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Durante las fiestas de navidad del año 18…, una mañana que dormía yo profundamente en la fonda
del Cygne, en Tubinga, el viejo Gedeon Sperver entró en mi habitación gritando:
—¡Friz! ¡Despierta! Voy a llevarte al castillo de Nideck, a dos leguas de aquí… Ya lo conoces… Es
la más bella residencia señorial del país; ¡un antiguo monumento de la gloria de nuestros antepasados!
Yo no había visto a Sperver, el respetable marido de mi nodriza, desde hacía dieciséis años. En este
tiempo había dejado crecer toda su barba, un gran gorro de piel de zorro cubría su cabeza, y además me
había colocado su linterna debajo de las narices, de modo que en aquel momento me fue imposible
reconocerle.
—¿Que quién soy yo? ¿No conoces a Gedeon Sperver, el gran cazador furtivo de la Selva Negra?
¡Ingrato! Yo que te he alimentado… educado… yo que te he enseñado a tender una red, a acosar al
zorro en un confín del bosque, a lanzar los perros sobre la pista del ciervo… ¿Y no me conoces?
¡Ingrato! Mira mi oreja izquierda helada.
Nos abrazamos tiernamente, y Sperver, enjugándose una lágrima con el revés de la mano, continuó:
—¿Conoces Nideck?
—En seguida. Se trata de un asunto urgente; el conde está enfermo, y su hija me ha encargado que no
pierda un minuto. Los caballos están listos.
—Pero, mi buen Gedeon, mira el clima; hace tres días que está nevando sin parar…
—¡Bah! Supón que se trata de una cacería de jabalíes… Ponte tu abrigo y en marcha. Yo voy a
mandar disponer algún refrigerio.
No he sabido nunca resistir a los deseos de Sperver, que desde mi infancia está acostumbrado a
obtenerlo todo de mí. Así es que me vestí apresuradamente y salí en su busca.
—¡Ah! —exclamó al verme—. Ya sabía yo que no me dejarías partir solo. Despacha esa lonja de
jamón y bebe un buen trago que los caballos nos esperan. A propósito, mandaré poner tu maleta a la
grupa.
—Sí, es necesario que permanezcas algunos días en Nideck… Luego te explicaré el motivo.
En aquél momento llegaban dos caballeros, que parecían rendidos de fatiga; sus caballos estaban
cubiertos de espuma. Sperver, que tenía una pasión decidida por la raza equina, prorrumpió en una
exclamación de sorpresa:
—¡Hermosos animales! ¡Qué estampa! ¡Qué cabezas! ¡Qué extremidades! Niclause, échales pronto
una manta, no sea que el frío les haga daño.
Los viajeros, envueltos en gruesas capas, pasaron cerca de nosotros a tiempo que poníamos el pie en
el estribo. Su embozo solo nos permitió ver el largo bigote de uno de ellos, y sus ojos dotados de
extraordinaria vivacidad.
Los desconocidos entraron en la fonda a tiempo que el palafrenero, que tenía del diestro nuestros
caballos, nos deseó buen viaje y soltó las bridas.
Partimos.
Sperver montaba un pura sangre de Mecklemburgo, y yo un potro de las Ardenas, lleno de vigor y
fuerza. Ambos corrían con seguridad sobre la nieve, de modo que a los diez minutos ya habíamos
perdido de vista las últimas casas de Tubinga.
El tiempo empezaba a aclarar. En todo el horizonte que alcanzaba nuestra vista no se veía señal
alguna de camino ni sendero. Nuestros únicos compañeros eran los cuervos de la Selva Negra, que
revoloteaban sobre la nieve y gorjeaban con triste algarabía: ¡Miseria! ¡Miseria! ¡Miseria!
Gedeon galopaba delante de mí, silbando una melodía del Freyschutz, que solo interrumpió para
decirme:
—¡Je, je! Fritz, he aquí lo que se llama una buena mañana de invierno.
—Sin duda —le replicaba yo—, pero un poco fría…
—A mí me gusta el tiempo así, porque refresca la sangre… Si el anciano cura Tobías tuviese el valor
de ponerse en camino con este tiempo, no padecería tanto de reumatismos.
Después de una hora de carrera, Sperver contuvo su marcha y vino a colocarse a mi lado.
—Fritz —me dijo con seriedad— es preciso que sepas el objeto de este viaje.
—¡Ah!
—Sí… vino uno de Berlín, que no hacía más que mirar la lengua al enfermo; otro de París, que se
ponía en el ojo un pequeño cristal para observar su fisonomía; otro de Suiza, que le tomaba el pulso
media hora diaria… Pero todos han perdido el tiempo y se han hecho pagar fabulosamente su
ignorancia…
—No lo digo por ti, al contrario, te respeto, y si me rompiese una pierna, mejor me confiaría a ti que
a cualquier otro médico; pero, por lo que hace al interior del cuerpo, aún no han descubierto una luneta
para ver lo que en él ocurre.
A esta respuesta el pobre hombre me miró fijamente como diciendo: “¿Serás tú un charlatán como
los otros?”
—Por quien soy, Fritz, que si posees tú esa luneta nos vendrá perfectamente, porque la enfermedad
del conde es interna; es una enfermedad terrible, algo parecida a la rabia. ¿Tú sabes que la rabia se
declara siempre a las nueve horas, a los nueve días o a las nueve semanas?
—Así dicen, pero no habiéndolo observado nunca por mi mismo, no puedo afirmarlo.
—Pero bien sabes que hay fiebres discontinuas que se reproducen cada tres, seis o nueve años.
Nuestra máquina tiene engranajes muy raros.
—¡Ah! Mi buen Gedeon… mira a quién se lo dices. Precisamente esas enfermedades periódicas
hacen mi desesperación…
—Tanto peor… la enfermedad del conde es periódica, le ataca todos los años, el mismo día y la
misma hora; su boca se llena de espuma, sus ojos quedan inmóviles, tiembla de pies a cabeza, y sus
dientes chocan unos contra otros.
Sperver calló un momento, como si recopilase sus recuerdos; sacó de su bolsillo una pipa, y después
de encenderla continuó:
—Una tarde, yo estaba solo con el conde en la sala de armas del castillo. Era en tiempo de las fiestas
de navidad. Habíamos estado cazando jabalí durante todo el día en las gargantas de Rhéthal, con un
clima exactamente tan frío y nevoso como el de hoy. El conde se paseaba a lo largo de la sala, con la
cabeza inclinada sobre el pecho y las manos a la espalda, como quien está abismado en profundas
reflexiones. De cuando en cuando se detenía para mirar las altas ventanas en que se amontonaba la
nieve. Yo entretanto me calentaba bajo la campana de la chimenea, pensando en mis perros. Hacía ya
más de dos horas que todo el mundo dormía en Nideck, cuyo silencio era turbado por el sonido de las
espuelas del conde que resonaban en el pavimento de la sala de armas, cuando un cuervo, sin duda
impelido por el viento, vino a agitar con sus alas los vidrios de una ventana, lanzando un grito lúgubre y
derribando toda la nieve acumulada en ella.
—Déjame concluir y verás. A este grito el conde se detuvo con la vista fija, la respiración contenida,
las mejillas pálidas, el oído atento, como el cazador que aguarda la fiera. En cuanto a mí, seguía
calentándome y pensando interiormente: “¿no pensará acostarse?”, porque, a decir verdad, yo me
estaba cayendo de cansancio. Apenas el cuervo lanzó aquel grito, el reloj dio las once. Al mismo tiempo
el conde gira sobre los talones, escucha atentamente, sus labios pierden el color, y vacila como un
hombre ebrio… extiende hacia mí las manos.
» Y me contesta con una carcajada horrible, cayendo de bruces en el suelo. Llamo, acuden los
criados y le trasportamos a su lecho, donde, a tiempo que yo iba a cortarle la corbata temiendo un ataque
de apoplejía, acudió la joven condesa, que le abrazó dando un grito, cuyo recuerdo me hace temblar
todavía.
Al llegar aquí, Gedeon vació su pipa, golpeándose sobre el borrén delantero, y luego continuó con
aire melancólico:
—Desde aquel día, Fritz, el diablo está alojado dentro de los muros de Nideck, y no parece tener
deseos de abandonar su alojamiento. Todos los años, en el mismo día y a la misma hora, sufre el conde
el mismo ataque, que le dura de ocho a quince días, ¡durante los cuales prorrumpe en gritos que te
harían erizar los cabellos! Luego va restableciéndose lentamente. Queda débil, pálido, extenuado, el
menor ruido le estremece, y puede decirse que tiene miedo hasta de su sombra... La joven condesa, que
es una criatura dulce y simpática, no le deja un solo momento, pero él no quiere verla y le grita: “¡Vete,
vete, déjame! ¿No he sufrido bastante?” Es horrible escucharle; y yo, yo que le acompaño en la caza,
que sueno el cuerno cuando hiere a la fiera, que soy el primero de sus criados y que me dejaría hacer
pedazos por él, quisiera estrangularle en aquel momento, al ver cómo trata a su hija.
Sperver, cuya ruda fisonomía había tomado una expresión siniestra, aplicó las espuelas a su caballo y
partimos al galope.
Yo quedé pensativo. La curación de una enfermedad semejante me parecía muy dudosa, cuando no
imposible. Era evidentemente una enfermedad moral, y para combatirla hubiera sido preciso conocer su
causa, que se perdía sin duda en el pasado de la existencia del enfermo.
El relato del viejo cazador, lejos de inspirarme confianza, me había abatido. ¡Fatal disposición para
obtener un buen éxito!
Eran cerca de las tres cuando descubrimos el antiguo castillo de Nideck, en el límite del horizonte
visible. A pesar de la distancia se distinguían sus altos torreones, colocados en los ángulos del edificio.
Era un vago perfil que se destacaba sobre el azul del cielo… pero insensiblemente las tintas rojas del
granito de los Vosges fueron apareciendo a nuestra vista.
Pero a pesar de las ayudas, su caballo permaneció inmóvil, con la crin erizada y resoplando
fuertemente.
Y antes de terminar su frase me indicó con el dedo un ser acurrucado sobre la nieve.
—¡La Peste Negra! —dijo con un acento tan trémulo que, a pesar mío, me hizo temblar a mí mismo.
Y siguiendo con la mirada la dirección de su mano, vi con estupor a una vieja, con las piernas
recogidas entre los brazos y tan miserable, que sus codos, curtidos por la intemperie, salían por los
harapos de las mangas de su desgarrado vestido.
Sperver continuó su marcha trazando un gran círculo alrededor de la vieja. Yo imité su movimiento.
—¿Una broma? ¡No, no! Dios me libre… Yo no soy supersticioso… pero este encuentro me asusta.
Entonces volvió la cabeza, y viendo que la vieja no se había movido, pareció tranquilizarse un poco.
—Fritz —me dijo con un tono solemne—, tú eres un sabio, has estudiado muchas cosas de las que yo
no he visto ni la primera letra… pero te digo que no debe uno reírse de lo que no entiende… No sin
razón se llama a esta vieja la Peste Negra. En toda la Selva Negra no tiene otro nombre, pero es en
Nideck donde puede dársele con más motivo.
—Sí, esa hechicera nos frustra a todos. Es ella quien mata al conde.
—Lo ignoro, pero lo cierto es que el primer día de cada uno de los ataques del conde, no hay más
que subir a la torre de las señales, y no tarda en descubrirse a la Peste Negra, acurrucada sobre la nieve
en el bosque entre Tubinga y Nideck. Cada día se le ve un poco más cerca, y los ataques del conde van
siendo más terribles. ¡Parece que la siente venir! Algunas veces, al sentir el primer estremecimiento, me
dice mi amo:
» —Gedeon… ya viene.
» —¡Viene! ¡Viene!
» Entonces subo a la torre de Hugo, y allá en las brumas lejanas, entre el cielo y la tierra, descubro un
punto negro. Al día siguiente el punto es ya más grande: y el conde se acuesta dando diente con diente.
Al tercer día se descubre perfectamente a la vieja a dos tiros de bala. El conde grita… sus ataques
comienzan. Luego se ve a la hechicera al pie de la montaña… entonces el mal se ha apoderado
completamente del conde… ¡Oh! ¡La miserable! Y decir que la he tenido veinte veces a tiro de carabina
y el conde me ha impedido enviarle una bala, gritando:
» Pobre hombre, le perdona la vida a la desgraciada que está drenando su vida… porque sin duda es
ella quien lo mata, Fritz… Si vieras al conde… ¡Ya no le quedan más que huesos y pellejo!
Mi pobre amigo Sperver estaba demasiado predispuesto contra la vieja para que me fuese posible
obligarle a raciocinar con sentido común. Además… ¿Quién es capaz de trazar los límites de lo posible?
¿No vemos extenderse diariamente el campo de la realidad? Esas influencias ocultas, esas relaciones
misteriosas, esas afinidades invisibles, todo ese mundo magnético que unos proclaman con todo el ardor
de la fe y que otros rechazan con ironía… ¿Quién nos responde de que mañana no se presentará ante
nosotros adornado con las galas de la verdad, y pasará a ser un hecho indudable?
Por lo tanto, me limité a rogar a Sperver que moderase su cólera y, sobre todo, que se guardase bien
de hacer fuego a la vieja, advirtiéndole que esto le acarrearía la desgracia.
—¡Bah! —repuso encogiéndose de hombros—, lo que me puede suceder es ser ahorcado.
—Es una muerte como otra cualquiera. Se ahoga uno y punto concluido. Prefiero morir así a sufrir
una enfermedad en que no pueda dormir, ni comer, ni fumar.
—¡Pobre Gedeon! Esas ideas son indignas de un hombre con barba gris.
—Barba gris o negra, ese es mi modo de ver… Yo tengo siempre un cañón de mi carabina cargado
con bala a la disposición de la hechicera; de tiempo en tiempo renuevo el cebo, y si la ocasión se
presentara…
—Harás mal, Sperver, harás mal. Yo soy del parecer del conde de Nideck: “Nada de sangre”. Un
gran poeta ha dicho: “Todas las aguas del océano no basta para lavar una sola gota de sangre
humana”. Reflexiona sobre esto y dispara tu carabina contra un jabalí en la primera ocasión.
Estas palabras parecieron hacer impresión en el ánimo del antiguo cazador furtivo que quedó
pensativo por algún tiempo.
La noche había cerrado. Sperver miraba hacia atrás con visible inquietud, y yo mismo no me hallaba
exento de cierta aprensión indefinible, pensando en la extraña descripción que el cazador me había
hecho de la enfermedad de su amo.
A medida que avanzábamos, las encinas iban presentándose en menor número, cuando de pronto al
trasponer una colina, apareció bruscamente a nuestra vista una inmensa mole negra, en que brillaban
algunos puntos luminosos.
Aceleramos un poco el paso y pronto nos hallamos a la puerta del castillo de Nideck.
—Ya estamos —exclamó Sperver apeándose con ligereza y llamando con una gruesa aldaba de
hierro.
—¿Eres tú Sperver? —gritó una voz desde dentro después de algunos minutos.
—¡Ah! Te conozco —repuso la voz—. Sí, sí, eres tú… ¡Cuando hablas parece que te vas a tragar a la
gente!
La puerta se abrió, y el portero, levantando hasta mí su linterna, me saludó con un “Wilcom, her
doctor! (¡Sea bienvenido, doctor!)” que parecía querer decir: “¡He aquí otro que se irá como sus
compañeros!”. Luego cerró tranquilamente la puerta, mientras yo echaba pie a tierra y vino a tomar la
brida de nuestros caballos.
II
Siguiendo a Sperver que subía la escalera con paso rápido, pude convencerme de que el castillo de
Nideck merecía su reputación. Era una verdadera fortaleza tallada en la roca. Sus altas bóvedas repetían
a lo lejos el sonido de nuestros pasos, y el aire, que penetraba por las rendijas de las ventanas, hacia
oscilar la llama de las antorchas colocadas de trecho en trecho en los largos corredores.
