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LA RELACIÓN PADRE-HIJO EN LAS OBRAS DE FRANZ KAFKA Y JUAN

RULFO

Adriana Massa
Universidad nacional de Córdoba

Desde épocas arcaicas la figura del padre ocupa un lugar central en la literatura y, salvo

pocas excepciones, es siempre el hijo –no la hija- el que, de distintas maneras, aparece

en relación con el padre. Así, en su ya clásico Diccionario de motivos de la literatura

universal, Elizabeth Frenzel destaca el conflicto padre-hijo y la búsqueda del padre

como uno de los motivos más antiguos y básicos de la literatura.1

A partir de la segunda mitad del siglo XIX la lucha entre el padre y el hijo y el motivo

del enfrentamiento generacional se convierte en un motivo dominante en la literatura

alemana y va a alcanzar su máxima intensidad y profusión en las producciones de la

joven generación expresionista. Bajo la influencia del psicoanálisis y de la

interpretación freudiana del complejo de Edipo, la lucha contra la autoridad del padre y

el mundo por ellos representado le sirvió a la vanguardia literaria desarrollada entre

1910 y 1920 para expresar con extrema crudeza no solo su protesta y rebelión contra la

generación de los padres, sino también la negación del orden existente, la crítica y el

rechazo a la sociedad burguesa, al materialismo, el conservadurismo y el militarismo.

En su expresión extrema, el expresionismo fue una generación parricida pues, llevada

hasta las últimas consecuencias, la confrontación padre-hijo deviene en el triunfo del

hijo que mata al padre. En una variante más moderada, más próxima a la producción

1
Para Frenzel, el conflicto con el padre no responde, en las sociedades de carácter patriarcal, a una ley
natural, sino que, por el contrario, lo natural es la obediencia y el respeto al padre; el conflicto depende
más bien de los temperamentos intervinientes, de la ley moral vigente y de las características de la
sociedad. En la literatura antigua la relación conflictiva entre el padre y el hijo se reflejó “sobre todo
como lucha por el poder, por la sucesión del trono” (1980: 58). En la literatura posterior, según Frenzel, la
lucha entre padres e hijos no se produce solo como resultado del complejo de Edipo, sino que surge
“cuando la joven generación ha madurado lo suficiente para independizarse pero la antigua sigue
manteniendo su dominio y también posee todavía la aptitud para ejercerlo” (1980: 58). Si, además, “entre
las generaciones aparecen revoluciones histórico-culturales, en las que el joven por regla general se
adhiere a lo nuevo, se abre más el abismo y se extiende hasta llegar a un antagonismo ideológico y
político” (1980: 58).
literaria de Franz Kafka, el hijo capitula ante el padre dominante y autoritario o se siente

impotente de cumplir con las expectativas impuestas por su progenitor.2

En la narración La condena –escrita la noche del 22 al 23 de septiembre de 1912– el

conflicto padre-hijo aparece en toda su intensidad, si bien la figura del padre ya había

sido prefigurada en un fragmento titulado “El mundo urbano” incluido en una anotación

del diario de marzo de 1911. Característico de Kafka aparece aquí el narrador en tercera

persona que, salvo unos pocos pasajes, se introduce en la subjetividad del personaje y

narra desde su interioridad. El relato está estructurado en dos partes: la primera se

relaciona con la carta que el protagonista, Georg Bendemann, piensa escribirle al amigo

que vive en Rusia y las dudas sobre si debe comunicarle o no su compromiso. La

segunda parte se relaciona más directamente con el padre y el problema de la

incomunicación o la dificultad para comunicarse que ya se había planteado con el amigo

se agudiza y adquiere caracteres traumáticos en relación con el padre. La primera

impresión del hijo al entrar a la habitación del padre es verlo como “un gigante”

(1952:16); en contraste con su aspecto en el negocio, en el ámbito familiar hogareño se

le presenta como una figura imponente. Esta percepción de Georg se contradice con las

acciones que realiza en las que más bien se produce un intercambio de roles y el hijo se

transforma en el padre y pareciera ser el más fuerte: lo alza y lo lleva a la cama, le

cambia la ropa interior, y se preocupa por su bienestar. El padre, que parecía débil, viejo

y enfermo, de pronto se trasforma en todo lo contrario y pasa a tener todo el poder. Este

cambio abrupto se produce en el pasaje en que el padre le pregunta si está bien tapado y

el hijo responde que sí (20). De acuerdo con Ingeborg Henel la reacción del padre surge

