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Homero

Odisea
INDICE

PÁGINA
ODISEA
CANTO I 4
CANTO II 13
CANTO III 22
CANTO IV 33
CANTO V 50
CANTO VI 60
CANTO VII 67
CANTO VIII 74
CANTO IX 86
CANTO X 98
CANTO XI 110
CANTO XII 123
CANTO XIII 132
CANTO XIV 141
CANTO XV 152
CANTO XVI 164
CANTO XVII 174
CANTO XVIII 187
CANTO XIX 196
CANTO XX 208
CANTO XXI 217
CANTO XXII 226
CANTO XXIII 236
CANTO XXIV 244
CANTO I

Dime, Musa, de este hombre ingenioso que vagó tanto tiempo, después
de haber destruido la ciudadela de Troya. Vio las más populosas ciudades
y conoció su espíritu, y sufrió en su corazón de muchos males sobre el mar
por cuidar la propia vida y el regreso de sus compañeros. Pero ni así hubo
de salvarlos, contra su voluntad; perecieron por su codicia ¡los insensatos!
después de comer los bueyes de Helios Hiperioniada. Y éste les arrebató la
hora del regreso. Dime alguna de estas cosas, Diosa, hija de Zeus.
Todos los que pudieron evitar la negra muerte, escapados de la guerra y
del mar, habían vuelto a sus hogares; pero Ulises quedaba solo, lejos de su
país y de su esposa, y la venerable ninfa1 Calipso, la muy noble Diosa, le
retenía en hueca gruta, deseándole para marido. Y cuando llegó el tiempo,
después de la carrera de los años, en que los Dioses quisieron que regresa-
ra a su casa de Itaca, allí también hubo de sufrir males en medio de los
suyos. Todos los Dioses le compadecieron, excepto Poseidaón2, que sufrió
irritado contra el divino Ulises hasta que hubo regresado a su país.
Y Poseidaón había ido al país de los etíopes, que viven lejos y están
divididos en dos pueblos, uno mirando al poniente de Hiperión y el otro
a levante. Y el Dios había ido para asistir a una hecatombe de toros y car-
neros. Y mientras él se recreaba sentado a este festín, los demás Dioses se
hallaban reunidos en el palacio de Zeus Olímpico3. Y el padre de hom-
bre y de Dioses comenzó a hablarles, recordando al irreprochable Egisto,
a quien había matado Orestes Agamenón. Acordándose de él, dijo a los
Immortales estas palabras:
1 Las ninfas eran las mújeres jóvenes que poblaban campos, bosques, fuentes, manantiales y
lagos. La creencia en las ninfas y su culto estaba muy arraigado a Grecia.
2 Poseidaón y Poseidón habitaba en el fondo del mar y armado de su tridente recorría sus dominios
en un carro arrastrado por corceles impetuosos, imagen de las olas. Era el dios y el dueño del mar
3 Se llaman Olímpicos por antonomasia a aquellos de entre los grandes dioses de la mitología
griega que tras la victoria de Zeus sobre Titanes, Gigantes y Tifón, habitaban, según la tradición
homérica, la más alta de las cumbres de Grecia. Zeus, divinidad griega, es el Júpiter de los roma-
nos. Su oráculo en Dodona y su templo y culto en Olimpia tuvieron una extraodinaria influen-
cia en el mundo griego.
—¡Oh, cuánto se quejan los hombres de los Dioses! Dicen que sus
males les llegan de nosotros, y ellos solos, por su demencia, agravan su
destino. He aquí a Egisto, que, contra el designio, se ha desposado con
la mujer del Atreida y matado a éste, sabiendo que su muerte después
sería horrible, pues nosotros le habíamos prevenido por Hermes, el vigi-
lante Matador de Argos, para que no matara a Agamenón ni deseara a
su mujer, porque el Atreida Orestes habría de vengarse cuando, ya mozo,
regresase a su patria. Así se lo dijo Hermes, mas el sano consejo no per-
suadió a Egisto, y ahora toda su culpa ha expiado de una vez.
Y Atenea4, la diosa de ojos claros, le respondió:
—¡Oh Padre nuestro Cronida, el más alto de los reyes! Ese al menos
ha sido herido por una muerte justa. ¡Que muera así quien de tal modo
obre! Pero mi corazón se desgarra al recordar al bravo Ulises, ¡el desdi-
chado!, que padece ha tanto tiempo lejos de los suyos en el centro de una
isla perdida en medio del mar. En esta isla toda llena de árboles habita
una Diosa, la peligrosa hija de Atlas, el que conocía el fondo de los mares
y lleva las fuertes columnas que separan la tierra del Urano. Y su hija
detiene a este desventurado que se lamenta, lisonjeándole con dulces y
suaves palabras a fin de que olvide a Ítaca, pero él quiere ver de nuevo el
humo azul de su patria y desea morir... ¿Y tu corazón, Zeus Olímpico,
no se conmueve por los sacrificios que Ulises te rindió ante las naves
argivas, frente a la gran Troya? Zeus, ¿por qué estás tan irritado con él?
Y Zeus, que amontona las nubes, respondiéndole; dijo así:
—Hija mía, ¿qué palabras huyeron de entre tus dientes? ¿Cómo poder
olvidarme del divino Ulises, quien, por su inteligencia, sobresale de entre
los hombres y es el más pródigo en sacrificios a los Dioses inmortales que
habitan el ancho Urano? Pero Poseidaón, que circunda la tierra, le guar-
da constante rencor, pues Ulises dejó ciego al cíclope Polifemo, el de
forma de Dios, el más fuerte de los cíclopes. La ninfa Teosa, hija de
Forkino, rey del mar tempestuoso, le parió de su ayuntamiento con
Poseidaón en las grutas abiertas. Por eso Poseidaón, que sacude la tierra,
no queriendo matarle, le constriñe a vagar lejos de su país. Pero nosotros,
los que estamos aquí, aseguramos su regreso; y Poseidaón depondrá su
cólera, porque él sólo no podrá nada contra todos los Dioses inmortales.
4Palas Atenea, diosa de la paz y de la sabiduría, hija de Zeus, de cuya cabeza nació completa-
mente armada. Se la veneraba en toda Grecia, pero de manera particular en Atenas, donde esta-
ban dedicados a ella el Partenón y el Erectón.
Y Atenea, la Diosa de ojos claros, le respondió:
—¡Oh Padre nuestro Cronida, el más alto de los reyes! Si place a los
dioses venturosos que el prudente Ulises retorne a su morada, enviemos
al Mensajero Hermes, Matador de Argos, a la isla de Ogigia, y que
advierta a la ninfa de la hermosa cabellera que hemos resuelto el regreso
de Ulises, el de ánimo esforzado y paciente. Y yo iré a Ítaca, instigaré a
su hijo y le infundiré valor para que, reuniendo el ágora de acaienos de
largas crenchas, ponga coto a los pretendientes que degüellan sus ovejas
numerosas y sus bueyes de flexibles remos y astas encorvadas. Y le envia-
ré a Esparta y a la arenosa Pilos para que informe del regreso de su
amado padre y sea honrado por los hombres.
Dijo así, y se calzó las sandalias inmortales, doradas, que la llevaban
sobre el mar y sobre la tierra inmensa como un soplo de viento. Y tomó
una lanza potente de aguda punta de bronce, pesada, grande y sólida,
con la cual suele domeñar las multitudes heroicas la hija del padre pre-
potente cuando contra ellas se encoleriza. Y abandonando las cimas del
Olimpo, descendió al pueblo de Ítaca, y ante el umbral del atrio de
Ulises, con la lanza de bronce en la mano, tomó la forma externa de un
extranjero, de Mentes, rey de los tafios.
Y vio a los soberbios pretendientes que jugaban a los dados ante las
puertas, tendidos en pieles de bueyes sacrificados por ellos. Heraldos y
servidores se apiñaban en su alrededor; unos mezclaban agua y vino en
las cráteras, otros lavaban las mesas con esponjas de mil poros, y eleván-
dolas, distribuían las viandas abundantes.
Y antes que nadie vio el divino Telémaco a Atenea.
Se hallaba sentado entre los pretendientes, triste su corazón viendo en
sueños a su aguerrido padre llegar de súbito, arrojar a aquéllos de sus
casas, recuperar su poder y regir su hacienda. Soñando así, sentado entre
los pretendientes, vio a Atenea, y fue al vestíbulo, dolido de que un
extraño quedara tanto tiempo esperando ante la puerta y díjole estas
palabras aladas:
—Salve extranjero. Tú serás nuestro amigo, y después de comer nos
dirás qué necesitas.
Dijo así, y conducida por él, le siguió Palas Atenea. Ya dentro de la
morada fastuosa, Telémaco apoyó la lanza en una alta columna, arsenal
luciente donde descansaban muchas lanzas de Ulises, el de ánimo esfor-
zado y valeroso. Colocó sobre un sillón un hermoso tapiz bordado y un
escabel a sus pies, e hizo sentar a Palas Atenea. Por sí mismo arrastró ante
ella una silla labrada, cuidando poner todo lejos de los pretendientes, a
fin de que al extranjero no llegara rumor del festín tempestuoso y a fin
de preguntar por el padre ausente.
Una sirvienta vertió de una jarra de oro en una fuente de plata agua
para el lavatorio y preparó ante ellos una mesa luciente. Trajo después
pan la venerable despensera y cubrió la mesa de manjares numerosos y
escogidos; y un trinchante sirvió viandas diferentes y les ofreció vasos de
oro, y un heraldo les servía vino con frecuencia.
Y en esto entraron los orgullosos pretendientes. Sentáronse en orden
sobre sillas y sillones; algunos heraldos vertieron agua para el lavamanos;
las sirvientas amontonaban el pan en canastillas y los mozos llenaban de
vino las cráteras. Después pusieron los pretendientes mano a los manja-
res, y cuando el hambre y la sed satisfacieron, desearon aún más; baile y
canto, que son adornos del banquete. Y un heraldo puso una preciosa
cítara en manos de Femio, que cantaba, mal de su agrado. Y al son de la
cítara comenzó un hermoso canto. Mientras, Telémaco, acercándose a su
cabeza para que los demás no oyeran, dijo a Atenea, la de los ojos claros:
—Caro huésped, ¿te molestarán mis palabras? El canto y la cítara pla-
cen abono a éstos, porque viven impunemente del caudal de otro, de la
hacienda de un hombre cuyos huesos se pudren a la lluvia quién sabe
dónde, si en el continente o en las olas del mar que las azota. De seguro,
si le vieran de regreso en Ítaca, todos preferirían pies ligeros a la riqueza de
oro y de vestidos. Más aquél ya murió, sucumbiendo a un funesto desti-
no, y no nos queda una esperanza ni aun cuando alguno de los hombres
de la tierra nos anuncia su retorno, porque ese día no llegará jamás. Pero
habla y di sinceramente: ¿Quién y de qué raza eres? ¿Dónde has nacido y
quiénes son tus padres? ¿En qué barco llegaste? ¿Qué marineros te condu-
jeron a Ítaca? Porque yo no creo que tú hayas venido a pie. Y dime la ver-
dad, para que yo lo sepa. ¿Vienes a esta ciudad por vez primera, o has sido
anteriormente huésped de mi padre? Que muchos hombres conocían
nuestra casa, porque Ulises también gustaba de visitar a los hombres.
Y la Diosa Atenea, la de los ojos claros, le respondió:
—Yo te hablaré en palabras sinceras. Me envanezco de ser Mentes,
hijo del valeoroso Ankialo, y mando en los tafios, amigos de manejar los
remos. He llegado hasta aquí en una nave y con mi gente, bogando sobre
el negro mar hacia unos hombres que hablan otras lenguas, hacia
Temesa, donde voy a buscar bronce a cambio de hierro brillante que les
llevo. Mi nave está anclada allá, detrás de la floresta, fuera de la ciudad,
en el puerto Reitrón, bajo el Neyo frondoso. Podremos honrarnos de
que nuestros antepasados se dieran mutua hospitalidad. Puedes pedir
noticia de esto al viejo Laertes, del que se dice que no viene a la ciudad,
pero que pena en un campo lejano, solo, con una vieja que le sirve de
comer y de beber cuando se cansa de correr su tierra, fértil en viñedos.
Y he venido porque se dice que tu padre está de regreso; pero los Dioses
entorpecen su camino. Porque el divino Ulises no ha muerto sobre la tie-
rra; vive retenido en un sitio intrincado del vasto mar, en una isla sacu-
dida por el oleaje; y unos hombres rudos y feroces le tienen prisionero,
mal de su agrado. Pero hoy te anunciaré lo que los inmortales me inspi-
ran y que se cumplirá, bien que yo no sea adivino ni sepa descifrar augu-
rios. No le queda mucho tiempo fuera del patrio hogar, aun cuando le
tuvieran preso en lazos de hierro. Hallará medios de volver, pues él es
rico en argucias. Y tú dime si eres, en efecto, el verdadero hijo de Ulises.
Le recuerdas extraordinariamente por la cabeza y la hermosura de los
ojos, que bien sé cómo eran, pues antes de partir para Troya con otros
jefes argivos a bordo de las naves abiertas nos veíamos a menudo.
Después, ni yo he visto a Ulises ni él me ha visto a mí.
Y el prudente Telémaco le contestó:
—Voy a hablarte con sinceridad, extranjero. Mi madre dice que soy
hijo de Ulises; pero yo no te lo aseguraré, porque nadie puede decir por
sí quién es su padre. ¡Oh, quién fuera hijo de algún hombre dichoso que
envejeciera en sus dominios! Pero no; y habré de contestar a tu pregun-
ta que me ha engendrado el más infeliz de los hombres mortales.
Y Atenea, la Diosa de ojos claros, le respondió:
—Los Dioses no han querido que tu raza pase sin gloria a la posteridad,
cuando Penélope te parió tal cual eres. Pero háblame y responde sincera-
mente: ¿A qué este banquete? ¿Por qué esta reunión ruidosa? ¿Había nece-
sidad de ella? ¿Es un convite o una boda? Porque salta a la vista que no es
un festín pagado a escote, ya que los que comen lo hacen con insolencia
impropia de gentes convidadas a esta casa. Cualquier hombre de espíritu
delicado se indignaría al verte en medio de esta vergüenza.
Y respondió el prudente Telémaco:
—Extranjero, puesto que me interrogas sobre esto, te diré que esta casa
fue algún día rica y respetada, mientras el héroe vivió en ella. Pero ahora,
los Dioses, origen de nuestro mal, han dispuesto otra cosa y han hecho de
él el más ignorado de los hombres. No le llorara tanto, sabiéndole muer-
to, si hubiera perecido con sus compañeros en el cerco de Troya o si des-
pués de la guerra hubiera dejado de existir entre brazos amigos. Entonces
los fayakienos hubieran erigido un catafalco, y yo, su hijo, hubiera here-
dado toda su gloria inmarcesible. Pero hoy las Arpías no les han arrebata-
do oscuramente; murió quién sabe dónde, y a mí legó sólo penas y llanto.
Y no he gemido solamente por él, que los Dioses me han enviado otros
amargos dolores. Todos aquellos príncipes que mandan en las islas, en
Dulikio, en Same, en la frondosa Zakinto, y aquellos otros que gobiernan
Ítaca, pretenden a mi madre y despojan mi morada. Y mi padre ni puede
rechazar las odiosas nupcias ni poner fin a esto, y estos hombres se comen
y devoran mi patrimonio y acabarán también conmigo mismo.
Y encendida de piedad, le respondió Palas Atenea:
—¡En verdad, haría falta que Ulises pusiera mano en estos orgullosos
pretendientes! Porque si llegara y se detuviera ante el umbral, con el casco
y el escudo y sus dos lanzas, tal como yo le vi la primera vez cuando en
mi casa, de regreso de visitar a Ilos Mermerida, que habitaba en Efira,
bebía y recreábase (fue allá en ligera nave a buscar un veneno mortal con
que teñir sus flechas, de punta de bronce; pero Ilos, temeroso de los
Dioses inmortales, no se lo quiso dar, mas sí mi padre, que le quería
mucho); si llegara, como yo entonces le vi, ante estos pretendientes, su
destino sería breve y muy amargas sus nupcias. Mas compete a los Dioses
decidir si ha de volver a tomar venganza a su palacio. Yo por lo pronto te
exhorto a buscar un medio de arrojarlos de aquí. Ahora escucha y atien-
de mis palabras. Mañana reúne en el ágora a los heroicos acaienos, hábla-
les y pon a los Dioses por testigos. Invita a los pretendientes a abandonar
tu casa, y que tu madre, si quiere nuevas nupcias, vuelva al palacio de su
poderoso padre. Sus allegados la casarán y darán una dote tan cuantiosa
como toca a una hija amada. Y te daré un consejo prudente si te decides
a oírme. Apareja tu mejor nave, acompáñate de veinte remeros y ve a
informarte de tu padre, ausente tanto tiempo, que quizá algún mortal te
hablará de él o llegue a tus oídos la voz de la fama que procede de Zeus y
extiende como ninguna la gloria de los hombres. Dirígete primero a Pilos
y pregunta al divino Néstor; ve después a Esparta, al rubio Menelao, el
último de los aqueos armados de broncíneas corazas llegados a su país. Si
oyes que tu padre vive y ha de regresar, aguarda todavía un año, aunque
sufriendo sigas; pero si oyes que ha muerto, regresa a la amada tierra natal
para alzarle un túmulo, celebrar por él las exequias debidas y conceder un
esposo a tu madre. Después, cuando hayas llevado a cabo estas cosas,
piensa en tu espíritu y en tu corazón, cómo has de matar a los preten-
dientes en tu propia casa: si con ardides o a la descubierta, pues no es el
caso de andar con niñerías ni estás en edad de ello. ¿No sabes cómo se
cubrió de gloria entre los hombres el divino Orestes, matando a Egisto,
asesino de su ilustre padre? Así tú, amigo mío, que eres gallardo y her-
moso, sé valiente y te celebrarán los hombres futuros. Yo me vuelvo a mi
ligera nave y a mis compañeros, que, sin duda, se impacientarán de espe-
rarme. Cuida de mis palabras y no las eches en olvido.
Y respondió el prudente Telémaco:
—Extranjero, me has hablado tan cordialmente como un padre a su
hijo, y no me olvidaré jamás de tus consejos. Pero quédate un poco más,
aunque tengas prisa, y después de bañarte y deleitar tu corazón, volverás
a tu nave lleno de alegría, con un rico y valioso regalo que he de ofre-
certe, como en uso entre huéspedes amigos.
Y la Diosa Atenea, la de los ojos claros, le respondió:
—No me retengas más, que es preciso que parta. Cuando retorne me
entregarás el presente con que tu corazón quiere regalarme, y lo llevaré a mi
casa. Que sea muy hermoso, para que yo corresponda con otro semejante.
Dijo Atenea, la de los ojos claros, se elevó volando y desapareció como
un pájaro, después de infundir en Telémaco valor y astucia y dejarle más
vivo el recuerdo de su padre. Y él, sobrecogido su corazón, se dio cuen-
ta en su espíritu de que había hablado con un Dios. Y el divino joven,
en el acto, se acercó a los pretendientes.
Cantaba el Aeda ilustre, y ellos, sentados, le escuchaban en silencio. Y
cantaba la vuelta lamentable de los acaienos deparada por Palas Atenea
cuando partieron de Troya. La prudente Penélope, la hija de Icario, oyó
el divino canto, y desde las altas estancias bajó por la escalera empinada,
no sola, sino seguida de dos doncellas. Y cuando estuvo ante los preten-
dientes, la divina mujer se detuvo en el umbral de la sala sólidamente
construida, echó un lindo velo sobre sus mejillas, y las honradas donce-
llas colocáronse a su lado. Y llorando, dijo así al Aeda divino:
—Femio, tú sabes muchas canciones en las cuales los Aedas celebran
hazañas de hombres y de Dioses. Siéntate aquí en medio y cántales a éstos
una de ellas, mientras beben vino en silencio; pero deja ese canto que des-
garra mi corazón en el fondo del pecho, ya que soy presa de un dolor que
no me abandona. ¡Lloro por un cerebro magnífico, y vivo para recordar
continuamente al héroe cuya gloria llenó la Hélade y el centro de Argos!
Y el prudente Telémaco le contestó así:
—Madre mía, ¿por qué te opones a que el dulce Aeda nos entretenga
como su imaginación la inspire? Los Aedas no son responsables de nada,
y es Zeus quien dispensa como le place sus dones a los poetas. No hay que
enojarse con él porque cante el sombrío destino de los danaenos, pues los
hombres cantan siempre las canciones más modernas. Ten fuerza para
escuchar que no fue sólo Ulises quien perdió en Troya la esperanza de
regresar; otros muchos perecieron también. Vuélvete a tus estancias, con-
tinúa tu labor de telar y de rueca y que vuelvan tus sirvientas a su tarea. A
los hombres nos toca hablar y sobre todo a mí, que soy dueño de esta casa.
Asombrada, Penélope se volvió a sus cámaras, llevando sobre el cora-
zón las prudentes palabras de su hijo. Y ya en las altas habitaciones con
sus doncellas, lloró por Ulises, su caro esposo, hasta que Atenea, la de los
ojos claros, hubo extendido sobre sus párpados un sueño apacible.
Los pretendientes hacían un gran ruido en la oscura sala, y todos dese-
aban compartir su lecho. Y el prudente Telémaco comenzó a hablarles así:
—Pretendientes de mi madre, estáis llenos de una insolente arrogancia.
Comamos ahora y dejemos nuestros gritos, que no es bien desoír al aeda,
semejante por su voz a los mismos Dioses, y allá cuando venga el alba reu-
námonos en el ágora, donde os diré que abandonéis este palacio. Haced
otros festines, comed de vuestra hacienda, convidándoos recíprocamente;
pero si os parece mejor devorar impunemente la del otro, hacedlo en
buena hora. Yo invocaré a los Dioses inmortales y pediré a Zeus castigo a
vuestra culpa, y quizá perezcáis sin venganza en este mismo palacio.
Habló así y todos, mordiéndose los labios, se asombraron de que
Telémaco se expresara con tanta audacia.
Y Antinoo, hijo de Eupites, le respondió:
—¡Ciertamente, Telémaco, que los Dioses te enseñan a hablar alto y
con elocuencia, pero quiera el cronida que jamás gobiernes a Ítaca, la
rodeada del mar, aun cuando a ella tengas derecho por herencia!
Y el prudente Telémaco le contestó así:
—Aun cuando te irrites contra mí por mis palabras, te diré que quisiera
ser rey por voluntad de Zeus. ¿Piensas acaso que sea malo ser rey entre los
hombres? No es una desdicha reinar. Se posee un rico palacio y se reciben
honores. Mas muchos reyes jóvenes y viejos viven en Ítaca, la rodeada del
mar: que cualquiera de ellos reine, ya que murió el divino Ulises. Yo man-
daré en mi casa y en los esclavos que el divino Ulises conquistó para mí.
—Telémaco, corresponde a los Dioses disponer quién sea el aqueo
que reinará en Ítaca, la rodeada del mar. Pero tú goza de tus bienes y
regenta tu casa, y que nadie te despoje de ella contra tu voluntad mien-
tras Ítaca sea habitada. Y dime, amigo, ¿de dónde es ese extranjero? ¿De
qué tierra se precia ser? ¿En dónde viven los suyos? ¿Dónde está su
patria? ¿Trae nuevas del regreso de tu padre o viene a cobrar alguna
deuda? Ha partido tan pronto, que no hemos tenido el honor de cono-
cerle. Su aspecto no es el de un miserable.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—Sospecho, Eurimaco, que mi padre no volverá jamás, y no me curo de
las noticias, cualquiera que sea su procedencia, ni atiendo a las predicciones
de un adivinador a quien llama mi madre a este palacio. Este huésped lo fue
ya de mis padres, es de Tafos y se honra llamándose Mentes, hijo del valien-
te Ankialo, y manda sobre los tafios, amigos de manejar los remos.
Habló así Telémaco, pero en su alma había reconocido a la Diosa
inmortal. Volvieron los pretendientes a los bailes y el canto regocijándo-
se así mientras la noche llegaba, y conforme se regocijaban, la noche
llegó. En este punto, cada cual se retiró a su casa. Y Telémaco subió a su
alcoba alta, la construida para él dentro del hermoso patio, visible desde
todos los costados, se acostó y su espíritu se agitó en mil pensamientos.
La prudente Euriclea llevaba teas encendidas; y era hija de Opos
Peisenórida y comprada por Laertes en su primera juventud a cambio de
veinte bueyes. Siempre la respetó en su palacio, como a una casta espo-
sa, y jamás yació con ella por temor a la cólera de su mujer.
Euriclea, pues, le alumbraba con teas encendidas, porque le amaba
más que sirvienta alguna y le había criado desde niño. Y fue la que, en
llegando, abrió las puertas de la alcoba sólidamente construida.
Telémaco se sentó en el lecho, se despojó de la suave túnica y la puso en
manos de la prudente anciana. Plegola ésta y, cuidadosamente, la colgó
de un clavo sobre el labrado lecho: salió después de la alcoba y cerró la
puerta tirando de una anilla de plata y corriendo el cerrojo por medio de
una correa. Y Telémaco, cubierto con un vellón de oveja, pensó durante
toda la noche en el viaje que Atena le había aconsejado.
CANTO II

Cuando la hija de la mañana, Eos, la de los dedos rosados, descubrió


el día, el caro hijo de Ulises abandonó el lecho. Vistióse, colgó de sus
hombros la aguda espada, ató a sus blancos pies las espléndidas sandalias
y, semejante a un dios, aprestóse a salir de la estancia. En seguida mandó
que los heraldos de voz clara convocasen al ágora a los aqueos de men-
guas crenchas. Y así lo hicieron, y aquéllos reuniéronse prestamente.
Cuando se hallaron congregados, Telémaco se agregó al ágora llevan-
do en la mano una lanza de bronce y seguido de dos canes rápidos. Palas
había vertido sobre él una divina gracia, que hizo pasar a Telémaco entre
la admiración de los del pueblo. Y ocupó la silla de su padre, que los
ancianos le cedieron.
Y habló el primero el héroe de Egipto. Estaba encorvado por los años
y sabía muchas cosas. Su caro hijo, el belicoso Antipo, había partido en
las naves abiertas con el divino Ulises hacia Ilios, fecunda en hermosos
corceles; pero el feroz Cíclope le había dado muerte en su hueca caver-
na y hecho con él la última cena. Quedábanle tres, y uno de ellos,
Eurinomo, formaba entre los pretendientes. Cuidaban los otros dos de
la hacienda paterna, pero Egiptio lloraba y se le lamentaba siempre
recordando a Antipo. Y así, llorando, habló y le dijo:
—Escuchad, itacenses, lo que voy a deciros. Ni una sola vez reunióse
el ágora, ni asistimos a ella desde que el divino Ulises partió en sus abier-
tas naves. ¿Quién nos convoca hoy? ¿A quién de los jóvenes o ancianos
urge esta necesidad? ¿Ha recibido alguna nueva del ejército y quiere
decirnos en voz alta lo que él supo antes que nadie? ¿O desea hablar de
cosas que interesan a todos? Me parece lleno de razón, y que Zeus sea
propicio a su designio, sea el que fuere.
Dijo así, y el caro hijo de Ulises se felicitó de esta alabanza, y en su
deseo de hablar, no permaneció sentado mucho tiempo. Se alzó en
medio del ágora, y el discreto heraldo Pisenor le puso el cetro en la
mano. Y volviéndose a Egiptio, le dijo:
—¡Oh anciano! No está lejos ese hombre, y ahora puedes ver que soy
yo quien ha convocado al pueblo, porque un hondo pesar me consume.
No he tenido ninguna nueva del ejército que yo pueda comunicaros
públicamente después de haberla conocido el primero, ni tengo nada
que decir interesante para el pueblo; mas voy a hablaros de mis propios
asuntos y de la doble desdicha que pesa sobre mi casa. De una parte,
perdí a mi excelente padre, que algún día os mandara y trataba con la
dulzura que se suele a los propios hijos; de otra, he que ahora (y este es
un mal peor que arruinará luego mi casa y consumirá mis caudales) los
pretendientes acosan a mi madre, contra su voluntad. Y son los caros
hijos de aquellos más principales entre los que aquí se sientan que no
quieren ir a casa de Icario, que dotará a Penélope y la entregará a quien
a ella plazca, y que, sin embargo, invaden nuestra casa, matando mis
bueyes, mis ovejas y mis rollizas cabras, regalándose con soberbios ban-
quetes, bebiendo descaradamente de mi vino tinto y acabándolo todo.
Porque no hay aquí un hombre como Ulises, que pudiera alejar esta
ruina de mi casa, ya que no soy apto para ello, pues soy débil y sin sufi-
ciencia guerrera. De otro modo, yo lo haría, pues cometen intolerables
audacias y hunden mi casa vergonzosamente. Acompañadme vosotros
en mi justa cólera. Temed el juicio de los pueblos que rodean a Ítaca y
la furia de los dioses, que castigarán estas inicuas acciones. Os lo pido
por Zeus Olímpico o por Temis, que reúne y dispersa las ágoras de los
hombres; venid en mi ayuda y dejadme al menos sufrir mis dolores en
absoluta soledad. Si alguna vez Ulises, mi irreprochable padre, oprimió
a los aqueos de hermosas grebas, y para vengar males los excitáis contra
mí, consumid cuanto antes mis riquezas, que quizá entonces pudiéramos
ver la hora de vuestra expiación, pues yo os reconvendría hasta que estos
daños me fueran indemnizados.
Habló así, colérico, y vertiendo amargas lágrimas arrojó al suelo su cetro.
Movióse el pueblo a compasión. Todos guardaron silencio y nadie osó con-
tradecir las palabras indignadas de Telémaco. Sólo Antinoo le contestó así:
—Telémaco, agoreta orgulloso y colérico: has hablado para ultrajar-
nos y quieres manchar nuestra fama. Nada te hicieron los pretendientes
acayos. Es tu madre quien procede con mil astucias. Tres años van, y
pronto llegará el cuarto, desde que ella juega con el corazón de los aca-
yos. A todos da esperanzas, promete a cada uno especialmente, le envía
mensajes y medita a solas diferentes designios. Y aún urdió su espíritu
una nueva astucia. Ha tejido en sus cámaras una tela preciosa, sutil y
larga, y nos ha dicho: «Mis jóvenes pretendientes: puesto que ha muer-
to el divino Ulises, dejando una tregua a mis bodas hasta que acabe (sin
que se pierdan los hilos) este lienzo para Laertes, que habrá el servirle de
sudario cuando la Moira maldita le elija para sí. Y que ninguna mujer
acaiena me pueda reprochar ante el pueblo que dejé enterrar sin morta-
ja a un hombre que ha poseído tantos bienes.» Así habló, y nuestro gene-
roso corazón se dejó convencer. Y desde entonces, durante el día, pasa-
ba las horas tejiendo en el lienzo, y por la noche, alumbrada de antor-
chas, deshacía su labor. Durante tres años el cuarto llegó y se repitieron
las exhortaciones, pero una de sus doncellas, que sabía el ardid, no advir-
tió de ello, y sorprendimos a Penélope destejiendo la hermosa tela. Y
contra su voluntad, se vio obligada a acabarla. Y esto es lo que los pre-
tendientes te responden, para que tú lo sepas y todos los acayos lo sepan
también. Vuelva tu madre a su casa y mándala que se case con quien su
padre elija y a ella le plazca mejor. Y si pretende abusar largo tiempo de
los hijos de Acadia, confiada en los dones que le hizo Atenea (su manos
hábiles, su sutil discurso, sus delicadas astucias), dones que no conoci-
mos semejantes en las aqueas de hermosas cabelleras que vivieron otro
tiempo, Tiro, Alemene, Mikema, todas inferiores en argucias a esta
Penélope de ahora, no obrará con prudencia, porque entonces los pre-
tendientes destruiremos tus rebaños y agotaremos tus riquezas mientras
no cambie por otro el propósito que los Dioses inspiraron en su pecho.
Ganará ciertamente mucha fama, pero a ti no legará sino la pena de tus
bienes disipados, pues nosotros no volveremos a nuestras labores ni a
lugar ninguno mientras ella no se case con el aqueo que eligiere.
Y el prudente Telémaco le dijo:
—Yo no puedo, Antinoo, arrojar de mi morada contra su voluntad a
aquella que me parió y crió. Mi padre quizá vive, quién sabe en qué
punto de la tierra, o quizá haya muerto; y me será muy doloroso pagar
una gran suma a Icario si le envío a mi madre. He sufrido mucho por mi
padre, y los Dioses me enviarían nuevos males, pues mi madre, al salir
de la casa, invocaría a las diosas Erinnias y los hombres la vengarían en
mí. Por eso yo jamás daré tal orden. Si esto indigna vuestro corazón,
salid de mi casa, pensad en otros festines, comed de vuestros propios bie-
nes y convidaos recíprocamente. Mas si os parece mejor y más equitati-
vo devorar imprudentemente los bienes de un solo hombre, hacedlo. Yo
invocaré a los eternos Dioses, y si Zeus permite que os llegue un justo
castigo, pereceréis sin remedio en mi morada.
Telémaco habló así, y Zeus, que desde lejos vigila, hizo bajar de la cima
de un monte dos águilas que volaban con la velocidad del viento con sus
alas desplegadas. Y cuando llegaron al ágora ruidosa, sacudiendo el espeso
plumaje, pasaron sobre sus propias garras destrozándose el cuello y la cabe-
za, y después se alzaron hacia la derecha, remontándose a las casas de la ciu-
dad entera. Estupefactos los itacenses, veían, con sus propios ojos, el vuelo
de las águilas, buscando en su espíritu la significación de este presagio,
cuando habló el anciano Haliterses Mastorida, señalado entre todos los de
sus años como el más hábil en conocer los augurios y explicar los signos de
los hados. Y dijo así discretamente a la asamblea:
—Escuchad, itacenses, lo que voy a deciros. Ese presagio corresponde a
los pretendientes de un modo especial. Se cierne un gran peligro sobre
vosotros, pues Ulises no tardará en volver; quizá ya se halla cerca y os pre-
para la negra Ker y el exterminio. Y también traerá males a muchos de los
habitantes de Ítaca. Veamos, pues, de dejar a los pretendientes, a no ser
que ellos cesen en su actitud voluntariamente, con lo que saldrían ganan-
do. No soy, por cierto, un individuo sin experiencia, sino más bien pon-
derado, y estoy viendo cumplirse cuanto presagié al sutil Ulises cuando, al
frente de los argivos, partió para Ilios. Le dije que, después de sufrir penas
innúmeras y de haber visto morir a todos los suyos, volvería a su país,
transcurridos veinte años. Y así se va cumpliendo exactamente.
Y Eurimaco, hijo de Pólibo, hubo de responderle:
—Anciano, ve a tu casa y haz predicciones a tus hijos, a fin de que en
el porvenir no tengan daños; pero aquí abstente de predicar, que soy
mejor adivino que tú. Muchas aves vuelan en torno a los rayos de Helios
y no todas son aves agoreras. Ulises murió lejos de nosotros, y pluguiera
a los Dioses que tú murieras con él. No prorrumpirías hoy en presagios
vanos para excitar a Telémaco, de por sí ya excitado, con la esperanza, sin
duda, de que te regale con algún presente de su casa. Así te digo, y esto
se ha de cumplir. Sí, engañándole con tu antigua ciencia y tus palabras,
haces montar en cólera a este joven, le serás funesto sobre todo, pues
nada podrás contra nosotros, y además, ¡oh anciano!, te impondremos
una multa que te dolerá en el corazón y habrás de soportar con gran tra-
bajo. Aconsejaré a Telémaco que ordene a su madre el retorno a casa de
Icario, a fin de que los suyos concierten sus bodas y la entreguen la dote
que a su rango corresponde, pues no sospecho que en lo sucesivo los
jóvenes aqueos renuncien al deseo de matrimoniar, que no tememos a
nadie, ni a Telémaco, con ser tal orador, y no hemos de curarnos de tus
vacuas predicciones, que sólo valdrán para hacerte más odioso. Como
hasta aquí, los bienes de Telémaco serán destruidos mientras Penélope
burle a los aqueos en la dilación de su boda. Y en atención a sus virtu-
des, continuaremos disputándola día por día y no buscaremos fuera de
ella a otra mujer que pudiera sernos conveniente para esposa.
Y le respondió el prudente Telémaco:
—Eurimaco y cuantos sois ilustres pretendientes, no os suplicaré ni
hablaré mucho tiempo, porque de esto están enterados los Dioses y los
acayos todos. Aprestadme una nave ligera y veinte remeros que hiendan
conmigo los caminos del mar. E iré a Esparta y a la arenosa Pilos a infor-
marme del regreso de mi padre, tantos años ausente. Allí algún hombre
me hablará de él u oiré la fama de Zeus, que lleva lejos la gloria de los
hombres. Si oigo que mi padre vive y está de regreso, esperaré todavía un
año, aunque sufriendo siga; y si me dicen que ha muerto y no ha de revi-
vir, volveré a mi querida patria, le erigiré un túmulo, celebraré en su
honor los funerales debidos y a mi madre buscaré un esposo.
Dijo así, y tomó asiento. Y de entre todos se alzó Mentor, que era cama-
rada del ilustre Ulises, quien a su partida le confió el gobierno de su casa y
le dio sus bienes en guarda, recomendando a todos le rindieran obediencia.
Y a todos, lleno de discreta prudencia, habló y dijo:
—Escuchadme, itacenses, lo que voy a deciros. Nunca tengáis un rey
que sea benévolo, ni dulce, ni que piense en buenas acciones, sino cruel e
inicuo en adelante, ya que nadie recuerda al divino Ulises, que gobernó
entre vosotros con la dulzura de un padre. Y no reprocho sólo a los orgu-
llosos pretendientes, porque al fin se juega la cabeza arruinando la casa de
Ulises, en cuyo regreso no creen; que me indigno contra vosotros, que per-
manecéis sentados, sin osar siquiera hablar ni castigar a los pretendientes,
a pesar de ser ellos poco numerosos y constituir vosotros una multitud.
Y respondió Leocrito Evenorida:
—Mentor injurioso y estúpido, ¿qué es lo que dijiste? ¿Nos exhortas
a que nos retiremos? Ciertamente, sería difícil expulsar del festín a tan-
tos jóvenes. El mismo Ulises de Ítaca, viniendo en persona y resolvien-
do en su espíritu arrojar a los ilustres pretendientes sentados al banque-
te de su casa, no haría feliz a su mujer, que tan ardientemente desea su
regreso y anhela volver a verle, pues hallaría una muerte desastrosa com-
batiendo contra tantos. No has hablado con cordura. ¡Ea!, dispersémo-
nos, y que cada cual retorne a sus quehaceres. Mentor y Alitherse prepa-
rarán el viaje de Telémaco, ya que ellos son desde la cuna amigos de su
padre. Pero sospecho que aún permanecerá tiempo aquí, oyendo las
noticias que lleguen a Ítaca, y que no realizará su propósito.
De esta manera habló, disolvió el ágora y cada cual dirigióse a su
morada. Y los pretendientes encamináronse a la del preclaro Ulises.
Telémaco se dirigió a la orilla del mar, y sumergiendo sus manos en las
claras aguas, suplicó así a Atenea:
—Óyeme, Diosa; tú que viniste ayer a mi morada a ordenarme par-
tir en una nave a través del mar sombrío para inquirir de mi padre, tanto
tiempo alejado: los aqueos me lo impiden, y más que todos, los orgullo-
sos pretendientes.
Dijo así en su plegaria, y Atenea se apareció a él tomando la figura y
la voz de Mentor. Y le respondió con estas palabras aladas:
—Telémaco, no serás ni cobarde ni insensato si heredaste de tu padre
aquel buen ánimo que poseía para hablar y para hacer, y tu viaje no será
inútil ni infructuoso. Pero si, por el contrario, no eres hijo de Ulises y de
Penélope, desconfía de que cumplas con tu empresa, pues pocos hijos se
asemejan a sus padres; la mayoría les son inferiores y muy contados les
aventajan. Mas no serás ni un cobarde ni un insensato, pues heredaste la
inteligencia de Ulises, y verás realizados tus propósitos. Olvídate, pues,
de los designios y resoluciones de los insensatos pretendientes, que no
son justos ni cautos e ignoran que la muerte y la Ker negra les hará pere-
cer un mismo día. Y no tardarás en realizar lo que has resuelto, porque
yo, compañero de tu padre, te aparejaré por mí mismo una nave ligera y
partiré contigo. Retorna a tu casa, mézclate a los pretendientes y prepa-
ra las vituallas; pon el vino en ánforas y vasos y en los fuertes pellejos la
harina, que es la médula y la vida de los hombres. Mientras tanto, reu-
niré yo en el pueblo compañeros voluntarios. Muchas naves hay, nuevas
y viejas, en Ítaca, la batida por las olas. Elegiré la mejor de entre ellas, y
después de bien armada cruzaremos en ella el mar extenso.
Habló así Atenea, hija de Zeus, y Telémaco no tardó en obedecer las
palabras de la Diosa. Y con el corazón afligido se apresuró a volver a su
morada. Y encontró a los orgullosos pretendientes desollando cabras y
chamuscando lechones en el patio.
Entonces Antinoo, riendo, se llegó a Telémaco, y tomándole la mano,
le dijo así:
—Telémaco, agoreta orgulloso y colérico: no te cuides de agitar en tu cora-
zón malos designios y sigue comiendo y bebiendo en paz, como otras veces.
Los acayos trabajarán para ti, buscando nave y remeros para que salgas presta-
mente en dirección a la divina Pilos, a informarte de tu ilustre padre.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—No podría, Antinoo, sentarme al festín y regocijarme en paz entre
vosotros. ¿No os basta con haber consumido mis riquezas mientras era
yo un niño? Ahora ya soy mayor, he escuchado consejos de otros hom-
bres y el ánimo ha crecido en mi pecho. Yo probaré a acarrearos la
Muerte fatal, ya yendo a Pilos o permaneciendo aquí, sencillamente. Por
de pronto partiré, y mi viaje no será estéril. Partiré en una nave alquila-
da, ya que yo no poseo naves ni remeros, pues que así os ha placido.
Dijo, y se desasió violentamente de la mano de Antinoo. Preparaban
los pretendientes su banquete entre tanto, y seguían ultrajando a
Telémaco, con palabras de befa. Uno de ellos habló así:
—Sin duda, Telémaco estudia el modo de destruirnos, y quizá traiga
auxiliares de la arenosa Pilos o quizá los traiga de Esparta, ya que tan
ardiente es su deseo. O puede que quiera ir a la fecunda tierra de Efira y
proporcionarse venenos mortales, que echará en nuestras cráteras para
destruirnos de una vez.
Y añadió otro joven orgulloso:
—¿Quién sabe si, una vez viajando en su abierta nave, no perecerá
lejos de los suyos, peregrino y errante como Ulises? Nos proporcionaría
entonces un gran trabajo, pues habríamos de repartir sus bienes y adju-
dicar esta casa a su madre y a aquel que con ella desposara.
Y hablaban así. Telémaco subió a la más alta estancia de su padre, donde
estaban amontonados el oro y el cobre y se guardaban los vestidos en arcas
y el aceite abundante y oloroso. Allí estaban también las tinajas de vino
dulce, alineadas a lo largo del muro, encerrando la bebida pura y aromáti-
ca para cuando Ulises regresara a su patria después de haber pasado mil tra-
bajos. Las puertas se cerraban con dobles cerrojos y una despensera cuida-
ba de ellas noche y día con activa vigilancia; y era aquella Euriclea, hija de
Opos Peisenórida. A la cual llamó Telémaco y le dijo:
—¡Ama! Ponme en las ánforas el vino más dulce de estos olorosos
vinos conservados en espera del hombre sin ventura, del divino Ulises, si
es que ha de volver algún día, escapando a la Ker y a la muerte. Llena
doce vasijas, ciérralas con sus tapas y pon también veinte medidas de
harina en pellejos bien cosidos. Prepáralo todo, y guárdame silencio.
Vendré por ello a la noche, cuando mi madre se retire a su estancia en
busca de reposo, pues voy a Esparta y a la arenosa Pilos a inquirir sobre
el regreso de mi padre amado.
Habló así y la despensera, gimiendo y lamentándose, le dijo estas
palabras aladas:
—¿Por qué has pensado semejante cosa, hijo mío? ¿Quieres ir a tan
lejanas tierras, siendo tan querido unigénito? El divino Ulises ha hallado
la muerte lejos de su patria natal, en algún pueblo desconocido, y, cuan-
do embarques, los pretendientes maquinarán todo género de astucias
para matarte a traición y repartirse tus bienes. Quédate aquí, al lado de
tu madre y de tu hacienda, que no es preciso que sufras trabajos y vagues
sobre el mar tempestuoso.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—Tranquilízate, ama, que esta resolución no la he tomado sin el con-
sejo de un Dios. Pero júrame que no dirás nada a mi madre hasta que
pasen once o doce días, a menos que me llame o sepa que he partido,
para evitar que, llorando, marchite su cuerpo hermoso.
Así dijo; la antigua despensera prestó el gran juramento ante los
Dioses, y después de jurar solemnemente, puso el vino en las ánforas y
vertió la harina en los odres bien cosidos. Y Telémaco volvió a mezclar-
se con los pretendientes.
Mientras tanto, Atenea, la de los ojos claros, discurrió otro arbitrio.
Tomó la figura de Telémaco y paseó por la ciudad, ordenando a los hom-
bres que ya había elegido se congregaran al llegar la noche junto a la lige-
ra nave. Había pedido ésta a Noemor, el caro hijo de Fronio, y se la había
cedido de buen grado.
Y se ocultó Helios1, y todos los caminos se cubrieron de sombra.
Entonces, Atenea lanzó al mar la nave rápida y puso en ellos los apare-
jos propios de las embarcaciones bien armadas. Llévola a un extremo del
puerto, reuniéronse en torno a ella los excelentes compañeros y la Diosa
alentó a cada uno de ellos.
Y entonces Atenea, la de los ojos claros, discurrió otro arbitrio. Se
llegó presurosa a la morada del divino Ulises e infundió un dulce sueño
a los pretendientes, enturbiando sus mentes, mientra bebían y haciendo
que las copas se les cayeran de las manos. Y todos se esparcieron por la
ciudad buscando sus lechos, y apenas acostados, el sueño cubrió pesada-
mente sus pupilas.
Y la Diosa Atenea, la de los ojos claros, después de sacar de su casa a
Telémaco, tomando forma y voz de Mentor, le habló de este modo:
—Telémaco: tus compañeros, los de hermosas grebas, ya están dis-
1 Helios, el gran abrasador, había nacido del Titán Hiperión y de la titánica Peía. Era luz y calor,
y como tal se entiende en el texto que anotamos.
puestos, los remos en la mano y prontos a obedecerte. Vamos, pues, y no
demoremos el instante de partir.
Habló así Palas Atenea, y comenzó a andar aceleradamente seguida de
Telémaco. Y al llegar a la orilla del mar, donde reposaba la nave hallaron,
esperándoles, a sus compañeros de luengas cabelleras.
Y el divino Telémaco les dijo:
—Venid, amigos, y traigamos las vituallas preparadas en mi casa. Mi madre
y sus doncellas no saben nada de esto. Sólo la despensera esta enterada.
Dijo, y echó a andar seguido de ellos. Y transportaron las provisiones
hasta la nave bien armada, tal como había ordenado el hijo caro de Ulises.
Y Telémaco subió a la nave, gobernada por Atenea, que se sentó a la popa.
Y a su lado se sentó Telémaco. Y sus compañeros desataron las amarras y
se alinearon en los bancos. Y Atenea, la de los ojos claros, hizo soplar un
viento favorable, Céfiro, que les empujó, resonando por el mar sombrío.
Después Telémaco mandó a sus compañeros que armaran la jarcia, y
ellos obedecieron. Izaron, en efecto, el mástil de abeto, encajáronle en el
hueco de la traviesa y le sujetaron con calabrotes. Desdoblaron después
las velas blancas, las elevaron con correas y el viento las hinchó por el
medio. Y la onda purpúrea resonaba a lo largo de la quilla, mientras la
nave se deslizaba sobre el mar, siguiendo su rumbo.
Más tarde, cuando sujetaron la arboladura a la nave negra, alzáronse
de sus sitios con las cráteras llenas de vino e hicieron libaciones por los
Dioses eternos, y principalmente por la hija de Zeus, la Diosa de ojos
claros. Y toda la noche, hasta que rayó la mañana, la Diosa les acompa-
ñó en su marina ruta.
CANTO III

Helios, abandonando su lago brillante, tramontó al Urano de bronce


y llevó la luz a los Dioses y a los mortales que habitan la fecunda tierra.
Y entonces llegaron a Pilos, la ciudad bien construida de Neleo. Los
pilios, a la orilla del mar, dedicaban sacrificios de otros completamente
negros a Poseidaón, el de la azulada cabellera. Había nueve filas de sillas
y en cada fila quinientos hombres tenían asiento, y ante cada fila yacían
nueve toros degollados.
Comían de las entrañas y quemaban los muslos para el Dios, cuando
los de Ítaca entraron en el puerto, enrollaron las velas de la negra nave y,
amarrándola, saltaron a tierra. Y Telémaco saltó el primero, precedido de
Palas. Y hablando antes que nadie, dijo Atenea, la Diosa de los ojos claros:
—Telémaco, no te cumple ya ser escogido puesto que has atravesado
el mar por cariño a tu padre y a fin de saber qué patria le sustenta y cuál
ha sido su suerte. ¡Adelante, pues; marcha derecho a ver a Néstor, doma-
dor de caballos, y veamos qué pensamiento abriga en su corazón!
Suplícale que te diga la verdad, y no mentirá, puesto que es prudente.
Y repuso Telémaco:
—Mentor, ¿cómo abordarle y cómo saludarle si yo no poseo el bello
don de la palabra fácil y soy un joven que forzosamente ha de tener ver-
güenza en dirigirse a un anciano?
Y le repuso Atenea, la de los ojos claros:
—Telémaco, tu propio juicio te dictará palabras o un Dios te inspirará, pues
no creo hayas nacido y te hayas educado sin la benevolencia de los Dioses.
Dicho esto, Palas Atenea, seguida de Telémaco, echó a andar rápida-
mente, dirigiéndose a la asamblea de los pilios. Tenía asiento allí Néstor
con sus hijos y en torno a él sus compañeros asaban las viandas o las
colocaban para asarlas. Y en cuanto vieron a los extranjeros, todos se
acercaron a ellos, saludándoles con el gesto e invitándoles a sentarse. El
Nestórida Pisístrato fue el primero que se aproximó, y tomándolos por
la mano, de uno en uno, fue haciéndoles sitio en el banquete, sobre las
pieles mullidas que cubrían la arena de la playa, al lado de su hermano
Trasimedes y de su propio padre. Después, por sí mismo, ofrecióles tro-
zos de entrañas, vertió vino en una copa de oro y presentándola a Palas,
hija de Zeus tempestuoso, así le dijo:
—Suplica, ¡oh mi huésped!, a Poseidaón, ya que este festín al que lle-
gáis en su honor se celebra. Y después de que hayas libado e implorado
al Dios como conviene, pasa la copa del dulce vino a tu compañero, a
fin de que, a su vez, beba e implore, pues supongo que también rogará
a los Inmortales, ya que todos los hombres tienen necesidad de ellos. Por
ser más joven que tú, pues aparenta tener mi misma edad, es por lo que
con preferencia te ofrezco de esta copa de oro.
Habiendo hablado así, puso en su mano la copa de vino dulce y
Atenea se holgó de la prudencia de aquel joven, que le ofreció la áurea
copa antes que a nadie. Y en el acto suplicó al rey Poseidaón:
—¡Escúchame, Poseidaón que circundas la tierra! No te niegues a
concedernos lo que te suplicamos. Llena de gloria antes que nada a
Néstor y a sus hijos, y sé también favorable a los pilios, en recompensa
de este espléndido sacrificio. Haz, en fin que Telémaco y yo no regrese-
mos sin haber realizado el propósito en virtud del cual vinimos surcan-
do el mar en la ligera nave negra.
Suplicó así, cumpliendo ella sus propios votos, entregó la copa redon-
da a Telémaco, y el caro hijo de Ulises rogó también al Dios. Después
que los pilios hubieron asado las carnes superficiales, las retiraron del
fuego, y dividiéndolas en porciones celebraron el espléndido banquete.
Y cuando calmaron la necesidad de comer y beber, el jinete gerenieno
Néstor les dijo así:
—Ahora ya podemos inquirir quiénes sois, pues que ya habéis satis-
fecho el apetito. Forasteros, ¿quiénes sois? ¿Navegáis por algún negocio
o vais a la aventura, como aquellos piratas que, jugándose la vida, llevan
a la desdicha a los extraños?
Y el prudente Telémaco respondióle con firmeza, pues Atenea había
infundido ánimo en su corazón para que se informara de su padre ausen-
te y adquiriera gloriosa fama entre los hombres:
—¡Oh Néstor Neleiada, gloria altísima de los aqueos! Deseas saber de
dónde somos, y voy al punto a decírtelo. Venimos de Ítaca, tendida al
pie del Neyo, y nos trae un asunto privado, que no público, del que voy
a darte cuenta. Busco noticias de la inmensa gloria de mi padre, el pre-
claro y paciente Ulises, que otros días, según dicen, combatiendo conti-
go, destruyó la ciudad de Troya. Sabemos dónde hallaron muerte cruel
cuantos combatieron con los troyanos; pero el cronida sólo a Ulises
mandó muerte ignorada, y nadie puede decir dónde ha acabado: si fue
vencido en tierra firme, a manos de sus enemigos, o si en el mar, sobre
la espuma de Anfitrite. Por eso vengo a caer a tus pies y abrazarte las
rodillas, por si quieres decirme cuál ha sido su triste muerte, ya la hubie-
ras visto con tus ojos, ya la conozcas por boca de un viajero; que su
madre le dio al mundo para ser desventurado. No me infundas esperan-
zas vanas por pura compasión, y dime francamente, te lo ruego, si algu-
na vez mi padre, el excelente Ulises, con sus obras o sus dichos, te cum-
plió las promesas que te hiciera en el cerco de Troya, donde vosotros los
acayos sufristeis tantos males. Haz memoria y dime la verdad.
Y el jinete gerenieno Néstor le respondió:
—¡Oh, amigo! Me haces recordar las negras penas que los indomables
hijos de Acaia sufrimos en el pueblo troyano, ya siguiendo la presa del
botín a bordo de las naves en el mar oscuro, conducidos por Aquiles, ya
guerreando en torno a la gran ciudad del rey Príamo, donde tantos com-
batientes generosos fueron muertos. Allí yacen el valiente Áyax, y
Aquiles, y Patroclo, semejante a un Dios por su prudencia y saber, y mi
amado hijo Antioco, fuerte y sin tacha, hábil en el correr y gran guerre-
ro. Allí sufrimos otros muchos males; tantos que ningún mortal podría
contarlos por entero. Podrías quedarte aquí e interrogarme durante
cinco o seis años seguidos y regresarías lleno de dolor al suelo de tu patria
antes de conocer todos los males que sufrieron los divinos aqueos. Nueve
años tuvimos sitiada a Troya con mil astucias, y a duras penas el Cronida
nos concedió el triunfo. Y allí nadie igualó en prudencia al divino Ulises,
pues tu padre, si en verdad eres su hijo, a todos superaba en ingenio y en
recursos sin cuento. ¡Oh, qué sincera admiración me causa el contem-
plarte! Tus palabras son iguales a las suyas, y no se creyera que un joven
supiese hablar como él. En el ágora o en el consejo, jamás el divino
Ulises y yo discrepamos en un punto, y siempre dimos a los aqueos las
mejores normas, inspiradas en un mismo criterio y pensando con igual
prudencia. Después, apenas destruimos la excelsa ciudadela de Troya,
partimos en nuestras naves, y un Dios despertó a los aqueos. Sin duda,
Zeus dispuso en su espíritu que fuera triste nuestro regreso, pues no
todos fueron prudentes y justos, y había reservado un terrible designio
para muchos de ellos la cólera encendida de Atenea, la de los ojos claros,
hija de un padre terrible, que sembró la discordia entre los Atreidas.
Éstos convocaron sin prudencia y a destiempo a los aqueos al ágora, pues
era al poner el sol, y concurrieron mareados por el vino, y explicaron el
objeto de la asamblea. Entonces Menelao aconsejó el retorno sobre el
dorso de las aguas, pero esto no le plugo a Agamenón, que quería dete-
ner al pueblo y aplacar con sacros holocaustos la violenta cólera de
Atenea. Y el insensato no sabía que era inútil pretenderlo, pues el espíri-
tu de los Dioses no cambia tan súbitamente. Y mientras los Atreidas, en
pie, disputaban con airadas palabras, todos los aqueos de hermosas gre-
bas se levantaron entre aquel vocerío, pues las dos encontradas solucio-
nes tenían partidarios. Pasamos aquella noche madurando propósitos
fatales, pues Zeus preparaba ya nuestra gran desventura, y al rayar la
mañana lanzamos las naves al divino piélago, y embarcamos en ellas
nuestro botín y las mujeres de desnudo talle. Y la mitad del ejército
quedó al lado del Atreida Agamenón, y nosotros partimos en nuestras
naves. Un dios amansó el mar donde habitan los monstruos, y tan pron-
to como arribamos a Tenedos ofrecimos sacrificios a los Dioses, anhe-
lando llegar a nuestras casas; pero Zeus descontento, sin duda, no que-
ría nuestra vuelta, y suscitó de nuevo una fatal discordia. Algunos, y
entre ellos se contaba el ingenioso Ulises, lleno de divina prudencia, vol-
vieron hacia el Atreida Agamenón con el fin de complacerle. Pero yo,
con las naves que me seguían, me puse a la fuga, pues sabía el castigo que
preparaba el Dios. El valiente hijo de Tideo, arengando a los suyos, tam-
bién se dio a huir; y el rubio Menelao se unió a nosotros en Lesbos cuan-
do deliberábamos la ruta que mejor nos conviniera. ¿Iríamos por el
Norte de la áspera Kios, dejando a la izquierda a la isla Psiria, o por el
Sur de Kios, hacia Mimas, la azotada por el viento? Suplicamos a Zeus
la merced de una señal y nos la hizo, ordenándonos que cruzáramos el
mar con rumbo a Eubea, a fin de evitar nuestro infortunio. Comenzó a
soplar un viento sonoro, y nuestras naves, recorriendo rápidamente los
caminos de los peces, llegaron de noche a Geresto. Y allí, en gracia a
haber atravesado el piélago, quemamos en honor de Poseidaón muchos
muslos de toro. Al cuarto día los compañeros del Tideida Diomedes, con
sus naves simétricas, se quedaron en Argos, pero yo seguí mi camino
hacia Pilos, sin que el viento me faltara, pues un Dios propicio hizo que
soplase. Así es como llegué hasta aquí, querido hijo, sin saber qué acayos
se salvaron ni quiénes toparon con la muerte. Mas lo que oí referir, ya
tranquilo en mi casa, es justo que tú lo sepas; y no te lo ocultaré un
momento. Se dice que el ilustre hijo del magnánimo Aquiles regresó
incólume, así como los mirmidones, a quienes él dirigía, y eran hábiles
en manejar la lanza. Filoctetes, el preclaro hijo de Peantes, también vol-
vió entre los suyos, e Idomeneo condujo a Creta a todos los que se sal-
varon de la guerra, sin que el mar le arrebatara ninguno. Tú has oído,
aunque vives lejos, hablar del Atreida, y sabes cómo volvió y cómo Egisto
le infligió una muerte lamentable. Pero el asesino fue muerto miserable-
mente, porque es muy bueno dejar un hijo que nos vengue. Y Orestes se
vengó de Egisto, que había matado a su ilustre padre. Y tú, amigo, ya
que eres gallardo y excelente mozo, sé esforzado, a fin de que se hable
bien de ti entre los hombres futuros.
Y le respondió el prudente Telémaco.
—¡Oh Néstor Neleiada, alta gloria de los acayos! Cierto que Orestes
tomó una justa venganza y todos los acayos lo celebran y lo celebrarán
los hombres futuros. ¡Pluguiera a los Dioses darme fuerza para hacer
expiar a los pretendientes los daños que me infieren y el oprobio de que
me cubren! Pero los Dioses no son propicios a ampararnos ni a mi padre
ni a mí, y es preciso, por fuerza, sufrir pacientemente.
Y el jinete gerenieno Néstor le respondió:
—¡Oh amigo! Eso que me dices me refresca en la memoria que nume-
rosos pretendientes de tu madre cometen en tu casa actos inicuos. Dime:
¿sufres esos ultrajes con pasividad, o te odia el pueblo obedeciendo el
oráculo de algún Dios? ¿Quién sabe si Ulises no castigará un día sus ini-
cuas violencias, ya por sí mismo o ayudado por todos los acayos? Ojalá
que Atenea, la de los ojos claros, te amara tanto como amó al glorioso
Ulises en el pueblo de Troya, donde los acayos soportamos tanto mal;
que yo no he visto nunca a los Dioses cuidar tan manifiestamente a un
hombre como Palas a Ulises. Y si quisiera cuidar de ti y protegerte, de
ese modo más de algún pretendiente abandonara sus deseos de bodas.
Y el prudente Telémaco le dijo:
—¡Oh, anciano! Creo que eso no llegará jamás. Las grandes cosas que
tú auguras me turban y me llenan de estupor. Pero no espero que se
cumplan, aun cuando lo quisieran los mismos Dioses.
Entonces Atenea, la Diosa de los ojos claros, respondió:
—Telémaco, ¿qué palabras se escaparon de entre tus dientes? Un Dios
puede sin trabajo salvar a un hombre, aun cuando se halle lejos. Y yo
preferiría ver llegar la hora del regreso y tornar a mi casa después de
haber sufrido numerosos dolores, a perecer a mi llegada, como
Agamenón, por la perfidia de Egisto y Clitemnestra. Sin embargo, los
Dioses no pueden alejar del hombre que les sea caro el fin común a
todos, cuando la Moira fatal de la ruda muerte inexorable le aprisiona.
Y el prudente Telémaco le respondió:
—Mentor, no hablemos más tiempo de estas cosas, aunque ello nos
aflija. Ulises no regresará jamás, pues los Dioses inmortales le han debi-
do enviar la muerte y la negra Ker. Ahora quiero interrogar a Néstor, ya
que él sobresale entre todos por su inteligencia y equidad. ¡Oh Néstor
Neleiada, dime verdad! ¿Qué muerte le preparó el pérfido Egisto, a él
que en tanto le aventajaba? ¿Dónde está Menelao? Sin duda no se halla-
ba en los Argos de Acaia; quizá errara en países lejanos, y Egisto en su
ausencia cometió su delito.
Y le respondió el jinete gerenieno Néstor:
—Te diré, hijo mío, la verdad de estas cosas, y tú sabrás tal como aca-
ecieron. Si el rubio Atreida Menelao, a su regreso de Troya, hubiera halla-
do en su casa vivo aún al pérfido Egisto, sin duda pereciera a sus manos
y ni siquiera se hubiese enterrado su cadáver, sino que, arrojado a la lla-
nura, lejos de Argos, los perros y las aves de rapiña comieran de sus car-
nes, y ninguna aquea le hubiera llorado porque había cometido un gran
delito. Pues mientras nosotros sufríamos ante Ilios combates innúmeros,
él, tranquilo en su retiro de Argos, fecunda en corceles, seducía con enga-
ñosas palabras a la esposa de Agamenón. Al principio, la divina
Clitemnestra resistió a cometer la acción indigna, pues solía obedecer a
muy honrados pensamientos y la acompañaba un Aeda, a quien el
Atreida, al salir para Troya, había confiado la guarda de su esposa. Pero
cuando la Moira de los Dioses hubo decidido que el Aeda muriera, fue
conducido por Egisto a una isla inhabitada, donde le abandonó, y fue
devorado por las aves de rapiña. Y entonces, animados los dos del mismo
pensamiento, Egisto condujo a Clitemnestra a su morada, quemando
numerosos muslos en los altares de los Dioses y colgando ornamentos y
vestidos de oro por haber acabado la gran empresa en cuyo éxito jamás
pensó su alma. Y el Atreida y yo, navegando, veníamos de Troya, guar-
dándonos mutua amistad, cuando al llegar a Sunio, sagrado promontorio
de los atenienses, Foibos Apolo mató instantáneamente con sus dulces
flechas al piloto de Menelao, Frontis Onetorida, que en aquel momento
manejaba el gobernalle, pues no le había más dispuesto entre los hombres
para guiar una embarcación en medio de las furiosas tempestades. Y
Menelao, aunque tenía un gran empeño en no interrumpir su viaje, se
detuvo en la ciudad para enterrar a su compañero y dedicarle funerales.
Después, reanudando su camino a través de las aguas sobre las abiertas
naves, tocó en el promontorio de Malea, cuando Zeus, el de la voz tro-
nante, oponiéndose a su ruta, extendió el soplo de los vientos sonoros,
que levantaron enormes olas, del tamaño de montañas. Entonces se dis-
persaron las naves y parte de ellas dirigióse hacia Creta, donde habitan los
Kidones, en las riberas de Dárdano. Hay allí, sobre las costas de Gortina,
una roca escarpada y plana que emerge del mar sombrío. Allí el Noto
lanza las olas enormes hacia Festos, a la izquierda del promontorio, y esta
roca, aunque pequeña, rompe las grandes olas. Allí fueron a dar, y a duras
penas los hombres escaparon de la muerte, pues las olas estrellaron las
naves contra el roquedo, y el mar y el viento empujaron hacia Egipto
cinco navíos de azuladas proas. Y Menelao, amontonando riquezas de
oro, vagó entre gentes que hablaban lengua extraña. Y mientras tanto,
Egisto acariciaba en su casa el propósito malvado y asesinaba al Atreida y
dominaba al pueblo. Reinó siete años en la rica Mikena y al octavo regre-
só de Atenas el divino Orestes y mató al pérfido Egisto, al asesino de su
ilustre padre. Y cuando le hubo muerto, ofreció a los argivos el banquete
fúnebre en las exequias de su desdichada madre y del cobarde Egisto. Y
fue aquel día cuando llegó Menelao, dueño de tantas riquezas como podí-
an conducir sus naves. Y tú, amigo mío, no permanezcas más tiempo ale-
jado de tu casa, ya que has dejado en ella tantos hombres audaces; no sea
que consuman tus bienes y se repartan tu hacienda, pues entonces tu viaje
fuera estéril. Yo te invito a unirte a Menelao, que ha llegado hace poco de
tierras extranjeras; le lanzaron a viajes por un piélago tan ancho, tan vasto
y tan horrible, que los mismos pájaros tardarían un año en atravesar. Ve
con tu nave y compañeros a buscarle; y si quieres ir por tierra, te daré
carro y corceles y mis hijos te conducirán a la divina Lacedemonia, donde
vive el rubio Menelao, a fin de que le ruegues te diga la verdad. Y no te
mentirá, pues es prudente y sensato.
Así habló. Helios se hundió en el ocaso y llegaron las tinieblas. Y la
Diosa Atenea, la de los ojos claros, le dijo:
—Has hablado, ¡oh anciano!, muy discretamente. Mas debéis cortar
las lenguas y mezclar el vino, a fin de hacer libaciones a Poseidaón y a los
demás Inmortales. Después nos iremos a nuestros lechos, pues es hora
de dormir, que ya la luz bajó tras el horizonte, y no debemos continuar
más tiempo en el banquete de los Dioses, sino recogernos.
De este modo habló la hija de Zeus, y todos obedecieron sus palabras.
Los heraldos sirvieron lavamanos, los más jóvenes llenaron de vino las
cráteras y las distribuyeron a todos. Arrojaron después las lenguas al
fuego e hicieron en pie las libaciones. Y hechas éstas y bebido cuanto su
deseo apeteciera, Atenea y Telémaco, de consuno, quisieron tornar a la
nave abierta. Pero en el acto Néstor les retuvo y les dijo:
—¡Líbrenos Zeus y los demás Dioses eternos de dejarnos salir hacia
vuestra ligera nave, alejándoos de mí, como si en mi casa no hubiera
ropa, mantos y colchas para que mis huéspedes puedan dormir cómoda
y muellemente! Poseo, en verdad, numerosos mantos y hermosas col-
chas, y nunca pernoctará el caro hijo de Ulises a bordo de su nave mien-
tras yo viva o mis hijos queden en mi palacio para alojar y recibir a los
forasteros que hasta él lleguen.
Y respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros:
—Tienes razón, querido anciano. Y conviene que Telémaco se per-
suada de que obedecerte es lo mejor. Te seguirá y dormirá en tu palacio,
y yo iré ahora a nuestra nave negra para dar órdenes a nuestros compa-
ñeros, pues me envanezco de ser el más viejo de entre ellos. Todos son
jóvenes, de la misma edad del magnánimo Telémaco, y le han seguido
por pura amistad. Me acostaré en la nave negra y abierta, y al amanecer
me llegaré a los magnánimos caucones a cobrar una suma que me adeu-
dan y que no es ciertamente despreciable. Y ya que Telémaco ha venido
a tu casa, envíale acompañado de un hijo tuyo, con un carro del que
tiren los más veloces y vigorosos de tus caballos.
Dijo esto apenas, y Atenea, la de los ojos claros, desapareció converti-
da en águila, sobrecogiendo de estupor a cuantos la contemplaban. Y el
anciano, viendo esto por sus propios ojos, admiróse profundamente, y
tomando las manos de Telémaco, le habló con estas palabras:
—¡Oh amigo! No debes ser ni débil ni cobarde, ya que, aun siendo
tan joven, los propios Dioses te acompañan. Esa no es otra que una de
las Diosas que habitan las olímpicas moradas: es la hija de Zeus, la devas-
tadora Tritogenia, que tanto honraba a tu padre, el más preclaro de todos
los argivos. Sé también, ¡oh reina!, favorable a nosotros. Danos una gran
gloria a mí, a mis hijos y a mi venerable esposa, y te sacrificaré una novi-
lla añoja, bravía y de despejada testuz, que nadie haya sometido al yugo.
Y te la sacrificaré después de haber rodeado de oro sus finas astas.
Habló así, y Atenea le escuchó.
Y el jinete gerenieno Néstor, a la cabeza de sus hijos y de sus yernos,
se dirigió a su hermoso palacio. Y cuando llegaron a la ilustre casa del rey
se sentaron en orden sobre gradas y sillones. Y el anciano mezcló en una
crátera vino dulce de once años envasado, que una sirvienta acababa de
destapar. Y mezclando el vino dulce en la crátera, suplicó a Atenea, la
hija de Zeus tempestuoso. Y todos, hechas ya las debidas libaciones y
bebido cuanto su deseo apetecía, dirigiéronse a descansar a sus respecti-
vas camas. Y el jinete gerenieno Néstor hizo acostar a Telémaco, el caro
hijo del divino Ulises, en un lecho labrado bajo el pórtico sonoro y al
lado de Pisístrato, el más joven de los hijos de la casa. Y él, Néstor, dur-
mió en su estancia, donde su esposa le había aparejado el lecho.
Y cuando Eos1, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, el jinete gerenieno Néstor se levantó de su lecho y salió a sen-
tarse sobre las piedras blancas, pulidas y brillantes, como lustradas por el
aceite, que había ante el portón, y en las cuales algún día se sentaba
Neleo, parecido a un Dios por la prudencia. Pero aquél, dominado por
la Ker, había descendido al Edes, y ahora el gerenieno Néstor, sostén de
los acayos, se sentaba en su sitio y su mano sostenía el cetro. Y sus hijos,
abandonando las cámaras nupciales, se reunieron a su alrededor:
Ekefrón, y Estratios, y Perseo, y Areto, y el divino Trasimedes. Y el héroe
Pisístrato, que llegó el sexto. E hicieron aproximar a Telémaco, semejan-
te a un Dios; y el jinete gerenieno Néstor comenzó a decirles:
—Queridos hijos míos, satisfaced en seguida mi deseo, a fin de que me
haga grato sobre todos los Dioses a Atenea, que se me ha mostrado visi-
ble en el sagrado festín a Poseidaón. Que uno de vosotros salga al campo
y busque una novilla, que nos traerá el vaquero prontamente. Diríjase
otro a la negra nave del magnánimo Telémaco y conduzca hasta aquí a
todos sus compañeros, excepto dos, que dejará para su guarda. Otro orde-
nará al aurífice Laertes que venga a verter oro en torno a los cuernos de
la novilla, y queden los demás conmigo. Decid a los sirvientes que pre-
paren un festín sagrado en la casa y traigan sillas, leña y agua clara.
Habló así, y todos le obedecieron. Vino del campo la novilla; llegaron
de la nave simétrica los compañeros del magnánimo Telémaco; apareció el
artífice trayendo en sus manos los instrumentos de su arte: el yunque, el
martillo y la tenaza, con los cuales trabajaba el oro; vino asimismo Atenea
para asistir al sacrificio, y el viejo jinete Néstor proporcionó el oro; y el
obrero lo extendió y fijó en los cuernos de la novilla para que la Diosa se
regocijara al ver tal ornamento. Estratios y el divino Ekefrón condujeron a
la novilla por los cuernos. Areto trajo de la cámara nupcial, en una jofaina
florida, agua para el lavamanos, y una sirvienta, cebada molida en un ces-

1 Eos, hermana de Elios, la Aurora, la que nacía con la mañana; la joven, la madrugadora, la
fresca, la eternamente alegre, la graciosa.
tillo. El valiente Trasimedes se hallaba presto a degollar a la novilla con un
hacha cortante en la mano y Perseo llevaba una vasija para recoger la san-
gre. Entonces el viejo Néstor extendió el agua y la cebada y suplicó a
Atenea, arrojando al fuego algunos pelos arrancados al testuz de la víctima.
Y tan pronto como hubieron rogado y esparcido la cebada, el noble
Trasimedes, hijo de Néstor, cortó de un hachazo los músculos del cuello,
y cayó sin fuerzas la novilla. Y las hijas y las nueras de Néstor y su venera-
ble esposa Eurídice, la mayor de las hijas de Climenos, gritaron a la vez.
Levantaron a la novilla, que estaba tendida a lo largo, la sostuvieron y
Pisístrato, príncipe de hombres, la degolló. Una sangre oscura se escapó de
su garganta, y los huesos perdieron el hálito de la vida. Entonces la descuar-
tizaron. Cortaron los muslos, según el rito, y los cubrieron de grasa por los
lados. Después extendieron sobre ellos las entrañas sangrientas, y el anciano
las tostaba sobre leña ardiendo y hacía a la vez libaciones de vino tinto. Los
jóvenes llevaban asadores de cinco puntas. Consumidos los muslos, proba-
ron las entrañas, partieron la carne con cuidado, atravesaron los trozos con
pinchos y pusiéronlos a asar, sin dejar de las manos las varillas agudas.
Mientras tanto, la bella Policasta, la más joven de las hijas de Néstor
Neleida, bañó a Telémaco, y después de haberle bañado y perfumado
con un aceite graso, le vistió una túnica y una hermosa clámide. Y al salir
del baño semejaba por su belleza a los Inmortales. Y fue a sentarse junto
a Néstor, príncipe de pueblos.
Otros que ya habían asado las carnes las retiraron del fuego y se sen-
taron al festín. Los más ilustres varones, levantándose, escanciaban vino
en las copas de oro. Y cuando hubieron satisfecho el hambre y la sed, el
jinete gerenieno Néstor comenzó a hablarles así:
—Hijos míos, entregad a Telémaco dos caballos de hermosas crines y
uncidlos al carro para que pueda hacer su viaje.
Dijo así y en el acto le obedecieron, unciendo al carro dos caballos
veloces. La despensera les pertrechó de pan y vino y de todos los manja-
res que comer suelen los reyes preferidos de Zeus. Telémaco subió al
carro magnífico, y tras él el Nestórida Pisístrato, príncipe de pueblos,
que tomó las riendas en sus manos. Hostigó a los caballos, y éstos se lan-
zaron por la llanura, dejando tras sí la escarpada ciudad de Pilos y sacu-
diendo durante todo el día el yugo a que iban uncidos.
Y cuando Helios se ocultaba y los caminos se vestían de sombra, lle-
garon a Fera, a la morada de Diocles, hijo de Ortilocos, a quien engen-
dró Alfeo. Allí pasaron la noche, pues Diocles les ofreció hospitalidad.
Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, aparejaron los caballos, subieron al carro magnífico y salieron
del vestíbulo y del sonoro pórtico. Y Pisístrato hostigó a los caballos, que
se lanzaron veloces a través de la fértil llanura. Y llegaron al fin de su
camino, pues los caballos corrieron velozmente cuando Helios se hundía
en el ocaso y los campos se llenaban de sombra.
CANTO IV

