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Yo El Supremo, Yo soy El que soy

Juan P. Vargas

Si Dios se ha hecho carne es porque antes ha sido palabra. En el deseo de Gaspar Rodríguez
de Francia, de máxima supremacía en su perpetuo gobernar, está también latente un deseo
de divinización y trascendencia máxima. En la lectura de Yo El Supremo, de Augusto Roa
Bastos, estamos ante una escritura que ficcionaliza el máximo poder de la palabra. Y es en
este trajín que El Supremo se hace Dios en un proceso de apropiarse de la palabra divina,
donde en primer lugar reconfigura el molde del Dios católico para verterse en Él, para
luego emular los gestos patriarcales de acercamiento a Dios, y finalmente fundarse como
Dios en una relación de oposición – acercamiento a la palabra.

A la hora de instaurar su perpetua dictadura, el doctor Francia redefine cuestiones políticas


y sociales como el uniforme militar o la forma de instrucción. Y aún más, expande su poder
al ámbito de lo divino al readecuar la figura de Dios. Si El Supremo ha de ser tal, debe
renovar el molde del Ser Supremo por excelencia y reformarlo en uno que se adapte a sus
propias cualidades: su mortal humanidad y su divina/demoníaca imagen.

El Dios católico nace de vientre materno en real muestra de su poder divino de encarnarse y
habitar en el mundo. No se trata de un Dios que camina en figura humana entre las gentes,
ni de un hombre que en virtud de sus acciones se ha hecho divinal, sino de un Cristo que se
configura en una doble naturaleza: Dios y hombre que cohabitan en el mismo ser. Ante esta
certeza del catolicismo, El Supremo configura en su discurso la idea de un Dios
completamente humano, en figura y en invención. Para Él, «la idea de Dios es pobremente
humana»1. La humanidad falible de esta divinidad se crea revirtiendo la más divina de las
cualidades: la inmortalidad. El Supremo lee en el evangelio a un Cristo dubitativo y
vacilante, blando y flojo. Su máxima debilidad estaría, finalmente, en su mortalidad. Si
Dios es tal, «está obligado a existir sin pausa; a no poder morir ni siquiera un instante»2, en
este discurso por tanto, Cristo no es Dios, es un humano más.

La redención, la más divina de las acciones, se revierte también en el discurso supremo. Sin
importar que la causa fuera la salvación de la humanidad, el Dios-Hijo se suicidó en el

1
A. Roa Bastos, 1979, p. 445.
2
A. Roa Bastos, 1979, p. 445.
Gólgota, dice el dictador. El suicidio en tanto pecado mortal3 supone un castigo eterno para
el hombre. Dios pasa así a compartir la que es, luego de la mortalidad, la más humana de
las cualidades: el título de pecador.

Dios ha creado el mundo y ha hecho al hombre a su imagen y semejanza. Ha creado a


Luzbel como el más bello de los seres, quien vanidosamente se le ha rebelado para
encausarse en el camino del mal junto a otros seres (ángeles, hombres). Desde entonces, en
el mundo cristiano, Dios y el demonio están en lucha universal y perpetua por las almas.
Cercano el momento de su muerte, el Supremo reclama al confesor que el mundo clerical
pinte a Dios y al diablo en figura humana (siendo ambos las antípodas que son), con la sola
diferencia de la barba y la cola. En la imagen de la divinidad el doctor Francia ve oculta la
imagen del demonio: ambos son para Él dos caras de la misma moneda, dos rostros del
mismo ámbito de lo inefable. Es más: en el mundo mismo (reflejo, creación de Dios), se ve
oculta la imagen del infierno. Si el credo reza que Jesús bajó a los infiernos, y a su vez que
nació, trabajó, pasó su martirio, murió y resucitó en el mundo, ergo el infierno está en el
mundo, y los clérigos son diablillos que llevan la cola colgando por delante4. Si bien la
imagen de Dios es la del demonio sin barba ni cola, la de los curas no resulta ser tan
discreta, puesto que su única diferencia respecto de sus pares es la posición de la cola y su
uso: mientras el diablo la ostenta como marca de lo infernal, el clérigo como accesorio que
le permite sostenerse en el pudor de la vestimenta y ocultar tras de ella lo infernal.

Para el alumno Prudencio Salazar y Espinosa, de 8 años, el Supremo trabaja haciendo


crecer el pasto, mientras «Dios o el diablo, no sé cabal cuál de los dos, o capaz que los dos
juntos, hacen crecer la yerba mala y el yavorai [enredadera, malezal] de nuestras
kapueras»5. Mientras la moneda de dos caras, una divina y la otra demoniaca, hace mal a
los campos con las hierbas perjudiciales, el dictador se hace verdadero redentor de la
humanidad, al darles el campo propicio para el cultivo. Es Él quien, finalmente, ha de
oponerse a la imagen divino/demoniaca de Dios, con su propia forma de ser bondadoso y
dictatorial a la vez: es letal con aquellos que lo traicionan en conspiración, pero a la vez el

3
Imagen de Dante, el castigo a los suicidas y cita del catecismo.
4
A. Roa Bastos, 1979, p. 356.
5
A. Roa Bastos, 1979, p. 433.
compilador lo muestra acercarse a un soldado para enseñarle el modo de apuntar el arma. Él
mismo afirma amar a su pueblo, tal vez mucho más de lo que se sospecha.

