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El racismo: un enfoque crítico

Gabrielle LEFLAIVE - GROUSSAUD

Existe una larga tradición de estudios del racismo en la sociología, la psicología social y
otras disciplinas humanas, incluida la antropología, tradición nacida sobre todo en Estados
Unidos, debido a su particular configuración multinacional y pluriétnica (país de
inmigración, que además ha absorbido poblaciones autóctonas como los indios, los
portorriqueños, los hawaianos, etc.). El ámbito de las « race relations » y de las relaciones
entre grupos étnicos se extendió como campo de estudio en Europa Occidental con el auge
de los movimientos migratorios y la aparición de la problemática de la integración de
aquellas nuevas poblaciones en los antiguos Estados europeos.

A menudo, aquellos estudios se centran en el análisis de las actitudes, representaciones e


ideas denominadas «racistas», «xenófobas» o «etnocentristas», y de los comportamientos
discriminatorios que de ellas se desprenden, intentando dar cuenta de estos fenómenos a
partir de varios factores : universales antropológicos (la tendencia etnocentrista de
cualquier grupo, ligada a la noción de identidad), explicaciones cognitivas (mecanismos del
prejuicio y de las «representaciones sociales» o «colectivas»), factores culturales (las
diferencias culturales y de modo de vida entre los «grupos étnicos»), o factores
psicológicos, históricos, etc. Por consiguiente, la mayoría de las líneas de lucha contra el
racismo están orientadas hacia el cambio de las imágenes que unos grupos mantienen hacia
aquéllos que son víctimas de sus prejuicios racistas, cambio que pasa por un trabajo de
información, de educación, y de divulgación ideológica (llamada a la tolerancia y al respeto
de las diferencias culturales, difusión del principio universal de igualdad fundamental de
todos los seres humanos, etc.). Una de las consecuencias de dicha tendencia es que se
contempla al mismo nivel, o con el mismo enfoque, el racismo de los grupos dominantes
(los blancos) y aquél de los grupos dominados (racismo anti-blanco de los negros, por
ejemplo), como formando parte de un mismo conjunto de actitudes e ideas condenables.
Con eso se razona como si no existiera ninguna relación entre el racismo y hechos
históricos como la esclavitud y el colonialismo.

Me parece que a pesar de sus valiosas aportaciones, estos acercamientos pecan por su
carácter parcial, y dejan de lado otras dimensiones del fenómeno del racismo, ubicadas en
el ámbito de las relaciones socio-económicas históricamente constituidas, que configuran
determinadas relaciones de poder entre distintos grupos dentro de cada sociedad. El
racismo, desde este punto de vista, aparece no sólo como un factor o una causa de la
discriminación, sino además como un medio para su legitimación, que permite ocultar los
intereses de los grupos dominantes en los ámbitos políticos, económicos y culturales de la
vida social.

Por eso creo que resulta útil reubicar los análisis del racismo, su definición, sus efectos y
sus raices, y las líneas de actuación propuestas para luchar contra él, en una visión global
que tome en cuenta las relaciones estructurales más amplias que se dan en una sociedad
determinada, no sólo entre los grupos que manifiestan actitudes racistas y aquéllos que
constituyen su diana, sino también entre el conjunto de grupos o clases sociales. En este
sentido se trata de abordar el tema del racismo desde una perspectiva cualificada de «
crítica », que integre los aspectos históricos, económicos y políticos, y no solamente lo trate
en términos de representaciones culturales. Byron Good (1998 :135) cita las palabras de
Keesing que ilustran la perspectiva crítica en antropología, nacida a partir de los años 80 e
inspirada por los análisis de la hegemonía de Gramsci y de la «genealogía» del poder de
Foucault : «Las culturas no constituyen simples redes de significado... Representan
ideologías, al disfrazar las realidades políticas y económicas humanas... Las culturas
constituyen redes de mixtificación tanto como de significado ». El enfoque crítico consiste
entonces en examinar los factores sociales que producen y nutren el racismo, y ocultan bajo
una cuestión de relación entre grupos « étnicos » con culturas distintas una lucha por
intereses socio-económicos y políticos, en un intento por mantener el orden establecido.
Estas lógicas socio-económicas llevan a considerar como « natural » o « de sentido común
» el hecho de que colectivos de origenes « étnicos » distintos, al convivir en una misma
sociedad o Estado, experimenten tensiones y dificultades de convivencia debido a las
diferencias en sus creencias, costumbres, religión, normas sociales, valores, etc.
La primera pregunta que cabe formular es la de porqué es tan importante entender y
combatir el racismo. Parece obvio desde planteamientos humanistas inspirados por los
Derechos Universales del Hombre, que se difunden en ciertas capas de las sociedades
occidentales (en general, aquellas con «capital cultural» elevado), pero me parece necesario
justificar la importancia dada a una problemática más allá de las modas intelectuales e
ideológicas. En el caso del racismo, varios fenómenos recientes deben llamar la atención.
En primer lugar, según Thomas F. Pettigrew (1998), se manifiestan dos tendencias
principales en las relaciones entre grupos étnicos o culturales en los llamados «países
desarrollados» : la migración masiva de poblaciones, y el aumento de la conflictividad entre
grupos. Will Kymlicka (1996) recuerda que la violencia política, entre grupos étnicos o
nacionales distintos, es el tipo de violencia que domina en el mundo de hoy. Los
acontecimientos recientes ocurridos en Terrassa (Barcelona), Banyoles (Girona) y Níjar
(Almería), recuerdan que la violencia racista puede estallar incluso aquí en España, país
que de momento no se puede considerar como enfrentado a un «problema» masivo de
inmigración. Por otra parte, se puede afirmar que el racismo constituye una de las
principales amenazas al funcionamiento democrático de las sociedades occidentales. En
Estados Unidos, por ejemplo, si hoy los derechos formales de los afroamericanos son
equiparados en teoría a aquéllos de los blancos, la población negra sigue siendo víctima de
prácticas discriminatorias, incluso de violencia racista, y de forma general se encuentra
excluida y segregada del grueso de la sociedad. El mito del «Melting Pot» sólo ha
funcionado para los WASP (White Anglo-Saxon Protestant), y a pesar de las «acciones
positivas» que resultaron de toda la lucha por los «Civil Rights», el racismo anti-negro
sigue siendo vigente y ha vuelto a ser determinante en la estructuración de la sociedad
americana. En la medida en que un colectivo no goza de la libertad y de la igualdad de
derechos del resto de la sociedad, y que esta injusticia se articula entorno a la pertenencia
«racial» (el color de la piel) de sus miembros, hay una disfunción de las instituciones
democráticas, y una contradicción peligrosa entre los principios de la democracia y la
realidad sociopolítica.
En Europa occidental, la situación es muy distinta en términos de relaciones «raciales» o
«étnicas», pero no podemos olvidar que el racismo ocupa un lugar importante en el
funcionamiento político actual, a pesar de que hayamos (en principio) superado los
episodios más horribles de nuestra historia reciente (regímenes fascistas y totalitarios,
«holocausto» de los judíos). En efecto, los movimientos de ultraderecha han desarrollado,
desde las últimas décadas que coinciden con la llegada de numerosos trabajadores
inmigrantes, un discurso racista de inferiorización y exclusión de aquellos extranjeros,
retomando de manera (a veces apenas) disfrazada la ideología nazi de la pureza de raza. En
Francia con Le Pen y su Frente Nacional, en Italia, Alemania, Austria, etc., siempre
encontramos los mismos discursos como centrales en la propaganda y propuesta política de
la extrema derecha : expulsar a los inmigrantes para proteger la sociedad de las amenazas
que representan, discursos asociados con programas políticos poco democráticos (como por
ejemplo la identificación administrativa y centralizada de todas las personas seropositivas,
y la reclusión de los enfermos del sida, para citar sólo un ejemplo tomado del programa
político de Le Pen). Pero no debemos pensar que la utilización ideológica de un popular
miedo a la invasión se limite a la ultraderecha: varios partidos políticos importantes en los
distintos países de Europa occidental caen regularmente en la tentación de coquetear con
las ideas implícitas de la extrema derecha racista, apelando a la seguridad y la salvaguardia
del bienestar adquirido, en un movimiento de «derechización» general de la política, típica
de la década de los años 90.

