Está en la página 1de 13

Lo dionisíaco y lo apolíneo en el Nacimiento de la Tragedia

Por Juan Camilo Restrepo Narváez


Presentado a Alfredo Andrés Abad Torres
Seminario de Nietzsche
Universidad Tecnológica de Pereira
23 de septiembre de 2016

La tarea de Nietzsche en el Nacimiento de la tragedia es bastante sencilla: se busca la


“intelección lógica” y la “seguridad inmediata” de lo dionisíaco y lo apolíneo en la ciencia
estética si es que esta pretende encontrar su génesis y su puerto seguro. El desarrollo del
arte está inexorablemente ligado a ello (cfr. Nietzsche, 2004, pg. 41). Es similar a la
contraposición de los sexos, donde solo por medio de la reconciliación se llega a un punto
culminante, a la síntesis, que viene a ser la actualización. De esta manera, nos proponemos
en este informe realizar una revisión de las nociones de lo apolíneo y de lo dionisíaco
dentro de los seis primeros capítulos de la obra ya enunciada al principio, con el fin de
entender su relación con el arte en general, y en particular con la tragedia griega.

El mundo cubierto por la estética no se puede explicar correctamente con conceptos, sino
con imágenes. Por eso de los griegos Nietzsche toma la imagen de Apolo y de Dionisos,
uno como el dios de la rigidez y el orden que se puede ver en la escultura, y al otro como
dios del éxtasis y la embriaguez, que se puede ver en la música.

Estos instintos se pelean y “excitan” mutuamente para crear, cada uno, cosas nuevas. Dice
nuestro autor que, en medio de esta lucha de opuestos, la voluntad helénica los unió en la
tragedia, el cual vendría a ser un arte a la vez apolíneo y a la vez dionisíaco (cfr. Nietzsche,
2004, pg. 42).

Esta dualidad como progenitora de las artes, con particularidad en Grecia, ya era
considerada desde antes por Hölderlin, quien en sus cartas a su amigo Böhlendorff de 1801
y 1802 llamaba a la tendencia hacia orden y a la santificación de las reglas, a ese “vigor
descriptivo homérico” con el nombre de “sobriedad de Juno”, en referencia a la esposa de
Zeus, Hera (Juno es su nombre latino). En cambio, para los sentimientos diametralmente
opuestos, correspondientes a la “pasión sagrada”, daba el nombre de dos dioses. El
primero era Apolo (que en este caso difiere con el papel del Apolo de Nietzsche), dios del
“fuego del cielo”, como figura del éxtasis y el ἐνθουσιασμός; mientras que el otro era
Dionisos, fuerza embriagada y embriagadora venida de la India a quebrantar el orden y las
leyes (cfr. Jähnig, pg. 205-206).

De hecho, si así lo vemos, aunque Nietzsche identificó la diáfana luz apolínea con el orden
y la mesura que en Hölderlin eran atribuidos a Hera, es claro que en el Nacimiento de la
Tragedia, aunque los dos impulsos artísticos de la naturaleza son opuestos por su modo de
expresión, hacen parte de un todo, pues ambos remiten, como obra o como esencia, a esa
Voluntad que es el Uno primordial, y allí el uno se complementa con el otro. Por lo tanto,
no hay una oposición muy grande entre lo que pensó el poeta y el filólogo al respecto de
estas dos fuerzas.

A la embriaguez y al sueño los llama “mundos artísticos separados”. Ambos se refieren a


hechos fisiológicos. De hecho, Nietzsche reconoce con esta analogía entre los estados de la
consciencia ligados al cuerpo y los estados relativos al espíritu, que es de donde surge el
arte, una cierta herencia hegeliana (aunque esta misma pudo haber pasado por
Schopenhauer), ya que la oposición radical entre dos impulsos (Triebe), los hace entrar en
un juego dialéctico de donde nace la totalidad de la cultura humana, y a su vez toda
expresión artística, cuando estos impulsos son entendidos como formas artísticas naturales
(Kunsttriebe). Además, ya la temática del origen de los dioses griegos era un tema común
del romanticismo, junto con la contradicción y la agonía como fuente del genio. Así se
explica como el arte dórico nace de la resistencia apolínea a la barbarie dionisíaca, y el
culto a Dionisos de las Ménades como un desahogo ante la adusta ley de Apolo (cfr.
Vattimo, 1988, pg. 24).