Estas «hipótesis ateológicas» desmontan la figura mítica de Dios. Si ha de ser divino, El


Supremo debe readecuar la idea de Dios al molde en el cual pueda verterse. La
comparación de El Supremo con personajes bíblicos y héroes mitológicos es, para Dapaz
Strout, una forma de trascendencia del plano histórico e ingreso en el plano atemporal del
mito6. Para la autora, estas comparaciones llevan al personaje de lo personal a lo
arquetípico y lo universal. En la analogía aquí leída, en la ascensión del personaje al ámbito
del mito se reconfigura la imagen original de Dios. Entonces, lo arquetípico y universal que
empieza a habitar no son aquellos ya dados por la tradición, sino unos nuevos espacios
trastocados por el supremo ingenio de nuestro personaje.

Dado el molde de Dios, ha de crearse el molde de los hombres. El Supremo se compara con
los primeros hombres a los que este Dios se ha acercado: los patriarcas judíos. Su recorrido
por ellos inicia con una imposibilidad: «Lado a lado, imposible compararme con ellos»7. En
su discurso, se siente alejado de los hombres bíblicos, en una dimensión distinta del tiempo
eterno del mito. Es en el recorrido analógico por los personajes que va a hacerse mito y Jefe
Patriarcal Supremo. Al analogarse a Dios, El Supremo debía cambiar y reformular el molde
de lo divino; ahora, debe más bien emular los actos de los hombres para hacerse superior a
ellos.

La supremacía que logra nuestro personaje no radica en un imitar y compararse con los
personajes bíblicos, sino en un diferenciarse de ellos. El Paraguay no es la bíblica Tierra
Prometida, es la Tierra Cumplida. No se trata del jefe que promete cosas y lleva a su
pueblo a la errancia (la del error, la del errar) para recibir de Dios «los 10 Mandamientos
que nadie cumple»8. Es más bien el líder que ha cumplido con su patria, que al dictaminar
la austeridad en la vestimenta para su ejército, dice Él mismo no tener más que «una sola
levita zurcida; un par de pantalones […]; dos chalecos […]»9, y que en lugar de la errancia,
apuesta por el acierto y la invencibilidad del Paraguay al mantenerlo «cerrado

6
L. Dapaz Strout, 2000, p. 17.
7
A. Roa Bastos, 1979, p. 355.
8
A. Roa Bastos, 1979, p. 355.
9
A. Roa Bastos, 1979, p. 389.
compactamente sobre el núcleo de su propia fuerza»10. El doctor Francia emula los gestos
patriarcales y se convierte en el Patriarca Supremo.

Francia, a diferencia de los Patriarcas, no espera las órdenes de Dios para realizar su
mandato, al contrario, es un solitario Moisés enarbolando las Tablas de su propia ley. No
tiene la necesidad de recibir de Jehová las Verdades Rebeladas, porque Él las descubre por
sí mismo. Tal como en la novela el narrador desaparece para convertirse en un compilador
que ordena voces en torno a un hablante supremo, el Dios judío que daba órdenes y guiaba
a su pueblo escogido, se retira para dar pie a las órdenes supremas del doctor Francia. El
Arca del Paraguay que Él salva de los males que han diluviado tres siglos en su tierra, es un
barco que no requiere de la salvación divina, porque está ya en la Salvación Suprema de su
líder.

En el Viejo Testamento, el pueblo judío vive una historia donde el acercamiento y el


alejamiento de Dios se intercalan con frecuencia. Es esta capacidad del pueblo de fallar a su
Dios y constantemente reconciliarse con Él, una de las grandes razones para la errancia en
que se sumen junto a sus líderes. Rodríguez de Francia llega a ser el Patriarca Supremo
precisamente porque no tiene pueblo que se le escape. Es infalible al momento de infringir
castigos a quienes fallan o se alejan de su mandato. Y más aún: para Él, es el pueblo-
homero quien escribe la Ilíada, por lo mismo, es el hombre-pueblo, gente-muchedumbre
quien gobierna el Paraguay. Su ser Patriarca Supremo consiste, en fin, en ser el líder y el
pueblo en un solo ser.

Definido el molde de Dios que ha de habitarse y superados los modelos patriarcales que
han ya convivido con Dios, ha llegado el momento de hacerse divinidad. La última escala a
recorrerse en el camino de divinización no podía ser otra que la relación con la palabra.
Después de fundar un culto de los hechos antes que de la palabra, Francia termina
divinizándose en ella misma, para trascender e inmortalizarse.

