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INTRODUCCION AL ESTUDIO DE LAS IDENTIDADES URBANAS∗

Gilberto Giménez
Instituto de Investigaciones
Sociales de la UNAM

La centralidad de la pareja conceptual “cultura-identidad” en sociología.


En una buena parte de esta conferencia vamos a presentar las tesis centrales de una
teoría de la identidad, para poder plantear posteriormente cómo habría que enfocar el
análisis de las identidades urbanas, un tema que tiene que ver con la sociología urbana en
general.
El concepto de identidad es un concepto que se ha impuesto masivamente en las
ciencias sociales a partir de los años ochenta y más todavía en los noventa. El problema es
que, sobre todo en México, este concepto tiende a banalizarse, del mismo modo que el de
cultura, porque todo el mundo lo invoca hasta la saciedad sin preocuparse en lo más
mínimo por definirlo o someterlo a cierto rigor conceptual. Así como se tiende a ver cultura
por todas partes – “cultura de la violencia”, “narco-cultura”, “cultura del no pago”… -,
parece que todo está dotado de identidad, desde la “ciudadanía” abstracta hasta los parques
públicos.
En los programas de estudio y en los manuales de los departamentos de ciencias
sociales de varias universidades europeas, como la de Cambridge, por ejemplo, la
identidad o, mejor todavía, el eje cultura / identidad aparece como un pórtico de entrada a
los conceptos más importantes de la sociología y de la antropología.
En el siguiente esquema, extraído precisamente de un manual de sociología
de la Universidad de Cambridge, se observa cómo una red conceptual muy extensa, que
recubre los principales tópicos de la sociología, puede ordenarse en torno al concepto de
“identidad individual”.


Conferencia presentada el día 30 de septiembre de 2004 en el marco del Seminario Permanente de Estudios
sobre la Ciudad, del Centro de Estudios sobre la Ciudad de la Universidad Autónoma de la Ciudad de
México. La trascripción de la conferencia, elaborada por Lourdes Etchegaray, respeta el lenguaje oral del
ponente.
La red conceptual de la identidad

Fuente: http://www.haralambosholborn.com

Como se echa de ver en este esquema, la identidad individual aparece como un


concepto nodal que puede estar ligado, a través de vínculos de pertenencia, a las clases
sociales, al territorio, a la etnicidad, a grupos de edad y a categorías de género, dentro de
los cuales los sujetos desempeñan determinados roles; y a través de este primer círculo de
pertenencias, a otras categorías de carácter simbólico como cultura, subcultura, status,
valores, normas y religión, las cuales, a su vez, están ligadas a instancias de socialización y
educación como la familia, los camaradas de generación (pares), la política, el trabajo y los
medios masivos de comunicación. Este esquema nos está diciendo que la identidad
individual se construye fundamentalmente a partir de repertorios culturales disponibles para
el individuo y que, por lo tanto, la cultura y la identidad constituyen una pareja
indisociable. Nos está diciendo también que la identidad se aprende y que constituye un
“concepto de encrucijada” hacia el cual convergen los grandes tópicos de la sociología y de
la antropología.
El recurso cada vez más frecuente al concepto de identidad se explica porque se
trata de un concepto necesario en las ciencias sociales. Por ejemplo, sin el concepto de
identidad no se podría explicar la menor interacción social, porque todo proceso de
interacción implica, entre otras cosas, que los interlocutores implicados se reconozcan
recíprocamente mediante la puesta en relieve de alguna dimensión pertinente de su
identidad. En este momento yo estoy asumiendo ante ustedes una identidad de rol: la de
expositor o conferencista, y ustedes están asumiendo una identidad de rol complementaria:
la de colegas que participan en un seminario. Y gracias al reconocimiento recíproco de
nuestras respectivas identidades de rol podemos establecer una interacción fructífera y llena
de sentido entre nosotros. Este ejemplo banal nos está indicando que no es posible pensar
siquiera la sociedad sin el concepto de identidad, porque sin interacción social no hay
sociedad.
Uno podría preguntarse entonces por qué este concepto entró tan tardíamente en el
ámbito de las ciencias sociales. La verdad es que siempre estuvo presente en forma
implícita o disfrazada. Basta con recordar la teoría de la “conciencia colectiva” de
Durkheim (1963); y también la teoría de Max Weber (1974) sobre la etnicidad, cuando la
define en términos de “conciencia de comunidad”. Por lo demás, toda su teoría de la acción
está suponiendo siempre la idea de actores sociales dotados de una intencionalidad y, por
ende, de una identidad. Por último, todos recordamos la distinción entre “clase en sí” y
“clase para sí” en Marx. Pues bien, la “clase para sí” es ni más ni menos la clase-identidad.
Sin embargo, últimamente este concepto ha sido elaborado de una manera mucho más
rigurosa y ha tenido un desarrollo muy interesante, aunque desigual. Por ejemplo, en
sociología, antropología y psicología social se ha trabajado muy bien el concepto en
cuestión, pero los investigadores de otras disciplinas parecen desconocer este esfuerzo de
desarrollo teórico debido, entre otras cosas, a la incomunicación chauvinista entre
disciplinas que suele ser uno de los males endémicos en el campo de las ciencias sociales.
Esto explica el desarrollo desigual de la teoría de la identidad en las diferentes disciplinas.

Breve incursión en el territorio de la cultura


Como acabo de señalar, los conceptos de identidad y de cultura son inseparables,
por la sencilla razón de que el primero se construye a partir de materiales culturales. Por
consiguiente, para entender la identidad se requiere entender primero qué es cultura.
No puedo desarrollar aquí, por supuesto, todo el proceso histórico de formación
del concepto de cultura en las ciencias sociales. Diré simplemente que hemos pasado de
una concepción culturalista que definía la cultura, en los años cincuenta, en términos de
“modelos de comportamiento”, a una concepción simbólica que a partir de Clifford Geertz,
en los años setenta, define la cultura como “pautas de significados”. Por consiguiente,
Geertz restringe el concepto de cultura reduciéndolo al ámbito de los hechos simbólicos.
Este autor sigue hablando de “pautas”, pero no ya de pautas de comportamientos sino de
pautas de significados, que de todos modos constituyen una dimensión analítica de los
comportamientos (porque lo simbólico no constituye un mundo aparte, sino una dimensión
inherente a todas las prácticas). Vale la pena recordar el primer capítulo del libro de
Clifford Geertz La interpretación de las culturas (1982), donde afirma, citando a Max
Weber, que la cultura se presenta como una “telaraña de significados” que nosotros
mismos hemos tejido a nuestro alrededor y dentro de la cual quedamos ineluctablemente
atrapados.
Pero demos un paso más: no todos los significados pueden llamarse
culturales, sino sólo aquellos que son compartidos y relativamente duraderos, ya sea a nivel
individual, ya sea a nivel histórico, es decir, en términos generacionales (Strauss y Quin,
1997). Así, por ejemplo, hay significados vinculados con mi biografía personal que para mí
revisten una enorme importancia desde el punto de vista individual e idiosincrásico, pero
que ustedes no comparten y tampoco yo deseo compartir. A éstos no los llamamos
significados culturales. Y tampoco son tales los significados efímeros de corta duración,
como ciertas modas intelectuales pasajeras.
A esto debe añadirse otra característica: muchos de estos significados compartidos
pueden revestir también una gran fuerza motivacional y emotiva (como suele ocurrir en el
campo religioso). Además, frecuentemente tienden a desbordar un contexto particular para
difundirse a contextos más amplios. A esto se le llama “tematicidad” de la cultura, por
analogía con los temas musicales recurrentes en diferentes piezas o con los “motivos” de
los cuentos populares que se repiten como un tema invariable en muchas narraciones. Así,
por ejemplo, el símbolo de la maternidad, que nosotros asociamos espontáneamente con la
idea de protección, calor y amparo, es un símbolo casi universal que desborda los contextos
particulares. Recordemos la metáfora de la “tierra madre” que en los Andes se traduce
como la “Pacha Mama”.
Pero lo importante aquí, como ya señalamos, es tener en cuenta que no todos los
significados son culturales, sino sólo aquellos que son compartidos y relativamente
duraderos. Además de eso, pueden ser más o menos temáticos, en el sentido explicado
anteriormente, y dotados de mayor o menor fuerza emotiva y motivacional.
Otro punto importante que necesitamos destacar es el siguiente: por una parte los
significados culturales se objetivan en forma de artefactos o comportamientos observables,
llamados también “formas culturales” por John B. Thompson (1998: 202 y ss), (por
ejemplo, obras de arte, ritos, danzas…); y por otra se interiorizan en forma de “habitus”, de
ideologías o de representaciones sociales. En el primer caso tenemos lo que Bourdieu
llamaba “simbolismo objetivado” y otros “cultura pública”, mientras que en el último caso
tenemos las “formas interiorizadas” o “incorporadas” de la cultura.
Por supuesto que existe una relación dialéctica e indisociable entre ambas
formas de la cultura. Por una parte, las formas interiorizadas provienen de experiencias
comunes y compartidas, mediadas por las formas objetivadas de la cultura; y por otra, no se
podría interpretar ni leer siguiera las formas culturales exteriorizadas sin los esquemas
cognitivos o “habitus” que nos habilitan para ello. Esta distinción es una tesis clásica de
Bourdieu que para mí desempeña un papel estratégico en los estudios culturales, ya que
permite tener una visión integral de la cultura, en la medida en que incluye también su
interiorización por los actores sociales. Más aún, nos permite considerar la cultura
preferentemente desde el punto de vista de los actores sociales que la interiorizan, la
“incorporan” y la convierten en sustancia propia. Desde esta perspectiva podemos decir
que no existe cultura sin sujeto ni sujeto sin cultura.
Estas consideraciones revisten bastante importancia para evaluar críticamente
ciertas tesis “postmodernas” como la de la “hibridación cultural”, que sólo toma en cuenta
la génesis o el origen de los componentes de las “formas culturales” (v.g. en la música, en
la arquitectura y en la literatura), sin preocuparse por los sujetos que las producen, las
consumen y se las apropian confiriéndoles un nuevo sentido. Bajo este ángulo, la tesis
carece de originalidad, ya que sabemos desde Franz Boas que todas las formas culturales
son híbridas desde el momento en que se ha generalizado el contacto intercultural. Es una
tesis trillada de lo que suele llamarse “difusionismo” en Antropología. Pero las formas
interiorizadas de la cultura se caracterizan precisamente por la tendencia a recomponer y
rediagramar lo “híbrido”, confiriéndole una relativa unidad y coherencia. Con otras
palabras, no se puede interiorizar lo híbrido en cuanto híbrido, ni mantener por mucho
tiempo lo que los psicólogos llaman “disonancias cognitivas” salvo en situaciones
psíquicamente patológicas.
Resumamos lo expuesto de la siguiente manera: la cultura es la organización social
del sentido, interiorizado de modo relativamente estable por los sujetos en forma de
esquemas o de representaciones compartidas, y objetivado en “formas simbólicas”, todo
ello en contextos históricamente específicos y socialmente estructurados, porque para
nosotros, sociólogos y antropólogos, todos los hechos sociales se hallan inscritos en un
determinado contexto espacio-temporal.

