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La Odisea PDF
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Odisea
INDICE
PÁGINA
ODISEA
CANTO I 4
CANTO II 13
CANTO III 22
CANTO IV 33
CANTO V 50
CANTO VI 60
CANTO VII 67
CANTO VIII 74
CANTO IX 86
CANTO X 98
CANTO XI 110
CANTO XII 123
CANTO XIII 132
CANTO XIV 141
CANTO XV 152
CANTO XVI 164
CANTO XVII 174
CANTO XVIII 187
CANTO XIX 196
CANTO XX 208
CANTO XXI 217
CANTO XXII 226
CANTO XXIII 236
CANTO XXIV 244
CANTO I
Dime, Musa, de este hombre ingenioso que vagó tanto tiempo, después
de haber destruido la ciudadela de Troya. Vio las más populosas ciudades
y conoció su espíritu, y sufrió en su corazón de muchos males sobre el mar
por cuidar la propia vida y el regreso de sus compañeros. Pero ni así hubo
de salvarlos, contra su voluntad; perecieron por su codicia ¡los insensatos!
después de comer los bueyes de Helios Hiperioniada. Y éste les arrebató la
hora del regreso. Dime alguna de estas cosas, Diosa, hija de Zeus.
Todos los que pudieron evitar la negra muerte, escapados de la guerra y
del mar, habían vuelto a sus hogares; pero Ulises quedaba solo, lejos de su
país y de su esposa, y la venerable ninfa1 Calipso, la muy noble Diosa, le
retenía en hueca gruta, deseándole para marido. Y cuando llegó el tiempo,
después de la carrera de los años, en que los Dioses quisieron que regresa-
ra a su casa de Itaca, allí también hubo de sufrir males en medio de los
suyos. Todos los Dioses le compadecieron, excepto Poseidaón2, que sufrió
irritado contra el divino Ulises hasta que hubo regresado a su país.
Y Poseidaón había ido al país de los etíopes, que viven lejos y están
divididos en dos pueblos, uno mirando al poniente de Hiperión y el otro
a levante. Y el Dios había ido para asistir a una hecatombe de toros y car-
neros. Y mientras él se recreaba sentado a este festín, los demás Dioses se
hallaban reunidos en el palacio de Zeus Olímpico3. Y el padre de hom-
bre y de Dioses comenzó a hablarles, recordando al irreprochable Egisto,
a quien había matado Orestes Agamenón. Acordándose de él, dijo a los
Immortales estas palabras:
1 Las ninfas eran las mújeres jóvenes que poblaban campos, bosques, fuentes, manantiales y
lagos. La creencia en las ninfas y su culto estaba muy arraigado a Grecia.
2 Poseidaón y Poseidón habitaba en el fondo del mar y armado de su tridente recorría sus dominios
en un carro arrastrado por corceles impetuosos, imagen de las olas. Era el dios y el dueño del mar
3 Se llaman Olímpicos por antonomasia a aquellos de entre los grandes dioses de la mitología
griega que tras la victoria de Zeus sobre Titanes, Gigantes y Tifón, habitaban, según la tradición
homérica, la más alta de las cumbres de Grecia. Zeus, divinidad griega, es el Júpiter de los roma-
nos. Su oráculo en Dodona y su templo y culto en Olimpia tuvieron una extraodinaria influen-
cia en el mundo griego.
—¡Oh, cuánto se quejan los hombres de los Dioses! Dicen que sus
males les llegan de nosotros, y ellos solos, por su demencia, agravan su
destino. He aquí a Egisto, que, contra el designio, se ha desposado con
la mujer del Atreida y matado a éste, sabiendo que su muerte después
sería horrible, pues nosotros le habíamos prevenido por Hermes, el vigi-
lante Matador de Argos, para que no matara a Agamenón ni deseara a
su mujer, porque el Atreida Orestes habría de vengarse cuando, ya mozo,
regresase a su patria. Así se lo dijo Hermes, mas el sano consejo no per-
suadió a Egisto, y ahora toda su culpa ha expiado de una vez.
Y Atenea4, la diosa de ojos claros, le respondió:
—¡Oh Padre nuestro Cronida, el más alto de los reyes! Ese al menos
ha sido herido por una muerte justa. ¡Que muera así quien de tal modo
obre! Pero mi corazón se desgarra al recordar al bravo Ulises, ¡el desdi-
chado!, que padece ha tanto tiempo lejos de los suyos en el centro de una
isla perdida en medio del mar. En esta isla toda llena de árboles habita
una Diosa, la peligrosa hija de Atlas, el que conocía el fondo de los mares
y lleva las fuertes columnas que separan la tierra del Urano. Y su hija
detiene a este desventurado que se lamenta, lisonjeándole con dulces y
suaves palabras a fin de que olvide a Ítaca, pero él quiere ver de nuevo el
humo azul de su patria y desea morir... ¿Y tu corazón, Zeus Olímpico,
no se conmueve por los sacrificios que Ulises te rindió ante las naves
argivas, frente a la gran Troya? Zeus, ¿por qué estás tan irritado con él?
Y Zeus, que amontona las nubes, respondiéndole; dijo así:
—Hija mía, ¿qué palabras huyeron de entre tus dientes? ¿Cómo poder
olvidarme del divino Ulises, quien, por su inteligencia, sobresale de entre
los hombres y es el más pródigo en sacrificios a los Dioses inmortales que
habitan el ancho Urano? Pero Poseidaón, que circunda la tierra, le guar-
da constante rencor, pues Ulises dejó ciego al cíclope Polifemo, el de
forma de Dios, el más fuerte de los cíclopes. La ninfa Teosa, hija de
Forkino, rey del mar tempestuoso, le parió de su ayuntamiento con
Poseidaón en las grutas abiertas. Por eso Poseidaón, que sacude la tierra,
no queriendo matarle, le constriñe a vagar lejos de su país. Pero nosotros,
los que estamos aquí, aseguramos su regreso; y Poseidaón depondrá su
cólera, porque él sólo no podrá nada contra todos los Dioses inmortales.
4Palas Atenea, diosa de la paz y de la sabiduría, hija de Zeus, de cuya cabeza nació completa-
mente armada. Se la veneraba en toda Grecia, pero de manera particular en Atenas, donde esta-
ban dedicados a ella el Partenón y el Erectón.
Y Atenea, la Diosa de ojos claros, le respondió:
—¡Oh Padre nuestro Cronida, el más alto de los reyes! Si place a los
dioses venturosos que el prudente Ulises retorne a su morada, enviemos
al Mensajero Hermes, Matador de Argos, a la isla de Ogigia, y que
advierta a la ninfa de la hermosa cabellera que hemos resuelto el regreso
de Ulises, el de ánimo esforzado y paciente. Y yo iré a Ítaca, instigaré a
su hijo y le infundiré valor para que, reuniendo el ágora de acaienos de
largas crenchas, ponga coto a los pretendientes que degüellan sus ovejas
numerosas y sus bueyes de flexibles remos y astas encorvadas. Y le envia-
ré a Esparta y a la arenosa Pilos para que informe del regreso de su
amado padre y sea honrado por los hombres.
Dijo así, y se calzó las sandalias inmortales, doradas, que la llevaban
sobre el mar y sobre la tierra inmensa como un soplo de viento. Y tomó
una lanza potente de aguda punta de bronce, pesada, grande y sólida,
con la cual suele domeñar las multitudes heroicas la hija del padre pre-
potente cuando contra ellas se encoleriza. Y abandonando las cimas del
Olimpo, descendió al pueblo de Ítaca, y ante el umbral del atrio de
Ulises, con la lanza de bronce en la mano, tomó la forma externa de un
extranjero, de Mentes, rey de los tafios.
Y vio a los soberbios pretendientes que jugaban a los dados ante las
puertas, tendidos en pieles de bueyes sacrificados por ellos. Heraldos y
servidores se apiñaban en su alrededor; unos mezclaban agua y vino en
las cráteras, otros lavaban las mesas con esponjas de mil poros, y eleván-
dolas, distribuían las viandas abundantes.
Y antes que nadie vio el divino Telémaco a Atenea.
Se hallaba sentado entre los pretendientes, triste su corazón viendo en
sueños a su aguerrido padre llegar de súbito, arrojar a aquéllos de sus
casas, recuperar su poder y regir su hacienda. Soñando así, sentado entre
los pretendientes, vio a Atenea, y fue al vestíbulo, dolido de que un
extraño quedara tanto tiempo esperando ante la puerta y díjole estas
palabras aladas:
—Salve extranjero. Tú serás nuestro amigo, y después de comer nos
dirás qué necesitas.
Dijo así, y conducida por él, le siguió Palas Atenea. Ya dentro de la
morada fastuosa, Telémaco apoyó la lanza en una alta columna, arsenal
luciente donde descansaban muchas lanzas de Ulises, el de ánimo esfor-
zado y valeroso. Colocó sobre un sillón un hermoso tapiz bordado y un
escabel a sus pies, e hizo sentar a Palas Atenea. Por sí mismo arrastró ante
ella una silla labrada, cuidando poner todo lejos de los pretendientes, a
fin de que al extranjero no llegara rumor del festín tempestuoso y a fin
de preguntar por el padre ausente.
Una sirvienta vertió de una jarra de oro en una fuente de plata agua
para el lavatorio y preparó ante ellos una mesa luciente. Trajo después
pan la venerable despensera y cubrió la mesa de manjares numerosos y
escogidos; y un trinchante sirvió viandas diferentes y les ofreció vasos de
oro, y un heraldo les servía vino con frecuencia.