En esta patria aparece el Catecismo Patrio Reformado, promulgado por El Supremo, que
trata de un culto de acciones en beneficio de la Nación. El propio Rodríguez de Francia
dice no habérsele antojado crear el culto del Ser Supremo, por considerarlo un signo de la

10
A. Roa Bastos, 1979, p. 397.
debilidad de algunos gobernantes: el verdadero Supremo no necesita de lacayos que lo
adoren en altares, sino de cultos que comprendan y cumplan los intereses de la Nación.

Este culto de obras se define por su oposición al culto de palabras. Las religiones
judeocristianas se basan en la palabra, en la promesa de Dios, en lo que Él dice a los
hombres y en lo que ellos le dicen en sus rezos. El Supremo, en su hacerse Dios, se opone a
esta premisa del Dios tradicional: la importancia de las palabras. Para Él, los papeles
escritos pueden ser rotos, falsificados, robados pero, «los hechos no. Están ahí. Son más
fuertes que la palabra. Tienen vida propia»11. Un predominio de los hechos tiene una
intención historizante: para hacer historia primero vienen los hechos, luego las palabras.
Inversamente estaríamos ante una profecía, y Francia no es alguien de promesas, sino de
cumplimientos.

Él no promueve un culto a sí mismo, sino un culto a la patria, a través de las acciones que
se hacen por ella. Sin embargo, cabe recordar que el propio Francia es su patria, el hombre-
pueblo. Por lo tanto, de trasfondo el culto de acciones propuesto en su nuevo catecismo es
nomás un culto al Ser Supremo.

Ahora bien, en esta religiosidad de hechos, hay una palabra que debe mantenerse como
punto clave de la divinización de Francia. Es inolvidable en el Éxodo el primer encuentro
entre Dios y Moisés: el patriarca está ante una zarza ardiente y desde ella sale la voz divina
que le encarga liberar a su pueblo. Moisés pregunta por su nombre y Dios responde: «Yo
soy el que soy. […] Así dirás a los israelitas “Yo soy” me ha enviado a vosotros»12. En el
texto original hebreo, este nombre Dios revelado se conoce como tetragrámaton (‫– יהוה‬
YHWH), que posteriormente ha de ser transliterado como «Yahvé». Dentro de la kabbalah
judía este término es impronunciable por su extrema sacralidad; además, cabe añadir que lo
sagrado de estas letras radica también en la escritura misma, pues gran parte de la
meditación kabalística consiste en observar las grafías escritas de los nombres de Dios.

Ahora bien, en Yo El Supremo, el doctor Francia llega a decirle a Patiño, su escribiente:


«¿Qué piensa usted que es Dios? […] Se lo voy a decir yo sin tantas jacarandainas: Dios es

11
A. Roa Bastos, 1979, p. 228.
12
Éxodo III, 14.
quien es definitivamente»13. En una frase, Francia se apropia de la voz de Dios y de su
nombre impronunciable: aquello que la divinidad decía desde el fuego y en alta voz, el
Supremo lo pone por escrito como una definición propia. El hacerse Dios de nuestro
personaje pasa por un apropiarse del máximo nombre de la divinidad. Francia, además, se
apropia de la sacralidad misma del nombre al ponerlo por escrito y en su papel, si
consideramos el gran respeto que la mística judía le tiene a las grafías escritas. Por otro
lado, al convertirlo a la tercera persona, pasando de Yo soy a Él es, está realizando el
desplazamiento que lo convierte en el Ser Supremo que es: «YO es ÉL, definitivamente.
YO-ÉL-SUPREMO. Inmemorial. Imperecedero»14. El Yo original de Dios, ahora es el Él
de Francia. El dictador se ha apropiado de la facultad de ser Dios a través de la letra, en un
contexto judeocristiano no podía ser de otra forma.

Si bien de inicio El Supremo propone un predominio de la acción antes que la palabra


(porque sólo así se hace historia: primero los hechos, luego las palabras), es el
tetragrámaton quien, finalmente, tiene el rol de inmortalizarlo. La máxima divinidad de El
Supremo radica en la palabra: aquella que lo trasciende a los tiempos postreros y le da su
supremacía.

13
A. Roa Bastos, 1979, p. 364.
14
A. Roa Bastos, 1979, p. 450.
Bibliografía.-

DAPAZ STROUT, L. [en línea], «Historia y mito en Yo, el supremo de Augusto Roa Bastos»,
en Revista de literaturas modernas, No 30, 2000, <http://bdigital.uncu.edu.ar/2594> [20 de
junio de 2016].

«Éxodo», en Biblia de Jerusalén, trad. José Goitia, Bilbao, Desclée de Brouwer, 1984.

ROA BASTOS, A., Yo el Supremo, México D.F., Siglo XXI editores, 1979.

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