La cultura como operadora de diferenciación


El siguiente paso es mostrar cómo las identidades se construyen precisamente a
partir de la apropiación, por parte de los actores sociales, de determinados repertorios
culturales considerados simultáneamente como diferenciadores (hacia afuera) y definidores
de la propia unidad y especificidad (hacia adentro). Es decir, la identidad no es más que la
cultura interiorizada por los sujetos, considerada bajo el ángulo de su función
diferenciadora y contrastiva en relación con otros sujetos. En efecto, ya Emmanuel
Wallerstein (1992: 31 ss.) señalaba que una de las funciones casi universalmente atribuida a
la cultura es la de diferenciar a un grupo de otros grupos. En este sentido representa el
conjunto de los rasgos compartidos dentro de un grupo y presumiblemente no compartidos
(o no enteramente compartidos) fuera del mismo. De aquí su papel de operadora de
diferenciación.
Ahora podemos entender por qué los conceptos de cultura y de identidad
constituyen una pareja indisociable. Y también podemos entender que la concepción que se
tenga de la cultura va a comandar la concepción correspondiente de la identidad. Si soy, por
ejemplo, “posmoderno” y concibo la cultura como esencialmente fragmentada, híbrida,
descentrada y fluida, mi concepción de la identidad también revestirá los mismos
caracteres. Tal es el caso del sociólogo Zigmunt Bauman (2000), quien en varios de sus
ensayos considera que en la sociedad posmoderna todo es “líquido” (“globalización
líquida”, “sociedades líquidas”, “amores líquidos”, “identidades fluidas” etc.), negando de
este modo toda estabilidad a cualquier proceso social.

La identidad como atributo relacional de los actores sociales


Pasemos ahora a enunciar una tesis central que pienso nos puede ayudar a entender
las identidades urbanas. Esta tesis podría formularse así: la identidad se predica en sentido
propio solamente de sujetos individuales dotados de conciencia, memoria y psicología
propias, y sólo por analogía de los actores colectivos, como son los grupos, los
movimientos sociales, los partidos políticos, la comunidad nacional y, en el caso urbano,
los vecindarios, los barrios, los municipios y la ciudad en su conjunto.,
Como podrán comprobar, esta teoría es de suma importancia porque aquí suele
haber muchas confusiones. El gran problema en ciertos sectores de las ciencias sociales,
sobre todo en México, es la tendencia a “psicologizar” las categorías estadísticas, los
grupos y los colectivos. Y es que existen precedentes que presionan en esta dirección,
como cierta literatura que de Samuel Ramos hasta Octavio Paz busca definir nada menos
que “la psicología del mexicano”. Así, para Samuel Ramos el principio generador de la
identidad del mexicano sería el complejo de inferioridad; para Octavio Paz, la soledad; y
para Roger Bartra, la melancolía. Nadie pone en cuestión el valor literario y hasta heurístico
de la obra de estos autores. Más aún, para mí Octavio Paz, sobre todo en El Laberinto de la
Soledad (1950), es el Ortega y Gasset mexicano. Pero una cosa es el valor literario y otra
muy distinta la validez de las hipótesis sociológicas que sustentan en lenguaje literario.
Hablar de la “psicología del mexicano”, de la “psicología de la mujer” o de la “psicología
de la juventud” me parece una aberración sociológica, porque se está hipostasiando y
“psicologizando” agregados estadísticos que no pueden ser tratados como si fueran actores
sociales. No existe la “psicología del mexicano” ni mucho menos esa famosa doble historia
que señala Paz: la historia aparente y la historia subterránea que desde los sacrificios
aztecas y la Malinche habría dejado huellas traumáticas en la conciencia de los mexicanos.
Lo grave del caso es que esta “sociología literaria” puede provocar en sus lectores lo que
Bourdieu llamaba “efecto de teoría”. Es decir, como Octavio Paz es un autor muy
reconocido y de vasta influencia, sus lectores pueden terminar identificándose realmente
con la imagen del mexicano diseñada en su “teoría”. De este modo la teoría hace existir
“performativamente” lo que antes de ella no existía.
Por todo esto considero muy importante la tesis según la cual la identidad se predica
en sentido propio solamente de los sujetos individuales dotados de conciencia, memoria y
psicología propias, y sólo por analogía de los actores colectivos.
Lo anterior nos conduce a otra tesis fundamental: la teoría de la identidad se
inscribe dentro de una teoría de los actores sociales. Por lo tanto, cuando hablemos más
adelante de “identidades urbanas” estaremos refiriéndonos primariamente a la identidad de
actores considerados en diferentes escalas del espacio urbano y según su modo de
relacionarse con ese espacio. Sólo por analogía muy lejana podríamos atribuir una especie
de “identidad objetiva” y a priori a los espacios públicos de la ciudad, como las avenidas,
las plazas, los centros y los parques, independientemente de la percepción de los usuarios
que los “consumen” y frecuentan. En efecto, en el caso límite se puede decir que cualquier
atribución de rasgos distintivos para definir o clasificar lo que sea – un mineral, un vegetal,
un animal o un espacio físico -, implica el señalamiento de una “identidad”.
No es una casualidad que la teoría de la identidad haya surgido en el ámbito de las
teorías de la acción, es decir, en el contexto de las familias de teorías que parten del
postulado weberiano de la “acción dotada de sentido”. En efecto, no puede existir “acciones
con sentido” sin actores, y la identidad constituye precisamente uno de los parámetros que
definen a estos últimos.
Cuando se habla de actor social es necesario tener en cuenta las diferencias de
terminología. En efecto, hay autores que prefieren hablar de “sujetos” en lugar de “actores”,
y otros – como Bourdieu – que hablan de “agentes”. A pesar de sus diferentes matices,
estos términos se refieren fundamentalmente a lo mismo: a los soportes o fuentes de la
acción. Pero tienen connotaciones diferentes porque provienen de tradiciones también
diferentes. Por ejemplo, el término “sujeto” connota una excesiva libertad de opción (como
la del sujeto sartriano) y está ligado al individualismo metodológico (Boudon) y al
psicoanálisis lacaniano; mientras que el “agente” de Bourdieu depende demasiado de las
estructuras y parece tener cierta connotación determinista. Con otros muchos, prefiero el
término “actor”, porque ni es completamente libre y ni está totalmente determinado por la
maquinaria de las estructuras, sino que se encuentra siempre “en algún lugar entre el
determinismo y la libertad”. Ese “lugar” puede variar según la posición que el actor ocupa
en las estructuras sociales y los recursos de que dispone. Es posible, por ejemplo, que a
pesar de mis condicionamientos yo tenga mayores márgenes de libertad que el pobre
albañil no calificado que ayer fue a buscar trabajo en mi casa.
Podemos utilizar, por supuesto, cualquiera de los tres términos, pero aclarando
siempre en qué sentido y con qué implicaciones teóricas lo estamos haciendo.
Ahora bien, ¿cuáles son los parámetros fundamentales que definen a un actor
social?
1) Todo actor ocupa siempre una o varias posiciones en la estructura social. Nadie
puede escaparse de esto, porque ni los individuos ni los grupos están colgados de las nubes.
Los actores son indisociables de las estructuras y siempre deben ser estudiados como
“actores-insertos-en-sistemas“(actors-in-system), dicen algunos sociólogos
norteamericanos. En el espacio urbano, por ejemplo, no podemos ni siquiera concebir un
actor que no esté situado en algún lugar de la estratificación urbana o de la estructura socio-
profesional urbana. Y eso significa ocupar una posición en la estructura social.
2) Ningún actor se concibe sino en interacción con otros, sea en términos
inmediatos (cara a cara), como en un vecindario; sea a distancia, como cuando me
comunico por Internet con colegas que viven en Cambridge o en París. Por consiguiente no
podré concebir un actor social urbano que no esté en interacción con otros sea en espacios
públicos, sea dentro de un vecindario, dentro de un barrio, dentro de una zona urbana
especializada o a escala de toda la aglomeración urbana
3) El actor social está dotado siempre de alguna forma de poder, en el sentido de
que dispone siempre de algún tipo de recursos que le permite establecer objetivos y
movilizar los medios para alcanzarlos. Yo, por ejemplo, carezco del poder burocrático que
tienen algunos de mis colegas en la Universidad (porque no nací en México y si bien soy
ciudadano mexicano, soy ciudadano de segunda), pero supongo que tengo alguna forma de
poder, alguna capacidad de decisión por lo menos en mi casa o entre mis estudiantes.
4) Todo actor social está dotado de una identidad. Ésta es la imagen distintiva que
tiene de sí mismo el actor social en relación con otros. Se trata, por lo tanto, de un atributo
relacional y no de una “marca” o de una especie de placa que cada quien lleva colgado del
cuello.
5) En estrecha relación con su identidad, todo actor social tiene también un
proyecto, es decir, algún prospecto para el futuro, alguna forma de anticipación del
porvenir. Un mismo actor social puede tener múltiples proyectos: algunos son “proyectos
de vida cotidiana” (por ejemplo, ir al cine el próximo fin de semana); otros, en cambio, son
“proyectos de sociedad” (v.g., proyectos políticos, proyectos de desarrollo urbano). El
proyecto (personal o colectivo) está muy ligado con la percepción de nuestra identidad,
porque deriva de la imagen que tenemos de nosotros mismos y, por ende, de nuestras
aspiraciones.
6) Todo actor social se encuentra en constante proceso de socialización y
aprendizaje, lo cual quiere decir que está haciéndose siempre y nunca termina de
configurarse definitivamente. Es la experiencia que tenemos nosotros los maestros, pues
nunca acabamos de aprender. Siempre tenemos que estar al día y mantenernos al corriente
de lo que se está produciendo internacionalmente. Uno nunca puede decir: “bueno,
caramba, ya me recibí, tengo mi título de doctorado y hasta de postdoctorado y ya no leo
más”.
En resumen, podemos ver que la teoría de la identidad se cruza con la teoría de los
actores sociales, y en el caso de este Seminario, con la de los actores urbanos.