Llegados a la vasta y cavernosa Lacedemonia, se dirigieron a casa del


glorioso Menelao, al que hallaron celebrando, en medio de numerosos
convidados, las bodas de su hijo y de su hija ilustre, que enviaba al pri-
mogénito del belicoso Aquiles. Tiempo atrás, frente a Troya, se la había
prometido para esposa, aprobando los Dioses estas nupcias, y Menelao
la mandaba ahora en un carro de dos corceles hacia la ínclita ciudad de
los mirmidones, sobre los que reinaba Aquiles.
Y a la vez casaba con una espartana, hija de Alector, a su hijo robusto
Megapentes, que, ya viejo, hubo Menelao con una esclava, pues los
Dioses no permitieron que concibiese Helena después de dar al mundo
a su graciosa hija Hermiona, semejante a Afrodita dorada.
Y los vecinos y amigos del glorioso Menelao asistían al festín en la
soberbia y amplia morada, regocijándose con ello, y un divino Aeda can-
taba y tañía la cítara, y dos danzantes hacían ágiles cabriolas, en medio
de todos, al son de las canciones.
Entonces fue cuando el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor lle-
garon con su carro al vestíbulo de la casa. Apenas les hubo visto Etoneo,
diligente criado familiar, se llegó con presura a las habitaciones del prín-
cipe de pueblos y, parándose ante él, le dijo estas palabras aladas:
—Menelao, progenie de Zeus, aquí hay dos extranjeros que parecen
de la raza de Zeus. Dime si debo desuncir sus briosos cabellos o si, por
el contrario, debo remitirlos a que otros los acoja.
Y el rubio Menelao le contestó indignado:
—Etoneo Petoide, antes de ahora tenías mejor juicio, pero a veces
dices palabras necias, como un niño sin sentido. Con frecuencia hemos
recibido hospitalidad en casas de hombres forasteros, antes de venir aquí,
¡y quiera Zeus ahorrarnos nuevas miserias en lo futuro! Desunce, pues,
los caballos de nuestros huéspedes y condúceles hasta aquí para que
gocen del banquete.
Tal dijo y Etoneo salió presuroso del palacio y mandó a otros criados
que le siguieran. Desuncieron los caballos, sudorosos bajo el yugo; atá-
ronles al pesebre y les sirvieron un pienso de cebada blanca mezclada con
espelta; acercaron el carro al brillante muro de la casa, e introdujeron a
los huéspedes en la mansión augusta.
Miraban ellos atónitos al palacio del rey, progenie de Zeus, pues el
esplendor de la casa del gracioso Menelao era semejante a los de Helios
y Selene. Luego que satisficieron su curiosidad y terminaron de contem-
plarla, entraron a lavarse en los baños pulimentados. Y cuando los criados
hubiéronles lavado y ungido con aceite, y les vistieron ricas túnicas y man-
tos cómodos, fueron a sentarse en sillones al lado del Atreida Agamenón.
Una sirvienta les dio lavamanos, vertiendo agua de una hermosa ánfora de
oro en una fuente de plata, y colocó ante ellos una mesa pulida, y la vene-
rable despensera les sirvió pan y manjares numerosos. El trinchante llegó
con platos de carne de varias clases y puso a su alcance las copas de oro. Y
el rubio Menelao, tendiéndoles la mano diestra, les dijo:
—Comed y refocilaos, que cuando estéis satisfechos será tiempo de
inquirir quiénes sois entre los hombres, aunque sospecho que vuestra raza
no ha debido malograrse y debéis ser de linaje de reyes portadores de
cetros, caros a Zeus, pues jamás los viles dieron al mundo semejantes hijos.
Así dijo, y cogiendo con sus propias manos el grueso lomo de una ternera,
que para honrarle distintamente le habían servido, lo ofreció a los huéspedes.
Y éstos pusieron mano a los manjares servidos, y cuando hubieron
satisfecho su apetito y su sed, Telémaco dijo al hijo de Néstor, aproxi-
mando la cabeza para no ser escuchado por los otros:
—Observa, Nestorida, carísimo a mi corazón, el resplandor de bron-
ce y el sonoro palacio, y el oro, y el electro, y la plata, y el marfil. Así
debe ser, din duda alguna, la morada del Olímpico Zeus. ¡Cuántas rique-
zas! Me quedo admirado al contemplarlas.
Y el rubio Menelao, comprendiendo lo que decía, le dirigió estas pala-
bras aladas:
—Hijos queridos, ningún viviente puede competir con Zeus, cuyas
moradas y riquezas son eternas. Y habrá hombres más o menos ricos que
yo; pero he sufrido numerosos trabajos, vagando a bordo de mis naves
durante ocho años antes de regresar, y he visto Chipre y Fenicia y he ido
a los egipcios y a los etíopes, a los sidones y a los erembos, y he estado en
Libia, donde los corderillos son cornudos y las ovejas paren tres veces cada
año. Allí ni al rey ni al pastor les falta queso, carnes y leche dulce, porque
pueden ordeñar a las ovejas todo el año. Pero mientras yo erraba a través
de esos países, amontonando riquezas, un hombre mató traidoramente a
un hermano mío, ayudado por la perfidia de una mala mujer, y desde
entonces reino lleno de amargura a pesar de mis tesoros. Acaso hayáis
oído relatar estas cosas a vuestros padres, cualesquiera que ellos sean. He
sufrido numerosos males y he destruido una ciudad populosa que ence-
rraba preciosos tesoros. ¡Pluguiera a los Dioses que guardara en mis estan-
cias un tercio nada más de aquéllos, y que aún viviesen los héroes pereci-
dos ante Troya, lejos de Argos, donde pacen los hermosos corceles! Por
ellos me aflijo y lloro muchas veces retirado en mis estancias, que me con-
suela plañirme y recordar; pero otras tengo que cesar en el llanto, pues la
angustia me agota prontamente. Y aun cuando a todos recuerdo entriste-
cido, por nadie lloro más que por uno cuya memoria me quita el sueño
y la gana de comer; porque Ulises ha sufrido más trabajos que todos los
aqueos. Multitud de fatigas le estaban reservadas; y una incurable melan-
colía me invade cuando pienso que, tras ausencia tan dilatada, no sabe-
mos si vive o ha muerto. Y en su casa le llorará el viejo Laertes y la pru-
dente Penélope y Telémaco, a quien dejó muy niño en la cuna.
Cuando así hubo hablado Menelao, acometió a Telémaco el deseo de
llorar a la evocación de su padre; llevó a sus ojos el manto de púrpura
con ambas manos y sus párpados dejaron deslizar abundantes lágrimas.
Y Menelao lo advirtió y deliberó en su alma y en su corazón si le dejaría
abandonado al recuerdo de su padre, para que hablara primero, o si le
interrogaría preguntándole en qué pensaba.
Mientras así deliberaba en su alma y en su corazón, bajó Helena de
la alta y perfumada alcoba nupcial, semejante a Artemisa la que lleva
arco de oro. En seguida Adrasta le presentó un sillón magnífico; Alcipe
trajo un tapete de mullida lana, y Filo le ofreció una cesta de plata, rega-
lo de Alcandra, mujer de Polibo, que vivía en Tebas, la de Egipto, en
cuyas casas se encierra gran riqueza. Polibo dio a Menelao dos bañeras
de plata, dos trípodes y diez talentos de oro, y Alcandra, a su vez, había
ofrecido a Helena estos ricos presentes: una rueca de oro y una cesta de
plata maciza, ribeteada de oro. Y ésta es la que trajo Filo llena de hebras
devanadas y la rueca con lana de color violeta. Helena se sentó en el
sillón, provisto de un escabel para los pies, y en seguida preguntó a su
esposo:
—¿Sabemos ya, divino Melenao, quiénes son estos hombres que han
llegado a nuestra casa? ¿Me engañaré o diré verdad? Mi corazón me orde-
na hablar. No creo haber visto jamás nada más semejante ni en hombre
ni en mujer; y estoy sobrecogida de admiración al contemplar a este
joven tan parecido al hijo del magnánimo Ulises, a Telémaco, a quien
dejó en su casa muy niño, cuando por mi culpa, ¡perra de mí!, los aque-
os fuisteis a Troya a empeñaros en la guerra peligrosa.
Y el rubio Menelao le contestó, diciendo así:
—Yo creo como tú, mujer, que éstos son los pies, las manos, el brillo
de los ojos, la cabeza y los cabellos de Ulises. Ahora le recordaba, y al refe-
rir cuántas miserias sufrió pacientemente por mí, este joven derramó por
sus párpados amargas lágrimas y cubrió sus ojos con un manto purpúreo.
Y el Nestórida Pisístrato le repuso:
—Atreida Menelao, progenie de Zeus, príncipe de pueblo, en efecto,
este es el hijo de quien dices. Pero es prudente y cree que no sería dis-
creto, apenas llegado, pronunciar necias palabras ante ti, cuya voz escu-
chamos como si fuera la de un Dios. El jinete gerenieno Néstor me ha
ordenado que le acompañe, pues deseaba verte, a fin de requerir tu con-
sejo y tu ayuda; que padece muchos males a causa de la ausencia de su
padre, aquel en cuya casa tiene pocos defensores. Este triste destino ha
cabido a Telémaco, que, con su padre lejos, no tiene en su pueblo quien
pueda librarle de sus desdichas.
Y el rubio Menelao, contestándole, se expresó así:
—¡Oh Dioses! Ha entrado en mi morada el hijo de aquel hombre
caro, de aquel héroe que por mi causa sostuvo tantas luchas, y a quien
yo me había propuesto glorificar entre todos los acayos si el Olímpico
Zeus nos hubiera concedido el regreso a bordo de nuestras rápidas naves.
Le hubiera levantado una ciudad en Argos y construido un palacio; y él
hubiera traído sus riquezas y a su familia y a todos sus convecinos a habi-
tar en una de las ciudades de mi Imperio previamente evacuada y con
frecuencia nos hubiésemos visitado, siendo amigos dichosos, hasta que
la muerte nos hubiera envuelto entre su negra nube. Mas, sin duda, un
Dios nos ha enviado este propósito, y reteniéndole solo y sin ventura, a
él nada más ha negado el regreso.
Así dijo, y angustió a todos el deseo de llorar. Y lloraba la argiva
Helena, hija de Zeus; y Telémaco lloraba también, y el Atreida Menelao;
y el hijo de Néstor tenía ojos arrasados de lágrimas, pues le volvía al alma
el recuerdo del irreprochable Antíloco, a quien mató el hijo ilustre de la
espléndida Eos; y recordándole, dijo estas palabras aladas:
—¡Atreida! A menudo, el anciano Néstor me ha dicho, cuando te
hemos recordado en nuestras conversaciones del palacio, que destacabas de
entre todos por tu prudencia. Por eso quiero que me escuches ahora. No
me gusta llorar ante la cena; pero cuando nazca Eos y venga la mañana ver-
teremos lágrimas, pues es justo verterlas por aquellos que han sufrido su
destino, ya que ésta es ciertamente la única recompensa de los miserables:
cortar su cabellera y surcar de lágrimas sus mejillas en honor de lo que fue-
ron. También murió mi hermano, y tú sabes que no era el menos valero-
so de los argivos, pues ni yo estuve allí ni llegué a conocerle; pero dicen que
Antíloco sobresalía entre todos, así en la carrera como en el combate.
Y el rubio Menelao le respondió:
—Querido, hablas como lo hiciera un hombre prudente y de más
edad que tú; como el hijo de tal padre. Se conoce al momento la ilustre
estirpe de un hombre a quien la Cronida ha honrado haciendo feliz al
nacer y casarse, como ahora, concediendo a Néstor la dicha diaria de
vivir en paz en su palacio, rodeado de hijos prudentes y hábiles en el
manejo de la lanza. Contengamos las lágrimas que acaban de escapárse-
nos, acordémonos de la cena y demos agua a las manos. Telémaco y yo,
al amanecer de la mañana, conversaremos.
Así dijo, y Asfalión, fiel servidor del ilustre Menelao, les vertió agua en las
manos, y después todos las tendieron hacia los manjares que tenían ante sí.
Entonces, Helena, hija de Zeus, tuvo otro pensamiento, y en seguida
mezcló, al vino que bebían, nepentés, un bálsamo que hace olvidar los
pesares. Quien bebiera esta mezcla no podrá en todo el día derramar una
lágrima, igual si viera muertos a sus padres con sus propios ojos, que si ante
él mataban con el bronce a un hermano o a un hijo querido. La hija de
Zeus poseía este precioso licor, porque se lo había regalado Polidamna,
mujer de Thos, nacida en Egipto, tierra fértil que produce muchos bebe-
dizos, saludables unos y mortales otros. Son los de allí los médicos mejo-
res entre los hombres, pues vienen de la estirpe de Peon. Y cuando, des-
pués de preparar, mandó Helena escanciar el vino, habló de esta manera:
—Atreida Menelao, progenie de Zeus, puesto que están aquí estos jóve-
nes, hijos de esclarecidos padres, y Zeus dispone a su capricho del bien y
del mal, ya que todo lo puede, comamos ahora sentados en esta sala y dis-
traigámonos con la plática. Yo os contaré cosas que han de placeros; no
podría referir, ni siquiera recordar, todos los trabajos del paciente Ulises,
que tantos soportó en el pueblo troyano, donde los argivos fuisteis abati-
dos por el infortunio. Prodújose él mismo vergonzosas llagas, semejante a
un esclavo; entró en la vasta ciudad de los guerreros enemigos a manera de
mendicante y muy distinto a como solía vérsele junto a las naves aqueas.
Así entró en la ciudad de Troya, inadvertido de todos. Sólo yo le conocí y
le interrogué, pero él me respondió con evasivas. Después, cuando le hube
bañado, ungido de aceite y entregado un vestido, le presté solemne jura-
mento de no descubrirle a los troyanos hasta tanto que regresara a sus rápi-
das naves y a sus tiendas, y entonces me reveló los proyectos de los acayos.
Y después de matar con el bronce de la larga pica multitud de troyanos,
volvió hacia los argivos, llevándoles muchos secretos. Los troyanos gemían
lamentablemente; mas mi espíritu se regocijaba, pues latía en mi corazón
el deseo de volver a mi casa, deplorando el destino que hubo de deparar-
me Afrodita cuando me condujo engañada lejos del suelo de mi patria, de
mi hija, de la alcoba nupcial y de un marido que no carece de ningún don,
ni de inteligencia, ni de gallardía.
Y respondióle el rubio Menelao, diciendo:
—Has hablado, mujer, como debías. Porque, en efecto, yo he cono-
cido el pensamiento y la prudencia de muchos héroes, pues he recorrido
multitud de países, pero jamás mis ojos hallaron un corazón como el del
paciente Ulises, ni supe de hombre que hiciera ni arrastrara lo que aquel
valiente en el caballo de madera dentro del cual permanecimos los prín-
cipes argivos para llevar el exterminio y la Ker a los troyanos. Y tú fuiste
allí, que sin duda te inspiró algún Dios que quería otorgar la gloria a los
troyanos, y Deifobos, semejante a un Dios, te seguía. Tres veces rodeas-
te el hueco escondrijo, golpeándole, y llamabas a los príncipes argivos
imitando la voz de sus mujeres; y nosotros, yo, Diomedes y el divino
Ulises, que estábamos en medio, escuchamos tu voz. Diomedes y yo qui-
simos salir impetuosamente mejor que escuchar desde dentro, pero
Ulises nos detuvo a pesar nuestro. Y los demás hijos de los acayos per-
manecieron mudos, y Anfielo solamente quiso responder; pero Ulises le
tapó la boca con sus manos robustas y salvó a todos los aqueos, conte-
niéndole así hasta que Palas Atenea te hubo alejado.
Y el prudente Telémaco le respondió:
—Atreida Menelao, progenie de Zeus, es muy doloroso que esos actos
no hayan sido suficientes a alejar de él la muerte fatal así hubiera tenido
corazón de hierro. Pero guíanos a nuestros lechos, a fin de que nos rega-
lemos con el dulce sueño.
Dijo así, y la argiva Helena mandó a los servidores preparar las camas
bajo el pórtico, proveerlas de hermosos cobertores purpúreos y tender
sobre ellos colchas forradas de espesa lana. Y las sirvientas salieron de las
cámaras con antorchas en las manos, y prepararon los lechos, y un heral-
do acompañó a los huéspedes. Y el héroe Telémaco y el ilustre hijo de
Néstor durmieron bajo el pórtico de la casa. Y el Atreida durmió en el inte-
rior de la excelsa morada, y Helena, la del largo pelo, se acostó a su lado.
Mas cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó
contemplar, el valiente Menelao se levantó de su lecho, púsose sus vesti-
dos, suspendió una aguda espada a sus hombros y calzó sus pies brillan-
tes con hermosas sandalias. Y semejante a un Dios, saliendo de la alco-
ba nupcial, dirigióse a Telémaco, y sentado junto a él, le dijo así:
—Héroe Telémaco, ¿qué necesidad te ha traído hasta la divina
Lacedemonia a través del ancho dorso del mar? ¿Algún asunto público o
privado? Dímelo sin mentir.
Y el prudente Telémaco le respondió:
—Atreida Menelao, progenie de Zeus, príncipe de pueblos: he veni-
do por si pudieras darme nuevas de mi padre. Mi casa se arruina, mis
ricas haciendas desaparecen, el palacio está lleno de enemigos, que
degüellan mis robustas ovejas y mis bueyes de remos flexibles y testuz
abombado: son los pretendientes de mi madre que tienen una descarada
insolencia. Por eso vengo a abrazarme a tus rodillas, a fin de que me
hables de la deplorable muerte de mi padre y me digas si la viste con tus
ojos o si te la ha referido algún viajero; que muy desdichado le parió su
madre. No me engañes por respeto o por piedad y dime escuetamente
todo aquello que hayas visto. Yo te lo ruego; y si mi padre, el valiente
Ulises, con sus palabras o sus actos te cumplió aquello que te hubiere
prometido en el pueblo de los troyanos, donde los argivos sufrieron tan-
tos trabajos, acuérdate de ello y dime la verdad.
Y suspirando profundamente, el rubio Menelao le respondió:
—¡Oh Dioses! ¡En verdad que los cobardes quieren dormir en el lecho
de un valiente! Así como una cierva escondió en la guarida de un león
furioso sus mamones cachorros recién nacidos, mientras ella fue a pastar
por los riscos y los valles herbosos, y el león, al entrar en su guarida, mató
miserablemente a los cachorros, así Ulises les hará morir de muerte ver-
gonzosa. Pluguiera al Padre Zeus, a Palas Atenea, a Apolo, que Ulises se
mostrara a los pretendientes tal como cuando en la bien construida Lesbos
se alzó para luchar con el Filomeleida y le derribó vigorosamente, en
medio del regocijo de los aqueos. ¡La vida de los pretendientes sería breve
y sus bodas serían amargas! Mas las cosas que me pides en tu súplica te las
diré sin ocultarte nada, tal como me las refirió el veraz Anciano de los
mares. Te las diré todas, sin ocultarte ninguna. En contra de mis ansias de
retorno, los Dioses me retuvieron en Egipto por no haberles ofrecido en
sacrificio las hecatombes que se les deben; que los Dioses no quieren que
olvidemos sus mandatos. Hay en medio del proceloso mar y enfrente a
Egipto una isla que llaman Paros, tan alejada de allí, que una abierta nave
a la que empujara el viento sonoro por la popa tardaría en tocarla un día
entero. Y en esta isla hay un puerto excelente, desde donde, después de
haber tomado agua de un manantial profundo, lanzan al mar las simétri-
cas naves. Allí los Dioses me retuvieron veinte días, sin que soplaran los
vientos que conducen los navíos sobre el dorso de los mares. Se me habí-
an agotado las vituallas y el ánimo de mis gentes estaba decaído, cuando
una Diosa me miró y tuvo piedad de mí: Eidotea, la hija del ilustre Proteo,
el Anciano de los mares. Toqué su alma y se me apareció cuando vagaba
sólo, lejos de los míos, que se dedicaban de continuo a recorrer la isla pes-
cando con anzuelos corvos, pues el hambre atormentaba sus vientres. Y
parándose detrás de mí, dijo de esta manera:
«—Eres un gran insensato, forastero, o te has abandonado a tu desgracia,
o te gusta sufrir, puesto que permaneces aquí voluntariamente sin poner fin
a tu situación, a pesar de que el ánimo de tus compañeros desfallece.
Así habló, y respondiéndola en el acto, le dije:
—Te diré en verdad, seas quien fueres de las Diosas, que no permanez-
co aquí por mi voluntad, sino por haber ofendido, sin duda, a los
Inmortales que habitan el ancho Urano. Dime, pues, ya que los Dioses lo
saben todo, quién es entre los Inmortales el que me detiene en mi camino
y quién se opone a que yo retorne hendiendo el mar fecundo en peces.
Hablé así, y en el acto la ilustre Diosa me contestó:
—¡Oh forastero! Voy a responderte con sinceridad. Habita aquí el
veraz Anciano de los mares, el inmortal Proteo Egipcio, que conoce las
profundidades de todo el mar y es servidor de Poseidaón. Dicen que él
es mi padre, que fue quien me engendró. Si puedes conquistarle con un
engaño, te dirá tu camino y de qué modo debes regresar a través del mar
fecundo en peces y además te dirá, ¡oh hijo de Zeus!, si quieres averi-
guarlo, qué ha ocurrido de bueno o malo en tu morada durante tu
ausencia y tu peregrinación larga y difícil.
Dijo así, y en el acto le repuse:
—Ahora explícame las astucias del Anciano, no sea que, viéndome, se
prevenga y me huya, que es difícil que sujete a un Dios un hombre mortal.
Hablé así, y me respondió la ilustre Diosa:
—¡Oh forastero! Voy a responderte con sinceridad. Cuando Helios
llega en medio del Urano, el veraz Anciano de los mares sale del mar
empujado por el soplo de Céfiro y cubierto de una espesa bruma. Ya
fuera, se acuesta en las hondas grutas, y a su alrededor, las focas sin pies
de la hermosa Halosidne, saliendo también del mar blanquecino, se
acuestan juntas, exhalando el olor acre del mar profundo. Te llevaré allí
al rayar el día y te colocaré convenientemente, y tú elegirás tres de tus
compañeros, los más bravos de los remeros de tus naves. Ahora voy a
decirte todas las astucias del Anciano. Por de pronto, contará y exami-
nará las focas; después, separándolas de cinco en cinco, se acostará en
medio de ellas, como un pastor entre sus ovejas. Tan pronto como le veas
medio dormido, acude a tu fuerza y a tu brío y retenle, aun cuando quie-
ra escapar, haciendo esfuerzos. Tomará apariencia de cuantas cosas hay
sobre la tierra (de reptil, de agua, de fuego ardiente); pero tú retenle con
firmeza y sujétale más. Y cuando te interrogue, por sí, y tú le veas tal
como estaba cuando le hallaste dormido, no utilices la violencia y deja
libre al Anciano. Pregúntale, ¡oh héroe!, qué Dios te persigue, y te dirá
cómo habrás de retornar a la patria a través del mar fecundo en peces.
Habló así, y se sumergió en el mar agitado. Yo me encaminé a mis naves,
que se hallaban extendidas en la playa, y mi corazón debatía mil pensa-
mientos mientras caminaba. Después, tan pronto como llegué a mi nave y
al mar, preparamos la cena; la noche divina se anunció y nosotros nos dor-
mimos en la playa. Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la maña-
na, se dejó contemplar, marché hacia la orilla del mar anchuroso suplicando
a los Dioses y acompañado de tres compañeros, aquellos en cuyo valor fiaba
más. Mientras tanto, las Diosa salió del ancho seno del mar llevando consi-
go cuatro pieles de foca recién desolladas, para urdir un engaño contra su
padre. Y sentada, nos esperaba, luego de haber abierto tres hoyos en la arena
del mar. Y llegamos después que ella. Y nos colocó en cada hoyo, cubrién-
donos con sendas pieles de foca. La argucia era muy dura, pues el hedor sofo-
cante de las focas criadas en el mar nos abrumaba cruelmente. ¿Quién puede
acostarse junto a un monstruo marino? Pero la Diosa nos redimió colocán-
donos en la nariz a cada uno una ambrosía de exquisito perfume, que neu-
tralizaba el hedor de aquellos animales. Y esperamos durante la mañana con
ánimo paciente. Al fin, las focas salieron juntas del mar y vinieron a recli-
narse alineadas a lo largo de la orilla. Y cerca del mediodía, el Anciano salió
del mar, juntó las focas crasas, las contó, incluyéndonos entre ellas, ignoran-
te de nuestra argucia, y se acostó también. Entonces, entre gritos nos arroja-
mos sobre él, ciñéndole con nuestros brazos, pero el Anciano no olvidó sus
capciosos artificios y se transformó en un león de larga melena, después en
un dragón, luego en una pantera, en un enorme jabalí, en agua y en un árbol
de espeso ramaje. Pero como le teníamos sujeto con fuerza y ánimo firme,
viéndose reducido a pesar de sus argucias, me interrogó diciendo:
—¿Quién de entre los Dioses te ha instruido para sujetarme contra mi
voluntad? ¿Qué deseas?
Habló así, y le contesté diciendo:
—Lo sabes ya, Anciano. ¿Por qué querer engañarme con tu pregunta?
Largo tiempo llevo detenido en esta isla, no puedo dar con el fin de esta
situación y mi ánimo se agota. Dime, pues, que los Dioses lo saben todo,
quién de los Inmortales me desvía de mi camino y me impide regresar
cruzando el mar fecundo en peces.
Le dije así, y me respondió:
—Ante todo, debiste sacrificar a Zeus y a los demás Dioses, para llegar
prontamente a tu patria navegando sobre el negro mar, pues tu sino no te
permitirá ver a los tuyos, ni regresar a tu casa bien construida, ni volver a la
tierra de tu patria, si antes no tornas a las aguas del río Egipto, el Nilo, flu-
yente de Zeus, y no ofreces hecatombes a los Dioses inmortales que pueblan
el ancho Urano. Entonces los Dioses te indicarán el camino que deseas.
Así habló, y se me partió el corazón al ver que me ordenaba regresar
a Egipto a través del oscuro mar, camino largo y difícil. Pero le respon-
dí, diciendo:
—Haré, Anciano, todo lo que me mandes; pero dime con sinceridad
si volvieron sanos y salvos en sus navíos todos los acayos que Néstor y yo
dejamos al abandonar Troya, o si alguno de ellos pereció de muerte súbi-
ta en su nave o en brazos de sus amigos después de la guerra.
Le hablé así, y me contestó, diciendo:
—Atreida, no me interrogues, que no te conviene conocer mi pensa-
miento, pues no creo que permanecerías mucho tiempo sin llorar, des-
pués de haberme oído. Muchos aqueos fueron vencidos, muchos viven
aún. Tú conoces los azares de la guerra. Dos caudillos de los argivos de
corazas broncíneas han perecido en el retorno; otro vive aún, retenido en
medio del mar extenso. Áyax sucumbió con su nave de largos remos.
Poseidaón le condujo primero hacia las grandes rocas Giras y le salvó del
mar; y sin duda hubiera evitado su muerte, bien que odiado de Atenea,
si no hubiese proferido una palabra impía y cometido una mala acción.
Dijo que, a despecho de los Dioses, escaparía de las furiosas olas del mar.
Oyó Poseidaón esta frase soberbia, y en el acto, asiendo con sus robustas
manos el tridente, golpeó la roca de Giras, partiéndola en dos: una parte
quedó en pie, y la otra, en la cual se hallaba Áyax, se hundió, arrastrán-
dole al fondo del mar agitado. Y así pereció, después de beber agua salo-
bre. Tu hermano se libró de la muerte huyendo en su abierta nave, pues
le salvó la venerable Here; pero apenas divisó el alto cabo de los
Meleinos, una tempestad le arrebató, gemebundo, llevándole al extremo
del país, donde habitó algún día Tiestes y entonces vivía el Tiestida
Egisto. Desde allí les parecía fácil el regreso, pues los Dioses cambiaron
los vientos, y llegaron a sus casas. Agamenón, jubiloso, pisó el suelo de
su patria y lo besó, vertiendo lágrimas abundantes, pues volvía a verle
lleno de hondo regocijo. Mas un centinela le divisó desde lo alto de una
roca, donde el traidor Egisto le había colocado, prometiéndole en
recompensa dos talentos de oro. Y desde allí vigilaba hacía un año para
evitar que el Atreida llegara de improviso y usara de su fuerza y de su
brío. Por eso se apresuró a dar la noticia al príncipe de pueblos, yendo
hasta su mismo palacio. Entonces Egisto meditó una trama engañosa:
eligió, entre los del pueblo, veinte hombres muy valientes y les puso en
emboscada, a la vez que ordenaba preparar un banquete. Por sí mismo,
barajando indignos propósitos, invitó a Agamenón, príncipe de pueblos,
a que le acompañara, pues fue a buscarle con séquito de carros y caba-
llos. Y así llevó a la muerte al desprevenido Atreida, al que mató duran-
te el banquete como se degüella a un buey junto al establo. Y tampoco
se salvó ningún compañero de Agamenón ni de los cómplices de Egisto,
pues todos fueron degollados en el palacio.
Así habló, y con el alma destrozada lloré, reclinado en las arenas, pues
mi corazón no quería vivir más, ni yo contemplar la luz de Helios. Y
cuando me hube saciado de llorar, el veraz Anciano de los mares me dijo:
—No llores tanto sin descansar, hijo de Atreo, que no hay para esto
ningún remedio, y prepárate a regresar pronto a tu tierra natal. Allí
encontrarás a Egisto, vivo aún, si Orestes, adelantándose, no le ha mata-
do ya, en cuyo caso llegarás a tiempo del banquete fúnebre.
Así me dijo, y mi pecho, mi corazón y mi ánimo generoso, aunque esta-
ba triste, regocijáronse de nuevo, y le contesté con estas palabras aladas:
—Ya que me has contado el fin de éstos, háblame del tercero, de ese
otro que, vivo o muerto, se halla retenido en medio del ancho mar.
Quiero saber de él, aun cuando estoy lleno de tristeza.
Le hablé así, y me contestó, diciendo:
—Es el hijo de Laertes, el que tiene sus lares en Ítaca. Le he visto ver-
ter abundantes lágrimas en la isla donde la ninfa Calipso le retiene en su
palacio contra su voluntad, privado de regresar a su patrio suelo, pues no
dispone de remeras naves ni de compañeros que puedan conducirle por
el ancho dorso del mar. En cuanto a ti, divino Menelao, tu sino no dis-
pone que hayas de sufrir la Moira y la muerte en Argos, fecunda en caba-
llos, pues los Dioses te enviarán a la pradera Elisea, a los límites opues-
tos de la tierra, allá donde habitaba el rubio Radamanto. Allí se hace
grata la vida de los hombres. No llueve, ni nieva, ni son largos los invier-
nos, sino que en todo tiempo el Océano manda las dulces brisas del céfi-
ro para dar frescura a los hombres. Ese será tu destino, ya que tienes por
mujer a Helena, y eres, por tanto, yerno de Zeus.
Y así diciendo, se sumergió en el mar espumeante, y yo retorné hacia
las naves, con mis divinos compañeros, agitado mi corazón por nume-
rosos propósitos mientras hacía mi camino. Cuando hubimos llegado a
la nave y al mar, preparamos la cena, llegó la noche solitaria y nos dor-
mimos en la playa. Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la
mañana se dejó contemplar, lanzamos nuestras naves al mar divino.
Después de izados los mástiles y desplegadas las velas, mis compañeros
se sentaron en los bancos y ordenadamente hendieron con sus remos el
mar espumoso. Y yo detuve de nuevo mis naves en el río Egipto, fluyente
de Zeus, y sacrifiqué sagradas hecatombes. Y cuando hube calmado la
cólera de los Dioses inmortales elevé un túmulo a Agamenón, a fin de
que su gloria llegara hasta lo lejos. Cumplidas estas cosas, regresé, y los
Dioses me mandaron un viento propicio y trajéronme con rapidez a mi
patria querida. Y ahora, quédate en mi casa once o doce días, y entonces
te despediré dignamente, ofreciéndote como espléndido regalo tres cor-
celes y un hermoso carro; y te daré también una magnífica copa para que
hagas las libaciones a los Dioses inmortales y siempre te acuerdes de mí.»
Y el prudente Telémaco le respondió:
—Atreida, no me retengas más tiempo contigo. Pasaría un año a tu lado
sin sentir la nostalgia de mi casa ni de mis padres, pues tanto me deleita oír
tus palabras y tus razones; pero ya estarán con cuidado mis compañeros en
la divina Pilos, que ya me he retenido demasiado. El don con que quieres
regalarme, sea el que fuere, consista en algo que pueda transportarse y con-
servarse. No llevaré cabellos a Ítaca, sino que te los dejaré aquí, entre la
abundancia, ya que posees vastas llanuras donde crecen profusamente el
loto, la juncia, el trigo, la avena y la cebada, y en Ítaca no hay caminos para
los carros, ni praderas herbosas: antes bien, sólo se crían cabras, que es la tie-
rra más propia para ellas. Ninguna isla de las que se inclinan hacia el mar
es grande ni rica en prados, y la de Ítaca menos que todas.
Habló así, y el valiente Menelao, sonriendo, le tomó la mano y le dijo:
—De noble sangre procedes, querido hijo, cuando te expresas así. Te
cambiaré el presente, puesto que puedo hacerlo. Entre los tesoros que
hay en mi casa elegiré el más hermoso y de mayor valor. Te regalaré una
crátera de lata con los bordes adornados de oro, obra de Hefesto, y que
el ilustre rey de los sidonios me regaló en su casa al dejar de ser huésped;
y yo quiero regalártela.
Según hablaban, iban llegando los convidados a la mansión del rey divi-
no. Unos traían ovejas; otros vino confortante, y las esposas, con lindas
cintas a la cabeza, traían el pan. Y así preparaban la comida en el palacio.
Mientras tanto, los pretendientes, ante el palacio de Ulises, se solaza-
ban tirando discos y jabalinas en el labrado pavimento, donde de ordi-
nario mostraban su insolencia. Antinoo y Eurimaco, semejante a un
Dios, estaban sentados, y eran los jefes de los pretendientes y los más
valientes de entre ellos, y Noemón, hijo de Fronio, aproximándose a
ellos, dijo a Antinoo:
—Antinoo, ¿sabemos acaso cuándo Telémaco volverá de la arenosa
Pilos? Partió utilizando mi nave, que hoy necesito para ir a la gran Elid,
donde tengo doce yeguas y pacientes muletos aún sin desbravar, y de los
cuales quisiera domar algunos unciéndoles al yugo.
Habló así, y todos quedaron estupefactos, pues no creían que
Telémaco hubiera marchado a la Neleiana Pilos, sino que estaba en el
campo viendo sus ovejas acompañado del pastor. Y al momento,
Antinoo, hijo de Eupites, le dijo:
—Dime con sinceridad cuándo se ha ido y qué jóvenes, elegidos en
Ítaca, han marchado con él. ¿Son acaso mercenarios o esclavos suyos?
Dime esto con sinceridad, para que yo sepa si tomó tu negra nave por
fuerza y mal de tu agrado, o si, persuadiéndote con sus razones, se la
entregaste voluntariamente.
Y Noemon, hijo de Fronio, le repuso:
—Se la di voluntariamente. ¿Cómo hacer de otro modo? Cuando un
varón como él, lleno de tantos cuidados, pide algo, es difícil rehusar. Los
mozos que le han seguido son los primeros de entre los nuestros, y he
reconocido a Mentor en su jefe o es un Dios muy parecido a él. Pero una
cosa me admira: ayer por la mañana vi a Mentor, y, sin embargo, había
partido en la nave con rumbo a Pilos.
Así dijo, y tomó el camino de casa de su padre. Y el espíritu altivo de los
dos hombres se turbó. Y los pretendientes sentáronse con ellos, abando-
nando sus juegos. Y Antinoo, hijo de Eupites, les habló lleno de tristeza,
con el corazón henchido de negra cólera y los ojos como llamas brillantes:
—¡Oh Dioses! ¡He aquí una empresa audazmente comenzada, el viaje
de Telémaco! ¡Decíamos que no la osaría, y ese niño parte temeraria-
mente, mal de nuestro agrado, botando una nave al mar, después de ele-
gir a los mejores del pueblo! Así comienza, y acaso nos reserva horas tris-
tes si Zeus no aniquila sus fuerzas antes de que nos traiga la desdicha.
Mas dadme en seguida una rápida nave y veinte compañeros, y le pre-
pararé una emboscada, a su regreso, en el estrecho que separa a Itaca de
la escabrosa Samos; y así, por inquirir noticias de su padre, habrá surca-
do el mar para su propia desventura.
Dijo así, y todos aplaudieron y dieron órdenes, y en el acto levantá-
ronse y se dirigieron al palacio de Ulises.
Pero Penélope no tardó mucho tiempo en conocer sus palabras y los
propósitos que en su alma albergaban los pretendientes, pues se lo dijo
el heraldo Medón, que les había escuchado desde el humbral del patio,
mientras en su interior daban forma a su designio. Y se apresuró a comu-
nicárselo, yendo hasta las estancias de Penélope. Y al aparecer en sus
umbrales Penélope le dijo:
—Heraldo, ¿por qué te envían los ilustres pretendientes? ¿Es para
ordenar que las siervas del divino Ulises cesen en sus labores y les prepa-
ren el festín? ¡Si al menos no me requirieran para esposa; si no se entre-
tuvieran en mi casa, ni siquiera lejos de ella; si, en fin, hicieran esta noche
su última cena! Vosotros, que os reunís para agotar los bienes y riquezas
del prudente Telémaco, ¿no habéis oído nunca a vuestros padres, cuan-
do aún erais niños, cómo se portaba entre ellos el divino Ulises? Jamás
trató a nadie con despego, ni injurió a nadie en público; aunque sea uso
entre los reyes divinos querer a unos y despreciar a otros, jamás ofendió
a hombre ninguno. Y ahora mostráis vuestro espíritu perverso y vuestro
indigno proceder olvidándoos de los beneficios recibidos.
Y Medón, lleno de prudencia, contestó:
—¡Pluguiera a los Dioses, reina, que fuera esta de ahora tu desdicha
peor! Pero los pretendientes fraguan un plan más pernicioso, que no
quiere el Cronida que se cumpla. Piensan matar a Telémaco con el
agudo bronce cuando retorne a su palacio, pues ha salido en busca de
noticias de su padre en dirección a la sagrada Pilos y a la divina
Lacedemonia.
Habló así, y las rodillas de Penélope y su tierno corazón flaquearon y
largo tiempo permaneció muda; sus ojos se llenaron de lágrimas, se tornó
jadeante su cariciosa voz y, respondiéndole, al fin habló de esta manera:
—Heraldo, ¿por qué partió mi hijo? ¿Qué necesidad había de embarcar en
las naves rápidas, que son para los hombres dos caballos del mar y que cruzan
las aguas extensas? ¿Quiere que su nombre se olvide entre los mortales?
Y Medón, lleno de prudencia, le repuso:
—No sé si un Dios le empujó o si obró por su cuenta al ir a Pilos para
informarse de si su padre regresa o está muerto.
Dijo, y salió del palacio de Ulises. Y una pena desgarradora envolvió
el alma de Penélope, que no pudo por sí sentarse en una silla, siquiera
fuesen tan numerosas las del palacio, y se reclinó sobre el umbral de la
hermosa estancia nupcial, llorando desoladamente. Y a su alrededor,
cuantas criadas, viejas y jóvenes, había en el palacio, lloraban también.
Y Penélope les dijo llorando:
—¡Escuchadme amigas! Los Olímpicos me han agobiado de desgracias
entre todas las mujeres nacidas cuando yo y conmigo criadas. He perdido
primero a mi valiente esposo, que tenía corazón de león y atesoraba todo
género de virtudes entre los danaenos, ilustre ya, y cuya gloria se extendía en
la gran Hélade y en toda Argos; y he aquí que ahora las tempestades alejan
oscuramente a mi hijo querido de estos lares, sin que yo haya sabido su par-
tida. ¡Desdichadas! Ninguna de vosotras pensó en su corazón hacerme levan-
tar de mi lecho, sabiendo ciertamente que iba a embarcar en una abierta y
negra nave. Si yo hubiera sabido que se preparaba para marchar, aquí hubie-
ra quedado, a pesar de sus propósitos, o me hubiera quedado muerta en esta
casa. Que un servidor avise al viejo Dolio, mi esclavo, el que me dio mi padre
cuando vine aquí y cuida de mi huerto, para que vaya a decir en seguida estas
cosas a Laertes, y que él resuelva en su corazón y venga en queja a los hom-
bres de este pueblo que quieren destruir su linaje y el del divino Ulises.
Y la buena nodriza Euriclea le respondió:
—Ninfa amada, mátame con el bronce cruel o consérvame en tu
casa; pero no quiero ocultarte nada. Yo lo sabía todo, y llevé a Telémaco
cuanto me ordenó: pan y vino. Pero me hizo que jurara solemnemente
no decirte nada antes del dozavo día, si tú no preguntabas por él, igno-
rante de su partida, pues temía que, llorando, marchitaras tu cuerpo
hermoso. Y ahora báñate, vístete de puros vestidos y sube a tu alta alco-
ba con sus doncellas. Allí, suplica a Atenea, hija de Zeus tempestuoso,
a fin de que salve a Telémaco de la muerte. No aflijas más a un ancia-
no, pues yo no creo que la estirpe del Arkesiada sea ingrata a los Dioses
venturosos, sino que Ulises o Telémaco poseerán aún estos elevados
aposentos y estos campos feraces.
Así dijo, y el dolor de Penélope cesó y sus lágrimas se detuvieron. Se
bañó, se cubrió de puros vestidos, subió a la alta estancia con sus donce-
llas, vertió las molas sagradas en una cesta y suplicó a Atenea:
—Oyeme, hija indómita de Zeus tempestuoso. Si alguna vez en sus
palacios el ingenioso Ulises ha quemado en tu honor los muslos crasos
de bueyes y de ovejas, recuérdalo y mira por mi hijo amado: deshaz los
malditos planes de los soberbios pretendientes.
Así suplicó, gemebunda, y la Diosa escuchó su plegaria.
Mientras, los pretendientes se agitaban con gran ruido en las oscuras
salas. Y uno de los jóvenes soberbios decía:
—Ya la Reina, deseada por tantos, prepara seguramente sus bodas, y
no sabe que se aproxima la muerte de su hijo.
Así habló, porque ignoraba que ella conocía sus propósitos, y Antinoo les dijo:
—¡Insensatos! Cesad en vuestras frases temerarias, que pueden llegar
hasta Penélope; levantémonos y cumplamos silenciosamente lo que
todos hemos convenido y aprobado en nuestro corazón.
Así dijo, y escogió los veinte hombres más valientes, que se apresura-
ron a ir a la orilla del mar y a la nave rápida. Y arrastraron primero la
nave al mar, fijaron el mástil, pusieron las velas en la nave y sujetaron
convenientemente los remos con sus correas. Después plegaron las blan-
cas velas, y sus valientes servidores trajéronles las armas. Y al fin, ya
embarcados, empujaron la nave sobre las aguas, y esperaron, cenando, a
que viniera el Héspero.
Mientras, en la alta alcoba, la prudente Penélope se había acostado,
sin comer ni beber, y se preguntaba si su hijo irreprochable escaparía a la
muerte o si sería vencido por los orgullosos pretendientes. Igual que un
león cercado por una multitud de hombres se agita lleno de pavor en el
círculo pérfido, así el dulce sueño tomó a Penélope mientras devanaba
estos pensamientos. Y se durmió, y todas sus penas se disiparon.
Entonces Atenea, la Diosa de los ojos claros, tuvo otro pensamiento, y
formó un fantasma de Eumelo, que habitaba en Fera. Y Atenea le envió
al palacio del divino Ulises, a fin de aplacar las penas y las lágrimas de
Penélope, que se lamentaba y lloraba. Y el fantasma entró en la alcoba
nupcial, a lo largo de la correa del cerrojo, y deteniéndose sobre la cabe-
za de Penélope, le dijo:
—Tú duermes, Penélope, con el corazón afligido; pero los Dioses,
que viven eternamente, no quieren que llores ni que estés triste, porque
tu hijo volverá, ya que nunca ofendió a los Dioses.
Y la prudente Penélope, dulcemente dormida a la puerta de los sue-
ños, respondióle:
—¡Oh hermana! ¿Cómo has venido aquí, donde jamás te hube visto,
tú que tan lejos habitas? ¿Por qué mandas que cese mi congoja y las
penas que me atormentan en mi espíritu y en mi corazón? Perdí prime-
ro a mi valiente esposo, que tenía corazón de león y brillaba por sus vir-
tudes entre todos los danaenos, ilustre ya, y cuya fama se extendía por la
gran Hélade y toda Argos; y he aquí que ahora mi amado hijo parte a
bordo de abierta nave, ¡desdichado!, sin experiencia de la vida y sin dis-
curso. Y lloro por él más que por su padre; y tiemblo, y temo que sufra
en el país hacia donde partió o en el mar oscuro, pues numerosos ene-
migos le preparan emboscadas y quieren matarle antes que regrese al
suelo de su patria.
Y el vago fantasma respondióle:
—Cobra valor y no tema nada tu espíritu. Va en compañía de quien dese-
aran ir acompañados todos los hombres, de quien lo puede todo, de Palas
Atenea, que se ha compadecido de tus lágrimas y me envía a decírtelo.
Y la prudente Penélope le respondió:
—Si eres Diosa y has escuchado la voz de la Diosa, háblame del des-
dichado Ulises. ¿Vive dondequiera que sea y ve la luz de Helios, o ha
muerto y habita las regiones de Hedes?
Y el vago fantasma respondióle:
—No te diré nada de él, ni si vive o ha muerto, porque no es prudente
hablar palabras vanas.
Y esto diciendo, se desvaneció a lo largo de la cerradura en un soplo
de viento. Y la hija de Icario se despertó, regocijado su corazón, porque
un sueño verídico le había sido enviado por las sombras de la noche.
Y los pretendientes navegaban por la líquida llanura, meditando en su
alma una muerte cruel para Telémaco. Hay en medio del mar una isla
llena de roquedos, entre Ítaca y la escabrosa Samos, Asteris, que no es
muy grande, pero en la que hallan los navíos un puerto de doble salida.
Allí se detuvieron en emboscada los aqueos.
CANTO V

Salía Eos del lecho del ilustre Titón para llevar la luz a los Inmortales y a
los mortales, cuando los Dioses se hallaban reunidos en consejo, teniendo en
medio a Zeus, que truena en las alturas y cuyo poder es infinito. Y Atenea
les traía a la memoria los numerosos reveses de Ulises. Y se acordaba de él
con tristeza, porque permanecía detenido en los palacios de una Ninfa.
—Padre Zeus, y vosotros, Dioses venturosos que vivís siempre, que nin-
gún rey que empuñe cetro sea jamás dulce ni clemente, ni se ejercite en
pensamientos justos, sino que sea cruel y arbitrario, si nadie se acuerda del
divino Ulises entre aquellos sobre los cuales reinó como un padre blando
de corazón. Hállase sufriendo crueles penas en la isla donde tiene su pala-
cio la Ninfa Calipso, que le retiene a la fuerza, y no puede regresar a su tie-
rra patria, pues no tiene naves provistas de remos, ni compañeros que pue-
dan conducirle sobre el vasto dorso de los mares. Y ahora quieren matarle
al hijo amado cuando regrese a su palacio, pues partió para averiguar noti-
cias de su padre hacia la divina Pilos y la ilustre Lacedemonia.
Y Zeus, que amontona las nubes, le respondió:
—Hija mía, ¿qué palabras dejaste escapar de entre tus dientes? ¿No
decidiste tú misma que Ulises regresara y se vengara? Conduce con discre-
ción a Telémaco, ya que tú puedes hacerlo, a fin de que regrese sano y salvo
a su bella patria y tengan los pretendientes que volverse con sus naves.
Habló así, y dijo a Hermes, su querido hijo:
—Hermes, tú que eres el mensajero de los Dioses, ve a decir a la Ninfa
de los hermosos cabellos que hemos decretado el retorno de Ulises. Que
le deje marchar. Sin que ningún Dios ni hombre mortal alguno le con-
duzca, embarcado en una balsa sujeta por cuerdas, solo y sufriendo nue-
vos dolores, al cabo de veinte días llegará a la fértil Esgeria, tierra de los
faiakenos, que descienden de los Dioses. Y los faiakenos de muy buen
grado le honrarán como a un Dios y le enviarán a bordo de una nave a
su tierra patria, y le regalarán bronce, oro y vestiduras en tal abundancia,
que no trajera más de Troya si hubiera regresado sano y salvo después de
adjudicársele el botín. Está dispuesto que vuelva a abrazar a sus amigos
y entrar de nuevo en su patria y en su magnífico palacio.
Dijo, y el mensajero Matador de Argos obedeció. Y calzó al punto sus
pies con las espléndidas e inmortales sandalias de oro que le llevaban
sobre el dorso del mar, igual que por la superficie de la tierra, como un
soplo de viento. Y tomó también la varita con cuya ayuda encantaba,
adormeciéndolos, los ojos de los hombres, o los despertaba a su placer.
Y con esta varita en su poder, el poderoso Matador de Argos se remon-
tó hacia la Pieria, descendió del Éter y se lanzó rozando las olas, seme-
jante a una gaviota que a lo largo de las sirtes del mar tempestuoso atra-
pa los peces y sumerge sus robustas alas en la salada espuma. Tal como
ese pájaro, Hermes rozaba las olas infinitas.
Y cuando hubo llegado a la isla lejana, saltó del mar azul a la tierra,
dirigióse a la gruta habitada por la Ninfa de los hermosos cabellos, y allí
la encontró. Una gran lumbre ardía en el hogar, y el olor del cedro y de
la tuya quemada perfumaban toda la isla. Y la Ninfa cantaba con su her-
mosa voz, mientras tejía una tela con lanzadera de oro. Rodeaba la gruta
una selva verdegueante de chopos, álamos y olorosos cipreses, donde los
pájaros de ancho vuelo tenían sus nidos: los mochuelos, los gavilanes y
las ruidosas cornejas marinas que se abaten sobre las olas. Una viña loza-
na de maduros racimos circundaba la gruta, y cuatro manantiales de
agua límpida, tan cercanos como de opuestas corrientes, hacían verdear
mullidos prados de apios y violetas. Hasta un Inmortal que allí llegara
hubiera de admirarse y quedar hondamente maravillado en su alma y en
su corazón. Y el poderoso mensajero Matador de Argos se detuvo, y
admirado sinceramente, entró luego en la vasta gruta.
Y la ilustre Diosa Calipso le reconoció, pues los Dioses inmortales no
se desconocen entre sí, igual si viven cerca que si alejados viven; pero
Hermes no vio en la gruta al magnánimo Ulises, que estaba llorando
sentado en la ribera, desde donde, rompiendo su corazón entre ayes y
suspiros, miraba el agitado mar y vertía llanto. Y la ilustre Diosa Calipso,
sentada ya en espléndido sitial, preguntó a Hermes:
—¿Por qué vienes a mí, querido y venerado Hermes, el de la varita de
oro? Jamás te vi en mi morada. Dime cuáles son tus deseos, pues mi
corazón me manda complacerte en todo aquello que me sea hacedero. Y
sígueme, que deseo ofrecerte los manjares de la hospitalidad.
Dicho esto, la Diosa aderezó una mesa, donde puso ambrosía mez-
clada con rojo néctar. Y el mensajero Matador de Argos bebió y comió,
y cuando hubo terminado la refacción y cobrado reposo, dijo a la Diosa:
—Me preguntas por qué un Dios viene a visitarte, Diosa, y voy a res-
ponderte con sinceridad, como deseas. Zeus me ha mandado venir, a mi
pesar; porque, ¿quién atravesará por su gusto las inmensas aguas salobres,
donde no hay una ciudad de hombres mortales que rindan sacrificios a los
Dioses ni les ofrezcan sagradas hecatombes? Pero no le es dado a ningún
Dios oponerse al deseo de Zeus tempestuoso. Dicen que retienes a tu lado
a un hombre, el más sin ventura de los que combatieron durante nueve
años en torno a la ciudad de Príamo, al fin la saquearon en el décimo y
emprendieron en sus naves el retorno. Ofendieron a Atenea, y ésta levan-
tó contra ellos el viento, las olas gigantescas y la desdicha. Y todos los vale-
rosos camaradas de Ulises hallaron la muerte, y él fue arrastrado hasta aquí
por el viento y las olas. Ahora Zeus te manda que le envíes cuanto antes,
pues no es su designio el de morir lejos de sus amigos, sino el de volver a
verlos llegando a su alto palacio y pisando el suelo de su patria.
Habló así, y la Diosa Calipso estremecióse y le respondió con estas
palabras aladas:
—Sois injustos, ¡oh Dioses!, y celosos de los otros Dioses, y envidiáis
a las Diosas que no recatan de dormir con los hom-bres que eligieran
para amantes esposos. Así, cuando Eos, la de los dedos rosados, arreba-
tó a Orión, tuvisteis celos de ella, ¡oh Dioses inmortales!, hasta que la
casta Artemisa, la del trono de oro, mató a Orión con sus dulces flechas
en Ortigia; cuando Demeter, la de los hermosos cabellos, cediendo a
impulsos de su alma, se unió amorosamente a Jasón en una tierra recien-
temente labrada, Zeus, que lo supo en seguida, le mató hiriéndole con
el blanco rayo; así ahora me envidiáis, ¡oh Dioses!, porque tengo a mi
lado un hombre mortal que yo salvé y recogí abandonado sobre una qui-
lla, después de que Zeus hubo hendido con el ardiente rayo su nave rápi-
da en medio del oscuro mar. Habían perecido todos sus valientes com-
pañeros, y el viento y las olas le trajeron hasta aquí. Yo le amé y le reco-
gí, y me propuse hacerle inmortal y ponerle a salvo de la vejez para siem-
pre. Pero ya no es posible a ningún Dios oponerse a la voluntad de Zeus
tempestuoso, puesto que él quiere que Ulises vague de nuevo por el mar
agitado, sea; pero yo no le enviaré, porque no tengo naves provistas de
remos, ni compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar. Le
aconsejaré de buen grado, y no le ocultaré lo que pueda servir para que
llegue sano y salvo hasta el suelo de su patria.
Y el mensajero Matador de Argos le respondió en el acto:
—Envíale cuanto antes, y así evitarás la cólera de Zeus, no sea que se
ensañe contra ti en lo sucesivo.
Dijo así, y el poderoso Matador de Argos se elevó, y la Ninfa venera-
ble, después de escuchar las órdenes de Zeus, fue hacia donde se hallaba
el magnánimo Ulises. Le encontró sentado en la ribera, que jamás en sus
ojos se secaban las lágrimas, y su dulce vida se consumía en gemir, pen-
sando en el retorno, porque la Ninfa no le era grata. Sin embargo, duran-
te la noche dormía en la cóncava gruta, junto a aquella que le deseaba;
pero durante el resto del día, sentado sobre las rocas a orillas del mar,
desgarrado su corazón en lágrimas, gemidos y dolores, contemplaba el
mar indómito y derramaba amargo llanto.
Y la ilustre Diosa, aproximándosele, le dijo:
—¡Desdichado! No te lamentes más ni consumas tu vida, pues yo te
dejaré ir muy pronto. ¡Anda! Construye una ancha balsa con gruesos
troncos cortados con el bronce y coloca encima de ella un banco de
tabla, para que te lleve sobre el mar sombrío. Por mi mano te daré pan,
agua y vino rojo, que saciarán tu hambre, te entregaré vestidos y haré
soplar un viento propicio, a fin de que llegues sano y salvo a tu tierra
patria, si lo consienten los Dioses que pueblan el ancho Urano, y que
pueden más que yo por su inteligencia y sabiduría.
Dijo así, y el paciente y el divino Ulises, estremecióse, y le contestó
estas palabras aladas:
—De seguro albergas otro pensamiento, Diosa, distinto de éste de mi
partida cuando me mandas cruzar a bordo de una balsa las inmensas
aguas del mar, terribles y espantosas, y que a duras penas cruzarían las
naves simétricas y veloces animadas por el soplo de Zeus. No subiré a la
balsa, como quieres, si antes no me juras por los Dioses que no preparas
mi desventura y mi perdición.
Dijo esto, y la ilustre Diosa Calipso sonrió, y acariciándole la mano, repuso:
—En verdad que eres supicaz y malicioso cuando has pensado y
hablado así. Sepan Gea y el ancho y alto Urano, y el agua subterránea de
Estigia (que es el mayor y más terrible juramento de los Dioses venturo-
sos) que ni preparo tu desventura ni tu perdición. He propuesto y acon-
sejado lo que para mí discurriera si la necesidad me colocara en tu lugar.
Mi espíritu es justo, y no tengo en mi pecho un corazón de hierro, sino
un corazón compasivo.
Dicho esto, la ilustre Diosa echó a andar apresuradamente y él siguió las
huellas de la Diosa. Y los dos llegaron a la profunda gruta. Y él se sentó en
el sitial de donde se levantara Hermes, y la Ninfa le colocó delante aque-
llos manjares y bebidas de que suelen alimentarse los mortales. Ella se
sentó al lado del divino Ulises y las doncellas le sirvieron ambrosía y néc-
tar. Ambos tomaron de los manjares que tenían delante, y cuando hubie-
ron satisfecho el apetito y la sed, comenzó a decir la Diosa Calipso:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises: pues que quieres regresar a tu
palacio y al suelo amado de tu patria, recibe mi saludo antes de que pises
tu tierra. Seguramente te quedarías conmigo en esta morada y serías
inmortal si supiera tu corazón cuántos males te reserva tu destino, aun
cuando estés deseoso de ver a tu mujer, de quien te acuerdas añorante
todos los días. Me glorio, por otra parte, de no serle inferior ni en her-
mosura ni en espíritu, pues los mortales no pueden competir en estos
dones con los Dioses, que viven siempre.
Y el ingenioso Ulises respondió, diciendo así:
—Venerable Diosa, no te enojes por eso conmigo. Sé muy bien que
la prudente Penélope te es muy inferior en belleza y majestad. Ella es
mortal y tú no conocerás la vejez; y, sin embargo, quiero y deseo todos
los días que llegue el momento del retorno y de volver a ver mi casa. Si
algún Dios me agobia todavía con infortunios en el mar, lo sufriré con
ánimo paciente. He padecido demasiado sobre las olas y en la guerra;
que me lleguen nuevos tormentos si es preciso.
Cuando así hablaba, declinaba Helios y llegaban las tinieblas; y los dos
se retiraron a lo más profundo de la honda gruta, donde se acostaron jun-
tos y se consolaron en el amor. Y tan pronto como Eos, la de los dedos
rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, Ulises se vistió su túnica y
su manto y la Ninfa se cubrió con una amplia vestidura ligera y graciosa,
ciñó a sus caderas una espléndida cintura de oro y tocó su cabeza con un
velo, disponiéndose a preparar la partida del héroe magnánimo. Le entre-
gó una enorme hacha de bronce, propia para su mano, de dos filos, y un
hermoso astil, hecho con madera de olivo; le entregó también una azuela
afilada y le condujo a un extremo de la isla, donde crecían árboles rollizos:
chopos, álamos y pinos, que llegan hasta el Urano, cuya madera seca flo-
taría fácilmente. Y después de indicarle el lugar donde los hermosos árbo-
les crecían, la ilustre Diosa Calipso volvió hacia su morada.
En seguida Ulises cortó los árboles y los trabajó convenientemente.
Derribó veinte, los desbastó, los escuadró y alineó a cordel. En tanto, la
ilustre Ninfa Calipso trajo barrenos, él taladró y unió las maderas suje-
tándolas con clavijas y cordeles. Y tan ancho como el fondo de un navío
de carga construido por hábil operario, quedó el de la balsa construida
por Ulises. Hizo un puente con dos vigas gruesas y labró un mástil, al
que sujetó la antena. Después armó el gobernalle, que protegió con zar-
zos de mimbre, con el fin de que resistiera el choque de las olas, y pre-
paró un pesado lastre. Mientras tanto, la ilustre Diosa Calipso trajo tela
para las velas, que Ulises hizo con gran facilidad y sujetó con cuerdas a
las antenas. Después condujo la balsa al ancho mar con ayuda de palan-
cas. Al cuarto día todo el trabajo estaba terminado, y el quinto la divina
Calipso le despidió de la isla, habiéndole bañado previamente y vestido
perfumadas vestiduras. La Diosa colocó sobre la balsa un odre de vino
tinto, otro mayor de agua y le entregó, en un saco de cuero, crecida can-
tidad de vituallas fortificantes y le mandó un viento suave y propicio.
Y el divino Ulises, jubiloso, desplegó sus velas al viento favorable, y,
sentándose al timón, gobernaba hábilmente la balsa, sin que el sueño
cerrara sus párpados. Y contemplaba las Pléyades, el Boyero, que se ocul-
taba tarde; la Osa, que también se llama el Carro, y gira siempre en el
mismo lugar, mirando a Orión, y es la única que no toca las aguas del
Océano. La ilustre Diosa Calipso le había dicho que navegara dejándola
siempre a su mano izquierda. Durante diecisiete días navegó sobre el
mar, y al llegar el decimoctavo aparecieron los umbrosos montes de la
tierra de los faiakienos. Y esta tierra cercana se le aparecía como un escu-
do sobre las aguas del mar sombrío.
Y el Poderoso que sacude la tierra regresaba de los etíopes, y de lejos,
desde las cumbres de las montañas de Solimo, vio a Ulises atravesar el mar;
su corazón se encendió de ira, y sacudiendo la cabeza, se dijo para sí:
—¡Oh Dioses! Sin duda los inmortales han resuelto favorablemente a
Ulises mientras yo he estado entre los etíopes. Y ahora se aproxima a la
tierra de los faiakienos, donde es fatal que ha de romper la larga cadena
de miserias que le abaten. Pero pienso que ha de sufrir todavía.
Dijo, y amontonó las nubes y soliviantó el mar. Y tomó el tridente
entre sus manos y desencadenó la tempestad de todos los vientos. Rodeó
de nubes la tierra y el mar, y la noche descendió del Urano. Y soplaron,
a la vez, el Euro y el Noto y el violento Céfiro y el impetuoso Bóreas,
que levanta olas enormes. Y flaquearon las rodillas y el corazón de Ulises,
y con tristeza habló a su espíritu magnánimo de esta manera:
—¡Ah, desdichado de mí! ¿Qué va a ocurrirme? Temo que la Diosa
no me haya engañado cuando me dijo que sufriría trabajos en el mar
antes de arribar al suelo de mi patria, ya que sus predicciones van cum-
pliéndose. ¡Con qué nubes cubre Zeus el ancho Urano! El mar está albo-
rotado, las tempestades de todos los vientos se ciernen desencadenadas,
y se aproxima mi aniquilamiento definitivo. ¡Tres y cuatro veces felices
los danaenos que murieron antaño ante la vasta Troya por complacer a
los Atreidas! ¡Pluguiera a los Dioses que allí se cumpliera mi designio y
hallase la muerte el día en que los troyanos me arrojaban sus lanzas de
bronce junto al cadáver de Aquiles! ¡Entonces me hubiera hecho acree-
dor a honras fúnebres y los aqueos hubieran celebrado mi gloria! ¡Pero
ahora mi sino es sufrir una muerte oscura!
Dijo, y una ola enorme se precipitó sobre él, hundiendo la balsa. Y
Ulises fue arrastrado, arrancado de sus manos el timón, roto por la tem-
pestad horrible el mástil por en medio y arrebatadas la vela y la antena por
el mar. Y Ulises permaneció largo tiempo entre las olas, no pudiendo salir
a flote a causa de la impetuosidad del mar. Y notaba que los vestidos que
le regalara la divina Calipso le entorpecían, y vomitaba agua salobre y la
espuma resbalaba de su cabeza. Mas, aunque afligido, no se olvidó de su
balsa, y nadando vigorosamente a través de las olas, volvió a asirla y, sen-
tándose en ella, se salvó de la muerte. Y las enormes e impetuosas olas lle-
vaban la balsa aquí y allá. Del mismo modo que el otoñal Bóreas arrastra
por la llanura las hojas desprendidas, así los vientos jugaban con la balsa,
llevándola aquí y allá; y unas veces el Euro se la entregaba a Céfiro, para
que él la condujera, y otras el Noto la entregaba al Bóreas.
Y la hija de Cadmos, Ino, la de los pies hermosos, que algún día fue
mortal y entonces se llamaba Leucotea y compartía en el mar los hono-
res de los Dioses, le vio y tuvo piedad de Ulises, errante y agobiado de
infortunios. Y emergió del abismo, transformada en somormujo, y
pasándole en la balsa, dijo así a Ulises:
—¡Desdichado! ¿Por qué Poseidaón, que sacude la tierra, está tan cruel-
mente enojado contigo y te agobia con tantos males? No hará tu perdi-
ción, por mucho que lo anhele. Haz lo que voy a decirte, que no me pare-
ce falto de prudencia. Despójate de tus vestidos, abandona la balsa a los
vientos y nada con tus brazos hasta dar con tierra de los faiakienos, donde
debes ser salvo. Toma esta banderola inmortal, cíñela a tu pecho y no
temas al dolor ni a la muerte. Y cuando hayas tocado la orilla con tus
manos, arrójala lejos, en el sombrío mar, volviéndole la espalda.
La Diosa, cuando le hubo dicho esto, le entregó la banderola, y des-
pués volvió a sumergirse en el mar tempestuoso, transformada en somor-
mujo, y las olas negras la envolvieron. Mas el paciente Ulises dudaba, y
gimiendo, habló así a su espíritu magnánimo:
—¡Ay! Temo que algún Inmortal urda una asechanza contra mí al
aconsejarme que abandone la balsa; mas no le obedeceré, pues esa tierra
donde dice que escaparé a la muerte está lejos todavía; y obraré de este
modo, porque me parece lo más sabio, y mientras estos maderos perma-
nezcan unidos por sus cuerdas seguiré aquí y sufriré mis trabajos con
paciencia; y cuando el mar haya destruido la balsa, nadaré, ya que no
puedo hacer nada más práctico.
Y mientras pensaba así en su alma y en su corazón, Poseidaón, que
sacude la tierra, levantó una ola inmensa, horrible, pesada y alta, y la
arrojó contra Ulises. Y lo mismo que un viento huracanado dispersa un
montón de pajas secas, llevándolas por doquier, así el mar dispersó los
gruesos maderos, y Ulises montó sobre uno de ellos como sobre un caba-
llo de carrera. Y se despojó de los vestidos que la divina Calipso le había
dado, extendió sobre su pecho la banderola de Leucotea y en seguida,
arrojándose al mar, extendió los brazos, deseoso de nadar. Y el Poderoso
que sacude la tierra le vio, y moviendo la cabeza, se dijo entre sí:
—Sufre aún mil trabajos vagando por el mar hasta que llegues donde viven
esos hombres, progenie de Zeus, que espero no te reirás más de mis castigos.
Dijo así, hostigó a sus caballos de hermosas crines y partió para Egas,
donde tiene sus ínclitas moradas.
Pero Atenea, la hija de Zeus, tuvo otras inspiraciones Cortó el cami-
no de los vientos y les mandó cesar y adormirse. Excitó solamente al
rápido Bóreas y refrenó la marcha de las olas hasta que el divino Ulises,
escapando a la Ker y a la muerte, se vio entre los faiakienos, hábiles en
los trabajos del mar.
Y durante dos días y dos noches Ulises vagó sobre las olas sombrías, y
su corazón presintió la cercana muerte; pero cuando Eos, la de hermosa
cabellera, anunció el tercer día, el viento se calmó y reinó una serenidad
tranquila; y alzándose sobre una ola y mirando atentamente, Ulises pudo
ver la tierra próxima. Y así como les es grata a los hijos la vida de un padre
que, perseguido por un Dios desafecto, largo tiempo sufrió dolores, pero
al fin, los mismos Dioses le libran de su mal, así aparecieron gratos y risue-
ños a Ulises la tierra y los bosques. Y nadó esforzándose por pisar aquella
tierra; pero cuando se hallaba tan cerca que hubiéranse oído sus voces,
escuchó el ruido del mar contra las rocas. Las enormes olas se estrellaban,
espantosas, contra la árida costa y todo estaba envuelto en la espuma del
mar. Y allí no había puertos, ni abrigo para las naves y la orilla estaba eri-
zada de escollos y roquedos. Entonces flaquearon las rodillas y el caro cora-
zón de Ulises, que, gimiendo, habló así a su espíritu magnánimo:
—¡Ay de mí! Zeus me concedió ver inesperada tierra; he llegado hasta
aquí, después de haber surcado las aguas, y no sé cómo salir del mar pro-
fundo. Se yerguen rocas agudas que las espumosas olas azotan por todos
los lados, y la costa es escarpada. El fondo del mar no está cerca, y yo no
puedo apoyar mis pies en parte alguna ni escapar a mi infortunio; y puede
ocurrir que una ola enorme me estrelle contra esas rocas y todos mis
esfuerzos sean vanos. Si sigo nadando aún hasta encontrar una playa lami-
da por las aguas o un puerto, temo que la tempestad me coja de nuevo y
vuelva a arrojarme, a pesar de mis lamentos, al profundo mar abundante
en peces, o que alguno de los Dioses me entregue a un monstruo marino
de esos que la ilustre Anfitrita alimenta en tan crecido número, pues sé
cuán irritado está contra mí el Ilustre que sacude la tierra.
Cuando él pensaba así en su espíritu y su corazón, una vasta ola le
llevó hacia la áspera ribera, y allí hubiera desgarrádose su piel y roto sus
huesos, si Atenea, la Diosa de los ojos claros, no le hubiera inspirado.
Avanzó, con ambas manos asió la roca, y a ella se abrazó gimiendo, hasta
que la ola inmensa se deshizo; pero el reflujo, pasando sobre él, le empu-
jó y le volvió al mar. Igual que innúmeras piedrecillas quedan adheridas
a los gruesos tentáculos del pulpo arrancado de su guarida, igual la piel
de su vigorosa mano quedó desgarrada en el roquedo mientras la enor-
me ola le envolvía. Y allí, al fin, hubiera, a pesar de su designio, pereci-
do el desdichado Ulises si Atenea, la Diosa de los ojos claros, no le hubie-
ra inspirado sabiamente. Salió a la superficie, y atravesando las olas que
le empujaban a la costa nadó, mirando a tierra, por si hallaba en algún
sitio un puerto o una playa lamida por el mar. Y cuando llegó nadando
a la desembocadura de un río de hermosa corriente, notó que el lugar era
magnífico y formaba un natural abrigo entre dos rocas iguales. Y miran-
do la corriente del río, dijo así suplicante desde su corazón:
—¡Escuchadme, Rey, quienquiera que seas! Vengo a ti suplicante y
huyendo del mar y de la cólera de Poseidaón. Es digno de respeto aquel
que viene errante a los Dioses inmortales y a los hombres. Así llego yo
ahora a tu corriente después de haber sufrido numerosas fatigas.
¡Apiádate de mí, oh Rey!, ya que yo me honro suplicándote!
Dijo así, y el río se calmó, deteniendo su corriente, apaciguando las
olas y tornándose tranquilo frente a Ulises, que se guareció en su desem-
bocadura. Y las rodillas y los brazos vigorosos del Laertiada estaban can-
sados, y su corazón fatigado por la lucha con el mar. Todo su cuerpo
estaba hinchado, y el agua salada rebosaba de su boca y sus narices. Sin
aliento y sin voz, quedó sin fuerza, porque una angustiosa fatiga le ven-
cía. Pero cuando hubo respirado y cobrado el ánimo, se desató la ban-
derola de la Diosa y la arrojó al río, que la llevó al mar, de donde Ino la
recogió en seguida con sus propias manos. Entonces Ulises, alejándose
del río, se echó sobre unos juncos, besó la tierra y dijo, gemebundo, a su
espíritu magnánimo:
—¡Ay! ¿Qué irá a ocurrirme y qué tendré que sufrir si paso la perni-
ciosa noche junto al río? Temo que la helada y el rocío de la mañana aca-
ben de debilitar mi ánimo, pues siempre, al llegar la mañana, producen
los ríos una fría marea. Y si subo a la cumbre, a aquel bosque sombrío,
y me duermo bajo los espesos arbustos y me toma el dulce sueño, a
menos que el frío y la fatiga lo impidan, temo ser pasto de las fieras.
Después de pensarlo, vio que esto era lo mejor que hacer pudiera, y
se dirigió a la selva que había en la altura, junto a la orilla. Advirtió dos
arbustos entrelazados, que eran un acebuche y un olivo. Ni la húmeda
violencia de los vientos, ni los resplandecientes rayos de Helios, ni las llu-
vias, les penetraban; tan tupida era la tramazón de sus ramajes. Al ampa-
ro de ellos se acostó Ulises, después de haber improvisado un ancho
lecho de hojas, que las había tan abundantes que podrían abrigar a dos
o tres hombres en los días del invierno más crudo. Y el paciente y divi-
no Ulises, contento de ver este lecho, se acostó en medio, cubriéndose
con las abundantes hojas. Lo mismo que un pastor en lo intrincado de
una sierra inhabitada recubre los rescoldos con ceniza negra y conserva
así el germen del fuego para no tener que buscarlo en otra parte, así
Ulises se ocultó bajo las hojas, y Atenea dejó caer el sueño sobre sus ojos
y cerró sus párpados para que sosegara prontamente sus rudas fatigas.
CANTO VI

Dormía allí el paciente y divino Ulises, vencido por el sueño y el can-


sancio, mientras Atenea iba al pueblo de los faiakienos, que habitaron un
día la extensa Hiperia a la vez que los Cíclopes soberbios, que les opri-
mían por ser mucho más fuertes. Nausitoo, semejante a un Dios, les
expulsó de allí y les estableció en la isla Eskeria, lejos de los demás hom-
bres. Construyó un muro alrededor de la ciudad, levantó casas, elevó
templos a los Dioses y repartió los campos. Pero ya, vencido por la Ker,
había descendido al Hades. Entonces reinaba Alkinoo, instruido en pru-
dencia por los Dioses. Y Atenea, la Diosa de los ojos claros, dirigióse a
su palacio, pensando en el regreso del magnánimo Ulises. Y penetró pre-
surosa en la estancia labrada, donde dormía la joven doncella Nausicaa,
semejante a los Inmortales por la gracia y la belleza, hija del magnánimo
Alkinoo. Dos sirvientas, hermosas como las Gracias, permanecían a
ambos lados del umbral y las espléndidas puertas estaban cerradas.
Como un soplo de viento se llegó Atenea al lecho de la joven donce-
lla, y colocándose sobre su cabeza le habló afectando la forma de la hija
del ilustre marino Dimas, que era de su misma edad, y a quien estima-
ba. Semejante a esta joven, Atenea, la de los ojos claros, le dijo así:
—Nausicaa, ¿por qué tu madre te parió tan negligente? Tienes tus her-
mosos vestidos abandonados y tus bodas se aproximan, y en ellas has de
ponerte los mejores y ofrecerlos también a los que conduzcan. La buena
fama entre los hombres se obtiene con los mejores trajes, y el padre y la
madre venerada se regocijan. Vamos, pues, a lavar tus trajes cuando ama-
nezca el día, y yo te acompañaré y ayudaré, para terminar cuanto antes, que
no serás doncella mucho tiempo, pues te solicitan los principales de entre
los faiakienos, cuya raza es la tuya. ¡Vamos! Pide a tu ilustre padre que antes
de la mañana haga preparar las mulas y el carro que han de llevar los cín-
gulos, los peplos y las ricas túnicas. Y es preferible que montes en el carro a
que vayas a pie, pues los lavaderos están muy lejos de la ciudad.
Dijo, y Atenea, la de los ojos claros, regresó al Olimpo, donde dicen
que están todas las sólidas moradas de los Dioses, don-
de el viento no castiga; donde la lluvia no llega; donde no cuaja la nieve
y reina una serenidad de ambiente que no alteran las nubes y un claro
esplendor envuelve las cosas; donde los Dioses se regocijan sin cesar.
Hasta allí se remontó la Diosa de los ojos claros cuando hubo hablado
con la joven doncella.
Y tan pronto como se alzó la esplendente Eos, despertó Nausicaa, la
del hermoso pelo, admirada del sueño que había tenido. Y se apresuró a
correr al palacio para contarle a los suyos, a su amado padre y a su madre,
a quienes halló en sus cámaras. Y su madre estaba sentada al hogar con
sus sirvientas hilando lana teñida de púrpura marina, y su padre salía a
buscar a los príncipes ilustres, con los cuales iba a celebrar consejo, lla-
mado por los nobles aqueos. Y deteniéndose cerca de su amado padre,
Nausicaa le dijo:
—Padre querido, ¿querrías prepararme un carro ancho y alto para que
lleve al río (y lo lave allí) mis hermosos vestidos, que están sucios? A ti tam-
bién conviene, pues asistes al consejo entre los principales, llevar lindos y
limpios vestidos. Tienes, además, cinco hijos en tu palacio: dos casados y
tres todavía solteros y florecientes. Quieren éstos asistir a las danzas vesti-
dos con frescas y limpias vestiduras; y éstos son cuidados de mi cuenta.
Habló así, sin mentar a su padre sus nupcias floridas, pero él lo adivi-
nó y le contestó estas palabras:
—No te negaré, hija mía, ni las mulas ni cosa alguna. Ve, y que mis
servidores te aparejen un carro ancho y alto, propio para soportar carga.
Dicho esto, dio órdenes a sus criados, y al punto obedecieron. Sacaron
un carro ligero y lo aparejaron, colocando las mulas bajo el yugo y atán-
dolas al carro. Y la misma Nausicaa trajo de su estancia sus hermosos ves-
tidos y los puso en el carro. Y su madre colocó excelentes manjares en un
cestito y llenó de vino un odre de piel de cabra. La joven doncella montó
en el carro y su madre le entregó en una redomita aceite líquido, a fin de
que se perfumara con sus esclavas. Y Nausicaa empuñó el látigo y las
riendas brillantes y fustigó a las mulas para que corriesen, y arrancaron
haciendo un gran estrépito y llevando las ropas de Nausicaa, que no iba
sola, sino acompañada de otras doncellas.
Y cuando hubieron llegado a la corriente límpida del río, allí donde
estaban los lavaderos, permanentes todo el año llenos de agua abundosa
y rebosante, suficiente a lavar todas las cosas sucias, desuncieron las
mulas y las guiaron hacia el río bullicioso, a fin de que pudieran pastar
la dulce hierba. Después tomaron del carro, con sus propias manos, los
vestidos, que sumergieron en el agua profunda, pisoteándolos en los
lavaderos y compitiendo en presteza. Y habiéndolos lavado y purificado
de toda inmundicia, los tendieron ordenadamente sobre los roquedos de
la orilla que bañaba el mar. Y después de aquellas se bañaron y perfu-
maron con aceite brillante, prepararon su comida a la orilla del río. Y los
vestidos de secaban bajo el esplendor de Helios.
Cuando Nausicaa y sus sirvientas hubieron comido, jugaron a la pelo-
ta, despojándose antes de sus velos. Y Nausicaa, la de los hermosos bra-
zos, comenzó una melopeya. Así como Artemisa corre por las montañas,
orgullosa de sus flechas, y por el escarpado Tigeto, y por el Erimato,
complaciéndose en perseguir jabalíes y ciervos veloces; y las Ninfas agres-
tes, hijas de Zeus tempestuoso, juegan con ella, y Letona se regocija en
el fondo de su corazón, y Artemisa sobresale de las cabezas y las frentes
de las demás, y se la reconoce fácilmente, aun cuando todas sean bellas,
así la joven doncella brillaba en medio de las demás mujeres.
Mas cuando apenas faltaba plegar los hermosos vestidos, aparejar las
mulas y tornar a la morada, entonces Atenea, la Diosa de los ojos claros,
tuvo un nuevo pensamiento y quiso que Ulises se despertara y viera a la
doncella de los hermosos ojos que había de conducirle a la ciudad de los
faiakienos. Entonces la princesa arrojó la pelota a una de sus doncellas,
pero la pelota fue mal dirigida y cayó en el río profundo. Y todas lanza-
ron gritos ruidosos, y Ulises se despertó. Y, sentándose, pensó así en su
alma y en su corazón:
—¡Ay! ¿A qué hombres pertenecerá esta tierra donde he venido?
¿Serán violentos, salvajes, injustos u hospitalarios y temerosos de los
Dioses? Yo he escuchado clamor de jóvenes. ¿Será la voz de las Ninfas,
que habitan la cumbre de los montes, y la corriente de los ríos, y los pan-
tanos herbosos, o acabo de oír la voz de los hombres? Por mí mismo lo
veré para asegurarme.
Habló así, y el divino Ulises salió de entre los arbustos y arrancó con
su mano vigorosa una rama espesa con que velar la desnudez de sus car-
nes. Y se apresuró, como un león montaraz que, confiado en sus fuerzas,
camina a pesar de las lluvias y los vientos con los brillantes ojos ardien-
do y se arroja sobre los bueyes, las ovejas o los ciervos silvestres, porque
su vientre le empuja a acometer a los ganados hasta dentro de sus sóli-
dos apriscos. Así se presentó Ulises en medio de las doncellas de hermo-
sas cabelleras, tan desnudo como estaba, porque a ello le obligó la nece-
sidad. Y les pareció tan horrible, sucio por la espuma del mar, que huye-
ron aquí y allá por la inclinada ribera. Y sólo la hija de Alkinoo se detu-
vo, pues Atenea había infundido valor a su espíritu y alejado el miedo de
sus miembros. Y quedó sola frente a Ulises.
Dudaba éste, no sabiendo si suplicar a la doncella de los hermosos
ojos abrazándose a sus rodillas o si rogarle desde lejos con palabras lison-
jeras que le proporcionara vestidos y le mostrara la ciudad. Pero creyó
más conveniente suplicarle de lejos, con palabras lisonjeras, por temor a
que si se abrazaba a sus rodillas incurriera en el enojo de la doncella. Y
en seguida le dirigió este discurso lisonjero e insinuante:
—Yo te imploro, ¡oh reina!, seas Diosa o mortal. Si eres Diosa de las que
habitan en el ancho Urano, me pareces Artemisa, hija del gran Zeus, por
la belleza, la estatura y la gracia; si eres mortal de los que viven sobre la tie-
rra, ¡tres veces dichoso tu padre y tu madre venerables, tres veces dichosos
tus hermanos! ¡Sin duda su alma se llenará de júbilo contemplando tu gra-
cia cuando te mezcles a los coros de las danzas! ¡Y dichoso entre todos
aquel que, colmándote de presentes nupciales, te lleve a su morada!
Nunca, en verdad, han visto mis ojos mortal tan bello, ni hombre ni
mujer, y estoy sobrecogido de admiración. Una vez, en Delfos, ante el altar
de Apolo, vi un retoño tierno de palmera. Yo había llegado allí acompa-
ñado de una nutrida multitud que hizo conmigo aquel viaje que había de
traerme desventura. Y ante aquella palmera quedé largo tiempo estupefac-
to y sorprendido en mi alma de que árbol tan hermoso hubiera brotado de
la tierra. Así también te admiro, ¡oh mujer!, y estoy estupefacto, y no me
atrevo a abrazarme a tus rodillas, aun cuando soy presa de una gran aflic-
ción. Ayer, después de veinte días, pude al fin escapar del mar sombrío.
Durante todo ese tiempo las olas y las violentas tempestades me tienen ale-
jado de la isla Ogigia, y ahora un Dios me ha traído aquí, quizá para que
sufra nuevos males, ya que no pienso haber visto su fin, pues los Dioses
quieren, sin duda, aniquilarme de nuevo. Por eso, reina, te pido piedad
para mí, ya que eres la primera persona que veo después de haber sufrido
tantas fatigas. No conozco a ninguno de los hombres que habitan esta ciu-
dad ni esta comarca. Enséñame la ciudad y dame algún guiñapo con que
cubrirme, si has traído alguno para envolver tus vestidos. Que los Dioses
te otorguen tantas cosas como desees: un esposo, una familia y una feliz
concordia, ya que nada hay mas apetecible ni mejor que la concordia para
el buen gobierno de un hogar. El marido y la esposa son así la envidia de
sus enemigos y la alegría de sus amigos, y entre sí son venturosos.
Y Nausicaa, la de los brazos blancos, le respondió:
—Forastero, ya que no me pareces ni un vil ni un insensato, te diré que
Zeus Olímpico dispensa sus favores a los hombres, buenos y malos, a cada
cual según conviene. Este es, pues, tu designio, y debes sufrirlo con pacien-
cia. Ahora, habiendo llegado a nuestra ciudad y a nuestro pueblo, no care-
cerás de vestidos ni de cuantas cosas sean necesarias a un desdichado supli-
cante. Yo te enseñaré la ciudad y te diré el nombre de nuestro país. Los
faiakienos habitan esta ciudad y esta comarca, y yo soy hija del magnáni-
mo Alkinoo, el primero de entre ellos en el poder y en la pujanza.
Dijo, y ordenó a sus sirvientas de hermosas cabelleras:
—¡Venid a mi lado, esclavas! ¿Dónde huis por haber visto a un hom-
bre? ¿Pensáis que sea un enemigo? No hoy hombre vivo, ni uno solo, que
traiga la guerra a los faiakienos, pues somos muy gratos a los Dioses
inmortales y habitamos en el extremo del mar tempestuoso y no tene-
mos comercio con los demás hombres. Pero si algún desdichado pere-
grino llega hasta aquí, es preciso socorrerle, pues los extranjeros y los
menesterosos son de Zeus, y cualquier donación, por modesta que sea,
que se les haga, le es agradable. Por esto, esclavas, debéis dar a nuestro
huésped de comer y beber y lavarle en el río, al abrigo del viento.
Habló así, y las esclavas se detuvieron, y animándose unas a otras, lle-
varon a Ulises al abrigo del viento, como había mandado Nausicaa, hija
del magnánimo Alkinoo. Y colocaron a su lado un manto y una túnica
y le dieron aceite líquido en la redomita de oro y le invitaron a lavarse
en la corriente del agua. Y entonces les dijo el divino Ulises:
—Alejaos, sirvientas, a fin de que me lave el sarro del mar que hay en
mis hombros y me perfume con aceite, pues hace tiempo que mi cuer-
po está falto de unción. Y no me lavaré ante vosotras, por respeto a mos-
trarme desnudo en medio de jóvenes de tan hermosos cabellos.
Así dijo, y retirándose, fueron a trasladar estas palabras a la doncella Nausicaa.
Y el divino Ulises lavó en el río el sarro salado que cubría su espalda, sus
costados y sus hombros, y purgó su cabeza de las suciedades del mar indó-
mito. Y después de haberle lavado por completo y perfumado con aceite,
se vistió las vestiduras que la joven doncella le había dado. Y Atenea, hija
de Zeus, hizo que pareciera más alto y que colgara de su cabeza la cabelle-
ra rizada, semejante a las flores de jacinto. Y al igual que un hábil artífice
mezcla el oro y la plata, porque Hefesto y Palas Atenea le han enseñado, y
acaba perfiladas obras de un arte exquisito, así Atenea extendió la gracia
sobre su cabeza y sus hombros. Y se sentó en seguida, un poco apartado,
en la orilla del mar, resplandeciente de gracia y de belleza. Y la doncella,
admirándole, dijo a sus esclavas de hermosos cabellos:
—Escuchad, esclavas de brazos blancos, lo que voy a deciros. No con-
tra el gusto de todos los Dioses que habitan el Olimpo viene este hom-
bre divino a la tierra de los faiakienos. Me parecía en un principio des-
preciable, y ahora se muestra semejante a los Dioses que habitan el ancho
Urano. ¡Pluguiere a los Dioses que a tal hombre pudiera llamársele mi
esposo, que habitara aquí o que a él pluguiera quedarse en esta tierra!
Mas vosotras, esclavas, servid a nuestro huésped de comer y beber.
Habló de este modo, y las sirvientas escucharon y obedecieron, y ofre-
cieron a Ulises de comer y beber. Y el divino Ulises comió y bebió con
voracidad, porque hacía mucho tiempo que no había tomado alimento.
Pero Nausicaa, la de los brazos blancos, tuvo nuevos pensamientos; colo-
có los vestidos plegados en el carro y montó, después de haber apareja-
do las mulas de macizos cascos, y exhortó a Ulises, diciéndole:
—Levántate, forastero, y vayamos hacia la ciudad y yo te llevaré a la
morada de mi prudente padre, donde me figuro que verás a los princi-
pales de entre los faiakienos. Pero haz lo que voy a decirte, ya que me
pareces dotado de sensatez: mientras vayamos a través de los campos cul-
tivados por los hombres, marcha con mis esclavas tras las mulas y el
carro, que yo te enseñaré el camino; pero cuando hayamos llegado a la
ciudad, que circundan altos torreones y que divide en dos un hermoso
puerto, cuya entrada es estrecha y donde son conducidas las naves a
seguro del tiempo, y delante del cual se levanta el hermoso templo de
Poseidaón y el ágora enlosada de grandes piedras pulidas (allí también
están los aparejos de las negras naves, las jarcias y las antenas, y los remos
alisados, pues los arcos y los cercajes no ocupan a los faiakienos tanto
como los mástiles y los remos de las naves, y las naves simétricas sobre
las cuales atraviesan, gozosos, el espumoso mar), evita las amargas pala-
bras, no hay quien me censure a mis espaldas, pues los hay muy inso-
lentes, o quien, perverso, viéndonos juntos, pudiera decir: «¿Quién es ese
forastero alto y hermoso que sigue a Nausicaa? ¿Dónde le habrá hallado?
Seguramente será su esposo. Puede también haberle recibido benévola-
mente por hallarse errante fuera de un navío que tripularan extranjeros,
pues cerca de nosotros ninguno vive, o puede ser, también, un Dios a
quien haya suplicado fervientemente que baje del Urano para poseerle
todos los días. ¡Bien hace en ir a buscar un esposo extranjero la que des-
deña a los muchos faiakienos ilustres que la requieren!» Así dirían, y sus
palabras me causarían vergüenza. Yo también despreciaría a aquella que,
a despecho de su querido padre y de su madre, fuera sola entre hombres
antes del día de sus nupcias. Escucha, pues, mis palabras, forastero, para
que obtengas de mi padre quien te acompañe y el próximo retorno.
Ahora encontraremos a un lado del camino un hermoso bosque de ála-
mos consagrado a Atenea. Un manantial corriente y una pradera le cir-
cundan y allí tiene mi padre una huerta y jardines floridos, tan cerca de
la ciudad, que podría oírse una voz lanzada en ella. Debes aguardar allí
hasta que nosotras hayamos llegado a la ciudad y a casa de mi padre. Y
cuando tú supongas que hemos llegado, entonces dirígete a la ciudad de
los faiakienos y busca los palacios de mi padre, el magnánimo Alkinoo.
No es difícil encontrarlos, y un niño podría conducirte hasta ellos, pues
ninguna casa de los faiakienos se parece a la morada del héroe Alkinoo.
Cuando te halles en su patio, atraviesa las estancias rápidamente y llega
hasta mi madre. Estará sentada en el hogar, al resplandor del fuego,
hilando una lana purpúrea digna de admirar. Se apoyará en una colum-
na, y sus doncellas estarán sentadas alrededor. Al lado está el trono de mi
padre, donde él se sienta para beber vino lo mismo que un Inmortal.
Pasa ante él y abrázate a las rodillas de mi madre, a fin de que veas, gozo-
so, cómo se acerca el día de tu retorno, aun cuando tu patria esté muy
lejos. Pues si mi madre te fuere benévola puede confiar en que verás a tus
amigos, y entrarás en tu casa bien construida y en tu patria tierra.
Diciendo así, hostigó a las mulas con el látigo brillante, y las mulas,
abandonando rápidamente las orillas del río, braceaban y corrían brio-
sas. Y Nausicaa las guiaba habilidosamente con las riendas y el látigo de
tal modo que sus esclavas y Ulises pudieran seguirlas a pie. Caía Helios
cuando llegaron al sagrado bosque de Atenea, donde el divino Ulises se
quedó. Y en seguida suplicó así a la hija del magnánimo Zeus:
—¡Escúchame, hija indómita de Zeus tempestuoso! Auxíliame ahora,
ya que no me ayudaste cuando el Poderoso que circunda la tierra me
hacía objeto de sus iras. Concédeme ser bien recibido en la tierra de los
faiakienos y que se apiaden de mí.
Suplicó de esta suerte, y Palas Atenea le escuchó, pero no se apareció
a él por temor al hermano de su padre, que había de estar vivamente irri-
tado contra el divino Ulises hasta tanto que éste no pisara el suelo de su
patria.
CANTO VII