En los sueños se presentaron, según Lucrecio, por primera vez las figuras de los dioses, así
como allí mismo se presenta ante el escultor la imagen que inspirará su obra. Vemos, pues,
que el mundo del sueño es aquel de las apariencias, sobre todo las visuales. Si intentamos
realizar con esto una comprobación psicológica, vemos que aunque los sueños se
compongan de varios sentidos (vista, olfato, oído, etc.), es la imagen visual el elemento
preponderante, y el que, en la vigilia, más fácil se recuerdo. No es gratuito que Aristóteles
llamara a la vista el sentido más estimado. Como dice también Hans Sachs en su poema, es
obra del poeta interpretar y observar los sueños (cfr. Nietzsche, 2004, pg. 42). Este es el
presupuesto de todo arte figurativo. Se goza de una interacción inmediata con la figura,
pero bajo el modo de la contemplación.

Como en Schopenhauer, el mundo mismo es solo la apariencia de algo que le sirve como
sustrato, y sería en sí misma la realidad verdadera. El mundo se presenta como fantasmas e
imágenes oníricas. La vida significa un contemplar con minuciosidad y gusto, todas estas
imágenes que componen el mundo. Este sueño, aún con sus avatares de dolor y azar, llama
a sí a todo hombre. En efecto, “nuestro ser más íntimo, el sustrato común de todos nosotros,
experimenta el sueño en sí con profundo placer y con alegre necesidad” (Nietzsche, 2004,
pg. 43).

Apolo es el dios y símbolo de esta fuerza de la apariencia: es el dios de las artes figurativas
y también es el dios vaticinador. Él, que tiene el nombre de resplandiente, ilumina el
mundo de la fantasía interna. Él representa la parcialidad del saber diurno (es decir, la
totalidad de la razón humana, que es siempre limitada y solo conoce a media luz), así como
también el sosiego y la calma del sueño. Ambas son también formas de las expresiones
artísticas, que presenta un saber, digamos, meta-conceptual, a la vez que con sus
apariencias hacen de la vida agradable y digna de ser vivida.

Apolo, además, no se sobrepasa en su función de creador de ilusiones. En sí mismo tiene la


medida, para que la realidad no se confunda del todo con el sueño, y el arte con la vida del
mundo. Su mirada “se halla bañada en la solemnidad de la bella apariencia” (Nietzsche,
2004, pg. 44). Apolo es figura, no solo del hombre que se acoge al principium
individuationis, tomando Nietzsche la terminología de Schopenhauer, sino de aquel mismo
principio, por el cual el hombre se protege en su barca y se cubre con el velo de Maya, del
mar embravecido que significa ese sustrato misterioso que se revuelve caóticamente bajo
las apariencias. Apolo es, pues, el placer de la apariencia que aleja al hombre de la terrible
realidad.

Esta protección que significaba Apolo, fue lo que permitió a la Grecia asentarse como
sociedad y perdurar. No por nada, Apolo era venerado como maestro e instructor de los
jóvenes. La seguridad que lo apolíneo brindaba a la incipiente cultura, por medio de un
lenguaje simbólico, en sí mismo figurativo del mundo, aceptado por el orden y la medida
de la sociedad, fue lo que permitió salvar al mundo griego de la descollante desmesura de
sus vecinos (y, de hecho, de ellos mismos) y del desconcertante sin sentido. Como nos dice
Gianni Vattimo: “La sociedad surge cuando un sistema metafórico se impone sobre los
otros, se convierte en el modo públicamente prescrito y aceptado de señalar
metafóricamente las cosas" (Vattimo, 1988, pg. 32).

A veces, prosigue el Alemán, cuando la razón se ve vulnerada y como descolocada por el


modo de conocimiento de las imágenes, así como cuando el principium se desdibuja y
parece que el agua del mar embravecido inunda la canoa, el hombre es asaltado por un
sentimiento de espanto y éxtasis. Esto es un poco del efecto de lo dionisíaco. Así como
para lo apolíneo, su imagen era el sueño, para lo dionisíaco lo será la embriaguez.

