. Soy una especie de payaso ebrio que se ríe
con su risa rota en la mitad de la noche. Soy partidario de la mala
salud, partidario de dilapidar el dinero, partidario de no ir detrás de
la verdad, soy partidario de decir todas las mentiras, partidario de
meter al cuerpo toda clase de sustancias extrañas. Me gusta la
tristeza, amo ese extraño momento justo después de salir del cine,
cuando te sientes vuelto mierda y enciendes un cigarrillo y te vas

100
por ahí a rodar por las calles envuelto por la estela azul del humo.
No creo en los deportes. Detesto esa infame idolatría hacia los
futbolistas. Detesta esa falsa concepción de mente sana en cuerpo
sano. Solo creo en el deporte de las calles, ese deporte que fortifica
el cuerpo y el espíritu cuando te persigue la policía por las calles
oscuras. Creo en ese deporte nocturno de rodar ebrio de bar en
bar, de labio en labio, de cigarrillo en cigarrillo, de pesadilla en
pesadilla. No creo en la justa repartición de la riqueza, no creo en la
democracia, no creo en el sistema político ni en las instituciones,
mucho menos en las buenas costumbres. Me cago en el té de las
cinco, me cago en la misa dominical, me cago en la credibilidad de
los medios, me cago en la moral, me cago en el buen olor, en el
buen decir, me cago en el bien común. No creo en la normalidad.
Soy tal vez, un borracho; soy, tal vez, un globo triste que flota en la
marea extraña de la noche; soy, tal vez, un perdido; soy, tal vez, el
peor de los bandidos. Soy un desadaptado. Creo en el olor de la
gasolina, en el olor de los orines, creo en las tetas y en los culos,
creo en la virtud de rascarme las pelotas en público, creo en el café
en las mañanas, creo en la pureza de los árboles y de la lluvia del
amanecer; me parece que los días se superponen unos a tras otros
como botellas rotas en el final de las calles; creo en el poder del
licor, en el poder de la risa. Creo en un cigarrillo para disipar el
miedo, creo en el tedio, reniego de la limpieza, del orden mental, de
las leyes, de la medicina, me muero por una cerveza fría mientras la
ola amarilla de calor me intoxica, creo en la intoxicación de los
sentidos, creo en el estómago vacío. Creo en el vacío.

101
Tal vez, las únicas cosas en las que creo son la música triste que
sale de mi viejo violín negro y las películas. En nada más.

Desde hace un tiempo todo cambio para mí. Todo empezó un día
cuando te cité , Mathilde, para ir al cine. Nos citamos allá, cerca de
la estación Giordano Bruno. Era una tarde bastante extraña. Las
palomas dejaban caer sus cagarrutas tristes sobre la endeble
estructura del día. Era domingo. Yo te esperaba en el parquecito,
cerca de la estación y me distraía con el sonido roto de la orquesta
disonante de las calles, esa orquesta compuesta por los músicos
oscuros de la tristeza, los músicos oscuros que vendían loterías y
aquellos otros que anunciaban los espectáculos de los teatros de
striptease mientras los transeúntes se diluían como muñecos de
goma bajo la lluvia. Me senté en una banca del parque. A lo lejos se
escuchaba el sonido rechinante del metro y las campanas de la
catedral taladrando el oxigeno y la lluvia, mientras el señor Bell
recogía su viejo daguerrotipo porque ya, a esa hora, las parejas de
enamorados no venían a tomarse fotografías porque se habían ido
a los moteles cerca del cine Metro Riviera a hacer el amor mientras
la lluvia se estrellaba contra los cristales sucios de los ventanales.
No llegabas. Entonces fui al teléfono público y marqué tu número.

Tú contestaste. Contestaste con esa voz suave, esa voz dulce, esa
voz llena de animalitos dulces y entonces te dije oye apúrate, están
dando El acorazado Potemkin. Luego fui a Swisterlandia porque
tenía ganas de una hamburguesa de grasa. Me hice en la mesita
que daba contra la ventana y veía como la lluvia estallaba en los
cristales y me dieron ganas de estar ene le centro de tu sonrisa, ser
tu sonrisa, ganas de arrancarte tus dientes blancos para llevarlos