Identidades individuales
Como acabamos de señalar, la identidad es siempre la identidad de determinados
actores sociales que en sentido propio sólo son los actores individuales, ya que estos
últimos son los únicos que poseen conciencia, memoria y psicología propias. Pero ello no
obsta a que el concepto de identidad se aplique también, analógicamente, a grupos y
colectivos carentes de conciencia propia porque constituyen más bien “sistemas de acción”.
Para ambos casos, el concepto de identidad implica por lo menos los siguientes
elementos: (1) la permanencia en el tiempo de un sujeto de acción (2) concebido como una
unidad con límites (3) que lo distinguen de todos los demás sujetos, (4) aunque también se
requiere el reconocimiento de estos últimos.
Como primer elemento tenemos entonces la permanencia en el tiempo de un sujeto
de acción, es decir, una permanencia relativa ya que, sobre todo en el ámbito urbano, las
identidades cambian muy rápidamente. En un momento determinado uno analiza un
vecindario y encuentra una sociabilidad comunitaria sumamente intensa, pero uno vuelve
quince años después y encuentra que todo ha cambiado: los hijos crecieron y se fueron, y el
espíritu comunitario se disolvió en el aire.
Otro elemento a considerar es que la identidad social debe concebirse como una
unidad con límites que la distinguen de todos los demás sujetos, aunque también se requiere
el reconocimiento por parte de éstos, como diremos más adelante.
Ya hemos hablado de la distinción crucial entre identidades individuales e
identidades colectivas. Por lo tanto, el problema de la identidad puede ser abordado a escala
de los individuos o a escala de los grupos u otros colectivos. Se trata de puntos de vista
diferentes que toda investigación debe tomar en cuenta so pena de caer en confusiones
lamentables. Comencemos por las identidades individuales
En la escala individual, la identidad puede ser definida como un proceso subjetivo y
frecuentemente auto-reflexivo por el que los sujetos individuales definen sus diferencias
con respecto a otros sujetos mediante la auto-asignación de un repertorio de atributos
culturales generalmente valorizados y relativamente estables en el tiempo.
Pero debe añadirse de inmediato, como señalamos más arriba y remacharemos
después, una precisión capital: la auto-identificación del sujeto del modo susodicho
requiere ser reconocida por los demás sujetos con quienes interactúa para que exista social
y públicamente. Por eso decimos que la identidad del individuo no es simplemente
numérica, sino también una identidad cualitativa que se forma, se mantiene y se manifiesta
en y por los procesos de interacción y comunicación social (Habermas, 1987: Vol. II: 145)
Desarrollemos brevemente las implicaciones de la definición inicial. Si aceptamos
que la identidad de un sujeto se caracteriza ante todo por la voluntad de distinción,
demarcación y autonomía con respecto a otros sujetos, se plantea naturalmente la cuestión
de cuáles son los atributos diacríticos a los que dicho sujeto apela para fundamentar esa
voluntad. Diremos que se trata de una doble serie de atributos distintivos:
1) atributos de pertenencia social que implican la identificación del individuo con
diferentes categorías, grupos y colectivos sociales;
2) atributos particularizantes que determinan la unicidad idiosincrásica del sujeto en
cuestión.
Por lo tanto, la identidad de una persona contiene elementos de lo “socialmente
compartido”, resultante de la pertenencia a grupos y otros colectivos, y de lo
“individualmente único”. Los elementos colectivos destacan las semejanzas, mientras que
los individuales enfatizan las diferencias, pero ambos se conjuntan para constituir la
identidad única, aunque multidimensional, del sujeto individual.
Por lo que toca a la primera serie de atributos, la identidad de un individuo se define
principalmente por el conjunto de sus pertenencias sociales. G. Simmel ilustra este aserto
del siguiente modo:
“El hombre moderno pertenece en primera instancia a la familia de sus
progenitores; luego, a la fundada por él mismo, y por lo tanto, también a la de su mujer; por
último, a su profesión, que ya de por sí lo inserta frecuentemente en numerosos círculos de
intereses […] Además, tiene conciencia de ser ciudadano de un Estado y de pertenecer a un
determinado estrato social. Por otra parte, puede ser oficial de reserva, pertenecer a un par
de asociaciones y poseer relaciones sociales conectadas, a su vez, con los más variados
círculos sociales…” (citado por Pollini, 1987: 32).
Vale la pena subrayar esta contribución específicamente sociológica a la teoría de la
identidad, según la cual las pertenencias sociales constituyen, paradójicamente, un
componente esencial de las identidades individuales. Más aún, según la tesis de Simmel, la
multiplicación de los círculos de pertenencia, lejos de diluir la identidad individual, más
bien la fortalece y circunscribe con mayor precisión, ya que
“cuanto más se acrecienta su número, resulta menos probable que otras personas
exhiban la misma combinación de grupos y que los numerosos círculos (de pertenencia) se
entrecrucen una vez más en un solo punto” (citado por Pollini, ibid., p. 33)
¿Pero cuáles son, concretamente, esas categorías o grupos de pertenencia? Según los
sociólogos, los más importantes – aunque no los únicos – serían la clase social, la etnicidad,
las colectividades territorializadas (localidad, región, nación), los grupos de edad y el
género. Tales serían las principales fuentes que alimentan la identidad personal. Los
sociólogos también añaden que, según los diferentes contextos, algunas de estas
pertenencias pueden tener mayor relieve y visibilidad que otras. Así, por ejemplo, para un
indígena mexicano su pertenencia étnica – frecuentemente delatada por el color de su piel –
es más importante que su estatuto de clase, aunque objetivamente también forme parte de
las clases subalternas.
Cabe añadir todavía que, ya según los clásicos, la pertenencia social implica
compartir, aunque sea parcialmente, los modelos culturales (de tipo simbólico -expresivo)
de los grupos o colectivos en cuestión. No se pertenece a la Iglesia católica, ni se es
reconocido como miembro de la misma, si no se comparte en mayor o menor grado sus
dogmas, su credo y sus prácticas rituales. Esta observación adicional nos permite precisar
en qué sentido la cultura interviene como nutriente de la identidad: no, por cierto, en
términos generales y abstractos, sino en cuanto se condensa en forma de “mundos concretos
y relativamente delimitados de creencias y prácticas” propias de nuestros grupos de
pertenencia (Sewell, Jr., 1999: 52). En este caso, “una cultura” (v.g. una cultura étnica) se
opone a “otras culturas” (v.g. una cultura clase mediera o una subcultura juvenil).
Revisemos ahora rápidamente la segunda serie de atributos: los que hemos llamado
“atributos particularizantes”. Éstos son múltiples, variados y también cambiantes según los
diferentes contextos, por lo que la enumeración que sigue debe considerarse abierta, y no
definitiva y estable.
Las personas también se identifican y se distinguen de los demás, entre otras cosas:
(1) por atributos que podríamos llamar “caracteriológicos”; (2) por su “estilo de vida”
reflejado principalmente en sus hábitos de consumo; (3) por su red personal de “relaciones
íntimas” (alter ego); (4) por el conjunto de “objetos entrañables” que poseen; y (5) por su
biografía personal incanjeable.
Los atributos caracteriológicos son un conjunto de características tales como
“disposiciones, hábitos, tendencias, actitudes y capacidades, a los que se añade lo relativo a
la imagen del propio cuerpo” (Lipiansky, 1992: 122). Algunos de estos atributos tienen un
significado preferentemente individual (v.g., inteligente, perseverante, imaginativo),
mientras que otros tienen un significado relacional (v.g. tolerante, amable, comunicativo,
sentimental).
Los estilos de vida se relacionan con las preferencias personales en materia de
consumo. El presupuesto subyacente es el de que la enorme variedad y multiplicidad de
productos promovidos por la publicidad y el marketing permiten a los individuos elegir
dentro de una amplia oferta de estilos de vida. Por ejemplo, se puede elegir un “estilo
ecológico” de vida, que se reflejará en el consumo de alimentos (v.g., no consumir
productos con componentes transgénicos) y en el comportamiento frente a la naturaleza
(por ejemplo, valorización del ruralismo, defensa de la biodiversidad, lucha contra la
contaminación ambiental). Nuestra tesis es la de que los estilos de vida constituyen
sistemas de signos que nos dicen algo acerca de la identidad de las personas. Son “indicios
de identidad”.
Una contribución de Edgar Morin (2001: 69) destaca la importancia de la red
personal de relaciones íntimas (parientes cercanos, amigos, camaradas de generación,
novias y novios, etc.) como operadora de diferenciación. En efecto, cada quien tiende a
formar en rededor un círculo reducido de personas entrañables, cada una de las cuales
funciona como “alter ego” (otro yo), es decir, como extensión y “doble” de uno mismo, y
cuya desaparición (por alejamiento o muerte) se sentiría como una herida, como una
mutilación, como una incompletud dolorosa. La ausencia de este círculo íntimo generaría
en las personas el sentimiento de una soledad insoportable.
No deja de tener cierta analogía con el punto anterior otro rasgo diferenciador
propuesto por el sociólogo chileno Jorge Larraín (2000: 25): el apego afectivo a cierto
conjunto de objetos materiales que forma parte de nuestras posesiones: nuestro propio
cuerpo, nuestra casa, un automóvil, un perro, un repertorio musical, unos poemas, un
retrato, un paisaje… Larraín cita a este respecto un pasaje sugerente de William James:
“Está claro que entre lo que un hombre llama mí y lo que simplemente llama mío la
línea divisoria es difícil de trazar… En el sentido más amplio posible […] el sí mismo de
un hombre es la suma total de todo lo que él puede llamar suyo, no sólo su cuerpo y sus
poderes psíquicos, sino sus ropas y su casa, su mujer y sus niños, sus ancestros y amigos, su
reputación y trabajos, su tierra y sus caballos, su yate y su cuenta bancaria” (citado por
Larraín, 2001: 26).
En una dimensión más profunda, lo que más nos particulariza y distingue es nuestra
propia biografía incanjeable, relatada en forma de “historia de vida”. Es lo que Pizzorno
(1989: 318) denomina identidad biográfica y Lipiansky (1992: 121) identidad íntima. Esta
dimensión de la identidad también requiere como marco el intercambio interpersonal. En
efecto, en ciertos casos éste progresa poco a poco a partir de ámbitos superficiales hacia
capas más profundas de la personalidad de los actores individuales, hasta llegar al nivel de
las llamadas “relaciones íntimas”, de las que las “relaciones amorosas” constituyen un caso
particular (Brehm, 1984: 169). Es precisamente en este nivel de intimidad donde suele
producirse la llamada “auto-revelación” recíproca (entre conocidos, camaradas, amigos o
amantes), por la que al requerimiento de un conocimiento más profundo (“dime quién eres:
no conozco tu pasado”) se responde con una narrativa autobiográfica de tono confidencial
(self-narration).
Desarrollemos ahora brevemente, para terminar este apartado, la tesis
complementaria según la cual la autoidentificación del sujeto tiene que ser reconocida por
los demás sujetos con quienes interactúa para que exista social y públicamente, porque,
como dice Bourdieu: “el mundo social es también representación y voluntad, y existir
socialmente también quiere decir ser percibido, y por cierto ser percibido como distinto”
(1982: 142). En términos interaccionistas diríamos que nuestra identidad es una “identidad
de espejo” (looking glass self:), es decir, que ella resulta de cómo nos vemos y cómo nos
ven los demás. Este proceso no es estático sino dinámico y cambiante.
El fenómeno del reconocimiento (la Anerkennung de Hegel) es la operación
fundamental en la constitución de las identidades. En buena parte – dice Pizzorno – nuestra
identidad es definida por otros, en particular por aquellos que se arrogan el poder de otorgar
reconocimientos “legítimos” desde una posición dominante. “En los años treinta lo
importante era cómo las instituciones alemanas definían a los judíos, y no cómo éstos se
definían a sí mismos” (Pizzorno, 2000: 205 y ss.)
Pero de aquí no se sigue que seamos “prisioneros” de cómo nos ven los demás.
Irving Goffman, por ejemplo, si bien postula la producción situacional (o dramatúrgica) del
self, también subraya su frecuente inconformismo: el yo-identidad no se limita a ratificar
modelos de comportamiento generalizados satisfaciendo las expectativas de otros.
Pensemos en la imprevisibilidad, en la desobediencia, en la terquedad y en el rechazo con
que los niños, y más aún los adolescentes, manifiestan a veces su insatisfacción por el
modo en que son reconocidos. Por eso Hegel hablaba también en su Fenomenología de la
“lucha por el reconocimiento”: luchamos para que los otros nos reconozcan tal como
nosotros queremos definirnos, mientras que los otros tratan de imponernos su propia
definición de lo que somos.
De lo dicho se infiere que la identidad de los individuos resulta siempre de una
especie de compromiso o negociación entre autoafirmación y asignación identitaria, entre
“autoidentidad” y “exoidentidad”. De aquí la posibilidad de que existan discrepancias y
desfases entre la imagen que nos forjamos de nosotros mismos y la imagen que tienen de
nosotros los demás. De aquí procede la distinción entre identidades internamente definidas,
que algunos llaman “identidades privadas”, e identidades externamente imputadas, también
llamadas “identidades públicas” (Hecht, 1993: 42-43).

