Está en la página 1de 74

Siete Cuentos Ígneos

Siete Cuentos Ígneos


Elvin Munguía
863.5 Munguía, Elvin
M96 Siete Cuentos Ígneos / Elvin Munguía.
C. H. -- [Tegucigalpa]: Goblin Editores / [[2019]
98 p.

ISBN: 978-99979-0-175-0

1.- CUENTO HONDUREÑO

© 2019 Elvin Munguía


emunguia975@yahoo.com

© 2019 Goblin Editores


goblineditores@yahoo.com

©Todos los derechos reservados del autor.


© Esta edición exclusiva de Goblin Editores

Fotografía de portada: Magma de E. M.


Diseño de portada: G. E.
Diagramación: G. E.
Colección: Por el camino del goblin
Primera edición

ISBN: 978-99979-0-175-0

No está permitida la reproducción total o parcial de este libro,


ni su tratamiento informático, ni la transmisión de ninguna
forma o por cualquier otro medio, ya sea electrónico,
mecánico, virtual, por fotocopia, por registro u otros
métodos, sin el permiso previo de los titulares del copyright.
A: V.I.M
Presentación

E l escritor Elvin Munguía en los Siete Cuen-


tos Reunidos, estructuró cada relato a partir
de una realidad cotidiana de ambien tes re-
conocibles, donde se mueven los sujetos protagonistas, cu-
yos deseos se convierten, novedosamente, en el objeto al-
rededor se va construyendo la trama del relato y a la vez sir-
ve de integrador coherente de la historia que nos narra.

No obstante, lo más impresionante de estos relatos


es que podemos inscribirlos en la literatura fantástica con
pinceladas maravillosas, en cuanto nos hace viajar retros-
pectivamente con sus personajes que se mueven al ritmo de
música que se escapa de una sinfonola en centros noctur-
nos citadinos que imaginamos según avanzamos en la lec-
tura y de pronto estamos inmersos en el misterio que no
podemos distinguir la realidad de lo imaginario.

En estas cinco narraciones el realismo aparece co-


mo una ilusión manifiesta en una percepción signar que se
torna engañosa, no por ser ficción literaria, sino por el
contenido de cada relato y la acción que compromete a los
personajes, haciendo que el lector al igual que los prota-
gonistas no distingan la realidad de lo irreal, lo subjetivo de
los hechos objetivos y por eso a medida avanzamos en su
lectura el ambiente se vuelve como una niebla que nos va
robando la conciencia y nos sume en un plano descono-
cido, proyectándonos en un espacio que nos hace sentir
7
efectos de insomnio, alucinaciones, ser testigo de la vio-
lencia que interfiere en algún momento, erotismo, deseos
frustrados, amores efímeros, lesbianismo, espiritualismo,
esoterismo, alusiones astronómicas, que nos obligan a
alzar la mirada para observar detenidamente los cuerpos
celestes desconocidos o tal vez olvidados e imaginar la
constelación de escorpión con su sol radiante de Antares
que nos parece pequeñita a simple vista.

César Lazo

8
Presentación

A través de la obra Cinco Cuentos Reunidos del es-


critor Elvin Munguía puede el lector ubicarse, si no lo ha
hecho aún, en el ambiente de desenfado, de tramas, de de-
samores que pueden existir en la vida bohemia de una ciu-
dad. Este tratamiento espacial es importante tanto desde el
punto de vista literario como social puesto que siendo fiel a
la realidad que lo envuelve, refleja el alma de los ambientes
descritos, creando auténticos documentos descriptivos y
visuales de los sitios mencionados y del interior de sus
protagonistas.

Como dice Ítalo Calvino: Las ciudades son un con-


junto de memorias, de deseos, de signos de un lenguaje.
Ambientes e imágenes en que el escritor refleja el estado
interior de los personajes quienes pueden participarnos a
través de sus descripciones de la realidad aquello que pasa
ante sus ojos. Apela a un lenguaje que infiere con la mú-
sica. Sus cuentos van ligados a una Playlist que describe de
forma análoga sus estados emocionales. Palabras clave
como ritmo, textura, voz, guitarra, bossa nova, melodía,
estribillos, se unen a su voz narrativa y consiguen un valor
particular.

Por ello es que el núcleo central del presente trabajo


se encamina a profundizar en la descripción del contexto.
El marco espacial narrativo del ficcional suburbio descri-
be tanto el ambiente como profundiza en las más oscuras
emociones de sus protagonistas.

Perla Rivera Núñez

9
10
LA EVENTUALIDAD DE MAÚRS, EL
FANTASMA Y LA CHICA DE LAS ALAS
OSCURAS EN EL LUPITA COCKROACH
A: Saúl Mayorquín y Jorge Madrid

E l cernidillo se dejó caer como un sue-ño que


va arribando despacio, como una niebla que
nos va robando la conciencia y nos sume en
un plano desconocido pero egregio. En ese instante, al do-
blar la cuadra, Maúrs escuchó las distantes risas que deam-
bulaban por la calleja provenientes del Lupita Cockroach.
Los consuetudinarios se desvivían en recordaciones al
escuchar la música de banda en la sinfonola digital. Un
deje de desagrado se marcó en el rostro de Maúrs, mientras
que Fantasma, se sintió con toda libertad para tararear
aquel espantajo que salía de las tubas y los clarinetes,
seguido de una destemplada voz que, en los oídos de un
oyente con gustos pobremente refinados, igual podrían
ocasionar el más fatal de los ascos.
Pronto, al cruzar la puerta metálica, los ojos se
acostumbraron a la menesterosa luz del bar, sólo las pan-
tallas LCD puestas, una sobre las recámaras de cerveza y la
otra casi en frente, daban la iluminación necesaria para que
nadie diera tumbos en un mundo ciego. Se sumaba al
trabajo de alumbrar aquel reducido salón, la sinfonola, ubi-
cada en una esquina que no paraba de cantar y de brillar sus
luces rojas y llamativas.
En la barra, una joven con un tatuaje en la espalda
en forma de alas, acompañaba al bartender. Éste desde su
11
comodidad, se limitó a preguntar a Maúrs por la cerveza de
su preferencia.
En el reservado, a través del monitor de las cámaras
de vigilancia, puesto en la pared del costado derecho donde
Maúrs se había sentado, se podía ver a unos muchachos
que conversaban y reían, mientras otros se dejaban aca-
riciar la garganta con tragos nutridos de cerveza.
En la mesa cercana a la ventana que daba a la calle,
tres parejas se entretenían en una plática que por más banal
que pareciera, arrancaba las más honestas carcajadas.
El Fantasma no dijo nada, también le sirvieron una cerveza
junto a un recién aseado tarro que despreció porque pre-
fería beber directamente de la botella.
El frío de afuera se quedó soplando entre la calle y
los tejados, no podía entrar a aquel cálido habitáculo donde
las cervezas frías parecían ser servidas en el día más calu-
roso del valle.
Hubo una pausa, luego la sinfonola cambió la mú-
sica de banda por algo más decente. Rigo Tovar y su Costa
Azul apareció en la pantalla con sus anteojos Ray Ban mo-
delo de Aviador Italiano, su espesa melena y cantando una
tonadilla graciosa: 'Perdóname mi amor por ser tan gua-
po'. El Fantasma rio con la letra de la melodía y los fulgores
de la luz ochentera que destellaban en el viejo video.
—Perdóname mi amor por ser tan guapo, / inexplicable lo
que tengo que sufrir/ las mujeres me seducen me
enamoran/ yo simplemente me tengo que dejar.
A las espaldas de Maúrs, una señora movía rítmi-
camente los hombros, mientras le daba besos al señor que
la acompañaba y que, si por él fuera, en ese momento se
hubiese puesto de pie y a bailar con aquella guapa señora
que se pegaba a él en cada trepidación de hombros, como lo
hicieran, quizá, antaño.
La chica del tatuaje de las alas de ángel, quien ya

12
tenía alguna hora de estar ahí, no se había percatado de la
presencia de El Fantasma. La curiosidad la obligó a que-
darse auscultando aquel ser que parecía translúcido o que
más bien, a voluntad, se hacía el invisible. Ella le sonrió al
fantasma y él se manifestó un poco más real y ya los demás
disfrutantes de aquel místico lupanar, pudieron percibirlo
con sus retinas, pero no les dio más curiosidad que aquella
que da cualquier aparición en un lugar como este. Rigo To-
var concluyó su: Perdóname mi amor por ser tan guapo.
Otra canción entró en la escena, otra más moderna. Selena
Gómez salía en un pobre video con gran presupuesto y
poco ingenio, mostrando la silicona. Quizá alguna de las
chicas que iban saliendo del Lupita Cockroach, cuando
Maúrs junto a Fantasma iban doblando la esquina, la pusie-
ron en el playlist de la sinfonola y no pudieron alcanzar a
escucharla por la extensa sesión de banda.
No hubo reacción de ninguno de los parroquianos y
la canción pasó sin la gloria que espera un fan y sí, con toda
la pena que puede dar un puerco en patineta.
La sensualidad de una música se esparció por el sa-
lón. Agitó a las gentes cerca de la ventana. Never Tear Us
Apart' de INXS se hacía sonar entre las tomas de los rin-
cones Praga: 'Don't ask me/ What you know is true / Don't
have to tell you / I love your precious heart. I was standing/
You were there / Two worlds collided/ And they could never
tear us apart.
La chica observó largamente al Fantasma que con
cada trago iba alcanzando su inmanencia. Él lo percibió y
le devolvió la mirada de una forma tan fálica, que ella sin-
tió como los espermatozoides entraban en sus glóbulos
oculares. El tatuaje de alas oscuras pareció desplegarse y
alzarse hacia la oscuridad de aquellas pupilas intensas.
Un aroma a aceites exóticos y carnales se propagó por
aquel espacio entendido únicamente por la joven y El Fan-
tasma. Un tantra se configuró simultáneamente en las dos
13
memorias. Fue como si se reconocieran desde las vidas
latentes que alguna vez tuvieron. El Samsara los había
arrojado tan cerca esta noche. Ella le sonrió con la com-
plicidad de aquellos que le sonríen al amanecer y a los
recuerdos.
Maúrs enviaba un nuevo mensaje al inbox de quien
había sido destinada para llevarlo por el camino del altar.
Fantasma blofeó y se acercó para comentar la sen-
sual canción que aún no acababa.
Luego retornó los ojos hacia los de la joven alada y
esta voló por su córtex, mientras le tomaba, en una tierra
remota, las manos. Era la calidez de un desierto recién ba-
ñado por el sol y los rumores de un río que andaba con su
furia y su benevolencia preservando la vida.
Los rizos nocturnos caían sobre el pecho de Fan-
tasma y sobre la superficie de la barra. Estaba algo contra-
riado con aquellas imágenes que proyectaban sus neuro-
nas. La alada joven también se mantenía en el mismo esta-
do de estremecimiento.
Posterior a todo lo que la realidad del Lupita les
mostraba, se vertían las bocanadas de una experiencia ex-
trasensoria, de una memoria recesiva. Los rizos se exten-
dían por todo su cuerpo como alas que lo cubrían; alas que
salían de la espalda de aquella mujer que había compartido
una cabaña en un desierto junto a un río donde las ovejas y
las cabras, aún rumiaban la felicidad de una vida sencilla.
Un trago más de cerveza, mientras el solo del saxo
de Never Tear Us Apart entraba. El flash back también le
traía la intromisión de unos recuerdos en otro contexto
apartado del medio oriente y más cercanos a las costum-
bres de un occidente violento e impreciso. Cuántas viven-
cias habían experimentado. Cuántos abrazos se habían
curtido a través de los siglos. Siglos de memorias que ha-
bían ido acumulándose en cada retorno, en cada plano

14
distinto del amor. Ambos habían entrado lentos, lentos en
la realidad de la memoria. Ambos habían ingresado a la ha-
bitación inexacta de las remembranzas. Habremos sido
ciertos pensaba Fantasma.
—¡Qué realidad tan hermosa en este advenimiento! — se
comentaba para sí la chica.
Otro beso se dio a la marcha por la espalda, pero es-
ta vez el recorrido llegó hasta los glúteos. Otro suspiro y
una risita se le dibujó en las comisuras a la chica. Fantasma
no tenía conciencia de aquellos lascivos pensamientos.
Ella insistía en ellos. Una pierna sintió el cosquilleo de los
labios. Un muslo supo que existían los besos y el suspiro, la
lubricación.
Ella sabía que en ese sueño podía hacer de sus fan-
tasías carnales, la realidad que siempre quiso con aquel
pasado que se manifestaba en ese hombre recurrente.
Fantasma no había percibido las variaciones de la
vida y sus malévolos gendarmes. Después de los tortuosos
30 minutos de banda, las furtividad de las miradas entre El
Fantasma y la chica de las alas oscuras, hubo un respiro.
Maúrs no supo en qué instante Fantasma saltó de la banca y
se encaminó hacia la sinfonola. La pobre, exhausta de tanta
porquería que había estado tocando, esperaba la llegada de
un salvador, de alguien con gustos más cándidos.
La primera canción fue Detalles de Roberto
Carlos, luego, Costumbres del finado Juan Gabriel; De Un
Mundo Raro en la voz de Chavela Vargas; Hola Soledad de
Rolando Laserie y en última instancia, La Copa Rota de
Alci Acosta, todo un repertorio desconocido para el siglo
21. Maúrs dejó el chat y se fue junto a El Fantasma que se
sonreía de aquella selección musical tan humana. La chica
se animó y le hizo un comentario a Fantasma. Él se
acomodó el panamá y se rio con la timidez de los galanes.