102
siempre en mi bolsillo. Después salí y caminé un rato por la plaza y
de pronto percibí tu olor a café negro y a tierra roja diluyéndose
sobre la copa de los árboles del parque. Entonces apareciste
caminando por el otro extremo de la plaza, donde las flores son mas
amarillas, y vi tu rostro en el centro de la multitud, tu rostro que
brillaba como un fogonazo en el centro de aquella bestia negra que
agonizaba bajo la lluvia y las cagarrutas de las palomas tristes. Me
diste un beso en la boca y tus labios húmedos mojaron mi sonrisa
seca, mi sonrisa triste, mi sonrisa vacía. Tu dulce saliva envolvió
después mis ojos, mis manos y entonces desee que tu dulce saliva
envolviera arboles, el aire, el parque, las palomas, los buses, los
avisos luminosos. Nos sentamos en una banca a contemplar la
decadencia del día, pero estábamos jodidos porque tu dulce saliva
no era capaz de quitarnos de encima la baba negra de la tristeza,
esa babita confusa que estaba pegada ene le rostro de la gente, en
el aire, en los días, en todos los días, en los parques. Fumamos un
cigarro para distraer el tedio y el humo me quemó la garganta. De
pronto, en medio del frio de la tarde, me sentí caliente,
confusamente caliente, con una especie de fiebre corporal y
espiritual extraña y miré a mi alrededor; miré a la gente en el
parque, miré los buses, los edificios y me sentí en la boca de un
tubo de escape caliente o, tal vez, en la boca de una pistola recién
disparada. Estábamos bajo un cielo implacable infectado de rosas y
pistolas.

Entonces nos dirigimos al cine Richmond donde estaba dando la


peliculita de Eisenstein. Una vez más asistíamos al ritual de
Richmond. No era lo mismo ir al Radio City o al Riviera o al OIympia

103
a ver cine. En el Richmond todo era distinto. En la puerta estaban
los mismos personajes desadaptados que iban los domingos al
Richmond: el hombrecito de gafas y gabán con aire amargado, la
pareja de universitarios drogados, las mujercitas solas con labial
rojo encendido en su boca. Antes de entrar, nos quedamos un rato
afuera viendo los carros pasar por la calle 26. Nos quedamos
viendo como moría el domingo, poco a poco, mientras la oscuridad
fría tomaba el parque de la Independencia. Entramos al teatro. Nos
sentamos y yo te dije que ojalá la película no se quemara o que no
estuviera desenfocada o llena de lluvia. Siempre pasaba lo mismo
con las películas en el Richmond: a la mitad se quemaba el rollo o
se le iba el sonido y eso, de algún modo, hacia más “intelectual” la
función, pues en ese pequeño intervalo, los barbudos asistentes
hacían toda suerte de comentarios críticos sobre las escenas
previas.

Salimos del cine. Tenía ganas de tocar mi viejo violín negro. Nos
dirigimos a un parque. Nos sentamos en una banca. Te di un trago.
Con paciencia saque el violín y lo afine. Entonces empecé a
ejecutar una melodía triste de Paganini. Me gustaba Paganini
porque siempre que ejecutaba alguna melodía suya las cosas y la
gente flotaban en el aire. Todo entraba en el reino de la ingravidez.
Recuerdo que tu empezaste a flotar cerca de mí y después yo me
elevé los aires mientras seguía tocando. Empezamos a flotar por
las calles. Un poco más adelante, junto a nosotros, apareció
flotando un clochard que estaba dormido. Flotaba en posición
horizontal y junto a él se encontraba su botellita de vino barato.
Cuando nos encontrábamos en Teusaquillo, tú cogiste un gato

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vagabundo que flotaba cerca de ti. En el cementerio todas las
tumbas se abrieron de par en par y los muertos flotaban rodeados
por las olas de claveles blancos y rojos que formaban un mar
confuso de flores en medio de la oscuridad del aire de la noche.
Pronto me di cuenta de que a nuestro paso todo estaba flotando. La
gente dormida flotaba con sus camas y los buses pasaban por
encima de nosotros.

Al amanecer, toda la ciudad estaba flotando por los aires. Las


casas, las iglesias, los edificios, los arboles, de los parques. Todo,
todo estaba en el aire. Todo el mundo flotaba en un extraño sueño
del cual no parecían despertar. Entonces, cuando el sol estaba ya
despuntando detrás de las montañas, tú me dijiste que tocara una
melodía más triste y yo toque Wild Horses de Jagger & Richards y,
en el horizonte, aparecieron los caballos rojos del amanecer
trotando sobre las nubes, trotando sobre la espuma confusa de la
mañana y tú te montaste en uno de los caballos mientras los demás
habitantes hacían lo mismo. Te despediste con un beso y te fuiste.
Los caballos rojos el amanecer se fueron más allá del horizonte,
más allá de la lluvia y pronto quedé solo en la mitad de la nada. Los
caballos se habían llevado la ciudad a otra parte. Me encontraba
flotando en el vacío.

No ha quedado casi nada. Hay un árbol que flota en el vacío, junto


a mí. El árbol creo que se llama Sam. Era un árbol de parque
Giordano Bruno. Tambien ha quedado un viejo cine en medio de la
nada donde se proyecta el El acorazado Potemkin desde que todo
quedó en la nada.