Identidades colectivas
Señalamos anteriormente que las identidades colectivas se construyen por analogía
con las identidades individuales. Esto significa que ambas formas de identidad son a la vez
diferentes y en algún sentido semejantes.
¿En qué se diferencian? En que las identidades colectivas (1) carecen de
autoconciencia y de psicología propias; (2) en que no son entidades discretas, homogéneas
y bien delimitadas; y (3) en que no constituyen un “dato”, sino un “acontecimiento”
contingente que tiene que ser explicado.
El primer punto ya lo desarrollamos extensamente más arriba. En cuanto al
segundo, diremos que un grupo o una comunidad no constituyen una entidad discreta y
claramente delimitada como nuestro cuerpo, que es la entidad material y orgánica en la que
se concreta nuestra identidad individual. Yo sé dónde comienza y termina mi cuerpo, ¿pero
dónde comienza y termina realmente un vecindario, un barrio, un movimiento social o un
partido político? Por lo que toca al último punto, cualquiera que haya militado en un partido
político o en grupos de participación ciudadana, por ejemplo, sabe lo difícil que es
mantener la cohesión grupal y la lealtad duradera de los miembros. Hay que estar
negociando permanente con todos ellos y organizando con frecuencia manifestaciones, ritos
de unidad y liturgias aglutinadoras. Con otras palabras: hay estar construyendo permanente
al partido político o al grupo en cuestión. A esto nos referimos cuando hablamos de “macro
o micropolíticas de grupalización”.
¿Y en qué se parecen las identidades colectivas y las individuales? En que, al igual
que las últimas, también las primeras tienen “la capacidad de diferenciarse de su entorno,
de definir sus propios límites, de situarse en el interior de un campo y de mantener en el
tiempo el sentido de tal diferencia y delimitación, es decir, de tener una ‘duración’
temporal” (Sciolla, 1983: 14), todo ello no por sí mismas – ya que no son organismos ni
“individuos colectivos” -, sino a través de los sujetos que la representan o administran
invocando una real o supuesta delegación de poder (Bourdieu, 1984: 49)
Para definir la ontología peculiar de las identidades colectivas nos apoyaremos en
una obra reciente de Alberto Melucci - Challenging codes (2001) -, que además de
representar su testamento intelectual, constituye en nuestra opinión la contribución más
significativa a la teoría de las identidades colectivas.
Melucci construye el concepto de identidad colectiva – como categoría analítica - a
partir de una teoría de la acción colectiva. Ésta se concibe como un conjunto de prácticas
sociales que: (a) involucran simultáneamente a cierto número de individuos o – en un nivel
más complejo – de grupos; (b) exhiben características morfológicas similares en la
contigüidad temporal y espacial; c) implican un campo de relaciones sociales, así como
también d) la capacidad de la gente involucrada para conferir un sentido a lo que está
haciendo o va a hacer (p. 20). Así entendida, la acción colectiva abarca una gran variedad
de fenómenos empíricos como movimientos sociales, conflictos étnicos, acciones
guerrilleras, manifestaciones de protesta, huelgas, motines callejeros, movilizaciones de
masa, etc.
Ahora bien, las acciones colectivas suponen actores colectivos dotados de identidad,
porque de lo contrario no se podría explicar cómo adquieren intencionalidad y sentido.
¿Pero en qué radica la unidad distintiva que definiría la identidad de estos actores
colectivos?
Melucci encuentra esta unidad distintiva en la definición interactiva y compartida
concerniente a las orientaciones de su acción y al campo de oportunidades y
constreñimientos dentro del cual tiene lugar dicha acción (p. 70). Por eso, lo primero que
hace cualquier partido político al presentarse en la escena pública es definir su proyecto
propio - expresado en una ideología, en una doctrina o en un programa -, y construirse una
historia y una memoria que le confieran precisamente estabilidad identitaria.
Desglosemos los elementos principales de esta definición. Para Melucci la identidad
colectiva implica, en primer término, definiciones cognitivas concernientes a las
orientaciones de la acción, es decir, a los fines, los medios y el campo de la acción.1 Pero el
autor añade una consideración importante: estos elementos son incorporados a un conjunto
determinado de rituales, prácticas y artefactos culturales, todo lo cual permite a los sujetos
involucrados asumir las orientaciones de la acción así definidas como “valor” o, mejor,
como “modelo cultural” susceptible de adhesión colectiva. Pensemos, por ejemplo, en los
movimientos ecologistas que condensan su objetivo último en la consigna “salvar la vida en
el planeta”, y lo viven como un nuevo humanismo que alarga el espacio temporal de la
responsabilidad humana poniendo en claro que la suerte de los seres humanos está ligada a
la de las formas vivas no humanas, como las animales y las vegetales.
La observación anterior explica por qué se produce siempre cierto grado de
involucramiento emocional en la definición de la identidad colectiva. Este involucramiento
permite a los individuos sentirse parte de una común unidad. “Las pasiones y los
sentimientos, el amor y el odio, la fe y el miedo forman parte de un cuerpo que actúa
colectivamente, de modo particular en áreas de la vida social menos institucionalizadas,
como aquellas donde se mueven los movimientos sociales” – dice Melucci (p. 70-71). Por
eso la identidad colectiva nunca es enteramente negociable. En efecto, la participación en la
acción colectiva comporta un sentido que no puede ser reducido al cálculo de costo-
beneficio, ya que siempre moviliza también emociones.
En conclusión, según Melucci la identidad colectiva define la capacidad para la
acción autónoma así como la diferenciación del actor respecto a otros dentro de la
continuidad de su identidad. Pero también aquí la autoidentificación debe lograr el
reconocimiento social si quiere servir de base a la identidad. La capacidad del actor para
distinguirse de los otros debe ser reconocida por esos “otros”. Resulta imposible hablar de
identidad colectiva sin referirse a su dimensión relacional. Vista de este modo, la identidad
colectiva comporta una tensión irresuelta e irresoluble entre la definición que un
movimiento ofrece de sí mismo y el reconocimiento otorgado al mismo por el resto de la
sociedad. El conflicto sería el ejemplo extremo de esta discrepancia y de las tensiones que
genera. En los conflictos sociales la reciprocidad resulta imposible y comienza la lucha por
la apropiación de recursos escasos.