Mientras el paciente y divino Ulises suplicaba así a Atenea, las mulas


vigorosas conducían hacia la ciudad a la joven doncella. Tan pronto como
llegó al ilustre palacio de su padre, se detuvo en el portal, y de todos los
lados salieron sus hermanos, semejantes a los Dioses, presurosos por rode-
arla; y desengancharon las mulas del carro y metieron los vestidos en la
casa. En seguida la doncella pasó a su cámara, donde la vieja sirvienta epi-
rota Eurimedusa encendió lumbre. Naves de dos filas de remos la trajeron
antaño del país de los epirotas para ofrecerla como presente a Alkinoo, que
regía todos los faiakienos y a quien el pueblo escuchaba como a un Dios.
Había criado a Nausicaa, la de los brazos blancos, en el propio palacio y
encendía su lumbre y preparaba sus comidas.
Entonces Ulises se levantó para ir a la ciudad y Atenea, llena de bene-
volencia para con él, le envolvió con una espesa niebla para evitar que
algún faiakieno insolente le encontrara y ultrajase con sus palabras pre-
guntándole quién era. Mas cuando llegó a la hermosa ciudad, entonces
Atenea, la Diosa de los ojos claros, bajo la apariencia de una joven donce-
lla que llevaba una cajita, se detuvo ante él; y el divino Ulises le preguntó:
—Hija mía, ¿podrías mostrarme la morada del héroe Alkinoo, que
reina entre los hombres de este país? Vengo de una tierra extraña y leja-
na, como un peregrino, después de sufrir muchos trabajos, y no conoz-
co a ningún hombre de los que habitan este pueblo y esta tierra.
Y Atenea, la Diosa de los ojos claros, le respondió:
—Huésped venerable, yo te mostraré la casa por que preguntas, pues
está al lado de la de mi ilustre padre. Ven en silencio, que yo te enseña-
ré el camino; pero no preguntes a ninguno de estos hombres, pues no
quieren a los forasteros, ni reciben con cariño a los que vienen de lejos.
Confiados en sus naves gallardas y rápidas, atraviesan los extensos mares,
pues Aquel que sacude las tierras se las concedió veloces como el ala de
los pájaros y como el vuelo del pensamiento.
Cuando esto dijo, Palas Atenea echó a andar a buen paso y él marchó
detrás de la Diosa, sin que los expertos navegantes faiakienos se dieran cuen-
ta de que cruzaba entre ellos, pues Atenea, la venerable Diosa de los hermo-
sos cabellos, no lo permitió, que oportunamente usó de su benevolencia,
envolviendo a Ulises en una densa niebla. Y Ulises admiraba el puerto, las
naves simétricas, el ágora de los héroes y las grandes murallas, rodeadas de
altas empalizadas dignas de verse. Y cuando llegaron a la magnífica morada
del rey, Atenea, la Diosa de los ojos claros, comenzó a decirle así:
—Aquí tienes, forastero, padre mío, el palacio que querías te enseñase.
En él hallarás a los reyes, progenie de Zeus, tomando su refacción. Entra
y no temas nada que el hombre valeroso es aquel que acomete todas las
empresas, aun cuando haya venido de lejos. Hallarás primero a la reina en
el palacio. Su nombre es Arete, y en verdad que lo merece, pues desciende
de los mismos padres que Alkinoo. Poseidaón, que sacude la tierra, engen-
dró a Nausitoo en Peribea, la más bella de las mujeres y la más joven de las
hijas del magnánimo Eurimedón, que reinó algún día sobre los soberbios
Gigantes. Pero perdió a su impío pueblo y pereció él mismo. Y Poseidaón
se unió a Peribea y engendró al magnánimo Nausitoo, que imperó sobre
los faiakienos. Y Nausitoo engendró a Rexenor y a Alkinoo. Apolo, el de
arco de plata, mató al primero de éstos, apenas recién casado, en el pala-
cio, y no dejó hijos, sino una hija, Arete, que se casó con Alkinoo, que le
ha honrado como nadie honrará a mujer nacida para gobernar su casa y
estar bajo el dominio del marido. Así también la honraron sus queridos
hijos, no menos que Alkinoo, que le ha honrado como nadie honrará a
mujer nacida para gobernar su casa y estar bajo el dominio del marido. Así
también la honraron sus queridos hijos, no menos que Alkinoo, que le ha
honrado como nadie honrará a mujer nacida para gobernar su casa y estar
bajo el dominio del marido. Así también la honraron sus queridos hijos,
no menos que Alkinoo, y los pueblos, que la miran como una Diosa y
recogen sus palabras cuando pasea por la ciudad. No carece nunca de buen
juicio y para todos es benévola y suele zanjar sus diferencias. Si ella te es
cordialmente propicia, puedes tener esperanza de ver a tus amigos y de vol-
ver a entrar en tu magnífica morada, en tu tierra patria.
Dicho esto, Atenea, la de los ojos claros, se alzó sobre el mar indómito,
y abandonando la deliciosa Eskeira, llegó a Maratón, y después a Atenas,
la de las anchas calles, donde entró en la sólida morada de Erecteo.
Y Ulises se dirigió a la ilustre mansión de Alkinoo, y se detuvo, llena su
mente de pensamientos, antes de hallar el umbral de bronce, pues en verdad
el hermoso palacio de Alkinoo resplandecía como Helios y Selene. Sendos
muros de bronce a ambos lados del umbral limitaban la entrada, y su cúpu-
la era de esmalte. Dos puertas de oro cerraban el palacio, y los marcos de la
puerta eran de plata, arrancando del umbral de bronce plateado y coronados
por una cornisa de oro; y a ambos costados había dos perros de oro y plata,
que Hefesto había construido primorosamente para guardas de la morada
del magnánimo Alkinoo, y que eran Inmortales y libres de envejecer. A
ambos lados de la portalada, adosados al muro, había sólidos sillones for-
mando línea hasta la puerta interior y cubiertos de ligeros tapices, labor de
las mujeres. Allí se sentaban los príncipes de los faiakienos a comer y beber
durante todo el año. Y dos figuras de mancebos de oro se alzaban sobre her-
mosos pedestales, sosteniendo en sus manos antorchas encendidas, que
alumbraban durante la noche a los convidados de la casa. Cincuenta siervas
vivían en el palacio: unas quebrantaban en la muela el grano maduro, y
otras, sentadas, tejían las telas y hacían girar la rueca, agitada como las hojas
del esbelto álamo; y relucía como impregnada de aceite líquido la trama de
los tejidos, pues así como los faiakienos eran los más diestros de los hombres
para remar en el mar a bordo de las ligeras naves, así también sus mujeres
sobresalían en el trabajo de las telas, que Atenea les había concedido acabar-
las bellísimas y de exquisito gusto. Más allá del portal, tocando con sus puer-
tas, había un extenso jardín de cuatro obradas, cercado en toda su cabida por
un seto. Allí crecían florecientes árboles; unos daban la pera y la granada, la
hermosa naranja otros, y otros el higo dulce y la aceituna verde. Y jamás fal-
taban ni se extinguían estos frutos, que duraban el invierno y el estío, pues
el Céfiro, soplando siempre, hacía crecer a unos y madurar a otros; la pera
sucedía a la pera, la manzana maduraba tras la manzana, la uva tras la uva y
el higo tras el higo. Allí, en la viña ubérrima, se secaba el racimo bajo el ardor
de Helios en un lugar raso; allá era recogido y pisado, y mientras unos per-
dían sus flores, otros racimos maduraban. A continuación del jardín había
un huerto que rendía abundantemente cada año, y del cual nacían dos fuen-
tes, una que regaba el jardín todo y otra que corría bajo el umbral de la casa,
ante el espléndido palacio y donde los ciudadanos solían coger agua. Tales
eran los espléndidos presentes de los Dioses en la morada de Alkinoo.
El paciente y divino Ulises, absorto, contempló todas estas cosas, y cuan-
do las hubo admirado, traspuso rápidamente el umbral del palacio. Y halló
a los príncipes y caudillos de los faiakienos haciendo libaciones al vigilante
Matador de Argos, que es a quien últimamente ofrecían cuando se apresta-
ban a buscar el lecho. Y el paciente y divino Ulises atravesó el palacio,
envuelto en la espesa niebla de que Palas Atenea le había circundado, y se
llegó a Arete y al rey Alkinoo. Y Ulises rodeó con sus brazos las rodillas de
Arete y la divina niebla se disipó. Y todos los de la casa, en su presencia, per-
manecieron mudos de admiración. Mas Ulises dijo esta súplica:
—Arete, hija del divino Rexenor, llego a tus rodillas y a tu esposo y a
tus huéspedes, después de haber sufrido mucho. Que los Dioses os con-
cedan una vida venturosa y dejar a vuestros hijos los bienes que se encie-
rran en este palacio y las recompensas que el pueblo os haya otorgado.
Pero preparad mi regreso, y que yo llegue pronto a mi patria, pues hace
largo tiempo que sufro miserias sin cuento lejos de mis amigos.
Dijo, y se sentó en las cenizas del hogar, ante el fuego, y todos permane-
cieron en silencio. Pero al fin habló el viejo héroe Ekeneo. Era el más ancia-
no de todos los faiakienos, y sabía muchas cosas del pasado y sobresalía entre
todos por su elocuencia. Lleno de sabiduría, habló así en medio de todos:
—Alkinoo, no es ni bueno ni decoroso para ti que tu huésped esté sentado
sobre las cenizas del hogar. Tus convidados aguardan tu decisión. Apresúrate a
hacer sentar a tu huésped en un sillón tallado y ornado con clavos de plata, y
ordena a los heraldos que viertan vino para ofrecer libaciones a Zeus tempes-
tuoso, que acompaña a los suplicantes venerables. Mientras tanto, la despen-
sera ofrezca a tus huéspedes de los manjares que haya en la casa.
Tan pronto como la Fuerza sagrada de Alkinoo se hubo percatado de
estas palabras, tomó por su mano al prudente e ingenioso Ulises y le hizo
alzarse del hogar y sentarse en un sitial magnífico, de donde se levantó su
hijo, el valiente Laodamo, que se sentaba a su lado y a quien él quería
más. Una sierva vertió agua de una hermosa jarra de oro en una fuente de
plata para que se lavara las manos, y luego colocó ante él una mesa puli-
mentada. Y la venerable despensera, generosa para todos, trajo pan y
numerosas viandas. Y el prudente y divino Ulises bebía y comía.
Entonces, Alkinoo dijo a un heraldo:
—Pontonoo, mezcla el vino en la crátera y distribúyelo a todos los de
la casa, a fin de que hagamos libaciones a Zeus tempestuoso, que acom-
paña a los suplicantes venerables.
Así dijo, y Pontonoo mezcló el dulce vino y lo distribuyó probando de
antemano de todas las copas. Hicieron las libaciones y bebieron tanto
como a su ánimo pluguiera, y Alkinoo les habló así:
—Escuchadme, príncipes y caudillos de los faiakienos, que voy a deci-
ros aquello que mi corazón me dicta dentro del pecho. Ahora que ha ter-
minado el festín, marchaos a dormir a vuestras casas. Amanecido, una vez
convocados los ancianos, ejerceremos la hospitalidad con nuestro hués-
ped en mi palacio y haremos los debidos holocaustos a los Dioses; des-
pués pensaremos en su regreso, para que, sin trabajos ni contrariedades, y
en virtud de nuestros cuidados, llegue lleno de alegría a su tierra patria,
aun cuando ésta se encuentre muy lejana, y no sufra nuevo mal ni mise-
ria alguna hasta que pise el suelo de su tierra natal; que allí padecerá el
designio que las fatales Moiras le hayan hilado en el instante mismo en
que su madre le pariera. ¿Quién sabe si será un Inmortal bajado del
Urano? En ese caso los Dioses habrían meditado algún nuevo designio,
pues francamente se han presentado a nosotros cuando les hemos ofreci-
do magníficas hecatombes y se han sentado a nuestras mesas a nuestro
lado y como nosotros mismos; y si un caminante faiakieno se les ha
encontrado en su caminos, no le han ocultado a él, pues somos de su
misma estirpe, al igual que los Cíclopes y la raza salvaje de los Gigantes.
Y le respondió el prudente Ulises:
—Alkinoo, aleja de tu alma esos pensamientos. Yo no me asemejo a
los Inmortales que pueblan el ancho Urano, ni por mi aspecto ni por mi
modo de ser, sino a los hombres mortales que vosotros sepáis más col-
mados de desdichas. A ésos soy comparable con las mías, que no habrá
gran dolor que pudiera relataros del que yo no haya padecido por la
voluntad de los Dioses. Mas dejadme gustar la cena, a pesar de mi tris-
teza, que no hay nada peor que un vientre hambriento, y no puede ser
puesto en olvido ni por el hombre más angustiado y cuyo espíritu esté
lleno de inquietudes. Así yo, a pesar de tener un gran luto en el alma, me
veo impelido a comer y beber hasta satisfacerme, olvidando los males
que he sufrido. Y apresuraos a enviarme, cuando Eos vuelva a aparecer,
¡desdichado de mí!, a mi patria, donde después de tanta desdicha sufri-
da pueda morir, mas no sin que haya vuelto a contemplar mis hacien-
das, mis esclavos y mi magnífica morada.
Dijo así, y todos le aplaudieron, y animáronse a restituir al huésped a
su tierra, ya que había hablado tan razonablemente. Después de hechas
las libaciones y bebido tanto como su ánimo les exigía, retiráronse a des-
cansar cada uno a su morada.
Mas se quedó el divino Ulises, y a su lado Arete y el divino Alkinoo
se sentaron, y las sirvientas retiraron las vasijas de la cena pues reconoció
el manto, la túnica y las hermosas vestiduras que ella hacía confecciona-
do con sus siervas. Y dijo a Ulises estas palabras aladas:
—Huésped, voy a preguntarte la primera. ¿Quién eres? ¿De dónde
vienes? ¿Quién te ha dado esos vestidos? ¿No dices que errando por el
mar has llegado hasta aquí?
Y el prudente Ulises respondió:
—Me sería difícil, reina, contar en poco tiempo todos los trabajos con
que los Dioses Olímpicos me han agobiado; mas te hablaré de aquello que
acabas de preguntarme. Hay en medio del mar una isla, Ogigia, habitada
por Calipso, Diosa funesta de hermosos cabellos, hija astuta de Atlante,
con la cual ningún Dios ni hombre mortal habita. Hasta allí me condujo
un Daimón, ¡desdichado de mí!, cuando Zeus hendió mi nave ligera, lan-
zando contra ella luminosos rayos en medio del negro mar, y perecieron
mis valerosos compañeros. Yo, abrazado a la quilla de mi nave de doble fila
de remos, vagué errante en la isla Ogigia, donde moraba Calipso, la Diosa
funesta de los hermosos cabellos. Esta me acogió benévolamente, me ali-
mentó y me dijo que me tornaría Inmortal y me libraría para siempre de
la vejez; pero nunca pudo llevar la persuasión al fondo de mi pecho. Allí
pasé siete años y empapé con mis lágrimas los vestidos inmortales que me
había dado Calipso. Mas al llegar el octavo, ella misma me obligó a retor-
nar, no sé si obedeciendo la orden de Zeus o si porque su corazón se hubie-
se cansado. Me envió en una balsa sujeta con cuerdas, me entregó pan y
vino en abundancia, me vistió con vestidos divinos y me mandó un vien-
to favorable y dulce. Navegué diecisiete días por los caminos del mar, y el
día decimoctavo vi las umbrosas montañas de vuestro pueblo, y mi cora-
zón fue dichoso. ¡Infeliz de mí! Aún había de ser acosado por nuevas y
numerosas desgracias que hubo de enviarme Poseidaón, que sacude la tie-
rra. Desencadenó vientos que entorpecieron mi camino, alborotó el mar
inmenso y permitió que las olas, mientras yo gemía, destrozaran la balsa,
que la tempestad dispersó; y yo nadé, hendiendo las aguas, hasta que el
viento y el mar me llevaron a la costa, donde el agua me arrojó primero
contra enormes rocas y luego me llevó a un lugar más favorable, pues pude
nadar de nuevo hasta dar con un río y un recodo accesible limpio de rocas
y al amparo del viento. Y fortalecí mi espíritu y la divina noche llegó.
Después de salir del río, procedente de Zeus, me acosté bajo los arbustos,
sobre un lecho de hojas, y un Dios me envió un sueño profundo. Allí, aun
cuando afligido en mi corazón, dormí toda la noche hasta la mañana y
todo el día. Y decayó Helios y el sueño me abandonó. Oí entonces a las
siervas de tu hija, que jugaban en la orilla, y a tu propia hija entre ellas,
semejante a los Inmortales. Le supliqué, me demostró un excelente juicio,
superior a cuanto pudiera esperarse de una muchacha, pues la juventud
suele ser siempre irreflexiva. Me dio también alimentos y vino rojo, e hizo
que me bañara en el río y me entregó vestiduras. Y esta es toda la verdad,
que yo te cuento, a pesar de mi aflicción.
Y Alkinoo le respondió, diciendo:
—¡Huésped! En verdad que mi hija no se ha portado razonablemen-
te, cuando no te ha conducido con sus siervas a esta casa, ya que a ella
ha sido a quien primero suplicaste.
Y el ingenioso Ulises respondió:
—Héroe, no reprendas por mi causa a la joven doncella irreprocha-
ble. Me invitó a seguirla con sus sirvientas; pero yo no quise, temiendo
enojarte si tú lo veías, pues somos generalmente suspicaces los hombres
que vivimos en la tierra.
Y Alkinoo le respondió, diciendo:
—¡Huésped! No acostumbra mi corazón a irritarse sin motivo, y las
cosas razonables son las que más pueden en mí. ¡Pluguiera al Padre Zeus,
a Atenea y a Apolo que, siendo como eres y pensando como yo pienso,
quisieras quedarte entre nosotros, casarte con mi hija y ser llamado mi
yerno! Te daría casa y posesiones si quisieras quedarte; pero ninguno
entre los faiakienos intentará retenerte contra tu voluntad, pues tal cosa
no sería agradable al Padre Zeus. Y he decidido, para que tú lo sepas
bien, que sea mañana tu regreso. Y mientras, rendido por el sueño, duer-
mas tú, mis hombres, aprovechando el tiempo apacible, remarán para
dejarte en tu patria y en tu casa o donde a ti te plazca, así estuviera ese
lugar tan alejado como Eubea, de la que dicen los ciudadanos de este
pueblo que la vieron porque a ella condujeron al rubio Radamanto,
cuando fue a visitar a Ticio, hijo de Gea, que es la más lejana de las tie-
rras. Y fueron y vinieron en el día. Tú verás por ti mismo si mis naves
son ligeras y mis hombres hábiles en herir el mar con sus remos.
Habló así, y el ingenioso y divino Ulises, lleno de alegría, pronunció
esta súplica:
—¡Padre Zeus! Plázcate que Alkinoo cumpla lo que promete y que su
gloria sea inmortal sobre la tierra fecunda si yo regreso a mi patria.
Y mientras ellos hablaban de este modo, Arete ordenó a las siervas de
brazos blancos dispusieran un lecho bajo el pórtico provisto de varias
colchas purpúreas y extendieran sobre él tapices y afelpados mantos. Y
las siervas salieron de la casa llevando antorchas encendidas y aderezaron
un hermoso lecho prestamente. Y aproximándose a Ulises le dijeron:
—Levántate, huésped, y ve a dormir; tu lecho está preparado.
Y el paciente y divino Ulises se durmió en un lecho mullido bajo el
pórtico sonoro. Y Alkinoo durmió también en el interior de su magnífi-
co palacio. Y a su lado la reina, después de prepararle el lecho.
CANTO VIII

Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-


templar, la Fuerza sagrada de Alkinoo se levantó de su lecho, y el des-
tructor de ciudades, el divino y sutil Ulises, se levantó también; y la
Fuerza sagrada de Alkinoo le condujo al ágora de los faiakienos, sita
cerca de las naves. Y apenas llegaron, tomaron asiento uno junto a otro
en las piedras pulidas. Y Palas Atenea recorría la ciudad bajo la forma de
un heraldo prudente de Alkinoo, y pensando en el regreso de Ulises,
abordaba a cada hombre y le decía:
—Príncipes y caudillos de los faiakienos: id al ágora y escuchad a ese
forastero llegado no ha mucho a casa de Alkinoo, después de haber vaga-
do por el mar, y cuyo aspecto es parecido al de los Inmortales.
Hablando así excitaba el espíritu de cada uno, y pronto el ágora y sus
sitiales se llenaron de hombres que iban congregándose y admiraban al
hijo del prudente Laertes, pues Atenea había extendido una gracia divi-
na sobre su cabeza y sus espaldas, haciendo que pareciera más alto y
majestuoso, para que fuera más grato, más fiero y más venerable a los
faiakienos y resistiera todas las pruebas a que éstos habían de someterle.
Y después de que todos se reunieron, Alkinoo les habló así:
—Escuchadme, príncipes y caudillos de los faiakienos, a fin de que os
diga aquello que mi corazón me dicta dentro del pecho. No sé quién es
este forastero que ha llegado errante hasta mi palacio, si de los hombres
del lado de Eos o de los que viven junto al Héspero. Solicita nuestra
ayuda para su regreso. Le conduciremos, conforme hicimos ya con otros;
pues ningún hombre albergado en mi palacio ha gemido mucho tiempo
aquí pensando en su regreso. ¡Pronto! Lancemos al mar divino una nave
negra y nueva, y que cincuenta y dos mozos sean elegidos en el pueblo
entre los mejores. Atad a sus bancos los remos de la nave y preparemos
en mi casa una refacción, que os ofrezco. Los dos jóvenes cumplirán mis
órdenes, y vosotros, reyes que portáis cetro, venid a mi espléndido pala-
cio para honrar a nuestro huésped en la regia sala. Que ninguno se rehú-
se, y llamad al divino Aeda Demodoco, a quien un Dios dotó de la facul-
tad del canto admirable que embelesa cuando su alma le incita a cantar.
Diciendo así, se puso en marcha, y los reyes portadores de cetro le
siguieron, y un heraldo salió en busca del divino Aeda. Y cincuenta y dos
jóvenes elegidos entre el pueblo se dirigieron conforme había mandado
Alkinoo, hacia la orilla del mar indomable. Y una vez que llegaron al mar
y a la negra nave, lanzaron ésta al mar profundo, colocaron el mástil, pre-
pararon las velas, sujetaron los remos con sus correas y, haciéndolo todo
según convenía, extendieron las blancas velas y anclaron la nave a lo
largo de la orilla. Después se dirigieron a la espléndida morada del pru-
dente Alkinoo. Y el pórtico, la sala y el palacio todo estaba lleno con los
hombres reunidos, pues eran numerosos entre jóvenes y ancianos.
Y Alkinoo sacrificó para ellos doce ovejas, ocho cerdos de blandos dien-
tes y dos bueyes de flexibles remos. Y los desollaron y con ellos prepararon
la agradable comida, y llegó el heraldo trayendo con él al divino Aeda.
La Musa le amaba más que a ninguno, y le había hecho conocer el
bien y el mal, pues privándole de la vista le había otorgado el canto
admirable. El heraldo colocó por su mano, en medio de los convidados,
un sillón con clavos de plata arrimado a una alta columna, y sobre su
cabeza suspendió la cítara sonora, indicándole cómo podía alcanzarla.
Luego colocó ante él una hermosa mesa, y puso en ella una cestilla y una
copa de vino, para que bebiera tantas veces como su ánimo lo deseara. Y
todos pusieron mano en los manjares colocados ante ellos.
Apenas hubieron satisfecho su hambre y su sed, la Musa invitó al
Aeda a celebrar la gloria de los hombres con un canto cuyo renombre
había llegado hasta el nacho Urano. Y era la contienda de Ulises y del
Peleida Aquiles, que se insultaron con palabras violentas en un banque-
te ofrecido a los Dioses. Y el rey de hombres, Agamenón, se regocijaba
en su ánimo porque los más altos de entre los aqueos disputaban, cum-
pliéndose exactamente la predicción que le hiciera Febo Apolo cuando
la divina Pitho había traspuesto el umbral de piedra para interrogar al
oráculo, que hubo de anunciarle que desde entonces se preparaban males
a troyanos y danaenos por la voluntad del gran Zeus.
Estas cosas eran las que cantaba el ilustre Aeda, y Ulises, tomando con
sus robustas manos el gran manto purpúreo, se lo echó por la cabeza y
cubrió con él su hermoso rostro, pues tenía vergüenza de verter lágrimas
ante los faiakienos; y cuando el divino Aeda dejó de cantar, él cesó en sus
lágrimas, se quitó el manto de la cabeza y, tomando una redonda copa,
ofreció libaciones a los Dioses. Mas cuando los príncipes de los faiakie-
nos invitaban al Aeda a cantar otra vez, pues estaban encantados con sus
relatos, de nuevo Ulises lloró con la cabeza escondida. Ocultó a todos su
llanto, menos a Alkinoo, que estaba sentado junto a él, y le vio y escu-
chó sus gemidos, y en el acto dijo a los faiakienos, hábiles remadores:
—Escuchadme, príncipes y caudillos de los faiakienos. Ya que hemos
confortado nuestro ánimo con esta comida y con los sones de la cítara,
que son la alegría de los banquetes, salgamos ahora y entreguémonos a
todos los juegos, para que nuestro huésped relate a sus amigos, cuando
esté de retorno en su patria, cuánto sobresalimos de los demás hombres
en las luchas púgiles, en el salto y en la carrera.
Cuando así hubo hablado, se puso en marcha y todos le siguieron. El
heraldo colgó la cítara en la columna y, cogiendo de la mano a Demodoco,
le llevó fuera de la casa por el mismo camino que habían tomado los prín-
cipes de los faiakienos para admirar los juegos. Se encaminaron al ágora, y
un gentío numeroso les seguía. Ya allí, muchos robustos mozos se levanta-
ron: Acroneo, Okialos, Elatreo, Nanteo, Primneo, Ankialo, Eretmeo,
Ponteo, Proteo, Toon, Anabesineo, Anfialo, hijo de Polineo; Tectonida y
Eurialo, semejante al homicida Ares, y Naubolides, que sobrepujaba en
fuerza y en hermosura a todos los faiakienos, excepto al irreprochable
Laodamas. Y también se levantaron los tres hijos del irreprochable
Alkinoo: Laodamas, Halio y el divino Clitoneo. Se probaron primero en
la carrera, saliendo a la vez de la raya, y volaron ligerísimos, levantando
polvaredas de la llanura; mas quien venció, por llegar más lejos, fue el irre-
prochable Clitoneo, pues cuando largo es un surco que abren dos mulas
en un espacio libre, tanto adelantaba a los otros cuando se presentó ante el
pueblo. Otros compitieron en la lucha, y en esta prueba, Eurialo sobresa-
lió entre los más vigorosos. Y Anfialo venció saltando mejor que nadie, y
Elatreo fue el más diestro en arrojar el disco y Laodamas, el ilustre hijo de
Alkinoo, en la lucha púgil. Y cuando todos hubieron recreado su ánimo
con estas luchas, Laodamas, hijo de Alkinoo, dijo así:
—Preguntemos, amigos míos, a nuestro huésped si también sabe
luchar en estos juegos, pues no parece ciertamente falto de condiciones,
ya que tiene muslos, brazos y cuello vigorosos y es todavía joven, bien
que debilitado por los males, pues pienso que no hay nada peor que el
mar para abatir a un hombre, por fornido que sea.
Y Eurialo le respondió:
—Tienes razón, Laodamas. Y ahora ve a provocarle y repítele tus palabras.
Y el ilustre hijo de Alkinoo, apenas oyó esto, se paró en medio de la
arena y dijo a Ulises:
—Ven tú también, huésped, padre mío, a probarte en nuestros jue-
gos, si eres hábil en ellos, como conviene, pues no hay gloria mayor para
los hombres que la de campear por la ligereza de los pies o por la fuerza
de los brazos. Ven, pues, y aleja la pena de tu ánimo. Tu regreso no se
hará esperar mucho tiempo, pues ya está tu nave botada al mar y tus
compañeros dispuestos a partir.
Y el ingenioso Ulises le respondió:
—Laodamas, ¿por qué me invitas a luchar? Los dolores llenan mi
alma, que no el afán de los juegos. He sufrido muchos infortunios y
soportado muchos trabajos, y ahora, sentado en vuestra ágora, imploro
mi regreso, suplicando al rey y a todo el pueblo.
Y Eurialo le respondió, ultrajándole:
—Parece, huésped, que desconoces todos los juegos en que se ejerci-
tan los varones, y tu aspecto es el de un capitán de marineros mercantes
que, a bordo de una nave de carga, sólo cuidara de sus ganancias y pro-
visiones, nunca el de un atleta.
Y el ingenioso Ulises, tras una mirada torva, contestóle:
—Huésped, no has hablado como discreto, sino como un hombre
insolente. Los Dioses no dispensan sus dones (hermosu-
ra, prudencia y elocuencia) por igual a todos los hombres.
Frecuentemente, un hombre no tiene hermosura, pero un Dios le dota
del don de la palabra, y todos se complacen estando ante él, porque
habla con seguridad y dulce modestia, y sobresale en el ágora, y cuando
pasea por la ciudad es contemplado como un Dios. Otro es semejante a
los Dioses por su hermosura, pero no ha recibido de aquéllos el don de
hablar bien. Así, tú eres hermoso, tal que un Dios no te hubiera forma-
do de otro modo; pero eres falto de inteligencia y has hablado tan sin jui-
cio, que has indignado a mi corazón en el fondo de mi pecho. No des-
conozco estas luchas, como tú supones, y podía contarme entre los pri-
meros cuando me acompañaba mi juventud y el vigor de mis brazos.
Ahora estoy agobiado por miserias y dolores, pues he sufrido mucho
combatiendo con los hombres y surcando las olas peligrosas. Pero, a
pesar de haber sufrido tanto, me probaré en estos juegos, pues tus pala-
bras me han herido y me has irritado al proferirlas.
Así dijo, y sin despojarse de su manto, lanzóse impetuosamente y cogió
una piedra más grande, más gruesa, más pesada que aquellas que los faia-
kienos suelen usar en sus juegos y, haciéndola girar, la arrojó con mano
vigorosa. La piedra zumbó, y todos los faiakienos, expertos en el manejo
de los remos, inclinaron la cabeza ante la impetuosidad de la piedra, que
voló bastante más allá de las señales de todos los demás. Y Atenea acudió
ligera, y poniendo una señal, dijo, tomando figura de hombre:
—Hasta un ciego, mi huésped, podría distinguir tu señal por el tacto,
pues no se confunde con la multitud de las otras, sino que está mucho
más allá. Ten confianza, que ninguno de los faiakienos llegará donde tú
y menos logrará dejarte atrás.
Así habló y el paciente y divino Ulises se puso alegre y regocijóse de
tener en el ágora un compañero benévolo. Y dijo con más suavidad a los
faiakienos:
—Ahora, jóvenes, llegad donde esa piedra. Espero que he de lanzar
otra tan lejos por lo menos, o quizá más allá. Mi ánimo y mi corazón me
invitan a probar en todos los juegos. Que cada cual de vosotros se dé
cuenta de este peligro, pues me habéis irritado vivamente. En el pugila-
to, en la lucha, en la carrera, no rehúso a ningún faiakieno, si no es a
Laodamas, mi huésped. ¿Y quién podría combatir con un amigo?
Solamente el insensato y el cobarde contiende con su huésped en los jue-
gos, hallándose en un pueblo extraño, y haciéndolo se envilece. Pero de
los demás, a ninguno rehúso ni desdeño. No desconozco uno solo de los
combates que se libran entre hombres. Sé tender el arco pulimentado y
sería el primero en herir a un guerrero lanzando el dardo contra la mul-
titud de hombres enemigos, aun cuando numerosos compañeros le
rodearan y tendieran sus arcos contra mí. Sólo Filoctetes me aventajaba
usando el arco, cuando en el país de los troyanos todos los aqueos tirá-
bamos flechas, y ahora presumo de ser el más débil de todos los morta-
les que comen pan sobre la tierra. Y no intento, ciertamente, contener
con los antiguos héroes como Hércules y Eurito el Ecalieno porque ellos
competían como arqueros con los Dioses mismos. El gran Eurito murió
muy joven y no envejeció en su palacio, pues Apolo, irritado, le dio
muerte por haberle desafiado a tirar con el arco. Yo lanzo una pica tan
lejos como otro una flecha. Sólo en la carrera temo que me aventaje
algún faiakieno, pues fue debilitado por muchas fatigas en medio de las
olas, no poseía muchas vituallas en mi nave y mis rodillas están rendidas.
Habló así y todos permanecieron en silencio, excepto Alkinoo, que le repuso:
—Huésped, tus palabras me placen. Quieres probar tu fuerza y tu dis-
posición que te es aneja porque te ha irritado el desafío de ese hombre;
pero ninguno osará dudar de tu valor, a no ser que hubiese perdido el jui-
cio. Y ahora escucha lo que voy a decirte, para que hables favorablemente
de nuestros héroes cuando te sientes a la mesa en tu morada, al lado de tu
esposa y de tus hijos, y recuerdes nuestra disposición para los trabajos en
que Zeus ha querido que descollemos desde los tiempos de nuestros mayo-
res. No somos los más fuertes en el pugilato, ni luchadores irreprochables,
pero corremos veloces y nos distinguimos como navegantes. Nos compla-
ce una buena comida, y la cítara, y las danzas y los vestidos variados, los
baños calientes y la cama. ¡A ver! Vosotros, que sois los mejores danzantes
faiakienos, bailad, para que nuestro huésped, de regreso en su casa, diga a
sus amigos cómo nos distinguimos entre todos los hombres en la navega-
ción, por la ligereza de nuestros pies en el baile, y en el canto. Y traiga algu-
no en seguida a Demodoco su cítara sonora que quedó en nuestro palacio.
Alkinoo, semejante a un Dios, habló así, y un heraldo se levantó para traer
la cítara armoniosa del palacio del rey. y nueve árbitros de juegos que habí-
an sido elegidos entre los ciudadanos se levantaron también, pues eran los
que entendían en las diferencias del juego. Y allanaron el piso en un gran
corro que ocupaba mucho espacio. Y el heraldo volvió, trayendo la cítara
sonora de Demodoco, que se colocó en medio; y en torno a él los adoles-
centes, hábiles en la danza, que hirieron con sus pies el corro divino. Y Ulises
admiraba la destreza de sus pies y se asombraba en su corazón.
Mas el Aeda comenzó a cantar bellamente el amor de Ares y Afrodita,
la de la hermosa diadema, y cómo se unieron en la casa de Hefesto. Ares
les hizo numerosos presentes y deshonró el lecho del rey. Y entonces
Helios, que les vio ayuntarse, corrió a decirlo a Hefesto que oyó las crue-
les palabras. Después meditando seriamente su venganza, se dirigió con
premura a su fragua, y preparando una gran bigornia, forjó unos lazos que
no pudieran ser rotos ni desunidos. Y acabada esta trampa astuta, se reti-
ró a su alcoba nupcial donde estaba su amado lecho. Allí dejó estos lazos,
formando cerco y suspendidos de las vigas, de tal modo, que por todas par-
tes componían una tela de araña en torno al lecho, que no pudieran ver ni
los mismos Dioses venturosos. Así fue como urdió su engaño, y después
de envuelto el lecho, fingió salir para Lemnos, ciudad bien construida, y a
la cual amaba sobre todas las demás de la tierra. Ares, el de las riendas de
oro, le vigilaba, y cuando vio partir al ilustre obrero Hefesto, se precipitó,
en su deseo de Afrodita, la de la hermosa diadema, hacia la casa del ilustre
Hefesto. Y Afrodita, recién llegada a ver a su padre, el todopoderoso Zeus,
se encontraba sentada. Y Ares, entrando en el palacio, le tomó la mano,
diciéndole: «Vamos, querida, a dormir a nuestro lecho. Hefesto no está
aquí: se ha ido a Lemnos, lugar de los sintios, de bárbaro lenguaje.» Habló
así, y pareció dulce a la Diosa acceder a su ruego, y ocuparon el lecho para
dormir; y en el momento, los lazos hábilmente tentidos por el ingenioso
Hefesto les envolvieron. Y no podían mover los miembros ni levantarse, y
se convencieron de que no podían huir. Y el ilustre Cojo de ambos pies se
acercó, porque había vuelto sin llegar a la tierra de Lemnos, pues Helios,
vigilante, fue a avisarle. Y entró en su casa, acongojado su pecho. Y dete-
nido en el pórtico, le tomó una violenta cólera, y gritando desaforada-
mente, hizo que le oyeran todos los Dioses: «Padre Zeus, y vosotros, ven-
turosos Dioses que vivís eternamente, venid a presenciar estas cosas ver-
gonzosas e intolerables. Afrodita, la hija de Zeus, me deshonra porque soy
cojo, y ama al pernicioso Ares porque es hermoso y no cojea. Si soy feo,
ciertamente no es mía la culpa, sino de mi padre y de mi madre, que no
debieron engendrarme. Vedlos acostados en amorosa coyunta. Me llena de
dolor contemplarlos en ese lecho, pero creo que no intentarán dormir ya,
aun cuando mucho se amen; no podrán unirse, pues mi trampa y mis lazos
les retendrá hasta que su padre me haya devuelto la dote que le entregué a
cambio de su hija, la de los ojos de perro, porque era hermosa.» Habló así,
y todos los Dioses se reunieron en el palacio de bronce. Llegó Poseidaón,
que rodea la tierra, y el habilidoso Hermes llegó también, y después el
egregio Arquero Apolo. Las Diosas, con pudor, quedaron en sus moradas,
y los Dioses que dispensan los bienes ocupaban el pórtico. Y una inmen-
sa carcajada se alzó de los Dioses venturosos cuando vieron la obra del
ingenioso Hefesto; y contemplándola, se decían unos a otros: «las malas
acciones no prosperan, y el dardo alcanza al ligero. He aquí a Hefesto que,
a pesar de ser cojo, ha apresado con su ingenio a Ares, el más veloz de los
Dioses que pueblan el Olimpo, y ved cómo se hará pagar una multa». Así
hablaban entre ellos. Y el Rey Apolo, hijo de Zeus, dejo a Hermes:
«Mensajero Hermes, hijo de Zeus, tú que dispensas los bienes, ¿querrías
ser envuelto por esos lazos indestructibles, con tal de acostarte en ese lecho
con Afrodita dorada?». Y respondióle en seguida el Mensajero Hermes:
«Pluguiera a los Dioses, ¡oh egregio Arquero Apolo!, que eso llegara, aun
cuando fuese envuelto en lazos tres veces más inextricables, y que todos los
Dioses y las Diosas le vieran, con tal de acostarme con Afrodita dorada.»
Así dijo, y estalló la risa de los Dioses inmortales. Sólo Poseidaón no reía,
y suplicaba al ilustre Hefesto que libertara a Ares, diciéndole estas palabras
aladas: «Libértale, y yo te prometo que te satisfará cuanto tú desees y como
es justo entre Dioses Inmortales.» Y el ilustre obrero Hefesto le respondió:
«Poseidaón, que ciñes la tierra, no me pidas eso. Las cauciones por los
malos son malas cauciones. ¿Cómo podría yo obligarte ante los Dioses
inmortales?» Y el ilustre obrero Hefesto le respondió: «Poseidaón, que
ciñes la tierra, no me pidas eso. Las cauciones por los malos son malas cau-
ciones. ¿Cómo podría yo obligarte ante los Dioses inmortales si Ares esca-
para de su deuda y de mis lazos?» Y Poseidaón, que ciñe la tierra, respon-
dió: «Si Ares, negando su deuda, tomara la fuga, yo te la pagaré.» Y el ilus-
tre Cojo de ambos pies le respondió: «No sería razonable que desoyera tu
palabra, y no la desoiré.» Dijo así, y la Fuerza de Hefesto rompió los lazos.
Y los dos, libres de sus ligaduras inextricables, se levantaron sin tardar. Ares
fue a Tracia, y Afrodita, que ama las sonrisas, a Chipre y a Pafos, donde
tenía bosques sacros y altares perfumados. Allí las Gracias la bañaron y per-
fumaron con aceite oloroso, según corresponde a los Dioses inmortales, y
le pusieron preciosas vestiduras, dignas de admirar.
Esto cantaba el ilustre Aeda, y Ulises se holgaba en su espíritu de oírle así
como todos los faiakienos, diestros en manejar los largos remos de las naves.
Alkinoo mandó a Halio y a Laodamas que bailaran solos, ya que nadie
podía competir con ellos. Y tomaron en sus manos una bonita bola de
color purpúreo que el ingenioso Polibo les había hecho. Y uno de ellos
curvado hacia atrás, la arrojaba hacia las oscuras nubes. Apenas termina-
ron de jugar con la bola, danzaron alternativamente en la tierra fecunda;
y todos los jóvenes que había reunidos en el ágora aplaudieron, levan-
tando una gran algarabía. Entonces el divino Ulises dijo a Alkinoo:
—Alkinoo, el más esclarecido de entre todos, me anunciaste a los más
hábiles danzadores, y en verdad que han demostrado serlo. Me sobreco-
ge la admiración al contemplarlos.
Habló así, y la fuerza sagrada de Alkinoo, alegrándose, dijo a los faia-
kienos, que gustan de manejar los remos:
—Escuchad, príncipes y caudillos de los faiakienos. Nuestro huésped
me parece henchido de prudencia. Veamos de ofrecerle los dones de hos-
pitalidad. Doce reyes ilustres, doce príncipes, regentan este país, y yo,
que soy el tercero. Contribuid cada uno con un manto bien lavado, una
túnica y un talento de oro precioso. Y en seguida llevémosle todos a una,
estos presentes, a fin de que nuestro huésped ya en posesión de ellos, se
siente a la mesa con el ánimo alegre. Y Eurialo le desagraviará con pala-
bras, ya que no habló razonablemente.
Dijo, y todos, después de aplaudirle, dispusieron que trajeran los pre-
sentes, y cada cual mandó por ellos a un heraldo. Y Eurialo contestando a
Alkinoo, habló así:
—Rey Alkinoo, el más ilustre de todos los ciudadanos yo desagravia-
ré a nuestro huésped, según me ordenas y le entregaré esta espada de
bronce cuyo puño es de plata y cuya vaina es de marfil recién labrado.
Tal regalo será digno de él.
Esto diciendo, puso la espada de clavos de pata en las manos de Ulises
y le dirigió estas palabras aladas:
—¡Salud, huésped, mi padre; y si he proferido alguna palabra enojosa,
que los vientos se la lleven! Que los Dioses te permitan regresar a tu patria
y volver a ver a tu esposa, ya que has sufrido largo tiempo lejos de los tuyos.
Y el ingenioso Ulises le repuso:
—Yo también, amigo mío, te saludo. Que los Dioses te concedan
muchos bienes, y que no eches de menos esta espada que me das en desa-
gravio de tus palabras.
Así dijo, y suspendió de sus hombros la espada de clavos de plata.
Después declinó Helios, y los espléndidos presentes fueron llegando; y
los heraldos los depositaron en el palacio de Alkinoo, donde sus irrepro-
chables hijos, después de recibirlos, colocáronles ante su madre venera-
da. La Fuerza sagrada de Alkiloo mandó a los faiakienos venir a su pala-
cio; se sentaron sobre elevados sitiales, y la Fuerza sagrada de Alkinoo
habló así a Arete:
—Dispón, mujer, un hermoso cofre, el más hermoso que tengas, y
pon en él un manto bien lavado y una túnica. Que se ponga una vasija
al fuego y que se temple agua, para que nuestro huésped, después de
bañarse, contemple los regalos que le han traído los eximios faiakienos y
se regocije con la comida y el canto del Aeda. Y yo le daré esta hermosa
copa de oro, para que me recuerde todos los días de su vida cuando haga
en su casa libaciones a Zeus y a los otros Dioses.
Habló así, y Arete mandó a sus siervas poner al instante una gran vasi-
ja al fuego. Y pusieron al fuego ardiente un baño, echaron agua en él y
encendieron leña debajo. Y el fuego envolvió el baño de tres pies, y el
agua se templó.
Mientras tanto, bajó Arete de su alcoba nupcial, con destino a su
huésped, un hermoso cofre, y en él colocó los espléndidos presentes, los
vestidos y el oro que los faiakienos le habían regalado. Por sí misma aña-
dió un manto y una soberbia túnica, y dijo a Ulises estas palabras aladas:
—Examina tú mismo esta tapa y ciérrala con un nudo para que nadie
pueda, durante el camino, robarte alguna cosa mientras duermes un
dulce sueño en la negra nave.
Apenas oyó esto, el paciente y divino Ulises cerró presuroso el cofre,
haciendo un complicado nudo que la venerable Circe le enseñara algún
día. Después la despensera le instó para que se bañara, y él descendió al
baño, experimentando un pleno gozo al sentir el agua tibia, pues hacía
mucho tiempo que no usaba de estos cuidados, desde que abandonó el
palacio de Calipso, la de la hermosa cabellera, donde estaba atendido
como un Dios. Las sirvientas, después de lavarle, le ungieron con oloroso
aceite, y le vistieron una túnica y un hermoso manto; salió de allí y fue a
unirse a los hombres, que bebían vino. Y Nausicaa, que había recibido de
los Dioses la hermosura, se detuvo en el umbral de la estancia bien cons-
truida, y mirando a Ulises con admiración, le dijo estas palabras aladas:
—¡Salud, mi huésped! Quieran los Dioses que cuando te halles en tu
patria te acuerdes de mí, a quien debes la vida.
Y el ingenioso Ulises le respondió:
—Nausicaa, hija del magnánimo Alkinoo, si Zeus el tempestuoso,
esposo de Hera, me concede que vea el día de mi regreso a mi palacio,
cuenta que allí, como una Diosa, te dirigiré preces todos los días de mi
vida, porque tú me has salvado, ¡oh doncella!
Dijo, y se sentó en un sillón al lado del rey Alkinoo. Y los hombres
hicieron particiones y mezclaron el vino. Y un heraldo llegó, conducien-
do al armonioso Aeda Demodoco, venerado por el pueblo, y le sentó en
medio de los convidados, junto a una alta columna. Entonces, Ulises,
cortando la mejor parte de un lomo de cerdo de blancos dientes, que era
abundante en grasa, dijo al heraldo:
—Toma, heraldo, esta carne y ofrécesela a Demodoco para que la
coma, que quiero honrarle, aun cuando esté afligido. Los Aedas son dig-
nos de homenaje y respeto entre los mortales, pues la Musa les ha ense-
ñado a cantar y ella ama su raza.
Habló así, y el heraldo puso el manjar en manos del héroe
Demodoco, que lo recibió lleno de júbilo. Y todos pusieron mano a las
viandas colocadas ante ellos. Y cuando se hubieron satisfecho de comer
y beber, el ingenioso Ulises dijo a Demodoco:
—Te celebro más que a los demás mortales, Demodoco, porque la
Musa, hija de Zeus, o Apolo, han debido inspirarte, ya que has cantado
admirablemente el destino de los acayos, los males y trabajos que sufrie-
ron, como si hubieras estado presente o si le hubieras escuchado de un
argivo. Mas ahora canta al caballo de madera que Epeo construyó con la
ayuda de Atenea y que el divino Ulises condujo con su astucia hasta la
ciudadela, después de llenarle con los hombres que destruyeron a Ilios.
Si me relatas con exactitud estas cosas, yo diré a todos los hombres que
un Dios te ha dotado con benevolencia del canto divino.
Así dijo, y el Aeda, inspirado por un Dios, comenzó a cantar. Cantó
primero como los argivos, a bordo de sus naves de bancos para remeros,
se alejaron, después de prender fuego a sus tiendas, mientras los otros
estaban ya con el ilustre Ulises encerrados en el caballo que ellos mismos
habían llevado arrastrando hasta el ágora de los troyanos. Allí el caballo
se erguía, mientras a su alrededor los troyanos, sentados, proferían mil
palabras. Tres designios les placían: hender la hueca madera con el bron-
ce cortante, precipitarla desde una altura sobre las rocas o conservarla
como una vasta ofrenda a los Dioses. Este último designio había de cum-
plirse, pues era fatal que la ciudad se arruinase cuando tuviera entre sus
muros el enorme caballo de manera, donde estaban los príncipes argivos,
que luego habían de llevar el exterminio y la Ker a los troyanos. Y
Demodoco cantó cómo los hijos de los aqueos salieron súbitamente del
caballo, su hueca emboscada y saquearon la ciudad. Después cantó la
devastación de la ciudad escarpada, y cómo Ulises y el divino Menelao,
y el rudísimo combate que se libró en este lugar, y cómo vencieron con
la ayuda de la magnánima Atenea.
Cantaba estas cosas el ilustre Aeda, y Ulises desfallecía, y cayendo de sus
párpados las lágrimas, le bañaban las mejillas. Igual que una mujer estre-
cha entre sus brazos y llora a su caro esposo, caído ante su ciudad y ante
su gente en defensa de sus hijos, y viéndole muerto y todavía palpitante,
se arroja sobre él lanzando gritos, mientras los enemigos, hiriéndola el
pecho y las espaldas con el palo de sus lanzas, la conminan con hacerla
esclava y someterla al castigo y al dolor, y sus días son marchitados por una
triste desesperación, así Ulises vertía lágrimas amargas de sus párpados,
ocultándolas a los otros convidados. Solamente Alkinoo, que ocupaba un
asiento a su lado, se advirtió de ello, pues le oyó suspirar profundamente,
y al punto dijo a los faiakienos, duchos en la ciencia del mar:
—Escuchad, príncipes y jefes de los faiakienos, y que Demodoco deje
de tañer la cítara sonora. Lo que canta no agrada por igual a todos.
Desde el momento en que hemos acabado de comer y el divino Aeda ha
comenzado sus canciones, nuestro huésped es presa de un duelo pro-
fundo y el dolor ha invadido su corazón. Cese, pues, Demodoco, para
que, igual nuestro huésped que nosotros, quedemos satisfechos. Será lo
más conveniente, pues hemos preparado el regreso del venerable hués-
ped y le hemos ofrecido presentes de hospitalidad porque le estimamos.
Un huésped suplicante es un hermano para todo hombre cuya alma se
enternezca. Por lo tanto, forastero, no me ocultes con astucia lo que voy
a preguntarte, pues es justo que hables con sinceridad. Dime cómo te
llama tu madre, tu padre, cuántos viven en tu ciudad y los de pueblos
inmediatos, pues no hay entre los hombres, viles o ilustres, quien no
tenga nombre una vez que nace, ya que los padres que nos engendran
nos lo ponen a todos. Dime también cuál es tu tierra natal, tu pueblo y
tu ciudad, para que nuestras pensantes naves te conduzcan, pues ellas no
han menester pilotos ni gobernalles como las otras, sino que discurren
como los hombres y conocen las ciudades y los campos de los hombres,
y atraviesan rápidamente el mar envueltas en nieblas y nubes, sin temor
a ser maltratadas o a perderse. Sin embargo, oí decir a mi padre Nausitoo
que Poseidaón se irrita con nosotros porque conducimos sin daño a los
forasteros, y decía que una sólida nave faiakiena naufragaría de regreso
de un viaje por el mar sombrío y que una enorme montaña ocultaría
nuestra ciudad. Tal decía el anciano. Puede ser que se cumplan estas
cosas o pueden no cumplirse, según plazca al Dios. Pero habla y dinos
por qué lugares vagaste, los países que has visto, las ciudades populosas
y los hombres, ya fueren crueles y salvajes, ya justos y hospitalarios,
como place a los Dioses. Di por qué lloras cuando oyes el destino de los
argivos, de los danaenos y de Ilios. Los propios Dioses lo quisieron y per-
mitieron la muerte de tantos combatientes para que fuera cantada en los
días futuros. ¿Murió alguno de tus parientes delante de Ilios? ¿Quizá tu
ilustre yerno o tu abuelo, que son nuestro afectos más cercanos después
de los de nuestra propia sangre? ¿O algún irreprochable compañero, ya
que un compañero prudente no es en verdad inferior a un hermano?
CANTO IX

Y el sutil Ulises, respondiéndole, le dijo:


—Rey Alkinoo, el más ilustre de todo el pueblo, es dulce escuchar a
un Aeda como éste, semejante a los Dioses por la voz. Yo no creo que
haya nada más agradable. La alegría reina en todo el pueblo, y tus con-
vidados, sentados en orden en tu palacio, escuchan el Aeda. Y las mesas
están llenas de pan y carne, y el escanciador pone vino en la crátera, y
llena y distribuye las copas... Le es gratísimo a mi alma presenciar esto.
Pero tú quieres que cuente mis lamentables dolores, y me afligiré más.
¿Por dónde comenzaré? ¿Qué contar luego? ¿Cómo acabar, si los Dioses
del Urano me han agobiado con infinitos males? Diré primero mi nom-
bre, para que lo sepáis y me conozcáis, y para que, si huyo de la muerte
cruel, sea vuestro huésped, aun cuando viva en una casa lejana.
Soy Ulises Laertiada, y todos los hombres me conocen por mis astucias, y
mi fama ha subido hasta el Urano. Habito en la ilustre Ítaca, donde está el
monte Nérito, de frondosos árboles azotados por el viento, y a cuyo alrededor
hay muchas islas vecinas, como Dulikio, Same y Zazintos, cubiertas de selvas.
Ítaca es la más alejada del continente, y sale del mar del lado de la noche, así
como las otras están al lado de Eos y de Helios. Es abrupta, pero fecunda en
buenos mancebos, y no hay otra tierra cuya contemplación me sea más grata.
La noble Diosa Calipso me retuvo en sus grutas profundas, deseándome por
esposo, y al igual que la engañosa Circe1, me detuvo en su palacio de la isla Eea,
queriéndome también para esposo, mas no pudieron llevar la persuasión a mi
pecho, pues nada hay más dulce que la patria para aquel que, lejos de los suyos,
vive en tierra extranjera, aun cuando ocupe un rico palacio. Pero voy a contar-
te mi doloroso retorno, que me ordenó Zeus cuando salí de Troya.
De Ilios el viento me llevó hacia los cicones, hacia Ismaro. Allí destruí la
ciudad y maté a sus moradores, y las mujeres y los botines conquistados fue-
ron partidos, y a nadie privé de su lote igual. Después ordené a los míos que
huyeran con pie ligero, pero los insensatos no me obedecieron. Bebieron
mucho vino y degollaron en la ribera ovejas y bueyes negros de flexibles remos.
1 Maga famosa, hija del Sol y de la ninfa Persea.
Y, mientras tanto, los cicones fugitivos habían llamado a otros cicones,
sus vecinos, que habitaban el interior de su país. Y eran numerosos y
valientes, tan hábiles para combatir desde los carros como a pie, cuando
era preciso. Y vinieron ciertamente al rayar la mañana en tan crecido
número como las hojas y las flores primaverales. El fatal designio de Zeus
nos cercaba, ¡infelices!, a fin de que sufriéramos mil males. Y nos atacaron
desde sus naves ligeras y por ambos costados nos heríamos con nuestras
lanzas de bronce. Mientras duró la mañana y la luz sagrada creció, a pesar
de su superioridad numérica, el combate fue por nosotros resistido; mas
cuando Helios marcó el momento de desuncir los bueyes, los cicones ven-
cieron a los aqueos y seis de mis compañeros de hermosas grebas perecie-
ron en cada nave y los otros escaparon a la muerte y a la Ker.
Navegamos, alejándonos de allí, jubilosos de haber evitado la muerte y
con el corazón entristecido por la pérdida de nuestros compañeros; pero
mis naves, provistas de remos en los dos costados, no se alejaron sin que
llamáramos tres veces a cada uno de nuestros compañeros muertos en la
playa de los cicones. Y Zeus, que amontona las nubes, sublevó el Bóreas,
produciendo una tremenda tempestad, y envolvió de nubes la tierra y el
mar, y la noche descendió del Urano. Y las naves marchaban empujadas,
fuera de su rumbo, y la fuerza del viento desgarró las velas en tres o cuatro
pedazos; y temiendo la muerte, amainamos las naves. Y éstas, a duras
penas, fueron llevadas a la orilla, donde durante dos noches y dos días per-
manecimos rendidos, agobiados de fatiga y de dolor. Mas cuando Eos, la
de la hermosa cabellera, se asomó al tercer día, después de enderezar los
mástiles y desplegar las blancas velas, nos sentamos en los bancos, y el vien-
to y los pilotos nos llevaron; y hubiera llegado sano y salvo al suelo de mi
patria si el mar y la corriente del cabo Maleno y el Bóreas no me hubieran
llevado hasta más allá de Cíteres. Fuimos arrastrados durante nueve días
por vientos contrarios sobre el mar fecundo en peces; pero al décimo toca-
mos en el país de los lotófagos, que se alimentan de una flor. Allí, tendi-
dos en la ribera, y después de coger agua, mis compañeros tomaron su ali-
mento junto a las rápidas naves. Entonces elegí a dos de mis compañeros
y a un tercero, que fue un heraldo, y les envié a que averiguaran quiénes
eran los hombres que habitaban aquella tierra.
Partieron aquéllos, y encontraron a los lotófagos, y éstos no les causa-
ron ningún mal, sino que les brindaron con lotos para comer. Y cuando
hubieron probado el dulce loto, no volvieron a acordarse de su mensaje
ni de regresar, pues, olvidados de todo, querían quedarse con los lotófa-
gos y alimentarse de lotos. Y conducidos a las naves, a despecho de sus
lágrimas, les até bajo los bancos de las naves abiertas y ordené a mis que-
ridos camaradas se apresurasen a ocupar las naves, no ocurriera que
comiesen loto y olvidaran el regreso.
Ocupáronlas, y sentándose ordenadamente sobre los bancos remeros,
hirieron con los remos el blanco mar y navegamos en seguida, tristes en
nuestro corazón. Y llegamos a la tierra de los Cíclopes2 orgullosos y sin
leyes, quienes, confiados en los Dioses inmortales, no plantan árbol por
sus manos ni labran la tierra, en la cual, sin siembra ni cultivo, crecen
todas las plantas: el trigo, y la cebada, y las viñas, que les dan el vino de
sus grandes racimos crecidos bajo las lluvias de Zeus. Y no les son cono-
cidas las ágoras ni las costumbres, y viven en la cima de las altas monta-
ñas y en las profundas cavernas, y cada cual de ellos gobierna a su mujer
y sus hijos, sin cuidado de los demás.
Una pequeña isla se alza a la entrada de la tierra de los Cíclopes, ni
próxima ni lejana, cubierta de espesuras donde se multiplican las cabras
silvestres. La presencia de los hombres jamás les ha asustado, pues los
cazadores que soportan trabajos en el bosque y fatigas en la cima de las
montañas no llegan a esta isla. No hay en ella rebaños que pasten, ni tie-
rras de labor, pues ni se siembra, ni se labra, ni la habitan hombres, y sólo
alimenta cabras baladoras. Asimismo, tampoco tienen los Cíclopes naves
pintadas de rojo, ni quien las construya con bancos para los remeros, que
pudieran llevarlos a las ciudades habitadas por los hombres —como
éstos cruzan el mar en diversas direcciones—, y en las cuales pueden lle-
gar hasta esta isla, que no es estéril, y bien podría rendir todos los frutos,
según las estaciones. Tiene blandas y húmedas praderas a la orilla del
blanco mar, y las vides allí crecerían en abundancia, y aquella tierra pro-
duciría fácilmente cereales, por ser muy crasa. Su puerto es seguro y no
hay en él necesidad de cuerdas, ni de arrojar áncoras, ni de atar calabro-
tes; y los marinos pueden permanecer tranquilos cuanto su ánimo desee
y aguardar a que sople el viento. Al fondo del puerto una fuente limpia
mana en el hueco de una gruta rodeada de álamos.
Este es el lugar a que fuimos llevados, conducidos sin duda por un
Dios durante la noche oscura, en la que nada pudimos ver. Una espesa
niebla envolvía las naves y Selene no brillaba en el Urano, todo cubierto
de nubes. Y ninguno de nosotros vio la isla por sus ojos ni las enormes
2 Cada uno de los Gigantes, hijos del cielo y de la Tierra, con un solo ojo en medio de la frente.
olas que resbalaban hasta la orilla, hasta que nuestras naves, provistas de
bancos remeros, no hubieron tocado tierra. Entonces arrollamos todas
las velas y desembarcamos en la orilla del mar; después, durmiendo,
aguardamos la llegada de la divina Eos.
Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, recorrimos y admiramos la isla. Y las Ninfas, hijas de Zeus tem-
pestuoso, levantaron cabras monteses para que mis compañeros pudie-
ran hacer su refacción. En seguida sacamos de las naves los corvos arcos
y las lanzas de afilada punta de bronce, y divididos en tres grupos, dis-
paramos nuestros dardos, y un Dios nos concedió caza abundante. Doce
naves me seguían, y a cada una favoreció la suerte con nueve cabras y a
la mía con diez. Así, todo el día hasta la caída de Helios, comimos sen-
tados las carnes abundantes y bebimos vino tinto, pues aún quedaba en
las numerosas ánforas que habíamos tomado en la sagrada ciudadela de
los cicones. Advertíamos humareda en la tierra de los Cíclopes y perci-
bimos sus voces y los balidos de cabras y ovejas. Y cuando cayó Helis
sobrevino la noche y nos acostamos a la orilla del mar. Y cuando Eos, la
de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, después de
convocados a capítulo, dije a mis compañeros:
—Quedad aquí, queridos compañeros. Yo, con mi nave y mis mari-
nos, iré a ver cómo son esos hombres, si soberbios, salvajes e injustos, u
hospitalarios y temerosos de los Dioses.
Cuando así hube hablado, subí a mi nave y ordené a mis compañeros
se embarcaran y soltaran las amarras. Se embarcaron, y sentados en
orden en sus bancos, hirieron con sus remos en blanco mar.
Tan pronto como llegamos a aquella tierra, vimos a uno de sus extre-
mos una honda caverna sombreada de laureles al lado del mar. Y allí
reposaban numerosos rebaños de ovejas y de cabras. Junto a ella había
pinos y encinas de alto follaje. Allí habitaba un hombre gigantesco que,
aislado y lejos de todos, cuidaba de apacentar sus rebaños y vivía hacien-
do el mal. Era un monstruo prodigioso, en nada semejante a los hom-
bres que comen pan y sí a la cumbre selvosa de una montaña alta que se
destaca de entre las demás cumbres.
Y entonces mandé a mis compañeros que quedaran al lado de la nave
y la guardaran. Y elegí doce entre los más valientes y partí, llevando un
odre de piel de cabra lleno de un dulce y negro vino que me había rega-
lado Marón, hijo de Evanteo, sacerdote sacrificador de Apolo y habitan-
te de Ismaro, porque hubimos nosotros de salvarle, respetándole, con su
mujer y sus hijos. Habitaba en el sagrado bosque de Felibo Apolo, y me
ofreció valiosos presentes, pues me dio siete talentos de oro bien labra-
do, una crátera de plata maciza y doce ánforas de vino dulce, puro y divi-
no, que no conocían en su casa ni sus criados ni sus siervas, sino él, su
mujer y la despensera. Cuando se bebía este vino rojo, se le mezclaba,
para llenar una copa, veinte partes de agua, y aun así, su aroma perfu-
maba la crátera y era doloroso abstenerse de probarlo. Y yo llevaba un
gran odre de este vino y vituallas en un saco, pues mi ánimo audaz me
impelía a aproximarse a aquel hombre gigantesco, dotado de extraordi-
nario vigor, salvaje e ignorante de la justicia y de las leyes.
Pronto llegamos a su gruta, sin hallarle, pues apacentaba a la sazón sus
rebaños en las amplias praderas; pero entramos y contemplamos cuanto
allí se veía. Los zarzos estaban cargados de quesos y los establos llenos de
corderos y cabritos, cerrados y agrupados separadamente, a un lado los
mayores y los recién nacidos a otro. Todos los cacharros de la ordeña
estaban llenos y flotaba en ellos la nata y el suero. Mis compañeros me
pedían que nos adueñáramos de los quesos y tornáramos rápidamente
hacia la nave, volviendo después a sacar de los establos corderos y cabri-
tos, y huyendo luego a través del mar salobre. No lo quise hacer yo, a
pesar de haber sido lo prudente, pues deseaba ver a aquel hombre y pro-
bar si me hacía los honores de la hospitalidad. Pero su presencia no hubo
de ser grata a mis compañeros.
Reanimando el fuego y comiendo queso, le esperamos sentados. Y
vino de los pastizales, trayendo a hombros un haz de leña seca para pre-
parar su comida, que arrojó a la entrada de la gruta con estrépito.
Nosotros nos replegamos, asustados, hacia el fondo del antro. Y metió en
la honda caverna todas aquellas robustas ovejas que había de ordeñar,
dejando fuera, pero dentro de la cerca, los machos cabríos, los carneros y
los carneros padres. Después levantó a pulso un enorme bloque de pie-
dra, tan pesado, que veintidós sólidos carros de cuatro ruedas no hubie-
ran podido mover, y lo colocó en su sitio. Esta era la inmensa mole de que
se servía como puerta. Después se sentó y empezó a ordeñar las ovejas y
las cabras baladoras con esmero, y puso sus hijuelos a cada una de ellas.
Cuajó en seguida la mitad de la blanca leche y la colocó en cestillos teji-
dos, y echó la otra mitad en vasijas, para beberla a la vez que los manja-
res que habían de servirle de alimento. Y tan pronto como hubo acabado
esta faena, rápidamente encendió lumbre, y advirtiéndonos, nos dijo:
—¿Quiénes sois, forasteros? ¿De dónde venís, surcando el mar? ¿Os
guía algún fin o erráis sin oriente, como los piratas que vagabundean en el
mar, exponiendo sus almas al peligro y llevando desdichas a los hombres?
Así dijo, y nuestro caro corazón quedó espantado del sonido de la voz
y del aspecto del monstruo. Mas contestándole, le dije:
—Somos aqueos llegados de Troya y erramos a merced de todos los
vientos sobre las olas del mar, buscando nuestra tierra por derroteros y
caminos ignorados. Así lo quiso Zeus. Nos gloriamos de ser guerreros del
Atreida Agamenón, cuya gloria es ciertamente inmensa bajo el Urano,
pues ha destruido una gran ciudad y dominado pueblos numerosos. Y
nos prosternamos, suplicantes, a tus rodillas, para que seas hospitalario
con nosotros y nos ofrezcas los presentes con que es costumbre regalar a
los huéspedes. Respeta a los Dioses, ¡oh excelente!, ya que te suplicamos,
que Zeus es vengador de los suplicantes y de los forasteros dignos de ser
recibidos como huéspedes venerados.
Así hablé, y él me repuso con indignado ánimo:
—Eres necio, extranjero, o vienes de muy lejos, ya que me ordenas
temer a los Dioses y someterme a ellos. Los Cíclopes no se cuidan nada
de Zeus tempestuoso ni de los Dioses bienaventurados, porque son más
fuertes que ellos. Y no te perdonaré a ti ni a tus compañeros por temor
a la cólera de Zeus, sino porque mi alma me lo ordena. Pero dime,
¿dónde has dejado, para llegar hasta aquí, tu bien construida nave?
¿Lejos o cerca? Que lo sepa yo.
Habló así, tentándome, pero no pudo confundirme, porque yo sé
muchas cosas, y le contesté estas engañosas palabras:
—Poseidaón, que sacude la tierra, ha roto mi nave, arrojándola con-
tra las rocas de un promontorio, a un extremo de vuestra patria, y el
viento la ha lanzado fuera del mar y con éstos he escapado de la muerte.
Así le dije, y con ánimo feroz, no me contestó nada; pero arrojándo-
se sobre mis compañeros con las manos extendidas, cogió a dos de ellos
y les aplastó contra el suelo, como a pequeños cachorros. Y su cerebro
saltó y mojó la tierra. Y arrancándoles los miembros uno a uno, el
Cíclope preparó su alimento. Y los devoró como un león salvaje, y no
dejó ni sus entrañas, ni sus carnes, ni sus huesos llenos de médula. Y
gimiendo, nosotros alzamos nuestras manos a Zeus frente a aquel horri-
ble espectáculo, pues la desesperanza invadió nuestra alma.
Tan pronto como el Cíclope hubo llenado su enorme vientre comien-
do carne humana y bebiendo leche sin medida, se tendió a dormir en
medio de la gruta, entre sus rebaños. Pensé entonces en mi magnánimo
corazón desenvainar mi aguda espada, y, cayendo sobre él, clavársela en
el pecho, allí donde las entrañas envuelven el hígado; pero un nuevo
pensamiento me retuvo. Hubiéramos perecido, en efecto, de una horri-
ble muerte, pues no hubiéramos podido mover con nuestras manos el
pesado pedrusco con que había cerrado la alta entrada. Y por eso espe-
ramos, afligidos, a que llegara la divina Eos.
Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, el Cíclope encendió lumbre y se puso a ordeñar a sus ilustres
rebaños. Y colocó a los hijuelos bajo sus madres. Después, acabada pre-
surosamente la faena, eligió de nuevo a dos de mis compañeros y prepa-
ró su comida. Y después que hubo comido, separando sin esfuerzo la
enorme piedra, empujó hacia fuera sus pingües rebaños. Y volvió a colo-
car la roca en su sitio, como la tapa de un carcaj. Y llevó con mucho
ruido sus pingües ganados hacia la montaña.
Yo me quedé meditando un horrible proyecto, y pensando qué haría
para vengarme y para que Atenea escuchara mis votos benévolamente. Y
el siguiente designio fue el que mejor pareció a mi corazón. La gran maza
del Cíclope yacía en medio de la cerca: un olivo verde, que él había cor-
tado para apoyarse en él cuando estuviera seco. Aquel tronco nos pare-
ció igual al mástil de una nave de carga de veinte remos que hendiera las
anchas olas. Tales eran su longitud y grueso. Corté de su alrededor una
rama como de una braza, y la di a mis compañeros para que la pulieran.
La pulieron, y yo afilé el extremo del venablo y lo pasé por el fuego para
endurecerlo, después lo escondí bajo el estiércol abundantemente exten-
dido por toda la caverna, y ordené a mis compañeros sortearse para saber
quiénes habían de levantarlo conmigo para hundirlo en el ojo del
Cíclope cuando le hubiera tomado el dulce sueño. Y la suerte designó a
aquellos mismos que yo hubiera elegido. Y eran ellos cuatro, y yo hacía
el quinto, porque ellos me habían elegido.
—Toma, Cíclope, y bebe este vino, ya que acabas de comer carne huma-
na, para que conozcas el líquido que encerraba nuestra nave. Te lo traía por
si, apiadado de mí, me enviabas a mi patria; pero te enfureces de un modo
insuperable. ¡Insensato! ¿Cómo ha de poder aproximársete en lo sucesivo
uno solo de los innumerables hombres que existen si careces de juicio?
Así le dije; tomó el vino y bebió lleno de júbilo, y después de gustar
el dulce brebaje, me pidió le diera más:
—Dame más, querido, y dime en seguida tu nombre, a fin de que te
ofrezca un presente de hospitalidad del cual te regocijes. La fecunda tierra
rinde también a los Cíclopes un vino generoso y las lluvias de Zeus hacen
crecer nuestras viñas; pero este vino está hecho de néctar y ambrosía.
Habló así, y de nuevo le di del vino ardiente. Tres veces le ofrecí y las
tres veces bebió enloquecido. Y cuando el vino hubo turbado su razón,
le hablé con estas palabras halagadoras:
—Me preguntas, Cíclope, mi nombre ilustre. Te lo diré y me harás el
presente hospitalario que me has prometido. Mi nombre es Nadie. Mi
padre y mi madre y todos mis compañeros me llaman Nadie.
Así le dije, y con indignado ánimo, hubo de responderme:
—Me comeré a Nadie, después que a sus compañeros; a los demás
antes que a él. Este será el presente hospitalario que te haré.
Dijo así, y cayó de espaldas; y yacente, dobló el monstruoso cuello, y
el sueño que a todos rinde le tomó y de su garganta salieron vino y tro-
zos de carne humana, pues vomitaba, ahíto de vino. Entonces metí el
venablo de madera entre el rescoldo para calentarse, y exhorté a mis
compañeros, a fin de evitar que, asustados, me abandonasen. Después,
cuando la estaca de olivo, a pesar de estar verde, iba a empezar a arder,
pues brillaba intensamente, la retiré del fuego. Mis compañeros estaban
a mi alrededor y un Daimón nos infundió gran valentía. Cogiendo la
estaca de olivo afilada por la punta, la hundieron en el ojo del Cíclope,
y yo, apretando detrás, la hacía girar igual que un constructor de navíos
taladra la madera con un barreno, mientras sus compañeros la sujetan
por ambos lados con una correa y aquél gira sin descanso. Así hacíamos
nosotros girar la estaca encendida en el ojo del Cíclope. Y la cálida san-
gre brotaba y la evaporación de la pupila ardiente le quemaba párpados
y cejas; y las raíces del ojo crepitaban, como cuando un herrero sumerge
una guadaña o una azuela en agua fría y rechina, estridente, al adquirir
el temple que da la fuerza al hierro. Así su ojo producía un ruido extra-
ño en torno a la estaca de olivo. Y lanzaba el Cíclope horribles alaridos
y las rocas se estremecían. Y nosotros huimos, espantados. Mas él se
arrancó la estaca, manchada de mucha sangre, y pleno de dolor, la arro-
jó lejos. Entonces llamó con grandes voces a los Cíclopes que habitaban
a su alrededor, en las cavernas de los promontorios azotados por los vien-
tos. Y al oír sus voces acudieron de todos los lados, y en pie a la entrada
y alrededor del antro, le preguntaban de qué se dolía:
—¿Por qué, Polifemo, lanzas tales lamentos en la noche divina y nos
despiertas? ¿Qué te ocurre? ¿Algún mortal te ha robado tus ovejas?
¿Quiere alguien matarte con fuerza o con engaño?
Y el robusto Polifemo le contestó desde lo hondo de su antro:
—¡Oh amigos! ¿Que quién me mata con fuerza o con engaño? Nadie.
Y ellos le respondieron con palabras aladas:
—Ciertamente, si nadie está contigo, nadie puede hacerte mal. Pero
no se pueden eludir los que envía el gran Zeus. Ruega a tu padre, el rey
Poseidaón.
Así dijeron, y se marcharon. Y mi caro corazón reía porque mi nom-
bre les había engañado tanto como mi sutil astucia.
Pero el Cíclope, gimiendo y lleno de dolores, tanteando con las manos,
levantó la roca de la puerta, y sentándose allí mismo, extendió los brazos
para coger a quienquiera que intentara salir con las ovejas. Pensaba sin
duda que yo era necio. Mientras tanto, meditaba yo qué sería lo más con-
veniente para salvar a mis compañeros y a mí mismo de la muerte.
Calculaba astucias y proyectos, ya que se trataba de la vida y nos amena-
zaba un gran perjuicio. Y esta resolución me pareció acertada en mi ánimo.
Los carneros eran gordos y lanosos, hermosos y grandes, y tenían una
lana de color morado. Los até de tres en tres con mimbre tejida de la que
servía de lecho al Cíclope monstruoso y feroz. El del centro conducía un
hombre y los de cada lado ocultaban a un compañero. Pero había un car-
nero mayor que los demás. Me abracé a sus espaldas, colgando bajo su
vientre y sujetas mis manos entre la lana espesa, y revestidos de pacien-
cia y suspirando, esperamos a la divina Eos.
Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana se dejó con-
templar, el Cíclope empujó los carneros de sus rebaños hacia los pastiza-
les. Y las hembras balaban en los establos, porque no había podido orde-
ñarlas y sus ubres estaban cargadas. Y él, agobiado de dolores, palpaba el
lomo de todos los carneros que pasaban ante él; pero el necio no se ente-
raba de que mis compañeros iban encogidos bajo el viente de los carne-
ros lanudos. Y el que me conducía a mí entre su espesa lana, abrumado,
salía el último, mientras yo revolvía mil proyectos. Y el robusto
Polifemo, palpándole, le dijo:
—Carnero perezoso, ¿por qué sales de mi gruta el último de todos?
Antes nunca te quedabas detrás de los demás, sino que el primero pisa-
bas las tiernas florecillas de los prados y con toda presteza llegabas a la
corriente de los ríos, y al anochecer eras el primero en reintegrarte al cer-
cado. Y ahora vienes el último. ¿Echas de menos el ojo de tu amo, que
un mal hombre, Nadie, me ha saltado con la ayuda de sus miserables
compañeros, después de perturbar mi espíritu con el vino? Pero creo que
Nadie no se librará de la muerte. ¡Pluguiera a los Dioses que tú pudieses
comprender, hablar y decirme dónde se esconde de mi furia! En el acto,
su cerebro, aplastado, salpicará la caverna aquí y allá, y mi corazón se
consolaría de los daños que me ha hecho ese miserable Nadie.
Diciendo así, dejó salir al carnero. Apenas me alejé un corto espacio
del antro y de la cerca, me descolgué del carnero y desaté a mis compa-
ñeros. Desviamos de su camino los grasientos rebaños y los condujimos
a nuestra nave. Nuestros queridos compañeros nos acogieron con alegría
a los pocos que habíamos escapado de la muerte, pues nos recordaban;
y gimieron y lloraron por los otros. Pero con un guiño de mis ojos les
prohibí llorar y les ordené metieran en la nave los lanudos carneros y vol-
vieran a hender el mar salobre. Al punto se embarcaron, y sentados orde-
nadamente en los bancos remeros, hirieron con sus remos el espumoso
mar. Y cuando aún estábamos a una distancia en que la voz podía oírse-
nos, entonces dije al Cíclope estas palabras ofensivas:
—Cíclope, no has debido comerte con ferocidad en la abierta caver-
na a los compañeros de un hombre sin defensa, pues el castigo había de
herirte, desdichado, a ti, que sin temor alguno devoraste a tus huéspedes
en tu cueva. Por eso Zeus y los demás Dioses te han castigado.
Así le dije; él se entregó a la más violenta de las cóleras, y arrancando
la cima de una enorme montaña, la arrojó a nuestro paso. Cayó ante la
negra proa de nuestra nave, y la extremidad de popa pudo ser rota tam-
bién, y el mar nos inundó al golpe de esta roca, que le hizo refluir hacia
la orilla, arrastrándonos hasta tocar tierra. Mas yo, asiendo con mis
manos una larga pértiga, retiré la nave de la orilla, y con un movimien-
to de cabeza ordené a mis compañeros el manejo de los remos, a fin de
escapar de la muerte, y encorvándose todos comenzaron a remar. Y
cuando, ya dentro del mar, nos hallábamos a una distancia doble de la
anterior, quise de nuevo gritar al Cíclope, y todos mis compañeros se
oponían, diciéndome suplicantes:
—¡Desdichado! ¿Por qué quieres enojar a ese hombre salvaje?
Arrojando esa roca al mar ha arrumbado nuestra nave hasta la orilla,
donde hemos podido perecer, y si oye tus palabras o el sino de tu voz,
podrá aplastar nuestras cabezas y sepultar nuestra nave bajo otra roca que
lance, ya que es tanto su vigor.
Así me dijeron, pero no persuadieron a mi magnánimo corazón, y le
hablé de nuevo injuriosamente:
—Cíclope, si alguno de los hombres mortales te pregunta sobre la ver-
gonzosa razón de tu ceguera, dile que tu ojo ha sido arrancado por
Ulises, el destructor de ciudadelas, hijo de Laertes, y que vive en Ítaca.
Así le dije, y él me contestó, gimiendo:
—¡Oh Dioses! He aquí cómo se cumplen las antiguas profecías que
me hicieran. Había aquí un adivinador excelente y grande, Telemo
Eurimida, que a todos superaba en el don de adivinar y que envejeció
haciendo profecías entre los Cíclopes. Y él me dijo que me ocurrirían
cuantas cosas acaban de ocurrirme, y que sería privado de la vista por
Ulises. Mas yo pensaba que sería un hombre de gran talla y hermoso, y
que llegaría a mí dotado de una inmensa fuerza. ¡Y es un hombre insig-
nificante, pequeño y sin valor quien me ha privado del ojo, después de
haberme dominado el vino! Llégate aquí, Ulises, para que te regale con
los presentes de hospitalidad. Yo pediré al Inmortal que sacude la tierra,
que te vuelva a tu patria, pues soy su hijo, y él se gloria de ser mi padre,
y me curará, si le place, y no otro alguno de los Dioses eternos ni de los
hombres mortales.
Habló así, y yo le contesté:
—Pluguiera a los Dioses que te hubiera arrancado el alma y la vida y
enviádote a la morada de Edes tan seguramente como Él no te curará el ojo.
Así le dije, y en el acto suplicó al rey Poseidaón, extendiendo las
manos hacia el Urano estrellado:
—¡Escúchame, Poseidaón de cabellos azules que sujetas la tierra! Si en
verdad soy tu hijo y si tú te glorias de ser mi padre, haz que Ulises, devas-
tador de ciudades, hijo de Laertes, y que vive en Ítaca, no retorne jamás
a su patria. ¡Mas si su destino es el de volver a ver a sus amigos y el de
volver a entrar en su bien construido palacio y en su patria, que no lle-
gue sino muy tarde, después de haber perdido a sus compañeros y a
bordo de una nave ajena, y que padezca después de llegar a su morada!
Así suplicó, y el Inmortal de la cabellera azul le prestó oídos. En el
acto levantó un peñasco más pesado, y volteándolo, lo arrojó con inmen-
sa fuerza. Cayó detrás de nuestra nave de azulada popa, faltando poco
para partir el gobernalle, y el mar se agitó con el golpe; pero las olas esta
vez empujaron la nave con rumbo a la isla, y fuimos devueltos luego allí
donde estaban las otras naves de bancos remeros. Y nuestros compañe-
ros se hallaban sentados y nos aguardaban llorando. Apenas abordamos,
arrastramos la nave a la arena y saltamos a la orilla.
Después de sacadas de la abierta nave, nos repartimos las reses del
Cíclope, y ninguno se quedó sin su lote. Y mis compañeros me dieron
en carnero además de la parte que me correspondía. Y después de sacri-
ficarlo sobre la orilla a Zeus Cronida que amontona las negras nubes,
quemé los muslos en su honor. Pero Zeus no hizo caso de mi sacrificio;
antes bien, pensaba en perder todas mis naves de bancos remeros y a
todos mis caros compañeros.
Y nosotros descansamos allí durante todo el día hasta la caída de
Helios, comiendo abundante carne y bebiendo dulce vino. Y cuando
Helios cayó y sobrevino la sombra, nos tendimos a la orilla del mar.
Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, mandé a mis compañeros que se embarcaran y desataran los
calabrotes. Y en el acto se embarcaron, y sentándose ordenadamente en
sus bancos, hirieron el blanco mar con sus remos. Y desde allí navega-
mos, tristes nuestro corazones; pues si bien nos libramos de la muerte,
también habíamos perdido a nuestros queridos compañeros.
CANTO X

