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El padre de mis hijos – Antonio Caballero

Cuando el desconocido asomó la cabeza por la puerta del bus, a Luz Angélica se le
fueron
las fuerzas. Nunca había visto a un hombre tan buen mozo. En su regazo gruñó el
perrito,
impaciente: por primera vez en su vida, Luz Angélica lo dejó caer. El desconocido
retiró la
cabeza, y se ensombreció el mundo.

El perrito volvió a trepar a sus rodillas. Luz Angélica sentía una repentina
urgencia de ir al
baño, y ahora quería bajar, como antes había preferido quedarse sola en el bus
recalentado
al sol por asco, por no mezclarse con la gente; pero no se atrevía a mover un dedo,
y se
apretaba los ojos, recordando. “Bajo el arco victorioso de las cejas era un triunfo
la pupila
quieta y brava”, susurró. Por la ventana entreabierta no se veía ya ni rastro, ni
sombra de su
ausencia: solo un enorme anuncio de neón, rosa y azul y palpitante y apenas
dibujado en el
calor sin fin de Montería, anunciaba el punto exacto de la revelación: “Terminal
Oficial de
Buses Interurbanos y Transportes Fluviales y Marítimos, TEROBUITRAFLUM”. Más allá,
el Restaurante Dolly, Comidas y Bandejas, el rectángulo informe de la plaza surcado
de
hondas huellas de camión, anaranjado y rojo, encharcado de aceite y aguas negras,
talleres
y ferreterías, las oficinas de Telecom, el Hotel Manila, el Hotel Otún, que parecía
más
limpio. “Era un triunfo la pupila quieta y brava, y cual conchas sonrosadas las
orejas”. Era
como Omar Sharif en el Doctor Zhivago. En el bus vacío y reverberante Luz Angélica
se
sentía quieta y fría como una piedra.
Los demás pasajeros regresaban al bus, oliendo a sancocho, a aguardiente, a
cebolla, a
cerveza. Una mujer –de su edad, más o menos, aunque tal vez más joven, o no más
joven,
más gorda, más vulgar, con una ancha mata de pelo renegrido barriéndole los
hombros,
toda llena de afeites y pestañas, toda vestida de tules, toda olorosa a aceites– se
despedía
con besos presurosos y risitas y miradas esquivas y apretaba un pañuelo en una mano
y una
cartera en un sobaco y una pesada grabadora Sony en el otro, sin contar las
maletas. Luz
Angélica la odió desde el primer momento. Una mujer vulgar, llena de risas y de
gritos de
pájaro, con pesadas candongas que colgaban sobre sus hombros ondulantes, caderona,
gruesa de extremidades, segura de sí misma, mirando más allá, buscando a alguien.
Luz
Angélica se ajustó en torno al rostro la pañoleta de seda natural, se estiró con un
dedo
discreto el tirante del sostén pegado al pecho por el sudor del viaje, sintió que
no podía
respirar del calor y del asco. Cruzaron sus miradas, y ahora se odiaban ambas. Pero
el bus
arrancó por fin, Luz Angélica cerró los párpados para que se los acariciara el
viento tibio.
Con un rubor inútil recordaba la cabeza increíble que había visto un instante,
suspendida en
el resplandor caluroso de la puerta como en una bandeja de oro. Y no quería pensar,
quería
olvidar ese episodio vergonzoso e idiota de su vida en que había perdido el aliento
por la
cabeza de un hombre, quería borrarlo de la realidad y del recuerdo, quería que no
hubiera
existido nunca.
A la salida de la ciudad el bus paró frente a un enorme cartel: “Bienvenidos,
Welcome.
Montería, Capital Universal de la Riqueza”. Y subió el desconocido.
Era como Omar Sharif en el Doctor Zhivago. Una pesada cadena con la Cruz Magnética
de
los Rosacruces le caía sobre el pecho. Llevaba reloj de cuarzo. No llevaba
equipaje. Miró a
la gorda de los tules, arqueó interrogativo la ceja victoriosa y alzó el dedo
pulgar. Con una
risa llena de babas y de nervios la gorda de los tules alzó su propio dedo: todo
bien, mi
amor, todo perfecto, todo bien para siempre, todo bien desde ahora, todo felicidad,
mi
amor, todo, mi amor.
“Métale la chancleta, hermano”, dijo el desconocido, y el bus partió como una
flecha. Pero
ya Luz Angélica no notaba el soplo tibio del viento que le secaba el sudor en la
cara. No
sentía sino un peso glacial en el estómago y no podía ver nada más que al
desconocido que
se sentaba junto a la de los tules y le palmeaba el amplio muslo y le apartaba la
candonga y
la gruesa mata de pelo para besarle el hombro mientras ella seguía embobada en su
risa de
amor interminable. Como quien presenta una ofrenda, la gorda de los tules sacó su
grabadora, introdujo una cinta:
Aunque no quiera Dios, ni quieras tú, ni quiera yo,
hasta la eternidad te seguirá mi amor...
Boleros. Luz Angélica sentía un asco invencible por la de las candongas y los
tules. En su
memoria los boleros estaban inextricablemente unidos al mal olor del río de aguas
negras
que separaba su colegio de unos barrios vagos, bajos, sin duda llenos de
prostíbulos, en
Medellín, más de quince años antes. Por las noches, cuando se levantaba el viento,
a las
ventanas del dormitorio llegaba el olor fétido del río mezclado con música de
boleros,
gritos de mujeres, risotadas de borrachos: una vaharada dulzona y espesa que
borraba el
aroma ordenado de los geranios de las monjas, que corrompía incluso la paz del
llanto.
…como una sombra iré
perfumaré
tu inspiración
y junto a ti estaré
también en el dolor.
Al verla sudorosa, contenta, risoteante, restregándose contra el desconocido como
una
enorme perra lúbrica, Luz Angélica entendía perfectamente que a la de las candongas
le
gustaran los boleros.
Quiso pensar en otra cosa. Acarició al perrito: Candy, Candy, como estás, Candy
divino.