1
Este nivel cognitivo no implica necesariamente, según Melucci, un marco unificado y coherente. Las
definiciones pueden ser diferentes y hasta contradictorias.
Éste es el esqueleto de una teoría de la identidad colectiva, y es lo que hay que tener
en cuenta para hablar con sentido de las identidades urbanas, mismas que abarcaremos en
esta segunda parte de nuestra reflexión.

II

Identidades urbanas
La síntesis recién presentada tenía como propósito ensayar, en este Seminario, su
posible aplicación en los estudios sobre identidades urbanas.
Hasta hoy no he tenido la oportunidad de investigar identidades urbanas. Pero
realicé una investigación sobre la identidad y el sentido de pertenencia socio-territorial de
las poblaciones campesinas tradicionales del Valle del Atlixco (Giménez y Gendreau,
2001), cuyos procedimientos y conceptos básicos podrían ser traspuestos, con las debidas
precauciones, al estudio de las identidades en el territorio urbano.
Antes de entrar al tema, es muy importante tener en cuenta el siguiente
principio: las identidades socio-territoriales, incluidas las urbanas, expresan una forma
particular de relacionarse con el territorio que implica la elaboración de un fuerte lazo
simbólico en doble sentido: yo pertenezco al territorio, soy parte de él (“soy de Ecatepec”,
“soy de Tepito”); pero al mismo tiempo el territorio me pertenece: (“mi país”, “mi ciudad”,
“mi colonia”, “mi barrio”). Entonces, cuando estudio identidades urbanas estoy estudiando
modos individuales o colectivos de relacionarse con el territorio urbano en cualquiera de las
escalas pertinentes. Por eso vivir en una ciudad o pasar por una ciudad no es lo mismo que
pertenecer a la misma. Si no estoy relacionado de manera significativa con la ciudad donde
vivo, si no estoy comprometido con la dinámica urbana, si sólo soy un turista o un residente
transitorio de la misma, no puedo tener identidad urbana.
Dicho esto, ¿cómo procedería yo si tuviera que diseñar un proyecto de investigación
sobre identidades urbanas?
En primer lugar trataría de precisar el tipo de ciudad que va a constituir mi objeto de
estudio. En efecto, sabemos que estamos pasando de la urbanización industrial a la
metropolización ligada con los procesos de globalización, y que no es lo mismo estudiar
una pequeña ciudad provinciana, una ciudad industrial y una metrópoli como la ciudad de
México (Leresche et al., 1995). Una ciudad industrial se propone aprovechar al máximo los
recursos y las facilidades de la concentración y de la proximidad, mientras que una
metrópoli se caracteriza por una serie de elementos que quisiera ejemplificar.
En una ciudad de tipo metropolitano la población y los empleos tienden a abandonar
el centro para establecerse en territorios suburbanos próximos. En consecuencia se
producen, en oleadas sucesivas, procesos de suburbanización (primer movimiento), de
periurbanización (segundo movimiento) y de “rurbanización”, o sea la difusión en el
ámbito rural de estilos de vida y modos de consumo urbanos (tercer movimiento). Estos
procesos son facilitados por la expansión de las redes de transporte y de
telecomunicaciones. El resultado es la formación de aglomeraciones gigantescas de al
menos un millón de habitantes. Cuando sobrepasan los diez millones de habitantes
hablamos de “megalópolis”, un fenómeno propio de los países subdesarrollados. En el año
2000 había 400 metrópolis en el mundo que concentraban el 20 % de la población mundial.
Siguiendo con mi proyecto de investigación, el paso siguiente sería la ubicación de
mi estudio en alguno de los “estratos en profundidad” (Gurvitch, 1963)) de la sociedad
urbana. Estos estratos de profundidad creciente son tres, y yo los llamo “las tres ciudades”,
a saber: la ciudad morfológica, la ciudad socio-política y la “ciudad de la gente”.
La ciudad morfológica está constituida por todo lo que es directamente observable:
el terreno, el entorno natural, los edificios, las redes técnicas (transporte, agua, electricidad,
etc.), los espacios públicos (calles, plazas, parques), la población, etc. Es la “ciudad” que
resulta de la acción de los “profesionales del espacio” (arquitectos, urbanistas, ingenieros,
diseñadores…)
La ciudad socio-política es el nivel de las prácticas urbanas, de la “participación
ciudadana”. Comprende el conjunto de los comportamientos sociales (públicos y privados)
que los citadinos realizan en el marco de la morfología urbana. La mayor parte de las
prácticas urbanas también son observables. (Este estrato es el objeto de estudio preferido de
las ciencias políticas y de la sociología)
La ciudad de la gente es la ciudad representada, percibida y vivida por sus
habitantes. Este es el nivel de las imágenes, de los proyectos, de las motivaciones, de los
imaginarios y de la identidad. (La antropología y la psicología social son las disciplinas
básicas interesadas en estudiar este estrato, y aquí se sitúa el estudio de las identidades
urbanas).
Estos tres niveles son indisociables y están imbricados entre sí. Por eso hoy en día
se tiende a considerar nefasta la especialización por estratos en sociología urbana.
El tercer paso de mi investigación sería determinar la escala que le corresponde. En
efecto, en todo territorio, que por naturaleza es multiescalar, la consideración de la escala
en sentido geográfico resulta fundamental.
En el espacio urbano hay escalas micro y escalas macro.
Pertenecen a la escala micro:
- la casa habitación, y el taller o la oficina que corresponden a la función
urbana del trabajo;
- el vecindario, que constituye una micro-unidad espacial urbana situada entre
la casa-habitación y el barrio;
- el barrio (o colonia), que reagrupa un conjunto de vecindarios y contiene los
servicios básicos para responder a las necesidades cotidianas de los habitantes: escuelas,
comercios, lugares de culto, etc.;
- las “zonas urbanas” especializadas, como la zona comercial, la administrativa,
etc.;
- por último, el municipio (o delegación) que comprende un conjunto de barrios o
colonias. Se distingue por la existencia de una institución política dotada de poder
(limitado)
En cambio, pertenece a la escala macro la aglomeración urbana que abarca el
conjunto de los municipios y generalmente está dotada de un centro histórico donde se
encuentran los equipamientos y servicios centrales tanto públicos como privados.
El problema de las escalas implica la formulación de preguntas como éstas: ¿en qué
nivel me sitúo?, ¿voy a investigar identidades individuales, domésticas, o barriales?; ¿o más
bien me interesan identidades de vecindario, o quizás identidades de tipo municipal -
delegacional?
Para los sociólogos y los antropólogos resultaría interesante asociar el problema de
las escalas con la psicología de la percepción del espacio, como la elaborada por Moles y
Rohmer (1990) en un texto clásico donde se contempla sobre todo la situación en ciudades
medianas. La hipótesis sería que a mayor escala, es mayor la posibilidad de percepción
vivencial de un territorio. De aquí la distinción entre “espacios próximos” o “identitarios”,
y “espacios abstractos”, inaccesibles a nuestro aparato perceptivo.

Figura 1. Los nichos territoriales del hombre según A.Moles


y E. Rohmer (1972).
km
30
7- El vasto mundo
Escala de distancia aproximada

6- La región
km
6-9

m 5- La ciudad centrada
500

10
a
20
4- El barrio

2 a5
3- La casa, el departamento

2- La recámara del departamento


1-El hombre y el gesto inmediato
Cotidiano Hebdomadario Mensual Excepcional
Ritmo temporal

En este diagrama se correlacionan dos variables: por una parte, la escala de la


distancia aproximada y, por otra, el ritmo temporal correspondiente que puede ser
cotidiano, hebdomadario, mensual o excepcional, según las escalas contempladas. En la
escala más cercana a la experiencia, vemos el gesto inmediato de un hombre que está
leyendo un periódico en su cuarto, el cual forma parte de su departamento, y el cual, a su
vez, se inscribe en un barrio. El barrio, por su parte, se inscribe en una ciudad centrada
que, a su vez, se inscribe en una región, y hasta ahí llega, según los autores mencionados,
nuestra capacidad de percepción directa del territorio. Más allá están los espacios
abstractos, “el vasto mundo” de lo desconocido y poco familiar.
En una magalópolis como la ciudad de México, habría que preguntarse hasta dónde
llega nuestra capacidad de percepción y, por lo tanto, de representación del territorio
urbano. Ciertamente no puedo abarcar todo el aglomerado urbano. Para mí, por ejemplo, el
norte de la ciudad es un país desconocido. Mi ciudad es el sur y por cierto más bien una
parte muy pequeña del sur. El resto sólo puedo imaginármelo. Es decir, desde mi
perspectiva la gran metrópoli sólo puede ser una “comunidad imaginada”, como díría
Anderson (2000).