Sperver conocía perfectamente todos los aposentos de esta vasta vivienda, y se detuvo delante de una
puerta cerrada diciéndome:
—Fritz, voy a dejarte un momento con la servidumbre del castillo, para avisar tu llegada a la joven
condesa.
—Vas a ver a nuestro mayordomo Tobie Offenloch, antiguo soldado del regimiento de Nideck, que
ha hecho la campaña de Francia a las órdenes del conde.
—Bien.
—Verás también a su mujer, una francesa, llamada Marie Lagoutte, que fue cantinera del gran
ejército. Un día nos trajo al pobre Tobie en un carretón, con una pierna de menos, y el pobre hombre se
casó con ella por agradecimiento.
—Estoy enterado.
—Además encontrarás a Sébalt Kraft, gran montero, un muchacho triste, pero que no conoce rival
para tocar el cuerno de caza; a Karl Trumpf; a nuestro despensero, Christian Becker; en fin, a toda
nuestra gente, a menos que no se hayan acostado.
Concluido este relato, Sperver abrió la puerta y entramos en una sala grande y sombría: la sala de los
antiguos guardianes de Nideck.
En el fondo había tres ventanas que daban al precipicio, a la derecha una especie de bufete de encina
bruñido por el tiempo, sobre el que se ostentaban varios vasos y botellas. A la izquierda una chimenea
gótica de inmensa campana, en la que ardía un fuego magnífico, y a lo largo de la sala una larga mesa,
sobre la que una lámpara gigantesca alumbraba la escena.
Todo esto lo vi de un golpe, pero lo que más me asombró fueron los personajes que estaban dentro de
la sala.
Desde luego reconocí al mayordomo por su pata de palo. Era un hombre pequeño, gordo, sonrosado
y con aire de satisfecho; vestía una chaqueta de pana verde, con grandes botones de acero, zapatos con
hebillas de plata y una enorme peluca con honores de gorro.
Su mujer, la digna Marie Lagoutte, que llevaba un traje de grandes ramos, era alta, de tez amarilla, y
se entretenía en jugar a los naipes con dos de los criados.
Marie Lagoutte dejó sus cartas sobre la mesa. El mayordomo vació una copa de vino que tenía en la
mano… Todas las miradas se posaron en nosotros.
—¿Sigue igual?
—Les presento a mi hijo: el doctor Fritz de la Selva Negra. ¡Ah! Todo va a cambiar aquí, señor
Tobie. Puesto que Fritz ha llegado, de seguro que esa pícara enfermedad se marchará. ¡Si me hubiesen
creído antes! En fin… Mejor tarde que nunca.
Marie Lagoutte seguía observándome atentamente. Su examen debió dejarla satisfecha, porque
dirigiéndose a su marido exclamó:
—Vamos, señor Offenloch… una silla al doctor; te quedas ahí con la boca abierta… ¡Ah!
Caballero… ¡Estos alemanes!
—Permítame, caballero.
—Es decir que monseñor no va ni mejor ni peor —dijo Sperver sacudiendo su gorro lleno de nieve
—. Llegamos a tiempo. ¡Eh! ¡Kasper! ¡Kasper!
—Aquí estoy.
—Bien. Haz preparar para el señor doctor la habitación que se encuentra al fin de la galería, la de
Hugo… ya sabes.
—Oye, toma de paso la maleta del doctor… Knapwurst te la dará. En cuanto a la cena…
El hombre salió y Gedeon, quitándose su capote de monte, nos dejó para ir a avisar a la condesa.
—Quítate de ahí, Sébalt —decía—. Ya debes de estar asado desde esta mañana. Acérquese al fuego
señor doctor, debe tener frío.
—Tome.
—Gracias. No lo uso.
—Hace mal —me repuso tomando un polvo—, esta es la delicia de la vida —y luego continuaba—.
Llega a propósito, monseñor ha tenido hoy un segundo ataque, un ataque furioso. ¿No es verdad, señor
Offenloch?
—No es extraño —continuó la vieja— en un hombre que no se alimenta. Figúrese, caballero, que ha
pasado los días sin tomar ni un caldo.
—Y sin beber ni un vaso de vino —añadió el mayordomo. Yo creí deber levantar la cabeza, para
manifestar mi sorpresa. Entonces Tobie Offenloch vino a sentarse a mi lado—: Créame, caballero,
mándele tomar una botella diaria —me dijo.
—Y una pata de gallina en cada comida —dijo Marie Lagoutte—. El pobre está tan delgado que da
miedo.
—En otro tiempo —dijo el montero tristemente—, monseñor cazaba a menudo y estaba bien; desde
que no caza está enfermo.
—Es claro —observó la mujer del mayordomo—. El doctor debe prescribirle tres cacerías por
semana. El aire libre abre el apetito.
—Dos cacerías bastan —interpuso gravemente el montero—. Es necesario que también los perros
descansen. Los perros son obras de Dios como los hombres.
Aquí llegaba la conversación, cuando Sperver entreabrió la puerta y me indicó que le siguiera.
Yo saludé a todos y al salir oí a la mujer del mayordomo que decía a su marido:
Algunos pasos bajo las bóvedas de Nideck, borraron completamente de mi imaginación las grotescas
figuras de Tobie y de Marie Lagoutte.
Pronto Gedeon abrió la puerta de una estancia suntuosa, alumbrada vagamente por una lámpara de
bronce, cubierta con un globo de cristal.
Al entrar, Sperver levantó el tapiz de una ventana y miró en lontananza. Comprendí su pensamiento.
Miraba si la hechicera estaba en el campo. Pero no pudo ver nada, porque la oscuridad era profunda.
Yo adelanté algunos pasos, y pude descubrir una joven pálida, delicada, sentada en un sillón de
forma gótica no lejos del enfermo. Era Odile de Nideck. Su largo vestido negro, su actitud meditabunda
y resignada, la distinción de sus maneras, todo en ella recordaba a esas creaciones místicas de la edad
media, que el arte moderno abandonó en un fallido intento por olvidarlas.
—Es usted bienvenido, señor doctor —dijo con conmovedora amabilidad y sencillez; y luego
señalándome el lecho me dijo—: Aquí está mi padre.
Sperver, situado a la cabecera de la cama, levantaba la lámpara con una mano, teniendo con la otra su
gran gorro de piel. Odile se encontraba a mi izquierda.
Desde el primer momento, quedé sorprendido con la extraña fisonomía del conde, y a pesar de toda
la respetuosa admiración que me había inspirado su dulce hija, no pude menos que decirme: “¡Qué
viejo lobo!”.
Su cabeza gris cubierta con un pelo corto que, extrañamente, se acopiaba detrás de las orejas de un
modo prodigioso, y delineaba su rostro hasta una longitud pasmosa; su estrecha frente; sus abundantes
cejas, que se juntaban hacia abajo sobre el puente de la nariz, imperfecta sombra que envolvía los ojos,
fríos e inexpresivos; su barba corta y áspera, irregularmente distribuida en el contorno angular y óseo de
la boca… En efecto, toda aquella fisonomía me hizo estremecer, cruzándose por mi mente nociones
bizarras, relacionadas a las misteriosas afinidades que existen entre el hombre y el animal.
Pero, dominando mi emoción, pude tomar el brazo del enfermo. Era seco y enjuto; la mano, pequeña
y fuerte.
Bajo el punto de vista médico, encontré un pulso duro, frecuente, febril y denotando gran
irritabilidad.
¿Qué hacer?
Reflexioné un momento; de un lado tenía a la joven condesa, con la ansiedad que es de suponer; del
otro, Sperver, espiando atentamente mis menores gestos, tratando de leer en mis ojos mis pensamientos.
Mi situación no podía ser más embarazosa. Comprendí que de momento no podía tomar ninguna
determinación.
Dejé el brazo y escuché la respiración del enfermo. De cuando en cuando una especie de sollozo
oprimía su pecho… Luego el movimiento seguía su curso, aunque siempre con agitación, siempre con
violencia… Indudablemente una pesadilla abrumaba a aquel hombre… ¿Era epilepsia? ¿Era tétano?
¡Qué importa! Lo esencial era la causa… Eso es lo que yo necesitaba conocer, y eso era precisamente lo
que desesperaba de averiguar.
Yo iba a responder cualquier generalidad científica cuando los lejanos sonidos de la aldaba de
Nideck hirieron nuestros oídos.
—Ve a ver—dijo Odile—. ¡Dios mío! ¿Cómo ejercer los deberes de la hospitalidad en estas
circunstancias? ¡Es imposible!
En aquel momento se abrió la puerta, y un criado apareciendo en el umbral, dijo en voz baja:
—El señor barón de Zimmer-Blouderic, acompañado de un escudero, pide asilo en Nideck, porque se
ha perdido en la montaña.
—Bien Greuchen —dijo dulcemente la joven—. Ve a prevenir al mayordomo que reciba al señor
barón… y que le diga que el conde está enfermo, por lo que no puede hacer por sí mismo los honores de
su casa. Cuida de que no falte nada.
Es imposible expresar la noble sencillez de la joven castellana al dar estas órdenes. Si la distinción
parece hereditaria en ciertas familias, es porque el cumplimiento de los deberes de la opulencia eleva el
alma.
—Ya lo ve, caballero, no puede uno ni entregarse a su dolor porque es preciso partir la existencia,
entre el mundo y los afectos.
—Es verdad, señorita —repuse—, las almas superiores pertenecen a todos los infortunios. El viajero
perdido, el enfermo, el pobre sin alimentos, todos tienen derecho a reclamar su parte, porque Dios los ha
hecho como las estrellas, para la dicha de todos.
—Ya le he dicho que la crisis ha terminado, y que por ahora solo se trata de impedir que empiece de
nuevo.
—Con la ayuda de Dios, señorita, nada es imposible. Permítame que me retire y reflexione un poco.
—Vamos, Fritz —dijo mirándome con firmeza—, yo soy un hombre, puedes hablarme sin recelo.
¿Qué opinas?
—¿Mañana?
—Sí. No vuelvas la cabeza. Suponiendo que no puedas evitar un nuevo ataque, ¿crees sinceramente
que el conde pueda morir?
—¡Bravo! —exclamó el cazador saltando de alegría—. Cuando tú dices que no lo crees, es porque te
encuentras seguro.
Y tomándome por el brazo, me condujo hacia la galería. Apenas habíamos dado unos pasos cuando
el barón Zimmer-Blouderic y su escudero nos salieron al encuentro, precedidos por Sébalt, que llevaba
una antorcha encendida. Se dirigían hacia el aposento que les había sido destinado, y por cierto que
estas figuras, alumbradas por la luz blanca de la resina, ofrecían un no sé qué de extraño pintoresco.
—Esos —dijo Sperver—, si no me engaño, son nuestros viajeros de Tubinga. Nos han seguido muy
de cerca.
—No te engañas, porque son ellos. Reconozco al más joven por su elevada estatura, por su nariz
aguileña y por su largo y tupido bigote.
—He aquí la sala de los margraves —me decía—, he aquí la sala de los retratos… la capilla, en la
que no se da misa desde que Ludwig el Calvo se hizo protestante… He aquí la sala de armas.
Por fin, después de mucho subir y bajar, llegamos a una puerta pequeña y maciza. Sperver sacó del
bolsillo una enorme llave, y me dijo entregándome la antorcha:
Al mismo tiempo abrió la puerta, y el aire frío y húmedo de fuera entró en el corredor. La llama
osciló vivamente chisporroteando en todas direcciones. Me creí en el borde de un abismo y retrocedí
involuntariamente.
—¡Ja, ja, ja! —Vociferó el cazador, abriendo la boca de oreja a oreja— ¡Cualquiera diría que tienes
miedo, Fritz! Adelante, no temas… Estamos en la explanada que conduce desde el castillo a la vieja
torre.
La nieve alfombraba esta plataforma. El viento silbaba cada vez con más furia.
Quien a cierta distancia hubiese visto nuestra antorcha brillando en aquellas alturas hubiera podido
preguntarse: “¿Qué hacen allá en las nubes?... ¿Por qué se pasean a estas horas?...”
“La vieja hechicera nos mira acaso” pensé yo interiormente, y esta idea me hizo temblar a pesar
mío. Me embocé en mi capote y seguí a Sperver que me precedía casi corriendo, hasta que entramos
precipitadamente en la torre, y luego en la habitación de Hugo. Una llama viva alegraba esta estancia.
¡Qué placer encontrarse al fin bajo cubierto!
—Delante de una buena mesa —añadió Gedeon—. Estoy contento de Kasper, ha comprendido bien
mis órdenes.
Y decía bien el pobre Gedeon, porque sobre una mesa colocada en medio de la estancia, lucían una
multitud de viandas, cuyo aspecto era capaz de abrir el apetito al más inapetente, y, delante de la
chimenea, un montón de botellas que recibían el calor de la lumbre nos prometían numerosas y gratas
libaciones.
A este aspecto me sentí poseído de una verdadera hambre canina, pero Sperver, que era hombre que
lo entendía, me dijo:
—Fritz, no nos apresuremos, tenemos tiempo; estas aves no han de volarse. Desde luego tus botas
deben lastimarte. Cuando se ha galopado ocho horas seguidas es conveniente cambiar de calzado. Este
es mi principio…
Y sin aguardar más razones, Sperver me quitó las botas, dándome unas zapatillas, despojó también
de mi capote y exclamó enseguida:
—¡Ahora, Fritz, a la mesa! Trabaja por tu parte, yo por la mía, y recordemos el viejo proverbio
alemán: “si el diablo hizo la sed, Dios hizo el vino”.
III
Ambos comíamos con toda la gana que proporcionan ocho horas de carrera a través de las nieves del
Bosque Negro.
Sperver atacaba sin descanso las viandas, murmurando con la boca llena.
Al cabo de algún tiempo nuestro apetito fue calmándose. Sperver llenó ambos vasos de un viejo vino
de Bremberg, y presentándome el mío me dijo:
—¡Al restablecimiento del señor Yéri-Hans de Nideck! Bebe hasta la última gota, Fritz, a fin que
Dios nos oiga.
Ambos vaciamos nuestros vasos, que Sperver llenó nuevamente repitiendo con voz estentórea:
Entonces una satisfacción profunda se apoderó de nosotros, y nos sentimos felices de hallarnos en el
mundo.
Era ésta una bóveda tallada en piedra, que tendría, cuando más, unos doce pies de altura. En el fondo
había una especie de nicho, en el que se veía mi cama, cubierta con una piel de oso, y en el fondo de
este nicho otro más pequeño, en el que había una estatua de la Virgen.
—¿Estás examinando tu habitación? —dijo Sperver—. No es grandiosa ciertamente. Hay otras
mucho mejores en el castillo. Nos hallamos en la torre de Hugo. Es tan vieja como la montaña, Fritz…
Se remonta al tiempo de Karl el grande.
—Hugo el lobo.
—¿Hugo el lobo?
—El jefe de la raza de Nideck… Vino a establecerse aquí con una veintena de los suyos. Edificaron
esta torre en lo más elevado de la roca y se dijeron: “¡Nosotros somos los dueños! ¡Ay de los que
quieran pasar sin pagar rescate! ¡Caeremos sobre ellos como lobos… le quitaremos la lana de las
espaldas, y si la piel sigue a la lana, tanto peor para ellos! Desde aquí vemos a larga distancia, y lo
dominamos todo”. Y supieron hacerlo mejor que decirlo. Hugo el lobo era su jefe. Knapwurst me lo ha
contado.
—¿Knapwurst?
—Sí, el que nos ha abierto la puerta, que siempre está metido en la biblioteca.
—Sí… El pobre, en lugar de estarse en su cuarto, pasa todo el día limpiando el polvo a los
pergaminos de la familia. Va de un estante a otro como un ratón. Este Knapwurst sabe toda nuestra
historia mejor que nosotros mismos… ¡Él llama crónica a esos papeluchos!
—Conque dices, Gedeon, que esto se llama la torre de Hugo… de Hugo el Lobo.
