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GUARAGUAO

Revista de Cultura Latinoamericana

Jorge Icaza, Pablo Palacio


y las vanguardias latinoamericanas

Alicia Ortega Caicedo


Raúl Serrano Sánchez (editores)

Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador


cecal Centro de Estudios y Cooperación para América Latina
GUARAGUAO
Revista de Cultura Latinoamericana
Biblioteca para el diálogo, no. 3

Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador


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dad de los números del año.»
Índice

Prólogo 5

Jorge Icaza y Pablo Palacio y las vanguardias latinoamericanas


Alicia Ortega Caicedo

Contenido

Paradigmas ecuatorianos (1920 – 1930): discordias, teorías,


función de la literatura y práctica narrativa. 17
Humberto E. Robles, Northwestern University

¿Vanguardia andina en Ecuador? 31


Yanna Hadatty Mora, Universidad Nacional Autónoma
de México

Lectores y lecturas de Pablo Palacio 55


Celina Manzoni, Universidad de Buenos Aires

Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia 68


Teodosio Fernández, Universidad Autónoma de Madrid

Lucidez teórica y exclusiones mutuas 83


Raúl Vallejo, Universidad Andina Simón Bolívar

La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado


de Pablo Palacio: una teoría geométrica del ser en el mundo 93
Cecilia Rubio, Universidad de Concepción

Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia 115


Celene García Ávila, Universidad Nacional Autónoma
de México

Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura 133


Alicia Ortega Caicedo, Universidad Andina Simón Bolívar
GUARAGUAO


Agustín Cueva, lector de Pablo Palacio: apuntes para una


nueva politización de la vanguardia 155
Álvaro Campuzano Arteta, Universidad Nacional Autónoma
de México

Jorge Icaza y Pablo Palacio: divergencias convergentes 164


Mauricio Ostria González, Universidad de Concepción

Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida 176


César Chávez Aguilar, Centro Cultural Benjamín Carrión

Carmen Palacios Cevallos: más allá del cielo prometido 186


Raúl Serrano Sánchez, Universidad Andina Simón Bolívar
Jorge Icaza y Pablo Palacio
y las vanguardias latinoamericanas

Alicia Ortega Caicedo


Universidad Andina Simón Bolívar

E l año 2006 ofreció un pretexto propicio para reflexionar en torno a


lo que significaron, e implican aún, los movimientos de vanguardia
en Ecuador, el Área andina y Latinoamérica; pues en ese año se cumplió el
centenario del nacimiento de dos protagonistas de un momento de rupturas
y fundaciones, operado durante el primer tercio del siglo xx ecuatoriano:
Jorge Icaza (Quito, 1906-1978) y Pablo Palacio (Loja, 1906–Guayaquil,
1947). En el contexto de este jubileo, y con el propósito de celebrar a estas
figuras centrales de nuestra tradición literaria, el Área de Letras de la Uni-
versidad Andina Simón Bolívar, organizó el Congreso Internacional «Jorge
Icaza, Pablo Palacio y las vanguardias». Nuestro propósito fundamental ha
sido reconocer el aporte de ambos escritores en la consolidación de nuestra
modernidad literaria, en el esfuerzo por romper con los estereotipos de una
tradición crítica que, desde Ecuador, ha insistido en divorciar a Icaza y Pa-
lacio, como si fueran representantes de dos corrientes literarias opuestas y
excluyentes. Icaza ha sido reducido básicamente a escritor indigenista –en
su vertiente de protesta social, con acento en lo propio, en las «Grandes rea-
lidades», la denuncia y lo nativo– y Palacio ha sido considerado, sobre todo
por la generación que irrumpe en la década del sesenta, fundador solitario
de una literatura experimental, urbana, aquélla de las «realidades pequeñas».
Podemos invertir estas lecturas y preguntarnos qué hay de fundacional en
Icaza –no solamente como indigenista, sino en su tratamiento del lenguaje,
como dramaturgo marcado por los aportes del pensamiento freudiano, del
surrealismo y del expresionismo; en su preocupación por la problemática
del mestizo, en la creación de una suerte de picaresca urbana que aborda los
conflictos interétnicos de una ciudad chola. Asimismo, interesa pensar, por
un lado, cómo la obra de Palacio se ve afectada por el impacto de la vida mo-
derna y la modernización de la ciudad y, por otro, situar su obra en diálogo
con sus contemporáneos latinoamericanos.

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 5-16


GUARAGUAO


Nuestro propósito es comprender la obra de ambos escritores como res-


puestas –diferentes, pero afines– al mismo impulso de crítica y renovación
que, en el contexto de las primeras décadas del siglo xx, cobra aliento en
Ecuador, como en todo el continente. No olvidemos, por otro lado, que, a
inicios de los años veinte, en Ecuador, las fuerzas socialistas emprendieron
un proceso de organización política, momento que coincide con el ingreso
de la clase obrera a la escena pública, con levantamientos campesinos en el
agro serrano, con la emergencia de una intelectualidad media liberal, divul-
gadora de ideas radicales y abiertamente antioligárquica, en alianza con sec-
tores proletarios y campesinos. El periodo de entre siglos fue un momento de
intenso debate en torno a «la cuestión indígena», debate que involucró a las
artes, las ciencias sociales, las humanidades. En 19221 se edita El indio ecua-
toriano de Pío Jaramillo Alvarado, obra pionera de la sociología indigenista.
La propuesta del autor se inserta en una discusión más amplia que involucró
a las instituciones del Estado en la lucha por la reforma agraria y la formula-
ción de una «Ley de indios» en el plano de sus derechos políticos, jurídicos
y sociales. Así, esos primeros decenios estuvieron preñados de una voluntad
de ruptura, que aspiraba a una renovación no solamente estética, sino del or-
den social, cultural y político en su conjunto. Vida y arte, utopía y realidad,
imagen y palabra, estética y política, arcaísmos y novedades, ciudad y campo,
coincidieron, o se acercaron de maneras harto complejas y contradictorias,
bajo el impulso de nuestras vanguardias literarias. Convergencias que impri-
mieron en los artistas una conciencia de protagonismo histórico, capaz de
dar sentido e incidir en los avatares del entorno vital de su momento.
Los escritores y artistas de la vanguardia expresan una sensibilidad que
atiende a una doble vertiente de impulsos intelectuales y estímulos afectivos:
por un lado, trabajan una escritura que se propone nombrar y representar
ese abigarrado, y hasta entonces desconocido, mundo propio. Evidencian un
enorme afán por indagar en los intersticios de nuestra identidad y de nuestra
historia, en los quiebres y matices de nuestros lenguajes, rostros y paisajes;
en nuestro acumulado simbólico y mítico. Por otro lado, ellos responden, de
manera simultánea, al impacto de poéticas y teorías de la modernidad euro-
pea: los movimientos socialistas y anarco-sindicalistas, el pensamiento freu-
diano y el descubrimiento del inconciente, la fascinación por los mundos de
la magia y la locura, las expresiones surrealistas y el reino de lo irracional; la
técnica, el cine, la canción del progreso, la agitación moderna y la premura
de la máquina, la industria, la gran ciudad. El impacto de la modernidad,
Alicia Ortega Caicedo • Prólogo


con todas sus innovaciones y transformaciones, generó en nuestros escritores


admiración y espanto, celebración y crítica, tentación y rechazo. En América
Latina, la expansión urbana se vio acompañada de intensas crisis económicas
y complejos procesos migratorios; procesos que incidieron y se vieron repre-
sentados en las propuestas literarias de esos años.
Humberto E. Robles ha periodizado la recepción y trayectoria de la «no-
ción de vanguardia» en Ecuador, entre 1918 y 1934. En este esfuerzo, Ro-
bles ha dado cuenta, precisamente, de la polémica en torno al camino que
debía asumir la nueva literatura comprometida: una literatura volcada hacia
la liberación subjetiva (rechazo de la mimesis, importancia de la forma,
el arte como creación autónoma y de raigambre vanguardista, de ambiente
urbano y de carácter «expositivo») o una de preocupación social y popular
(cuyo referente debía ser la realidad nacional). En el marco de estas disputas,
sobresalía la cuestión del sentido y la función de la literatura en la sociedad,
así como la relación entre vanguardia artística y vanguardia política:
A manera de ejemplo para ilustrar el sondeo y la bifurcación de los caminos a
seguir, piénsese que en 1927 se publicaron Plata y bronce de Fernando Chaves y
Un hombre muerto a puntapiés, Débora y «Novela guillotinada» de Pablo Palacio.
La primera abrió brecha en el camino de la denuncia social, del indigenismo. Las
tres últimas diseminaron el derrotero de una literatura expositiva, urbana, auto-
crítica y experimental. Conscientes de la problemática que ha representado la
recepción de Palacio, y a riesgo de simplificar, hemos yuxtapuesto sus textos con
los de Chaves con miras a llamar la atención al enfrentamiento y coincidencia
de sensibilidades, y no necesariamente de compromiso político, que surgió en el
Ecuador en cuanto al referente de la obra literaria y, por esa vía, en cuanto a la
cultura y a la organización social, en general.2

La cita de Robles destaca los diferentes derroteros que eligió la literatura


ecuatoriana hacia la segunda década del siglo pasado: experimental y urbana,
de «descrédito y expositiva», de preocupación social y realista, terrigenista,
mágico-telúrica, indigenista; todas ellas, en suma, de ruptura y descontento,
en el anhelo por estar a la vanguardia y afines al «espíritu nuevo y joven»
de la época. De hecho, Icaza y Palacio son dos escritores que guardan más
puntos de contacto de los que la crítica tradicionalmente ha querido ver. En
este sentido, Robles subraya que: «Palacio e Icaza. Ambos nacidos hará un
siglo; ambos afiliados al Sindicato de Escritores y Artistas del Ecuador, y cada
cual, a su vez, parte de la directiva del mismo; ambos vistos como escritores
GUARAGUAO


clave, a menudo ubicados por la crítica, sin matizar debidamente el juicio,


en diferentes polos del horizonte literario ecuatoriano: ‘vanguardista’, el uno,
‘indigenista’, el otro».3 Felizmente, los trabajos de Humberto Robles, María
del Carmen Fernández,4 Miguel Donoso,5 Jorge E. Adoum,6 Nelson Oso-
rio,7 Celina Manzoni,8 Wilfrido Corral,9 Raúl Vallejo,10 han ayudado, entre
otros, a romper muchos equívocos en la lectura de Palacio que, al decir de
Vallejo, engrosaron una actitud generalizada en el campo cultural ecuatoria-
no que consiste en la negación del contrario:

En Ecuador, como resultado de la pugna ideológica y cultural de la primera


mitad del siglo xx, los escritores de la vanguardia que no adhirió al realismo
social fueron marginados por la crítica hasta que terminaron desapareciendo
de la historiografía literaria. Así, cuando inexcusablemente hubo que hablar
de un escritor vanguardista, éste fue considerado un islote en medio de la gran
literatura social de los años 30, cuyas figuras más sobresalientes son Joaquín
Gallegos Lara, José de la Cuadra y Jorge Icaza.
En el proceso de recuperación de escritores de vanguardia como Palacio, Hum-
berto Salvador o Hugo Mayo se ha producido un fenómeno parecido pero a la
inversa. Sucede que las obras de escritores del realismo social son consideradas
como simples expresiones folclóricas de intelectuales política y estéticamente
sectarios. Es como si la canonización de Palacio hubiera implicado la sataniza-
ción de Gallegos Lara o del indigenismo.11

En esta línea de reflexión, Vallejo da cuenta de la lectura que Cueva hicie-


ra hacia finales de los setenta de la obra de Palacio, como punto de partida de
una crítica de «exclusiones mutuas» y en el marco del debate sobre el realis-
mo social. Con estos antecedentes, lo que impulsó el congreso y este esfuerzo
editorial colectivo es trascender una discusión que, lamentablemente, se ha
visto acorralada en la necesidad de elegir a uno de los dos escritores, como
el fundador de lo que hoy se considera la moderna literatura ecuatoriana.
Alejandro Moreano ha sido enfático con respecto al impacto que tuvo, entre
nosotros, el gesto parricida que condujo al entierro de Icaza. En el contexto
de una lectura comparativa entre las literaturas ecuatoriana y peruana,12 Mo-
reano señala que en Perú existe una continuidad de una literatura referida
a la problemática indígena/andina: desde Alegría y Matto de Turner hasta
el presente. No así en Ecuador, en donde esta literatura aparece truncada y
confinada a la generación del 30: «En el Ecuador, luego del primer momento
de Icaza, no existe equivalencia alguna. Más aún, con la literatura de Icaza,
Alicia Ortega Caicedo • Prólogo


parece haber concluido la historia del indigenismo literario ecuatoriano. No


se encuentran momentos similares a los de Arguedas o Scorza, a pesar de Bo-
letín y elegía de las mitas que brilla solitario como un poema excepcional».13
Moreano destaca, como paradoja, el hecho de que en el periodo de 1980 se
produjo en Ecuador la emergencia de los pueblos indios que, a partir de los
levantamientos de la década del noventa, se convirtieron en protagonistas
centrales de la vida social y política ecuatoriana, no así en la literaria:

Prosiguen las paradojas: si los levantamientos indios gestados en la década de


1990 no produjeron ningún efecto en la literatura, la huelga general del 15 de
Noviembre de 1922, considerada el nacimiento del movimiento obrero y de la
moderna lucha social del Ecuador, fue una de las causas centrales de la Genera-
ción del 30, la mayor literatura del Ecuador en su momento y nacimiento de su
modernidad literaria, y temática importante en algunas de las novelas cardinales
del llamado «Grupo de Guayaquil» […]. En un país cuya mejor literatura ha sido
muy sensible a los procesos sociales, sorprende la total indiferencia respecto a los
sucesivos levantamientos indios suscitados en las décadas de 1980 y 1990.14

Con el señalamiento de esta paradoja, Moreano se pregunta –a propósito


de lo que significó la recepción crítica de Palacio e Icaza, a partir de 1970,15
cuando se desplegaron nuevas formas literarias: novela histórica, urbana, sa-
gas y, más tarde, en los 90, novelas policiales, de aventuras, de ciencia fic-
ción– por qué, sin embargo, no hubo una literatura que diera continuidad
al indigenismo icaciano.16 Moreano intuye que la respuesta a esta pregunta
tiene que ver con el hecho de que el discurso hegemónico de la época –y el de
cierta vertiente crítica actual– postulaba una drástica ruptura con el llamado
realismo social y la generación del 30, en particular con Huasipungo de Icaza,
y elogiaba, por oposición, la narrativa de Palacio. Así, Moreano propone una
singular teoría de lo que denomina «matricidio y literatura»:

¿No será acaso que el renovado parricidio de la generación del 30 en el fondo


ha sido un interminable matricidio? La superación del complejo de Edipo: ¿No
habrá sido el rito de pasaje una construcción simbólica –una suerte de padre
tiránico, el súper yo del psicoanálisis– que reprimió las potencialidades –los ima-
ginarios, las pulsiones del inconciente– reales en aras de una narrativa ideal y
fallida de la subjetividad y de la urbe cosmopolita? […]
El Edipo ecuatoriano había tratado de huir de sus orígenes –del «huasipungo»,
de los indios, de la Mama Pacha, de mamá Domitila–. Celebra esa muerte en
GUARAGUAO
10

la dolarización del lenguaje. Fallecidos Layo y Yocasta, sale a buscar un nuevo


padre, sea en el Río de la Plata o en Europa.
Tal es la metáfora de la literatura ecuatoriana contemporánea que se inaugura
con el asesinato de Domitila, Yocasta. […]
La justificación de la ruptura con la generación del 30 fue la del desarrollo de
la literatura y su puesta a tono con la narrativa sigloventina, producto de la re-
volución de Joyce, Proust o Kafka. Sin embargo, el camino elegido pudo haber
conducido a lo contrario.17

Esta cita pone el dedo en la herida: esa que deja abierta la «huida de los
orígenes». Moreano ha subrayado que hacia finales de los 90, y cuando se
pensaba que el debate en torno a la literatura del 30 había sido superado,
el discurso antirrealismo social vuelve a aparecer, «convirtiéndose en una
especie de rito de pasaje que toda generación tiene que cumplir».18 Como
ejemplo, señala «El síndrome de Falcón»,19 de Leonardo Valencia, que re-
toma la reiterada condena de la generación del 30 y la exaltación de Pala-
cio. En este texto, Valencia afirma que el «síndrome de Falcón» ha sido el
problema fundamental de la novela para muchos escritores ecuatorianos.
El nombre de Falcón alude a Juan Falcón Sandoval, el hombre que cargó
a Gallegos Lara, a falta de sillas de rueda, durante doce años. Con esta
imagen, Valencia quiere dar cuenta de la carga que, en el orden de lo sim-
bólico –el peso de la representación del país, del alegato, de la denuncia, de
los propósitos políticos–, los escritores, a manera de minusvalía o impedi-
mento, cargarían en desmedro de la libertad artística. Hacia donde apunta
Valencia, en el desarrollo de esta propuesta, es a la necesidad de crear desde
un sano «distanciamiento del país», en favor de la autonomía de la obra
literaria. Las limitaciones que tiene este tipo de reflexión es que se asientan
sobre una mirada dicotómica que trabaja las categorías en términos de ex-
clusiones: lo propio versus lo ajeno, referente versus autonomía, localismo
versus cosmopolitismo, tradición versus modernidad. Acogerse a una de
las dos categorías, como perspectiva de enunciación creadora, no hace que
una novela sea necesariamente buena. Ese distanciamiento, del que habla
Valencia, con respecto al país, a la «parcela de tierra llamada Ecuador», no
es una fórmula que garantice el camino para «abrir nuevas posibilidades a
una novelística que entienda la condición primera del trabajo formal».20
Porque, además, el lenguaje no es un espectro desenraizado; el lenguaje
está múltiplemente conectado al mundo. A propósito del lenguaje, y en
diálogo con la teoría del «matricidio», Moreano rememora una de las clases
Alicia Ortega Caicedo • Prólogo
11

del director teatral Fabio Paccionni, en Quito, y refiere la presentación de


una grabación sobre el llanto por la muerte de un familiar, en las comuni-
dades indígenas del Ecuador, de lo que concluye, citando a Paccioni: «tal es
el grito que desgarra, que perseguía Artaud». «A propósito de los eructos,
los estornudos, las interjecciones de Artaud, que rompían la linealidad de
la cadena significante, Julia Kristeva profundizó su tesis de la cora semiótica
como instancia decisiva de la creación literaria, y que arroja luz sobre los
terribles peligros del matricidio –el asesinato de Yocasta o de mama Domi-
tila– puede resultar mortal.»21 Efectivamente, Moreano nos alerta sobre los
peligros, para la literatura contemporánea, de romper con las pulsiones de
esa «cora semiótica», leída en clave de filiación materna, y que, por cierto,
tiene poco que ver con la «parcela de tierra» renegada por Valencia. Si algu-
na lección nos dejaron los vanguardistas es que, precisamente, sí es posible
acercar los mundos propios y ajenos, en la búsqueda de una palabra nueva,
original y cargada de sentido, desde la desgarradura de la lengua y de la
experiencia. El diálogo Artaud / Cunshi, es solamente un ejemplo.
Al cabo de un siglo y a la hora de los balances y homenajes, ya no se
trata de pensar el devenir de nuestra literatura en función de precursores,
adelantados o preeminencias. Mucho más rico resulta leernos desde una
perspectiva que pone el acento en el diálogo, en la interrelación de tradi-
ciones, en el contexto de un corpus literario profundamente heterogéneo,
atravesado por múltiples registros estéticos y matrices culturales de diversas
procedencias. Tampoco nos compete pensar la creación literaria en subjun-
tivo y condicional; preguntarnos qué habría sido de nuestra literatura de
haber escogido tal o cual camino tiene el riesgo de anclarnos en el terreno
de la especulación, de la utopía o del deber ser. Resulta más estimulante
pensar nuestra escritura literaria desde esa fractura –ese matricidio litera-
rio, al decir de Moreano–, como un espacio vivo, en donde se intersectan
múltiples imaginarios, lenguajes, referentes y matrices. Los ensayos inclui-
dos en este libro se insertan, precisamente, en este esfuerzo por engarzar
la obra de Palacio y la de Icaza, más allá de sus diferencias y hermandad
generacional, en el esfuerzo por pensar la voluntad vanguardista en sus
huellas textuales, en las formas cómo representaron su ciudad, en los usos
del lenguaje, en la voluntad estética, en las protestas y cambios que sostu-
vieron y lograron.
GUARAGUAO
12

Icaza, Palacio y las vanguardias latinoamericanas: el libro

El texto de Humberto Robles pone el acento en los paradigmas y encrucija-


das que engarzan a Icaza con Palacio: dos escritores de vocación revolucionaria
y vanguardista. Así mismo, Robles sitúa su reflexión en el contexto ecuatoriano
de las décadas del veinte y del treinta, momento en que la disputa en torno a
la noción de vanguardia fue motivo de acaloradas polémicas. Robles pone en
diálogo las propuestas estéticas y críticas de Icaza, Palacio, De la Cuadra y Ga-
llegos Lara, desde una perspectiva interesada en romper con los prejuicios de
una historiografía que divorció la obra de estos escritores, y se negó a reconocer
los diferentes caminos que marcaron el nuevo rumbo de la narrativa ecuatoria-
na. Yanna Hadatty se pregunta por la existencia de una vanguardia andina en
Ecuador y se sirve, para ello, de diferentes publicaciones que le permiten dar
cuenta, entre nosotros, de un «indigenismo renovador», a pesar de que, tradi-
cionalmente, la crítica y la historiografía han señalado un marcado divorcio
entre indigenismo y vanguardismo. Así, su exploración propone, en diálogo
con el caso peruano, la existencia de al menos cuatro actitudes diferenciadas
en el corpus seleccionado: «andinismo idílico», «indigenismo militante», «in-
digenismo culpable», «indigenismo mercenario». Teodosio Fernández explora
la vinculación de Jorge Icaza con la vanguardia, a partir de un detenido estudio
del teatro icaciano en diálogo con el nuevo teatro que se estaba produciendo
en Hispanoamérica (sobre todo en México y Argentina) durante la década del
veinte. Desde esta misma perspectiva, Fernández se acerca a la narrativa de
Icaza, en el esfuerzo por reconocer en ella elementos de factura vanguardista,
que continúan las experiencias innovadoras ensayadas en su teatro anterior.
Celina Manzoni elabora una suerte de arqueología de los modos de leer a Pa-
blo Palacio; sobre todo, en torno a dos series de artículos aparecidos entre 1927
y 1933. A partir de esta lectura, Manzoni se interesa por reconocer el punto
de partida y los giros críticos de los rasgos, intuiciones e interpretaciones que
la crítica palaciana fue asumiendo como determinantes y únicos: humorismo
y autobiografismo. Este trabajo da cuenta, a la vez, de las redes de intercambio
entre diferentes áreas culturales, los encuentros entre crítico y escritor, el entra-
mado de reconocimientos y polémicas.
Raúl Vallejo se pregunta qué hace interesante a Palacio. Así, afirma que
el interés por la obra palaciana no radica en su supuesta condición de isla
o de «raro», como tampoco en la elección de personajes marginales. Lo
más interesante en la obra de Palacio, señala Vallejo, radica en «la lucidez
Alicia Ortega Caicedo • Prólogo
13

y contemporaneidad teórica frente al hecho literario». En este recorrido,


el crítico se detiene en la función paródica de la narrativa de Palacio, su
concepción de la obra de arte como «artificio» y la conciencia que tiene el
escritor de ejercer la destrucción de toda «ilusión realista». Vallejo presta
especial atención, por un lado, a la coyuntura literaria, como marco para
comprender las polémicas suscitadas (ideológicas y culturales) y las «ex-
clusiones mutuas» durante la primera mitad del siglo xx. Cecilia Rubio
establece interesantes conexiones entre la obra de Palacio y la del chileno
Juan Emar: la concepción geométrica que sustenta la configuración del
mundo, la fenomenología de las formas, la cuestión de los límites y la
dimensión metanovelesca, son algunos de los ejes principales de esta rica
reflexión crítica. Celene García ensaya un sugestivo ejercicio comparativo
entre la narrativa de Palacio y la del mexicano Gilberto Owen, destacando
aspectos comunes referentes a sus biografías, que evidencian semejanzas en
la sensibilidad y humor anticonvencional, así como en las ideas vertidas
(sobre el arte de novelar) en las «antinovelas» de ambos escritores.
El estudio de Álvaro Campuzano se propone, como lo anuncia desde el
título, superar la interpretación dicotómica de una crítica (inaugurada por
Agustín Cueva, afín al espíritu crítico de la «generación de Calibán») que ha
insistido en ubicar a Icaza y a Palacio como representantes de opciones ideo-
lógico-literarias radicalmente distintas. En este esfuerzo, Campuzano recons-
truye la escena cultural de las décadas de los sesenta y setenta como el con-
texto que permite comprender las controversias que fueron contraponiendo
al realismo social frente al vanguardismo. Campuzano traza una interesante
conexión entre Palacio y «la generación peruana de Amauta», especialmente
a partir de la lectura que hace de La casa de cartón, de Martín Adán.
Mauricio Ostria inicia su reflexión recordando que, mientras la narrativa
vanguardista no constituyó un movimiento gravitante en América Latina; en
cambio, la narrativa realista obtuvo un casi inmediato reconocimiento. A par-
tir de este señalamiento, Ostria revisa los programas narrativos de Icaza y Pala-
cio y detalla los aspectos más representativos que los diferencian. Lo interesante
del estudio es que a pesar de reconocer tan diferentes concepciones del relato
en la obra de ambos escritores, el crítico pone de relieve las coincidencias que
los acercan en relación con situaciones de marginalidad y discriminación en la
sociedad y la cultura ecuatoriana de comienzos del siglo xx.
Dedicarle sendos estudios a Marina Moncayo y a Carmen Palacios de
ninguna manera responde a una concesión democrática, para incluir –como
GUARAGUAO
14

parte del archivo biográfico o del álbum familiar– a las mujeres de Icaza y de
Palacio. Al contrario. Se trata de mujeres que, desde el teatro y desde las artes
plásticas, respectivamente, asumieron roles protagónicos en la escena cultu-
ral ecuatoriana de comienzos del siglo xx –en una época poco amable para
jóvenes mujeres de clase media. César Chávez le dedica un estudio-semblan-
za, a manera de crónica, a la vida de Marina Moncayo: la ciudad, las costum-
bres, la moda; primeras incursiones en las tablas y la vida teatral en Quito;
trabajo conjunto Moncayo-Icaza, la pareja; la Compañía Marina Moncayo,
viajes y vida familiar. Raúl Serrano ensaya una suerte de crónica biográfica de
Carmen Palacios. A manera de motivo organizador del discurso, Serrano lee
una fotografía de Carmen (de los años 30), recoge los testimonios de muchos
intelectuales y artistas de la época e hilvana diferentes momentos de la vida
de la escultora: los primeros estudios en la Escuela Nacional de Bellas Artes,
la filiación liberal de su familia, el matrimonio con Palacio y la enfermedad
de nuestro escritor, la relevancia de su obra escultórica (sobre todo, cabezas y
bustos de personajes históricos).
En suma, este libro es el resultado de un esfuerzo colectivo, en el que, des-
de varias miradas y diferentes países, hemos releído la obra de Pablo Palacio
y Jorge Icaza en diálogo con otros escritores de la vanguardia latinoamerica-
na, y en el esfuerzo por resaltar, aún en la disonancia, los elementos que los
acerca en el mismo esfuerzo por inventar nuevos lenguajes y, sobre todo, por
construir un lugar de enunciación diferente e innovador.