2
Desde el punto de vista histórico-literario, la ubicación de Kafka en relación con el expresionismo ha
oscilado desde considerarlo el “más exitoso de todos los expresionistas” (Sokel, 1959:282) hasta excluirlo
por completo (Raabe, 1967: 171). En realidad, si bien su escritura presenta características particulares
que la singularizan, por su contemporaneidad con los expresionistas es posible encontrar en su obra
rasgos comunes. Precisamente la relación con el padre, que ocupa un papel central tanto en su biografía
como en su expresión literaria, es un motivo que comparte con la generación expresionista.
de la ambigüedad del verbo “tapado” (“zugedeckt”) que, por un lado, remite a la acción

de Georg que lo ha tapado con una frazada, pero, por otro lado, y es como lo entiende

el padre, estar tapado (“zugedeckt”) significa estar vencido, aplastado, en este caso,

haber sido aplastado por el hijo. Todo lo que hasta ese momento había significado

protección se convierte en una amenaza y el padre necesita demostrar que sigue siendo

el más fuerte. La reacción del padre se dirige fundamentalmente en contra del

compromiso del hijo y cuando se para en la cama, se burla de la novia y la caricaturiza,

su figura no sólo aparece desmesurada, sino también ridícula, grotesca.

Georg, que al comienzo se presenta como un personaje activo -quiere escribir una carta,

se quiere casar, parece que va a hacerse cargo de un padre viejo y enfermo-, a medida

que crece la reacción del padre pierde su capacidad de acción, se paraliza y acaba en la

muerte. A partir del momento en que el padre lo acusa hay una evolución interna en el

hijo que desea que el padre se caiga o se golpeé y que el propio padre expresa en la

antítesis: “Es cierto que eras un niño inocente, pero mucho más cierto es que también

fuiste un ser diabólico” (23). Se alude así a la culpa que lleva a la condena a muerte del

hijo que pronuncia el padre y que Georg cumple al arrojarse del puente. La relación

padre-hijo se plantea como una lucha en la que el padre-juez condena a muerte al hijo

“culpable”. Lo que se presenta como absurdo, inverosímil –la muerte real del hijo–

remite sin duda a una interpretación simbólica que el propio Kafka, en una anotación de

su diario del 23 de septiembre de 1912, vincula con Freud, con ese mundo interior que

se revela en los sueños y las fantasías.

La Carta al padre, escrita en noviembre de 1919, marca la línea divisoria con el tercer

período creativo de Kafka cuando ya ha irrumpido la enfermedad (1917).3 Ya al

3
Al publicarla en 1953 en el marco de las obras completas, Max Brod anota que no la ha incluido en el
tomo correspondiente de las cartas porque la considera un intento de autobiografía y que en ese sentido es
una elaboración literaria y la relaciona con el psicoanálisis. De hecho, gran parte de los estudios críticos
sobre la obra de Kafka consideran los diarios, las cartas, las narraciones y novelas como un todo estético-
comienzo, Kafka menciona el tema central de la carta que se va a mantener hasta el

final: el miedo al padre, un miedo que ha sentido el niño y que continúa sintiendo el

adulto. Aparece nuevamente el problema de la incomunicación como resultado de ese

miedo; la imposibilidad de mantener una conversación deriva en la decisión de escribir

la carta que –al sustituir la conversación– refleja en su estructura el conflicto entre el yo

que escribe y el tú al cual está dirigida.

Motivado por la búsqueda del porqué del miedo, expone, siguiendo su línea vital,

distintos momentos de su vida desde la infancia hasta el momento en que escribe. La

carta contiene una serie interminable de reproches mutuos a través de los cuales se

explicitan los reclamos del padre por el modo de vida elegido por el hijo –la escritura- y

que no responde a las aspiraciones puestas en él como primogénito del cual se espera

que continúe el estilo de vida del padre –típico representante de una familia judía

burguesa que, en la Praga de aquella época, ha logrado ascender social y

económicamente. El texto aborda también el modo distinto de entender el judaísmo:

mientras el padre –judío asimilado– permanece indiferente a lo religioso y exige del hijo

el cumplimiento del ceremonial, este, indiferente al ritual, busca recuperar la tradición

viva. Otros temas de confrontación son el del matrimonio –ya había aparecido en La

condena– que era una exigencia paterna fundamental que el hijo no satisfacía, el

rechazo a los amigos del hijo, la estricta educación recibida que el hijo percibe como

algo meramente formal, externo, sin vinculación con lo esencial.

Kafka presenta conscientemente, desde el comienzo y en forma alternada, no solo su

punto de vista, sino también el del padre y en la respuesta del padre se plantea la

cuestión de la lucha. Hacia el final, en las palabras que el hijo le atribuye al padre, este

distingue entre dos clases de luchas: la caballeresca, la suya, y la “del insecto que, al

literario. Por otra parte, esta “carta gigantesca”, como la llama Kafka (1983: 73), nunca llega a manos del
padre.
mismo tiempo que pica, chupa la sangre para alimentarse” (1965: 50), la del hijo. En la

palabra “insecto” (“Ungezifer”) no solo se establece una relación con La metamorfosis,

sino que también se concentra todo el desprecio que el padre siente por el hijo a quien

considera inepto para la vida, por lo menos, a su representación de la vida.