—Nada…
—No es el nombre de esta torre lo que asombra, sino el pensar que tú, antiguo cazador furtivo,
acostumbrado a vivir en el bosque, a perseguir a las fieras, a respirar el aire libre y a burlar la vigilancia
de los guardabosques, hayas venido a parar a este castillo, dejando para siempre tu vida aventurera.
Vamos, Sperver, enciende tu pipa y cuéntame cómo ha sido esto.
Gedeon sacó su pipa, la llenó de tabaco, y después de encenderla, comenzó su relación diciendo:
—Los viejos halcones, los viejos gerifaltes, y los viejos gavilanes, después de haber volado largo
tiempo por el espacio, acaban por anidarse en el hueco de una roca… Yo he disfrutado, es verdad, de la
montaña y del aire puro que en ella se respira, pero en lugar de dormirme en las ramas de un árbol
combatido por el viento, disfruto de recogerme bajo techado, beber un buen trago, calentarme a la
chimenea y dormir tranquilamente. El conde de Nideck no desprecia a Sperver, el viejo halcón, el
verdadero hombre de las montañas. Una noche me encontró entre los matorrales y me dijo:
» —Camarada, ya que cazas solo, vente a cazar conmigo. Caza, puesto que ese es tu elemento, pero
caza con mi permiso, porque yo soy el águila de la montaña, yo me llamo Nideck.
—Ya ves que esto me convenía. Cazo siempre lo mismo que antes, y puedo beber una botella con un
amigo.
—No, es otra cosa. ¿No oyes que arañan? Es un perro escapado de la perrera… ¡Entra, Lieverlé!
¡Entra, Blitzen! —exclamó Gedeon levantándose, pero aún no había dado dos pasos, cuando un danés
formidable entró en la estancia, corriendo a acariciar al cazador, que me decía casi conmovido—:
Fritz… ¿qué hombre podría quererme tanto? ¡Mira qué cabeza, qué ojos, qué dientes!
Y luego el pobre Sperver fue a cerrar la puerta por la que entraba un viento bastante incómodo.
No he visto nunca un animal más terriblemente hermoso que el tal Lieverlé: su altura era
próximamente de dos pies y medio; era un formidable perro de ataque, de frente achatada, de piel fina,
miembros nervudos y vigorosos, ojos vivos y anchas espaldas.
Sperver volvió a ocupar su asiento y, pasando la mano con orgullo por la cabeza del perro, empezó a
enumerarme sus buenas cualidades.
—Mira, Fritz, este perro mata un lobo de un solo golpe. Es lo que se llama un animal perfecto bajo el
punto de vista de su valor y de su fuerza. No tiene más que cinco años y se halla ahora en todo su vigor.
Es inútil decirte que es maestro en la caza de jabalí. Cada vez que perseguimos a alguno de éstos,
tiemblo por él, porque su ataque es demasiado franco, llega derecho a él y se expone demasiado al furor
de sus colmillos, y ya ha sido herido más de una vez, y solo a mis cuidados debe la vida. ¿No es verdad,
Lieverlé? ¿Lo recuerdas? Por eso me quiere tanto.
Yo estaba verdaderamente enternecido al considerar el cariño que se profesaban aquellos dos seres.
Sperver continuó:
—¡Qué fuerza! Mira, Fritz, ha roto su cuerda por venir a verme. ¡Una cuerda de seis cabos! Y ha
encontrado mi rastro. Toma, Lieverlé.
Y le arrojó un gran pedazo de carne, que el perro devoró en un momento, yendo en seguida a
tenderse delante de la chimenea.
—Escucha, Sperver, no me has dicho todavía… Si dejaste la montaña por el castillo, ¿no fue a causa
de la muerte de tu mujer, la buena Gertrudis?
—Es verdad —me dijo—. Sí, mi mujer murió, y he aquí lo que me arrojó de los bosques…. No podía
pasar por algunos sitios sin estremecerme. Aún ahora no voy nunca a Roche-Creuse.
Sperver inclinó la cabeza y quedó mudo y pensativo. Sentí haber evocado en él aquel triste recuerdo,
y participé hasta cierto punto de su dolor. Luego me acordé de la Peste Negra, y un estremecimiento
general se apoderó de todo mi cuerpo.
¡Extraña impresión! Una sola palabra nos había lanzado en una serie de reflexiones melancólicas.
Todo un mundo de recuerdos se presentaba ante nosotros.
Ignoro cuánto tiempo duraba nuestro silencio, cuando un gruñido sordo y terrible, como el lejano
sonido de la tormenta, vino a sobrecogernos.
Ambos miramos al perro. Éste conservaba su hueso sujeto entre las patas delanteras; pero escuchaba
atentamente con la cabeza erguida, la mirada brillante y las orejas levantadas.
Sperver y yo nos miramos pálidos y temblorosos. No se escuchaba el menor ruido; hasta el viento
había calmado. Nada, excepto el gruñido sordo y continuo que se escapaba del pecho de Lieverlé.
De pronto el noble animal se levantó y, dando un ladrido seco, ronco y espantoso, chocó contra el
muro como si quisiera romperlo. Toda la habitación retembló con este choque terrible.
Lieverlé, con la cabeza baja, parecía mirar a través del granito, y sus labios remangados dejaban ver
dos filas de dientes blancos como la nieve. De cuando en cuando se retiraba bruscamente, y luego
aplicando la nariz a la parte inferior del muro, soplaba con fuerza, arañando violentamente la piedra.
—Este Lieverlé —dijo Sperver— nos ha sobresaltado… ¿Por qué se habrá agitado tanto?
—Habrá oído sonar mi pierna de palo en la escalera de la torre. Eso te enseñará, mi amigo Gedeon, a
atar mejor a tus perros. Eres débil con ellos, muy débil… Estas bestias no estarán satisfechas hasta que
no nos echen de aquí. Hace unos instantes me encontré con Blitzen en la galería: saltó a mi pierna… las
marcas de sus dientes es prueba de que no miento; y ésta era una pierna nueva… ¡Qué bestias!
—¿Atar mis perros? Los perros atados se hacen demasiado salvajes… Además, Lieverlé estaba
atado.
—¿Saben, señores —dijo variando de conversación el mayordomo—, que estoy solo esta noche?
—¿Cómo?
—Absolutamente.
—Que desgracia que hayas llegado tarde. Las botellas están vacías.
—Otra vez será —dijo el pobre hombre con visible disgusto—, lo diferido no está perdido —luego
tomo su linterna—. Buenas noches, señores.
—Aguarda —exclamó Gedeon—. Veo que Fritz tiene sueño. Bajaremos juntos.
Los dos hombres y el perro salieron de mi habitación, a tiempo que el reloj de Nideck marcaba las
once.
El día comenzaba a alumbrar la única ventana de la torre, cuando fui despertado por los lejanos
sonidos de una trompa de caza.
Nada hay más triste que las vibraciones de este instrumento en el crepúsculo, cuando ni el más leve
rumor turba el silencio de los campos: la última nota sobre todo, esa nota prolongada que se extiende
por la llanura, corriendo a los lejos repetida por los ecos de la montaña, tiene algo de grande y de
poético que conmueve el alma.
Allí se esperaba uno de esos espectáculos que nadie puede describir, el espectáculo de que el águila
de los Alpes goza todas las mañanas. Montañas, montañas y montañas… Bosques inmensos, lagos,
elevadas crestas trazando líneas escarpadas en el fondo azulado de los valles cubierto de nieve… Luego
el infinito.
Permanecí mudo de admiración. A cada mirada, se multiplicaban los objetos. Casas, chozas, rebaños,
aldeas parecían nacer en cada pliegue del terreno. ¡Bastaba mirar para verlo!
Hacia un cuarto de hora que permanecía inmóvil contemplando aquel magnífico panorama, cuando
una mano se apoyó lentamente en mis espaldas; me volví y encontré al buen Gedeon que me saludó
sonriendo con un: “¡Gouden tág, Fritz!”.
—Mira, Fritz, mira —me dijo—. ¡A ti debe gustarte esto pues eras un hijo de la Selva Negra! Mira
allá abajo… ¿ves? La Roche-Creuse… ¿La ves? ¿Te acuerdas de Gertrudis?
Así se pasó más de una hora. Yo parecía clavado en aquel sitio. Ni una sola nube interrumpía la
limpieza del inmenso horizonte que descubríamos.
—Es mi amigo Sébalt —dijo Sperver—, un excelente conocedor de perros y caballos, y además la
primera trompa de Alemania… Pobre Sébalt… Se está consumiendo con la enfermedad de monseñor…
Ya no puede cazar como en otro tiempo, y he aquí su único consuelo… Todas las mañanas, al salir el
sol, sube al Altenberg y toca los aires favoritos del conde… Cree que esto podrá reanimar a nuestro
amo.
Sperver, con el buen tacto de todo el que sabe admirar, no había interrumpido mi contemplación,
hasta que deslumbrado por la luz del sol yo había vuelto la cabeza y miraba al interior de la torre.
—¿A mí?
—Sí —añadió formalmente—, traes la buena suerte, Fritz; los años anteriores, monseñor tenía un
segundo ataque al día siguiente del primero, luego un tercero, luego un cuarto. Tú has impedido ésto, tú
ahuyentas al mal. ¡Es claro!
—Nunca se es demasiado viejo para aprender. Sabes Fritz, hay hombres que llevan la felicidad así
como otros la desgracia. Por ejemplo, el bribón de Knapwurst siempre me trae a mí la desgracia. Cada
vez que lo encuentro al marchar de caza, seguro estoy que ha de sucederme algo, y en efecto, me falla la
escopeta, me tuerzo un pie o me muerde algún perro… ¿qué se yo? Así es que siempre tengo buen
cuidado de partir antes de que despierte.
—Tú, Fritz, eres un buen muchacho, el cielo te ha bendecido y basta ver tu buena figura, tu mirada
franca, tu bondadosa sonrisa cuando estás alegre… En fin, tú llevas la felicidad a los que te rodean, esto
es positivo… siempre lo he dicho y la prueba… ¿quieres la prueba?
—Sí, por cierto. Deseo adquirir la certeza de todas esas virtudes que dices se hallan en mí.
—Perfectamente.
—Mira alrededor.
—Ya miro.
—¿Ves algo?
—No.
—¡Sperver!
—Sí por cierto. Todos los años, después del segundo ataque del conde, se la veía allí. Por la noche
encendía fuego, y en el que quemaba algunas raíces… Era una maldición. Esta mañana lo primero que
he hecho al levantarme ha sido mirar a aquel sitio. Nada. La vieja maldita ha desaparecido.
Y el antiguo cazador furtivo me abrazó con verdadero entusiasmo, diciéndome con emoción:
—¡Oh, Fritz, Fritz! ¡Qué fortuna haberte traído aquí! La vieja es quien lo habrá sentido. Tanto peor
para ella.
Yo estaba hasta cierto punto avergonzado de encontrarme con tantos méritos en que hasta entonces
ni siquiera había sospechado.
—Muy bien.
—Ya lo creo.
—Como quieras.
—Vamos.
Inmediatamente nos internamos en los vastos corredores de la noche anterior, en uno de los cuales
pude ver, gracias a hallarse abierta una ancha puerta, al mismo Knapwurst, cuya grotesca fisonomía me
había sorprendido la víspera, el cual subido en una escalera se entretenía revolviendo unos estantes.
La misma sala en que se hallaba llamó mi atención. Era la sala de los archivos de Nideck, habitación
alta y sombría, alumbrada solamente por unas ventanas ojivales abiertas casi en el techo.
Allí se encontraban dispuestos en grandes estantes, gracias a los cuidados de los antiguos capellanes
del castillo, no solo todos los documentos, títulos y árboles genealógicos de los Nideck, estableciendo
sus derechos, alianzas y relaciones históricas con las familias más ilustres de Alemania, sino todas las
crónicas de la Selva Negra, los recuerdos de los antiguos Minnesinger y las grandes obras in-folio
salidas de las prensas de Gutenberg y de Fausto.
Pero lo que daba a la sala de los archivos una importancia verdaderamente histórica, eran los retratos
de familia, coloca-dos a un lado de la antigua biblioteca. Allí estaban todos, desde Hugo el Lobo hasta
Yéri-Hans, el señor actual; desde las groseras manchas de los tiempos bárbaros, hasta los mejores
lienzos de los más ilustres pintores modernos.
Hugo I parecía mirarme como el lobo próximo a lanzarse sobre su presa. Sus ojos pardos, inyectados
en sangre, su barba roja y sus pómulos pronunciados, le daban un aspecto de ferocidad espantoso.
Cerca de él, se hallaba el retrato de una joven, de aire dulce y melancólico. Su cabello rubio, sedoso,
abundante, partido por el medio de la cabeza y cayendo en dos bandos de ambos lados de su cara, que
rodeaba como una aureola de oro, le daba una semejanza maravillosa con Odile de Nideck.
Nada más suave y encantador que esta antigua pintura sobre madera, que a pesar de la dureza del
contorno, conservaba algo de la angelical ternura que debió tener el original.
Había examinado atentamente esta pintura durante unos minutos, cuando otro retrato de mujer, que
se hallaba a su lado, llamó mi atención. Figúrense una mujer del tipo visigodo, de frente estrecha y baja,
ojos amarillentos, prominentes pómulos, pelo rojo y con una corva nariz cual pico de águila. En una
palabra: figúrense un tipo de mujer enteramente contrario al que había visto antes.
“Esta mujer debió haber sido un buen partido para Hugo”, me dije a mi mismo.
Observé luego su indumentaria, que exteriorizaba su carácter; la mano derecha, que descansaba sobre
su espada; una coraza de hierro, que cubría su figura.
Me sería imposible revelar los pensamientos que cruzaron por mi mente en el examen de estos tres
retratos. Mi ojo pasaba de uno a otro con singular curiosidad.
Sperver, que se había quedado en el umbral de la biblioteca, ingresó dando un agudo silbido.
Knapwurst le dirigió la mirada, sin moverse desde lo alto de su escalera.
Y le mostró la suela.
—¿Y si subo?
—No te enfades, jorobado, no te enfades. No pretendo hacerte ningún daño; al contrario, respeto
mucho tu aplicación al aprendizaje. ¿Pero qué diablos haces tan temprano con tu candil? ¿Has pasado la
noche aquí leyendo?
—Es investigar por qué causa Ludwig de Nideck encontró a mi antecesor Otto el Nain en los
bosques de Tubinga. Ya sabes, Sperver, que mi abuelo Otto no tenía más que un codo de estatura. Era el
encanto de todos por su talento, habiendo figurado honrosamente en la coronación del emperador
Rodolphe.
Aquel hombre pequeño y raquítico parecía disfrutar el narrar las glorias de su antepasado.
—Señor Knapwurst —le dije con tono respetuoso— ¿Tendrá la bondad de aclararme una duda?
—Precisamente deseo saber a quién representan los retratos segundo y tercero de esta galería.
—¡Ah! Bien —dijo Knapwurst, cuyo rostro brilló de alegría al considerar el alarde que iba a hacer de
sus conocimientos—. ¡Usted habla de Edwige y de Huldine, las dos mujeres de Hugo!
Al llegar abajo me saludó gravemente. Sperver se mantenía a nuestra espalda muy satisfecho de
hacerme admirar al enano de Nideck.
—Caballero —dijo Knapwurst, extendiendo una mano hacia los retratos—: Hugo de Nideck, primero
de su raza, se casó en el año 832 con Edwige de Lutzelbourg, que le trajo en dote los condados
Geroldseck de Teufels-horn y otros. Esta señora murió muy joven en el año 837, sin que a Hugo el Lobo
le quedaran hijos de este su primer matrimonio. Entonces Hugo, dueño y señor del dote de su esposa, no
quiso devolverlo a los parientes de ésta, y por este motivo sostuvo una guerra con sus cuñados. Esta otra
mujer que usted ve aquí con corselete de hierro, le ayudó con sus consejos y con su valor. Se ignora de
dónde vino, a qué familia pertenecía, pero esto no le impidió salvar a Hugo, hecho prisionero por Frantz
de Lutzelbourg, que iba a ahorcar a su enemigo cuando Huldine a la cabeza de los vasallos del conde se
apoderó de una poterna, salvó a Hugo, e hizo ocupar a Frantz su puesto, Hugo el Lobo se casó con ella
en el año 842, de cuyo matrimonio tuvo tres hijos.