Pero Candy solo respondía con un acezar de agobio, y en el sudor de la palma le
quedaban
mechones blancos desprendidos del lomo. Por la ventana se deslizaba un paisaje
caliente,
cercas de alambre de púas que subían y bajaban en lentas ondulaciones, tendidas
sobre
postes que empezaban a echar retoños tiernos y ya cubiertos de polvo, hojitas de un
verde
gris, ramas inquietas en el aire, ganado que pastaba inmóvil en las olas de hierba,
un cielo
blanco como una plancha de metal. El bus brincaba en los huecos, Luz Angélica
brincaba
en su asiento y veía brincar también a la gorda de las candongas, le oía soltar
penetrantes
gritos de desvarío que dejaban temblando sus brazos y sus senos: “¡Ay Isma, ay
Isma, qué
loco!”. En las rodillas de Luz Angélica, Candy pesaba como un plomo.
El desconocido protestaba: “¿Solo trescientos mil?”. Y la gorda le acariciaba la
nuca y daba
explicaciones: “Sí, mi amor, pero después...”. Plata, plata, plata: en casa de Luz
Angélica
sus hermanos no hablaban jamás sino de plata. Todos los hombres son iguales. Vio
cómo la
gorda sacaba de su cartera un paquete envuelto en periódico, vio cómo el
desconocido
contaba los billetes parsimoniosamente, guardaba un fajo en el bolsillo, colocaba
los
restantes en la funda plástica de la grabadora, los ajustaba contra el aparato. La
gorda de las
candongas exigía un beso más, como un recibo. Mientras le daba el beso, los ojos
del
desconocido tropezaron con los de Luz Angélica. Le hizo un guiño. Violentamente
ruborizada, Luz Angélica se dedicó otra vez a acariciar a Candy, como si lo frotara
con
linimento.
Se sentía turbada, confusa. Isma debía ser contracción de Ismael, pensaba, y esas
escapadas
laterales de su imaginación la perturbaban aún más. Al fin y al cabo qué le
importaba a ella.
Ismael, Isma, el desconocido, no sabía bien cómo llamarlo, bebía de una botella
blanca,
probablemente de ron, y daba de beber a pico de botella a la de las candongas. Le
rodaban
gruesas gotas relucientes por la barbilla, cuello abajo, hasta los amplios senos
ceñidos por
el tul, entre las risotadas y los besos. Luz Angélica se esforzaba en vano por
recordar la
música del Doctor Zhivago, tan triste:
tiri riri rin tirin
tiririri tiririn tiririn tiran...
Sobresaltada, vio la botella delante de sus narices, el puño del desconocido, una
esclava de
acero con iniciales, I. N., unos ojos de terciopelo negro, un bigote de infierno,
una sonrisa.
Negó con la cabeza y con los labios en un gesto de repulsión, violentamente,
acorralada por
el vértigo.
“Ay, Isma, ven”, llamó la gorda.
Luz Angélica temblaba. Oyó chirridos, chasquidos, roces, y la música de la
grabadora
cambió. Ya no eran los boleros melcochudos de la gorda, sino una masa líquida, un
chorro
de agua que resbalaba en escalones, una voz seca, sin amaneramientos:
Naciste para ser mala y mala serás
mientras vivas.
Te entregué mi cariño
y no supiste apreciar.
El desconocido la miraba intensamente, como si le dedicara la canción. Luz Angélica
apartó su mirada, sintiendo que se le helaba el alma.
...qué mala hembra /qué mala hembra /qué mala hembra
eres, mamá.
Que no, que no, que no,
que no te voy a amar.
Se sonrojó hasta las orejas. Nunca se había oído llamar “hembra”. Todo le daba
vueltas en
su aturdimiento, y en el cuello y el pecho la golpeaba una repentina granizada de
fuego. El
desconocido sonreía. La gorda de las candongas se volvió bruscamente en su asiento,
lanzándole una mirada de rabia incrédula. Luz Angélica volvió la cabeza hacia la
ventana,
sonriendo confundida: sabía que lo mejor de ella era la sonrisa. Nunca había sido
bonita, lo
sabía. Nunca había despertado los celos de otra mujer. Pensó que el desconocido
podía ser
tal vez egipcio, como Omar Sharif. Turco, más bien. En la costa hay mucho turco.
Sin dejar
de sonreír, y aunque ya le temblaban las comisuras de la boca y ni siquiera sabía
si el turco
la miraba, mantuvo la mirada en el paisaje monótono de lomas y pastos, montañas
lejanamente manchadas de selva, nubes redondas en el cielo blanqueado de calor,
cercas de
alambre reluciente y veloz entre postes y postes de matarratón florecido, color de
rosa, sin
olor. Y luego fueron apareciendo platanales, largas casas aplastadas con techo gris
de
palma, postes de la luz, un negro en bicicleta, el bus entró con un silbido a un
pavimento
liso, casas de techo de lata y eternit, otras casas más altas, rosadas, verde
claro, camiones,
un mercado de frutas y de negros, una ancha plaza cercada de paredes sucias de
hollín y
grasa, talleres, buses parados, fachadas achatadas, ferreterías, las Residencias
Lucy, el
Hotel Yakarta: Montería otra vez. Un inmenso cartel la sacó de su asombro:
“Sincelejo,
Capital Universal de la Cheveridad”. Recordó de repente:
tin tiri tiri tiri ririn ririn
tin tiririri tirin tiriririri tirin tiran...
...la música tan triste, tan dulce, tan triste del Doctor Zhivago, cuando la
tempestad de
nieve.