Y arribamos a la isla Eolia, donde moraba Eolo Hipotada, caro a los


Dioses inmortales. Y un irrompible muro de acero rodeaba la isla toda, y
una roca escarpada la bordeaba por doquier. Doce hijos habían nacido en
el palacio real de Eolo: seis hijas y seis hijos, llenos de juventud. Y unió sus
hijas a sus hijos, para que aquéllas fuesen las esposas de éstos; y todos dis-
frutaban de un continuo banquete al lado de su amado padre y de su
madre venerada, y numerosos manjares tenían a su alcance. Durante el día,
la casa y el patio, olorosos, resonaban; y durante la noche, todos dormían
al lado de sus castas mujeres, sobre los tapices de sus labrados lechos.
Y nosotros entramos en la ciudad y en sus hermosas moradas. Y por
espacio de un mes me acogió Eolo y me preguntaba noticias de Ilios, de
las naves argivas y del retorno de los aqueos. Y yo le informé de todas
estas cosas convenientemente. Y cuando le pedí que me concediera par-
tir y repatriarme, no rehusó y me preparó el retorno. Me regaló un odre
hecho con la piel de un buey de nueve años, en el cual encerró el soplo
de los vientos tempestuosos, pues el Cronida le había hecho dueño de
los vientos, concediéndole poder para suscitarlos o apaciguarlos, según
su voluntad. Y con una espléndida ligadura de plata ató el odre en la
abierta nave, a fin de que no se escapara ningún soplo. Y después nos
envió el Céfiro, para que llegara a nuestras naves y a nosotros. Mas esto
no se cumplió así, pues había de perdernos nuestra imprudencia.
Sin tregua, navegamos durante nueve días y nueve noches, y al llegar
al décimo día se alcanzó a divisar la tierra patria y vimos las hogueras
encendidas por sus habitantes. Pero yo iba fatigado, y el sueño me rin-
dió. Había gobernado todo el tiempo la nave, con el fin de llegar pron-
to al suelo de mi patria, y después cedí el timón a mis compañeros.
Hablaban éstos entre ellos, suponiendo que llevaba oro y plata, regalo
del magnánimo Eolo Hipotada. Y se decían unos a otros:
—¡Oh Dioses! En verdad que Ulises es apreciado por todos los hom-
bres y festejadísimo por los habitantes de las ciudades adonde llega. Ha
sacado de Troya, en razón de botín, multitud de cosas hermosas y de
valor, mientras nosotros regresamos a nuestras casas con las manos vací-
as, habiendo hecho tanto como él. ¡Y ahora, Eolo, por amistad nada más,
le ha colmado de presentes! Veamos ahora mismo la cantidad de oro y
plata que encierra el odre.
Así hablaban, y prevaleció el mal consejo. Abrieron, pues, el odre, y
todos los Vientos se escaparon. Y en el acto, la tempestad furiosa nos
llevó por el mar, sollozando, lejos de la tierra patria. Y habiendo desper-
tado, consulté a mi corazón irreprochable si debía sucumbir, arrojándo-
me de la nave al mar, o si, permaneciendo entre los vivos, padecería en
silencio. Y entre los vivos quedé, y soporté mis trabajos. Y me tumbé en
el fondo de mi nave mientras todos eran de nuevo arrastrados por los
embates del viento hacia la isla Eolia, llorando afligidos.
Una vez en tierra, nos pertrechamos de agua, y mis compañeros toma-
ron en seguida su alimento al lado de las naves. Cuando hubimos comi-
do y bebido, elegí un heraldo y otro compañero, y volví a la ilustre mora-
da de Eolo. Y le hallé comiendo con su esposa y sus hijos. Ya en la casa,
nos sentamos al umbral de la puerta. Y todos, atónitos, me interrogaban:
—¿Por qué has regresado, Ulises? ¿Qué Daimón te ha traído la des-
gracia? ¿No habíamos preparado tu retorno, a fin de que llegases a tu
patria tierra, a tus lares o adonde te fuera grato llegar?
Así me hablaron, y yo les respondí, triste mi corazón:
—Mis malos compañeros me han perdido, y antes que ellos el sueño
funesto. Pero venid en mi ayuda, amigos míos, ya que vosotros podéis.
Así les dije, tratando de halagarles con palabras de lisonja; pero per-
manecieron mudos, y su padre me respondió:
—¡Sal inmediatamente de esta isla, perverso el que más de los morta-
les! ¡No me es dado socorrer ni repatriar a un hombre odioso a los Dioses
bienaventurados! ¡Vete pues, ya que, si ahora volviste, es que eres abo-
rrecido de los Dioses venturosos!
Dijo, y me expulsó de sus estancias, mientras yo suspiraba profunda-
mente. Y navegando, nos alejamos, tristes en nuestro corazón; pues el
ánimo de mis compañeros estaba deprimido por la fatiga cruel de los
remos, y el regreso nos parecía imposible, por nuestra propia impruden-
cia. Y así navegamos seis días y seis noches. Y al séptimo llegamos a la
gran ciudad de Lamos, situada en la Lestrigonia Telepila. Allí el pastor
que llega, llama al pastor que sale y éste le escucha. Allí el pastor que no
duerme gana un doble salario, llevando primero bueyes a los pastos y
después rebaños de blancas lanas; tan cercanos están los caminos del día
de los caminos de la noche. Y arribamos al magnífico puerto, resguarda-
do de altas rocas, y a cuyos dos lados las orillas escarpadas van a encon-
trarse, dejando apenas una estrecha entrada. Y mis compañeros condu-
jeron allí sus simétricas naves y las amarraron muy juntas en el fondo del
puerto, allí donde no se alzan las olas, ni poco ni mucho, y donde cons-
tantemente reina una completa tranquilidad. Sólo yo dejé mi negra nave
fuera y la amarré a las puntas de una roca. Después subí a la cumbre de
un escollo, y desde allí no vi los trabajos de los bueyes, ni los de los hom-
bres, sino solamente el humo que se alzaba de la tierra. Entonces elegí a
dos de mis compañeros y a un heraldo, y les envié a que averiguaran qué
hombres comían pan y habitaban en aquella tierra. Y partieron, toman-
do un ancho camino, por donde los carros conducían a la ciudad la
madera de las altas montañas. Y encontraron, antes de llegar a la ciudad,
a una joven doncella, hija del robusto Lestrigon Antífates, que bajaba a
buscar agua a la limpia fuente de Artacia, que surtía a los vecinos de la
ciudad. Aproximándose a ella, preguntáronle quién era el rey que reina-
ba en estos pueblos; y ella les indicó el elevado palacio de su padre.
Llegáronse a la ilustre mansión y hallaron a una mujer, alta como una
montaña, y quedaron espantados. Mas ella llamó en seguida al ágora a
su marido, el ilustre Antífates, que guardaba un lúgubre designio, pues
eligió a uno de mis compañeros para devorarle. Y los otros dos, fugán-
dose precipitadamente, volvieron a las naves. Entonces Antífates gritó
por la ciudad, y los robustos lestrigones, a su voces, llegaron de todas
partes en gran número, y semejantes no a hombres, sino a gigantes.
Lanzaron pesadas piedras arrancadas del roquedo, y un enorme estruen-
do se alzó de los hombres moribundos y de las naves aplastadas. Y los les-
trigones atravesaban a los hombres como a peces y les convertían en
lúgubre manjar. Y mientras así les mataban en el interior del puerto,
saqué de la vaina mi aguda espada y corté las amarras de mi negra nave,
y en seguida mandé a mis compañeros que se encorvaran sobre los remos
con el fin de alejarnos de nuestra perdición. Y todos a la vez se encorva-
ron sobre los remos, temiendo a la muerte. Así, mi nave ganó la alta mar,
esquivando las pesadas piedras, pero todos los demás perecieron allí.
Y seguimos navegando hacia adelante, tristes nuestros corazones por
haber perdido a nuestros compañeros, pero alegres de haber escapado a la
muerte. Y llegamos a la isla Eea, que es donde habitaba Circe, la de los her-
mosos cabellos, venerable y elocuente Diosa, hermana del prudente Aetes,
pues ambos eran hijos de Helios, que ilumina a los hombres, y su madre
era Perse, hija del Océano. Y condujimos nuestra nave al abrigo de una
ancha rada, a la que sin duda un Dios empujó. Luego, ya desembarcados,
permanecimos allí dos días con el ánimo abatido de fatiga y de dolor. Y
cuando Eos, la de la hermosa cabellera, nos trajo el tercer día, tomando mi
lanza y mi aguda espada abandoné la nave y subí a un altozano, desde
donde pude ver hombres y escuchar sus voces. Y desde la escarpada cum-
bre donde me hallaba vi elevarse de la vasta tierra, en medio de un bosque
de frondosas encinas, el humo del palacio de Circe. Después pensé en mi
alma y en mi corazón si me llegaría a ver de cerca el humo que contem-
plaba; pero me pareció más cuerdo volver a mi nave rápida y a la orilla del
mar, hacer que comieran mis compañeros y enviar después a ellos a ver la
población. Mas cuando ya llegaba cerca de mi nave, un Dios que, sin
duda, se apiadó de verme solo, colocó a mi paso un gran ciervo, de eleva-
da cornamenta, que bajaba de los pastizales de la selva para beber en el río,
porque el ardor de Helios le agobiaba. Según avanzaba le herí en medio de
la espina dorsal, atravesándole con la hoja de bronce, y bramando cayó en
el polvo y la vida se le escapó. Me acerqué y extraje la lanza de bronce de
la herida, dejándola en el suelo; y arrancando todo género de ramas ver-
des, hice una lía de largo de una braza, y até con ella las pezuñas del her-
moso animal. Y colgándomele del cuello, me dirigí a mi nave, apoyado en
la lanza, pues no hubiera podido sin ella sostener una pieza tan grande
sobre mis espaldas. Lo arrojé ante la nave y reanimé a mis compañeros,
dirigiendo a cada uno de ellos estas palabras halagüeñas:
—¡Oh amigos! Si bien somos desgraciados, no descenderemos a las
moradas de Edes mientras no nos llegue el día fatal. Salid, fuera, pues, de
la rápida nave; pensemos en comer y beber, y no padezcamos más hambre.
Así les dije, y obedeciendo a mis palabras, desembarcaron en la orilla
y contemplaron el ciervo, admirados de su tamaño. Y cuando se cansa-
ron de mirarlo, laváronse las manos y prepararon una excelente comida.
Y durante todo el día, hasta la caída de Helios, permanecimos sentados,
comiendo abundante carne y bebiendo dulce vino. Y cuando Helios
cayó y las sombras sobrevinieron, nos dormimos a la orilla del mar. y
cuado Eos, la de los dedos rosados, la hija de la mañana, se dejó con-
templar, convocando a los míos, dije así:
—Escuchad mis palabras, compañeros y soportad con paciencia vues-
tros males, ¡oh amigos!, pues no sabemos, en verdad, cuál es el poniente
ni cuál el levante, de qué lado se alza Helios sobre la tierra para alumbrar
a los hombres, ni por qué lado se oculta; deliberemos prontamente si
algo nos es necesario, que yo pienso que no. Desde la altura donde he
estado he visto que esta tierra está constituida por una isla que el mar sin
límites envuelve. Es pequeña y he contemplado el humo elevándose
entre una selva de frondosas encinas.
Así les hablé, y sus caros corazones se afligieron al recordar los críme-
nes de Lestrigon Antífates y las violencias del soberbio Cíclope, comedor
de hombres. Y lloraron, vertiendo abundantes lágrimas. Pero a nada les
condujo llorar. Dividí a mis valientes compañeros y di un jefe a cada
grupo. Yo me puse al frente de uno y Euriloco al frente de otro. Las suer-
tes se echaron en un casco de bronce, y salió la del magnánimo Euriloco.
Y partió presuroso, aunque llorando, con veintidós compañeros, que nos
dejaron también sollozantes.
Y hallaron en un valle, sito en un descampado, los palacios de Circe,
elevados sobre piedras pulidas. Y en sus alrededores vagaban lobos mon-
teses y leones, pues Circe habíalos domesticado administrándoles pérfi-
das mixturas; y no sólo no se arrojaban sobre los hombres, sino que se
les acercaban moviendo sus largas colas, como los perros acarician a su
amo cuando acaba de comer y suele arrojarles buenos despojos. Así tam-
bién los lobos de fuertes uñas y los leones rodearon, acariciantes, a mis
compañeros; y éstos se asustaron al ver a semejantes fieras temibles y se
detuvieron a las puertas de la Diosa de hermosos cabellos. Y escucharon
a Circe, que cantaba con una hermosa voz en su morada, mientras tejía
una divina tela, tal como son las labores ligeras, graciosas y espléndidas
de los Dioses. Entonces, Polites, jefe de hombres, el más caro de mis
compañeros, dijo el primero:
—¡Oh amigos! ¿Qué mujer teje esa gran tela y canta con tan hermo-
sa voz en esta casa, que hace resonar los muros? ¿Es una Diosa o una
mujer mortal? Llamémosla.
Obedeciéronle, y todos llamaron a voces. Y Circe salió en seguida, y
abriendo las magníficas puertas, invitóles, y todos la siguieron imprudente-
mente. Sólo Euriloco quedó fuera, sospechando una emboscada. Y Circe,
haciendo entrar a mis compañeros, les obligó a sentarse en sillas y sillones.
Mezcló luego vino de Pramnio con queso, harina y miel dulce, pero puso
veneno en el pan, con el fin de hacerles olvidar el suelo de su patria. De todo
les ofreció; ellos comieron y bebieron, y tocandoles con una varita, les ence-
rró en pocilgas. Tenían la cabeza, la voz, el cuerpo y las cerdas del puerco,
pero su espíritu seguía siendo el mismo de antes. Y lloraban cuando se vie-
ron encerrados; y Circe, para que comieran les dio bellotas y hayucos, que es
de lo que se alimentan los cerdos que se revuelcan en la tierra.
Pero Euriloco volvió apresuradamente a la nave negra y rápida para
enterarnos de la triste fortuna de nuestros compañeros. Y no podía
hablar, contra su deseo, pues su corazón estaba henchido de una gran
pena y sus ojos llenos de lágrimas y su ánimo transido de pensar. Más,
como nosotros le preguntáramos anhelosamente, él nos contó la desgra-
cia de sus compañeros:
—Habíamos caminado a través de la selva, como tú ordenaras, ilus-
tre Ulises, y hallado en un abierto valle unos hermosos palacios, cons-
truidos sobre piedras pulimentadas. Allí una Diosa o una mujer mortal
cantaba armoniosamente, tejiendo una gran tela. Mis compañeros la lla-
maron a voces. En seguida apareció, y abriendo la hermosa puerta, invi-
tóles a pasar, y todos la siguieron imprudentemente, y yo quedé fuera,
temiendo una emboscada. Todos desaparecieron a la vez, y ninguno ha
vuelto a presentarse, aun cuando les he esperado largo tiempo.
Dijo así, colgué de mis hombros una gran espada de bronce con cla-
vos de plata y un arco, y mandé a Euriloco que me enseñara el camino.
Pero tomándome las manos y cogiéndose a mis rodillas, llorando, me
dijo estas palabras aladas:
—No me lleves allá mal de mi agrado, ¡oh Divino!, déjame aquí. Sé que tú
no has de volver ni rescatarás a ninguno de nuestros compañeros. Huyamos
pronto con éstos, que aún podremos quizá escapar al negro destino.
Así habló, y yo le respondí:
—Euriloco, quédate aquí comiendo y bebiendo, junto a la abierta y
negra nave. Yo he de ir allá, porque una necesidad inexorable me lo exige.
Dicho esto, me alejé del mar y de la nave, y cruzando los valles sagra-
dos, llegaba ya al gran palacio de la envenenadora Circe, cuando
Hermes, el de la varita de oro, salió a mi encuentro, viendo que me acer-
caba, bajo la forma de un joven dotado de toda gracia de la adolescen-
cia. Y tomándome de la mano, me habló así:
—¡Desdichado! ¿Dónde vas solo, entre estas colinas, desconociendo
estos lugares? Tus compañeros están encerrados en el palacio de Circe, y
habitan, como los cerdos, las pocilgas bien construidas. ¿Vienes, acaso, a
libertarlos? En verdad, no creo que tú vuelvas tampoco, sino que quedes
donde ellos están. Pero yo te libraré de ese peligro; yo te salvaré. Toma
este excelente remedio, y llevándolo contigo llama en la morada de
Circe, que él alejará de tu cabeza el día fatal. Te revelaré los malos pro-
pósitos de Circe. Te preparará una mixtura y te pondrá veneno en el pan;
mas no podrá encantarte, porque el excelente remedio que yo te daré no
le permitirá. Y voy a decirte lo que falta. Cuando Circe te haya tocado
con su larga varita, arrójate sobre ella como si quisieras matarla.
Entonces, llena de temor, te invitará a acostarte con ella. No rehúses tú
el lecho de una Diosa, a fin de que liberte a tus compañeros y a ti te trate
con benevolencia. Pero oblígale a prestar el gran juramento a los Dioses
venturosos para que no tienda otra celada y, teniéndote desnudo, no te
prive de tu virilidad.
Después de decir esto, el Matador de Argos me dio el remedio, que
arrancó de la tierra, y me explicó su naturaleza. Su raíz era negra y su flor
semejante a la leche. Los Dioses la llaman «Molly», y es muy difícil de
arrancar por manos de los hombres mortales; pero los Dioses todo lo
pueden. Después Hermes se elevó hacia el Olimpo, sobre la isla frondo-
sa, y yo me dirigí al palacio de Circe, revolviendo mientras caminaba mil
pensamientos en mi corazón.
Y deteniéndome ante las puertas de la Diosa de hermosos cabellos, la
llamé, y escuchó mi voz, y saliendo en seguida, abrió las puertas magní-
ficas y me invitó a pasar. La seguí, triste en mi corazón, y ya dentro me
hizo sentar en un sillón claveteado de lata y bien tallado. Y tenía un esca-
bel a mis pies. En seguida preparó en una copa de oro la mixtura que me
destinaba, y meditando el mal en su ánimo, mezcló el veneno. Después
de dármelo, y como yo bebiera, me tocó con su varita, y me dijo:
—Ve ahora a la pocilga y túmbate con tus compañeros.
Así dijo, mas yo saqué de la vaina mi aguda espada y me arrojé sobre
ella como si quisiera matarla. Entonces, lanzando un grito, se me pros-
ternó, abrazando mis rodillas, y me dijo, llorando, estas palabras aladas:
—¿Quién eres entre los hombres? ¿Dónde está tu pueblo? ¿Quiénes
son tus padres? Me sorprende que, habiendo bebido estos venenos, no te
hayas transformado. Jamás hombre alguno que los pasó por entre sus
dientes los hubo resistido. Tú albergas en tu pecho un ánimo indoma-
ble, o eres el ingenioso Ulises, que debía llegar aquí a su regreso de Troya
a bordo de su negra y rápida nave, según Hermes, el de áurea varita, me
tiene predicho. Pero guarda de nuevo tu espada en su vaina, y acosté-
monos los dos en el mismo lecho, a fin de que nos unamos y nos con-
fiemos mutuamente.
Así lo dijo ella, y yo le respondí:
—¡Oh Circe! ¿Cómo me pides dulzura para ti, que has convertido en
cerdos a mis compañeros en tu propio palacio, y ahora me retienes aquí,
invitándome a ocupar tu lecho en la alcoba nupcial, para que, viéndome
desnudo, me arrebates mi virilidad? No subiré a tu lecho, ciertamente, si
al menos no me prestas juramento solemne, ¡oh Diosa!, de que no me
tenderás otra celada.
Así le hablé, y en el acto juró como le pedía; y cuando hubo pronun-
ciado todas las palabras del juramento, entonces subí a su hermoso lecho.
Y las siervas pululaban por la casa. Y eran cuatro, que ponían cuida-
do en cada cosa. Habían nacido de las fuentes de las selvas y de los ríos
sagrados que mueren en el mar. Una de ellas extendió sobre los sillones
hermosas cubiertas purpúreas y debajo ligeras telas de lino. Otra colocó
ante los sillones mesas de plata, sobre las que puso cestas de oro. Una ter-
cera mezcló el dulce y meloso vino en una crátera de plata y lo distribu-
yó en copas de oro. La cuarta trajo agua y encendió un gran fuego en un
hermoso trípode, donde la puso a templar. Y cuando el agua se hubo
templado en el bronce reluciente, me condujo al baño y me lavó la cabe-
za y los hombros con el agua dulcemente vertida del hermoso trípode. Y
cuando me hubo lavado y ungido con el suave aceite, me vistió una túni-
ca y un espléndido manto, y me hizo sentar en un sillón de plata labra-
da que tenía un escabel al pie. Una sierva echó agua de una hermosa jarra
de oro en un recipiente de plata para el aguamanos, y puso ante mí una
mesa pulimentada. Y la venerable despensera, benévola con todos, trajo
pan y numerosos manjares, que colocó en la mesa. Y Circe me invitó a
comer, cosa que no plugo a mi alma.
Y yo permanecí sentado, revolviendo mil pensamientos y previendo
otros peligros. Pero Circe, viéndome en este estado, sin comer y lleno de
tristeza, se acercó a mí y me dijo estas palabras aladas:
—¿Por qué, Ulises, permaneces mudo y royéndote el corazón, sin
beber y sin comer? ¿Temes alguna otra emboscada? No debes temer
nada, pues he prestado un solemne juramento.
Así me habló, y contestándole, dije:
—¡Oh Circe! ¿Qué varón sensato y prudente osaría beber y comer sin
que sus compañeros fueran libertados y visto por él con sus propios ojos?
Si benévolamente quieres que coma y beba, liberta a mis compañeros y
que yo les contemple.
Así le dije, y Circe salió de sus estancias llevando una varita en la
mano, y abrió la puerta de las pocilgas. Y sacó a mis compañeros con la
figura de cerdos de nueve años. Y colocáronse ante nosotros, e inclinán-
dose, ella frotó a cada uno de ellos con un bálsamo, y de sus miembros
cayeron en el acto los pelos que hiciérales crecer la perniciosa mixtura
que les hubo dado la venerable Circe; y recobraron su apariencia de
hombres, más jóvenes, más gallardos y más altos que fueran antes. Todos
me reconocieron, y oprimiéndome la mano, lloraban de alegría y hacían
resonar el palacio con sus gemidos. Y la diosa misma tuvo piedad y, acer-
cándose a mí, me dijo:
—Divino Laertiada, sutil Ulises, dirígete ahora mismo hacia tu ligera
nave a la orilla del mar. Haz que, ante todo, la saquen a tierra; guardad
luego vuestras armas y vuestros tesoros en una caverna y volved aquí en
el acto, tú y todos tus compañeros.
Tal dijo, mi ánimo generoso se dejó persuadir y me apresuré a volver
a mi nave ligera de la orilla del mar, donde a su lado mis queridos com-
pañeros lloraban desoladamente, derramando abundantes lágrimas. Así
como las ternerillas retenidas lejos de las praderas se agolpan en torno de
las vacas que vuelven al establo después de henchirse de pasto en los egi-
dos, y corren a su encuentro sin que las cercas puedan contenerlas,
mugiendo sin descanso a su alrededor, de igual modo, cuando mis com-
pañeros me vieron con sus propios ojos, me rodearon llorando, y sus
corazones se emocionaron tanto como si hubieran vuelto a contemplar
el patrio suelo de la áspera Ítaca, donde nacieron y hubieron de criarse.
Y llorando, me dijeron estas palabras aladas:
—Tu regreso, ¡oh Divino!, nos regocija tanto como si viéramos a Ítaca,
nuestra patria tierra. Pero dinos de la muerte de nuestros compañeros.
Así les hablé, y obedecieron inmediatamente a mis palabras:
—Ante todo, saquemos la nave a la ribera y guardemos en una caver-
na nuestras armas y tesoros. Después apresuraos a seguirme, a fin de que
veáis a vuestros compañeros en la sagrada mansión de Circe, comiendo
y bebiendo, gozando, en fin, de un abundante convite.
Así les hablé, y obedecieron inmediatamente a mis palabras; sólo
Euriloco intentó detenerles, dirigiéndoles estas otras aladas:
—¡Ah desdichados! ¿Dónde vais? ¿Queréis sufrir los males que os aguar-
dan en los palacios de Circe, que nos convertirá en cerdos, en lobos o en
leones, y habremos forzosamente de guardar su morada? Hará lo que el
Cíclope, cuando nuestros compañeros fueron a su guarida, conducidos
por el audaz Ulises, y allí perecieron, víctimas de su imprudencia.
Cuando tal dijo, yo pensé en mi corazón si sacar mi gran espada de su
vaina, pendiente a lo largo de mi muslo, y cortarle la cabeza, haciéndo-
la rodar por la arena, a pesar de nuestro parentesco; mas todos los demás
compañeros me calmaron, diciéndome estas suaves palabras:
—Dejémosle, ¡oh Divino! Si tú quieres, que se quede al cuidado de la
nave. Nosotros te seguiremos a la sagrada mansión de Circe.
Apenas dijeron esto, abandonaron la nave y el mar, pues ni Euriloco
quedó al lado de la nave, sino que nos siguió, temeroso de mis rudas
amenazas. Mientras tanto, Circe, en sus estancias, lavó y perfumó con
óleos a mis otros compañeros y les vistió con túnicas y hermosos man-
tos, y los hallamos comiendo en el palacio. Y cuando todos se vieron reu-
nidos se contaron sus trabajos, llorando tanto, que el palacio resonaba a
sus gemidos. Y la noble Diosa, acercándoseme, me dijo:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no os entreguéis al dolor por
más tiempo. Sé cuantos males habéis sufrido en el mar fecundo en peces
y cuántos hombres injustos os han hecho padecer sobre la tierra. Pero
ahora, comed y bebed y reanimad el corazón en vuestro pecho, tal como
antes de abandonar el suelo de la áspera Ítaca, vuestra patria, que si no
echáis al olvido vuestras miserias, nunca estará alegre vuestro espíritu,
pues habéis sufrido numerosos males.
Así dijo, y obedeció nuestro generoso corazón. Y allí quedamos un
año, comiendo carnes abundantes y bebiendo dulce vino. Pero al cabo
del año, cuando las Horas terminaron su carrera, cuando pasaron los
meses y cuando se extinguieron los días, entonces mis compañeros me
llamaron para decirme:
—¡Desdichado! Acuérdate de tu patria, si todavía es tu sino seguir
viviendo y volver a entrar en tu magnífica morada, y en el suelo patrio.
Así dijeron, y obedeció mi generoso corazón, Y todo el día, hasta la caída
de Helios, permanecimos sentados, comiendo carnes abundantes y bebien-
do dulce vino. Y cuando Helios cayó y llegó la noche, mis compañeros se
acostaron en las oscuras estancias. Y yo, subiendo al espléndido lecho de
Circe, me abracé a sus rodillas, suplicante, y la Diosa escuchó mi voz.
Y yo dije estas palabras aladas:
—¡Oh Circe! Cumple la promesa que me has hecho de enviarme a mi
casa, pues mi alma me empuja, y mis compañeros afligen mi corazón
querido gimiendo en torno mío cuando tú no estás presente.
Así le hablé, y la noble Diosa me respondió en el acto:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no permanezcáis más tiempo
contra vuestra voluntad en mi palacio; pero es preciso que emprendáis
otro viaje y entréis en las moradas de Edes y de la implacable Persefonia,
a fin de consultar el alma del tebano Tieresias, el adivino ciego, cuyo
espíritu es inmortal. Persefonia otorgó sólo a él el don de que la Muerte
no le arrebatara inteligencia y saber. Los demás no serán sino sombras
que vagarán en torno a ti.
Así me dijo, y mi caro corazón se desgarró en llanto, sentado yo en su
lecho, y mi alma no quería vivir más ni contemplar la lumbre de Helios. Mas
después de haber llorado hasta saciarme de amargura, le contesté diciendo:
—¡Oh Circe! ¿Quién me enseñará el camino, si nadie llegó jamás al
Edes tripulando una negra nave?
Hablé así, y la noble Diosa me respondió en el acto:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no tengas cuidado por tu nave.
Siéntate en ella, después de haber izado el mástil y desplegado las blan-
cas velas, y el soplo del Bóreas conducirá tu nave. Mas cuando hayas cru-
zado el Océano y llegues a la estrecha playa y a los bosques sagrados de
Persefonia, donde crecen altos álamos y sauces estériles, detén tu nave en
el Océano de profundos remolinos y baja a la negra morada de Edes, allí
donde desembocan a la vez el Priflegetón y el Cocito, que es un brazo
del agua de la Estigia. Allí hay una roca donde confluyen estos ríos bor-
bollantes. A ella te acercarás, héroe, como yo te lo ordeno, y cavarás un
foso de un codo de radio, y a su boca harás libaciones a los muertos, de
leche y miel primero, después de vino dulce y, por último, de agua, y
echarás en el pozo blanca harina. Suplica entonces a las vanas cabezas de
los muertos y promételes que, apenas llegado a Ítaca, sacrificarás en tus
palacios la mejor vaca estéril que poseas y encenderás una hoguera for-
mada con ricas cosas, e inmolarás sólo en honor de Tiresias, un carnero
completamente negro, el más hermoso de tus rebaños. Después, cuando
hayas invocado a las excelsas almas de los muertos, sacrifica un carnero
y una oveja negra, vuélvete cara a Erebo, e inclinándote hacia él, con-
templa la corriente de sus aguas, y numerosas almas de los que ya no sir-
ven acudirán a ti. Entonces pide y manda a tus compañeros que desue-
llen las reses degolladas por el agudo bronce y las quemen, suplicando a
los Dioses, al ilustre Edes y a la implacable Persefonia. Saca tu aguda
espada de su vaina que cuelga a lo largo de tu muslo, y no permitas que
las sombras vanas de los muertos beban la sangre antes que hayas escu-
chado a Tiresias. Pronto aparecerá el adivino, príncipe de hombres, y te
mostrará tu ruta, te dirá cómo has de verificar tu retorno y cómo cruza-
rás el mar fecundo en peces.
Así dijo, y en aquel instante Eos ocupó su trono de oro. Y Circe me
vistió una túnica y un manto. Ella también se cubrió con una larga clá-
mide blanca, ligera y graciosa, ciñó su talle con un hermoso cinturón y
tocó su cabeza con un velo color de fuego. Yo recorrí la casa exhortando
a mis compañeros, a cada uno de los cuales dirigí estas dulces palabras:
—No continuéis echados y alejad el dulce sueño, pues hemos de par-
tir, ya que la venerable Circe lo permite.
Así les dije, y sus generosos corazones se dejaron persuadir. Mas no pude
llevarme de allí a todos mis compañeros sanos e indemnes. Elpénor, uno
de ellos, joven sí, pero ni muy bravo ni muy cauto, se había tendido en las
altas estancias del sagrado palacio de Circe, separadamente de sus compa-
ñeros, pues había bebido mucho y apetecía la frescura, y al oír el ruido que
aquellos causaran al moverse, levantóse de súbito y, olvidándose de bajar
por la escalera, cayó desde el terrado, partióse el cuello y descendió a las
moradas de Edes y dije a mis compañeros reunidos:
—Quizá penséis que partimos hacia nuestros hogares, hacia la amada
tierra patria. Pero Circe nos ha indicado una nueva ruta, la de las mora-
das de Edes y de la implacable Persefonia, donde hemos de consultar el
alma de Tiresias.
Así les dije, y su caro corazón se les quebraba, y sentándose, se arran-
caban los cabellos. Mas nada remediaron con gemir, pues volvimos a
nuestra rápida nave, a la orilla del mar, vertiendo copiosas lágrimas. Y
mientra tanto, Circe había llevado a la nave un carnero y una oveja
negra, ocultándose fácilmente a nuestros ojos; pues, ¡quién podrá ver a
un Dios y seguirle con sus ojos si él no lo quiere!
CANTO XI

Apenas llegamos al mar, botamos nuestra negra nave al agua divina.


Después, ya izado el mástil y tendidas las blancas velas de la negra nave,
cargamos las víctimas ofrecidas. Luego nosotros mismos embarcamos,
llenos de tristeza y derramando abundante llanto. Y Circe, la de la her-
mosa cabellera, Diosa terrible y elocuente, nos envió un viento propicio
por detrás de la nave de azulada proa, y este viento, excelente colabora-
dor, hinchó las velas.
Cuando todas las cosas estaban colocadas en su sitio, a bordo de la nave,
nos sentamos nosotros, y el viento y el piloto nos llevaron. Todo el día boga-
mos con las velas desplegadas, hasta que Helios cayó y todos los caminos se
llenaron de sombra. Y la nave llegó a los límites del profundo Océano.
Allí eran el pueblo y la ciudad de los Kimerios, envueltos en nieblas y
nubes, y jamás el brillante Helios les miró con sus rayos, ni cuando
remontaba el Urano estrellado, ni cuando desde él descendía a la tierra,
pues una horrible noche pesaba siempre sobre los míseros mortales.
Llegamos allí, varamos nuestra nave, y tan pronto como desembarcamos
las víctimas seguimos bordeando la corriente del Océano, hasta que
dimos en la comarca que nos indicara Circe. Y Perimedes y Euriloco
conducían las víctimas.
Saqué mi aguda espada de su vaina, que colgaba a lo largo de mi
muslo, cavé una fosa de un codo de radio y dediqué libaciones a todos
los difuntos, de leche melada primero, luego de vino dulce, después, en
fin, de agua, y desde arriba espolvoreé sobre la fosa blanca harina. Y
supliqué a las vanas cabezas de los muertos, prometiéndoles para cuan-
do llegara a Ítaca sacrificar en mis palacios la mejor vaca estéril que tuvie-
ra, encender una pira, a la que arrojaría cosas excelentes, e inmolar, sólo
en honor de Tieresias, un carnero completamente negro, el más hermo-
so de mis rebaños. Después de invocar las legiones de los muertos, dego-
llé las víctimas sobre la fosa y corrió la sangre negra. Y las almas de los
que ya no viven surgieron en tropel del Erebo. Recién casadas, hombres
jóvenes, ancianos que han sufrido muchos males, doncellas llena de pena
su alma, guerreros de armas ensangrentadas, heridos por las broncíneas
picas, todos se agolpaban, llegando por doquier al borde de la fosa y
levantando un inmenso clamoreo. Y me sobrecogió el terror.
Entonces ordené a mis compañeros desollaran las víctimas que yacían
degolladas por el bronce cruel, las quemaran y rogaran a los Dioses, al
ilustre Edes y a la implacable Persefonia. Y yo me senté, después de
meter la aguda espada en la vaina que colgaba a lo largo de mi muslo; y
no permití a las vanas cabezas de los muertos beber la sangre hasta tanto
que hubiese oído a Tiresias.
Llegó la primera el alma de mi compañero Elpénor. No había sido
sepultado aún en la vasta tierra, pues nosotros dejamos su cadáver en las
estancias de Circe, sin haberle llorado ni enterrado, pues otros ciudada-
nos nos llamaban. Lloré al verle, y se llenó de piedad mi corazón. Y le
dije estas palabras aladas:
—Elpénor, ¿cómo viniste a estas espesas tinieblas? ¿Cómo has llegado
más aprisa que yo en mi negra nave?
Le dije así, y llorando me respondió:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, la mala voluntad de un
Daimón y la abundancia de vino me perdieron. Acostado en el palacio
de Circe, no pensé en bajar por la larga escalera, y caí desde lo alto del
terrado, rompiéndose mi cuello y descendiendo al Edes mi alma. Ahora
te suplico, por tus deudos lejanos, por tu esposa, por tu padre, que te crió
desde niño, por Telémaco, tu hijo único, que quedó en el palacio (pues
sé que, saliendo de la morada de Edes, volverás, a bordo de tu bien cons-
truida nave, a la isla Eea), te suplico que allí, ¡oh rey!, me recuerdes; y no
te marches sin llorarme y enterrarme, para que no concite sobre ti la
cólera de los Dioses. Me quemarás con todas mis armas y alzarás a la ori-
lla del mar espumoso el túmulo de tu desdichado compañero. Cumple
todo esto, para que se me recuerde en lo futuro, y clava sobre mi tumba
el remo de que me servía cuando viví entre mis compañeros.
Así habló, y respondiéndole, le dije:
—Cumpliré, infeliz, todas esas cosas.
Nos decíamos estas tristes palabras, teniendo yo mi espada sobre la san-
gre, mientras al otro lado de la fosa mi compañero hablaba largamente.
Llegó después el alma de mi difunta madre, de Antilca, hija del magnáni-
mo Autólico, a quien yo dejé viva cuando partí hacia la sagrada Ilios. Y lloré
viéndola lleno de piedad mi corazón; pero, a pesar de mi pena, no le dejé
beber la sangre antes de que yo escuchara a Tiresias. Y el alma del tebano
Tiresias se acercó, llevando un cetro de oro. Me reconoció, y me dijo:
—¿Por qué, ¡oh desdichado!, dejando la luz de Helios, has venido a
ver a los muertos en la región tristísima? Apártate de la fosa, retira tu
espada para que beba esa sangre y luego te diga la verdad.
Habló de este modo y, retirándome, volví a guardar en su vaina mi espa-
da de clavos argénteos. Bebió la sangre negra, y entonces el divino me dijo:
—Buscas un feliz regreso, ilustre Ulises, mas un Dios te lo hará difícil;
pues no pienso que Aquel que sacude la tierra amanse la cólera de su cora-
zón, y está irritado contra ti porque le cegaste a su hijo. Llegaréis, sin embar-
go, a vuestra patria, después de sufrir mucho, si quieres contener tu ánimo
y el de tus compañeros. Antes, cuando tu nave sólida haya tocado en la isla
Trinakia, después de escapar al mar sombrío, encontraréis, paciendo, los
bueyes y los nutridos rebaños de Helios, que todo lo ve y escucha. Si los
dejáis sanos e indemnes, si tú te ocupas sólo del regreso, llegaréis todos a
Ítaca, después de sufrir muchos trabajos; mas si los tocas, si les causas daño,
te anuncio la perdición de tu nave y de tus compañeros. Tú te salvarás úni-
camente y vagarás, mísero, sin tu nave y sin tus compañeros, a bordo de una
extraña nave. Encontrarás la desdicha en tu palacio y a unos hombres orgu-
llosos que consumirán tus riquezas y pretenderán a tu esposa, ofreciéndole
presentes. Pero tú te vengarás de sus ultrajes a tu llegada. Y después de matar
a los pretendientes en tu palacio, ya valiéndote de astucias, ya noblemente,
con el bronce agudo, partirás de nuevo, llevando un ligero remo, hasta que
halles a unos hombres que no conocen el mar, ni echan sal en sus manja-
res, ni han visto las naves de roja proa, ni los remos, que son las alas de las
naves. Yo te haré una seña, que no te pasará inadvertida. Cuando encuen-
tres a un viajero que crea ver en tu hombre un azote de desgranar trigo,
clava el remo en la tierra y sacrifica en sagradas ofrendas al rey Poseidaón un
carnero, un toro y un verraco. Llegarás después a tu casa y harás, según
corresponda a su estirpe, sagradas hecatombes a los Dioses inmortales que
habitan el ancho Urano. La dulce muerte, en fin, te llegará del mar y te
encontrarás consumiéndote en una placentera vejez, rodeado del pueblo
dichoso. Y ya te he dicho, en verdad, cosas veraces.
Habló así, y yo le contesté:
—Tiresias, los Dioses mismos, sin duda, han decretado esas cosas.
Pero dime la verdad. Yo veo el alma de mi madre muerta. Permanece
callada y lejos de la sangre, y no osa hablar a su hijo, ni siquiera mirarle.
Dime, ¡oh rey!, cómo me reconocerá.
Así hablé, y él me respondió:
—Te lo explicaré sencillamente. Guarda mis palabras en tu corazón.
Todos aquellos muertos a quienes tú dejes beber la sangre te dirán cosas
veraces; aquellos a quienes rehúses se alejarán de ti.
Cuando esto hubo dicho, el alma del rey Tiresias, expuestos sus orá-
culos, reingresó en la morada de Edes; pero permanecí sin moverme,
hasta que mi madre se acercó y bebió la negra sangre. Y en seguida me
reconoció, y me dijo, sollozando, estas palabras aladas:
—Hijo mío, ¿cómo has bajado en vida a esta tenebrosa niebla? Es difí-
cil a los vivos presenciar estas cosas. Hay entre ellos y nosotros grandes
ríos de violentas corrientes, y antes que nada el Océano, que no puede
atravesarse, a menos que se posea una bien construida nave. ¿Vienes,
acaso, tras errar mucho tiempo, de la ciudad de Troya a bordo de tu nave
y con tus compañeros? ¿Acaso no has vuelto a Ítaca, ni has visto a tu
mujer ni tu palacio?
Así me dijo, y yo le contesté:
—Madre mía, la necesidad me ha impulsado hacia las moradas de
Edes, a fin de solicitar un oráculo al espíritu del tebano Tiresias. No he
llegado, en verdad, ni a Acaia ni a nuestra patria; pues ando siempre
errante, lleno de miserias, desde el día que seguí al divino Agamenón
hasta Ilios, tierra de excelentes corceles, con el fin de combatir a los tro-
yanos. Pero dime la verdad. ¿Cómo la Ker de la muerte inapelable se
apoderó de ti? ¿Fue que caíste enferma? ¿O acaso Artemisa, que se enva-
nece de sus flechas, te mató con sus dulces dardos? Háblame de mi padre
y de mi hijo. ¿Me pertenecen aún mis bienes o algún otro hombre los
posee, pensando en que yo no he de tornar? Dime también los designios
y los pensamientos de la mujer que conmigo se desposó. ¿Conserva a mi
hijo a su lado? ¿Guarda mis tesoros intactos? ¿O algunos de los princi-
pales aqueos la tiene consigo?
Así le dije, y en el acto respondió mi venerable madre:
—Tu esposa continúa en tu palacio, afligido su corazón y consu-
miendo sus días y sus noches en la pena. Ningún otro posee tu excelen-
te dominio; y Telémaco cuida tranquilo de tus bienes y toma parte en
decorosos banquetes, como cumple a un hombre que alterna con los
otros, pues todos le convidan. Ni cama mullida, ni mantos, ni colchas
espléndidas, sino que, en invierno, duerme con sus esclavos en las ceni-
zas del hogar y cubre sus carnes con harapos; y cuando llega el estío y
después su madre se queda en la campiña; y ni va a la ciudad, ni tiene
del otoño verdeante, se le hacen por doquiera, en su viña fértil, lechos de
hojas caídas, y allí se acuesta triste; una gran pena le fluye de su corazón
y llora por su destino, mientras la dura vejez le abate. En cuanto a mí,
he muerto cumpliendo mi destino; pero Artemisa, hábil en lanzar fle-
chas, no me ha matado con sus dulces dardos en mi palacio ni me acabó
enfermedad alguna de las que se llevan el alma del maltrecho cuerpo; que
fue la nostalgia, la pena de tu ausencia, ilustre Ulises, y el recuerdo de tus
virtudes, los que me arrebataron la dulce vida.
Así me habló, y yo quise, conmovido mi corazón, abrazar el alma de mi
difunta madre. Y tres veces lo intenté, pues mi corazón me imbuía a hacer-
lo, y otras tantas se disipó como una sombra, semejante a un sueño. Y un
vivo dolor se acrecía en mi corazón, y dije a mi madre estas palabras aladas:
—Madre mía, ¿por qué desapareces cuando quiero abrazarte? En la
propia morada de Edes, estrechándonos con nuestros brazos queridos,
nos saciaríamos de llanto. ¿Eres, quizá, la imagen que la ilustre Persefonia
pone ante mi vista para colmo de mi dolor?
Así le dije, y repuso mi madre venerable:
—¡Ay, hijo mío, el más desventurado de los hombres! Persefonia, hija
de Zeus, no se burla de ti, sino que es ley de los mortales que ya no viven.
Los nervios no sostienen ya las carnes ni los huesos, y la fuerza del
ardiente fuego los consume tan pronto como la vida desampara la blan-
ca armazón y el alma vuela como un sueño. Mas retorna pronto a la
región de la luz y recuerda todas estas cosas para contárselas a Penélope.
Mientras hablábamos de este modo, las mujeres y las hijas de los héro-
es acudieron, enviadas por la ilustre Persefonia. Y se agruparon en gran
número alrededor de la sangre negra; y pensaba yo cómo las interrogaría
una por una; y me pareció lo mejor en mi ánimo sacar la aguda espada
de su vaina, que colgaba a lo largo de mi muslo, y no permitirles beber
a un tiempo la sangre negra. Y fueron acercándose una a una, y cada cual
dijo su origen, y pregunté a una tras la otra.
Primero vi a Tiro, nacida de noble padre, pues me dijo que era hija
del irreprochable Salmoneo y esposa de Creteo Eoliada. Se había ena-
morado del divino río Enipeo, que es el más hermoso de los ríos que
corren por la tierra, y siempre paseaba a lo largo de las bellas márgenes
de la corriente del Enipeo. Bajo la figura de éste, Aquel que rodea y sacu-
de la tierra salió de las bocas del río borbollante, y una ola azul, igual en
tamaño a una montaña, envolvió, encorvándose, al Dios y a la mujer
mortal. Desató él el cinturón a la doncella e hizo bajar sobre ella el dulce
sueño. Después, cumplidos los amorosos ejercicios, tomó en la suya la
mano de Tiro y le dijo así:
—Huélgate, mujer, de mi amor. Dentro de un año darás a luz her-
mosos hijos, pues la unión con los Inmortales nunca es infecunda.
Críalos y edúcalos. Para ti soy sólo Poseidaón que sacude la tierra.
Así dijo, y se sumergió en el mar agitado. Y Tiro quedó encinta y
parió a Pelias y Neleo, ilustres servidores del gran Zeus. Y Pelias, rico en
rebaños, habitó la extensa Iaoleo, y Neleo la arenosa Pelios. Después la
reina de las mujeres concibió de su marido Esón a Feres y a Amitaon,
domador de caballos.
Luego vi a Antiope, hija de Asopo, que se gloriaba de haber dormido
en los brazos de Zeus. Tuvo dos hijos: Anfinón y Zeto, los primeros que
fortificaron Tebas, la de las cien puertas, y la rodearon de torres, pues no
hubieran podido sin estas precauciones, habitar la vasta ciudad, a pesar
de su valentía.
Después vi a Alemena, la esposa de Anfitrión, que concibió a
Heracles, de corazón de león, en un abrazo del magnánimo Zeus, y
luego a Megara, hija del orgulloso Creón, que fue la mujer del
Anfitrionida, de indomable pujanza.
También vi a la madre de Edipo, la bella Epicasta, que cometió
inconscientemente un horrible crimen casándose con su hijo. Y éste,
luego de matar a su padre, la tomó por esposa y los Dioses revelaron
estos actos a los hombres. Y edipo, sufriendo muchos dolores en la agra-
dable Tebas, regía los cadmios por la funesta voluntad de los Dioses;
pero Epicasta descendió hasta las moradas de Edes, de sólidas puertas, y
ató transida de dolor, una cuerda a una alta viga, legando a su hijo los
innumerables infortunios que hacen sufrir las Erinnias de una madre.
Después vi a la hermosa Cloris, que algún día Neleo hizo su esposa,
prendado de su belleza, luego de ofrecerle los presentes nupciales. Era la
hija más joven de Anfión Ianida, que poderosamente reinó en Orcomeno
Minicio y en la arenosa Pilos. Tuvo de él hijos hermosos, como Néstor,
Cromio y el orgulloso Peliclimeno. Después parió a la ilustre Pero, admi-
ración de los hombres, a quien todos querían por esposa; mas Neleo sólo
quiso darla a aquel que trajera de Filace los bueyes de ancha testuz de la
Fuerza de Ificlo. Sólo un adivino irreprochable se lo prometió, mas la
Moira, enemiga de un Dios, y unas rudas ligaduras y los pastores, lo impi-
dieron. Sin embargo, cuando sucumbieron los días y los meses y termina-
do un año las estaciones se sucedieron, entonces la Fuerza de Ificlo libertó
al irreprochable adivino, y el designio de Zeus se cumplió.
Vi luego a Leda, mujer de Tíndaro, que concibió de él dos hijos exce-
lentes: Cástor, domador de caballos, y Pólux, formidable por la fuerza de
sus puños. La tierra madre los guarda, vivos aún, y bajo la tierra son hon-
rados por Zeus. Viven allí y mueren alternativamente, y son por igual
honrados por los Dioses.
Después vi a Ifimedia, esposa de Aoleo, y que decía haber ayuntado
con Poseidón. Tuvo dos hijos, cuya vida fue tan breve, el héroe Oto y el
ilustre Efialtes, y eran los más hermosos que hubo alimentado la tierra
fecunda, excepto el ínclito Orión. A los nueve años median nueve codos
de ancho y nueve brazos de altura. Y amenazaron a los Inmortales con
llevar al Olimpo los combates de la guerra tumultuaria. Intentaron
poner la Osa sobre el Olimpo y al Pelión sobre la Osa, para poder esca-
lar el Urano. Y hubieran podido cumplir sus amenazas si hubiesen lle-
gado a la pubertad; mas el hijo de Zeus, que nació de Leto, la de los her-
mosos cabellos, les dio muerte a los dos antes que el vello floreciera en
sus mejillas y una espesa barba cubriera sus mentones.
Después vi a Fedro y a Promris, y a la hermosa Arindea, hija del pru-
dente Minos, que Teseo condujera algún día desde Creta hasta la tierra
sagrada de los atenienses; mas no la poseyó, pues Artemisa, advertida por
Dionisos, retuvo a Ariadna en Día, isla azotada por las olas.
Vi después a Mera, a Climena y a la funesta Erifila, que traicionó por
oro a su marido.
Y no podré deciros cuántas mujeres, cuántos hijos de héroes vi, ni los
nombraría antes de extinguirse la divina noche. Y he aquí que ya es hora
de acostarse, sea en la ligera nave, al lado de mis compañeros, sea aquí;
y que los Dioses y vosotros tengáis cuidado de mi vuelta.
Habló así y todos quedaron inmóviles y llenos de gozo en la oscura
morada. Entonce Arete, la de los brazos blancos, dijo la primera:
—Faiakienos, ¿qué pensaremos de este héroe, de su gentileza, de su
majestad y de su espíritu sereno? Es mi huésped, en verdad, pero el de hos-
pedarle es un honor que conmigo compartís todos. Y no debéis apresura-
ros a repatriarle sin ofrecerle presentes, ya que él no posee nada. Por la gra-
cia de los Dioses nosotros atesoramos muchas riquezas en nuestros palacios.
Entonces el anciano héroe Ekoneo, el más anciano de los faiakienos,
habló de esta manera:
—¡Oh amigos! La prudente reina nos habla como cumple a su sensa-
tez. Obedecedla. Cumple a Alkinoo hablar y hacer, y a nosotros imitarle.
Y Alkinoo dijo:
—Yo no puedo proceder de otro modo mientras viva y mande en los
faiakienos, diestros en navegar. Pero quede con nosotros nuestro hués-
ped, a pesar de su deseo de partir, y espere a la mañana, a fin de que yo
reúna todos los regalos. Cuido de su regreso con más interés que todos,
ya que gobierno el pueblo.
Y contestó el ingenioso Ulises, diciendo estas palabras:
—Rey Alkinoo, el más ilustre de todos los ciudadanos, si me mandaras
permanecer aquí todo el año mientras preparas mi regreso y reúnes para
mí espléndidos regalos, obedecería de buena voluntad, pues fuera muy
grato para mí volver con las manos llenas a mi querida patria y ser por eso
más honrado y enaltecido de los que me vieran de regreso en Ítaca.
Y Alkinoo le dijo:
—Ulises, no podemos confundirte con un farsante ni con un bribón,
como tantos otros vagabundos que alimenta la negra tierra, y que no dicen
sino mentiras que nadie puede descubrir. Tu prestancia, tu don de palabra,
lo que nos has contado, con tanta gracia y habilidad como un Aeda, de los
trabajos de los aqueos y de tus propios trabajos, nos ha llegado al corazón.
Dime y háblame sin engaño, si has visto a alguno de los excelsos compa-
ñeros que te siguieron a Ilios y fueron muertos por el adverso destino. La
noche aún será larga y no ha llegado la hora de descansar en mi palacio.
Cuéntame, pues, tus admirables hazañas, y yo te escucharé hasta que venga
la divina Eos, si te place conversar de tus dolores.
Y dijo así el ingenioso Ulises:
—Rey Alkinoo, el más ilustre de todos los ciudadanos, hay tiempo des-
tinado a hablar y tiempo destinado a dormir; más si quieres escucharme,
no me apartaré de narrarte mis miserias y las de aquellos de mis compa-
ñeros que, después de escapar vivos de la luctuosa guerra de los troyanos,
han perecido al regreso, víctimas de la astucia de una mala mujer.
Después que la venerable Persefonia hubo dispersado aquí y allá las
almas de las mujeres, surgió el alma dolorida del Atreida Agamenón,
rodeada de la de aquellos que habían sufrido el designio y habían pere-
cido con él en el palacio de Egisto.
Apenas bebió la negra sangre me reconoció, y al punto comenzó a llo-
rar, derramando amargas lágrimas y extendiendo los brazos para estre-
charme; mas la fuerza de otros días le había abandonado, como también
el vigor que animaba sus miembros flexibles.
Y yo también lloraba, henchido de piedad mi corazón, y le dije estas
palabras aladas:
—Atreida Agamenón, príncipe de hombres, ¿cómo la Ker de la muer-
te funesta ha conseguido domarte? ¿Te ha vencido Poseidaón, conjuran-
do contra tus naves olas inmensas y terribles vientos, o te han herido
hombres enemigos en tierra firme, porque les arrebataste sus bueyes y sus
grandes rebaños de ovejas, o porque combatías por apoderarte de su ciu-
dad y sus mujeres?
Así le dije, y en el acto me respondió:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no me ha vencido Poseidaón a
bordo de mis naves, irritando los inmensos soplos de sus terribles vien-
tos, ni hombres enemigos me han herido sobre la tierra firme; pero
Egisto me ha inflingido la Ker y la muerte con la ayuda de mi pérfida
esposa. Convidándome a una comida en su morada, me mató como a
un buey en el establo, y así sufrí una muerte lamentable. Y en torno a mí
mis compañeros fueron degollados como cerdos de blancos dientes que
se sacrifican en los palacios de un hombre rico y poderoso para bodas,
festines sagrados o comidas de fiesta. Cierto que tú te has encontrado en
medio de matanzas de numerosos guerreros, rodeado de muertos, en
terrible mezcolanza; pero te hubieras dolido en tu corazón al ver aque-
llo. Yacíamos en las estancias, entre las cráteras y las mesas repletas, y
toda la sala estaba salpicada de sangre. Y oí la voz afligida de Casandra,
la hija de Príamo, a quien la pérfida Clitemnestra degollaba a mi lado. Y
conforme estaba, tendido y moribundo, alcé mis manos en busca de mi
espada, pero la mujer de ojos de can se alejó y no quiso cerrar mis ojos
ni mi boca en el momento en que yo descendía a la morada de Edes.
Nada hay más cruel ni más impío que una mujer que ha podido medi-
tar tales crímenes. ¡Y así, sin embargo, Clitemnestra preparó la misera-
ble muerte del primer marido que la poseyó, y yo perecí de este modo,
cuando creía volver a mi morada y ser bien acogido por mis hijos, por
mis criados y por mis esclavos! ¡Mas esta mujer, llena de horribles pen-
samientos, cubrirá con su infamia a todas las mujeres futuras, aun a
aquellas que tuvieran la virtud por patrimonio!
Así habló, y yo le respondí:
—¡Oh Dioses! ¡En verdad que Zeus, que truena desde lo alto, no ha
dejado de aborrecer la raza de Atreo, a causa de las acciones de sus muje-
res! Ya, a causa de Helena, murieron muchos de los nuestros, y
Clitemnestra preparaba su traición mientras estabas ausente.
Así dije, y me contestó en el acto:
—No seas, pues, benévolo jamás con tu esposa y no le confíes todos tus
pensamientos, sino que le dirás algunos y le ocultarás otros. Mas a ti,
Ulises, no te vendrá tu perdición por tu esposa, pues Penélope, la hija de
Icario, está dotada de prudencia y de buenas intenciones en su corazón. La
dejamos recién casada cuando partimos para la guerra, y su hijo estaba
prendido a su pecho; y ahora se cuenta entre los hombres, y es feliz por-
que su querido padre le verá cuando regrese, y él abrazará a su padre. En
cuanto a mí, mi esposa no ha permitido que mis ojos se saciaran mirando
a mi hijo, y me ha matado antes. Mas te diré otra cosa, y guarda mi con-
sejo en tu corazón: haz llegar tu nave al querido suelo de tu patria, no
pública, sino ocultamente, pues no se debe fiar en las mujeres. Ahora habla
y dime la verdad. ¿Has oído decir si mi hijo vive aún, sea en Orcomeno,
sea en la arenosa Pilos, sea al lado de Menelao, en la extensa Esparta?
Porque, en efecto, el divino Orestes no ha desaparecido aún de la tierra.
Así habló, y yo le respondí:
—Atreida, ¿por qué me preguntas esas cosas? No sé si es muerto o
vivo. Y no conviene hablar inútilmente.
Y cambiamos tan tristes palabras afligidos y derramando llanto. Y
vino el alma del Peleida Aquiles, y la de Patroclo, y la del irreprochable
Antiloco, y la de Áyax, el más alto y hermoso de todos los aqueos, des-
pués del irreprochable Peleo, y me reconoció el alma del veloz Eakida, y,
gimiendo, me dijo estas palabras aladas:
—¡Divino Laertiada, ingenioso Ulises! ¿Cómo has podido meditar
algo más grande que tus actos anteriores? ¿Cómo has osado llegar hasta
el Edes, donde habitan las vanas sombras de los hombres muertos?
Así dijo, y yo le respondí:
—¡Oh Aquiles, hijo de Peleo, el más valiente de los aqueos! He veni-
do por el oráculo de Tiresias, porque él me enseñe cómo he de regresar
a Ítaca; pues no he llegado a la Acaia ni a la tierra de mi patria, y he pade-
cido mucho. Pero tú, Aquiles, eres más dichoso que todos los hombres
que han sido, ninguno de los venideros será más dichoso que tú. Cuando
vivías, nosotros los aqueos te honrábamos como a un Dios, y ahora riges
a todos los muertos. No te lamentes, pues, Aquiles, ya que así estás, a
pesar de ser muerto.
Así dije, y él me respondió:
—No me hables de la muerte, ilustre Ulises. Preferiría ser labrador y
servir por un salario a un hombre pobre que apenas pudiera mantener-
me, a reinar sobre los que ya no son. Mas háblame de mi ilustre hijo.
¿Combate en primera fila o no? Dime cuanto hayas oído del irreprocha-
ble Peleo. ¿Se halla en posesión de los mismos honores, entre los nume-
rosos mirmidones, o le menosprecian en la Hélade y en Ftia porque la
vejez ha entorpecido sus pies y sus manos? ¡Ay! Ya no soy nadie para
defenderle bajo el esplendor de Helios, como lo era algún día ante la
gran Troya, cuando yo vencía a los más bravos, combatiendo por los
aqueos. Si yo apareciera siendo tal, un solo instante en la morada de mi
padre, en verdad que dominara con mi fuerza y con mis manos invictas
a aquellos que le ultrajaran o le quitaran sus honores.
Así dijo, y yo le repuse:
—Cierto que nada he oído del irreprochable Peleo; pero he de decir
toda la verdad, como deseas, respecto a tu querido hijo Neoptolemo. Por
mí mismo le conduje a bordo de una abierta nave desde la isla de Sciro
donde estaban los aqueos de hermosas grebas. Cuando convocamos al
ágora ante la ciudad de Troya, habló el primero, sin errar nunca, y el ilus-
tre Néstor y yo sólo luchábamos contra él. Cuantas veces combatimos
los aqueos en torno a la ciudad de Troya, otras tantas él dejó de mezclarse
a la multitud de los guerreros y a la turba, y, por el contrario, corría
delante de todos, no cediendo a nadie en valentía. Y mató a muchos gue-
rreros en el terrible combate, y no podría yo nombrarlos ni contarlos,
que a tantos dio muerte defendiendo a los aqueos. Y así mató con el
bronce al héroe Telefida Euripilo, y a su alrededor numerosos keteos fue-
ron muertos a causa de los presentes de algunas mujeres. Y Euripilo era
el más hermoso de los hombres que he visto, después del divino
Memnón. Y cuando subimos nosotros, los príncipes aqueos, al caballo
que había fabricado Epeo, me encomendaron a mí el cuidado de abrir y
cerrar aquella enorme emboscada. Y los demás jefes aqueos vertían lágri-
mas y temblaban sus miembros; pero nunca le vi palidecer, ni temblar,
ni lamentarse. Me rogaba le dejase salir del caballo, y acariciaba su espa-
da y su pesada lanza de bronce, meditando el exterminio de los troyanos.
Y cuando hubimos destruido la excelsa ciudad de Príamo, embarcó con
una lucida parte del botín en su nave, sano y salvo, sin haber sido heri-
do jamás de bronce agudo, ni de cerca ni de lejos, como ocurre con fre-
cuencia en la guerra cuando Ares enzarza furiosamente a los guerreros.
Así habló, el alma del Eakida de los pies ligeros se alejó, marchando
apresuradamente por la pradera de asfodelos y alegre porque yo le había
dicho que su hijo era ilustre por su bravura.
Y las demás almas de aquellos que ya no existen avanzaban triste-
mente, y cada una me contaba sus dolores; pero sólo el alma del
Telamoniada Áyax quedaba a distancia, irritada a causa de la victoria que
yo había obtenido sobre él, junto a las naves, por las armas de Aquiles.
La venerable madre del Eakida las depositó ante nosotros, y nuestros jue-
ces fueron los hijos de los troyanos y Palas Atenea. Pluguiera a los Dioses
que no le hubiese derrotado en esta lucha, que envió bajo tierra a un
cerebro como el de Áyax, el más gallardo y más valiente de los aqueos,
después del irreprochable Peleo, y yo le dirigí estas dulces palabras:
—Áyax, hijo irreprochable de Telamón, ¿no debías, ni aun después de
muerto, deponer tu cólera a causa de las fatales armas que los Dioses nos
concedieron para ruina de los argivos? ¡Por eso has perecido tú, que eras
para ellos como una torre! Y los aqueos no te han llorado menos que al
Peleida Aquiles. Pero la culpa no corresponde a nadie. Zeus solamente,
en su odio al ejército de los danaenos, te libró de la Moira, ven ¡oh rey!,
escucha mi ruego y domina tu cólera y tu magnánimo corazón.
Así le dije, pero no me contestó nada, y se confundió en el Erebo con
las otras almas de los que ya no existen. Sin embargo, me hubo hablado
como yo le hablé, a pesar de su cólera; pero yo apetecía mejor, en mi caro
corazón, ver las demás almas de los muertos.
Y vi a Minos, el ilustre hijo de Zeus, que llevaba un cetro de oro, y
sentado, juzgaba a los muertos. Y éstos se sentaban y se alzaban a su alre-
dedor, para defender sus causas en la extensa morada de Edes.
Después vi al gran Orión cazando en la pradera de asfodelos anima-
les feroces que había matado en otro tiempo sobre las silvestres monta-
ñas, llevando en sus manos la maza de bronce que jamás se rompía.
Después vi a Ticio, el hijo de la augusta Gea, tendido sobre el suelo,
y que medía nueve yugadas de largo. Y dos buitres, uno a cada lado, le
roían el hígado con sus picos, y sus manos no les podían alcanzar; por-
que había ultrajado por la violencia a Leto, la ilustre concubina de Zeus,
cuando se dirigía a Pito, a lo largo del riente Panopeo.
Y vi a Tántalo, que sufría crueles tormentos, en pie, en un lago que le
llegaba hasta el mentón. Y allí permanecía, padeciendo sed y sin poder
beber. Cuantas veces, en efecto, el anciano se inclinaba en su deseo de
beber, el agua decrecía, absorbida, y la tierra negra aparecía alrededor de
sus pies, pues un Daimón la desecaba. Los altos árboles dejaban pender
sus frutos sobre su cabeza —peras, granadas, naranjas, higos dulces y
aceitunas verdes—, y cuantas veces el anciano quería asirlas con sus
manos, el viento las levantaba hasta las nubes sombrías.
Y vi a Sísifo, que sufría grandes tormentos conduciendo una inmensa
roca con las dos manos. Y se esforzaba en conducirla con sus manos y sus
pies hasta la cumbre de una montaña. Y cuando se hallaba a punto de esca-
lar la cumbre, en aquel instante le flaqueaba la fuerza, y la inmensa roca
rodaba hasta abajo. Pero él recomenzaba de nuevo, y el sudor brotaba de
sus miembros y el polvo se alzaba por encima de su cabeza.
Y vi a la Fuerza de Hércules, o su imagen mejor, pues él se hallaba
entre los Dioses inmortales, gozando de sus banquetes y en posesión de
Hebe, la de los lindos talones, hija del magnánimo Zeus y de Hera, la de
las áureas sandalias. Y en torno a la Fuerza Heracliana el rumor de los
muertos era como el de los pájaros, y huían hacia todos los lados. Y
Hércules se acercaba, semejante a la sombría noche, el arco en la mano,
la flecha sobre la cuerda, con la mirada torva, como el hombre que va a
lanzar un dardo. Un espantoso tahalí de oro rodeaba su pecho; en él esta-
ban esculpidas admirables figuras de osos, de jabalíes salvajes y de leones
terribles, batallas, luchas y combates aniquiladores de hombres, pues un
habilísimo obrero había construido su tahalí. Y viéndome, me reconoció
en seguida y me dijo, sollozando, estas palabras aladas:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, sin duda eres desdichado y un
mal designio te conduce, como a mí, cuando vivía bajo la claridad de
Helios. Era el hijo del Cronida Zeus, mas sufría innumerables desdichas,
oprimido por un hombre inferior a mí y que me ordenaba penosos tra-
bajos. Un día me envió aquí para que sacase al perro Cerbero, pensando
que éste sería el más cruel de los trabajos; pero saqué a Cerbero y le con-
duje fuera de las moradas de Edes porque hubieron de ayudarme
Hermes y Atenea, la de los ojos claros.
Así dijo, y volvió a internarse en la morada de Edes. Y allí quedé yo
inmóvil, con el fin de ver a algunos de los hombres heroicos que murie-
ron en los tiempos lejanos, y quizá hubiera visto a los antiguos héroes
que deseaba ver —a Teseo, a Peritoo, ilustres hijos de los Dioses—; pero
la innúmera multitud de muertos se agitó, con tan enorme tumulto, que
el pálido terror me sobrecogió, y temí que la ilustre Persefonia me man-
dara, desde el Edes, la cabeza del horrible monstruo Gorgona. Y en el
acto me volví hacia mi nave, y ordené a mis compañeros que embarca-
ran y desataran el cable. Y al punto ocuparon sus bancos, y la corriente
empujó a aquélla sobre el río Océano con la ayuda de la fuerza de los
remos y del viento favorable.
CANTO XII

La nave, dejado atrás el río Océano, corrió sobre las olas del mar, allí
donde se alza Helios, donde Eos, hija de la mañana, tiene sus mansiones
y sus coros, hacia la isla Eea. Cuando llegamos allí, sacamos la nave a la
arena; y en la orilla del mar nos acostamos, esperando a la divina Eos.
Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, mandé a mis compañeros hacia la casa de Circe, a fin de que
trajesen el cadáver de Elpénor, que ya no existía. Después de haber cor-
tado árboles a lo largo de la orilla, hicimos sus funerales, tristes y derra-
mando copiosas lágrimas. Y cuando fueron quemados el cadáver y las
armas del difunto, después de construir el túmulo, rematado por una
columna, clavamos el remo en lo alto. Hicimos todo esto; pero, de vuel-
ta del Edes, no retornamos a casa de Circe. Ella vino por sí misma, pre-
surosamente, y con ella vinieron sirvientas, que traían pan, carnes abun-
dantes y vino rojo. Y la noble Diosa, en medio de nosotros, dijo así:
—Desdichados los que, vivos, habéis descendido a la morada de Edes,
pues moriréis dos veces, mientras los demás hombres sólo mueren una.
¡Vamos! Comed y bebed durante todo el día, hasta la caída de Helios; y al
nacer el alba volved a navegar, y yo os indicaré el camino y os advertiré de
toda cosa, para evitar que sufráis aún males crueles en el mar y en la tierra.
Así dijo, y persuadió a nuestra alma generosa. Y durante todo el día,
hasta la caída de Helios, permanecimos allí comiendo abundantes carnes
y bebiendo vino dulce. Y cuando Helios cayó, sobrevino la noche y mis
compañeros se acostaron junto a las amarras de la nave. Pero Circe,
tomándome de la mano, me condujo lejos de mis compañeros, y acos-
tándose conmigo, me interrogó sobre cuanto me había ocurrido. Y yo se
lo referí todo, y entonces la venerable Circe me dijo:
—Así has cumplido todos tus trabajos. Ahora escucha lo que voy a
decirte. Un Dios, más tarde, hará por sí mismo que lo recuerdes.
Encontrarás primero a las Sirenas, que encantan a todos los hombres que
se les aproximan; pero está perdido aquel, que, imprudentemente, escuche
su canto, y jamás su mujer ni sus hijos volverán a verle en su morada ni a
regocijarse con su vuelta. Las Sirenas le hechizan con su canto armonioso,
reclinadas en una pradera al lado de un enorme montón de osamentas de
hombres y de pieles en putrefacción. Navega rápidamente al otro lado y
tapa la orejas de tus compañeros con cera blanda, para evitar que alguno
las oiga. En cuanto a ti, escúchalas, si te place; pero que tus compañeros te
aten, con ayuda de cuerdas, en la ligera nave, a lo largo del mástil, por los
pies y por las manos antes de que escuches con una gran delicia la voz de
las Sirenas. Y si suplicas, si ordenas a tus compañeros que te desaten, que
todavía redoblen las ligaduras. Después de que hayáis navegado lejos de
allí, no puedo indicarte cuál, de dos caminos que hallarás, te conviene
seguir; tú lo decidirás en tu corazón. Te los describiré, sin embargo. Allá se
alzan dos altas rocas, y contra ellas resuenan las grandes olas de Anfitrita,
la de los ojos azules. Los Dioses venturosos las llaman las Errantes. Y jamás
los pájaros vuelan más allá, ni aun las tímidas palomas que llevan la ambro-
sía al Padre Zeus. A menudo, una de ellas cae sobre la roca, pero el Padre
crea otra, con el fin de que el número quede completo. Ninguna de las
naves que se aproximó a estas rocas pudo escapar; y las olas del mar y la
tempestad llena de resplandores se llevan los bancos de los remeros y los
cuerpos de los hombres. Y una sola nave, surcando el mar, ha llegado más
allá: Argos, grata a todos los Dioses, y que volvía de la tierra de Eetes. Y
también hubiera sido arrojada contra las enormes rocas; pero Hera la hizo
pasar de uno a otro lado, porque Jasón le era grato. Estos son los dos esco-
llos. Uno escala el alto Urano con su agudo pico y una nube azul le envuel-
ve de continuo, y jamás la claridad baña su cumbre ni en estío ni en otoño,
y nunca hombre alguno pudo subir a él ni bajar de él, aun cuando tuvie-
ra veinte pies y veinte brazos; tan alta y tan pulida es esta roca. En medio
del escollo hay una negra caverna cuya entrada mira al Erebo; y a esta
caverna, ilustre Ulises, debes acercar tu abierta nave. Un hombre con toda
la fuerza de la juventud no podría desde su nave lanzar una flecha hasta el
fondo de esta profunda caverna. Es la que habita Escila, que lanza rugidos,
y cuya voz es tan fuerte como la de un joven león. Es un monstruo extra-
ordinario, y nadie se alegra de haberla visto, ni siquiera un Dios. Tiene
doce pies deformes y seis cuellos largos salen de su tronco, y a cada cuello
va unida una cabeza horrible, y en cada boca, llena de la negra muerte, hay
un triple fila de dientes numerosos y apretados. Está sumergida en la abier-
ta caverna hasta los riñones; pero saca hacia afuera su cabeza, y mirando
alrededor del escollo, caza delfines, perros marinos y cuantos horribles
monstruos quiere coger de los que cría la gimiente Anfitrita. Jamás pudie-
ron los marineros gloriarse de haber pasado junto a ella sanos e indemnes
a bordo de sus naves, pues cada cabeza arrebata a un hombre y le saca fuera
del bajel de azulada proa. El otro cercano escollo que has de ver, Ulises, es
menos alto, y llegarías a su cumbre con un dardo. Crece en él una enorme
higuera silvestre cargada de hojas, y bajo esta higuera la divina Caribdis
ingurgita agua negra. Tres veces cada día la devuelve y otras tres torna a
sorberla horriblemente. Y si llegas cuando la sorbe, ni Aquel que sacude la
tierra podría salvarte aunque quisiera. Empuja rápidamente tu nave lejos
de Escila, pues mejor es perder seis de tus compañeros que perderlos todos.
Así dijo, y yo le contesté:
—Habla Diosa, y dime la verdad. Si puedo escapar a la funesta
Caribdis, ¿no podrá atacar a Escila cuando coja a mis compañeros?
Así le dije, y me respondió la noble Diosa:
—¡Desdichado! ¿Sueñas aún con empresas de guerra? ¿No quieres
ceder ni ante los Dioses inmortales? Escila no es mortal, sino un mons-
truo cruel, terrible y salvaje, que no puede ser combatido. Ningún valor
podría triunfar de él. Si no te apresuras, aun armado, a huir lejos de la
roca, temo que, lanzándose de nuevo, te arrebate tantos hombres como
cabezas tiene. Boga, pues, rápidamente e invoca a Crateis, madre de
Escila, que la parió para perdición de los hombres, con el fin de que la
apacigüe y no se te precipite nuevamente. Llegarás en seguida a la isla
Trinakia. Allí pacen los bueyes y los grandes rebaños de Helios. Hay seis
rebaños de bueyes y otros tantos de ovejas, con cincuenta cabezas cada
uno. Y no procrean ni mueren nunca, y sus pastoras son las divinas
Ninfas, Faetusa y Lampetia, que la divina Nerea concibió de Helios
Hiperonida. Y su venerable madre, después de parirlas y criarlas, las dejó
en la isla Trinakia, a fin de que viviesen lejos, guardando las ovejas pater-
nales y los bueyes de retorcidos cuernos. Si pensando en tu retorno no
tocas a estos rebaños, entraréis todos en Ítaca, después de haber sufrido
mucho; mas si los dañases, te predigo la pérdida de tu nave y la de tus
compañeros. Tú lograrás escapar solo, pero llegarás tarde y desdichada-
mente a tu morada, después de haber perdido a todos los tuyos.
Habló así; en el acto, Eos ocupó su trono de oro y la noble Diosa
Circe se internó en la isla. Y volviendo hacia mi nave, invité a mis com-
pañeros a embarcarse y soltar las amarras. Circe, la de los hermosos cabe-
llos, terrible y venerable Diosa, envió tras de la nave de azulada proa un
viento favorable que hinchó las velas, y en su sitio colocadas todas las
cosas, nos sentamos, y el viento y el piloto condujéronnos. Entonces,
triste en mi corazón, dije a mis compañeros:
—¡Oh amigos! No conviene que sea uno solamente, ni siquiera sólo
dos, los que sepan lo que me ha anunciado la noble Diosa Circe, sino
que es preciso que lo sepamos todos, y yo os lo diré. Quizá muramos, o
esquivando el peligro escapemos a la muerte y a la Ker. Ante todo, nos
ordena huir del canto y la pradera de las divinas Sirenas, y sólo a mí me
concede que las oiga; mas habéis de atarme fuertemente con cuerdas, en
pie y a lo largo del mástil a fin de que permanezca inmóvil, y si os supli-
cara y os mandara que me desataseis, entonces, por el contrario, habréis
de redoblar las ligaduras.
Mientras esto decía a mis amigos, la bien construida nave se acercaba
rápidamente a la isla de las Sirenas, pues nos empujaba el favorable vien-
to; pero éste se calmó de pronto, reinó el silencio y un Daimón ador-
meció las olas. En aquel momento, mis compañeros, levantándose, ple-
garon las velas y las depositaron en la abierta nave, y una vez sentados
emblanquecieron el agua con sus pulidos remos. Y corté, con la ayuda
de mi afilado bronce, un gran pedazo redondo de cera, que amasé en tro-
zos con mis vigorosas manos; y la cera se ablandó, pues el calor del Rey
Helios era abrasante y yo usaba de gran fuerza. Y tapé las orejas de todos
mis compañeros. Y en la misma nave me ataron con cuerdas, de pies y
manos, a lo lago del mástil. Y después, ya sentados, hirieron con sus
remos el mar espumoso.
Nos acercamos a una distancia desde la que se hubiera oído nuestra
voz, y la nave rápida, ya tan próxima, fue al punto advertida por las
Sirenas, que entonaron su armonioso canto:
—Ven, ¡oh ilustre Ulises!, alta gloria de los aqueos. Detén tu nave, a fin
de que escuches mi voz. Ningún hombre ha pasado de nuestra isla a bordo
de su negra nave sin escuchar nuestra dulce voz, sino que se han alejado lle-
nos de alegría y sabiendo muchas cosas. Sabemos, en efecto, todo cuanto
han sufrido aqueos y troyanos ante la vasta Troya por la voluntad de los
Dioses, y sabemos asimismo todo aquello que ocurre en la tierra nutridora.
Así cantaban, haciendo resonar su hermosa voz, y mi corazón quería
oírlas; y moviendo las cejas, hice señas a mis compañeros para que me
desataran, pero agitaron más vivamente los remos, y en el acto Perimedes
y Euriloco se levantaron y redoblaron mis ligaduras.
Cuando las hubimos dejado atrás y no oíamos su voz y su canto, mis
queridos compañeros se quitaron la cera de las orejas y me desataron;
mas apenas habíamos dejado atrás la isla, cuando vi humareda y grandes
olas y escuché un ruido enorme. Y mis compañeros, tomados de pavor,
dejaron caer los remos de sus manos. Y la corriente empujó la nave, pues
ellos no movían los remos. Y yo, corriendo aquí y allá, exhortaba a cada
uno con estas dulces palabras:
—¡Oh amigos! ¡En verdad que desconocemos las desgracias! ¿No
sufrimos un mal peor cuando el Cíclope, con su terrible fuerza, nos tenía
encerrados en su profunda gruta? Y entonces, por mi valor, por mi astu-
cia y por mi prudencia, conseguimos escapar. Supongo que no lo habréis
olvidado. Haced, pues, ahora todo lo que yo os diga; obedecedme todos.
Sentaos en los bancos, herid con vuestros remos las olas profundas del
mar; tú, piloto, conserva en la memoria aquello que te ordené, pues que
tienes el gobernalle de la abierta nave. Dirígela lejos de esa humareda y
de esa corriente y procura ganar ese otro escollo. No dejes de bogar hacia
allá con energía, así evitarás nuestras perdición.
Así le dije, y obedecieron al punto mis palabras; pero no les hablé
nada de Escila, tristeza irremediable, por temor que, asustados, cesasen
de manejar los remos para ocultarse todos a la vez en el fondo de la nave.
Y entonces olvidé las duras órdenes de Circe, que me había aconsejado
no me armara, pues, revistiéndome de mis brillantes armas y habiendo
tomado dos largas picas, me coloqué a la proa de la nave, desde donde
creía ver primero la rocosa Escila, que había de llevar la muerte a mis
compañeros. Pero no pude verla, y mis ojos se fatigaban de mirar a todos
los lados de la roca negra.
Y pasamos este estrecho sollozando. A un lado estaba Escila y al otro la
divina Caribdis, sorbiéndose la horrible agua salobre del mar; y cuando la
devolvía, borboteaba como en una vasija puesta al fuego, la lanzaba al aire
y el agua llovía sobre los dos escollos. Y cuando de nuevo sorbía, la salobre
agua del mar parecía removerse hasta lo más íntimo, rugía horrorosamen-
te alrededor de la roca y aparecía la arena del fondo, y el pálido terror
sobrecogía a mis compañeros. Y mirábamos a Caribdis, pues de ella espe-
rábamos nuestra perdición; pero, mientras tanto, Escila arrebató de la
abierta nave seis de mis valerosos compañeros. Cuando miré a la nave, vi
sus pies y sus manos en el aire, y me llamaban en su desesperación.
Igual que un pescador, desde lo alto de una roca, con una larga caña echa
al mar el cebo encerrado en el cuerno de un buey montaraz, para que
piquen los pececillos, y arroja a cada uno de los que coge palpitante en el
roquedo, del mismo modo Escila arrojaba a mis compañeros, palpitantes
también, y los devoraba en el umbral, mientras ellos prorrumpían en gritos
y tendían sus manos hacia mí. Y era esta la más lamentable de las cosas que
yo he contemplado en mis correrías por el mar. Después de haber huido de
la horrible Caribdis y Escila, llegamos a la isla del Dios, donde estaban los
irreprochables bueyes de anchas testuces y los nutridos rebaños del
Hiperionida Helios. Y desde el mar, a bordo de mi nave, oí los mugidos de
los bueyes en los establos y los balidos de las ovejas; y las palabras del adivi-
no ciego, del tebano Tiresias, me vinieron a la memoria, y Circe también,
que me había recomendado huir de la isla de Helios, que encanta a los
hombres. Entonces, triste en mi corazón, hablé así a mis compañeros:
—Escuchad mis palabras, compañeros, aunque estéis agobiados por
las desdichas, para que os diga los oráculos de Tiresias y de Circe, que
me ha aconsejado huir precipitadamente de la isla de Helios, que lleva la
luz a los hombres. Me dijo que una gran desdicha me amenazaba aquí.
Así, empuja de la nave negra al otro lado de esta isla.
Así les dije, y se dolió su corazón. Y, en el acto, Euriloco me contestó
estas funestas palabras:
—¡Eres duro con nosotros, Ulises! Tu vigor es enorme, tus miembros
no se fatigan jamás y todo tu pareces de hierro. ¡No quieres que tus com-
pañeros, rendidos de sueño y de fatiga, echen pie a tierra en esta isla rode-
ada de olas, donde prepararíamos comida abundante, sino que ordenas
que vaguemos a la ventura durante la rápida noche lejos de esta isla sobre
el mar sombrío! Los vientos de la noche son peligrosos y hacen zozobrar
las naves. ¿Quién de nosotros evitará la Ker fatal si, súbitamente, sobrevie-
ne una tempestad del Noto o del violento Céfiro, que siempre pierden las
naves a despecho de los mismos Dioses? Obedezcamos, pues, ahora a la
negra noche y preparemos nuestra comida junto a la rápida nave.
Reembarcaremos mañana de madrugada y hendiremos el vasto mar.
Así habló Euriloco, y mis compañeros aprobaron. Y yo noté clara-
mente que un Daimón meditaba su daño. Y le dije estas palabras aladas:
—Euriloco, gran fuerza me hacéis, porque estoy solo; pero júrame,
con solemne juramento, que, si hallamos algún rebaño de bueyes o de
numerosas ovejas, ninguno de vosotros, para evitar la comisión de un
crimen, matará ni un buey ni una oveja. Comed tranquilamente de los
víveres que nos dio la inmortal Circe.
Así les hablé, y en el acto me juraron, como les ordenara. Y tan pron-
to como hubieron pronunciado las palabras del juramento, detuvimos la
bien construida nave en un puerto profundo, junto a una fuente de agua
dulce, y mis compañeros saltaron de la nave y prepararon al punto su
comida. Luego, después de estar saciados de beber y comer, lloraron a los
queridos compañeros que había arrebatado de la nave abierta y devora-
do Escila. Y mientras lloraban los cogió el dulce sueño. Pero al último
tercio de la noche, a la hora en que los astros declinan, Zeus, que amon-
tona las nubes, suscitó un viento impetuoso, con grandes torbellinos, y
envolvió la tierra y el mar en niebla, y la oscuridad descendió del Urano.
Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, arrastremos la nave al abrigo de una honda caverna. Allí esta-
ban las hermosas moradas de las Ninfas y sus asientos. Y entonces, reu-
nida el ágora, dije de este modo:
—¡Oh amigos! Puesto que hay en la rápida nave que comer y beber,
abstengámonos de tocar esos bueyes, a fin de que no nos sobrevenga una
desgracia. Estos son los bueyes terribles y los ilustres rebaños de un Dios,
de Helios, que todo lo ve y escucha.
Así les dije, y su ánimo generoso se persuadió. Y todo un mes el Noto
sopló constantemente y ningún otro viento soplaba que no fuera el Noto
y el Euro. Y durante el tiempo en que mis compañeros tuvieron pan y vino
rojo, se abstuvieron de tocar los bueyes que deseaban vivamente; pero
cuando todos los víveres se agotaron y la necesidad nos apretó, hicimos,
con la ayuda de corvos anzuelos, presa de peces, y comimos los pájaros que
caían en nuestras manos, pues el hambre atormentaba nuestro vientre.
Entonces yo me interné en la isla, con el fin de rogar a los Dioses y de
ver si alguno de ellos me mostraba el camino del retorno. Y anduve por
la isla, y, alejado de mis compañeros, lavé mis manos al abrigo del vien-
to y rogué a todos los Dioses que habitan el ancho Olimpo. Y extendie-
ron el dulce sueño sobre mis párpados. Y en tanto, Euriloco inspiró a
mis compañeros un designio fatal:
—Escuchad mis palabras, compañeros, aunque sufráis muchos infor-
tunios. Todas las muertes son odiosas a los míseros humanos, pero morir
de hambre es cuanto puede haber de más lamentable. ¡Vamos! Cojamos
los mayores bueyes de Helios y sacrifiquémoslos a los Dioses inmortales
que habitan el ancho Urano. Si volvemos a entrar en Ítaca, la patria tie-
rra, elevaremos en seguida a Helios un hermoso templo, donde coloca-
remos todo género de cosas valiosas; mas si, indignado a causa de sus
bueyes de enhiestos cuernos, quiere perder la nave y los demás Dioses lo
consienten, deseo mejor perecer de una vez ahogado por las olas que
sufrir mucho tiempo en esta isla desierta.
Así habló Euriloco, y todos le aplaudieron. Y en seguida condujeron
los mejores bueyes de Helios, pues los ejemplares negros de ancha testuz
pacían no lejos de la nave de azulada proa, y rodeándolos, rogaron a los
Inmortales; y tomaron hojas de una encina joven, pues no tenían ceba-
da blanca a bordo de la nave. Y cuando hubieron orado, degollaron los
bueyes y los desollaron; después asaron los muslos, recubiertos de grasa
por uno y otro lado, y colocaron por encima las entrañas crudas. Y como
no tenían vino para hacer las libaciones sobre el fuego sagrado, las hicie-
ron con agua, mientras se asaban las entrañas. Cuando los muslos se con-
sumieron probaron las entrañas, y después, cortando lo restante en peda-
zos, lo atravesaron en los asadores.
Entonces el dulce sueño abandonó mis párpados y me apresuré a
regresar hacia el mar y hacia la nave rápida. Mas cuando me hallé cerca
del lugar donde aquélla estaba, el dulce olor llegó hasta mí. Y sollozan-
do, grité, dirigiéndome a los Dioses inmortales:
—Padre Zeus, y vosotros, Dioses venturosos e inmortales, ciertamen-
te que, para mi desdicha, me enviasteis este sueño fatal, pues mis com-
pañeros, solos aquí, han cometido un gran crimen.
En el acto, Lampetia, la del largo pelo, fue a anunciar a Helios Hiperionida
que mis compañeros habían matado sus bueyes, y el Hiperionida, indignado
en su corazón, dijo inmediatamente a los otros Dioses:
—Padre Zeus, y vosotros, Dioses venturosos e inmortales, vengadme
de los compañeros del Laertiada Ulises. Han matado audazmente los
bueyes cuya presencia me regocijaba cuando subía a través del Urano
estrellado y cuando bajaba del Urano a la tierra. Si no me concedéis una
justa compensación por mis bueyes, descenderá a la morada de Edes y
alumbraré a los muertos.
Y Zeus, que amontona las nubes, le dijo respondiéndole:
—Helios, alumbra siempre a los Inmortales y a los hombres mortales
sobre la tierra fecunda. Yo quemaré luego con el blanco rayo su nave des-
trozada en medio del sombrío mar.
Y yo supe esto por Calipso, la de la hermosa cabellera, que lo supo por
el mensajero Hermes.
Cuando hube llegado a la nave y al mar, dirigí reproches violentos a
cada uno de mis compañeros; pero no pudimos hallar ningún remedio
al mal, pues los bueyes ya habían muerto. Y en seguida se manifestaron
los prodigios de los Dioses: las pieles reptaban como serpientes, y las car-
nes, tanto asadas como crudas, mugían en torno al asador, y se oía la voz
de los propios bueyes. Y durante seis días, mis caros compañeros comie-
ron de los mejores bueyes de Helios, a los que dieron muerte. Y cuando
Zeus amaneció al séptimo día, el viento dejó de soplar impetuoso.
Entonces, embarcando en la nave, la empujamos un gran trecho, y ende-
rezado el mástil, desplegamos las blancas velas. Y abandonamos la isla, y
sin tierra alguna a la vista, sólo se veía el Urano y el mar.
Entonces el Cronida suspendió una espesa nube sobre la abierta nave,
que no marchaba muy veloz, y bajo ella el mar se tornó completamente
negro. Y en seguida el estridente Céfiro sopló con gran estruendo, y la
tempestad rompió dos cables del mástil, que cayó en el fondo de la nave
con todos los aparejos. Y se desplomó sobre la popa, rompiendo el crá-
neo al piloto, que cayó de su banco como si fuera un buzo. Y su alma
generosa abandonó su esqueleto. Mientras tanto, Zeus tronó y lanzó el
rayo contra la nave, la cual, herida por el rayo de Zeus, produjo un remo-
lino y se llenó de azufre, y mis compañeros se fueron a pique. Semejantes
a dos cornejas marinas, eran transportados por las olas, y un Dios les
impidió el retorno. Yo seguí a bordo de la nave hasta que la violencia de
la tempestad hubo arrancado sus flancos. Y las olas la llevaban inerte, acá
y allá. El mástil se había roto por la base; pero una correa de piel de buey
quedaba atada a él. Con ella le sujeté a la carena, y sentándome encima,
fui arrastrado por la fuerza de los vientos.
Entonces, sí es verdad que el Céfiro calmó sus torbellinos; pero el Noto
siguió acarreándome otras desdichas, pues de nuevo fui arrastrado hacia la
funesta Caribdis. Fui arrastrado toda la noche y al nacer Helios llegué al lado
de Escila y de la horrible Caribdis, que estaba sorbiendo la salobre agua del
mar. Y me agarré a las ramas de la alta higuera y estuve suspendido en el aire
como un murciélago, sin poder apoyar los pies ni encaramarse, pues las raí-
ces estaban lejos, como las ramas enormes que daba sombra a Caribdis; pero
me mantuve fuertemente sujeto hasta que aquélla hubo vomitado el mástil
y la carena. Y tardaron mucho tiempo para mi deseo.
A la hora en que el juez, para tomar su alimento, sale del ágora, donde
juzga los numerosos litigios de los hombres, el mástil y la carena salieron
con ímpetu de Caribdis, y yo me dejé caer con estruendo sobre las lar-
gas piezas de madera, y sentándome encima, navegué, usando las manos
como remos. Y el Padre de los Dioses y de humanos no permitió que
Escila me advirtiese, pues entonces no hubiera podido escapar a la muer-
te. Y fui arrastrado durante nueve días, y a la décima noche los Dioses
me llevaron a la isla Ogigia, donde vivía Calipso, elocuente y venerable
Diosa de hermosos cabellos, que me recogió y me amó. Mas, ¿para qué
referir esto? Ya lo he referido en tu casa a ti y a tu casta esposa, y me es
ingrato contar de nuevo las mismas cosas.
CANTO XIII