Notas

1
Ese mismo año, el 15 de noviembre, una insurrección popular de artesanos y obreros fue cruel-
mente reprimida en las calles de Guayaquil, hecho que marcó la memoria de los escritores de la
Generación del 30. La novela Las cruces sobre el agua, de Joaquín Gallegos Lara, da cuenta de esa
movilización y de la imagen de una isla de cruces flotando sobre el río Guayas luego del bautizo
de sangre, con el que la clase obrera entró a la historia. En esta año clave salen a la luz Estanque
inefable, de Jorge Carrera Andrade y Parábolas olímpicas, de Gonzalo Escudero; es también el
año cuando Hugo Mayo funda en Guayaquil la revista Síngulus. Cfr. Juan Valdano, Identidad y
formas de lo ecuatoriano, Quito, Eskeletra, 2005, pp. 377-378. Asimismo, 1922 ha sido en varias
ocasiones destacado como un año clave para la literatura de vanguardia: «es fecha de publicación de
obras magistrales de muy diversas latitudes, como Trilce, The Waste land o Ulysses, así como el año
de la fundación de la revista argentina Proa y del primer movimiento de vanguardia mexicano, el
estridentismo; y cuando se realiza la «semana de Arte Moderna» en Sao Paulo, abriéndose con ello
la edad dorada del modernismo o vanguardismo brasileño.» Yanna Hadatty, Autofagia y narración,
Iberoamericana/Vervuert, Madrid/Frankfurt an Main, 2003, p. 22. 1922 también es un año que
la crítica española Trinidad Barrera destaca como punto de referencia clave, por ser una fecha en la
Alicia Ortega Caicedo • Prólogo
15

que confluyen varias publicaciones de relieve: además de las ya mencionadas, Veinte poemas para ser
leídos en el tranvía, de Oliverio Girondo o Andamios interiores, del mexicano Manuel Maples Arce.
Cfr. Trinidad Barrera, Las vanguardias hispanoamericanas, Madrid, Síntesis, 2006.
2
Humberto E. Robles, La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción, trayectoria y docu-
mentos 1918-1934, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Nacio-
nal, 2006 [1989], p. 45.
3
Ibíd., p. 11.
4
El realismo abierto de Pablo Palacio, en la encrucijada de los 30, de María del Carmen Fer-
nández, publicado en 1991 por Ediciones Libri Mundi, en Quito, significó un valioso aporte
para los estudios y la crítica palaciana. Fernández indagó en la génesis de la obra de Palacio,
en el contexto socio-cultural ecuatoriano, de los años 20 y 30 y atendiendo a la recepción
crítica de sus contemporáneos. Así, Fernández se preocupó por desmontar algunos juicios
que alimentaron el mito de Palacio, en relación a una supuesta incomprensión. Así mismo,
Fernández se interesó por trazar una línea de precedentes y continuadores; sobre todo, a partir
de los estudios, por ejemplo, de la narrativa de Humberto Salvador. Ver también, María del
Carmen Fernández, «Estudio introductorio», en Obras completas de Pablo Palacio, Quito,
Libresa/Universidad Andina Simón Bolívar, Edición Conmemorativa, 2006.
5
Miguel Donoso recopiló una importante selección crítica de textos sobre Pablo Palacio, en
la Serie Valoración Múltiple, de Casa de las Américas en 1987, con el título Recopilación de
textos sobre Pablo Palacio.
6
En 1964, bajo la iniciativa de Benjamín Carrión y de Jorge E. Adoum, se publicaron por
primera vez las Obras completas de Pablo Palacio, por la Casa de la Cultura Ecuatoriana. En
este libro, precedía a la obra palaciana cinco estudios y varios artículos, que luego fueron edi-
tados bajo el título Cinco estudios y dieciséis notas sobre Pablo Palacio, en 1976, por la Casa de
la Cultura, Núcleo del Guayas. Resulta fundamental el prólogo que escribió Jorge E. Adoum,
en Narradores ecuatorianos del 30, Caracas, Ayacucho, 1980.
7
Nelson Osorio ha insistido en la necesidad de estudiar el fenómeno de la vanguardia latinoa-
mericana como una producción de «conjunto continental», para, así, evitar lecturas estrechas
que han tendido a pensar a los narradores de vanguardia como «raros», o ínsulas solitarias, al
interior de sus respectivos países. Osorio habla de «consanguinidad continental», «vertebración
subterránea», de un impulso y una actitud comunes, en el esfuerzo de construir, desde las mani-
festaciones de las vanguardias, un «espacio literario supranacional», como expresión de «renova-
ción juvenil»: «En los hechos, los mismos escritores de la vanguardia hispanoamericana sentían
su quehacer funcionando en un espacio distinto al nacional, ya que si bien a ese nivel eran expre-
sión de un proyecto minoritario no lo eran tanto en función de un impulso continental del que
se sentían partícipes». Nelson Osorio, Manifiestos, proclamas y polémicas de la vanguardia literaria
hispanoamericana, Caracas, Biblioteca Ayacuho, p. xxxi. Así, Osorio ha llamado la atención
sobre los curiosos parentescos que enlazan, por ejemplo, a Pablo Palacio con Julio Garmendia.
El espíritu continental que provoca ese «aire de familia» entre los narradores vanguardistas es una
afirmación que la crítica hoy en día asume como punto de partida, a la hora de proponer diálo-
gos y acercamientos entre nuestros narradores. Rose Corral da cuenta de esta «tradición soterra-
da y descuidada», en la búsqueda de filiaciones y nuevas conexiones historiográficas: menciona
como precursores de la nueva novela hispanoamericana a Palacio en Ecuador, Arlt en Argentina,
Martín Adán en Perú, la prosa de los Estridentistas y de los Contemporáneos en México, Juan
GUARAGUAO
16

Emar o Rosamel del Valle en Chile. Cfr. Rose Corral, editora, Ficciones limítrofes. Seis estudios
sobre narrativa hispanoamericana de vanguardia, México, El Colegio de México, 2006.
8
Celina Manzoni ha establecido una valoración crítica de los modos cómo Palacio ha sido
leído: las lecturas contemporáneas a las primeras ediciones (1927-1933), su ingreso a las his-
torias de la literatura (1948-1958), la crítica en los años de la primera publicación de las obras
completas (1964-1974) y las lecturas contemporáneas hasta la década del noventa. C. Manzo-
ni, El mordisco imaginario. Crítica de la crítica de Pablo Palacio, Buenos Aires, Biblos, 1994.
9
Wilfrido Corral tuvo a su cargo la coordinación de las Obras completas de Pablo Palacio, de
la prestigiosa Colección Archivos de la unesco, publicada en Madrid, en 2000.
10
Raúl Vallejo fue el responsable de la compilación, el prólogo, cronología y bibliografía de
Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, de Pablo Palacio, editado por Biblioteca Ayacu-
cho, en 2005. Este texto ha sido incluido en esta publicación.
11
Ibíd., p.
12
Alejandro Moreano, «Entre la permanencia y el éxodo», en La palabra vecina. Encuentro de escri-
tores Perú-Ecuador, Lima, Fondo Editorial Universidad Nacional Mayor de San Andrés, 2008.
13
Ibíd., p. 90.
14
Ibíd., pp. 90-91.
15
Como testimonio de este gesto, valga la oportunidad de citar un fragmento del texto que Raúl
Pérez Torres leyó en el mismo encuentro binacional, en el que participara Moreano junto con
otros escritores: «Pienso que ya no se trataba de matar a nuestros inmediatos padres del cincuen-
ta, padres que no merecían la muerte de manos nuestras, porque ya la llevaban implícita en un
porfiado realismo social a ultranza […]. Se trataba de mirar a nuestros abuelos de los años treinta
con mayor detenimiento, de saldar cuentas, de acumular y decantar su experiencia, su empuje, su
vigor, retomar los rasgos espirituales del paisito, y seguir adelante, contemporanizando más bien
con los tíos de más allá del charco, es decir, Juan Carlos Onetti, Gabriel García Márquez, Julio
Cortázar, Alejo Carpentier y Juan Rulfo, quienes filtraban para ellos y para nosotros las sabias en-
señanzas de Maupassant, Poe, Faulkner, Hemingway y Quiroga, en una dialéctica de circulación
sanguínea.», en «Breves apuntes sobre la literatura ecuatoriana», La palabra vecina…, p. 60.
16
Se pueden mencionar algunos nombres y obras que bien pueden leerse como un es-
fuerzo por tender puentes con la tradición indígena y el impacto de esa matriz en nuestra
cultura. En narrativa: Bruna, soroche y los tíos, de Alicia Yánez Cossío; Entre Marx y una
mujer desnuda, de Jorge E. Adoum; Tratado del amor clandestino, de Francisco Proaño. Los
poemarios Los códices de Lorenzo Trinidad y A espaldas de otros lenguajes, de Javier Ponce;
Crónica el mestizo, de Raúl Vallejo; Guamán Poma de Ayala, de Paúl Puma. Con estos nom-
bres no pretendo afirmar la existencia de una portentosa «literatura andina» en Ecuador,
cuya ausencia lamenta Moreano. Lo que me interesa es matizar las contundentes, y válidas,
afirmaciones de Alejandro Moreano, pues existen esfuerzos, pocos ciertamente, por pensar
desde la literatura la «herencia andina», bajo el impacto de los últimos sucesos históricos y,
asimismo, desde una sensibilidad cotidiana expuesta a múltiples códigos y lenguajes.
17
A. Moreano, «Entre la permanencia…», pp. 107, 108.
18
Ibíd., p. 97.
19
Cfr. Leonardo Valencia, «El síndrome de Falcón», en Wilfredo Corral, ed., Obras completas
de Pablo Palacio, Madrid, Colección Archivo, 2000, pp. 331-345.
20
Ibíd., p. 340.
21
A. Moreano, «Entre la permanencia…», p. 108.
Paradigmas ecuatorianos (1920-1930):
discordias, teorías, función de la literatura
y práctica narrativa

Humberto E. Robles
Northwestern University

T oda protesta contiene implícitamente un sentido de innovación


y un reclamo de cambio. De entrada sugiero esa premisa porque en
más de un manual literario la literatura ecuatoriana que nos interesa fi-
gura como una de denuncia y protesta social. Lo que no reconocen esos
manuales, sin embargo, es la innovación implícita en esas obras tildadas
de protesta. Esa protesta podría ser el paradigma que engarza a Icaza con
Palacio y a los escritores ecuatorianos de la generación del 30 y de allende.
En efecto, no es noticia que las primeras décadas del siglo xx, y el período
de entreguerras en particular, remiten a una suerte de desconcierto que
en buena parte proviene de una rancia e histórica necesidad de tener que
hacer frente a un mundo en constante cambio, transitorio, efímero, pleno
de paradojas y contradicciones, mundo que no es otro, a fin de cuentas,
que el de la modernidad.
La protesta y el cambio varían según las circunstancias históricas y se-
gún el nivel de desarrollo en que se halla la sociedad en cuestión. Hay
quienes han sugerido que en sociedades cerradas y estables, cualquier in-
novación es temida antes que bienvenida. En sociedades abiertas, a su vez,
la innovación es vista como positiva. Algo análogo ocurre, nos lo recuer-
da esa misma línea de pensamiento, en el mundo de la biología donde,
correspondientemente, los mutantes de una especie están condenados a
perecer o prosperar según las condiciones en que se dan. Sigue que la con-
sideración de cualquier innovación exige no sólo analizar el fenómeno del
cambio introducido en sí, sino la función del mismo en la cultura en la
cual ocurre.
En el sentido más amplio de Occidente, la cultura oficial, burguesa,
representante del viejo régimen, fue objeto de recriminaciones, tácitas o
explícitas, provenientes de los diferentes grupos de vanguardia. Chocaron

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 17-30


GUARAGUAO
18

la tradición y el cambio. Se opuso un espíritu de insurrección frente al


pasado, y frente a la sociedad establecida y sus valores económicos y estéti-
cos. La vocación revolucionaria de la vanguardia estaba por doquier, y no
menos en la terminología que empleaba para lanzar su inconformismo con
el status quo. Ese vocabulario crítico configura otro de los atributos que
define a la época. A la larga, pareciera ser que la cultura oficial se atrincheró
y se mantuvo en pie, sigue vigente.
En el ámbito político, la Revolución Bolchevique tuvo repercusiones.
Hubo en el horizonte artístico aquellos que, algo confusos, querían hacer
literatura socialista antes de haberse establecido el socialismo. La encrucija-
da que se planteó para varios de ellos no fue nada fácil. Un escrito de César
Vallejo, con motivo de la muerte /suicidio de Maiakovski el año 1930,
propone, al caso, una suerte de marco o paradigma de maneras de pensar
el arte y la literatura durante los 20 y 30 en ciertos círculos:
Maiakovski sufría en el fondo de una crisis moral aguda. La revolución le
había llegado a mitad de su juventud, cuando las formas de su espíritu es-
taban ya cuajadas y hasta consolidadas. El esfuerzo por voltearse de golpe y
como un guante a la nueva vida, le quebró el espinazo y le hizo perder el
centro de gravedad, convirtiéndolo en un désaxée. […] Tal ha sido el destino
de [su] generación. Ella ha sufrido en plena aorta individual las consecuencias
psíquicas de la revolución social. Situada entre la generación prerrevolucio-
naria y la post-revolucionaria, la generación de Maiakovski […] se ha visto
literalmente crucificada entre las dos caras del acontecimiento. Dentro de esa
misma generación, el calvario ha sido mayor para quienes fueron tomados
sorpresivamente por la revolución, para los desheredados de toda tradición o
iniciación revolucionaria. La tragedia de transmutación psicológica personal,
ha sido entonces brutal y de ella han logrado escapar solo los indiferentes con
máscara revolucionaria, los insensibles con «pose» bolchevique. […] El juicio
final ha sido entonces terrible y el suicidio moral, o material, resultaba fatal e
inevitable, como única solución de la tragedia».1

En 1925, Trotsky había suscrito más o menos las mismas ideas en su


Literatura y revolución. Sobre «Los doce», el extenso y celebrado poema
de su coterráneo Alejandro Blok, Trotsky opinó que: «En el fondo es un
grito de desesperación por el mundo del pasado que agoniza, y un grito de
desesperación, a la vez, que surge cual una esperanza para el futuro».2 La en-
crucijada de Blok (1880-1921), mucho más que la de Vladimir Maiakovski
Humberto E. Robles • Paradigmas ecuatorianos (1920-1930)...
19

(1893-1930), es la que pone en perspectiva Trotsky. Éste señaló también


que «estilos proletarios no pueden ser creados por medio de manifiestos».3
Y en el mismo libro nos recordó que: «El arte revolucionario, que inevi-
tablemente refleja todas las contradicciones de un sistema social revolu-
cionario, no debe ser confundido con un arte socialista para el cual no se
han puesto verdaderas bases».4 Al remitirme a algunas de las ideas suscritas
por Trotsky, no pretendo restarle valor cronológico a lo dicho por Vallejo,
sino llamar la atención a un paradigma de pensamiento, de crítica literaria
y de recepción, en general, que estaba en la esfera pública y que incluso
hasta hoy perdura. Un escrito reciente, por ejemplo, ve a José de la Cuadra,
estimo que sin fundamento lógico, en términos no muy disímiles de los
citados acerca de los poetas rusos.
La circunstancia ecuatoriana –Debora, Vida del ahorcado, Horno– no
desmiente, en lo esencial, ese último paradigma. Y tampoco buena parte
de los anteriores. Durante los años 20 y principios de los 30, la noción de
vanguardia fue motivo de acaloradas polémicas en Ecuador. La literatura
oficial vociferó en contra de los nuevos y éstos, a su vez, correspondieron
en igual forma. En el fondo no era sólo la noción de vanguardia lo que se
disputaba, sino la reubicación del poder político y cultural. Dentro del
desbarajuste ético y político de ese momento, la cuestión de cuál debería
ser la orientación y la función de las letras, repito, estalló en polémicas.
Arraigó la disputa entre contenidos y formas, y no sólo en el Ecuador.
José Carlos Mariátegui, en el Nº 3 de Amauta, 1926, ya no habla sólo
de «renovación», conforme lo había hecho en el primero, sino que además
prosigue a determinar lo que entiende por «arte nuevo»: «No podemos fijar
como nuevo un arte [dijo] que no nos trae sino una nueva técnica. Eso sería
recrearse en el más falaz de los espejismos actuales. Ninguna estética puede
rebajar el trabajo artístico a una cuestión de técnica. La técnica nueva debe
corresponder a un espíritu nuevo también. Si no, lo único que cambia es
el paramento, el decorado. Y una renovación artística no se contenta de
conquistas formales».5 Luis Alberto Sánchez, para sólo circunscribirnos al
Perú, no se hizo esperar con las insinuaciones del caso. En un informe titu-
lado «Literatura-Perú-1929», publicado en el Nº 42 de la revista de avance,
1930, se refiere a la importancia de los aportes intelectuales de Mariáte-
gui, diciendo que «Tienen la ventaja –que es a veces una desventaja– de
encararlo todo ciñéndose estrictamente a un criterio doctrinario. Habla un
socialista. Y el socialista trata de ‘hacer socialismo’».6
GUARAGUAO
20

El caso ecuatoriano repercute ideas y discrepancias parecidas. Ejemplar


es la archisabida querella, tácita entonces, en torno a las emblemáticas fi-
guras de Pablo Palacio y Joaquín Gallegos Lara. Esa disputa carecería de
interés a no ser porque de por medio está el derrotero y las cualidades del
arte como institución. Abundan comentarios sobre esa anécdota. En lo
esencial, el empuje lo confirió una reseña que Gallegos Lara publicó el
11 de diciembre de 1932, en El Telégrafo de Guayaquil, sobre Vida del
ahorcado.
La cuestión, sin embargo, venía de antes y remitía a lo que el uno y el
otro entendía sobre cuál debería de ser la función de la literatura. En «El
pirandelismo en el Ecuador», Gallegos Lara opinó que «Renovaciones o
revoluciones literarias puramente formales a ningún lado conducen. ¿Si el
fondo no se renueva a qué cambiar la forma?».7 Gallegos Lara, resonando
lo que estaba en el aire, pretendió, acaso igual que Mariátegui, encauzar
las letras hacia fines que promuevan una visión futura del mundo, que
promuevan «la creación de una cultura humana para reemplazar la actual
cultura de esclavos». Literatura que sea la expresión de una guerra de clases
y de un proletariado internacional. Literatura, en fin, que sea un «arma
contra la explotación y a favor de la clase que forjará una sociedad sin
clases».8
Dije antes «tácita» polémica porque la respuesta de Palacio a la reseña
de 1932 se restringió a una ahora conocida carta personal que aquél le
escribió a Carlos Manuel Espinosa el 5 de enero de 1933, y que no fue
hecha pública hasta 1947. Lo que concierne de la misma es la acusación de
doctrinario que Palacio le adjudica a Gallegos Lara. Acusación que permite
ver la perspectiva de Palacio en cuanto a la función social de la literatura.
Palacio opinó lo siguiente:

[E]ntiendo que hay dos literaturas que siguen el criterio materialístico: una
de lucha, de combate, y otra que puede ser simplemente expositiva. Respecto
a la primera está bien lo que [Gallegos Lara] dice: pero respecto a la segunda,
rotundamente, no. Si la literatura es un fenómeno real, reflejo fiel [...] de las
condiciones económicas de un momento histórico, es preciso que en la obra
literaria se refleje fielmente lo que es y no el concepto romántico o aspira-
tivo del autor. [...] Dos actitudes, pues, existen para mí en el escritor: la del
encauzador, la del conductor y reformador –no en el sentido acomodaticio y
oportunista– y la del expositor simplemente, y este último punto de vista es
Humberto E. Robles • Paradigmas ecuatorianos (1920-1930)...
21

el que me corresponde: el descrédito de las realidades presentes [...] invitar al


asco de nuestra verdad actual».9

La discrepancia sobre la función social de la literatura resulta clara de


un cotejo de los criterios de Gallegos Lara y Palacio. Éste se remite a la
realidad histórica del momento. Aquél proponía, al menos en teoría, una
literatura al servicio de una causa, proyectada hacia el futuro.
Quizás José de la Cuadra puso el asunto en perspectiva al sentenciar
que una literatura que intentaba hacer revolución antes de haberse realiza-
do la lucha corría el riesgo de chantarse la acusación de falsa, de ser «una
fotografía del campo inmediatamente después de la batalla»,10 batalla que
no se había realizado. Por eso, quizás, en una reseña a propósito de Publio
Falconí, el autor de Horno, 1932, pronunció este mismo año que «ventura
es de artistas el magnificar metamorfosis de su propio espíritu, sin perder
–y fíjase aquí el punto del milagro– la alta evidencia de ser ellos mismos,
diversos y unos a la par».11
En un artículo periodístico reciente, editado y recortado por Babelia,
destaqué entre los narradores de la generación del 30, precisamente por la
reorientación que proponen dentro del horizonte literario nacional, a tres
de los cuatro nombres que he mencionado: Icaza, Palacio y De la Cuadra.
Ahora, por razones teóricas y de historiografía literaria, he añadido a Galle-
gos Lara. Paradigma crítico es ya decir que Los que se van. Cuentos del cholo
y del montuvio (1930) marca un nuevo rumbo, una ruptura en la narrativa
ecuatoriana. Se pasan por alto así las propuestas literarias de De la Cuadra,
de Palacio y de otros en los años 20. El autor nacido en Guayaquil publica
en 1923 «El desertor», en 1926 «La cruz en el agua» y en 1927 «Maruja:
rosa, fruta canción», narraciones recogidas a principios de 1931 en Repisas.
Las tres marcan un nuevo derrotero para las letras del país, desmontan y de-
jan a la zaga [con Medardo Ángel Silva y su María Jesús, 1919] eso de Ariel y
Calibán, plantan el surco del lenguaje popular y de la protesta, de la leyenda
y de lo real maravilloso, plantan el surco hacia lo propio, hacia Calibán y,
por contigüidad, hacia su congénere el montuvio. Palacio, a su vez, en 1927
publicó Un hombre muerto a puntapiés y Débora. En Débora desvalorizó el
«realismo», diciendo que: «La novela realista engaña lastimosamente».12
Tanto en De la Cuadra como en Palacio hay un sentido de protesta, de
búsqueda y cuestionamiento de formas, de voluntad expositiva, generacio-
nal, respecto a la realidad literaria y a la realidad circundante. No son los
GUARAGUAO
22

únicos tampoco. Manifiestos y revistas suscriben declaraciones contra el


orden establecido: Caricatura, Proteo, Germinal, Hélice, Llamarada, Savia,
Voluntad, Renacimiento cuentan entre las publicaciones de los años 20, y de
antes. El léxico «vanguardista» repercute en todas. Revolución, inquietud,
crisis, clamor, rebeldía, pirotecnia, renovación, cambio, progreso, y otros
vocablos de la misma índole atizan el vocabulario crítico de entonces, fun-
den las complejas relaciones que se dan en el horizonte literario y político,
relaciones difíciles de precisar, en cualquier caso. En un manifiesto publi-
cado en Savia, Gerardo Gallegos lo precisa bien: «Una fuerte ideología
revolucionaria hace causa común con la nueva estética de contornos cada
vez más claros y definidos que sucede a los anteriores avances esporádicos y
ya desmoronados del dadaísmo, futurismo y más ensayos».13
Lo político y lo literario se superponen, con los debidos matices. En el
lapso de 1930 a 1934, por ejemplo, figuran en el horizonte literario ecua-
toriano las siguientes obras dignas de consideración aquí: Boletines de mar y
tierra, Los que se van, En la ciudad he perdido una novela, ¿Cuál es?, Como ellos
quieren, Repisas, Vida del ahorcado, Horno, Don Goyo, El muelle, Camarada,
Barro de la Sierra, Hélices de huracán y de sol, Los Sangurimas y Huasipungo.
Poesía, narrativa y drama figuran en esa lista. Lo urbano y lo rural también.
Novela subjetiva y novela montuvia igual. Referentes que remiten al indio, al
montuvio y al cholo no menos. Y si a lo anterior se añade la ensayística de los
años 32 y 33, nos hallamos ante una carta literaria difícil de navegar.
Innovación hay en cada una de esas obras. El pensamiento crítico que
las conforma remite a Marx, a Freud, a la búsqueda de nuevas formas, a
lo propio, a la historia. En el fondo, sin embargo, todas comparten una
fundamental desavenencia con el status quo, todas comunican la necesidad
de llevar a cabo una suerte de «sanidad mental colectiva». Desavenencia co-
sechada en símbolos: Moloch y Diofanto en De la Cuadra, gemebundos y
neo-gemebundos en Palacio, Cushitambo y atrapados en Icaza, cultura de
esclavos y sociedad sin clases en Gallegos Lara. Todos resuenan el asco que
sienten hacia la circunstancia social en vigencia. Todos identifican atribu-
tos patológicos en la esfera pública. Las diferencias en sus respectivas obras
se dan en los recursos y en el receptor. Éste al igual que las obras es variado,
según la función que se le confiere a la obra literaria. Discrepancias sobre
función estética y función social, y la manera de entenderlas es lo que se
rezuma de la crítica que Gallegos Lara lanzó contra Vida del ahorcado y lo
que Palacio propuso, a su vez, en su carta a Carlos Manuel Espinosa.
Humberto E. Robles • Paradigmas ecuatorianos (1920-1930)...
23

La cuestión de recursos y receptores plantea inquietudes en cuanto a la


literatura como institución. ¿Qué o quiénes son los que determinan el va-
lor de una obra literaria? ¿Qué sentido cultural de ética o estética nos guía?
Vida del ahorcado y Los Sangurimas, por ejemplo, desintegran la forma. El
uso del montaje en la una y en la otra es irrefutable. Palacio llamó a su obra
«novela subjetiva». De la Cuadra nombró «novela montuvia» a la suya. Y
podríamos seguir acumulando paralelos y diferencias: la respectiva capa-
cidad de ruptura, por ejemplo, y así, convenientemente, ir encajándolas
dentro de ésta o aquella tradición, llámese vanguardia o lo real maravilloso
respectivamente, o cualquier otro marco cultural que se designe. Lo que
hay en el fondo de ambas, sin embargo, es protesta y búsqueda de diferen-
tes y nuevas formas de hacer literatura. El caso de Icaza complica aún más
la cuestión, o quizás ayude a definirla.
Poco se hace referencia que en 1931 el autor de Huasipungo (1934)
entregó a la imprenta dos piezas cortas: ¿Cuál es? y Como ellos quieren, bajo
el título de esta última. La primera había sido estrenada en mayo de ese
año. La segunda no indica fecha de estreno, pero viene acompañada de una
serie de comentarios, pequeñas reseñas, suscritas por al menos tres figuras
hoy reconocidas como señeras de la intelectualidad ecuatoriana de enton-
ces: Raúl Andrade, Humberto Salvador y Pablo Palacio. Valga aquí un pa-
réntesis para recordar que Renán Flores Jaramillo, quien parece haber visto
el «programa» que circuló la noche del estreno de ¿Cuál es?, dijo hace poco,
2005, que esta obra llevaba el subtítulo «Retazo de drama vanguardista».
Ricardo Descalzi, 1968, difiere y coincide con la versión que Icaza recogió
en libro en 1931, donde no figura ese adjetivo. Tampoco está presente en
su experimental Atrapados (1972), en cuyo «segundo cuadro», nominado
«En la ficción», figura prominentemente, retocado, ¿Cuál es? 14
La publicación de 1931 y la de 1972 comparten dos factores: (1) opi-
niones críticas respecto a la pieza y (2) cuestionamiento del orden literario
en vigencia. En la primera los juicios, sobre Como ellos quieren, proceden
de compañeros de generación del autor. En la segunda, sobre ¿Cuál es?,
todo queda circunscrito a las opiniones de Icaza, desdoblándose éste en
autor, actor, sujeto y biografiado. En ambos casos, consecuencia de la pre-
sencia de una expresión mutante dentro del horizonte de un canon fijo,
se produce un violento choque entre normas artísticas tradicionales, bur-
guesas, y un espíritu innovador. Y ese es también el tema de la obra, echar
abajo, asesinar, la figura del padre, representante de un orden de valores
GUARAGUAO
24

asquerosos. Las aludidas reseñas abundan en atributos. Hablan de «teoría


freudiana», de «modalidad psicoanalítica», de «género vanguardista», de
«trucos casi cinematográficos [que] nos dan una idea del teatro revolucio-
nario alemán», reconocen su «técnica innovadora, vigorosa», apuntan que
la pieza plantea la «lucha entre el imperativo del deseo [...] y el fatídico
muñeco creado por la sociedad conservadora».
Palacio, a su vez, reconoce la «forma ágil y audaz» que emplea Icaza
para escenificar «la teoría psicosexual en su comedia moderna Como ellos
quieran». Los «procedimientos» [continúa Palacio],

pertenecen a la nueva técnica teatral: como en las comedias de Azorín, los per-
sonajes han aprendido a tutearse con sus propios pensamientos, desdoblando
el antiguo monólogo en diálogos atormentados, de aquellos que el ciudadano
de todos los tiempos ha mantenido a todas horas consigo mismo. [...]
Icaza se está dando el trabajo de incorporar en el teatro nacional un nuevo
aliento y de presentarnos en su idioma las tendencias modernas de reforma.
Por lo demás, de nadie podemos exigir obra perfecta. Debemos exigir, eso sí,
obra nueva, porque un caballero que se encuentra demasiado a gusto con solo
lo que le rodea es indudablemente un caballero tonto. (s.p.)