Bajaron todos los personajes. Luz Angélica también. Quería ir al baño, quería
estirar las
piernas –sí, quería ver al desconocido: ¿qué tenía eso de malo?–. En el restaurante
de las
Residencias Lucy, se encontró parada frente a un mostrador con vidriera lleno de
pasteles
desencuadernados como libros. El desconocido, tres pasos más allá, bailaba solo en
el piso
de cemento, sin música, haciendo con la boca tssiritssitchí tsstchiquitssí
taschiquitsschí. La
gorda de la candonga reía con delirio. Luz Angélica pidió una de las milhojas de la
vitrina,
y sin pedirlo le pusieron también un vaso de ron: el desconocido le guiñó un ojo a
espaldas
de la gorda. Era un gesto vulgar. Y el ron era trago de negros. Y ser negro, o
meterse con
negros, era lo peor que podía sucederle a nadie en el mundo. Mordió la milhoja, que
era a
un tiempo arenosa y elástica y se le pegaba al velo del paladar. Pidió una
cocacola, pero
nadie venía. Hizo un buche de ron, tragó, tosió, probó de nuevo la milhoja para
quitarse el
calor de la garganta, necesitó más ron para tragarla, le brotaron las lágrimas
mientras tosía
otra vez, se dio cuenta de que la milhoja volvía a trepar glotis arriba desde su
estómago
vacío y la empujó glotis abajo con el resto del ron. Le temblaban las manos y las
sienes.
Trago de negros. Miró al desconocido con ojo aguzado y húmedo, buscándole alguna
gota
de sangre negra. Turco sí, pero negro no parecía. Aunque con los costeños no se
sabe
jamás. Pensó en el terremoto que sacudiría a Manizales si ella se presentaba con
ese turco
en su casa –no terminó de pensar: qué idiota, con semejante indio. Pero no: indio
no, ni
tampoco negro. Turco sí, pero negro no–.
La gorda se perdió en el fondo del restaurante con paso de borracha, buscando el
baño. El
desconocido se acercó a Luz Angélica, quien sabía que vendría, pero que, al verlo
venir sin
tener dónde esconderse, sintió que el corazón se le cerraba de un golpe en la mitad
del
pecho. Sonrió como pudo, con los ojos dudosos y brillantes y las mejillas
ardorosas.
Un poquito de tu amor,
un poquito nada más,
una sonrisa de tus labios
tan solo quiero de ti...
...le dijo. Luz Angélica perdió la voz. Entendía que estaba cantando, sí: pero
también estaba
diciendo lo que estaba cantando. Era más alto de lo que le había parecido hacía un
momento, cuando cambiaba risas con la gorda. ¿Dónde andaba la gorda? Si los veía
juntos
–aunque tampoco estaban demasiado juntos– los mataría a los dos. Y sí estaban
bastante
juntos: le llegaba su olor a sudor de hombre. Pero no era un olor desagradable.
Temía en
cambio estar oliendo ella a sudor enfriado y rancio, de viaje largo.
–Vea, señor: usted nunca ha visto el Doctor Zhivago, ¿cierto?
Y como él no contestaba nada, su propia timidez la obligó a seguir:
–¿Se acuerda de la música, tin tiri tiri tiri ririn ririn, tin tiririri tirin
tiriri tirin tiran?
–Chao flaca: nos vemos –dijo él: la gorda ya volvía. La recibió con un beso. Desde
su
agitación Luz Angélica se dio cuenta de que era un beso de disimulo. No entendía
qué veía
en ella: gorda, vulgar, borracha.
El aire caliente de la plaza la golpeó al salir como una bofetada. Puso a Candy a
orinar a la
sombra del bus, contra la llanta. Desde su espalda dos manos se cerraron cortándole
el
aliento sobre sus senos planos, a través de la blusa. Echó a correr a ciegas,
tropezó con el
mostrador de la vitrina, fue a dar al baño de hombres, acabó por fin encerrada en
el de
mujeres, envuelta en un vasto olor pacífico a desinfectante de limón. Apoyó la
mejilla
enrojecida en el baldosín del muro, respirando muy hondo. Turco vulgar, turco
inmundo.
Sentía todavía sus manos apretando sus senos, en realidad prácticamente
inexistentes: sin el
sostén, no se verían. Turco creído, debe pensar que todas las mujeres son tan... –
se vio
abrumada de vergüenza al descubrir que estaba pensando en la palabra “puta”, que
ella
pensaba “p...”, como en una palabra que se le pudiera aplicar a ella misma: porque
cosas así
no les pasan sino a las p...–. Lloraba, o sentía por lo menos un ardor en los ojos.
Se miró en
el espejo carcomido de orín: todo le daba asco: el espejo, y el turco, y ella
misma. Se miró
la nariz afilada, brillante en la punta. La boca fina, casi sin labios. Los ojos
pequeños,
hundidos. Sabía que era fea; o no fea, sino que no era atractiva. Se alisó la
pañoleta, se
acomodó el sostén: las manos del turco inmundo habían estado ahí –lo pensó entre
comillas: “ahí”–. Buscó en vano una huella dactilar, alguna sombra ajada en la seda
de la
blusa. Se miró de perfil. Se dio cuenta de que desde hacía rato estaba oyendo el
bramido
impaciente del pito de aire del bus. La iban a dejar abandonada en Sincelejo, eran
capaces;
y ni siquiera sabía por dónde andaba Candy. Corrió, atropelló a Candy que la
esperaba ante
la puerta del baño, lo recogió al pasar, salió corriendo a la plaza. Pensó que no
había
pagado la milhoja, pero estaba segura de que el turco inmundo la había pagado por
ella. Al
pasar rumbo a su puesto en la ventana no quiso ni mirarlo.
Boleros, besos entre el turco inmundo y la gorda inmunda, más boleros. El resto del
viaje
iba a ser intolerable. Luz Angélica deseaba ardientemente llegar pronto a
Cartagena,
encontrar a Nuria Esther en el terminal de buses –y luego el Hotel Americano, el
aire
acondicionado, el limpio olor del mar–. Los boleros eran siempre los mismos, y
afuera el
paisaje era también el mismo, monótono y caliente. Y saber que había llegado a
pensar –
idiota, idiota–: habría sido mejor perder el bus en Sincelejo, no tener que
aguantar todavía
durante horas la vista de ese turco desgraciado, desvergonzado, descastado. “Puta”,
pensó
con todas sus letras; pero no pensaba en ella misma, sino en la gorda de las
candongas: no
podía dejar de mirarlos. Recordaba la dureza, y al mismo tiempo la dulzura, de sus
manos
en sus senos, y la quemaba el recuerdo. Lo único que quería ese hombre era “eso” –
se
decía, sin atreverse a precisar qué entendía exactamente por “eso”–. Algo turbio,
sucio,
pecaminoso.
