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Hasta la última gota de sangre

Dino Buzzati

Cuando se supo que los filibusteros se acercaban a nuestra isla, se nombró un comité
de defensa; me llamaron para que formara parte de él. Perdidos en el océano, no nos
quedaba más remedio que confiar en nuestras fuerzas. En esos tiempos la gendarmería
era exigua, y dotada de armas viejas, en su mayoría decorativas. El cuartel, a causa de
un cambio de guarnición, se encontraba vacío. No obstante debíamos defendernos. Los
del comité pensamos pedir consejo a su excelencia el famoso general Imagine, que
varios años antes se había retirado a la vida privada en nuestro medio, en el palacio de
su familia.
El general Antonio Imagine era ya muy viejo. No había que pensar siquiera en la
posibilidad de que asumiera personalmente el mando de la defensa, erguido sobre los
picos del antiguo peñón. Sin embargo, era el ciudadano más ilustre; podía ofrecernos, ya
que carecíamos de toda experiencia de disciplina militar, preciosos consejos; y una
proclama suya, por ejemplo, habría sin duda ayudado a encender los ánimos de la
población, deprimidos por el terror.
Al solicitar una entrevista, nos respondieron que el general estaba indispuesto. Al
insistir, su excelencia consintió finalmente en recibirnos. Pero nos rogaron que no lo
fatigáramos y que nos quedáramos lo menos posible.
Nos presentamos a las cuatro de la tarde en el palacio Imagine, que se alzaba tétrico
y protervo sobre el augusto y antiguo depósito. Un criado nos acompañó mientras
subíamos la escalinata. Los vitrales de la iglesia, las pesadas colgaduras reducían de tal
modo la luz que en todas partes había lamparitas eléctricas encendidas. En la
antecámara se nos acercó una señora digna y preocupada, que repitió las
recomendaciones:
—Les ruego, tengan consideración… desde hace cierto tiempo ya ni siquiera es el
mismo… nos tiene en una preocupación continua… en fin, no está bien… también
ustedes se darán cuenta.
Y lanzaba frecuentes miradas circulares, aludiendo quién sabe a qué siniestras
insinuaciones. Luego abrió lentamente la puerta.
Era el dormitorio del general; amueblado y tapizado a la antigua, con muebles
pesados y oscuros, con damascos oscuros en las paredes, alfombras espesas, una
infinidad de retratos y fotografías en los muros y dos biombos colocados en los
rincones, para ocultar quizá los objetos más íntimos. Todo se veía extremadamente
ordenado. Pero nos detuvimos indecisos en la entrada, porque el blanco lecho,
iluminado por una lámpara, nos pareció vacío. Y en la habitación no había nadie.
De pronto se movió entre las sábanas blancas una cosa pequeña y gris como un
animalito. Acercándonos, distinguimos un pájaro, más o menos de la dimensión de un
gorrión grande, que con mucho esfuerzo trataba de meter la cabeza bajo la almohada. Se
asemejaba a una de esas aves vagabundas y abandonadas que se golpean contra las
ventanas de las casas de campo en las noches heladas de invierno; el cuerpo macilento,
las plumas hirsutas y feas, como en los canarios enfermos. La dama que nos
acompañaba se adelantó, meneando la cabeza:
—Ya ven los señores —murmuró—, su excelencia está muy cambiado en estos
últimos tiempos… hay que tener consideración…