En 1972, en Atrapados, obra en la que rondan ecos de John Dos Passos,


Icaza revivió el conflicto, adjudicando juicios sobre ¿Cuál es?: (1) a críticos
no identificados y (2) a sí mismo, en su calidad de autor y personaje. Lo
hizo vía comentarios metateatrales que apuntan a la razón de ser de los
procedimientos dramáticos empleados vis-a-vis en el sistema literario he-
gemónico:

La repetición constante –los mismos razonamientos y las mismas frases del


primero que se atrevió– en crónicas de la gran prensa y en estudios de críticos
afamados –muchos no conocían cuanto había escrito– me inspiró –diabólica
gana de terminar con los moldes occidentales, viejos y nuevos, venerados hasta
la ridícula copia donde caían todos y de los que aprovechaban hábilmente para
lograr el aplauso– un acto de gran guiñol.15

Ese acto de «gran guiñol» fue ¿Cuál es?, «un retazo de drama» en que «la
respuesta, la solución, la dará el espectador con el cual el autor colabora».
Icaza procede a referir que la obra obtuvo aplausos insistentes, pero «la
crítica no fue nada afirmativa [...].
Humberto E. Robles • Paradigmas ecuatorianos (1920-1930)...
25

Lo que afirmaba el periódico conservador –primera piedra de la extrema de-


recha– repitieron en tono de burla –máscara sobre la misma indignación– los
diarios y revistas de tendencia liberal, y me descubrió, al mismo tiempo, el
origen del recelo –ante mi presencia venenosa– de mis compañeros y de mis
amigos al tratarme.
En reacción de contragolpe, no esperé mucho tiempo para escribir algo más
violento que fuera capaz de mellar –crimen inobjetable compartido por to-
dos– y que a la vez me despojara de lo poseído como alto, noble, bello, en el
concepto general. Meta del heroísmo que me impuse –acicate, herida, virtud,
crimen– para terminar con ellos.16

Icaza sacó a luz inmediatamente después Barro de la sierra y Huasipun-


go. La idea de «mellar» una sociedad inaguantable está en el uno y en el
otro. Significativo es que un escritor que estuviera al tanto de las técnicas
de vanguardia y fatigara el pensamiento freudiano en su mocedad haya
sido más tarde fustigado porque sus personajes carecen de una dimensión
sicológica. Todo ello, claro, plantea preguntas sobre la función de la lite-
ratura, algo que apenas estamos rozando aquí. Evidente que Icaza, al igual
que sus compañeros de generación, quería, cabe reiterar, «terminar con
los moldes occidentales, viejos y nuevos, venerados hasta la ridícula copia
donde caían todos y de los que aprovechaban hábilmente para lograr el
aplauso». ¿Representa Huasipungo acaso ese cometido? Desde la portada o
paratexto de la edición príncipe se llama la atención a una literatura inspi-
rada en los signos, hoy borrados, de la hoz y el martillo. Figuran éstos allí,
en pálidos ocres rojos, yuxtapuestos con una izada y metafórica cruz que
pareciera comulgar con el clero, los militares y los gamonales. ¿Apuntaba
Icaza hacia un «realismo socialista» avant la lettre? ¿Era ése el molde nuevo?
¿Era esa la función que aspiraba Icaza para la obra literaria? De ser así, ¿no
habría acaso que juzgar esa obra, esa edición príncipe, según esos cánones
y según un sistema literario independiente de las normas eurocéntricas
tradicionales?
La crítica que se le ha hecho a Huasipungo se apoya a menudo en eso
de que los personajes carecen de complejidad psicológica, que la trama
simplifica el asunto, que hay prédicas sectarias, que el tema apunta a luchas
colectivas, previsibles, que la obra carece de ironía, que el final es tenden-
cioso, dirigido. Los mismos atributos, en suma, que se le han achacado al
«realismo socialista», membrete apenas acuñado en 1932 y sólo certificado
en 1934. Lo que no se tiene en cuenta allí, sin embargo, es que dentro del
GUARAGUAO
26

sistema literario ecuatoriano, al menos, la propuesta de esa primera edición


de Huasipungo constituía en ese momento una práctica literaria distinta de
lo que el sistema literario en boga proponía. Práctica que, como ya hemos
visto, iba en contra del psicologismo y vanguardismo que Icaza había uti-
lizado en las dos piezas dramáticas antes comentadas.
Que el mismo Icaza se retractó, por así decirlo, en ediciones posteriores
de Huasipungo dice mares sobre lo atrapado que él mismo se sintió en las
formas y funciones del sistema literario en cuyo horizonte de expectativas
se movía. Sé que hay un artículo dedicado a la evolución textual de Huasi-
pungo, circunscrito más bien a la parte estilística. Lo que no se ha subraya-
do suficientemente, sin embargo, es que la primera edición difiere radical-
mente de la «definitiva». Las variantes son tan múltiples hasta el punto de
que casi se puede decir que estamos ante dos textos distintos. Valgan unas
cuantas diferencias. La narración cambia del presente al tiempo pasado. Se
intensifica lo sucio y patológico, lo horripilante y esperpéntico. Se expande
ese símbolo que es «Cushitambo», albergue de cerdos, hasta incluir toda
la nación. Se fomenta la distancia entre patrón y sujeto. Se borra una geo-
grafía específica. Se eliminan nombres. Desaparecen identidades. Hay una
proliferación de imágenes. Se intensifica el uso del montaje, de la anáfora.
El espacio resulta más asfixiante. El temor mítico a la autoridad se torna
más agudo. Todo pareciera «acurrucarse» más. El ataque no se concentra
solo en la burguesía, sino en la totalidad del sistema. Las ansias rijosas del
poder se intensifican. Hay más drama y menos descripción. El ritmo es
más rápido. El Huasipungo definitivo que la mayoría de nosotros hemos
manejado pareciera congeniar fórmulas y funciones literarias que estaban
en el aire en los años 20 y 30, y que el mismo Icaza había practicado. En
el texto retocado, la vanguardia estética recupera su presencia en el texto.
De esa imbricación quizás se rezuman especulaciones sobre la sociología
del gusto literario. ¿Acaso no se juzga el arte de diferentes formas y de
diferentes maneras en diferentes culturas y épocas? En el arte medieval,
por ejemplo, la función religiosa prevalecía. En el arte soviético aludido, lo
político. Los paradigmas cambian, según las normas en apogeo.
Si ahora, a manera de conclusión, nos remitimos a los cuatro narrado-
res propuestos aquí como faros o protagonistas de los varios paradigmas
ecuatorianos, acaso persuada pensar que todos y cada uno de ellos estaban
imbricados en un cuestionamiento del orden político y del orden literario,
y no menos de la función social de la literatura. En todos se pronuncia un
Humberto E. Robles • Paradigmas ecuatorianos (1920-1930)...
27

fundamental desacuerdo frente al orden en vigencia y una búsqueda de


nuevas maneras de hacer literatura, de hacer «mella» en un sistema literario
eurocéntrico. Todos cuestionan la morfología narrativa tradicional, y, no
menos, la institución arte. Vida del ahorcado, Los Sangurimas, Huasipungo
y los postulados de Gallegos Lara apuntan a ese cometido. Innovación y
protesta sería la propuesta de la generación ecuatoriana del 30.
Al respecto, y a manera de colofón, vale acaso recordar aquí la Teoria
dell’arte d’avanguardia, de Poggioli, en la que éste suscribe que «sólo en esas
vanguardias que se producen en un clima de constante agitación» lo polí-
tico y lo literario parecen coincidir.17 Tal sería el caso ecuatoriano. Cuáles
autores y obras han prevalecido más que otros y por qué es una pregunta
que queda en el aire y está más allá de nuestro alcance. Si vale resonar, en
términos de lo que ocurrió y prevalece en la actualidad, sin embargo, la
opinión que en el texto ya citado ofreció Luis Alberto Sánchez, al hablar
de «tendencia [...] artística, de pura literatura» y de «monocordia indige-
nista» en el Perú de entonces: «Parece que reinará un período de mutua
atención, de mutua observación, quizás el anuncio de una beligerancia
extrema, quizás –y ojalá– el heraldo de una cooperación futura, entre los
grupos intelectuales».18 Quizás, cabe decir por contigüidad, prevalecen hoy
las obras ecuatorianas de los 20 y 30 en que ese diálogo tuvo lugar. Quizás
eso es también lo que caracteriza a lo mejor del momento actual.

Notas

1
César Vallejo, «Vladimiro Maiakovski», Obra poética completa, Caracas, Biblioteca Ayacu-
cho, 1979, lvix-lxxi.
2
LeónTrotsky, Literature and Revolution, edit., William Keach, trad., Rose Strunsky, Chi-
cago, Haymarket Books [1925], 2005, p. 107 (Las traducciones del inglés al español me
corresponden).
3
Ibíd., p. 172.
4
Ibíd., p. 188.
5
José Carlos Mariátegui, Trotsky, León, Literature and Revolution, edit., William Keach,
trad. Rose Strunsky, Chicago, Haymarket Books [1925], 2005, p. 1 (Las traducciones del
inglés al español me corresponden).
6
Luis Alberto Sánchez, «Literatura-Perú-1929», revista de avance, No. 42, diciembre, 1930,
p. 26.
7
Joaquín Gallegos Lara, Semana Gráfica, No. 2, Guayaquil, junio, 1931.
8
Ibíd.
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28

9
Pablo Palacio, «Carta a Carlos Manuel Espinosa», Quito, enero 5, 1933. Cfr., Carlos Ma-
nuel Espinosa, «Epistolario Parvo de Pablo Palacio» [1947], reproducido en Obras completas
de Pablo Palacio, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964, pp. 77-78.
10
José de la Cuadra, «Advenimiento literario del montuvio» [1933], Obras completas, Qui-
to, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958, p. 963.
11
«Poemas ecuatorianos. Publio Falconí. (Prólogo a un libro)», recuperado por Alfredo
Alzugarat. Cfr., «Un texto desconocido de José de la Cuadra», Kipus, revista andina de letras,
No. 4, Quito, 1995-1996, p. 149.
12
Pablo Palacio, Débora, Quito, s.e., 1927, p. 48.
13
Gerardo Gallegos, Savia, No. 31, 1927, s. p.
14
Jorge Icaza, Atrapados, vol. II, Buenos Aires, Losada, 1972, pp. 13-55.
15
J. Icaza, Atrapados, p. 14.
16
Ibíd., pp. 34-35.
17
Renato Poggioli, The Theory of the Avant-Garde, trad. por Gerald Fitzgerald, Cambridge,
Harvard University Press, 1968, p. 96.
18
Luis Alberto Sánchez, «Literatura-Perú-1929», revista de avance, No. 42, diciembre,
1930, p. 27.

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¿Vanguardia andina en Ecuador?
Yanna Hadatty Mora
Instituto de Investigaciones Filológicas
Universidad Nacional Autónoma de México

L a renovación literaria en Ecuador se concentra hacia la segunda


mitad de los años 20, de manera inicial como una experimentación
formal deudora de la lectura de las vanguardias europeas –que ha dado
en formularse como sinónima de vanguardia cosmopolita–; y, poco más
adelante, en una exploración de la realidad y de los lenguajes nacionales
–quizá, más puntualmente, regionales– que campeará durante la década
siguiente: de aquí emerge a partir de 1930 una narrativa del realismo social
«del cholo i del montuvio», en la costa; y del indio, en la sierra, siendo esta
última corriente la que luego será llamada «indigenismo».1
En este sentido, el contraste con el caso peruano es elocuente. En Perú,
la «polémica del indigenismo» genera un debate nacional a fines de los
años 20,2 y la bandera de lo andino en la emergencia de la vanguardia
literaria resulta de tal modo determinante, que se considera que el indige-
nismo constituye la tercera veta de la narrativa postmodernista peruana,3 e
incluso una vertiente del vanguardismo.4 En Ecuador, en cambio, la crítica
y la historiografía marcan una escisión tajante entre ambas posibilidades:
sólo la postura personal de artistas e intelectuales determina la incursión
en una posible experimentación indigenista o andina, sin llegar a constituir
un movimiento, lo que está determinado por la ausencia de un proyecto
colectivo de revistas o editoriales, tertulias o facciones ideológicas, aglu-
tinadas en torno a sindicatos de obreros y artistas, etc., que así lo procla-
men;5 y el socialrealismo indigenista de los años 30 –predominantemente
circunscrito a la narrativa– se contrapone por su parte a la idea de renova-
ción formal.
Sin embargo, revisando diferentes publicaciones, incluso las participa-
ciones de los autores ecuatorianos en revistas que se consideran espacios del
indigenismo peruano, encontramos una serie de textos que se insertan al
mismo tiempo dentro de la renovación formal y la temática de lo indígena.
A partir de estas premisas, esta exploración se plantea la existencia de un

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 31-54


GUARAGUAO
32

indigenismo renovador, que entre 1926 y 1934 emerge en varios textos


ecuatorianos. Asimismo, organiza los hallazgos según las actitudes predo-
minantes de los textos, y propone la existencia de al menos cuatro actitudes
diferenciadas, que se señalan como abarcadoras, pues al parecer concentran
las facetas más significativas.

Indigenismo idílico, andinismo. Pensar en Sierra.

Es indiscutible la impronta que sobre toda la generación ecuatoriana


marcan, por un lado, desde Lima, Amauta. Revista de doctrina, literatura,
arte, polémica dirigida por José Carlos Mariátegui, (1926-1930); y, por
el otro, desde Santiago de Puno, el menos conocido poemario Ande de
Alejandro Peralta, aparecido en 1926, que logra una conciliación de los
aparentes contrarios –vanguardia e indigenismo–6 de forma tan renovado-
ra como afortunada, y da origen a la publicación periódica Boletín Titikaka
del grupo puneño Orkopata, que llegaría a ser la publicación regional van-
guardista e indigenista de mayor duración en Latinoamérica.7 Según se
verá, varios de los poetas ecuatorianos de entonces son definidos en su
momento como una versión local de Alejandro Peralta.
Hay que reconocer que también en 1926 aparece el poemario Treinta
poemas de mi tierra, de Jorge Reyes. Los textos miran primordialmente a
la serranía, si bien la tierra del título es de manera incluyente el Ecuador
entero –algunos poemas están ambientados en Galápagos, en el puerto (que
intuimos Guayaquil), frente al mar, en Ibarra– pero con más detenimiento se
ocupan de barrios de Quito como la Ronda o la Cruz Verde, y de la vida del
campo de la serranía: el uso del poncho, el paisaje, la faena agrícola, etc.8
En esta configuración poemática del paisaje, la centralidad la dan los
Andes. Con claridad, la primera estrofa del poema 9, dice: «La columna
dorsal de mi tierra es el Ande, / mi tierra, hija de Mayo, donde despierta
al sol / el gallo estupefacto desde la Catedral». En esta prosopopeya crea-
cionista vemos a la tierra, criatura en cuatro patas, con la posibilidad de
erguirse a partir de la columna vertebral andina, bajo una eterna primavera
de soles ecuatoriales.9 Muy distinto del tono más cubista y futurista del
poema «Andinismo», de Alejandro Peralta: «El sol está detrás de mis talo-
nes / Un gran vuelo serpenteante / Las cavernas se agitan / i mis resuellos
como águilas».10
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
33

En otro poema paradigmático de la visión de indigenismo idílico, Reyes


presenta de manera central a la mujer india como objeto de deseo del ha-
blante lírico no indígena: «India de sol, de fruta para mis dientes ávidos;
/ pulpa que va agarrándose a mi deseo; rama; / cómo te has anudado a mi
cuerpo, con acto / de hiedra, así un racimo de enredaderas húmedas / para
el fuego de un árbol» (poema 4). Asimismo, por la caracterización que
brinda el hablante lírico en este libro, el espacio andino se poetiza como
un mundo armónico, afable, pintoresco: «El sol madruga siempre como
los labradores […] Despierta los chozones, tiñe el poncho del indio / y el
silbido contento del vaquero en el páramo […]» (poema 12). Esta visión
de lo que llamamos andinismo, o indigenismo idílico, se encuentra próxi-
ma a la propuesta que un año después publicará el escritor peruano Luis E.
Valcárcel, de total idealización del escenario y del habitante andino:

El andinismo es el amor a la tierra, al sol, al río, a la montaña. Es el puro


sentimiento de la naturaleza. Es la gloria del trabajo que todo lo vence. Es
el derecho a la vida sosegada y sencilla. Es la obligación de hacer el bien, de
partir el pan con el hermano. Es la comunidad en la riqueza y el bienestar.
Es la santa fraternidad de todos los hombres, sin desigualdades, sin injusticias.
El andinismo es la promesa de la moralidad colectiva y personal, la poderosa,
la omnipotente reacción contra la podredumbre de todos los vicios que ve
perdido nuestro país.
Proclama el andinismo su vuelta a la pureza primitiva, al candor de las almas
campesinas.11

Sobre el poemario de Reyes aparece un comentario temprano de Serafín


Delmar en Amauta: «Libro duro y salvaje ‘de abrazar la tierra, tengo fuertes
los brazos’ dice Reyes. […] Me pasa su tarjeta de visita ‘20 poemas de amor
y una canción desesperada’ –siendo usted Jorge Reyes en el Ecuador lo que
Fernán Silva Valdés en el Uruguay y Alejandro Peralta en el Perú– poetas
nativos con sangre autóctona de americanos».12
Varios términos de los expuestos se utilizan indistintamente en Ecua-
dor hasta los años 30 y fines de los 40 para definir a las obras a las que
aquí nos referimos: «nativismo», «indigenismo», «andinismo»,13 incluso en
alguna ocasión «indofuturismo». Jorge Carrera Andrade, en su veta de crí-
tico, afirma que la búsqueda de lo propio hacia el primer tercio del siglo xx
señaló un camino de redescubrimiento estético y nacional para la literatura
americana:
GUARAGUAO
34

En los países donde existen aún considerables masas indígenas –Ecuador, Perú,
Bolivia– apareció el Indigenismo como una vuelta hacia la sencillez y una
protesta por las condiciones actuales de los primitivos dueños de la tierra. Ya
no era la pintura del «buen salvaje» sino el grito reivindicador por el hombre
oprimido […] Tanto el indigenismo como el Nativismo son formas de inter-
pretación de la realidad, o, más bien, de contacto directo con la tierra. Natu-
ralmente, el vocabulario en que se han estructurado no siempre está hecho
de materiales transparentes y necesita de una clave auxiliar; pero sus valores
expresivos –o subversivos– son de una intensa y palpitante eficacia.14

Mirando la vanguardia desde Ecuador, el mismo Carrera Andrade afir-


ma en un artículo de 1931, «Esquema de la poesía de vanguardia»: «Todas
las más recientes denominaciones, como nativismo (Uruguay-Argentina),
estridentismo (México), runrunismo (Chile), titanismo (Brasil), indigenismo
o andinismo (Perú-Ecuador) caen dentro de los lineamientos generales de
la poesía de vanguardia».15
Para 1930, consideramos que Carrera Andrade se encuentra ya aleja-
do como poeta del posmodernismo de origen, y tardíamente próximo a
las denominadas «vanguardias históricas».16 En ese año aparece en España
Boletines de Mar y Tierra, poemario al final del cual se encuentra el cono-
cido «Cuaderno de poemas indios» .17 Se trata de ocho poemas, que de la
descripción metafórica luminosa de los microgramas sobre el paisaje, los
objetos y los sujetos serranos («Ángeles: polluelos / de la madre María»),
pasan a la configuración de un espacio revelado por las costumbres y la
cosmovisión andinas. Ocurre así en «Sierra», que inicia con el siguiente
pareado de versos: «Ahorcados en la viga del techo / con sus alas de canario
las mazorcas».18 La costumbre de secar el grano que será nueva simiente
colgándolo en mazorca del techo, o para proteger del hambre a la casa,
aparece en este enunciado que en su mesura y ausencia verbal da la idea
de un tiempo inamovible, propio de la costumbre ancestral. La denuncia
social de la explotación del indio aparece casi de inmediato: «Nos quitan
nuestra tierra […] / ¡Pisarán nuestro campo los postes sargentos! / No más
sor encina, no más fray manzano»;19 y se asume la primera persona del plu-
ral en la mayor denuncia: «Ochocientas voluntades. Ochocientas. / Para el
ancho redoble de nuestras sandalias / era un tambor la tierra»; «Soldados.
Soldados, / Ejercicios de puntería / sobre los colores humildes del campo»,
«Tumbados en la vecindad del cielo / nuestros muertos duermen / manan-
do un cosmos dulce del costado / y con una corona de sudor la frente».20
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
35

Dice Gabriela Mistral en el prólogo a la edición de Barcelona de este


libro, que ésta es la primera generación de escritores verdaderamente nacio-
nales, pues aunque tocaran temas del Ecuador, ni Montalvo ni Zaldumbide
eran otra cosa que «dos grandes europeos trabajándonos el lenguaje ameri-
cano para desbrozarle la greña, expurgarle el ballico y ordenarle y regirle la
llamada confusión magnífica». Y 1929 –fecha de datación del prólogo– se
vuelve un parte aguas que marca la voluntad por dar expresión al desorden
y la confusión del fermento americano:

Como el Imperio Incásico se sumergió, no se pulverizó, y las líneas políticas


de nuestros países rara vez coinciden con las morales, el Ecuador sigue pegado
con la liga fuerte de la sangre al antiguo Imperio, y esta generación nueva
recibe otra vez el empellón de influencia desde el Cuzco y desde Lima, piensa
en sierra y en caos vegetal, acepta las unidades geográfica e histórica en el dejo
del habla y muestra unos movimientos unánimes de la sensibilidad con lo
peruano.21

Mistral, telúrica y nacionalista, recalca a su vez en el prólogo al libro la


opción por la lectura «indoecuatoriana», «indofuturista» e «indo-america-
na» de la obra,22 centrado en el Cuaderno de poemas indios:23

La tónica de este libro la ponen los poemas indofuturistas en que Carrera


Andrade, como el excelente Alejandro Peralta del Perú, ensaya y logra entregar
muchas veces el asunto indígena. La lengua de que se vale para la prueba está
terciada de ingenuidad, de atrevimiento y de una soltura de lazo indio. La
ingenuidad la pone en el tijereteo simplista de las figuras; la soltura le viene
de dejar hablar al indio su lengua abélica; el atrevimiento salta en la metáfora
1930 y en la rebanadora del verso donde le da la gana. Tal vez la entraña defini-
tiva de su poesía sea este indianismo que se le volverá menos bizarro a medida
que se le haga más cotidiano, más frecuente como las rutas que comienzan en
un pespunte futurista de pisadas y acaban en cinta unánime y culta.

Indigenismo militante. La amenaza quichua

Otra de las líneas que buscan aglutinar este corpus azaroso y arbitrario
–quizá también representativo– se encuentra más cerca del «tronar épico»
que del «llanto elegíaco» –en postulación de Regina Harrison– como las
GUARAGUAO
36

dos actitudes extremas entre las que oscilan las imágenes que surgen en la
simbología indígena de la poesía ecuatoriana de los últimos dos siglos.24
Más caínico que abélico, diríamos, retomando a Mistral; o bien, más Ca-
libán que Ariel, en terminología más cercana a América. En este sentido,
queremos pasar a la revisión de la militancia más radical que encontramos.
Se trata de «Mi amenaza quichua» (1932), de G. H. Mata:

Soy una fuerza dinámica insuflada en las sollamas de las madrugadas andinas;
tengo en mis pulmones una médula de cóndores y una garra de jaguar me
atraviesa la garganta
[…] en mis poros se hunde un aletazo del Ande frotado de sudor en mis palabras
aradoras de los huachos genésicos sembrando protestas en cada bocanada de
indio acometido.
[…] mascándome el alma me bullen las sienes de llamarme indio oceánico a
la altura

[…] Me nutro con el choclo desgranado en el rebozo que las noches de luna
pusieron a orearse en los aucalos;
rebanadas de nubes se retuestan en mis dientes voraces de pulverizar las injusticias
haciendo que los indios boten sus ajos en brazadas de machetes contra el amo.

[…] Con el pecho hincado en el campo alargo mis brazos en ríos de músculos
fecundos;
todo el impulso jadeante desde los tobillos hasta el cuello
viola la madrugada en la greda dolorosa a hembra urgida,
así espasmada la mañana abrilean los cantos en el tórax de ceibo de los pájaros.

He injertado la tierra con la fe de que nazca un grano mío hacia el futuro.


[…] entonces sí, ahí indio clavaremos este escudo en el paladar del mundo:

Yo quiero un sol quichua saliendo como los cerros del Ande!