Más preocupante aún: al examinar el proceso de construcción de la Unión Europea, se hace


muy patente la existencia de una tendencia que amenaza las libertades públicas y el
funcionamiento democrático en los países de Europa. En efecto, desde los acuerdos de
Schengen, la «fortaleza» Europa se ha hecho realidad. Poniendo en común una serie de
medios policiales, informativos y administrativos, los Estados del «espacio Schengen» han
organizado su defensa contra todo elemento extranjero, extendiendo los sistemas de control
incluso fuera de las fronteras europeas, donde se ubica el «origen» mismo de los males que
hay que combatir, que son la criminalidad, el tráfico de drogas, el terrorismo y la
inmigración clandestina. Basándose en redes (redes administrativas, en las que distintos
servicios de aduanas, de policía, de inmigración, consulados e incluso compañías de
transporte colaboran entre sí ; redes de archivos informáticos), el control se hace cada vez
más externo y a priori, al definir mediante unos análisis estadísticos las «poblaciones-
dianas» que son objeto de una creciente vigilancia, para intentar anticipar los movimientos
y flujos de grupos, y ya no seguir a los individuos que han cometido efectivamente alguna
infracción a la ley. De este modo, se acaba estigmatizando a colectivos que se encuentran
ya en situación precaria, al focalizar la atención en los grupos que cruzan las fronteras y en
aquéllos que definen sus identidades basándose en pertenencias religiosas o étnicas.
Además, aquellos nuevos sistemas policiales acaban amenazando las libertades de todos,
pues para anticipar y prevenir los riesgos, se representa como peligro lo que son simples
transformaciones sociales, haciendo una mezcla entre crimen organizado, violencia urbana,
«incivilidad» social, migración clandestina, terrorismo, etc. Así, de modo contradictorio
con las dificultades del proceso político de construcción europea y de elaboración de una
identidad común (múltiples divergencias entre los miembros), se está creando, con más
eficacia que la Europa monetaria, cultural, legislativa o política, una Europa unificada en
términos de seguridad y de control de sus fronteras, unión fundada en el triple miedo a la
inmigración clandestina, a las drogas y al terrorismo (Leveau, 1998 : 247). Para ello, se
instrumentalizan las prenociones de sentido común que tienden a mezclar estas tres
«plagas» en un peligro único, un «Otro» amenazante, cuya cara es la del Islam (Leveau,
1998 : 256).

La amenaza a la democracia se observa también a través de la existencia de zonas que se


podrían llamar «bolsas de no derecho», en las que la seguridad y las libertades básicas ya
no están aseguradas, y donde el reino de la violencia más o menos organizada se impone en
la vida cotidiana. La policía no puede penetrar allí ni los bomberos en caso de incendio, ni
los representantes de cualquier institución, y los forasteros a estas zonas no pueden
atravesarlas sin riesgos pro su integridad física. Resultado de décadas de segregación y de
marginación de poblaciones inmigrantes, estos lugares donde se ha hacinado a los
indeseables de la sociedad representan la cara antinómica de la democracia civil. Con ello,
se ha alcanzado un segundo grado de efecto del racismo, más profundo y más grave: ya no
sólo la violencia hacia los inmigrantes y la falta de democracia para estos últimos, sino un
fenómeno de no derecho y de violencia instalada en el que viven barrios marginados
enteros, fuera de toda posibilidad de ayuda o intervención.

Antes de volver al tema de la instrumentalización ideológica de las ideas y actitudes


racistas, puede resultar adecuado repasar las definiciones y los enfoques más
frecuentemente utilizados para entender el racismo, sus efectos y sus orígenes, así como las
propuestas corrientes para luchar contra este fenómeno.

Como definición previa, el conocido novelista marroquí Tahar Ben Jelloun escribe, en su
libro destinado a niños y adolescentes en el medio escolar, que el racismo consiste en
«desconfiar de las personas con características físicas y culturales diferentes de las nuestras
e incluso también en despreciarlas» (Ben Jelloun, 1998: 13). Para Miguel Pajares, el
racismo engloba el prejuicio, la discriminación, la segregación o la agresión que sufren las
personas en función de su origen, aspecto físico, creencias o pautas culturales (Pajares,
1998: 282). Estas acepciones son amplias, pues abarcan tanto el antisemitismo, la
xenofobia, el racismo propiamente dicho (dirigido a personas supuestamente de «raza»
distinta) al igual que muchas manifestaciones de nacionalismo excluyente.

El problema de la definición teórica del racismo es que no se puede precisar mucho más
allá de las generalidades apuntadas más arriba. Eso se debe al hecho de que el concepto de
«raza» no tiene fundamento científico: las «razas» no existen, salvo como concepto
imaginario y constructo social, por lo tanto no podemos definir el racismo como la acción
realizada contra una raza. ¿Quiere eso decir que el racismo no puede constituir un concepto
sólido y útil en las ciencias sociales? En realidad, se trata de separar los conceptos de raza y
de racismo, y de llegar a una definición del segundo que sea independiente del primero. El
racismo sería entonces la «inferiorización de cualquier grupo social sobre el que la sociedad
ha construido una imágen racial» (Pajares, 1998: 282). Esta imagen racial se elabora a base
de cualquier rasgo o conjunto de rasgos (físicos, psicológicos, reales o supuestos) que se
suponen son congénitos : heredados por nacimiento, transmitidos automáticamente por el
lazo biológico dentro del grupo social considerado. El racismo consiste, pues, en la acción
negativa de la sociedad hacia los grupos que ha racializado.

El carácter bastante amplio de la definición no impide que el concepto de racismo deba ser
utilizado con cierta cautela, y en particular que no se pueda aplicar a cualquier actitud
negativa dirigida a cualquier grupo social: no se puede hablar de racismo contra los
jóvenes, los homosexuales o las mujeres, contra los pobres o los ancianos. Racismo no es ni
sexismo, ni homofobia, ni clasismo ; aunque estos fenómenos puedan compartir rasgos
comunes con el racismo, conviene estudiar este último como un fenómeno particular, con
sus propias manifestaciones, sus mecanismos de alimentación, sus efectos y sus orígenes.

Para profundizar en la definición del racismo resulta útil distinguir entre diferentes tipos y
manifestaciones del mismo. Teresa San Roman, en su libro Vecinos gitanos, distingue tres
niveles de actitud o tendencia racista: el etnocentrismo, que constituye una tendencia
bastante universal, incluso casi necesaria (para la protección del grupo frente a los otros,
para la identificación positiva de los individuos dentro de su grupo social de pertenencia) ;
las conductas de discriminación, que corresponden más o menos a lo que otros autores
llaman xenofobia; las ideologías racistas, que constituyen doctrinas legitimadoras de los
dos niveles previos. La autora considera que el primer tipo de tendencia no se puede
propiamente llamar racismo. El racismo aparece con los dos siguientes niveles : las
conductas discriminatorias y las ideologías que las justifican.

La clasificación que propone Taguieff es bastante similar : distingue entre racismo primario
- reacción psicológica de rechazo hacia el otro-, racismo secundario - que implica la
categorización del otro en función de su pertenencia a un grupo y corresponde a la
xenofobia-, y racismo terciario - que se traduce en doctrinas muy elaboradas y explícitas. T.
Ambadiang subraya la utilidad de tal distinción mostrando que no existe necesariamente
una implicación entre el primer tipo de racismo y los otros dos (1994: 66). Ello explica
también por qué Teresa San Roman considera que el primer nivel, la tendencia
etnocentrista o racismo primario, no constituye una verdadera forma de racismo : los
autores coinciden en que aquella tendencia, si se encuentra en la base del racismo, no lleva
de manera mecánica y obligatoria a las actitudes discriminatorias y/o a las ideologías
racistas.