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Nos habían dicho que el general Imagine sufría ciertos trastornos, que el recuerdo de
sus antiguas glorias, además de la idea de la última guerra que habíamos perdido, lo
consumía literalmente. Pero en qué condiciones, para ser francos, ninguno de nosotros
lo hubiera imaginado: ¡un descarnado y mísero pajarito!
Nuestro presidente, el doctor Azaná, hombre de acción, se volvió hacia la dama
preguntando en voz baja:
—Pero ¿por qué no le dan más de comer? Qué sé yo, un poco de carne picada, por
ejemplo.
—No me hable —susurró la señora—. No conseguimos hacerle tragar un bocado.
Luego, inclinándose sobre el animalito, en voz alta, como si hablara con un sordo,
dijo:
—Excelencia, excelencia, perdone. Están los señores del comité.
El pájaro, o mejor dicho el general Imagine, retiró sobresaltado la cabeza que había
introducido parcialmente bajo la almohada, y con dificultad se irguió sobre las patitas,
mirándonos. Del pico surgió una voz fina, es verdad, pero extrañamente decidida, llena
de dignidad y espíritu militar:
—Buen día, señores, siéntense, estoy a sus órdenes.
Después, como si la fatiga de decir esto hubiera sido excesiva, se dejó caer
nuevamente sobre la sábana, jadeando.
Medimos la dificultad de la situación. El general estaba sin duda en las últimas, y su
ayuda no podía ser gran cosa. Ni siquiera era sensato esperar de él una breve proclama.
Entre otras cosas, ¿cómo habría hecho para escribirla? ¿Metiendo quizá el pico en el
tintero?
El doctor Azaná no perdió el tino
—Excelencia —pronunció con voz solemne—. Los piratas ya están a la vista de
nuestra isla. La guarnición militar se encuentra ausente. Tenemos que pensar en
defendernos. No nos habríamos atrevido nunca a molestarlo, si no estuviéramos seguros
de encontrar en usted un guía de suprema autoridad.
Pasaron algunos instantes, y con penosos intentos el viejo general consiguió erguirse
nuevamente sobre las patitas, oscilando un poco. Sobre las plumas del magro pecho, a la
izquierda, distinguimos unas pequeñas manchas multicolores; un resto, pensamos, de
sus innumerables medallas.
El pico se abrió, se hizo oír la voz finita pero autoritaria:
—Amigos, en los viejos tiempos mi consigna era una sola: hasta la última gota de
sangre.
Pronunciaba las sílabas abriendo y cerrando el pico con golpecitos secos. Parecía que
decir esas palabras le produjera un placer inmenso. Pero a nosotros ¿de qué podían
servirnos? El doctor Azaná insistió, especificando:
—Excelencia, no podemos decidir si conviene iniciar la resistencia desde la playa o
desde lo alto de las murallas.
El pájaro, que ya estaba por dejarse caer, se irguió nuevamente, bajó el pico en
actitud de meditación, y luego preguntó bruscamente:
—¿Con cuántos fusiles contáis?
—Hemos reunido más de quinientos —respondió Azaná.
Ante estas palabras el general se hinchó visiblemente, asumiendo la forma y las
dimensiones de un gran ovillo. El fenómeno era impresionante. Un flujo inesperado de
energía y de confianza lo reanimaba. Manteniéndose bien derecho, asintió con la
cabeza.