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Hace unos meses me fui al viejo teatro. Me senté en una banca.
Encendí un cigarrillo. Tomé un trago. Esperé la escena de las
escalinatas. Entonces apareció aquella mujer misteriosa que deja
rodar el coche por las escalinatas. Ella me mandó un beso desde la
pantalla y entonces yo toqué algo triste en mi viejo violín negro y
salí flotando hacia la pantalla y ahora me encuentro viviendo con
ella, con Olga, la mujer de la película.

Vivimos en la escena final de una película que se proyecta en un


viejo teatro que queda en la mitad de la nada mientras yo troco mi
violín negro bajo la lluvia en blanco y negro, lluvia que cae
eternamente sobre estas escalinatas tristes.

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LA SUAVE LLUVIA DE
AGOSTO SOBRE NUEVA YORK

R.W. llevaba una vida agitada desde que vino a Nueva York.
Mujeres, licor, cines, fiestas. El día de su cumpleaños número
cuarenta, después de que su familia, muy poca por cierto, se fue,
R.W. se dirigió al salón principal donde le gustaba leer enfrente a la
chimenea. Atravesó los cinco salones de la casa, los ocho
corredores oscuros y las ciento veinte escaleras de madera
acompañado de su perro. Finalmente llego al salón de la chimenea
y se sentó en el sillón preferido. Se restregó los ojos con los puños
y un toc toc proveniente del otro sillón lo hizo reaccionar. Allí en el
otro sillón estaba ella, la muerte haciendo sonar contra el piso la
guadaña. La Muerte producía con su guadaña una música extraña,
una música extraña de reloj hastiado, de reloj fúnebre. R.W. le
ofreció un trago y unos cigarros. Durante una hora la muerte lo
estuvo mirando fijamente a los ojos. Luego se tomó el trago de
whisky, se fumó con lentitud un tabaco y se fue haciendo sonar la
guadaña contra el aire. Era como el sonido de mil pájaros negros
revoloteando bajo la lluvia, bajo la niebla del invierno.

A los ocho días la muerte volvió. R.W. estaba en el sillón. Leía algo
de Sherlock Holmes, su autor favorito. La Muerte se sentó en el
sillón. El fuego de la chimenea producía un extraño brillo en el lomo

108
de la guadaña. Antes de que dijera algo R.W. se dirigió al viejo
aparato de radio y busco en el dial Radio WQT. En ese momento
pasaba “Claro de Luna” de Beethoven. Durante una hora
escucharon música. Después de un buen rato la muerte le dijo a
R.W. que jugaran una partida de naipes. R.W. palideció y la muerte
se río con una gran carcajada. La Muerte le dijo que no tenia de que
preocuparse. Solamente era un juego, no se lo iba a llevar.
Solamente se trataba que R.W. apostara su excelente colección de
música clásica y La Muerte una guadaña de incrustaciones de
esmeraldas y diamantes.

Durante tres semanas, cuatro días, cinco horas y seis minutos


seguidos estuvieron en el salón jugando. Al final la muerte salió
vencedora y R.W. tuvo que ceder su colección de música clásica.
Era un jueves en la noche, terminaron de jugar hacia las ocho de la
noche. La muerte se quedó dormida R.W. fingió que dormía y
después de que oyó los ronquidos de ella se incorporó y con
lentitud se acercó al otro sillón. La muerte sudaba, roncaba y se
movía como una bestia del bosque, como una bestia oscura. R.W
acarició el lomo de la guadaña. Una y otra vez pasó la mano por
ese lomo que había segado tantas vidas a lo largo y ancho de los
caminos confusos y polvorientos del mundo entero.

El sábado siguiente volvió a venir. R.W. estaba en el jardín con sus


perros. La luz del sol decaía y la noche se filtraba por las ramas de
los arboles oscuros. La noche tendía sus alas de ave negra sobre
el oxígeno negro de las tardes. De pronto los perros, todos
los perros empezaron a ladrar hacia los árboles. R.W. busco en sus
bolsillos un tabaco y espero a que ella llegara. En efecto unos

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instantes más tarde apareció la muerte. Comenzó a llover. La
muerte saludó a R.W. Después entraron a la casa. Fueron al salón
principal, como de costumbre. Esa noche R.W. pensaba jugar una
partida de ajedrez con la muerte, pero ella le dijo que prefería dar
un paseo por la ciudad. Tenía hambre de ruido, hambre de licor,
hambre de gente, hambre de mundo.

R.W sacó del garaje su viejo automóvil. La muerte se sentó a su


lado. R.W. hizo deslizar el auto por aquellas calles llenas de avisos
luminosos. Primero hicieron un paseo por la 42, la calle de sex
shops. Putas, travestis, gays. De todo. Sodomitas.