En términos más concretos, y según un criterio distinto, se puede también utilizar una
clasificación de las expresiones del racismo: M. Pajares (1998 : 283-292) propone la
distinción entre racismo de Estado, racismo político, racismo institucional , y racismo
social.

El «racismo de Estado» se produce cuando el Estado se implica de lleno en la propaganda y


la acción contra un grupo (o varios grupos) racializado(s). Los ejemplos históricos de
racismo de Estado son la Alemania nazi, el régimen del Apartheid en Sudáfrica, y en cierta
medida la antigua URSS, pero tal tipo de racismo se encuentra también en la nueva
Yugoslavia serbia o en ciertos Estados africanos (Ruanda por ejemplo). Sin ir hasta los
extremos de la exterminación sistemática, de la segregación total, o de la «limpieza étnica»,
ciertos Estados «democráticos» practican o han practicado políticas racistas de inmigración
(Australia por ejemplo) según las cuales el derecho a inmigrar se determina en función de
la pertenencia étnica (es decir, del color de la piel), lo que representa una forma suave de
esta categoría de racismo, pues traduce la voluntad de homogeneizar «racialmente» el
conjunto de los ciudadanos. En el racismo de Estado, al ponerse al servicio de una
ideología racista, el poder estatal ya no respeta los derechos humanos ni garantiza la
igualdad y la libertad básicas de la democracia.

El «racismo político» se apoya en fuerzas políticas organizadas que construyen sus


discursos básicos en torno a planteamientos racistas, como es el caso del Frente Nacional
en Francia (ahora dividido en dos partidos políticos) o de los partidos de extrema derecha
en Austria, Alemania, Italia, etc. El racismo se convierte en el principio de acción de una
fuerza política o parapolítica, y llega a ser una fuerza movilizadora dentro de la sociedad,
cuyo objetivo final es la puesta en práctica de un racismo de Estado. Por eso tales fuerzas
políticas no son consistentes con los principios democráticos universales.
El «racismo institucional» consiste en inscribir en las propias instituciones de la sociedad
una situación de inferioridad de una población racializada, los inmigrantes por ejemplo,
mediante las leyes, las prácticas administrativas y los comportamientos sociales. A través
de la legislación de extranjería, y de un conjunto de derechos diferenciados que otorgan a
algunos una ciudadanía plena mientras a otros colectivos se les niega, el Estado construye
una noción de identidad nacional que resulta excluyente para la población inmigrada, por
ejemplo (u otros colectivos). En el racismo institucional, no existe necesariamente una
intención racista ; al contrario, aquéllos que aplican las leyes y medidas discriminatorias
consideran a menudo que las dinámicas macroeconómicas y estructurales imponen tales
leyes y actuaciones, y que son necesarias para evitar otras situaciones peores (para el tema
de la inmigración, es el típico «miedo a la invasión»). El racismo institucional presenta a
menudo otro grado más fuerte, cuando las administraciones y sus representantes actúan
frente a los colectivos racializados saltándose la legislación, a través de varias trabas,
impedimientos, exigencias injustas, etc. (pedir varias veces los mismos papeles, no explicar
por qué se les ha denegado sus solicitudes, rechazar los documentos que aportan para
apoyar sus demandas, alargar en el tiempo los trámites administrativos, etc., todas
actuaciones que ponen a los inmigrantes en situación de precaridad y de dependencia). La
arbitrariedad y el no respeto de los derechos de los colectivos «racializados» en una
sociedad se acompaña a menudo de agresiones que sufren por parte de los cuerpos de
policía (agresión física, control sistemático, violación, insultos, detención arbitraria, etc.).
Típico del racismo institucional es la ausencia de represión y de lucha, por parte de las
instancias dirigentes de las administraciones, contra los abusos y excesos practicados por
sus propios miembros frente a los colectivos discriminados.

El «racismo social» es el más sutil - se expresa de forma indirecta, simbólica - pero es


también el más amplio. Diseminado a través del tejido social, se manifiesta en las
relaciones de los vecinos, comerciantes, compañeros de trabajo, transeúntes, medios de
comunicación, etc. con los grupos racializados como los inmigrantes y los gitanos, para el
caso de España. El racismo social ya no afirma la inferioridad de estos colectivos, ni que
tendrían que tener derechos menores o ser segregados. Sin embargo, por los discursos y las
ideas que se mantienen, se pone de hecho todo tipo de obstáculos a los intentos de
establecer una igualdad real de aquellos colectivos. El argumento principal del racismo
social consiste en afirmar que cualquier derecho otorgado a un inmigrante (empleo, ayudas
sociales, vivienda, ayuda sanitaria, etc.) es una acción discriminatoria contra los autóctonos.
Construyendo una competencia entre autóctonos e inmigrantes, presenta toda acción
positiva hacia ellos como un robo de recursos que legitimamente deberían ser destinados a
los ciudadanos plenos. Así, se consigue mantener una situación discriminatoria hacia ellos
sin que semejante situación sea postulada como deseable. Simplemente se deriva de la
situación socioeconómica de hecho. Para dar un ejemplo, cito las palabras de una vecina del
barrio de Terrassa donde tuvieron lugar los acontecimientos racistas de julio del 99:
«Mientras que nosotros tenemos que pagar los libros de la escuela, a ellos se les dan
grátis». El racismo social se traduce también por muchas prácticas discriminatorias, algunas
bastantes graves: negativa a alquilar pisos a los inmigrantes, segregación escolar, negativa a
acceder a ciertos servicios, a entrar en bares o discotecas, a atender enfermos de origen
extranjero, a aplicar las leyes laborales (ausencia de contratos, horarios fuera de la norma,
salarios muy inferiores a los autóctonos, etc.). El racismo social alcanza su forma más
peligrosa y eficaz cuando consigue la movilización de un colectivo en contra de los
inmigrantes (colectivos de vecinos que tratan de impedir la construcción de una mezquita,
la apertura de una carnicería árabe, o el realojamiento en su barrio de gitanos, etc.), sobre
todo por la poca firmeza que tienen los poderes públicos a la hora de impedir o reprimir
tales acciones colectivas (en muchos casos existe incluso cierta indulgencia).

Muy significativo es el hecho de que esta forma de racismo, en general, intenta esconderse,
y legitimarse mediante la afirmación previa de que no es racismo: «No somos racistas.
Aquí hay muchos moros que llevan muchos años y que no se metían con nadie, pero de un
año para acá esto está infestado». Otra manera, más sutil, que tiene el racismo de
justificarse, se puede ejemplificar con las palabras del alcalde de Banyoles, tras la entrega
por los vecinos de un barrio de 300 firmas solicitando que no se deje abrir una mezquita:
niega rotundamente que se trate de un problema de racismo, sino de las molestias vecinales
que causa una aglomeración de gente.
Más sutil aún resulta la estrategia (no necesariamente intencional o consciente) que consiste
en apelar a los valores humanistas de igualdad y libertad, a los Derechos Universales del
Hombre, para juzgar y condenar en bloque a un colectivo por sus diferencias culturales y su
supuesta incapacidad inherente (directamente asociada al Islam) de respetar estos valores:
«Yo tuve que intervenir un día para evitar que maltrataran a una niña de su propia gente.
Hay que entender que ellos desprecian a la mujer» son las palabras de un párroco de
Terrassa, referidas a los inmigrantes marroquíes del barrio. Mediante este tipo de
argumento, un «neo-racismo» consigue colarse en los discursos humanitarios de los
círculos más «progresistas» de la sociedad, tomando el rechazo a cualquier forma de
integrismo y de injusticia y el deseo de luchar contra aquellos males como pantalla tras la
cual se ocultan generalizaciones abusivas y prejuicios racistas, lo que a su vez justifica
posturas de defensa de prácticas discriminatorias.