Y en esto entraron los orgullosos pretendientes. Sentáronse en orden
sobre sillas y sillones; algunos heraldos vertieron agua para el lavamanos;
las sirvientas amontonaban el pan en canastillas y los mozos llenaban de
vino las cráteras. Después pusieron los pretendientes mano a los manja-
res, y cuando el hambre y la sed satisfacieron, desearon aún más; baile y
canto, que son adornos del banquete. Y un heraldo puso una preciosa
cítara en manos de Femio, que cantaba, mal de su agrado. Y al son de la
cítara comenzó un hermoso canto. Mientras, Telémaco, acercándose a su
cabeza para que los demás no oyeran, dijo a Atenea, la de los ojos claros:
—Caro huésped, ¿te molestarán mis palabras? El canto y la cítara pla-
cen abono a éstos, porque viven impunemente del caudal de otro, de la
hacienda de un hombre cuyos huesos se pudren a la lluvia quién sabe
dónde, si en el continente o en las olas del mar que las azota. De seguro,
si le vieran de regreso en Ítaca, todos preferirían pies ligeros a la riqueza de
oro y de vestidos. Más aquél ya murió, sucumbiendo a un funesto desti-
no, y no nos queda una esperanza ni aun cuando alguno de los hombres
de la tierra nos anuncia su retorno, porque ese día no llegará jamás. Pero
habla y di sinceramente: ¿Quién y de qué raza eres? ¿Dónde has nacido y
quiénes son tus padres? ¿En qué barco llegaste? ¿Qué marineros te condu-
jeron a Ítaca? Porque yo no creo que tú hayas venido a pie. Y dime la ver-
dad, para que yo lo sepa. ¿Vienes a esta ciudad por vez primera, o has sido
anteriormente huésped de mi padre? Que muchos hombres conocían
nuestra casa, porque Ulises también gustaba de visitar a los hombres.
Y la Diosa Atenea, la de los ojos claros, le respondió:
—Yo te hablaré en palabras sinceras. Me envanezco de ser Mentes,
hijo del valeoroso Ankialo, y mando en los tafios, amigos de manejar los
remos. He llegado hasta aquí en una nave y con mi gente, bogando sobre
el negro mar hacia unos hombres que hablan otras lenguas, hacia
Temesa, donde voy a buscar bronce a cambio de hierro brillante que les
llevo. Mi nave está anclada allá, detrás de la floresta, fuera de la ciudad,
en el puerto Reitrón, bajo el Neyo frondoso. Podremos honrarnos de
que nuestros antepasados se dieran mutua hospitalidad. Puedes pedir
noticia de esto al viejo Laertes, del que se dice que no viene a la ciudad,
pero que pena en un campo lejano, solo, con una vieja que le sirve de
comer y de beber cuando se cansa de correr su tierra, fértil en viñedos.
Y he venido porque se dice que tu padre está de regreso; pero los Dioses
entorpecen su camino. Porque el divino Ulises no ha muerto sobre la tie-
rra; vive retenido en un sitio intrincado del vasto mar, en una isla sacu-
dida por el oleaje; y unos hombres rudos y feroces le tienen prisionero,
mal de su agrado. Pero hoy te anunciaré lo que los inmortales me inspi-
ran y que se cumplirá, bien que yo no sea adivino ni sepa descifrar augu-
rios. No le queda mucho tiempo fuera del patrio hogar, aun cuando le
tuvieran preso en lazos de hierro. Hallará medios de volver, pues él es
rico en argucias. Y tú dime si eres, en efecto, el verdadero hijo de Ulises.
Le recuerdas extraordinariamente por la cabeza y la hermosura de los
ojos, que bien sé cómo eran, pues antes de partir para Troya con otros
jefes argivos a bordo de las naves abiertas nos veíamos a menudo.
Después, ni yo he visto a Ulises ni él me ha visto a mí.
Y el prudente Telémaco le contestó:
—Voy a hablarte con sinceridad, extranjero. Mi madre dice que soy
hijo de Ulises; pero yo no te lo aseguraré, porque nadie puede decir por
sí quién es su padre. ¡Oh, quién fuera hijo de algún hombre dichoso que
envejeciera en sus dominios! Pero no; y habré de contestar a tu pregun-
ta que me ha engendrado el más infeliz de los hombres mortales.
Y Atenea, la Diosa de ojos claros, le respondió:
—Los Dioses no han querido que tu raza pase sin gloria a la posteridad,
cuando Penélope te parió tal cual eres. Pero háblame y responde sincera-
mente: ¿A qué este banquete? ¿Por qué esta reunión ruidosa? ¿Había nece-
sidad de ella? ¿Es un convite o una boda? Porque salta a la vista que no es
un festín pagado a escote, ya que los que comen lo hacen con insolencia
impropia de gentes convidadas a esta casa. Cualquier hombre de espíritu
delicado se indignaría al verte en medio de esta vergüenza.
Y respondió el prudente Telémaco:
—Extranjero, puesto que me interrogas sobre esto, te diré que esta casa
fue algún día rica y respetada, mientras el héroe vivió en ella. Pero ahora,
los Dioses, origen de nuestro mal, han dispuesto otra cosa y han hecho de
él el más ignorado de los hombres. No le llorara tanto, sabiéndole muer-
to, si hubiera perecido con sus compañeros en el cerco de Troya o si des-
pués de la guerra hubiera dejado de existir entre brazos amigos. Entonces
los fayakienos hubieran erigido un catafalco, y yo, su hijo, hubiera here-
dado toda su gloria inmarcesible. Pero hoy las Arpías no les han arrebata-
do oscuramente; murió quién sabe dónde, y a mí legó sólo penas y llanto.
Y no he gemido solamente por él, que los Dioses me han enviado otros
amargos dolores. Todos aquellos príncipes que mandan en las islas, en
Dulikio, en Same, en la frondosa Zakinto, y aquellos otros que gobiernan
Ítaca, pretenden a mi madre y despojan mi morada. Y mi padre ni puede
rechazar las odiosas nupcias ni poner fin a esto, y estos hombres se comen
y devoran mi patrimonio y acabarán también conmigo mismo.
Y encendida de piedad, le respondió Palas Atenea:
—¡En verdad, haría falta que Ulises pusiera mano en estos orgullosos
pretendientes! Porque si llegara y se detuviera ante el umbral, con el casco
y el escudo y sus dos lanzas, tal como yo le vi la primera vez cuando en
mi casa, de regreso de visitar a Ilos Mermerida, que habitaba en Efira,
bebía y recreábase (fue allá en ligera nave a buscar un veneno mortal con
que teñir sus flechas, de punta de bronce; pero Ilos, temeroso de los
Dioses inmortales, no se lo quiso dar, mas sí mi padre, que le quería
mucho); si llegara, como yo entonces le vi, ante estos pretendientes, su
destino sería breve y muy amargas sus nupcias. Mas compete a los Dioses
decidir si ha de volver a tomar venganza a su palacio. Yo por lo pronto te
exhorto a buscar un medio de arrojarlos de aquí. Ahora escucha y atien-
de mis palabras. Mañana reúne en el ágora a los heroicos acaienos, hábla-
les y pon a los Dioses por testigos. Invita a los pretendientes a abandonar
tu casa, y que tu madre, si quiere nuevas nupcias, vuelva al palacio de su
poderoso padre. Sus allegados la casarán y darán una dote tan cuantiosa
como toca a una hija amada. Y te daré un consejo prudente si te decides
a oírme. Apareja tu mejor nave, acompáñate de veinte remeros y ve a
informarte de tu padre, ausente tanto tiempo, que quizá algún mortal te
hablará de él o llegue a tus oídos la voz de la fama que procede de Zeus y
extiende como ninguna la gloria de los hombres. Dirígete primero a Pilos
y pregunta al divino Néstor; ve después a Esparta, al rubio Menelao, el
último de los aqueos armados de broncíneas corazas llegados a su país. Si
oyes que tu padre vive y ha de regresar, aguarda todavía un año, aunque
sufriendo sigas; pero si oyes que ha muerto, regresa a la amada tierra natal
para alzarle un túmulo, celebrar por él las exequias debidas y conceder un
esposo a tu madre. Después, cuando hayas llevado a cabo estas cosas,
piensa en tu espíritu y en tu corazón, cómo has de matar a los preten-
dientes en tu propia casa: si con ardides o a la descubierta, pues no es el
caso de andar con niñerías ni estás en edad de ello. ¿No sabes cómo se
cubrió de gloria entre los hombres el divino Orestes, matando a Egisto,
asesino de su ilustre padre? Así tú, amigo mío, que eres gallardo y her-
moso, sé valiente y te celebrarán los hombres futuros. Yo me vuelvo a mi
ligera nave y a mis compañeros, que, sin duda, se impacientarán de espe-
rarme. Cuida de mis palabras y no las eches en olvido.
Y respondió el prudente Telémaco:
—Extranjero, me has hablado tan cordialmente como un padre a su
hijo, y no me olvidaré jamás de tus consejos. Pero quédate un poco más,
aunque tengas prisa, y después de bañarte y deleitar tu corazón, volverás
a tu nave lleno de alegría, con un rico y valioso regalo que he de ofre-
certe, como en uso entre huéspedes amigos.
Y la Diosa Atenea, la de los ojos claros, le respondió:
—No me retengas más, que es preciso que parta. Cuando retorne me
entregarás el presente con que tu corazón quiere regalarme, y lo llevaré a mi
casa. Que sea muy hermoso, para que yo corresponda con otro semejante.
Dijo Atenea, la de los ojos claros, se elevó volando y desapareció como
un pájaro, después de infundir en Telémaco valor y astucia y dejarle más
vivo el recuerdo de su padre. Y él, sobrecogido su corazón, se dio cuen-
ta en su espíritu de que había hablado con un Dios. Y el divino joven,
en el acto, se acercó a los pretendientes.
Cantaba el Aeda ilustre, y ellos, sentados, le escuchaban en silencio. Y
cantaba la vuelta lamentable de los acaienos deparada por Palas Atenea
cuando partieron de Troya. La prudente Penélope, la hija de Icario, oyó
el divino canto, y desde las altas estancias bajó por la escalera empinada,
no sola, sino seguida de dos doncellas. Y cuando estuvo ante los preten-
dientes, la divina mujer se detuvo en el umbral de la sala sólidamente
construida, echó un lindo velo sobre sus mejillas, y las honradas donce-
llas colocáronse a su lado. Y llorando, dijo así al Aeda divino:
—Femio, tú sabes muchas canciones en las cuales los Aedas celebran
hazañas de hombres y de Dioses. Siéntate aquí en medio y cántales a éstos
una de ellas, mientras beben vino en silencio; pero deja ese canto que des-
garra mi corazón en el fondo del pecho, ya que soy presa de un dolor que
no me abandona. ¡Lloro por un cerebro magnífico, y vivo para recordar
continuamente al héroe cuya gloria llenó la Hélade y el centro de Argos!