Lo dionisíaco representa un “completo olvido de sí” impulsado por una intensificación de


los subjetivo, como sucede muchas veces con el consumo de alcohol y de narcóticos, así
como con la llegada de la primavera. Dos imágenes nos da Nietzsche: los danzantes de San
Juan y San Vito en la Edad Media.

En ambos ejemplos, lo común es la irracionalidad, la pasión y la sensación de que no hay


límites. Así como se sucedió en Europa entre el siglo XIV y el XVII, no se sabe si por
influencia de un hongo, por una histeria colectiva, o hasta por razón de un culto pagano
desconocido, muchas personas se dieron a bailar en un baile frenético 1, entre gritos e
improperios, desnudos y lacerados, con burdas guirnaldas de flores y algunos embriagados
hasta las heces, así también los coros babilonios adoraban a sus dioses con danzas
sensuales, en orgías donde no se sabía dónde terminaba uno y comenzaba el otro, como
imagen patente de la unidad de todas las cosas.

Bajo el éxtasis dionisíaco, los hombres se reconcilian, así como también la naturaleza con
ellos. Entre el coro de Dionisos no hay diferencia entre sus miembros, “bajo su yugo
avanza la pantera y el tigre” (Nietzsche, 2004, pg. 46): todos en él son sátiros y bacantes,

1
Cfr. http://www.sineris.es/cuando_el_baile_se_hizo_plaga.html (revisado el 21 de septiembre de 2016 a
las 4:02 de la tarde)
todos son unidad y no dispersión. Toda arbitraria delimitación trazada por mano humana se
disuelve como las marcas hechas por un palo en la playa junto al mar. El velo de Maya
yace rasgado frente a la realidad de lo Uno primordial. El baile y el canto son el cuchillo
que lo rasgó.

En la obra de arte apolínea, el artista contempla los dioses y de allí realiza una figura bella,
serena e individual. En cambio, en la obra de arte dionisíaca, que es, ante todo, musical, el
artista ya no ve, sino que se siente él mismo el dios que es objeto de su arte. Ya no es él, de
hecho, un artista, pues ya no hace arte: él mismo se ha vuelto una obra de arte. En este tipo
de expresión estética es donde se revela la voluntad artística de la naturaleza en toda su
potencia.

Ahora, tanto lo apolíneo como lo dionisíaco, aunque antagónicos entre ellos, hacen parte
del poder artístico de la naturaleza, y Nietzsche es bien enfático en decir que son
independientes del hombre. Éste último no es sino un medio por el cual la naturaleza de las
cosas se revela, por medio de la ilusión del sueño, en un caso, y por medio del éxtasis
místico de la unidad primordial por otro (cfr. Nietzsche, 2004, pg. 48).

El hombre no es, pues, más que un imitador de estas fuerzas de la naturaleza. Uno será
imitador apolíneo, como el escultor, que guarda la medida y la serenidad de las figuras
pesadas; otro será imitador dionisíaco, como el cantor coral de los antiguos ritos de los
dioses de la abundancia y la fertilidad. Sin embargo, ambos son sobrepujados por el artista
trágico, que es a su vez apolíneo y dionisíaco. Este, nos dice Nietzsche, es como aquel
hombre disfrazado de sátiro que, embriagado, “se prosterna solitario de los coros
entusiastas” y, por medio de sueño apolíneo, se le revela su unidad con el Uno primordial
que subyace a todas las cosas, “en una imagen onírica simbólica” (Nietzsche, 2004, pg.
49). El impulso dionisíaco revela lo que estaba oculto tras el afecto apolíneo.

Sin embargo, lo dionisíaco griego es diferente de lo dionisíaco bárbaro, según nos dice
Nietzsche, tan diferente como es Dionisos del sátiro barbudo. Lo dionisíaco bárbaro no es
sino una expresión de la naturaleza desbordada, que pasa por encima de toda costumbre y
de toda racionalidad, de todo estamento social y de toda norma. Es exceso, frenesí y
disfrute orgiástico. En cambio, lo dionisíaco griego está controlado por la figura de Apolo,
que opone la cabeza de Medusa a su poder exorbitante, para mantenerlo dentro de los
límites de la serenidad y la razón. Empero, no realiza esta contención con violencia, sino
por medio de una reconciliación que tiene efecto inmediato en el arte. En efecto, de esta
reunificación de las fuerzas naturales nació la tragedia, dejando atrás las orgías grotescas
por “festividades de redención del mundo y de días de transfiguración” (Nietzsche, 2004,
pg. 51).