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—¡Magnífico! —comentó— ¡Bravo, mis conciudadanos! Quinientos fusiles ya es
algo para empezar.
—Para decir verdad —observó nuestro presidente— no son todos fusiles de…
—¡Miserables bárbaros! —lo interrumpió el general, levantando para mayor énfasis
una alita desplumada—. Prepararemos un digno recibimiento. No dejaremos de lado
ninguna estrategia, obraremos sin tardanza. ¡Amigos míos, les agradezco que hayan
reanimado el corazón de un viejo y fiel soldado! ¡Siento pasar un viento de epopeya
sobre esta pequeña isla! Y si mi destino es caer… ¡no, no puedo pedir nada mejor al
Omnipotente!
No nos esperábamos esto, que el general Imagine, reducido en esa forma, y en ese
estado, estuviera dispuesto a aceptar directamente el mando de la defensa. Era muy
embarazoso. ¿Cómo pretender que nuestros hombres obedecieran las órdenes de un
pájaro?
Mientras tanto, una nueva idea debió de ocurrírsele al general, porque de pronto su
valor vaciló, la convexidad del pecho sufrió una rápida disminución, y de su pico
surgieron palabras ansiosas:
—Pero díganme.. díganme, queridos hijos míos ¿cuántos hombres habrá a bordo del
esquife? ¿Cien? ¿Doscientos?
—Según lo que informan hasta ahora los vigías —respondió con precisión Azaná—,
se trata de veintidós navíos. Calculamos unos siete mil hombres.
—Chip, chip —dijo el general, duramente decepcionado—. ¿Siete mil, dice?
—Siete mil, excelencia.
Tuvo un estremecimiento, pareció perder repentinamente toda vida, y se abandonó
lánguidamente sobre la sábana.
—Jesús santo! —exclamó la dama consternada— Ahora se siente mal… ya lo
sabía…
tendrán que retirarse, señores… por favor, por favor, de ese lado…
Y señalaba la puerta.
Al ver que nos levantábamos de nuestros asientos, el general pareció aterrarse más
aún.
—No, no —comenzó a piar furiosamente—, esperen…. no me siento bien chip,
chip… realmente no puedo aceptar pero es mi deber hacerles una advertencia… sólo un
consejo… la estrategia que se impone tendrá que ser sumamente cautelosa…
—¿Cautelosa? ¿En qué sentido, excelencia? —preguntó Azaná, desconcertado por
esa repentina metamorfosis.
—Quiero decir —prosiguió con voz lastimera el legendario Tenaza de Hierro, como
se lo había denominado una vez por la potencia de sus maniobras envolventes— que
todavía no sabemos cuáles son las intenciones de estos extranjeros… ¿Y si vinieran
como amigos? ¿Si tuvieran la intención de comerciar honestamente? En ese caso,
señores…
—Por todas partes donde han estado, han destruido todo con el hierro y con el fuego
—dijo con severidad el doctor Azaná— Éstas, excelencia, son sus intenciones.
El pájaro estaba postrado. Lo veíamos debatirse sobre las sábanas como una
criaturita caprichosa.
—Pero no hay necesidad de escuchar todos los rumores —suplicó— No hay que ser
terco. Esta irrupción de ustedes me trastornó… no había comprendido bien… fue un
malentendido… soy viejo… soy viejo… necesito una vida tranquila… en las naves
filibusteras navegan soldados dignos y hombres de bien… sería el primero en

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exhortarlos a ustedes a la lucha el honor de la bandera, puedo decirlo, siempre ha sido
mi ley suprema. Pero ahora no se trata de guerra, me parece más bien oportuno que
todos ustedes se preparen para ofrecer festejos de bienvenida a los navegantes…
Pero Azaná, sin inmutarse:
—Excelencia, nos defenderemos.
Con la ira, el pescuezo del pajarito se estiraba, graznando:
—Brec,brec… la impaciencia los ciega, jovencitos… los extranjeros se acercan, lo sé
perfectamente, con buenas intenciones… los atrae la belleza de nuestra isla…
Nos miramos espantados.
—Excelencia —repitió nuestro presidente, casi amenazador, adelantándose un paso
—, ¡nos defenderemos!
Volvió a gemir:
—No, no, no, no seré cómplice de ustedes… me gusta definir bien las posiciones…
soy un militar… brec, brec… me niego a participar en una maquinación tan loca.
Daba pena verlo. Un temblor febril hacía vibrar sus plumas. Pero ¿de qué podía tener
miedo —me preguntaba yo— semejante ruina? ¿Por salvar algún recóndito bien el gran
guerrero se arrastraba tan miserablemente ante nosotros, unos desconocidos? ¿Qué
podía ofrecerle todavía la vida? Al ver que era inútil todo intento de persuadirnos,
trataba ahora nuevamente, a empujoncitos, de esconderse bajo la almohada.
Con desagrado, alcé un poco la almohada con la mano, para que el insigne estratega
pudiera esconderse totalmente; lo que hizo al instante. Y nos fuimos en silencio.

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