—¿De modo —dije yo— que la primera de estas mujeres se llamaba Edwige, y los descendientes de
Nideck no tienen ninguna relación con ella?
—Ninguna.
—Es raro.
—¿Por qué?
—Las semejanzas… las semejanzas —dijo el enano riendo— Vea esta caja de tabaco… En la tapa
está el retrato de mi abuelo… Vea, no se parece a mí en nada, y sin embargo… ¿impide esto que yo sea
su nieto?
—Pues lo mismo sucede con los Nideck. Pueden parecerse a Edwige, no digo lo contrario, pero nada
tienen que ver con ella.
Después de un rato de conversación sobre este particular, Knapwurst y yo nos separamos como los
mejores amigos del mundo.
V
“Es igual, me decía yo, saliendo detrás de Sperver; la semejanza existe, sea o no debida a la
casualidad. La casualidad. ¿Qué es la casualidad? Una palabra sin sentido… Lo que el hombre no
puede explicarse… y sin embargo, en ella debe haber algo”.
Entretanto yo seguía a Sperver por los largos corredores, y la imagen de Edwige se confundía en mi
imaginación con la de la joven condesa.
De pronto Gedeon se detuvo. Alcé los ojos y me hallé a la puerta de la habitación del conde.
—Entra Fritz —me dijo— yo voy a dar de comer a mis perros. Vendré a buscarte.
Entré en la estancia con más ganas de ver a la condesa Odile que al conde. Como médico me
reprochaba esta falta, pero dominar lo que uno desea es imposible. Cuál sería mi sorpresa al distinguir
en la oscuridad de la alcoba al señor de Nideck, apoyado en el codo y mirándome con profunda
atención.
—Acérquese, señor doctor —me dijo con voz débil y tendiéndome la mano—. Mi bravo Sperver me
ha hablado de usted muchas veces y ya deseaba conocerlo.
—Y espero, caballero —repuse—, que en breve pueda verme bajo mejores auspicios, si logramos,
como creo, dominar ese ataque.
—No, la naturaleza nos concede el presentimiento de nuestro fin, como su última gracia.
El conde me miró con esa fijeza de todos los enfermos que desean averiguar cuál es su verdadero
estado. Éste es un momento dificilísimo para un médico: de su actitud depende la fuerza moral del
enfermo, cuya mirada va recta hasta la conciencia de su interlocutor, y si en ella descubre la duda, todo
está perdido, porque se apodera de él el abatimiento y el mal triunfa sin remedio.
“Es ella, me dije, ella… la primera mujer de Hugo… ¡Oh! ¡Qué expresión en la sonrisa de aquella
mujer! No hay que buscar en ella la alegría, sino la felicidad”.
—Si Odile, mi querida hija, quisiera hacer lo que yo le pido, si consintiese solamente en hacerme
esperar que accederá a mis ruegos… yo volvería a la vida. La perspectiva de verme rodeado de una
nueva familia, de estrechar contra mi corazón a mis nietos, de no ver extinguirse nuestra raza… me
reanimaría.
Al escuchar el acento dulce y tierno de aquel hombre que tanto había sufrido, me sentí
verdaderamente conmovido.
—Odile, ¿no quieres hacer la dicha de tu padre? No te pido más que una esperanza, sin fijarte la
época de realización. No quiero violentarte. Iremos a la corte, donde se te presentarán cien partidos
honrosos. ¿Quién no se consideraría feliz y orgullo con obtener tu mano? Serás libre de decidirte por
quien más te plazca.
Nada hay más penoso para un extraño que estas discusiones de familia; se hallan enlazados con ellas,
tantos intereses diversos, tantos sentimientos íntimos que la delicadeza le disgusta a uno de asistir a
semejantes confidencias. Hubiera querido marcharme… pero las circunstancias no me lo permitían.
—Padre mío —dijo Odile como para eludir las instancias del enfermo—, el cielo se dignará a darte
algún alivio. ¡Si supieras con que fervor se lo pido!
—¿Pero no me contestas? —dijo el conde en tono seco—. ¿Qué puedes objetar a mi deseo? ¿No es
natural? ¿No es justo?
—¡Padre mío!
Los ojos del conde brillaron de una manera febril. Indiqué con un gesto a la joven que le diese al
menos alguna esperanza para calmar su agitación: ella pareció no apercibirse de mi indicación.
—¡De modo que —dijo el conde voz irritada— verás morir a tu padre! ¿Te bastaría una palabra para
devolverle la vida y no pronunciarás esa palabra?
—La vida no pertenece al hombre, sino a Dios —dijo Odile—: Una palabra mía no puede nada.
—Esas son máximas muy buenas para eludir el cumplimiento del deber —dijo el conde con
amargura—. Pero Dios, de quien tanto hablas, dice: “honra a tu padre y a tu madre”.
—Yo te honro, padre mío —dijo ella con dulzura—, pero esto no me obliga a casarme.
En aquel momento los dientes del conde chocaron unos contra otros, y revolviéndose bruscamente
gritó con voz de trueno:
—¡Vete! ¡Tu vista me ofende! —y añadió dirigiéndose a mí con salvaje sonrisa—: Doctor, ¿no tiene
ningún veneno violento, uno de esos venenos que mata como el rayo? ¡Oh! ¡Sería humanitario
suministrármelo! ¡Si viera usted cuánto sufro!
Hasta entonces yo no me había atrevido a intervenir entre el padre y la hija, pero ya no pude
contenerme.
—Monseñor —le dije—, en nombre de su salud, en nombre de la justicia, cálmese. Su vida depende
de ello.
Su emoción crecía por momentos. Temí que, no pudiendo dominar su cólera, se lanzase sobre su hija
para estrangularla. Ésta, tranquila y pálida, se postró de hinojos en el suelo. La puerta estaba abierta y vi
aparecer en ella a Sperver que se mantuvo detrás de Odile, como para protegerla. El pobre Gedeon
temblaba de pies a cabeza, e inclinándose al oído de la joven le dijo:
—¡Oh, señorita! Su padre no es malo. Si usted dijera solamente: “Tal vez… veremos… más tarde”.
Entonces obligué a tomar al señor de Nideck algunas gotas de opio; el conde se dejó caer de nuevo
sobre su cama, exhaló un prolongado suspiro, y pronto un sueño profundo se apoderó de él, haciendo su
respiración menos agitada y fatigosa.
Odile se levantó, y su aya, que durante la violenta escena no había dicho ni una sola palabra, salió
detrás de ella de la habitación del conde. Sperver y yo las miramos alejarse lentamente. Una especie de
grandeza de alma se traslucía en el paso de la condesa, que parecía la viva imagen del deber cumplido…
Cuando hubieron desaparecido a lo largo de los corredores, Sperver se volvió hacia mí.
—Y bien, Fritz —me dijo—, ¿qué opinas de esto?
—¡He aquí lo que se llama la felicidad de los grandes! —exclamó saliendo de la habitación del
conde— Sea uno señor de Nideck, tenga castillos, bosques, estanques, las mejores posesiones de la
Selva Negra, para que una niña venga a decirle: “¿Tú quieres?” “Pues yo no quiero”, “¿Tú me
ruegas?” “Pues yo te contesto que es imposible”. ¡Dios mío! Más valdría haber nacido hijo de un
leñador, y vivir tranquilamente de su trabajo… Esto me sofoca… Vámonos, Fritz. Necesito respirar aire
libre.
Serían aproximadamente las nueve. El tiempo, tan hermoso por la mañana, se había cubierto de
nubes, y empezaba a caer una nevada bastante espesa.
Íbamos a bajar la escalera que conducía a la sala de honor, cuando al final de una de las galerías nos
encontramos con Tobie Offenloch, que nos cerró el paso con su bastón.
—¿Cómo qué almuerzo? ¿No convenimos en almorzar hoy juntos con el doctor Fritz?
Offenloch prorrumpió en una carcajada que hizo tomar a su boca proporciones formidables.
—¡Yo que temía llegar último! ¡Vamos, despáchense! Kasper los espera allá arriba. Le he dicho que
prepare la mesa en tu habitación, en la que estaremos más libres. Hasta luego, señor doctor.
Y me tendió la mano.
—No, voy a prevenir a la condesa que el barón de Zimmer-Blouderick desea tener el honor de
saludarla antes de dejar el castillo.
—Descuida, cuando llegue el caso de vaciar las botellas estaré con ustedes.
Y el buen mayordomo, se alejó todo lo más de prisa que le permitía el estado de sus piernas.
—¡Pardiez! —me decía marchando a buen paso—. El mejor medio de acabar con las ideas tristes es
ahogarlas en vino. Me alegro de que nos hayan servido en mi cuarto… Vamos, Fritz… ¡Diablos, como
silba el viento! Antes de media hora tendremos un huracán terrible.
En esto llegamos al cuarto de Sperver, donde Kasper nos estaba esperando. Kasper era el factótum de
Sperver. Él desmontaba y limpiaba sus armas, recomponía las bridas de su caballo, daba de comer a sus
perros durante su ausencia, y dirigía en la cocina la confección de sus platos favoritos. En las grandes
ocasiones dirigía el servicio del cazador, lo mismo que Tobie el del conde.
—Kasper —dijo Sperver entrando— estoy contento de ti. Anoche todo estaba bueno… Es preciso
ser justos. Al que cumple con su deber me gusta decírselo… Hoy sucede lo mismo. Esta cabeza de
jabalí, estos fiambres y esas botellas nos prometen un almuerzo magnífico, ¿no es verdad, Fritz?
—Ciertamente.
—Para premiar tus servicios —prosiguió Sperver—, ¡hoy llenarás nuestros vasos!
Kasper bajó los ojos ruborizado, y parecía saborear los elogios de su amo.
Yo estaba admirado de ver cómo el antiguo cazador furtivo, que en otro tiempo se complacía en
preparar él mismo su sopa y sus patatas, se hacía servir ahora como un gran señor. Una mirada le
bastaba para indicar a Kasper el plato que debía servir, o la botella que debía destapar. El mismo conde
de Nideck no hubiese estado con más dignidad en la mesa.
Cuando más ocupados nos hallábamos en nuestra gastronómica tarea, apareció Tobie acompañado
del barón de Zimmer-Blouderick a quien seguía su escudero.
Sperver y yo nos levantamos. El joven barón vino hacia nosotros con la cabeza descubierta.
—Caballero —dijo con ese acento puro de Sajonia que ningún otro dialecto puede imitar—, recurro a
vuestro conocimiento del país. La señora condesa de Nideck me ha asegurado que nadie mejor que
usted puede darme algunas noticias sobre la montaña.
—Será muy difícil, monseñor; todas las veredas están cubiertas por la nieve.
Sperver se inclinó y luego abrió la ventana. Un golpe impetuoso de viento introdujo la nieve hasta el
medio de la estancia y cerró de golpe la puerta.
—Señores —dijo Sperver—, he aquí la carta del país. Si el tiempo estuviese claro le invitaría a subir
a la torre de las señales y descubriríamos la Selva Negra hasta que se pierde de vista, pero esto es
imposible. Desde aquí verá la punta de Altenberg y más lejos la blanca cima del Wald-Horn, que es a
donde usted debe marchar directamente. Desde allí, si la nieve se lo permite, descubrirá tres crestas que
se llaman Behrenkopf, Geierstein y Triefels. Allí puede pasar la noche en cualquiera de las grutas de
Roche-Creuse y mañana, al ser de día, descubrirá seguramente el Wald-Horn.
—A él nos dirigimos.
—Mil gracias.
—Tened cuidado con el torrente, que en este tiempo no deja de ofrecer peligro.
—Procuraremos evitarlo.
La voz del joven era breve y acentuada, como la del que está resuelto a vencer toda clase de
obstáculos.
El barón y su escudero nos saludaron cortésmente y salieron para ponerse en camino. Nosotros nos
inclinamos deseándoles buen viaje, y Gedeon cerró la ventana, por la que entraba un frío inaguantable.
—Se necesita tener los diablos en el cuerpo —dijo el cazador— para salir con un tiempo semejante.
A mí se me haría cargo de conciencia cerrar la puerta, aunque fuera a un lobo… En fin, bebamos, ¡A tu
salud, Tobie!
Muchos días pasaron sin que ocurriese nada nuevo. Mi existencia en Nideck era lo más monótona
que puede concebirse. Todas las mañanas oía la misma sonata tocada por Sébalt, luego hacía mi visita al
conde, luego almorzaba, y por último hacía con Sperver siempre las mismas reflexiones sobre la Peste
Negra.
—¡Viene! ¡Viene!
Entonces Gedeon subía a la torre de las señales; la Peste Negra acurrucada sobre la nieve, aparecía a
su vista como el genio del mal.
A fuerza de reflexionar en aquella extraña enfermedad, acabé por persuadirme de que el señor
Nideck estaba loco. La rara influencia que la vieja ejercía en su espíritu, sus alternativas de desvarío y
de lucidez, todo contribuía a afirmarse en esta opinión.
Los médicos que se han ocupado de las enajenaciones mentales saben que hay locuras periódicas,
que algunas de estas se manifiestan varias veces en el año, al paso que otras no se presentan más que
una sola. Conocí en Tubinga una señora de edad que tenía durante treinta años el presentimiento de su
delirio. Ella mismo se presentaba en la casa de curación, donde se la encerraba. Allí la desgraciada veía
reproducirse ante su vista las escenas terribles que había presenciado en su juventud. Temblaba bajo la
mano del verdugo, veía correr la sangre de las víctimas, gemía, lloraba, se mesaba los cabellos… Al
cabo de algunos días el acceso pasaba y la ponían en libertad, seguros de verla volver al año siguiente.
“El conde de Nideck, me decía a mí mismo, se encuentra en una situación análoga; lazos que todos
desconocemos le ligan a la Peste Negra. ¿Quién sabe? Esta mujer ha sido joven… acaso bella…
Y mi imaginación, una vez lanzada por este camino, formaba una verdadera novela. Sin embargo, no
me atrevía a decir a nadie nada de mis sospechas. Sperver no me hubiera perdonado nunca que hubiera
creído a su amo capaz de haber tenido relaciones con la vieja; en cuanto a la joven condesa, la sola
palabra “locura” hubiera sido para ella un golpe terrible.
La pobre joven era muy desgraciada. Su repugnancia a contraer matrimonio había irritado al conde
de tal modo, que apenas podía soportar su presencia. Le reprochaba con amargura su desobediencia,
haciendo largos discursos sobre la ingratitud de los hijos. Las cosas llegaron a tal punto, que me vi
obligado a intervenir. Esperé una noche a la condesa en la antecámara, y le supliqué que renunciase a
velar al conde; pero contra lo que yo esperaba, opuso una resistencia inexplicable. A pesar de todas mis
observaciones, se mostró decidida a continuar velando a su padre, como hasta entonces.
—Es mi deber —dijo con voz firme— y nada podría hacerme prescindir de él.
—Señora —repuse yo, colocándome delante de la puerta del enfermo—, la profesión de médico
impone también deberes que un hombre de honor debe cumplir por crueles que sean; su presencia está
matando al conde.
Se quedó blanca como el mármol; sus grandes ojos azules, fijos sobre los míos, parecían querer leer
en el fondo de mi alma.
—Se la doy.
Hubo un largo silencio, que al fin interrumpió Odile, diciendo con voz apagada:
Al día siguiente de esta escena, hacia las ocho de la mañana, me paseaba por la torre de Hugo,
pensando en la enfermedad del conde, cuyo fin no preveía, y en mi clientela de Tubinga, que me
exponía a perder con mi larga ausencia, cuando tres golpecitos dados discretamente vinieron a sacarme
de mis reflexiones.
—¡Entre!
La llegada de la buena Lagoutte me contrarió no poco, y ya iba a rogarle que me dejase, cuando me
llamó la atención la expresión particular de su rostro. La mujer del mayordomo venía como asombrada
y lo que más me extrañó es que después de haber entrado, volvió a abrir la puerta como para cerciorarse
de que nadie la había seguido.