Habló así, y en el oscuro palacio todos quedaron silenciosos y encan-


tados. Y le contestó Alkinoo:
—¡Ah Ulises! Puesto que has llegado hasta mi alta morada de bronce,
no creo que errarás de nuevo ni sufrirás otros males antes de tu retorno,
pues demasiado padeciste ya. Y digo a cada uno de los que en mis pala-
cios bebéis el honorable vino rojo y escucháis al Aeda: ya están encerra-
dos en un hermoso cofre los vestidos y el oro labrado y todos los pre-
sentes que los jefes de los faiakienos han ofrecido a nuestro huésped; mas
ahora, que cada uno de nosotros le regale aún un gran trípode y una
fuente. Reunidos, solicitaremos la cooperación de todo el pueblo, pues
sería difícil a cada uno de nosotros regalarle tanto.
Alkinoo dijo así, y sus palabras a todos placieron, y cada uno se reti-
ró a dormir a su morada.
Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, dirigiéronse presurosamente hacia la nave, llevando el sólido
bronce. Y la Fuerza sagrada de Alkinoo colocó los regalos en la nave,
ordenándolos por sí mismo bajo los bandos de los remeros, a fin de que
a éstos, al encorvarse sobre los remos, no les estorbase nada. Después
regresaron al palacio de Alkinoo y prepararon el banquete.
Ante ellos, la Fuerza sagrada de Alkinoo degolló un buey en honor de
Zeus Cronida, que amontona las nubes y que reina en todos. Y asaron
los muslos, y celebraron, encantados el ilustre banquete; y ante ellos
cantó el divino Aeda Demodoco, honrado por los pueblos. Mas Ulises
volvía con frecuencia la cabeza hacia Helios, que esclarece todas las cosas,
afanoso de volver a su nave y anhelando su partida. Igual que el labrador
desea su alimento, después de que durante todo el día sus negros bueyes
han hundido el arado en la besana, y ve al fin amortiguarse la luz de
Helios, y que él se dirige hacia la cena, rendidas las rodillas de cansancio,
así Ulises vio con alegría decrecer la luz de Helios, y en seguida dijo a los
faiakienos, hábiles remeros, y especialmente a Alkinoo:
—¡Rey Alkinoo, el más ilustre de todo el pueblo! Despedidme sano y
salvo, después de hacer las libaciones. ¡Yo os saludo a todos! Ya se cum-
ple lo que anhelaba mi querido corazón; decidido está mi regreso, y en
mi poder vuestros caros presentes, con los que los Dioses del Urano me
han otorgado una riqueza. ¡Plegue a ellos que encuentre en mi palacio a
mi irreprochable esposa y a mi hijo sanos e indemnes! ¡Y a vosotros, que
quedáis al lado de vuestras esposas e hijos queridos, que los Dioses os
concedan virtud y os preserven de toda calamidad colectiva!
Habló así, y todos les aplaudieron, decidiendo que partiera su hués-
ped, que hablaba tanto y tan razonablemente. Y entonces dijo a un
heraldo la Fuerza sagrada de Alkinoo:
—Pontonoo, mezcla vino en la crátera y distribúyelo entre todos
cuantos se hallan en la estancia, para que, una vez suplicado el Padre
Zeus, enviemos nuestro huésped a su patria.
Así dijo, y Pontonoo mezcló vino y miel y lo distribuyó a todos. E hicie-
ron las libaciones a los Dioses venturosos que habitan el ancho Urano, sin
abandonar sus asientos. Y el divino Ulises se levantó, y poniendo en las
manos de Arete una redonda copa, dijo estas palabras aladas:
—Salve, ¡oh reina!, y sé dichosa hasta que le lleguen la vejez y la muer-
te, que son inevitables a los hombres. Yo me voy. Tu huélgate aquí, en tu
palacio, con tus hijos, con tus conciudadanos y con el rey Alkinoo.
Dicho esto, el divino Ulises salió, y la Fuerza sagrada de Alkinoo
mandó que un heraldo le precediera hasta la nave rápida, a la orilla del
mar. Y Arete envió también a sus doncellas, y una llevaba una clámide
blanca y una túnica, y otra un pintado cofre, y otra pan y vino rojo.
Cuando llegaron al mar, los marineros, en seguida, subieron a la
abierta nave y colocaron el vino y las vituallas. Después extendieron en
la popa un lecho y una tela de lino, a fin de que Ulises se acostara mue-
llemente. Y entró en la nave y se acostó en silencio. Y cuando estuvieron
en orden en sus bancos, desataron el cable de la piedra agujereada, y
luego, encorvándose, hirieron el mar con sus remos. Y un dulce sueño se
extendió por los párpados de Ulises, invencible, agradabilísimo y seme-
jante a la muerte.
Del mismo modo que en un llano una cuadriga de potros, azuzados por
los mordiscos de la tralla, devora el camino velozmente, así marchaba la
nave, y el agua negra y profunda del mar rumoroso quedaba hendida tras
de ella. Y la nave corría, tan segura y veloz, que el gavilán, el más ligero de
los pájaros, no hubiera podido seguirla. Así, corriendo velozmente, surca-
ba las aguas del mar, llevando en sí a un varón cuyos pensamientos igua-
laban a los de los Dioses, y que en su alma había padecido infortunios
innúmeros, combatiendo con los hombres y sobre los mares peligrosos. Y
ahora dormía tranquilo, olvidado de cuanto padeciera.
Y cuando se levantó la estrella más brillante, aquella que anuncia la
luz de Eos, hija de la mañana, la nave que hendía el mar llegó a la isla.
El puerto de Forkis, anciano del mar, está situado en la costa de Ítaca.
Dos abruptos promontorios le cercan y defienden de los fuertes vientos
y las enormes olas, y cuando hasta allí llegan las naves provistas de ban-
cos de remeros, allí permanecen sin amarras. Al extremo del puerto crece
un olivo de ramas espesas ante el antro oscuro, húmedo y sagrado de las
Ninfas que se llaman Náyades. En ese antro existen ánforas y cráteres,
donde las abejas fabrican su miel, y grandes telares, donde las Ninfas
tejen purpúreas telas admirables. Allí hay también manantiales inagota-
bles. Y dos entradas, una para los hombres, mirando al Bóreas, y otra
para los Dioses, orientada hacia el Noto. Y siendo para los Dioses, jamás
los hombres entran por ella.
Cuando los faiakienos reconocieron el lugar, desembarcaron. La
mitad de la nave varó en la playa; ¡tan vigorosamente la empujaban los
brazos de los remeros! Saliendo apenas de la nave, éstos transportaron
primeramente a Ulises lejos de ella, y con él el lecho espléndido y la tela
de lino, y le dejaron dormido sobre la arena. Transportaron también las
cosas que le habían regalado al partir los ilustres faiakienos, inspirados
por la magnánima Atenea. Y las pusieron al lado de las raíces del olivo,
retiradas del camino, temerosos de que algún pasajero las hurtara antes
de que despertase Ulises. Luego regresaron a sus casas.
Pero Aquel que sacude la tierra no había echado en olvido las amena-
zas que hiciera el divino Ulises, y quiso explorar el pensamiento de Zeus:
—Padre Zeus, ya no seré jamás honrado por los Dioses inmortales,
pues los faiakienos no me honran, a pesar de ser ellos de mi estirpe. Yo
quería que aún padeciera Ulises numerosos infortunios antes de llegar a
su palacio, si bien no me oponía completamente a su retorno, puesto
que tú se lo habías jurado y prometido. Pero he aquí que los faiakienos
le han conducido por el mar, durmiendo en su rápida nave, y le han
dejado en Ítaca. Y le han colmado de valiosos presentes, de oro, de bron-
ce, de vestiduras tejidas en tal copia, que Ulises no hubiera nunca saca-
do tantos de Troya si hubiese venido sano y salvo y con su parte de botín.
Y le contestó, diciendo así, Zeus, que amontona las nubes:
—¿Qué dices tú, Dios que sacudes la tierra? No te desprecian los
Inmortales, pues sería difícil despreciar al más anciano y más ilustre de
los Dioses; pero si algún mortal inferior a ti en fuerza y en potencia no
te respetara, no se retarde tu venganza. Haz tú como quieras y te plazca.
Y respondió Poseidaón, que sacude la tierra:
—Haré en el acto cuanto me dices tú, que amontonas las nubes, pues
acato tu voluntad y el respeto. Ahora quiero perder la hermosa nave de
los faiakienos que regresan de su viaje sobre el mar sombrío, para que en
lo sucesivo se abstengan de repatriar forasteros, y colocaré una gran mon-
taña delante de su ciudad.
Y Zeus, que amontona las nubes, le contestó:
—¡Oh, Poseidaón! Me parece que lo mejor será esto: cuando salga la mul-
titud de la ciudad para esperar la nave, conviértela en un roquedo, a fin de
que todos los hombres la admiren, y coloca una gran montaña ante la ciudad.
Y Poseidaón que sacude la tierra, cuando esto oyó, se dirigió hacia
Eskeria, donde habitaban los faiakienos. Y cuando la nave, vigorosa-
mente empujada, iba llegando, Aquel que sacude la tierra, tocándola con
su mano, la transformó en roca de hondas raíces, y se alejó. Y los faia-
kienos, ilustres navegantes, se dijeron unos a otros:
—¡Oh Dioses! ¿Quién ha petrificado nuestra rápida nave en el mar
cuando regresaba hacia nuestros hogares?
Así se decían todos, y ninguno comprendía lo ocurrido. Pero Alkinoo les dijo:
—¡Oh Dioses! He aquí que se cumplen los oráculos de mi anciano
padre, pues decíame que Poseidaón se enojaría con nosotros porque con-
ducíamos a todos los forasteros sanos e indemnes. Y me dijo que una
hermosa nave de los faiakienos se perdería al regreso de un viaje sobre el
sombrío mar, y que una gran montaña sería colocada ante la ciudad. Así
hablaba el anciano, y todo se va cumpliendo. ¡Ea, haced lo que os diga!
No repatriaremos a ningún forastero, sea quien fuere el que venga a
nuestra ciudad. Ofreceremos un sacrificio de doce toros escogidos a
Poseidaón, a fin de que se apiade de nosotros y no cubra la entrada a la
ciudad con esta enorme montaña.
Así dijo, y los faiakienos, medrosos, prepararon los toros. Y los ciuda-
danos, los jefes y los príncipes de los faiakienos suplicaban al rey
Poseidaón, en pie, alrededor del altar.
Pero el divino Ulises se despertó del sueño que dormía en el suelo de
su patria, del que había estado ausente tanto tiempo, y no lo reconoció.
Y la Diosa Palas Atenea le envolvió en una nube, a fin de que permane-
ciese ignorado hasta tanto ella le aleccionara en toda cosa, para evitar que
su mujer, sus conciudadanos y sus amigos le reconociesen antes que
hubiera castigado la insolencia de los pretendientes. Por lo tanto, todo le
parecía cambiado, los caminos, el puerto, las altas rocas y los árboles ver-
deantes. Y levantóse, y puesto en pie, contempló su tierra patria. Y lloró,
y, golpeándose los muslos con las manos, dijo sollozante:
—¡Desdichado de mí! ¿A qué tierra habré llegado y qué hombres
habitarán en ella? ¿Serán insolentes, violentos e inicuos? ¿Serán hospita-
larios y de espíritu piadoso? ¿Dónde ir yo mismo? Pluguiera a los Dioses
que me hubiese quedado con los faiakienos. Habría encontrado algún
otro rey magnánimo que me habría agasajado y facilitado compañeros
para el retorno. Ahora no sé dónde llevar estos tesoros ni dónde dejarlos,
temeroso de que sean presa de otros hombres. ¡Oh Dioses! ¡No son, en
verdad, veraces ni justos los príncipes y jefes de los faiakienos que me
han conducido hasta esta tierra extraña, no obstante decirme que me
conducirían a Ítaca! No han cumplido lo que dijeron. ¡Que Zeus, a
quien se ruega, me vengue de ellos, ya que vela por los hombres y casti-
ga a aquellos que obran mal! Pero voy a contar mis riquezas y veré si me
han robado algo llevándoselo en la abierta nave.
Hablando así, contó los hermosos trípodes y las fuentes, el oro y las
hermosas vestiduras tejidas, y nada le faltaba. Y lloraba por el suelo de su
patria, y llorando se tendió a la orilla del mar de innumerables ruidos. Y
Atenea se acercó a él bajo la figura de un joven pastor de ovejas, atavia-
do como suelen los hijos de los reyes, llevando un hermoso manto en los
hombros, sandalias en los delicados pies y una lanza en la mano. Y
Ulises, contento de verla, se llegó a ella y le dijo estas palabras aladas:
—¡Oh amigo! ¡Salud, ya que eres el primero a quien encuentro en este
lugar! No vengas a mí con ánimo enemigo. Sálvame a mí y a mis rique-
zas. Te lo pido como a un Dios y me postro a tus caras rodillas. Dime la
verdad, para que yo la conozca. ¿Qué tierra es ésta? ¿Qué hombres la
habitan? ¿Cuál es tu pueblo? ¿Es esta en que estoy una hermosa isla o la
costa avanzada de una tierra fértil?
Y le contestó Atenea, la Diosa de los ojos claros:
—No eres muy sensato, forastero, o vienes de muy lejos, pues me
preguntas qué tierra es ésta, sea de los que habitan hacia el lado de Eos
y de Helios, sea de los del lado de la noche oscura. En verdad, es abrup-
ta y poco propicia para los caballos, pero, aunque pequeña, no es estéril.
Es rica en trigo y posee abundantes viñas, pues abundan en ella la lluvia
y el rocío. Tiene buenos pastos para cabras y vacas, y selvas, con toda
clase de árboles, y está bañada por manantiales que nunca se agotan. Por
eso, forastero, el nombre de Ítaca llegó hasta Troya, que está muy aleja-
da, según dice, de la tierra aquea.
Así dijo, y el paciente y divino Ulises se llenó de alegría, regocijándo-
se de su patria, que mostraba Palas Atenea, la hija de Zeus tempestuoso.
Y le dijo en palabras aladas, pero ocultando la verdad, pues no olvidaba
nunca su natural astucia:
—Había oído hablar de Ítaca en la vasta Creta, situada muy lejos, al otro
lado del mar. Ahora he venido aquí con mis riquezas y he dejado otras tan-
tas a mis hijos. He huido después de matar al hijo bienamado de Idomeneo,
Orsiloco, el de los pies veloces, que en la vasta Creta sobresalía de entre
todos los hombres por la ligereza de sus pies. Y le he matado porque quería
llevarse el botín que saqué de Troya, por el que había yo padecido mis sin-
sabores, ya combatiendo con los hombres, ya recorriendo los mares. Y no
quise servir, complaciendo a su padre, en la llanura troyana, pues mandaba
a otros guerreros distintos de los suyos. Y en el campo, oculto en una
emboscada con uno de mis compañeros, atravesé con mi lanza de bronce a
Orsiloco, que venía hacia mí. Y como la negra noche cubría todo el Urano,
ningún hombre nos vio, y pude arrancarle el alma sin testigos. Y cuando le
hube matado con mi lanza aguda, me acogí a una nave de los ilustres faia-
kienos, les supliqué que me llevaran a Pilos o a la divina Elide, donde rei-
nan los epeos; pero la fuerza del viento les desvió, a pesar suyo, pues ellos
no querían engañarme. Y llegamos aquí a la ventura esta noche pasada y
entramos en el puerto, y sin pensar en comer, si bien faltos de energías, nos
acostamos todos apenas fuera de la nave. Y como estaba fatigado, el dulce
sueño me cogió en seguida. Y los faiakienos, después de sacar mis riquezas
de la abierta nave, las dejaron en la arena, donde yo estaba tendido, y par-
tieron para la hermosa Sidón, dejándome lleno de tristeza.
Habló así, y Atenea, la Diosa de los ojos claros, se puso a reír y, acari-
ciándole la mano, tomó la apariencia de una hermosa mujer, alta y hábil
para las labores, y le dijo estas palabras aladas:
—¡Ah trapacero, engañoso, sagaz e incansable en la astucia! ¿Quién aun
cuando fuera un Dios, podría aventajarte en ingenio? ¿No quieres, ni aun
en el suelo de tu patria, renunciar a las astucias y a las palabras engañosas
que adoras desde que naciste? Pero no hablemos de ese modo. Los dos
conocemos esas artes, y lo mismo que tú sobresales entre todos los hombres
por tu prudencia y elocuencia, me glorio de sobresalir entre todos los
Dioses. ¿No has reconocido aún en mí a Palas Atenea, hija de Zeus, quien
te asiste siempre en todos tus infortunios y te protege, quien te ha hecho
grato a los faiakienos? Ven, pues, conmigo, para que te aconseje y te ayude
a ocultar las riquezas que te dieron los ilustres faiakienos por mi inspiración
cuando partiste para tu patria. Te diré los dolores que te están reservados en
tu bien construida morada. Súfrelos, porque es necesario; no confíes a hom-
bre ni mujer tus correrías y tu llegada; por el contrario, soporta en silencio
tus numerosos pesares y los ultrajes que te hicieron los hombres.
Y el ingenioso Ulises, respondiéndole, dijo así:
—Difícil es que un hombre, al dar contigo, pueda reconocerte, ¡oh
Diosa!, así sea el más sabio, pues tomas todas las apariencias. Sé muy bien
que me fuiste propicia cuando nosotros, los hijos de los aqueos, peleamos
ante Troya; pero cuando hubimos destruido la gran ciudadela de Príamo,
partimos en nuestras naves, y un Dios dispersó a los aqueos. Después no
he vuelto a verte, hija de Zeus, ni he advertido tu presencia en mi nave
para alejar de mí la desventura, pues con el corazón eternamente colmado
de dolor vagué, hasta que los Dioses me han librado del infortunio. Y tú
me infundiste valor con tus palabras en el rico país de los faiakienos, y por
ti misma me llevaste a su ciudad. Ahora yo te suplico, por tu padre, me
digas si en verdad he llegado a Ítaca, pues veo una tierra extraña, y pienso
que me hablas de ese modo para burlarte de mí y confundir mi ánimo.
Y le respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros:
—¿Siempre albergaste esa idea en tu pecho? No puedo permitir que
seas desdichado, pues eres persuasivo, inteligente y cauto. Otro hombre
cualquiera, después de haber vagado tanto, desearía ardientemente vol-
ver a ver a su esposa y a sus hijos en su casa; pero tú no quieres hablar-
les ni escucharles hasta tanto hayas probado a tu mujer, que permanece
en tu palacio pasando los días y las noches entre lágrimas y sollozos.
Ciertamente, jamás dudé de lo que ella dudó, pues en mi ánimo estaba
que habías de regresar después de haber perdido a tus compañeros. Pero
no quise oponerme a Poseidaón, hermano de mi padre, que estaba irri-
tado contra ti porque cegaste a su querido hijo. Y ahora te enseñaré la
tierra de Ítaca, para que te convenzas. Este puerto es el de Forkis, el
anciano del mar, y al extremo de este puerto puedes ver el olivo frondo-
so situado ante la caverna alta y sombría de las Ninfas sagradas que se lla-
man Náyades. Esta es la caverna donde sacrificabas hecatombes a las
Ninfas. Y he aquí el monte Nérito cubierto de fronda.
Cuando hubo dicho esto, la Diosa disipó la nube y la tierra apareció. Y el
paciente y divino Ulises se llenó de alegría, regocijándose de ver su patria. Y
besó la tierra fecunda, y en el acto, levantando las manos suplicó, a las Ninfas:
—¡Ninfas Náyades, hijas de Zeus! Pensé que no volvería a veros. Y
ahora os saludo con voz alegre. Os ofreceré regalos, como otras veces, si
la Devastadora hija de Zeus me deja vivir y permite que crezca mi que-
rido hijo.
Y les respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros:
—Cobra ánimo y no te inquiete eso; pero coloquemos tus riquezas en
lo profundo de la divina caverna, donde estarán seguras, y deliberemos
los dos sobre aquello que mejor conviene.
Habiendo dicho esto, la Diosa entró en la gruta oscura y buscó un
lugar apartado, y Ulises llevó al punto el oro y el duro bronce y los her-
mosos vestidos que le habían dado los faiakienos. Allí los colocó, y Palas
Atenea, hija de Zeus tempestuoso, cerró la entrada con una piedra.
Después, los dos, una vez sentados al pie del olivo sacro, meditaron acer-
ca del exterminio de los soberbios pretendientes. Y dijo primero Atenea,
la Diosa de los ojos claros:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, piensa cómo pondrás mano en
los soberbios pretendientes que gobiernan tu casa hace tres años, solici-
tando a tu divina esposa y ofreciéndola regalos. Ella espera siempre tu
retorno, gimiendo en su corazón, pero da esperanzas y hace promesas a
cada uno de ellos, y les envía mensajeros; pero en su alma alberga otros
pensamientos.
Y el ingenioso Ulises le contestó, diciendo:
—¡Oh Dioses! Yo hubiera perecido de una muerte maldita en mi
palacio, como el Atreida Agamenón, si tú, ¡oh Diosa!, no me avisaras a
tiempo. Mas dime cómo castigaremos a esos hombres. En pie y a mi lado
infunde en mi ánimo una gran audacia, como el día en que hubimos de
destruir las fuertes murallas de Troya. Si permaneces a mi lado llena de
ardimiento, ¡oh Atenea de los ojos claros!, si tú me ayudas, ¡oh venerable
Diosa!, yo lucharía solo contra trescientos guerreros.
Y le respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros:
—Estaré a tu lado, ciertamente, y no te perderé de vista mientras lle-
vemos a cabo esas empresas. Y espero que el ancho pavimento se salpi-
cará de sangre y del cerebro de más de uno de esos pretendientes que
devoran tus riquezas. Voy a hacerte incognoscible para todos los hom-
bres. Arrugaré tu hermosa piel sobre tus miembros encorvados; haré caer
los rubios cabellos de tu cabeza; te cubriré de harapos, que te harán repe-
lente a quien te vea; empañaré tus ojos, bellos ahora, y aparecerás ante
tu esposa y ante el hijo que dejaste en tu palacio. Ve primero a buscar al
porquerizo que guarda tus cerdos, que te quiere bien, y adora a tu hijo y
a la prudente Penélope. Le encontrarás vigilando los cerdos, los cuales se
alimentan junto a la roca del Cuervo y la fuente Aetusa, comiendo bello-
ta, que les place, y bebiendo el agua turbia. Quédate con él y pregúnta-
le con habilidad sobre cuanto quieras, hasta que yo vuelva de Esparta, la
de las hermosas mujeres, donde llamaré, ¡oh Ulises!, a tu querido hijo
Telémaco, que ha marchado a la vasa Lacedemonia para informarse de ti
cerca de Menelao y averiguar si vives todavía.
Y respondió, diciendo así, el divino Ulises:
—¿Y por qué no dijiste nada, tú que todo lo sabes? ¿Quizá para que viva
errante y sufra males innúmeros sobre el mar indomable, mientras los demás
se comen sus riquezas? Y le respondió Atenea, la Diosa de los ojos claros:
—No te inquietes por él. Le he conducido por mí misma, con el fin
de que se haga un gran renombre; pero no sufre infortunio alguno, sino
que se halla aposentado tranquilamente en las moradas del Atreida,
donde todo le es ofrecido en abundancia. A la verdad, los jóvenes pre-
tendientes le tienden una emboscada a bordo de su negra nave y desean
matarle antes de que regrese a su patria tierra; pero creo que esto no ocu-
rrirá, y creo, sin embargo, que la tierra acogerá primero a más de uno de
esos pretendientes que devoran tus riquezas.
Dicho esto, Atenea le tocó con una varita y desecó su hermosa piel
sobre los miembros fornidos e hizo caer los rubios cabellos de su cabeza.
Hizo envejecer todo su cuerpo; empañó sus ojos, hasta entonces tan bellos;
le dio un vestido harapiento, desgarrado, sucio y manchado de humo; le
cubrió luego con la ancha piel de un ciervo rápido y le entregó, por fin, un
báculo y un zurrón miserable, sujeto por una correa retorcida.
Se separaron después de haberse convenido y Atenea se marchó hacia
la divina Lacedemonia, donde estaba el hijo de Ulises.
CANTO XIV

Y Ulises se alejó del puerto por un áspero sendero a través de selva y


de eminencias, hacia el lugar donde Atenea le había dicho que hallaría a
su porquerizo, que cuidaba sus bienes con más interés que todos los cria-
dos adquiridos por el divino Ulises.
Y le encontró sentado bajo el pórtico, en un lugar descampado, donde
él había construido hermosos y vastos establos, alrededor de los cuales se
podía pasear. Y para sus cerdos habíalo construido de piedras super-
puestas y rodeadas de un vallado espinoso, en ausencia del Rey y sin la
ayuda de su señora y del viejo Laertes. Había clavado fuera estacas espe-
sas y numerosas, de corazón de encina, y en el interior había construido
doce pocilgas para los cerdos. En cada una se tendían cincuenta hembras
preñadas, y los machos se tumbaban fuera; y eran éstos mucho menos
numerosos, porque los divinos pretendientes los disminuían, comiéndo-
los, y el porquerizo les enviaba siempre el más gordo y el mejor de todos;
y no quedaban más que trescientos sesenta. Cuatro perros, semejantes a
fieras, y que el principal de los pastores alimentaba, vigilaban a los cer-
dos continuamente. Éste se ocupaba en ceñir a sus pies unas sandalias
que cortaba de la piel de una vaca rojiza. Y de los otros, tres porquerizos
andaban dispersos cuidando sus piaras, y el cuarto había sido mandado
a la ciudad con un cerdo para los orgullosos pretendientes, para que
éstos, después de darle muerte, devorasen su carne.
Y tan pronto como los perros ladradores vieron a Ulises, acudieron
aullando; pero Ulises se sentó astutamente y dejó caer el báculo de su
mano. Entonces hubiera quizá sufrido un duro trato junto al establo que
le pertenecía; pero el porquerizo acudió prontamente con pie ligero; se
le cayó el cuero de las manos, y gritando, echó a los perros a pedradas, y
dijo al Rey de esta manera:
—¡Oh anciano! En verdad que han podido destrozarte estos perros y
cubrirme de oprobio. Los Dioses me proporcionan otros infortunios,
pues aquí estoy llorando por un Rey divino y cuido de estos sus crasos
cerdos para que otros se los coman; y quizá ocurra que él padezca ham-
bre, errando por pueblos extraños, si vive aún y puede ver la luz de
Helios. Mas sígueme y entremos en el establo, ¡oh anciano!, a fin de que,
saciado a tu placer de manjares y de vino, me digas de dónde eres y qué
males has sufrido.
Diciendo esto, el divino porquerizo le precedió camino del establo, e
introduciéndole en él, le hizo sentar sobre espesas ramas que cubrió con
la piel de una cabra silvestre y velluda. Y acostado sobre esta piel grande
y espesa, Ulises se holgó de ser recibido así, y dijo:
—Que Zeus y los demás Dioses inmortales te concedan lo que tú más
desees, ya que me has recibido bondadosamente.
Y el porquerizo Eumeo respondióle:
—Forastero, no me es lícito despreciar a un huésped, por miserable
que sea, pues los forasteros y los pobres provienen de Zeus, y el módico
agasajo que nosotros les hacemos suele placerles; aun cuando sólo esto
pueden hacer los esclavos, siempre temerosos cuando mandan reyes
jóvenes. Cierto que los Dioses se oponen al regreso de aquel que me que-
ría y me hubiera dado un dominio tan extenso como el que un buen rey
acostumbra a dar a un criado que haya trabajado mucho por él y un Dios
hace que fructifique sus labores, tal como una morada, una parte de sus
bienes y una mujer apetecible. Y como mi trabajo ha dado fruto, el Rey
me hubiera recompensado largamente, si aquí se hubiera hecho viejo;
pero ya ha perecido. ¡Plegue a los Dioses que la estirpe de Helena haya
perecido también totalmente, ya que ella ha quebrantado las rodillas de
tantos guerreros! Que también mi señor, por la causa de Agamenón,
marchó hacia Ilios, fecunda en corceles, para combatir con los troyanos.
Cuando esto dijo, ciñó y compuso su túnica, y dirigiéndose hacia los
establos, donde estaba encerrada la piara de cerdos, tomó dos lechonci-
llos, los degolló, encendió lumbre, los dividió y puso en asadores, y des-
pués de asarlos ofreciólos a Ulises calientes aún, junto a los asadores.
Luego los cubrió de harina blanca, mezcló vino dulce en una tosca copa,
y sentándose ante Ulises le invitó a comer y le dijo:
—Come ahora forastero, de estos manjares, destinados a los siervos,
pues los pretendientes se comen los cerdos grandes, sin ningún pudor ni
consideración. Pero los Dioses venturosos no gustan de las acciones per-
versas, y aman, por el contrario, la justicia y las acciones sensatas. Hasta
los bárbaros enemigos que invaden una tierra extraña, y a quienes Zeus
otorga el botín y vuelven a sus hogares con las naves repletas, sienten la
inquietud y el pesar en su alma. Pero aquéllos, sin duda, han escuchado
de boca de algún Dios la muerte funesta de Ulises, cuando no quieren
contraer legales nupcias ni volverse a sus casas, sino que devoran inmo-
deradamente y sin duelo los bienes del Rey, y todas las noches y todos
los días, que proceden de Zeus, sacrifican no una sola víctima, sino dos
por lo menos. Y agotan el vino bebiéndolo sin mesura. Y, ciertamente,
las riquezas de mi señor eran cuantiosas. Ningún héroe tenía tantas, ni
sobre la fecunda tierra negra ni en la misma Ítaca. Veinte hombres jun-
tos no poseyeran tanta riqueza. Te haré su cuenta: doce vacas en el con-
tinente, otros tantos rebaños de ovejas, otras tantas piaras de cerdos y
otros tantos establos para cabras, todo ello vigilado por pastores foraste-
ros. Aquí, al extremo de la isla, once rebaños de cabras pacen bajo la vigi-
lancia de buenos criados, y cada uno lleva a diario a los pretendientes la
mejor de las más robustas cabras. Y yo cuido y vigilo de estos cerdos, y
envío también a los pretendientes el mejor y el más rollizo.
Así habló, y Ulises, comiendo carne y bebiendo vino en silencio,
meditaba el exterminio de los pretendientes. Y cuando hubo comido,
bebido y satisfecho su ánimo, Eumeno le entregó llena de vino la copa
donde él bebiera antes. Y Ulises la aceptó y, alegre, en su corazón, dijo a
Eumeo estas palabras aladas:
—¡Oh amigo! ¿Quién es ese hombre que te adquirió con sus bienes y
que dices tan rico y poderoso? ¿Dices que ha muerto por la causa de
Agamenón? Sepa yo su nombre, pues pudiera conocerle. Zeus y los
demás Dioses inmortales saben si yo vengo a anunciarte que le he visto,
pues he vagado por infinitas tierras.
Y le respondió el mayoral de los pastores:
—¡Oh anciano! Ningún vagabundo que traiga noticias persuadirá a
su mujer y a su querido hijo, ¡que los mendigos de profesión mienten
con descaro y no quieren decir verdad! Cuantos forasteros llegan a Ítaca
van a ver a mi señora y le cuentan patrañas. Ella les recibe con benevo-
lencia, les trata bien y les interroga sobre muchos puntos. Luego solloza,
y las lágrimas descienden de sus párpados, como es natural en la mujer
cuyo marido ha muerto. Y tú, anciano, inventarás también alguna his-
toria, a fin de que ella te regale un manto, una túnica o unas vestiduras.
Pero ya los canes rápidos y las aves rapaces han arrancado la carne de sus
huesos, y le ha abandonado el alma, o los peces le han devorado en el
fondo del mar y sus huesos yacen en la orilla cubiertos por un montón
de arena. Así ha perecido, dejando a sus amigos y a mí profunda pena,
pues a cualquier lugar que vaya no encontraré un señor tan bueno, aun
cuando vaya a la casa de mis padres, allí donde nací y ellos me educaron.
Y no les lloro tanto, ni deseo tanto verles con mis ojos en la tierra patria,
como lloro por la nostalgia de Ulises ausente. Y ahora que no está aquí,
¡oh forastero!, le nombro con respeto, pues me quería y cuidaba de mí;
por eso le llamo hermano mayor, a pesar de estar ausente y lejos.
Y le contestó el paciente y divino Ulises:
—¡Oh amigo! Ya que niegas mis palabras y afirmas que no regresará,
mostrándose incrédula tu alma, yo, que no hablo en balde, te juro que
Ulises ha de volver. Socórraseme por esta buena nueva cuando él haya
entrado en su palacio. Nada aceptaré antes, a pesar de mi pobreza; pero
sólo quiero entonces que me regalen unas vestiduras, un manto y una
túnica. Me es tan odioso como las puertas de Edes aquel que, aguijone-
ado por la miseria, habla engañosamente. ¡Que Zeus, el primero de los
Dioses, sea testigo! ¡Y esta mesa hospitalaria y el hogar del irreprochable
Ulises en que me hallo! En verdad que han de cumplirse cuantas cosas
anuncio. Ulises llegará aquí este mismo año y al final de este mismo mes;
dentro de pocos días penetrará en su palacio y castigará a cada uno de
aquellos que ultrajan a su esposa y a su ilustre hijo.
Y le contestó el porquerizo Eumeo:
—¡Oh anciano! No tendré que darte esa recompensa por tu buena
nueva, porque jamás volverá Ulises a su palacio. Bebe tranquilo, y no
hablemos más de eso, ni me recuerdes tales cosas, que se entristece mi
corazón cuando alguien se acuerda de mi glorioso señor. Pero acepto tu
juramento. Que Ulises vuelva, como yo deseo, así como Penélope, el
viejo Laertes y el divino Telémaco. Por este niño sollozo ahora, por
Telémaco, a quien engendró Ulises y a quien los Dioses han criado como
a una planta tierna. Contaba yo que, entre todos los hombres, no sería
él inferior a su padre bienamado, ni en prudencia ni en bondad; pero
alguno, entre los Inmortales o entre los humanos, ha turbado su serena
reflexión, y ha marchado hacia la divina Pilos para informarse de su
padre, y los orgullosos pretendientes le preparan una emboscada para
cuando regrese, a fin de que la estirpe del divino Arkesio se extinga total-
mente en la isla de Ítaca. ¡Mas dejémosle, ya perezca o pueda escapar a
la muerte, y que el Cronida le tenga en su mano! Y tú, anciano, refiére-
me tus desdichas y háblame con veracidad, a fin de que yo te escuche.
¿Quién eres? ¿Cuál es tu pueblo? ¿Quiénes son tus padres? ¿A bordo de
qué nave has llegado hasta aquí? ¿Qué marineros te trajeron a Ítaca?
¿Quiénes son? Pues supongo que no habrás venido a pie.
Y el ingenioso Ulises respondió:
—Te hablaré de todo eso con veracidad; pero aun cuando estos ali-
mentos y tu vino dulce duraran mucho tiempo y permaneciéramos aquí
mientras los otros trabajaran, fácil sería que transcurriera un año contán-
dote los infortunios que he sufrido por la voluntad de los Dioses. Me vana-
glorio de haber nacido en la extensa Creta y de ser hijo de un hombre
acaudalado. Muchos más hijos le habían nacido en su palacio de una
mujer legítima, y allí se habían criado. En cuanto a mí, una mujer adqui-
rida para ser su concubina me echó al mundo; pero Cástor Hilacida me
quiso tanto como a sus hijos legítimos, y me envanezco de haber sido
engendrado por quien, algún día, era honrado como un dios por los cre-
tenses por sus muchas riquezas, por sus dominios y por sus hijos ilustres.
Pero la Ker y la muerte le arrastraron a las moradas de Edes, y sus hijos
magnánimos partieron sus bienes, sorteándolos. Y me entregaron muy
pequeña parte de ellos y una casa. Mas, por mi valor, me casé con la hija
de un hombre muy rico, pues no era ni necio ni cobarde. Ahora todo en
mí está decaído; pero puedes juzgar por el rastro, aunque he sufrido males
crueles. Ares y Atenea me habían concedido la audacia y la intrepidez, y
cuando meditando en la destrucción de mis enemigos elegía a los hombres
valientes para llevarles a una emboscada, jamás mi corazón animoso me
puso la muerte ante los ojos, sino que, corriendo a las primera filas, mata-
ba con mi lanza al enemigo que no me ganara en agilidad. Tal era yo en la
guerra, pero los trabajos y los cuidados de la familia, para los cuales son
educados los hijos, no me gustaban nada, sino que me placían las naves
provistas de remos, los combates, los dardos agudos de las flechas y todas
las armas crueles e ingratas a otros hombres, pues un Dios me las presen-
taba siempre propicias a mi espíritu. Así, cada hombre se regocijaba con
cosas diferentes. Y yo, antes de que los hijos de los aqueos hubiesen pues-
to el pie en Troya, había mandado nueve veces guerreros y veloces naves
contra los pueblos extranjeros, y todo me había salido bien. Elegía prime-
ro mi legítimo botín, y luego aceptaba muchos dones; y así, mi casa pros-
peraba y yo era temido y respetado entre los cretenses. Mas cuando el irre-
prochable Zeus dispuso aquella expedición odiosa, en la cual a tantos héro-
es se había de romper las rodillas, entonces, las gentes nos ordenaron a mí
y al ilustre Idomeneo que condujéramos nuestras naves a Ilios, y no pudi-
mos rehusar, a causa de los rumores amenazantes que circulaban en el pue-
blo. Allí, nosotros, los aqueos, luchamos nueve años, y el décimo, después
de saquear la ciudad de Príamo, regresamos con nuestras naves hacia nues-
tros hogares; pero un Dios dispersó a los aqueos. Y a mí, desdichado, el
sabio de Zeus me mandó otros sinsabores. Permanecí un mes, no más, en
mi morada, holgándome con mis hijos, con mi mujer y con mis riquezas,
pues mi ánimo me impulsó en seguida a navegar hacia Egipto, a bordo de
mis bien construidas naves y con mis divinos compañeros. Y preparé
nueve naves, que pronto fueron equipadas. Durante seis días, mis queri-
dos compañeros celebraron alegres banquetes, pues yo ofrecía muchos
sacrificios a los Dioses, y a la vez manjares a mis hombres. El séptimo día
salimos de la extensa Creta, y navegamos cómodamente al soplo propicio
del Bóreas, como por la corriente de un río, y ninguna de mis naves sufrió
daño, sino que en ellas permanecíamos reposadamente, sanos e indemnes,
pues el viento y los pilotos nos llevaban, y al quinto día llegamos al her-
moso río Egipto. Y en el río Egipto detuve mis corvas naves. Ordené a mis
compañeros que se quedaran al lado de las naves para guardarlas, y envié
exploradores a hacer la descubierta. Pero aquéllos, llevados de su audacia y
confiando en sus fuerzas, devastaron primero los hermosos campos de los
egipcios, se llevaron las mujeres y los niños y mataron a los hombres. En
seguida el tumulto llegó hasta la ciudad. Y los habitantes, oyendo estos cla-
mores, llegaron al levantarse Eos, y toda la llanura se llenó de peatones, de
jinetes y de estruendo de bronces. Y el tonante Zeus puso a mis compa-
ñeros en fuga, y ninguno resistió el ataque y la muerte les cercó por todas
partes. Allí el bronce agudo acabó con gran parte de los nuestros, y los
otros fueron llevados vivos para hacerles sus esclavos. Pero el propio Zeus
puso en mi ánimo esta resolución, y pluguiera a los Dioses que hubiera
muerto en Egipto, sufriendo entonces mi destino, pues otros males me
esperaban. Me quité al instante el casco de la cabeza y el escudo de mis
hombros, y arrojando mi lanza, corrí hacia los caballos del Rey y me abra-
cé a sus rodillas. Y tuvo piedad de mí, y me salvó, y haciéndome montar
en su carro me llevó a sus palacios. Sus guerreros me rodearon, queriendo
matarme con sus lanzas de fresno, pues estaban muy irritados; pero él me
apartó de ellos, temeroso de la cólera de Zeus hospitalario, que castiga
sobre todo las acciones perversas. Allí estuve siete años, y amontoné
muchas riquezas entre los egipcios, pues todos me ofrecían presentes. Mas
hacia el año octavo llegó un hombre de la Fenicia, maestro en engaños, y
que había causado ya muchos males a los hombres. Y me convenció con
sus astucias para que fuera a Fenicia, donde estaban su hogar y sus bienes.
Y allí estuve a su lado un año entero. Y cuando fuéronse extinguiendo los
días y los meses y, cumplido el año, las estaciones se sucedieron, me hizo
embarcar en una nave, so pretexto de conducir un cargamento a Libia,
pero con el fin de venderme y obtener por mí una gran ganancia. Le seguí
forzosamente, aunque sospechando algo. Y la nave, empujada por el soplo
de Bóreas, se aproximó a Creta, cuando Zeus preparaba nuestra ruina. Y
cuando hubimos dejado Creta, y nada se veía, sino el Urano y el mar,
entonces el Cronida suspendió una nube negra sobre la abierta nave, y
bajo esta nube el mar se ennegreció también. Y tronó Zeus y despidió el
rayo sobre la nave, que volcó, maltrecha por el rayo de Zeus, y se llenó de
humo. Y todos los hombres fueron lanzados de la nave y llevados como
pájaros marinos por las olas alrededor de ella; y un Dios les privó de regre-
sar. Zeus, entonces, tomó entre sus manos el mástil de la nave de azulada
proa para que yo pudiera escapar a la muerte, y abrazado a él, fui presa de
los vientos furiosos, que me empujaron durante nueve días, y en la déci-
ma noche negra una ola enorme me arrojó a la tierra de los tesprotas. Allí,
el héroe Feidón, rey de los tesprotas, me acogió generosamente, pues antes
me había encontrado a su hijo, y éste me condujo, agobiado de frío y de
fatiga y sosteniéndome con la mano, hasta la morada de su padre. Y éste
me dio vestidos, un manto y una túnica. Allí oí hablar de Ulises. Feidón
me dijo que le daba hospitalidad y le trataba como amigo, y que estaba
para regresar a su tierra patria. Y me enseñó las riquezas que había reuni-
do Ulises (oro, bronce, hierro difícil de labrar), todo en cantidad suficien-
te para mantener a sus descendientes hasta la décima generación. Y todos
esos tesoros estaban guardados en la morada del Rey. Y éste me dijo que
Ulises había ido a Dodona para escuchar de la Gran Encina la voluntad de
Zeus, y para saber cómo le convenía, después de tan larga ausencia, entrar
en su tierra de Ítaca, si pública o secretamente. Y Feidón me juró, hacien-
do las libaciones en su palacio, que estaban prontos la nave y los hombres
que habían de llevar a Ulises al querido suelo de su patria. Pero antes me
remitió a mí, aprovechando una nave de los tesprotas que iba hacia
Dulikio. Y ordenó que me llevaran al rey Acasto; pero aquellos hombres
tomaron una resolución funesta para mí, con el fin, sin duda, de que cono-
ciera todas las desgracias. Cuando la nave se alejó de tierra, pensaron redu-
cirme a esclavitud; y despojándome de mis vestidos, mi manto y mi túni-
ca, echaron sobre mí estos miserables harapos y esta túnica desgarrada que
tienes ante tus ojos. Por la tarde llegamos a los campos de la riente Ítaca y
me sujetaron a los bancos de la nave con una cuerda bien torcida, y ellos
descendieron a la orilla del mar para tomar la cena. Pero los propios Dioses
desataron fácilmente mis ligaduras. Entonces, envolviendo mi cabeza con
estos harapos, bajé al mar deslizándome por el gobernalle, y dando al agua
mi pecho y nadando con ambas manos llegué muy lejos de ellos. Salí a la
costa, allí donde crece un bosque de florecientes encinas, y me eché a dor-
mir en el suelo, mientras ellos me buscaban, sollozantes; mas como no me
hallaran, juzgaron más conveniente no seguir en mi busca, pues los Dioses
me habían ocultado con facilidad a sus miradas y me han conducido a la
majada de un varón excelente, pues mi destino es que viva todavía.
Y el porquerizo Eumeo le contestó:
—¡Oh forastero desdichado! En verdad que has conmovido mi corazón
refiriendo los infortunios que sufristeis en tus andanzas; pero al hablar de
Ulises creo que no lo has hecho sinceramente, y no me persuadirás.
¿Cómo puede un hombre como tú mentir tan descaradamente? Sé muy
bien qué pensar del regreso de mi señor. Cierto que no es ingrato a los
Dioses, pues no fue vencido por los troyanos ni permitieron aquéllos que
viniera a morir después de la guerra entre los brazos de sus amigos, pues
todos los aqueos le hubieran erigido un túmulo y hubieran legado para el
porvenir una gloria inmensa a su hijo. Pero sin gloria alguna le habrán
arrebatado las Arpías, mientras yo, lejos de todos, permanezco entre mis
cerdos, y no voy a la ciudad sino cuando la prudente Penélope me manda
ir, que es cuando ha recibido alguna nueva. Y entonces todos se apresuran
a preguntarme, igual los que se entristecen con la larga ausencia de su Rey
que los que se regocijan devorando impunemente sus riquezas. Pero a mí
no me agrada preguntar ni responder desde que un etolio me engañó con
sus palabras. Después de matar a un hombre había vagado por muchos
países, y llegó a mi casa y le recibí amistosamente. Me contó que había
visto en Creta, yendo él con Idomeneo, a mi señor reparando las naves,
que las tempestades le habían destrozado. Y me dijo que Ulises había de
regresar este verano o este otoño acompañado de sus amigos y trayendo
cuantiosas riquezas. Por eso tú, anciano, que has padecido tantos males, y
a quien el destino ha conducido hasta aquí, no esperes halagarme con tus
embustes, pues no te honraré ni te amaré por eso, sino por compasión
hacia ti y por respeto a Zeus hospitalario.
Y el ingenioso Ulises le respondió:
—Ciertamente que albergas en tu pecho un corazón incrédulo, cuan-
do, aun habiéndote prestado un juramento, no he podido convencerte.
Mas hagamos un pacto, y que los Dioses que habitan el Urano sean tes-
tigos de él. Si tu Rey regresara a esta morada, me darás un manto y una
túnica y harás que me lleven a Dulikio cuando yo lo desee; y si tu Rey
no volviera, contra lo que te digo, manda a tus criados que me arrojen
desde lo alto de un roquedo, para que en lo sucesivo se guarden de men-
tir los pordioseros.
Y le contestó el divino porquerizo:
—¡Huésped! Perdería mi buena fama entre los hombres, para siempre
jamás, si, después de conducirte a mi cabaña y ofrecerte los hospitalarios
dones, te arrancara la vida, que se quiere tanto. ¿Cómo rogar después al
Cronida Zeus? Mas ha llegado la hora de cenar; mis compañeros no tar-
darán mucho y prepararemos una buena comida en la cabaña.
Mientras así departían, llegaron los cerdos y sus guardianes.
Encerraron éstos el ganado, según costumbre, para que pasara la noche,
y un rumoreo de gruñidos se alzó de los animales según entraban en el
cercado. Después el divino porquerizo dijo a sus compañeros:
—Traedme un robusto cerdo para que lo sacrifique en honor de este
huésped, que llega de lejos, y nos deleitaremos también nosotros, ya que
sufrimos tanto y que cuidamos de los cerdos de blancos dientes, mien-
tras otros se comen impunemente el fruto de nuestro trabajo.
Diciendo así, cortó leña con el afilado bronce. Y los pastores trajeron
un cerdo muy rollizo que tenía cinco años y lo dejaron junto al hogar.
Pero Eumeo, dotado de buenos pensamientos, no se olvidó de los
Inmortales, y echó primeramente al fuego unas cerdas de la cabeza del
lechón de blancos dientes, y suplicó a todos los Dioses que el ingenioso
Ulises retornara a su morada. Después, levantando el brazo, hirió a la
víctima con un trozo de encina que había reservado, y el cerdo perdió la
vida. Y los pastores lo degollaron, lo chamuscaron y lo dividieron en
pedazos. Y Eumeo, separando las entrañas sangrientas y recubriéndolas
de grasa, que tomó del cuerpo, las arrojó al fuego después de espolvore-
arlas con flor de harina de cebada. Y los pastores, cuando acabaron de
partir lo que quedaba, atravesaron los trozos en asadores, los tostaron
con cuidado y los retiraron de la lumbre. Luego los colocaron en los pla-
tos. Eumeo, que era justo y equitativo, se levantó para hacer las parti-
ciones, y todo lo dividió en siete suertes. Ofrendó una a las Ninfas y a
Hermes, hija de Maia, y distribuyó las demás individualmente; pero
honró a Ulises con el lomo entero del cerdo de blancos dientes. Y el
héroe, el ingenioso Ulises, se envaneció, y dijo a Eumeo:
—Quieran los Dioses, Eumeo, que siempre seas grato al Padre Zeus,
ya que, aun siendo lo que soy, me has obsequiado con la mejor parte.
Y le contestó el porquerizo Eumeo:
—Come alegremente, huésped mío, y deléitate con estos manjares. Un
Dios nos lo ha otorgado y nos lo quitará si le place, pues lo puede todo.
Habló así, y ofreció las primicias a los Dioses inmortales. Después de
hacer las libaciones con vino rojo, puso una copa en manos de Ulises,
destructor de fortalezas, que se sentó ante el lomo del cerdo. Y Mesaulio,
a quien el porquerizo principal había adquirido en ausencia de su señor
y sin la ayuda de su señora ni del viejo Laertes, distribuyó las participa-
ciones. Y habíale adquirido con sus propios bienes a los tafios.
Y todos pusieron mano en los manjares colocados ante ellos. Y des-
pués de satisfecha la necesidad de beber y comer, Mesaulio quitó el pan,
y todos, hartos de alimento, se retiraron a sus lechos.
Pero se presentó la noche desapacible y oscura, y Zeus llovió toda la noche,
y el Céfiro impetuoso sopló cargado de agua. Entonces Ulises habló así, para
probar al porquerizo, que tanto se cuidaba de él, y ver si, quitándose su
manto, se lo entregaba o si lo pedía para él a alguno de sus compañeros:
—Escuchadme ahora, tú, Eumeo, y vosotros, sus compañeros, que
voy a hablaros alabándome, pues me empuja a ello el insensato vino, el
que induce a bailar al más prudente, a cantar, a reír y a pronunciar pala-
bras que fuera más cuerdo tener calladas, pero que, una vez hablador, no
he de dejar de decir. ¡Pluguiera a los Dioses que fuese ahora un joven y
mi fuerza fuese tan grande como el día en que tendimos la emboscada
contra Troya! Eran los jefes Ulises y el Atreida Menelao, y yo mandaba
a ellos, porque por sí mismos me habían elegido. Cuando hubimos lle-
gado a la ciudad, al pie de la gran muralla, nos echamos con las armas
en un pantano, entre cañas y espesa maleza. Y vino la noche desapacible,
y soplaba el Bóreas helado. Después cayó la nieve fría y la escarcha cubrió
nuestros escudos. Todos tenían manto y túnica, y dormían tranquilos
cubriendo con ellos sus espaldas y sus armaduras. Pero yo había cedido
mi manto a unos compañeros, imprudentemente, pues no pensé que
pudiera sobrevenir un frío tan intenso, y sólo tenía el escudo y una túni-
ca brillante. Y cuando la noche iba a extinguirse, a esa hora en que decli-
nan los astros, tocando en el codo a Ulises, que estaba junto a mí, le dije
estas palabras que en seguida atendió:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, no viviré mucho tiempo; este frío
me matará, ya que no tengo abrigo, pues un Daimón me ha engañado
haciendo que sólo me haya puesto una túnica, y ya el mal no tiene remedio.
Así le dije, y pronto meditó un recurso en su alma, pues era rápido en
el pensar y en el combatir. Y me dijo:
—Cállate, no sea que te escuche alguno de los aqueos.
Dijo, y apoyado sobre el codo, habló de esta manera:
—Escuchadme, amigos. He tenido un sueño divino. Estamos lejos de
las naves, pero debe salir uno de nosotros para decir al Atreida
Agamenón ordene a un número de los suyos que abandonen las naves y
vengan con nosotros.
Así dijo, y en el acto Toas Andremonida se levantó, arrojó su purpú-
reo manto y corrió hacia las naves, y yo, alegremente, me envolví en su
manto hasta que clareó Eos, la del aúreo trono. ¡Pluguiera a los Dioses
que yo fuera tan joven y tuviera tanta fuerza como entonces; cualquiera
de los pastores de esta cabaña me regalaría un manto por simpatía y por
temor a un hombre valiente. Pero ahora me desprecian por los misera-
bles harapos que cubren mis carnes.
Y le contestó el porquerizo Eumeo:
—¡Oh anciano! Has hecho un relato irreprochable y nada has dicho, en
su transcurso, vano e inconveniente. Por eso no carecerás de manto ni de
cuanto necesite un suplicante desdichado que viene de lejos; pero mañana
volverás a tomar tus harapos, porque aquí no tenemos muchos mantos ni
túnicas de remuda, sino que cada cual cuenta con una. Cuando el caro hijo
de Ulises esté de retorno te dará por sí mismo vestiduras, un manto y una
túnica, y hará que se te lleve donde tu corazón desee ir.
Dicho esto se levantó, aproximó al fuego un lecho de pieles de cabra
y oveja, donde se tendió Ulises, y echó sobre él un ancho y espeso manto
con el cual se mudaba cuando el mal tiempo sobrevenía. Y se acostó
Ulises, y después que él los jóvenes pastores; mas no así Eumeo, que no
quería reposar lejos de sus cerdos, y hacia ellos se fue provisto de armas.
Y Ulises se regocijaba de que tomara con tanto celo el cuidado de sus
bienes durante su ausencia. Primero colgó Eumeo una aguda espada de
sus robustos hombros, después se cubrió con un tupido manto, que le
librara del viento, y se puso también una piel grande de cabra; cogió una
pica agudizada para defenderse de hombres y de perros, y se fue a dor-
mir donde dormían los cerdos, bajo una roca cóncava, al abrigo de
Bóreas.
CANTO XV

Y Palas Atenea se dirigió a la extensa Lacedemonia, en busca del ilus-


tre hijo del magnánimo Ulises, para avisarle e invitarle al regreso. Y
encontró a Telémaco y al preclaro hijo de Néstor durmiendo bajo el pór-
tico de la morada del ilustre Menelao. Y dormía el Nestorida apacible-
mente; mas el dulce sueño no había tomado a Telémaco, que pensaba en
su padre durante la noche solitaria.
Y le dijo así, deteniéndose ante él, Atenea, la de los ojos claros:
—Telémaco, no será bien que permanezcas más tiempo lejos de tu
morada y de tus bienes abandonados al arbitrio de hombres insolentes
que se los repartirán y devorarán luego, pues habrías hecho un viaje inú-
til. Pide cuando antes al ilustre Menelao que te repatríe, a fin de que
halles aún a tu irreprochable madre en tu palacio. Ya su padre y sus her-
manos le aconsejan que se case con Eurimaco, pues sobresale de entre
todos los pretendientes por los regalos que ofrece y la más rica dote que
promete. Cuida de que, mal de tu grado, no lleve riquezas de tu casa.
Demasiado sabes cómo es el alma femenina; quiere siempre enriquecer
la casa del que la hace su esposa. No se acuerda más de sus primeros
hijos, ni de su marido muerto, ni piensa en ellos jamás. Regresa allí y
confía, hasta tanto que los Dioses no te hayan deparado una esposa
digna, todas tus riquezas a la mejor de tus sirvientas. Y te diré otra cosa,
y pon mis palabras en tu corazón. Los más bravos pretendientes te pre-
paran una emboscada en el estrecho que separa Ítaca de la estéril Samos,
con el propósito de matarte antes de que entres en tu patria; pero no creo
que lo consigan, y por el contrario, la tierra acogerá antes que a ti a uno
de esos pretendientes que consumen tus bienes. Conduce tu bien cons-
truida nave lejos de las islas y navega de noche. Y cuando hayas llegado
a la ribera de Ítaca, envía la nave y a todos tus compañeros a la ciudad y
dirígete primero al porquerizo que cuida tus cerdos y te tiene cariño.
Duerme en su cabaña y mándale a la ciudad para que anuncie a la irre-
prochable Penélope tu saludo y tu regreso de Pilos.
Cuando hubo así hablado, se remontó al alto Olimpo. Y Telémaco des-
pertó al Nestorida de su dulce sueño empujándole con el pie, y le dijo:
—Levántate, Nestorida Pisístrato, y unce al carro los corceles de maci-
zos cascos, para que partamos.
Y le respondió el Nestorida Pisístrato:
—No nos es posible, Telémaco, por mucha prisa que tengamos, par-
tir en esta noche tenebrosa. No tardará en aparecer Eos. Esperemos a la
mañana y a que el héroe Atreida Menelao, famoso por su lanza, haya
colocado sus presentes en el carro y te haya despedido con amistosas
palabras. Un huésped siempre guarda recuerdo de un hombre hospitala-
rio que le ha recibido amistosamente.
Así habló, y al momento Eos se sentó en su trono de oro, y el bravo
Menelao se acercó a ellos, abandonando el lecho donde estaba Helena,
la de hermosos cabellos. Y cuando el caro hijo del divino Ulises le hubo
reconocido, se apresuró a vestirse su espléndida túnica, y colgando de sus
hombros un gran manto, salió del pórtico y dijo a Menelao:
—Divino Atreida Menelao, príncipe de pueblos, envíame en seguida al
querido suelo de mi patria, pues deseo en mi corazón volver a ver mi morada.
Y le respondió el valiente Menelao:
—No te detendré más tiempo, puesto que quieres regresar, que igual-
mente me enojo contra un hombre que ama a su huésped sin medida que
contra el que le aborrece. Un moderado proceder es lo mejor. Tan mal se
conduce con un huésped aquel que le despide cuando él no quiere irse,
como el que retiene al deseoso de partir; que es preciso tratarle con cariño
mientras está entre nosotros y dejarle si desea partir. Espera, sin embargo,
hasta que haya puesto en tu carro los hermosos presentes, que has de ver
con tus ojos, y ordene a mis criados que preparen un festín abundante con
los manjares que se guardan en mi palacio, que es honrado, glorioso y útil
recorrer una gran extensión de tierra después de haber comido. Si quieres
recorrer la Hélade y Argos, unciré a su yugo mis corceles y te conduciré
hacia las ciudades habitadas, y nadie nos tratará desconsideradamente, sino
que cada cual nos obsequiará con algún regalo; un trípode de bronce, un
caldero, un par de mulas, una copa de oro...
Y le respondió el prudente Telémaco:
—Divino Laertiada Menelao, príncipe de pueblos, quiero regresar a
mis lares, porque no he dejado allí ningún guardián de mis riquezas, y
temo, o perecer buscando a mi divino padre, o perder durante mi ausen-
cia mis tesoros.
Apenas oyó esto, el valiente Menelao mandó a su esposa y a sus servi-
dores preparar en el palacio una comida abundante con los manjares que
allí se encerraban. Entonces el Boetida Etonteo, que acababa de levan-
tarse, pues vivía no lejos del Rey, se acercó a éste. Y el valiente Menelao
le mandó encender lumbre y poner a asar las viandas. Y el Boetida obe-
deció tan pronto como oyó la orden. Y Menelao entró en la olorosa
cámara nupcial, y con él iban Helena y Megapentes. Cuando llegaron al
lugar donde se guardaban los objetos preciosos, el atreida tomó una
redonda copa y mandó a su hijo Megapentes que cogiese una crátera de
plata. Y Helena se detuvo ante un arca donde encerraban los vestidos de
variados colores, que ella misma confeccionara. Y Helena, la divina
mujer, tomó un peplo, el más hermoso de todos por la variedad de sus
matices, el más amplio, el que resplandecía como una estrella, y estaba
debajo de los otros, y volvieron por el palacio hasta llegar a donde se
hallaba Telémaco. Y le dijo el valiente Menelao:
—Telémaco, que Zeus, el soberano esposo de Hera, te permita el
regreso que deseas en tu alma. De todos los tesoros que se guardan en mi
palacio te daré el más hermoso, el más preciado, esta crátera, admirable-
mente labrada, de plata maciza, y cuyos bordes están guarnecidos de oro.
Es obra de Hefesto, el héroe ilustre, rey de Sidón, y hubo de ofrecérme-
la cuando a mi regreso me recibió en su palacio. Y yo quiero ofrecértela.
Cuando así hubo dicho, el héroe Atreida puso en sus manos la redon-
da copa; y el robusto Megapentes colocó ante él la espléndida crátera de
plata, y Helena, sosteniendo el peplo con sus manos, se acercó y le dijo:
—También yo, querido hijo, te haré este presente, obra de las manos de
Helena, para que se lo regales a la bienamada mujer con quien hayas de casar-
te. Hasta entonces, téngalo a su cuidado tu querida madre. Y cuando aban-
dones nuestra morada para ir a tu tierra patria, huélgate de mi recuerdo.
Diciendo esto, cogió el peplo con sus manos y él lo recibió con alegría.
Y el héroe Pisístrato colocó los presentes en una cesta y los contempló en
su alma. Después el rubio Menelao les condujo a las estancias, donde se
sentaron en sillas y sillones. Y una sirvienta vertió agua de un jarro de oro
en una fuente de plata para el lavamanos y colocó ante ellos la mesa puli-
mentada. Y la irreprochable despensera, llena de agrado para todos, cubrió
la mesa de pan y de numerosos manjares, y el Boetida cortaba las viandas
y distribuía las porciones, y el hijo del ilustre Menelao servía el vino. Y
todos pusieron mano en los manjares que tenían ante ellos.
Y cuando satisficieron el apetito y la sed, Telémaco y el ilustre hijo de
Néstor, después de uncir al yugo los caballos montaron en el espléndido
carro y salieron del vestíbulo y del pórtico sonoro. Y el rubio Atreida
Menelao salió con ellos, llevando en la mano una copa de oro llena de
vino dulce, con la que hacer una libación antes de que partieran. Y dete-
niéndose ante los caballos, dijo de esta manera:
—¡Salud, oh jóvenes! Llevad mi saludo al príncipe de pueblos Néstor,
que era para mí tan dulce como un padre cuando los aqueos combatía-
mos en Troya.
Y le respondió el prudente Telémaco:
—¡Oh divino! Repetiremos tus palabras a Néstor. Permitan los Dioses
que, de regreso en Ítaca y en la morada de Ulises, pueda contar con
cuánto cariño me has recibido y con cuántos hermosos presentes me has
obsequiado.
Y mientras así decía, un águila voló a su derecho llevando entre sus
garras un gran ánsar doméstico. Hombres y mujeres la seguían con sus
gritos, y el águila, aproximándose, pasó a la derecha de los caballos. Y
todos, al verla, se regocijaron en su corazón, y el Nestorida Pisístrato
habló el primero y dijo:
—Dinos, divino Menelao, príncipe de pueblos, si ese augurio que nos
envían los Dioses es para todos o sólo para ti.
Así dijo, y Menelao, grato a Ares, pensó cómo respondería prudente-
mente; pero Helena, la del ancho peplo, se adelantó y contestó:
—Escuchadme, y yo os predeciré, tal como los Dioses me lo inspiran y
creo se cumplirá. Lo mismo que el águila descendió de la montaña donde
nació y tiene sus crías y arrebató al ánsar de la casa donde se hallaba, así
Ulises, después de haber sufrido y errado mucho, volverá a casa y se venga-
rá. Quizá ya esté en su palacio sembrando la muerte entre los pretendientes.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—Quiéralo así el poderoso Zeus tonante, esposo de Hera, y en ade-
lante te dirigiré plegarias como si fueras una Diosa.
Así dijo, y hostigó a los caballos, que se lanzaron a la carrera por la
ciudad y la llanura. Y durante todo el día galoparon bajo el yugo, y
Helios cayó, y todos los caminos se tornaron oscuros.
Llegaron a Feras, a la morada de Diocleo, hijo de Orsiloco, a quien
engendró Alfeo. Y allí pasaron la noche, porque se les ofreció hospitali-
dad. Pero cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó
contemplar, aparejaron los caballos y, montando en el carro espléndido,
salieron del vestíbulo y del pórtico sonoro. Y fustigaron a los corceles con
el látigo, y éstos corrían impetuosos. Y llegaron en seguida a la magnífi-
ca ciudad de Pilos. Entonces Telémaco habló así al hijo de Néstor:
—Nestorida, ¿cómo cumplirás lo que me prometiste? Nos gloriamos
de ser recíprocamente huéspedes de por vida, por la amistad de nuestros
padres, por nuestra edad, que es la misma, y por este viaje, que nos unirá
más todavía. ¡Oh divino! No me conduzcas más allá de mi nave; déjame
aquí, no sea que el Anciano me retenga, a mi pesar, en su morada, por
el deseo de agasajarme, que es preciso que yo parta con premura.
Habló así, y el Nestorida meditó en su corazón el medio de cumplir
concienzudamente su promesa. Y de cuantas pensó ésta le pareció la
resolución más acertada. Volvió los caballos hacia el lugar donde estaba
la rápida nave en la orilla del mar; puso los espléndidos presentes, los ves-
tidos y el oro que había entregado Menelao sobre la popa, y dijo a
Telémaco estas palabras aladas:
—Date prisa a embarcarte y háganlo contigo tus compañeros, antes
de que yo llegue a casa, y lo refiera al Anciano, pues conozco en mi alma
y en mi corazón su entereza de ánimo. Y no te dejaría partir; por el con-
trario, vendría a buscarte por sí mismo y no querría volverse sin ti. Y
entonces se enojaría mucho.
Cuando así hubo hablado, dirigió los caballos de hermosas crines
hacia la ciudad de los pilios, y regresó rápidamente a su morada.
Mientras tanto, Telémaco exhortó a sus compañeros:
—Compañeros, preparad los aparejos de la negra nave, embarqué-
monos y continuemos nuestra ruta.
Así dijo, y tan pronto como le oyeron, se embarcaron y ocuparon sus
puestos en los bancos. Y mientras ellos se preparaban, rogaba él a Atenea
desde el extremo de la nave. Y he aquí que llegó un extranjero, fugitivo
de Argos, donde había matado a un hombre, y que era un adivino de la
estirpe de Melampo. Este vivió algún tiempo en Pilos, criadora de ove-
jas, y era rico entre los pilios, pues poseía hermosos palacios; pero huyó
lejos de su patria, hacia otro pueblo, por temor al magnánimo Neleo, el
más ilustre de los vivientes, que la había retenido por fuerza sus riquezas
numerosas durante un año, mientras él, cargado de cadenas, sufría
muchos tormentos en la morada de Filaces, pues había ultrajado a Ificles
a causa de la hija de Neleo e impelido por la cruel Diosa Erinnia. Pero
escapó a la muerte, se llevó los mugidores bueyes de Filaces a Pilos, ven-
gándose del ultraje del divino Neleo, y condujo a donde estaba su her-
mano a la joven con quien se casara, y su destino fue vivir entre los argi-
vos, sobre los que reinó. Y engendró a Anfiaro, salvador del pueblo, a
quien Zeus tempestuoso y Apolo amaron más que a nadie. Pero no llegó
al umbral de la vejez, pues pereció en Tebas, traicionado por su mujer, a
quien seducían los regalos. Y de él nacieron dos hijos: Alcmaon y
Anfiloco. Y Mantio engendró a Polifeideo y a Clito. Pero Eos, la del
áureo trono, arrebató a Clito por su hermosura y le colocó entre los
Inmortales. Y cuando murió Anfiarao, Apolo hizo a Polifeideo el más
hábil de los adivinos. Pero éste, irritado contra su padre, se retiró a
Hiperesia, donde vivió, haciendo profecías a los hombres. Y le sucedió
su hijo, que se llamaba Teoclimeno, y que era quien, deteniéndose ante
Telémaco, que rogaba y hacía libaciones en un extremo de la negra nave,
le dijo estas palabras aladas:
—¡Oh amigo! Puesto que te encuentro haciendo libaciones en este
lugar, te suplico por esas libaciones, por el Dios que invoques, por tu
propia cabeza y por la de tus compañeros, me digas la verdad sin ocul-
tarme nada. ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu pueblo?
¿Quiénes son tus padres?
Y le contestó el prudente Telémaco:
—Extranjero, te diré la verdad. Mi familia es de Ítaca y mi padre es
Ulises, si vive todavía, que probablemente pereció de funesta muerte. Y
yo he venido aquí con mis compañeros, a bordo de mi negra nave, para
informarme de mi padre, tanto tiempo ausente.
Y el divino Teoclimeno, le repuso:
—También yo voy huyendo de mi patria, donde he matado a un
hombre. Sus hermanos y sus numerosos compañeros viven en Argos,
criadora de caballos, y tienen poder entre los aqueos. Huyo de su ven-
ganza y de la negra Ker, ya que mi destino es errar entre los hombres.
Déjame embarcar en tu nave, pues vengo a ti suplicante, no sea que me
maten, porque creo que me persiguen.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—En verdad que no te arrojaré de mi nave. Sígueme; te acogeremos
con amistad y como mejor podamos.
Diciendo esto, tomó la lanza de bronce de Teoclimeno y la colocó
sobre el puente de la nave de dos filas de remos; y subió a ella, y sentán-
dose junto a popa, hizo un sitio a su lado a Teoclimeno. Sus compañe-
ros desataron la amarra, ordenóles preparar el aparejo, y se apresuraron
a obedecerle. Izaron el mástil de abeto sobre el punte, sujetándolo con
cuerdas, y desplegaron las blandas velas, estirándolas con la ayuda de
correas. Atenea, la de los ojos claros, les envió un viento propicio, que
soplaba con fuerza, y la nave surcó rápidamente la salobre agua del mar.
Helios cayó, y todos los caminos se tornaron oscuros. Y la nave, empu-
jada por un viento grato a Zeus, dejó atrás a Fera y a la divina Elide,
donde reinan los epeos. Después Telémaco se intrincó entre islas roco-
sas, preguntándose si se libraría de la muerte o si sería hecho cautivo.
Pero mientras, Ulises, el divino porquerizo y los otros pastores toma-
ban de nuevo su comida en la cabaña, y cuando hubieron satisfecho el
hambre y la sed, entonces Ulises dijo al porquerizo, por ver si le obse-
quiaba de todo corazón permitiéndole permanecer en la cabaña, o si, por
el contrario, le obligaría a marchar a la ciudad.
—Escuchadme, tú, Eumeo, y vosotros, sus amigos. Pienso ir mañana a
la ciudad, a fin de mendigar y no seros gravoso. Dadme, pues, un buen
consejo y un guía que me conduzca. Entraré en el palacio del divino
Ulises, por llevar noticias a la prudente Penélope. Y me mezclaré entre los
soberbios pretendientes porque me den de comer, ya que tienen vituallas
abundantes. Y haré todo aquello que me ordenen, pues te diré (y escú-
chame y guarda mis palabras en tu alma) que por gracia del mensajero
Hermes, que honra todos los trabajos de los hombres, ninguno podrá
competir conmigo en destreza para encender fuego, partir leña seca y
amontonarla de modo que arda bien, preparar la comida, escanciar vino y
atender a todos los servicios que los pobres hacen a los poderosos.
Y el porquerizo Eumeo, indignadísimo, le contestó:
—¡Oh huésped mío! ¿Qué proyecto concibió tu alma? Si deseas mez-
clarte a la turba de los pretendientes, es que quieres perecer. Su violencia
y su orgullo insolente llegan al Urano de hierro. Sus criados no se pare-
cen a ti; son jóvenes, ataviados con hermosos mantos y preciosas túni-
cas, hermosos de apostura y de gesto, que cubren las pulidas mesas de
pan, de viandas y de vino. Quédate con nosotros, que ninguno se eno-
jará de tu presencia: ni yo ni mis compañeros. Y cuando regrese el hijo
de Ulises, él te regalará una túnica y un manto y hará que se te conduz-
ca donde tu corazón te mande ir.
Y respondió el paciente y divino Ulises:
—Quieran los Dioses, Eumeo, que seas tan grato al Padre Zeus como
a mí me lo eres, puesto que has puesto fin a mis correrías de errante y a
mis trabajos; pues nada hay peor para los hombres que vagar así, y
muchos de ellos, vagando, sufren la inquietud, el dolor y la angustia de
su vientre hambriento. Y ahora, puesto que me retienes y me mandas
que espere la vuelta de Telémaco, háblame de la madre del divino Ulises
y de su padre, que dejó él al partir de los umbrales de la ancianidad.
¿Viven aún bajo el esplendor de Helios, o han muerto y moran ya en las
regiones de Edes?
Y el mayoral de los porqueros le respondió:
—Te diré la verdad, huésped mío. Laertes vive aún, mas suplicando
continuamente a Zeus en su morada que le separe el alma de su carne,
pues gime con amargura por su hijo ausente y por su esposa, con la que
se casó doncella, y cuya muerte le agobia de tristeza y le hace sentir el
horror de la vejez. Murió de deplorable muerte por el recuerdo de su
ilustre hijo. Ojalá no perezca de ese mal ninguno a quien yo quiera.
Durante el largo espacio de su vida gustaba de preguntarme y consultar-
me, pues me había educado por sí misma, a la vez que a su ilustre hija
Climene, la del largo peplo, a quien parió la última. Con su hija me crió,
y nunca me honró menos que a ella. Pero cuando los dos llegamos a la
pubertad, Climene se casó con un samio que hizo numerosos regalos a
sus padres. Y entonces Anticlea me dio un manto, una túnica, unas lin-
das sandalias y me envió al campo y aún me quiso más en su corazón.
Ahora carezco de todos esos bienes; pero los Dioses han hecho que fruc-
tifique mi trabajo, y por ellos como y bebo y socorro a los venerables
suplicantes. Sin embargo, me es doloroso no poder oír las palabras de mi
señora; pero la desgracia y los hombres insolentes han invadido aquella
casa, y están los sirvientes privados de hablar con libertad a su señora, de
preguntarle, de comer y de beber con ella, y de llevarse al campo algu-
nos de los presentes que regocijan el ánimo de los criados.
Y le respondió el paciente Ulises:
—¡Oh Dioses! Joven, en verdad, porquerizo Eumeo, fuiste alejado de
tu pueblo y de tus padres. Y ahora, cuéntame la verdad. ¿Fue destruida
la ciudad de anchas calles donde vivió tu padre y tu venerable madre, o
te cogieron algunos hombres perversos mientras cuidabas tus ovejas o tus
bueyes, transportándote en su nave y vendiéndote en la morada de algún
hombre que ofreciera por ti una buena suma?
Y le contestó el mayoral de los porquerizos:
—Forastero, puesto que me preguntas estas cosas, óyeme en silencio
y regocíjate bebiendo vino con reposo. Las noches son largas y dejan
tiempo para dormir y tiempo para recrearse en los relatos. Y no convie-
ne que duermas antes de la hora pues el mucho sueño es perjudicial. Si
el alma y el corazón de alguno de los presentes le piden dormir, que
salga, y al alzarse Eos, una vez que desayune, vaya a cuidar de los cerdos
del señor. Nosotros, comiendo y bebiendo en la cabaña, deleitarémonos
con el recuerdo de nuestros infortunios, pues el hombre que ha sufrido
y vagado mucho se encanta con el recuerdo de sus trabajos. Y voy a con-
testarte, puesto que me interrogas:
«Hay una isla, cuyo nombre es Siria, encima de Ortigia, del lado
donde Helios cae. Es pequeña, pero agradable, y produce en abundan-
cia bueyes, ovejas, vino y trigo, y jamás el hambre aflige al pueblo, ni
enfermedad alguna a sus míseros moradores. Cuando las personas de
una generación envejecen, Apolo, el del arco de plata, y Artemisa se pre-
sentan y las matan con sus ilustres flechas. Dos ciudades se han reparti-
do el país y mi padre, Ctesio Ormenida, semejante a los Inmortales,
regentaba las dos, cuando llegaron los fenicios, ilustres por el arte de
navegar, hábiles y astutos, llevando a bordo de su negra nave mil objetos
caprichosos. Había en casa de mi padre una mujer de Fenicia, alta, her-
mosa y hábil en las labores de mano. Y los fenicios, astutos, la sedujeron.
Uno de éstos, yendo aquélla a lavar, se unió a ella en la abierta nave por
vínculos de amor, que turba a las mujeres lujuriosas, aunque sean pru-
dentes. Luego le preguntó quién era y de dónde procedía, y al punto
habló ella de la magnífica casa de su padre:
—Me envanezco de ser de Sidón, rica en bronce, y soy la hija del pode-
roso Aribas. Los piratas tafienos me robaron un día en el campo, y fui trans-
portada aquí, a la morada de Ctesio, que, pagó por mí una buena suma.
Y aquel hombre le respondió:
—Si quisieras volver con nosotros hacia tus lares, volverías a contemplar
la magnífica morada de tus padres, y a ellos mismos, pues todavía viven.
Y la mujer le respondió:
—Sea como decís, si los marinos quieren prestarme juramento de que
han de repatriarme sana y salva.
Habló así, y todos se lo juraron y cuando hubieron pronunciado todas
las palabras del juramento, la mujer le dijo todavía:
—Ahora ninguno de vosotros me hable si me hallara en la calle o en
la fuente, no se lo digan al anciano, pues si algo sospechara me cargaría
de cadenas y prepararía vuestra muerte. Guardad mis palabras en vues-
tro corazón y apresuraos a adquirir vituallas. Y cuando la nave esté reple-
ta de provisiones, que vaya un mensajero a avisarme a mi casa. Os trae-
ré todo el oro que caiga en mis manos y os haré, porque así lo deseo, otro
presente. Cuido, a la sazón, en sus moradas, del hijo de Ctesio, un niño
inquieto y que suele salir a correr fuera de su casa. La traeré a la nave, y
podréis obtener por él una buena suma vendiéndole a los extranjeros.
Después de decir esto fue a nuestro magnífico palacio. Y los fenicios
permanecieron un año entre nosotros, acumulando numerosas riquezas en
su abierta nave. Y cuando ésta estuvo llena, mandaron a la mujer un men-
sajero con el aviso de que iban a partir. Y aquel mensajero, maestro en astu-
cias, vino a la casa de mi padre con un collar de oro adornado de esmalte.
Y mi venerable madre y todas las criadas pasaron el collar de mano en
mano, contemplándolo, y cada una le ofreció por él una buena suma; pero
el hombre no respondía, y después de hacer una seña a la mujer; se volvió
hacia la nave. Entonces, la mujer, cogiéndome de la mano, salió de mi
casa. Y encontró en el vestíbulo algunas copas de oro sobre las mesas de los
convidados a quienes mi padre había obsequiado con un festín. Y éstos
habían ido al ágora del pueblo. Cogió tres copas, que ocultó en su seno, y
salió y yo la seguí sin sospechar nada. Cayó Helios, y todos los caminos se
tornaron oscuros; pronto llegamos al puerto donde estaba la rápida nave
de los fenicios, que, una vez que nos acomodaron en ella, subieron y sur-
caron los húmedos caminos, y Zeus nos envió un viento propicio. Y nave-
gamos durante seis días y seis noches; pero cuando el Cronida Zeus ama-
neció al séptimo, Artemisa, que se envanece de sus flechas, mató a la
mujer, que cayó con gran ruido a la sentina como si fuera un gallinazo. Los
marinos la arrojaron para que fuera pasto de los peces y las focas, y yo
quedé solo, dolorido en mi corazón. Y el viento y las olas empujaron a los
fenicios hasta Ítaca, donde Laertes me compró con sus propias riquezas. Y
por eso he visto con mis propios ojos esta tierra.»
Y le respondió el divino Ulises:
—¡Eumeo, en verdad que has conmovido mi corazón refiriéndome
todos los infortunios que has sufrido; pero Zeus ha mezclado para ti el
mal con el bien, pues entraste, después de padecer tantos trabajos, en la
casa de un varón excelente, que te da en abundancia de comer y beber,
y tu vida es apacible, mientras que yo sólo he conseguido llegar aquí des-
pués de vagar, a través de numerosas poblaciones!
Así departían. Después durmieron poco tiempo, pues Eos apareció en
su hermoso trono.
Durante este tiempo, los compañeros de Telémaco, habiendo tocado
tierra, plegaron las velas y abatieron el mástil y condujeron la nave al
puerto con la ayuda de los remos. Echaron luego las anclas y sujetaron
los cables. Después, cuando salieron de la nave, prepararon la comida en
la orilla del mar y mezclaron el rojo vino. Y cuando hubieron satisfecho
el hambre y la sed, el prudente Telémaco les dijo:
—Conducid la negra nave a la ciudad, que yo voy hacia el campo y mis
pastores. Y esta noche, cuando haya visto el trabajo de mis tierras, volveré; y
mañana, de madrugada, os ofreceré un buen festín de viandas y vino dulce.
Y entonces le dijo el divino Teoclimeno:
—Y yo, querido hijo, ¿dónde iré? ¿Con quién de los varones que
gobiernan la abrupta Ítaca ganaré mi vida? ¿Debo ir al lado de tu madre,
a tu propio palacio?
Y el prudente Telémaco le contestó:
—No te aconsejara yo que fueras a otra casa que la mía, donde no
habían de faltarte los dones de la hospitalidad; mas hoy sería lo peor para
ti. Estaré yo ausente, y mi madre no te ha de ver, pues teje una tela en
las cámaras más altas, lejos de los pretendientes; pero yo te indicaré otro
hombre hacia el que has de dirigirte: Eurimaco, hijo ilustre del pruden-
te Polibo, a quien los itacenses miran como a un Dios. Es como mucho
el más ilustre de los hombres, y desea vivamente casarse con mi madre y
poseer los honores de Ulises. Pero el olímpico Zeus que habita en el Éter
sabe si todos han de ver amanecer su último día antes del de sus nupcias.
Esto decía, cuando un gavilán, rápido mensajero de Apolo, voló a su
derecha llevando entre sus garras una paloma, cuyas plumas esparció
entre la nave y el propio Telémaco. Entonces Teoclimeno, llevando a
aquél lejos de sus compañeros, le cogió la mano y le dijo:
—Telémaco, ese pájaro no voló a tu derecha, sin que lo quisiera un
Dios. Lo he mirado y conozco que es un signo augural. No hay más
estirpe real que la vuestra en Ítaca, y seréis siempre poderosos.
Y en seguida respondió Telémaco:
—¡Permitan los Dioses, forastero, que tus palabras se cumplan! Te
adoraría y te haría numerosos presentes, y nadie podría llamarse más
dichoso que tú.
Así habló, y dijo a su fiel compañero Pireo:
—Pireo Clítida, eres el más querido compañero de cuantos me siguie-
ron a Pilos. Conduce a este hombre a tu morada, ten cuidado de él y
hónrale hasta que yo vaya.
Y respondió Pireo, famoso por su lanza:
—Telémaco, aun cuando tengas necesidad de permanecer mucho
tiempo aquí, yo atenderé a este forastero, y nada le faltará de cuanto es
debido a un huésped.
Dijo así, entró en la nave y dio orden a sus compañeros de embarcar
y desatar los cables. Y Telémaco, después de calzar sus pies con lindas
sandalias. tomó del puente de la nave una lanza sólida y brillante con
broncínea punta. Y mientras sus compañeros desataban los cables y
navegaban con rumbo a la ciudad, según ordenara Telémaco, el caro hijo
de Ulises, éste se dirigió con paso ágil hacia la cerca donde estaban ence-
rrados sus numerosos cerdos, junto a los cuales dormía el porquerizo fiel
y afecto a sus señores.
CANTO XVI