En esta combinación del impulso apolíneo y del dionisíaco, la fría medida de Apolo cobra
vigor, a la vez que la excitación dionisíaca se encausa y lenifica. Aquí el placer duele, y el
dolor es placentero. En la tragedia el hombre despide alegre suspiros nostálgicos, y la
naturaleza misma canta, en una expresión metafísica, “como si ésta hubiera de sollozar por
su despedazamiento en individuos” (Nietzsche, 2004, pg. 51). De alguna manera, si el
sentimiento Apolíneo es la de la individualidad fantasmagórica, donde cada individuo es
inconsciente de sí mismo en virtud de las imágenes que le rodean, y el afecto dionisíaco es
una pérdida total de esta individuación, pero acompañada de la inconsciencia propia del
éxtasis, el afecto trágico, mezcla de ambos, es a la vez pérdida y recuperación: es el sujeto
(aunque esto suene anacrónico, aunque el mismo Nietzsche la usa) que se vuelve consciente
de sí mismo como individualidad, pero que se reconoce como parte de un todo
incomprensible e inconmensurable, y esto le produce alegría y tristeza al mismo tiempo.

Con respecto a la música, esta, aunque esencialmente dionisíaca, puede ser también
apolínea, como lo era, en efecto, la solemne y adusta música doria, propia más de un
ejército en campaña, donde el elemento melódico principal es la cítara, cuyo sonido solo es
insinuado. Los ritmos dionisíacos, por su parte, son descritos por Nietzsche como
compuestos de “la violencia estremecedora del sonido, la corriente unitaria de la melodía y
el mundo completamente incomparable de la armonía” (Nietzsche, 2004, pg. 51). En el
ditirambo, centro de la música dionisíaca, el hombre es excitado hasta su máximo natural,
fundiéndolo de nuevo, por unos instantes, con el Uno primordial.

Acerca de la naturaleza del ditirambo, Aristóteles nos dice en la Política lo que sigue,
acerca del mismo y de su instrumento principal:
El modo frigio es entre las armonías lo que la flauta entre los instrumentos: ambos
son orgiásticos y patéticos [es decir, inclinan al πάθος]. Lo demuestra la poesía, pues
el delirio báquico y cualquier otra emoción semejante se expresa con la flauta mejor
que con ningún otro instrumento, y entre las armonías es la frigia las que les
conviene; así el ditirambo es considerado como unánimemente como frigio (Política,
V, 7, 1342b).

Esto es concordante con lo que nos había dicho el Alemán al respecto del origen de los
ritmos dionisíacos, haciéndolos venir de los países orientales. En efecto, estos debieron
haber entrado a Grecia desde la colonia de Frigia, en Anatolia, para después hacer su lugar
privilegiado en Atenas. El ritmo dionisíaco, lejos de ordenar con la cítara a la manera del
ritmo dorio, excita a los convidados con la flauta a la expresión simbólica con todo el
cuerpo, por lo cual el impulso de Dionisos incluye también, como elemento esencial, a la
danza.

De hecho, la presencia de la flauta es ya indicio del culto de Dionisos y de la tragedia como


forma artística de ella. Recordemos que, por ejemplo, como podemos ver a lo largo de la
más antigua de las novelas pastoriles, Dafnis y Cloe, la siringa (especie similar a nuestra
zampoña) es el instrumento de Pan, como de todos los demás pastores, y en sus templos,
usualmente grutas en el bosque, ellos dejaban flautas y pasteles de miel como ofrendas a su
dios. Como señala Schadewaldt, los rasgos del ditirambo dionisíaco son “el cántico del
coro, acompañado por la excitante música de las flautas; una emoción elemental que podía
llegar hasta el éxtasis; y la transformación del actor por la máscara” (cfr. Jähnig, pg. 207).