ñuca nini shuj quichua – inti andes urcus shina llugshipa! 25

Una actitud al mismo tiempo antagónica, agónica, epifánica,26 se lee


en la proclama del hablante lírico dotado metonímicamente de las fuerzas
telúricas de los Andes (calor y aire, pulmones de cóndor, garganta de garra
de jaguar, piel de cordillera, palabras aradoras de los surcos de protesta, que
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
37

al cosecharse producen rebelión contra los amos); que al final del poema
insemina la tierra andina con violencia, en espera de la nueva edad, el nue-
vo sol, que será quichua.
Este complejo personaje de la literatura ecuatoriana (1904-1988) se
encuentra para entonces en su primera faceta. Ensayista y poeta, Mata se
ubica dentro del que más adelante sería denominado «grupo del austro»,
entendido para entonces como núcleo de la protesta social indigenista y
mestiza en Loja y Azuay, constituido por G. Humberto Mata, Ángel
Felicísimo Rojas y Alfonso Cuesta y Cuesta; algunos de cuyos integrantes
se consideran más que escritores de vanguardia, narradores del medio siglo,
en un realismo reformulado, no exento de subjetividad.27
El libro que a nuestro parecer descubre lo mejor del Mata indigenista,
2 corazones atravesados por la distancia (publicado en 1934, pero que reco-
ge poemas datados desde 1928), está centrado en la exaltación de la vida
del campo y del pueblo, serrano y andino, y en la advertencia contra la
modernidad identificada con la ciudad (en sus páginas se llama «espantar
el mal urbano», pues éste mina la situación idílica originaria del campo al
producir la aculturación que causa la muerte de sus nativos, que han sido
obligados a migrar en busca de mejores oportunidades económicas a la ciu-
dad. Así se entiende, por ejemplo, el poema «Si era su culpa, comadre»:28 el
hijo de la comadre, un joven mecánico originario de un pueblo indígena,
ha muerto en la ciudad («ya el Grabiel está tieso, sin poderse rascar los
gusanos; / bien extendido sus piernas, igual a cuando se quedaba jumo al
pie del cerco;» p. 88). Su muerte es consecuencia de haberse asentado en
el mundo de los blancos, ajeno a los usos de la comunidad; no casualmen-
te, la muerte se debe a un accidente con un automóvil: «Si tenía que ser,
comadre, su huahua debía morir hecho cecina por el auto», «de por vida, /
estaba inflando de viento las ruedas de los carros, / y moviéndoles las pie-
zas, a ver si encontraba los caballos que decían». Quien toma la palabra es
el compadre, hablante lírico en primera persona, miembro de la comuni-
dad, quien responsabiliza a la madre del mecánico fallecido de esta muerte,
como señala el título: «Ud. sabía servirse pastas y helados, hasta cantar los
tangos, / y por eso el Grabiel, gustaba de los laichus29 / renegando los jugos
de su quichua».
Frente a la denuncia, en éste como en varios de los poemas del libro sur-
ge la petición de la forja de una nueva raza (recordemos que el hablante lí-
rico de «Mi amenaza quichua» decía haber engendrado en la tierra andina).
GUARAGUAO
38

Aquí, la comadre debe consolarse, purificarse de lo blanco, y engendrar


un nuevo hijo verdaderamente indio: «Haga de nuevo chumales30 y eche
a plantar sus entrañas en otro hijo; / pero cuide, mi comadre, de nutrirse
únicamente de los brotes campesinos». Esa nueva edad, sin sometimiento,
con rebelión, iniciará con esa nueva cría, no doblegada y no aculturada:

[…] coma de su tierra; beba de sus vacas,


[…] y téjase un chicote con sus vetas de llanto a que espante el mal urbano
[…] Diga «quisha! Quisha!31 vil laichu», y escúpale en el alma, cuanto pueda!
sólo así, comadre, y asperjiando con su sangre los papales, será digna en el Ande;
y ansiedad en su sierra, para su hijo ardoroso en los sudores de nosotros;
todos los indios que aguaitamos
un longo viril en el arado y ascua de blasfemias montañeras,
repercutidas en su vientre junto al ladrido de los perros
enseñando colmillos de venganza
para un día voltear patas arriba a los amos
y enseñorearnos de Dios.

Sin embargo, la forma misma del texto no escapa a la del poema con-
versacional, de verso libre, ajeno a la rima, propio de la modernidad. Y la
temática moderna (el ferrocarril, y el automóvil, en este poema) se ve con
temor no exento de admiración, lo que explica que se le dediquen diecio-
cho largos versos.32
Es necesario reconocer que el libro no es un manifiesto, que en él no
prevalece una sola actitud, y que los poemas más logrados del mismo –«La
novia agobiada de tisis», «Chocha María», «Longa pastora»– correspon-
den al repertorio amoroso, a la nostalgia de la amada que se aleja, y no a
la militancia indigenista. Los 2 corazones atravesados por la distancia sólo
eventualmente son los del indio y su tierra. En ellos las incursiones en
neologismos propios de la vanguardia (espasmado, abrilear, verdeaguas, ayu-
nero) se combinan con abundantes quichuismos acomodados al español y
sus declinaciones –propios de hablas regionales del austro azuayo– (caynar,
tipidor, quipar, chalar, achagnar, chumales); y con la calca de la pronun-
ciación y uso populares e indígenas del castellano (cashi, Grabiel, ele pes,
toditicu); e imágenes de profunda modernidad y vanguardia (un parpadeo
veloz, igual a los machetes cayendo en el vacío).
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
39

Indigenismo culpable. Sed

Pasando a los ámbitos narrativos, nos encontramos con Barro de


la sierra (Quito, Editorial Labor, 1933), volumen de cuentos confor-
mado por seis textos, que constituye la primera incursión narrativa de
Jorge Icaza.33 Los cuentos que integran el volumen corren a partir de
entonces una suerte dispareja: mientras los tres primeros –«Cachorros»,
«Sed», «Éxodo»– se valoran como netamente icacianos,34 los tres últimos
–«Desorientación», «Interpretación» y «Mala pata»– se borran del acervo
literario de Icaza por un largo tiempo,35 o quedan al menos bastante
ocultos en medio de su obra, al grado de que durante más de 70 años la
posibilidad de lectura se limita a la consulta de esta primera edición –por
demás tesoro de bibliotecas.36
De manera simplificadora, podríamos presuponer que en los dos blo-
ques de textos existe una correspondencia estética y temática: que a los
cuentos de temas indios y campesinos corresponde el tratamiento realista,
y que la incursión en la aquí denominada vanguardia se presentaría cir-
cunscrita al ámbito de la ciudad. Sin embargo, ya en una primera lectura
se descarta la validez de la presuposición, que corresponde a una tipología
mecanicista bastante irreal: ocurre que el cuento urbano «Desorientación»,
centrado en el Quito mestizo, por ejemplo, sigue una línea realista, mien-
tras que el cuento campesino e indígena «Sed» distancia el realismo de
la explotación del campesinado indígena al privilegiar la perspectiva del
personaje escritor, fluctuando este relato entre el realismo, la metaficción
moderna y la vanguardia.
Pensando en una vanguardia concreta, la construcción de Icaza suele
filiarse además del realismo, con el expresionismo, en su predilección por
los personajes marginados, la paleta ocre, la construcción de anécdotas
en momento límite. Pero en esta obra en concreto, y a pesar del título,
encontramos mayor proximidad con el simultaneísmo cubista, o la libre
asociación del surrealismo. En ambos casos, la incursión en la vanguardia
se ciñe a momentos de pérdida justificada de la coherencia, debido a la
exacerbación de los sentidos a partir del consumo de alcohol o del estado
onírico, que lleva al narrador focalizado o en primera persona a una aso-
ciación libre de corte surreal, y, en el caso del cubismo, a que en un solo
tiempo la construcción nominal acumule objetos provenientes de diversos
espacios. Citamos del cuento «Sed»:
GUARAGUAO
40

Cuatro botellas…, tres copas. Nos hemos bebido el tres de copas veinte veces.
Intoxicados de copas de baraja nos dedicamos a las copas del alcohol. Se me
empiezan a duplicar las cosas: dos mesas, ja… ja… ja…; dos bujías, ja… ja…
ja… Se duplican las personas. ¿Uno por uno? No estoy bien si son dos o tres
tenientes políticos.
Uno de los frailes, cada vez que se acerca a una de las dos Rosas le mete una
de las dos manos debajo de uno de los dos trajes; tal vez buscándole una de las
dos pulgas… je… je… je…[…]
Sobre la cama de las dos Rosas, veo cuatro pies, cuatro piernas, –quizás haya
llegado a la beodez completa– ya no se duplican, se cuadriplican… ja… ja…
ja…37

Mencionamos ya que este cuento de denuncia en que se narra el desvío


del agua para beneficiar a un latifundista en desmedro de la comunidad,
constituye una narración metaficticia: a partir del narrador urbano que
viaja al campo en busca de un personaje o de un tema para escribir «un
cuento que tenga sabor a tierra serrana».38 La sed del título es la de los
indígenas, sobre todo la de los niños, pero también en el sentido de la
narración que habla de cómo se construye esta narración, es la sed del
que podríamos calificar de escritor vampiro, ansioso por hallar «un per-
sonaje aguado, jugoso para [el] cuento»,39 que bebe de la realidad ajena
para llenarse de material de escritura sin solidarizarse con quien padece la
sed, posición que metafóricamente equivale a evitar la temida picadura del
triple zancudo palúdico –zancudo latifundista, zancudo cura y zancudo
teniente político– del final del relato, escudándose en el indio; y a escapar
a la realidad rural y serrana por no identificarse el narrador personaje con
los sedientos: «Después de tomar dos vasos de agua ciudadana no se siente
sed y se duerme».40

Estoy perdido. No puedo más. Las trompas van a succionar la frescura de mi


sangre y a dejarme más seco que el pueblo seco. ¿Dónde esconderme? Un re-
fugio… ¡Ah! ¡Un indio a la vista! Llego a él, y yo, yo mismo, me oculto tras su
carne tostada con la presteza de todos aquellos defensores de la Raza. Ja… ja…
ja… Presento las espaldas desnudas del indio donde los tres aguijones clavan
su apetito y absorben… absorben…
Estoy salvado y estoy despierto.
Un vaso de agua ciudadana me aplaca la sed de pesadilla.
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
41

Este abrevar del tema indio por el literato mestizo, ajeno a su sufrimien-
to y explotación, y que más bien se aprovecha de esta realidad de manera
mezquina, para tener un objeto literario de interés, se comenta en un tono
de notoria culpa: «Yo soy un hombre que recorre el camino labrando hojas,
flores y pajaritas inútiles sobre el polvo reseco de la tierra». 41

Indigenismo mercenario. Literatura fácil de digerir

El 9 de mayo de 1932, el cuentista guayaquileño José de la Cuadra


escribe al editor hondureño residente en México, Rafael Heliodoro Valle:
«Estoy escribiendo ahora cuentos regionales ecuatorianos: indios, mon-
tuvios. Tienen las narraciones hueso de lucha social, pero la carne es fácil
de digerir por cualquier estómago plácido y delicado. Desearía colaborar
con ellos en revistas o periódicos mexicanos. Si pagan, bien. Si no pagan,
también. Ojalá usted me ayudara un poco en esto. Una recomendación
bastaría, que luego escribiría directamente yo a las redacciones». El 6 de
junio del mismo año, Valle le contesta desde su casa de Tacubaya, en la
Ciudad de México, favorablemente, prometiéndole que Revista de Revistas
(Semanario cultural del Diario Excélsior) publicará sus textos, aunque no
los pagará pues no es parte de su política editorial. El 23 de junio, Cuadra
le envía «un cuento de tema indio».
Según mi rastreo hemerográfico, el cuento que Valle ayuda a publicar
a de la Cuadra es «Merienda de perro», que aparece menos de dos me-
ses después, el 14 de agosto de 1932, en Revista de Revistas. El texto en
cuestión es presentado con la siguiente nota, bajo la foto del autor:42 «El
distinguido hombre de letras ecuatoriano, doctor José de la Cuadra, autor
de este cuento de primer orden –de su próximo libro Horno– que desde
Guayaquil envía a Revista de Revistas».43
Como se dijo en la introducción, la primera mitad de la década del
treinta acusa en el Ecuador –como en varios otros países iberoamerica-
nos– la marca del derroque progresivo de una vanguardia apenas coro-
nada a fines de los veinte, en lo explícito de proclamas y manifiestos,
suplantada progresivamente en lo literario por una escritura más compro-
metida en lo político que en lo estético. Para 1932, la revista lojana honta-
nar reproduce el artículo «Vanguardismo y comunismo en literatura» del
ideólogo de la costeña generación del 30, Joaquín Gallegos Lara. En él se
GUARAGUAO
42

incluyen afirmaciones tan rotundas como «El vanguardismo literario, en


Europa como en América, es únicamente la más a la moda de las escuelas
de arte burgués en disputa».44 Paradójicamente, también es la década de
publicación de la obra más vanguardista de los escritores asociados con esta
ruptura, apareciendo a principios de los años treinta Vida del ahorcado de
Pablo Palacio (1932), Boletines de mar y tierra de Jorge Carrera Andrade
(1930), Hélices de huracán y de sol de Gonzalo Escudero (1933); así como
En la ciudad he perdido una novela y Taza de té de Humberto Salvador
(1930 y 1932, respectivamente).
Regresando a la mencionada carta, la frase escrita por de la Cuadra a
Valle para ofrecerle su reciente producción narrativa parece atributo indis-
tinto de este narrar «en nacional»: cuentos regionales ecuatorianos. Y el que
envía a México no parece considerar la cuota de la diferencia específica –el
personaje montuvio– sino la esencia común a ambos, el indio,45 tema de
enorme emergencia artística e intelectual a partir de la Revolución mexicana
de 1910.46 La definición y aun la decisión de escribir en esta nueva etapa
narraciones de esqueleto duro de roer («hueso de lucha social») y blanda
musculatura («carne fácil de digerir por cualquier estómago plácido y de-
licado»), suena, al menos dicho así, un tanto concesiva, signada por una
voluntad consciente de agradar, vender y captar un público mayoritario.
Pero resulta también un parámetro bastante realista, si se piensa en el perfil
de la publicación en que aparece el cuento, por acción de Valle. Revista de
revistas, semanario de diario Excélsior, es una publicación –como muchas de
la época en que aparecen sorprendentes textos de vanguardia: El Universal
Ilustrado de México, Savia de Guayaquil– familiar y burguesa, destinada en
gran medida a lectores «de estómago plácido y delicado». En sus páginas se
incluye, junto a la nota social, la columna de grafología, la nota de la moda
en Europa, abundante publicidad comercial, y algún tema cultural tratado
con mediana profundidad. Es más bien sorprendente que aparezca en ella
un cuento tan crudo como «Merienda de perro». En él, José Tupinamba, un
pastor indígena, descuida una noche de luna a sus hijos pequeños, por resca-
tar a una oveja olvidada –ante el temor al látigo, al trabajo en las minas o al
destierro; denunciándose el carácter de explotación feudal en que viven los
personajes serranos, concertaje abolido en la constitución vigente, pero no
en la práctica gamonal; explicitándose incluso el derecho de pernada ejer-
cido sobre la cónyuge ausente, la Chasca, por parte del latifundista– con
la lamentable consecuencia de la muerte de la niña de brazos, devorada
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
43

por el perro ovejero. No se ahorran al lector detalles del realismo maniqueo,


abundancia de exclamaciones explícitas, o la pintura de la grandiosidad de la
naturaleza frente a la sordidez de la condición humana: «La soberana belleza
de esa noche, que hablaba mil lenguas, no hablaba acaso el humilde quechua
[sic] –mezclado de español y de dialectos– de José Tupinamba».47

***

Este planteamiento tiene el gesto arriesgado y provisional de las pregun-


tas formuladas en voz alta. Se trata de una inquietud que surge directamente
de la confrontación de la propuesta del presente congreso,48 de la reflexión
sobre la coincidencia del centenario de Palacio e Icaza, y la dualidad quizá
más complementaria que inconciliable que de esto emerge: vanguardia e in-
digenismo; pero también del contraste con la lectura de la obra de la misma
generación en Perú, y de los estudios críticos que ésta ha concitado.
La reflexión final debe asentar que la discusión del indigenismo van-
guardista en Ecuador apenas inicia.49 Andinismo idílico, indigenismo mi-
litante, culpable o mercenario, son sólo cuatro de las posibilidades de un
abanico de muchos otros matices.
Pero desde esta primera aproximación encontramos marcas formales
que rebasan la coincidencia de la ideología y el tema, y redundan en dis-
cursos y propuestas estéticas. Los textos más solidarios con el problema
indígena –«Levantamiento» de Carrera Andrade, «Si era su culpa, coma-
dre» y «Mi amenaza quichua» de G. H. Mata– parten de voces poéticas en
primera persona, del plural y del singular, que pretenden enunciar desde
dentro de la problemática indígena, construyendo su discurso a partir del
lenguaje y del imaginario de los Andes. Los más lejanos se enuncian desde
voces que «visitan» más que conocen la realidad que cuentan –si son en
primera persona, como en «Sed» de Icaza, corresponden a un individuo
ajeno a la comunidad que sufre; y si asoman desde un narrador en tercera
persona, como el de «Merienda de perro» de José de la Cuadra, las imáge-
nes y construcciones no corresponden al tema indigenista.50
Rechazo y adhesión, preocupación formal o temática, vanguardia social
y vanguardia literaria, la renovación andina brinda muchas caras que res-
tan por ser estudiadas. Para terminar, hablar desde categorías morales para
identificar la construcción indigenista, rebasa esta aproximación; y resulta
quizá del todo ajeno a un espacio como este congreso.51
GUARAGUAO
44

Notas

1
Por otra parte, representaciones plásticas anuncian, para los mismos años –sobre todo las
que corresponden a la figura señera de Camilo Egas, quien hacia 1926 convoca en Quito
una serie de inquietudes de intelectuales y artistas en torno a la idea de vanguardia estética
en la revista Hélice– una coincidencia y una derivación posibles. Gonzalo Escudero comen-
ta sobre las figuras indias de la obra de Egas:
Sus figuras apopléticas, corroídas por una elefantiasis orgánica y espiritual pesan mil
toneladas inverosímiles que yo les traduciría en cinco siglos de tortura, de latigazo y de
crujir de dientes. La raza se ha petrificado en la obra de Egas con una verticalidad mo-
numental. Sus hombres y sus mujeres, crecen desde la cabeza apretada como un puño,
que se expande en el cuello, hasta el tronco donde se desprenden las extremidades bru-
tales, a la manera de torrentes de cobre, copiando casi la línea, la gravidez perezosa y el
giro bestial del protocéfalo antediluviano. Hélice, 1-3, 23 de mayo de 1926, p. 10.
El mismo Escudero, dice acerca de una segunda exposición de Egas en Quito, de septiem-
bre de 1926:
El espíritu de Egas se levanta sobre la vorágine del arte babélico de París y transpor-
ta su modelo autóctono –el indio perezoso y casi bestial– a la inmensa usina de las
transformaciones contemporáneas de la pintura. Y entonces emergen aquellas figuras
volumétricas de cobre oscuro, pesadas, monumentales y zoológicas. Y Egas, desde aquel
instante, es en mi concepto, un Egas universalizado y creador [Hélice, 1-5, 27 de sep-
tiembre de 1926, p. 8].
2
Librada sobre todo entre Luis Alberto Sánchez y José Carlos Mariátegui, se puede revisar
la compilación de los artículos aparecidos en Lima en 1927, mayormente en la revista Mun-
dial. Cfr. Manuel Aquézolo Castro, compilador, La polémica del indigenismo. José Carlos
Mariátegui, Luis Alberto Sánchez, Lima, Mosca Azul Editores, 1975.
3
A decir de Antonio Cornejo Polar, para esos años existirían tres vertientes narrativas: prosa
de vanguardia, relato criollista y narrativa indigenista. Cfr. «Historia de la literatura del
Perú Republicano», en Historia del Perú, t. viii, pp. 9-188; glosado por Jorge Kisihimoto
Yoshimura, Narrativa peruana de vanguardia. Documentos de literatura 2/3, Trimestres de
abril-diciembre de 1993.
4
En palabras del mismo Kishimoto, que abunda:
El esfuerzo más notable lo encontramos en ese bello híbrido El pez de oro de Gamaliel
Churata. Algo semejante procuró hacer Mario Chabes con su Coca y, sobre todo, Adal-
berto Varallanos con sus relatos experimentales de aliento andino. En poesía detecta-
mos magníficos frutos en alguno de los poemas que conforman los 5 metros de poemas
de Oquendo, en los textos de Alejandro Peralta autor de Ande, en Falo de Emilio
Armaza o en El hombre del Ande que asesinó su esperanza de José Varallanos.
5
Lo mismo puede decirse de la propia revista Hélice: a pesar de las portadas de los cuatro
primeros números de Camilo Egas, se trata de un espacio abierto a la difusión de la mo-
dernidad artística, y a la experimentación libre en lo plástico, literario y musical, que no
responde a un programa ideológico o estético; y que no por casualidad sostiene de manera
explícita en una nota de las «Páginas de la Redacción»: «Es natural que se nos ataque. No
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
45

hacemos arte para los Toapanta ni para los Chiluiza». [«Páginas de la Redacción. Marinetti
y la pazguatería». Hélice, 1-4, 4 de julio de 1926, p. 22].
Esta exclusión explícita del indígena como destinatario de la obra de arte, por otro lado, por
extraña que resulte vista con ojos de nuestros días, comparte en mucho la actitud elitista
de la que se jactan varias otras vanguardias hispánicas (Martín Fierro, o el texto rector La
deshumanización en el arte de José Ortega y Gasset): su público es minoritario, iniciado,
elitista. No escriben para todos. Desde un nivel de la realidad, es absolutamente cierto: no
era el indígena campesino, mayoritariamente quichuahablante y analfabeto, el receptor de
las páginas de nuestra vanguardia.
6
Según Cynthia Vich, Mariátegui «fue el primero en hablar de indigenismo vanguardista
en el ‘Intermezzo polémico’ de su discusión con Sánchez sobre el tema del indigenismo»;
y este concepto de indigenismo vanguardista es justamente el eje del Boletín Titikaka. Cfr.
Cynthia Vich, Indigenismo de vanguardia en el Perú: Un estudio sobre el Boletín Titikaka,
Lima, Pontificia Universidad Católica del Perú, 2000. Nota 12, p. 52.
7
Cfr. Vicky Unruh, «Peru also produced the most lasting vanguardist magazine, Puno’s
Boletín Titikaka (1926-30), dedicated, like its Lima counterpart, to an indigenist agenda»,
Latin American Vanguards. The Art of Contentious Encounters, Berkeley, University of Cali-
fornia Press, 1994, p. 17.
8
Jorge Reyes, Treinta poemas de mi tierra, Quito, s/e, 1926.
9
El poema 3 presenta un tono menos idílico sobre el tema: «En todas las cantinas / hay un
indio que canta, / rasgueando la guitarra sucia / y con voz deshilachada. // Apretados por
las manos que alientan / y los ojos que hurgan / y por el zarandeo de las palabras, / entre
gritos cortados, / los indios bailan».
10
Boletín Titikaka, mayo de 1927, p. 45.
11
Luis E. Valcárcel, Tempestad en los Andes. Lima, Minerva, 1927, Biblioteca Amauta, p. 108.
Luis Alberto Sánchez recalca en el epílogo a la obra: «Sin ser indios… dice Valcárcel en
alguna página. Y es así. Él no es indio. Ciudadano adoptivo del Cuzco, nació en Moque-
gua y su cultura ha sido española según se transparente en el tono de su obra» (Cfr. L. E.
Valcárcel, p. 182).
Federico More publica en ese mismo año la proclama «Andinismo» en Boletín Titikaka,
que concluye en la total exaltación del habitante andino: «La raza más fuerte, la iniciativa
más clara, el paisaje más bello, el agua más limpia, la tierra más longánima, la industria
más activa, la inteligencia más seria, las costumbres más sobrias, la voluntad más alta, todo
lo encuentran los suramericanos en los Andes […]. Los que quieran respirar en los Andes,
necesitan riqueza de glóbulos rojos: nunca los linfáticos pusieron las manos sobre las nieves
eternas» [Boletín Titikaka, abril de 2007, p. 39].
12
«Libros y revistas». Amauta: revista mensual de doctrina, literatura, arte, polémica. Año II, 7,
marzo de 1927, p. 3.
Dos años después Alfonso Cuesta y Cuesta definiría a otro poeta ecuatoriano, el cuencano
G. H. Mata, como autor nativista, cfr. «G. H. Mata y su obra», Mañana, 289; citado por
Harrison, 198.
13
Una definición de «Andinismo» aparece en el libro del peruano Luis E. Valcárcel, Tem-
pestad en los Andes: «El andinismo es mucho más que una bandera política, es, sobre todo,
GUARAGUAO
46

una doctrina plena de mística unción. Sólo con la fe de los iniciados, con el ardor de los
prosélitos, surgirá para encerrar en su órbita todo lo que los Andes dominan desde su alti-
tud majestuosa», p. 107.
14
Jorge Carrera Andrade, «Clave de lo nativo», Rostros y climas: crónicas de viaje, hombres y
sucesos de nuestro tiempo, Paris, Maison de l’Amérique Latine, 1948, pp. 104-105.
El tránsito de esta preocupación resulta común a toda Latinoamérica; que dirige la mirada
hacia lo «primitivo» local desde la renovación de las vanguardias. Dice el crítico cubano
Juan Marinello en 1937:
...hace diez años coinciden en nuestras islas, dos interesantísimos fenómenos: la boga
mundial de lo negro y el despertar político del afroantillano. Nuestra inveterada incli-
nación a corear el último grito literario de Francia o de Alemania determinó en los es-
critores isleños una expectación alborozada por lo africano. Por primera vez el impulso
extranjerizante nos jugó una buena partida. El camino hacia París o hacia Berlín, –ha-
cia Blas Cendrars o hacia León Frobenius, nos condujo a nuestra propia casa. Buscando
lo extraño dimos con lo propio. Nos asaltó entonces una rica sospecha. Algún tesoro
oculto debía esconderse bajo la piel oscura cuando el mundo todo se daba a su hallazgo;
alguna porción del preciado metal debía andar en el negro desconocido y maltratado
de nuestros cañaverales. […] Este libro, decíamos, resuelve un gran problema: el de la
acertada expresión lírica de lo político.
Cfr. Juan Marinello, «Hazaña y triunfo americanos de Nicolás Guillén», prólogo a Ni-
colás Guillén, Cantos para soldados y sones para turistas, México, Editorial Masas, 1937,
pp. 12-18.
15
Cierra ese mismo artículo Carrera Andrade diciendo que en comparación con la españo-
la, «en general, la poesía sudamericana de vanguardia persigue más amplios derroteros, bus-
ca un acento más humano y más libre y se orienta hacia una estética de contenido social».
Cfr., hontanar- revista, No. 7, Loja, grupo a.l.b.a., diciembre de 1931, pp.166-167.
16
En comparación con Estanque inefable de 1922, y hay que recordar que es el mismo año
en que aparece el determinante estudio sociológico El indio ecuatoriano de Pío Jaramillo
Alvarado.
17
Jorge Carrera Andrade, Boletines de Mar y Tierra, Barcelona, Cervantes, 1930, pp. 75-94.
El libro se divide en cuatro partes: «Cuaderno de mar», «Cuaderno de tierra», «Microgra-
mas» y el mencionado «Cuaderno de poemas indios». Este último está conformado por
los poemas «Domingo», «Sierra», «Indiada», «Fiesta de San Pedro», «Caracol», «Tierras,
bosques», «Corte de cebada» y «Levantamiento», y por su extensión constituye casi un
tercio del total del libro.
18
Ibíd., «Sierra», p. 79.
19
Ibíd., «Tierras, bosques», p. 87.
20
Ibíd., «Levantamiento», pp. 93-94.
21
Ibíd., Gabriela Mistral, «Explicación de Carrera Andrade por Gabriela Mistral», pp. 8-9.
22
Por su parte, la discusión sobre lo «indoamericano» trasciende como parte del debate de la
época, en Ecuador y en otras latitudes. Benjamín Carrión se siente obligado a pronunciarse
en su libro de ensayos por el total rechazo respecto a la utilización del término Indoamérica
en la obra de José Carlos Mariátegui:
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
47