“¿Qué querrá?”, pensé yo al ver estas precauciones que empezaban a excitar mi curiosidad.
—Señor doctor —dijo por fin avanzando hacia mí—, perdóneme si lo molesto tan temprano, pero
tengo una cosa grave que decirle.
—¡Ah!
—Señor doctor —dijo después de un momento—, debo empezar por decirle que yo no soy una mujer
pusilánime. ¡He visto tantas y tan terribles cosas en mi vida, que nada me asusta! Cuando se ha estado
en Austerlitz, en Marengo y en Moscú, ya se ha dado al traste con el miedo.
—No le digo esto por orgullo, sino para hacerle comprender que no soy una ingenua, y que cuando
digo “he visto esto”, puede creérseme.
—Pues bien, ayer entre las nueve y diez, cuando iba a acostarme me dijo Offenloch:
» Esto me sorprendió.
» Lo he dicho cien veces, señor, ¿pero que se le va hacer? Cuando uno es joven no duda de nada y
luego… es su padre. En fin, me dirigí a la cámara del conde, y al cabo de algunos momentos me
encontraba allí sola.
Aquí la buena mujer hizo una pausa; aspiró lentamente un poco de rapé y pareció como que repasaba
en su imaginación lo que iba a referir.
—Era cerca de las diez y media —continuó mi interlocutora—; yo trabajaba cerca de la alcoba, y
levantaba frecuentemente la colgadura para ver lo que hacía el conde, que disfrutaba un sueño profundo
y tranquilo. Todo fue bien hasta las once. Entonces me sentí fatigada. Cuando se vela, caballero, el
sueño no tarda en apoderarse de uno, y además, yo no sospechaba de nada y creía que monseñor iba a
dormir de un tirón toda la noche. A las doce cesó el viento, que no había dejado de agitar los vidrios en
ningún momento. Mi asiento blando… la habitación abrigada… y no tardé en dormirme profundamente.
Haría poco más de una hora que duraba mi sueño, cuando un fuerte golpe de viento vino a despertarme.
Tiendo la vista y… ¿qué cree que veo? La gran ventana del medio abierta de par en par, y el conde en
camisa subido sobre ella.
—¿El conde?
—Sí.
—No digo lo contrario… pero lo he visto como lo estoy viendo a usted; tenía una antorcha en la
mano… la noche estaba oscura y el aire había cesado de tal modo, que la llama de la antorcha apenas
oscilaba.
—No puedo explicarle —continuó ella— el efecto que me ha causado la vista de este hombre que
levantó y bajó su antorcha tres veces consecutivas, como quien hace una señal, y tirándola luego al foso,
volvió a cerrar la ventana y se metió en su lecho murmurando unas palabras que no pude comprender.
—¡Qué extraño!
—Lo creo, pero… ¿qué quiere? En el primer momento creí haber tenido un mal sueño, pero me
acerqué a la ventana, y un poco a la izquierda de la tercera poterna vi la antorcha arrojada por el conde
que ardía aún entre los matorrales… Entonces no pude dudar más de la verdad de lo que había visto.
—Ya puede usted figurarse —prosiguió luego— que desde este momento no he vuelto a dormir en
toda la noche. A cada instante creía oír algún ruido detrás de mi asiento. Esta mañana, al amanecer, he
hecho levantar a Offenloch y lo he enviado cerca del conde. Al pasar por el corredor he notado que
faltaba la primera antorcha de la derecha, he bajado y la he encontrado al pie del castillo, cerca del
sendero de la Selva Negra; hela aquí.
Y la buena mujer sacó de debajo de su delantal un cabo de antorcha que colocó sobre la mesa.
Quedé pávido.
¿Cómo aquel hombre, a quien había visto el día anterior tan débil, tan demacrado, había podido
levantarse, andar y abrir y cerrar una pesada ventana? ¿Qué significaban aquellas señales en medio de la
noche? Me figuraba haber asistido a aquella escena extraña y misteriosa, y mi imaginación me llevaba
involuntariamente a pensar en la Peste Negra. Al cabo de un momento, Marie Lagoutte se levantó
disponiéndose a marchar.
—Hizo bien —le dije, acompañándola hasta la puerta— de prevenirme todo esto. Supongo que a
nadie habrá dicho nada.
La fisonomía de Sperver expresaba una irritación contenida, la de Sébalt una amarga ironía. Este
digno montero, que me había llamado la atención a mi llegada a Nideck por su actitud melancólica,
vestía en traje de caza sujeto con un cinturón de cuero, del que pendía su cuchillo de monte.
—Sí —comenzó Sperver como si continuase una conversación—, vas a saber cosas muy raras. ¡La
hechicera vaga por los alrededores del castillo!
Esta noticia que me hubiera sido indiferente una hora antes, no dejó de interesarme después de las
revelaciones de Marie Lagoutte. Indudablemente había algunas relaciones entre el señor de Nideck y la
vieja; estas relaciones cuya naturaleza ignoraba, me era absolutamente forzoso conocer.
—Habla Sébalt —dijo Sperver al montero, que parecía ser el que iba a enterarme de aquel misterioso
asunto.
—Un momento señores —interrumpí yo—, ante todo quisiera saber de dónde viene la Peste Negra.
—Nunca.
—¿Ni de paso?
—No.
—Es preciso apoderarse de ella —exclamé con energía—. ¡Esto es natural! Es preciso saber qué
quiere, quién es, de dónde viene…
—Fritz —dijo Sperver—, tu consejo es bueno, pero, por desgracia, es más fácil de decir que de
hacer. Si se pudiese enviarle una bala… enhorabuena… podría uno aproximarse a ella… pero el conde
se opone… y prenderla de otra manera es querer coger a un ciervo por la cola. ¡Escucha a Sébalt y
verás!
—Esta mañana bajaba yo del Altenberg, siguiendo el camino de Nideck. La nieve cubría todos los
senderos. Marchaba distraído cuando una traza impresa en la nieve me llamó la atención: era profunda y
había tomado el camino en dirección inversa. Ni el jabalí, ni el lobo, pisan de aquel modo. Me detuve,
me incliné al suelo para ver el fondo de la pista y no tardé en reconocer las pisadas de la Peste Negra.
—¿Está seguro?
—¿Cómo que si estoy seguro? Conozco el pie de la vieja mejor que su cara, porque como voy
mirando siempre el suelo, conozco a las gentes por su pisada, sin contar con que la de la Peste Negra no
puede confundirse con otra alguna.
—Es pequeño como la palma de la mano, de contorno limpio y perfecto, los dedos unidos, como si
estuviesen presos dentro de un borceguí. Es lo que puede llamarse un pie admirable. Cada vez que lo
veo me digo a mí mismo: “Dios mío, es posible que la Peste Negra tenga un pie tan bonito”.
—Volví a seguir la pista —prosiguió por fin Sébalt— y llegué siguiéndola hasta las alturas de
Schneeberg y al torrente de Steinbach, en el que perdí ambas trazas, pues sin duda habían marchado
largo tiempo por el agua, a fin de hacer perder la huella a quien, como yo, se hallara interesado en
seguirla. Entonces, rendido y medio helado de tan larga y pesada caminata, me volví a Nideck.
—Has olvidado hablar de su almuerzo —dijo Sperver.
—¡Es verdad! Al pie de la Roche-Fendue, había señales de haberse encendido fuego. Toqué el suelo
con la mano, para ver si aún estaba caliente, lo que me hubiera indicado la proximidad de la Peste
Negra, pero estaba frío… Miré alrededor para ver si encontraba algún otro indicio y vi algunos pedazos
de pan y unos huesos de liebre.
—¡Ah!
—Y decir —exclamó Sperver furioso— que esa vieja maldita come carne, en tanto que en las aldeas,
tantas gentes honradas se mantienen de patatas. ¡Ah! Si la atrapara…
Un aullido… el aullido lúgubre del lobo en los fríos días de invierno… ese grito que hay que haber
escuchado para comprender todo lo que de siniestro tiene la queja de las fieras, vino a interrumpirle...
¡Este aullido subió por la escalera de la habitación como si la fiera estuviese dentro de la torre!
Se habla frecuentemente del rugido del león que rasga el silencio del desierto... Pero así como la
calcinada África tiene esa gran voz, semejante a la tempestad que brama en lontananza, las negadas
llanuras del Norte tienen también una voz horrible y aterradora… ¡y esta voz es el aullido del lobo!
Apenas habíamos oído aquel grito, cuando un ruido formidable, producido por los ladridos de sesenta
perros, le contestó en el castillo de Nideck.
Y bajamos los escalones de cuatro en cuatro, hasta llegar a la sala de armas. Allí volvimos a oír los
aullidos del lobo, mezclados con los ladridos de los perros, cuyas cadenas crujían con violencia.
Sperver sacó su cuchillo de caza; Sébalt hizo lo mismo, y ambos se internaron en las galerías, donde
yo apenas podía seguir su precipitada marcha.
Los aullidos nos guiaban hacia la cámara del enfermo; Sperver no pronunciaba una sola palabra.
Sébalt, también callado, andaba cada vez más de prisa. Yo sentía también un temblor extraño, que me
hacía presentir alguna escena terrible.
Corriendo hacia la habitación del conde vimos toda la casa puesta en alarma.
—¿Qué sucede? ¿De dónde vienen esos gritos? —se preguntaban unos a otros los criados.
Nosotros penetramos sin detenernos en el corredor que precedía a la habitación del señor de Nideck,
en cuyo vestíbulo hallamos a la digna Marie Lagoutte, que había tenido el valor de entrar allí antes que
nosotros. En sus brazos se hallaba desvanecida la joven condesa.
Los tres nos miramos en silencio, sin tratar de explicarnos la presencia de semejante huésped.
Sperver abrió bruscamente la puerta, y con el cuchillo de monte en la mano, quiso lanzarse a la
habitación, pero quedó fijo en el dintel de la puerta, inmóvil y como petrificado.
Miré por encima de sus hombros, y lo que vi me dejó mudo de terror y asombro.
El conde de Nideck, acurrucado sobre su lecho, sujetando sus piernas con los brazos, con la cabeza
baja y los ojos chispeantes, lanzando aquellos lúgubres aullidos, que en un principio habíamos
confundido con los de un lobo.
De pronto el conde se incorporó, y poniendo el oído atento, parecía escuchar un rumor lejano.
Allá bajo… muy lejos… bajo las altas encinas cubiertas de nieve, se oyó un grito al principio
imperceptible, pero que iba creciendo progresivamente hasta llegar a dominar el ruido del huracán. ¡La
loba contestaba al lobo!
Entonces Sperver se volvió hacía mí con la faz pálida y el brazo extendido hacia la montaña, y me
dijo:
—¡Oye a la vieja!
Y el conde inmóvil, con la cabeza alta, alargando el cuello y abriendo la boca, parecía comprender lo
que le decía aquella voz lejana, perdida en las desiertas gargantas de la Selva Negra, y no sé qué especie
de alegría horrible se pintaba en su semblante.
El conde al oír esta voz, cayó en su lecho como herido de un rayo. Los tres nos precipitamos a
socorrerle.
¿Qué puede la ciencia en presencia de ese gran combate de la vida y la muerte? En esa hora suprema
en que la naturaleza y la enfermedad luchan con todas sus fuerzas… ¿qué puede hacer un médico?
Algunas veces la lucha se suspende; la vida parece retirarse a un fuerte, donde descansa y se rehace
con el valor y la fuerza de la desesperación. Pero su enemigo la sigue hasta allí mismo, y el combate
principia de nuevo con mayor brío cuanto más cercano se haya a terminarse para siempre.
Y el enfermo, bañado en sudor frío, con la mirada fija, el semblante lívido, los brazos inertes, no
puede hacer nada por sí mismo, y apenas toma parte en aquella lucha en que está tan interesado. Su
respiración, unas veces corta, embarazada, fatigosa, otras larga y profunda, marca las diversas fases del
terrible choque.
Y los presentes se miran... Y piensan: un día esta misma lucha se verificará en nosotros... Y la
muerte victoriosa nos llevará en su antro como la araña lleva a la mosca. Pero la vida, la verdadera
vida… el alma… extendiendo sus alas, volará a los cielos gritando: «¡He cumplido con mi deber! ¡He
combatido valientemente!» Y desde abajo, la muerte, mirándola elevarse, no podrá seguirla: ¡no
poseerá más que un cadáver! La inmortalidad es el consuelo supremo que nadie puede arrancar del
corazón del hombre.
Hacia la medianoche, el estado del conde de Nideck no ofrecía esperanza alguna. La agonía
comenzaba. Su pulso era brusco, irregular, con violentas alternativas.
Ya no faltaba más que verle morir. Yo estaba desfallecido y había hecho ya todos los esfuerzos que
la ciencia permite.
Encargué a Sperver que velase o más bien que cerrase los ojos a su amo.
Y me quedé dormido.
Mi sueño no fue ese profundo y reparador en que parecen que descansan a la vez el alma y el cuerpo,
sino el letargo intranquilo de la pesadilla, del que espera de un momento a otro ser despertado por
llantos y gemidos.
Al cabo de una hora el fuego se concluía, y como ocurre siempre en semejante caso, la lumbre,
reanimándose por un momento, iluminó el recinto.
El resplandor me despertó, y me hizo entreabrir los ojos, para mirar de donde provenían aquellas
alternativas de luz y oscuridad.
Al pronto creí que semejante visión no fuera más que una ilusión de mis sentidos, preocupados por
las ocurrencias de aquel día, e incorporándome sobre el codo, miré no sin cierto recelo.
Era ella… ella, la misma que había visto pocos días antes sobre la nieve.
Tuve miedo.
¿Cómo estaba allí la Peste Negra? ¿Cómo había podido salvar el abismo, para llegar hasta aquella
torre elevadísima?
Todo lo que Sperver me había referido acerca de su misterioso poder, me pareció justificado… La
escena de Lieverlé, chocando contra la pared de la torre, pasó por delante de mi imaginación como un
relámpago…
La vieja permanecía inmóvil, y sus labios murmuraban en voz sumamente baja, en palabras
ininteligibles.
Dominando mi agitación, pensé que la Peste Negra, como la llamaban los habitantes de Nideck, no
podía abrigar ninguna intención hostil contra mí, porque se hubiera aprovechado de mi sueño para
ejecutarla.
Esta idea empezaba a tranquilizarme algún tanto, cuando de pronto se levantó y a paso lento y
contenido se dirigió a mi cama, llevando en la mano una antorcha que acababa de encender.
Hice un esfuerzo para levantarme, quise gritar pero mis miembros se negaron a obedecerme, y mi
voz expiró en mi garganta.
La vieja, colocada entre las colgaduras de mi cama, me miraba con extraña sonrisa...
De pronto volvió la cabeza, prestó el oído, y atravesando rápidamente la estancia, cruzó la puerta.
Pude entonces recobrar mi valor, y saltando de la cama, me lancé detrás de la vieja, que con una
mano mantenía la puerta abierta, mientras que con la otra sostenía en alto su antorcha.
Iba a cogerla por los cabellos cuando, al fondo de la galería, ¡apercibí al conde de Nideck!
Éste, a quien yo creía moribundo, avanzaba hacia nosotros cubierto con una piel de lobo.
Al ver tal personaje, mis ideas se confundieron más y más y mi admiración creció de una manera
inexplicable. La fuga no era posible y yo solo tuve tiempo de ocultarme en el hueco de la ventana.
El conde entró mirando a la vieja y ambos se hablaron en voz tan baja que me fue imposible oír una
sola palabra, pero sus gestos eran expresivos.
Ambos se aproximaron a la chimenea, donde de la Peste Negra enseñó al conde un gran saco que
ambos contemplaron con satánica sonrisa.
En seguida el conde corrió hacia la cama y llenó el saco con sus colgaduras.
Luego que el saco estuvo lleno, el conde de Nideck se lo cargó a la espalda y echó a andar seguido
por la vieja que conservaba su antorcha en la mano.