15
Maúrs seguía preparando su playlist, cuando vol-
vió la cabeza para ver a El Fantasma, no se sorprendió
cuando lo vio agitar los brazos y la chica de las alas negras
usando el sombrero y riendo con la felicidad de las enamo-
radas.
La chica después de un rato retiró el panamá de su
cabeza y se lo devolvió a Fantasma. Luego sacó su celular
y con cierta suavidad tomó de la mano a Fantasma y lo
acercó a su mejilla derecha, se hicieron una foto. Otro sel-
fie más, sólo que esta vez besándole la mejilla izquierda.
Otra más, pero ya besándolo en los labios. Cientos de años
esperando este momento.
Maúrs no vio esto, estaba imbuido en su lista de
canciones. “Wish you were here” encabezaba la selección,
seguida de “Alabama song” y “The end”.
El Fantasma se daba un trago de cerveza, mientras
sostenía la mano de la chica de las alas negras que lo obser-
vaba como quien ve a su ídolo en un concierto por primera
vez.
Maúrs dejó la sinfonola y ahora sí se sorprendió al
ver el rostro contento de Fantasma y la confianza que com-
partían con la chica: no sólo el sombrero, la cerveza o los
besos.
Fantasma le contó a la chica sobre esas vidas pasa-
das que habían gozado junto al río que atravesaba un de-
sierto lejano. Le contó sobre las tantas noches que pasó
acomodándole las estrellas para que ella siempre encontra-
ra el camino a sus brazos.
Ella no hacía más que sonreírle. Le relató El Fan-
tasma las primeras travesías que hicieron por las riveras del
Éufrates y las veces en que terminaron un tantra a orillas
del Humuya y la zona en donde fundaron su primera
ciudad en esa rueda interminable de la reencarnación.
La chica parecía extender hacia el techo sus cór-
vidas alas, entre los giros que le hacía al sombrero con su
dedo índice de la mano derecha, sin apartar la iluminada
mirada del rostro de El Fantasma. No podía desaprenderse
de aquellas historias que por muy ilógicas que parecieran a
cualquiera que escuchara, a ella le parecían el relato de
toda su existencia, de la existencia de los dos.
Fantasma fue besado por décima vez. Maúrs le su-
girió otra cerveza y también, con amabilidad a la chica que
El Fantasma no se dignó en presentarle. No sabía el
nombre, no la conocía. Únicamente sentía como si sus
almas eran la misma reencarnación de tantas almas que se
habían amado y seguirían amándose hasta el fin de la
materia. Los consuetudinarios se mantenían en sus zonas
de comodidad, ajenos a todo, ajenos a sí mismos.
La memoria es recesiva pero no deja de aparecer.
Fantasma se quedó en silencio por un instante. La chica le
tomó una foto en aquella pose de gran pensador y le besó
por onceaba vez.
Quizá Fantasma en ese momento se enteró que
todas sus canciones las había marcado la sinfonola y no las
escuchó. Todas esas canciones que lo habían acompañado
por tres años de desdichas y correos, llamadas y mensajes
sin respuestas.
Esa salud que estaba experimentando en todo su
ser. Qué extraña paz era esa que ahora entre beso y beso,
aquella mujer de alas córvidas, le había obsequiado. Una
llamada que respondía la chica lo devolvió a ese presente.
Después de guardado el teléfono la chica empezó a lanzar
vistazos hacia la puerta. El Fantasma se había limitado a
sostener el sombrero en la mano izquierda y sorber
delicados tragos de cerveza. Maúrs escribía el primer
mensaje de felicidad, al recibir la más inesperada de las
respuestas. Emoticones de besos y corazones y: —Sí,
quiero estar con vos .
17
Unos minutos después, entraba una mujer con los
detalles que tienen las mujeres guapas. La chica de las alas
negras se dejó arrastrar por la emoción y corrió a su en-
cuentro, mientras le daba un extenso beso como si le lan-
zara al universo un reto de libertad. Maúrs no vio nada y
sorbía la cerveza como si fuese el beso que le entregaba al
sí de aquella joven tras el chat.
Entre tanto, la chica de las alas oscuras, llevaba de
la mano a la recién llegada, quizás a otra parte, quizá al re-
servado de las amantes.
Fantasma dio otro par de sorbos a la cerveza, entre
una sonrisa de sorpresa se ponía el panamá y Morrison
concluía: This is the end, beautiful friend/This is the end,
my only friend, the end/It hurts to set you free/But you'll
never follow me/The end of laughter and soft lies/The end
of nights we tried to die/This is the end.

Fin

18
BAJO EL MISTERIO DE LA AURORA

E l té de jengibre, canela y anís, humea hacia


tus fosas nasales. Remisamente esculcas en
medio del desorden de papeles y objetos.
Tanta brutalidad para venirte a dar cuenta que no ha sido
para nada efectiva esta labor. No puedes encontrar “eso”.
Te frustra tener tanta ventaja, aguacero, truenos, noche, y
nada. Hay alguien que te ha antecedido. No sabes por qué
has fallado. — ¡Mal rayo lo parta!, ¡Lo escondió bien! —
Rabiatas un poco. No hay más qué hacer. Caminas hacia el
refrigerador, tiras de la puerta y ves tres cervezas. Te
volteas y unos Gauloises salen de una cajetilla. Caminas
hacia ellos. Miras en la pared un cartel. La imagen muestra
a una chica con el dorso descubierto y en el rostro un
antifaz. Las esculturales piernas están cubiertas por unas
leggins transparentes y terminan en unas sandalias de
plataforma blancas. Usa un panty negro. Está inclinada
sobre una silla. Trae puestos unos guantes oscuros. Los
labios están rojos y camufla una sonrisa. Eso te hace pensar
en Amanecer. Vuelves la vista a la taza decorada con gatos
persas sobre la mesa donde buscabas “ese objeto”. Te has
quejado. Odias tener que atrasarte buscando en ese
desconcierto de papeles. No pagan tan bien como para
perder tanto tiempo. Vuelves la mirada a la refrigeradora.
Hay cervezas. Será bueno tomarse una. Amanecer, a pesar
del frío, debe estar disfrutando de algunas kawamas en ese
bar del mural extraño; debe estar gozando de la hermosa

19
fantasía de la noche y sus temibles recovecos. Cómo pu-
dieron mezclar a The Remones con DJ Tiesto y ese me-
quetrefe reguetonero que no tienes ni la mugre idea de
cómo le llaman. —Amanecer— repites como si fuera un
mantra. Luego rememoras sus palabras. Sus irascibles
palabras: —Lo que esperé de usted fue que me dedicará un
poco de tiempo. Que pusiera al menos un beso en mi rostro.
Esperé algo sencillo, una mueca de amor, un “te amo” en
mi muro. Usted no pudo hacer nada. — Ves a Amanecer
correr bajo el temporal. No te mueves, no la salvas de ella
ni del futuro amor que tendrá con ese tipejo, a quien no
disciplinas por eso de no romperle a la sufrida Amanecer,
nuevamente, los añicos que tiene por corazón. Piensas en
esa frase estúpida que le gritaste: —Tenemos algo aún,
tenemos el cariño mutuo. La amistad, el llanto, las malditas
circunstancias. El dolor. La muerte. —No hay duda,
Amanecer ha de estar con ese tipejo. Quizá lleve ya unas
seis cervezas. También es posible que sus acorazonados
labios después de cada trago, arremetan contra la boca de
ese imbécil. Él ha de estar recibiendo una serie de frené-
ticos besos y yo aquí, regodeándome en mi incompetencia.
Exhalas tu rabia. Sobre la mesa donde está el té ya no
humeante, hay un ordenador encendido con el reproductor
tocando unas canciones que no conoces. Son de esas que
acostumbran promover las emisoras marginales en esta
marginal ciudad de este país olvidado. El tipo a quien ve-
nías a consultar está boca abajo, desplomado y emplo-
mado. Hay un lago carmesí en derredor suyo. La augusta
lluvia permanece intensa. Los truenos se han alborotados
más. Ya has decidido. Caminas al refrigerador, tomas una
lata de cerveza, luego coges la cajetilla de Gauloises.
Arrancas el cartel de la sensual chica. Sales por la puerta de
enfrente. Silencioso avanzas y aunque hicieras ruido, na-
die escucharía con esta noche de truenos y lluvia. Ese algo
que siempre, o ese alguien que se mueve delante de ti ha

20
estado agazapado entre los revoltijos de la mesa y el charco
bermejo. Te sigue. Lo perceptas. Te metes al vehículo que
has dejado estacionado unas dos cuadras, doblando la es-
quina. Arrancas, enciendes los limpiaparabrisas, avanzas
hacia el misterio, doblas a la derecha, la autopista está cer-
ca. Te detienes en la bocacalle. En el asiento del copiloto
has puesto el cartel de la chica que tiene ese aire a Ama-
necer. Un rayo cae. Te estregas con las manos el rostro. Ves
hacia ambos lados, arrancas. Hay una fuerza que te impele,
un sonido agudo, sabes que no es un trueno. Derrapes,
scrach, tacleada, aceleración, tu costado izquierdo se tri-
tura. Te ha alcanzado ese que te ha seguido. Maldita Rastra
sin luces. Tu corazón vuela, tus entrañas igual. Recuerdos
apresurándose en tus pupilas. Lamentaciones. Amanecer,
Amanecer vuelves a pensar. Respiros forzados. Ella debe
llevar varias kawuamas. El maldito la besa, el maldito se la
ha llevado otra vez a la cama. ¡Mal rayo lo parta!

La lluvia no cesa. Vez el cielo despejado. Quizá deliras. La


aurora tiene una luz esplendente. Se filtra en tus ojos. Hue-
le a humus. Huele a oxido. Huele. Mmmm íQué delicioso
aroma! Es el alba y el aroma quizá de la muerte. Amanece,
amanece, amanece ya. Solo la decapitada cabeza de la chi-
ca del cartel mantiene la sonrisa. Hay un estertor. Tú le son-
ríes. Te sientes satisfecho. La lata de cerveza se abre, cae el
objeto, lo encontraste lo encontraste. Los muertos no llo-
ran ni se remuerden ni celebran. Tú tampoco y al amanecer
duermes, duermes, duermes. Quien te ha seguido, también
sonríe. La aurora, la aurora, la auro…ra…

21
EL ACONTECIMIENTO EN EL LUPITA
COCKROACH

L a sinfonola digital había tragado el billete


de 20 y la primera canción que marcó co-
menzó a esparcirse por el precario salón en
donde se habían distribuido unas cuantas mesas rodeadas
de bancoszancudos. El desconsolado estribillo, sin prea-
visos, entró en los oídos de uno de los consuetudinarios
que estaba sentado en un taburete de la barra, esquina
opuesta a donde estaba la cantinera; señora agradable, bro-
mista, algo ajada por las noches de trabajo, sirviendo fuer-
zas y alegrías acumuladas en las botellas del frigorífico y
en los anaqueles quien, mientras se entretenía anotando lo
vendido en un cuaderno, le hacía al tipo del taburete con un
temible deje de picardía, la mención de un recuerdo.
Palabras, risas e historia, se vieron aprobadas por el
acompañante del tipo del taburete que después de un buen
trago de cerveza se llevaba las manos al pecho y no escati-
maba los gestos de haber tenido quizá, un desconsuelo que
aún se paseaba imperceptible por sus venas y sin más qué
decir, la afligida canción se lo traía a este presente. Así, con
el dolor de las rememoraciones, los tres rieron como bue-
nos cómplices.
Luego, se reprodujo una canción que tenía otro to-
no y dejaba menos quistes en el pecho. La plática con la
cantinera y el otro acompañante continuó entre chilindri-
nas y violentos ademanes que nada más mostraban las
implicaciones de la historia, que no era otra que la exage-
23
ración de un hecho lejano; que poco a poco se le alojó, sin
percatarse, entre los pulmones y el esternón como un re-
cuerdo menudo.
Otros tres hombres estaban sentados en la mesa del
fondo, cercana a la puerta del baño, de donde se podía tener
una vista de todo. Hablaban de política y de lo “buena” que
estaba la mujer recién llegada y que por la confianza con
que saludó a los de la barra y a la señora que atendía, se de-
ducía que también era parte de la planilla achispada del bar.
Comentaron de sus piernas, de los hoyuelos en los lum-
bares, de las bragas que se le mostraron al sentarse, de su
tentador, generoso y magnético escote.
La rockola cambió el blues que sonaba por una ran-
chera de Vicente Fernández. Un hombre que, inadvertido
aún, se había quedado en una mesa cerca de la ventana y
quien parecía no dar un trago más a la botella, despidió un
grito charro para luego quedarse inmóvil, viendo hacia la
nostálgica calle de rasgos coloniales entre las aberturas de
las celosías.
Un televisor de plasma, sobre el dintel de la puerta
principal, delataba desde una cámara externa todas las per-
sonas que caminaban por la acera del bar y también a aque-
llas que entraban en busca de un poco de alegría o un poco
de olvido.
Las pláticas se hicieron más audibles cuando la sin-
fonola se calló de pronto. Solo un televisor en una de las
esquinas del estanco mostraba un video de Bee Gees: You
don't know what it's like/ baby, You don't know what it's
like. To love somebody/ To love somebody/ The way I love
you. La bartender tomó el control y subió el volumen. To-
dos se quedaron haciendo de coristas a lo que restaba de la
canción.
Afuera del Lupita Cokcroach, el sol se iba acercan-
do más a la noche. Su luz se atenuaba a cada segundo y el
bar comenzaba a colorearse de una tonalidad violeta. Otros
oscuros colores aparecieron misteriosos, galantes y agra-