Mariátegui no es un europeizante: es un universalista. [...] Pero me resistiré a aceptar su


particularismo indigenista. [...] En lo que no creo es en la exclusividad de lo indígena,
en la hostilidad de lo indígena contra lo español. La historia no rehace sus caminos. La
fusión hispano-indígena [...] es el primer paso nuestro hacia la universalización. Pro-
pugnar un indigenismo hostil cuando ya no existe la dominación efectiva [...] me pare-
ce sencillamente nefasto, inhumano, históricamente falso. Peor que la xenofobia china
y la xenofobia yanqui. Como si en la Francia actual, en nombre de un indigenismo
galo, se armara una cruzada contra lo grecolatino [...] Me quedo yo con Vasconcelos:
«Por España y por el Indio».
No hace falta especiales dones de previsión para afirmar que su ideología, vigorosa,
nerviosa, apasionada, ha de cavar un surco profundo en el devenir político y social de
Hispanoamérica –a la que yo me resistiré siempre a llamar Indoamérica, como el mis-
mo Mariátegui la llama, y menos aún esa barbaridad moral, histórica y gramatical de
indolatina, que por snobismo inexcusable, propio de las malas revistillas de vanguardia,
fue llevado a la nueva Constitución del Ecuador.
Benjamín Carrión, Mapa de América, Madrid, Sociedad General Española de Librería,
1930; prologado por Ramón Gómez de la Serna, pp.133–148.
Seguramente Carrión se refiere al siguiente texto: «Título II. De los ecuatorianos [...] Art. 9°
– Se consideran, además, ecuatorianos: [...] 5° Los indolatinos, siempre que hubieren fijado
su residencia en el territorio de la República, y manifestado su voluntad de ser ecuatorianos,
de la forma determinada por la Ley» [Cfr. subíndice 5° del artículo 9°, título ii de la Cons-
titución política de la República del Ecuador dictada por la Asamblea Nacional Constituyente,
Quito, Talleres Gráficos Nacionales, 1929. Mis cursivas, p. 3].
Respecto a la opinión negativa hacia las denominaciones de este tipo, ver Luis Alberto Sán-
chez, Se han sublevado los indios: «Se han sublevado los indios. Hasta ha nacido una ciencia
ad hoc: Indología», p. 7.
23
Las opiniones que esta obra mereció por turno en el mismo año de 1930 a Mistral son
totalmente distantes de las que mereció a Jaime Torres Bodet, que apuesta por la lectura
occidental del libro. Ambas funcionan de manera representativa dentro del panorama de las
expectativas extremas de lectura de época. Universalismo frente a nacionalismo, cosmopo-
litismo versus americanismo. El comentario de Torres Bodet destaca en el ecuatoriano una
afinidad con la poesía francesa, supervilliana, quizá más coincidencial que emulativa.
24
Harrison revisa en el siglo xx a tres poetas ecuatorianos en especial. Cfr. especialmente
«Capítulo IV. Tres poetas indigenistas. Carrera Andrade, G. h. Mata y Dávila Andrade»,
pp. 185-230, en Regina Harrison, Entre el tronar épico y el llanto elegíaco: simbología in-
dígena en la poesía ecuatoriana de los siglos xix-xx. Quito, Abya-Yala/Universidad Andina
Simón Bolívar, 1996. El corpus que presenta es una guía sumamente generosa, sobre todo
en cuanto al rastreo de fuentes hemerográficas.
25
G. H. Mata, «Mi amenaza quichua», hontanar, Cuaderno mensual de literatura, No. 8. p.
31, Loja, 1932. Una última cifra de esta vertiente sería Boletín y elegía de las mitas, de César
Dávila Andrade (1959-1960).
26
Actitudes vanguardistas heredadas del romanticismo, según Renato Poggioli, Teoría del
arte de vanguardia, Madrid, Revista de Occidente, 1964. Traducción de Rosa Chacel.
GUARAGUAO
48

27
Jorge Icaza considera que se dieron tres grupos literarios de protesta hacia los años 30:
Cuando he tratado de explicar la literatura ecuatoriana de mi generación, he visto que
los tres grupos que se formaron entonces correspondían a las tres regiones geográficas
del país. El grupo de la costa, que publica en el año 30 el libro Los que se van y cuyos
autores son Joaquín Gallegos Lara, Enrique Gil Gilbert y Demetrio Aguilera Malta.
El grupo de la sierra o del altiplano, que surge por esos mismo años con libros como
mi Barro de la sierra, Taza de té de Humberto Salvador, Agua de Jorge Fernández, y el
grupo del austro, constituido por G. Humberto Mata, Ángel Feliciano [sic] Rojas y Al-
fonso Cuesta. Estos tres grupos, sin ponerse de acuerdo, hacen una obra que tiene un
espíritu común, a pesar de que cada obra de cada grupo es trabajada con los diferentes
materiales que den el paisaje, el hombre, la economía y las mil y una circunstancias que
dividen a estas regiones. La costa es el montuvio, es la casa zancuda, es el pantano, es
la fiebre de la manigua y es el monte que acecha en la víbora y en el animal salvaje; es
también el olor a cacao, a banano, a piña, a exuberancia tropical y a violencia sexual.
En la sierra es el indio, es la choza, es el valle retacado por las sementeras de maíz, de
cebada, de patatas, es el olor, el frío del páramo que silba por las noches. En el austro
son las mismas circunstancias que determinan las cosas y la gente del altiplano… Pero
a pesar de estas diferencias, a pesar de estos materiales, todos descubrieron que en el
fondo de las obras de estos tres grupos había un mensaje igual, había una rebeldía pro-
funda, un espíritu que las hermanaba e identificaba a la vez, anunciando así la unidad
de la tierra ecuatoriana.
Cfr. Couffon, «Conversación con Jorge Icaza», Cuadernos del Congreso por la Libertad de la
Cultura, No. 51, agosto de 1961, p. 53.
28
G. Humberto Mata, 2 corazones atravesados de distancia, Cuenca, e/autor, 1934 (incluye
poemas escritos desde 1928). Ibíd., pp. 88-90. En este segundo libro de poesía de temática
indígena y estilo indigenista, Mata compone un ex libris (pintado por Luis Toro Moreno)
ceñido a una propuesta de un indigenismo revolucionario, y lo explica:
Sobre del PONCHO insurrecto / en actitud de Andes bravos, / levanta el brazo la raza
/ de los indios vuelta PUÑO. / A su izquierda: la KIPA, teta del huelguerío, / hundido
el pezón de sones en el tope de esas cumbres. / A la derecha: el MACHETE, / colmillo,
reja que punza los cielos / Fuerza, Revolución. Trabajo, / y la mano cerrada exprimien-
do venganzas, / tuétano de infinito / y de mi fe / MATA
29
Quichuismo. Insulto del indio al blanco o mestizo.
30
Cuencanismo. Especie de budín de choclo molido, con sal, al que se le cuece al vapor,
envuelta la masa en sus propias hojas de la mazorca llamada pucón. Chogllotanda, choclo-
tanda. Ecuatorianismos, t. I, pp. 382-383.
31
¡Quisha! Quichuismo. Exclamación para espantar a las gallinas y otras aves domésticas.
Ecuatorianismos, t. II, p. 782.
32
Los versos dedicados al ferrocarril son:
Aura, figúrese, comadre, cómo será el ferrocarril en otras tierras;
yo ya había pensado que sería un perro grande cimentado entre carriles;
pero el Julio, que ha venido de la costa, me notició la verdad, y sin llullarme.
Dice que es una casa alta, angosta y larga, como 50 yuntas puestas en ringlera;
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
49

sus cuartos son hondos, con muchas vidrieras, con sillones, y el suelo de cemento,
todo va sobre ruedas brillantes, tersos como las hachas luego de afilarlas a conciencia;
en la punta de la casa hay un animalón, con jorobas que bota agua hervida y que ronquea;
tiene un horno como si a una cueva le hubiesen atascado de rocotos y de polleras
serranas;
una escoba le cae de la frente para peinar los rieles
que a la carrera de la sierra pulsan las distancias tragándose palos numerados;
y dice que tiene un ojo como esos monstruos feroces de los cuentos del Jishu;
anda ligero con un parpadeo veloz, igual a los machetes cayendo en el vacío,
y la montaña que jala los furgones hace un ruido
aserrador, de cuajo, los paisajes.
Ele, pes, comadre, la gente vive no sé cómo junto al bestia, y hasta se montan en él,
y dicen más: que hacia algún día nosotros también tendremos trenes estuprando las
florestas.
Oh, entonces los sembríos tiritarán en pataletas
y las manzanas pintan ojeras de negrumo.
33
Icaza para entonces era reconocido como director teatral, actor y dramaturgo.
34
Así se muestra, por ejemplo, cuando la Casa de la Cultura del Ecuador edita Viejos cuen-
tos. Antología de la obra cuentística de Jorge Icaza. Esta edición (Quito, 1960) consta de los
tres primeros cuentos de Barro de la sierra, e incluye además cinco textos de su otro libro
de cuentos, Seis relatos –de 1952– que fuera de Ecuador apareciera publicado bajo el título
Seis veces la muerte, en 1954.
35
Lo mismo ocurre cuando editorial Aguilar publica las Obras escogidas (México, 1961): los
tres primeros textos de ese volumen aparecen en ambas compilaciones, mientras los otros
tres se omiten, decisión que, en el caso de Aguilar, el prologuista español Ferrándiz Alborz
justifica rotundamente: «De la serie de cuentos Barro de la sierra se insertan en este volumen
Cachorros, Sed y Éxodo. En ellos se inicia definitivo el estilo de Icaza» (F. Fernández Alborz,
«El novelista hispanoamericano Jorge Icaza», en Jorge Icaza, Obras escogidas, México, Agui-
lar, 1961, p. 20). Mis cursivas.
36
Situación que de manera reciente se modifica con la tan nueva como afortunada edición
conmemorativa de los cuentos completos que con ocasión del centenario del nacimiento
de Icaza aparece finalmente en 2006: Jorge Icaza, Cuentos completos. Estudio introductorio,
cronología y notas de Alicia Ortega, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Ministerio
de Educación/Libresa, 2006.
37
Ibíd., pp. 52-53.
38
Jorge Icaza, «Sed», Barro de la sierra, Quito, Labor, 1933, p. 39.
39
Ibíd., p. 40. Y añade: «Rechazo la idea de hacer el cuento con los rapaces palúdicos, me
saldría la narración seca, consumida de sed» (p. 43).
40
Como es usual en Icaza, el final de la primera edición se modifica más adelante, siendo
este último el que aparece en la edición conmemorativa por el centenario: «¡No! No soy
indio… no soy chagra… No soy cholo pobre… ¡Soy señor! … ¡Señor de buena familia, de
buen vestir, de buen comer, de … Así, Así…[…] La felicidad de creerme salvado, seguro,
me despierta. […] ‘He vivido un cuento que no buscaba’, me digo. Un cuento que mi
GUARAGUAO
50

cobardía –como la cobardía de todos aquellos que no se sienten indios, chagras, cholos,
pobres– me obliga a olvidar. El cuento del paisaje y de las gentes que mueren de sed».
41
P. 59. Hay que recordar que al año siguiente aparece Huasipungo (1934), que determina
el derrotero indigenista de Icaza.
42
Contrastando los libros publicados por José de la Cuadra hasta entonces, al parecer la
poética montuvia apenas se definía como constante temática y estética del autor. Para esos
años de profusa publicación del autor, encontramos su firma bajo narraciones que oscilan
entre un romanticismo tardío a mediados de los años veinte (cfr. «Olga Catalina», 1925;
«La burla», 1926), un posmodernismo rural (por ejemplo, el cuento dedicado a Valle: «El
maestro de escuela», 1929) y un indigenismo de corte de realismo social, a principio de los
treinta (continuando con «Chichería», «Merienda de perro», «Ayoras falsas»; el primero de
El amor que dormía, 1930; y los tres últimos de Horno, 1932), pasando por alguna historia
de voluntad moderna y vanguardista. Así leemos el inicio de «Chichería», casi un poema
visual; o la sorprendente construcción fragmentaria de «Malos recuerdos», en un libro por
lo demás nada vanguardista, el mismo Horno. Con timidez asoman eventualmente el perso-
naje y el entorno montuvios en esta etapa («Olor de cacao», «Colimes jótel»; Horno).
43
José de la Cuadra, «Merienda de perro», en Revista de Revistas, Año 22, No. 1161, México,
14 de agosto de 1932, p.12. La correspondencia entre el guayaquileño y Rafael Heliodoro
Valle se ha revisado con mayor detalle en mi artículo «José de la Cuadra y Rafael Heliodoro
Valle: cartas hispanoamericanas», Kipus, revista andina de letras, No. 16, Monográfico en el
centenario de José de la Cuadra, Universidad Andina Simón Bolívar, Quito, 2004.
44
Joaquín Gallegos Lara, «Vanguardismo y comunismo en literatura», en hontanar, ii (No.
10), diciembre de 1932, p. 91.
45
La identificación de México como paradigma de las reivindicaciones indigenistas en
todos los ámbitos es general desde la Revolución. Sin embargo, también en esos mismos
años aparecen duras críticas al privilegio de la iconografía indígena sin más como mar-
cadora de la identidad estética de época. Salvador Novo dice en su relato Return Ticket
(1928): «Voy viendo, Hawai, que no [...] me extrañarás con tus mujeres si todas ellas son
como tus postales lo dicen: exactos duplicados de las sufridas criadas de mi casa y de las
oaxaqueñas que tan en boga ha puesto el programa educativo de redención del indio y
la escarlatina mural de Diego Rivera» (Cfr., Juan Coronado, La novela lírica de los Con-
temporáneos, p. 295).
Sobre la relación México y Ecuador a raíz de la propuesta cultural revolucionaria, ver Yanna
Hadatty Mora, «De hermanos y utopías, diálogo entre Ecuador y México (1928-1938)»,
Latinoamérica. Revistas de estudios latinoamericanos, No. 41, 2005/2.
46
Pío Jaramillo Alvarado mira la situación de México, comparativamente, en cuanto al
problema del indio, en El indio ecuatoriano:
Donde el problema del indio tiene una actualidad que exige contemplación y estudio
atento, es en México. Siempre creí que las revoluciones mexicanas tenían una profunda
complicación socialista, y los libros que han publicado historiando el proceso de las
administraciones de Porfirio Díaz hasta Carranza y Obregón, confirman que la revolu-
ción mejicana entraña una dolorosa cuestión social, que con mayor o menor gravedad
palpita en varios países suramericanos: la reivindicación agraria del indio (p. 75).
Yanna Hadatty Mora • ¿Vanguardia andina en Ecuador?
51

47
José de la Cuadra, «Merienda de perro», en Revista de Revistas. Diario Excélsior, Año 22,
No. 1161, México, 14 de agosto de 1932, p.12.
48
Universidad Andina Simón Bolívar, Congreso Internacional «Jorge Icaza, Pablo Palacio y
las vanguardias», Quito, 18-21 de septiembre de 2006.
49
Y debería realizarse a partir de las nuevas nociones de lo andino, pensadas desde lo an-
tropológico:
La identidad andina no se basa de manera privativa en una identidad prehispánica o
en una identidad del reino de los Incas. Lo Andino es un concepto amplio en tiempo y
espacio. La identidad andina no se determina de modo alguno por reducción cultural
como un grupo étnico único, ni por el aislamiento o rechazo de la modernidad, de
nuevas formas tecnológicas, de desarrollo y de progreso. La identidad andina se halla
mucho más en transformación permanente y debe redefinirse de manera constante en
el contacto y en la polémica entre la tradición y lo moderno, entre distintas filosofías
y formas de vida.
Christoph Stadel, “Lo Andino: andine Umwelt, Philosophie und Weisheit”, en Innsbrucker
Geographische Studien. Lateinamerika im Umbruch, vol. 32, Innsbruck, 2001. Mi traduc-
ción.
50
Hace falta matizar también quizá con mayor cuidado las diferencias entre los núcleos de
la sierra y de la costa, en cuanto a la problemática indigenista. Los costeños –aún desde
posturas de extrema izquierda– ven como necesaria una cierta «superación moderna» de los
indígenas. Joaquín Gallegos Lara opina sobre Loja: «Está escondida en los Andes –último
rincón del mundo la dicen sus hijos– culta y pequeña, esta rara ciudad. […] Loja es un
refugio hispánico y por ende americanísimo. […] Loja, pequeña ciudad de los Andes tiene
algo que decirle al mundo ecuatoriano. Tiene que mostrarle el ejemplo de cómo se liberta
de la servidumbre al Indio y se le hace superarse occidentalmente». Cfr., Joaquín Gallegos
Lara, «Ubicación de Loja en la ecuatorianidad», hontanar, No. 7, diciembre de 1931, pp.
173-174.
51
Dice en este sentido un reciente estudio peruano:
Efraín Kristal (1988), en su estudio sobre la literatura peruana entre 1848 y 1930,
demuestra que la narrativa indigenista es una parte integral de los debates políticos y
antropológicos sobre el indígena. Sostiene que la crítica se equivoca si valora la narra-
tiva indigenista según la precisión de la descripción del mundo indígena […] En vez
de disputar la autenticidad de la descripción en una o más obras, [se] propone estudiar
la relación de la narrativa indigenista con debates políticos y antropológicos sobre el
indígena.
El comentario de Cox se refiere al estudio de Efraín Kristal, The Andes Viewed from the City:
Literary and Political Discourse on the Indian in Peru: 1848-1930, Nueva York, Peter Lang,
1988. Cfr., Mark R. Cox, «La narrativa andina peruana», Lhymen, IV, No. 3, Lima, mayo
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GUARAGUAO
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Lectores y lecturas de Pablo Palacio
Celina Manzoni

Universidad de Buenos Aires

Me gusta el arte de hoy porque me gusta la luz sobre las cosas como a todos los
hombres, inventores del fuego.
Guillaume Apollinaire

Mientras un texto sobreviva, en algún lugar de esta tierra, aunque sea en un


silencio que nada viene a romper, siempre es capaz de resucitar.
George Steiner

E l azar, que otros llaman destino, quiso que hace muchos años me
convirtiera en la última lectora de Pablo Palacio. En una breve edición
de tapas anaranjadas que todavía conservo y sentada en un banco de El
Ejido de Quito, leí por primera vez en 1980 y casi sin respirar, algunos de
los relatos de un autor para mí desconocido entonces, los mismos relatos
que me siguen asombrando pese al tiempo transcurrido, a una frecuenta-
ción que va más allá del oficio, a la bibliografía acumulada, a la gloria de la
edición de sus Obras completas en la colección Archivos.1
Si empiezo esta reflexión por la escena de la lectura, es porque me iden-
tifico con la intuición que la sitúa en el origen de la escritura; parecería que
muchos escritores sólo pueden constituir una escritura de sí mismos cuan-
do conforman la escena original de la lectura que los tiene como protago-
nistas, dice Sylvia Molloy: «La evocación del pasado está condicionada por
la autofiguración del sujeto en el presente: la imagen que el autobiógrafo
tiene de sí, la que desea proyectar o la que el público exige». Una intuición
crítica que ha vuelto notorios esos momentos privilegiados en los que el
yo se encuentra con el libro, sea en las autobiografías de Victoria Ocampo,
Domingo F. Sarmiento, Lucio V. Mansilla en Argentina, o en la de José
Vasconcelos en México.2
Desde una perspectiva diferente, o eventualmente complementaria, si
se quiere, otros textos de nuestra literatura también relacionados con la

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 55-67


GUARAGUAO
56

escritura del yo, se articulan en el eje de otra escena, la de la escritura, ese


momento en que se escribe que se escribe; la vemos, para dar sólo dos
ejemplos, en la autobiografía del esclavo cubano Francisco Manzano en
la que el aprendizaje de la escritura en los papeles desechados por el amo
se realiza como rebeldía y deseo utópico. También en los diarios de José
Martí encontramos la escena de la escritura, sobre todo en el Último diario
en el que el desplazamiento de la letra sobre el papel, en una mecánica
indisolublemente unida a la mano que escribe, constituye a la escritura
como riesgo y al mismo tiempo como un conjuro por el cual la existencia
del cuerpo diariamente amenazado por la guerra se salva por la escritura y
es condición de realización de la escritura: «Un día que se escribe es un día
más que se vive».3
Ambas escenas, la de la escritura y la de la lectura, sin embargo de la dis-
tinción, aparecen como entrelazadas, es como si una no pudiera existir sin
la otra, en la medida en que no hay escritura sin lectura y no es metáfora,
en la medida en que toda escritura es simultáneamente un acto de lectura.
Una articulación que, en los modos de leer a Pablo Palacio, parece haber
dejado las huellas del gesto pasional de lectores que no pueden mantenerse
indiferentes ante una escritura que los involucra más allá de lo razonable
y que, así, se personaliza formas de la identificación que piden develar los
ocultos mecanismos que van constituyendo el íntimo y complejo proceso
de la lectura. En el curso de este movimiento infinito, toda escritura parece
existir para ser objeto de lectura y todos los grandes escritores, se sabe, han
sido siempre grandes lectores.
En el marco de esa lógica deseo evocar a Roberto Bolaño, uno de los
escritores más fascinantes de los últimos tiempos, que se ha revelado tam-
bién como voraz lector, alguien quien, ejemplarmente, en la vorágine de
sus lecturas apostó a la escritura como una forma de la salvación. En Amu-
leto, una novela publicada sobre el fin del milenio,4 crea un personaje de-
lirante, Auxilio Lacouture, quien, en un rapto místico–poético, desgrana
sus conjeturas acerca del futuro de algunos autores del siglo xx, un gesto
que Bolaño construye casi como parodia de una profecía canónica.5 El
ademán valdría como recuperación de unas poéticas y crítica de otras,
aunque un primer acercamiento a esa breve novela destaca el carácter
irrisorio de una clasificación cercana al absurdo de la enciclopedia china
de Jorge Luis Borges. En ese delirio, en el vértigo de los disparatados
destinos atribuidos a los escritores, el lector realiza su propio orden que,
Celina Manzoni • Lectores y lecturas de Pablo Palacio
57

finalmente, parece limitarse a dos posibles: el desesperado y prolongado


olvido o, por el contrario, la permanencia en la memoria de sus lectores,
a veces hasta la muerte del último de ellos. El último lector, entonces,
en el sentido propuesto por Bolaño, parecería ser aquel capaz de sostener
hasta con su último suspiro, se podría decir, la memoria de un escritor:
«Alejandra Pizarnik perderá a su última lectora en el año 2100», dice Auxilio
en su profecía. La melancolía que trasluce el absurdo de esta parodia, que
además tiñe de sospecha toda pretensión canónica, parece similar a la que
emana de «The Last Reader», el poema de Oliver Wendell Holmes que le
da el título a las lecturas recogidas por Ricardo Piglia en, precisamente, El
último lector,6 un libro como él mismo dice, «hecho de casos imaginarios y
de lectores únicos».
Sin embargo, cuando en el comienzo de esta comunicación me atribuí
el carácter de última lectora de Pablo Palacio, no estaba pensando en un
escenario tan drástico como el que imagina Bolaño ni mucho menos tan
prominente como el que sugiere Piglia, el sentimiento era más bien de
nostalgia por haber llegado tan tardíamente al encuentro con sus textos.
Después, en el devenir de las lecturas pude encontrar que sensaciones tan
pasionales como las que me habían unido a esa literatura producida en la
ciudad de Quito, hace setenta años, no constituían tampoco una forma
original de relación ya que, de uno u otro modo, de maneras diversas, los
críticos de Palacio, esa fracción de los lectores cuyo lugar siempre está en
entredicho, invariablemente parecían haber trabajado en el borde de la
zona de conflicto, en el vértice de las relaciones complejas y a veces hasta
neuróticas, entre un autor y un lector.
Ya que no me imagino realizando un recorrido exhaustivo de la recep-
ción crítica de su obra, día a día enriquecida con nuevas lecturas y nuevos
lectores, desearía detenerme en algunas de las miradas contemporáneas de
sus primeras ediciones con el criterio de proponer una reflexión sobre un
entramado que desde el comienzo ancló lejos de una uniformidad tranqui-
lizadora. Hasta 1987 estuvieron más o menos disponibles dos colecciones
de crítica sobre Pablo Palacio: la primera selección, «Pablo Palacio y la
crítica ecuatoriana», ordenada cronológicamente, fue incluida en la edi-
ción de las Obras completas de 1964 y se reprodujo en 1976, con el título
Cinco estudios y dieciséis notas sobre Pablo Palacio; la segunda, publicada
por Casa de las Américas en su serie Valoración Múltiple, en 1987, con el
título Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, más amplia, se abrió a la
GUARAGUAO
58

crítica latinoamericana, aunque es de lamentar que reprodujera algunos


malentendidos y errores más tarde superados finalmente en la edición de
Archivos.
En esta oportunidad quisiera organizar la lectura en torno a dos se-
ries de artículos aparecidos en el arco que se extiende entre 1927 y 1933
–fechas significativas por lo demás en la recepción de las vanguardias en
general. El primer momento lo constituyen tres breves textos publicados
en ese punto en el que parece completarse el círculo de escritura-lectura-
escritura, son testimonio de un temprano encuentro entre crítico y escritor
y aparecieron en dos revistas de la vanguardia hispanoamericana; el de
Gonzalo Escudero, «Pablo Palacio y su primer libro», en Llamarada de
Quito;7 una presentación de Palacio y de su cuento «Las mujeres miran
las estrellas» y una reseña de Un hombre muerto a puntapiés, en la cubana
revista de avance.8 El gesto no sólo habla del interés por un joven escritor
en el momento en que la juventud es un mérito en sí misma, dice también
de la fluidez de las redes que se tramaban entre áreas culturales tan alejadas
como Quito y La Habana, y que son por lo demás bastante representativas
de la complejidad del vanguardismo en América Latina. Un sistema de
reconocimiento y polémica constituiría una segunda serie que se integra en
mi lectura, con un ensayo clásico de Benjamín Carrión publicado en 1930,
y con una intervención del intelectual ecuatoriano Joaquín Gallegos Lara,
seguida de una reflexión del mismo Palacio.

El aura palaciana en 1927

Las lecturas de Escudero y de Martí Casanovas, que dicen de Palacio,


dicen también mucho de quienes se proponen como sus contemporáneos,
una contemporaneidad que se sustenta más que en la cercanía dada por la
edad o por la vida compartida en los espacios urbanos de una modernidad
conflictiva, en esa sensación indefinible de estar viviendo el mismo tiem-
po humano y que parece arrastrar la certidumbre de que crítico y autor
habitan la zona elusiva de lo nuevo, de la novedad que en esos años se
expresa de manera privilegiada en las revistas de la vanguardia: la «nueva
sensibilidad», como la llamó Oliverio Girondo, o el «espíritu moderno»
como la nombraron en Brasil. Pese a su carácter fugitivo, el concepto de
contemporaneidad, tan volátil como el de novedad por otra parte, pareció
Celina Manzoni • Lectores y lecturas de Pablo Palacio
59

constituirse en la amalgama –ser contemporáneos– que vinculó las expe-


riencias más diversas de escritura y lectura en un ciclo apasionante de la
cultura continental que todavía hoy nos convoca.
La reflexión de Gonzalo Escudero se caracteriza por un tono informal
y desenfadado tan lejano de las formas ortodoxas de la crítica, que en sí
mismo se propone como quiebre y ruptura respecto de las prácticas en uso.
Con la apelación a una retórica de impronta futurista construye una ima-
gen del autor, cercana y al mismo tiempo ajena; crea una distancia con la
representación de la figura humana semejante a la que por la misma época
ensayan los retratos de la pintura cubista. Al revés de los antiguos pintores
que, al decir de Apollinaire, adoran la representación de las plantas, las
piedras o los hombres, el retrato que Escudero hace de Palacio recurre a la
acumulación de figuras geométricas; destaca lo longitudinal, la bidimen-
sionalidad, recupera la imagen característica de la proa, de lo que hiende,
ve en las líneas del rostro «siete arrugas parecidas a siete líneas telegráficas
perfectamente paralelas». Un excepcional retrato vanguardista que insinúa
además, con la apelación a lo oscuro y lo prohibido la imagen del ángel
demoníaco.

Y era él. Él mismo. Un sujeto que no podía llamarse sino Pablo Palacio. Un
hombre bidimensional, hombre sin volumen ni profundidad. Un hombre
vertebrado como pocos, que posee dos ojos de habitante acuático, una nariz
de halcón, una epidermis de excelente pergamino para encuadernar toda una
biblioteca prohibida, una quijada protuberante a manera de proa de su sonrisa
de azufre –amarilla pálida– que tiende desde la nariz hasta las comisuras de la
boca, siete arrugas parecidas a siete líneas telegráficas perfectamente paralelas.