En las líneas finales,4 Politzer reconoce un propósito curativo en el acto de escribir la

carta. Por otra parte, observa que Kafka ha hecho un análisis y un diagnóstico de la

atadura edípica, por un lado y, por otro, ha elaborado una mitografía del padre al

sobrevalorar su figura (1965:11).

Augusto Monterroso, al considerar la recepción de la obra de Rulfo en la década del 80,

observó que “en ese tiempo se creyó equivocadamente que Rulfo era realista cuando en

realidad era fantástico. En un momento dado Kafka y Rulfo se estrechaban la mano sin

que nosotros, perdidos en otros laberintos, nos diéramos cuenta” (1985: 172). De igual

manera García Márquez, cuando se refiere a su lectura de Pedro Páramo, comenta:

“Aquella noche no pude dormir mientras no terminé la segunda lectura. Nunca, desde la

noche tremenda en que leí la Metamorfosis de Kafka […] había sufrido una conmoción

semejante” (1986: 80-81). El testimonio de estos dos importantes escritores

latinoamericanos refleja la percepción, más bien intuitiva, de una afinidad entre los

mundos literarios construidos por estos dos escritores pertenecientes a tradiciones

lingüísticas y culturas muy disímiles; afinidad que Monterroso trata de definir a partir

del concepto de lo “fantástico” y que la crítica en general suele singularizar con el

concepto de realismo mágico en Rulfo y el de absurdo en Kafka. Más allá de ello, en

los dos el motivo universal de la relación padre-hijo configura un eje importante en sus

obras con las particularidades de cada caso.

4
“Naturalmente las cosas no pueden encajar en la realidad como los argumentos de mi carta; la vida es
algo más que un rompecabezas; pero […] hemos llegado, a mi parecer, a algo tan cercano a la verdad, que
puede tranquilizarnos un poco a los dos y hacernos más fácil la vida y la muerte” (1965:51).
El Llano en llamas es el título de la recopilación de cuentos que el escritor mexicano

publicó en 1953 y en ellos la distancia afectiva, cuando no la ausencia total, aparece

como una constante en la relación de los padres con los hijos.

“Guadalupe Terreros era mi padre. Cuando crecí y lo busqué me dijeron que estaba

muerto. Es algo difícil crecer sabiendo que la cosa de donde podemos agarrarnos para

enraizar está muerta” (1997: 98). Esta afirmación del protagonista de ¡Diles que no me

maten! al mismo tiempo que expresa un profundo desamparo, deja entrever el

reconocimiento del papel fundamental de la figura y la presencia del padre para el

desarrollo de la identidad y de la estructura psíquica del hijo y, por ello, también la

nostalgia por ese vínculo ausente. La referencia al padre como “cosa” implica una total

ignorancia de la humanidad que supone un padre y las consecuentes connotaciones de

amor, protección, apoyo. Sin embargo, la presencia del padre no es siempre una garantía

de afecto y protección. En la primera parte del relato Paso del Norte se plantea un

diálogo entre padre e hijo.5 El cuento comienza abruptamente con el anuncio del hijo de

que se va al Norte a ganar dinero pues él y su familia se están muriendo de hambre. En

el curso de la conversación el hijo le reclama al padre, cuetero y poeta, que no le enseñó

sus oficios por temor a que le hiciera competencia, que no aceptó a la mujer con la que

se casó; le echa en cara que solo “los crió y los corrió” y lo culpa de que, a causa de ese

abandono, no sabe hacer nada y sufre la miseria. En la demanda del hijo se refleja en

realidad la ausencia del padre, su desapego y desamor, el haberlo arrojado indefenso al

mundo: “—Pero usté me nació. Y usté tenía que haberme encaminado, no nomás

soltarme como caballo entre las milpas” (1997: 122). Por su parte, el padre acusa al hijo

de haberlo dejado abandonado al casarse y buscarlo ahora por conveniencia para que le

cuide la familia. A los ruegos del hijo, el padre reacciona con egoísmo, fríamente, sin

5
En general los estudios críticos se refieren particularmente a la segunda parte del cuento para abordar los
temas relacionados con la miseria del campesinado mexicano tras el fracaso de la Revolución, la
emigración de los campesinos y las consecuencias de la reforma agraria y no toman en cuenta este
motivo.
compasión. Actitud que se revela por completo en el desenlace: el hijo regresa sin haber

conseguido nada y encuentra que su mujer lo ha abandonado y que su padre ha vendido

su casa para cobrarse el mantenimiento de los nietos. El fatalismo, en cuanto aceptación

de un destino inevitable, se refleja en su reacción resignada, sin ira, ante una figura

paterna que una vez más, con su acción y desprotección, se revela como ausente. Por

otra parte, él también –en su papel de padre– abandona a sus hijos y va en búsqueda de

su mujer.