Fue precisamente el impulso apolíneo lo que llevó a los griegos a dar forma a su culto a
través de las divinidades olímpicas. En ellos “nos habla tan solo una existencia exuberante,
más aún, triunfal, en la que está divinizado todo lo que existe, lo mismo si es bueno que si
es malo” (Nietzsche, 2004, pg. 54). Los dioses aparecen, representados en sus estatuas, con
la graciosa imagen de la jovialidad. Ellos son un paliativo, una respuesta alegre y corajuda
ante los horrores de la existencia. Ante la avasalladora Moira, ante la fuerza de la
naturaleza, que con un soplo puede hacer perecer al hombre, todo concentrado en la
sentencia de Sileno, los griegos formaron el mundo intermedio artístico de los olímpicos,
como justificación y aliento para la vida, pues el arte es lo que hace a la vida digna de ser
vivida. Esto es el impulso apolíneo, que sustrae al hombre del dolor original (cfr. Nietzsche,
2004, pg. 55).

Tanta, de hecho, es la fuerza de la ilusión apolínea, que el héroe homérico, conocedor del
sufrimiento y de la miseria, teme más a la muerte que a la vida que lo sumerge en el dolor.
Para el impulso apolíneo la vida es preciosa, aún pese a sus avatares tristes y
decepcionantes. El impulso de vida, a lo cual, por lo menos en esta parte, se puede aparejar
lo apolíneo, desea tanto la vida que engaña al hombre para que desee sufrir lo que sea, antes
que morir.

Esto es lo que Schiller llamó sentimiento ingenuo, porque el hombre no se sustrae de la


naturaleza de esta vida, sino que la acepta como parte constituyente de su propio ser, aun en
su dolor, ya que acepta todo con una resignación pueril, que no se escuda en el
entendimiento, sino en la pura sensación de la naturaleza. Como dice el mismo Schiller:
“atribuimos a un hombre carácter ingenuo cuando en sus juicios sobre las cosas pasa por
alto lo que tienen de artificioso y rebuscado y no se atiene más que a la simple naturaleza”
(Schiller, pg. 16).

Lo ingenuo es, así, el arma de lo apolíneo, que por medio de “enérgicas ficciones engañosas
y de ilusiones placenteras” (Nietzsche, 2004, pg. 56) engaña al hombre para que se aleje del
horro del mundo. El hombre ingenuo es aquel que cae en la ilusión apolínea y gusta de ella.
Y el mayor poeta ingenuo de la Grecia Antigua es Homero, con las fantasías con las cuales
amamanto a la Hélade en su infancia.

El poeta apolíneo es aquel que interpreta los sueños que representa ante él la poesía
ingenua, donde el sustrato de dicho sueño y de dicha poesía no es otro que lo Uno
primordial, que se vela bajo las apariencias. Esto mismo lo explica Nietzsche:

En efecto, cuanto más advierto en la naturaleza aquellos instintos artísticos


omnipotentes y, en ellos, un ferviente anhelo de apariencia, de lograr una redención
mediante la apariencia, tanto más empujado me siento a la conjetura metafísica de
que lo verdaderamente existente, lo Uno primordial, necesita a la vez, en cuanto es lo
eternamente sufriente y contradictorio, para su permanente redención, la visión
extasiante, la apariencia placentera (Nietzsche, 2004, pg. 58-59).
La realidad empírica significa el escenario en que los instintos naturales, o artísticos de la
naturaleza, se unen en las apariencias del mundo, pues allí el sufrimiento primordial,
sustrato de todas las cosas, se hace patente. La poesía ingenua es como el sueño, apariencia
de la apariencia, ya que imita el modo de ser de las imágenes de la naturaleza, al mismo
tiempo que ella es solo apariencia de aquella ansia primordial. El arte apolíneo, visto desde
este punto, es la apariencia de la Voluntad, como concepto y como orden de las cosas,
mientras que lo dionisíaco, más que un acto del intelecto, es una experiencia estética de
aquel sustrato primigenio.

Así, pues en el arte se encuentra dicha ansia con las imágenes en las cuales la misma se
satisface, de manera particular en la poesía dionisíaca, donde la Voluntad se encuentra bajo
los límites de la apariencia, el arte se convierte en el único conocimiento metafísico del
mundo. En efecto, para Nietzsche las categorías estéticas adquieren un rango ontológico, y
el arte se manifiesta como el órganon de la filosofía, pues le da a ésta acceso al Ser que se
oculta tras el velo de la apariencia. Solamente después de este desvelamiento por parte del
artista nace el concepto; tal como de la música, expresión de voluntad pura, nace la poesía
lírica (cfr. Fink, pg. 20).