Basado en estos recursos reconstruye además una historia intelectual de


Palacio quien, desde el aprendizaje de una artesanía llega a la adquisición
del oficio de escritor en un movimiento que Escudero organiza como un
rito de pasaje, cumplido cuando inicia el éxodo del pueblo natal a la ciu-
dad, convertido así en «vagabundo y nómada» (que es decir, en hombre
libre), encuentra en la ciudad «un tesoro inagotable en los demás hombres,
en los transeúntes, en todos». En el imaginario que Escudero construye,
la fuente de la sorpresa, del absurdo y de las historias extraordinarias de
Palacio es la ciudad, la misma de Humberto Salvador y sus novelas casi
cinematográficas, la ciudad concebida como espacio del deseo.
GUARAGUAO
60

Su percepción de la modernidad de Palacio, en seguimiento quizás de


las formulaciones de Vicente Huidobro, se sustenta en la convicción entu-
siasta de que la capacidad transformadora de lo nuevo llegará a constituirse
en hecho poético. Recupera «el descubrimiento sacrílego de Isidoro Ducasse,
el conde de Lautréamont» cuando dice que Palacio «prosigue un álgebra
revolucionaria en el arte burgués de hacer cuentos: el álgebra ilógica y tre-
menda de construir valores ecuacionales entre ‘un paraguas y una máquina
de coser, encontrados en una mesa de disección’». Leídas estas afirmaciones
en el marco de la polémica entablada poco después entre formalismo y
socialismo, que terminó creando un abismo entre la vanguardia artística y
la vanguardia política, la crítica de Escudero se afirma en una idea audaz,
aunque no la formule de manera expresa: no acepta que lo nuevo sea una
impostación extranjerizante y apátrida.
En los cuentos de Un hombre muerto a puntapiés lee la amargura, la acri-
tud, el hielo; se exalta con imágenes fuertes: «columpio batiente para los
ahorcados. Coz y latigazo a la vez. Jazz-band de muerte. He ahí el nuevo
libro, nacido en Quito y bautizado en un Jordán de brujería por la mano
sabia y sarmentosa de un Bautista: el análisis». En el mejor estilo de la re-
tórica futurista, propone una imagen impactante del espacio que ha hecho
posible la escritura palaciana, Quito: «la ciudad fumaba su humo escéptico
desde los cigarros verticales de sus chimeneas». La originalidad que recono-
ce en los relatos de Palacio al tiempo que percibe la fuerza de su voluntad
creacionista, se condensa en la imagen del arca de Noé: «Pablo Palacio
piensa seguramente en un diluvio universal y como un nuevo Noé, está
reservando sus parejas zoológicas [...] para poblar el arca de su espíritu».
Su admiración personal y pasional se entiende en otra instancia como
realización del programa de escritura que el mismo Escudero había formu-
lado un año antes, como manifiesto en la revista Hélice.9 El texto de ese
documento sin título, que funciona como editorial de la revista quiteña,
participa de algunas de las características que hicieron del manifiesto un
género cuyas múltiples expresiones recorrieron la cultura latinoamericana
de esos años. Las imágenes de neto corte futurista realizan la aspiración
de movimiento y de expansión que el texto propone, implícitas además,
en el nombre de la publicación. La forma helicoidal, su funcionalidad en
el orden de la dinámica, del brillo del metal, de lo mordiente de la piedra
y la bala la convierten en: «Meteoro de luz que estalla en la luz, guijarro
de viento que muerde el aire, disparo de sol que acribilla al sol». Contra
Celina Manzoni • Lectores y lecturas de Pablo Palacio
61

la imitación y por la autonomía del arte refuta las formas gregarias y me-
diocres que identifica con las mayorías que cubren en su imaginario un
amplio espectro que va desde los burgueses a los mozos de hotel. La esté-
tica de Hélice se propone como elitista y excluyente, pero también como
luminosa, cosmopolita y con capacidad para dominar la naturaleza: «Sólo
el artista crea, multiplica y destruye». Renuncia al servilismo de la tierra
autóctona y propone la posibilidad de una creación criolla con capacidad
de asimilación de lo universal. Con la convocatoria al diluvio que ahogue
al viejo arte, Escudero aspira a consolidar un nuevo pacto que, «en un
arca de Noé diáfana, de arquitectura estilizada y de volumen impecable»,
flotaría sobre todos los océanos. Aspiración de universalidad, utopía de
la invención, apuesta al futuro: «proclamamos la destrucción de la natu-
raleza, para crearla de nuevo. Entonces haremos la luz». Bajo consignas
inspiradas por la poética de Huidobro, propone la divinidad creacionista
del arte y el nuevo acuerdo de la modernidad: «Nunca la naturaleza en
nosotros, sino nosotros en la naturaleza. Nómades torturados de la belleza,
tenemos sed».
Con estos antecedentes, su lectura de los primeros cuentos de Pablo
Palacio es congruente con la idea de que esa sintaxis narrativa realiza, en
1927, las aspiraciones que el manifiesto de 1926 declara como una pura
utopía. Lo cual no quiere decir que Palacio se haya propuesto cumplir con
esos postulados; el gesto más bien parece ratificar que en el campo cultural
existían quienes no sólo no estaban al margen de una voluntad de ruptura
frente a modelos que percibían como «lo gastado», en términos de Adorno,
sino que se acompasaban con los vanguardistas de México, Lima, Buenos
Aires y La Habana.
Mientras que el texto de Escudero se escribe en la tensión de los debates
que atraviesan la cultura y la sociedad ecuatorianas, la breve presentación
que precede la publicación de «Las mujeres miran las estrellas», en la revista
de avance, además de profetizar que la obra de Palacio dejará «una huella
indeleble en las letras hispánicas», alude a «la poderosa y violenta revela-
ción» de su escritura y al humorismo, que llama «de honda veta trágica».
Una percepción que llegaría a constituirse después, y con diversas varian-
tes, casi en una marca de identidad de la escritura palaciana. Quince días
más tarde, la misma revista habanera reseña Un hombre muerto a puntapiés.
Una breve lectura cruzada por una admiración sin condiciones capaz de
advertir, sin embargo, que la capacidad del autor «de desdoblarse» hace
GUARAGUAO
62

que esas narraciones, sin serlo, compartan algunos rasgos propios de las
autobiografías:

[…] lo parecen porque Palacio, diversifica hasta lo infinito, con plenitud de


visión y de intención, su vida espiritual, y vive apasionadamente la vida y la
tragedia íntima de cada uno de sus personajes. Hay en sus narraciones, un
dualismo vivo, dinámico, trepidante; dualismo que nunca sabrá explicar ni pe-
netrar la novela de tipo realista, que describe los efectos aparatosos y finales de
las reacciones y la tragedia humanas, pero no como estos cuentos de Palacio, la
tragedia en sí, la lucha interna, las batallas del ‘yo’.

Su percepción de algunos de los mecanismos más inquietantes de esos


primeros relatos articula una lectura que, perdida, no podrá entrar en de-
bate con una serie de proyecciones sobre lo autobiográfico entendido como
un puro reflejo de acontecimientos, por lo demás difícilmente comproba-
bles, y que darán lugar a persistentes equívocos difíciles de desentrañar en
posteriores lecturas.
Estos primeros ensayos de interpretación, frágiles lecturas que casi de
inmediato quedaron en la oscuridad de las bibliotecas, se articulan enton-
ces, en torno a dos rasgos de la obra palaciana que la crítica asumirá luego,
con diversas modulaciones, como determinantes y casi únicos: el humo-
rismo y el autobiografismo. Inauguran, por lo que yo sé, una red de sutiles
intuiciones que mucho tiempo después, y a través de múltiples entrecruza-
mientos, confluirá en la sociedad de los lectores de Pablo Palacio.

El giro crítico de 1930

A tres años de estas entradas brillantes, con el influyente primer ensayo


de Benjamín Carrión,10 la mesura y la erudición se proyectan sobre los
textos de Palacio que hasta el momento siguen siendo Un hombre muerto
a puntapiés y Débora.11 En el marco de una diagnosis pesimista, que la-
menta la ausencia de figuras ecuatorianas de relieve en el gran momento
del modernismo hispanoamericano, su reflexión no puede dejar de leerse
como una firme apuesta a la modernidad que percibe en la literatura de
Palacio. Años más tarde recordará con emoción sus primeras lecturas cuan-
do, «estando ausente, esperaba el eco de mi pueblo lejano, desde el propio
Celina Manzoni • Lectores y lecturas de Pablo Palacio
63

corazón de Occidente».12 En ese movimiento, al tiempo que se debate con-


tra la penosa práctica que termina glorificando lo que denomina «poetas
domésticos», no deja de marcar la cercanía con el coterráneo a quien guió
en sus primeras lecturas y cuyos tempranos méritos literarios reconoció
en la lejana Loja, como tampoco evita la narración de las penosas circuns-
tancias en que transcurrió su infancia. Es en este punto cuando Carrión
introduce una dimensión de lo biográfico que, repetida puntualmente por
casi toda la crítica posterior, se constituyó, contra toda lógica y contra toda
experiencia, en un componente mágico que más tarde se conformará como
mito de origen del artista en el que las setenta y siete cicatrices sufridas
en un accidente hicieron el prodigio de unir la inteligencia con lo mons-
truoso, una fábula que proporcionó a muchos de sus críticos una coartada
imbatible durante mucho tiempo.
Aunque esa y otras circunstancias biográficas hayan podido autorizar
más tarde lecturas lastradas por la arbitrariedad interpretativa propia del
método, el texto de Carrión se abre a otras alturas cuando despliega una
teoría del humor y una clasificación de la práctica del humorismo que le
permite relacionar la literatura de Palacio con la de Ramón Gómez de la
Serna y con la de Massimo Bontempelli, glorias de la cultura de vanguar-
dia, y en la que no falta la mención al entrerriano Vizconde de Lascano
Tegui.
Cuando define a la greguería como un tipo de humor puro surgido
«como un chispazo eléctrico del encuentro con la realidad», que da como
resultado un tipo de imagen que propone una solución inesperada y ori-
ginal, acude, como es evidente, a metáforas muy propias de la época. Los
humoristas en la línea de Gómez de la Serna «poseen –según Carrión– una
especie de mediumnidad, de don de milagrería más pronunciado que el que
siempre se ha atribuido a los poetas: ven, oyen más allá de la realidad».13
Una percepción que le sirve además para caracterizar –de nuevo a partir
de una greguería– la mirada de Palacio como cruzada, casi un quiasmo:
«un hombre con el ojo derecho en el sitio del izquierdo y el izquierdo
en el sitio del derecho; tiene toda la realidad atravesada en forma de X
[…]. Pablo Palacio tiene también esos dones de atraviesamiento». Un don
a través del cual se manifestaría no sólo una resistencia a la emoción y a
la moral (interpretación que se ampara además en una lectura biográfica),
sino también «la mejor representación del humorismo verdadero, del hu-
morismo puro».14
GUARAGUAO
64

Su lectura conforma una sensible articulación estética que, iluminada


de antemano por las elaboraciones de Ortega y Gasset sobre la deshumani-
zación del arte, lo lleva, por una parte, a definir el humor de Palacio como
trascendente y su poética como deshumanizada y, por otra, lo conduce a
reflexionar sobre un núcleo estético que denomina, «el descrédito de la rea-
lidad». Aunque reconoce la audacia de su gesto, que relaciona además con
el arte fetiche de las vanguardias, el cine, teme que la prédica de esta teoría
del descrédito de la realidad, en Débora por ejemplo, llegue a anular «sus
dones de humorista puro», más cercano a Buster Keaton que a Chaplin.
Es como si la sensibilidad ante la cultura moderna propia de Benjamín
Carrión fuera capaz, en el mismo movimiento crítico, de admirar el gesto
palaciano y de vacilar ante su fundamental radicalidad. Por el lado de la
admiración percibe la fuerza de su rechazo a lo aparencial (la «gazmoñería
de las convenciones y los usos sociales»), la lógica que rige la arbitrariedad
en la construcción de personajes a través de los cuales «[n]os da una sen-
sación de anormalidad normal», la ampliación a las realidades pequeñas:
el «igualamiento de todas las realidades en literatura». Si por ese lado en-
cuentra antecedentes prestigiosos en los grandes clásicos de la literatura y
el arte (Cervantes, Goya), por el otro, el vértigo implícito en esa poética
lo conduce a temer lo que denomina «excesos lamentables» y a proponer
modelos «discretos y amables», que hoy parecen absolutamente alejados de
la estética de Palacio, más interesado en el descrédito del mito de que la
realidad puede ser representada que en el simple descrédito de la realidad.
Sus fundadas intuiciones condensadas en 1930 en torno a esa inquietante
figura del «descrédito de la realidad», parecen quedar en un vacío o, por lo
menos, en una zona de silencio crítico, hasta que una lectura de excepcional
dureza firmada por Joaquín Gallegos Lara parece reanudar un diálogo impo-
sible.15 En ocasión de la aparición de Vida del ahorcado, explota las aristas de
un debate que, pese a ir más allá de la literatura de Palacio, no le ahorra inju-
rias personales que, en un deslizamiento enojoso, convierte en lacras sociales.
La ironía contra la inteligencia de Palacio se inscribe en la diatriba contra la
intelligentzia en general, el término de origen ruso con el que contemporá-
neamente se rodeaba una definición de la intelectualidad antes de que se
cayera en diversas variantes del antiintelectualismo:

Pablo Palacio, para no pasar por tosco o escaso de refinamiento, alude y elude
a la realidad, frena la imaginación, ahorca su lirismo, como observa el crítico
Celina Manzoni • Lectores y lecturas de Pablo Palacio
65

aprista Luis Alberto Sánchez, y nos da éstos sus inteligentes libros subjetivos, el
último de los cuales publicado, la Vida del ahorcado, me ha llegado hace poco.

Tras admitir el predominio de una fuerte corriente de pensamiento que


considera superado el realismo en literatura, desbroza el campo en lo que
se refiere al realismo naturalista («rudimentario y superficial hasta cierto
punto»), pero niega con fervor que esa supuesta superación afecte a lo que
denomina «realismo integral», un realismo nuevo y actual al que define
no en los términos de una escuela literaria, «sino [como una] manera de
interpretar la vida, realismo social, que se plantea en todos los sectores de la
cultura, entre ellos el literario, por medio de la teoría marxista-leninista».
Desde ese espacio determina que otras formas, introspección o ironía,
por ejemplo, pueden llegar a integrarse al realismo social, siempre y cuan-
do no se pretenda otorgarles categoría de universalidad, mientras se las
circunscriba «dentro de la mentalidad de la clase en que aparecen: Proust
y Joyce, ídolos del vanguardismo englobador y enmascarador, ocupan así
su sitio como representantes de la literatura individualista de la decadencia
del pensamiento burgués».
Frontalmente, la argumentación de Gallegos Lara convierte una polé-
mica estética en un espacio de la lucha de clases entre el proletariado (sos-
tén del realismo social) y la burguesía decadente. Se achica el margen para
la polémica y se desecha a Palacio y a su estética acusados de ostentar una
inteligencia fría y egoísta que niega las emociones, que lleva a la confusión
en política y que finalmente fracasa en el proyecto que se esperaba de él
después de 1927.16
Pablo Palacio no deja pasar el comentario de Gallegos Lara que además
tenía mucho de insultante y, en una carta a Carlos Manuel Espinosa pro-
pone una reflexión que todavía hoy merece ser considerada por la sereni-
dad con que aporta a una polémica que todavía no está terminada.17 Mien-
tras acepta la existencia de dos tipos de expresión literaria que denomina,
respectivamente, «de lucha» y «expositiva» y admite que las observaciones
de Gallegos Lara se adecuan al primer tipo (quizás, en otros términos sería
lo que se llamaba entonces «literatura de partido»), niega su validez para
el segundo caso:

Si la literatura es un fenómeno real, reflejo fiel de las condiciones materiales


de la vida, de las condiciones económicas de un momento histórico, es preciso
GUARAGUAO
66

que en la obra literaria se refleje fielmente lo que es y no el concepto romántico


o aspirativo del autor. De este punto de vista, vivimos en momentos de crisis,
en momento decadentista, que debe ser expuesto a secas, sin comentario.

Asume para sí «el descrédito de las realidades presentes, descrédito que


Gallegos mismo encuentra a medias admirativo, a medias repelente, por-
que esto es justamente lo que quería: invitar al asco de nuestra verdad
actual».
Un texto breve, en la zona de lo íntimo, que realiza el tipo de reflexión
característica de las vanguardias: la confluencia del autocuestionamiento
estético y la crítica de la sociedad. Cuando en su búsqueda de sentidos,
virtuales sociedades de lectores articulan tramas por las que circulan con
mayor o menor fortuna diversas interpretaciones, se crea un tejido indes-
tructible de modo que, aunque los lectores puedan individualmente ex-
tinguirse, la sociedad de los lectores, o mejor, la comunidad de los lectores
es infinita porque cada movimiento reflexivo crea a su vez nuevos inter-
pretantes entre quienes la actividad de lectura y relectura es equivalente a
la de escribir y reescribir, porque los textos viven no sólo por quienes los
escriben sino también por quienes los leen.

Notas

1
Pablo Palacio, Obras Completas, Wilfrido H. Corral, coordinador, Madrid, Colección
Archivos vol. 41, allca xx, 2000.
2
Sylvia Molloy, Acto de presencia. La escritura autobiográfica en Hispanoamérica, México, El
Colegio de México/Fondo de Cultura Económica, 1996, p.19.
3
Para un desarrollo de estos conceptos, cfr., «Escritos con el cuerpo. Textos testimoniales
de Martí», en Celina Manzoni, José Martí. El presidio político en Cuba. Último diario y otros
textos, Buenos Aires, Editorial Biblos, 1995.
4
Roberto Bolaño, Amuleto, Barcelona, Anagrama, 1999.
5
Para un desarrollo de esta hipótesis, cfr., «Ficción de futuro y lucha por el canon en la
narrativa de Roberto Bolaño», en Jornadas Homenaje Roberto Bolaño (1953-2003). Simposio
Internacional, Barcelona, Casa América a Catalunya, 2005, pp. 25-47.
6
Ricardo Piglia, El último lector, Barcelona, Anagrama, 2005.
7
Gonzalo Escudero, «Pablo Palacio y su primer libro», Llamarada, No. 3, Quito, 28 de ene-
ro de 1927. En Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, La Habana, Casa de las Américas,
Serie Valoración Múltiple, 1987, pp. 449-452.
8
Mientras que la breve presentación no lleva firma, la reseña es firmada por M. C., iniciales
que atribuyo a Martí Casanovas. Publicadas respectivamente en 1927. revista de avance,
Celina Manzoni • Lectores y lecturas de Pablo Palacio
67

año I, No. 3, La Habana, 15 de abril de 1927 y en 1927. revista de avance, Año I, No. 4,
La Habana, 30 de abril de 1927, fueron reproducidas por primera vez en Celina Manzoni,
El mordisco imaginario. Crítica de la crítica de Pablo Palacio, Buenos Aires, Editorial Biblos,
1994. La misma revista cubana acogió pocos meses después lo que se puede considerar una
primera versión de «Novela guillotinada» (revista de avance, Año I, No. 11, La Habana, 15
de septiembre de 1927). Versiones posteriores fueron publicadas en Savia, No. 36, Guaya-
quil, 10 de diciembre de 1927 y en El Espectador (Guayaquil), 18 de noviembre de 1930.
Humberto E. Robles reproduce el texto de Savia en La noción de vanguardia en el Ecuador.
Recepción y trayectoria. 1918-1934 [1989], Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Cor-
poración Editora Nacional, 2006, 2a. ed.
9
Publicado en Hélice, No.1, Quito, abril de 1926. Reproducido en H. E. Robles, La no-
ción..., pp. 105-106.
10
Benjamín Carrión, «Pablo Palacio», en Mapa de América, Madrid, Sociedad General
Española de Librería, 1930. En, Pablo Palacio, Obras completas, Quito, Casa de la Cultura
Ecuatoriana, 1964, pp. 5-20. Con el título «La literatura más atrevida que se ha hecho en
Ecuador» encabeza la Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, pp. 29-45.
11
Todavía no ha comenzado a publicar los anticipos que en 1932 confluirán en Vida del
ahorcado, Quito, Talleres Gráficos Nacionales, 1932.
12
Benjamín Carrión, «Pablo Palacio», en El nuevo relato ecuatoriano, Quito, Casa de la
Cultura Ecuatoriana, 1951. Reproducido en Pablo Palacio, Obras completas, Quito, Casa
de la Cultura Ecuatoriana, 1964, p. 24.
13
B. Carrión, «Pablo Palacio» [1930], en Pablo Palacio, Obras completas, p.13.
14
En ambas citas el énfasis se encuentra en el original.
15
Joaquín Gallegos Lara, «Hechos, ideas y palabras: La vida del ahorcado», en El Telégrafo
(Guayaquil), 11 de diciembre de 1933. En Pablo Palacio, Obras Completas, pp. 59-61.
16
La reproducción de este texto en Recopilación de textos sobre Pablo Palacio, tuvo como
título «Izquierdismo confusionista».
17
Carta del 5 de enero de 1933 recogida en «Epistolario parvo de Pablo Palacio», Letras
del Ecuador, No. 24-25, Quito, junio-julio de 1947. Reproducida en Pablo Palacio, Obras
completas, pp. 77-78.
Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia
Teodosio Fernández

Universidad Autónoma de Madrid

T al vez, inevitablemente, la relación de Jorge Icaza con la vanguardia


exige la consideración detenida del teatro con el que se inició como
escritor, aunque nada preciso pueda decirse de El intruso, La comedia sin
nombre y Por el viejo, las piezas en tres actos estrenadas por la Compañía
Dramática Nacional que nunca editó y que probablemente aún se acomo-
daban a los gustos vigentes y resultaban próximas a la llamada «alta come-
dia»,1 incluso en lo que ese género podía ofrecer de crítica de la hipocresía,
la corrupción y las perversiones ocultas tras la moral burguesa. Eso no
colmaba las aspiraciones del autor, pronto decidido a ofrecer otras obras
orientadas hacia la renovación de la escena ecuatoriana. La primera que dio
a conocer parece haber sido ¿Cuál es?, un «retazo de drama»2 que la Compa-
ñía Nacional «Variedades» estrenó en Quito, el 23 de mayo de 1931. Icaza
volvía sobre esos conflictos familiares que por entonces estimaba propios
de la burguesía y que ahora concretaba en una madre sometida y sumisa,
un padre depravado y violento, y dos hijos que manifiestan y ocultan de
formas diversas el odio que sienten hacia su progenitor, odio que aflora
primero en sus pesadillas y finalmente en la muerte a cuchillo que alguno
de ellos o ambos le dan a impulsos de su alma o de su «subconsciencia».3
Así, pues, el escenario era el espacio donde se desarrollaban las tensiones
«externas» propias del teatro realista, pero en él también discurría esa vida
secreta que parece aflorar en los sueños y que Icaza intentaba mostrar a
los espectadores mediante «mutaciones» escénicas capaces de configurar
ámbitos oníricos, como «un bosque que parece borracho por sus árboles y
matorrales oblicuos»,4 o como «casas y tejados [que] pretenden acostarse
sobre una mesa de comedor que hay en el centro de la pequeña escena»,
ámbitos acordes con actuaciones y diálogos también de pesadilla.
¿Cuál es? se publicó en 1931 junto a Como ellos quieren..., pieza que ya
no llegaría a estrenarse. Probablemente era difícil encontrar un público dis-
puesto a verse reflejado otra vez en una obra que volvía sobre las miserias

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 68-82


Teodosio Fernández • Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia
69

de la clase acomodada o aristocrática, cargada de prejuicios hacia la con-


dición de los plebeyos incluso cuando éstos ya estaban arraigados en ella
por profundos lazos familiares. Por otra parte, frente a ¿Cuál es?, Como ellos
quieren... acentuaba la condición de farsa que se esperaba de la represen-
tación, sobre todo en aquellas escenas –manifestaciones de teatro dentro
del teatro– en que intervenían personajes de marcado carácter abstracto y
simbólico, como «El Deseo» o las sombras de «El Tío» o «El Padre». En
todo momento podía advertirse que Icaza no tenía interés en la construc-
ción de psicologías individuales y verosímiles, y que centraba sus esfuerzos
en la personificación de abstracciones que le permitieran exponer desde
el escenario sus opiniones sobre las consecuencias nefastas de la represión
del deseo, positivo mientras puede desarrollarse con naturalidad, agresivo
cuando ha tenido que desviarse de su desarrollo natural.
Los comentarios reunidos en la sección «A telón corrido», que prologó
la edición de Como ellos quieren... y ¿Cuál es?, ofrecen no pocos aspectos
merecedores de atención a la hora de valorar la significación de esas obras
en el contexto literario del momento. Icaza se presentaba como «un culti-
vador de la teoría freudiana» para Raúl Andrade, cuyas opiniones dejaban
constancia de que la «modalidad psicoanalítica» estaba en boga y de que
se discutía la conveniencia de llevarla a la escena en esos años en los que
ya sólo la «tardía erudición provinciana» de los críticos ecuatorianos podía
sorprenderse.5 Por supuesto, Andrade aplaudía el atrevimiento de Icaza,
que contaba con otras adhesiones: entre ellas, la de Pablo Palacio, quien
también detectó en la comedia «moderna» Como ellos quieren... «la sombra
difuminada de la libido freudiana», a la vez que insistía en la condición
renovadora de la pieza, cuyos procedimientos pertenecerían «a la nueva
técnica teatral».6 Aunque en ¿Cuál es? también pueden encontrarse referen-
cias al complejo de Edipo –«estás como cuando eras niño y te asustabas al
ver que tu padre me daba un beso»,7 recuerda La Madre a El Hijo nº 1–,
los comentarios sobre estos aspectos entonces perturbadores se centraron
en Como ellos quieren..., probablemente porque esa pieza resultaba, desde
una perspectiva moral, notablemente más agresiva: como aseguraba «La
Muchacha», al deseo «se le ve en todas partes. Moviendo todos los senti-
mientos; sublimando todas las creencias; destrozando todos los prejuicios
y desequilibrando todos los cerebros. Es el alma de la tramoya humana».8
Esa convicción le permitiría concluir que resultaba absurdo «hacer de una
necesidad un pecado»,9 tal como las convenciones sociales exigían.
GUARAGUAO
70

Los comentarios mencionados prueban que en estas piezas se veían


muestras inequívocas de una vanguardia artística en la que aún se podían
distinguir otros perfiles. «Pertenece al género vanguardista», precisaría –no
sin notables reticencias– Joaquín Ruales L. refiriéndose a Como ellos quie-
ren..., antes de apuntar que «sus trucos casi cinematográficos nos dan una
idea del teatro revolucionario alemán»,10 con lo que detectaba una relación
que debe tenerse muy en cuenta si –como cabe suponer– se refería al teatro
expresionista. Por su parte, Pablo Palacio señalaría que en esa obra, «como en
las comedias de Azorín, los personajes han aprendido a tutearse con sus pro-
pios pensamientos, desdoblando el antiguo monólogo en diálogos atormen-
tados»,11 con lo que establecía otra posible filiación de índole expresionista
y antirrealista a la vez que señalaba la novedad de las soluciones propuestas.
«Apuesto a que usted prefiere el zumbido de los motores, al zumbido de los
corrillos de portal»,12 apostillaba Raúl Andrade para situar a Icaza y su obra
en la militancia contra la cultura aferrada al pasado que en el Ecuador podían
representar Gonzalo Zaldumbide y los lectores de José María Vargas Vila; en
suma, contra el retardo en que vivía la cultura ecuatoriana y en favor de una
literatura agresivamente modernizadora, encomiada por su originalidad, su
riqueza y su valentía, incluso por su capacidad para sorprender y aun aterro-
rizar en el mediocre ambiente cultural ecuatoriano: «¡Aleluya para todas las
obras en las cuales aparece la madrugada de una nueva cultura!»,13 clamaría
Humberto Salvador, entusiasmado con el diálogo sintético y la técnica in-
novadora de Como ellos quieren..., pero sobre todo con el advenimiento de
la nueva moral que esa obra propondría, alta moral moderna entonces sólo
comprendida por espíritus selectos.
Así pues, con precedentes escasos,14 Icaza y el teatro ecuatoriano se incor-
poraban a una renovación que, desde luego, podría percibirse mejor en paí-
ses de tradición teatral más intensa que la del Ecuador, como México o Ar-
gentina. En ellos puede comprobarse que, si al iniciarse los años veinte había
en Hispanoamérica algún teatro de ambiciones literarias, ese teatro era casi
siempre un resultado de planteamientos escénicos naturalistas, planteamien-
tos que lentamente entraron en crisis cuando una nueva sensibilidad empezó
a impregnar los textos dramáticos. Indicios del cambio se advierten en Bue-
nos Aires desde 1920, con el estreno de La mala sed, del argentino Samuel
Eichelbaum, y La serpiente, del chileno Armando Moock, piezas a las que
se sumaría un buen número de obras renovadoras en los años siguientes.
Lo mismo ocurrió en México, al menos desde que Víctor Manuel Díez
Teodosio Fernández • Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia
71