Y el prudente Telémaco le contestó así:
—Madre mía, ¿por qué te opones a que el dulce Aeda nos entretenga
como su imaginación la inspire? Los Aedas no son responsables de nada,
y es Zeus quien dispensa como le place sus dones a los poetas. No hay que
enojarse con él porque cante el sombrío destino de los danaenos, pues los
hombres cantan siempre las canciones más modernas. Ten fuerza para
escuchar que no fue sólo Ulises quien perdió en Troya la esperanza de
regresar; otros muchos perecieron también. Vuélvete a tus estancias, con-
tinúa tu labor de telar y de rueca y que vuelvan tus sirvientas a su tarea. A
los hombres nos toca hablar y sobre todo a mí, que soy dueño de esta casa.
Asombrada, Penélope se volvió a sus cámaras, llevando sobre el cora-
zón las prudentes palabras de su hijo. Y ya en las altas habitaciones con
sus doncellas, lloró por Ulises, su caro esposo, hasta que Atenea, la de los
ojos claros, hubo extendido sobre sus párpados un sueño apacible.
Los pretendientes hacían un gran ruido en la oscura sala, y todos dese-
aban compartir su lecho. Y el prudente Telémaco comenzó a hablarles así:
—Pretendientes de mi madre, estáis llenos de una insolente arrogancia.
Comamos ahora y dejemos nuestros gritos, que no es bien desoír al aeda,
semejante por su voz a los mismos Dioses, y allá cuando venga el alba reu-
námonos en el ágora, donde os diré que abandonéis este palacio. Haced
otros festines, comed de vuestra hacienda, convidándoos recíprocamente;
pero si os parece mejor devorar impunemente la del otro, hacedlo en
buena hora. Yo invocaré a los Dioses inmortales y pediré a Zeus castigo a
vuestra culpa, y quizá perezcáis sin venganza en este mismo palacio.
Habló así y todos, mordiéndose los labios, se asombraron de que
Telémaco se expresara con tanta audacia.
Y Antinoo, hijo de Eupites, le respondió:
—¡Ciertamente, Telémaco, que los Dioses te enseñan a hablar alto y
con elocuencia, pero quiera el cronida que jamás gobiernes a Ítaca, la
rodeada del mar, aun cuando a ella tengas derecho por herencia!
Y el prudente Telémaco le contestó así:
—Aun cuando te irrites contra mí por mis palabras, te diré que quisiera
ser rey por voluntad de Zeus. ¿Piensas acaso que sea malo ser rey entre los
hombres? No es una desdicha reinar. Se posee un rico palacio y se reciben
honores. Mas muchos reyes jóvenes y viejos viven en Ítaca, la rodeada del
mar: que cualquiera de ellos reine, ya que murió el divino Ulises. Yo man-
daré en mi casa y en los esclavos que el divino Ulises conquistó para mí.
—Telémaco, corresponde a los Dioses disponer quién sea el aqueo
que reinará en Ítaca, la rodeada del mar. Pero tú goza de tus bienes y
regenta tu casa, y que nadie te despoje de ella contra tu voluntad mien-
tras Ítaca sea habitada. Y dime, amigo, ¿de dónde es ese extranjero? ¿De
qué tierra se precia ser? ¿En dónde viven los suyos? ¿Dónde está su
patria? ¿Trae nuevas del regreso de tu padre o viene a cobrar alguna
deuda? Ha partido tan pronto, que no hemos tenido el honor de cono-
cerle. Su aspecto no es el de un miserable.
Y le contestó el prudente Telémaco:
—Sospecho, Eurimaco, que mi padre no volverá jamás, y no me curo de
las noticias, cualquiera que sea su procedencia, ni atiendo a las predicciones
de un adivinador a quien llama mi madre a este palacio. Este huésped lo fue
ya de mis padres, es de Tafos y se honra llamándose Mentes, hijo del valien-
te Ankialo, y manda sobre los tafios, amigos de manejar los remos.
Habló así Telémaco, pero en su alma había reconocido a la Diosa
inmortal. Volvieron los pretendientes a los bailes y el canto regocijándo-
se así mientras la noche llegaba, y conforme se regocijaban, la noche
llegó. En este punto, cada cual se retiró a su casa. Y Telémaco subió a su
alcoba alta, la construida para él dentro del hermoso patio, visible desde
todos los costados, se acostó y su espíritu se agitó en mil pensamientos.
La prudente Euriclea llevaba teas encendidas; y era hija de Opos
Peisenórida y comprada por Laertes en su primera juventud a cambio de
veinte bueyes. Siempre la respetó en su palacio, como a una casta espo-
sa, y jamás yació con ella por temor a la cólera de su mujer.
Euriclea, pues, le alumbraba con teas encendidas, porque le amaba
más que sirvienta alguna y le había criado desde niño. Y fue la que, en
llegando, abrió las puertas de la alcoba sólidamente construida.
Telémaco se sentó en el lecho, se despojó de la suave túnica y la puso en
manos de la prudente anciana. Plegola ésta y, cuidadosamente, la colgó
de un clavo sobre el labrado lecho: salió después de la alcoba y cerró la
puerta tirando de una anilla de plata y corriendo el cerrojo por medio de
una correa. Y Telémaco, cubierto con un vellón de oveja, pensó durante
toda la noche en el viaje que Atena le había aconsejado.
CANTO II
1 Eos, hermana de Elios, la Aurora, la que nacía con la mañana; la joven, la madrugadora, la
fresca, la eternamente alegre, la graciosa.
tillo. El valiente Trasimedes se hallaba presto a degollar a la novilla con un
hacha cortante en la mano y Perseo llevaba una vasija para recoger la san-
gre. Entonces el viejo Néstor extendió el agua y la cebada y suplicó a
Atenea, arrojando al fuego algunos pelos arrancados al testuz de la víctima.
Y tan pronto como hubieron rogado y esparcido la cebada, el noble
Trasimedes, hijo de Néstor, cortó de un hachazo los músculos del cuello,
y cayó sin fuerzas la novilla. Y las hijas y las nueras de Néstor y su venera-
ble esposa Eurídice, la mayor de las hijas de Climenos, gritaron a la vez.
Levantaron a la novilla, que estaba tendida a lo largo, la sostuvieron y
Pisístrato, príncipe de hombres, la degolló. Una sangre oscura se escapó de
su garganta, y los huesos perdieron el hálito de la vida. Entonces la descuar-
tizaron. Cortaron los muslos, según el rito, y los cubrieron de grasa por los
lados. Después extendieron sobre ellos las entrañas sangrientas, y el anciano
las tostaba sobre leña ardiendo y hacía a la vez libaciones de vino tinto. Los
jóvenes llevaban asadores de cinco puntas. Consumidos los muslos, proba-
ron las entrañas, partieron la carne con cuidado, atravesaron los trozos con
pinchos y pusiéronlos a asar, sin dejar de las manos las varillas agudas.
Mientras tanto, la bella Policasta, la más joven de las hijas de Néstor
Neleida, bañó a Telémaco, y después de haberle bañado y perfumado
con un aceite graso, le vistió una túnica y una hermosa clámide. Y al salir
del baño semejaba por su belleza a los Inmortales. Y fue a sentarse junto
a Néstor, príncipe de pueblos.
Otros que ya habían asado las carnes las retiraron del fuego y se sen-
taron al festín. Los más ilustres varones, levantándose, escanciaban vino
en las copas de oro. Y cuando hubieron satisfecho el hambre y la sed, el
jinete gerenieno Néstor comenzó a hablarles así:
—Hijos míos, entregad a Telémaco dos caballos de hermosas crines y
uncidlos al carro para que pueda hacer su viaje.
Dijo así y en el acto le obedecieron, unciendo al carro dos caballos
veloces. La despensera les pertrechó de pan y vino y de todos los manja-
res que comer suelen los reyes preferidos de Zeus. Telémaco subió al
carro magnífico, y tras él el Nestórida Pisístrato, príncipe de pueblos,
que tomó las riendas en sus manos. Hostigó a los caballos, y éstos se lan-
zaron por la llanura, dejando tras sí la escarpada ciudad de Pilos y sacu-
diendo durante todo el día el yugo a que iban uncidos.
Y cuando Helios se ocultaba y los caminos se vestían de sombra, lle-
garon a Fera, a la morada de Diocles, hijo de Ortilocos, a quien engen-
dró Alfeo. Allí pasaron la noche, pues Diocles les ofreció hospitalidad.
Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, aparejaron los caballos, subieron al carro magnífico y salieron
del vestíbulo y del sonoro pórtico. Y Pisístrato hostigó a los caballos, que
se lanzaron veloces a través de la fértil llanura. Y llegaron al fin de su
camino, pues los caballos corrieron velozmente cuando Helios se hundía
en el ocaso y los campos se llenaban de sombra.
CANTO IV
Salía Eos del lecho del ilustre Titón para llevar la luz a los Inmortales y a
los mortales, cuando los Dioses se hallaban reunidos en consejo, teniendo en
medio a Zeus, que truena en las alturas y cuyo poder es infinito. Y Atenea
les traía a la memoria los numerosos reveses de Ulises. Y se acordaba de él
con tristeza, porque permanecía detenido en los palacios de una Ninfa.
—Padre Zeus, y vosotros, Dioses venturosos que vivís siempre, que nin-
gún rey que empuñe cetro sea jamás dulce ni clemente, ni se ejercite en
pensamientos justos, sino que sea cruel y arbitrario, si nadie se acuerda del
divino Ulises entre aquellos sobre los cuales reinó como un padre blando
de corazón. Hállase sufriendo crueles penas en la isla donde tiene su pala-
cio la Ninfa Calipso, que le retiene a la fuerza, y no puede regresar a su tie-
rra patria, pues no tiene naves provistas de remos, ni compañeros que pue-
dan conducirle sobre el vasto dorso de los mares. Y ahora quieren matarle
al hijo amado cuando regrese a su palacio, pues partió para averiguar noti-
cias de su padre hacia la divina Pilos y la ilustre Lacedemonia.
Y Zeus, que amontona las nubes, le respondió:
—Hija mía, ¿qué palabras dejaste escapar de entre tus dientes? ¿No
decidiste tú misma que Ulises regresara y se vengara? Conduce con discre-
ción a Telémaco, ya que tú puedes hacerlo, a fin de que regrese sano y salvo
a su bella patria y tengan los pretendientes que volverse con sus naves.