En efecto, así como lo dice nuestro filósofo, lo apolíneo y lo dionisíaco se mueven el uno y
al otro a la creación. Desde el principio aquel sufrimiento primero, que horroriza a los
hombres en sus horas de vigilia, alentó al hombre a buscar una solución a su contradicción
y a su desesperación, por lo cual el arte apolíneo, junto con su religión, tuvo que salir al
encuentro de este hombre doliente para calmarlo, protegerlo y justificarlo. Si el mundo
nació de las cenizas de Zagreo, figura de Dionisos, luego de ser destrozado por los Titanes,
ese horror heredado de la existencia venía a ser salvado por Apolo y sus apariencias, como
este mismo rescató el corazón de Zagreo y, por la ingesta de éste por parte de Zeus,
Dionisos renació con el nombre de Yaco.

Zagreo, precisamente, que representa al Dionisos Ctónico, tal como se refiere a él Esquilo
al hacerlo hijo de Hades, y no solo de Perséfone y Zeus, fue tomado por el orfismo como la
figura resplandeciente del sino humano. Él, que es el gran cazador de entre los dioses, fue
cazado por aquellos de los que hacía presa. El Dionisos vivo y alegre ha muerto por su
desmesura, tal y como siendo descuartizador, fue descuartizado (pues Dionisos era también
el dios cazador, tal como Artemisa) (cfr. Otto, pg. 139-149). Así mismo, el impulso de vida
que es la Voluntad, subsumida en la Unidad original, por sus ansias de apariencia muere en
el individuo y pierde la Unidad que la hace, digámoslo así, divina. El arte es la muerte de la
Unidad (ya que este se compone de apariencias), al mismo tiempo que la vida del hombre,
pues le devuelve su consciencia del Uno.

La ley de Apolo es la mesura y el límite que significa la individuación, como está contenido
en las sentencias délficas de conócete a ti mismo y nada en demasía; mientras que la ley de
Dionisos, retratada en las figuras de los Titanes (entre ellos, principalmente Prometeo) y los
bárbaros es el retorno a la unidad y la ruptura del aquel mismo límite, mas no como
subversión de la naturaleza, sino como eufórica respuesta a ella misma, pues la naturaleza,
antes de ser apariencia, es esencia, unidad y sufrimiento (cfr. Nietzsche, 2004, pg. 60).

El arte apolíneo y su impulso necesitaban del dionisíaco, y éste a aquel. Un mundo


constituido por el uno es artificial, mientras el otro es brutal e incivilizado. Es bien cierto
que el hombre necesita límites, pues, en efecto, este gusto particular por el orden era lo que
ponían a Grecia por encima de muchos pueblos de su época. Empero, ese grito de verdad y
liberación de los coros báquicos era también una necesidad de aquellos hombres
embaucados por la belleza y la ley. Aquello que veían como incomprensible, el dolor y el
caos, pedía una explicación, y si no podía haber lugar a esta, al menos un desahogo y un
sentimiento de punzante aceptación. Apolo, para ser completo, necesitaba de la sabiduría de
Sileno. Así es como nos lo dice Nietzsche: “la desmesura se desveló como verdad, la
contradicción, la delicia nacida de los dolores hablaron acerca de sí desde el corazón de la
naturaleza” (Nietzsche, 2004, pg. 61).

Casi que de la misma manera que Aristóteles nos presenta la prudencia mediante la
exposición del hombre prudente, Nietzsche nos perfila las figuras del artista apolíneo y del
artista dionisíaco en dos grandes poetas: “Homero, el anciano soñador absorto en sí mismo,
el tipo de artista apolíneo, ingenuo, mira estupefacto la apasionada cabeza de Arquíloco,
belicoso servidor de las musas salvajemente arrastrado a través de la existencia”
(Nietzsche, 2004, pg. 63). En uno podemos ver al artista objetivo, mientras en el otro, al
primer artista subjetivo.
La gran ironía, precisamente, es que el artista subjetivo, ese que en su arte grita ¡Yo!, es
tomado precisamente como la figura del capricho y de lo no-artístico. Este, que en su arte
revela su concupiscencia y sus pasiones subjetivas, no podría ser artista, porque lejos de
estas representar manifestaciones propiamente estéticas, son muestra de una voluntad pura,
que ha tomado al sujeto luego de que él se ha vaciado de sí mismo.