Concepto de espacio público


Como señalamos anteriormente, el concepto de espacio público es muy importante
en sociología urbana (Bassand et al., 2001). Estamos de acuerdo en que constituye el
principal analizador de la ciudad y además permite la “visibilidad” de la misma. ¿Se
acuerdan del libro clásico de Kevin Lynch (1960) sobre imágenes urbanas? La lisibilidad
de una ciudad y, en gran parte, lo que podríamos llamar su imagen de marca, depende de su
sistema de espacios públicos. Se trata entonces de una categoría importante que tenemos
que manejar adecuadamente, porque los espacios públicos inervan y estructuran la ciudad.
Cuando hablamos de “espacios públicos” nos estamos refiriendo a espacios físicos,
y no a los espacios públicos políticos en el sentido de Habermas, que significan algo muy
diferente.
Los espacios públicos urbanos se definen según dos criterios combinados: por una
parte se trata de territorios libres de construcciones que no han sido objeto de apropiación
por un solo actor; por otra parte, se trata de espacios que permiten el encuentro entre los
actores urbanos, en la medida en que les permiten el acceso a todos los lugares de la ciudad.
Por eso se rigen por el derecho público.
En su conjunto forman una vasta red constituida por calles, avenidas, bulevares,
plazas, parques, jardines y espacios verdes. Estos espacios están bordeados por edificios
públicos y privados con fachadas construidas según criterios estéticos o funcionales. En su
conjunto, estos edificios también se consideran como parte del espacio público. Algunos de
ellos son semi-públicos, porque aunque sean de propiedad privada, permiten el acceso al
público. Así funcionan los hospitales, los cines, los cafés, los restaurantes, los comercios y
los mercados.
Los espacios públicos así definidos inervan la totalidad de la aglomeración urbana.
Sus funciones tienen que ver (1) con la movilidad de los citadinos; (2) con los usos civiles,
festivos, culturales y comerciales más o menos regulares; (3) con la sociabilidad entre
citadinos; y (4) con una “identidad” en el sentido analógico de una “imagen de marca”.
Algunas veces en los espacios públicos no se da lo que en sociología urbana suele
llamarse “mixidad”, es decir, el carácter mixto de la frecuentación de esos espacios, porque
en ocasiones hay una apropiación por parte de una clase particular. En los Ángeles, por
ejemplo, hay una plaza - la placita Olvera - que es totalmente de los hispanos. Éstos se
apropiaron de ese espacio y los anglos no quieren frecuentarla. Y, curiosamente, en
Mazatlán hay una plaza recién restaurada de la que se apropiaron los jóvenes. Así que en
ciertos momentos, sobre todo los fines de semana y cuando hay fiestas, se ven allí sólo
jóvenes. Entonces uno se siente medio viejo y ya no quiere pasar por ahí. A eso le llaman,
en sociología urbana, “espacios públicos marcados”.
Para terminar, diremos que los espacios públicos tienden a formar sistema.
Las consideraciones precedentes revisten una gran importancia a la hora de querer
investigar las identidades urbanas vinculadas con la frecuentación de dichos espacios. De
acuerdo a lo dicho, habrá que partir siempre del supuesto de que ninguno de esos espacios –
como sería una plaza pública, por ejemplo – tiene identidad y sentido en sí mismo y por sí
mismo, independientemente de la percepción de los usuarios que lo frecuentan y se lo
apropian.

Los actores urbanos


Hemos señalado anteriormente que la identidad forma parte de una teoría de los
actores sociales y se predica en sentido propio sólo de los actores sociales. Por
consiguiente, si voy a estudiar identidades urbanas tengo que conocer los diferentes tipos de
actores urbanos y seleccionar los que interesan a los objetivos de mi investigación.
Mencionamos también que no basta “vivir” en la ciudad para ser considerado como
un actor urbano. Se requiere algo más: tener sentido de pertenencia (por arraigo o por
adopción) y estar de algún modo comprometido con la dinámica de la ciudad en cualquier
escala del territorio urbano. Lo que los norteamericanos llaman “sense of place”, es decir,
el sentimiento de apego a un lugar, no es un atributo exclusivo de las sociedades rurales,
sino también caracteriza la relación del citadino con su ciudad y condiciona su
participación en su desarrollo. Este sentimiento de pertenencia puede concernir a los
individuos en cuanto tales; a “identidades microscópicas” que van desde las asociaciones
civiles hasta las pequeñas bandas juveniles suburbanas y, por supuesto, a identidades
colectivas más amplias como el vecindario, el barrio y la ciudad en su conjunto.
Entre los actores que reúnen o pueden reunir estas condiciones podemos nombrar
los siguientes (Bassand et al., (2000: 90 y ss.)
1) Los actores económicos: empresarios, comerciantes y propietarios de bienes
raíces (en áreas que bordean los espacios públicos).
2) Los actores políticos, que inciden muchísimo sobre la configuración de
los espacios urbanos, ya que tienen poder de decisión en la escala municipal, central,
federal etc.
3) Los profesionales del espacio: arquitectos, urbanistas, ingenieros, diseñadores. En
principio, éstos tendrían que estar al servicio de todos los demás actores, pero suele ocurrir
lo contrario, porque piensan que lo saben todo sobre la ciudad. Por eso se creen
dispensados de consultar a los habitantes e incluso se creen más fuertes que los políticos.
En la Unión Europea esta situación está cambiando completamente. Por ejemplo, en
Austria, los arquitectos no realizan una sola restauración en las ciudades antiguas sin
consultar a sus habitantes y dialogar con ellos.
4) Los “habitantes-usuarios-ciudadanos” organizados o no en diferentes niveles de
la sociedad urbana. Constituyen un actor colectivo muy complejo. Los llamamos así porque
son simultáneamente habitantes, usuarios y ciudadanos. En cuanto “habitantes” tienden a
apropiarse del espacio urbano; en cuanto usuarios se definen por la utilización de diversos
servicios urbanos (comercios, transportes, etc.), y en cuanto ciudadanos participan de
diferentes maneras en la gestión de la dinámica urbana (“participación urbana”). Sus
actitudes y sus prácticas varían según se trate de hombres o mujeres, de jóvenes o de viejos,
de gente perteneciente a estratos populares o elitistas, de izquierda o de derecha.
Ahora bien, dentro de esta tipología sumaria puede interesarme estudiar identidades
urbanas en la escala individual. Los suizos, por ejemplo, suelen investigar la identidad de
sus autoridades locales. Parten del supuesto de que si son residentes antiguos en un
municipio urbano y si además siempre han trabajado dentro del mismo y son reconocidos
como ciudadanos honestos y buenos gestores de sus propios negocios, muy probablemente
tendrán también sentido de arraigo y pertenencia y, una vez nombrados como autoridades,
se pondrán al servicio de la comunidad y se comprometerán activamente en el desarrollo
del municipio.
Pero sobre todo puede interesarme estudiar identidades colectivas a escala del
vecindario, del barrio o de la comunidad urbana en su conjunto. Para ilustrar este enfoque
voy a presentar en forma muy resumida los resultados de algunas investigaciones realizadas
principalmente en Suiza bajo la dirección del reconocido sociólogo Michel Bassand.

Una identidad vecinal positiva


Comencemos con el nivel vecinal. Ya sabemos que una unidad vecinal puede estar
constituida horizontalmente por un grupo de casas vecinas u, horizontalmente, por la
contigüidad de los departamentos en un edificio multifamiliar.
El vecindario de Grangette, en la ciudad de Lausanne, Suiza, corresponde
básicamente al primer tipo. Se considera como un vecindario “exclusivo” y está constituido
por unas 230 casas de no más de tres pisos con departamentos en cada nivel. Sus habitantes
son de clase media, en su mayoría profesionales y empleados de oficinas. Funciona como
una especie de fraccionamiento exclusivo dentro de la ciudad.
Para realizar este estudio, los investigadores suizos (Bassand, 1990: 121 y ss.)
utilizaron el método de la entrevista abierta, familia por familia. Los resultados de la
investigación revelan algunas de las características de la identidad vecinal y de sus formas
de sociabilidad. He aquí las principales:
- Se detecta una relativa homogeneidad de clase media conformada por gente que
busca concientemente una identidad colectiva y manifiesta un fuerte sentido de pertenencia:
“nosotros-los-habitantes-de Grangette”.
- Los vecinos se sienten orgullosos de que los periodistas y otros sectores sociales
de la ciudad denominen a su vecindario “el Casbah de Lausanne”.
- Además, se demarcan cuidadosamente del vecindario obrero constituido por un
multifamiliar vecino habitado por trabajadores y emigrados, evitando, por ejemplo, todo
contacto social con ellos (y sobre todo entre niños de ambos vecindarios).
- Entre los vecinos de Grangette existe una búsqueda conciente de contacto y de
conocimiento recíproco que da por resultado la generación de una sociabilidad de tipo
comunitario.
- Pero simultáneamente se observan actitudes y comportamientos de carácter
individualista. Por ejemplo, la independencia, la relativa clausura y la defensa de la
privacidad de las familias constituyen valores invuestionables.
- Como consecuencia de lo anterior, se vive una especie de tensión entre dos polos:
vida comunitaria vs. vida privada.
- La explicación de este fenómeno radica en que, a pesar de su aparente
homogeneidad, existen dos subgrupos dentro de este vecindario: (1) por un lado los
profesionales de las relaciones sociales (psicólogos, asistentes sociales, educadores,
enfermeras, estudiantes), más interesados en la vida comunitaria y calificados como “un
poco bohemios” por el otro subgrupo (porque se están moviendo constantemente para hacer
visitas y organizar reuniones comunitarias); (2) por otro lado los empleados de oficina y de
comercio, más aferrados a los valores de la “privacidad” y calificados como “cerrados y
poco participativos” por el subgrupo anterior.
- Lo anterior muestra que un vecindario nunca es totalmente homogéneo, lo que
también se aplica a cualquier clase de grupo e incluso a las comunidades étnicas. Siempre
existen conflictos, subgrupos e intereses divergentes adentro.
- Finalmente, según la percepción común no faltan los “malos vecinos” que son los
“mal educados”, los que hacen ruido, los que no saludan, los que tienen perros que ladran
por las noches, etc.
Quisiera comentarles que 15 años después se replicó la investigación en este
mismo vecindario, y se encontró que la situación había cambiado por completo: muchos de
los antiguos residentes se marcharon a otra parte, llegaron nuevos residentes mucho más
individualistas y cerrados, los hijos crecieron y se olvidaron del antiguo fervor comunitario,
etc. Recuerden lo dicho sobre lo difícil que es alimentar y mantener por mucho tiempo una
identidad grupal.