Me precipité en la alcoba, detrás de aquella rara pareja, cuando me detuvo una especie de sima
abierta a mis pies, una escalera espiral ocupaba el hueco de aquella profundidad, y en la escalera veía
brillar girando rápidamente la antorcha de la Peste Negra.
Empecé a bajar aquella escalera impulsado por una fuerza irresistible y guiando por aquella luz que
cada vez me iba pareciendo más pequeña.
Al cabo de algunos minutos la escalera terminó y después de andar algunos pasos por un corredor
angosto y bajo me encontré en el campo.
La inmensa llanura se extendía enfrente de mí alumbrada por la luna que reflejaba en la nieve,
matizándola de una blancura admirable. A mi derecha la línea negra de la Selva Negra se elevaba hasta
el infinito.
Mi primera mirada fue para reconocer la dirección del conde y de la vieja. Su elevada estatura se
destacaba sobre la colina, a unos doscientos pasos de mí.
El conde marchaba lentamente, pero con cierta firmeza. Los movimientos y la actitud de ambos
tenían algo de automáticos.
Los dos marchaban unos veinte pasos delante de mí, siguiendo el camino de Altenberg, tan pronto a
la sombra como en plena luz, porque la luna brillaba de una manera sorprendente. Algunas nubes la
seguían de lejos y parecían extender hacia ella sus largos brazos para asirla, pero ella los huía siempre.
Yo hubiera querido volverme, pero una fuerza invencible me obligaba a seguir aquel raro cortejo.
Acabamos de trasponer una línea de rocas en la cresta de Altenberg, detrás de aquellas rocas corría el
torrente de Schnéeberg… pero no, no corría… apenas un hilo de agua serpentea por bajo de una espesa
capa de hielo.
El conde y la vieja encontraron sin vacilar una hendidura hecha en la roca y treparon con una
seguridad increíble a la cima de ella. Tuve que asirme a los bordes de la misma roca para seguirles.
Apenas había llegado a lo alto de la roca cuando me encontré a tres pasos de aquella singular pareja y
apercibí del otro lado un abismo sin fondo. A nuestra izquierda caía el torrente de Schecberg, que
entonces no formaba sino gruesos canelones de hielo.
El aspecto de aquel paisaje imponentemente magnífico, y sobre todo la presencia de aquellos dos
personajes que, mudos como el destino, proseguían en su siniestra obra con la impasible precisión de los
autómatas, todo contribuía a aumentar la temblorosa emoción de que me hallaba poseído.
El conde dejó el fardo que llevaba en las espaldas. La vieja y él lo balancearon un momento sobre el
abismo… y lo arrojaron en él con violencia.
Lo vi descender como el cisne herido por el plomo del cazador. Al cabo de un segundo desapareció
en el fondo del precipicio.
La vieja había cogido la mano del conde y lo obligaba a seguirla con una rapidez vertiginosa.
La nube había cubierto completamente al astro de la noche y yo no podía dar un paso sin gran riesgo
de precipitarme en el abismo. Después de algunos minutos, volvió a lucir la luna. Me encontraba en lo
más alto de la roca y tenía los pies completamente enterrados en la nieve.
Lleno de horror, bajé a la llanura, y empecé a correr hacia el castillo, tan impresionado como si
hubiera cometido un crimen.
Erré algún tiempo alrededor del castillo, sin poder encontrar el sitio por donde había salido.
Tantas inquietudes y tantas emociones sucesivas comenzaba a embargar mis sentidos; marchaba al
azar, preguntándome con terror, si la enajenación no tenía una parte en mis ideas, no pudiendo
resolverme a creer lo que había visto, y asustado, sin embargo, de la lucidez de mis perfecciones.
Aquel hombre, que aullaba como un lobo, que ejecutaba fríamente un crimen imaginario, sin omitir
un gesto, una circunstancia, un detalle… que se escapaba por fin, confiando al torrente su secreto…
Todo me torturaba el espíritu y me producía un efecto terrible.
El frío era más penetrante a medida que avanzaba la noche… Tiritaba y maldecía a Sperver por
haberme ido a buscar a Tubinga para lanzarme en tan extraña aventura.
Por último, extenuado y medio yerto acabé por descubrir la puerta del castillo, a la que golpeé con
todas mis fuerzas.
Eran próximamente las cuatro de la mañana. Knapwurst se hizo esperar terriblemente. Una pequeña
casita, pegada contra la roca cerca de la puerta principal, permanecía silenciosa.
A este golpe, oí abrir bruscamente su puerta y una voz que gritaba con acento incómodo:
—¿Quién es?
Y volvió a entrar en su casucha para volver a salir con una linterna a cuya luz me examinó por entre
los hierros de la rejilla.
—Perdone, doctor Fritz. Le creía acostado… ¡Qué raro! Sperver ha venido a preguntarme a media
noche si había salido alguien y le he dicho que no… En efecto, no lo vi a usted.
—Pues lo peor del caso es que usted no podrá entrar en el castillo… Sperver ha cerrado la puerta
interior; desconozco el motivo, porque eso nunca se hace. En fin, venga a mi cuarto y se calentará en él.
Ambos entramos en la casilla y a pesar de mi estado de congelación total, no pude menos de admirar
el pintoresco desorden de aquella especie de nicho, compuesto de una sola habitación, en estado casi
ruinoso, en cuyo centro había una gran mesa de encina, que ignoro como pudo entrar por la pequeña
puerta de aquel cuchitril.
Sobre la mesa había abierto un grueso volumen impreso con caracteres inmensos. Los sillones
tapizados de cuero rojo completaban el mueblaje de la vivienda del cronista que tenía sobre la mesa un
tintero, papel, plumas, caja de tabaco y cuatro o cinco pipas.
El humo de la chimenea se había encargado de pintar las paredes, y puede asegurarse que había
llenado cumplidamente su cometido.
—¿Ha salido ayer por la tarde, señor doctor? —me dijo Knapwurst luego que ambos nos habíamos
sentado.
—Sí, bastante temprano —repuse yo—; un leñador de la Selva Negra necesitaba mis socorros… Se
había herido con el hacha en el pie izquierdo.
—Sí —contestó él sonriéndose a su vez—. ¡Ah! Pero si hubiera sabido que era usted, hubiera
interrumpido mi lectura.
“He aquí este enano, me decía yo considerando a mi huésped, este ser deforme, desterrado en un
rincón de Nideck; he aquí este Knapwurst, que en medio de la agitación de las grandes cacerías, de las
cabalgatas que van y vienen, vive solo refugiado en sus libros, sin pensar más que en los tiempos
pasados, mientras que todo goza o padece en torno suyo. En tanto que otros se entregan a los
desórdenes del amor, de la ambición, de la avaricia, él no espera ni desea nada. Fuma su pipa con la
vista fija en un viejo pergamino, y se entusiasma por cosas que ya no existen, o que no han existido
nunca, lo que casi viene a ser lo mismo”.
Y entre tanto, la nieve se fundía en mis piernas, gracias al benéfico calor de la chimenea, y yo me
sentía revivir respirando aquella atmósfera de humo de tabaco y de odorífera resina.
Knapwurst acababa de dejar su pipa sobre la mesa, y apoyando la mano sobre el infolio:
—Estas hojas amarillas son lo único que nos queda de los tiempos pasados —me dijo con tono grave
que parecía salir del fondo de su conciencia—. Las familias se acaban, los pergaminos quedan. ¿Qué
sería de la gloria de los Hobenstauferr, de los Leimisgerr y de tantas otras razas famosas; qué sería de
sus títulos, sus hazañas, sus lejanas expediciones a Tierra Santa, sus alianzas, sus antiguas pretensiones
y sus conquistas; qué sería todo esto sin los pergaminos? ¡Nada! Esos barones, esos duques, esos
príncipes, serían tan desconocidos como si no hubiesen existido. Sus castillos, sus palacios, sus
fortalezas, no son más que ruinas, recuerdos vagos; solo una cosa subsiste, la crónica, la historia, el
canto del Bardo y el pergamino.
—Y en aquellos tiempos lejanos en que los caballeros guerreaban, batallando por disputarse un
rincón de bosque, un título y algunas veces menos que esto, con qué desdén no miraban al desventurado
escritor de traje raído, tintero a su cintura, y que llevaba su pluma cual única arma. Cómo lo
despreciaban diciendo: “Este no es más que un átomo, no sirve para nada, no hace nada. No percibe
nuestros impuestos, no administra nuestros dominios; mientras que nosotros, cubiertos de hierro y lanza
en ristre, lo somos todo”. Sí, ellos decían esto viendo al pobre diablo helarse en invierno, sudar en
verano, y morir de vejez y de miseria. Pues bien, ese átomo les ha hecho sobrevivir al polvo de sus
castillos y a sus enmohecidas armaduras; por eso venero y respeto estos viejos pergaminos. ¡Pues, como
la hiedra, cubren las ruinas y sostienen las antiguas murallas para que no se desmoronen y caigan en el
olvido!
Al decir esto, una expresión solemne se apoderó de su rostro, y su propia elocuencia hizo que
lágrimas de conmovido afecto brotasen de sus ojos.
El pobre jorobado evidentemente amaba a los que habían tolerado y protegido a sus antecesores.
Además, sus palabras encerraban un pensamiento profundo que no pudo menos de sorprenderme.
—Sí, señor —respondió no sin vanidad—, he aprendido yo solo el latín y el griego. Unas gramáticas
viejas me han bastado para conseguirlo; eran libros del conde olvidados en la biblioteca, que cayeron en
mis manos y que devoré con ansiedad. Poco después, habiéndome oído el señor de Nideck hacer una
cita latino me preguntó admirado:
» Y me entregó las llaves del archivo. Desde entonces, es decir, desde hace treinta y cinco años me
he ocupado en leerlo y ojearlo todo, de manera que puedo asegurar que no hay documento alguno en los
archivos de Nideck que me sea desconocido: algunas veces el conde al verme subido en mi escalera se
detiene un momento y me pregunta:
» —Mucho.
» Y se marchó riendo.
—¡Oh, doctor Fritz, qué corazón! ¡Qué franqueza! No tiene más que un defecto.
—¿Y cuál?
—¡Cómo!
—Sí, él hubiera podido pretenderlo todo. ¡Un Nideck! Una de las más ilustres familias de Alemania.
No hubiera tenido más que querer, y sería ministro o feld-mariscal, pero desde su juventud se retiró de
la política, salvo la campaña de Francia, que hizo a la cabeza de un regimiento levantado por su cuenta,
ha vivido siempre lejos del ruido y de la agitación, y sin ocuparse más que de sus cacerías.
—Ninguna, doctor Fritz, ninguna; y es una lástima, porque las grandes pasiones hacen la gloria de
las grandes familias. Lo que traería la felicidad de una familia de mercaderes, causa la perdición de los
hombres ilustres.
Estaba yo disgustado, pues todas mis suposiciones sobre la existencia pasada del conde carecían de
fundamento.
—¿Cuáles?
—Ninguno, señor doctor. La condesa Odette, que pertenecía a una noble familia de la Alsacia,
arruinada por la revolución, hacía la felicidad de monseñor.
—Qué extraño…
—¡Ah! No imagina usted los esfuerzos que se hicieron para salvarla. Distracciones, medicamentos,
viajes. Todo en vano. A pocas semanas de su vuelta de un viaje a Italia se agravó su enfermedad y
sobrevino su muerte, que nos dejó a todos aterrados, por más que muchos estábamos ya preparados a
esta desgracia.
—¿Y el conde?
—El conde quedó inconsolable. Durante dos años no quiso ver a nadie… El tiempo acabó por calmar
su dolor. Pero siempre en su corazón ha quedado algo. Las heridas antiguas se resienten con las
variaciones de la temperatura, y los antiguos dolores se renuevan cuando la primavera empieza a tapizar
de verde los prados o cuando el otoño hace caer las hojas de los árboles… En fin, el conde no ha
querido volver a casarse, reservando todo su afecto para su hija.
—Completamente.
Quedé perplejo. El conde no había cometido, no había podido cometer un crimen. Pero entonces…
¿cómo explicarme sus relaciones con la Peste Negra, y el horrible simulacro que acababa de presenciar?
El frío glacial que poco antes me molestaba, se había disipado; y sentía esa dulce inquietud que sigue
a las grandes fatigas cuando, sentado cómodamente, envuelto en el humo del tabaco, se abandona uno al
placer del reposo.
—El conde de Nideck —dije, por fin— se indigna algunas veces contra su hija…
—Lo sé, lo sé.
Miraba a mi interlocutor de reojo, tratando de hallar cualquier señal nueva, pero añadió irónicamente:
—Las torres de Nideck son muy altas, y la calumnia demasiado baja, para que pueda trasponerlas.
—Sí, ¿espera otra cosa? Es un efecto de su mal. En cuanto para la crisis, todo es amor para su hija. El
amante más tierno no tiene para su amada los cuidados, las atenciones, las caricias que el conde prodiga
a la señorita Odile; tanto, que esta no se atreve a expresar en su presencia el menor deseo, porque sabe
que el conde no ha de omitir ningún género de locura para complacerla.
Decididamente yo estaba confundido. Todas mis sospechas, todas mis suposiciones carecían de
fundamento. Apoyé mi cabeza entre las manos, y quedé pensativo.
La luz del día empezaba a penetrar por las rendijas de la ventana. Al cabo de unos momentos, la
puerta se abrió bruscamente, y Gedeon apareció en ella.
XI
—Fritz —me dijo con tono breve, y como sin extrañarse de mi presencia en la habitación de
Knapwurst— vengo a buscarte.
Apenas habíamos salido del cuarto del archivero, me tomó por el brazo diciéndome:
—¿Está enferma?
—No, pero pasa algo raro, sin duda. Figúrate que esta madruga, viendo al conde próximo a morir, fui
a despertar a la condesa: en el momento de llamar, me detuve. “¿Por qué entristecerla?”, me dije.
“Demasiado pronto sabrá su desgracia. Además, llamarla a media noche, estando tan débil y
sobresaltada, bastaría acaso para matarla”. Permanecí allí algunos minutos y me volví a la habitación
del conde. Figúrate cuál sería mi asombro al encontrar vacío el lecho del enfermo. Miro a todas partes
y… nada. Me dirijo al corredor como un loco… nada. Entro en la galería, tampoco. Entonces volví a
dirigirme a la habitación de la señora Odile. Llamo y aparece exclamando:
» —No.
» —¿Ha desaparecido?
» —Sí señora.
» Y envolviéndose en su bata, tomó la lámpara y salió apresuradamente. Yo quedé fijo en aquel sitio.
Un cuarto de hora después, la joven volvió con los pies cubiertos de nieve y en un estado que daba
lástima verle. Dejó su lámpara sobre la mesa y me dijo mirándome profundamente:
» —¡Desgraciado! No sabrás nunca el mal que has hecho —iba yo a responder, pero se me adelantó
diciendo—: Basta. Vete a dormir… Yo me quedaré velando, y mañana muy temprano ve a buscar al
doctor Fritz a la habitación de Knapwurst y dile que venga. ¡Nada de ruidos! ¡Nada sabes, y nada has
visto!
—Sí.
—¿Y el conde?
A la vista de la joven condesa, apoyada en el respaldo de un sillón, y teñido su rostro por una palidez
que hacía más visible su largo vestido negro, experimenté una extraña emoción.
Me sentía conmovido.
—Señor doctor —dijo indicándome un asiento—, tenga la bondad de sentarse porque tengo que
hablarle de una cosa grave.
Obedecí en silencio.
—La fatalidad o la providencia, le han hecho testigo de un misterio del que depende el honor de mi
familia.
—¡Mi padre es inocente! —exclamó sin escucharme con un acento que me llegó al alma.
—Lo sé, señorita, lo sé. Conozco la vida del conde, y sé que es lo más bello y noble que puede
desearse.
Odile se había levantado, como para protestar contra todo pensamiento hostil a su padre, pero viendo
que yo también le defendía volvió a caer en su asiento con el rostro inundado en lágrimas.