Habló así, y dijo a Hermes, su querido hijo:
—Hermes, tú que eres el mensajero de los Dioses, ve a decir a la Ninfa
de los hermosos cabellos que hemos decretado el retorno de Ulises. Que
le deje marchar. Sin que ningún Dios ni hombre mortal alguno le con-
duzca, embarcado en una balsa sujeta por cuerdas, solo y sufriendo nue-
vos dolores, al cabo de veinte días llegará a la fértil Esgeria, tierra de los
faiakenos, que descienden de los Dioses. Y los faiakenos de muy buen
grado le honrarán como a un Dios y le enviarán a bordo de una nave a
su tierra patria, y le regalarán bronce, oro y vestiduras en tal abundancia,
que no trajera más de Troya si hubiera regresado sano y salvo después de
adjudicársele el botín. Está dispuesto que vuelva a abrazar a sus amigos
y entrar de nuevo en su patria y en su magnífico palacio.
Dijo, y el mensajero Matador de Argos obedeció. Y calzó al punto sus
pies con las espléndidas e inmortales sandalias de oro que le llevaban
sobre el dorso del mar, igual que por la superficie de la tierra, como un
soplo de viento. Y tomó también la varita con cuya ayuda encantaba,
adormeciéndolos, los ojos de los hombres, o los despertaba a su placer.
Y con esta varita en su poder, el poderoso Matador de Argos se remon-
tó hacia la Pieria, descendió del Éter y se lanzó rozando las olas, seme-
jante a una gaviota que a lo largo de las sirtes del mar tempestuoso atra-
pa los peces y sumerge sus robustas alas en la salada espuma. Tal como
ese pájaro, Hermes rozaba las olas infinitas.
Y cuando hubo llegado a la isla lejana, saltó del mar azul a la tierra,
dirigióse a la gruta habitada por la Ninfa de los hermosos cabellos, y allí
la encontró. Una gran lumbre ardía en el hogar, y el olor del cedro y de
la tuya quemada perfumaban toda la isla. Y la Ninfa cantaba con su her-
mosa voz, mientras tejía una tela con lanzadera de oro. Rodeaba la gruta
una selva verdegueante de chopos, álamos y olorosos cipreses, donde los
pájaros de ancho vuelo tenían sus nidos: los mochuelos, los gavilanes y
las ruidosas cornejas marinas que se abaten sobre las olas. Una viña loza-
na de maduros racimos circundaba la gruta, y cuatro manantiales de
agua límpida, tan cercanos como de opuestas corrientes, hacían verdear
mullidos prados de apios y violetas. Hasta un Inmortal que allí llegara
hubiera de admirarse y quedar hondamente maravillado en su alma y en
su corazón. Y el poderoso mensajero Matador de Argos se detuvo, y
admirado sinceramente, entró luego en la vasta gruta.
Y la ilustre Diosa Calipso le reconoció, pues los Dioses inmortales no
se desconocen entre sí, igual si viven cerca que si alejados viven; pero
Hermes no vio en la gruta al magnánimo Ulises, que estaba llorando
sentado en la ribera, desde donde, rompiendo su corazón entre ayes y
suspiros, miraba el agitado mar y vertía llanto. Y la ilustre Diosa Calipso,
sentada ya en espléndido sitial, preguntó a Hermes:
—¿Por qué vienes a mí, querido y venerado Hermes, el de la varita de
oro? Jamás te vi en mi morada. Dime cuáles son tus deseos, pues mi
corazón me manda complacerte en todo aquello que me sea hacedero. Y
sígueme, que deseo ofrecerte los manjares de la hospitalidad.
Dicho esto, la Diosa aderezó una mesa, donde puso ambrosía mez-
clada con rojo néctar. Y el mensajero Matador de Argos bebió y comió,
y cuando hubo terminado la refacción y cobrado reposo, dijo a la Diosa:
—Me preguntas por qué un Dios viene a visitarte, Diosa, y voy a res-
ponderte con sinceridad, como deseas. Zeus me ha mandado venir, a mi
pesar; porque, ¿quién atravesará por su gusto las inmensas aguas salobres,
donde no hay una ciudad de hombres mortales que rindan sacrificios a los
Dioses ni les ofrezcan sagradas hecatombes? Pero no le es dado a ningún
Dios oponerse al deseo de Zeus tempestuoso. Dicen que retienes a tu lado
a un hombre, el más sin ventura de los que combatieron durante nueve
años en torno a la ciudad de Príamo, al fin la saquearon en el décimo y
emprendieron en sus naves el retorno. Ofendieron a Atenea, y ésta levan-
tó contra ellos el viento, las olas gigantescas y la desdicha. Y todos los vale-
rosos camaradas de Ulises hallaron la muerte, y él fue arrastrado hasta aquí
por el viento y las olas. Ahora Zeus te manda que le envíes cuanto antes,
pues no es su designio el de morir lejos de sus amigos, sino el de volver a
verlos llegando a su alto palacio y pisando el suelo de su patria.
Habló así, y la Diosa Calipso estremecióse y le respondió con estas
palabras aladas:
—Sois injustos, ¡oh Dioses!, y celosos de los otros Dioses, y envidiáis
a las Diosas que no recatan de dormir con los hom-bres que eligieran
para amantes esposos. Así, cuando Eos, la de los dedos rosados, arreba-
tó a Orión, tuvisteis celos de ella, ¡oh Dioses inmortales!, hasta que la
casta Artemisa, la del trono de oro, mató a Orión con sus dulces flechas
en Ortigia; cuando Demeter, la de los hermosos cabellos, cediendo a
impulsos de su alma, se unió amorosamente a Jasón en una tierra recien-
temente labrada, Zeus, que lo supo en seguida, le mató hiriéndole con
el blanco rayo; así ahora me envidiáis, ¡oh Dioses!, porque tengo a mi
lado un hombre mortal que yo salvé y recogí abandonado sobre una qui-
lla, después de que Zeus hubo hendido con el ardiente rayo su nave rápi-
da en medio del oscuro mar. Habían perecido todos sus valientes com-
pañeros, y el viento y las olas le trajeron hasta aquí. Yo le amé y le reco-
gí, y me propuse hacerle inmortal y ponerle a salvo de la vejez para siem-
pre. Pero ya no es posible a ningún Dios oponerse a la voluntad de Zeus
tempestuoso, puesto que él quiere que Ulises vague de nuevo por el mar
agitado, sea; pero yo no le enviaré, porque no tengo naves provistas de
remos, ni compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar. Le
aconsejaré de buen grado, y no le ocultaré lo que pueda servir para que
llegue sano y salvo hasta el suelo de su patria.
Y el mensajero Matador de Argos le respondió en el acto:
—Envíale cuanto antes, y así evitarás la cólera de Zeus, no sea que se
ensañe contra ti en lo sucesivo.
Dijo así, y el poderoso Matador de Argos se elevó, y la Ninfa venera-
ble, después de escuchar las órdenes de Zeus, fue hacia donde se hallaba
el magnánimo Ulises. Le encontró sentado en la ribera, que jamás en sus
ojos se secaban las lágrimas, y su dulce vida se consumía en gemir, pen-
sando en el retorno, porque la Ninfa no le era grata. Sin embargo, duran-
te la noche dormía en la cóncava gruta, junto a aquella que le deseaba;
pero durante el resto del día, sentado sobre las rocas a orillas del mar,
desgarrado su corazón en lágrimas, gemidos y dolores, contemplaba el
mar indómito y derramaba amargo llanto.
Y la ilustre Diosa, aproximándosele, le dijo:
—¡Desdichado! No te lamentes más ni consumas tu vida, pues yo te
dejaré ir muy pronto. ¡Anda! Construye una ancha balsa con gruesos
troncos cortados con el bronce y coloca encima de ella un banco de
tabla, para que te lleve sobre el mar sombrío. Por mi mano te daré pan,
agua y vino rojo, que saciarán tu hambre, te entregaré vestidos y haré
soplar un viento propicio, a fin de que llegues sano y salvo a tu tierra
patria, si lo consienten los Dioses que pueblan el ancho Urano, y que
pueden más que yo por su inteligencia y sabiduría.
Dijo así, y el paciente y el divino Ulises, estremecióse, y le contestó
estas palabras aladas:
—De seguro albergas otro pensamiento, Diosa, distinto de éste de mi
partida cuando me mandas cruzar a bordo de una balsa las inmensas
aguas del mar, terribles y espantosas, y que a duras penas cruzarían las
naves simétricas y veloces animadas por el soplo de Zeus. No subiré a la
balsa, como quieres, si antes no me juras por los Dioses que no preparas
mi desventura y mi perdición.
Dijo esto, y la ilustre Diosa Calipso sonrió, y acariciándole la mano, repuso:
—En verdad que eres supicaz y malicioso cuando has pensado y
hablado así. Sepan Gea y el ancho y alto Urano, y el agua subterránea de
Estigia (que es el mayor y más terrible juramento de los Dioses venturo-
sos) que ni preparo tu desventura ni tu perdición. He propuesto y acon-
sejado lo que para mí discurriera si la necesidad me colocara en tu lugar.
Mi espíritu es justo, y no tengo en mi pecho un corazón de hierro, sino
un corazón compasivo.
Dicho esto, la ilustre Diosa echó a andar apresuradamente y él siguió las
huellas de la Diosa. Y los dos llegaron a la profunda gruta. Y él se sentó en
el sitial de donde se levantara Hermes, y la Ninfa le colocó delante aque-
llos manjares y bebidas de que suelen alimentarse los mortales. Ella se
sentó al lado del divino Ulises y las doncellas le sirvieron ambrosía y néc-
tar. Ambos tomaron de los manjares que tenían delante, y cuando hubie-
ron satisfecho el apetito y la sed, comenzó a decir la Diosa Calipso:
—Divino Laertiada, ingenioso Ulises: pues que quieres regresar a tu
palacio y al suelo amado de tu patria, recibe mi saludo antes de que pises
tu tierra. Seguramente te quedarías conmigo en esta morada y serías
inmortal si supiera tu corazón cuántos males te reserva tu destino, aun
cuando estés deseoso de ver a tu mujer, de quien te acuerdas añorante
todos los días. Me glorio, por otra parte, de no serle inferior ni en her-
mosura ni en espíritu, pues los mortales no pueden competir en estos
dones con los Dioses, que viven siempre.