Algo de clases bajas, de turcos, de boleros, de putas.
–Llanta, señores –anunció el chofer.
Descendieron. El chofer caló el bus con grandes piedras bajo las ruedas, desmontó
la llanta,
la cambió. El turco lo ayudaba. La gorda, acurrucada a la sombra del bus, ponía
bolero tras
bolero y se quejaba del dolor de cabeza: “Ay, Isma”. Mientras duró la operación Luz
Angélica se mantuvo prácticamente a pleno sol, apenas protegida por la sombra
difusa y
casi transparente de un matarratón florecido, por quedar lejos de la gorda. El
turco se quitó
la camisa. Luz Angélica veía el juego liso de los músculos al alzar sin esfuerzo la
gigantesca llanta, las sombras bruscas en la piel. Y tenía –al sol, y en un dolor
creciente de
cabeza– una alucinación innoble y recurrente: que apoyaba su rostro contra el pecho
del
turco y respiraba hondo su olor a hombre fornido. Nunca había olido la piel de un
hombre.
La gorda de las candongas se fue a dormir su borrachera al asiento del fondo y
ahora
viajaban en silencio, sin boleros, sin risas, apenas con el bramido del motor, el
traqueteo
desajustado de los hierros del bus y el gemido del viento en la ventana. Pero Luz
Angélica
no lo oyó venir hasta que su voz cantante le susurró al oído:
Una sonrisa de sus labios
tan solo quiero de ti.
Se estremeció. Pero lo odiaba. No quiso mirarlo. Además, no estuvo segura de que
pudiera
mirarlo con el desprecio mortal que merecía. Qué idiota había sido: “Usted no ha
visto
el Doctor Zhivago, ¿cierto?”. Y qué idiota: “¿Se acuerda de la música?”. Qué iba a
entender
de música ese turco.
Mi debilidad,
tú eres mi debilidad:
la que me consume
y no puedo rechazar.
Cantaba en voz baja, agachado en el asiento de enfrente y separado de Luz Angélica
solo
por el estrecho pasillo y el asiento exterior, donde Candy dormía con el ojo
vidrioso y
semiabierto.
Debili debili debili debili debili
mi debili mi debili debili debili debili
mi debilidad.
Era ridículo. A pesar suyo, Luz Angélica hizo una media sonrisa, sintiéndose
ridícula ella
también –y para su inmenso sobresalto el turco cayó de rodillas como tocado por un
rayo–.
Miró al fondo del bus, segura de que la gorda venía a sacarle los ojos. El turco se
retorcía,
besaba los tubos cromados del asiento, se erguía como un resorte para dejarse caer
de
nuevo al piso con las piernas abiertas, moviendo las caderas, palmeándose los
muslos:
...debili debili debili debili debili debili
mi debilidad.
Luz Angélica sonrió abiertamente, involuntariamente, detestándose por idiota,
detestándolo
por payaso, se tapó la boca con la mano cuando estaba a punto de prorrumpir en una
risa
sin control: porque así como su sonrisa era luminosa y serena, su risa tendía al
hipo y a la
histeria. El turco le arrebató la mano de los labios y se la besó.
–Váyase, hombre, suelte, se despierta su amiga –tartamudeó Luz Angélica aterrada,
cuchicheante, tirando de su mano para recuperarla. El turco tironeó de su lado,
tironeó ella
más fuerte, angustiadísima, tironearon ambos. Él cedió.
–¿Viste mi debilidad, flaca?
Y regresó a su puesto. A Luz Angélica le latía el corazón como un martillo. Se
acarició la
mano, donde habían quedado marcados en rojo los dedos del turco. No debía haberse
reído,
no debía haberle hablado, pero era una idiota. Lo había perdonado, qué idiota, pero
lo había
perdonado. ¿De dónde sabría ese hombre que a las mujeres se les besa la mano? A lo
mejor
era de buena familia. Oyó la voz burlona de sus hermanos: ¿turco de buena familia?
Qué
idiota, qué idiota, qué idiota, pero lo había perdonado. Y en el fragor de su
agitación se
sentía liberada, tranquila, bien. Se miraba la mano donde las marcas rojas
empezaban a
volverse verdugones azules. Pensó en los verdugones de sus senos tratados con tan
brusca
familiaridad, avanzando como una gran mano morada hasta cubrirle todo el pecho.
Pero ya
no lo odiaba. Era una idiota, pero ya no lo odiaba. Sentía, si se esforzaba por
recordarlo, el
calor brusco y doloroso de las manos del turco jugando con su pecho: y se esforzaba
por
recordarlo. Se dijo: en realidad lo que pasa es que le gusto. Y se ruborizó. Era
una
sensación terriblemente nueva y excitante, gustarle a un hombre.

Corozal. Una informe plaza al sol, talleres, ferreterías, Residencias Nancy,


Telecom. El
chofer anunció una parada para remontar la llanta. Pero ya no importaba la demora.
Ahora
Luz Angélica quería que el viaje durara para siempre. El terminal de Cartagena se
anunciaba como una pesadilla: dejarlo ir, perderlo para toda la vida. Decirle a su
amiga con
una sonrisa desenvuelta: “Mira, Nuria Esther, te presento a Ismael, un amigo”.
Ismael no
parecía nombre de turco, gracias a Dios. Más bien valluno. No era como si se
hubiera
llamado Abdalá, o Alí, o Yamil, o Hassán. La gorda de las candongas gimoteó desde
el
fondo:
–Ay, Isma, yo más bien te espero aquí –y al ver que el turco se disponía a bajar,
feliz,
silbando: –Pero primero dame un beso, amore.
Luz Angélica no quiso ver el beso. Había pensado bajar ella también, pero ya no.
Tampoco
era una idiota.