24
dables. Las luces de la sinfonola también se presentaron en
colores parpadeantes. La pantalla digital mostró las imáge-
nes de los discos y de los álbumes que se habían marcado.
Los tres tipos de la mesa junto al baño se pusieron de pie;
uno fue al baño, otro se fue a la barra y pagó. El tercero
caminó a la puerta de salida, tiró del seguro, abrió la hoja y
salió. Luego el del baño le dio alcance. Mientras, el sujeto
que pagaba le dijo unas palabras a la mujer que mostraba
las bragas. Ella sonrió, se le acercó a la mejilla y le dejó
marcado un beso. En su atolondrado desplazamiento, bus-
có la puerta, beodo y satisfecho.
El tipo de la esquina de la barra se movió de su co-
modidad y pareció preguntarle al otro si le parecía que es-
cucharan unas de sus viejas y favoritas canciones. El ami-
go aprobó. Otra vez la sinfonola volvió a la vida con una
selección de Pink Floyd.
En eso estaban los pocos ahí detenidos, cuando la
puerta se abrió y entró un grupo de jóvenes. Venían con sus
caras contentas, discutiendo sobre las canciones que escu-
charían y las que cantarían.
Una de ellas cargaba un clarinete. Tenía una mirada
curiosa e impaciente. Se acercó a la vitrola junto a otra de
las chicas que parecía una mujer de buen mirar y con gus-
tos tamizados.
En ese momento fue cuando los presagios comen-
zaron a mostrarse nada prometedores. Las chicas marcaron
música de karaoke que a los demás presentes no les vino en
gracia para nada. Todo se quedó en un oscurantismo repen-
tino.
La chica del clarinete atrapó a las pocas gentes que
estaban allí. Su voz limpia y educada quitó los gestos de
disgusto de aquellos convergentes rostros en el Lupita cok-
croach. Interpretó canciones de una mujer que había muer-
to en un accidente aéreo. Eran canciones despechadas,
canciones de mujeres dolidas y dejadas a la deriva de la
incertidumbre y el no-amor; canciones que no tenían nada
25
de creatividad y sonaban monótonas en la voz original. Sin
embargo, en la voz de la clarinetista hasta parecían haber
sido compuestas por una persona conocedora de la música.
La otra chica, con su actitud altanera, hacía el intento por
alcanzar los decibeles de la clarinetista. A los oyentes les
parecía más bien una forma muy sucia de llamar la aten-
ción o de sacarse el despecho. Repitieron una, dos y tres la
misma canción. En el último coreo, el percance ocurrió.
La figura de un hombre de 1.80, calvo y fortachón,
se materializó en la pantalla del televisor como un vidente
que no ve más allá de las imágenes borrosas del futuro.
Entró y se sentó una butaca de por medio a la chica que en-
señaba las bragas. Se saludaron, parecían conocerse, ella le
dio un beso en la mejilla y le hizo un comentario. El indi-
viduo no gesticuló y pidió una cerveza. Parecía que ya
había iniciado la ingesta del “aguamiel” mucho antes de
llegar al Lupita Cockcroach. 10 minutos después, entraron
cuatro muchachos, se sentaron en una mesa, pidieron cua-
tro kawamas. Sospechosamente, veían hacia el lugar del
tipo recién llegado, señalaban con los labios y luego hacían
como que calculaban sus fuerzas. Las chicas dejaron de
cantar y se sentaron a degustar su cubeta de cervezas. En la
pantalla del televisor de la esquina, nuevamente aparecie-
ron los Bee Gees, el video de “Staying a Live” se mostraba,
la sinfonola en ese mismo instante, también reproducía la
misma melodía. Entre tanto, uno de los jóvenes se levantó,
seguido del más fornido, ambos se pararon al lado derecho
del tipo calvo, en un parpadeo y sin advertencias con una
fuerza tal, lo empujaron, la mujer de las bragas que estaba
cerca, también fue despedida del taburete. El hombre fue a
caer sobre los otros dos jóvenes, sin distracciones le dieron
de golpes con las botellas, el tipo no reaccionó, quedó no-
queado. Posterior a eso, se sacaron las pistolas y apuntaron
contra la señora que atendía detrás de la barra, quien se ha-
bía quedado tan sorprendida como asustados estaban los
augustos de la barra. Las chicas que aún comentaban ale-

26
gres, lo cantado, con el micrófono en mano, no hicieron
más que llevarse las manos a la cabeza y gritar.
Los muchachos que habían golpeado al individuo
lo cargaron en hombros y lo subieron a un vehículo que se
aparcaba prontamente. Uno de los que había empujado al
hombre, sin enojos, aclaró, previo a una frase irónica, pagó
las cervezas y los incomodos: “—¡Feliz navidad! — dijo y
prosiguió— Esto es un problema entre ese extranjero y
nosotros. Sí alguien llama a la policía, la policía vendrá a
llevarse a todos y entre los que vengan, estaremos nosotros
para castigar a todos los habladores.”
Su porte militar se notó cuando se dio la vuelta y
salió sin alteraciones del Lupita Cockroach. La señora,
acostumbrada a recibir a cuanto buscador de alegrías y
olvidos, sólo pudo exclamar: —¡Esto nunca había pasado!
—. El acompañante del tipo de la esquina de la barra,
ayudaba a levantarse a la mujer que mostraba las bragas.
Las chicas cantoras estaban pálidas y se fueron al baño por
un largo rato. La barwoman salió de detrás de la barra por
una puertezuela refunfuñando, con una escoba, un recoge
basura y un trapeador. Arregló las mesas, los vidrios de las
botellas se barrieron y se trapeó el derrame de las cervezas,
el de los gritos de charro seguía distraído en la ventana. El
video de Bee Gees terminaba y la sinfonola le daba paso a
una canción de Elvis: “Suspicius Mainds” y nosotros,
nosotros quién sabe por qué sospechosa fortuna, está-
bamos sorprendidos de lo súbito de los hechos, pero aún,
“aún estábamos vivos”.

Fin

27
LA NOCHE EN LA CUAL, TODAS LAS LUNAS
COMO LOS SUEÑOS, SE MATERIALIZARON,
EN EL "GRAN CONGOLÓN CAFÉ+BAR”
A: V.I.M

L a chica se había quedado en la barra. Lleva-


ba sus pantalones de mezclilla, camiseta
amarillo claro de cuello redondo a la cade-
ra. Las mangas a ras del hombro mostraban sus brazos
delgados, armoniosos y femeninos. Proyectaban una acti-
tud algo pendenciera, independiente; pero a la vez franca,
generosa y espontánea.
En la blusa de la chica, apenas se podía leer, conse-
cuencia de la media luz del lugar, unas letras estampadas
en negro: IV Festival de... lo demás fue ilegible. Sus san-
dalias de cuero, mostraban las uñas de su pie derecho es-
maltadas en un rojo sensual, el cual columpiaba a satis-
facción. Suelto y con partido en medio, su cabello caía
lacio, trigueño, con unas briznas cobrizas. Tenía una copa
de vino en la mano, miraba hacia la ciudad a través del leve
polarizado de los ventanales del Gran Congolón Café+Bar,
establecimiento que se hallaba sobre la terraza del Hotel
Real Camino Lenca y en donde la misticidad ancestral, se
exhibía en cada detalle del recinto. Al entrar, después de
subir algunos escalones, las paredes del ala izquierda
exponían sus murales con imágenes de individuos
vigorosos, grises, sombreados en un desvaído negro;
líneas definidas, de perspectiva y simetría perfecta. Sus
rostros manifestaban una artística expresión, una
29
composición atractiva que acentuaba esa primera impre-
sión de los buenos bares, de los buenos lugares para encon-
trar el origen y el fin de buenos e inverosímiles relatos.
Ixshara se había quedado en su radio de molicie co-
mo palmera bogante al ritmo de las olas que cuchichean
una nocturna romanza. Sentía como si allí había estado
desde antes de que la historia gozara de memoria; memoria
como la que tienen los viejos cuando todo lo narran, y entre
anécdota y relato, pareciera que de nuevo renacieran, pa-
reciera que vivieran de nuevo. El mundo había dado un par
de pasos más sobre sí. Ella permanecía serena, movía su
copa, como cuando un gato juega imperturbable con la co-
la. Ixshara hacía brevísimas pausas para remojar los labios,
para degustar el vino. Su pie seguía columpiándose al ca-
pricho del placer.
Marco la había visto unas horas antes en el parque,
unas horas atrás cuando Ixshara se desplazaba discreta,
sonriendo hacia la altura de los árboles, sonriendo al antojo
de algún recuerdo, el recuerdo de algún viaje en autobús,
de alguna caminata a medianoche por la discreción de al-
gún poblado, acompañada del chico que alguna vez le
había besado en más de un viaje el sobresaltado, volup-
tuoso, bien formado y bien amado pecho. Henchíanse en la
cadencia de las rememoraciones, los labios como caricias,
las caricias como besos, las manos como milagros.
Entre el movimiento de la copa, una canción sona-
ba desde la apasionada garganta, desde la sedosa textura de
la mezzosoprano que, al rasgueo de la guitarra, aspergía
cada nota como cuando un jardín es bañado, o como cuan-
do las manos de una diosa, hacen florecer en el alma, rego-
cijantes caricias. El “Gran Congolón Café+Bar” se dejaba
también al deleite, de aquella voz que se introducía por los
oídos, se colaba hasta la sangre y de allí partía como un
viajante hacia los recovecos del plexo que se aceleraba
hasta caer en descensos, y luego, levantarse intranquilo co-
mo colibrí, para besar otro hibisco, otra pasionaria. Ixshara

30
no mostraba la sonrisa de la tarde, no mostraba mohín al-
guno; únicamente se dedicaba a palpar con los labios las
notas que salían fervorosas de aquella guitarra, a saborear
el tono subrepticio que se daba a cómoda gana y bañaba ca-
da terminación nerviosa, cada neurona, cada sinapsis hasta
conquistar en cada decibel de las cuerdas bucales y de la
guitarra, los telómeros del ADN.
La diosa que hacía vibrar con su voz de filigrana el
tejido de aquel espacio, modulaba una amorosa canción de
Chico Buarque, “Eu te amo”: “Ah, sí cuando te vi, me eché
a soñar, fue casi desvarío / rompí con todo, quemé mis na-
víos / Cuéntame ahora a dónde puedo ir”. La diosa, que ha-
bía sido invitada a dar nigromancia a aquél “Café+Bar”
con las armonías de su voz, no intuía lo que ocurría, no sos-
pechaba ese desborde de mágicos efectos, de mesmeriza-
das miradas que se dirigían como pequeños asombrados
hacia el lugar que ella ocupaba, hacia la guitarra, hacia la
butaca, hacia sus manos. El chico recién llegado, extasiado
por el aria de la guitarra y la voz de aquella mujer, invocada
como una diosa para cantar en el “Gran Congolón” a celes-
tiales elegidos, había cruzado sin protocolo hacia la barra.
En su paso, le había avistado y un aplauso, como saludo,
como ofrenda, hacía sonar a cada paso.
Ixshara, ensimismada en los techos de teja, el cam-
panario y la cúpula de la Iglesia San Marcos, besaba la co-
pa, besaba las notas, besaba las avejentadas luces del alum-
brado público que se dejaban en las viejas melancolías y
parecían también bailar al ritmo del viento y de la melosa
voz que se escamoteaba por las solitarias calles empedra-
das. Los pocos transeúntes se quedaban hipnotizados mi-
rando hacia el “Gran Congolón”, asombrados de la alegría
que se fugaba con aquella música, con aquel fervor que se
discurría desde aquella terraza por la antiquísima Ciudad
de los Confines.
Dromedario se acercó, trató de no meterse en su zo-
na visual, pero no hubo remedio. Pasó frente a Ixshara