—¡Gracias al cielo! —exclamó—. La idea de que se pudiera sospechar de mi padre, me hubiera
matado.
—Señorita, ¿quién habría de tomar por realidades las vanas ilusiones del sonambulismo?
—Es verdad. Sin embargo, temía… perdóneme. Debí recordar que usted es un hombre de honor.
—Sosiéguese.
—No, déjeme llorar… Estas lágrimas me consuelan… ¡He sufrido tanto durante diez años! Este
secreto tan largo tiempo guardado en mi alma… me mataba. Hubiera muerto como mi madre, pero Dios
ha tenido piedad de mí, confiándole a usted la mitad. Déjeme contarle todo.
Tal es la constitución de las naturalezas fuertes y nerviosas. Después de haber vencido al dolor, de
haberlo aprisionado y como enterrado en el fondo del alma, pasan, sino felices, al menos indiferentes
por entre la multitud, y logran engañar frecuentemente al ojo observador. Pero viene un choque, un
suceso inesperado, una tormenta… y todo desaparece, todo se derrumba. El enemigo vencido se levanta
más terrible que nunca, rompe las puertas de su prisión y nada puede contenerle.
Por fin, la joven levantó la cabeza, enjugó sus ojos bañados de lágrimas, y dijo hablando con
melancólica lentitud.
—Cuando pienso en el pasado, caballero… cuando recuerdo el primero de mis ensueños, no puedo
menos de ver a mi madre. Era una mujer alta, pálida y silenciosa. Tenía apenas treinta años, pero
representaba cincuenta. Dos bandas de pelo gris velaban su frente pensativa. Su perfil severo, sus labios
siempre contraídos con expresión dolorosa, daban a los rasgos de su fisonomía uno de esos caracteres
extraños en que se reflejan a la vez el dolor y el orgullo. En aquella anciana de treinta años no había
nada de joven, a no ser su talle erguido, sus ojos brillantes y animados, y su voz dulce y pura como la de
un niño. Ella se paseaba frecuentemente horas enteras por esta misma sala en tanto que yo saltaba y
corría dichosa en torno suyo sin pensar que mi madre sufría, y sin poderme explicar la profunda
melancolía que pesaba sobre aquella frente surcada de prematuras arrugas… Yo ignoraba el pasado. El
presente era para mí la alegría. El porvenir… ¡Oh! Todo mi porvenir eran los juegos del día siguiente.
—Algunas veces me sucedía que mi carrera cortaba el paso a mi madre, que se detenía, bajaba los
ojos e inclinándose lentamente me besaba en la frente, y continuaba su interrumpida marcha. Más tarde,
caballero, cuando he querido buscar en mi alma los recuerdos de mi infancia… aquella mujer alta,
pálida y delgada, se me ha aparecido como la imagen del dolor. Véala allí —me dijo señalando con la
mano un retrato colgado en la pared—. Véala, tal como la puso no su enfermedad, como creía mi padre,
sino su terrible secreto. Véala.
Me volví, y al fijar la vista en el retrato que me indicaba la joven, quedé estremecido.
Una cabeza larga, enjuta, con semblante pálido y teñido de la fría rigidez de la muerte, y como
órbitas de esta cabeza, dos ojos negros, fijos, ardientes, de una vitalidad terrible.
—Ignoro cómo hizo mi madre su horrible descubrimiento —prosiguió la joven—, pero ella conocía
la atracción misteriosa que la Peste Negra ejerce sobre mi padre, y sus citas en la Torre de Hugo… En
una palabra, lo sabía todo. Ella no dudaba de mi padre. ¡Oh! No, pero ella moría lentamente como yo
muero.
» Una noche, teniendo yo diez años, mi madre, a quien solo su energía conservaba la vida, se hallaba
en el último extremo. Estábamos en invierno… Yo dormía; de pronto, una mano nerviosa y fría me
tomó por la muñeca; desperté, y miré: delante de mí se encontraba una mujer; en una mano sostenía una
antorcha, con la otra me sujetaba por el brazo. Su traje estaba cubierto de nieve; un temblor convulsivo
agitaba sus miembros, y sus ojos brillaban con sombrío fuego a través de sus largos cabellos blancos,
esparcidos sobre su rostro. ¡Era mi madre!
» —Odile, hija mía —me dijo—, levántate y ponte tus vestidos; es preciso que lo sepas todo.
» —Tu padre saldrá por aquí… Saldrá con la loba… No temas, no pueden verte.
» En efecto, mi padre, cargado con su fatídico fardo, salió con la vieja. Mi madre los siguió
llevándome en brazos, y me hizo presenciar la escena de Altenberg.
» —Mira, hija mía —exclamaba—, mira bien, porque yo voy a morir. Guardarás este secreto…
Velarás a tu padre… Sola, tú sola, ¿entiendes? De ello pende el honor de la familia.
» Y ambos nos volvimos. Quince días después murió mi madre, legándome la continuación de su
obra, y el ejemplar de su sacrificio, que yo he seguido religiosamente. Por eso he desobedecido a mi
padre… Casarme era introducir un extraño entre nosotros, era vender el secreto de nuestra raza. Por eso
he resistido. Todos ignoran en Nideck el sonambulismo del conde, y sin la crisis de ayer, que ha
quebrantado mis fuerzas y me ha impedido velarle, yo sería aún la única depositaria de este horrible
secreto. Dios no lo ha querido y ha puesto en sus manos el honor de mi familia. Yo podría exigirle a
usted, caballero, una protesta solemne de no revelar jamás lo que ha visto esta noche.
—No, caballero —me interrumpió con dignidad—, no le haré semejante injuria. Los juramentos no
ligan a los villanos, y la probidad basta a los caballeros. Estoy segura de que guardará nuestro secreto; lo
guardará porque ese es su deber. Pero espero de usted más, mucho más que esto, y he aquí por qué me
creo obligada a decirle todo.
—Doctor Fritz —me dijo—, mis fuerzas no ayudan a mi voluntad; me siento decaer visiblemente y
tengo necesidad de un amigo. ¿Quiere usted serlo?
Me levante conmovido.
—Señorita —le dije—, acepto con reconocimiento la oferta que acaba de hacerme y me enorgullezco
de ello, pero permítame imponerle una condición.
—Hable, caballero.
—Es que ese título de amigo lo aceptaré con todas las obligaciones que impone…
—Un misterio pesa sobre su familia… y es preciso penetrarlo a toda costa. Es necesario apoderarse
de la Peste Negra y saber quién es, qué quiere, de dónde viene…
—¿Quién sabe? La providencia tenía acaso sus miras sobre mí, al inspirar a Sperver la idea de venir
a buscarme a Tubinga.
—Tiene razón, caballero. La providencia no hace nada inútilmente. Obre usted como le aconseje su
corazón, que yo apruebo de antemano cuanto guste hacer.
Llevé a mis labios la mano que Odile me tendía y salí lleno de admiración hacia aquella joven tan
débil en unas ocasiones como fuerte en otras contra el dolor.
Una hora después de mi conversación con Odile, Sperver y yo salíamos de Nideck a todo galope.
Tan aprisa caminaba que su gran caballo mecklemburgués, con la crin al aire, la cola recta y los
jarretes tendidos, parecía inmóvil: literalmente hendía los aires. En cuanto a mi caballito de las Ardenes,
creo que se había desbocado. Lieverlé nos acompañaba dando vueltas alrededor de nosotros como una
flecha. El vértigo nos arrebataba sobre sus alas.
Lejos estaban ya las torres de Nideck y Sperver se había adelantado, según costumbre, cuando
exclamé:
—No, acércate, es indispensable que conozcas el fin de este viaje. Sencillamente… ¡vamos en busca
de la vieja!
Un rayo de satisfacción iluminó el rostro largo y amarillo del viejo cazador furtivo. Le brillaban los
ojos.
—¡Un momento, Sperver! No se trata de matar a la Peste Negra, sino de atraparla viva.
—¿Viva?
—Sin duda… y para ahorrarte remordimientos, debo prevenirte que el destino de la vieja está unido
al de tu amo. De modo que la bala que la hiriese mataría al conde con el mismo golpe.
Hubo un largo silencio; nuestros dos caballos, Fox y Reppel, columpiaban la cabeza, uno en frente de
otro, y se saludaban, escarbando la nieve con la mano, como para felicitarse la expedición. Lieverlé
bostezaba de impaciencia, estirando y doblando su largo y seco espinazo, como una culebra, y Sperver
permanecía inmóvil, con la mano sobre su carabina. De repente se la volvió a echar a la espalda y
exclamó:
—¡Pues bien! Procuremos atrapar viva a esa Peste… nos pondremos guantes, si es menester; pero no
es tan fácil como crees, Fritz —Y con la mano extendida hacia las montañas, que se desplegaban en
anfiteatro alrededor nuestro, añadió—: Mira, he aquí el Altenberg, el Birkenwald, el Schnéeberg, el
Oxenhorn, el Rhéethal… y si subiéramos un poco, verías otros cincuenta picos que se pierden de vista
hasta las llanuras del Palatinado; dentro de ellos hay rocas, pendientes desfiladeros; torrentes y bosques;
aquí pinos, allá hayas, más allá encinas. La vieja se pasea por medio de todo esto: tiene buenos pies,
buenos ojos; te huele desde una legua. Anda a atraparla.
—Todo eso es muy bueno para dicho… Pero si tuviéramos siquiera su pista…
—¿Tú?
—Yo mismo.
—Eso es otra cosa. Si tú sabes más que yo, adelántate. ¡Iré detrás tuyo!
Era fácil ver que el anciano cazador estaba indignado de que yo presumiese saber más en el terreno
que él dominaba; entonces, riéndome por dentro, giré bruscamente hacia la izquierda, seguro de toparme
con el rastro de la anciana, quien, luego de huir con el conde desde la poterna, debió haber atravesado la
explanada para llegar a la montaña. Sperver me seguía silbando con indiferencia, murmurando a media
voz:
—¿Buscar en la llanura el rastro de la loba? Cualquiera hubiese pensado que siguió la línea del
bosque, como de costumbre... Pero parece que ha cambiado sus hábitos… ahora anda con las manos en
los bolsillos, cual respetable comerciante de Tubinga dando un paseo…
Yo fingía no oír estas irónicas palabras, cuando de pronto el pobre Gedeon exclamó con sorpresa.
—No te entiendo.
—Sí, esta pista que yo hubiera buscado ocho días consecutivos… acabas tú de encontrarla al primer
golpe. Esto no es natural.
—¿Dónde la ves?
—Hela allí.
Gedeon tomó el galope. Yo lo seguí, y dos minutos después echábamos pie a tierra. ¡Era
efectivamente la traza de la Peste Negra!
—Me alegraría saber —exclamó Sperver cruzándose de brazos— de dónde viene esta traza.
Y entonces el cazador puso la rodilla en tierra y examinó la huella marcada en la nieve, en tanto que
yo le observaba atentamente.
—La traza es fresca —dijo a la primera inspección—. La vieja ha pasado a eso de las cuatro de la
mañana.
—¿Cómo lo sabes?
—A las tres he salido a reconocer las puertas y helaba; esta huella no tiene hielo, por lo tanto ha sido
impresa después de esa hora.
—Es cierto… Pero pudo haber sido mucho más tarde… A las ocho, por ejemplo.
Estaba maravillado de la perspicacia de Sperver, que se levantó diciendo como si hablase consigo
mismo:
—Ha pasado por aquí a las cuatro, como mucho a las cinco… Ahora son las doce… ¿no es verdad,
Fritz?
—Es cierto.
—Así lo creo.
—A caballo podemos hacer doble camino que la vieja, y aun suponiendo que no pare en todo el día
de siete a ocho de la noche estará en nuestro poder.
—Sin duda.
—En marcha, Fritz, en marcha.
Ambos montamos nuevamente a caballo, y siguiendo la huella de la Peste Negra, nos dirigimos al
trote largo hacia la montaña.
—Si acaso quisiera nuestra suerte —me decía Sperver— que la vieja se hubiese refugiado en
cualquier parte para descansar una o dos horas, estaría en nuestro poder, antes de acabar el día.
—¡Oh! No lo creo.
—¿Por qué?
—Como quieras.
Yo galopaba pensando en la extraña situación del hombre que caza a su semejante, porque después
de todo, aquella desgraciada era nuestra semejante; sentía, pensaba, reflexionaba como nosotros, y como
nosotros estaba dotada de un alma inmortal, a pesar de que un instinto perverso le daba cierta semejanza
con la loba y que pesaba sobre su destino un gran y acaso insondable misterio. Pero nada de esto nos
daba el derecho de ejercer sobre ella el predominio del hombre sobre el bruto.
Sin embargo, un ardor salvaje nos empeñaba más y más en su persecución; yo mismo sentía hervir
mi sangre y estaba determinado a no retroceder ante ningún miedo, para apoderarme de aquel ser
extraordinario. ¡La caza del jabalí o del lobo no me hubiera producido tanta exaltación!
Sperver, entretanto, galopando un poco delante de mí, alargando el pescuezo y devorando el espacio
con su mirada penetrante, me recordaba a los famosos Baskirs que había visto yo en mi infancia
atravesar la Alemania, cuya ilusión me completaba su caballo de gran alzada, enjuto de carnes, nervudo
y ágil como un corzo.
Lieverlé nos seguía corriendo entusiasmado y saltaba algunas veces hasta la altura de nuestros
caballos, en tanto que yo temblaba pensando en que a nuestro encuentro con la Peste Negra, aquel
formidable perro era capaz por sí solo de hacerla pedazos antes de que pudiese dar un grito.
Por lo demás, la vieja nos hacía correr terriblemente. En cada colina, en cada altura, se encontraban
las señales de un alto hecho por la loba, pero no nos era posible dar con ella. Frecuentemente nos
apercibíamos de una falsa traza de la vieja, lo que hacía exclamar a Sperver:
—Aun aquí, menos mal, se ve desde lejos, pero en el bosque habrá que mirar con más cuidado…
Maldita vieja… ¡Cómo sabe ocultar la pista!
Acabábamos de entrar en un bosque de encinas. La nieve en estos bosques no pasa casi nunca de las
ramas de los árboles, dificultando el tránsito por ellos. Sperver echó pie a tierra para ver mejor y me
hizo pasar a su izquierda para evitar mi sombra.
Nos fue necesaria una hora para salir de aquella aspereza, en que no descubrimos las huellas de la
Peste sino a largos trechos. El antiguo cazador furtivo marchaba silencioso, y cuando iba yo a
pronunciar alguna palabra me interrumpía bruscamente, diciéndome:
Por último, bajamos a un valle que a la izquierda había, y Gedeon, indicándome las pisadas de la
vieja, me dijo con satisfacción:
—¿Por qué?
—Porque la peste, en todas sus contramarchas, tiene la costumbre de dar tres pasos a un lado, luego
cinco o seis al otro y saltar bruscamente continuando su camino… Pero cuando se cree bien cubierta
marcha sin inquietarse por nada.
Ambos hicimos alto para descansar un poco y Sperver, después de encender su pipa, me dijo con
verdadero entusiasmo:
—Fritz, este puede ser uno de los días más felices de mi vida. Si cogemos a la vieja quiero colocarla
a la grupa de mi caballo como una pieza muerta. Solo siento una cosa.
—¿Qué?
Las trazas de la vieja seguían lo alto de la montaña, subiendo algunas veces una vía tan recta, que nos
obligaba a echar pie a tierra, llevando del diestro nuestros caballos.
El paisaje adquiría cada vez una expresión más grandiosa: enormes rocas elevaban a lo lejos sus
puntas angulosas, como faros que se levantaban en medio de aquel inmenso océano de nieve. Nada tan
melancólico como el invierno en las altas montañas.
Desde nuestra salida de Nideck no habíamos encontrado a nadie. En esta estación, la soledad de la
Selva Negra es tan profunda como las estepas de la América del Norte.