Mientras el auto iba rodando por aquellas calles apocalípticas,


aquellas calles vaginales donde los líquidos oscuros de los sexos
rojos explotaban en el aire, la muerte sacaba la cabeza por la
ventana y aspiraba con fuerza ese olor, ese olor que contenía sudor
nocturno de las rubias y las morenas, el olor de los cigarrillos, el olor
de las pistolas, el olor del whisky que salía de los bares sobre todo
ese olor a chocha y gasolina que tiene Nueva York.

Después entraron a cine, en el Village, y la muerte armó tremendo


escándalo porque en el fin hubo tres muertes y ella no tenía nada
que ver con ese asunto. R.W la sacó de allí y se metieron en un bar
alternativo. Esa noche tocaron los diez Indios Malvados, una banda
punk del sur de NY. La muerte se emborrachó con cerveza y hacia
las dos de la mañana, R.W. la sacó y se montaron en el auto. Por
el camino, la muerte hizo montar una chica de la calle. Esa noche
R.W. no pudo dormir. La muerte llenó la casa de putas y con todas
hizo el amor. Cada vez que las penetraba, las mujeres daban

110
alaridos espantosos. A la mañana siguiente la muerte
desapareció y durante ocho días no se reportó.

El sábado llegó de nuevo y se sentó en el sillón de costumbre.


Durante cuarenta años la muerte llegó todos los sábados a la casa
de R.W al mismo sillón. Jugaban cartas, hablaban, escuchaban
música. Sin embargo, el día del cumpleaños número ochenta de
R.W. la muerte le dijo a éste mirándolo a través de su vaso de
whisky con hielo, que ya era tiempo de que la acompañara, R.W. se
rió y le pareció que después de cuarenta años de estar
compartiendo con ella momentos agradables no era justo que se lo
llevara. No quedaron en nada. Simplemente la muerte ese día se
fue como si nada.

A sus ochenta años R.W era ya un hombre que no podía darse el


lujo de tener grandes placeres. Atrás había quedado las épocas de
los whiskys, los tiempos de estar rodeado de suaves pieles de
mujeres, las horas de estar bajo las babas y los sudores de las
rubias de Nueva York. Por eso cada ocho días, los sábados a las
tres de la tarde se dirigía cerca de Central Park a la chocolatería de
la señora Hark y compraba una libra de chocolate con forma de
animales. En verdad aprovechaba para contemplar el esplendor de
Nueva York. Definitivamente la época que más le gustaba era
verano. Le gustaba ver a toda esa gente tirada en los parques
leyendo y entonces cerraba los ojos y aspiraba el aire amarillo de
verano, ese aire que contenía vida. Luego se dirigía a su casa y allí
encontraba a la muerte sentada en el sillón y siempre le recordaba
que ya era tiempo, pero R.W le ofrecía un chocolate y a la muerte

111
siempre se le olvidaba y al rato, luego de haber escuchado música
o jugado ajedrez con R.W se iba.

El 4 de agosto, sábado de verano, la vida parecía estar en su


esplendor. El sol iluminaba la tarde, el sol iluminaba los altos
edificios de Nueva York. R.W. se dirigió como de costumbre a la
chocolatería de la señora Hark y compró la libra de chocolates.
Ocho días antes la muerte le había mostrado un boleto que decía
“R.W. 89898989. 4/Agosto/94”. La Muerte lo dejó encima de la
mesita, cerca del sillón y le dijo que ya no había nada que hacer.
Ese sábado estaba planillado.

R.W. llego a su casa. La muerte acariciaba el lomo de la guadaña.


Sonrió R.W se sentó en el sillón y le dijo que quería morir allí
sentado, pero antes quería comerse sus chocolates. R.W. le ofreció
un chocolate a la muerte y se aseguró de que fuera el que estaba
envenenado. La muerte se lo comió y allí mismo en el sillón empezó
a convulsionar como una bestia, dando alaridos. Espasmos.

R.W. salió a la calle y se mojó con la suave lluvia de agosto que


caía sobre Nueva York.

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Indice

El pez gato que engullia pianos negros…………………… 5

Dios no cree en novelas policiacas………………………... 17

John Tigris…………………………………………………….. 28

Las cuatrocientas espadas del brandy……………………. 34

Los dos dirigibles tristes y amarillos de la lluvia………….. 39

Morfina y chocolate…………………………………………... 45

Los bosques negros de Kam……………………………….. 51

Cognac para dos perros y un gato…………………………. 65

La sustancia absurda de Hendrix…………………………... 74

La pequeña confusion de la sangre………………………... 82

Vacio In Utero………………………………………………….. 91

Los caballos rojos del amanecer……………………………. 100

La suave lluvia de agosto sobre Nueva York……………… 108

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