Al levantarse Eos, Ulises y el divino porquerizo prepararon la comida,


encendieron la lumbre y mandaron a los pastores con las piaras de los
cerdos. Y cuando Telémaco se aproximaba, los perros aulladores no
ladraron, sino que movieron la cola. Y Ulises, que les vio mover la cola
y había oído ruidos de pasos, dijo a Eumeo estas palabras aladas:
—Eumeo, sin duda uno de tus compañeros se aproxima o algún
hombre conocido, pues no aúllan los canes, sino que mueven la cola, y
siento ruido de pasos.
Apenas había dicho esto, cuando su querido hijo se detuvo ante el
pórtico. El porquerizo se adelantó, estupefacto, y el vaso en el cual mez-
claba el vino rojo se le cayó de las manos, y llegando ante su señor, le
besó en la cabeza, en los bellos ojos y en las manos, vertiendo lágrimas
como un padre lleno de ternura que vuelve de una tierra lejana después
de diez años de ausencia y abraza a su hijo único, engendrado en la vejez,
y por el que se han sufrido muchos males. Así el porquerizo cubría de
besos al divino Telémaco, y abrazándole como si hubiera escapado de la
muerte le dijo, llorando, estas palabras aladas:
—¡Ya has vuelto, Telémaco, dulce luz! Creí que no volvería a verte jamás
después de tu partida a Pilos. Entra pronto, hijo querido, para que me delei-
te mirándote, ya que llegas de tan lejos. No vienes con frecuencia a tus tie-
rras a ver tus riquezas y a vigilar la funesta turba de los pretendientes.
Y le respondió el prudente Telémaco:
—Sea como tú quieres, abuelo. He venido por ti, para verte con mis
ojos y para oírte, y para que me digas si mi madre continúa en nuestra
casa o alguien la ha hecho su esposa. ¡Que pudiera ser el abandonado
lecho de Ulises lugar para las inmundas arañas!
Y el mayoral de los porquerizos le repuso:
—Tu madre permanece con ánimo paciente en tu palacio, y llora
noche y día, agobiada por la pena.
Cuando así hubo dicho, tomó su lanza de bronce. Y Telémaco entró,
trasponiendo el umbral de piedra. Y Ulises, su padre, quiso cederle su
sitio; pero Telémaco le retuvo, diciéndole:
—Siéntate, forastero, que yo hallaré otro lugar en esta cabaña, y este
hombre me lo preparará.
Así dijo, y Ulises tornó a sentarse, y el porquerizo amontonó ramas
verdes y echó una piel por encima, y el caro hijo de Ulises se sentó.
Después el porquerizo colocó ante ellos platos de carnes asadas que habí-
an dejado de la comida de la víspera. Amontonó presurosamente pan en
los cestos, mezcló vino rojo y espeso y se sentó frente a Ulises. Y pusie-
ron mano en las viandas que tenían ante ellos. Y cuando hubieron satis-
fecho el hambre y sed, Telémaco dijo al divino porquerizo:
—Dime, abuelo, ¿de dónde viene este huésped? ¿Cómo los marineros
le trajeron a Ítaca? ¿Quién se gloria de ser? Pues no creo que haya veni-
do andando hasta aquí.
Y le repuso el porquerizo Eumeo:
—Hijo mío, te diré la verdad. Se gloria de ser de la vasta Creta. Y dice
que, vagando, ha recorrido numerosas ciudades habitadas, pues sin duda
un Dios le impuso ese sino. Ahora, huyendo de la nave de unos trespo-
tas, ha llegado a mi cabaña, y a ti te lo confío. Haz de él lo que quieras,
pues dice que es tu suplicante.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—Eumeo, ciertamente, has pronunciado una palabra dolorosa.
¿Cómo recibirle yo en mi morada? Soy joven, y no podré reprimir por
mi propia mano a quien intentara ultrajarle. El espíritu de mi madre
duda, y no sabe si, por respeto al lecho de su esposo, y a la opinión públi-
ca, continuar al cuidado de la casa, o seguir al más ilustre de los aqueos,
que se casaría con ella y le haría numerosos presentes. Mas, puesto que
este forastero ha llegado a tu morada, yo le daré preciosos vestidos, un
manto y una túnica, una espada de doble filo y un par de sandalias y le
enviaré donde su corazón desee ir. Si tú consientes en ello, cuídale en tu
cabaña. Aquí mandaré yo los vestidos y el pan, a fin de que se alimente
y no os sea gravoso ni a ti ni a tus compañeros. Mas no he de dejarle que
se aproxime a los pretendientes, cuya insolencia es tan grande, pues
podrían intentar ultrajarle, y ello me produciría un amargo dolor; por-
que, ¿qué podría hacer un solo hombre, aun siendo muy vigoroso, con-
tra tan crecido número? Siempre resultarán ellos los más fuertes.
Y dijo el paciente y divino Ulises:
—¡Oh amigo! Puesto que me permites que te responda, te diré que se
desgarra mi corazón al oírte decirle que, mal de tu agrado y siendo quien
eres, cometen los pretendientes semejantes iniquidades en tu casa. Dime
si las consientes voluntario o si tus convecinos, obedeciendo a los Dioses,
te aborrecen. Si no tienes queja de tus hermanos, deberías ayudarte de
ellos, pues es un apoyo al que es preciso acudir cuando se suscita una
pública disensión. ¡Pluguiera a los Dioses que yo fuese tan joven como
tú y estuviera lleno de vigor, o fuese el irreprochable hijo de Ulises, o
Ulises mismo, y que regresara, porque no está perdida toda esperanza!
Consentiría en que un enemigo me cortara la cabeza si no me dirigía
inmediatamente a la morada del Laertiada Ulises para ser la ruina de
todos! ¡Y si, siendo solo, la multitud de ellos me vencía, preferiría ser
muerto en mi casa a ver esos espectáculos vergonzosos: mis huéspedes
maltratados, mis doncellas miserablemente violadas en mis hermosas
estancias, mi vino agotado, mis vituallas devoradas descaradamente y
por un designio vano que jamás ha de cumplirse!
Y le contestó el prudente Telémaco:
—Forastero, te diré la verdad. El pueblo no está irritado contra mí, y
no acuso tampoco a mis hermanos, con cuyo apoyo hay que contar
cuando de una gran disensión pública se trate. El Cronida sólo ha con-
cedido un hijo a cada familia de nuestra estirpe, Arkesio no ha engen-
drado más que a Laertes, y Laertes no ha engendrado más que a Ulises,
y Ulises no ha engendrado más que a mí en las moradas en que hubo de
dejarme y donde no ha gozado de compañía. Y ahora hay en mi casa
numerosos enemigos. Los que dominan en las islas, con Dulikio, en
Same, Zacintio, cubierta de bosques, y aquellos otros que dominan en
Ítaca, todos desean a mi madre y arruinan mi mansión. Y mi madre no
rehúsa ni acepta esas odiosas nupcias, y todos agotan mis bienes, arrui-
nan mi casa y pronto me matarán a mí también. Mas, en verdad, estas
cosas están en el halda de los Dioses. Ve, abuelo Eumeo, y di a la pru-
dente Penélope que llegué indemne de regreso de Pilos. Yo te espero
aquí. Vuélvete cuando le hayas hablado a ella, y que ninguno de los
aqueos te escuche, pues todos preparan mi perdición.
Y le contestó el porquerizo Eumeo:
—Oigo y comprendo lo que mandas hacer. Mas dime si, de paso, lle-
varé esta noticia al infortunado Laertes. Antes, aun cuando lloraba
Ulises, sobrellevaba su infortunio, y cuando su ánimo se lo ordenaba,
bebía y comía con los criados en su mansión; mas, desde que partiste en
la nave para Pilos, dicen que no come ni bebe y que no vigila los traba-
jos, sino que permanece suspirando y lamentándose y que se consume
en torno a los huesos.
Y le respondió el prudente Telémaco:
—Muy triste es eso; pero no vayas a verle, pese a su dolor. Si el desti-
no pudiera ser elegido por los hombres, nosotros eligiríamos el día del
retorno de mi padre. Vuélvete tan pronto como hayas hablado con mi
madre y no te alejes por el campo en busca de Laertes; pero di a mi
madre que comunique en seguida secretamente mi regreso al anciano
por mediación de la despensera.
Así dijo, excitando al porquerizo, que ató las sandalias a sus pies y partió
para la ciudad. Pero no pasó inadvertida para Palas Atenea la partida de
Eumeo, y hubo de aparecérsele semejante a una hermosa mujer, alta y hábil
en delicadas labores. Se detuvo en el umbral de la cabaña, haciéndose visible
solamente a Ulises, y Telémaco no la vio, pues los Dioses no se manifiestan
a todos los hombres. Y Ulises y los perros la vieron y no aullaron los perros,
sino que huyeron rezongando, al interior de la cabaña. Entonces Atenea hizo
una seña con las cejas, y el divino Ulises la entendió, y saliendo, se alejó del
gran muro del establo, y se detuvo ante Atenea, que le dijo:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises: habla ahora a tu hijo y no le
ocultes nada, para que preparéis el exterminio y la muerte de los preten-
dientes y marchéis a la ciudad. No estaré mucho tiempo alejada de voso-
tros, pues tengo deseos de luchar.
Así dijo Atenea, y le tocó con su varita de oro. Le cubrió con hermo-
sos vestidos que llevaba de antemano, aumentándole la talla y rejuvene-
ciéndole, y sus mejillas se tornaron más brillantes y su barba se volvió
negra. Y Atenea, después de hacer esto, desapareció.
Entonces Ulises entró de nuevo en la cabaña, y su caro hijo se quedó
estupefacto en su presencia, volviendo los ojos a otro sitio, temeroso de
que fuese un Dios. Y le dijo estas palabras aladas:
—Extranjero, me pareces otro distinto al de antes; llevas otras vesti-
duras y tu cuerpo no es el mismo. Si eres un Dios de los que pueblan el
ancho Urano, sé piadoso. Te ofreceremos excelentes sacrificios y te hare-
mos presentes de oro. Ampáranos.
Y le respondió el paciente y divino Ulises:
—No soy ningún Dios. ¿Por qué me confundes con los Dioses? Soy
tu padre, por quien suspiras y por quien has sufrido dolorosas penas y
ultrajes de los hombres.
Diciendo esto abrazó a su hijo, y sus lágrimas cayeron de sus mejillas
al suelo, pues hasta entonces las había retenido. Pero Telémaco, no
pudiendo convencerse de que fuera su padre, le dijo de nuevo:
—Tú no eres Ulises, mi padre, sino un Dios que me engaña, para que
suspire y solloce más aún. Nunca podrá un hombre mortal llevar a cabo
ciertas cosas si un Dios, presentándose, no le hace fácilmente convertir-
se a su capricho en joven o en viejo. Pues tú eras anciano ha poco tiem-
po y vestías miserablemente, y he aquí que ahora te asemejas a los Dioses
que habitan el ancho Urano.
Y el prudente Ulises le contestó:
—Telémaco, no es bien que permanezcas ante tu querido padre en tal
grado sorprendido y estupefacto. Ningún otro Ulises vendrá jamás aquí,
pues yo soy Ulises, el que ha sufrido innumerables males, y que regresa,
después de veinte años, a la tierra patria. La devastadora Atenea ha obra-
do este prodigio. Ella me hace aparecer como le place, porque tiene
poder para ello. Unas veces me torna semejante a un mendigo; otras, me
cambia en un hombre joven que lleva hermosas vestiduras sobre su cuer-
po, pues es fácil a los Dioses que habitan el ancho Urano glorificar a un
hombre mortal o convertirle en un miserable.
Así dijo, y se sentó. Entonces Telémaco abrazó a su valeroso padre,
derramando lágrimas. A los dos les tomó el deseo de llorar, y lloraron
abundantemente y con grandes gritos, como las águilas o como los bui-
tres de corvas uñas cuando los pastores les arrebatan sus crías antes de
que puedan volar. Así caían las lágrimas de sus párpados, y antes de que
acabaran de llorar, la luz de Helios hubiérase extinguido si Telémaco no
dijera súbitamente a su padre:
—Padre, ¿qué marineros te condujeron hasta Ítaca en su nave?
¿Quiénes son? Pues no creo que hayas venido andando.
—Y el paciente y divino Ulises contestóle:
—Hijo mío, te diré la verdad. Los ilustres marinos faiakienos me han
traído, pues tienen la costumbre de repatriar a todos los hombres que lle-
gan hasta ellos. Me han traído surcando el mar, dormido a bordo de su
ligera nave, y me han dejado en tierra de Ítaca; me han dado abundan-
tes y cuantiosos regalos: bronce, oro y espléndidos vestidos. Por consejo
de los Dioses, todos fueron depositados en una caverna; y vine hasta
aquí, asesorado por Atenea, a fin de que meditemos el exterminio de
nuestros enemigos. Dime el número de los pretendientes, para que yo
sepa cuántos bravos son, y consultaré en mi corazón irreprochable si
debemos retarles solos o si nos será preciso buscar ayuda.
Y le respondió el prudente Telémaco:
—He oído, padre, en efecto, hablar de tu gran fama, y sé que eres
muy bravo y guardas mucha prudencia; pero has pronunciado una gran
palabra, y me ha sobrecogido el estupor, pues dos hombres solamente no
pueden combatir contra tan fuertes guerreros. Los pretendientes no son
diez, ni dos veces diez, sino muchos más, y voy a contártelos, para que
sepas su número. Hay, por lo pronto, cincuenta y dos jóvenes escogidos
de Dulikio, con seis de sus criados; veinticuatro de Same, veinte aqueos
jóvenes de Zacinto y los doce más valientes de la propia Ítaca. Con éstos
está Medón, heraldo y divino Aeda, y dos siervos duchos en preparar
banquetes. Si atacamos a todos reunidos, ve si no sufrirás amarga y terri-
blemente las consecuencias de su superioridad. Mas puedes llamar en
nuestra ayuda a algún aliado que nos secunde con ánimo firme.
Y le respondió el paciente y divino Ulises:
—Escucha con atención lo que voy a decirte. Piensa si Atenea y su
padre Zeus nos serán suficientes y si debo pedir la ayuda de otro aliado.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—Los que tú nombras son los mejores aliados. Tienen asiento en las
altas nubes y mandan en los hombres y en los Dioses inmortales.
Y le contestó el divino Ulises:
—No permanecerán mucho tiempo alejados de la ruda lucha cuando
la Fuerza de Ares haya de juzgar entre nosotros y los pretendientes en nues-
tra propia morada. Tú, en cuanto se alce Eos, marcha a tu casa, y habla a
los soberbios pretendientes. El porquerizo me acompañará en seguida a la
ciudad, donde apareceré transformado en un mendigo. Si me ultrajasen en
mi propia casa, soporte con paciencia tu corazón mis sufrimientos. Igual
si me arrastraran con los pies fuera de casa que si me hirieran con sus
armas, míralo todo con paciencia. Pídeles sólo con suaves palabras que
cesen en sus ultrajes. Mas no te escucharán, porque ese día fatal se aproxi-
ma. Cuando Atenea, la de los muchos consejos, haya inspirado mi espíri-
tu, te haré una señal con la cabeza, y tú la entenderás. Transporta enton-
ces a un rincón de la estancia alta todas las armas de Ares que están en la
gran sala. Y si los pretendientes preguntan por ellas, diles con suaves pala-
bras: «Las puse yo lejos del humo, porque ya no son las que eran otro tiem-
po, cuando Ulises las dejó al partir para Troya, sino que están sucias por el
calor de la lumbre. Además, el Cronida me ha sugerido un buen pensa-
miento, temeroso de que, excitados por el vino, se arme querella entre
nosotros, y os hirieseis mutuamente, manchando así el festín y vuestras
nupcias futuras, pues el hierro atrae al hombres.» Dejarás solamente para
nosotros dos espadas, dos lanzas y dos escudos, que podamos coger cuan-
do nos arrojemos contra ellos. Después Palas Atenea y el muy sabio Zeus
nublarán su espíritu. Y ahora he de decirte otra cosa. Retenla en tu cora-
zón. Si eres, en verdad, de mi sangre, que nadie sepa que Ulises ha regre-
sado, ni Laertes, ni el porquerizo, ni ninguno de los criados, ni Penélope
misma. Solos tú y yo exploremos el espíritu de siervos y criados, a fin de
que sepamos quiénes de ellos nos honran y respetan en su corazón y quié-
nes no se cuidan de nosotros y a ti te menosprecian.
Y le respondió su ilustre hijo:
—Ciertamente, padre, pienso que pronto te darás cuenta de mi
ánimo, pues no soy ni perezoso ni blando; pero creo también que esto
no nos conviene a ti ni a mí, y te ruego que lo medites. Perderás mucho
tiempo en probar a cada criado, recorriendo los campos, mientras los
pretendientes, tranquilos en tu casa, devoran descaradamente tus rique-
zas, sin escatimar nada. Cuídate de averiguar qué siervos te son fieles y
cuáles te ultrajan; pero no pruebes a los criados en el palacio. Hazlo des-
pués, si, en efecto, ves alguna señal de Zeus tempestuoso.
Mientras así conversaban, llegó la nave bien construida que había tra-
ído de Pilos a Telémaco y todos sus compañeros, y entró en el hondo
puerto. Allí ya, arrastraron la negra nave a tierra. Después los magnáni-
mos servidores se llevaron los aparejos y también los espléndidos pre-
sentes a las moradas de Clitio. Y luego enviaron un mensaje a la mora-
da de Ulises, para que anunciase a la prudente Penélope que Telémaco
se hallaba en el campo y había ordenado condujeran la nave a la ciudad,
para que la ilustre reina, confortada, no vertiera más lágrimas. Y el men-
sajero y el divino porquerizo, portadores del mismo recado para la noble
señora, se encontraron, y cuando llegaron al palacio del divino Rey, el
heraldo dijo, en medio de las sirvientas:
—Ha llegado, ¡oh Reina!, tu querido hijo.
Y el porquerizo, acercándose a Penélope, le repitió todo lo que su querido
hijo le había ordenado que dijera. Y cuando hubo cumplido su mandato, se
apresuró a reunirse con sus puercos, abandonando el patio y el palacio.
Y los pretendientes, entristecidos y confusos en su ánimo, salieron de
la morada y se sentaron junto a un gran muro del patio, ante las puer-
tas. Y habló primero Eurimaco, hijo de Polibo, diciendo:
—¡Amigos! Ciertamente, Telémaco ha llevado a término una empre-
sa audaz, que nosotros creíamos no acabaría. Botemos al mar una sólida
y negra nave y reunamos en seguida a los remeros que avisen a los nues-
tros para que vengan presurosos.
Y no había acabado de hablar, cuando Anfinomo, que estaba miran-
do al mar, vio entrar una nave en el profundo puerto. Sus marinos habí-
an recogido las velas y sólo se servían de los remos. Entonces dijo a los
pretendientes, echándose a reír:
—No enviemos ningún mensaje. Helos ahí, entrando. O algún Dios
se lo habrá dicho, o vieron venir la otra nave, y no pudieron alcanzarla.
Así dijo, y todos, levantándose, corrieron a la orilla del mar. En segui-
da los marinos sacaron la negra nave a tierra, y los magnánimos servido-
res quitaron los aparejos. Luego todos se reunieron en el ágora y no deja-
ron que con ellos se sentaran ni jóvenes ni viejos. Y Antinoo, hijo de
Eupites, les dijo:
—¡Oh amigos! Los Dioses han preservado a ese hombre de todo mal.
Todos los días numerosos centinelas permanecían sentados en las altas
rocas azotadas por los vientos. Después de caer Helios jamás hemos dor-
mido en tierra, sino que, navegando a bordo de la ligera nave, esperába-
mos a la divina Eos, acechando a Telémaco, con el fin de darle muerte
en la travesía. Pero un Dios le ha traído a su morada. Deliberemos ahora
sobre su muerte. Es preciso que Telémaco no se nos escape, pues creo
que, si vive, no se cumplirá nuestro designio, que está dotado de pru-
dencia y buen criterio y las gentes no nos son favorables.
Apresurémonos, antes de que reúna a los acayos en al ágora, que supon-
go no tardará en hacerlo. Desahogará su cólera y dirá, alzándose entre
todos, que tenemos pensado matarle, pero que no hemos podido encon-
trarle. Y cuando le oigan no aprobarán tan malvado propósito. Temamos
que mediten nuestro daño, que nos echen de nuestras propias casas y nos
veamos forzados a huir a pueblos extranjeros. Prevengamos a Telémaco,
dándole muerte lejos de la ciudad, en los campos o en el camino.
Tomemos su vida y sus riquezas, que repartiremos entre todos equitati-
vamente, y dejaremos el palacio para su madre y para el que con ella se
despose. Si mis palabras no os complacen y queréis que viva y conserve
los bienes de su patrimonio, no consumamos reunidos aquí sus caras
riquezas, y que cada uno de nosotros, retirado en su casa, pretenda a
Penélope ofreciéndole presentes, y cásese ella con el que le haga más
regalos y sea designado por la suerte.
Así dijo, y todos quedaron silenciosos. Entonces les habló Anfinomo, hijo
del rey Niso Aretiada. Era jefe de los pretendientes llegados de Dulikio, her-
bosa y fecunda en trigo, y placía más que los otros a Penélope por sus pala-
bras y sus pensamientos. Y les habló prudentemente, diciéndoles:
—¡Oh amigos! Yo no quiero dar muerte a Telémaco, que es terrible
acabar el linaje de los Reyes. Consultemos por de pronto los designios
de los Dioses. Si los decretos del gran Zeus nos aprueban el propósito,
yo mataré a Telémaco por mis propias manos y excitaré a los demás a que
me imiten; mas si los Dioses nos apartaran de él, yo os rogaría que no
emprendiéramos nada.
Así dijo Anfinomo, y lo que dijo se aplaudió. Y en el acto se levanta-
ron todos y fueron al palacio de Ulises y tomaron asiento en los sillones
pulimentados. Y Penélope resolvió entonces presentarse ante los injurio-
sos pretendientes, pues había tenido noticia de la muerte que prepara-
ban a su hijo en su propia casa. El heraldo Medón, que conocía aquellos
propósitos, se lo había dicho. Y se apresuró a bajar al salón con sus don-
cellas. Y cuando la noble mujer llegó adonde estaban los pretendientes,
se detuvo en el umbral de la hermosa sala con un velo que le cubría las
mejillas. Y recriminó a Antinoo, diciéndole:
—Insolente y malvado Antinoo: dicen que sobresales entre los de tu
edad en el pueblo de Ítaca por tu prudencia y tu palabra; pero no es ver-
dad lo que de ti se dice. ¡Insensato! ¿Por qué urdes la asechanza y la
muerte contra Telémaco y no te cuidas de ruegos de los suplicantes que
tienen a Zeus por testigo? Es un impío pensamiento eso de maquinar la
muerte de otro. ¿No sabes que tu padre se refugió aquí huyendo del pue-
blo indignado contra él? En unión de los piratas tafienos había saquea-
do a los esprotas, que eran nuestros amigos, y el pueblo quería matarle,
desgarrar su corazón y devorar sus cuantiosas riquezas. Pero Ulises lo
impidió, conteniéndolos. ¡Y he aquí que ahora que arruinas vergonzosa-
mente su palacio, pretendes a su mujer y quieres matar a su hijo y col-
mas mi espíritu de tormentos! Te ordeno que te reportes y hagas que se
reporten los demás.
Y le respondió Eurimaco, hijo de Polibo:
—Hija de Icario, prudente Penélope, cobra ánimo y no haya más
inquietudes en tu espíritu. No existe ni existirá jamás, mientras yo viva
y tenga luz en los ojos, el hombre que ponga su mano en tu hijo
Telémaco. Digo, en verdad, y mi palabra se cumpliría, que negra sangre
resbalaría a lo largo de mi lanza. Muchas veces Ulises, el destructor de
ciudades, me tuvo sentado en sus rodillas y me ofreció con sus manos
carne asada y vino rojo. Por eso Telémaco me es el más caro de los hom-
bres. Le exhorto a que no tema la muerte, si han de causársela los pre-
tendientes, ya que no se puede evitar si lo manda un Dios.
Dijo así, y la tranquilizó; pero él urdía también la muerte de
Telémaco. Y Penélope subió a su espléndida y elevada estancia, donde
lloró por Ulises, su querido esposo, hasta que Atenea, la de los ojos cla-
ros, hubo extendido en sus párpados el dulce sueño.
Y al anochecer, el divino porquerizo llegó al lado de Ulises y de su
hijo, los cuales habían sacrificado un cerdo de un año y preparaban la
cena en la cabaña. Y Atenea acercóse al Laertiada Ulises, y tocándole con
su varita, de nuevo le cambió en un anciano. Y le cubrió el cuerpo de
harapos, temerosa de que le reconociera el porquerizo y fuera a dar la
noticia a la prudente Penélope, que tal vez olvidara su prudencia.
Y Telémaco fue el primero en hablar, y dijo:
—¡Ya estás de vuelta, divino Eumeo! ¿Qué se dice en la ciudad? ¿Han
regresado ya los soberbios pretendientes de su emboscada, o me acechan
aún en la travesía?
Y le respondió el porquerizo Eumeo:
—No me he ocupado de eso mientras he estado en la ciudad, pues mi
corazón me ordenaba regresar prontamente una vez cumplido mi mensa-
je; pero me he encontrado a un diligente heraldo enviado por tus compa-
ñeros, y que ha sido el primero en hablar con tu madre. Pero sé esto otro
que mis ojos han visto: ya fuera de la ciudad, desde la colina de Hermes,
he advertido una rápida nave que entraba en el puerto. Conducía muchos
hombres y estaba cargada de escudos y de lanzas de dos puntas. Creo que
eran los propios pretendientes, pero no lo sé con certeza.
Así dijo, y la Fuerza sagrada de Telémaco se puso a reír viendo a su
padre a espaldas del porquerizo. Y después de terminado su trabajo, pre-
pararon la comida y comieron, y a ninguno, en su corazón, le faltó su
parte equitativa. Y cuando hubieron satisfecho el hambre y la sed, se
acostaron y durmiéronse.
CANTO XVII

Cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-


templar, Telémaco, el caro hijo del divino Ulises, sujetó a sus pies las her-
mosas sandalias, cogió una sólida lanza que se adaptaba a sus manos y,
presto a salir hacia la ciudad, dijo al porquerizo:
—Abuelo; voy a la ciudad para que mi madre me vea, pues no creo deje
de llorar y gemir hasta que nuevamente me haya visto. A ti te ordeno lleves
a la ciudad a este desdichado extranjero, para que mendigue su alimento. El
que quiera darle de comer y beber, lo hará. Yo no puedo, tal como estoy ago-
biado de pesares, encargarme de todos hombres. Si este forastero se irrita,
peor será para él, pues a mí me gusta hablar sinceramente.
Y le contestó el sutil Ulises:
—¡Oh amigo! No deseo ser retenido aquí. Quiero mejor mendigar mi
comida por la ciudad y el campo. Me socorrerá el que quiera. No quie-
ro permanecer más tiempo en tus establos, sujeto a obedecer las órdenes
de un jefe. Vete, pues, y éste me conducirá, como tú le ordenas, después
de que me haya arrimado al fuego y el calor haya venido; pues contan-
do sólo con estos harapos, temo me coja el frío de la mañana, que, según
decís, la ciudad está lejos.
Así dijo, y Telémaco salió de la cabaña a buen paso, urdiendo la des-
trucción de los pretendientes. Después, cuando llegó al palacio, apoyó su
lanza en una alta columna y entró, trasponiendo el umbral de piedra. Y
fue la primera en verle Euriclea, su nodriza, que extendía a la sazón pieles
sobre los sillones bien labrados, y se fue hacia él, deshecha en llanto. Y las
demás sirvientas del paciente Ulises se reunieron en torno a él, rodeándo-
le con sus brazos y besándole la cabeza y los hombros. Y la prudente
Penélope salió presurora de la alcoba nupcial, semejante a Artemisa o a
Afrodita de oro. Y llorando, echó los brazos sobre su querido hijo, besó su
cabeza y sus hermosos ojos y le dijo, sollozando, estas palabras aladas:
—Ya has vuelto, Telémaco, ¡mi dulce luz! Creí no volver a verte después
de que partiste para Pilos en una nave, ocultamente y contra mi gusto, a fin
de informarte de tu querido padre. Mas dime al punto lo que hayas oído.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—Madre mía, ya que he escapado a la muerte, no suscites mis lágri-
mas ni remuevas mi corazón en el fondo de mi pecho. Antes bien, baña
tu cuerpo, toma tus vestidos nuevos, sube con tus sirvientas a las estan-
cias de arriba y ofrece a todos los Dioses completas hecatombes, que tú
les sacrificarás si Zeus me permite vengarme. En cuanto a mí, voy al
ágora a buscar un huésped que ha venido conmigo. Le mandé delante
con mis queridos compañeros y he ordenado a Pireo que le acogiera en
su casa, le tuviera a su cuidado y le honrara hasta que yo llegase.
Así dijo, y no habló en vano. Penélope bañó su cuerpo, tomó sus lige-
ros vestidos, subió con sus sirvientas a las cámaras altas y ofreció a todos
los Dioses completas hecatombes, que ella había de sacrificar si Zeus per-
mitía que su hijo se vengara.
Telémaco salió en seguida de su morada armado con su lanza. Dos
canes de ligero andar le siguieron, y Atenea le infundió una divina gracia.
Toda la gente le admiraba al pasar, y los procaces pretendientes se reunían
a su alrededor, felicitándole a porfía, aun cuando en el fondo de su alma
meditaban su mal. Se desentendió de su grupo y fue a sentarse donde esta-
ban Men-tor, Antifos y Haliterses, que eran antiguos amigos de su padre.
Y se sentó con ellos, y le hicieron preguntas sobre muchas cosas. Y Pireo,
famoso por su lanza, se llegó a ellos, trayendo con él a su huésped hacia el
ágora, a través de la ciudad. Y Telémaco no tardó en ponerse al lado del
forastero. Pero fue Pireo el que primero habló, y dijo de este modo:
—Telémaco, manda pronto a tus sirvientas a mi casa, a fin de que te
remita los presentes que te dio Menelao.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—No sabemos, Pireo, cómo rodarán las cosas. Si los procaces preten-
dientes me matan en silencio en mi morada y en mi propia casa, soporte con
paciencia tu corazón mis sufrimientos, pues prefiero que los disfrutes tú a
que los disfrute alguno de ellos. Si yo les proporcionara la Ker y la muerte,
entonces tú me los traerás, gozoso, a mi morada, y yo me regocijaré.
Así diciendo, condujo hacia su casa al desdichado huésped. Y cuando
hubieron llegado, dejaron sus mantos en sillas y sillones y se bañaron en
las pulimentadas bañeras. Y cuando las sirvientas les hubieron bañado y
ungido de aceite, les cubrieron de túnicas y de ricos mantos y se sentaron
en sus sillones. Una sirvienta les echó agua de una jarra de oro en una fuen-
te de plata para el lavamanos, y colocó ante ellos una mesa pulimentada,
que la venerable despensera, llena de agrado para todos, cubrió de pan y
de manjares numerosos. Y Penélope se sentó frente a ellos, a la entrada de
la sala, y reclinándose en su silla, hilaba lana fina. Después pusieron mano
en los manjares que tenían ante ellos; y cuando hubieron satisfecho el
hambre y la sed, la prudente Penélope habló la primera, y dijo:
—Telémaco, ¿subiré a mi alcoba nupcial y me acostaré en mi lecho,
lleno con mis suspiros y regado con mis lágrimas, desde el día en que
Ulises salió hacia Ilios con los Atreidas, y no habrás querido decirme,
antes de que los pretendientes procaces entren en esta casa, todo lo que
hayas oído del regreso de tu padre?
Y le respondió el prudente Telémaco:
—Te diré la verdad, madre mía. Llegamos a Pilos para ver a Néstor,
príncipe de pueblos, que me recibió en sus magníficas estancias y me
colmó de atenciones, como un padre acoge a su hijo recién llegado des-
pués de una larga ausencia. Así me acogieron él y sus ilustres hijos. Pero
me dijo que ninguno entre los hombres mortales le había dicho nada del
infortunado Ulises, vivo o muerto. Y me envió con un carro y un par de
caballos hacia el Atreida Menelao, famoso por su lanza. Y allí vi a la argi-
va Helena, por la cual y por la voluntad de los Dioses han sufrido tantos
acayos y troyanos. Y el bravo Menelao me preguntó en seguida por qué
había ido a la divina Lacedemonia, y le dije la verdad, y entonces me res-
pondió en esta forma: «¡Oh Dioses! ¡Ciertamente, quieren acostarse en
el lecho de un valiente hombres cobardes! Así como una cierva deposita
en la guarida de un león fornido sus cervatillos recién nacidos y que aún
maman, mientras ella va a pacer por los riscos o por los valles herbosos,
y he aquí que el león, entrando en su guarida, mata indignamente a los
cervatillos, así Ulises les infligirá una muerte miserable. ¡Permitan el
Padre Zeus, Atenea y Apolo que Ulises se mostrara a los pretendientes
tal como en Lesbos, la bien edificada, cuando, alzándose para combatir
con el Filomelida, le derribó violentamente, y todos los aqueos le aplau-
dieron. La vida de los pretendientes sería breve y sus bodas serían amar-
gas. Pero las cosas que, suplicante, me preguntas, te las diré, sin ocultar-
te nada, tales como me las ha referido el veraz Anciano del mar. Todas te
las diré, sin ocultarte una. Me ha dicho que vio a Ulises padeciendo crue-
les pesares en la isla y en la morada de la ninfa Calipso, que le retenía por
fuerza. Y no podría volver a pisar el suelo de su patria, pues no tenía
naves provistas de remos ni compañeros que le condujeran por el ancho
dorso del mar.» Así me habló el Atreida Menelao, famoso por su lanza.
Después partí, y los Inmortales me enviaron un viento favorable y me
han traído rápidamente a mi tierra patria.
Así dijo, y el alma de Penélope se conmovió en su pecho. Y le dijo el
divino Teoclimeno:
—¡Oh venerable esposa del Laertiada Ulises! Telémaco no sabe nada.
Escucha, sin embargo, mis palabras. Te profetizaré cosas verdaderas y
nada te ocultaré. ¡Sépanlo Zeus, el primero entre los Dioses, y esta mesa
hospitalaria y la casa del divino Ulises, a donde he llegado! Ulises está en
su tierra patria. Oculto o errante, se entera de las cosas funestas que ocu-
rren y prepara el exterminio de los pretendientes. Tal es el signo que vi a
bordo de la nave y que revelé a Telémaco.
Y le respondió la prudente Penélope:
—¡Plegue a los Dioses, forastero, que se cumplan tus palabras!
Conocerás entonces mi amistad, pues te haré numerosos presentes y
todos te llamarán dichoso.
Así departían. Y los pretendientes, ante la morada de Ulises, se regoci-
jaban lanzando discos y disparando flechas en el mismo hermoso pavés
donde acostumbraban a mostrar su insolencia. Mas cuando llegó la hora
de cenar y los rebaños llegaron del campo por doquier, conducidos por los
que ordinariamente los gobernaban, entonces Medón, que era quien entre
los heraldos les parecía más grato y comía con ellos, habló de esta manera:
—¡Jóvenes! Pues que ya habéis regocijado vuestra alma con los juegos,
entrad en casa y preparemos la cena, que es bueno tomar alimento cuan-
do llega su hora.
Dijo así y todos se levantaron y entraron en la casa. Y ya dentro, aban-
donaron sus mantos en sillas y sillones. Después degollaron ovejas gran-
des y robustas cabras. Y degollaron también cerdos crasos y una ternera
cerril, y prepararon la cena.
Mientras tanto, disponíanse Ulises y el divino porquerizo a trasladar-
se del campo a la ciudad, y el mayoral de los porquerizos habló el pri-
mero, y dijo:
—Vamos forastero, puesto que deseas entrar hoy en la ciudad, como
mi señor te ha ordenado. Yo hubiera querido, en verdad, hacerte guar-
dián de los establos; pero le respeto y temo que se irrite, que son de
temer las amenazas de los señores. Vamos, pues, ahora, que el día decli-
na ya y el frío es más vivo cuando va anocheciendo.
Y le contestó el ingenioso Ulises:
—Te escucho, te comprendo y haré a conciencia cuanto ordenas.
Vamos, guíame y dame un báculo para que me apoye, ya que, según
dices, el camino es ingrato.
Así dijo, y echó sobre sus espaldas el miserable zurrón lleno de agujeros
y cerrado por una correa retorcida. Y Eumeo le entregó un báculo, como
deseaba, y partieron, dejando a los pastores y a los perros la guarda de los
establos. Y Eumeo conducía así hacia la ciudad a su Rey, semejante a un
viejo y astroso mendigo apoyado en un báculo y cubierto de harapos.
Avanzando por el difícil camino, se acercaban a la ciudad y la fuente
de hermosas y claras aguas, donde venían a beber los ciudadanos. Itaco,
Nésito y Polictor la construyeron, y a su alrededor tenía un sagrado bos-
que de álamos, regado por el agua helada de lo alto de una roca y sobre
ella existía un altar a las Ninfas, donde sacrifican a todos los viajeros. Y
allí se encontró con ellos Melantio, hijo de Dolio. Conducía las mejores
cabras de sus rebaños para la cena de los pretendientes y dos pastores le
seguían. Tan pronto como vio a Ulises y Eumeo, les insultó grosera y
vergonzosamente, conmoviendo el ánimo de Ulises.
—¡He aquí cómo un miserable conduce a otro miserable y cómo Dios
reúne a los que se parecen! ¿Dónde llevas, innoble porquerizo, a ese men-
digo voraz, vil carroña de los banquetes, que gastará sus espaldas apo-
yándose en todos los pórticos, pidiendo sobras y no espadas ni calderos?
Si me lo dejas, le haré guardián de mis establos para que me los limpie.
Llevaría el forraje de los caballos, y bebiendo suero, por lo menos engor-
daría. Pero sin duda vale sólo para hacer el mal, y no quiere trabajar, pre-
firiendo mendigar por los pueblos para henchir su insaciable vientre.
Oye lo que digo, que mis palabras se cumplirán: si entra en la morada
del divino Ulises, los escabeles de los hombres volverán junto a su cabe-
za, le herirán y le molerán los costados.
Apenas dijo esto, el insensato se acercó y dio a Ulises un golpe en un
muslo, sin conseguir desviarle del camino. Ulises quedó inmóvil, dudan-
do si le arrancaría el alma de un bastonazo, o si, alzándose en alto, le
aplastaría la cabeza contra el suelo. Pero se contuvo en su alma. Y el por-
querizo, visto aquello, se indignó, y dijo levantando las manos:
—Ninfas Creniadas, hijas de Zeus, si alguna vez Ulises quemó en honor
vuestro muslos crasos y olorosos de corderos y cabras, cumplid mi voto.
¡Que aquel héroe regrese y que una divinidad le conduzca! Ahora, ¡oh
Melantio!, turbaría tus alegrías, de las que gozas vagando sin cesar lleno de
insolencia por la ciudad, mientras pastores perversos destrozan los rebaños.
Y le respondió el cabrero Melantio:
—¡Oh Dioses! ¿Qué dice este perro astuto? Un día, quizá pronto, le
conduciré a bordo de una negra nave lejos de Ítaca y un gran precio me
valdrá. ¡Plegue a los Dioses que Apolo, el del arco de plata, matara hoy
a Telémaco en su morada o muriera a manos de los pretendientes, como
es cierto que Ulises, lejos de aquí, ha perdido el día de su vuelta!
Diciendo así, les dejó que caminaran en silencio, y adelantándose, llegó
muy pronto a las moradas del Rey. En el acto entró y tomó asiento entre
los pretendientes, al lado de Eurimaco, que le quería mucho. Le sirvieron
su porción de viandas, y la venerable despensera le llevó pan que comer.
En tanto, Ulises y el divino porquerizo, que se acercaban, detuvié-
ronse, y el sonido de una hueca cítara llegó hasta ellos, pues Femio
comenzaba a cantar en la reunión de los pretendientes. Y Ulises dijo al
porquerizo, tomándole la mano:
—Eumeo, esta es, sin duda, la hermosa mansión de Ulises. Fácil es de
reconocer entre las demás, que son muy diferentes. El patio está rodea-
do de muros y de estacas y las puertas de dos hojas son muy sólidas.
Ningún hombre podría forzarlas. Se nota que muchos hombres toman
su cena, pues viene olor a manjares y resuena la cítara, de la que los
Dioses hicieron el encanto de los banquetes.
Y le contestó el porquerizo Eumeo:
—Lo has notado con facilidad, porque eres muy inteligente; mas deli-
beremos sobre los que nos conviene hacer. O entra tú el primero en la
magnífica morada, mezclándote a los pretendientes, y yo me quedaré
aquí, o si quieres quedarte tú, yo iré delante; pero no tardes, no sea que
te hieran o te arrojen algo. Te invito a que te decidas.
Y el paciente y divino Ulises contestó:
—Sé lo que quieres, te comprendo y haré a conciencia cuanto dices.
Ve delante y yo quedaré aquí. Estoy acostumbrado a las heridas, y mi
ánimo recibe los golpes con paciencia, pues he sufrido muchos males en
el mar y en la guerra. Venga lo que quiera. No es posible acallar el ham-
bre cruel que devora mi vientre y que hace sufrir tanto a los hombres y
que empuja sobre el indómito mar las naves de bancos remeros que lle-
van el daño a sus enemigos.
Así hablaban, cuando un perro que estaba echado levantó la cabeza y
enderezó las orejas. Era Argos, el can del infortunado Ulises, que algún
día le crió por sí mismo y que no aprovechó luego, pues partió en segui-
da para Ilios.
Otro tiempo los jóvenes habíanle sacado a cazar cabras monteses, cier-
vos y liebres, y ahora, en ausencia de su amo, yacía, decaído, sobre el
montón de estiércol de los bueyes y las mulas que había a la puerta, y
permanecía allí, hasta que los criados de Ulises transportaban el estiércol
para abonar la extensa huerta. Allí yacía el perro Argos, roído de mise-
ria. Y en el acto reconoció a Ulises, que se acercaba, y movió la cola y
enderezó las orejas; pero no pudo llegar hasta su amo, el cual, conocién-
dole, se enjugó una lágrima ocultándose hábilmente de Eumeo, a quien
preguntó en seguida:
—Eumeo, he aquí una cosa sorprendente. Ese perro que yace sobre el
estiércol tiene un cuerpo hermoso. Yo no sé si con esa belleza fue ligero
en la carrera, o si es uno de esos perros que los hombres alimentan a su
mesa y crían los Reyes sólo por su buen aspecto.
Y le contestó el porquerizo Eumeo:
—Este es el perro de un hombre que murió lejos. Si tuviera aún la
forma y las condiciones que reunía cuando Ulises lo dejó al marchar a
Troya, admirarías su ligereza y su vigor. Ningún animal feroz levantado
por él se le escapaba en la espesura del monte, pues estaba dotado de un
excelente olfato. Pero ahora los males le abruman. Su dueño murió lejos
de su patria, y las sirvientas, negligentes, no se ocupan de él. Los criados,
cuando el amo deja de mandarlos, no quieren trabajar como es justo;
que el tonante Zeus arrebata al hombre la mitad de su virtud el día que
le somete a la servidumbre.
Así dijo, y entró en la rica morada, que atravesó para llegar a donde
estaban los pretendientes. Y entonces la Ker de la negra muerte se apo-
deró de Argos, cuando acababa de ver a Ulises después de veinte años.
El divino Telémaco fue el que primero vio a Eumeo entrar en el pala-
cio, y le hizo una seña para que viniera al punto a su lado. Y el porque-
rizo miró a su alrededor y tomó la silla vacía que el trinchante solía ocu-
par cuando servía las abundantes viandas a los pretendientes. Y Eumeo
llevó esta silla ante la mesa de Telémaco, y se sentó. Y un heraldo le ofre-
ció manjares y pan que sacó de un canastillo.
Detrás de Eumeo penetró Ulises en la casa, semejante a un mísero y
anciano mendigo, apoyado en su báculo y cubierto de harapientos ves-
tidos. Se sentó en el umbral de fresno por dentro de la puerta, y se recli-
nó contra el marco de ciprés que un obrero puliera algún día diestra-
mente y enderezara a cordel. Entonces, Telémaco, llamando al porque-
rizo, tomó un pan entero del lindo canastillo y tantas viandas como sus
manos podían abarcar, y dijo:
—Toma esto y dáselo al forastero, y mándale que pida a todos los pre-
tendientes. Y dile que la vergüenza no conviene al que mendiga.
Habló así, y el porquerizo, que le escuchaba, se aproximó a Ulises y le
dijo estas palabras aladas:
—Telémaco, ¡oh forastero!, te regala esto y te manda que pidas a todos
los pretendientes. Y dice que la vergüenza no conviene al que mendiga.
Y le respondió el ingenioso Ulises:
—¡Rey Zeus! ¡Permite que Telémaco sea dichoso entre todos los hom-
bres y que se cumpla todo lo que él desea!
Así dijo, y tomando el alimento entre sus manos, lo colocó a sus pies,
sobre el roto zurrón, y comió mientras el divino Aeda cantaba en las
estancias. Mas el divino Aeda calló, y los pretendientes armaron un gran
tumulto, y Atenea, aproximándose al Laertiada Ulises, le invitó a que
pidiera a los pretendientes, para que pudiera probar cuáles eran justos y
quiénes inicuos, si bien ninguno había de escapar a la muerte. Y Ulises
se apresuró a mendigar de uno en uno, comenzando por la derecha y
extendiendo las dos manos, según acostumbran los mendigos. Y le soco-
rrían, apiadándose de él, y se extrañaban y le preguntaban quién era y de
dónde venía. Entonces el cabrero Melantio les dijo:
—Oídme, pretendientes de la ilustre Reina, y os hablaré de ese foras-
tero, que yo ya había visto. Seguramente, el porquerizo le trajo hasta
aquí; mas no sé de dónde es.
Así dijo, y Antinoo reprendió al porquerizo con estas palabras:
—¿Por qué condujiste, ¡oh porquerizo!, a este hombre hasta la ciudad?
¿No tenemos bastantes vagabundos y mendigos, carroña de los banque-
tes? ¿Crees tú que no son suficientes los que se reúnen aquí para devorar
los bienes de tu señor que aún has llamado a éste?
Y le respondió el porquerizo Eumeo:
—No han sido, Antinoo, muy discretas tus palabras, bien que seas ilus-
tre. ¿Qué hombre puede llamar a un forastero y traerle de lejos, si no es de
aquellos que son útiles, como un adivino, un obrero que talle la madera o
un gran Aeda que deleite cantando? Éstos son ilustres entre los hombres
de la tierra inmensa. Pero nadie llama a un mendigo si no quiere entorpe-
cerse a sí mismo. Eres el más duro de los pretendientes para los criados de
Ulises, y sobre todo para mí; pero no he de preocuparme por eso mientras
la prudente Penélope y el divino Telémaco vivan en este palacio.
Y el prudente Telémaco le dijo:
—Cállate y no repliques con muchas palabras. Antinoo tiene cos-
tumbre de buscar querella con injuriosas frases y excitar a los demás.
Así dijo, y habló a Antinoo en seguida con estas palabras aladas:
—Antinoo, tú cuidas de mí como un padre de su hijo, cuando impe-
riosamente ordenas a un forastero que salga de mi casa; ¡pero que nin-
gún Dios permita semejante cosa! Socorre a ese hombre, que no te lo
desaprobaré; antes al contrario, te lo ordeno. No ofenderás con ello ni a
mi madre ni a ninguno de los criados que viven en la morada del divino
Ulises. Mas no es ese el pensamiento que albergas en tu pecho; que quie-
res mejor comértelo tú solo que ofrecérselo a otro.
Y le repuso Antinoo:
—¿Qué has dicho, Telémaco, orgulloso y colérico agoreta? Si todos
los pretendientes le dieran lo que yo, permanecería lejos de aquí tres
meses por lo menos.
Así dijo, cogiendo y mostrando el escabel sobre el cual apoyaba sus
pies brillantes bajo la mesa. Pero todos los demás socorrieron a Ulises y
llenaron su zurrón de viandas y pan. Y ya Ulises se retiraba a gustar los
donativos de los aqueos, cuando se paró junto a Antinoo, y le dijo:
—Socórreme, amigo, que no pareces el último de los aqueos, sino
mejor el primero entre ellos, ya que eres semejante a un Rey. Te corres-
ponde socorrerme con más generosidad que los demás, y yo te alabaré
sobre la tierra inmensa. Algún día yo también habité un palacio entre los
hombres; fue rico y dichoso, y socorrí frecuentemente a forasteros, fue-
ran quienes fueran y fueran las que fueran sus miserias. Poseí numerosos
criados y todo aquello que hace la vida dichosa y la fama de opulentos;
pero Zeus Cronida todo me lo destruyó, porque esa fue su voluntad. Me
envió con vagabundos piratas al lejano Egipto, para que allí pereciese. Al
quinto día detuve mis naves de dos filas de remos en el río Egipto.
Ordené a mis compañeros que se quedaran junto a las naves para guar-
darlas, y envié dos exploradores a hacer la descubierta. Pero ellos, impe-
lidos por su audacia y confiando en sus fuerzas, devastaron prontamen-
te los hermosos campos de los egipcios, llevándose las mujeres y los niños
y matando a los hombres. Pronto alcanzó el tumulto a la ciudad, y los
vecinos, oyendo estos clamores, acudieron al alzarse Eos, y toda la llanu-
ra se llenó de peatones, de jinetes y de bronce brillante. Y el fulminante
Zeus puso en fuga a mis compañeros; ninguno de ellos resistió al ataque,
y la muerte les envolvió por todas partes. Allí nos mataron a muchos
hombres con el bronce agudo, y otros fueron arrebatados vivos para
hacerles esclavos. Y los egipcios me entregaron a Dmetor Yasida, que rei-
naba en Chipre, y allí me llevó, y desde allí he venido aquí, después de
haber padecido mucho.
Y le respondió Antinoo:
—¿Qué Dios ha conducido aquí esta peste, esta carroña de los ban-
quetes? Quédate ahí en medio de la sala, lejos de mi casa, si no quieres
ver todavía un Egipto y un Chipre amargo, como eres un descarado e
indecoroso mendigo. Te detienes ante cada uno y te socorren inconside-
radamente; nada les impide dar lo que no les pertenece, pues lo tienen
en gran abundancia.
Y retrocediendo, dijo el ingenioso Ulises:
—¡Oh Dioses! No tienes, en verdad, los pensamientos que corres-
ponden a tu hermosura, y a aquel que a ti te pidiera no le darías ni
siquiera sal en tu propia casa, cuando hallándote sentado en mesa ajena
no puedes albergar el pensamiento de darme un trozo de pan, a pesar de
haber de todo en abundancia.
Así dijo, y Antinoo se indignó vivamente en su corazón, y dirigién-
dole una mirada torva, le dijo estas palabras aladas:
—No espero que salgas sano e indemne de esta casa después de haber
pronunciado ese ultraje.
Dijo así, cogió su escabel y arrojándoselo hirió a Ulises en el hombro
derecho, al extremo de la espalda. Pero Ulises permaneció firme como
una roca, sin que el golpe de Antinoo le hiciera vacilar. Y sacudió en
silencio la cabeza, meditando la muerte del pretendiente. Luego retroce-
dió a sentarse en el umbral, colocó en el suelo su zurrón repleto y dijo a
los pretendientes:
—Oídme, pretendientes de la ilustre Reina, a fin de que os diga aque-
llo que mi corazón me inspira en el pecho. No hay dolor ni vergüenza
en que un hombre sea herido combatiendo por sus bienes, sean bueyes,
sean robustas ovejas; pero Antinoo me ha herido porque mi vientre está
roído por el hambre cruel, que tantos infortunios acarrea a los hombres.
Así es que, si existen Dioses y Erinnias para los mendigos, Antinoo halla-
rá la muerte antes de sus nupcias.
—Come y calla, forastero, o sal de aquí, no sea que, por hablar como
lo haces, los jóvenes te arrastren por la casa tirando de tus pies o de tus
manos, y te corten en pedazos.
Así habló, pero todos los demás blasfemaron duramente, y uno de los
soberbios jóvenes le dijo:
—Antinoo, has obrado mal al herir a este infortunado vagabundo.
¡Insensato! ¿Y si fuera uno de los Dioses de Urano? Porque los Dioses,
que toman todas las apariencias, vagan frecuentemente por las ciudades
semejantes a forasteros errabundos, con el fin de comprobar la justicia o
la insolencia de los hombres.
Así dijeron los pretendientes, pero sus palabras no conmovieron a
Antinoo. Y una gran pena se alzó del corazón de Telémaco a causa de
aquella agresión. Sin embargo, no vertió una sola lágrima; pero movió
en silencio la cabeza, meditando la muerte del pretendiente. Y la pru-
dente Penélope, que oyó que un forastero había sido herido en su mora-
da, dijo a sus sirvientes:
—¡Ojala Apolo, famoso por su arco, hiriera también a Antinoo!
Y Eurínome, la despensera, le contestó:
—Si nosotros pudiéramos cumplir nuestros propios votos, ninguno
de ésos vería el retorno de la hermosa mañana.
Y le dijo la prudente Penélope:
—Nodriza, todos me son aborrecibles, pues fraguan mi mal; pero
Antinoo, más que todos, me parece semejante a la negra Ker. Un infor-
tunado forastero mendiga en esta casa pidiendo a cada uno, porque la
necesidad le apremia, y todos le socorren; pero Antinoo le hiere con un
escabel en el hombro derecho.
Así dijo, rodeada de sus sirvientas. Y el divino Ulises acabó su cena, y
Penélope hizo venir al divino porquerizo, y le dijo:
—Ve, divino Eumeo, y manda al forastero que se acerque para que yo
le salude y le pregunte. Puede ser que haya oído hablar del desdichado
Ulises o que le haya visto con sus propios ojos, pues parece que ha debi-
do viajar mucho.
Y le respondió el porquerizo Eumeo:
—¡Pluguiera a los Dioses, Reina, que todos los aqueos guardaran
silencio, para que él deleitara tu corazón con sus palabras! Tres días y tres
noches le he tenido en mi establo, pues a mí llegó inmediatamente de
escapar de una nave. Y no acabó de referir toda su malaventura. Igual
que se reverencia a un Aeda instruido por los Dioses para cantar con
dulce palabra a los hombres, y no se quiere dejar de escucharle cuando
canta, así me ha deleitado este hombre en mi cabaña. Dice que su padre
fue huésped de Ulises y que vive en Creta, donde reina la estirpe de
Minos. Después de haber sufrido mucho, vagando aquí y allá, ha llega-
do hasta nosotros. Dice que ha oído hablar de Ulises, que está vivo toda-
vía, en el rico país de los trespotas, y que regresa a su hogar trayendo
cuantiosas riquezas.
Y le contestó la prudente Penélope:
—¡Anda! Ve y llámale, para que hable conmigo. Los pretendientes se
regocijan, unos sentados a la puerta, los otros en el palacio, porque su
ánimo está alegre. Permanecen sus riquezas intactas en sus casas, y su pan
y su vino sirve para sus criados solamente. Sin embargo, todos los días,
en nuestra casa, sacrifican nuestros bueyes, nuestras ovejas y nuestras
cabras; las devoran y beben impunemente nuestro vino rojo, y así han
consumido ya mucha riqueza. Y no hay aquí un hombre como Ulises,
para arrojar esta ruina fuera de palacio. Mas si Ulises volviera a pisar el
suelo de su patria, muy pronto, ayudado por su hijo, reprimiría la inso-
lencia de estos hombres.
Así dijo, y Telémaco estornudó ruidosamente y toda la morada resonó.
Se puso a reír Penélope, y, en el acto, dijo a Eumeo estas palabras aladas:
—¡Anda! Ve y tráeme a ese forastero. ¿No ves que mi hijo ha estornu-
dado tan pronto como acabé de hablar? ¡Que la perdición de todos los pre-
tendientes se cumpla, pues, y que ninguno evite la Ker y la muerte! Te diré
otra cosa y retenla en tu corazón: si yo me persuado de que ese forastero
me dice la verdad, le regalaré hermosos vertidos, un manto y una túnica.
Así dijo, y el porquerizo, apenas lo oyó, se aproximó a Ulises y le diri-
gió estas palabras aladas:
—Padre huésped, la prudente Penélope, la madre de Telémaco, te
llama. Su ánimo la induce a preguntarte sobre su esposo, pues padece
muchos pesares. Si observa que le dices la verdad, te regalará un manto y
una túnica, de lo que estás necesitado; y después implorarás tu pan por el
pueblo y satisfarás tu hambre, pues cada cual podrá socorrerte si quiere.
Y le respondió el paciente y divino Ulises:
—Eumeo, yo diré en seguida toda la verdad a la hija de Icario, la pru-
dentísima Penélope. Conozco toda la malaventura de Ulises y hemos
sufridos los mismos infortunios. Mas temo a la turba de los procaces pre-
tendientes. Su orgullo y su violencia han llegado hasta el Urano de hie-
rro. Hace poco, uno de ellos, según cruzaba yo descuidadamente la sala,
me ha herido, produciéndome mucho daño. Y ni Telémaco ni nadie lo
ha evitado. Así es que ahora convence a tu señora, a pesar de su impa-
ciencia, para que me espere en sus habitaciones hasta la caída de Helios.
Entonces, sentado yo al lado del fuego, puede preguntarme acerca del
regreso de su esposo, pues no tengo más que vestidos harapientos; tú lo
sabes, que eres el primero a quien supliqué.
Así dijo, y el porquerizo le dejó cuando le hubo oído. Y cuando apa-
reció en el umbral, Penélope le dijo:
—¿No le traes, Eumeo? ¿Por qué se niega? ¿Teme algún daño o le da
vergüenza? La vergüenza no está bien a un indigente.
Y le contestó el porquerizo Eumeo:
—Habla con juicio y piensa como en su caso pensara cada cual.
Quiere evitar la insolencia de los orgullosos pretendientes, y te ruega que
le escuches a la caída de Helios. Te será así más fácil, ¡oh Reina!, hablar
sola con el forastero y escucharle.
Y le respondió la prudente Penélope:
—Ese forastero, fuere quien fuere, no parece un insensato, pues, en
efecto, ninguno entre los hombres más injuriosos ha meditado las ini-
quidades de ellos.
Habló así, y el divino porquerizo volvió a la reunión de los pretendien-
tes después de haber hablado. E inclinando la cabeza hacia Telémaco, con
el fin de que los demás no oyeran nada, le dijo estas palabras aladas:
—Yo parto, amigo, para guardar tus cerdos y velar por tus bienes y los
míos. Mira por lo que hay aquí. Pero guárdate y considera cómo has de
preservarte, que numerosos aqueos tienen aviesos designios. ¡Aunque
Zeus les aniquile antes de que nos dañen!
Y le respondió el prudente Telémaco:
—Así haré, abuelo. Y vete antes de anochecer. Vuelve mañana de
madrugada y trae hermosas víctimas. Y del resto nos preocuparemos los
Inmortales y yo.
Así dijo, y el porquerizo volvió a sentarse en la silla pulimentada, y
confortó su alma comiendo y bebiendo. Después, presuroso por volver-
se a sus cerdos, dejó el patio y la morada llena de convidados, que se
deleitaban con la danza y el canto, porque ya caía la tarde.
CANTO XVIII

Y llegó un mísero que vagaba por la ciudad y mendigaba en Ítaca. Era


famoso por su insaciable vientre, pues comía y bebía sin medida; pero no
tenía ni fuerza ni valor, si bien era gallardo y grande. Se llamaba Arneo,
que era el verdadero nombre que su venerable madre le había puesto al
nacer, pero todos los mozos le llamaban Iro, porque hacía voluntario los
recados cuando alguno se lo mandaba. Y en cuanto llegó, quiso arrojar a
Ulises de su casa, e insultándole, le dijo estas palabras aladas:
—Sal del pórtico, anciano, si no quieres ser arrastrado muy pronto de
los pies. ¿No adviertes que todos me hacen señas para que te arroje fuera?
Sin embargo, tengo lástima de ti. Levántate, pues, no sea que en la dis-
puta vengamos a las manos.
Y el ingenioso Ulises le dijo, dirigiéndole una mirada torva:
—¡Desdichado! No te hago ningún daño, ni te digo nada, ni te envidio
porque puedas recibir muchas limosnas. Este umbral nos servirá a los dos.
No debes envidiar a un forastero, pues me pareces un vagabundo como yo,
y son los Dioses los que distribuyen las riquezas. No me provoques, pues,
ni despiertes mi cólera, no sea que ensangriente tu pecho y tus labios, a
pesar de que soy viejo. Mañana estaría más tranquilo, pues no sospecho
que volvieras, después de eso, a la morada del Laertiada Ulises.
Y el mendigo Iro, indignado, le dijo:
¡Oh Dioses, con cuánta facilidad habla este mendigo, semejante a una
vieja ahumada! ¡Mas yo podría maltratarle, hiriéndole en las dos manos,
y le haría saltar todos sus dientes como a un jabalí que se comiera las
mieses! Cíñete a mí, pues, y que todos éstos nos vean luchar! ¡Pero cómo
has de luchar con un hombre joven!
Así, ante las altas puertas, sobre el pulido umbral, se denostaban ani-
mosamente. Y la Fuerza sagrada de Antinoo les escuchaba, y, echándose
a reír, dijo a los pretendientes:
—¡Oh amigos! Jamás se vio una cosa igual. ¡Qué diversión nos ha
mandado un Dios a esta morada; Iro y el forastero disputan y van a ter-
minar a golpes. Pongámosles en seguida frente a frente.
Así dijo, y todos se levantaron, riendo, para colocarse en torno de los
harapientos mendigos, y Antinoo, hijo de Eupites, les dijo:
—Oídme, ilustres pretendientes, que voy a hablaros. Dos pechos de
cabra hay puestos a la lumbre para la cena, llenos de sangre y grasa.
Aquel que resulte vencedor y más fuerte elegirá la porción que quiera.
Asistirá siempre a nuestros banquetes y no permitiremos que ningún
otro mendigo pida limosna entre nosotros.
De este modo habló Antinoo y a todos les parecieron bien sus palabras;
pero, sospechando añagazas, el ingenioso Ulises habló así, lleno de astucia:
—¡Oh amigos! No es justo que un anciano agobiado por la pena
luche con un hombre joven; pero el hambre, mala consejera, me induce
a dejarme cubrir de heridas. Sin embargo, ofrecedme, mediante un
solemne juramento, que ninguno de vosotros me golpeará con su poten-
te mano ni vendrá en ayuda de Iro para que yo sea derrotado.
Habló así, y todos juraron como había pedido. Y la Fuerza sagrada de
Telémaco le dijo:
—Forastero, si tu corazón y tu ánimo valiente te impulsan a arrojar
aquí a ese hombre, no temas nada de los aqueos. Aquel que te pegara
tendría que combatir con muchos, pues yo te he dado hospitalidad, y
dos reyes prudentes, Eurimaco y Antinoo, aprueban mis palabras.
Dijo así, y todos lo aprobaron. Y Ulises ciñó las partes viriles con sus
harapos y mostró sus muslos hermosos y grandes, y sus anchas espaldas,
y su pecho, y sus robustos brazos. Y Atenea, acercándose a él, aumentó
los miembros del príncipe de pueblos. Y todos los pretendientes queda-
ron sorprendidos, y se dijeron unos a otros:
—Ciertamente, pronto Iro dejará de ser Iro, y habrá hallado lo que
buscó. ¡Tales muslos muestra este anciano una vez separados sus harapos!
Así dijeron, y el ánimo de Iro se turbó: pero los criados, después de
sujetarle a viva fuerza, le condujeron, y toda su carne temblaba en torno
a sus huesos. Y Antinoo le recriminó diciéndole:
—¡Podías no haber nacido, para ser sólo un fanfarrón, ya que tiem-
blas ante un anciano agobiado por el infortunio! Mas te diré, y ha de
cumplirse mi palabra: si aquél resulta vencedor y más fuerte que tú,
echándote en una negra nave, te enviará al continente, al rey Eketo, el
más feroz de todos los hombres, el cual te cortará la nariz y las orejas con
el afilado bronce, te arrancará los órganos viriles y los arrojará, sangran-
do, para que se los coman los canes.
Así habló, y un enorme terror hizo temblar la carne de Iro. Le conduje-
ron al medio, y los dos levantaron los brazos. Entonces el paciente y divino
Ulises pensó si le atacaría de modo que le arrancara el alma de un solo
golpe, o si sólo le haría dar con el cuerpo en tierra. Y juzgó que esto sería lo
mejor, herirle sólo ligeramente, temeroso de que le conocieran los aqueos.
Ambos ya con los brazos levantados, Iro le dio un golpe en el hombro
derecho; pero Ulises le golpeó en el cuello, bajo la oreja, y le rompió los
huesos y una sangre negra llenó su boca, y cayó en el polvo, gritando,
saltándosele los dientes y golpeando la tierra con los pies. Los procaces
pretendientes, en alto los brazos, se morían de risa. Pero Ulises le arras-
tró de un pie a todo lo largo del pórtico, hasta el patio y las puertas, y
allí le adosó de nuevo, le puso un bordón entre las manos y le dirigió
estas palabras aladas:
—Ahora quédate allá, y cuida de los perros y de los puercos, y no te creas
señor de forasteros y de pobres, ¡miserable!, no te venga algún mal peor.
Dijo así, y echando sobre sus hombros el mísero zurrón lleno de rotos,
suspendido de una correa retorcida, volvió a sentarse en el umbral. Y
todos los pretendientes entraron riendo, y le dijeron:
—Que Zeus y los demás Dioses inmortales, forastero, te concedan lo
que desees y aquello que más grato sea a tu corazón, ya que nos has pri-
vado de este insaciable mendigo. Pronto le enviaremos al continente, a
casa del rey Eketo, el más feroz de todos los hombres.
Tal dijeron, y el divino Ulises se holgó de la promesa. Y Antinoo le
puso delante un ancho pecho de cabra lleno de sangre y de grasa. Y
Anfinomo tomó de un cestillo dos panes, que le trajo, y ofreciéndole una
copa de oro le dijo:
—¡Salud, padre huésped! Que la riqueza que poseías te sea devuelta,
ya que ahora estás agobiado de pesares.
Y le respondió el ingenioso Ulises:
—Anfinomo, me pareces lleno de discreción, igual que tu padre, pues
yo he sabido, por la fama, que Niso era en Dilikio un hombre rico y vir-
tuoso. Dicen que él te engendró, y pareces un hombre prudente. Te he de
decir esto; escucha y entérate bien. De todo lo que respira y se arrastra
sobre la tierra y ella misma nutre, nada hay más miserable que el hombre.
Nunca cree que la desdicha puede agobiarle un día mientras los Dioses le
conservan la fuerza y sus rodillas se mueven; mas cuando los Dioses ven-
turosos le envían la desgracia, no quiere soportarla con ánimo paciente. Tal
es el alma de los terrestres varones, semejante a los variados días que les trae
el Padre de los hombres y los Dioses. Yo también, algún tiempo, era dicho-
so entre los guerreros, y he cometido muchas acciones injustas con mi
fuerza y mi poder, amparado en la ayuda de mi padre y mis hermanos. Por
eso, nadie sea injusto, sino que acepte en silencio los dones de los Dioses.
Veo a los pretendientes, llenos de pensamientos perversos, consumiendo
las riquezas y ofendiendo a la esposa de un hombre que (yo lo afirmo) no
estará mucho tiempo alejado de sus amigos y de la tierra patria. Que un
Daimón te retenga en tu casa y no te encuentres con él cuando vuelva al
querido suelo de la patria, pues no se resolverá sin sangre la lucha entre él
y los pretendientes cuando regrese a su palacio.
Así dijo, y haciendo una libación, bebió el vino dulce, y volvió a poner
la copa en manos del príncipe de pueblos. Y éste, el corazón desgarrado y
moviendo la cabeza, paseaba por la sala, pues, en efecto, su alma preveía
las desdichas. Sin embargo, no debía huir a la Ker, pues Atenea le impidió
salir, para que luego fuera muerto por las manos y la lanza de Telémaco. Y
fue a sentarse de nuevo en el sillón de donde se había levantado.
Entonces Atenea, la Diosa de los ojos claros, inspiró en el ánimo de la hija
de Icario, de la prudente Penélope, la idea de aparecer ante los pretendien-
tes, para que sus corazones se transportaran y ella fuera más honrada que
nunca por su esposo y por su hijo. Penélope sonrió ligeramente y dijo:
—Eurínome: he aquí que mi alma me induce ahora a presentarme a
los odiosos pretendientes. Diré a mi hijo unas palabras que le serán muy
útiles. Le aconsejaré que no se mezcle a los pretendientes procaces que le
hablan con amistad y proyectan su muerte.
Y Eurínome, la despensera, le respondió:
—Hija mía, eso que dices es prudente; hazlo. Da ese consejo a tu hijo y no
le ocultes nada. Lava tu cuerpo y perfuma tus mejillas con óleos, y no salgas
con el rostro surcado de lágrimas, que nada hay peor que llorar continuamen-
te, y tu hijo ya es tal como tú suplicabas que fuese a los Dioses inmortales.
Y le respondió la prudente Penélope:
—No me hables, mientra sollozo, de lavar y perfumar mi cuerpo. Los
Dioses que habitan el Olimpo me han arrebatado mi esplendor desde el día
en que Ulises partió a bordo de las abiertas naves. Pero manda a Antinoo y
a Hippodamia que vengan, para que me acompañen a mis estancias; que no
quiero ir sola a donde están los hombres, pues me da vergüenza.
Dijo así, y la vieja salió de la habitación, con el fin de advertir a las sir-
vientas que vinieran prestamente.
Y entonces la Diosa Atenea, la de los ojos claros, tuvo un nuevo pen-
samiento, y extendió el dulce sueño sobre la hija de Icario. Y ésta se dur-
mió, inclinada hacia atrás, y su fuerza la abandonó sobre el lecho. Y
entonces la noche Diosa le favoreció con inmortales dones, a fin de que
fuera admirada por los aqueos. Purificó su rostro con ambrosía, igual
que Citerca, la de la hermosa corona, se perfuma cuando va a los ama-
bles coros de las Gracias. Hizo que pareciera más alta, más majestuosa, y
la volvió más blanca que el marfil recién labrado. Hecho todo esto, la
noble Diosa se alejó, y las dos sirvientas de los brazos blancos que habí-
an sido llamadas subieron a la estancia, y el dulce sueño abandonó a
Penélope. Oprimió sus mejillas con las manos y dijo así:
—En verdad que, a despecho de mis penas, el dulce sueño me ha
envuelto. ¡Puede la casta Artemisa enviarme una muerte tal dulce! No
seguiría consumiendo mi vida en sollozar desde mi corazón recordando
a mi amado esposo, que atesoraba todas las virtudes y que era el más ilus-
tre de los aqueos.
Cuando esto hubo dicho, descendió de las cámaras espléndidas. Y no
iba sola, sino que la seguían dos sirvientas. Y cuando la divina mujer llegó
a donde estaban los pretendientes, se detuvo en el umbral de la sala, deco-
rada lujosamente, con las mejillas cubiertas por un hermoso velo. Y las
prudentes doncellas permanecían a ambos lados. Y las rodillas de los pre-
tendientes se quebraron y sus corazones se transportaron de amor y dese-
aron acostarse con ella en su lecho. Pero ella dijo así a su hijo Telémaco:
—No tienes firmes ni tu alma ni tu pensamiento. Cuando eras niño
tenías el juicio más sereno; pero ahora que eres mayor y has llegado al fin
de la pubertad, y que todos dicen que eres el hijo de un hombre dichoso,
y que el forastero admira tu estatura y tu bondad, no es tu criterio recto ni
tienes ideas justas. ¿Cómo has permitido que tan baja acción se cometiera
en tu casa y que un huésped haya sido ultrajado de tal modo? ¿Qué ocu-
rrirá si un extranjero acogido en nuestra casa sufre semejante ofensa? La
vergüenza y el oprobio caerán sobre ti entre todos los hombres.
Y le respondió el prudente Telémaco:
—Madre mía, no te censuro que te indignes, pues ya comprendo y
advierto en mi corazón lo que es justo e injusto. No hace mucho aún era
un niño y no podía tener igual discreción para observar las cosas. Estos
hombres sentados juntos proyectan mi perdición, y no tengo quien me
defienda. Pero el combate del forastero y de Iro no acabó a satisfacción
de los pretendientes, pues nuestro huésped ha sobresalido por su fuerza.
Pluguiera al Padre Zeus, a Atenea, a Apolo, que los pretendientes, ven-
cidos en nuestra casa, se hallaran los unos en el pórtico, los otros en la
sala, con la cabeza derrumbada y las fuerzas rotas; igual que Iro, sentado
ante las puertas exteriores con la cabeza baja, como un hombre ebrio que
no puede sostenerse en pie ni volver a sus lugares de costumbre, porque
sus fuerzas le han abandonado.
De este modo hablaban. Y Eurímaco dijo a Penélope:
—Hija de Icario, discreta Penélope, si todos los aqueos de Argos y de
Iaso te contemplaran, otros muchos pretendientes vendrían mañana a
sentarse a nuestros banquetes, pues sobresales entre todas las mujeres por
tu hermosura, tu majestad y tu inteligencia.
Y le contestó la discreta Penélope:
—Eurímaco, los Inmortales me desposeyeron de mi gracia y mi her-
mosura desde que los argivos salieron para Ilios y se fue Ulises con ellos;
mas si regresara y cuidara de mi vida, mi fama sería más grande y yo me
volvería más hermosa. Ahora estoy afligida, pues tantos infortunios me
ha enviado un Daimón enemigo. Cuando Ulises abandonó el suelo de
su patria, hubo de decirme: «¡Oh esposa! No creo que todos los aqueos
de hermosas grebas vuelvan de Troya sanos y salvos. Se dice que los tro-
yanos son guerreros valientes, excelentes tiradores de dardos y flechas y
buenos jinetes de veloces caballos, que deciden pronto la victoria en
medio del furioso combate. Por tanto, yo no sé si un Dios me protegerá
o si moriré allí, delante de Troya. Pero tú toma a tu cuidado todas estas
cosas, y acuérdate, mientras estés en este palacio, de mi padre y de mi
madre, como ahora, y más aún mientras yo esté ausente. Después, cuan-
do veas que tu hijo llega a la pubertad, cásate con quien tú elijas y aban-
dona esta morada.» Así habló, y todas sus palabras van cumpliéndose, y
llegará la noche en que yo soporte odiosas nupcias, porque Zeus me ha
arrebatado la ventura. Pero un dolor amargo ha tomado mi corazón y mi
alma, porque ahora los pretendientes no seguís las costumbres antiguas.
Aquellos que querían esposar con la noble hija de un hombre poderoso,
y se la disputaban, traían a su morada bueyes y rollizas ovejas y ofrecían
a la pretendida banquetes y espléndidos presentes y no devoraban impu-
nemente bienes de otros.
Así habló, y el paciente y divino Ulises se regocijó de que ella solici-
tara sus presentes y halagara su alma con palabras dulces mientras abri-
gaba otros pensamientos.
Y Antinoo, hijo de Eupites, le contestó:
—Hija de Icario, prudente Penélope, acepta los presentes que cada
uno de los aqueos querrá traerte, pues no es bien rehusar las dádivas;
pero no retornaremos a nuestros asuntos ni haremos cosa alguna hasta
que te hayas casado con aquel que prefieras de entre los aqueos.
Así dijo Antinoo, y sus palabras fueron alabadas por todos. Y cada
cual mandó un heraldo para que trajese los presentes. El de Antinoo
trajo un hermosísimo peplo de variados colores adornado con doce ani-
llas de oro donde se sujetaban otros tantos broches curvos. El de
Eurímaco trajo un rico collar de oro y de ámbar brillante semejante a
Helios. Los dos criados de Euridamas, pendientes maravillosos y bien
labrados, de insuperable gracia. El criado de Pisandro Polictorida trajo
un collar ricamente adornado. Y otros heraldos trajeron también her-
mosos presente de otros aqueos. Y la noble mujer subió a sus elevadas
estancias, a la vez que sus sirvientas llevaban los magníficos presentes.
Los pretendientes permanecieron hasta que vino la noche, deleitán-
dose con la danza y el canto. Y la noche sombría sobrevino mientras así
se deleitaban. Entonces colocaron tres lámparas en las estancias, para que
les alumbrasen, y alrededor dispusieron leña puesta a secar mucho tiem-
po y cortada con la ayuda del bronce. Después impregnaron las antor-
chas, y las siervas del ingenioso Ulises alumbraban por turno; pero el
paciente y divino Ulises les dijo:
—Siervas del rey Ulises, tanto tiempo ausente, volvemos a la estancia
donde está la venerable Reina. Alegradla, sentaos con ella, haced girar los
husos y preparad la lana para cardarla. Yo sólo tendré estas antorchas
para alumbrar a todos. Y si quieren esperar a la brillante Eos, no por eso
me cansaré, pues tengo mucha paciencia.
Así dijo, y las siervas se echaron a reír, mirándose unas a otras. Y
Melanto, la de las hermosas mejillas, le contestó injuriosamente. Dolio
la engendró y Penélope la había criado y educado como a una hija, rode-
ándola de caprichos; pero ella no tomaba parte en el pesar de Penélope,
pues estaba unida a Eurímaco, de quien era amante. Y dirigió estas afren-
tosas palabras a Ulises:
—Miserable forastero; estás falto de juicio, ya que no vas a dormir a
la casa de cualquier obrero o a un chiribitil cualquiera, y puesto que pro-
nuncias palabras necias en medio de tantos héroes, sin temor a nada.
Ciertamente, el vino nubla tu inteligencia, si es que no es ese tu natural,
y sólo dices palabras vanas. ¿Quizá te enorgullece haber vencido al vaga-
bundo Iro? Pues teme que uno más fuerte que Iro se levante de pronto
y te agobie con sus robustos puños, arrojándote de aquí lleno de sangre.
Y el ingenioso Ulises, mirándola con expresión torva, le dijo:
—Voy a repetir a Telémaco lo que has osado decir, perra, para que
aquí mismo te despedace.
Dijo así, y espantadas las sirvientas, huyeron por toda la casa, tem-
blorosas de terror y creyendo que hablaba seriamente. Y él encendió las
antorchas, quedando al lado de ellas y cuidando otros designios que
habían de cumplirse. Y Atenea no permitió que los procaces preten-
dientes cesaran de ultrajarle, a fin de que la cólera penetrara más hondo
en el corazón del Laertiada Ulises. Y entonces, Eurímaco, hijo de Polibo,
comenzó a mofarse de Ulises, provocando la risa de sus compañeros:
—Escuchadme, pretendientes de la ilustre Reina, que voy a deciros lo
que mi corazón inspira en el fondo del pecho. Este hombre no ha veni-
do a la morada de Ulises sin que lo haya deseado la voluntad de un Dios.
El resplandor de las antorchas parece salir de su cuerpo y su cabeza, en
la cual no tiene un solo cabello.
Así habló, y dijo a Ulises, destructor de ciudades:
—Forastero, si quieres servir por un salario, yo te mandaré a un rin-
cón de mis campos. Tu salario será suficiente. Repararás los vallados y
plantarás árboles. Te daré abundante comida, vestidos y sandalias. Pero
tú sólo sabes malas obras; no quieres trabajar y prefieres mendigar por el
pueblo para satisfacer tu insaciable vientre.
—¡Pluguiera a los Dioses, Eurímaco, que pudiéramos competir en el
trabajo, allá por la primavera, cuando los días son largos, caminando en
ayunas y segando con la hoz corva en un prado durante todo el día mien-
tras la hierba no faltara! ¡Pluguiera a los Dioses que hubiese de guiar dos
grandes y hermosos bueyes, bien alimentados de forraje y de iguales fuer-
zas, en un vasto campo de cuatro obradas! Verías entonces si sabía abrir un
profundo surco y dominar la tierra con el arado. Y si el Cronida suscitara
una guerra hoy mismo y tuviera yo un escudo, dos lanzas y un casco de
bronce que ceñir a mi cabeza, me verías confundido con los primeros com-
batientes y no me ultrajarías burlándote de mí porque tengo hambre. Pero
me insultas con insolencia porque eres cruel y te crees grande y bravo entre
un pequeño grupo de cobardes. ¡Mas si tornara Ulises y pisara el suelo de
su patria, pronto estas anchas puertas te parecerían demasiado estrechas
para escapar cuando fueras huyendo por el pórtico!
Así habló, y Eurímaco, indignadísimo en su corazón y dirigiéndole
una mirada torva, le dijo estas palabras aladas:
—¡Ah miserable! He de infligirte un castigo, puesto que pronuncias
tales frases en medio de tantos héroes, sin temor alguno. Ciertamente, el
vino nubla tu inteligencia, si es que no es ese tu natural, y sólo dices pala-
bras necias. ¿Quizá te enorgullece haber vencido al vagabundo Iro?
Mientras así decía, cogió un escabel; pero Ulises se abrazó a las rodi-
llas de Anfinomo de Dulikio para guardarse de Eurímaco, que alcanzó
con un golpe en la diestra mano del niño que servía la bebida; y el jarro
cayó con estrépito y el propio niño fue a dar en el polvo. Y los preten-
dientes, alborotando la oscura morada, decíanse unos a otros:
—¡Pluguiera a los Dioses que este errante forastero hubiera perecido
lejos de aquí y no hubiese venido a traer tanto desorden! Pues ya nos
querellamos por un mendigo, y la alegría de nuestros banquetes desapa-
recerá, puesto que el mal le arrebata.
Y la fuerza sagrada de Telémaco les dijo:
—¡Desdichados! Os habéis vuelto locos. No comáis ni bebáis más,
pues algún Dios os excita. Idos a dormir, hartos ya, a vuestras moradas
cuando os lo pida el corazón, que yo no obligo a nadie.
Así dijo, y todos se mordieron los labios, admirando a Telémaco, que
había hablado audazmente. Y entonces, Anfinomo, el hijo ilustre del rey
Niso Aretiada, les dijo:
—¡Amigos! Que nadie conteste con indignadas palabras a esa justa
reprimenda. No toquéis a este forastero, ni a ninguno de los criados que
se encuentran en la mansión del divino Ulises. ¡Ea!, que distribuya el
escanciador vino en las copas para que podamos hacer libaciones y mar-
charnos después a nuestras casas. Dejemos aquí al forastero al cuidado
de Telémaco, que le ha acogido en su querida morada.
Habló así, y sus palabras fueron aplaudidas por todos. Y el héroe
Mulio, heraldo de Dulikio y criado de Anfinomo, mezcló vino en la crá-
tera y lo distribuyó, como era costumbre. Y todos hicieron las libaciones
a los Dioses venturosos y bebieron vino dulce. Y después de haber hecho
las libaciones y bebido tanto como su alma apetecía, se apresuraron a
retirarse para descansar cada cual en su morada.
CANTO XIX