Lo oyó tamborilear en su ventana. No volvió la cabeza. Tamborileó más fuerte,
imperioso,
con urgencia. Luz Angélica miró hacia el fondo del bus con el rabo del ojo, vio a
la gorda
dormida, tumbada bocarriba en la banqueta, con las piernas abiertas: nunca había
visto a
nadie tan vulgar en su vida. El turco insistía: “Baja, flaquita”. Ella dijo que no
con la
cabeza.
Naciste para ser mala y mala serás
mientras vivas.
Yo te entregué mi cariño
y no supiste apreciar.
Luz Angélica se sintió invadida por una dulcísima ternura. Sonrió por la ventana.
Bajó a la
plaza. El sol se ponía ya tras las fachadas planas del occidente, detrás de
Telecom. El turco
la recibió tomándola por los codos y le tarareó al oído en un cuchicheo ardiente:
A ver mamacita,
arrímate a mi cintura.
¡Tócamelo, mamá!
¡Qué rico!
Y la arrastró por un brazo, a la carrera, rumbo a las Residencias Nancy, Comidas y
Banquetes, Apartados para Familias, mientras ella intentaba que del otro brazo no
se le
cayera Candy. Era como Omar Sharif en Lawrence de Arabia. Como si de pronto la
hubiera
recogido al galope con su brazo de acero y de un envión la hubiera cruzado sobre la
cabeza
de su silla y hubiera echado a galopar por el desierto, sonriendo con sonrisa de
relámpago.
Fue una decepción que el rapto y la carrera terminaran diez pasos más allá, frente
a una
mesa redonda de metal.
–Ay, mamacita, te gozo –le dijo el turco al oído, y se alejó medio bailando. No era
muy
alto, en realidad. Más bien bajito. O no, bajito no: pero tampoco muy alto. Con el
rostro
ardiente se arregló la pañoleta que dejaba escapar un mechón de su pelo castaño,
casi negro
a esas horas por la grasa del viaje. Una vez más lamentó amargamente tener un pelo
tan
aceitoso, tan fino, tan escaso. Él regresó, botella en mano. La hizo beber. Reían
ambos. A
Luz Angélica le brillaban los ojitos hundidos, y se dio cuenta de que era
absolutamente
feliz.
–Flaquita castigadora, no querías bajar.
Y ella no sabía cómo explicarle que no, que no era eso, que sí quería bajar, y al
oírse llamar
castigadora –castigadora ella, que nunca se lo habría imaginado– sentía un orgullo
desconocido. Cerró los ojos. Le temblaban los párpados. Alzó los labios
entreabiertos,
esperando que el turco la besara, deseando que la besara por fin. Y al mismo tiempo
se
empinaba en su silla de metal para que la mesa no fuera un obstáculo si él quería
cogerle
los senos otra vez. Esta vez no se retiraría, al contrario: quería que le
acariciara los senos
despacio, con dulzura. Sintió que él le cogía una mano, que tenía floja y suelta
sobre la
falda, y la besaba, como en el bus. Pero no abrió los ojos, y esperaba temblando.
El turco
atrajo sin brusquedad su mano dócil hacia él, y a través del dril del pantalón Luz
Angélica
tocó algo duro, y tardó un momento en darse cuenta de qué se trataba. Le atravesó
el cuerpo
un choque de sorpresa, de horror, pero no retiró la mano ni abrió los ojos, sino
que tembló
más fuerte. Él la obligó a circundar con sus dedos delgados aquella cosa gruesa y
firme que
le llenaba la mano, tensa, caliente. Se le antojaba inverosímilmente grande.
El bus, afuera, empezó a pitar. Luz Angélica dejó caer la mano, se levantó como una
autómata, subió al bus, atravesando el aullido angustioso del pito como si nadara.
Candy
corrió detrás, se quedó ladrando al pie del escalón del bus, incapaz de subir,
dando saltitos.
Bajó de nuevo a recogerlo, volvió a subir, sin ver, ensordecida, con los globos de
los ojos a
punto de estallar, sudando a chorros. Se sentó en su puesto, se arregló una y otra
vez la
pañoleta. El bus seguía pitando y el turco no subía todavía: debía de estar
pagando. En las
pausas del pito la gorda de las candongas escuchaba embelesada fragmentos de
bolero: “no
habrá ningún lamento / al fin de mi existencia / toda esa dicha habrá / en el beso
que
deseo...” y violines, saxofones, un piano. El súbito silencio del pito la dejó con
el corazón
en la garganta, esperando. Sin haberlo planeado, estaba segura de que ahora el
turco se
sentaría a su lado en el asiento libre, y para abrirle campo mantenía al perro
apretado contra
su regazo. Pero se acomodó junto a la gorda.
Agitada, decepcionada, exhausta, aliviada también, Luz Angélica cerró los ojos.
Sobre el
techo del bus cayeron algunas pesadas gotas de lluvia, pero no menguó el calor. El
plástico
del forro del asiento se le pegaba a la espalda, y el sostén le colgaba mustio
entre los senos
húmedos. ¿Tendría que confesarse? Pero sería un sacrilegio, porque en ella no había
nada
parecido al arrepentimiento. Sería suya, sería lo que él quisiera, sería su… sí,
sería su
amante. Recordaba la dureza y el calor del hombre entre su mano, y no se
arrepentía.
Subrepticiamente se llevaba la mano a la cara, como si quisiera ajustarse mejor la
pañoleta,
para oler en ella el olor de Ismael. En la penumbra interrumpida apenas por el
parpadeo de
colores del tablero, por el reflejo lechoso de los faros en los taludes de las
curvas, por las
luces violentas de algún camión enfrentado, veía el perfil del turco, y la mano de
la gorda
que le acariciaba incansablemente la nuca, y su brazo redondo, cargado de pulseras
relucientes.
Aunque no quiera Dios, ni quieras tú, ni quiera yo,
hasta la eternidad te seguirá mi amor...
...aseguraba una voz melcochuda desde la grabadora Sony. Era eso, era eso. Luz
Angélica
cabeceaba involuntariamente en el bramido sordo del motor, pero no quería dormirse.