Y el ingenioso Ulises respondió, diciendo así:
—Venerable Diosa, no te enojes por eso conmigo. Sé muy bien que
la prudente Penélope te es muy inferior en belleza y majestad. Ella es
mortal y tú no conocerás la vejez; y, sin embargo, quiero y deseo todos
los días que llegue el momento del retorno y de volver a ver mi casa. Si
algún Dios me agobia todavía con infortunios en el mar, lo sufriré con
ánimo paciente. He padecido demasiado sobre las olas y en la guerra;
que me lleguen nuevos tormentos si es preciso.
Cuando así hablaba, declinaba Helios y llegaban las tinieblas; y los dos
se retiraron a lo más profundo de la honda gruta, donde se acostaron jun-
tos y se consolaron en el amor. Y tan pronto como Eos, la de los dedos
rosados, hija de la mañana, se dejó contemplar, Ulises se vistió su túnica y
su manto y la Ninfa se cubrió con una amplia vestidura ligera y graciosa,
ciñó a sus caderas una espléndida cintura de oro y tocó su cabeza con un
velo, disponiéndose a preparar la partida del héroe magnánimo. Le entre-
gó una enorme hacha de bronce, propia para su mano, de dos filos, y un
hermoso astil, hecho con madera de olivo; le entregó también una azuela
afilada y le condujo a un extremo de la isla, donde crecían árboles rollizos:
chopos, álamos y pinos, que llegan hasta el Urano, cuya madera seca flo-
taría fácilmente. Y después de indicarle el lugar donde los hermosos árbo-
les crecían, la ilustre Diosa Calipso volvió hacia su morada.
En seguida Ulises cortó los árboles y los trabajó convenientemente.
Derribó veinte, los desbastó, los escuadró y alineó a cordel. En tanto, la
ilustre Ninfa Calipso trajo barrenos, él taladró y unió las maderas suje-
tándolas con clavijas y cordeles. Y tan ancho como el fondo de un navío
de carga construido por hábil operario, quedó el de la balsa construida
por Ulises. Hizo un puente con dos vigas gruesas y labró un mástil, al
que sujetó la antena. Después armó el gobernalle, que protegió con zar-
zos de mimbre, con el fin de que resistiera el choque de las olas, y pre-
paró un pesado lastre. Mientras tanto, la ilustre Diosa Calipso trajo tela
para las velas, que Ulises hizo con gran facilidad y sujetó con cuerdas a
las antenas. Después condujo la balsa al ancho mar con ayuda de palan-
cas. Al cuarto día todo el trabajo estaba terminado, y el quinto la divina
Calipso le despidió de la isla, habiéndole bañado previamente y vestido
perfumadas vestiduras. La Diosa colocó sobre la balsa un odre de vino
tinto, otro mayor de agua y le entregó, en un saco de cuero, crecida can-
tidad de vituallas fortificantes y le mandó un viento suave y propicio.
Y el divino Ulises, jubiloso, desplegó sus velas al viento favorable, y,
sentándose al timón, gobernaba hábilmente la balsa, sin que el sueño
cerrara sus párpados. Y contemplaba las Pléyades, el Boyero, que se ocul-
taba tarde; la Osa, que también se llama el Carro, y gira siempre en el
mismo lugar, mirando a Orión, y es la única que no toca las aguas del
Océano. La ilustre Diosa Calipso le había dicho que navegara dejándola
siempre a su mano izquierda. Durante diecisiete días navegó sobre el
mar, y al llegar el decimoctavo aparecieron los umbrosos montes de la
tierra de los faiakienos. Y esta tierra cercana se le aparecía como un escu-
do sobre las aguas del mar sombrío.
Y el Poderoso que sacude la tierra regresaba de los etíopes, y de lejos,
desde las cumbres de las montañas de Solimo, vio a Ulises atravesar el mar;
su corazón se encendió de ira, y sacudiendo la cabeza, se dijo para sí:
—¡Oh Dioses! Sin duda los inmortales han resuelto favorablemente a
Ulises mientras yo he estado entre los etíopes. Y ahora se aproxima a la
tierra de los faiakienos, donde es fatal que ha de romper la larga cadena
de miserias que le abaten. Pero pienso que ha de sufrir todavía.
Dijo, y amontonó las nubes y soliviantó el mar. Y tomó el tridente
entre sus manos y desencadenó la tempestad de todos los vientos. Rodeó
de nubes la tierra y el mar, y la noche descendió del Urano. Y soplaron,
a la vez, el Euro y el Noto y el violento Céfiro y el impetuoso Bóreas,
que levanta olas enormes. Y flaquearon las rodillas y el corazón de Ulises,
y con tristeza habló a su espíritu magnánimo de esta manera:
—¡Ah, desdichado de mí! ¿Qué va a ocurrirme? Temo que la Diosa
no me haya engañado cuando me dijo que sufriría trabajos en el mar
antes de arribar al suelo de mi patria, ya que sus predicciones van cum-
pliéndose. ¡Con qué nubes cubre Zeus el ancho Urano! El mar está albo-
rotado, las tempestades de todos los vientos se ciernen desencadenadas,
y se aproxima mi aniquilamiento definitivo. ¡Tres y cuatro veces felices
los danaenos que murieron antaño ante la vasta Troya por complacer a
los Atreidas! ¡Pluguiera a los Dioses que allí se cumpliera mi designio y
hallase la muerte el día en que los troyanos me arrojaban sus lanzas de
bronce junto al cadáver de Aquiles! ¡Entonces me hubiera hecho acree-
dor a honras fúnebres y los aqueos hubieran celebrado mi gloria! ¡Pero
ahora mi sino es sufrir una muerte oscura!
Dijo, y una ola enorme se precipitó sobre él, hundiendo la balsa. Y
Ulises fue arrastrado, arrancado de sus manos el timón, roto por la tem-
pestad horrible el mástil por en medio y arrebatadas la vela y la antena por
el mar. Y Ulises permaneció largo tiempo entre las olas, no pudiendo salir
a flote a causa de la impetuosidad del mar. Y notaba que los vestidos que
le regalara la divina Calipso le entorpecían, y vomitaba agua salobre y la
espuma resbalaba de su cabeza. Mas, aunque afligido, no se olvidó de su
balsa, y nadando vigorosamente a través de las olas, volvió a asirla y, sen-
tándose en ella, se salvó de la muerte. Y las enormes e impetuosas olas lle-
vaban la balsa aquí y allá. Del mismo modo que el otoñal Bóreas arrastra
por la llanura las hojas desprendidas, así los vientos jugaban con la balsa,
llevándola aquí y allá; y unas veces el Euro se la entregaba a Céfiro, para
que él la condujera, y otras el Noto la entregaba al Bóreas.
Y la hija de Cadmos, Ino, la de los pies hermosos, que algún día fue
mortal y entonces se llamaba Leucotea y compartía en el mar los hono-
res de los Dioses, le vio y tuvo piedad de Ulises, errante y agobiado de
infortunios. Y emergió del abismo, transformada en somormujo, y
pasándole en la balsa, dijo así a Ulises:
—¡Desdichado! ¿Por qué Poseidaón, que sacude la tierra, está tan cruel-
mente enojado contigo y te agobia con tantos males? No hará tu perdi-
ción, por mucho que lo anhele. Haz lo que voy a decirte, que no me pare-
ce falto de prudencia. Despójate de tus vestidos, abandona la balsa a los
vientos y nada con tus brazos hasta dar con tierra de los faiakienos, donde
debes ser salvo. Toma esta banderola inmortal, cíñela a tu pecho y no
temas al dolor ni a la muerte. Y cuando hayas tocado la orilla con tus
manos, arrójala lejos, en el sombrío mar, volviéndole la espalda.
La Diosa, cuando le hubo dicho esto, le entregó la banderola, y des-
pués volvió a sumergirse en el mar tempestuoso, transformada en somor-
mujo, y las olas negras la envolvieron. Mas el paciente Ulises dudaba, y
gimiendo, habló así a su espíritu magnánimo:
—¡Ay! Temo que algún Inmortal urda una asechanza contra mí al
aconsejarme que abandone la balsa; mas no le obedeceré, pues esa tierra
donde dice que escaparé a la muerte está lejos todavía; y obraré de este
modo, porque me parece lo más sabio, y mientras estos maderos perma-
nezcan unidos por sus cuerdas seguiré aquí y sufriré mis trabajos con
paciencia; y cuando el mar haya destruido la balsa, nadaré, ya que no
puedo hacer nada más práctico.
Y mientras pensaba así en su alma y en su corazón, Poseidaón, que
sacude la tierra, levantó una ola inmensa, horrible, pesada y alta, y la
arrojó contra Ulises. Y lo mismo que un viento huracanado dispersa un
montón de pajas secas, llevándolas por doquier, así el mar dispersó los
gruesos maderos, y Ulises montó sobre uno de ellos como sobre un caba-
llo de carrera. Y se despojó de los vestidos que la divina Calipso le había
dado, extendió sobre su pecho la banderola de Leucotea y en seguida,
arrojándose al mar, extendió los brazos, deseoso de nadar. Y el Poderoso
que sacude la tierra le vio, y moviendo la cabeza, se dijo entre sí:
—Sufre aún mil trabajos vagando por el mar hasta que llegues donde viven
esos hombres, progenie de Zeus, que espero no te reirás más de mis castigos.
Dijo así, hostigó a sus caballos de hermosas crines y partió para Egas,
donde tiene sus ínclitas moradas.
Pero Atenea, la hija de Zeus, tuvo otras inspiraciones Cortó el cami-
no de los vientos y les mandó cesar y adormirse. Excitó solamente al
rápido Bóreas y refrenó la marcha de las olas hasta que el divino Ulises,
escapando a la Ker y a la muerte, se vio entre los faiakienos, hábiles en
los trabajos del mar.