De las formas descritas resalta que no basta con la lucha contra los racismos elaborados e
ideologizados (de Estado o político), pues en las sociedades más democráticas, incluso las
que no cuentan con partidos políticos con ideología racista que preconizan la expulsión de
los inmigrantes (como es el caso de España en la actualidad), el racismo social se infunde
sutilmente y discretamente en toda la sociedad con argumentos que lo hacen parecer
«natural» e inevitable, como el típico «si no hay suficiente trabajo y riqueza para todos los
españoles, ¿cómo vamos a otorgar a estos extranjeros derechos que nosotros mismos ni
siquiera tenemos garantizados?» Es el argumento de la «preferencia nacional», que en otros
países se ha oficializado en programas políticos de los partidos de extrema derecha, pero
que en España aparece inscrito en la propia Ley de Extranjería: no se puede conceder un
permiso de trabajo a un extranjero no occidental - la categoría de los «inmigrantes» - fuera
de ciertos nichos laborales para los cuales se considera que no existe oferta de mano de
obra nacional: trabajos agrícolas temporales, ocupaciones manuales de la construcción,
servicio doméstico y algunos empleos en la hostelería, etc. ; todos los empleos que más
precarizados resultan, y que corresponden a los sectores no oficiales ni reglamentados de la
economía nacional.

Otra distinción entre tipos de racismo, interesante aunque más sencilla, es la propuesta por
Pettigrew (1998). Existe un racismo «patente» o «flagrante», que corresponde a la forma
tradicional. Es «caliente, cercano, directo». Afirma abiertamente el rechazo de las minorías
a base de supuestas diferencias biológicas. El racismo «sutil» es la forma moderna : frío,
distante, indirecto. Expresa la percepción de una amenaza de los valores tradicionales por
parte de las minorías, la exageración de las diferencias culturales entre las minorías y los
autóctonos, y la ausencia de sentimientos positivos hacia los miembros de las minorías. El
racismo «sutil» está mucho más extendido porque es mucho más aceptado socialmente. Es
más difícil reconocerlo como racismo, por su carácter indirecto y simbólico, y cuando en un
país existen normas o leyes contra el racismo y la discriminación (por razones de
pertenencia étnica, de religión, etc.), el racismo «sutil» consigue colarse bajo las normas y
leyes, sin dejarse reconocer como tal.

Así las dos primeras expresiones de racismo según Miguel Pajares, el de Estado y el
político, corresponden más o menos al racismo «patente», mientras el racismo institucional
y el social corresponden al racismo «sutil». Sin embargo, tales clasificaciones pueden
resultar simplificadoras: existen también formas muy directas y abiertas de racismo que se
expresan en el trato social corriente, cotidiano, y que pueden incluso traducirse por la
agresión física. Además, el grado de aceptabilidad social del racismo depende también de
su institucionalización y de la existencia de partidos políticos oficiales que lo vehiculan
como ideología básica. Pero a pesar de estos matices, la lección más importante es la de la
existencia de un racismo escondido, que no se nombra a sí mismo («no soy racista,
pero...»), que no se deja identificar, y que echa mano de todo tipo de argumentos fuera del
ámbito tradicional del racismo para alimentar actitudes de rechazo, discriminación y
segregación, que si son menos visibles y reconocibles no son por ello menos reales.

Ahora bien, sea abierto u oculto, «institucional» o «social», el racismo debe captarse y
entenderse a través de los efectos concretos que tiene para los que lo padecen, y no sólo a
través de las ideas, actitudes y discursos de los que lo mantienen.
Más allá de las consecuencias negativas del racismo para sus víctimas a nivel psicológico,
cuyo estudio queda fuera de nuestro propósito en antropología, los efectos del racismo en
tanto que fenómeno colectivo, es decir sociocultural, son varios. El primero de ellos es la
discriminación, que puede adoptar formas directas o formas indirectas. La discriminación
directa consiste en negar, de forma abierta y oficial, ciertos derechos a los colectivos
racializados. Cuando no pueden acceder en igualdad de derecho a ciertos servicios o
actividades de la sociedad, cuando no pueden participar plenamente en ella, el resultado es
una desigualdad económica y social de hecho que puede tener consecuencias importantes, y
que va en contra de los principios que rigen teóricamente el Estado democrático. En este
sentido, se puede decir que la Ley de Extranjería española es discriminatoria en su
principio, pues niega a los inmigrantes el derecho al trabajo en igualdad de condiciones con
los autóctonos. Resulta casi imposible, en términos de esta ley, entrar como trabajador
inmigrante en España en condiciones perfectamente legales, pues la obligación de
conseguir un contrato de trabajo desde el país de origen antes de solicitar el visado y el
permiso de residencia es totalmente irrealista (los empleadores españoles no tienen el más
mínimo interés en hacerlo, y las representaciones diplomáticas en los países de emigración
hacia España hacen todo para impedir la entrada de nuevos inmigrantes). Otras medidas
administrativas tienen la misma característica: obligación para los inmigrantes sin permiso
de residencia de volver a su país de origen para sacar sus papeles, una vez que estos hayan
sido tramitados vía las operaciones de «regularización» ; negativa a atender a los
inmigrantes sin papeles en los centros de salud públicos, etc. Algunos consideran
igualmente la imposibilidad de participar en las elecciones locales (después de un cierto
número de años de residencia) y la obligación de conseguir un visado para viajar a otros
países de la Unión Europea como medidas discriminatorias, pues se están creando dos
categorías de ciudadanos en Europa: los ciudadanos plenos, que se benefician de la apertura
del espacio europeo, y los inmigrantes, que incluso después de una larga instanciaestancia y
favorable adaptación siempre quedan excluidos de la ciudadanía plena. Ciertos países han
de hecho instaurado este sistema dentro de su propio Estado, rechazando toda posibilidad
para un inmigrante, incluso depués de décadas de residencia, con varios hijos nacidos,
educados y asimilados en el país de acogida, de conseguir la nacionalidad del país (fue el
caso de Alemania con su sistema de «guest-workers», hasta principios del año 1999 cuando
se votó una mejora de la ley de nacionalidad, que permite ahora el acceso a la nacionalidad
alemana para ciertos inmigrantes, bajo condiciones que quedan sin embargo muy
restrictivas).

La discriminación indirecta es menos evidente, y además se apoya en un mecanismo que la


automantiene o alimenta: los resultados de la discriminación directa se utilizan como base
para otras decisiones, y en relación con otras instituciones. El inmigrante sin contrato de
trabajo no puede conseguir permiso de residencia, con lo cual no puede hacer respetar sus
derechos laborales y jurídicos, lo que facilita su explotación y discriminación por cualquier
institución o cuerpo social. El conjunto de derechos como la salud, la educación, la
seguridad jurídica, el derecho a vivir en familia, a viajar, etc. se ve seriamente amenazado
para los inmigrantes en la medida en que depende siempre de la consecución de permisos
de residencia (temporales, que hay que renovar periódicamente). Además, estos derechos
acaban perdidos cuando se pierde la residencia. De allí situaciones contradictorias y a
menudo dramáticas: a tal hijo de inmigrante marroquí, nacido, criado y educado en España,
y que no conserva familia en su país de origen, se le pide volver a Marruecos al cumplir sus
18 años, pues tenía derecho de residir y estudiar en España como hijo de inmigrante, pero
pierde tal derecho al alcanzar la mayoría de edad.