A las cinco de la tarde había anochecido. Sperver hizo alto y me dijo:
—Mi pobre Fritz, hemos partido demasiado tarde… ¡La loba nos lleva una gran delantera! En menos
de diez minutos la noche habrá cerrado completamente. Lo mejor es que ganemos la Roche-Crouse; allí
encenderemos un buen fuego y descansaremos un rato, consumiendo nuestras provisiones. Y cuando
salga la luna tomaremos de nuevo la pista y, si la vieja no es el diablo, pueden apostarse diez contra uno
a la encontraremos muerta de frío al pie de un árbol, porque es imposible que una criatura humana
pueda soportar tales fatigas, con un tiempo semejante… Sébalt mismo, que es el mejor andarín de estos
contornos, no lo recorrería. ¿Qué opinas, Fritz?
Sperver echó a andar adelante y yo lo seguí, soltando las riendas de mi caballo, pues la oscuridad era
tal y tan áspero el terreno, que creí menos peligroso fijarme a su instinto que a mi dirección.
—Fritz —me dijo Sperver al cabo de algunos minutos, estamos en el lecho del torrente de
Tunkelbach. Es el desfiladero más salvaje de la Selva Negra, y termina en una especie de rotonda sin
salida que se llama la marmite du Grand Gueulard. En primavera, cuando se derriten las nieves, el agua
sube allí hasta una altura de doscientos pies, pero al presente está completamente seca y podremos hacer
en ella un buen fuego.
Pensaba yo en la tristeza de aquel desfiladero, cuando Sperver gritó con voz ahogada por el
entusiasmo:
—No. Está atrapada como el ratón en la ratonera. La marmite du Grand Gueulard no tiene más
salida que esta… ¡La tenemos, Fritz, la tenemos!
Sperver echó pie a tierra y me dio la brida de su caballo. De todo mi cuerpo se había apoderado un
temblor inusitado. Escuché el golpe de una carabina montándose y un sudor frío corrió por mi frente.
—Enhorabuena. Pero nada de sangre… Recuerda lo que te he dicho: “La bala que hiriese a la vieja
mataría al mismo tiempo al conde”.
En el fondo de la rotonda que parecía tallada a pico en los peñascos, se ostentaba un vivo fuego,
encendido ante la boca de una caverna que elevaba sus rojizas espirales de humo a una altura
inconmensurable. Cerca de este fuego se hallaba colocado un hombre, en cuyo traje reconocí al barón de
Zeinmer-Blouderic.
Estaba inmóvil, con la frente apoyada entre las manos, y parecía reflexionar.
Quedé estupefacto.
¿Cómo el barón de Zeinmer se hallaba a tal hora en aquella soledad? ¿Qué hacía allí? ¿Se había
perdido?
Las suposiciones más contradictorias surgieron en mi espíritu, y no sabía a qué atenerme, cuando el
caballo del barón nos saludó con un sonoro relincho.
—Yo, monseñor —repuso Gedeon adelantándose—, Sperver, el cazador del conde de Nideck.
Los ojos del barón lanzaron un rayo, pero su fisonomía no se alteró en nada. Se levantó lentamente,
dirigiéndose hacia nosotros, en tanto que yo llamé al perro que había empezado a gruñir con ademan
amenazador.
Sperver y el barón se hallaban a cincuenta pasos uno del otro. El primero inmóvil, en medio de la
explanada, con la carabina a la espalda; el segundo fijo sobre la plataforma exterior de la caverna, con la
cabeza levantada y dominándonos con la mirada.
—Buscamos a una mujer —repuso el cazador—. Una mujer que viene todos los años a rondar los
alrededores de Nideck, y tenemos orden de atraparla.
—¿Ha robado?
—No, monseñor.
—¿Ha matado?
—Tampoco.
—¿Y con qué derecho usted la tienes presa? —dijo Sperver sonriendo—. Porque ella está ahí… La
veo en el fondo de la caverna… ¿Con qué derecho se mezcla usted en nuestros asuntos? ¿No sabe que
estamos en la tierra de Nideck y que podemos ejercer aquí alta y baja justicia?
El joven palideció.
—Tenga cuidado —añadió Sperver—, vengo con paz y conciliación. Hablo en nombre de mi señor
Yeri-Hans; estoy en mi derecho y me responde usted mal.
El joven tiró de su cuchillo de caza… Quise lanzarme entre ellos. Desgraciadamente a quien yo
sostenía no sin gran trabajo logró desasirse, derribándome al suelo con su violenta sacudida. Creí al
barón perdido. Pero, en aquel momento, un grito salvaje salió del fondo de la caverna y la vieja con sus
vestidos destrozados y el cabello flotando sobre las espaldas se presentó ante nosotros, lanzando
lúgubres aullidos.
No he visto nunca nada más espantoso. Sperver, inmóvil, con la mirada fija y la boca entreabierta,
parecía petrificado. El perro mismo se detuvo algunos segundos ante aquella aparición inesperada, pero
luego, rugiendo de cólera, emprendió su carrera con nuevo ardor. La plataforma de la caverna se hallaba
elevada ocho o diez pies sobre el nivel del suelo, de no ser así el perro hubiera cogido a la vieja desde el
primer momento. El barón se lanzó delante de la Peste Negra diciendo con voz estridente:
—¡Mi madre!
En aquel momento vi al perro llegar sobre la plataforma al mismo tiempo que Sperver lo hacía caer a
los pies del joven atravesado de un balazo.
Todo esto fue obra de un segundo. Después de la detonación que retumbó pavorosamente en las
montañas, el silencio pareció más profundo.
Cuando se hubo disipado el humo de la pólvora, pude ver a Lieverlé que agitado por las últimas
convulsiones, se revolcaba en su propia sangre, a la vieja desmayada en brazos del barón de Zimmer y
por último a Sperver que, pálido y tembloroso, miraba al joven de una manera sombría.
—Señor de Blouderic —dijo después de un momento señalando al perro—, acabo de matar a mi
mejor amigo por salvar a esa mujer… a su madre… De gracias al cielo que su destino se halle tan
íntimamente unido al del conde… Llévesela, llévesela… Y que no vuelva más por estos lugares, o de lo
contrario no respondo de mí.
Y tomando a Fox por la crin, quiso incorporarse sobre la silla, pero de pronto prorrumpió en grandes
sollozos y, dejando caer la cabeza sobre el cuello del caballo, comenzó a llorar como un niño.
XIII
Sperver acababa de partir, llevándose a Lieverlé en brazos. Yo había rehusado seguir. Mi deber me
retenía cerca de la vieja y no podía abandonar a esta desgraciada sin faltar a mi conciencia.
Además sentía curiosidad por ver de cerca aquel ser extraordinario; así no bien el cazador hubo
desaparecido en las tinieblas del desfiladero, yo tomé el sendero que conducía a la caverna.
Sobre una gran capa de forro verde se hallaba tendida la vieja con su vestido púrpura, sus manos
crispadas sobre el pecho, y con una flecha de oro en sus cabellos grises.
La Peste Negra, con la mirada fija y la boca entreabierta y casi próxima a lanzar su último suspiro,
parecía la terrible imagen de la reina Fredegunda en su hora postrera.
El barón, de rodillas cerca de ella, trataba de reanimarla, pero a primera vista comprendí que aquella
desgraciada estaba perdida y dominado por un sentimiento de piedad profunda, me incliné para tomarle
el pulso.
—No toque a mi madre —exclamó el joven con acento irritado—. ¡Se lo prohíbo!
—Perdone, caballero.
El joven estaba pálido y tembloroso y en la fijeza de su mirada se comprendía que su corazón estaba
pendiente de mis labios.
El barón, sin responder una sola palabra, fue a sentarse en una piedra y, colocando su cabeza entre
las manos, prorrumpió en profundos y prolongados sollozos.
Me senté cerca del fuego, respetando aquel silencio que proclamaba elocuentemente el dolor del hijo
herido en la fibra más sensible de su alma.
Así permanecimos más de una hora, inmóviles como dos estatuas, cuando de pronto el barón levantó
la cabeza y me dijo:
—Caballero… todo esto me confunde… He aquí mi madre a quien yo creía conocer después de
veintiséis años, cuando se presenta a mi vista todo un mundo de misterio y de horror… Usted es
médico… ¿Ha visto alguna vez cosa más espantosa?
—Monseñor —repuse—, el conde de Nideck padece una enfermedad que ofrece un singular carácter
de semejanza con la de su madre… Si usted tiene bastante confianza en mí para comunicarme los
hechos de que debe haber sido testigo, yo le confiaré con gusto los que por mi parte he presenciado y
quizá este cambio me suministre un medio de salvar a mi enfermo.
Y sin aguardar más tiempo el joven me refirió que la baronesa de Blouderic, perteneciente a una de
las familias más ilustres de Sajonia, hacía todos los años por el otoño un viaje a Italia, acompañada
únicamente por un antiguo criado que poseía toda su confianza; que hallándose este hombre próximo a
morir quiso ver a solas al hijo de su alma y que en esta hora suprema, atormentado sin duda por los
remordimientos, había confesado al joven que los viajes de su madre a Italia, no eran sino un pretexto,
para dirigirse a la Selva Negra, en cuyas expediciones, que ignoraban con que objeto hacía, debía haber
algo de terrible, porque la baronesa volvía de ellas extenuada y casi moribunda y necesitaba algunas
semanas de reposo para reponerse de la fatiga de los pocos días que duraban. Esto es lo que el criado
había contado al joven, creyendo cumplir con un deber de conciencia. El hijo, queriendo a toda cosa
enterarse a punto fijo de la verdad, había seguido a su madre en su expedición a las gargantas de la
Selva Negra, puede decirse que paso a paso, y suyas eran las huellas que Sébalt había marcado en la
montaña.
Después de haberme hecho el barón estas confidencias, no creí deber ocultarle la rara influencia que
la aparición de su madre ejercía en la salud del conde, ni las demás circunstancias de aquel drama
misterioso.
Entretanto el día comenzaba a apuntar… A lo lejos una campana anunciaba la retirada de las
sombras, con ese sonido entre alegre y melancólico que produce en los campos su metálica vibración.
Luego se escuchó un relinche en las profundidades del desfiladero… y a los primeros albores del día
vimos aparecer un trineo conducido por el criado del barón en el cual fue colocado el cadáver de la
vieja.
A las nueve de la mañana me encontraba en presencia de la señorita Odile, a quien di parte de los
acontecimientos que acababa de presenciar.
En seguida me trasladé a la habitación del conde a quien encontré en un estado muy satisfactorio. El
enfermo sentía una debilidad máxima, muy natural después de las crisis terribles que acababa de
atravesar, pero era dueño de sí mismo, y la fiebre había desaparecido desde la víspera por la tarde.
Algunos días después, viendo al conde en plena convalecencia, quise volver a Tubinga, pero me rogó
con tantas instancias que fijara mi residencia en Nideck y me hizo tantas ventajosas proposiciones, bajo
todos aspectos, que me fue indispensable ceder a sus deseos.
Largo tiempo recordaré la primera caza de jabalí a que tuve el honor de asistir con el conde y, sobre
todo, el magnífico espectáculo de nuestra retirada, alumbrada por hachas de viento, después de haber
batido doce horas seguidas las nevadas montañas de la Selva Negra. Después de cenar me dirigía a la
torre de Hugo, rendido de fatiga, cuando al pasar por delante de la habitación de Sperver, mil gritos de
alegría hirieron mis oídos. Me acerqué a la puerta que se hallaba entreabierto y me sorprendió el más
agradable espectáculo.
Alrededor de la mesa se hallaban colocadas unas veinte personas. Dos lámparas de hierro,
suspendidas del techo, alumbraban aquellos semblantes alegres y risueños. Los vasos chocaban entre sí.
Allí se encontraba Sperver, con los ojos chispeantes, el pelo despeinado, y la boca sonriente. A su
derecha se encontraban María Lagoutte, y a su izquierda Knapwurst. Más allá Tobie Offenloch, rojo de
vino y de alegría, tenía el vaso en la mano y repetía sus libaciones con pasmosa frecuencia. Y a su lado
la melancólica figura de Sébalt, que sonreía mirando al fondo de su vaso.
Además estaban allí los criados y criadas del castillo y, en una palabra, toda esa gente que vive y
prospera alrededor de las grandes familias, como el musgo al pie de las encinas.
Sobre la mesa, un enorme jamón atraía las miradas de todos y una respetable cantidad de botellas
daban guardia de honor a los manjares.
—¡Fritz, tú nos faltabas! Sé bienvenido. Hace mucho tiempo que no me sentía tan feliz como hoy.
Me coloqué al lado de María Lagoutte y pronto me posesioné de un gran vaso de Bohemia lleno de
vino del Rhin.
—He aquí a mi hijo… mi hijo hasta la muerte… ¡A la salud del doctor Fritz!
Hubo un momento de silencio. Todo el mundo bebía. Luego todos los vasos chocaron a la vez sobre
la mesa.
—Fritz, todos hemos bebido ya a la salud del conde y de la señorita Odile. Haz tú lo mismo.
Me fue preciso vaciar mi vaso, dos veces consecutivas, con lo cual adquirí una gravedad inusitada.
Sperver, riendo a carcajadas, pasaba la mano por la espalda del enano gritando:
—¡Silencio! Knapwurst, nuestro archivero, va a hablar… ¡Este es el eco de los antiguos sucesos de
Nideck!
El enano, lejos de disgustarse por tal cumplimiento, miró tiernamente al cazador y dijo:
—Y tú, Sperver, eres uno de esos antiguos reiters de que habla la historia. Sí, tú tienes el brazo, el
corazón y el bigote de un reiter. Si se abriese esa ventana, y uno de ellos alargando el brazo y te
tendiese la mano… ¿qué dirías?
—Se la estrecharía, diciéndole: camarada, ven a sentarte con nosotros. El vino es ahora tan bueno, y
las muchachas tan lindas, como en el tiempo de Hugo… ¡Mira!
—Ahora silencio… Knapwurst va a repetirnos la leyenda que nos contaba hasta hace unos instantes.
—Esa me gusta.
—Knapwurst —dijo el cazador levantando el dedo con gravedad—, tengo mis razones para querer
que sea la misma. Acórtala si quieres, pero dila; y tú, Fritz, escucha.
El enano colocó los codos sobre la mesa, y comenzó con voz chillona:
—Bernard Hertzog refiere que el burgrave Hugo, apellidado el Lobo, había pasado su vida
guerreando; tanto, que a la edad de ochenta y dos años puede decirse que no se había quitado nunca la
armadura.
» A esta edad, hallándose enfermo, hizo llamar a Otto de Burlach, su capellán; a Hugo, su hijo
mayor; a Barthold, su segundo; y a Berche-la-Rousse, mujer de un jefe sajón llamado Blouderic; y les
dijo:
» —Sí, ella murió a mis manos… ¡Que la Loba sea maldita! Porque está escrito… Perseguiré el
crimen del padre en sus descendientes, hasta que se haga justicia.
» Y Hugo murió.
» Desde entonces la Loba llora en la montaña, y llorará hasta que Edwige, la primera mujer de Hugo,
aparezca en Nideck bajo la forma de un ángel, para consolar y perdonar.
Luego que el enano acabó su relación, Sperver se levantó y, tomando una de las lámparas que
alumbraban la estancia, pidió a Knapwurst las llaves de la biblioteca, y me indicó con el gesto que le
siguiera.
Sperver abrió bruscamente la puerta y entró primero. Llegado delante del retrato de Edwige, cuya
semejanza con la joven condesa me había llamado la atención desde el primer día, se detuvo y me dijo
en tono solemne:
—He aquí la que debe volver para consolar y perdonar. ¡Pues bien, ha vuelto! Ahora está bajando las
escaleras junto con el viejo conde… Mira, Fritz, ¿la reconoces? ¡Es Odile! —luego, volviéndose hacia
el retrato de la segunda mujer de Hugo—: En cuanto a ésta, Huldine la Loba… durante mil años ha
llorado en las gargantas de la Selva Negra. Ha sido la causa de la muerte de mi pobre Lieverlé… pero
los condes de Nideck pueden dormir tranquilos… porque ya se ha hecho justicia, y el buen ángel de la
familia está de vuelta.