Barroso, miembro del Grupo de los Siete Autores Dramáticos constituido en


1925, iniciara ya en esa misma fecha las innovaciones con Véncete a ti mismo.
Precisamente los primeros indicios del cambio obedecieron a la pretensión
de ir más allá de la realidad aparente que había ocupado al teatro anterior, lo
que se concretó en la dimensión subjetiva adoptada por los temas abordados
al desviar el tratamiento psicológico hacia los dominios del inconsciente o de
lo irracional. En Buenos Aires y también en México abundaron esos tanteos
que se acercaban a dimensiones oscuras, planteando casos inexplicables para
el determinismo naturalista, relativos a personalidades neuróticas, sexuali-
dades patológicas o instintos destructivos. Al desplazar el interés hacia los
conflictos anímicos se superaban los condicionamientos del medio o de la
herencia, y así se abría el camino para el tratamiento de temas que pronto
sufrirían el impacto del psicoanálisis, conocido con frecuencia a través de su
utilización en obras de autores europeos y norteamericanos. La búsqueda de
la verdad oculta tras las apariencias, con su aparato de complejos, traumas
infantiles, actos fallidos, sueños y desviaciones sexuales, atrajo a muchos, y a
menudo dio lugar a la casuística en alguna medida freudiana que puede ad-
vertirse en El nuevo paraíso (1930), del mexicano Celestino Gorostiza, y que
es evidente en Cuando tengas un hijo (1929) y otras piezas de Eichelbaum.
Si la influencia del psicoanálisis contribuía a la interiorización de los conflic-
tos, a ello colaboró también el interés del surrealismo por el automatismo
psíquico, con su teoría de lo inconsciente como verdad absoluta y su valo-
ración de los sueños. Y no hay que desdeñar las aportaciones expresionistas
al enriquecimiento del lenguaje escénico por medio de elementos visuales
capaces de lograr la dramatización de la conciencia. Todo ello permitió que
en los escenarios irrumpiesen climas irreales, aptos para dar forma visible a
las pesadillas, los desdoblamientos de la personalidad, los deseos oscuros. Las
«mutaciones» escénicas de ¿Cuál es? y Como ellos quieren... constituyen prue-
bas suficientes de que Icaza estaba al tanto de aquellas novedades.
Por supuesto, el teatro hispanoamericano de vanguardia ofreció una
riqueza de matices que esas piezas de Icaza no tienen obligación de resumir.
Pero a propósito de ellas conviene recordar también que la presentación
de ámbitos inciertos entre la realidad y el ensueño había exigido encon-
trar formas escénicas con las que manifestarse –consecuencia de la crisis
del naturalismo–, y una de ellas fue la farsa, que en sí misma ya ponía de
relieve la autonomía del hecho teatral, ajeno al verismo de la representa-
ción realista. Ese fue el sentido de la recuperación de la commedia dell’arte,
GUARAGUAO
72

capaz de crear sobre el escenario un universo con leyes propias, ajenas a las
del mundo exterior, y sin embargo útiles para referirse a él. Los ejemplos
de esta orientación fueron de calidad y factura variadas, y tal vez merecen
recordarse la «comedia de fantoches» Mundial Pantomim (1919) y Un loco
escribió este drama o La odisea de Melitón Lamprocles (1923), de Moock, o
las «farsas pirotécnicas» Cimbelina en 1900 y pico y Polixena y la cocinerita
(1931), de Alfonsina Storni. Los abstracciones a las que Icaza daba vida
sobre el escenario guardan una estrecha relación con esos planteamientos:
Humberto Salvador supo detectar en Como ellos quieren... «un problema
de profunda trascendencia: la lucha entre el imperativo del deseo –estéti-
camente simbolizado por un personaje suprarreal–, y el fatídico muñeco
creado por la mentalidad conservadora»,15 muñeco cuya imagen configu-
ran los distintos miembros de esa familia burguesa que resume distintos
aspectos de una civilización «pretérita» y de una mentalidad gris.
En Sin sentido, pieza editada en 1932 y que tampoco llegó a estrenarse,
Icaza insistiría por momentos en escenificar los pensamientos de sus per-
sonajes, pero dejaba aún más patente que no le interesaba la verosimilitud
ni buscaba un teatro realista o psicológico. Además, por esta vez parecía no
tener claro –o lo pretendía ambiguo– el mensaje que habían de portar los
símbolos que debían actuar como personajes, representativos básicamente
de dos categorías: la de los viejos, a los que desde el lujoso despacho de su
castillo dirige don Claudio y que controlan el poder, y la de los jóvenes,
que ese mismo don Claudio ha reclutado entre los locos «verdaderos» de
un manicomio –los de «la cueva donde se hunden los últimos restos de
la locura y de la vida. Piltrafas humanas; restos con tara de generaciones
anormales; trozos de carne; existencias que viven su muerte»–16 con el fin
de moldear su carácter, hasta hacerlos dignos herederos de su autoridad y
de su grandeza, como antes moldeaba las siluetas de los muñecos de cartón
que solía recortar. El desarrollo de la obra supone la puesta en escena de
esos proyectos y también del fracaso que de algún modo el propio don
Claudio anticipa: «He soñado, y esto que les digo es un sueño, crear seres
ciegos a las pasiones, potentes en su indiferencia, que desconozcan el pa-
sado y el futuro y, sobre todo, que no sepan amar. Ese amor vulgar que les
vuelve tímidos, enfermizos, volubles. Ese amor indómito que se levanta
ante mi autoridad, tenaz, rebelde, efervescente».17 En efecto, sus creaciones
–«el cerebro más potente, el corazón más sensible, la astucia más fina, el
músculo más fuerte»–18 no pueden dejar de entregarse al amor o al deseo,
Teodosio Fernández • Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia
73

arrostrando la expulsión de la casa, algo así como una pérdida del paraíso
que los obliga a enfrentarse con la dureza de la vida y sobre todo con el
hambre, que determina el robo, la violencia e incluso la rebelión. Carlos,
«el cerebro más potente», resume una actitud que en buena medida com-
parten los jóvenes: «Cuando veo esta estupidez de reglas, prejuicios y con-
vencionalismos que van contra nuestra propia existencia, contra nuestra
propia organización biológica, que están hechos para hacernos creer que
somos seres perfectos sin tomar en cuenta el dolor que esas prohibiciones
siembran en nuestras almas, me rebelo, siento furia, despecho».19 Los jó-
venes se alejan así definitivamente del buen camino que se les exigía seguir
para que pudieran volver al seno paterno, y su derrota final puede identifi-
carse con el triunfo de la represión, represión de los instintos concentrada
en la convicción de que el amor «sexual» es la más grande de las maldi-
ciones, en perjuicio de algo tan fundamental como el propio instinto de
conservación de la especie; tan fundamental y tan verdadero, como Carlos
señala: «[...] Una mujer no es más que eso: la madre, el ser que dispara la
flecha, la hembra que busca el macho para juntos saciar una energía fatal
que devora y destruye por el estómago y construye la eternidad por el sexo.
Todo lo demás es mentira..., farsa..., cuento!».20
La rebelión resulta aplastada, pero la obra trasmite la impresión de que
con ello llega también la derrota del viejo, incapaz de controlar los impulsos
de la vida que los jóvenes han pretendido hacer aflorar. El «sin sentido» que
da título a la pieza se refiere sobre todo a esos proyectos fracasados, aunque
el espectáculo parezca imaginado por un espectador neutral que observa el
conflicto entre la civilización represiva y los instintos que luchan por su libe-
ración sin tomar partido claramente por ninguno de los dos bandos. Desde
luego, Sin sentido, drama simbólico, no agota en este conflicto la riqueza de
sus matices: de algún modo convierte a don Claudio en un padre, en un nue-
vo Pigmalión e incluso en una divinidad torturada por su fracaso al realizar
una obra que pretende perfecta a la vez que la destruye, dimensión metafí-
sica o mítica21 que parece descartar la posibilidad en interpretar el conflicto
planteado en términos estrictos de lucha de clases, y sin embargo no olvida
las debilidades y contradicciones morales de los revolucionarios, debilidades
y contradicciones que son sobre todo un producto del orgullo y de los deseos
de venganza de Carlos, el ideólogo, responsable de la rebelión y también de
su fracaso. No todo el mundo intelectual ecuatoriano vería en esos últimos
términos «la tiranía del viejo»,22 ni aceptaría esa visión de los protagonistas
GUARAGUAO
74

de una revolución, en un tiempo en que se imponía una literatura atenta a


los problemas sociales del país y que resultaba difícil de compaginar con la
«deshumanización artística» de la vanguardia, que al iniciarse la década de los
treinta seguía enriqueciendo con manifestaciones nuevas la narrativa ecuato-
riana, a la que Icaza empezaría a contribuir con los seis relatos de Barro de la
sierra publicados en 1933.
Precisamente esos relatos constituyen una muestra notable de los conflic-
tos que entonces agitaban el ambiente cultural ecuatoriano,23 conflictos que,
como es bien sabido, comportaban el triunfo del realismo social o socialista a
la vez que la vanguardia «histórica» –incluso cuando constituía una decidida
expresión de inconformismo ante las carencias de la sociedad ecuatoriana–
iba quedando adscrita a las manifestaciones de un arte burgués en decaden-
cia. Barro de la sierra prueba que Icaza se resistía a abandonar las experiencias
innovadoras y que quiso dar a sus cuentos una factura vanguardista, como
de manera especialmente notoria permiten constatar el clima de farsa en que
discurre «Mala pata», donde la suerte de Carlos Aparicio Vera se tuerce desde
el día aciago en que se le ocurre declararse comunista, y también la atmósfera
en buena medida onírica de «Interpretación», donde la oposición entre la
realidad y las apariencias afecta profundamente a don Enrique Charqui, ese
indio decidido a ocultar un origen que considera humillante. La exposición
simultánea de los pensamientos del protagonista y de los reproches que su
mujer le dirige en «Mala pata», y de lo que los personajes «se dicen» junto a
lo que de verdad querrían decirse en «Interpretación», son apenas las conse-
cuencias más visibles de esa búsqueda de posibilidades expresivas que su autor
realizaba sin resignarse todavía a los procedimientos propios de la narración
realista. Desde esta perspectiva, con la inclusión evidente del complejo de
Edipo entre los factores que impulsan al niño cholo a buscar la muerte de su
hermanastro indio, «Cachorros» puede verse como un esfuerzo de Icaza para
mantenerse aferrado a los temas abordados en su teatro aun a costa de llevar-
los hasta ámbitos ajenos a la burguesía, precisamente cuando las críticas a la
literatura de carácter experimental e introspectivo encontraban uno de sus
blancos preferidos en quienes se mostraran influidos por las teorías psicoa-
nalíticas en boga. De las dificultades para mantener aquellas preferencias da
buena cuenta «Sed», donde un escritor narra –la condición metaliteraria del
relato no es su único aspecto vanguardista– la imposibilidad de escribir tanto
«un cuento que tenga sabor a tierra serrana» como un «cuento psicoanalí-
tico» mientras a su pesar va dando testimonio de la sed y las enfermedades
Teodosio Fernández • Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia
75

que los abusos del hacendado y de sus cómplices –«zancudo don Panchito,
zancudo Cura, zancudo Teniente político»–24 desencadenan sobre indios y
chagras. Se explicaba así la irrupción decidida de las preocupaciones sociales,
que se extendían a los sectores obreros representados en «Desorientación»
por Juan Taco, con su rabia pero sobre todo –«si todos los de su clase cerra-
ran los puños, entonces sería un bosque de manos amenazantes», siente en
alguna ocasión–25 con su incapacidad para unirse contra la burguesía que les
vende el patriotismo y tantas otras patrañas religiosas, políticas y culturales
(Dios, la libertad, la civilización). También «Éxodo» deja esas preocupacio-
nes de manifiesto al denunciar la alianza opresora que los liberales y el clero
habían sellado en un pasado aún reciente, alianza que se extendería a todo el
país para frustrar las esperanzas que el hijo de José Quishpe había depositado
en la costa ecuatoriana, haciéndole pensar en la necesidad de buscar «una
reivindicación propia y urgente».26
Las posiciones radicales del realismo social o socialista parecían haber ga-
nado la batalla cuando en 1934 apareció Huasipungo,27 y cabría concluir que
con su obra más famosa Icaza entraba plenamente en otra etapa, ajena por
completo a ese pasado literario en buena medida olvidado que he revisado
aquí. Pero nada impide suponer que alguna huella de la vanguardia hubo de
quedar en su novela, al menos si se tiene en cuenta la primera versión, de
la que Icaza había de alejarse con las sucesivas revisiones que elaboraron el
texto hoy considerado como definitivo. Así se limaron en gran medida las
aristas más agresivas de la denuncia que en los años treinta el autor conju-
gaba reiteradamente con alusiones a la inminencia de un cataclismo revo-
lucionario, conjunción que alcanzaba su momento culminante en ese final
de la novela en que una «gran sementera de brazos flacos» aún murmura su
«Ñucanchic huasipungo» tras la represión violenta de la rebelión indígena,
«poniendo a la burguesía los pelos de punta».28 También se atenuaron hasta
casi desaparecer los rasgos inequívocamente vanguardistas de una prosa que
a veces –como antes en numerosos pasajes de los relatos incluidos en Barro
de la sierra– demostraba una indudable voluntad lírica,29 con resultados que
podrían relacionarse con la insistencia de los poetas vanguardistas en la po-
tenciación de la imagen como elemento esencial de la poesía, potenciación
que los escritores podían intentar también en la prosa narrativa y ensayística.
Las imágenes de Icaza sobresalían frecuentemente por su concreción y por
su eficacia visual, y servían como antídoto contra la abundancia verbal que
también muchos vanguardistas trataban de suprimir. Por otra parte, el ingenuo
GUARAGUAO
76

narrador inicial de Huasipungo no evitaba que el autor irrumpiera para opi-


nar que en ocasiones los indios «se agrupaban unos a otros desvirtuando su
personalidad y creando una personalidad de masa»,30 lo que muestra a un
Icaza plenamente consciente del carácter colectivo de los pasajes «corales»
que ofrecía su novela, pasajes que cabe atribuir no tanto a una visión negativa
de la personalidad de los naturales como a la búsqueda de un efecto estético
de ascendencia expresionista. A este respecto conviene recordar que no tarda-
ría en escribir Flagelo, «estampa para ser representada» que publicó en 1936 y
que no logró estrenar hasta que en 1940 la llevó a escena en Buenos Aires el
Teatro del Pueblo de Leónidas Barletta, dentro del «Noveno Ciclo de Teatro
Polémico»: también resultaba notoria la factura expresionista de los cuadros
de ese «acto único» que «El Pregonero» presentaba y explicaba al público,
cuadros que, como Huasipungo, mostraban la degradación y la miseria de los
indios, al ritmo marcado por los chasquidos de un látigo,31 y descubrían una
vez más la alianza opresora del latifundismo con los militares y el clero.
Las relaciones entre el teatro de Icaza y su narrativa no parecen terminar
aquí, pues en los estudios dedicados a su obra no es difícil encontrar referencias
a la «teatralidad» de las escenas o de los diálogos como una característica de sus
novelas.32 Más interés ofrece comprobar que los conflictos y traumas de la bur-
guesía analizados por su obra dramática inicial fueron en buena medida los que
su narrativa proyectó después sobre esos y otros sectores de la sociedad ecuato-
riana. La oposición entre la personalidad (la verdadera identidad) y la máscara,
o entre la realidad y las apariencias, afectó en «Interpretación» a don Enrique
Charqui, ese indio que trataba de ignorar su condición, inaugurando un tema
fundamental para la obra de Icaza en cuanto tal oposición se proyectó sobre
la psicología del mestizo, que en «Cachorros» ya se debatía entre la atracción
edípica hacia su madre india y el desprecio y el odio hacia el mundo indígena
consecuentes con su fascinación ante el padre blanco, poderoso y violento. Así
empezó a revelarse la compleja personalidad que Icaza había de atribuir al cho-
lo, y por extensión, finalmente, a los habitantes de la América hispana,33 en un
proceso que había de resultar estrechamente ligado al desarrollo de una versión
personal de la búsqueda de la identidad que emprendieron otros muchos inte-
lectuales de su tiempo.34 En no pocos aspectos el planteamiento de ese proble-
ma descubre una deuda evidente con los temas que habían ganado la atención
de los escritores hispanoamericanos durante los años veinte, por lo que, para
advertir que en el autor de El chulla Romero y Flores aún pervivía el autor de
¿Cuál es? o de Como ellos quieren..., conviene volver sobre los dramaturgos de la
Teodosio Fernández • Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia
77

vanguardia y recordar que con frecuencia insistían en la teatralidad del teatro


a la vez que revelaban la condición engañosa de las apariencias, el vacío oculto
bajo las máscaras. A estas adquisiciones no fue ajeno el magisterio que Luigi
Pirandello ejerció entre los dramaturgos hispanoamericanos del momento:35
probablemente nadie había mostrado mejor las nuevas inquietudes metafísicas
y existenciales, cuando la realidad dejó de verse como algo absoluto, igual para
todos, y ya no pudo creerse en una personalidad definida y consistente, ni en
la capacidad de la razón y de la lógica para aclarar todos los misterios. Con él
se descubrió la posibilidad de introducir en la obra dramática su propio cues-
tionamiento –la antítesis vida-teatro, o realidad-ilusión–, lo que contribuyó
decididamente a que la fantasía irrumpiera en los escenarios para mostrar la
oposición entre la realidad y el sueño o los sueños: los propios y los que pro-
yectan los otros. El teatro asumía así la voluntad de recuperar la dimensión
interior y «verdadera» del hombre, dimensión que se ahogaba bajo las máscaras
que la sociedad le obligaría a asumir, y de las que no podía desprenderse sin
verse reducido al aislamiento total o a la muerte.
Para algunos de los dramaturgos iniciados en la vanguardia esa voluntad
de descubrir la dimensión oculta tras las apariencias había de convertirse con
el tiempo en una búsqueda de identidad individual y colectiva. Si se buscan
ejemplos para comprobar la riqueza que podían alcanzar los planteamientos
que las piezas de Icaza apenas dejan entrever, ninguno sirve mejor que el de
Rodolfo Usigli, quien se dedicó a indagar en las frustraciones ocultas de la
burguesía mexicana, primero con obras de decidida voluntad experimental y
antirrealista –y por ello próximas a las experiencias teatrales de Icaza–, y des-
pués con la voluntad de crear un teatro nacional, lo que lo llevaría a presentar
conflictos psicológicos en ambientes de la clase media, afectada por la pér-
dida de sus valores espirituales durante el período posrevolucionario. Usigli
no renunciaba a utilizar recursos expresionistas cuando los creía necesarios,
y esas libertades y otras también conquistadas por la vanguardia –como el
conflicto entre el ser y el parecer, o entre la realidad y la ficción– enriquecen
su obra más conocida, El gesticulador (1938), donde se ocupó de los ideales
traicionados de la Revolución, poniendo en escena la visión de un modo de
vivir en buena medida teatral, al servicio de las apariencias, lo que contami-
naba de falsedad la existencia de unos personajes insatisfechos y resentidos
tanto en su vida afectiva como en su realidad económica y social: falsedad,
insatisfacción y resentimiento que se descubrían como rasgos inconfesados
pero innegables de la identidad mexicana.
GUARAGUAO
78

Que Icaza se orientara hacia la narrativa para indagar en los secretos de


la identidad ecuatoriana no impide reconocer que el proceso es el mismo
y tiene los mismos puntos de partida. Además, esa coincidencia ayuda a
reconocer en el conflicto que atormenta a Romero y Flores el resultado
final de otras inquietudes u otros planteamientos que también alcanzaron
un lugar de relieve entre las inquietudes de la vanguardia. El conflicto entre
el instinto y los factores sociales que lo reprimen, presente en tantas mani-
festaciones literarias vanguardistas –Como ellos quieren... y Sin sentido entre
ellas–, de algún modo pervivió cuando en la literatura ecuatoriana ingresa-
ron el indio, el cholo, el montuvio y el negro, pues la obsesión de descubrir
por doquier las lacras del hombre humillado y explotado por sus semejantes
no impidió mostrar a veces una actitud esperanzada y a su manera vanguar-
dista: se trataba de recrear el ambiente y la vida de personajes primitivos,
bárbaros sin duda, pero en los que con frecuencia se pudo advertir una
extraña grandeza. Eso resulta perceptible en algunos relatos de Los que se
van, y más aún en novelas como Don Goyo, de Demetrio Aguilera-Malta,
o como Los Sangurimas, donde José de la Cuadra describió la brutalidad
primitiva de los montuvios –otra «vegetación» tropical, nacida de un medio
dominado por la violencia de los instintos y de la ignorancia– con un rea-
lismo enriquecido de ingredientes mágicos. Esa visión era una consecuencia
del criollismo americanista surgido en los años veinte, cuando se trató de
vindicar el instinto (la vida) frente a la razón, y se desarrolló la convicción
–tan extendida entonces en Europa– de que América significaba el futuro
de la humanidad, la alternativa a un Occidente en decadencia.
Por supuesto, el primitivismo nativista, difícil de conjugar con la ortodo-
xia del realismo social o socialista, sólo de manera indirecta pareció afectar a
Icaza, aunque con indudables consecuencias. En el conflicto entre la verdad
y las apariencias, entre el instinto y su represión, el indio (el primitivo) pro-
gresivamente se identificó con los primeros términos de esas oposiciones, y
el blanco (el civilizado) con los segundos. El problema del mestizaje exigió
llevar ese dilema al interior del cholo, de forma paradigmática en El chulla
Romero y Flores. El antiguo interés de su autor por los planteamientos psi-
coanalíticos facilitaba el hallazgo de un origen traumático para el complejo
de inferioridad que afectaba al protagonista de la obra.36 No falta quien haya
advertido que tal personaje es «un mestizo anacrónico, el que debió haber
producido su sangre india cinco siglos antes, cuando el español se descua-
dernó de su armadura para satisfacer sus desamoradas urgencias carnales y
Teodosio Fernández • Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia
79

dejó hijos en el ‘pecado original’ de su ‘mama india’»,37 y en consecuencia


alguien ajeno por completo al Ecuador contemporáneo. Esa verdad no priva
al planteamiento de Icaza de su significación de época. Pocos años antes de la
publicación de El chulla Romero y Flores, Octavio Paz había descubierto bajo
la exaltación nacionalista del grito «Viva México, hijos de la chingada» una
«violenta, sarcástica negación de la Madre, a la que se condena por el solo
delito de serlo», y en una «no menos violenta afirmación del Padre», para
después buscar el origen de esta característica del ser mexicano en los años de
la conquista, en la relación de Hernán Cortés y la Malinche: «Doña Marina
se ha convertido en una figura que representa a las indias, fascinadas, viola-
das o seducidas por los españoles. Y del mismo modo que el niño no perdona
a su madre que lo abandone para ir en busca de su padre, el pueblo mexicano
no perdona su traición a la Malinche».38 Cortés y doña Marina se convertían
así en símbolos de un conflicto secreto y nunca resuelto, determinante de las
máscaras con las que el mexicano había encubierto o disimulado su verda-
dero ser hasta el momento en que Paz escribía sus reflexiones, momento en
el que habría llegado la hora de elegir de una vez por todas entre la lucidez
y la mentira. No es difícil seguir algunos de los pasos previos que la cultura
mexicana había dado para llegar a esa conclusión: el propio Paz39 recordaría
a Samuel Ramos, quien al escribir El perfil del hombre y la cultura en México
(1934) había buscado apoyo en las teorías de Alfred Adler para indagar en la
personalidad mexicana, marcada por complejos de inferioridad que determi-
naban la necesidad de ocultarla bajo máscaras diversas. No es improcedente
recordar que Ramos estuvo vinculado a la revista Contemporáneos, que entre
1928 y 1931 aglutinó a algunos de los mejores representantes de la vanguar-
dia en México: entre otros, Salvador Novo y Xavier Villaurrutia, que poco
antes habían contribuido decisivamente a la renovación escénica del país con
su Teatro de Ulises, y Celestino Gorostiza, otro destacado dramaturgo que,
como Usigli, derivó desde el experimentalismo vanguardista hacia la indaga-
ción en la identidad mexicana.40
La referencia a los representantes de la cultura mexicana aquí men-
cionados debe bastar como muestra de un proceso en el que participaron
muchos intelectuales en la mayoría de los países hispanoamericanos. El
Ecuador no fue una excepción, ni Icaza el único escritor ecuatoriano em-
peñado en la búsqueda de una identidad nacional cuya formulación hun-
diera sus raíces en las inquietudes de la vanguardia. No deja de sorprender,
sin embargo, que su teatro y su narrativa basten para mostrar una aventura
GUARAGUAO
80

intelectual que en otros países contó con las aportaciones de escritores nu-
merosos y de prestigio a veces indiscutido: inesperada riqueza, pues, la de
algunas facetas de la producción literaria de Icaza con demasiada frecuen-
cia ignoradas, ocultas tras el realismo social atribuido a alguna imprecisa
redacción tardía de Huasipungo.