En términos sociológicos, en el caso de España, los resultados de la discriminación, sea


directa o indirecta, son patentes: la tasa de población inmigrante que vive en condiciones de
pobreza y precaridad material es mucho más alta que en el resto de la población. Viviendas
insalubres y hacinamiento, menor nivel de educación, menor acceso a los servicios de
salud, mayor tasa de desempleo, nivel de ingresos inferior, peores condiciones de trabajo,
etc. Otro índice revelador es la tasa de extranjeros en la población penitenciaria : 18% en
España en 1997 (Wacquant, 1999), tasa inferior a las cifras de ciertos países occidentales
como Alemania, Bélgica, Suecia o Francia, pero que si se compara con la parte de la
población extranjera (menos del 1% en España si se restan los europeos) no deja de ser muy
llamativa. La propia legislación de extranjería española, al tratar la inmigración como
asunto de orden público y asociarla a una preocupación principal que es la del control
policial de las personas inmigradas, lleva de manera implícita y permanente a considerar al
inmigrante como sospechoso de estar transgrediendo la ley (cualquier falta administrativa
siendo asimilada a la delincuencia o al crimen), y ubica la inmigración en la frontera del
delito, mezclando inmigración con delincuencia y fomentando que tal idea se generalice en
la representación que se hace la población general. Además del fenómeno de los centros de
retención para inmigrantes clandestinos y el aumento de las detenciones por infracción a la
ley de extranjería, la sobre-representación de los inmigrantes en las cárceles se explica por
las prácticas policiales y judiciales que se aplican con una eficacia y una severidad especial
con respecto a las personas que tienen un aspecto físico no europeo, debido a su fácil
identificación y localización, y a su mayor dependencia y precaridad, que facilitan su
sumisión a la arbitrariedad de las autoridades. Por sus conocidos efectos criminógenos y
desestructurantes, el encarcelamiento de los inmigrantes tiende a producir los efectos
mismos que se supone quiere combatir, marcando sus víctimas como una subcategoría
social, y legitimando el tratamiento penal de la pobreza y la miseria. Así el extranjero no
europeo, sospechoso de antemano, segregado hacia los márgenes de la sociedad, y
perseguido con especial afán por las autoridades, se vuelve el «enemigo cómodo»
(Wacquant, 1999: 67), blanco de las angustias colectivas de la sociedad.

El otro efecto importante del racismo que hay que mencionar es la violencia perpetrada
contra miembros de minorías racializadas en los países europeos. Según varios autores, la
década de los 90 y el fenómeno de «derechización» política del conjunto de Europa ha sido
acompañado por un auge de actos violentos contra inmigrantes. Los casos más importantes
son los de Gran Bretania y Alemania (acontecimientos de septiembre de 1991), donde estas
violencias son las más numerosas, mientras Francia, Noruega y Dinamarca tienen tasas
muy inferiores. Italia ha conocido casos recientes de ataques físicos contra comerciantes
callejeros procedentes de Africa, y España no está exenta de semejantes violencias, como el
«Crimen de Aravaca» descrito y analizado por T. Calvo Buezas, o, muy recientemente, las
violencias y manifestaciones racistas perpetradas en julio de 1999 en Terrassa y Banyoles,
o las recientes agresiones en Níjar. Estas violencias representan un fenómeno particular en
la medida en que se ejecutan y justifican (a ojos de sus autores) meramente por el rechazo y
odio al «Otro» racializado. Y para subrayar la complejidad del fenómeno del racismo, se
debe hacer notar que estos crímenes no se deben siempre a grupos de ideología de extrema
derecha o neonazi, ni tampoco se dan en los países con mayor representación de partidos
políticos con ideología racista (sería incluso al revés: países con partidos racistas fuertes
como Francia y Noruega conocen menos violencia racista que otros como Inglaterra con
una extrema derecha débil). Como ya mencioné acerca del racismo institucional, no hay
que olvidar que parte de la violencia racista es ejercida por los propios cuerpos policiales de
los Estados. Existen también formas menos directas de violencia hacia los inmigrantes,
como en el caso de las expulsiones (ver por ejemplo el asunto de la iglesia ocupada por
africanos en Francia), o cuando instancias sociales separan familias alegando la incapacidad
de los padres para cuidar a sus hijos (un caso reciente en Barcelona, según la Revista «En
Diálogo» fue el de un padre marroqui acusado de malos tratos - violación - a sus hijos, sin
ninguna prueba, y la decisión de quitar a la pareja la custodia de sus hijos, hasta incluso el
derecho de visita).

Pobreza, marginación social, segregación mediante el sistema carcelario, violencia, tales


son los principios negativos que sufren los inmigrantes en España, al igual que en otros
países europeos, como efecto del racismo del que son víctimas. Además, como una profecía
que se autocumple, la pobreza, la marginación social y la violencia sufrida pueden
engendrar más facilmente, en poblaciones fragilizadas y rechazadas, comportamientos y
reacciones que la sociedad de acogida percibe como inadaptadas, inadecuadas, fuera de los
cánones de la normalidad social, lo que a su vez justifica y legitima el rechazo y el racismo
del que son víctimas («son sucios», «viven hacinados», «roban», «son vagos», etc.).

Quiero abordar ahora el exámen de las ideas o teorías sobre los orígenes del racismo: ¿qué
es lo que lo produce? ¿cómo explicarlo? ¿porqué está más difundido en ciertos grupos
sociales que en otros?

Tahar Ben Jelloun (1998: 47-71) identifica tres raíces del racismo : el miedo, la ignorancia,
y la tontería. El miedo es el hecho de sentirse indefenso ante lo desconocido, lo diferente.
Es el sentimiento que utilizan políticos como Le Pen en Francia para movilizar a su
electorado, o que conoce parte de la población española, en general la más desfavorecida:
miedo a que se les quite el trabajo, miedo a perder ventajas y ayudas sociales si estas se
atribuyen a inmigrantes, miedo a ser «invadidos» en sus barrios por gente que vive de
manera distinta, come cosas distintas, no respeta sus tradiciones, etc. Todo ello olvidando
que los inmigrantes ocupan los trabajos que los nacionales no quieren hacer, que pagan
impuestos y cotizaciones, o que viven en condiciones de explotación apenas humanas. El
miedo siempre conlleva una parte de irracionalidad, pues la persona que tiene miedo
construye (en función de su entorno social, de los medios de comunicación, de la ideología
dominante, etc.) los peligros que la amenazan, y los argumentos objetivos difícilmente
bastan para tranquilizarla. Se ubica más en el orden de las pulsiones y de los instintos que
en el ámbito de los conocimientos. Por ello el miedo es contagioso y duradero, pues incluso
cuando uno intenta dominarlo y racionalizarlo, cualquier pequeño acontecimiento o detalle
basta para hacerlo aflorar de nuevo. El miedo como raíz del racismo explica por qué son las
partes más desfavorecidas de las sociedades occidentales las que expresan un racismo más
virulento y difícil de extirpar.

La ignorancia, segundo pilar del racismo, según Tahar Ben Jelloun, produce las creencias
que alimentan los prejuicios racistas y los miedos que a ellos se asocian. La tontería o falta
de inteligencia cumple un papel similar, en la medida en que impide el acceso a la
reflexión, la objetividad y los argumentos racionales.

Sin embargo, el novelista reconoce que se pueden poseer conocimientos y utilizarlos para
justificar el racismo. Hay una parte de mala fe en el racismo que lleva a buscar un chivo
expiatorio para los males que el grupo o la sociedad sufre. La ignorancia o falta de
inteligencia no pueden explicar el racismo por sí solas, incluso teniendo en cuenta el miedo
irracional: si fuera el caso, bastaría con elevar el nivel de educación y hacer conocer la
realidad de las otras culturas, de las diferencias y semejanzas que existen entre grupos
humanos, para acabar con el racismo. Pettigrew (1998), al revisar un conjunto de estudios
realizados en varios países europeos, destaca que las actitudes racistas se encuentran más
difundidas entre los sectores sociales menos educados y más conservadores de cada país.
Sin embargo, subraya que no podemos considerar el racismo como mero reflejo de un nivel
de educación bajo y del conservadurismo político.