31
lacónico y prudente. Tomó el asiento contiguo y amable-
mente le dio una disculpa al mover una de las sillas cerca-
nas. Luego, con una sonrisa, llamó a la joven que atendía y
se quedó por un segundo instalado en los grandes y tristo-
nes ojos de Norma Aracely, a quien ya conocía por eso de
las visitas eventuales al Café+Bar y por la curiosidad que a
veces le provocaba la seriedad de quien, seguro seguro,
alguna magnífica historia se guardaba para sí con el más
receloso y excesivo secreto. Pidió una cerveza y se quedó
en silencio degustando un lacónico trago mientras la voz
de la chica que cantaba reiniciaba una bossa nova: “As Vi-
trinas”, otra melodía de Buarque.
Para Marco, Ixshara había salido de la víspera, de la
oración, del oráculo que una vez le había predicho que en
un viaje encontraría, en el desenlace de un plenilunio, una
chica; una joven que, con copa en mano, le mostraría todos
los destinos, le contaría todas las historias que el amor ha
contado. Sería de noche y sería en el Gran Congolón que
una trovadora tendría sostenida en su voz una mano seña-
lando una calzada, una bossa nova. Estaría sentada como si
hubiese bajado despacio desde cielos lejanos, gravitaría
como una mariposa sobre las moderadas corrientes de las
remembranzas, jugaría como una cachorra a mover la co-
pa, sus ojos de pantera proyectarían la más afectuosa luz.
Marco la observó por los rabillos. Discreto, encon-
tró sus ojos, indiferentes y penetrantes como si fueran las
pasivas pupilas de una felina. No había miedos, ni esperas;
sólo un aplomo, un particular estoicismo con el cual podía
auscultar, sin inmutarse, la más discreta de la conciencia.
Un café claro felino le hacía recordar las palabras que se-
rían la llave que abriría el secreto de todos los hechizos, la
vara que se movería como una batuta, que dirigiría en el fu-
turo, el concierto del amor. Cuántos instrumentos se uni-
rían en su pecho, cuántos violines, cuántos trombones,
cuantos pianos. Ella era un espíritu libre al extremo. Era
esa fluidez de Beethoven, la claridad de Bach, el exceso y
32
el absolutismo de Rajmáninov, el arrojo de Vivaldi, bri-
llante como un Kandinski, danzarín como un Pollok, di-
verso como un Dalí, misteriosa como el universo mismo.
Era el caos en orden, un desorden cósmico ordenado por
una matemática más cierta que la ilógica de una diosa. Una
diosa sentada con su copa de vino, que hamacaba su pie,
que mostraba, a pesar de su impavidez, la sabiduría más
lúcida que pudieran sumar, doce millones de ingenios hu-
manos.
El Café + Bar Gran Congolón, parecía tan etéreo,
tan vintage, tan antiguo y tan reciente, tan de cualquier par-
te y tan exclusivo. Era un bar que se podría llamar de en-
sueño, un sitio para quienes querían encontrarse con la
alegría que acarrea el buen designio, el sino de las buenas
elecciones; un lugar en donde aquello intangible, aquello
vedado a los humanos, aquello que sólo se puede apreciar
en la imaginación de los demiurgos, contenía la nigroman-
cia suficiente para volverlo todo un realismo mágico, un
realismo fantástico, un mitológico realismo.
Para no sentir la energía de Ixshara que lo curvaba
todo, echó un vistazo en derredor. Pudo ver que Wendy
conversaba con Amanda y Victoria. Hablaban sobre los
amores venideros, sobre los amores que tocan a la puerta
del pecho, porque los pasados, los amores pasados, esos se
habían anquilosado en las tinieblas del recuerdo, se habían
tentado a volverse olvido. Sara Mazier en algún momento
había estado por ahí, pero ya no la veía. Quizá ya se había
marchado. El Señor de Suntúl, Olayo Pinto, conversaba
entre risas, a unas butacas de allí con la siempre dulce Del-
my Suyapa, y los hermosos y serios rasgos de Erika, quien
de vez en cuando dejaba escuchar su voz refinadamente
grave, para luego sonreír con la elegancia de su 1.73 de
estatura. Más al fondo, en una esquina, elegantes, hermo-
sas y risueñas, como siempre, Zaida Margot y Celeste. Es-
to fue un instante, un instante en donde todas las lunas lle-
gaban puntuales a llenarse de la gracia de aquel Café+Bar.

33
Ixshara esperó la última canción con la cual la chica
que cantaba culminaría su concierto. La diosa se despedi-
ría con una amplia sonrisa después de interpretar “Qué-
date” de Silvio Rodríguez. Posteriormente bajaría para
descansar un poco del trajín de la noche y de los seres mate-
rializados que coreaban cada tema como una oración de la
vida. Iría, ella, la Música a acomodarse en la habitación
205 del Real Camino Lenca, para dormitar entre los brazos
del humano que había elegido para amarlo hasta que
llegara como un bermejo ocaso el momento de transmigrar
a otro sitio, a otro tiempo, pero jamás a otro amor.
― “Quédate, Quédate, para poder vivir sin llanto...” ¡Mu-
chas Gracias!
Ixshara también tarareó hasta el último verso del
estribillo, mientras la copa se llenaba y se vaciaba, Marco,
tomaba más confianza para disfrutar la pasión que mos-
traba esa chica de actitud tan etérea y tan humana.
Las despedidas de la cantante y los aplausos que no
acababan, provocaron en Marco la necesidad de escamo-
tearse a la terraza, otear desde otro aspecto lo que Ixshara
veía a través de las ventanas. Ixshara, se terminó su copa de
vino, pidió otra y salió. Se instaló a un metro de Marco con
las pupilas de leona bañando la ciudad que fuera del “Gran
Congolón”, parecía soñar con personas extranjeras, con
personas penitentes que venían buscándose desde distan-
tes ciudades.
En eso de las cavilaciones estaban, cada uno sin de-
cirse palabra, más que los gestos que ambos entendían co-
mo una conversa de dos individuos que saltean al destino y
lo dejan sin reacciones ni sorpresas, cuando se cortó de re-
pente, el flujo de la energía eléctrica, y fue un coro de de-
sencantos el que ondeó desde el interior del bar, sin embar-
go, diligente, Escalante, mandó a encender cirios en cada
mesa y por todo escondite, dándole al “Gran Congolón” un
aspecto de santuario, una atmosfera tan pacífica que invitó
a todos a volver a las pláticas, a las risas, y a las críticas
34
contra al añilado gobierno que no hacía más que mentir y
mentirse.
Antares, Shaula y Sargas, radiaban desde Scorpio
en dirección a las pupilas de Ixshara, quien, en la lobre-
guez, se acomodaba el cabello y se maravillaba de aquel
cielo lleno a parte de Scorpio, Libra y las Pleyades de tan-
tas constelaciones, de tantas estrellas que tembló con un
poco de nostalgia. La luna se confundía con la luminosidad
de su piel. Marco la veía sin disimulo ni extrañez. La luna
se ponía más esplendente, era como si muchas lunas vol-
vieran su argenta luz hacia ella. Treinta minutos después,
ella sacó de su morral un paquete de cigarros, tomó uno, lo
encendió. Con una sonrisa estiró su mano izquierda hasta
Marco, convidándole un cigarrillo, sin preguntar si fumaba
o no. Marco dudó, se le cruzó por un segundo negarse a
aceptar, pero el arcoreflejo, fue menos comedido, así que
lo tomó, se lo llevó a la boca, ella activó el encendedor y la
llama abrasó al tabaco, un exhalo fue suficiente.
Ixshara se envolvió en una nube de humo, Marco
igual, seguían callados, fue como sellar un pacto, como de-
cir: ― Qué bueno!, ¡Oh Santo Gato de Atocha, al fin nos
hemos encontrado!― Abajo, en la 205, un humano
escuchaba un bolero que al oído le solfeaba una diosa,
quien lo había seleccionado entre tanto humano bueno,
para amarlo, no por esa noche, sino hasta cuando la historia
fuese una anécdota contada por un hombre con tanta edad,
que pareciera tan viejo como el planeta. Mientras adentro,
en el “Bar+café”, las gentes gozaban el ensueño de la vida,
el onirismo que trae el desprendimiento de la realidad, la
ficción colada entre la apatía cotidiana y la nigromancia de
las velas que evocaban las noches en la cuales, todas las
lunas como los sueños se materializaban, como en “La
Vuelta al Día en 80 Mundos”, en el misterioso "Gran Con-
golón".

Fin

35
GOT A BLACK MAGIC WOMAN

S alió del incógnito, justo cuando llegué al bu-


sito de doña Sebastiana, donde se expende
“comida típica”, en frente de la Universidad
Pedagógica; mismo busito que según historiadores culina-
rios, en el 95, se estacionaba en la diecisiete calle suroeste,
contiguo a la esquina “Irremembrante”, exacto, donde don
Mario, que ahora es juguero, tenía una chiclera.
Para ser honestos, antes de llegar allí, se me había
pegado. Lo había hecho desde hacía mucho, mucho rato
antes, justo cuando veinte minutos atrás, yo había tratado
disimuladamente de olerme la axila, para asegurarme que
me había puesto desodorante y que no estaba con algún
olor corporal, no aceptado por una digna sociedad, delimi-
tando mi espacio. Pero bien, ya en ese momento, veinte
minutos antes, saqué la EU Toilette de París para oler me-
jor, y así evitarme situaciones embarazosas con negras,
blancas, amarillas o policromas. Jamás pensé que a pesar
de eso, una negra se me pegara, y que encima, le diera ese
delirio, esa obsesiva persecución por todo la ciudad hasta
atraparme, justo aquí, en el busito que expende comida,
comida a la cual y con toda la vanidad que se pueda imagi-
nar le llaman “Típica”, y cuyo precio, no apto para bolci-
llos cardiacos, descompensa el mal sabor, la inhumana
atención, pero sobre cualquier idea, desprestigia el
concepto de “Exquisito mal gusto” o “Delicia de sacríle-
gos alimentos.”
Después de la estafada que me hiciera el taxista,
37
quien en ningún momento intentó ayudarme, advirtién-
dome que una negra multiojos me seguía, y que durante
todo el trayecto del taxi a la negra, le pareciera que yo era el
tipo más increíble del mundo y luego de mostrar mi humor
poco tolerante hacia ella, se quedara quieta un largo rato,
casi inadvertida, para que yo me sintiera confiado o cuando
menos relajado que se hiciera por esta vez la invisible,
desde ese momento que se pegó a mí, como si yo anduviera
lleno de luces, esparciendo feromonas o me anduviera por
allí haciendo invitaciones descaradas de: ―Venga,
persígame Negra.―
Lo primero que hizo al momento en que yo llegué
fue tocarme la mano, obvio que yo no soporté el abuso,
moví enérgicamente el brazo, a ella no le importó y se apar-
tó apenas. Se fue junto a una señora vigorosa quien estaba
acompañada de un tipo calvito, que igual se deleitaba con
pinchos y tortillas de maíz. Pareja que me pareció peculiar,
no es que les juzgue, de hecho me parece sano el amor, no
obstante, el trato seco y despectivo de la mujer hacia el
hombre, fue lo que me provocó la indignación y poca con-
descendencia hacia ella, sumado a esto la persistencia, de
la “Negra”, quien se la había tomado de mucha confianza
conmigo.
En fin, creo que la “Negra” me venía persiguiendo
desde la plaza central, quizá se me pegó detrás, en el quios-
co de periódicos viejos, fue cuando un hombre de cuarenta
años simulaba o alucinaba estar discutiendo por el móvil,
los destinos de este país sin norte y menos con sur. Las
gentes caen como plumas en el viento o florecillas de algo-
dón en un estadio de locura, caen despacio en una realidad
alterna que los hace felices y los hace sufrir menos y me-
nos, y les hace entrar en el paraíso perfecto, el paraíso que
todos anhelan, menos yo que desde hace mucho disfruto
del fuego lento de este infierno, que nos considera y nos
protege, y no se disuelve, aunque lo intentemos, en un es-
pejismo de huida.
38
Ahora caigo en el recuento, que por estar viendo el
tipo ese, el señor del periódico, la Negra vino a contem-
plarme con la lentitud de la cámara más lenta de la cual se
sepa, es probable que hasta haya suspirado, y las pupilas
dilatádosele y al mismo tiempo, sin enterarme, comenzara
con una danza errática, extraña, para cuando me diese
cuenta yo me asustara y empezara a caminar rápido muy
rápido, entrara por el pasaje del edificio “Midence Soto” y
apresurado, como si asaltante estuviera tras mi cartera,
doblara a la izquierda, mientras el taxi, al estar como espe-
rándome, abriera la puerta, me subiera, casi le gritase al
conductor, ―A prisa, una Negra me persigue y creo que es
mi olor―, pero no, no me di cuenta que ella ya estaba en el
vehículo, posible se subió antes que yo, como si se antici-
para a mis acciones, sospechosamente bien calculado me
andaba. Y bueno, su persecución fue infalible, tan infalible
que me dio alcance, precisamente aquí en el busito que
expende la “comida Típica”, autóctona, de una herencia
lejana, que ni siquiera sé de su origen o de su existencia
filial, aunque mis sospechas se orientan a la Iberia. Pero en
fin, ya me había relajado un poco y la vergüenza de andar
con una Negra tan intolerable como ésa, con su indeseable
presencia, detrás de mí, tocándome sin permiso y con la
confianza de los amorosos sin rechazo, partes de mi cuer-
po, logrando hacerme sentir, el más sucio de los sucios. No
obstante, durante un rato, tal vez para disimular, la Negra
comenzó a acechar a la señora bien dotada de carnes, y se le
acercaba por un lado y por el otro; la señora la miraba con
mediana molestia y la Negra indiferente seguía en su fas-
tidio y yo, libre, comencé con mi plática particular en torno
a la poesía contemporánea y sus tendencias y los zapatos
que vuelan como aves suicidadas que buscan un blanco
presidente o un ex presidente como blanco. Elementos
creativamente interesantes, que el poeta de hoy en día
puede utilizar para protestar por el genocidio de un país,