Una identidad vecinal conflictiva


El siguiente ejemplo se refiere al estado de la identidad vecinal en un multifamiliar
francés de tipo “departamentos de interés social” (HLM) (Kaufmann y Laigneau, 1983).
Sus habitantes son fundamentalmente trabajadores, muchos de ellos extranjeros
inmigrados.
También en este caso se recurrió a las entrevistas abiertas. Los resultados de la
investigación revelan una situación completamente opuesta a la del caso anterior. Lo que se
encontró fue una situación de conflictos múltiples y permanentes a pesar del intenso y
obligado contacto cotidiano entre los habitantes. Los investigadores plantearon entonces la
siguiente pregunta: ¿cuáles son las causas de esta enorme carga de conflictos según la
percepción de los vecinos? Las respuestas giraron en torno a los siguientes tópicos: la
suciedad y la degradación del ambiente, el “desmadre” de los jóvenes desocupados, el
ruido y los niños.
La investigación revela algunos detalles curiosos como, por ejemplo, la diferente
definición de la categoría “ruido” según los diferentes grupos étnicos: los ruidos familiares
para un argelino no son ruidos, mientras que para el intelectual de clase media que vive en
el departamento de abajo sí lo son. Por lo tanto, no puede existir compatibilidad entre
ambos vecinos.
Otro dato curioso es que, a pesar de todo, siempre existe una categoría de habitantes
que tratan de salvar la vida comunitaria en el monoblock, promoviendo el conocimiento
mutuo, las conversaciones y los pequeños servicios entre vecinos. Además se constata que
existen algunos valores compartidos, aunque por “default”: la tranquilidad, la calma, la
disciplina y la limpieza.
En conclusión, esta vez se trata de una identidad vecinal débil, que tiende a ser
negativa. En el caso anterior, la identidad vecinal era emblemática y positiva. En el caso
presente, la pertenencia obligada se percibe como negativa y estigmatizante.

Identidad barrial
Cambiemos de escala para ilustrar ahora una identidad barrial. Para ello
resumiremos sintéticamente una investigación realizada por Gabriel Gravano (1988), un
antropólogo y lingüista de la Universidad de Buenos Aires, en dos barrios porteños y otro
del Gran Buenos Aires, en Avellaneda, que es un barrio obrero-industrial.
Esta investigación se proponía averiguar los siguientes puntos, todos ellos relativos
a la percepción de la identidad: (1) si la gente identificaba – y de qué manera – su barrio;
(2) cómo lo delimitaba; (3) cómo lo nombraba; (4) cómo lo diferenciaba de otros barrios;
(5) y qué lazos de identidad o pertenencia establecía con él. Utilizó como fuente de
información el discurso de los propios habitantes obtenido a través de entrevistas
estructuradas o libres, elaboradas de modo que la gente diera su propia definición del barrio
y hablara de su historia, de sus características más importantes, de sus personajes, de sus
calles, de sus habitantes y de lo que fuera.
Los resultados mostraron que para los habitantes el barrio se definía a través de
atributos o rasgos diacríticos cargados de contenido valorativo. Esto lo llevó a distinguir
entre el “barrio referencial”, entendido simplemente como espacio físico habitado (es decir,
como parte de lo que hemos llamado “la ciudad morfológica”), y “lo barrial” como valor,
es decir, como espacio valorizado (que supone la representación, la apropiación y los usos
del barrio por parte de sus habitantes). En este caso, el barrio se inscribe en el estrato que
hemos llamado “la ciudad de la gente”.
De modo general, los vecinos definen a su barrio como “barrio obrero” / de gente de
trabajo / peronista / de casas bajas / “hechas a todo pulmón”. Sus habitantes son “pobres,
pero decentes”. El trabajo aparece como el rasgo mediante el cual se establece un lazo de
identidad entre los vecinos: “acá todos laboran, hay un médico inclusive, pero él también
trabaja”. Así definido, el barrio se contrapone a lo no barrial, como son las villas y
monobloques u “otros lugares de cogotudos”, “garcas”, donde la gente vive apurada”, “ni
se saluda”, donde “nadie se conoce”, etc.
Como lingüista habituado al análisis estructural del discurso, Gravano descubre que
los valores barriales se definen por medio de oposiciones semánticas (v.g., “lo barrial” vs.
lo no barrial; tranquilidad vs. “acontecimiento” - que significa violencia y muerte -; vida
familiar controlada vs. “vida descontrolada” de los vagos y de las putas, etc). Más aún,
según el análisis de Gravano en el discurso de la gente los valores barriales no se expresan
en forma lineal y aislada, sino que constituyen una estructura en movimiento, es decir, un
paradigma en el sentido lingüístico del término.
El criterio supremo – y a la vez la medida - de la pertenencia al barrio (recordemos
que no hay identidad urbana sin sentido de pertenencia socio-territorial) es el arraigo (“yo
estuve aquí desde que se fundó este barrio”), que semánticamente se opone a los
advenedizos, a “la gente de paso”, a la “gente nueva” a la que no se conoce porque “no es
de acá”.
Gravano descubre también que el conjunto de los valores barriales, estructurados
por pares de oposiciones, se halla subordinado a un eje axiológico fundamental de carácter
cronológico, constituido por la oposición entre un “antes” y un “después”. En efecto,
resulta que en el discurso de la gente el barrio en cierto modo era mucho “más barrio” antes
que ahora, mucho más tranquilo antes que ahora, mucho más obrero antes que ahora,
mucho más solidario antes que ahora, etc. Por eso concluye el autor que este “antes” (en
gran parte mítico e indeterminado) es percibido como la época base de la identidad barrial.
“Lo barrial”, por lo tanto, no es sólo un espacio valorizado, sino también la temporalidad
cuasi-mítica de un pasado prestigioso que parece diluirse en la medida en que va llegando
al presente.
En cuanto a las amenazas actuales a la identidad barrial, la gente las percibe bajo la
figura del cambio (“cambió para pior”) simbolizado por la “juventud simbólica”,
vagamente asociada a los “jóvenes de ahora” por oposición a los “jóvenes de antes”. “No es
un grupo de edad – dice Gravano – ni una variable de base necesariamente ‘real’. El
enfrentamiento o la contradicción sobre la cual se edifica la identidad barrial no es entre los
‘viejos del barrio’ y los ‘jóvenes del barrio’ sino, en todo caso, entre los jóvenes de antes y
los jóvenes de ahora” (p. 149).
De este modo desembocamos en el siguiente paradigma que circunscribe
admirablemente la “identidad barrial” analizada por Gravano:

____________________________________________________________________
ANTES vs. AHORA
- arraigo vs. - advenedizos
- tranquilidad vs. - “acontecimientos”
- lo familiar (control) vs. - los “descontrolados”
- interconocimiento vs. - anonimato
- solidaridad vecinal vs. - individualismo
- “decencia” vs. - tramposos, “mañosos”

LAS AMENAZAS: “la juventud simbólica” = el cambio, el adelanto, el progreso


(“cambió para pior”)
El excelente trabajo de Ariel Gravano nos muestra que no basta con transcribir y
“glosar” las respuestas de nuestros informantes obtenidas mediante entrevistas para revelar
su significado real, sino que también se requiere el análisis de su estructura semántica
profunda. Lo que hace indispensable la “hibridación” del investigador con la lingüística y la
semiótica para el análisis cultural.

Identificación urbana de la elite de Ginebra y Lausanne


Esta vez avanzaremos un paso más en la escala territorial para ilustrar cómo se
identifica en términos urbanos la elite de dos famosas ciudades suizas: Lausanne y Ginebra.
La investigación fue dirigida por el sociólogo suizo Michel Bassand (1997: 196 y ss) y el
método consistió en la aplicación de entrevistas en profundidad a una veintena de “líderes
de opinión” en ambas ciudades. He aquí la síntesis de los resultados.
En Ginebra se detectó una fuerte identificación urbana (caracterizada por el orgullo
de pertenencia) entre los entrevistados, identificación fundada en una representación
altamente positiva de la ciudad. (Debe advertirse que un actor social sólo puede
identificarse con la ciudad en cuanto “representada y vivida”, y no con la “ciudad
morfológica”).
Los investigadores registraron un consenso básico sobre tres temas: (1) la belleza
del entorno ecológico y paisajístico de la ciudad (el lago, el Monte Blanco, el Jura, el
Salève); (2) la tradición protestante calvinista; y (3) la presencia de organizaciones
internacionales que convierten a Ginebra en una ciudad abierta y universal. En efecto, los
entrevistados hablaban del “espíritu de Ginebra” que estaría conformado por la belleza del
sitio geográfico, el humanismo de la Reforma y la presencia de los organismos
internacionales. Sin embargo, manifestaron también “en sordina” algunos estigmas: la
xenofobia de la derecha, el crecimiento urbano excesivo y el cosmopolitismo exagerado.
En Lausanne también se detectó una identidad igualmente positiva. Sus líderes se
sienten fuertemente apegados a su ciudad, representada casi unánimemente por los
siguientes rasgos: (1) constituye un sitio geográfico excepcional por su belleza (se citan
particularmente ciertos lugares urbanos como la Cité, la iglesia de St. François, la estación
de ferrocarril, Ouchy) ; (2) es el centro natural de la Suiza normanda; (3) tiene también una
dimensión internacional, en la medida en que es sede de grandes empresas multinacionales
y posee instituciones de prestigio internacional como el Tribunal Federal, la Universidad de
Lausanne, la Escuela Politécnica Federal, la Escuela de Hotelería y el Ballet Maurice
Béjard. La ciudad se caracteriza, por lo tanto, por la tensión entre lo local y lo cosmopolita.
Pero aquí también se registra un estigma secreto, que se expresa en el dicho:
“Lausanne es una bella campesina que ha ido a la Universidad y ha cursado humanidades”.
Es decir, no es propiamente una gran ciudad, sino una gran aldea semi-rural.
En conclusión: también en este caso la belleza del entorno y la calidad de vida
favorecen enormemente la identificación de los líderes con su ciudad.