Sin disminuir el valor del esfuerzo realizado por Tahar Ben Jelloun, no sólo por el escrito
Papá ¿Qué es el racismo ? sino también por las numerosas visitas a escuelas francesas e
italianas, las discusiones con alumnos y profesores, y las horas que ha pasado escuchando
los comentarios, reacciones y preguntas de los jóvenes, todo ello con el fin de luchar contra
el racismo trabajando desde la juventud y la escuela, hay dos críticas principales que se
pueden formular en cuanto a su exposición de las raíces del racismo (miedo / ignorancia /
tontería). En primer lugar, la explicación queda corta, como el autor mismo lo reconoce, y
no permite captar la complejidad del fenómeno en tanto que discurso e interacción social.
En segundo lugar, este tipo de planteamiento lleva a estigmatizar al racista, creando dos
categorías de gente : los normales / inteligentes / educados / que no pueden ser racistas (de
los que formamos parte naturalmente), y los ignorantes / tontos / racistas / egoístas (en
resumen los malos). Eso lleva también a reducir a un nivel individual o psicológico lo que
desde la antropología y la sociología se tiene que abordar en términos de relaciones sociales
y simbólicas, y además resulta contradictorio con la punta de lanza de la lucha antirracista,
es decir la llamada a la tolerancia. «Tú dices que hay que respetar a la gente aunque no se la
quiera, pero al final del libro tratas a los racistas de sinvergüenzas» es el comentario de un
jóven recogido al final del libro (Ben Jelloun, 1998: 90). El autor no tiene realmente
respuesta, pues cae en la contradicción de la tolerancia (¿se debe tolerar al racista? ¿cuáles
son los límites de la tolerancia?).

Todo el trabajo teórico elaborado en torno al concepto de prejuicio resulta mucho más
fecundo en un intento de entender el racismo y sus causas. Siguiendo a Théophile
Ambadiang (1994), a Otto Klineberg (1967) y a Miguel Pajares (1998), el prejuicio se
define en una primera aproximación como una preevaluación o un preconcepto elaborado
antes de recoger o examinar la información relevante, y por lo tanto basado en una
evidencia inadecuada o incluso imaginaria. El tipo de prejuicio que nos interesa es el
prejuicio negativo (existen también prejuicios positivos que cumplen funciones sociales
importantes) y de carácter étnico: actitud negativa respecto de un grupo socialmente
determinado y respecto de cualquier individuo miembro de dicho grupo (me referiré a este
tipo de prejuicio en el resto del texto). El prejuicio consiste en primer lugar en atribuir a
todos los miembros de un grupo unos rasgos comunes, y en segundo lugar en explicar estos
rasgos por la naturaleza del grupo (su «cultura», su herencia genética, sus carácteres físicos
y biológicos), y no por sus condiciones de vida o su situación social. Fenómeno intergrupal,
cumple funciones sociales en la medida en que mantiene y legitima cierto tipo de relación
entre distintos grupos que se construyen colectivamente como «diferentes». La complejidad
del prejuicio procede de su triple dimensión: conlleva un aspecto cognitivo o conceptual
(los «estereotipos», es decir las ideas o imágenes que se mantienen respecto a tal grupo), un
aspecto afectivo (atribuir un valor positivo o negativo, estar afectivamente implicado en un
sentimiento hacia el grupo y sus miembros), y un aspecto conativo o comportamental
(tendencia a expresar mediante la acción los juicios y lo sentimientos que se experimentan,
comportándose de una forma que refleja la aceptación o el rechazo) - aspecto que lleva a la
discriminación.

Además de su carácter marcadamente social, el prejuicio manifiesta, según los estudios,


una relativa rigidez: los rasgos diferenciales que se alegan en el prejuicio pueden existir o
no, ser muy poco representativos del grupo o más extendidos, pueden incluso ser
totalmente imaginados, pero en cualquier caso la información objetiva que se pueda aportar
para corregir el contenido cognitivo del prejuicio en general no produce los efectos
esperados. Los grupos que mantienen prejuicios frente a otros colectivos llegan en cierta
medida a seleccionar, interpretar o incluso distorsionar la información para que resulte
consistente con el prejuicio y así evitar ponerlo en cuestión. El prejuicio tiene de hecho una
gran capacidad para autoalimentarse, y echa mano de cualquier material susceptible de
servir como «prueba», ignorando los hechos que van en sentido contrario. El mecanismo es
circular: el prejuicio étnico o racista lleva a la discriminación, cuyos efectos
socioeconómicos reducen al grupo víctima a una situación inferior en términos de
educación, salud, nivel de ingresos, vivienda, condiciones de trabajo, etc. Esta situación de
inferioridad a su vez justifica el prejuicio, como se puede observar en los prejuicios
mantenidos en España con respecto a los inmigrantes (marroquíes en particular) (Pajares,
1998: 53-55):

- su cultura es cerrada (no tienen una disposición a aceptar cosas nuevas) - como si
estuvieran todos unidos por una misma cultura, y como si no hubieran conocido cambios
tremendos al instalarse en un nuevo país, suponiendo además que nuestra cultura es más
abierta que la suya ;

- si llegaran a ser numerosos impondrían sus costumbres y cultura, haciendo desaparecer las
nuestras - como si tuvieran una especie de misión, al venir a España, de imponer su cultura,
y como si tuvieran las posibilidades para hacerlo ;

- son ignorantes: confusión entre sus dificultades lingüísticas en español y la ignorancia


total de idiomas, olvidando que muchos hablan dos o tres idiomas antes del español ;
reducción de su cultura de origen a una nada primitiva, desconociendo la complejidad y
riqueza que pueda tener ;

- tienen demasiado hijos - desconociendo que los magrebíes, por ejemplo, cambian muy
rapidamente sus pautas demográficas al instalarse en España, adaptándose a las costumbres
del país receptor ;

- se hacinan, son sucios, etc.: confusión entre condiciones materiales de vida y hábitos
culturales, ignorancia de ciertos hábitos, como las abluciones del Islam, que llevan a una
higiene corporal en general más cuidadosa que la que practican los occidentales ;

- tienen tendencia a robar: no reconocimiento de las condiciones sociales muy


desfavorables que pueden, a veces, llevar al robo - al igual que en la población autóctona ;
ignorancia de los valores morales de la cultura de origen, como por ejemplo la importancia
atribuida a la honestidad y la condena del robo en la cultura árabo-musulmana ;

- su religión, el Islam, es inherentemente incompatible con la democracia, la libertad y la


igualdad (Espósito, 1997) – ignorando la variedad de interpretaciones y reorientaciones que
recibe la religión islámica, la lucha de muchos movimientos de musulmanes por la igualdad
y la justicia social, y la tremenda laicización de los llamados países islámicos ;

- el ser musulmán lleva automáticamente al fanatismo, al integrismo, y al terrorismo, lo que


representa una amenaza (asalto a la democracia) para Europa, e impide la integración de los
inmigrantes y su adaptación a los costumbres occidentales.

Ahora es necesario profundizar en los orígenes de los prejuicios racistas. Como lo han
mostrado los clásicos de la sociología y de la antropología, desde Max Weber y Durkheim,
no puede haber una causalidad única y directa de un fenómeno social como el racismo. Se
han de considerar múltiples factores en un haz de relaciones complejas.

En primer lugar, hay que descartar la idea de un universal antropológico, según la cual el
racismo sería una actitud natural, instintiva y compartida por todos los grupos humanos.
Esta explicación no resiste a los hechos históricos conocidos que justamente han servido
para demostrar la inexistencia de «razas» puras: muchos grupos se han mezclado, han
convivido en buenas relaciones y se han casado entre sí. Además, la tendencia racista como
universal no permite entender por qué son ciertos grupos los que son víctimas del racismo y
no otros, o por qué determinados colectivos migrantes fueron aceptados en ciertas regiones
y no en otras (por ejemplo los orientales llegados a Hawai, aceptados plenamente por los
blancos, no lo fueron en California). Otro argumento que rebate la idea de una tendencia
universal es la observación, por muchos estudiosos, de la ausencia de actitudes racistas
entre los niños jóvenes: el racismo se aprende con la socialización, no es una disposición
innata.