39
con dictadura, menos muerte y más arte y después de la de-
mocracia impuesta, más muertos y una desmedida des-
trucción, saqueo y zozobra y menos arte.
Pero bueno, Israel me decía que en su poemario
“Dialogo con la vida” hay un poema que le dedica a Sofía,
que comienza con “Mi hija es un poema rosado” y luego
nos distrajo el llamado que la señora encargada de
expender los pinchos y los jugos de don Juan. Posterior a
eso, nos acercáramos por la ventanita izquierda del busito
para efectuar el pago sin impuestos de lo consumido, pero
como si los tuviera. Eso fue un tanto tedioso para mí, por
mi enoclofobia, ir a comer a un busito, aparcado en sentido
contrario y frente a la Universidad Piedragógica, en plena
acera, y sin importar el injusto precio, obligar a hacer una
sempiterna fila, junto a estudiantes, profesores, transeún-
tes y oficinistas que buscan satisfacer el rugido de sus estó-
magos, y acostumbrados tristemente, a comer fuera de ca-
sa, no quedarles otra opción, más que hacer fila, y esperar
el turno para la elección del perenne menú; del mismo
“delicioso almuerzo”, un “apetecible lunch típico”, a
“buen precio” y sin un mejor lugar para degustarlo que la
comodidad de la banca en el punto de los colectivos, o
sentado en el borde del andén y por muy rico que estuviese,
no se completase sin la más ambiental y explayada compo-
sición de funestos sonidos que el transito del mediodía
produce; celestial sinfonía para digerir los “sagrados” y
“típicos” alimentos; Melodía tranquila e infaltable y más
armoniosa jamás compuesta por compositores de gran in-
genio, quienes no tienen igual, con las bocinas y cláxones
monofónicos y soportables solo por oídos urbanos, muy
urbanos. Sinfonías que no deben faltar en la vitalidad de las
misteriosas melódicas atmósferas de las comidas al aire
libre.
No pude mostrarle al Poeta Israel mi inconformi-
dad, tampoco tuve ese valor por respeto a la linda Isabella,

40
que en una de las clases donde fui invitado para hablar de
literatura y que no sé por qué ella me confesó estar enamo-
rada de Shrek, entonces yo le llamara Fiona, además la
Isabella se parecía con Fiona, sólo que antes de la “mágica
transformación” y todo eso que produjera el “Verdadero
amor”.
La Negra empezó a aproximarse nuevamente,
mientras yo estaba ensimismado con la Isabella, que cada
día se estaba poniendo más guapa y que de no existir el
mínimo concepto o la mínima idea de la existencia de los
ángeles, ella lo generaría y también definiría la más precio-
sa de las tesis jamás imaginadas, pensadas o jamás escritas
por demiurgo, científico desquiciado, rapsoda vagamun-
do, o incluso, un alucinador mitólogo.
La Isabella me sonrió mientras pedía un sabroso
plato de carne asada con tortillas de maíz, frijoles fritos y
una ensalada malhecha de repollo con aderezo de a saber
qué. No obstante, en menos que parpadeara, la Negra co-
menzó a insinuar acercarse. Primero hizo un acercamiento
furtivo, después se alejó haciéndose la boba, no quiero
redundar ni ofenderla en decir que se comportaba como
una mosquita muerta, pero si una mal intencionada, así que
comencé a buscar la manera de escamotearme, pero ella se
persuadió y antes que yo me ocultara detrás de la mujer que
se había apartado a tres metros con el señor calvo, quien
veía algo paranoico hacia todos lados mientras mordía un
trozo de carne de cerdo. Yo no sabía cuál de los tres era el
puerco, si la chuleta, la mujer o el tipo de ojos inquietos que
mostraba un extraño temor, y que no me extrañaría que ya
tuviese experiencia en asaltos sufridos o en otras refriegas
parecidas a esas. Al acercarme o ponerme detrás de la mu-
jer, el tipo me vio más que receloso, me escaneó para esta-
blecer el grado de amenaza, indiferente, continuó devorán-
dose al pariente. Para la mujer ni ha bicho raro llegué.
Entre tanto, la trinchera no fue suficiente, la Negra sorteo
al calvito y a la mujer y en menos de un ¡hola!, ya me

41
figuraba en la potencia de su visión. Me estaba molestan-
do, todo eso me estaba llevando al tedio, tanto que me en-
traron ganas de darle un topetazo a la Negra, pero no quise
llamar más su atención, ni mucho menos quise que la Isa-
bella se diera cuenta que yo tenía quizá, un aroma irresis-
tible para esa criatura que se montara conmigo en el taxi y
desde un poco antes me jurara sin yo notarlo que le era
irresistible, que me seguiría hasta el último exhalo. Obvio,
trate de imaginar que nadie se daría cuenta de ese ataque,
de ese delirio de persecución en mi contra y simulé tranqui-
lidad.
Israel me contaba que Oscar Sierra quería hacer un
comentario sobre el último libro que yo estaba publicando
y que en sus palabras dijera que mi estilo narrativo estaba
muy a tono con lo que se estaba produciendo en Europa,
pero no me causó la gracia que debía causarme, por las gra-
cias de las desgracias, estaba ya demasiado incómodo con
la Negra, quien no le importaba perseguirme con seguro
descaro, por cualquier rincón al cual yo me metiera. Me es-
taba llevando al punto, en donde yo me veía corriendo y la
Negra detrás mío, en desespero, sin poderla perder. Claro,
no me iba a poner como un desquiciado a correr por toda la
calle donde se estaciona el busito de la señora que estaba
antes, ya no sé por dónde diablos.
Le propuse al Poeta que nos fuéramos, pero como
es su naturaleza, el persistía en continuar su plática con una
joven que bueno bueno, linda estaba, le rogué un poco, pro-
poniéndole que ya se nos hacía tarde para el café, mover al
Poeta no fue efectivo, porque nada lo movió, y yo con este
terrible, apabullante problema. La Isabella que acompaña-
ba a la joven con quien mi amigo poeta platicaba se iba
dando cuenta que la Negra me tenía súper inquieto, al bor-
de del desquicio, entonces se me acercó la Isabella y mi ol-
fato se regocijo al sentir el sigiloso y delicioso olor que el
Anais Anais producía al mezclarse con el olor natural que
tiene el cuerpo de la Isabella. Aun así, la Negra no se
42
despegó de mí y el asedio fue mayor, ya no danzaba ni se
movía agitada frente de mí, sino que ahora se posesionaba
de mi hombro, la Isabella empezó a verme con lástima, pe-
ro con una soberana lástima, para mal, yo no bien interpre-
té la mirada de la Isabella y empecé a alucinar lo que posi-
blemente ella estaba pensando, lo que probablemente ella
estaba interpretando, eso era según mi paranoia: que yo
tenía una asquerosa relación con la Negra, que con la ma-
yor de las seguridades, era falta de higiene de mi parte, no
aguanté y empecé a manotear, a tratar de atrapar a la Negra,
que con una calmada pericia me tomaba la nariz, las me-
jillas, la frente, la boca, el pelo, las manos. No paraba de
hacerme quedar en ridículo, y por más que trataba de es-
pantarla, ella seguía sobre mí, seguía molestándome y me
estaba poniendo tan bravo con la Negra, con el poeta, con
el tráfico ruidoso del mediodía, con la mujer que dispensa
la comida, con el busito, con la joven, conmigo, con todos
los que me veían, casi neurótico apartando y apartándome
de la Negra, enojado con todos menos con la Isabella que
también se estaba poniendo nerviosa y yo como con ganas
de agarrar a sombrillazos la Negra, que desvergonzada se
carcajeaba de mí, me había convertido en su payaso, en su
maldito no sé qué, pero ya cuando las cosas se estaban
poniendo verdaderamente caldeadas, la Isabella se acercó
y no sé qué con qué le dio un golpetazo a la Negra que de
haber tenido forma de grabarlo, lo hubiese hecho para te-
nerlo en mi móvil como mi ringtone favorito, por eso de sa-
borear la venganza o cuando menos que alguien filmara, o
tomara una foto con la cámara del celular para disfrutar del
zopetazo, que la Isabella al verme impotente le diera a la
Negra. Tambaleante la pobre Negra fue a caer en la espalda
de la mujer de cuerpo hermoso junto al calvito y que en
aquella amplia espalda se quedara a temblores y estertores
o sólo se quedara en su letargo reflexionando sobre lo que
estaba ocurriendo. Isabella se acercó y me dijo que las

43
moscas siguen a la gente limpia, yo quise hacer una broma:
―Creí que me estaba convirtiendo en el amo de las mos-
cas― Isabella sonrió con una maravillosa ingenuidad y en
mis adentros: ― ¡Mal rayo te parte maldita mosca!― y
luego un inflexible sentimiento de vacío, un: ―Algo hace
falta acá―.
Entretanto un tipo se paraba en su Corolla del 2005
con el estéreo a volumen exagerado y Santana se escuchara
tan oportuno con su estribillo: “Got a black magic woman”
y yo no supe por quién era la canción, si era por la Isabella
que me sonreía entre el olor del Anais Anais que se mez-
claba deliciosamente con el aroma natural de su cuerpo, o
si era por la Negra que se alejaba de mí y del lugar, triste,
aletargada, media muerta y yo culpable me sintiera el tipo
más idiota del planeta.

Fin

44
ELLA: LA POBRE MUJER DEL NEGOCIO LJ
EN LA 14 DE JULIO
Si mis plegarias no fueran
A la Virgen sino a ti
¿Qué pensarías? ¿Qué dirías?
Si de la noche soy un pedazo…
Quisiera ser alcohol
Para evaporarme en tu interior…
  Caifanes

E lla es sólo una pobre mujer limitada por to-


das las aristas de su aún más pobre vida—
Le dices al hombre que se ha parado a con-
tarte, o a preguntarte si te has encontrado, o si sabes algo
sobre esa mujer, de la cual desde hace algunos meses no
hablas.
Sin embargo, le respondes a tu amigo que tienes
tantos días de saber, absolutamente nada sobre su para-
dero, pero tu amigo insiste, te cuenta alguna actividad nue-
va que realiza la mujer que según tú, le has olvidado hasta
el nombre, y aunque lo recordases, no sabes nada de ella,
incluso en un mohín, has hecho saber que no te importa,
que no quieres, que te vale medio grano de mostaza esa
mujer.
Pero desde que tomaste el primer escalón, hasta
que bajaste el último de las gradas eléctricas en el centro
comercial; escalones que con su pausa atorrante te fueron
llevando poco a poco y cada vez más lejos o más cerca del
pasado. La pobre mujer, se te venía reminiscente entre el
aroma del café y el evento de hace un rato.