Y durante dos días y dos noches Ulises vagó sobre las olas sombrías, y
su corazón presintió la cercana muerte; pero cuando Eos, la de hermosa
cabellera, anunció el tercer día, el viento se calmó y reinó una serenidad
tranquila; y alzándose sobre una ola y mirando atentamente, Ulises pudo
ver la tierra próxima. Y así como les es grata a los hijos la vida de un padre
que, perseguido por un Dios desafecto, largo tiempo sufrió dolores, pero
al fin, los mismos Dioses le libran de su mal, así aparecieron gratos y risue-
ños a Ulises la tierra y los bosques. Y nadó esforzándose por pisar aquella
tierra; pero cuando se hallaba tan cerca que hubiéranse oído sus voces,
escuchó el ruido del mar contra las rocas. Las enormes olas se estrellaban,
espantosas, contra la árida costa y todo estaba envuelto en la espuma del
mar. Y allí no había puertos, ni abrigo para las naves y la orilla estaba eri-
zada de escollos y roquedos. Entonces flaquearon las rodillas y el caro cora-
zón de Ulises, que, gimiendo, habló así a su espíritu magnánimo:
—¡Ay de mí! Zeus me concedió ver inesperada tierra; he llegado hasta
aquí, después de haber surcado las aguas, y no sé cómo salir del mar pro-
fundo. Se yerguen rocas agudas que las espumosas olas azotan por todos
los lados, y la costa es escarpada. El fondo del mar no está cerca, y yo no
puedo apoyar mis pies en parte alguna ni escapar a mi infortunio; y puede
ocurrir que una ola enorme me estrelle contra esas rocas y todos mis
esfuerzos sean vanos. Si sigo nadando aún hasta encontrar una playa lami-
da por las aguas o un puerto, temo que la tempestad me coja de nuevo y
vuelva a arrojarme, a pesar de mis lamentos, al profundo mar abundante
en peces, o que alguno de los Dioses me entregue a un monstruo marino
de esos que la ilustre Anfitrita alimenta en tan crecido número, pues sé
cuán irritado está contra mí el Ilustre que sacude la tierra.
Cuando él pensaba así en su espíritu y su corazón, una vasta ola le
llevó hacia la áspera ribera, y allí hubiera desgarrádose su piel y roto sus
huesos, si Atenea, la Diosa de los ojos claros, no le hubiera inspirado.
Avanzó, con ambas manos asió la roca, y a ella se abrazó gimiendo, hasta
que la ola inmensa se deshizo; pero el reflujo, pasando sobre él, le empu-
jó y le volvió al mar. Igual que innúmeras piedrecillas quedan adheridas
a los gruesos tentáculos del pulpo arrancado de su guarida, igual la piel
de su vigorosa mano quedó desgarrada en el roquedo mientras la enor-
me ola le envolvía. Y allí, al fin, hubiera, a pesar de su designio, pereci-
do el desdichado Ulises si Atenea, la Diosa de los ojos claros, no le hubie-
ra inspirado sabiamente. Salió a la superficie, y atravesando las olas que
le empujaban a la costa nadó, mirando a tierra, por si hallaba en algún
sitio un puerto o una playa lamida por el mar. Y cuando llegó nadando
a la desembocadura de un río de hermosa corriente, notó que el lugar era
magnífico y formaba un natural abrigo entre dos rocas iguales. Y miran-
do la corriente del río, dijo así suplicante desde su corazón:
—¡Escuchadme, Rey, quienquiera que seas! Vengo a ti suplicante y
huyendo del mar y de la cólera de Poseidaón. Es digno de respeto aquel
que viene errante a los Dioses inmortales y a los hombres. Así llego yo
ahora a tu corriente después de haber sufrido numerosas fatigas.
¡Apiádate de mí, oh Rey!, ya que yo me honro suplicándote!
Dijo así, y el río se calmó, deteniendo su corriente, apaciguando las
olas y tornándose tranquilo frente a Ulises, que se guareció en su desem-
bocadura. Y las rodillas y los brazos vigorosos del Laertiada estaban can-
sados, y su corazón fatigado por la lucha con el mar. Todo su cuerpo
estaba hinchado, y el agua salada rebosaba de su boca y sus narices. Sin
aliento y sin voz, quedó sin fuerza, porque una angustiosa fatiga le ven-
cía. Pero cuando hubo respirado y cobrado el ánimo, se desató la ban-
derola de la Diosa y la arrojó al río, que la llevó al mar, de donde Ino la
recogió en seguida con sus propias manos. Entonces Ulises, alejándose
del río, se echó sobre unos juncos, besó la tierra y dijo, gemebundo, a su
espíritu magnánimo:
—¡Ay! ¿Qué irá a ocurrirme y qué tendré que sufrir si paso la perni-
ciosa noche junto al río? Temo que la helada y el rocío de la mañana aca-
ben de debilitar mi ánimo, pues siempre, al llegar la mañana, producen
los ríos una fría marea. Y si subo a la cumbre, a aquel bosque sombrío,
y me duermo bajo los espesos arbustos y me toma el dulce sueño, a
menos que el frío y la fatiga lo impidan, temo ser pasto de las fieras.
Después de pensarlo, vio que esto era lo mejor que hacer pudiera, y
se dirigió a la selva que había en la altura, junto a la orilla. Advirtió dos
arbustos entrelazados, que eran un acebuche y un olivo. Ni la húmeda
violencia de los vientos, ni los resplandecientes rayos de Helios, ni las llu-
vias, les penetraban; tan tupida era la tramazón de sus ramajes. Al ampa-
ro de ellos se acostó Ulises, después de haber improvisado un ancho
lecho de hojas, que las había tan abundantes que podrían abrigar a dos
o tres hombres en los días del invierno más crudo. Y el paciente y divi-
no Ulises, contento de ver este lecho, se acostó en medio, cubriéndose
con las abundantes hojas. Lo mismo que un pastor en lo intrincado de
una sierra inhabitada recubre los rescoldos con ceniza negra y conserva
así el germen del fuego para no tener que buscarlo en otra parte, así
Ulises se ocultó bajo las hojas, y Atenea dejó caer el sueño sobre sus ojos
y cerró sus párpados para que sosegara prontamente sus rudas fatigas.
CANTO VI
La nave, dejado atrás el río Océano, corrió sobre las olas del mar, allí
donde se alza Helios, donde Eos, hija de la mañana, tiene sus mansiones
y sus coros, hacia la isla Eea. Cuando llegamos allí, sacamos la nave a la
arena; y en la orilla del mar nos acostamos, esperando a la divina Eos.
Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, mandé a mis compañeros hacia la casa de Circe, a fin de que
trajesen el cadáver de Elpénor, que ya no existía. Después de haber cor-
tado árboles a lo largo de la orilla, hicimos sus funerales, tristes y derra-
mando copiosas lágrimas. Y cuando fueron quemados el cadáver y las
armas del difunto, después de construir el túmulo, rematado por una
columna, clavamos el remo en lo alto. Hicimos todo esto; pero, de vuel-
ta del Edes, no retornamos a casa de Circe. Ella vino por sí misma, pre-
surosamente, y con ella vinieron sirvientas, que traían pan, carnes abun-
dantes y vino rojo. Y la noble Diosa, en medio de nosotros, dijo así:
—Desdichados los que, vivos, habéis descendido a la morada de Edes,
pues moriréis dos veces, mientras los demás hombres sólo mueren una.
¡Vamos! Comed y bebed durante todo el día, hasta la caída de Helios; y al
nacer el alba volved a navegar, y yo os indicaré el camino y os advertiré de
toda cosa, para evitar que sufráis aún males crueles en el mar y en la tierra.
Así dijo, y persuadió a nuestra alma generosa. Y durante todo el día,
hasta la caída de Helios, permanecimos allí comiendo abundantes carnes
y bebiendo vino dulce. Y cuando Helios cayó, sobrevino la noche y mis
compañeros se acostaron junto a las amarras de la nave. Pero Circe,
tomándome de la mano, me condujo lejos de mis compañeros, y acos-
tándose conmigo, me interrogó sobre cuanto me había ocurrido. Y yo se
lo referí todo, y entonces la venerable Circe me dijo:
—Así has cumplido todos tus trabajos. Ahora escucha lo que voy a
decirte. Un Dios, más tarde, hará por sí mismo que lo recuerdes.
Encontrarás primero a las Sirenas, que encantan a todos los hombres que
se les aproximan; pero está perdido aquel, que, imprudentemente, escuche
su canto, y jamás su mujer ni sus hijos volverán a verle en su morada ni a
regocijarse con su vuelta. Las Sirenas le hechizan con su canto armonioso,
reclinadas en una pradera al lado de un enorme montón de osamentas de
hombres y de pieles en putrefacción. Navega rápidamente al otro lado y
tapa la orejas de tus compañeros con cera blanda, para evitar que alguno
las oiga. En cuanto a ti, escúchalas, si te place; pero que tus compañeros te
aten, con ayuda de cuerdas, en la ligera nave, a lo largo del mástil, por los
pies y por las manos antes de que escuches con una gran delicia la voz de
las Sirenas. Y si suplicas, si ordenas a tus compañeros que te desaten, que
todavía redoblen las ligaduras. Después de que hayáis navegado lejos de
allí, no puedo indicarte cuál, de dos caminos que hallarás, te conviene
seguir; tú lo decidirás en tu corazón. Te los describiré, sin embargo. Allá se
alzan dos altas rocas, y contra ellas resuenan las grandes olas de Anfitrita,
la de los ojos azules. Los Dioses venturosos las llaman las Errantes. Y jamás
los pájaros vuelan más allá, ni aun las tímidas palomas que llevan la ambro-
sía al Padre Zeus. A menudo, una de ellas cae sobre la roca, pero el Padre
crea otra, con el fin de que el número quede completo. Ninguna de las
naves que se aproximó a estas rocas pudo escapar; y las olas del mar y la
tempestad llena de resplandores se llevan los bancos de los remeros y los
cuerpos de los hombres. Y una sola nave, surcando el mar, ha llegado más
allá: Argos, grata a todos los Dioses, y que volvía de la tierra de Eetes. Y
también hubiera sido arrojada contra las enormes rocas; pero Hera la hizo
pasar de uno a otro lado, porque Jasón le era grato. Estos son los dos esco-
llos. Uno escala el alto Urano con su agudo pico y una nube azul le envuel-
ve de continuo, y jamás la claridad baña su cumbre ni en estío ni en otoño,
y nunca hombre alguno pudo subir a él ni bajar de él, aun cuando tuvie-
ra veinte pies y veinte brazos; tan alta y tan pulida es esta roca. En medio
del escollo hay una negra caverna cuya entrada mira al Erebo; y a esta
caverna, ilustre Ulises, debes acercar tu abierta nave. Un hombre con toda
la fuerza de la juventud no podría desde su nave lanzar una flecha hasta el
fondo de esta profunda caverna. Es la que habita Escila, que lanza rugidos,
y cuya voz es tan fuerte como la de un joven león. Es un monstruo extra-
ordinario, y nadie se alegra de haberla visto, ni siquiera un Dios. Tiene
doce pies deformes y seis cuellos largos salen de su tronco, y a cada cuello
va unida una cabeza horrible, y en cada boca, llena de la negra muerte, hay
un triple fila de dientes numerosos y apretados. Está sumergida en la abier-
ta caverna hasta los riñones; pero saca hacia afuera su cabeza, y mirando
alrededor del escollo, caza delfines, perros marinos y cuantos horribles
monstruos quiere coger de los que cría la gimiente Anfitrita. Jamás pudie-
ron los marineros gloriarse de haber pasado junto a ella sanos e indemnes
a bordo de sus naves, pues cada cabeza arrebata a un hombre y le saca fuera
del bajel de azulada proa. El otro cercano escollo que has de ver, Ulises, es
menos alto, y llegarías a su cumbre con un dardo. Crece en él una enorme
higuera silvestre cargada de hojas, y bajo esta higuera la divina Caribdis
ingurgita agua negra. Tres veces cada día la devuelve y otras tres torna a
sorberla horriblemente. Y si llegas cuando la sorbe, ni Aquel que sacude la
tierra podría salvarte aunque quisiera. Empuja rápidamente tu nave lejos
de Escila, pues mejor es perder seis de tus compañeros que perderlos todos.