Así el miembro de una sociedad va aprendiendo los prejuicios que su grupo social de
pertenencia mantiene con respecto a los colectivos que el grupo construye como
«diferentes»: en primer lugar de sus padres, luego de sus compañeros y profesores, y
finalmente de los medios de comunicación y del conjunto de instituciones de la sociedad,
que contribuyen a marcar las líneas de separación entre los grupos étnicos y a vehicular los
prejuicios, eligiendo los rasgos (reales o imaginarios) que constituyen esas «diferencias»,
rasgos que, se supone, se transmiten automáticamente dentro del grupo. Con esta
observación se muestra que una experiencia negativa con uno o algunos miembros de un
grupo racializado no es para nada indispensable para crear el prejuicio, ni siquiera el más
mínimo contacto: muchos españoles «saben» muy bien cómo son los gitanos, los «moros»,
los «negros», etc. sin haber ni encontrado, ni hablado o interactuado con ninguno. Del
mismo modo, una interacción positiva con algún miembro del grupo inferiorizado no
produce necesariamente un cambio en el prejuicio, si bien puede favorecerlo (la
«excepción» individual es perfectamente compatible con el prejuicio: «Este chico es muy
trabajador para ser un negro»).

Pero ¿cómo se han elaborado las «representaciones sociales» de los grupos étnicos que el
individuo va adquiriendo en función de su pertenencia a una parte de la sociedad? No
existen mecanismos universales que explican por qué tal o cual grupo sea víctima de
prejuicios racistas, sino más bien un conjunto de factores históricos, económicos y sociales
que configuran, en cada caso, una relación específica entre grupos. La única cosa que no
puede explicar el racismo hacia un grupo dado es justamente las características propias de
este grupo. Uno de los avances importantes logrado por los científicos sociales
anglosajones en el campo de las «race relations» fue el descubrimiento de que la causa del
prejuicio está en quien lo sostiene. Dicho de otra manera, y citando la famosa frase de Jean-
Paul Sartre, «es el antisemitismo que hace al Judío». Sami Naïr (1994: 231) afirma que «el
Otro es siempre, de algún modo, una parte de uno mismo negada, o renegada». Más aún,
hay que examinar la relación entre un colectivo y el grupo que desprecia y discrimina, para
entender los fundamentos del prejuicio y de las acciones discriminatorias. Y esta relación se
ha construido históricamente, para finalmente traducirse en una dominación política y
económica. Conquistas, colonialismo, explotación económica, dominación política son los
procesos que han trabajado a lo largo de la historia, en función de los condicionantes
particulares de cada contexto concreto, para desembocar en las relaciones interétnicas que
se observan en la actualidad. Los prejuicios sobre los «moros» en España tienen que ver
con la larga historia de la peninsula ibérica desde «Al-Andalus» y la Reconquista, con la
guerra del Rif, con las tropas moras de Franco, con el conflicto de intereses pesqueros entre
España y Marruecos, con las relaciones internacionales coloniales y postcoloniales, los
movimientos de migración y la economía mundializada de hoy, con la situación geográfica
de Marruecos y España, la entrada de España en la Unión Europea y la política general de
esta última, etc. (Martín Muñoz, 1994).

Ahora bien, el factor económico ocupa sin duda un sitio de primera importancia para
entender los prejuicios: la discriminación de un colectivo permite siempre sacar algún
beneficio económico de la situación inferior en la que se lo mantiene. A cambio de unos
costes mínimos, se consigue una mano de obra barata e indefensa, dispuesta a sufrir
cualquier tipo de condiciones laborales y sociales. Así en el fundamento del prejuicio se
halla el interés del grupo dominante por mantener su situación privilegiada. El prejuicio
cumple una función muy importante: es lo que permite discriminar al grupo dominado, e
incluso que justifica y legitima la discriminación, proporcionando argumentos para
racionalizar la situación de dominación del grupo privilegiado. Los agricultores de Almería
que emplean magrebíes y negros en condiciones de casi-esclavitud pueden justificar sus
propios comportamientos de explotación porque los prejuicios les permiten configurar a sus
empleados como inferiores y por lo tanto como escapando «naturalmente» al ámbito del
derecho laboral y social. Además, la connivencia (o por lo menos la ciega indiferencia) de
la administración y del Estado en general, que conoce la existencia de las mafias de
reclutamiento de trabajadores ilegales (mejor dicho, indocumentados), las condiciones no
legales de empleo de estos inmigrantes, y las condiciones inadmisibles de todos los trabajos
de la economía sumergida ocupados por inmigrantes, constituye una prueba suficiente de
los intereses económicos que están en juego, y permite entender la gran contradicción de la
política actual de inmigración en España: cerrar totalmente las fronteras (en teoría),
satisfaciendo así los «miedos» de la población (y de los demás Estados europeos) a la
invasión, pero al mismo tiempo permitir, mediante los «cupos» anuales y la tolerante
negligencia hacia las prácticas patronales ilegales, la existencia en el país de una fuente
económica valiosa - aquella mano de obra barata por despreciada y discriminada, a la que
se niega los mínimos derechos de los que gozan en principio todos los ciudadanos. El
argumento de la «preferencia nacional» para el empleo, no sólo no es sostenible a la luz de
una visión socio-histórica más amplia, sino que tiene como efecto (intencional o no)
alimentar la economía «negra» mediante la segregación étnica del mercado laboral (por el
hecho de reservar para los inmigrantes, por ley, unas categorías de empleo bien
determinadas, las más precarias y menos reglamentadas). Esta contradicción se debe
entender a su vez dentro del contexto global de las llamadas «relaciones Norte – Sur» y de
la globalización de la economía, con el creciente desfase que se está produciendo entre la
riqueza material de una parte minoritaria del mundo y el empobrecimiento de las grandes
masas del Tercer Mundo.

Dada la circularidad entre prejuicio y discriminación, cada uno produciendo el otro, y la


importancia, en tanto que origen de los prejuicios racistas, de las relaciones
socioeconómicas entre los distintos grupos que forman la sociedad, resulta claro que
ninguna acción a nivel individual podría constituir una medida eficaz para luchar contra el
racismo, que constituye por naturaleza un fenómeno social, es decir un problema de
relaciones intergrupales. Acciones aisladas a nivel informativo o educativo, si pueden tener
efectos favorables, tampoco pueden por sí solas extirpar el racismo de una sociedad,
mientras se conserven las condiciones socioeconómicas e institucionales que lo fomentan.
La lucha debe emprenderse desde muchos frentes a la vez, pues los factores que favorecen
el racismo son múltiples e imbricados entre sí.

A nivel educativo e informativo, queda mucho por hacer, en la línea de numerosos trabajos
que ya se han dedicado a elaborar y difundir nuevos mensajes e imágenes entre los jóvenes,
favoreciendo así una toma de conciencia y una serie de reflexiones y actitudes orientadas
hacia la eliminación del racismo. El libro de Tahar Ben Jelloun va en esta dirección, así
como el libro de Sami Naïr (1999) en Francia, o las encuestas sobre las imágenes racistas
vehiculadas en los textos escolares (T. Calvo Buezas), y las acciones del Ministerio de
Educación y de la Unión Europea (programa Sócrates) destinadas a favorecer la integración
de los jóvenes procedentes de la inmigración en el medio escolar. Pero como dice T. Ben
Jelloun, en la lucha contra el racismo, «nunca se debe bajar la guardia» (1998: 73). El
lenguaje cotidiano, la manera de presentar las noticias en los medios de comunicación, los
textos y programas escolares (en su contenido y lenguaje pero también en lo que omiten),
los discursos oficiales, los documentos administrativos, en todo eso hay que vigilar el
lenguaje y las ideas: «combatir las palabras que hieren y humillan», las que «marcan una
jerarquía y una discriminación», las que conllevan ideas preconcebidas, generalizaciones
abusivas (Ben Jelloun, 1998: 73).