45
Tu amigo empezó a platicarte de esa mujer a la que
tú llamabas pobre, lo cierto es que ella no era una pobre
mujer, ni tampoco era una desvalida y menos carecía de
algo, ni siquiera le faltaba nada, es más, le sobraba hasta
para darte lo que querías, que como en tu buena costumbre
te escaseaba todo por esos días. Nunca le pediste, sólo
aceptabas a regañadientes lo que ella con toda su divina
bondad te ofrecía, y te rogaba que aceptaras este obsequio,
aquel regalo, el pasaje, tal vez del taxi, el pasaje quizá del
autobús, o el pago del hotel, acciones que jamás fueron
motivos de orgullo y menos te fueron vergonzosas.
Te costó un mundo acostumbrarte a viajar esa dis-
tancia para verla o para acompañarla a algún, o cualquier
lugar, te aburría, y te molestaba porque jamás habías viaja-
do tan lejos para complacer amorosos caprichitos, porque
jamás habías hecho complacencias tan absurdas.
Algunas veces dijiste con extrema soberbia: Nun-
ca voy a viajar a ver a esta mujer ni le voy a andar con
tontas contemplaciones. Pero debías hacerlo y eso te exa-
cerbaba, gruñías como arrepentido, gruñías como león
marchito, herido de cautiverio y de nostalgia.
Te adentrabas en una infinita discusión y tu pensa-
miento discrepaba con tu pensamiento y ambos se
vituperaban, se agredían y te decías: maldito yo y malditos
buses, maldita esta decisión. Mientras la pobre mujer, la
que tú llamabas pobre, hacía sonar tu teléfono y te pregun-
taba por dónde andabas, por donde venías. Tú, contestabas
parco, vengo por aquí, estoy por acá.
Te disgustaba que se preocupara o que te pregun-
tara sobre esto o sobre lo que estaba por llegar, por aquello
que se iba, por la falta de uno o de dos pesos, o de la cena, o
el almuerzo, la cerveza y el cigarro.
Ella era una buena mujer que te quería tanto, que no
le importaba volverse tu mecenas, no le importaba que es-
tuvieras atravesando esos momentos difíciles, esa depre-
sión casi de muerte en tu economía.
46
Eso te molestaba, te molestaba tanto, que comen-
zabas a odiarte y en ese me odio a mí mismo, ya odiabas a
todos y la Pobre mujer, culpable de ninguna culpa, encabe-
zaba la fila.
La noche era buena y buena era la intención de la
Pobre mujer que en su sencillez, en su dulcísima dulzura y
sin ninguna pretensión de ofenderte, te preguntaba, si hoy
tuviste un buen día, si tu suerte había mejorado o si sola-
mente las circunstancias continuaban jugando con tu poca
ventura, con la suerte buena o mala que sólo te daba a pro-
bar un poco de la felicidad que la vida puede obsequiarle a
los elegidos, a los que están destinados a ser parte de los
abducidos, de los perdonados, de los absueltos, de los hijos
verdaderos de un dios alejado de ti o tú alejado de él.

II

—¿Te gusta que te prepare omelets?—. Te pregunta amo-


rosa y te da un beso en la mitad de los labios.
Tus gestos parecen atrapados, tus gestos parecen
distraídos, sólo la seriedad te maquilla; ella no nota tu
frialdad y te pregunta si tienes dinero para mañana y va a la
cartera y saca una de sus tarjetas y te apunta: —Puedes
debitar de mi cuenta lo que necesites—, entretanto se
acomoda en la almohada y te escribe en la agenda la
contraseña, sugiriéndote que vayas al cajero que tenga
enlace con MásterCard, porque ese es su banco y esa es su
compañía y las ventajas en cuanto intereses, y tantas más
supercherías. Tú la observas con una acérrima lástima, pe-
ro te guardas el: —Ingenua—, la discusión que gene- raría
tu opinión acerca de las tarjetas y de los bancos, de los
intereses y de las mentiras con las que la gente es sometida
a creer que está ganando cuando en realidad, les estafan de
forma obscena y sin descaro.
Continúa pegada a tu costado pero tu reacción es
neutra, y la almohada te comprende, y la almohada se

47
siente tan ignorada, tan fría, tan delgada.
Gruñes otra vez, parece que has recibido el curso
de: ¡Cómo disgustarse con facilidad! y recuerdas el paso
número uno, un poco de frustración es importante para
sentirse molesto sin saber por qué.
Ella te soba la espalda, se acerca a tu cuello, y co-
mienza con un juego lento, con un juego que te lleva y que
le lleva. La traes enfrente tuyo, ella se sienta en ti mientras
ata con sus piernas tu cintura, no puedes evitar notar la
blusa de botones que se abre lenta, y exhibe la perfección,
la redondez, el tamaño y la textura de delicadas mamas que
florecen con excedida ternura, que se descubren a tus ojos
libidinosos y a la licenciosa agitación de tu boca.
La camisa es deleznable, no soporta la fuerza, el
poder de los bien formados senos, sola se va desabotonan-
do y un pezón se muestra tímido y sepia, le das un beso; el
pezón es coqueto y te llama, y en tu boca renace el instinto
y vuelve la infancia y tu necesidad de infante es la reacción
normal que cualquiera espera.
Solo que acá, sabes que es el mejor pezón de la vi-
da, porque es un pezón lascivo, floreciente, placentero.
Ella aún no quiere tus labios en ese pezón que se ha
despojado de la inocencia de las cosas, y sus pulposos la-
bios atrapan los tuyos y es un beso que humedece esta parte
de la boca y aquella que se oculta y se abre férvida.
Su palpitación es tu palpitación. Sus labios son al-
godones de azúcar deshaciéndose en un mordisco, disol-
viéndose en un sonido que despierta las fuerzas místicas de
la vida, en la separación y la unión de las glándulas
hinchadas y la piel férvida entre esto y lo otro. Simultaneo,
a toda acción te va comentando que tus besos son delicio-
sos, que jamás ha sentido sensación tan grande o más plena
que esta. Tú sabes que la pobre mujer está enamorada, está
tan enamorada que no nota tu aburrimiento, el aburrimien-
to de dormir con ella mientras el otro sale de viaje, en sus
viajes largos y que desde el día que le hiciste el amor a esa

48
pobre mujer con el perverso deseo del amante furtivo, des-
de ese día, ella purga el único pecado que pudo cometer en
su entera vida, el pecado de enamorarse de un forastero que
además de huir de todo, huye de sí mismo.
Te besa y te dice que te ama más y más. Aún más
cuando le besas de esa manera que ella no había conocido.
Te repite que no puede dejar tus labios, si pudiera te
mordería, te comería, te tragaría, te degustaría una y otra y
otra, y otra y otras mil veces más, pero ya, ya a estas alturas
sientes vergüenza, conoces al otro, pero el otro está lejos.
Ella mientras te besa, recuerda cuando te la encon-
traste recién conocidos y le dijiste que el vestido que traía
puesto le quedaba más que perfecto, que dibujaba magis-
tralmente la silueta de diva que posee, que no era más que
una fotografía viviente y andante de la revista más gla-
morosa: Vogue, Elle, Marie Claire, Victoria Secret, Pen-
house, Play Boy o lo que fuera.

III

La noche en que yaciste por primera vez con ella


fue realmente diferente. Te pidió que le acompañaras a
cerrar la tienda y le ayudaste, saldrían por la puerta trasera.
Después de bajar la cortina de hierro, tú le mur-
muraste algo, voy al baño, ella fue a mostrarte en donde
estaba y entonces le besaste y le besaste y ella cerró los ojos
y tú sentiste claro, el tic en la ingle y le quitaste la blusa de
botones y viste el corpiño blanco que permitía que aquellos
pechos perfectos se vieran más redondos con sus sepias
pezones queriendo reventar el jersey del sostén y que entre
su simetría exacta, color, peso, textura y tamaño un sen-
dero te dijera: ¡Recórreme! y lo recorrieras.
Ella te miró mientras se miraba sin blusa y sus la-
bios de flan se manifestaron nuevamente y sentiste la pa-
sión, su fuego; te sentaste en un banco y levantaste su falda
sin plises que le daba por debajo de la rodilla.

49
A la altura del talle, tocaste su abdomen firme y pe-
queño mientras suave le subías la falda hasta dejar su len-
cería marrón descubierta y le besaste donde la humedad era
mayor y su pubis sintió tus labios y tus labios sintieron aún
más la humedad de sus labios bajos y verticales, olorosos y
gruesos. Después de eso te paraste y te pusiste detrás, a sus
espaldas, le abrazaste por el cuello y la pegaste a la pared,
ella se inclinó un poco, mientras una mano sostenía la sua-
vidad de su pechos y la otra se colaba entre el ardoroso
vientre y la empapada lencería; sus gemidos despertaban
voluptuosos tus morbos y la excitación fue tanta que ella
buscó desabrocharte la faja del pantalón pero jugaste con
ella y no se lo permitiste, mientras daba una exhalación lar-
ga, profunda, exagerada y un quejido se le escapaba y otro
y otro mientras sus firmes, pronunciados y tersos glúteos
se pegaban más a la parte media de tu cuerpo.
Ella de frente a la pared y después de intentarlo por
muchas veces te desabrochó la faja, luego obsesa siguió
con el pantalón y tebajó la cremallera y te acarició sobre el
bóxer negro que ese día usabas, y las caricias detonaron la
adrenalina y tanta energía y tanto fervor y el olor de su
cuerpo era a pasión, a seducción, a fuego y a vida.
Comenzó a decirte que era el momento que dejaras
de hurgar con tus dedos en su rincón de placeres y que le
dieras lo que nunca había descubierto, o que jamás le ha-
bían enseñado. Entonces sonreíste con una satisfacción de-
moníaca, nadie vio tu rostro en ese momento, ni ella, pero
qué importaba, en ese instante tu sadismo, tu demoniaco
sadismo y la disfrutaste tanto que sus gemidos te fueron es-
timulando, te fueron llevando al punto de explosionar en
todo su cuerpo.
No obstante, ella decía cosas, te decía el nombre y
te repetía que era mejor de como se lo había imaginado, tú
te sentiste muy bien, virilmente un supremo amante, un po-
deroso semental nacido para lo que sabía hacer y eso, eso
era someter a una pobre mujer a la fogosidad, a la incan-
50
escencia corporal de su instinto básico de su pecado capi-
tal, de su asmodeica lujuria.
Te gustó tanto escucharle decir que te había estado
deseando desde a saber cuánto tiempo, y ahora estaba toda
desnuda, toda perfecta, acostada en el piso de mosaicos,
sin ropa ni lencería marrón alguna que le cubriera; estaba
totalmente desnuda y diciéndote palabras ricas, deliciosas,
afrodisíacas.
Fue un manjar tenerla así, toda expuesta, toda vul-
nerable en el piso, viéndote con la mirada desorbitada y la
respiración ajustada e intensificada con cada gemido que le
arrancabas cuando le besabas las piernas o salías de entre
sus bien elaborados muslos salpicados de efluvios, de la
concentración sanguínea en sus labios mayores y menores,
de la erección proveniente del interior de su cuerpo, desde
esa amalgama de órganos, lengua, sexos, dedos, fuerza y
fruiciones.
Ni las rosas, ni el pan, ni el vino tienen olor tan ex-
quisito y sabor más delicioso que su libídine, que la suavi-
dad de sus glándulas, que sus paredes musculares y luego
tu abusivo desenfreno. Luego la llamaste diosa, pero no te
enamoraste, no te enamoraste, fue sólo la magia de su
estímulo, la magia de sus carnosos labios y la desfachatez
obscena del placer y del encuentro que furtivo y prohibido
provocaba en ti, en ella, en los dos, clímax programados,
detonación de sensaciones, tormentas cósmicas con la en-
trada y salida de los apéndices en las lubricadas cavidades
de la extasiada pobre mujer, que laxa después de cada
gemido, te repetía el nombre.
Ese día te arrancó estertores, no te opusiste ni te li-
mitaste, y tu piel fue suya, y suya fue la espuma del mar, la
espuma de su salvajismo, la energía de la espuma que le
irrigaba con su fervor los rincones y la sinapsis y los ova-
rios y entonces te diste cuenta que vibró y te dijo que te
amaba y descubriste la fuerza de sus dedos apretujándote la
espalda y una macabra sonrisa de triunfo y gloria se apo-

51
deró de tu rostro. Ella jadeaba, sudaba y sonreía mientras te
abrazaba y te besaba y tú no te apartabas de entre sus pier-
nas y su sexo palpitaba y ella te llamaba radiante, exhausta
y temblerina.
Pero esa remembranza, era ya una buena historia
para contar a los amigos, una interesante experiencia para
compartir en el bar de la esquina, para narrarlo en la Oveja
Negra y por qué no, para rememorar con algún desconoci-
do,incluso utilizarla como arma en una lucha de mascu-
linos egos, o cualquier cosa parecida a la retorcida ocurren-
cia de las circunstancias.
La vez que te hartaste de ser un mantenido, fue por
eso de la neurosis y de la inconformidad e incluso de la lu-
cha moral que estabas librando, no es que seas un hombre
devoto o temeroso de las repercusiones, sino más bien un
pobre individuo atormentado por los complejos, las me-
diocridades y ese fardel de actitudes esquizoides, que de
alguna manera le sienta bien a tu personalidad de buen o
mal intelectual, pero que al igual, te vuelve torpe y sobre
todo inepto con las relaciones, te vuelve inepto para mane-
jar el amor y el cariño que una o que cualquier mujer te dé.
Le dijiste esa noche que te ibas, que te ibas por allí,
y ella te vio y empezó a verte tan pequeño, tan bucólico, tan
estereotipado, tan inútil, pero no dijo nada y se sentó a es-
perarte, pero no regresaste y no te llamó, y entonces la po-
bre mujer supo que no volverías, se deprimió, pero opor-
tuno el marido vendría al día siguiente, y sintió un poco de
calma, una incómoda calma, pensó la pobre mujer que
nada después de que tú te evaporaras como alcohol entre
sus piernas, en su interior, podría hacerla descubrir seme-
jantes y adictivas sensaciones, se quedó pausada viendo el
cielo raso, se quedó respirando a medias y pensó en lo que
haría mañana y lo tedioso que sería estar en el negocio, que
de seguro sería un problema, un terrible problema estar
allí, por eso de las reminiscencias, por eso de que la me-
moria es cruel y entonces le mostraría como una película