A la
media luz de los bombillos del techo se veía reflejada en el vidrio: su cara pálida
y húmeda
encerrada por la pañoleta de seda, como la de una monja; sus ojos briillantes de
fiebre. Sí,
lo presentaría en su casa, pasara lo que pasara. No, eso jamás: un turco. Se iría
con él, tras
él, hasta donde él quisiera. Hasta la eternidad te seguirá mi amor... Ismael,
Ismael, repetía –
y el nombre le sabía a miel entre los labios: Ismael–. Tendrían hijos: al primero
le pondrían
Ismael lván... Luz Angélica Piedrahíta de… –¿de Ismael?–. Intentó adivinar su
apellido,
que a juzgar por la esclava de acero empezaba con una n, como en el misal: “Nuestro
obispo nn, nuestro papa nn”. La sacudía la feroz alegría del sacrilegio, y
pronunciaba a
media voz: “Luz Angélica Piedrahíta de Nadir. Luz Angélica Piedrahíta de Nablús.
Luz
Angélica Piedrahíta de Narzim...”.
En su mano volvía a buscar su olor, casi perdido ya, confundido entre todos los
olores de la
tierra caliente que entraban por la ventana: olor a platanales, a viento tibio del
mar, a fruta
podrida. En las curvas de la bajada se veían brillar a lo lejos las luces de
Cartagena, a la
orilla de la masa sombría del mar.

Luz Angélica ya no sabía adónde iba, Carretera de la Cordialidad adelante: a


Barranquilla,
tal vez, o a Santa Marta, o todavía más lejos, a Maicao. La gorda de las candongas
había
dicho: “Cuando lleguemos a Maicao, amore...”. Amore, gorda vulgar. Para Luz
Angélica,
Maicao era un lugar siniestro, lleno de televisores de contrabando, de turcos, de
mafiosos,
de venezolanos. Pero si Maicao estaba en su destino, Maicao estaba en su destino.
En
Cartagena habían subido pasajeros nuevos, todos hombres, gritones y brillantes, que
ahogaban con sus voces y sus risas los boleros inagotables de la gorda. En el
fragor del
terminal de buses había visto a Nuria Esther que la buscaba miope y perdida entre
la
muchedumbre, y se había refugiado detrás de una columna con Candy entre los brazos.
Había visto cómo un negro de camiseta rosada recogía su maleta y se la llevaba con
toda
tranquilidad, a pesar de las grandes etiquetas: “Luz Angélica Piedrahíta,
Manizales”. No se
había atrevido a gritar. Lo único que importaba era seguir adelante con Ismael,
tras Ismael,
a Maicao si era preciso. Ya no quedaba nada de su olor en su mano.
El bus paró casi en seco, con un aullido de llantas, ante unas luces cegadoras.
Subió un
hombre terrible, armado de metralleta. Detrás subieron otros dos, también armados.
Entre
los pasajeros, de repente, reinaban el silencio y la parálisis.
–Se acabó la diversión –dijo el hombre terrible. Uno de sus secuaces añadió con una
gran
sonrisa, haciendo como si bailara con su metralleta:
–Llegó el comandante y mandó a parar.
Nadie sonrió.
–Todos bajan –ordenó el hombre terrible.
Del asfalto recalentado de la Carretera de la Cordialidad subía un vaho blanco,
iluminado
por los faros potentes de dos camionetas paradas frente al bus. En las luces
cruzadas,
nimbados de luz, como apariciones, aguardaban dos asaltantes más, armados, y otro
iba
requisando a los pasajeros que bajaban, vestido de uniforme militar. Luz Angélica
sintió
una gran tranquilidad: era el ejército. Se acercó al hombre terrible:
–Mi comandante… –empezó a balbucear.
En sus brazos, Candy gruñó y mostró los dientes, sobresaltando al comandante. Pero
al ver
el tamaño de la fiera se la arrancó a Luz Angélica y la cosió a tiros en el aire.
El perrito no
pudo ni ladrar. Luz Angélica se quedó atrapada entre las luces de los faros, con
las manos
en la boca y los ojos abiertos, hasta que el comandante la apartó de un empellón.
Fue a
chocar con otro asaltante, que la lanzó más lejos, haciéndola rodar por tierra. Los
pasajeros
bajaban uno a uno, se colocaban disciplinadamente en fila con las palmas apoyadas
en el
costado del bus, se dejaban quitar sin protestas el dinero, los relojes, los
objetos brillantes.
Medio tendida en la cuneta, Luz Angélica veía aterrorizada la escena extrañamente
silenciosa, iluminada como el escenario de un teatro; veía a Candy aplastado en el
asfalto,
con las fauces abiertas, en el centro de una mancha negra que se agrandaba
lentamente.
La gorda de las candongas forcejeaba con uno de los piratas, resuelta a defender su
grabadora Sony y sus boleros. El aparato cayó al suelo con un crujido de plástico
quebrado,
y la gorda lanzó a la noche un clamor ronco y se arrojó sobre el hombre para
arrancarle los
ojos. Lucharon un momento. Otro pirata la abrazó por detrás. Se rasgaron los tules,
en la
luz poderosa de los faros surgió un seno violeta y de inmediato una mano oscura se
cerró
sobre él mientras la gorda soltaba un grito agudo. Los hombres rieron. Y tendieron
a la
gorda en el asfalto caliente, y uno la mantenía pegada a la tierra por las muñecas
y dos más
le inmovilizaban el molino de las piernas, y uno tras otro la violaban los seis, de
espaldas a
los pasajeros silenciosos que apoyaban las palmas en los flancos del bus y miraban
sus latas
de colores con ojos quietos. En la cuneta, protegida por la sombra, Luz Angélica
temblaba.
Los gritos de la gorda se espaciaban, se enronquecían, se reducían al breve ¡aah!
de la
brusca penetración, se perdían bajo el resollar del violador de turno.
–Las hembras eran dos –dijo uno de los piratas haciendo girar una linterna para
escrutar la
noche.