Esta línea de acción, por importante e imprescindible que sea, no puede sin embargo
producir cambios profundos mientras las relaciones entre colectivos siguen siendo
conflictivas y de dominación. Sería mucho más eficaz acabar con los prejuicios racistas de
la gente si ésta tuviera la oportunidad de encontrar «negros» o «moros» que ocupen puestos
dignos o incluso importantes en su propia sociedad, que vivan en condiciones social y
materialmente coherentes con los criterios españoles, que se beneficien de un trato
igualitario por parte de la administración y de las instituciones sociales. Como lo afirman
más de una vez M. Pajares y T. Ben Jelloun, lo que reclama el inmigrante no es la amistad
o el amor sino el respeto de su dignidad como ser humano. Y eso pasa en primer lugar por
una profunda modificación institucional y legal, con el fin de llegar a una verdadera
igualdad de trato con respecto a las personas inmigradas. Los miembros de la sociedad
dominante no sólo deben aprender a apreciar y valorar otras culturas, otras visiones del
mundo, otras costumbres (que a menudo no son tan diferentes de las suyas como se quiere
pensar), sino convencerse en primer lugar de que el hecho de emplear trabajadores
inmigrantes en condiciones jurídicas, económicas y sociales inferiores no es digno de una
sociedad moderna y democrática. El enriquecimiento de la España de hoy se hace por
supuesto en parte gracias a la inmigración y a espaldas de estos colectivos vulnerables, pero
este enriquecimiento es sólo material, y además no beneficia al conjunto de la sociedad sino
a su franja ya más privilegiada.
La lucha contra el racismo es ante todo una lucha contra sus efectos más inmediatos, es
decir la discriminación legal, social y económica. ONG’s, sindicatos, partidos políticos,
asociaciones de todo tipo, pueden y deben avanzar en esta dirección, reclamando que los
derechos básicos, derechos que las instituciones actuales no aseguran, sean otorgados a los
inmigrantes y aplicados efectivamente: derecho a la vivienda, a un empleo digno, a las
ayudas sociales, a la protección laboral y jurídica, a la educación, al ocio, etc.

Por otra parte, si resulta muy importante hacer un esfuerzo educativo e informativo
destinado a la población general, es también imprescindible actuar donde el racismo se
manifiesta cotidianamente: en la policía, en la administraciones, los servicios de salud, los
servicios sociales, etc. Al tolerar actitudes de negligencia o incluso de rechazo por parte de
cualquier representante de aquellas instituciones, se está favoreciendo la banalización de la
discriminación, como algo normal y corriente.

Sin embargo, de todo lo dicho no se debe concluir que exista un categoría de gente, los
«racistas», que cabría reformar y educar, para acabar con el racismo en la sociedad. Como
lo subraya de forma provocativa Ichheiser en su texto « Misunderstandings in human
relations » (1949), uno de los principales prejuicios de los científicos sociales es que «la
gente tiene prejuicios», entendiendo que el científico, por supuesto, no los tiene. En la
misma idea, uno de los alumnos visitado por Tahar Ben Jelloun le preguntó «¿Has
conseguido alguna vez convencer a un racista y hacerle cambiar de idea ?». Desde una
posición de persona educada, con ideas progresistas, condiciones materiales y sociales
suficientemente satisfactorias, resulta muy fácil denunciar el racismo de los «ignorantes y
tontos», de la «España profunda». Pero si el miedo es un elemento básico del racismo,
elemento irracional por excelencia, si el prejuicio conlleva un componente afectivo y no
sólo cognitivo, ¿cómo combatirlo? ¿Qué se puede proponer a la gente que tiene miedo? No
nos debemos engañar: si la sociedad llega a ser más justa con los colectivos desfavorecidos,
alguien tendrá que hacer algún sacrificio. Así llegamos al meollo de la cuestión: el
problema es realmente el de la elección política de las prioridades sociales. Los miedos de
las poblaciones menos favorecidas de la sociedad española, miedos que se hacen patentes
en sus prejuicios étnicos, no son totalmente sin fundamentos, pues la crisis del Estado de
Bienestar, el desempleo, la falta de viviendas sociales, la ausencia de servicios para las
mujeres trabajadoras (carencia de guarderías y servicios de acogida de los hijos fuera de la
escuela, ...), la dificultad de conseguir una buena educación sin medios financieros, etc.
todo ello contribuye a alimentar una desconfianza en el futuro, que los inmigrantes parecen
amenazar aún más, y a favorecer las plagas de la sociedad (economía sumergida, trabajos
agrícolas o domésticos en condiciones de explotación) que fomentan el mantenimiento de
las desigualdades socioeconómicas actuales entre la sociedad dominante y los grupos de
inmigrantes.

Este enfoque que toma en cuenta las relaciones socioeconómicas y políticas dentro de la
sociedad para entender qué es el racismo, cómo funciona y cómo se puede combatir,
implica una ampliación del análisis al conjunto del cuerpo social y de sus relaciones
estructurales. Las categorías sociales entre las que el racismo cala más facilmente son
justamente las menos favorecidas. Si el problema se limita a educarlas mejor, cambiar sus
estereotipos sobre los inmigrantes u otros grupos étnicos, y llevarlas a abandonar sus
prejuicios, la probabilidad de reducir el racismo en una sociedad como la española quedará
bastante limitada. En primer lugar, porque como he intentado mostrar, el racismo de unos
hacia otros no es una mera cuestión de imagen negativa. En el fondo, podríamos incluso
decir que la imagen tendría poca importancia, mientras el trato fuera igualitario y
respetuoso, y los derechos respetados. En segundo lugar, el racismo es probablamente, en
muchos casos, la manifestación de una falta de seguridad y confianza que las desigualdades
existentes dentro de la sociedad producen o por lo menos fomentan. Pero sobre todo, como
lo señalé acerca del principio de la «preferencia nacional» y de la economía sumergida, la
existencia de cierta dosis de racismo en la sociedad permite seguir afirmando e
institucionalizando semejantes principios de segregación, ocultando bajo la lógica
económica su contenido racista y consiguiendo su aceptación social amplia, lo que a su vez
sirve los intereses de las categorías poseedoras de la sociedad. En un artículo sobre la
incorporación de los inmigrantes a la economía informal, Maurizio Ambrosini recuerda que
las actividades informales e irregulares «alimentan de hecho la infraestructura de los
trabajos de baja retribución que respaldan los servicios especializados así como los estilos
de vida elevados de sus empleados. Los inmigrantes, en especial los ilegales, abaratan los
costes de producción de unas fuerzas vivas altamente cualificadas» que de otro modo
«perderían terreno en la carrera competitiva» (1998: 119).

Si se proyecta la lógica económica neoliberal actualmente dominante y el


desmantelamiento del Estado de Bienestar que lo acompaña, y teniendo en cuenta el
contexto de globalización y las crecientes desigualdades que se dan en el mundo, parece,
pues, muy improbable que se invierta la tendencia hacia la discriminación y la segregación
de los inmigrantes. El creciente abismo entre categorías sociales dentro de la sociedad sólo
podría fomentar más racismo, y no habría interés real en impedirlo, pues cumple funciones
importantes de mixtificación: para las clases dominantes, sirve sus intereses, al desplazar la
problemática, haciendo parecer como una cuestión de convivencia entre grupos culturales o
étnicos lo que en realidad se ubica en el ámbito de las relaciones socioeconómicas de
dominación; para las categorías desfavorecidas de autóctonos, proporciona un chivo
expiatorio bienvenido. Los propios inmigrantes, si por supuesto tienen interés en un
cambio, tendrán poco poder para imponerlo, y en todo caso las relaciones estructurales
vigentes seguirán siendo un mal menor, frente a las condiciones cada vez más drásticas que
se dan en sus países de origen.

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