El divino Ulises quedó en la casa, proyectando con Atenea la muerte


de los pretendientes. Y de súbito, dijo a Telémaco estas palabras aladas:
—Telémaco, es preciso sacar todas las armas guerreras fuera de la sala
y cuando los pretendientes te las pidan, engañarles con estas dulces fra-
ses: «Las puse yo lejos del humo, porque ya no son las que eran para
Troya, sino que están sucias del calor de la lumbre. Además, el Cronida
me ha sugerido un buen pensamiento, temeroso de que, excitados por el
vino, se arme querella entre vosotros y os hiráis mutuamente, manchan-
do así el festín y vuestras nupcias futuras, pues el hierro atrae al hombre.»
Así habló, y Telémaco obedeció a su padre, y llamando a la nodriza
Euriclea, le dijo:
—Cierra a las mujeres en sus estancias hasta que haya transportado a
la alcoba nupcial las espléndidas armas de mi padre, que están descuida-
das y se han ensuciado con el humo durante su ausencia, porque aún era
yo un niño. Ahora quiero trasladarlas allí, donde no alcanza el calor de
la lumbre.
Y la cara nodriza Euriclea le repuso:
—¡Plegue a los Dioses, hijo mío, que siempre tengas la prudencia de
cuidar de tu casa y de conservar tus bienes! Mas, ¿quién te acompañará
con la luz, si no quieres que las sirvientas te alumbren?
Y el prudente Telémaco le contestó:
—Este forastero. No le dejaré sin hacer nada, ya que ha comido a mi
mesa, aun cuando venga de lejos.
Así dijo, y su palabra fue escuchada. Euriclea cerró las puertas de las
amplias estancias. Después Ulises y su ilustre hijo se apresuraron a trans-
portar los cascos, los broqueles convexos y las agudas lanzas. Y Palas
Atenea, precediéndoles con una lámpara de oro, les alumbraba espléndi-
damente, y entonces Telémaco dijo a su padre, de improviso:
—¡Oh padre! ¡En verdad que con mis propios ojos veo un gran pro-
digio! Los muros del palacio, sus hermosos intercolumnios, las vigas de
abeto y las altas columnas brillan como el ardiente fuego. Sin duda ha
entrado en esta casa algún Dios de los que habitan el ancho Urano.
Y le respondió el ingenioso Ulises:
—Cállate, refrena tu pensamiento y no me preguntes nada. Así se
conducen, en efecto, los Dioses que habitan el Olimpo. Vete a dormir.
Yo quedaré aquí, a fin de probar a los criados y a tu madre; pues, indu-
cida por su gran dolor, ha de preguntarme muchas cosas.
Dijo así, y Telémaco salió de la sala, subiendo, alumbrado por las fla-
meantes antorchas, a la alcoba donde acostumbraba a dormir. Y allí dur-
mió, esperando la próxima mañana, y el divino Ulises quedó en la sala,
proyectando con Atenea la muerte de los pretendientes.
Y la prudente Penélope, semejante a Artemisa o a Afrodita1 de oro,
salió de su alcoba nupcial. Y las siervas colocaron para ella, ante la lum-
bre, el trono en que solía sentarse. Era de marfil y plata, todo lleno de
adornos, y habíale construido el obrero Icmalio en otro tiempo, así como
un escabel para que la Reina apoyara los pies, y que estaba cubierto con
una piel de gran tamaño. Y allí se sentó la prudente Penélope.
Salieron de las habitaciones de la casa las doncellas de brazos blancos
y trajeron numerosos panes, mesas y las copas en que habían bebido las
procaces pretendientes. Arrojaron al fuego la lumbre de las antorchas y
amontonaron encima leña, que debía alumbrarles y darles calor. Y
entonces Melanto injurió de nuevo a Ulises.
—Forastero, ¿pero aún andas vagando por la casa, espiando a las
mujeres? Sal de aquí, miserable, ya que estás harto, o te arrojaré un tizón.
Y el prudente Ulises, mirándola con semblante torvo le dijo:
—¡Desdichada! ¿Por qué me ofendes con furor? ¿Quizá porque voy
sucio, vestido de harapos y porque mendigo por el pueblo, impelido por
la necesidad? Tal es la suerte de los indigentes y los vagabundos. Yo tam-
bién, algún día, era dichoso y vivía en una rica morada y socorría a los
mendigos, fueran ellos quienes fueran y fuesen las que fuesen sus nece-
sidades. Y tenía numerosos criados y todo aquello que hace dichosos a
los hombres y les vale fama de opulentos; pero el Cronida Zeus todo me
lo llevó, porque así quiso. Por eso, mujer, teme perder un día la belleza
de que estás dotada y que te distingue de las demás siervas; teme que tu
señora, irritada, te castigue, o que vuelva Ulises, pues no se ha perdido
1 Artemisa, diosa de la mitología clásica, hija de Zeus y de Latona y hermana gemela de Apolo.
Diosa lunar protectora de la castidad.
Afrodita, diosa griega del amor y de la belleza, de la procreación y de la vida, llamada así por
haber nacido de la espuma del mar. Los romanos la llamaron Venus.
Compréndase bien la fuerza del símbolo, castidad y amor de Penélope abandonando la alcoba nupcial.
toda esperanza. Mas si hubiera perecido y por eso no volviera, su hijo
Telémaco le sustituye, por la voluntad de Apolo, y nada de cuanto las
mujeres hagan en el palacio le pasará inadvertido, que ya está en edad de
comprenderlo todo.
Tal dijo, y la prudente Penélope, que le oyó, recriminó a su sirvienta
con estas palabras:
—¡Perra atrevida! No puedes ocultarme tu insolencia descarada, que
has de pagar con tu cabeza, pues sabías muy bien, por habérmelo oído a
mí misma, que quiero, por hallarme apenada, interrogar a este forastero
sobre la muerte de mi esposo.
Así habló, y dijo a la despensera Eurínome:
—Eurínome, aproxima una silla y cúbrela con una piel, a fin de que
este forastero, cómodamente sentado, me escuche y me responda, pues
deseo interrogarle.
Dijo, y Eurínome aproximó en seguida una silla pulimentada, que
recubrió con una piel, y el paciente y divino Ulises se sentó, y la pru-
dente Penélope le habló de este modo:
—Forastero, primero he de preguntarte respecto a ti propio. ¿Quién
eres? ¿De dónde vienes? ¿Cuál es tu pueblo y quiénes tus padres?
Y le contestó el prudente Ulises:
—¡Oh mujer! Ninguno de los mortales que pueblan la tierra inmensa
podrá censurarte, y, verdaderamente, tu gloria llega hasta el ancho Urano,
tal que la gloria de un rey irreprochable, que, venerando a los Dioses,
manda sobre numerosos y valientes guerreros, administra justicia, y por él
la tierra negra produce cebada y trigo, y los árboles están cargados de fruta,
y los rebaños se multiplican, y el mar da peces, y bajo sus justas leyes los
pueblos son prósperos y felices. Mas ahora, en tu palacio, pregúntame
otras cosas, pero no por mi estirpe y mi patria. No llenes de ese modo mi
corazón de nuevos pesares haciéndome recordar, pues estoy muy afligido
y no quiero gemir y llorar en una casa extraña, que siempre llorar es ver-
gonzoso. Alguna de tus siervas me insultaría, y quizá te irritaras tú misma
al creer que lloraba así por tener la mente nublada por el vino.
Y le respondió la discreta Penélope:
—Ciertamente, forastero, mis atractivos y mi hermosura me los arre-
bataron los Dioses el día que los argivos partieron para Ilios, y con ellos
mi esposo Ulises. Si él volviera y gobernara mi vida, mi fama sería más
grande y yo más hermosa. Pero actualmente sollozo porque un Dios
adverso me ha abrumado de desgracias. Cuantos reinan en las islas, en
Dulikio, en Same, en Zakinto, cubierta de bosques, y aquellos otros que
viven en la propia abrupta Ítaca, todos me pretenden, a despecho mío,
y arruinan mi mansión. Y no pongo cuidado en los forasteros, ni en los
suplicantes, ni en los heraldos que actúan en público, sino que padezco
nostalgia de Ulises y por él solloza mi pobre corazón. Los pretendientes
anhelan que me case, y yo medito engaños. Al principio un Dios me ins-
piró la idea de tejer en mis estancias una gran tela, larga y fina, y les dije
al punto: «Jóvenes, mis pretendientes: puesto que el divino Ulises ha
muerto, no tengáis prisa por mis bodas hasta que haya acabado este lien-
zo para el héroe Laertes (pues temo que se me pierda el hilo), que no
quiero que, el día en que la Moira funesta de la muerte acabe con él, pue-
dan reprocharme las mujeres aqueas el que un hombre que ha tenido
tantos bienes fuera enterrado sin sudario.» Así les hablé, y su corazón
generoso se dejó persuadir, y entonces, durante el día tejía la gran tela y
por la noche, alumbrada por antorchas, deshacía lo tejido. De este
modo, durante tres años, oculté mi azaña y engañé a los aqueos; pero
cuando llegó el año cuarto y las estaciones recomenzaron, después del
curso de los meses y los días numerosos, entonces, advertidos por mis sir-
vientas perras, sorprendieron mi engaño y hubieron de amenazarme, y
contra mi deseo fue conminada a terminar la tela. Ahora no puedo evi-
tar mis bodas ni sé buscar ninguna astucia. Y mis padres me exhortan a
que me case, y mi hijo soporta, apenado, que aquéllos devoren nuestros
bienes, porque ya es un hombre y puede gobernar esta casa y Zeus le ha
dado gloria. Mas dime tú, forastero, tu estirpe y tu patria, pues no pro-
cederás de la encina y del roquedo de las antiguas historias.
Y le respondió el prudente Ulises:
—¡Oh esposa venerada del Laertiada Ulises! ¿No dejarás de pregun-
tarme por mi estirpe? Te responderé, aun cuando así renueves mis innu-
merables dolores; pues este es el sino de un hombre largo tiempo ausen-
te de su patria, como yo, que he vagado por tantas ciudades agobiado
por el infortunio. Te diré, sin embargo, aquello que tú deseas:
«En medio del sombrío mar se eleva, hermosa y fértil, una tierra que
se llama Creta, donde habitan innumerables hombres y existen noventa
ciudades. Se hablan allí lenguajes diversos, pues viven los aqueos, los
magníficos cretenses indígenas, los cidones, tres tribus de dorios y los
divinos pelasgos. Sobre todas se destaca la gran ciudad de Cnosos, donde
reina Minos, que habló durante nueve años con el gran Zeus y fue padre
del magnánimo Deucalión, mi padre. Y Deucalión nos engendró a mí y
al rey Idomeneo, que fue a bordo de las naves de corva proa a Ilios con
los Atreidas. Mi nombre famoso es Eetón, y era el más joven. Idomeneo
era el mayor y el más valiente. He visto a Ulises, y le he ofrecido los
dones hospitalarios. Conforme él iba hacia Ilios, la violencia del viento
le había separado de Creta, lejos del promontorio de Malea, en Amniso,
donde está la caverna de Ilitia, y en este puerto difícil, a duras penas esca-
pó de la tormenta. Llegado a la ciudad, preguntó por Idomeneo, a quien
él llamaba su huésped caro y venerable. Pero Eos había aparecido diez u
once veces desde que a bordo de sus naves de corva proa Idomeneo había
partido hacia Ilios. Entonces conduje a Ulises a mis moradas y le acogí
amistosamente, colmándole de agasajos con ayuda de las riquezas que yo
poseía, y dándole, así como a sus compañeros, harina, vino rojo, bueyes
para matar, hasta que satisficiera su apetito. Los divinos aqueos queda-
ron allí doce días, pues el enorme y tempestuoso Bóreas soplaba y les
detenía, excitado por algún Dios malo. Pero el viento amainó al día tre-
ceno, y se hicieron al mar.»
Así hablaba, diciendo numerosas mentiras con apariencias de verdad, y
Penélope, oyéndole, lloraba, y sus lágrimas resbalaban por su rostro como
resbala la nieve de las altas montañas después de que el Céfiro la ha amon-
tonado y el Euro la derrite en torrentes que llenan los ríos. Así las hermo-
sas mejillas de Penélope dejaban resbalar las lágrimas mientras añoraba a
su esposo. Y Ulises estaba lleno de compasión viendo llorar a su esposa;
pero sus ojos, como el cuerno y el hierro, permanecían inmóviles bajo sus
párpados y reprimía sus lágrimas por prudencia. Y cuando se hubo sacia-
do de llorar y de lamentarse, Penélope, contestándole, le dijo de nuevo:
—Ahora, forastero, voy a someterte a una prueba, y veré si, como
dices, has recibido en tu casa a mi esposo y sus divinos compañeros.
Dime cómo eran los vestidos que le cubrían, cómo era él mismo y cómo
los compañeros que le seguían.
Y el prudente Ulises, contestándole, le dijo así:
—¡Oh mujer! Es muy difícil, después de tanto tiempo, responderte,
pues ya hace veinte años que Ulises llegó a mi patria y se fue de ella. Sin
embargo, te diré todo aquello que recuerde en mi espíritu. El divino
Ulises llevaba un doble manto de lana purpúrea, que sujetaba con un
broche de dos agujeros y adornado por la parte exterior con un perro que
tenía entre sus patas delanteras un cervatillo tembloroso. Y todos con-
templaban, admirados de que ambos animales fuesen de oro, a este can
que pretendía ahogar al cervatillo y a aquel que bajo sus pies, trabajaba
por huir. También vi sobre el cuerpo de Ulises una túnica espléndida.
Fina, tanto como una binza de cebolla, esta túnica brillaba como Helios.
En verdad, todas las mujeres le admiraban. Pero yo he de decirte (y guar-
da mis palabras en tu corazón) que no sé si Ulises usaba estos vestidos en
su casa o si alguno de sus compañeros se los había dado cuando iba con
él en la ligera nave, o quizá alguno de sus huéspedes, pues Ulises era esti-
mado de muchos hombres, porque pocos aqueos le eran comparables.
Yo le regalé una espada de bronce, un doble y hermoso manto purpúreo
y una larga túnica, y le conduje respetuosamente hasta su nave de ban-
cos para los remeros. Un heraldo algo más viejo que yo le seguía, y te diré
cómo era. Tenía los hombros altos, la tez morena y los cabellos crespos.
Se llamaba Euribates, y Ulises le distinguía entre todos sus compañeros
porque era discreto y prudente.
Así dijo, y el deseo de llorar se apoderó de Penélope, pues reconoció
las señas de Ulises como ciertas. Y después que se hubo saciado de llorar
y de lamentarse, dijo de nuevo:
—Si antes, ¡oh huésped!, eras digno de mi lástima, ahora serás consi-
derado y honrado en mi palacio. Yo di por mí misma a Ulises esos ves-
tidos que describes y que estaban guardados en mi alcoba nupcial, y yo
les puse ese broche brillante. ¡Mas ya no volveré a verle de regreso en el
caro suelo de la patria! Por un hado funesto partió Ulises hacia esa Troya
fatal, que nunca debería nombrarse, a bordo de su abierta nave!
Y el prudente Ulises le respondió:
—¡Oh venerable esposa del Laertiada Ulises, no marchites más tu her-
moso rostro ni consumas tu corazón en el llanto! Sin embargo, no te lo
censuraré. ¿Qué mujer no llorará por un esposo joven, aun cuando no
sea como Ulises, a quien consideran semejante a un Dios? Mas cesa de
llorar y escúchame. Te diré la verdad, sin ocultarte nada. He oído hablar
del regreso de Ulises, que está en el opulento país de los tesprotas, donde
llegó indemne y trajo numerosas riquezas que reunió en tres pueblos;
más perdió a sus queridos compañeros y su abierta nave en el negro mar,
después de abandonar Trinakia. Zeus y Helios estaban enojados porque
sus compañeros habían matado los bueyes de Helios, y todos perecieron
en el mar tempestuoso. Pero el mar arrojó a Ulises abrazado a la quilla
de su nave sobre las costas de los faiakienos, que descienden de los
Dioses. Y allí le han honrado como a un Dios, y le han regalado con
numerosos presentes, y han querido conducirle sano y salvo hasta su
casa. Y Ulises estaría aquí ya hace algún tiempo si no le hubiera pareci-
do más conveniente amontonar riquezas recorriendo muchas tierras,
pues conoce más número de argucias que todos los hombres y nadie
puede competir con él. Así me habló Feidón, rey de los tesprotas. Y me
juró, haciendo libaciones en su casa, que estaban preparados la nave y los
hombres que habían de conducir a Ulises a la querida tierra patria. Pero
antes me envió a mí, aprovechando una nave de los tesprotas que iba a
Dulikio, fértil en trigo. Y me enseñó las riquezas que había acaparado
Ulises en bronce, oro y hierro, difícil de trabajar, todo ello suficiente para
mantener hasta a su décima generación. Y me refirió que Ulises había
ido a Dodona para escuchar de la Gran Encina la voluntad de Zeus, y
para saber cómo, tras su larga ausencia, había de entrar en su tierra de
Ítaca, si pública o encubiertamente. Así, pues, Ulises está salvo, y pron-
to regresará y no permanecerá mucho tiempo alejado de sus amigos y de
su patria. Y te prestaré un gran juramento: sépanlo Zeus, el mejor y el
más alto de los Dioses, y la casa del valiente Ulises, adonde he llegado.
Todo se verificará como digo. Ulises regresará antes de fin de año, antes
de fin de mes, en estos días que corren.
—Y le respondió la prudente Penélope:
—¡Plegue a los Dioses, forastero, que tus palabras se cumplan! Te
demostraré pronto mi amistad con numerosos presentes, tales que todo el
mundo te llamaría dichoso; pero yo pienso en mi corazón que nunca ha
de volver Ulises a su casa y que no está aquí tampoco quien ha de llevarte
a la tuya. No hay jefes como Ulises entre los hombres (si es que no fue su
vida un sueño) que conduzcan a los huéspedes después de haberles acogi-
do y obsequiado. Ahora, sirvientas, lavad a nuestro huésped y preparadle
el lecho con mantas y colchas espléndidas a fin de que espere caliente a
Eos, la del trono de oro. Luego, cuando amanezca, bañadle y perfumadle,
para que, sentado en la sala haga su comida al lado de Telémaco. Y desdi-
chado de aquel que intente ultrajarle, pues esa sería la última acción que
realizara aquí, por mucho que se indignase. ¿Cómo, si no, forastero, reco-
nocerías que sobresalgo entre las demás mujeres por talento y discreción,
si, falto de vestidos y harapiento, te dejara sentar a comer en el palacio? La
vida de los hombres es breve. A aquel que es injusto y realiza actos vitupe-
rables, los hombres le dirigen imprecaciones mientras vive y le maldicen
muerto; pero de aquel que es intachable y realiza el bien, los extranjeros
llevan lejos la fama y todos los hombres le alaban.
Y el prudente Ulises le contestó, diciendo:
—¡Oh esposa venerable del Laertiada Ulises! Los vestidos lujosos y los
mantos espléndidos no me placen, desde que, a bordo de la nave de lar-
gos remos, abandoné las nevadas montañas de Creta. Me acostaré, como
lo he verificado durante muchas noches, sin sueño, en una cama mise-
rable, y esperaré a la divina Eos; los pediluvios tampoco me agradan, y
ninguna sirvienta me tocará los pies, a no ser que haya alguna entre ellas
que sea vieja y prudente y que haya padecido tanto como yo. No me
opondré entonces a que ésa me lave los pies.
Y le contestó la prudente Penélope:
—Caro huésped, ninguno entre los amigos forasteros que han venido a
esta casa te aventaja en discreción, y todo cuanto dices está lleno de pru-
dencia. Tengo sí, una mujer vieja y muy prudente, que amamantó y crió
algún tiempo al desdichado Ulises, después de haberle recibido en sus bra-
zos cuando lo parió su madre. Ésa, a pesar de estar ya débil, te lavará los
pies. Levántate, prudente Euriclea; ven y lava los pies a este forastero que
tiene la edad de tu señor. Acaso los pies y las manos de Ulises se parezcan
a los suyos, pues los hombres envejecen de prisa en el dolor.
Así habló, y la anciana ocultó el rostro entre las manos y vertió cáli-
das lágrimas, diciendo estas dolorosas palabras:
—¡Ay, estoy sin fuerza para ayudarte, hijo mío! Seguramente Zeus te
odió más que a los otros hombres, a pesar de haber tenido tú un espíritu
piadoso. Ningún hombre quemó más muslos crasos a Zeus, que se rego-
cija con el rayo, ni le ofreció más perfectas hecatombes. ¡Tú le suplicabas
pidiéndole para el futuro una vejez tranquila y que te arrebató el día del
regreso! Acaso también otras mujeres le agraviaron cuando entró en el ilus-
tre palacio de su señor, como estas perras te agraviaron a ti. Huyes de sus
injurias y sus palabras vergonzosas y no quieres que te laven; y la hija de
Icario, la prudente Penélope, me manda que lo haga yo, y yo la complaz-
co. Por eso lavaré tus pies, por cariño a Penélope y a ti, porque tus des-
venturas han emocionado mi corazón. Pero escucha lo que voy a decirte
de todos los infortunados forasteros que han llegado hasta aquí, ninguno
se parece a Ulises más que tú. Tienes su cuerpo, su voz y sus pies.
Y el prudente Ulises le respondió así:
—¡Oh anciana! Todos cuantos nos contemplaron con sus ojos dicen, en
efecto, que nos semejamos mucho. Has hablado, pues, discretamente.
Así dijo, y la anciana cogió un baño reluciente, el cual utilizaba para
lavar los pies, y echó en él mucha agua fría y después otra caliente. Ulises
se sentó ante el hogar, volviéndose hacia el lado de la sombra, pues súbita-
mente le asaltó el temor de que, al tocarle, reconociera una cicatriz de la
herida que un jabalí le hiciera en otro tiempo con sus blancos dientes, en
el Parnaso, cuando fue a visitar a Autólico y sus hijos. Autólico era el ilus-
tre padre de su madre y ganaba a todos los hombres en habilitada para el
expolio y en hacer falsos juramentos. Un Dios le había hecho este don —
Hermes—, por el que solía quemar carnes de cordero y de cabras y siem-
pre le asistía. Y Autólico vino al opulento país de Ítaca y halló al hijo recién
nacido de su hija. Y Euriclea, después de comer, le había puesto sobre las
rodillas de Autólico diciéndole: «Autólico, da nombre por ti mismo al que-
rido hijo de tu hija, ya que le has deseado tanto.» Y Autólico le respondió:
«Yerno, hija mía, llamadle por el nombre que voy a deciros. He venido
aquí indignado contra numerosos hombres y mujeres que viven sobre la
madre tierra. Sea, pues, su nombre Ulises. Cuando llegue a la pubertad,
que vaya al Parnaso, al gran palacio de su abuelo materno, allí donde tengo
mis riquezas, y le haré copiosos presentes y os lo devolveré lleno de alegría.»
Y para dar cumplimiento a estas palabras, Ulises fue para recibir los dones
espléndidos. Y Autólico y los hijos de Autólico le estrecharon entre sus bra-
zos y le recibieron con dulces palabras. Anfitea, la madre de su madre, le
abrazó, besando su cabeza y sus hermosos ojos. Y Autólico y los hijos de
Autólico le estrecharon entre sus brazos y le recibieron con dulces palabras.
Anfitea, la madre de su madre, le abrazó, besando su cabeza y sus hermo-
sos ojos. Y Autólico ordenó a sus hijos ilustres que prepararan la comida.
Y en el acto obedecieron; en pedazos, que pusieron en los asadores, los tos-
taron y luego los repartieron. Y todo el día, hasta la caída de Helios, lo
pasaron comiendo, y nadie se vio falto de la porción correspondiente.
Cuando Helios cayó y sobrevinieron las tinieblas, se acostaron y durmie-
ron; pero cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó
contemplar, los hijos de Autólico y sus perros salieron de caza y el divino
Ulises con ellos. Treparon a lo alto del Parnaso, cubierto todo de bosque,
y penetraron en sus quebraduras, azotadas por el viento. Helios, apenas
elevado del curso del profundo Océano, hería el campo con su luz, cuan-
do los cazadores llegaron a un valle. Les precedían los perros oliendo una
pista, luego venían los hijos de Autólico, y con ellos, cerca de los perros, el
divino Ulises caminaba blandiendo una aguda lanza. En el frondoso bos-
que se hallaba echado un gran jabalí. Ni la húmeda violencia de los vien-
tos llegaba hasta aquel jaral, ni el luciente Helios le hería con sus rayos, ni
siquiera caía allí la lluvia —tanta espesura había—, y allí estaba echado el
jabalí sobre un montón de hojarasca. Llegó hasta él el ruido de los hom-
bres y de los perros, y cuando los cazadores llegaron, salió a su encuentro
desde el jaral, las cerdas del cuello erizadas y echando fuego por los ojos, y
se detuvo cerca de ellos. Entonces Ulises fue el primero en acometerle,
levantando su larga danza con la vigorosa mano y yéndose a él con inten-
ción de atravesarle; pero el jabalí, prevenido, le hirió en la rodilla con un
golpe oblicuo de sus dientes, que le rasgó bastante carne, sin llegar al
hueso. Y Ulises le hirió en la paletilla derecha, y la punta de su lanza bri-
llante le pasó de lado a lado, haciéndole caer en el polvo, donde perdió la
vida. Al punto los queridos hijos de Autólico se agruparon alrededor del
irreprochable Ulises, le vendaron la herida con cuidado y detuvieron la
sangre negra con un ensalmo; después le volvieron a la morada de su
padre. Y Autólico, una vez que curaron a Ulises y le ofrecieron ricos pre-
sentes, le repatrió lleno de alegría a su querida Ítaca. Allí, su padre y su
madre venerada se holgaron por su retorno, preguntándole mil cosas e
interesándose por la herida que había recibido.
Y he aquí que la anciana, tocando con sus propias manos esta cicatriz,
reconoció, y dejó caer el pie, rebotando en el baño de bronce, que reso-
nó y se volcó, esparciéndose el agua por el suelo. Y la alegría y el dolor
invadieron a la vez el alma de Euriclea, y sus ojos se llenaron de lágrimas
y su voz se entrecortó, y tomando el mentón de Ulises, le dijo:
—¡Tu eres, en efecto, Ulises, mi querido hijo! No te había reconoci-
do antes de tocarte, señor.
Así habló, e hizo una seña con los ojos a Penélope para hacerle saber
que su querido esposo estaba en el palacio; pero desde el sitio donde se
hallaba Penélope no pudo verla ni comprenderla, pues Atenea había dis-
traído su espíritu. Entonces, Ulises, cogiendo con su diestra mano la gar-
ganta de Euriclea y atrayéndola hacia sí con la otra, le dijo:
—Ama, ¿por qué quieres perderme, tú que me alimentaste con la
leche de tu pecho? Ahora, después de sufrir muchos infortunios, llego,
tras una ausencia de veinte años, al suelo de mi patria. Mas ya que me
has reconocido y un Dios te ha inspirado, cállate y que nadie sospeche,
pues voy a decirte esto que se cumplirá: si un Dios mata por mis manos
a los procaces pretendientes, no te perdonaría a ti, aun cuando hayas sido
mi nodriza, al matar a las demás sirvientas en mi palacio.
Y le respondió la prudente Euriclea:
—Hijo mío, ¿qué palabras se han escapado de entre tus dientes? Sabes
que mi ánimo es constante y firme. Yo me callaré como la piedra y el hie-
rro. Y te diré otra cosa, y guarda mis palabras en tu espíritu: si un Dios
destruye por tu mano a los procaces pretendientes, te indicaré qué muje-
res te honran en tu casa y cuáles son las que te menosprecian.
Y contestó el prudente Ulises:
—Ama, ¿para qué indicármelas? No es necesario. Juzgaré por mí
mismo y las conoceré. Guarda silencio y confiere el resto a los Dioses.
Así dijo, y la vieja cruzó la sala en busca de otro baño de pies, pues
toda el agua se había derramado. Después de lavado y perfumado Ulises,
aproximó ella su silla al fuego para que se calentase y cubrió la cicatriz
con sus harapos. Y dijo de nuevo la prudente Penélope:
—Forastero, todavía he de preguntarte unos instantes, pocos, pues la
hora del sueño es dulce, y el sueño en sí también lo es, aun para el des-
venturado. A mí un Dios me ha enviado una aflicción inmensa, y de día,
al menos, la sobrellevo, lamentándome y vigilando los quehaceres de mis
criados, y distraigo así mi dolor; pero cuando llega la noche y el sueño
acoge a todos, me acuesto en mi lecho, y en torno a mi impenetrable cora-
zón, los amargos pensamientos exacerban mi pena. Igual que la verde
Aedón, hija de Pandaro, canta al renacer la primavera bajo las hojas espe-
sas de los árboles, desde donde extiende su voz sonora, llorando a su caro
Itilo, que engendró al rey Zetoo, y a quien hubo de matar con el bronce,
estando loca, así mi alma se agita aquí y allá, dudando si debo permanecer
al lado de mi hijo, guardando con cariño mis riquezas, mis criados y mi
magnífica morada, respetando el lecho de mi esposo y la opinión pública,
o si debo casarme, eligiendo entre los aqueos que me solicitan en mi pala-
cio a aquel que sea más noble y que me ofrezca más regalos. Mientras mi
hijo fue niño, sin raciocinio, no he podido casarme ni abandonar la man-
sión de mi marido; pero ahora que ha llegado a la pubertad, me ruega que
abandone esta casa, lleno de indignación porque los aqueos devoran sus
riquezas. Pero escucha e interpreta este sueño: veinte gansos, saliendo del
agua, comen trigo en mi palacio, y yo les contemplo alegre. Mas he aquí
que un águila de corvo pico desciende de una alta montaña, cae sobre ellos
y los mata. Quedan muertos formando un montón, y el águila se alza en
el Éter divino. Y lloro y me lamento en mi sueño, y las aqueas de hermo-
sas cabelleras se reúnen junto a mí, que gimo amargamente porque el águi-
la mató mis gansos. Mas he aquí que el águila vuelve a descender, y desde
lo alto de mi palacio me dice con voz humana: «Tranquilízate, hija del ilus-
tre Icario; esto no ha sido un sueño, sino un augurio feliz que ha de cum-
plirse. Los gansos son los pretendientes, y yo, que parezco un águila, soy
tu esposo, que ha regresado para infligir una muerte afrentosa a todos
ellos.» Así dijo, me abandonó el sueño, y buscándolos con mis ojos, vi a
mis gansos que comían trigo en el caldero, como antes.
Y respondió el prudente Ulises:
—¡Oh mujer! Nadie podrá explicar el sueño de otro modo, pues, cier-
tamente, Ulises mismo te dijo lo que ha de ocurrir. La extinción de los
pretendientes es manifiesta, y ninguno de ellos evitará la Ker y la muerte.
Y le respondió la prudente Penélope:
—Hay sueños difíciles de explicar, forastero, y no todos se cumplen
entre los hombres. Los sueños salen por dos puertas: una de cuerno y otra
de marfil. Los que salen por la puerta del labrado marfil engañan con sus
vanas palabras que no se cumplen nunca; mas los que salen por la puerta
de cuerpo pulido dicen la verdad a los hombres que los ven. Y no sospe-
cho que éste haya salido por la última y sea dichoso para mi hijo y para mí.
Veo llegar el infausto día que ha de alejarme de la morada de Ulises, pues
quiero proponer una prueba. Ulises tenía en sus estancias hachas, que
colocaba en fila como los mástiles de las naves, y desde lejos hacía pasar
una flecha por sus anillos. Voy a proponer esta prueba a los pretendientes.
¡Aquel que con sus manos tienda el arco más hábilmente y haga pasar la
flecha a través de los doce anillos de las hachas, a aquél seguiré lejos de esta
morada tan hermosa que ha conocido mi juventud, donde de todo hay en
abundancia y de la que me acordé, creo yo, hasta en mis sueños!
Y le respondió el ingenioso Ulises:
—¡Oh esposa venerable del Laertiada Ulises! No retrases más esa prueba
en tu palacio. El prudente Ulises regresará, antes que ellos hayan tendido la
cuerda, asegurado el arco pulido y lanzado la flecha a través del hierro.
Y le contestó la prudente Penélope:
—Si quisieras, forastero, sentarte a mi lado para deleitarme en esta
sala, el sueño no se extendería por mis párpados; pero los hombres no
pueden permanecer sin dormir, y los Inmortales han hecho que los mor-
tales en la tierra fecunda empleen el tiempo en varias cosas. Así es que yo
subiré a mi alta estancia y me acostaré en mi lecho, lleno de tristeza y
rociado con mis lágrimas desde el día en que Ulises partió hacia esa Ilios
fatal, que no debiera nombrarse. Allí me acostaré, y tú hazlo en esta sala,
sobre el suelo o en la cama que te prepararán.
Diciendo así, subió a su elevada y espléndida estancia, pero no sola,
sino acompañada de dos sirvientas. Y cuando hubo llegado con las sir-
vientas a la alta habitación, lloró por Ulises, su caro esposo, hasta que
Atenea, la de los ojos claros, extendió el dulce sueño por sus párpados.
CANTO XX

Y el divino Ulises se acostó en el vestíbulo, tendiendo en el suelo la


piel de un buey aún fresca y por encima de ella numerosas pieles de ove-
jas que los aqueos había sacrificado. Y Euriclea echó un manto sobre él
cuando se hubo acostado. Y así tendido, Ulises meditaba en su ánimo la
muerte de los pretendientes, completamente despierto.
Y las mujeres, que desde mucho tiempo se entregaban a los preten-
dientes, salían del palacio riendo y bromeando entre ellas y pensando en
holgorios. El corazón de Ulises se agitó en su pecho, dudando si arrojar-
se sobre ellas y matarlas a todas, o si dejarlas que, por última vez, se unie-
ran a los procaces pretendientes.Y el corazón le aullaba en su pecho,
como una perra, al llegar a sus cachorros, aúlla al desconocido y desea
acometerle. Así su corazón aullaba contra estos ultrajes; mas, golpeán-
dose el torso, le reprimía con estas palabras:
—¡Sufre aún, corazón mío, que infortunios mayores padeciste el día
en que el Cíclope, invencible por su fuerza, devoró a mis queridos com-
pañeros! Y tú lo soportaste bravamente hasta que mi astucia te hubo reti-
rado de la caverna donde pensaste perecer.
Así dijo, calmando en su pecho a su querido corazón, y su corazón se
calmó paciente. Más Ulises se revolvía a uno y otro lado. Igual que un
hombre da vueltas y más vueltas sobre una lumbre ardiente a un vientre
lleno de grasa y sangre, así se revolvía a uno y otro lado, pensando cómo,
solo contra una multitud, pondría mano a los soberbios pretendientes.
Pero Atenea descendió del Urano, se acercó a él semejante a una mujer
mortal, y deteniéndose sobre su cabeza le dijo estas palabras:
—¿Por qué velas aún, ¡oh tú, el más desventurado de los hombres!?
Esta casa es tu casa, tu esposa está aquí, tu hijo también, que es tal como
todos desearan fuese el suyo.
Y el ingenioso Ulises le respondió:
—Ciertamente, Diosa, has hablado con discreción; mas yo pienso en
mi alma cómo pondría mano a los pretendientes procaces, pues soy solo
y ellos constituyen un gran número. Y tengo en mi ánimo un pensa-
miento más importante. ¿Hallaré yo la muerte por la voluntad de un
Dios, o por la tuya podré escapar de ella? Quisiera saberlo por ti.
Y Atenea, la Diosa de los ojos claros, le respondió:
—¡Insensato! Todo hombre tiene confianza en el más débil de sus
compañeros, que no es sino un mortal y de poca prudencia. Y yo soy una
Diosa que te ha asistido en todos tus infortunios y que ahora te dice cla-
ramente: aun cuando cincuenta ejércitos de hombres hablando lenguas
distintas nos rodearan para matarte con la espada, no dejarías por eso de
arrebatarles sus bueyes y sus crasas ovejas. Duerme, pues, que es cruel
velar toda la noche. En breve escaparás a todos tus males.
Así dijo, y extendió después el sueño por los párpados de Ulises,
envolviendo todos sus miembros y calmando las preocupaciones de su
corazón. Su esposa se despertó, y lloró sentada en su lecho mullido. Y
cuando se hubo saciado de llorar, la noble mujer suplicó a la venerable
Artemisa, hija de Zeus:
—Artemisa, venerable Diosa, hija de Zeus, ¡pluguiera a los Dioses que
me arrancaras el alma en este mismo instante con tus flechas o que las tem-
pestades pudieran arrastrarme por los caminos sombríos y arrojarme a la
corriente del tempestuoso Océano! Que así las tempestades arrastraron
algún tiempo a las hijas de Pandaro. Los Dioses quisieron que murieran
sus padres, y ellas quedaron huérfanas en sus mansiones, donde la divina
Afrodita las crió con queso, con dulce miel y vino oloroso. Hera las dotó
más pródigamente que a otras mujeres de belleza y discreción; tú, casta
Artemisa, de elevada talla, y Atenea les enseñó a hacer buenas obras. Fue
entonces cuando la divina Afrodita subió al alto Olimpo, a fin de pedir
para sus doncellas dichosas bodas a Zeus, que se regocija con el rayo y que
conoce el bueno y el mal destino de los hombres mortales. Y durante este
medio tiempo las Arpías arrebataron a estas doncellas y las entregaron
como siervas a las Erinnias. ¡Que los Olímpicos me guarden igual destino!
¡Que me hiera Artemisa, la de los hermosos cabellos, para ver de nuevo a
Ulises, por lo menos bajo la tierra odiosa, antes que regocijar el alma de un
hombre indigno! Se puede soportar cualquier mal cuando, después de
haber llorado todo el día con el corazón afligido, se duerme durante la
noche, pues el sueño, cerrando los párpados, hace olvidar a todos los hom-
bres los bienes y los males. Mas un Daimón me ha enviado el insomnio
ingrato y se ha acostado junto a mí tomando la forma de Ulises, tal como
era cuando partió con su ejército. Y mi corazón estaba consolado creyen-
do que no era un sueño, sino la misma verdad.
Así habló, y en seguida Eos, la del trono de oro, se dejó contemplar. Y el
divino Ulises oyó la voz de Penélope, que lloraba. Y pensó y le vino a la mente
que, colocada sobre su cabeza, le había reconocido. Por eso, amontonando las
pieles y la manta sobre las que había dormido, las colocó en un sillón de la
sala y, arrojando fuera la piel de buey, alzó las manos y suplicó a Zeus:
—¡Padre Zeus! Si por la voluntad de los Dioses me has traído a mi
patria a través de la tierra y el mar, después de agobiarme con tantos infor-
tunios, haz que alguno de los que en el interior de esta casa están despier-
tos diga una palabra feliz y que fuera se muestre alguno de tus designios.
Tal dijo, suplicando, y el sapiente Zeus le escuchó. Y en el acto tronó
desde lo alto del Olimpo, por encima de las nubes, y el divino Ulises se
alegró. Y en aquel instante una mujer que se ocupaba en la molienda
alzó su voz en la casa. Pues había no lejos de él doce molinos del prínci-
pe de pueblos y otras tantas sirvientas los regían preparando el aceite y
la harina sustento de los hombres. Todas se habían dormido después de
moler el grano, mas una no había terminado, por ser la más débil de
todas. Ésta paró su muela, y dijo unas palabras gratas al rey:
—Padre Zeus, que imperas en los Dioses y en los hombres, acabas de
tronar estentóreamente desde el alto Urano estrellado, donde no hay una
sola nube. Es indudablemente una señal para alguien. Cúmpleme a mí,
desdichada, este anhelo. ¡Que los pretendientes hagan hoy por última
vez su espléndida comida en el palacio de Ulises! ¡Puesto que ellos han
quebrado mis rodillas en este duro trabajo de molerles harina, que hagan
hoy su último banquete!
Así dijo, y el divino Ulises se regocijó de este presagio, y del tronar de
Zeus, y pensó que podría castigar a los culpables. Las otras sirvientas reu-
niéronse en las hermosas estancias de Ulises y encendieron un gran fuego
en el hogar. Y el divino Telémaco se levantó de su lecho y se puso sus ves-
tidos. Colgó una espada de sus hombros y calzó sus pies brillantes con unas
espléndidas sandalias; cogió después una fuerte lanza de punta de bronce,
y parándose tan pronto como traspuso el umbral, dijo a Euriclea:
—Querida nodriza, ¿cómo honraste al forastero en esta casa? ¿Le diste
cama y alimento, o yace quizá sin cuidado de nadie? Porque mi madre a
menudo obra así, a pesar de su discreción; festeja desmesuradamente al
peor de los hombres y despide al más benemérito sin honores.
Y la prudente Euriclea le contestó:
—No censures a tu inocente madre, hijo mío. El forastero estuvo sen-
tado, y bebió tanto vino como le plugo; pero se negó a comer más cuan-
do tu madre le instó a que lo hiciera. Ésta también mandó a las sirvien-
tas que le prepararan un lecho; pero él, como un hombre lleno de preo-
cupaciones y desventuras, se negó a dormir en cama bajo colchas, y se
tendió en el vestíbulo sobre una piel fresca de buey y otras pieles de
oveja, y nosotras le cubrimos con un manto.
Así dijo, y Telémaco salió de la morada, llevando su lanza en la mano.
Y dos perros veloces le siguieron. Y dirigióse a buen paso hacia el ágora
de los aqueos de hermosas grebas. Y Euriclea, hija de Opos Peisenorida,
la más noble entre las mujeres, dijo a las sirvientas:
—¡Ea, daos prisa! Barred la sala, regadla, poned tapices purpúreos
sobre los sillones, fregad las mesas, haced relucir las cráteras y las copas
redondas, y algunas de vosotras, marchad a la fuente a coger agua y
regresad en seguida. Los pretendientes no tardarán en venir, pues lo
harán muy de mañana, que hoy es fiesta para todos.
Habló así, y tan pronto como le oyeron, obedecieron las sirvientas. Y
unas fueron a la fuente de aguas profundas, y las otras trabajaron afanosa-
mente en la casa. Después entraron los soberbios pretendientes y se pusie-
ron a partir leña. Las sirvientas volvieron de la fuente, y tras ellas entró el
porquerizo, que traía tres de sus mejores cerdos. Y los dejó que comieran
dentro del cercado. Después dirigió a Ulises estas dulces palabras:
—¿Te tratan mejor los aqueos, forastero, o te ultrajan como al principio?
Y le respondió el prudente Ulises:
—¡Quieran los Dioses, Eumeo, castigar su insolencia, pues cometen accio-
nes vergonzosas y perversas en una casa extraña, sin sentir el menor reparo!
Y mientras así hablaban, el cabrero Melantio se acercó a ellos, conduciendo
para los pretendientes las mejores cabras de sus rebaños y seguido de dos pasto-
res. Ató las cabras bajo el sonoro pórtico, y dijo a Ulises, insultándole de nuevo:
—¿Todavía estás aquí, extranjero, para importunar a todos pidiendo
con insistencia? ¿Nunca te irás por esas puertas? Me parece que no nos
separaremos sin que hayas probado mis puños, pues mendigas aquí
demasiado y hay otras comidas entre los aqueos.
Así dijo, y el prudente Ulises no le contestó nada, sino que permane-
ció silencioso, pero moviendo la cabeza y meditando su venganza.
Después llegó Filetio, mayoral de los pastores, conduciendo para los pre-
tendientes una ternera cerril y cabras rollizas. Dos barqueros de los que
conducen a los hombres en sus botes los habían traído. Y Filetio ató los
animales bajo el sonoro pórtico, y acercándose al porquero, le dijo:
—Porquerizo, ¿quién es este forastero llegado recientemente a nuestra
morada? ¿De dónde es? ¿Cuál es su familia y cuál su patria? ¡Desdichado!
Ciertamente, se parece a un rey; mas los Dioses agobian a cuantos vagan
sin descanso, y hasta a los propios reyes destinan infortunios.
Así dijo, y tomando en las suyas la mano diestra de Ulises, le dirigió
estas palabras aladas:
—¡Salud, padre huésped! ¡Que el bienestar te llegue pronto, ya que
ahora estás agobiado de males! Padre Zeus, ninguno de los Dioses te aven-
taja en crueldad, pues no tienes compasión de los hombres que tú mismo
creaste, y a quienes agobias de miserias y de amargos sufrimientos. El
sudor me resbala y mis ojos se llenan de lágrimas contemplando a este
extranjero, pues me acuerdo de Ulises y pienso que quizá vaga también
entre los hombres cubierto de harapos semejantes, si es que aún ve la luz
de Helios. Y si ha muerto y está ya en las regiones de Edes, siempre gemi-
ré al recuerdo del irreprochable Ulises, que me envió, siendo yo muy
joven, a guardar sus bueyes al país de los cefalenos. Ahora son innumera-
bles, pues nadie posee tantas vacas de ancha testuz. Y los pretendientes me
mandan traérselas para sus banquetes, sin ocuparse para nada del hijo de
Ulises en esta casa, sin tener respeto ni temor a los Dioses, pues desean
ambiciosamente repartirse las riquezas de un rey cuya ausencia dura largo
tiempo. A menudo suele dudar mi corazón en el caro pecho. Sería una
mala acción, viviendo aún Telémaco, marcharse a otro país, al lado de
hombres extraños, con mis bueyes; pero, por otra parte, es duro permane-
cer aquí guardándolos para gente extraña y sufriendo tantos sinsabores. Ya
hubiera huido hace mucho tiempo a servir a algún rey lejano, porque aquí
todo es ya intolerable; pero pienso que aquel desdichado podría venir y
dispersar de su palacio a los soberbios pretendientes.
Y le contestó el prudente Ulises:
—Boyero: no me pareces un insensato ni un mal hombre y se advier-
te que tu espíritu está dotado de prudencia. Por eso voy a jurarte esto
solemnemente; que de ello sean testigos Zeus, el más sapiente y el pri-
mero de los Dioses, esta mesa hospitalaria y esta casa del valiente Ulises,
a la que he llegado. Hallándote tú aún aquí, Ulises vendrá, y le verás con
tus propios ojos, si quieres verle, dar muerte a los pretendientes que en
esta casa dominan.
—Extranjero, ¡plegue al Cronida que tus palabras se cumplan!
Entonces verás cómo son mis fuerzas y mis brazos.
Y Eumeo suplicó a la vez a todos los Dioses que trajeran al prudentí-
simo Ulises a sus moradas.
Mientras hablaban así, los pretendientes tramaban la muerte de
Telémaco. Pero en aquel momento un águila voló a su izquierda, llevan-
do entre sus garras una tímida paloma.
Y Anfinomo les dijo:
—Nuestro propósito de matar a Telémaco no se cumplirá jamás. No
pensemos sino en comer.
Dijo Anfinomo, y su palabra les gustó. Una vez dentro de la morada
de Ulises, colocaron sus mantos sobre las sillas y sillones y sacrificaron
enormes ovejas y rollizas cabras, los cerdos y la ternera cerril. Y se distri-
buyeron las entrañas tostadas. Mezclaron luego el vino en sus cráteras, y
el porquerizo les sirvió las copas. Y Filetio, mayoral de los pastores,
repartió el pan en preciosos cestillos, y Melantio escanció el vino. Y
pusieron todos mano en los manjares que tenían delante. Telémaco hizo
sentar a Ulises, que pensaba astucias junto al umbral de piedra, en la pro-
pia sala y en una silla rústica, y colocó ante él, en una mesa pequeña, una
parte de entrañas. Puso luego vino en una copa de oro, y le dijo:
—Siéntate aquí, entre los hombres, y bebe vino. Por mí mismo alejaré de
ti los ultrajes de los pretendientes, pues esta casa no es pública; es la mansión
de Ulises, y él la construyó para mí. Y vosotros, pretendientes, absteneos de
injuriar, y reprimid vuestras manos, no sea que se suscite la discordia.
Así habló, y todos, mordiéndose los labios, contemplaron a Telémaco y
admiráronse de su audacia. Y Antinoo, hijo de Eupites, hubo de decirles:
—Acabamos de oír, acayos, las severas palabras de Telémaco, con las
cuales nos ha amenazado duramente. Ciertamente, el Cronida Zeus no
lo ha querido; pues, si no, ya le hubiéramos hecho enmudecer en esta
casa, a pesar de ser él un hábil agoreta.
Dijo así Antinoo, y Telémaco no se inquietó lo más mínimo. Los
heraldos, mientras tanto, conducían a través de la ciudad la sagrada heca-
tombe, y los aqueos de largas cabelleras se reunieron en el espeso bosque
del Arquero Apolo.
Cuando hubieron tostado las carnes superficiales, los pretendientes
distribuyeron las porciones y celebraron su magnífica cena; y conforme
había ordenado Telémaco, el caro hijo del divino Ulises, los servidores
llevaron a éste una parte igual a la de los convidados; pero no quiso
Atenea que los pretendientes cesaran en sus ultrajes, a fin de que el cora-
zón de Ulises rebosara de cólera. Había entre los pretendientes un hom-
bre de inicua intención. Se llamaba Ctesipo, y tenía su morada en Same.
Confiado en las riquezas de su padre, pretendía a la esposa de Ulises,
tanto tiempo ausente. Y fue el que dijo a los procaces pretendientes:
—Oídme, ilustres pretendientes. Ya ha recibido el forastero una parte
igual a la nuestra, como conviene, pues no sería ni bueno ni justo desa-
tender a los huéspedes de Telémaco, fueren quienes fueren los que tras-
pusieran estos umbrales. Mas yo también le haré un presente hospitala-
rio, a fin de que él pueda obsequiar a los bañeros o a otro cualquiera de
los criados que viven en la morada del divino Ulises.
Hablando así, cogió de un canastillo una pata de buey y se la lanzó
vigorosamente; pero Ulises esquivó el golpe bajando la cabeza y sonrió
sardónicamente en su corazón, y la pata de buey se estrelló contra el bien
construido muro. Entonces Telémaco recriminó así a Ctesipo:
—Ctesipo, ciertamente ha sido mucho mejor para ti que no hayas
herido a mi huésped, y que él por sí mismo haya evitado el golpe, pues,
si no, te hubiera atravesado con mi aguda lanza por la mitad del cuerpo,
y en lugar de tus bodas, tu padre hubiera costeado tu sepulcro. Por eso,
procurad no demostrar vuestra insolencia en mi palacio, pues compren-
do y sé cuáles son buenas y malas acciones, que ya no soy un niño. He
sufrido mucho tiempo presenciando estas violencias, mientras mis ove-
jas eran degolladas, y consumido mi vino, y comido mi pan, porque es
difícil a uno solo oponerse a muchos: mas no me ultrajéis en adelante.
Si tenéis pensamiento de matarme con el bronce, hacedlo ya, que es pre-
ferible que yo muera a que viva viendo vuestras acciones vergonzosas,
maltratados mis huéspedes y mis sirvientas indignamente violadas en las
hermosas estancias.
Habló así, y todos permanecieron silenciosos. Mas el Damastórida
Agelao dijo al fin:
—No es preciso, ¡oh amigos!, responder injuriosamente a esas justas
palabras, ni golpear a ese extranjero ni a ninguno de los criados que están
en las moradas del divino Ulises; que yo hablaré cariñosamente a
Telémaco y a su madre, y puede que sea grato al espíritu de ambos.
Durante el largo tiempo que vuestro corazón ha esperado en vuestros
pechos el retorno del ingenioso Ulises a su morada, no nos hemos indig-
nado porque, reteniéndoos, no hayáis hecho esperar a los pretendientes
en vuestro palacio, y pensando en que Ulises había de regresar, era aque-
llo, efectivamente, lo mejor. Pero ahora que es seguro que no ha de vol-
ver, ve a tu madre y dile que se case con el más ilustre de entre nosotros,
con aquél que le haga más presentes. Tú disfrutarías entonces de los bie-
nes paternales, comiendo y bebiendo, y tu madre iría a casa de otro.
Y le respondió el prudente Telémaco:
—No, Agelao, por Zeus y por los infortunios de mi padre, que esta-
rá muerto o errará lejos de Ítaca, no; yo no me opongo a las bodas de mi
madre, y la invito a desposarse con aquel que ella elija con severas pala-
bras, temeroso de que un Dios no lo cumpliese.
Así dijo Telémaco, y Palas Atenea suscitó una risa ruidosa en los pre-
tendientes y turbó su juicio; y reían con las mandíbulas apretadas, y
comían las carnes crudas, y sus ojos se llenaban de lágrimas, y su alma
presentía la desgracia. Entonces el divino Teoclimeno les dijo:
—¡Ah, desdichados! ¡Qué desgracia vais a sufrir! ¡Vuestras cabezas,
vuestros rostros, vuestras rodillas, están envueltas en la noche; prorrum-
pís en sollozos; vuestras mejillas están cubiertas de lágrimas; estas colum-
nas y estos muros aparecen rociados de sangre; el pórtico y el patio están
llenos de sombras que se precipitan hacia las tenebrosidades del Erebo.
¡Helios muere en el Urano y la niebla fatal avanza!
Así habló, y todos se dieron a reírse de él, y Eurímaco, hijo de Polibo,
habló el primero y dijo:
—¡Tú estás loco, extranjero que llegaste recientemente! Echadle al punto
de esta morada y que vaya al ágora, puesto que toma el día por noche.
Y el divino Teoclimeno le respondió:
—Eurímaco, no ordenes que me arrojen de aquí. Son suficientes mis
ojos, mis orejas, mis pies y el espíritu justiciero que guardo en mi pecho.
¡Saldré de aquí, porque adivino la desgracia que se cierne sobre nosotros,
y ninguno escapará a ella, oh pretendientes, hombres perversos que
cometéis acciones inicuas en la mansión del divino Ulises!
Cuando esto hubo dicho, salió de las ricas estancias y se volvió a casa
de Pireo, que le había acogido cariñosamente. Y los pretendientes se
miraban unos a otros, zahiriendo a Telémaco y mofándose de sus hués-
pedes. Y uno de los procaces jóvenes le dijo:
—Telémaco, ningún dispensador de hospitalidad es más desgraciado
que tú. Aún tienes ahí a ese vagabundo hambriento, falto de vino y pan,
sin valor ni habilidad para hacer nada, inútil fardo de la tierra, y viene el
otro a profetizar quién sabe de dónde. Escúchame: sería lo mejor que
metiéramos a tus dos huéspedes en una nave y les enviáramos a Sicilia.
Por cada uno nos pagarían un buen precio.
Así hablaban los pretendientes, y Telémaco no se inquietó por sus
palabras; mas miraba en silencio a su padre, esperando siempre que
pusiera mano en los procaces pretendientes.
Y la hija de Icario, la prudente Penélope, acodada en su hermoso
sillón, escuchaba las palabras que cada uno de ellos pronunciaba en su
palacio. Reían alegremente, continuando su banquete, aun cuando ya
habían comido mucho. Mas ninguna fiesta había de serles más fatal que
aquella que les preparaban una Diosa y un hombre valiente, por haber
cometido antes vergonzosas acciones.
CANTO XXI

Atenea, la Diosa de los ojos claros, inspiró a la hija de Icario, la prudente


Penélope, la idea de llevar a los pretendientes el arco y el hierro brillante para
la prueba que en la mansión de Ulises debía ser la iniciación de la matanza.
Subió la alta escalera del palacio, llevando en la mano la hermosa llave curva-
da, de bronce y cabo de marfil, y se precipitó con sus sirvientas a la estancia
alta donde estaban guardados los tesoros del Rey; el bronce, el oro y el hierro
difícil de labrar. Allí estaban el arco encorvado, el carcaj y las flechas terribles
que lo llenaban. Se los donó a Ulises, Ifito Euritida, de Lacedemonia, seme-
jante a los Dioses, cuando le halló en Masena, en la morada del valiente
Orsiloco, donde había ido Ulises con una Comisión que todo el pueblo le
había encargado. Habían los masenios arrebatado de Ítaca en sus naves tres-
cientas ovejas y sus pastores. Y a reclamarlos fue Ulises, joven aún, enviado
por su padre y otros ancianos. También Ifito había ido a buscar doce yeguas
que había perdido y otras tantas mulas pacientes, por las cuales había de atra-
erse la muerte, pues estando con Heracles, hijo magnánimo de Zeus, famoso
por sus empresas, hubo de matarle en su morada, a pesar de ser su huésped.
Y le mató indignamente, sin temor a los Dioses ni respeto a la mesa donde él
le había hecho sentar, y retuvo sus yeguas de cascos vigorosos. Yendo en busca
de estas yeguas fue cuando Ifito encontró a Ulises y le regaló este arco, que
había usado el gran Eurito y que legó a sus hijos al morir en su magnífica
morada. Y Ulises le dio una aguda espada y una lanza poderosa. Este fue el
comienzo de una triste amistad que no pudo ser más prolongada, pues antes
de invitarse recíprocamente a sus mesas, el hijo de Zeus mató al Euritida Ifito,
semejante a los Inmortales. Y el divino Ulises servíase de aquel arco en Ítaca,
mas no lo llevó en sus negras naves cuando partió para la guerra, sino que lo
dejó en su casa como recuerdo de su querido huésped.
Y cuando la noble mujer llegó a la estancia alta, pisó en el umbral de
encima que otro tiempo un obrero hábil había pulimentado y tendido a
nivel y al cual adosara los batientes y las espléndidas puertas. Desató la
correa del anillo, introdujo la llave y corrió los cerrojos. Y, semejantes a
un toro que muge paciente en la pradera, las hermosas puertas resona-
ron, y al empuje de la llave se abrieron en el acto.
Y Penélope subió al alto estante donde se hallaban los cofres que guar-
daban los vestidos olorosos, y descolgó del clavo el arco y el carcaj esplén-
dido. Sentándose allí, lo colocó entre sus rodillas y lloró amargamente. Y
cuando se hubo saciado de lágrimas y dolor, fue a la sala grande, donde se
reunían los procaces pretendientes, llevando en sus manos el corvo arco y
el carcaj y las terribles flechas que lo llenaban. Y las sirvientas llevaban el
cofre donde se encerraba mucho hierro y bronce para los juegos del Rey.
Y la noble mujer, cuando llegó a donde estaban los pretendientes, se detu-
vo en el umbral de la hermosa sala, con el velo levísimo caído sobre las meji-
llas y dos sirvientas al lado. Y al punto habló a los pretendientes, diciéndoles:
—Oídme, ilustres pretendientes, quienes por comer y beber sin tino
habéis invadido la casa de un hombre mucho tiempo ausente, y devoráis
mis riquezas sin otro pretexto que el de querer desposaros conmigo, os
propongo esta prueba. Os traeré el gran arco de Ulises, y aquel que con
sus manos lo tienda más fácilmente y lance una flecha por el ojo de las
doce hachas, yo le seguiré, y él me conducirá lejos de esta casa que ha
visto mi juventud, que es muy hermosa y abundante en todo, y de la que
creo he de acordarme hasta en mis sueños.
Así dijo, y mandó al porquerizo Eumeo que llevara el arco de hierro
a los pretendientes. Y Eumeo lo cogió, llorando, y lo llevó. Y el boyero
lloraba viendo el arco del Rey. y Antinoo les recriminó, diciendo:
—Rústicos necios, que sólo pensáis en el día de hoy, ¿por qué lloráis,
miserables, y removéis así en su pecho el ánimo de esta mujer, que es
presa de un gran dolor desde que ha perdido a su caro esposo? Comed
en silencio, o id a llorar fuera y dejad aquí el arco. Será esta una prueba
difícil para los pretendientes, pues no creo que sea fácil tender este arco
pulimentado. Y no hay aquí un solo hombre semejante a Ulises. Yo le vi
por mis propios ojos, y le recuerdo, aun cuando era un niño.
Así dijo, aun cuando esperaba en su alma tender el arco y pasar su fle-
cha a través del hierro; más debía, sin embargo, gustar antes que nadie
una flecha lanzada por las manos del irreprochable Ulises, a quien él
había ofendido en su morada y contra el que había excitado a sus com-
pañeros. Entonces la Fuerza sagrada de Telémaco dijo de esta manera:
—¡Oh Dioses! Ciertamente, el Cronida me ha vuelto el juicio. ¡Y mi
querida madre, siendo tan discreta, dice que va a seguir a otro hombre y
abandonar esta casa! ¡Y yo me río y me regocijo con espíritu malsano!
Aceptad, pretendientes, la prueba que os propone. No hay mujer igual
en la tierra aquea, ni en la sagrada Pilos, ni en Argos, ni en Mikena, ni
en Ítaca, ni en la negra Epiro. Mas si vosotros lo sabéis, ¿para qué alabar
a mi madre? ¡Ea!, no retraséis más la prueba; apresuraos a tender el arco,
a fin de que veamos quiénes sois. Yo también tomaré parte en ella, y si
tiendo el arco y meto una flecha entre el hierro, mi venerable madre no
abandonará este palacio para irse con otro hombre, ni me abandonará a
mí, que habría cumplido en los nobles juegos de mi padre.
Así habló, y levantándose, se despojó de su manto purpúreo y se des-
colgó del hombro la aguda espada. Después cavó en el suelo una larga fosa
y colocó, alineados, los anillos de las hachas, apretando la tierra a su alre-
dedor. Y todos quedaron sorprendido de su destreza, pues nunca habían
visto hacerlo. Después, deteniéndose ante el umbral, en pie, se puso a ensa-
yar el arco. Tres veces intentó tenderlo con el deseo de estirar la cuerda y
lanzar una flecha a través del hierro, y tres veces la fuerza le faltó. Y como
lo intentara por cuarta vez, Ulises le hizo una seña, y le contuvo, contra su
deseo. Entonces dijo así la Fuerza sagrada de Telémaco:
—¡Oh Dioses! O yo no seré nunca sino un hombre sin fuerza, o soy
aún demasiado joven y no tengo la fuerza necesaria para rechazar a un
guerrero que me atacase. ¡Ea!, vosotros, que me superáis en fuerza, jugad
con este arco y terminaremos esta prueba.
Diciendo esto, dejó el arco en el suelo, en pie y apoyado en los batien-
tes pulidos de la puerta, y puso la aguda flecha al lado del arco de cabo
curvo. Después volvió a sentarse en el sillón que había abandonado. Y
Antinoo, hijo de Eupites, dijo a los pretendientes:
—Compañeros, levantaos todos y avanzad uno tras otro en el mismo
orden que se sigue cuando se escancia el vino.
Así habló Antinoo, y lo que dijo hubo de agradarles. Y Leiodes, hijo de
Enope, se levantó el primero. Era su oficiante y se sentaba siempre al lado
de la hermosa crátera. No le placían las acciones inicuas, y se indignaba sin
cesar con los pretendientes. Y fue el primero en coger el arco y el dardo
veloz. Y en pie ante el umbral, probó el arco, mas no pudo tenderlo, y se
fatigó inútilmente los brazos. Entonces dijo a los pretendientes:
—¡Amigos! Yo no puedo tender este arco; que otro lo coja. Este arco
está destinado a privar de su corazón y de su ánimo a muchos bravos
guerreros; pero es mejor morir que retirarnos vivos de aquí no habiendo
cumplido aquello que esperamos. Que ninguno espere ya en su alma
casarse con Penélope, la esposa de Ulises. Después de probado este arco,
cada uno de vosotros verá que le es preciso buscar alguna otra mujer
entre las aqueas de hermosos peplos, y a la cual hará sus presentes.
Penélope se desposará en seguida con aquel que le ofrezca más regalos y
para el que ella esté destinada.
Así habló Leiodes, y colocó el arco apoyado en los batientes pulidos
de la puerta, y puso la aguda flecha al lado del arco de cabo curvo.
Después volvió a sentarse en el sillón que había abandonado. Entonces
Antinoo hubo de recriminarle, diciéndole:
—Leiodes, ¿qué palabra se ha escapado de entre tus dientes? Malvada
y funesta es, y estoy indignado de habértela oído. ¿Este arco debe privar
de su ánimo y su corazón a muchos guerreros porque tú no hayas podi-
do tenderlo? Tu venerada madre no te ha parido para tender los arcos,
pero muy pronto otros ilustres pretendientes habrán de tender ése.
Así dijo, y dio esta orden al cabrero Melantio:
—Melantio, enciende al punto lumbre en la sala y coloca ante la lum-
bre una gran silla cubierta de pieles. Trae el gran disco de grasa que hay
dentro, para que los jóvenes, después de calentarla, suavicen este arco y
terminemos esta prueba.
Así habló, y en el acto, Melantio encendió un gran fuego y colocó ante
él una silla cubierta de pieles, y los jóvenes, después de calentar el gran
disco de grasa que estaba dentro, suavizaron el arco y no pudieron tender-
lo, pues eran demasiado débiles. Y sólo faltaba ya Antinoo y el divino
Eurimaco, jefe de los pretendientes, y los más bravos de entre ellos.
Entonces el porquerizo y el boyero del divino Ulises salieron juntos
de la casa, y el divino Ulises salió tras ellos. Y cuando se hallaron fuera,
en el patio, Ulises, apresurando sus palabras, les dijo:
—Boyero, y tú, porquerizo, ¿os diré una cosa o no os la diré? Mi alma,
en verdad, me ordena hablar. ¿Acudiríais vosotros en ayuda de Ulises si
apareciera bruscamente, porque un Dios lo trajese? ¿A quién ayudaríais,
a los pretendientes o a Ulises? Decidme aquello que vuestro corazón y
vuestra alma os ordene decir.
Y el boyero le respondió:
—¡Plegue a los Dioses que mi voto se cumpliese, padre Zeus! ¡Plegue
a los Dioses que ese héroe regrese y que un Dios le traiga; tú sabrías
entonces a quién pertenecían mi fuerza y mis brazos!
Asimismo Eumeo pidió a todos los Dioses que trajeran al prudente
Ulises a su palacio. Entonces aquél advirtió que eran aquéllos sus since-
ros pensamientos, y hablándoles de nuevo les dijo:
—Yo soy Ulises. Después de sufrir innumerables males, regreso a los
veinte años a mi tierra patria. Sé que, entre mis servidores, sólo vosotros
habéis deseado mi retorno, pues no he oído a ninguno de los demás rogar
porque yo volviese a mi morada. Voy a deciros lo que ocurrirá. Si un Dios
castiga por mis manos a los procaces pretendientes, os entregaré a los dos
mujeres, riquezas y casas construidas al lado de las mías, y seréis para
Telémaco dos compañeros y dos hermanos. Mas voy a mostraros una seña
clara, para que me reconozcáis perfectamente y os persuadáis en vuestro
corazón: esta herida que un jabalí me produjo en otro tiempo con sus
blancos dientes, cuando fui al Parnaso con el hijo de Autólico.
Así dijo, y entreabriendo sus harapos, mostróles la extensa cicatriz. Y
cuando la vieron, en el acto la reconocieron. Lloraron, rodearon al pru-
dente Ulises con sus brazos y le besaron la cabeza y los hombros. Y la luz
de Helios hubiérase apagado y aún permanecerían llorando si Ulises no
les calmara, diciéndoles:
—Cesad de llorar y de gemir, no sea que alguien salga de la casa y os
vea y lo cuente, y entrad uno tras el otro, no a la vez. Yo entraré prime-
ro; después vosotros, en seguida. Ahora escuchadme: los procaces pre-
tendientes no permitirán (ninguno entre tantos como son) que se me
entregue el arco y el carcaj; pero tú, divino Eumeo, acércamelo y pón-
melo a la mano, y manda luego a las sirvientas que cierren las sólidas
puertas del palacio. Si alguna oye desde el patio gemidos y tumulto, que
siga allí y se ocupe tranquilamente de sus labores. Y a ti, divino Filetio,
te mando que cierres las puertas del patio y sujetes bien las verjas después
de correr los cerrojos.
Luego de decir esto, entró en la gran sala y se sentó en la silla que
había dejado. Después entraron los dos servidores del divino Ulises. Ya
Eurimaco tenía el arco en sus manos, calentándolo por todos los lados al
resplandor del fuego; mas no lo pudo tender y su glorioso corazón sus-
piró profundamente. Y habló, diciendo así:
—¡Oh Dioses! En verdad que siento una gran pena por mí y por
todos. No me lamento sólo por mis frustradas nupcias, bien que esto me
entristezca, pues hay muchas otras aqueas en Ítaca, la rodeada por las
olas, y en otras ciudades, sino que me duele que seamos tan inferiores en
vigor al divino Ulises que no podamos manejar su arco. Será esta una
vergüenza en lo futuro.
Y Antinoo, hijo de Eupites, le repuso:
—Eurimaco, eso no ocurrirá. Tú sueñas. Hoy se celebra entre el pue-
blo la fiesta sagrada de un Dios; ¿quién, pues, podría tender un arco?
Dejémosle en reposo y que los anillos de las hachas queden clavados. No
creo que ninguno se los lleve de la morada del Laertiada Ulises. ¡Ea!, que
el encargado de escanciar el vino llene las copas, a fin de que hagamos
las libaciones después de haber dejado el arco. Mandad al cabrero
Melantio que traiga mañana las mejores cabras de sus rebaños, para que,
una vez quemados sus muslos en honor de Apolo, famoso por su arco,
tendamos éste de nuevo y terminemos la prueba.
Así dijo Antinoo, y lo que él dijo plugo a los otros. Y los heraldos sir-
viéronles agua para las manos, y los jóvenes llenaron de vino las cráteras
y lo distribuyeron entre todos en copas llenas. Y cuando hubieron hecho
las libaciones y bebido tanto como su ánimo les permitía, el prudente
Ulises, meditando argucias, les dijo:
—Escuchadme, pretendientes de la ilustre Reina, que voy a deciros lo
que en el pecho me inspira mi corazón. Suplico sobre todo a Eurimaco
y al rey Antinoo, ya que este último ha hablado discretamente. Dejad
por ahora este arco y conferid el resto a los Dioses. Mañana un dios otor-
gará la victoria a quien él quiera; mas dadme este arco pulido, para que,
ante vosotros, pruebe mis manos y mi fuerza y vea si aún tengo el vigor
de otro tiempo en mis miembros encorvados, o si mis continuas corre-
rías y la miseria me lo han arrebatado.
Así habló, y todos se indignaron, temerosos de que tendiera el arco
pulido. Y Antinoo recriminóle, diciendo:
—¡Ah extranjero miserable! ¡No te queda pizca de juicio! ¿No te basta
con comer tranquilamente de nuestras mesas? ¿Estás falto de alimento?
¿No escuchas nuestras palabras? Pues jamás otro extranjero ni otro men-
digo gozó de este honor. El dulce vino te turba, como turba a todo aquel
que lo bebe en abundancia y sin mesura. También el vino turbó al ínclito
Centauro Suritión en el país de los lapitas, en la morada del magnánimo
Peiritoo. Turbado su juicio por el vino, enfurecióse prontamente y come-
tió nefandas acciones en la morada de Peiritoo. Y el enojo tomó a aquellos
héroes, que lo arrojaron fuera del pórtico y le cortaron las orejas y la nariz
con el bronce cruel. Y con el espíritu extraviado hubo de huir, llevando
consigo su suplicio y su furioso corazón. Y a entonces se remonta la gue-
rra entre los Centauros y los hombres; pero fue el primero Euritión quien,
por estar ebrio, encontró su desventura. Te auguro, pues, un castigo tan
grande si tiendes el arco. No tendrás nadie a quien suplicar en esta casa,
pues pronto te enviaremos a bordo de una negra nave al rey Eketo, el más
feroz de todos los mortales. Y una vez allí, no tendrás salvación. Bebe,
pues, tranquilamente y no luches contra hombres más jóvenes que tú.
Y dijo así la prudente Penélope:
—Antinoo, no es bueno ni equitativo ultrajar a los huéspedes de
Telémaco, sean quienes sean los llegados a esta casa. ¿Crees tú que si este
forastero, confiando en sus fuerzas, lograra tender el gran arco de Ulises
me llevaría a su casa y haría de mí su esposa? Ni él lo espera en su espí-
ritu. Que ninguno, pues, de los que aquí os sentáis en la mesa se inquie-
te por eso, pues no es discreto pensar tal cosa.
Y Eurimaco, hijo de Pobilo, le respondió:
—Hija de Icario, prudente Penélope, no creemos que este hombre te
haga su esposa, pues semejante ocurrencia no sería razonable; pero teme-
mos los comentarios de hombres y mujeres. El último de los aqueos dirá:
«Ciertamente, no son escogidos los hombres que pretenden a la esposa
de un varón irreprochable, cuando no han podido tender un arco, mien-
tras un mendigo vagabundo lo ha tendido fácilmente y ha hecho pasar
una flecha a través del hierro.» Y hablando así, nos cubriría de oprobio.
Y le contestó la prudente Penélope:
—No es posible, Eurimaco, que gocen de prestigio entre el pueblo
quienes menosprecian y arruinan la mansión de un hombre valeroso.
¿Por qué os habéis cubierto de oprobio vosotros mismos? Este forastero
es alto y fuerte, y se envanece de ser de una buena estirpe. Dadle, pues,
el arco de Ulises, a fin de que veamos lo que hace. Y digo, y mi palabra
se cumplirá: si tiende el arco, porque Apolo quiera otorgarle esa gloria,
yo le vestiré con hermosos vestidos, un manto y una túnica, y le regala-
ré una aguda lanza para que se defienda de los perros y los hombres, y
una espada de dos filos. Le regalaré también sandalias y le enviaré allí
donde anhelen ir su alma y su corazón.
Y entonces le contestó el prudente Telémaco:
—Madre mía, ninguno entre los aqueos puede impedirme que dé este
arco o se lo quite a aquel a quien yo quiera, ni aquellos que dominan en
la abrupta Ítaca, ni los que viven en Elide, donde pacen los caballos.
Ninguno de ellos me detendrá si quiero dar el arco a mi huésped. Mas
sube a tu alta estancia y ocúpate de tus labores: de la tela y del huso, y
ordena a tus sirvientas que reanuden sus tareas. De lo demás cuidaremos
los hombres, y principalmente yo, que mando en esta casa.
Y Penélope, sorprendida, volvió a su aposento, pensando en su alma en
las prudentes palabras de su hijo. Después, cuando llegó a la estancia más
alta, acompañada de sus sirvientas, lloró por su caro esposo Ulises, hasta
que Atenea, la de los ojos claros, extendió en sus párpados el dulce sueño.
Mientras tanto, el divino porquerizo tomó el arco corvo y se lo llevó.
Los pretendientes armaron un gran tumulto en la sala, y uno de los pro-
caces jóvenes dijo:
—¿Dónde llevas ese arco, sucio porquerizo, vagabundo? Muy pronto los
canes ligeros que alimentas te comerían en medio de tus cerdos, lejos de los
hombres, si Apolo y los demás Dioses inmortales no fueran propicios.
Así dijeron, y Eumeo dejó el arco donde estaba, lleno de terror, pues
le amenazaban en multitud dentro de la casa. Mas, por otro lado,
Telémaco le gritó amenazante:
—¡Abuelo! Lleva pronto el arco adelante y no obedezcas a todos, no
sea que, a pesar de ser más joven que tú te arroje a pedradas hacia el
campo, ya que soy más fuerte. ¡Pluguiera a los Dioses que también aven-
tajara por el vigor de mis brazos a los pretendientes que se hallan aquí,
pues les arrojaría al punto vergonzosamente de mi casa, donde cometen
perversas acciones!
Así dijo, y todos los pretendientes se dieron a reírse de él y cesaron en
su indignación. Y el porquerizo, cruzando la sala, llevó el arco y lo puso
en manos del ingenioso Ulises. Y en el acto llamó con estas palabras a la
nodriza Euriclea:
—Te manda Telémaco, ¡oh prudente Euriclea!, cerrar las sólidas puer-
tas de la casa. Y si alguna de vosotras oye desde el patio gemidos o tumul-
to, que permanezca allí y se ocupe tranquilamente de su labor.
Habló así, y sus palabras no se pronunciaron en balde, pues Euriclea
cerró las puertas de la magnífica morada. Filetio, saliendo fuera, cerró tam-
bién las puertas del patio. Había bajo el pórtico un cable de cuero perte-
neciente a una nave de remos y con él aseguró las puertas. Después, vol-
viendo a la sala, ocupó de nuevo la silla que había abandonado, y miró a
Ulises. Pero éste, dando vueltas al arco por todas partes, mirábalo aquí y
allá por si los gusanos había roído el cuerno durante la ausencia de su
dueño. Y contemplándole, los pretendientes decíanse unos a otros:
—Ciertamente, éste es un aficionado a los arcos o un ladrón de ellos.
¿Tendrá quizá algunos semejantes en su casa o querrá construirlos? ¡De qué
modo le da vueltas entre sus manos este extranjero, lleno de malos designios!
Y pidió también uno de los jóvenes procaces:
—¡Plegue a los Dioses que ese arco le atraiga el infortunio, tan segu-
ramente como que no podrá tenderle!
Así se expresaron los pretendientes; mas el ingenioso Ulises, después de
haber examinado el gran arco, lo tendió tal fácilmente como un hombre
hábil en tañer la cítara y en el canto tiende, con ayuda de una clavija, una
cuerda nueva hecha con el intestino torcido de una oveja. Así fue como
Ulises, sosteniendo el gran arco, tendió fácilmente con la mano derecha la
cuerda, que sonó como el grito de una golondrina. Un amargo enojo tomó
a los pretendientes, y todos cambiaron el color, y Zeus hizo ostensible una
señal, tronando estrepitosamente, y el paciente y divino Ulises se regocijó
de que el hijo del sutil Cronos le enviase aquel aviso. Tomó una flecha rápi-
da que, fuera del carcaj, yacía sobre la mesa, pues las otras estuvieron en la
hueca aljaba hasta que las probaron los aqueos; después, asiendo el puño
del arco, estiró la cuerda sin abandonar su silla, y mirando al blanco, lanzó
la pesada flecha de bronce, que no se desvió nada y atravesó los anillos de
las hachas. Luego dijo a Telémaco:
—Telémaco, no te avergüenza el forastero que sientas en tu casa. No
me he desviado del blanco y no me fatigó nada tender el arco. Mis fuer-
zas están aún completas, y los pretendientes no me despreciarán más.
Pero he aquí llegada la hora de preparar la cena de los aqueos, mientras
dura aún el día, para que luego se deleiten al son de la cítara y el canto,
que constituyen el adorno de los banquetes.
Dijo así, e hizo una seña con las cejas, y Telémaco, el caro hijo del
divino Ulises, ciñó una aguda espada, empuñó una lanza y armado de
bronce brillante, se colocó al lado de la silla de Ulises.
CANTO XXII