Luz Angélica se quedó quieta como una piedra. Cuando la alcanzó la luz, echó a
correr de
un salto. Cinco metros más allá la atrapó por el hombro una mano pesada, y dos
hombres la
arrastraron pataleando al escenario iluminado. Lloraba, gritaba, intentaba rasguñar
y dar
patadas, había perdido en la pelea su pañoleta de seda y sus pelitos lisos y
tristes le caían en
mechones de aceite sobre los hombros. El comandante le destrozó la ropa de un
manotazo,
dejándola desnuda, solo con los zapatos de medio tacón y las medias escurridas
hasta las
corvas. Aparecieron a la luz sus pechos planos, moteados de verdugones y de pecas,
su
costillar saliente, su carne de gallina a pesar del calor, su vientre blanquecino
surcado por
las cuatro estrías negras que dejaron las uñas del comandante, los pelos lacios de
su pubis,
como una barba rala. El comandante la examinó, le separó los brazos con los que
ella
intentaba proteger el pecho, le apretó un pezón entre el pulgar y el índice hasta
hacerla
gritar mientras saltaba grotescamente en un pie. Soltó una risotada:
–Es un gurre de mierda –dictaminó–. Nos fuimos.
Y le volvió la espalda. Luz Angélica, desnuda, desdeñada, aliviada, humillada,
comprendiendo que no la tocarían, dejó escapar un gemido que pareció arrancarle las
entrañas y cayó a tierra como un bulto. Con la cara y los senos aplastados en la
carretera
caliente se sentía rota de vergüenza. Y habría querido estar muerta, que la
hubieran
acribillado a tiros como a Candy después de exhibirla desnuda para burlarse, que
era eso,
que no era nada, que era un gurre de mierda, y el turco había jugado con su
corazón.
Se oyó la voz gimiente de la gorda:
–¡Ay, Isma...!
El turco se volvió a mirar. Uno de los piratas lo observó atentamente:
–¡Mi comandante! Este es un tira.
–¿Cuál?
–Este. Este trabajaba con la Brigada en Turbo, fue el que hizo meter preso a mi
hermano
Lupercio. Ismael Nayib, el turco Nayib, uno que le decían el loco Nayib allá en
Turbo, la
gente se la tenía jurada. Hasta que se voló. Decían que se había ido para Montería.
Allá en
Turbo andaba de sargento de la policía. Es tira, mi comandante.
El comandante se quedó mirando al turco, pensativo. El turco lo miraba en silencio.
–A este hijueputa lo fusilamos pero ya.
Entre dos lo cogieron, lo llevaron a empellones lejos de los demás, lo apoyaron de
espaldas
en la carrocería del bus, iluminado por los faros cegadores de las dos camionetas.
El turco
alzó el brazo, ya sin reloj de cuarzo:
–Tranquilo, hermano: concédame un deseo y no se arrepiente.
El comandante le dio una bofetada que sonó como un disparo.
–¡Yo no soy hermano de ningún tira, gran hijueputa!
–Un deseo, mi comandante. El último deseo de un moribundo.
El comandante pareció dudar, ceder.
–A ver. Pero prontico que estamos de afán.
–Pero venga se lo digo aquí pasito.
El comandante acercó su rostro al del turco, y Luz Angélica pensó por un momento
que el
turco lo iba a escupir. Cuchicheó algo. El comandante lo miró con asombro.
–¿A esa?
El turco hizo que sí con la cabeza.
–¿Por qué?
–Porque a ella le conviene. Y a ustedes no les cuesta ningún trabajo.
El comandante rió, le dio un empujón casi amistoso en el pecho:
–¡No joooda, hermano! Hay que ser muy tira y muy hijueputa. ¿Y yo qué saco con
eso?
El turco volvió a cuchichearle al oído. El comandante le dio un nuevo empellón.
Discutían.
Luz Angélica quería que lo mataran de una vez, y era la primera vez en su vida que
cometía
un pecado de esa magnitud: deseaba que mataran a alguien. El comandante se volvió,
furioso:
–¡A ver, carajo, quién requisó a esta gente! Este tira de mierda dice que tienen
escondidos
otros trescientos mil pesos.

Requisaron de nuevo a todos los pasajeros. Una mano brutal le arrancó a Luz
Angélica la
cadenita de oro en la garganta, con un corazoncito de oro que se abría y dentro
tenía una
perlita y grabado su nombre. Recordó la plata de la gorda, los trescientos mil
pesos
escondidos en la grabadora Sony.
–No hay nada, mi comandante. ¿Los empelotamos a todos?
–¡Tira hijueputa! –el comandante, furioso, le puso la pistola en la sien–. ¡O
habla, o lo
quemo!
Luz Angélica escuchó la voz del turco, ronca, pero perfectamente audible ahora:
–Ahí verá, hermano. O me cumplen mi último deseo, o ahí se quedan sin su buen
billete.
El comandante vaciló.
–Y si le tiene tantas ganas, ¿por qué no se la tira usted mismo? Nosotros lo
esperamos.
El turco negó con la cabeza, volvió a hablar.
–No, hermano... A qué horas. ¿No ve que con esta vaina del fusilamiento me puso las
huevas de corbatín?
El comandante, sin preaviso, le dio una violenta patada en los testículos que lo
dobló en
dos.
–Para que tengas de qué quejarte, hijueputa –masculló–. Bueno, compas: el tira este
de
mierda está proponiendo un trato.
–Fusilémoslo, mi comandante.
–Eso no hay de otra. Pero el tipo ofrece que, si nos tiramos a su novia, nos da
trescientos
mil pesos.
Hubo un silencio de asombro.
–A esa ya nos la tiramos, mi comandante –rió un uniformado–. ¿No será más bien que
quedó contenta?
Todos rieron, incluso algunos pasajeros.
–Esa no. La otra. La cachaca. De nuevo hubo un silencio.
–Este tipo nos está mamando gallo, mi comandante –opinó uno. Otro miró dubitativo a
Luz
Angélica por encima del hombro:
–A esa no se la come ni el gusano.
Luz Angélica sintió un vahído. Ella. La plata de la gorda. Se sintió pagada, se
sintió
comprada, se sintió amada, tal vez.
–Tráiganla –ordenó el comandante.