Este artista subjetivo, que es el artista lírico, es también, en la antigüedad, el mismo artista
musical. A este hombre particular, más que imágenes y conceptos, que son apolíneos, le
precede en su producción artística, como a Schiller, un cierto estado de ánimo musical.
Este último elemento, dionisíaco en su esencia, significa una unión entre el sufrimiento y la
contradicción del Uno primordial con el artista lírico, el cual da forma a la música como
una “repetición del mundo y un segundo vaciado del mismo” (Nietzsche, 2004, pg. 65).
Solamente posterior a este encuentro con Dionisos, llega Apolo, ya que luego del estado de
ánimo musical este da paso, en el sueño, a las imágenes oníricas simbólicas.

Lo que es imposible de conceptualizar y carece de imagen, la materia de la música, aquella


voluntad pura, que no puede ser llamada arte aún, se transforma en expresión estética en el
momento en que se transfigura en imagen y en concepto. El sufrimiento del Uno primordial
se redime solamente con el placer también originario de la apariencia. Este encuentro, este
echarse a dormir y despertar del embriagado poeta lírico-dionisíaco, da nacimiento al
ditirambo y a la tragedia. Es por esta mediación del artista entre la obra de arte y el Uno
primordial por lo que Nietzsche dice que el artista egoísta es la antítesis del arte, pues, en
realidad, en el arte que es encuentro de lo apolíneo y lo dionisíaco, es la Voluntad el artista
verdadero, no el artista individual (cfr. Nietzsche, 2004, pg. 68).

Así, pues, la música es lo primero y lo universal, y la poesía no es anterior a ella, sino que
nace en su seno. La melodía es aquel elemento dionisíaco que se sustrae de todas las cosas
y que se objetiva en las imágenes apolíneas de la poesía (cfr. Nietzsche, 2004, pg. 71). Por
esto es que la canción popular es aquel elemento a la vez apolíneo y a la vez dionisíaco,
pues representan la pasión y la voluntad del pueblo, al mismo tiempo que traslada estas
emociones a imágenes sacadas del mundo, que no es otra cosa que apariencia. No es la
música la que imita la imagen, sino la imagen a la melodía. Si hemos, pues, de buscar la
relación esencial entre Apolo y Dionisos, debemos hacerlo en ella, que vendría a ser
antesala de la tragedia, la cual tiene en común con su madre su carácter popular.

Ahora, Nietzsche hace una aclaración de sus términos. Cuando él llama a la música
voluntad pura, no lo hace en sentido estricto, pues en ese caso la música no sobreviviría
como arte. Debe realizarse una distinción entre esencia y apariencia. Como esencia, la
música no es voluntad pura (ya que la voluntad es lo no-estético), pero aparece como tal.
Por esta razón, lo dionisíaco solo se complete y se redime en el arte2, porque es en él donde
adquiere forma y figura, las cuales son elementos apolíneos. Así, pues, con toda razón el
Alemán habla del poeta lírico “genio apolíneo, [que] interpreta la música a través de la
imagen de la voluntad” (Nietzsche, 2004, pg. 73), es decir, el elemento propiamente
dionisíaco.

2
Aunque la música dionisíaca “no necesita de la imagen ni del concepto, sino que únicamente los soporta a
su lado” (74).
Referencias

- Aristóteles; Política; Editorial Gredos; 1988; Madrid.


- Fink, Eugen; La filosofía de Nietzsche; Alianza Editorial S.A.; 2000; Madrid.
- Jähnig, Dieter; Historia del mundo: historia del arte; Fondo de Cultura Económica;
1982; México D.F.
- Nietzsche, Friedrich; El Nacimiento de la Tragedia o Grecia y el pesimismo;
Alianza Editorial; 2004; Madrid.
- Otto, Walter; Dioniso: mito y culto; Ediciones Siruela; 2001, Madrid.
- Schiller, Friedrich; Poesía ingenua y Poesía sentimental y de la Gracia y de la
Dignidad; Recuperado de:
(http://www.dominiopublico.gov.br/download/texto/bk000317.pdf) el 23 de
septiembre a las 10:40 p.m.
- Vattimo, Gianni; Introducción a Nietzsche; Ediciones Península; 1988; Barcelona.

También podría gustarte