Desgraciadamente se nos ha terminado el tiempo y tenemos que cortar esta ya larga


intervención. Pero creo que con lo dicho hemos presentado materiales suficientes que
pueden servirnos como introducción al estudio de las identidades urbanas. Muchas gracias
por su atención.

PREGUNTAS

• Si pudiera explicarme la diferencia entre identidad y habitus


El habitus pertenece a las formas interiorizadas de la cultura por vía de la
socialización formal e informal o difusa. Tiene que ver con lo que otros llaman
“disposiciones”, como Bernard Lahire (2004). Se trata de un concepto complejo que según
Bourdieu tiene simultáneamente dimensiones cognitivas (gnosis), valorativas (ethos),
estéticas (aisthesis) y hasta corporales (hexis). Puede definirse sintéticamente como
“esquemas de percepción, de valoración y de acción”. En cuanto elemento cultural
interiorizado por los sujetos sociales en forma de “esquemas de percepción y valoración”,
el habitus implica la representación de la identidad (en su dimensión cognitiva y como
“ethos”) en un nivel pre-consciente y pre-reflexivo, porque el habitus pertenece, según
Bourdieu, al “conocimiento práctico” y no al conocimiento reflexivo.

• ¿Existen algunos estudios comparativos a nivel de escalas micro, macro,


que expliquen cómo moverse de una escala a otra?
En rigor no se podrían comparar objetos de estudio situados en diferentes escalas en
el sentido geográfico del término, porque sencillamente no serían comparables. El hecho de
que uno sitúe su estudio en una escala o en otra, depende de la naturaleza del objeto de
estudio y de los objetivos de la investigación. La necesidad de definir escalas e incluso de
adoptar diferentes perspectivas teórico-metodológicas para estudiar un mismo objeto en una
misma escala, es una consecuencia de la complejidad cuantitativa y cualitativa de los
objetos sociales, que no se pueden abarcar en un solo nivel o desde una sola perspectiva.
Por eso, la pluralidad de los paradigmas y de las escalas de observación es una necesidad, y
no una debilidad de las ciencias sociales. Se trata de una cuestión epistemológica (Cf.
Giménez, 2004).

• ¿Qué diferencias habría entre estudiar o analizar las identidades, las


representaciones y los imaginarios urbanos, en términos metodológicos?
La primera respuesta es sumamente fácil, ya que acabamos de explicar que la
identidad resulta de la interiorización distintiva de la cultura, y que una de las maneras de
teorizar esa interiorización es concebirla en términos de representaciones sociales, sobre
todo si tomamos este concepto en el sentido riguroso en que lo asumen los psicólogos
sociales de la escuela europea (Moscovici). Es decir, la identidad es siempre de naturaleza
representacional, en la medida en que implica la percepción de nuestras diferencias y de
nuestras semejanzas culturales en relación con los demás. Y acabamos de decir que el
“habitus” de Bourdieu es otra manera de teorizar dichas formas interiorizadas, en la medida
en que es homologable a las representaciones sociales en cuanto en lo que respecta a su
dimensión cognitiva y valorativa (gnosis y ethos) Tanto los psicólogos sociales como el
propio Bourdieu admiten que ambos conceptos convergen y por lo tanto son por lo menos
relativamente homologables.
En cuanto al concepto de “imaginario social”, es sumamente vago e impreciso, y
cada autor lo concibe a su manera, según que sea antropólogo, teórico de la cultura, filósofo
o psicoanalista. Podríamos decir que este concepto tiene que ver con el estatuto de la
imaginación en el pensamiento humano, y su aparición más o menos reciente en el campo
de las ciencias sociales se debe al esfuerzo por reivindicar el papel de la imagen y del
simbolismo como fuerzas motrices del pensamiento, frente al papel sumamente pobre y
devaluado que le atribuían los pensadores racionalistas. Incluso Bergson y Sartre (quien
tiene un librito clásico sobre la imaginación y el imaginario) siguen dándole un papel
devaluado. La reacción comienza con Bachelard (en sus libros clásicos sobre los 4
elementos: agua, tierra, aire y fuego) y Piaget (La formation du symbole), pasa por
Castoriadis y culmina con Gilbert Durand, (1969, Les structures anthropologiques de
l’imaginaire, París, Dunod). Estos autores recurren a Freud y a Jung (teoría de los
arquetipos), y conciben el imaginario como constelaciones de imágenes organizadas y
dinamizadas por factores psicológicos (la libido, el principio de placer, el principio del
poder, etc…) y cósmico-antropológicos (es decir, el entorno físico y socio-cultural). Para
mí, la mejor sistematización de la teoría del “imaginario” es la de Gilbert Durand en el libro
citado. Vistas las cosas de este modo, el imaginario social es un componente obligado de
las “representaciones sociales”, ya que las imágenes están presentes en las creencias, mitos
y valores, junto con elementos más racionales como las ideologías y las “teorías del sentido
común”. Además, la imagen juega un papel importante en uno de los mecanismos básicos
de las representaciones sociales señalados por Moscovici: la “objetivación” figurativa de
las mismas. Lo que pasa es que, por necesidad de operacionalización, los psicólogos
sociales definen muy rigurosamente el concepto de “representación social” como “conjunto
de informaciones, creencias, opiniones y actitudes a propósito de un objeto”. Se trata de
una forma de conocimiento socialmente elaborado y compartido con una intencionalidad
práctica. Tiene que ver con el pensamiento ingenuo y el sentido común. Evidentemente, la
imagen está presente implícitamente en esta definición, no como simple “copia” de la
realidad, sino como constelaciones movidas por fuerzas psíquicas y sociales que de algún
modo enmarcan y penetran incluso el pensamiento racional. En resumen, la idea de
“imaginario social” es difícilmente operacionalizable por su carácter difuso y equívoco,
mientras que la de “representaciones sociales” es mucho más rigurosa y ha sido
operacionalizada de múltiples maneras por los psicólogos sociales.

• ¿Existe algún grado de libertad para modificar nuestra identidad?


Por supuesto, ningún sociólogo o antropólogo que esté en su sano juicio va a
afirmar que las identidades son inmutables. Decimos que son “relativamente estables”
porque de otra forma no existiría identidad. Sin embargo, las identidades (colectivas)
nacen, se desarrollan, mueren y a veces resucitan por revival. Y como he explicado en otra
parte, pueden cambiar por adaptación gradual o por mutación, cuyas dos figuras
fundamentales son la asimilación y la diferenciación. Además, vistas las cosas desde el
punto de vista de los individuos, muchas de las pertenencias que definen su identidad – las
no adscriptivas, por supuesto – pueden cambiar y ser materia de opción. Por ejemplo,
puedo cambiar de religión y de partido político, pero no puedo cambiar mi género y mi
origen familiar. Y por lo que toca a los atributos personales, puedo cambiar en parte mi
“carácter”, mi estilo de consumo, mis relaciones íntimas y mis objetos preferidos. Como
digo en uno de mis artículos sobre este tema, la relativa estabilidad en el tiempo de una
identidad significa siempre una continuidad en la discontinuidad (Giménez, 2000: 65 y ss.)

• ¿Cuál es la norma de análisis sobre este campo nuevo, el de la migración


internacional, sobre todo en el caso mexicano?
Me imagino que se refiere a los efectos de la migración sobre la identidad de los
migrantes. Eso es precisamente lo que hemos estudiado en una investigación empírica
realizada recientemente en el valle de Atlixco, Puebla (Giménez y Gendreau, 2001). Uno de
los resultados es que los emigrados de ese valle que viven, por ejemplo, en Nueva York,
siguen identificándose muy fuertemente con sus lugares de origen manteniendo una intensa
relación con sus familias y sus pueblos sobre todo a través del teléfono, de las visitas
anuales y de las remesas. Su grado de “aculturación” en sus lugares de destino es mínimo,
ya que ni siguiera pueden hablar inglés y no están dispuestos a asimilarse (por lo menos en
la primera generación) a la cultura de la sociedad anfitriona. En cambio, siguen
alimentando la idea del retorno por lo menos para ser enterrados en el terruño, junto a los
suyos. Por eso en sociología de las migraciones hablamos de “comunidades
transnacionales” y de “identidad de diáspora” en relación con estos casos. Esto es lo que
explica el flujo permanente de las remesas, entre otras cosas.
En resumen, se puede emigrar a tierras lejanas “llevando la patria adentro”, como
dice una canción argentina, es decir, sin cambiar substancialmente de identidad, salvo las
adaptaciones indispensables para adecuarse a las exigencias del lugar del trabajo y del
nuevo lugar de residencia. La “desterritorialización física” no entraña necesariamente la
“desterritorialización simbólica” y la pérdida del sentido de pertenencia.
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