Así dijo, y yo le contesté:
—Habla Diosa, y dime la verdad. Si puedo escapar a la funesta
Caribdis, ¿no podrá atacar a Escila cuando coja a mis compañeros?
Así le dije, y me respondió la noble Diosa:
—¡Desdichado! ¿Sueñas aún con empresas de guerra? ¿No quieres
ceder ni ante los Dioses inmortales? Escila no es mortal, sino un mons-
truo cruel, terrible y salvaje, que no puede ser combatido. Ningún valor
podría triunfar de él. Si no te apresuras, aun armado, a huir lejos de la
roca, temo que, lanzándose de nuevo, te arrebate tantos hombres como
cabezas tiene. Boga, pues, rápidamente e invoca a Crateis, madre de
Escila, que la parió para perdición de los hombres, con el fin de que la
apacigüe y no se te precipite nuevamente. Llegarás en seguida a la isla
Trinakia. Allí pacen los bueyes y los grandes rebaños de Helios. Hay seis
rebaños de bueyes y otros tantos de ovejas, con cincuenta cabezas cada
uno. Y no procrean ni mueren nunca, y sus pastoras son las divinas
Ninfas, Faetusa y Lampetia, que la divina Nerea concibió de Helios
Hiperonida. Y su venerable madre, después de parirlas y criarlas, las dejó
en la isla Trinakia, a fin de que viviesen lejos, guardando las ovejas pater-
nales y los bueyes de retorcidos cuernos. Si pensando en tu retorno no
tocas a estos rebaños, entraréis todos en Ítaca, después de haber sufrido
mucho; mas si los dañases, te predigo la pérdida de tu nave y la de tus
compañeros. Tú lograrás escapar solo, pero llegarás tarde y desdichada-
mente a tu morada, después de haber perdido a todos los tuyos.
Habló así; en el acto, Eos ocupó su trono de oro y la noble Diosa
Circe se internó en la isla. Y volviendo hacia mi nave, invité a mis com-
pañeros a embarcarse y soltar las amarras. Circe, la de los hermosos cabe-
llos, terrible y venerable Diosa, envió tras de la nave de azulada proa un
viento favorable que hinchó las velas, y en su sitio colocadas todas las
cosas, nos sentamos, y el viento y el piloto condujéronnos. Entonces,
triste en mi corazón, dije a mis compañeros:
—¡Oh amigos! No conviene que sea uno solamente, ni siquiera sólo
dos, los que sepan lo que me ha anunciado la noble Diosa Circe, sino
que es preciso que lo sepamos todos, y yo os lo diré. Quizá muramos, o
esquivando el peligro escapemos a la muerte y a la Ker. Ante todo, nos
ordena huir del canto y la pradera de las divinas Sirenas, y sólo a mí me
concede que las oiga; mas habéis de atarme fuertemente con cuerdas, en
pie y a lo largo del mástil a fin de que permanezca inmóvil, y si os supli-
cara y os mandara que me desataseis, entonces, por el contrario, habréis
de redoblar las ligaduras.
Mientras esto decía a mis amigos, la bien construida nave se acercaba
rápidamente a la isla de las Sirenas, pues nos empujaba el favorable vien-
to; pero éste se calmó de pronto, reinó el silencio y un Daimón ador-
meció las olas. En aquel momento, mis compañeros, levantándose, ple-
garon las velas y las depositaron en la abierta nave, y una vez sentados
emblanquecieron el agua con sus pulidos remos. Y corté, con la ayuda
de mi afilado bronce, un gran pedazo redondo de cera, que amasé en tro-
zos con mis vigorosas manos; y la cera se ablandó, pues el calor del Rey
Helios era abrasante y yo usaba de gran fuerza. Y tapé las orejas de todos
mis compañeros. Y en la misma nave me ataron con cuerdas, de pies y
manos, a lo lago del mástil. Y después, ya sentados, hirieron con sus
remos el mar espumoso.
Nos acercamos a una distancia desde la que se hubiera oído nuestra
voz, y la nave rápida, ya tan próxima, fue al punto advertida por las
Sirenas, que entonaron su armonioso canto:
—Ven, ¡oh ilustre Ulises!, alta gloria de los aqueos. Detén tu nave, a fin
de que escuches mi voz. Ningún hombre ha pasado de nuestra isla a bordo
de su negra nave sin escuchar nuestra dulce voz, sino que se han alejado lle-
nos de alegría y sabiendo muchas cosas. Sabemos, en efecto, todo cuanto
han sufrido aqueos y troyanos ante la vasta Troya por la voluntad de los
Dioses, y sabemos asimismo todo aquello que ocurre en la tierra nutridora.
Así cantaban, haciendo resonar su hermosa voz, y mi corazón quería
oírlas; y moviendo las cejas, hice señas a mis compañeros para que me
desataran, pero agitaron más vivamente los remos, y en el acto Perimedes
y Euriloco se levantaron y redoblaron mis ligaduras.
Cuando las hubimos dejado atrás y no oíamos su voz y su canto, mis
queridos compañeros se quitaron la cera de las orejas y me desataron;
mas apenas habíamos dejado atrás la isla, cuando vi humareda y grandes
olas y escuché un ruido enorme. Y mis compañeros, tomados de pavor,
dejaron caer los remos de sus manos. Y la corriente empujó la nave, pues
ellos no movían los remos. Y yo, corriendo aquí y allá, exhortaba a cada
uno con estas dulces palabras:
—¡Oh amigos! ¡En verdad que desconocemos las desgracias! ¿No
sufrimos un mal peor cuando el Cíclope, con su terrible fuerza, nos tenía
encerrados en su profunda gruta? Y entonces, por mi valor, por mi astu-
cia y por mi prudencia, conseguimos escapar. Supongo que no lo habréis
olvidado. Haced, pues, ahora todo lo que yo os diga; obedecedme todos.
Sentaos en los bancos, herid con vuestros remos las olas profundas del
mar; tú, piloto, conserva en la memoria aquello que te ordené, pues que
tienes el gobernalle de la abierta nave. Dirígela lejos de esa humareda y
de esa corriente y procura ganar ese otro escollo. No dejes de bogar hacia
allá con energía, así evitarás nuestras perdición.
Así le dije, y obedecieron al punto mis palabras; pero no les hablé
nada de Escila, tristeza irremediable, por temor que, asustados, cesasen
de manejar los remos para ocultarse todos a la vez en el fondo de la nave.
Y entonces olvidé las duras órdenes de Circe, que me había aconsejado
no me armara, pues, revistiéndome de mis brillantes armas y habiendo
tomado dos largas picas, me coloqué a la proa de la nave, desde donde
creía ver primero la rocosa Escila, que había de llevar la muerte a mis
compañeros. Pero no pude verla, y mis ojos se fatigaban de mirar a todos
los lados de la roca negra.
Y pasamos este estrecho sollozando. A un lado estaba Escila y al otro la
divina Caribdis, sorbiéndose la horrible agua salobre del mar; y cuando la
devolvía, borboteaba como en una vasija puesta al fuego, la lanzaba al aire
y el agua llovía sobre los dos escollos. Y cuando de nuevo sorbía, la salobre
agua del mar parecía removerse hasta lo más íntimo, rugía horrorosamen-
te alrededor de la roca y aparecía la arena del fondo, y el pálido terror
sobrecogía a mis compañeros. Y mirábamos a Caribdis, pues de ella espe-
rábamos nuestra perdición; pero, mientras tanto, Escila arrebató de la
abierta nave seis de mis valerosos compañeros. Cuando miré a la nave, vi
sus pies y sus manos en el aire, y me llamaban en su desesperación.
Igual que un pescador, desde lo alto de una roca, con una larga caña echa
al mar el cebo encerrado en el cuerno de un buey montaraz, para que
piquen los pececillos, y arroja a cada uno de los que coge palpitante en el
roquedo, del mismo modo Escila arrojaba a mis compañeros, palpitantes
también, y los devoraba en el umbral, mientras ellos prorrumpían en gritos
y tendían sus manos hacia mí. Y era esta la más lamentable de las cosas que
yo he contemplado en mis correrías por el mar. Después de haber huido de
la horrible Caribdis y Escila, llegamos a la isla del Dios, donde estaban los
irreprochables bueyes de anchas testuces y los nutridos rebaños del
Hiperionida Helios. Y desde el mar, a bordo de mi nave, oí los mugidos de
los bueyes en los establos y los balidos de las ovejas; y las palabras del adivi-
no ciego, del tebano Tiresias, me vinieron a la memoria, y Circe también,
que me había recomendado huir de la isla de Helios, que encanta a los
hombres. Entonces, triste en mi corazón, hablé así a mis compañeros:
—Escuchad mis palabras, compañeros, aunque estéis agobiados por
las desdichas, para que os diga los oráculos de Tiresias y de Circe, que
me ha aconsejado huir precipitadamente de la isla de Helios, que lleva la
luz a los hombres. Me dijo que una gran desdicha me amenazaba aquí.
Así, empuja de la nave negra al otro lado de esta isla.