52
antigua lo que había pasado la primera noche, en que su
piel se carbonizó sobre tu piel, donde de tu piel se posara
como pájaro suicida sobre su piel, de las rodillas desprote-
gidas sobre el mosaico y la dureza descarnándolas, pero
eso era lo de menos comparado con la exquisita, lasciva y
perfecta fusión de los cuerpos.
Ella pensó: mañana viene el gordo, mañana viene-
y durmió un poco ahora, un poco después.
Simultaneo a esto, tú deambulabas por el boulevard
y no sabías qué hacer, porque nunca te has enfrentado a la
vida real, porque la vida real es demasiado fantasiosa para
tus intereses de joven ambicioso, de ambicioso duende, de
hombre desastroso, de hombre universal.
Pensaste un poco en ella y seguiste hacia tu hori-
zonte; por la mañana te despertaste temprano con un par de
monedas en las bolsas y saliste para tropezarte con la suerte
de una vieja conocida, que ahora dueña de una importante
Empresa te propusiera trabajar con ella, porque si bien eras
un inútil manejando relaciones amorosas, eras un señor
creativo y un estratega medianamente aceptable en los ne-
gocios.
Tu suerte estaba mejor y ya después de mucho días
te olvidaste de la pobre mujer, hasta que justamente hoy,
antes de que te encontraras con tu amigo, la vieras pasar
cerca de ti, mientras pidieras el capuchino de las nueve de
la mañana en el quiosco de la segunda planta en el mall, y
ella ni siquiera se inmutara al verte y en el peor de los
defectos caminara adoptando una pose aristócrata, con la
intención de mostrarte su enojo y su menosprecio y se
sentara con unos amigos mientras te miraba y les decía que
eras de lo peor, que eras un pobre diablo, un aprovechado
pobre diablo, un pobre diablo, un maldito cretino, nada
más. Y sin ningún incomodo, tú te alejaras con tu capu
chino y te encontraras con tu amigo en las gradas eléctri-
cas, mientras te decía: — Adivina con quién me encontré.
Fin…

53
54
TEMPORALES

S e fue acercando despacio a la banca. El par-


que andaba amparado en la modorra de las
cuatro de la tarde. La joven se sentó junto al
chico delgado. Ella venía sonriente y traía un beso dis-
puesto pero se lo tuvo que reservar cuando él le obsequió la
mirada que el menos indicado para enterarse, un transeúnte
fortuito, leyó el terrible: “Me contaron todo”. Los ceni-
cientos ojos de la chica comenzaron a imitar las nubes que
venían llorosas y abundantes. Pero solo fue el mohín y se
quedó en un intervalo, atrapada en las pupilas del joven. Se
frotó los labios uno contra el otro y se quitó la sonrisa con la
cual había llegado. Una gota se estrelló contra una baldosa
y después muchas caían en la terrible batalla del ciclo. La
mirada del joven seguía oscurecida e impotente. Las ligas
de las losetas junto a la fuente y los corteses se fueron hu-
medeciendo con más rapidez de lo que los paseantes espe-
raban. Las flores lilas de macuelizo que se hacían alfombra
y coronas frente a la catedral, también absorbieron las lá-
grimas que iba dejando caer el cielo.
El joven no quiso moverse de la banca. La mucha-
cha se puso en pie. Sin apresurar el acontecimiento desti-
nado, le invitó a seguirla a donde no les alcanzara la garúa.
El joven se impulsó como un can al que llaman. La costum-
bre y la obediencia o su condicionamiento a perseguir fiel
las alpargatas de la joven lo impelieron. La chica iba despa-
cio y el chico atrás de ella como si las esperanzas se reu-

55
nieran en ese instante y no fuese cierto aquello de lo que el
transeúnte se enteró con solo una mirada. Quizá eso era
solo una invención del mundo que aspira a que el frágil
sendero del amor sea soterrado y se quede allí, llorando
como la tarde y empiece a descomponerse en un caos sin
fin para después recrearse en otra forma menos sensible y
más grosera o más amable y más feliz.
El chico desgarbado no se iba a quedar con la duda.
La chica, un poco atlética, no le iba a aceptar las difama-
ciones de aquellos que conociéndolos, no se sometieron a
la mudez de la prudencia y dejaron que él se enterara algún
día de todo acontecimiento pasado.
Las sillas con sus verdes sombrillas de sol frente al
restaurante “Colonial” los alojaron. Ella se sentó frente a la
dureza de aquellos ojos a media asta, pero no fueron tan
fuertes para soportar las durezas de los recuerdos que iban
cayendo envueltos en las mortajas de los planes futuros y
presentes, que se iban volviendo, sin poder hacer nada,
ánimas, simples ánimas desvaneciéndose de la vida.
Ella le contó lo que había ocurrido y con quien. Sus
ojos grises estaban seguros y sus labios saboreaban since-
ridad y calma. Ahí fue cuando el chico se resquebrajo como
una taza lazada con fuerza. Las astillas se esparcieron co-
mo motas de tristeza. Eso fue lo que percibió la procesión
de nubes que iban despacio mudando la tarde en una noche
de rebujo de agua. Las enfermas luces de los faroles y la
música de la plaza apenas se mostraban. El chico cargó su
frente sobre la mano derecha y la mirada se le fue hacia la
pantalla del celular. Ella lo observaba como quien siente
lástima por un animalito que sufre el final del proceso
irreversible de la vida. Otro transeúnte vio el sollozo del
chico y supo que allí un hombre lloraba la corta vida del
amor. Un amor que en aquel femenil cuerpo seguía intenso
pero que ya no era para el pobre joven.

56
A ciento cincuenta metros de los llantos, en el
quiosco, varia gente se guarecía y una pareja conversaba
amena, mientras el tipo comerciante de románticos globos
contaba el cambio que le entregaría al triunfal comprador
que recibía un beso, signo inconfundible del nacimiento
del amor. Dos curiosos se interesaron por la pareja que se
debatía en la agonía del romance. En eso un celular sonó un
reguetón y un comentario hostil distrajo a los curiosos que
veían la batalla. Uno de ellos, empático, presintió el dolor
del joven y quiso ver su rostro. Cosa de curiosidad, cosa de
interés para entender un poco los gestos de los dolores
humanos. No obstante, el joven ya se había perdido quién
sabe por qué dirección. Lo único que pudieron ver fue a la
chica que con más calma intentaba realizar una llamada.
Lo intentó varias veces pero sin duda la comunicación no
fue en la vía que ella deseaba.
Caminó en el escampe hacia la casa de la cultura.
Se perdió por el sur. Un transeúnte fortuito, el mismo que
siempre está donde los llantos son simples, desconocidos y
profundos, pudo ver la culpa en los ojos grises de la chica,
pero también la satisfacción de quien ha alcanzado la
libertad.

57
Bonus
60
RELATO INFIEL
Cuando este sol se apague
Tú partirás de mí,
seguiré solo…
… Quédate para poder vivir sin llanto
“Quédate”canción de Silvio Rodríguez

S e fueron por aquí, por esta calle. Iban en bús-


queda del parque. Pretendían, creo, ocultar-
se entre las sombras mezquinas de los árbo-
les. Disimularon perfectamente un azaroso encuentro pro-
gramado. Caminaron hacia allá, hacia el callejón de las or-
quídeas. Parecían un par de chicos; se veían tan en confort,
tan calmados. Eran todo un cuadro de regocijos cuando se
sentaron a contarse los secretos.
Charlaron augustamente de situaciones cotidianas,
situaciones que como pasa, sólo a ellos importaba. Ella co-
mentaba sobre lo mucho que le gustaban los pasteles de
chocolate y la playa cuando el ocaso va menguando hasta
volverse el amanecer de la noche, y la luna sale a cantar
“Arrumacos bajo los amates”.
Luego sonreía, sonreía después de cada relato o de
alguna anécdota jocosa ocurrida apenas ayer, la semana
pasada o antes de llegar allí, justo antes de tomar el taxi.
Después, escamoteaba avergonzada la vista hacia la grama
o en dirección al elefante petrificado en bronce. Él, se que-
daba bogando “¡Que loca historia!” en el pensamiento.
Posteriormente le daba una cómplice sonrisa y ella pro-
seguía victoriosa, orgullosa de sus “fabulosas, locas”

61
experiencias. Pasadas dos horas dejaron el parque, abor-
daron la avenida. A tres cuadras se detuvieron, convenidos
antes, frente a la puerta del Café Jaguar. Sobre el dintel un
rótulo en forma de una taza, pintada en cuatro colores: ne-
gro, verde, blanco y rojo, con una leyenda, la cual, él leyó
con oculto entusiasmo y en donde solo las primeras tres
palabras fueron de su interés – "Conquístala este día".
Pidió un capuchino, Ella un té frío. Parecían con-
tentos, todo era gracioso, todo en esa plática, continuación
de la anterior, tenía un matiz de casual donosura, de
habitual humor. Hablaron de todo: de la música; del amor;
de los poemas de Navid; de la canción que nunca pasa de
moda; de los zapatos en Gina´s Store; de la agrura que a
veces, cuando está nerviosa le ataca, que ahora no, muy
relajada; de la gastritis; del periodo que a veces trae con él
un mal, malísimo humor; del mensaje en el móvil que
confirmaba la cita de hoy; del libro de Félix: Tamma el
ángel que volvió al mar; del pan caliente, y por supuesto
del delicioso y oloroso café de las tres.
Conversaron también de lo solo que estaban, del
abandono camuflado en las excusas, del aguante, de las
recurrentes mentiras a las que fue fiel por muchos años.
Conversaron de la tiranía y del egoísmo a las que estuvo
sujeta por los miedos e inseguridades del marido, por el
machismo cobarde, por el pánico que da la amenaza de un
golpe, por la rabia que provoca la inquisidora opinión de
esta hipócrita, pueblerina ciudad.
Charlaron sobre la tranquilidad de respirar libre-
mente, de andar a donde los pies lleven, sin sentirse cohi-
bida o sentenciada, sin el pertinaz resoplido del vejamen,
del sentimiento de culpa que la gente provoca, cuando los
oídos atencionan a los “qué dirán” o al maltrato, violentas
caricias que produce el chantaje del amor.