No oyes ladrar los perros, que suele ser considerado el cuento más perfecto de Rulfo,

comienza de manera similar a Paso del Norte, sin embargo aquí es el padre el que inicia

el diálogo mientras lleva cargado a sus espaldas al hijo herido. La imagen de “la sombra

larga y negra de los dos hombres” que en realidad “era una sola sombra, tambaleante”

(1997: 134) remite a una identidad entre padre e hijo al comienzo del relato, sin

embargo la distancia entre ambos irá creciendo a lo largo de la narración a medida que

aflora la ira en el padre. Además, los dos comparten la esperanza de llegar al pueblo y

encontrar curación para el hijo. El narrador destaca el esfuerzo del padre, su cansancio,

el dolor por la presión de las manos del hijo en el cuello. A las preguntas del padre,

Ignacio responde con breves frases o monosílabos de modo que gradualmente el diálogo

se va transformando en un monólogo del padre que ignora los pedidos de hijo de que lo

baje, de que le dé agua, que lo deje dormir –todos indicios de que se está muriendo– y,

por el contrario, insiste en lo que parece un esfuerzo sobrehumano por salvar al hijo. En

el discurso del padre se alterna el uso del tú y del usted para dirigirse al hijo. Si al

comienzo utiliza el tú para preguntarle sobre su estado, luego sólo lo emplea para saber

si Ignacio, desde arriba, puede ver u oír algo que le indique la cercanía del pueblo. El

usted es la voz del reproche, de la decepción porque el hijo ha elegido otra forma de

vida, se ha convertido en ladrón y asesino y ha defraudado las expectativas del padre.

Sólo le ha dado “puras dificultades, puras mortificaciones, puras vergüenzas” (1997:


136). El obstinado esfuerzo del padre por salvar al hijo no es una muestra de amor

paternal, sino la obligación hacia la madre muerta. En realidad, es la figura de la madre

la que, en la evocación del padre, aparece como fundamental en la relación con el hijo:

lo alimentaba, lo quería criar fuerte, esperaba que fuera su sostén. A manera de

sentencia –como el padre de La condena de Kafka– le dice: “para mí usted ya no es mi

hijo. He maldecido la sangre que usted tiene de mí. La parte que a mí me tocaba la he

maldecido” (1997: 137). La maldición, en oposición a la bendición que es lo propio de

la potestad paterna, equivale aquí a negar lo que en el hijo hay del padre, en otras

palabras, negar su existencia. Las luces del pueblo y el ladrido de los perros le indican

que ha llegado a su destino, sin embargo, ignorando que el hijo ya ha muerto, le dirige

un último reproche: “¿Y tú no los oías, Ignacio? […] No me ayudaste ni siquiera con

esta esperanza” (1997: 138). La sobriedad y economía de recursos, la ambigüedad, la

ironía y el absurdo condensados en estas palabras finales, evocan, sin duda, el efecto

que producen en el lector las narraciones breves de Kafka.

Al considerar este cuento algunos críticos destacan la bondad, el amor sacrificado del

padre, que viejo y sin fuerzas, hace lo imposible para llevar a su hijo al médico y lo

equiparan a personajes míticos e, incluso, lo comparan con Cristo cargando la cruz

(Katra, 1990: 182) frente a un hijo que ha elegido el camino del mal. Sin embargo,

como ya se ha señalado, las acciones del padre están motivadas por un fin egoísta que

tiene como referencia a la madre, no al hijo. Incluso sus últimas palabras remiten a su

propia imposibilidad de cumplir su objetivo, sin advertir que el hijo ya está muerto. Por

otra parte, la falta de la perspectiva del hijo acentúa la ambigüedad del relato.

En la narrativa de Rulfo el problema de la orfandad, de la ausencia del padre, es un

motivo dominante. En la novela Pedro Páramo, Juan Preciado parte en búsqueda de un

padre desconocido que, según las palabras de la madre moribunda, los ha tenido en el

olvido, los ha abandonado, y, finalmente, solo encuentra muerte: la del padre y la


propia. En las obras de Rulfo no hay posibilidad de reconciliación entre padres e hijos.

La distancia entre la figura paterna y la de los hijos parece insalvable, y el sentimiento

de orfandad es lo que predomina, aunque ello no siempre signifique la ausencia

corpórea. Por otra parte, la desolación y el desamparo no sólo es atributo de los hijos,

también los padecen los padres.

Referencias bibliográficas

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