Entonces el ingenioso Ulises, despojándose de sus harapos y teniendo


en sus manos el arco y el carcaj lleno de flechas, salió del ancho umbral,
extendió las veloces flechas a sus pies y dijo a los pretendientes:
—Ya está acabada este prueba. Ahora apuntaré a otro blanco que ningún
hombre ha acertado jamás. ¡Que Apolo me conceda la gloria de acertarle!
Dijo así, y dirigió la amarga flecha contra Antinoo. Éste alzaba a la sazón
con sus dos manos una hermosa copa de oro de dos asas para beber en ella,
y nada tenía más lejos de su espíritu que la idea de la muerte. Porque, en
verdad, ¿quién hubiera pensado que un hombre solo, en medio de tan
numerosos convidados, había de osar, cualquiera que fuese su fuerza,
enviarle la muerte y la negra Ker? Mas Ulises le hirió con su flecha en la gar-
ganta, y la punta atravesó el cuello delicado. Cayó hacia atrás, y la copa se
escapó de su mano inerte, y un chorro de sangre brotó de su nariz. Empujó
la mesa con los pies, y los manjares rodaron, esparciéndose por el suelo,
ensuciándose el pan y la carne asada. Los pretendientes temblaron en la sala
cuando vieron caer al hombre, y levantándose en tropel de las sillas que ocu-
paban, miraron por doquier en los labrados muros, buscando lanzas y escu-
dos que manejar, y dirigiendo a Ulises estas airadas palabras:
—¡Forastero, tú lanzas traidoramente tus flechas contra los hombres!
No intentarás nuevas pruebas, pues va a cumplirse tu terrible destino.
¡Acabas de matar al más ilustre de los jóvenes de Ítaca, y aquí mismo te
devorarán los buitres!
Así le decían, creyendo que le había matado involuntariamente, pues
los insensatos no adivinaban que las Keres de la muerte pendían sobre
sus cabezas. Y mirándoles con torva mirada, el ingenioso Ulises les dijo:
—¡Perros! No pensabais que retornaría jamás a mis lares, de vuelta del
país de los troyanos. ¡Y destrozabais mi hacienda y yacíais por la fuerza
con mis siervas, y, vivo aún yo, pretendíais a mi esposa, sin temor a los
Dioses que pueblan el ancho Urano ni al desprecio de los hombres veni-
deros! ¡Mas ahora las Keres de la muerte os harán a todos sus víctimas!
Así dijo, y el terror les tomó, y cada cual miraba en torno, buscando por
dónde huir del negro destino. Y sólo Eurimaco le contestó, diciendo:
—Si es verdad que eres Ulises el itacense, que ha regresado aquí, has
dicho bien cuando dijiste que los aqueos han cometido acciones inicuas
en tu casa durante este tiempo. Pero he aquí yacente a quien tuvo la
culpa de todo. Antinoo fue el culpable, no sólo por su deseo de nupcias,
sino porque concebía otros designios que el Cronida no ha permitido
que se cumplan. Quería reinar en el bien construido pueblo de Ítaca, y
preparaba una emboscada a tu hijo para quitarle la vida. Ahora que él ha
sido muerto justamente, ten piedad de tus conciudadanos. Nosotros te
desagraviaremos ante el pueblo y te resarciremos de todo cuando hemos
comido y bebido en tu palacio. Cada uno de nosotros te traerá veinte
bueyes, bronce y oro hasta que tu alma quede satisfecha, pues, hasta
tanto que tal hagamos, tu cólera es legítima.
Y mirándole con torva mirada, le dijo el prudente Ulises:
—Eurimaco, aun cuando me trajerais todo vuestro patrimonio y cuan-
to cada cual posea ahora, mis manos no se abstrendrían de matar, hasta
haber castigado la insolencia de todos los pretendientes. Escoged, pues,
entre luchar conmigo o escapar, si os es posible, a la Ker y a la muerte, que
no pienso que ninguno de vosotros haya de eludir el negro destino.
Así habló, y a todos se les doblaron las rodillas. Y Eurimaco, hablan-
do por segunda vez, le dijo:
—¡Oh amigos! Este hombre no dará paz a sus manos inexorables
habiendo cogido el arco y el carcaj y disparará sus flechas desde el umbral
de la sala hasta que nos haya matado a todos. Aprestémonos, pues, a
combatir, sacad vuestras espadas, oponed las mesas a sus dardos veloces,
arrojémonos sobre él y echémosle del umbral. Salgamos luego a la ciu-
dad promoviendo un gran tumulto, y quizá entonces este hombre dis-
parará su última flecha.
Dicho esto, desenvainó su aguda espada de dos filos y se lanzó contra
Ulises, gritando horriblemente; pero el divino Ulises, previniéndose, le
lanzó una flecha, que le atravesó el pecho por el lado de la tetilla, yendo
a hundirse el dardo veloz en medio del hígado. Y la espada se le vino a
tierra de la propia mano y él se derrumbó sobre una mesa, dispersando
los manjares y las copas repletas, y, rendido a su propio peso, cayó, retor-
ciéndose y gimiendo, hiriendo el suelo con su frente y empujando un
sillón con sus dos pies. Y la eterna oscuridad se extendió sobre sus ojos.
Entonces Anfinomo se arrojó sobre Ulises, después de sacar su aguda
espada, a fin de arrojarle de la puerta. Mas Telémaco le previno, hiriéndo-
le en la espalda, entre los hombros, con la lanza de bronce que cruzó su
pecho. Y el pretendiente cayó con estrépito e hirió la tierra con su frente.
Telémaco se recobró súbito, dejando su larga lanza clavada en el cuerpo de
Anfinomo, pues temía que alguno de los aqueos le alcanzase conforme se
acercaba, hiriéndole con su bronce mientras inclinaba la cabeza. Y corrien-
do, acudió presto al lado de su caro padre, y le dijo estas palabras aladas:
—¡Oh padre! Voy a traerte un escudo, dos lanzas y un casco de bron-
ce que se ajuste a tus sienes. Yo también me armaré, y también el por-
querizo y el boyero, porque es mejor estar apercibidos.
Y le contestó el prudente Ulises:
—Tráelos corriendo, que mientras yo tenga flechas para luchar no me
alejarán de estas puertas, aun cuando me halle solo.
Habló así, y Telémaco obedeció a su querido padre, apresurándose a
subir a las estancias altas, donde se hallaban las armas magníficas. Cogió
cuatro escudos, ocho lanzas y cuatro cascos fuertes de bronce y volvió
con ellos, satisfaciendo a su querido padre. Él mismo se cubrió el pri-
mero de bronce, y sus dos criados, armados a su vez, rodearon al pru-
dente e ingenioso Ulises. Y mientras éste tuvo flechas, hirió sin descan-
so a los pretendientes, que caían amontonados en la sala. Mas cuando le
faltaron al Rey, apoyó su arco en los muros espléndidos de la sólida sala,
echó sobre sus hombros un escudo de cuatro hojas, tocó su cabeza con
un espeso casco de crines de caballo, en cuya cimera se agitaba un pena-
cho, y cogió dos fuertes lanzas de bronce:
Había en el bien construido muro, sobre el alto umbral, una puerta
que daba salida a la calle y que cerraban dos tablas sólidas. Ulises mandó
el divino porquerizo que se apostara en esta puerta para guardarla, pues
no había otra salida libre. Y entonces Agelao dijo a los pretendientes:
—¡Amigos! ¿No podría alguno subir a ese postigo, a fin de hablar al
pueblo y promover una algarada? Quizá este hombre entonces disparará
su última flecha.
Y le dijo el cabrero Melantio:
—Eso no es posible, divino Agelao. La entrada al patio es estrecha y
difícil de pasar, y un solo hombre vigoroso nos rechazaría a todos. Pero
voy a traeros armas de las habitaciones altas, pues pienso que allí, y no
en otro lado, Ulises y su hijo ilustre las guardan.
Dicho esto, el cabrero Melantio se dirigió a la alta estancia de Ulises
por las escaleras de la sala. De allí tomó doce lanzas y otros tantos cascos de
bronce adornados de espesas crines y, apresurándose a transportarlos, los
entregó a los pretendientes. Y cuando Ulises les vio armarse y blandir las lar-
gas lanzas con ambas manos, le flaquearon las rodillas y el corazón, pues temía
que sus esfuerzos fueran inútiles, y dijo a Telémaco estas palabras aladas:
—Telémaco, indudablemente alguna de las mujeres de la casa o
Melantio nos exponen a un daño terrible.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—¡Oh, padre! Sólo yo he tenido la culpa y ninguno más que yo de
esto que ocurre, pues he dejado abierta la sólida puerta del alto aposen-
to, y el espía de los pretendientes ha estado más alerta que yo. Ve tú, divi-
no Eumeo, cierra la puerta y entérate de si es alguna de las mujeres la que
ha hecho esto o es, como supongo, Melantio, hijo de Dolio.
Y mientras esto decían, el cabrero Melantio volvió de nuevo a la estan-
cia alta para coger más armas; mas el divino porquerizo le vio, y al punto,
aproximándose a Ulises, le dijo:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, ese mal hombre de quien sos-
pechábamos ha vuelto al alto aposento. Dime sinceramente: ¿debo
matarle, si soy más fuerte que él, o te lo traigo para que expíe todas las
acciones execrables que ha cometido en esta casa?
Y le contestó el ingenioso Ulises:
—Telémaco y yo resistiremos a los procaces pretendientes, a pesar de su
furor. Atadle vosotros los pies y las manos, tiradle en la estancia, y antes de
cerrar las puertas tras de vosotros, encadenadle y suspendedle de lo alto de
una columna, para que, viviendo mucho tiempo, sufra crueles tormentos.
Así dijo, y ellos le escucharon y obedecieron. Y subieron en seguida al
alto aposento, sorprendiendo a Melantio, que ya había entrado y busca-
ba armas en el fondo. Apostáronse a ambos lados del umbral, y cuando
el cabrero Melantio disponíase a salir, llevando en una mano un hermo-
so casco y en la otra un ancho broquel antiguo que el héroe Laertes usó
en su juventud y que yacía olvidado tanto tiempo, que ya estaban roídas
sus correas, entonces se arrojaron sobre él, arrastrándole por los cabellos
a la estancia, después de derribarle, gimiente, contra el suelo. Y le liga-
ron pies y manos con una cuerda bien trenzada, tal como les había dicho
el paciente y divino Ulises, hijo de Laertes.Y después de encadenado sus-
pendiéronle de una alta columna muy cerca de las vigas. Y en son de
mofa, le dijo el porquerizo Eumeo:
—Ahora, Melantio, vas a hacer centinela toda la noche en ese mulli-
do lecho, que te mereces. Eos, la del trono de oro, no te pasará inadver-
tida cuando emerja de las olas del Océano a la hora en que tú solías tra-
erlas cabras a los pretendientes para preparar sus festines.
Y allí le dejaron, cruelmente sujeto. Después, ya provistos de armas,
cerraron las puertas espléndidas y henchidos de valor, volvieron al lado del
prudente e ingenioso Ulises. Eran cuatro defendiendo el umbral y en la sala
numerosos y valientes guerreros. Y Atenea, la hija de Zeus, apareció adop-
tando la figura y la voz de Mentor. Y Ulises, satisfecho de verla, le dijo:
—Mentor, aleja de nosotros el peligro y recuerda a tu caro compañe-
ro que te he colmado de bienes, pues eres de mi edad.
Así habló Ulises, aun cuando conoció que era la protectora Atenea. Los
pretendientes, desde su puesto, proferían gritos amenazadores que ensorde-
cían la sala, y el Damastórida Agelao fue el primero que recriminó a Atenea:
—Mentor, que Ulises no te convenza para que luches contra los pre-
tendientes y te pongas de su parte. No se cumplirá nuestro deseo hasta
que hayamos matado al padre y al hijo. Tú morirás con ellos si piensas
en auxiliarles, pagando tu acción con la cabeza. Y cuando con el bronce
hayamos dominado vuestro furor, mezclaremos tus riquezas con las de
Ulises, y no permitiremos que vivan en tu palacio ni tus hijos, ni tus
hijas, ni tu esposa venerable!
Así exclamó, y Atenea se indignó al punto, y recriminó a Ulises con
estas airadas palabras:
—No tienes, Ulises, el vigor y la bravura de cuando combatiste en la
ruda contienda con numerosos guerreros, y por tu consejo fue tomada
Príamo, la ciudad de las amplias calles. ¿Por qué ahora, que has regresa-
do a tus lares y a tus haciendas, dejas de ser valeroso frente a los preten-
dientes? ¡Ea, caro Ulises! ¡Permanece a mi lado, mírame luchar y fíjate si
contra tus enemigos, Mentor Alkimida te paga el bien que le has hecho!
Así habló, pero aún no le otorgó la victoria, deseosa de probar la fuer-
za y el valor de Ulises y de su ilustre hijo, y tomando la forma de una
golondrina, fue a posarse, volando, en una viga de la espléndida sala.
En tanto, el Damastórida Agelao, Eurinomo, Anfimedón,
Demoptolemo, Pisandro Polictorida y el valiente Polibo enardecían a los
pretendientes. Eran los más decididos de cuantos vivían aún y luchaban
por su vida, pues el arco y las flechas habían derribado a los otros. Y
Agelao les dijo:
—¡Oh amigos! Ahora contendrá este hombre con sus manos inexora-
bles. Ya Mentor, que había venido profiriendo bravatas vanas, les ha deja-
do solos en el umbral de la puerta. Lanzad, pues, contra ellos vuestras lar-
gas picas. Mas lanzad seis primeramente; que si Zeus nos otorga la gloria
de herir a Ulises, derribado éste, poco pueden preocuparnos los demás.
Así dijo, y todos, llenos de ardor, lanzaron sus picas como había orde-
nado; mas Atenea las trocó en inútiles, yendo una a clavarse en el umbral
de la sala, otra en la puerta sólida y otra en el muro. Y cuando hubieron
esquivado el golpe de las picas de los pretendientes, el divino y paciente
Ulises dijo a los suyos:
—Amigos, lancemos nuestras picas contra la turba de los pretendientes,
que, matándonos, quieren dar cima a los muchos males que nos han causado.
Así dijo, y todos lanzaron sus agudas picas: Ulises contra
Demoptolemo, Telémaco contra Euriades, el porquerizo contra Elato y
el boyero contra Pisandro, y todos cuatro mordieron la tierra. Los pre-
tendientes se replegaron en el fondo de la sala y los vencedores se aba-
lanzaron a arrancar las picas a los cadáveres.
Entonces, los pretendientes lanzaron de nuevo sus largas picas con
gran fuerza. Pero Atenea las trocó en inútiles, yendo una a clavarse en el
umbral, otra en la puerta sólida y otra en el muro. Anfimedón tocó
someramente la mano de Telémaco, y la punta de bronce le arañó la epi-
dermis. Ctesipo hirió el hombro de Eumeo por encima del broquel, pero
la larga pica pasó y cayó al suelo. Ulises y los que le rodeaban lanzaron
otra vez sus largas picas contra la turba de los pretendientes, y el des-
tructor de ciudades atravesó a Eridamas; Telémaco a Anfinomo; el por-
quero a Polibo, y el boyero hirió en el pecho a Ctesipo, a quien, vana-
gloriándose dijo:
—¡Oh Plitersida, amigo de la injuria! Es preciso callarse las palabras
arrogantes y dejar hablar a los Dioses, que son más poderosos. He aquí
el pago al golpe que diste al divino Ulises cuando vino a mendigar a su
propia casa.
Así habló el guarda de los bueyes de flexibles remos, y mientras tanto,
con su larga pica, Ulises atravesó al Damastórida, y Telémaco hirió de
una lanzada en el vientre al Evenorida Leiocrito. Trapasóle el bronce, y
al caer de bruces, hirió la tierra con su frente.
Entonces Atenea, fatal para los hombres, mostró la Égida desde el
techo de la sala, y los pretendientes, espantados, se dispersaron por
doquier, como una vacada a la que importuna en primavera, cuando los
días son largos, un tábano de variados colores. Lo mismo que los buitres
de uñas y picos corvos, bajando de las montañas, persiguen a los pájaros
asustados que se dispersan por la llanura, y vuelan hacia las nubes, y les
matan, sin que les salve huir, mientras se regocijan los labriegos, así
Ulises y sus compañeros se arrojaban en la sala sobre los pretendientes,
hiriéndoles por doquier, y un terrible rumor de gemidos y de golpes se
alzaba y la tierra se inundaba de sangre.
Y Leiodes corrió a abrazarse a las rodillas de Ulises, y le suplicó con
estas palabras aladas:
—¡Te suplico, Ulises, que me escuches y tengas piedad de mí! Te juro
que jamás en tus estancias dije una palabra irrespetuosa a las mujeres ni
cometí una acción inicua, y contuve a los otros pretendientes cuando
querían cometerla; pero no me obedecían ni se abstenían de ejercer vio-
lencia, y por eso han sufrido tan vergonzoso fin, en expiación de su locu-
ra. Mas, yo su oficiante, que nada ha hecho, ¿moriré también como
ellos? ¿No tendrán, en el porvenir, recompensa las buenas acciones?
Y mirándole con torva mirada, le respondió el prudente Ulises:
—Si, como dices, has sido su oficiante, ¿no habrás pedido con fre-
cuencia que no llegara jamás el día de mi retorno a la patria? ¿No habrás
deseado a mi amada esposa, anhelando que pariera hijos tuyos? ¡Por todo
esto no escaparás a la muerte lóbrega!
Diciendo esto, cogió del suelo con su mano vigorosa la espada que
Agelao había dejado caer cuando murió e hirió con ella a Leoides en
mitad del cuello, y hablando todavía, su cabeza rodó por el polvo.
Y el Aeda Terpiada Femio esquivó la negra Ker, porque cantaba contra
su voluntad entre los pretendientes. Permanecía en pie junto a la puerta,
sosteniendo en su mano la cítara sonora, y dudando en su corazón si sal-
dría de la estancia para humillarse en el patio entre el altar del gran Zeus,
allí donde Laertes y Ulises habían quemado tantos muslos de buey, o si
suplicaría a Ulises, abrazándose a sus rodillas. Y le pareció mejor abrazarse
a las rodillas de Ulises Laertiada. En consecuencia, dejó en tierra su hueca
cítara, entre la crátera y el sillón de clavos argénteos, y dirigiéndose a
Ulises, le abrazó las rodillas y le suplicó con palabras aladas:
—¡Te suplico, Ulises, que me escuches y tengas piedad de mí! Un gran
pesar te aprisionaría más tarde si mataras a un Aeda que canta a los
Dioses y a los hombres. Yo me he instruido a mí mismo y en Dios se han
inspirado todas mis canciones. Quiero cantarte como a un dios; no me
degüelles, pues. Telémaco, tu querido hijo, te dirá que, no por mi gusto,
ni porque me haya obligado la necesidad estoy en tu palacio para cantar
después de los festines de los pretendientes, sino que, como eran tantos
y fuertes, me obligaban a venir contra mi gusto.
Habló así, y la Fuerza sagrada de Telémaco le escuchó y en el acto,
acercándose a su padre, le dijo:
—Repórtate; no hieras con el bronce a un inocente. Y salvaremos
también al heraldo, Medón, que, desde que yo era un niño ha tenido
cuidado de mí en nuestra morada, si ya no le ha matado Filetio o el por-
querizo, o si no has tropezado con él cuando arremetías por la sala.
Así dijo, y le oyó el prudente Medón. Espantado y huyendo de la negra
Ker, se había ocultado bajo su sillón, envuelto en la piel fresca de un buey.
En el acto se levantó, y arrojando la piel en que se envolvía, se dirigió a
Telémaco, y abrazóse a sus rodillas y le suplicó con estas palabras aladas:
—¡Oh amigo, estoy aquí aún! Detente y di a tu padre que no agobie
mi debilidad con su fuerza y el bronce agudo, irrigado aún contra los
pretendientes, que han devorado sus riquezas en su propio palacio y a ti
te han menospreciado neciamente:
Y el prudente Ulises le repuso, sonriendo:
—Cobra valor, puesto que Telémaco ya te ha salvado, para que sepas
en tu ánimo, y lo digas a los demás, cuánto más vale obrar bien que mal.
Mas salid de la casa y sentaos en el patio, lejos de la matanza, el ilustre
Aeda y tú, mientras acabo de hacer aquí lo que es preciso.
Dijo así, y los dos salieron de la casa y se sentaron junto al altar del
Gran Zeus mirando a todos los lados y esperando una nueva matanza.
Entonces Ulises registró toda la sala, a fin de ver si vivía aún alguno de
los pretendientes, por haber escapado a la negra Ker. Y a todos les con-
templó tendidos en la sangre y en el polvo, como peces que los pescadores
extrajeran con la red del mar espumoso y profundo y arrojaran a la costa.
Esparcidos por la arena esperan el agua del mar, mas Helios les arrebata la
vida. Así los pretendientes yacían, extendidos unos sobre los otros.
—Telémaco, llama en seguida a la nodriza Euriclea, para que yo le
diga lo que abrigo en mi ánimo.
Así dijo, y Telémaco obedeció a su querido padre, y abriendo la puer-
ta, llamó a la nodriza Euriclea:
—¡Ven, oh anciana, nacida ha muchos años, tú que vigilas a las sir-
vientas en nuestra casa, ven al punto! Mi padre te llama para hablarte.
Dijo así, y sus palabras no se pronunciaron en vano. Euriclea abrió las
puertas de la magnífica estancia y se apresuró a seguir a Telémaco. Y
encontró a Ulises rodeado de cadáveres, salpicado de sangre y de polvo,
como un león que, escapado en la noche de su encierro, hubiera devo-
rado a un buey y tuviera el pecho y las mandíbulas ensangrentadas y
todo el aspecto terrible. Así Euriclea hubo visto aquellos cadáveres y
aquel mar de sangre, comenzó a gritar de alegría, pues comprendió que
se había acabado una gran empresa. Pero Ulises la contuvo y le dirigió
estas palabras aladas:
—Anciana, regocíjate en tu corazón, pero no grites, que no es piado-
so insultar a los hombres muertos. La Moira de los Dioses y sus propias
acciones execrables han terminado con ellos, pues no honraban a nin-
guno de los hombres mortales que a ellos se llegase, fuera bueno o per-
verso. Por eso han sufrido una muerte vergonzosa a causa de sus iniqui-
dades. Mas ahora dime qué mujeres de entre cuantas hay en esta casa me
han ofendido y cuáles son las que me han sido fieles.
Y la cara nodriza le repuso:
—Hijo mío, te diré la verdad: tienes en tu palacio cincuenta mujeres
que hemos adiestrado en el trabajo, hemos enseñado a cardar lana y a
soportar la servidumbre. Doce de ellas se han entregado a la impudicia,
sin ningún respeto a mí ni a la propia Penélope. En cuanto a Telémaco,
que hasta hace poco era un niño, su madre no le ha permitido que man-
dara en las mujeres. Mas voy a subir a la alta y espléndida estancia, para
avisar a Penélope, a quien un Dios ha enviado el sueño.
Y le contestó el prudente Ulises:
—No la despiertes aún. Ordena a las mujeres que vengan aquí, y pri-
mero a aquellas que han cometido acciones indignas.
Así dijo, y la vieja salió de la sala para advertir a las mujeres y rogarles
que se apresurasen a presentarse. Y Ulises llamó por sí a Telémaco, al
boyero y al porquero, y les dijo estas palabra aladas:
—Comenzar a sacar los cadáveres y ordenadlo también a las mujeres.
Después, con agua y esponjas porosas, limpiad los hermosos sillones y
las mesas. Y cuando todo esté en orden en la sala, sacad a las mujeres
fuera de palacio, y entre la rotonda y el muro del patio, heridlas con
vuestras agudas y largas espadas, hasta que todas hayan entregado el alma
y olvidado a Afrodita, de quien tanto gozaron, entregándose en secreto
a los pretendientes.
Así dijo, y todas las mujeres entraron, gimiendo lamentablemente y
vertiendo lágrimas. Primero, ayudándose unas a otras, arrastraron los
cadáveres, que colocaron en el pórtico del patio. Ulises se lo ordenó,
dándoles prisa y obligándolas a obedecerle. Luego lavaron los espléndi-
dos sillones y las mesas con agua y porosas esponjas. Y Telémaco, el
boyero y el porquerizo barrieron con escobas el pavimento de la sala, y
las sirvientas se llevaron la basura y la arrojaron fuera. Después, cuando
en la sala todo estaba en orden, condujeron a las sirvientas fuera de la
estancia, entre la rotonda y el muro del patio, reteniéndolas en este lugar
estrecho, de donde no podían huir. Y entonces Telémaco habló el pri-
mero, y dijo:
—No arrancaré el alma a estas mujeres dándoles muerte honrosa,
pues extendieron el oprobio sobre mi cabeza y sobre la de mi madre
acostándose con los pretendientes.
Así habló, y ató el cable de una negra nave a lo alto de una columna,
rodeando la rotonda, de tal modo que ninguna de las sirvientas tocara el
suelo con los pies. Y así como los tordos de anchas alas y las palomas
caen en una pared preparada en medio del breñal cercado donde han ido
a posarse, y encuentran funesto lecho, así aquellas mujeres tenían sus
cuellos cogidos en sendos lazos para recibir una muerte miserable, y sus
pies, en verdad, no se agitaron mucho tiempo.
Después sacaron a Melantio por el pórtico al patio. Y una vez allí, le cor-
taron con el bronce las narices y las orejas, y le arrancaron las partes viriles,
que arrojaron sangrientas para que las devoraran los canes, y con el mismo
furor le cortaron los pies y las manos, y cumplida que estuvo su tarea vol-
vieron a la morada de Ulises. Y éste, entonces, dijo a la nodriza Euriclea:
—Anciana, tráeme azufre, que libra del mal, y trae también fuego
para que purifique la casa. Y ordena a Penélope que venga con sus sir-
vientas. Que todas las sirvientas vengan aquí.
Y la cara nodriza Euriclea le respondió:
—Ciertamente, hijo mío, has hablado con oportunidad; pero voy a
traerte vestidos, un manto y una túnica. No permanezcas más tiempo en
tu morada con los hombros cubiertos, como ahora, con harapos, que
sería vergonzoso.
Y el prudente Ulises le respondió:
—Trae primero fuego a la sala.
Así dijo, y la cara nodriza Euriclea le obedeció. Y trajo fuego y azufre,
y Ulises purificó la sala, el resto de la casa y el patio. Después la anciana
subió a las hermosas habitaciones de Ulises para llamar a las mujeres y
mandarles bajar. Y entraron en la sala trayendo antorchas en las manos.
Y rodearon y saludaron a Ulises, tomándole las manos y besando su
cabeza y sus hombros. Y él sintió un anhelo de llorar, pues en el alma las
reconoció a todas.
CANTO XXIII

Y la anciana, llena de alegría, subió a la alta estancia para decir a su


señora que su caro esposo había retornado y sus rodillas estaban firmes
y sus pies se movían ágilmente. E inclinándose sobre la cabeza de su
señora, le dijo:
—Levántate, Penélope, querida hija, que con tus propios ojos veas lo
que deseas todos los días. Ulises ha regresado, y aunque tarde, ha vuelto
a entrar en su casa, dando muerte a los pretendientes procaces que le
arruinaban, devorando sus riquezas y violentando a su hijo.
Y le respondió la prudente Penélope:
—Ama querida, los Dioses te han vuelto loca; ellos, que pueden tur-
bar el juicio del más sensato y volver prudente al más necio, han tras-
tornado tu espíritu que antes de ahora fue lleno de prudencia. ¿Por qué
turbas a mi corazón, ya de por sí tan afligido, diciéndome semejantes
cosas? ¿Por qué me privas del dulce sueño que me tenía cogida, cerran-
do mis ojos bajo mis caros párpados? Jamás había dormido tanto desde
el día en que Ulises partió para esa Ilios fatal que no debería nombrarse.
¡Vamos, vuélvete abajo! Si alguna otra de mi criadas hubiera venido a tra-
erme esta nueva y a quitarme el sueño, la hubiera despedido vergonzo-
samente de este palacio; pero tu ancianidad te libra de ello.
Y la amada nodriza Euriclea le respondió:
—No me burlo de ti, hija querida; es cierto que Ulises ha regresado y
vuelto a entrar en su casa, como te he dicho. Es aquel extranjero a quien
todos ultrajaban en tu palacio. Telémaco lo sabía ya, pero callaba, por
prudencia, los propósitos de su padre para que pudiese castigar las vio-
lencias de estos hombres insolentes.
Así habló, y Penélope, gozosa, saltó de su lecho, abrazó a la anciana y,
vertiendo lágrimas de sus párpados, le dijo estas palabras aladas:
—Ah! Si tú me has dicho la verdad, nodriza, y, por lo tanto, Ulises ha
vuelto a su morada, ¿cómo, siendo él solo, ha podido poner mano en los
pretendientes procaces que suelen reunirse aquí?
Y le respondió la cara nodriza Euriclea:
—Yo no he visto nada, yo nada he oído, sino los gemidos de los hom-
bres degollados. Nosotras permanecíamos sentadas en el fondo de las
estancias, y las sólidas puertas nos aislaban, hasta que tu hijo Telémaco
me llamó, pues su padre le había mandado que me llamara. En seguida
vi a Ulises en pie entre los cadáveres, que yacían amontonados en el piso,
y a ti se te hubiera regocijado el alma contemplándole salpicado de san-
gre y de polvo, semejante a un león. Ahora están hacinados bajo el pór-
tico, y Ulises purifica, con la ayuda de una lumbre que ha encendido, la
magnífica sala, y me ha enviado a llamarte. Sígueme para que ambos
regocijéis vuestros generosos corazones con la alegría, ya que tantos
males sufristeis. Ya se han cumplido vuestros grandes anhelos. Ulises ha
retornado a su morada y os ha encontrado a ti y a tu hijo, y a los pre-
tendientes que le habían ofendido les ha castigado en su propia morada.
Y le respondió la prudente Penélope:
—¡No te deleites más burlándote! Sabes cuánto nos placería y cómo
nos colmaría de gozo que él apareciese aquí, a mí sobre todo y al hijo que
engendramos; pero no son veraces tus palabras. Alguno de los
Inmortales ha matado a los procaces pretendientes, indignado por su
descarada insolencia y por sus inicuas acciones; pues nunca honraron a
ningún hombre mortal de cuantos a ellos se acercaron, ya fuere bueno,
ya fuere perverso. Esta habrá sido la causa de que hayan sufrido el desti-
no fatal: su iniquidad manifiesta; pero lejos de Acaya, Ulises ha perdido
la esperanza del retorno y ha muerto también.
Y la cara nodriza Euriclea le respondió:
—¡Hija mía! ¿Qué palabra se escapó de entre tus dientes? Cuando tu
esposo, que jamás pensabas volver a contemplar en sus propios lares, está
en ellos de regreso, ¿sigue incrédulo tu espíritu? Mas escucha; te diré una
señal manifiesta: mientras le lavaba, le he reconocido la cicatriz de aque-
lla herida que en otro tiempo le infligiera un jabalí con sus blancos dien-
tes. Yo quise decírtelo, pero me tapó la boca con sus propias manos y no
permitió que hablara, con discreto juicio. Sígueme, que yo me entrega-
ré a ti si te engaño, para que me des una muerte vergonzosa.
Y le respondió la prudente Penélope:
—Cara nodriza, aun cuando sepas muchas cosas, es difícil conocer el
designio de los Dioses eternos. Mas vayamos hacia donde está mi hijo,
para que yo vea a los pretendientes muertos y a aquel que les mató.
Así dijo, y descendió de la alta estancia, dudando en su corazón si
interrogaría desde lejos a su querido esposo o si en el acto besaría su
cabeza y sus manos. Después de entrar en la sala y haber traspuesto el
umbral de piedra, se sentó frente a Ulises, junto a la pared opuesta, en
donde daba la claridad el fuego. Y Ulises estaba asimismo sentado junto
a una alta columna, mirando a otra parte, en espera de que su ilustre
esposa le hablara tan pronto como le viese. Mas permaneció mucho
tiempo silenciosa, sobrecogido su ánimo por el estupor. Y cuando más
atentamente le miraba, menos le reconocía bajo sus vestidos harapientos.
Entonces Telémaco, reprendiéndola, le dijo:
—¡Madre mía, desdichada madre de cruel corazón! ¿Por qué perma-
neces así, lejos de mi padre? ¿Por qué no te sientas a su lado y le hablas
y le interrogas? No habrá otra mujer capaz de permanecer así, con el
ánimo sereno, lejos de su esposo que, después de haber sufrido tanto
infortunios, regresa, tras veinte años de ausencia, al suelo de su patria.
Pero tu corazón es más duro que la piedra.
Y le respondió la prudente Penélope:
—Hijo mío, mi ánimo está estupefacto en el fondo de mi pecho, y no
puedo ni hablarle, ni preguntarle, ni mirarle a la cara. Mas si es verdaderamente
Ulises, que ha retornado a su morada, solos nos reconoceremos mejor.
Tenemos señales que todos ignoran y sólo nosotros podemos reconocer.
Así dijo, sonrió el paciente y divino Ulises, y dirigió al punto a
Telémaco estas palabras aladas:
—Deja, Telémaco, a tu madre que me pruebe dentro de nuestras
estancias, que así quizá me reconozca mejor. Ahora, como estoy sucio y
cubierto de harapos, me desprecia y me desconoce. Pero deliberemos
sobre lo que es más conveniente. Si alguien en el pueblo mata a un hom-
bre que tiene tras sí muchos vengadores, huye, abandonando a su padre
y a su patria. Nosotros hemos matado lo escogido de la ciudad, los más
ilustres jóvenes de Ítaca. Por eso te invito a reflexionar sobre ello.
Y le respondió el prudente Telémaco:
—Decide tú mismo, caro padre. Se dice que eres el más discreto de
los hombres y que ningún varón mortal puede competir en prudencia
contigo. Te obedeceremos con gusto, y no creo que me falte valor mien-
tras me duren las fuerzas.
Y le respondió el paciente Ulises:
—Te diré entonces lo que me parece mejor. Lavaos primero y tomad
vestidos limpios, y mandad a las sirvientas que se pongan también otros
vestidos en sus estancias. Después, el divino Aeda, tocando su sonora
cítara, nos acompañará en la alegre danza, a fin de que todo aquel que
desde fuera nos escuche, al pasar por el camino, piense que celebramos
ya las nupcias. No es preciso que la nueva matanza de los pretendientes
se extienda por la ciudad hasta tanto hayamos pasado nuestros campos
llenos de arboleda. Allí deliberaremos sobre aquellos que el Olímpico
nos sugiera como más conveniente.
Así dijo, y apenas le escucharon, todos le obedecieron. Laváronse pri-
mero, y cogieron vestidos limpios; ataviáronse las mujeres, y el divino
Aeda hizo vibrar su cítara sonora, y la amplia sala resonó bajo los pies de
los hombres que bailaban y de las mujeres de bellas cinturas. Y decían
algunos que desde fuera del palacio les escuchaban:
—Sin duda, alguien se ha casado con la Reina, solicitada por tantos
pretendientes. ¡Desdichada! No ha sabido resistir en la hermosa morada
de su primer esposo hasta que él regrese.
Así decían, ignorando lo que allí había pasado. Y la despensera
Eurínome lavó al magnánimo Ulises en su aposento y le perfumó con
aceite, cubriéndole luego con un manto y una túnica. Y Atenea extendió
la hermosura sobre su cabeza, a fin de que pareciera más alto y más
majestuoso, e hizo que de ella colgaran los cabellos, semejantes a las flo-
res del jacinto. Y lo mismo que un hábil obrero, a quien Hefesto y Palas
Atenea hubieran educado, mezcla el oro y la plata y concluye con arte
encantadoras labores, igual Atenea extendió la gracia sobre la cabeza y los
hombros de Ulises, que salió del baño semejante en hermosura a los
Inmortales, y se sentó de nuevo sobre el sillón que había abandonado, y
volviéndose hacia su esposa, le dijo:
—¡Desdichada! Los Dioses que habitan en el Olimpo te han dado un
corazón más duro que a las demás mujeres. Ninguna otra permanecería
tanto tiempo retirada de su esposo que, después de sufrir tantos infortu-
nios, vuelve tras veinte años de ausencia, al suelo de su patria. ¡Ea!,
nodriza, prepara mi lecho para que yo duerma, pues no hay duda de que
esta mujer tiene en el pecho un corazón de hierro.
Y le respondió la Prudente Penélope:
—¡Desgraciado! Ni te glorifico ni te desprecio; pero no te reconozco,
aunque recuerdo muy bien cómo eras cuanto partiste de Ítaca a bordo
de tu nave de largos remos. Ve, pues, Euriclea, y prepara fuera de la
estancia nupcial el sólido lecho que Ulises construyó por sí mismo y echa
sobre el aderezado lecho colchas, pieles y tapices espléndidos.
Así habló, para probar a su marido; pero Ulises, indignado, dijo a su
prudente esposa:
—¡Oh mujer! ¿Qué lamentable palabra has pronunciado? ¿Quién me
habrá transportado el lecho? Ningún hombre viviente, aun cuando esté
lleno de juventud, hubiera podido, a menos que un dios le ayudara, no
transportarlo, sino moverlo fácilmente. Y la labor de ese lecho tiene una
señal inconfundible, pues lo hice yo mismo sin ayuda de otro. Hay en la
cerca del patio un olivo de largas hojas, verdeante y más grueso que una
columna. En torno a ella construí mi cámara nupcial con pesadas pie-
dras; puse un techo sobre ella, y la cerré con puertas sólidas y fuertes.
Después corté las ramas de aquel olivo de hojas largas y colgantes, serré
su tronco al pie de la raíz y pulí cuidadosamente con el bronce, ayudán-
dome con el nivel. Después de agujerearlo con un barreno, hice la base
del lecho, que construí luego sobre ella y que adorné con oro, con plata
y con marfil, extendiendo en el fondo de él la piel purpúrea y espléndi-
da de un buey. Te doy esta señal; mas no sé, ¡oh mujer!, si mi lecho con-
tinúa aún en el mismo lugar o si alguno lo ha transportado después de
haber tronchado el tronco del olivo por encima de sus raíces.
Dijo así, y el corazón y las rodillas de Penélope desfallecieron cuando cono-
ció las señales que Ulises le revelaba. Lloró cuando hubo descrito las cosas tal
cual eran, y echando sus brazos al cuello de Ulises, besó su cabeza y le dijo:
—¡No te indignes contra mí, Ulises, el más prudente de los hombres!
Los Dioses nos colmaron de infortunios y nos han enviado la alegría de
gozar juntos de nuestra juventud y de llegar juntos al umbral de la vejez.
Mas no te irrites contra mí, ni me desprecies porque no te haya abrazado
tan pronto como te vi. Temía mi ánimo en el fondo del pecho que algún
hombre llegara aquí y me engañara con sus palabras: pues muchos medi-
tan perversas astucias. La argiva Helena, hija de Zeus, no se hubiera unido
en amor a un extranjero si hubiese sabido que los hijos de los aqueos debí-
an volverla algún día a su morada y al querido suelo de su patria. Pero un
Dios la empujó en aquella acción vergonzosa, y no pensó en arrojar de su
corazón el pensamiento funesto y terrible que ha sido la causa primera de
su desdicha y de la nuestra. Ahora me has revelado las señales exactas de
nuestro lecho, que ningún hombre ha visto jamás, pues sólo tú y yo le
hemos visto y mi sirvienta Actoris, que me regaló mi padre cuando vine
aquí y que custodia las puertas de nuestra cámara nupcial, y has persuadi-
do al fin mi corazón, aun cuando estaba lleno de desconfianza.
Así habló, y el anhelo de llorar tomó a Ulises, y lloró cogiendo entre
los brazos a su cara y prudente esposa.
Del mismo modo que la tierra aparece grata a los náufragos de la nave
bien construida que perdió Poseidaón después de azotarla con el viento
y el agua negra, y unos pocos han escapado al mar espumoso, y con el
cuerpo lleno de espuma llegan alegres a la costa, evitando la muerte,
igualmente dulce le era a Penélope la presencia de su esposo, que no
acertaba a quitar sus brazos del cuello de Ulises. Y Eos, la de los dedos
rosados, les hubiera sorprendido llorando, si la Diosa Atenea, la de los
ojos claros, no hubiera tenido un nuevo pensamiento.
Contuvo la larga noche sobre el horizonte y apresó en el Océano a
Eos, la del trono de oro, prohibiéndole uncir al yugo los veloces caballos
Lampo y Faetón, que llevan la luz a los mortales y conducen a Eos. Y
entonces Ulises dijo a su esposa:
—¡Oh mujer! No hemos terminado aún todas las pruebas; que una
empresa seria y difícil me falta llevar a cabo, según me anunció el alma
de Tiresias el día que descendí a la morada de Edes, para consultarle
sobre mi retorno y sobre el de mis compañeros. Mas ven, y vamos ahora
a nuestro lecho, ¡oh mujer!, y gocemos juntos del dulce sueño.
Y le respondió la prudente Penélope:
—Iremos al punto a nuestro lecho, puesto que lo deseas en tu ánimo,
y ya que los Dioses te han dejado volver a tu palacio bien construido y
a tu tierra patria. Y ya que lo sabes, puesto que un Dios te lo dictó, dime
cuál será esa última prueba. Supongo que he de conocerla más tarde, y
nada impedirá que me la digas ahora.
Y le contestó el prudente Ulises:
—¡Desdichada! ¿Por qué me ruegas tan ardientemente, forzándome a
hablar? Todo te lo diré, sin ocultarte nada, y tu espíritu no se regocijará,
ni el mío tampoco, pues Tiresias me ha mandado que recorra todavía
numerosas ciudades habitadas, llevando conmigo un remo ligero, hasta
que encuentre a unos hombres que nunca han visto el mar y que no
echan sal en los alimentos, que desconocen las naves de rojas proas y los
remos, que son las alas de las naves. Y me reveló una señal que no te
ocultaré. Cuando me encuentre otro viandante que crea ver sobre mis
hombros un azote de quebrantar mieses, debo clavar el remo en tierra y
sacrificar en sagradas ofrendas al rey Poseidaón un carnero, un toro y un
verraco. También me dijo que ya de regreso en mi morada, ofrezca sagra-
dos holocaustos a los Dioses inmortales que pueblan el ancho Urano. Y
una dulce muerte me llegará del mar y me matará en una vejez dichosa
mientras, en torno a mí, las gentes serán felices. Todas estas cosas me
dijo, y habrán de cumplirse.
Y le respondió la prudente Penélope:
—Si los Dioses te reservan una vejez dichosa, ten la esperanza de esca-
par a los infortunios.
Y mientras así departían, Eurínome y la nodriza preparaban, al res-
plandor de las antorchas, el lecho aderezado con blandas ropas. Y cuan-
do hubieron preparado con presura el lecho muelle, la anciana precedió
a los cónyuges cuando se dirigían hacia el lecho. Y una vez conducidos
a la cámara nupcial, se retiró, y ellos, alegres, se acostaron en su antiguo
tálamo. Y entonces Telémaco, el boyero, el porquerizo y las mujeres deja-
ron de bailar y se fueron todos a dormir a sus estancias oscuras.
Y después que Ulises y Penélope se deleitaron en el amor, recreáronse
aún con sus palabras. La noble mujer le dijo cuánto había sufrido en su
palacio, rodeada de la funesta turba de pretendientes, que, por su causa,
degollaban sus bueyes y sus robustas ovejas y consumían todo el vino de
las tinajas.
Y el divino Ulises contó los daños que había inferido a los hombres y
aquellos que había sufrido él. Todo lo contó, y ella se regocijaba escu-
chándole, y el sueño no se acercó a sus párpados hasta que hubo dado
fin a su relato.
Contó primero cómo había derrotado a los cicones, y cómo después
había llegado a la fértil tierra de los lotófagos. Díjole lo que le hiciera al
Cíclope y cómo castigo el haberle devorado sin piedad a sus valientes
compañeros; como llegó a donde moraba Eolo, que le recibió y despidió
benévolamente, y cómo el Destino no le consintió ver aún la querida tie-
rra patria, pues la tempestad de nuevo le arrastró, gemebundo, sobre el
dorso del mar abundante en peces.
Contó cómo había tocado en Lestrigonia Telepila, donde habían
perecido todos sus compañeros, y perdiéronse sus naves salvándose sólo
él a bordo de la suya. Después le refirió las astucias de Circe y cómo
había ido hasta la extensa región de Edes, a fin de interrogar al tebano
Tiresias, y donde vio a todos sus compañeros y a la madre que le conci-
bió y le crió del niño.
Dijo también cómo escuchara la voz de las Sirenas armoniosas y cómo
pasó frente a las Rocas errantes, las horribles Caribdis y Escila, de las que
los hombres no pueden escapar sanos e indemnes, y cómo sus compa-
ñeros habían matado los bueyes de Helios, y cómo Zeus que truena en
las alturas había roto su rápida nave con el brillante rayo, hundiendo en
el abismo a todos sus valientes compañeros, mientras él nada más eludía
las funestas Keres.
Contó cómo había llegado a la isla Ogigia, donde la Ninfa Calipso le
retuvo en las abiertas grutas, deseándole para marido y amándole, mien-
tras le prometía tornarle Inmortal y librarle de la vejez, y cómo ni así
pudo rendir su alma en el fondo de su pecho.
Dijo, asimismo, cómo había llegado al país de los faiakienos, después
de haber padecido mucho, y cómo le habían honrado como a un Dios
y conducido en una nave hasta la tierra patria, después de haberle rega-
lado oro, bronce y numerosos vestidos. Y cuando dijo todo esto, el dulce
sueño envolvió sus miembros y calmó las inquietudes de su alma.
Entonces, Atenea, la Diosa de los ojos claros, tuvo otro pensamiento,
y cuando supuso que Ulises se había deleitado suficientemente con el
amor y el sueño, hizo surgir del Océano a la Hija de la mañana, la del
áureo trono, a fin de que llevara la luz a los hombres. Y Ulises se levan-
tó de su lecho mullido, y dijo a su esposa:
—¡Oh mujer! Los dos hemos estado hartamente sometidos a duras
pruebas, tú has llorado aquí por mi difícil regreso y yo he soportado los
males que me enviaran Zeus y los demás Dioses que me han retenido
tanto tiempo lejos de la patria. Ahora, puesto que hemos vuelto a hallar-
nos en este deseado lecho, es conveniente que tome el cuidado de las
riquezas de nuestra casa. Para reemplazar los rebaños que los procaces
pretendientes han devorado, iré yo mismo a capturar numerosas reses, y
los aqueos nos darán otras, hasta que los establos estén llenos. Mas parto
para mi campo lleno de árboles, a fin de ver a mi padre ilustre, que gime
sin cesar por mí. Aun cuando confío en tu prudencia, mujer, te aconse-
jo que tan pronto como Helios aparezca y se extienda el rumor de que
he matado a los pretendientes en mi palacio, subas a tu alto aposento
con tus sirvientas, sin que nadie te vea ni te interrogue.
Dicho esto, cubrió sus hombros con su magnífica armadura, desper-
tó a Telémaco, al boyero y al porquerizo, y les mandó se proveyeran de
sus armas de guerra, y ellos le obedecieron presurosos y se cubrieron de
bronce. Luego abrieron las puertas y salieron precedidos de Ulises. Ya la
luz se había extendido por la tierra; pero Atenea, envolviéndoles en una
niebla, les condujo presurosamente fuera de la ciudad.
CANTO XXIV

El kilenio Hermes evocó las almas de los pretendientes, teniendo en


su mano la hermosa varita de oro, con la que encanta, a su capricho, los
ojos de los hombres o despierta a los que duermen. Y con esta varita
guiaba a las almas, que le seguían temblorosas.
De igual modo que los murciélagos, en el fondo de un divino antro,
vuelan chillando cuando uno de ellos cae de la roca donde en masa están
adheridos, así las almas temblorosas y el bienhechor Hermes precedíales
en busca de los largos caminos. Y llegaron al curso del Océano y la ciu-
dad de los Sueños, llegando prontamente a la Pradera de Asfodelo,
donde moran las Almas, imágenes de la Muerte. Y allí encontraron el
alma de Peleida, Aquiles y la de Patroclo, y la del irreprochable Antiloco,
y la de Áyax, que era el más grande y el más hermoso de los danaenos,
después del irreprochable Peleo. Todos se reunían en torno a éste, cuan-
do llegó el alma doliente del Atreida Agamenón, seguida de las de todos
aquellos que, muriendo en la morada de Egisto, habían sufrido su desti-
no. Y dijo, la primera, el alma de Peleo:
«—Atreida, creíamos que eras, entre todos los héroes, el más grato a
Zeus que se regocija con el rayo, porque mandabas a numerosos y valien-
tes varones en la tierra de los troyanos, donde los de Acaya han sufrido
tantos infortunios. Mas la Moira falta había de elegirte el primero y a ella
no puede escapar nadie una vez que ha nacido. ¡Pluguiera a los Dioses
que, colmado de todos los honores, hubieras sucumbido al Destino y a
la Muerte en la tierra de los troyanos! Todos los aqueos te hubiesen eri-
gido un túmulo y hubieras legado a tu hijo una gran gloria para el futu-
ro; pero he aquí que te estaba reservada una muerte miserable.
—Dichoso hijo de Peleo, Aquiles, semejante a los Dioses, tú hallaste
la muerte ante Troya, lejos de Argos, y los más valerosos de los hijos tro-
yanos y aqueos se mataron mutuamente combatiendo por ti. Y yacías
tendido entre un torbellino de polvo, grande, ocupando un ancho espa-
cio, olvidado de los caballos. Nosotros combatimos todo el día, y no
hubiéramos cesado de combatir si Zeus no nos calmara mandándonos
una tempestad. Después de sacarte del campo de la refriega y llevarte a
las naves, te colocamos en un lecho, lavado ya tu arrogante cuerpo con
agua tibia y ungido con aceite. Y a tu alrededor, los danaenos derrama-
ban lágrimas amargas y se cortaban los cabellos. Y entonces salió tu
madre de las aguas con las inmortales Diosas marinas al conocer la
nueva, pues nuestras voces habían llegado hasta el fondo del mar. Un
gran terror sobrecogió a los aqueos, y, huyendo, todos se hubieran diri-
gido a las naves abiertas si un hombre lleno de antigua prudencia,
Néstor, no les hubiese detenido. Vio que aquello era lo más convenien-
te, arengóles, diciendo:
“—¡Deteneos, argivos! ¡No huyáis, hijos de Acaya! Una madre sale de las
aguas con las inmortales Diosas marinas para ve a su hijo que ha sido muerto.”
—Así dijo, y los magnánimos aqueos perdieron el temor. Y las Hijas
del Anciano del mar lloraban en torno a ti, gimiendo dolorosamente, y
te cubrieron con vestidos inmortales. Las nueve musas, alternando con
sus hermosas voces, se plañían, y ni un solo argivo permaneció sin llorar,
pues de tal modo la armoniosa Musa conmovía el alma. Diecisiete días
y diecisiete noches te lloramos, inmortales Dioses y varones mortales, y
al decimoctavo día te entregamos al fuego y degollamos a tu alrededor
un gran número de rollizas ovejas y de bueyes negros. Y fuiste quemado
con tus divinas vestiduras, después de perfumársete con aceite espeso y
miel dulce; los héroes aqueos, infantes y jinetes, se reunieron en masa
alrededor de la pira, promoviendo un gran tumulto. Y cuando la llama
de Hefesto te hubo consumido, recogimos tus blancos huesos, ¡oh
Aquiles!, lavándolos con vino puro y con aceite, y tu madre nos entregó
una urna de oro, que dijo era un presente de Dionisios y obra del ilus-
tre Hefesto. En esa urna descansan tus huesos blancos, ¡oh Aquiles!, mez-
clado con los del Menetiada Patroclo. Al lado de esos restos, el ejército
sagrado de los argivos te erigió un grandioso e irreprochable túmulo
sobre un alto promontorio del amplio Helesponto, para que se divise
desde el mar y puedan contemplarlo los hombres que ahora viven y los
hombres venideros. Tu madre, con el asenso de los Dioses, depositó allí
magníficos premios para los juegos que habían de celebrarse entre argi-
vos ilustres. Me he encontrado en las exequias de un buen número de
héroes, cuando los jóvenes se aprestan ante la tumba de un rey a ceñirse
e intervenir en el certamen; pero hubieras admirado, sobre todo en su
corazón, los premios que la Diosa Tetis, la de los pies argénteos, colocó
en el suelo para los que se celebraron en tu honor, porque eras grato a
los Dioses. Por tanto, Aquiles, si es verdad que has muerto, tu nombre
no se ha olvidado, y entre los hombres todos, tu gloria siempre será
inmensa. Pero yo, ¿qué he ganado con escapar vivo de la guerra? A mi
regreso, Zeus me reservaba una muerte deplorable por las manos de
Egisto y de mi pérfida esposa.»
Y mientras así hablaban, el mensajero Matador de Argos se acercó a
ellos conduciendo las almas de los pretendientes vencidos por Ulises. Y
todos, cuando las vieron, corrieron espantados ante ellas. Y el alma del
Atreida Agamenón reconoció al ilustre Anfimedón, hijo de Melantio,
porque había sido su huésped en Ítaca. Y habló primero el alma del
Atreida para decirle:
«—Anfimedón, ¿qué desgracia habéis sufrido para venir a la negra tie-
rra tantos ilustres varones de la misma edad? No se elegirían fácilmente
otros más preclaros en una ciudad. ¿Os ha matado Poseidaón a bordo de
vuestras naves suscitando los vientos furiosos y las olas enormes, o acaso
hombres enemigos os mataron en tierra firme porque les robabais sus
bueyes y sus hermosos rebaños de ovejas? ¿O fuisteis muertos comba-
tiendo por vuestra ciudad y por vuestras mujeres? Respóndeme, que yo
he sido tu huésped. ¿No recuerdas que fui a tu morada con el divino
Menelao, a fin de instar a Ulises a que nos siguiera a Ilios a bordo de las
sólidas naves de bancos de remeros? Durante un mes navegamos por el
vasto mar y apenas pudimos persuadir a Ulises, devastador de ciudades.
Y le respondió el alma de Anfimedón:
—Ilustre Rey de hombres, Atreida Agamenón, recuerdo todas esas
cosas, y te diré, sin mentira, el fin desdichado de nuestra vida. Nosotros
éramos los pretendientes de la esposa de Ulises, ausente ya desde largo
tiempo. Ella no rehusaba ni daba cumplimiento a las odiosas nupcias,
mas nos preparaba la muerte y la Ker negra. Y meditó en su ánimo otra
astucia, pues se puso a tejer en su aposento una gran tela larga y fina, y
nos dijo al punto:
“—Jóvenes, mis pretendientes, puesto que el divino Ulises ha muer-
to, esperad, para optar a mis nupcias, a que yo haya acabado (no se me
inutilicen los hilos) este lienzo, para que el héroe Laertes tenga sudario
cuando le coja la Moira funesta de la muerte inexorable, y no pueda nin-
guna mujer aquea reprocharme ante todo el pueblo que un hombre que
ha poseído tantos bienes haya sido enterrado sin mortaja.”
—Así dijo, y nuestro generoso corazón se dejó convencer. Y entonces,
durante el día tejía la gran tela, y durante la noche, a la luz de las antor-
chas, deshacía lo tejido. Así, por espacio de tres años, ocultó su argucia y
engañó a los aqueos; pero cuando el cuarto llegó y pasaron los meses y los
días, una de sus doncellas, que conocía su engaño, nos lo dijo. Y la sor-
prendimos deshaciendo su hermosa tela, y contra su voluntad, se vio com-
pelida a terminarla. Y terminó, en efecto, aquella hermosa tela, semejante
por su brillo a Helios y a Selene. Mas he aquí que un Daimón enemigo
trajo a Ulises de alguna parte y le llevó a un rincón de sus campos, allí
donde habitaba su porquerizo. Y allí llegó también el caro hijo del divino
Ulises, de retorno, a bordo de su negra nave, de la arenosa Pilos. Y medi-
taron la muerte de los pretendientes y se dirigieron a la ilustre ciudad, lle-
gando Ulises el último pues Telémaco le precedía. El porquerizo condujo
a Ulises cubierto de harapos y semejante a un mendigo encorvado sobre
su báculo. Y así llegó de súbito, y ninguno de nosotros ni los de más edad
le reconocimos. Y le ultrajamos con palabras injuriosas y con golpes; pero
él soportó mucho tiempo en su palacio, pacientemente, las ofensas y los
golpes. Y cuando el espíritu de Zeus tempestuoso le hubo irritado, descol-
gó las viejas armas con la ayuda de Telémaco, y las colocó en las estancias
altas, que cerró con cerrojos. Después, rico en astucias, mandó a su espo-
sa que trajera a los pretendientes el arco y el brillante hierro para la prue-
ba en que debíamos perecer miserablemente y había de constituir el ori-
gen de la matanza. Y ninguno de nosotros pudo tender las cuerdas del sóli-
do arco, que éramos, en verdad, demasiado débiles. Cuando el arco iba a
llegar a las manos de Ulises, nos indignamos, amenazantes, a fin de que no
se lo entregara, a pesar de que lo pedía con insistencia. Sólo Telémaco no
se opuso, sino que le animaba, y el paciente y divino Ulises, tomando el
arco, lo tendió fácilmente, y mandó una flecha a través del hierro. Luego,
erguido sobre el umbral, extendió a sus pies las veloces flechas y atravesó
al rey Antinoo. Después, mirando por doquier, lanzó sus dardos mortales
contra todos los pretendientes, que caían confundidos, y entonces reco-
nocimos que alguno de los Dioses le ayudaba. A la vez, su hijo y sus dos
criados, amparándose en su fuerza, mataban aquí y allá, y espantosos gemi-
dos se alzaban y la tierra manaba sangre. ¡Así hemos perecido, Agamenón!
Nuestros cadáveres, abandonados, yacen aún en la morada de Ulises, y
nuestros amigos, en sus casas, no saben la noticia, que si no, hubieran lava-
do la sangre negra de nuestras heridas y nos enterrarían gimiendo, pues
tales honores se deben a los muertos.
Y le reconoció el alma del Atreida:
—¡Dichoso hijo de Laertes, prudente Ulises, en verdad que posees
una esposa de grandes virtudes, ya que el sabio corazón de la irrepro-
chable Penélope, hija de Icario, no se olvidó jamás del héroe Ulises, con
quien se había desposado virgen! Por eso, la fama de su virtud no pere-
cerá y los Inmortales inspirarán a los hombres de la tierra graciosos can-
tos en honor de la discreta Penélope. No obró así, ciertamente, la hija de
Tíndaro, matando al marido, con quien se casó virgen. ¡Y también un
odioso canto le recordará a los hombres y vergonzante memoria se exten-
derá a todas las mujeres, hasta aquellas que fueren virtuosas!»
Mientras así hablaban en las moradas de Edes, entre las tinieblas de la tie-
rra, Ulises y los suyos, fuera ya de la ciudad, llegaron pronto al hermoso
huerto de Laertes, que él mismo adquiriera en otro tiempo, después de haber
sufrido mucho. Allí estaba su casa, rodeada de poyos, sobre los que se senta-
ban, comían y dormían los criados que trabajaban para él. Allí también esta-
ba una anciana mujer de Sicilia, que en el campo, lejos de la ciudad, tenía
cuidado del viejo. Y entonces dijo Ulises a los dos pastores y a su hijo:
—Entrad en la bien construida casa, y matad, para el almuerzo, un cerdo,
el mejor de todos. Yo probaré a mi padre, por ver si me conoce cuando me
vea, o me desconoce después de tanto tiempo pasado lejos de él.
Diciendo así entregó sus armas de guerra a los criados, que al punto
penetraron en la casa. Y bajó al huerto, y no halló ni a Dolio ni a nin-
guno de sus hijos, ni a ninguno de los criados. Habían ido a reunir zar-
zas para cercar el huerto, precedidos del anciano.
Y Ulises halló a su padre solo en el huerto, arrancando hierbas, vesti-
do con una túnica sórdida, desgarrada, rota. Había ajustado a sus pier-
nas, para evitar rasguños, unas grebas de cuero rozado; llevaba guantes
en las manos para librarse de las zarzas y en la cabeza un casco de piel de
cabra, que hacía su aspecto más miserable.
El paciente y divino Ulises, al ver a su padre agobiado por la vejez,
henchido de un hondo pesar, derramó lágrimas, en pie bajo un alto
peral. Y dudó en su espíritu y en su corazón si abrazaría a su padre,
diciéndole cómo había retornado al suelo de su patria, o si le pregunta-
ría primero para probarle. Y pensó que era preferible tentarle con pala-
bras mordaces. En consecuencia, el divino Ulises fue hacia él, que se
hallaba a la sazón cavando, con la cabeza inclinada, un hoyo alrededor
de un árbol. Y aproximándose, le habló así:
—¡Oh anciano! No eres, en verdad, inhábil para cultivar un huerto. Todo
está aquí bien atendido: el olivar, la viña, la higuera, los perales. Ninguna
parcela de tierra está abandonada en este huerto. Sin embargo, te diré, y no
se enoje por ello tu corazón, que no pones iguales cuidados en ti mismo.
Soportas a la vez la triste ancianidad y los sucios y vergonzosos vestidos que
te cubren. Tu señor no te tendrá, sin duda, en ese abandono a causa de tu
pereza, y nada hay en tu aspecto de servil, sino que, por tu hermosura y
majestad, te semejas a un rey. Eres como aquellos que, después de bañarse y
comer, duermen en un mullido lecho, según es costumbre entre encianos.
Mas dime la verdad: ¿A quién sirves? ¿De quién es el huerto que cultivas?
Dime la verdad, para que yo la conozca: si he llegado a Ítaca, según me ha
dicho un hombre que acabo de encontrar y me parece insensato, pues ni ha
sabido escucharme ni responderme, cuando le he preguntado si un huésped
mío vive todavía o ha muerto y descendido a las moradas de Edes. Mas a ti
te lo diré; óyeme y entérate. Yo di otro tiempo hospitalidad en el querido
suelo de la patria a un hombre que llegó a mi casa, el de más calidad de los
extranjeros errantes. Decía que había nacido en Ítaca y que su padre era
Laertes Arkesiada. Yo mismo le conduje a mi palacio y le recibí con cordia-
lidad. Se guardaban muchas riquezas en mi casa y le hice valiosos presentes
hospitalarios, pues le di siete talentos de oro bien labrado, una crátera flore-
ada en plata maciza, doce mantos sencillos, otros tantos tapices, doce man-
tos de más rica consistencia y otras tantas túnicas, y además, cuatro mujeres,
que eligió el mismo, hermosas y muy hábiles en todas las labores.
Y su padre le contestó llorando:
—Forastero, te encuentras, en efecto, en la comarca por la que pregun-
tas; mas unos hombres injustos y procaces la oprimen, y los presentes de
que acabas de hablar se han perdido. Si hubieras hallado a tu huésped en
Ítaca, te despidiera, después de haberte ofrecido hospitalidad y de haberte
colmado de tantos regalos como tú le hiciste a él, según es costumbre. Y
ahora dime: ¿cuántos años hace que recibiste a tu huésped desgraciado,
que sin duda era mi hijo, o jamas él lo fue? ¡Oh triste! Lejos de sus amigos
y de su tierra natal, o los peces le han devorado en el fondo del mar, o en
tierra firme ha sido destrozado por las fieras y los pájaros, pues ni su madre
ni su padre, los que hubimos de engendrarle, le hemos podido llorar al
darle tierra. ¡Y su propia esposa, tan bien dotada de riquezas, la prudente
Penélope, tampoco ha llorado sobre su lecho fúnebre al esposo bienama-
do, ni ha podido cerrar sus ojos, que es honor debido a los difuntos! Pero
dime la verdad, para que yo la sepa. ¿Quién eres entre los demás hombres?
¿Cuáles son tus padres y tu patria? ¿Dónde está anclada la nave que te ha
conducido aquí, así como a tus compañeros? ¿Viniste como un pasajero en
nave extraña, que después de dejarte en tierra ha continuado su camino?
Y el prudente Ulises, respondiéndole, dijo así:
—Te diré toda la verdad. Nací en Alibas, donde tengo mis ilustres lares;
soy hijo del rey Afidas Polipemonida y mi nombre es Epérito. Un Daimón
me ha traído aquí, contra mi voluntad, de las costas de Sicania, y mi nave
está encallada lejos de la ciudad, en la orilla. Hace cinco años que Ulises
abandonó mi patria. Cuando partía volaron los pájaros a su derecha, y yo
le despedí, regocijándome, y él también partió contento. Y esperábamos
en nuestra alma volver a vernos y obsequiarnos con espléndidos presentes.
Así habló, y una nube sombría de dolor envolvió a Laertes, que, sus-
pirando profundamente, cubrió de polvo con ambas manos su cabeza
blanca. Se conmovió el alma de Ulises, y un picor agudo subió hasta sus
narices viendo así a su querido padre; adelantándose, le estrechó en sus
brazos, y besándole, le dijo:
—¡Padre! Yo soy el que esperas, que regreso, después de veinte años, a
la tierra patria. Mas deja de llorar y lamentarte, pues te advierto que es con-
veniente que nos apresuremos. Acabo de matar en mi propia casa a los pre-
tendientes, castigando así sus indignos ultrajes y acciones perversas.
Y Laertes le respondió:
—Si eres Ulises, mi hijo, que ha regresado, dame una señal manifies-
ta que me persuada de ello.
Y le contestó el prudente Ulises:
—Ve primero con tus ojos esta herida que un jabalí me infirió con sus
blancos dientes en el Parnaso, cuando me enviasteis ir, tú y mi venerada
madre, al lado de Autólico, el querido abuelo materno, para que cogie-
ra los presentes que me había prometido cuando vino aquí. Escucha y te
diré aún los árboles de tu bien labrado huerto que me diste en otro tiem-
po tal como los pedía siendo niño y siguiéndote a través de su extensión.
Marchábamos entre los árboles y tú me nombrabas cada uno de ellos, y
me diste trece perales, diez manzanos y cuarenta higueras, y me prome-
tiste cincuenta surcos de viñedo lleno de fruto, de aquel cuyos racimos
maduraban cuando las estaciones de Zeus pesaban sobre ellos.
Así habló, y las rodillas y el caro corazón de Laertes desfallecieron
mientras reconocía los exactos indicios que le daba Ulises. Echó sus bra-
zos alrededor de su querido hijo, y el paciente y divino Ulises le recibió
privado de su aliento. Al fin respiró, y unidos sus espíritus, dijo así:
—¡Padre Zeus, y vosotros Dioses! Ciertamente, subsistís aún en el
Olimpo, si en verdad los pretendientes han pagado sus ultrajes. Mas
ahora temo en mi alma que todos los itacenses se dirijan aquí con pre-
mura y envíen mensajeros a todas las ciudades de los cefalenos.
Y le respondió el prudente Ulises:
—Ten valor, y no inquiete eso tu espíritu. Y ahora vamos hacia la casa
que está al lado del huerto, que allí he mandado a Telémaco, al boyero
y al porquerizo para que preparen la comida.
Dichas estas palabras, fueron hacia la hermosa morada, donde hallaron
a Telémaco, al boyero y al porquerizo cortando abundantes carnes y mez-
clando el vino rojo. Mientras tanto, la sirvienta siciliana lavó y ungió con
aceite al magnánimo Laertes en sus estancias y le envolvió completamen-
te en un hermoso manto, y Atenea, acercándose, robusteció los miembros
del príncipe de pueblos y le hizo parecer más alto y más majestuoso que
antes. Y salió del baño, y su querido hijo le contempló, admirado, vién-
dole semejante a los Dioses inmortales, y le dijo estas palabras aladas:
—¡Oh padre! En verdad, uno de los Dioses eternos te hace parecer
más excelso por tu gallardía y majestad!
Y le respondió el prudente Laertes:
—¡Ojalá hubieran permitido el Padre Zeus, Atenea y Apolo, que
hubiese estado ayer en nuestra casa, tal como cuando tomé en el conti-
nente, al mando de los cefalenos, la bien construida ciudad de Nérico!
Las espaldas cubiertas con mi armadura hubiera arrojado a los preten-
dientes y roto las rodillas de buen número de ellos allí mismo, y tú te
hubieras regocijado en tu alma.
Así hablaban, y terminado su trabajo, prepararon la comida y ocupa-
ron por orden las sillas y sillones, y ya iban a tomar su alimento, cuan-
do el viejo Dolio llegó con sus hijos, fatigados de sus labores, pues su
madre, la vieja siciliana, que les había criado y tenía cuidado del ancia-
no desde que la mucha edad le agobiaba, había ido a llamarlos. Vieron
a Ulises y le reconocieron en su alma, y estupefactos, se detuvieron en la
estancia. Pero Ulises, tranquilizándoles, les dijo estas dulces palabras:
—¡Oh anciano! Siéntate a comer y cesa en tu asombro, que os hemos
esperado largamente en esta casa, deseosos de poner mano en los manjares.
Así dijo, y Dolio, con los brazos extendidos, se dirigió a Ulises y
cogiéndole las manos se las besó, y le dijo estas palabras aladas:
—¡Oh amigo! Puesto que has regresado y estás entre nosotros, que te
añorábamos y pensábamos no volver a verte, es que te han traído los pro-
pios Dioses. ¡Salud! ¡Regocíjate y que los Inmortales te hagan venturoso!
Pero dime la verdad, para que yo la conozca. ¿Sabe la prudente Penélope
que has regresado, o le enviamos un mensaje?
Y le respondió el prudente Ulises:
—¡Oh anciano! Ya lo sabe. ¿Por qué te inquietan esas cosas?
Así dijo, y volvió a sentarse en su silla pulimentada. Y en torno al ilustre
Ulises, los hijos de Dolio saludaron a su señor en igual forma, con palabras
y besándole las manos. Y en seguida se sentaron junto a Dolio, su padre.
Y mientras ellos comían en la casa, Ossa corrió por la ciudad, anun-
ciando la Ker y la deplorable muerte de los pretendientes. Y al conjuro
de esta nueva, todos acudieron de uno y otro lado, tumultuosamente y
lanzando gemidos, ante la mansión de Ulises. Y llevaron los muertos a
sus respectivas moradas y después los enterraron, y a los que eran de otras
ciudades los hicieron conducir a las suyas, colocándoles en veloces naves.
Luego, afligidos en su corazón, se congregaron en el ágora. Y cuando
estuvieron reunidos en masa, Eupites se alzó y habló entre todos. Y un
dolor intolerable afligía su corazón, a causa de la pérdida de su hijo
Antinoo, a quien el divino Ulises había matado el primero. Y vertiendo
lágrimas por su hijo, habló así:
—¡Oh amigos! En verdad que este hombre ha inferido un gran per-
juicio a los aqueos. Todos aquellos numerosos valientes que se llevó en
sus naves perecieron; perdió también las abiertas naves, perdió a sus con-
ciudadanos, y he aquí que, a su retorno, ha matado a los más bravos cefa-
lenos. Vamos, pues, antes de que huya rápidamente a Pilos o a la divina
Elide, donde dominan los epeos, ¡vamos!, que si no, seremos siempre
escarnecidos, y los hombres futuros recordarán esta afrenta si no nos ven-
gamos de la matanza de nuestros hermanos. Y no me sería grato vivir
entonces, y mejor querría descender cuanto antes a la mansión de los
muertos. ¡Vamos!, no sea que, temiéndose, se escape.
Así dijo, llorando, y el dolor hizo presa en todos los aqueos. Mas
entonces Medón y el divino Aeda se acercaron juntos. Venían de la
morada de Ulises, donde permanecieron hasta que el sueño abandonó-
les, y se detuvieron en medio del ágora. Todos se sobrecogieron de estu-
por, y el prudente Medón les dijo:
—¡Escuchadme, itacenses! Ulises no ha acabado esas hazañas sin la
ayuda de los Dioses inmortales. Yo mismo vi a un Dios inmortal que esta-
ba al lado de Ulises bajo la figura de Mentor. A veces se adelantaba a Ulises
este Dios inmortal para estimular su audacia y otras se lanzaba corriendo
por la sala, turbando a los pretendientes, que caían confundidos.
Así habló, y un pálido terror se apoderó de todos. Y el viejo héroe
Haliterses Mastorida, que sabía las cosas pasadas y futuras, lleno de dis-
creción les dijo así:
—Escuchadme itacenses, lo que os diga. Vuestra propia iniquidad,
camaradas, ha sido causa de lo ocurrido. Nunca, en efecto, me atendisteis,
ni a Mentor, príncipe de pueblos, cuando os instamos a reprimir las inso-
lencias de vuestros hijos, que han cometido locamente acciones vitupera-
bles, consumiendo las riquezas y ultrajando a la esposa de un varón refor-
zado que creían no habría de volver. Y ahora que ya está aquí, haced lo que
os aconsejo: no vayáis a buscarle, no sea que os llegue una desdicha.
Así habló, y unos se levantaron tumultuosamente, y otros, en gran núme-
ro, permanecieron allí, pues no les placieron las palabras de Haliterses, y obe-
decieron a Eupites. Al punto se arrojaron sobre sus armas, y una vez cubier-
tos con el bronce brillante, reunidos, atravesaron la vasta ciudad. Y Eupites
guió a estos insensatos, pues esperaba vengar la muerte de su hijo; mas no
era su destino el de volver con vida, sino el de sufrir la Ker.
Entonces Atenea dijo a Zeus Cronión:
—Nuestro Padre Cronida, el más poderoso de los Reyes, contéstame:
¿Qué oculta tu razón? ¿Fomentarás la guerra lamentable y la ruda refrie-
ga, o restablecerás la concordia entre ambos bandos?
Y le respondió Zeus, que amontona las nubes:
—Hija mía, ¿por qué me interrogas sobre estas cosas? ¿No decidiste
tú en tu propio ánimo de manera que Ulises, a su regreso, se vengara de
sus enemigos? Obra, pues, según tu voluntad; pero yo te diré lo que más
conviene. Ahora que el divino Ulises ha castigado a los pretendientes,
júrese una sincera alianza y reine él por siempre. Nosotros llevaremos a
éstos el olvido de la matanza de sus hijos y sus hermanos, y se amarán los
unos a los otros, como antes, dentro de la paz y la abundancia.
Así dijo, estimulando a Atenea, que, ya llena de entusiasmo, descen-
dió de la cumbre del Olimpo.
Y cuando los que tomaban su aliento en compañía del paciente y divi-
no Ulises hubieron calmado el hambre, aquél habló el primero, y dijo:
—Salga uno de vosotros y vea si se aproximan ya los que deben venir.
Así habló, y uno de los hijos de Dolio salió, según mandara; y en pie, desde el
umbral, vio la turba que se acercaba. Y al punto dijo a Ulises estas palabras aladas:
—Helos aquí, armémonos pronto.
Dijo así, y todos se arrojaron a las armas: Ulises, sus tres compañeros y los
seis hijos de Dolio. Y con ellos Laertes y Dolio se armaron también, pues aun
cuando tenían los cabellos blancos, la necesidad les obligaba a combatir.
Y cuando estuvieron cubiertos con el bronce reluciente, abrieron las puer-
tas y salieron, precedidos de Ulises. Y vino a ellos Atenea, hija de Zeus, seme-
jante a Mentor en presencia y en voz. Y el paciente y divino Ulises, tan pron-
to como la vio, regocijóse, y así habló en el acto a su caro hijo Telémaco:
—Telémaco, es preciso que te señales combatiendo por ti mismo a los
guerreros, que es en la lucha donde los valientes se destacan. No des-
mintamos la estirpe de nuestros abuelos, quienes han llenado con la
fama de su empuje y su valor toda la tierra.
Y le respondió el prudente Telémaco:
—Ya verás, si te place, cómo no deshonro tu estirpe.
Así habló, y Laertes, regocijándose, dijo:
—¡Qué día para mí, Dioses amigos! En verdad que estoy alegre, pues
mi hijo y mi nieto compiten en valor.
Y Atenea, la de los ojos claros, aproximándose, le dijo:
—Arkesiada, el más caro de mis compañeros, suplica al padre Zeus y
a su hija, la de los claros ojos, y en el mismo instante arroja tu larga pica,
blandiéndola con fuerza.
Diciendo así, Palas Atenea, le infundió gran brío, y él rogó a la hija
del gran Zeus, y arrojó su pica, blandida con fuerza. Y fue a dar con ella
en el casco de bronce de Eupites, que no resistió suficientemente y fue
atravesado por el bronce. Y Eupites cayó con estrépito, y sus armas reso-
naron sobre él. Y Ulises y su ilustre hijo se lanzaron sobre los primeros
combatientes, hiriéndoles con sus espadas y sus lanzas de dos filos. Y
todos hubieran sido muertos y privados del retorno si Atenea, la hija de
Zeus tempestuoso, no hubiera detenido a la gente, gritando:
—Cesad en la terrible lucha, itacenses, y separaos pronto sin más carnicería.
Así habló Atenea, y fueron poseídos de pálido terror; las armas, des-
prendidas de sus manos, cayeron a tierra al grito de la Diosa, y todos, por
salvar la vida, huyeron hacia la ciudad. Y el paciente y divino Ulises,
entre terribles gritos, se arrojó a ellos como el águila que vuela en las altu-
ras. Mas el Cronida lanzó el fulminante rayo, que vino a caer ante la hija
de ojos claros de un padre prepotente. Y entonces Atenea, la de los ojos
claros, dijo así a Ulises:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises, detente: haz que cese la discor-
dia de la intestina lucha, no sea que el Cronida Zeus, que a lo lejos true-
na, se irrite contra ti.
Así habló Atenea, y él la obedeció, llena su alma de alegría. Y Palas
Atenea, hija de Zeus tempestuoso y semejante a Mentor por la voz y la
figura, selló para siempre la concordia entre ambos bandos.

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