62
Él mencionó algunas cosas suyas, un ápice de tris-
teza se traslució en sus pupilas. Parecía que cargaba un far-
del de nostalgias: fardel que desde hacía mucho no pudo
aliviar, hasta hoy, pero fue prudente, y el resto lo guardó,
para no buscar consuelo o condescendencia, para no caer
bajo, para no usar el truco según él, el bajo truco que uti
lizan todos.
Hablaron incluso de no creer más, de olvidar, de
que iban a estar mejor de lo que estaban; discutieron hasta
del sí y del no. Callaron un instante sólo para apreciar más
la vida a través de los cristales del Café Jaguar; sin otro
interés, relajados al extremo, sorbieron las bebidas: una
fría y la otra caliente.
El tiempo, bueno y puntual para marcharse, abordó
un tren en la estación del no retorno. Entre tanto partía, en
sus pasos acongojados, iba sintiendo pena por lo que deja-
ba, por lo que no era suyo, sentía esa angustia del Me voy
sin adiós y sin regreso.
Ellos lo sabían, pero la conversa era buena, y qué, si
las horas se iban o se quedaban o morían en el reloj de la
Catedral, del parque, en la pantalla del móvil o del Café
Jaguar. Daba igual si en definitiva se olvidaban de que el
tiempo marcha, que vuelve jamás. Ambos, en ese
encuentro, azaroso y programado, de acuerdo estaban en
buscarse cuanta excusa fuese posible, para charlar y
charlar hasta que las ganas se aburrieran, hasta que
alcanzaran la saciedad.
Afuera, el paisaje se alistaba para una despedida,
despedida que no podía ser mejor para el adiós, que
acompañada con un una pizca de lluvia o una mota de sol.
Así, en segundos el viento invitó nubes oscuras, para
exprimirlas como naranjas, exprimirlas de forma sutil, casi
amorosa. Las gotas se dejaron caer, sin mala intención, co-
mo en una frágil, virtual llovizna. Los transeúntes asus-
tados se obligaron a buscar el refugio de aleros y centros
63
comerciales, se multiplicaron como gotas, renegando
unos, glorificando otros el aguacero de esa tarde.
Tras las ventanas, adentro del edificio del Café Ja-
guar, él tomaba su café, ella bebía su té. Después de un po-
co de silencio y otro tanto de parla, entre flirteo aquí, co-
quetería allá. Contagiados tal vez por la íntima química de
la lluvia y del tropel de los trashumantes, de las abejas y de
las orquídeas en el parque. Del amor flotando en las olas de
la tarde.
Por el desconocido y asolapado mutuo interés, por
la entrega al debate del “Me siento cómodo, muy bien,” del
enredo desmadejado de sus ideas compartidas y cómpli-
ces. Por estímulo quizá de la cafeína. Lo más probable, por
la buena, discreta parla; parla que como guía les llevaba
subrepticia más allá del evidente galanteo, más allá de la
farsa de un encuentro no programado, casual, aún más allá
de la apariencia y del perjurio, del “Qué importa lo que te
digan, que importa el qué me dirán.”
Por lo que haya sido, acordaron marcharse después
de la llovizna, había tiempo para ir a la playa, para ver el o-
caso sobre el muelle, para respirar el oxígeno que trae la
aurora del anochecer, para soñar, para ver las sirenas mon-
tadas sobre delfines cantándole a la luna.
Cogieron por acá. Se confundieron entre el ruido y
los pasos presurosos de los caminantes de la atestada calle,
se mezclaron entre los peregrinos rostros, se coloraron en-
tre la multitud esquiva del atardecer. Unos minutos des-
pués de haber sido arrastrados por las corrientes del aho-
gante tráfico de esta ciudad; tráfico abrumante que había
quedado huérfano, abandonado en una mugrienta esquina,
la cual aún conserva al final de la avenida, un solitario hi-
drante, enmohecido y vetusto, ignorado y en desuso, sin
más esperanza que el retiro necesario, forzoso que no llega,
jubilación que ahora, justo, tanto clama.

64
Pero llegaron puntuales, justo con el ocaso. Ella se
acomodó en una banca, separada por algunos metros de la
playa. Él, se quedó de pie, con las manos perezosas, rela-
jándolas en los bolsillos de una oscura chamarra, veían los
dos hacia el horizonte.
La tarde estaba indecisa y el tiempo complicado.
Después de la esporádica llovizna, el cielo se veía no más
azul, pero si más claro. La excepción, la promovía un cú-
mulo, una mancha de finas nubecillas negras, rasgadas
por un felino invisible. Parecían las nubecillas ser margi-
nadas por ser minoría, por no ser albinas, por ser de otro
género, de otra religión, de un color en estigma, pero no por
eso menos lindas.
Una gaviota pasó a prisa y en sus dos finas patas a-
marillas, acostumbradas tal vez, a la tersura de la arena
mojada, se posó. A pesar del bólido, se dejó caer como si
fuera una pluma danzando en la brisa; arrastrada como si
fuera en el viento una delicada flor de algodón.
Entretanto, el mar en una falsa actitud de enojo, en
obvio trance, orquestaba como un director de cabellos re-
vueltos, como un gran maestro: mágicas sinfonías, sonatas
fantásticas con las olas blanquecinas hechas partituras,
pentagramas, claves, notas, hechas instrumentos.
Ya era tarde, muy tarde. El sol pestañaba en un cre-
púsculo maravilloso. Un tronco, como simple marioneta,
bailaba entre las poderosas manos de las olas, parecía ser
manipulado por el extraño ritmo de un vals místico, de un
tango siempre nuevo, de un antiguo bolero. Sus movimien-
tos erráticos y sincronizados en sí, lo hacían personificar,
imitar los pasos de un bailarín embriagado por vinos, ro-
nes y cervezas.
Súbitamente, apareció un perro, venía con la len-
gua de fuera, jadeaba, era un perro juguetón y alegre que
corría y sellaba con sus cánidas patas las húmedas dunas

65
de la playa. Por instinto o diversión, persiguió a la gaviota,
ésta, sin emoción alguna, alzó vuelo no vio atrás, para ella
era solo un perro sin importancia, que venía a divertirse,
fastidiando su paz, y su silueta se perdió entre el vaivén de
la marejada y en el resplandor del anochecer, perseguida
únicamente sobre la liquida superficie por un ladrido, un
ladrido que furtivo se esparcía como espora sónica por toda
la entumecida bahía, pero la gaviota indiferente se difumi-
naba en donde el solitario horizonte, recibía la parsimo-
niosa silueta de un barco cansado de tanto viaje, pero di-
choso de tanto mar.
Al ver esta escena, él, quiso sacar un tabaco, pronto
se dio cuenta que esto no pertenecía a este momento y sin
titubear lo devolvió a la cajetilla. Todo estaba en concor-
dancia, todo simulaba el paraíso, el lugar lácteo y meloso,
la prometida tierra donde toda fruta, no por menos o más
deliciosa es prohibida. Todo estaba en sincronía quién sabe
con qué misterio. Todo perfecto, Ella aún más, quien con
su angelical presencia le daba al ambiente una chispa de
mayor divinidad, de “Morir en tus brazos quiero, nacer en
tus ojos, de tus labios busco la ambrosía, el aliento para
vivir, mi lugar en la vida eterna.”
Cruzaron por quinta vez la mirada, se abrazaron en
una comunicación telepática. Una ráfaga se cruzó entre
ellos. A él le arrastró mesuradamente los ruedos del pan-
talón, a ella le alborotó el cabello. Un mechón se le enredó
por la cerviz. Él se sentó junto a ella, le quitó los cabellos
del cuello y lo acarició como se acaricia la mullida y rizada
melena de un milagro. Ella le tomó las manos, las apartó de
los rizos, y las arrastró hasta las mejillas. le beso en las
palmas. Simultáneamente los ojos se cerraron, para sentir
quizá, que los ósculos emanaban de un lugar más allá del
pecho, mucho más allá del corazón. Él no tuvo más opción
que suspirar todavía más que la abisal profundidad del
Caribe que ondeaba azul hacia todo punto.

66
La noche vino despacio y progresiva, les saludó
discreta. Las lámparas del muelle se encendieron asincró-
nicas, casi navideñas. En un plan sencillo, maquinado por
el manipulador azar, se volvieron víctima y víctima. En un
destello neuronal, en un chispeo de imaginación, se movie-
ron hacia un árbol de almendros, cercano, muy cercano a
donde llega el mar, cuando sube la marea. Ocultos a todo
ojo, menos al de la noche, se guarecieron entre el regazo
del tronco y la clandestinidad de las mudas y gruesas raíces
que se extendía hacia las olas. Acompañados por palmeras
y cocoteros que coreaban, con las ondas marinas y la brisa,
junto al almendro una nueva canción, una nueva melodía.
Como si esto fuera droga o embrujo, nigromancia
de los restos del ocaso, se prendieron de la comisura de los
labios. Un juego: persecución de las bocas, como cacho-
rros jugando a atrapar gaviotas, como olas besando la mu-
dez de la costa. Un beso, y otro, y otro, y otro tal vez y otro
quizá. Sólo la sacarosa onomatopeya de unos labios al
unirse y separase permaneció confundida con la melodía
de las ondas, las palmeras, los cocoteros, la connivencia
del almendro y el albedrío de la brisa.
Él abusó de las circunstancias y le susurró en su
oreja, palabras tiernas, palabras privadas, le mordisqueó
los lóbulos, ella dejó fugar una placentera risita. Sin re-
prensiones la adrenalina, la sensualidad y el deseo, se pa-
seaban entre la curiosidad, el miedo y los cuerpos. La ino-
cencia mutó, evolucionó a morbo. La picardía es más aven-
tada, más libidinosa, menos tímida, más excitante. Una
chispa de lujuria les hundió en la gula. Se degustaron, se
comieron, se bebieron, como antropófagos hambrientos,
obsesos por el rico sabor de la carne. En un chasquido, en
un avistamiento del pez a la amenaza, el vestido desapa-
rece y la penetración de los granos de arena, dan una sensa-
ción de tersura y calor en la piel desnuda.

67
Son testigos el almendro que se hace el desentendido, las
palmeras y los cocoteros que ayudados por el viento, se
inclinan a fisgonear, como tratando de ver más, de entender
lo que hacen, de asimilar lo que pasa. No hacen
comentarios, se quedan como espectadores silentes en ese
estadio de caricias, besos, risas y abrazos, que no pueden
entender, y piensan que son sólo cosas de humanos.
Mientras el corpiño de encajes color luto, que en
toda su majestuosa mesura, cubre la delicadeza de dos
hermosos y melifluos alcores, tal vez no vírgenes, pero si
pretendiendo ser explorados nuevamente los cuales, sin él
negro sostén caerían sin orden a la boca y a los ojos.
El escote está generosamente expuesto y vulnera-
ble. Ya no puede ocultarse, ya no puede esconder la dilata-
ción, los profundos gemidos, el lunar que contrasta cósmi-
camente con la nívea, firme y dulzosa piel que pide reitera-
ción de manos, labios, y ternuras. Igual, el vientre se ha
mostrado noble, liberal y decidido, viene con un ombligo
que parece en un desierto, oasis de ensueños y placeres,
mientras las intimidades húmedas y deforestadas como
bosques tropicales palpitan y trepidan; flamean hacia el
infinito con cada nueva caricia. Vibración y chirridos cor-
porales, risas espontáneas, se mezclan con la copla del cé-
firo, la palmera, los cocoteros y el almendro, y otra vez la
brisa se una a la cantata.
Ya no quieren hacer nada más que abrazarse; abra-
zarse tan fuerte, tanto, tanto como para fusionar los cuer-
pos, como para ocupar el mismo espacio, tanto como para
unirse el alma o por lo menos volverla una.
Un rato después, las olas seguían amotinándose a la
playa. El almendro las palmeras y los coteros veían tacitur-
nos el muelle que celebraba el arribo de un nuevo barco.
Él habló con un beso y Ella le respondió con la placidez de
su boca.

68
Se mantenía intacta en la memoria y por toda la piel
las estelas indelebles de los abrazos. Ansioso, el ajustador
volvió a donde pertenecía, el vestido también, junto con
otras prendas íntimas que eventualmente debieron sacudir.
Se desprendieron de las fibras, amalgamas de sudor y
arena.
Ella sacudió su cabello y sintió los gránulos de la
sílice cayendo como lluvia efímera en un techo alejado de
cualquier muelle, parecido al nigromante rumor del mar.
Le divirtió esto, y no hubiera dudado en repetirlo, a la orilla
de cualquier oasis, de cualesquier playa, de cualquier
pequeño desierto, en cualesquier otro lugar.
Era tarde, muy tarde, ella decidió marcharse. Él,
como buen, educado, rendido caballero, mantuvo el porte.
La acompañó hasta el taxi, quiso irse con ella; ella fue más
prudente, le besó en un pómulo largamente, con un
indescriptible, lascivo cariño. Él no dijo nada, únicamente
suspiró en señal de aprobación, entendimiento, o respeto.
No obstante, en los ojos, en sus ojos, se le vislumbraba
destellos infinitos de resignada súplica: No te vayas,
quédate, que la madrugada nos descubra, que el amanecer
atestigüé, lo que el mar, la playa, el viento, las palmeras,
los cocoteros y el almendro, no entendieron, besémonos de
nuevo. Pero ella suspiró, en el recuerdo, sobre su pecho.
Se fueron por aquí, por esta calle. El taxi arrancó.
Él le siguió a pie con el ritmo triste del anochecer.
Unas horas más tarde, una mujer salía del baño con
la piel fresca. Una toalla cubriéndole las intimidades y otra
improvisada en la cabeza a forma de un tocado. Venía feliz,
rosada las mejillas y la boca hecha toda una sonrisa. En ese
instante, un tipo llegaba contento, no se sabe de qué,
mientras la abrazaba, le decía quedamente al oído que esa
noche él prepararía el café y la cena.

*Tomado del libro 7 Cuentos Sin Hadas (2006 Goblin Editores)

69
Índice

Presentación...........................................................7
Presentación...........................................................9
La Eventualidad de Maúrs, El Fantasma y la Chica de
las Alas Oscuras en El Lupita Cockroach .................11
Bajo el Misterio de la Aurora....................................19
El Acontecimiento en el Lupita Cockroach..............23
La Noche en la cual, todas las Lunas.........................29
Got a Black Magic Woman....................................37
Ella: la Pobre Mujer del Negocio LJ en la 14 de
Julio.........................................................................45
Bonus

Relato Infiel.............................................................61

71
Este libro se terminó de imprimir en los talleres de
Impresos Comerciales Hernández, S. de R. L.San
Pedro Sula, Honduras, en el mes de enero de 2019.
Su tiraje constará de 1000 ejemplares.

También podría gustarte