Así les dije, y se dolió su corazón. Y, en el acto, Euriloco me contestó
estas funestas palabras:
—¡Eres duro con nosotros, Ulises! Tu vigor es enorme, tus miembros
no se fatigan jamás y todo tu pareces de hierro. ¡No quieres que tus com-
pañeros, rendidos de sueño y de fatiga, echen pie a tierra en esta isla rode-
ada de olas, donde prepararíamos comida abundante, sino que ordenas
que vaguemos a la ventura durante la rápida noche lejos de esta isla sobre
el mar sombrío! Los vientos de la noche son peligrosos y hacen zozobrar
las naves. ¿Quién de nosotros evitará la Ker fatal si, súbitamente, sobrevie-
ne una tempestad del Noto o del violento Céfiro, que siempre pierden las
naves a despecho de los mismos Dioses? Obedezcamos, pues, ahora a la
negra noche y preparemos nuestra comida junto a la rápida nave.
Reembarcaremos mañana de madrugada y hendiremos el vasto mar.
Así habló Euriloco, y mis compañeros aprobaron. Y yo noté clara-
mente que un Daimón meditaba su daño. Y le dije estas palabras aladas:
—Euriloco, gran fuerza me hacéis, porque estoy solo; pero júrame,
con solemne juramento, que, si hallamos algún rebaño de bueyes o de
numerosas ovejas, ninguno de vosotros, para evitar la comisión de un
crimen, matará ni un buey ni una oveja. Comed tranquilamente de los
víveres que nos dio la inmortal Circe.
Así les hablé, y en el acto me juraron, como les ordenara. Y tan pron-
to como hubieron pronunciado las palabras del juramento, detuvimos la
bien construida nave en un puerto profundo, junto a una fuente de agua
dulce, y mis compañeros saltaron de la nave y prepararon al punto su
comida. Luego, después de estar saciados de beber y comer, lloraron a los
queridos compañeros que había arrebatado de la nave abierta y devora-
do Escila. Y mientras lloraban los cogió el dulce sueño. Pero al último
tercio de la noche, a la hora en que los astros declinan, Zeus, que amon-
tona las nubes, suscitó un viento impetuoso, con grandes torbellinos, y
envolvió la tierra y el mar en niebla, y la oscuridad descendió del Urano.
Y cuando Eos, la de los dedos rosados, hija de la mañana, se dejó con-
templar, arrastremos la nave al abrigo de una honda caverna. Allí esta-
ban las hermosas moradas de las Ninfas y sus asientos. Y entonces, reu-
nida el ágora, dije de este modo:
—¡Oh amigos! Puesto que hay en la rápida nave que comer y beber,
abstengámonos de tocar esos bueyes, a fin de que no nos sobrevenga una
desgracia. Estos son los bueyes terribles y los ilustres rebaños de un Dios,
de Helios, que todo lo ve y escucha.
Así les dije, y su ánimo generoso se persuadió. Y todo un mes el Noto
sopló constantemente y ningún otro viento soplaba que no fuera el Noto
y el Euro. Y durante el tiempo en que mis compañeros tuvieron pan y vino
rojo, se abstuvieron de tocar los bueyes que deseaban vivamente; pero
cuando todos los víveres se agotaron y la necesidad nos apretó, hicimos,
con la ayuda de corvos anzuelos, presa de peces, y comimos los pájaros que
caían en nuestras manos, pues el hambre atormentaba nuestro vientre.
Entonces yo me interné en la isla, con el fin de rogar a los Dioses y de
ver si alguno de ellos me mostraba el camino del retorno. Y anduve por
la isla, y, alejado de mis compañeros, lavé mis manos al abrigo del vien-
to y rogué a todos los Dioses que habitan el ancho Olimpo. Y extendie-
ron el dulce sueño sobre mis párpados. Y en tanto, Euriloco inspiró a
mis compañeros un designio fatal:
—Escuchad mis palabras, compañeros, aunque sufráis muchos infor-
tunios. Todas las muertes son odiosas a los míseros humanos, pero morir
de hambre es cuanto puede haber de más lamentable. ¡Vamos! Cojamos
los mayores bueyes de Helios y sacrifiquémoslos a los Dioses inmortales
que habitan el ancho Urano. Si volvemos a entrar en Ítaca, la patria tie-
rra, elevaremos en seguida a Helios un hermoso templo, donde coloca-
remos todo género de cosas valiosas; mas si, indignado a causa de sus
bueyes de enhiestos cuernos, quiere perder la nave y los demás Dioses lo
consienten, deseo mejor perecer de una vez ahogado por las olas que
sufrir mucho tiempo en esta isla desierta.
Así habló Euriloco, y todos le aplaudieron. Y en seguida condujeron
los mejores bueyes de Helios, pues los ejemplares negros de ancha testuz
pacían no lejos de la nave de azulada proa, y rodeándolos, rogaron a los
Inmortales; y tomaron hojas de una encina joven, pues no tenían ceba-
da blanca a bordo de la nave. Y cuando hubieron orado, degollaron los
bueyes y los desollaron; después asaron los muslos, recubiertos de grasa
por uno y otro lado, y colocaron por encima las entrañas crudas. Y como
no tenían vino para hacer las libaciones sobre el fuego sagrado, las hicie-
ron con agua, mientras se asaban las entrañas. Cuando los muslos se con-
sumieron probaron las entrañas, y después, cortando lo restante en peda-
zos, lo atravesaron en los asadores.
Entonces el dulce sueño abandonó mis párpados y me apresuré a
regresar hacia el mar y hacia la nave rápida. Mas cuando me hallé cerca
del lugar donde aquélla estaba, el dulce olor llegó hasta mí. Y sollozan-
do, grité, dirigiéndome a los Dioses inmortales:
—Padre Zeus, y vosotros, Dioses venturosos e inmortales, ciertamen-
te que, para mi desdicha, me enviasteis este sueño fatal, pues mis com-
pañeros, solos aquí, han cometido un gran crimen.
En el acto, Lampetia, la del largo pelo, fue a anunciar a Helios Hiperionida
que mis compañeros habían matado sus bueyes, y el Hiperionida, indignado
en su corazón, dijo inmediatamente a los otros Dioses:
—Padre Zeus, y vosotros, Dioses venturosos e inmortales, vengadme
de los compañeros del Laertiada Ulises. Han matado audazmente los
bueyes cuya presencia me regocijaba cuando subía a través del Urano
estrellado y cuando bajaba del Urano a la tierra. Si no me concedéis una
justa compensación por mis bueyes, descenderá a la morada de Edes y
alumbraré a los muertos.
Y Zeus, que amontona las nubes, le dijo respondiéndole:
—Helios, alumbra siempre a los Inmortales y a los hombres mortales
sobre la tierra fecunda. Yo quemaré luego con el blanco rayo su nave des-
trozada en medio del sombrío mar.
Y yo supe esto por Calipso, la de la hermosa cabellera, que lo supo por
el mensajero Hermes.
Cuando hube llegado a la nave y al mar, dirigí reproches violentos a
cada uno de mis compañeros; pero no pudimos hallar ningún remedio
al mal, pues los bueyes ya habían muerto. Y en seguida se manifestaron
los prodigios de los Dioses: las pieles reptaban como serpientes, y las car-
nes, tanto asadas como crudas, mugían en torno al asador, y se oía la voz
de los propios bueyes. Y durante seis días, mis caros compañeros comie-
ron de los mejores bueyes de Helios, a los que dieron muerte. Y cuando
Zeus amaneció al séptimo día, el viento dejó de soplar impetuoso.
Entonces, embarcando en la nave, la empujamos un gran trecho, y ende-
rezado el mástil, desplegamos las blancas velas. Y abandonamos la isla, y
sin tierra alguna a la vista, sólo se veía el Urano y el mar.
Entonces el Cronida suspendió una espesa nube sobre la abierta nave,
que no marchaba muy veloz, y bajo ella el mar se tornó completamente
negro. Y en seguida el estridente Céfiro sopló con gran estruendo, y la
tempestad rompió dos cables del mástil, que cayó en el fondo de la nave
con todos los aparejos. Y se desplomó sobre la popa, rompiendo el crá-
neo al piloto, que cayó de su banco como si fuera un buzo. Y su alma
generosa abandonó su esqueleto. Mientras tanto, Zeus tronó y lanzó el
rayo contra la nave, la cual, herida por el rayo de Zeus, produjo un remo-
lino y se llenó de azufre, y mis compañeros se fueron a pique. Semejantes
a dos cornejas marinas, eran transportados por las olas, y un Dios les
impidió el retorno. Yo seguí a bordo de la nave hasta que la violencia de
la tempestad hubo arrancado sus flancos. Y las olas la llevaban inerte, acá
y allá. El mástil se había roto por la base; pero una correa de piel de buey
quedaba atada a él. Con ella le sujeté a la carena, y sentándome encima,
fui arrastrado por la fuerza de los vientos.
Entonces, sí es verdad que el Céfiro calmó sus torbellinos; pero el Noto
siguió acarreándome otras desdichas, pues de nuevo fui arrastrado hacia la
funesta Caribdis. Fui arrastrado toda la noche y al nacer Helios llegué al lado
de Escila y de la horrible Caribdis, que estaba sorbiendo la salobre agua del
mar. Y me agarré a las ramas de la alta higuera y estuve suspendido en el aire
como un murciélago, sin poder apoyar los pies ni encaramarse, pues las raí-
ces estaban lejos, como las ramas enormes que daba sombra a Caribdis; pero
me mantuve fuertemente sujeto hasta que aquélla hubo vomitado el mástil
y la carena. Y tardaron mucho tiempo para mi deseo.
A la hora en que el juez, para tomar su alimento, sale del ágora, donde
juzga los numerosos litigios de los hombres, el mástil y la carena salieron
con ímpetu de Caribdis, y yo me dejé caer con estruendo sobre las lar-
gas piezas de madera, y sentándome encima, navegué, usando las manos
como remos. Y el Padre de los Dioses y de humanos no permitió que
Escila me advirtiese, pues entonces no hubiera podido escapar a la muer-
te. Y fui arrastrado durante nueve días, y a la décima noche los Dioses
me llevaron a la isla Ogigia, donde vivía Calipso, elocuente y venerable
Diosa de hermosos cabellos, que me recogió y me amó. Mas, ¿para qué
referir esto? Ya lo he referido en tu casa a ti y a tu casta esposa, y me es
ingrato contar de nuevo las mismas cosas.
CANTO XIII