Luz Angélica sintió que la cogían por las muñecas y la ponían violentamente en pie.
El
comandante la miró a la luz de arriba a abajo: los ojos parpadeantes en su rostro
puntudo de
ratón, bañado en lágrimas, la boca abierta mostrando los dientes inferiores, el
flaco cuerpo
desnudo, escurrido, blanco como la leche, salpicado de pecas, la barba lacia entre
las
piernas.
–Rocky, tú –ordenó.
–¿Yo? –Rocky sonaba incrédulo. Los otros rieron, palmeándose los muslos,
palmeándole la
espalda:
–¡Eso, Rocky, éntrale, hermano!
Trajeron al turco a empellones, lo tumbaron de un culatazo en la cara.
Luz Angélica oyó crujir el hueso. Rocky se abrió la bragueta, se sacó el miembro
con la
mano, encogiéndose de hombros. Era un negro alto y joven, con cara de niño. Luz
Angélica
se dejó tender dócilmente en el asfalto, oyendo la respiración honda y rota del
turco, sintió
la mano dura de Rocky abriéndole las piernas, y entre sus muslos el calor blando de
su
miembro.
–No se me para –explicó Rocky, riendo con dientes blancos y grandes en la oscuridad
lisa
de su cara de niño.
–Hazte la paja, Rocky –sugirió alguno por detrás.
Luz Angélica cerraba los ojos y trataba de no pensar en nada, y oía risas y voces y
el
resuello del turco tumbado en la carretera entre botas y culatas de fusil. Pero
Rocky
golpeaba ahora con fuerza entre sus piernas y ella sentía sus golpes ciegos,
dolorosos, y
todo el peso del hombre sobre su pelvis y el frío metálico de las cartucheras
clavado en el
pecho, hiriéndola. Rocky golpeaba ayudándose con una mano, riendo. Y de pronto Luz
Angélica sintió un agudísimo dolor de desgarrón y el miembro duro de Rocky que se
abría
paso en ella rompiéndola, como si la fuera a abrir en dos, que penetraba en ella
hasta donde
ella nunca, en sus lecturas, había creído que fuera posible penetrar. Recubriendo
el dolor
sintió punzadas de algo que debía ser placer, y luego oyó su propio grito de animal
mientras
se abría aún más para que Rocky entrara todavía más hondo, y se sintió dejada y
otra vez
llena hasta reventar, y sintió crecer en ella una oleada que ahora sí, sin duda,
era placer, y
un jadeo le llenó la garganta. Por entre los párpados inundados de llanto veía la
cara
aplastada del turco, el puente roto de su nariz, y entre sus propios gritos y
gemidos oía la
risa de Rocky y luego su repentino resollar y todo su peso caliente y sudoroso
sobre su
cuerpo y un chorro palpitante reventando en el fondo de ella con una fuerza
inesperada y en
una nueva marea de delicia. Después, Rocky retiró su miembro ensangrentado y lo
limpió
en el muslo de Luz Angélica, y se cerró la bragueta sin parar de reír mientras ella
seguía
sintiendo oleadas que la envolvían y se retiraban un instante para volver a
envolverla, y
apenas sentía la palma pálida de Rocky que le daba en la mejilla un par de
golpecitos
cariñosos.
–Estás buena, cachaca. Te falta práctica.
El comandante pateó al turco en las costillas.
–Bueno, hijueputa, ya te hicimos el favor. Si me engañaste te vamos a colgar de las
huevas.
Dónde está el billete.
El turco señaló con el dedo:
–Ahí.
De la boca le salió un chorrito de sangre. El propio comandante se metió debajo del
bus
para pescar los restos aplastados de la grabadora Sony. Tiró al suelo el aparato
despedazado
y empezó a sacar puñados de billetes de la funda de plástico.
–¡Ah, hijueputa, y los tenías bien escondidos...! Pero no creas que te salvas tan
fácil, gran
hijueputa.
Lo alzaron entre dos. Luz Angélica vio que arqueba la ceja, mirándola, y trató de
cubrirse
el vientre con las manos. El turco le sonrió:
–Chao, flaquita.
–¡Fusílenlo!
Una ráfaga de metralleta lo dobló contra el bus.
–Qué tal, el muy hijueputa...
Los piratas se montaron en sus dos camionetas, giraron con un chirriar de llantas y
partieron a toda velocidad. Durante unos instantes solo se oyeron los ruidos
calientes de la
noche, horadada hasta muy lejos por los faros del bus detenido. Luego los pasajeros
empezaron a moverse. La gorda de las candongas soltaba gemiditos, intentaba
cubrirse los
senos con los brazos, el vientre con los tules destrozados. Algunos pasajeros la
miraban con
lascivia. El chofer se acercó al turco inmóvil, cuya cabeza se apoyaba en un ángulo
extraño
en la llanta delantera del bus.
–Está muerto –dijo.
Luz Angélica lo oyó sin emoción, encogida en el piso. Sentía que entre las piernas
le
empezaba a escurrir el líquido ya enfriado del hombre, mezclado con su sangre. “Es
tuyo,
Ismael”, pensaba. “Es mío. Es Ismael Iván. Es nuestro hijo”. No se dio cuenta
cuando la de
las candongas se acercó a ella tambaleante y le escupió en la cara.

POST SCRIPTUM
Poética
Salvo este, que apareció en el primer número de El Malpensante hace 18 años, y un
par de
pretenciosas tentativas juveniles 25 años antes, nunca he publicado cuentos. Y solo
una
novela, Sin remedio, hace ya treinta. Y es porque la ficción, que obsesiona a
tantos
escritores hasta el punto de que no conciben que puedan existir otros géneros
literarios –la
poesía, el ensayo, el panfleto, el periodismo–, tiene la virtud de que en ella
caben todos a la
vez. Pero tiene también una difícil exigencia: lo que se dice con ella no puede ser
dicho de
otra manera.
Alguna vez leí que Karl Marx, cuando trabajaba en el árido tratado económico-
político
de El capital, creía estar componiendo un poema. Y lo que le salió fue una obra de
ficción.

Antonio Caballero

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