Notas
1
Como «altas» comedias y como estrenadas por la Compañía Dramática Nacional –los días 28
de septiembre de 1928 y 23 de mayo y 20 de julio de 1929, respectivamente– constan en Jorge
Icaza, Como ellos quieren... ¿Cuál es?, Quito, Editorial Bolívar, 1931, página final que informa
sobre las obras del autor. La recuperación de aquellas experiencias incluida en Atrapados puede
resultar útil para imaginar lo que fueron: «Escenas en molde español como la primera de la obra.
Tema del triángulo amoroso a la francesa –la mujer, el marido, el amante–. Desenlace de tru-
culencia de un Echegaray venido a menos», pudieron ser los ingredientes fundamentales de El
intruso. La sátira social probablemente se acentuó en La comedia sin nombre y Por el viejo, aunque
la voluntad de encontrar una expresión escénica renovada no se manifestaría hasta el «acto de
gran guiñol» ¿Cuál es?, fruto de una «diabólica gana de terminar con los moldes occidentales,
viejos y nuevos, venerados hasta la ridícula copia donde caían todos, y de los que aprovechaban
hábilmente para lograr el aplauso». Cfr., Jorge Icaza, Atrapados. Tríptico (cuadro segundo). En la
ficción, Buenos Aires, Editorial Losada, 1972, pp. 7-14 (11 y 14).
2
Cfr., Como ellos quieren... ¿Cuál es?, p. 50.
3
Ibíd., p. 75.
4
Ibíd., p. 62.
5
Ibíd., pp. 7-8.
6
Ibíd., pp. 12-13.
7
Ibíd., p. 65.
8
Ibíd., p. 22.
9
Ibíd.
10
Ibíd., p. 9.
11
Ibíd., p. 12.
12
Ibíd., p. 8.
13
Ibíd., p. 10.
14
Cabe recordar –si no lo impiden las discusiones de la crítica relativas al género a que per-
tenece– la breve farsa que Pablo Palacio tituló «Comedia inmortal», publicada en febrero de
1926 en la revista Esfinge. Tras las aportaciones de Icaza, merece mención especial Paralelo-
gramo, comedia antirrealista en seis cuadros que Gonzalo Escudero editó en 1935.
15
J. Icaza, Como ellos quieren... ¿Cuál es?, p. 10.
16
Cfr., Jorge Icaza, Sin sentido, Quito, Editorial Labor, 1932, p. 13.
17
Ibíd., p. 9.
18
Ibíd., p. 13.
19
Ibíd., p. 71.
20
Ibíd., p. 100.
Teodosio Fernández • Jorge Icaza en el contexto de la vanguardia
81

21
Esa dimensión está presente con frecuencia en el teatro de la época, que con preferencia
recurrió a la tradición grecolatina para enriquecer la significación de obras de asunto contempo-
ráneo, como Proteo, que el mexicano Francisco Monterde escribió hacia 1930, o como Cuando
tengas un hijo, donde Eichelbaum recuperó el tema de Fedra e Hipólito en apoyo del caso freu-
diano que pretendía plantear. A veces esos ingredientes míticos se llevaron a creaciones próximas
a la tradición realista: la referencia al amor de Fedra por Hipólito permitió relegar a un segundo
término la ambientación costumbrista y el lenguaje campesino del drama rural La viuda de
Apablaza (1928), del chileno Germán Luco Cruchaga, centrando el interés en la pasión que
conducía al suicidio de la protagonista. Pronto abundarían las creaciones teatrales de este signo,
y la inspiración no fue inevitablemente clásica: Fausto, don Juan, mitos cristianos e indígenas
permitieron también dotar de alcance universal a los conflictos planteados, pretensión que se
difundió a la vez que las teorías de Jung sobre el inconsciente colectivo y sus relaciones con los
sueños y con la literatura, aunque se recurriese a ellos no sólo para abordar temas psicopatológi-
cos, sino también para enriquecer la evasión poética o la recreación histórica.
22
J. Icaza, Sin sentido, p. 72.
23
Cfr., Antonio Lorente Medina, «Barro de la sierra y las tensiones de la modernidad en el
Ecuador de los años 30», Ensayos de literatura andina, Roma, Bulzoni, 1993, pp. 73-90.
24
Barro de la sierra, Quito, Editorial Labor, 1933, pp. 39, 41 y 59.
25
Ibíd., p. 115.
26
Ibíd., p. 89.
27
Cfr., María del Carmen Fernández, «Controversia ‘realismo abierto’-‘realismo social’», El
realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucijada de los 30, Quito, Ediciones Libri Mundi,
1991, pp. 114-123.
28
Jorge Icaza, Huasipungo, Quito, Imprenta Nacional, 1934, p. 214.
29
Cfr., la descripción del avance de los soldados que reprimen la rebelión: «El glorioso bata-
llón trepa abriendo filas y pisando en la defensa de los peldaños que ponen las ametralladoras
con su vomitar constante de puntos suspensivos [...]. Aúlla el dolor por todas las bocas. Los
ayes se revuelcan formando nidos de lodo sanguinolento [...] De improviso, a la mandíbula
inferior de la zanja le brotan dientes de bayonetas; el refugio se convierte en hocico carnívoro
que se goza en triturar a la indefensa indiada con sus caninos de acero» (p. 211).
30
J. Icaza, Huasipungo, p. 139.
31
«Chasquido saturado de espanto, chasquido que anima a todos los muñecos de la co-
media en locura de gritos descoyuntados, de cantos enfermos, de bailes, de mordiscos, de
gestos alelados de imbéciles». Cfr., Jorge Icaza, Flagelo, con estudio preliminar de Francisco
Ferrándiz Alborz, Quito, Imprenta Nacional, 1936 (página sin numerar).
32
En El Chulla Romero y Flores «los personajes viven una continua farsa por ‘parecerse a’.
Icaza satiriza con la caricatura –el guiñol y el esperpento son dos medios de llevarla a cabo– la
alienación y la inautenticidad en que se instalan todos sus personajes», según Antonio Lo-
rente Medina, «Lectura intratextual de El Chulla Romero y Flores», en Jorge Icaza, El Chulla
Romero y Flores, edición crítica coordinada por Ricardo Descalzi y Renaud Richard, Madrid,
Colección Archivos, 1988, pp. 273-297 (275). En nota 11 fue aún más preciso: «Lo teatral
stricto sensu tiene un gran peso específico en la novela. Ello se percibe desde el capítulo I, en el
que se puede observar: lo teatral-guiñolesco en la presentación de los personajes; lo teatral de
los diálogos y monólogos interiores, que constituye uno de los mayores aciertos poéticos en
GUARAGUAO
82

El Chulla Romero y Flores. Al margen de ello, aunque estrechamente relacionado, es curioso


anotar las numerosas referencias que el narrador hace a lo cómico o teatral de muchas de las
situaciones descritas, o la enorme frecuencia con que incide satíricamente en ‘el disfraz dra-
mático’ de muchos de los personajes» (p. 277). Según Renaud Richard, «sería erróneo separar
el teatro de Icaza de su creación narrativa: existen adaptaciones teatrales de Huasipungo, y,
por otra parte, varios cuentos (como «El nuevo San Jorge» por ejemplo) ostentan una estética
a todas luces teatral». Véase Renaud Richard, «Evolución de la temática mestiza o chola en
la narrativa icaciana anterior a El Chulla Romero y Flores (1958)», en Jorge Icaza, El Chulla
Romero y Flores, edición crítica citada, pp. 180-210 (180, nota 1).
33
Icaza también pretendió un alcance continental para «el desequilibrio psíquico del mun-
do espiritual cholo» personificado en su chulla: «Con ese personaje creo que hallé la fórmu-
la dual que lucha en la conciencia de los hispanoamericanos: la sombra de la madre india
–personaje que habla e impulsa– y la sombra del padre español –Majestad y Pobreza, que
contrapone, dificulta y, mucha veces, fecunda–.» Cfr., Claude Couffon, «Conversación con
Jorge Icaza», Cuadernos del Congreso por la Libertad de la Cultura, No. 51, París, agosto de
1961, pp. 49-54 (54).
34
El tema fundamental de la obra de madurez de Icaza fue «el mestizo como problema»,
concluía Corrales Pascual tras estudiar toda su narrativa y antes de señalar, recurriendo a
las opiniones de Uslar Pietri, que ese problema era el mismo que desde el siglo xviii los
hispanoamericanos habían planteado con su preocupación por la identidad propia, lo que
habría permitido que llegara «a hablarse de una angustia ontológica del criollo». Cfr., Ma-
nuel Corrales Pascual, Los relatos de Jorge Icaza. Contribución a una tipología de la novela
indigenista de América, Quito, Editorial Don Bosco, 1974, p. 249; Cfr. también Arturo
Uslar Pietri, «El mestizaje y el Nuevo Mundo», Revista de Occidente, segunda época, Año V,
No. 49, abril de 1967, pp. 13-29 (13).
35
Su repercusión fue notable en México, donde los Siete Autores Dramáticos fueron co-
nocidos como «los pirandellos», y la influencia fue aún mayor en Buenos Aires, donde Seis
personajes en busca de autor se estrenó en la fecha temprana de 1922. La sólida tradición
realista-naturalista del teatro argentino hizo especialmente notorias las novedades, que el
propio Pirandello puso de manifiesto cuando viajó a Argentina en 1927 y 1933.
36
No en vano «el pecado original del cholo, su origen indio», y «los disfraces y sueños del cholerío»
constituyen dos de los tres grupos simbólicos que Theodore Alan Sackett detectó en esa novela
(Cfr., El arte en la novelística de Jorge Icaza, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1974, p. 403).
37
Gustavo Alfredo Jácome, «Presupuestos y destinos de una novela mestiza», en Jorge Icaza,
El Chulla Romero y Flores, edición crítica citada, pp. 210-232 (214).
38
Octavio Paz, El laberinto de la soledad, México, Cuadernos Americanos, 1950, pp. 86-87.
39
El laberinto de la soledad, pp. 153-154.
40
En ese proceso ocupa un lugar relevante El color de nuestra piel (1952), donde Gorostiza
salía en defensa de la condición étnica mestiza de México a la vez que observaba con talan-
te crítico los falsos valores dominantes entre la alta sociedad, construyendo un profundo
drama sobre la dificultades de sus personajes para adquirir la lucidez que podría salvarlos
de su propia destrucción.
Lucidez teórica y exclusiones mutuas1
Raúl Vallejo

Universidad Andina Simón Bolívar

¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea?


El problema del arte es un problema de traslados. Descomposición y ordena-
ción de formas, de sonidos y de pensamiento. Las cosas y las ideas se van volviendo
viejas. Te queda sólo el poder de babosearlas.
¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea?
Pablo Palacio, Vida del ahorcado, 1932.

La finalidad del arte es dar una sensación del objeto como visión y no como
reconocimiento; los procedimientos del arte son el de la singularización de los objetos,
y el que consiste en oscurecer la forma, en aumentar la dificultad y la duración de
la percepción. El acto de percepción es en arte un fin en sí y debe ser prolongado. El
arte es un medio de experimentar el devenir del objeto: lo que ya está «realizado» no
interesa para el arte.
V. Shklovski, «El arte como artificio», 1917.

L o más interesante de Pablo Palacio no reside en su supuesta condi-


ción de isla ni de «raro», como lo consideró la crítica ecuatoriana de los
años 50. Los críticos contemporáneos ya han demostrado, basados en las
publicaciones de la época y en el estudio de la recepción crítica de sus tex-
tos, que su obra fue producida bajo el paradigma literario de la vanguardia
latinoamericana.2 Lo que sucedió para que la «rareza» de Palacio haya per-
durado es que la vanguardia, por razones de la lucha ideológica que se da
durante la construcción de un canon, fue relegada a un plano secundario.
Aconteció lo que señala Shklovski: «Cada época literaria contiene no una,
sino varias escuelas literarias que coexisten en la literatura. Una de ellas
predomina, es canonizada; las demás sobrellevan una vida clandestina, sin
consagración […]».3 Tampoco sus personajes ni los temas que escogió son

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 83-92


GUARAGUAO
84

los aspectos más importantes de su obra, aunque haya sido una novedad
la elección del tipo de personajes marginales que hizo y, sobre todo, el
punto de vista que desarrolló acerca de ellos, ni la preferencia por ubicar
sus narraciones en espacios urbanos. Después de todo, deslumbrados por
el futurismo, los vanguardistas radicalizan una visión de lo urbano que los
modernistas de principios del siglo xx ya habían integrado a la literatura.
Medardo Ángel Silva, el emblemático modernista ecuatoriano, localiza la
mayoría de sus cuentos y escenarios poéticos en espacios urbanos y se con-
virtió, ficcionalizado él mismo en el cronista Jean d’Agreve, en un paseante
que observaba la ciudad nocturna, esa ciudad de seres marginales que los
«burgueses tímidos como liebres» no querían contemplar, y nos entregó
una Guayaquil no tanto como la ciudad que fue cuanto como la ciudad
como fue sentida por la mirada del poeta.
Lo más interesante en la obra de Pablo Palacio –sin desdeñar sus perso-
najes marginales, su humorismo deshumanizado, su libertad creativa, o su
despiadada crítica social– parecería ser, ante todo, la lucidez y contempo-
raneidad teórica frente al hecho literario. Desde su sintonía de espíritu con
la vanguardia latinoamericana, Palacio coincide, sin que se sepa que los
conociera, con los postulados de los formalistas que consideran a la obra de
arte como un artificio, es decir una construcción con autonomía frente a la
realidad: para Palacio, el arte es un problema de traslados en concordancia
con Shklovski para quien «[…] es un medio de experimentar el devenir
del objeto».4
En ese constante evidenciar la construcción de la obra literaria, Palacio
devela sus mecanismos y de paso cuestiona los problemas de la originali-
dad en el arte: «Descomposición y ordenación de formas, de sonidos y de
pensamiento. Las cosas y las ideas se van volviendo viejas. Te queda sólo
el poder de babosearlas».5 Así, si para Palacio, el arte es «descomposición
y ordenación de formas, de sonidos y de pensamiento», el arte sería bási-
camente un problema formal por lo que, en vano, se pretende plasmar en
él la ilusión realista. En esta formulación también coincide con Shklovski:
«Todo el trabajo de las escuelas poéticas no es otra cosa que la acumulación
y revelación de nuevos procedimientos para disponer y elaborar el material
verbal, y consiste mucho más en la disposición de las imágenes que en su
creación».6
Palacio exacerbó la función paródica en sus narraciones como si hubie-
se estado buscando una forma expresiva que finalmente pudo realizar ple-
Raúl Vallejo • Lucidez teórica y exclusiones mutuas
85

namente en Vida del ahorcado y que en Débora quedó esbozada en unos


postulados radicales que, en ocasiones, implican no sólo la destrucción
de la ilusión realista sino también de cualquier tipo de ilusión literaria.
Tomashevski anotaba en su «Temática» que «el futurismo, en sus comien-
zos y la literatura contemporánea han vuelto tradicional el desnudar los
procedimientos».7 En Débora, el narrador-autor define lo real como lo
caótico y plantea que el orden sólo es posible en la construcción del arti-
ficio de la obra literaria que, según el mismo narrador-autor, resulta una
abstracción que miente:

Todo hombre de Estado, denme el más grave, se sorprende cotidianamente


con esto:
«Ya es tarde y no he ido una sola vez al water.»
Esta mezcla profana del higiénico mueble que únicamente tiene nombre in-
glés y los altos negocios, es el secreto de la complicación de la vida. Por esto el
orden está fuera de la realidad, visiblemente comprendido dentro de los límites del
artificio.8

En Palacio ese «desnudar los procedimientos» le permite «ridiculizar»
al romanticismo y, al mismo tiempo, evidenciar lo que él llama la «men-
tira» del realismo naturalista, en el sentido descrito por Tomashevski: «Si
al desenmascarar un procedimiento se produce un efecto cómico, estamos
ante una parodia, cuyas funciones son múltiples: ridiculizar la escuela lite-
raria rival, destruir su sistema creador, ‘desenmascararlo’».9 Al definir que
la construcción literaria es un artificio y al censurar constantemente el pro-
cedimiento en sí mismo mediante el mecanismo paródico, Palacio terminó
por situar a la literatura y a la ilusión literaria en una suerte de callejón sin
salida del que cinco años más tarde con Vida del ahorcado logró escapar.
Muchos equívocos nos hubiésemos ahorrado con Palacio –cuya expre-
sión literaria llegó a ser atribuida a la locura que padeció en los últimos
años de su vida–,10 si sus narraciones hubieran sido leídas desde los postu-
lados de los formalistas rusos:

Observando el develamiento consciente de los procedimientos constructivos,


Shklovski afirma que en el caso de Sterne [Laurence Sterne y su Vida y opi-
niones de Tristram Shandy, caballero] la novela está acentuada: la consciencia de
la forma que se obtiene gracias a su deformación constituye el fondo de la novela
[énfasis añadido].11
GUARAGUAO
86

Las exclusiones mutuas



Los equívocos en la lectura de Palacio han engrosado una actitud ge-
neralizada en el campo cultural del Ecuador que consiste en la negación
del contrario, a pesar de que es ampliamente conocido que una tradición
literaria –vale decir el canon de cualquier literatura nacional– se construye
incluyendo las diversas tendencias y expresiones literarias y no silenciando
una u otra según el devenir de aquellas que se manifiestan como dominan-
tes en una coyuntura histórica dada.
En Ecuador, como resultado de la pugna ideológica y cultural de la
primera mitad del siglo xx, los escritores de la vanguardia que no adhirió
al realismo social fueron marginados por la crítica hasta que terminaron
desapareciendo de la historiografía literaria. Así, cuando inexcusable-
mente hubo que hablar de un escritor vanguardista, éste fue considerado
un islote en medio de la gran literatura social de los años 30, cuyas fi-
guras más sobresalientes son Joaquín Gallegos Lara, José de la Cuadra y
Jorge Icaza.
En el proceso de recuperación de escritores de la vanguardia como
Palacio, Humberto Salvador o Hugo Mayo se ha producido un fenóme-
no parecido pero a la inversa. Sucede que las obras de los escritores del
realismo social son consideradas como simples expresiones folclóricas de
intelectuales política y estéticamente sectarios. Es como si la canoniza-
ción de Palacio hubiera implicado la satanización de Gallegos Lara o del
indigenismo.
Casos extremos de la crítica de las exclusiones mutuas, durante la recu-
peración de Palacio, se expresan en los artículos «Collage tardío en torno
de l’affaire Palacio», de Agustín Cueva,12 y «El síndrome de Falcón», de
Leonardo Valencia,13 pese a la innegable lucidez tanto de Cueva como de
Valencia quienes están separados entre sí por dos generaciones. El asunto
comenzó en 1978 cuando, en un ensayo sobre la literatura indigenista,
Cueva escribió:

Pablo Palacio (1906–1947), por ejemplo, el «antirrealista» al que algunos com-


patriotas reivindican actualmente como símbolo alternativo de aquella época
[la del realismo social y del indigenismo] me parece –con todo el respecto que
merecen las opiniones ajenas– un escritor menor,14 en muchos sentidos intere-
sante pero de segunda línea.15
Raúl Vallejo • Lucidez teórica y exclusiones mutuas
87

A esa opinión, más bien marginal en dicho ensayo, Cueva añadió una
nota al pie de página con la que, al parecer, pretendía abrir el paraguas
antes de que lloviera:

Lo digo sin el menor prejuicio contra la obra de Palacio y con el exclusivo objeto
de establecer ciertas proporciones. Recuérdese, por lo demás, que el único libro
de este autor editado fuera de nuestro país va precedido de un elogioso prólogo
mío: Un hombre muerto a puntapiés y Débora, Santiago de Chile, Editorial Uni-
versitaria, 1971 [se refiere a «El mundo alucinante de Pablo Palacio»].16

Años más tarde, montado en el debate sobre el realismo social, al que
caracteriza como la cumbre de la literatura ecuatoriana hasta los 70, Cueva
no sólo se ratificó en lo que había escrito en su artículo de 1978 sino que
dedicó todo su nuevo ensayo para sostenerlo. En el nuevo texto, Cueva
señala que Palacio no es un escritor de los años treinta sino de los veinte
toda vez que el paradigma literario en el que se mueve es el del vanguardis-
mo, y concluye que no es ningún «precursor» ya que ese vanguardismo en
Latinoamérica comienza en la primera década y está terminando cuando
Palacio empieza a publicar. Hasta aquí más bien estoy de acuerdo con una
parte de los señalamientos de Cueva; no obstante, éste no percibió que el
carácter de «precursor» de Palacio no reside ni en los temas ni el estilo sino
en la concepción de la literatura, entendida como un espacio autónomo y
de construcción artificiosa, que se desprende de su narrativa y que el hecho
de estar ubicado en el paradigma del vanguardismo no lo desmerecía sino
que enriquecía la tradición literaria del Ecuador.
En el otro artículo, Valencia sostiene que la mayoría de los novelistas
ecuatorianos ha padecido el «síndrome de Falcón», refiriéndose a la exis-
tencia de Juan Falcón Sandoval –que fue el hombre que cargó sobre sus
hombros a Gallegos Lara que era inválido–, al supuestamente no haberse
liberado de la tradición de la literatura del realismo social. Estoy de acuerdo
con la casi totalidad de la caracterización que hace Valencia sobre Palacio
en este artículo y también con la mayoría de sus opiniones acerca del uni-
verso de la novela que el novelista contemporáneo tiene que contemplar
–aunque no comparto su formulación sobre la existencia del síndrome más
que en los epígonos del realismo social sobre todo porque, ya en los seten-
ta, la figura de Palacio fue recuperada por los escritores jóvenes de entonces–.
Mas lo que remarcaré es que la opinión de Valencia sobre Gallegos Lara, dicha
GUARAGUAO
88

en el mismo registro en que hablara Cueva sobre Palacio, se adhiere a ese


sectarismo que descalifica la obra de aquella tendencia con la que el crítico
no se identifica. Así dice de Gallegos Lara:

[…] Escribió varios cuentos folklóricos17 y una novela plagada [sic] de her-
mosas imágenes, como las cruces flotantes sobre las aguas del río Guayas, que
le dan el título de Las cruces sobre el agua (1946). Pero lamentablemente des-
pedazó la novela18 [cuyo acontecimiento climático, y no su tema como suele
decirse, es la matanza de cientos de obreros el 15 de noviembre de 1922 en
Guayaquil] volviéndola un alegato de denuncia.19

De esta incomprensión sobre un periodo histórico en la que se ha enre-
dado la crítica ecuatoriana, se generan juicios desinformados y arrogantes
como el del novelista español Enrique Vila-Matas, que entra a participar
de la polémica como «un toro ciego en el ruedo», según la canción de Víctor
Manuel, y se da el gusto de insultar a Jorge Icaza trayendo a cuento una
expresión de Nabokov dicha en un contexto diferente:

Me confieso fascinado ante este extraño vanguardista que tuvo que luchar
con la incomprensión casi total de sus contemporáneos ecuatorianos, reacios
a aceptar el experimentalismo radical de sus propuestas literarias, tan opuestas
a lo que entonces en Ecuador estaba en boga: la corriente indigenista de Jorge
Icaza, escritor comprometido («papanatas comprometido», le habría llamado
Nabokov) y sin misterios.20

Como es obvio, comparto su fascinación por Pablo Palacio. Lo que no
comparto es su contribución al mito romántico del «escritor incomprendi-
do». Ni Pablo Palacio ni los demás vanguardistas fueron «incomprendidos»
en su momento, salvo –igual que sucede con todo movimiento literario
que irrumpe en la escena pública planteando lo nuevo– por aquellos que
defendían el gusto oficial de la época que era el gusto por el modernismo
y sus epígonos y no por el realismo social que, en todo caso, fue en su mo-
mento un movimiento de total ruptura. Los vanguardistas pertenecieron
a un movimiento literario que se expresó a nivel latinoamericano, que se
consideró a sí mismo parte de la vanguardia europea, que construyó redes
de revistas literarias y escritores sintonizados en igual frecuencia, conti-
nuando la visión cosmopolita del arte asumida por los modernistas, y que
se planteó caminos propios en sus formas expresivas. En todo caso, fue la
Raúl Vallejo • Lucidez teórica y exclusiones mutuas
89

crítica tendenciosa de más de veinte años después la que convirtió a Palacio


en un escritor extraño ya que, al silenciar la existencia del vanguardismo, se
quedó sin el marco necesario para comprender su literatura.
Vila-Matas revela su desconocimiento de la historia de la literatura
ecuatoriana al afirmar que el indigenismo estaba «en boga» en los años en
que Palacio publicó su obra. En primer lugar, los libros de Palacio son de
1927 y 1932, y Huasipungo, de Jorge Icaza, fue publicada recién en 1934.
En 1927 apareció Plata y bronce, de Fernando Chaves, pero esta es un so-
litario antecedente del indigenismo, que se manifestó desde un principio
como otra más de las líneas expresivas de la vanguardia latinoamericana,
según lo que propugnaba Mariátegui.21 Palacio cerraba un ciclo de la van-
guardia e Icaza inauguraba otro que, mucho más tarde, es cierto, se convir-
tió a través de los epígonos en la literatura «en boga».
En segundo lugar, Palacio fue un escritor tan comprometido como Icaza;
él, al igual que la mayoría de escritores en su época, consideraba la militancia
política como un imperativo ético y también creía que su literatura seguía
«el criterio materialístico» y que tenía la finalidad de poner en evidencia «el
descrédito de las realidades presentes» y en «invitar al asco de nuestra verdad
actual». En una entrevista para El Universo, el 6 de julio de 1934, al pregun-
társele si era afiliado al Partido Socialista, Palacio respondió: «Sí. Y procuro
ser uno de sus disciplinados miembros, es decir, hombre de partido, porque
creo que lo fundamental es la disciplina en una organización política.»22 Así
que al pretender zaherir a Icaza diciéndole por boca de otro «papanatas com-
prometido» –sin entender que Icaza y Palacio fueron comprometidos, si bien
desde estéticas diferentes aunque desde el mismo espíritu revolucionario–,
Vila-Matas queda como un papanatas desinformado.
No obstante estas exclusiones, una visión crítica que pretenda la
construcción del canon ecuatoriano del siglo xx tiene que incluir tanto
a Gallegos Lara e Icaza como a Pablo Palacio y Hugo Mayo no por apaña-
miento chauvinista de autores y obras sino por un imperativo teórico que
permitirá una caracterización más compleja y profunda de la producción
literaria de aquellos años alejada de cualquier maniqueísmo. Y como la histo-
ria no ocurre por décadas, en un período que va de 1927 a 1934 aparecen los
cuentos y novelas de Palacio, Plata y bronce, los cuentos de Los que se van, las
primeras obras de Humberto Salvador,23 y Huasipungo y Los Sangurimas.
Es un periodo de efervescencia literaria que demuestra las preocupaciones
de la vanguardia latinoamericana, sus disputas interiores y, en conclusión, los
GUARAGUAO
90

diferentes caminos que tomó la producción de literatura en un momento


urgido por el debate ético y político que recorría al mundo. José Carlos
Mariátegui, al analizar las tareas de la vanguardia propugnaba la reivindica-
ción del indio como el eje del vanguardismo peruano. Pero Mariátegui no
estuvo por un realismo socialista sectario; de ninguna manera, él –siguien-
do a Pirandello– tomó distancia del viejo realismo –el realismo naturalis-
ta– y planteó ciertos niveles de autonomía de la creación literaria frente a
la realidad cuando así lo exigía el texto literario: «La experiencia realista no
nos ha servido sino para demostrarnos que sólo podemos encontrar la rea-
lidad por los caminos de la fantasía. […] En lo inverosímil hay a veces más
verdad, más humanidad que en lo verosímil».24 Mariátegui fue portador del
carácter cosmopolita de las tesis de la vanguardia y quien propugnaba la
especificidad de la vanguardia en los Andes, de tal manera que se buscara la
originalidad y la autenticidad en la tradición indígena: «Este indigenismo
no sueña con utópicas restauraciones. Siente el pasado como una raíz, pero
no como un programa. Su concepción de la historia y de sus fenómenos es
realista y moderna. No ignora ni olvida ninguno de los hechos históricos
que, en estos cuatro siglos, han modificado, con la realidad del Perú, la
realidad del mundo».25
En general, cierta crítica ha opuesto al vanguardismo contra el indige-
nismo como si hubiesen sido dos expresiones completamente divorciadas.
En el caso latinoamericano resulta curioso, por decir lo menos, que duran-
te la década del veinte, al mismo tiempo que aparecen Memorias sentimen-
tales de Juan Miramar (1924), de Oswald de Andrade, El juguete rabioso
(1926) y Los siete locos (1929), de Roberto Arlt, o La tienda de los muñecos
(1927), de Julio Garmendia, también se publican La vorágine (1924), de
José Eustasio Rivera; Don Segundo Sombra (1926), de Ricardo Güiraldes,
o Doña Bárbara (1929), de Rómulo Gallegos. La presencia de estas obras,
más bien, comprueba que la vanguardia latinoamericana encontró varias
vías de expresión que fueron desde el ultraísmo hasta el indigenismo, pa-
sando por el nativismo y otras tendencias.
Tiene una enorme carga simbólica el hecho de que en el 2006 conme-
moremos los cien años del natalicio tanto de Pablo Palacio como de Jorge
Icaza, ambos exponentes de dos tendencias expresivas de la vanguardia la-
tinoamericana que habiendo nacido de la misma actitud de rebeldía, tanto
estética como ética, llegaron a distanciarse de tal forma que terminaron
mirándose desde orillas confrontadas y excluyentes una de la otra.
Raúl Vallejo • Lucidez teórica y exclusiones mutuas
91

Notas

1
Este texto reproduce en gran parte lo que fue el prólogo de la edición de Un hombre muer-
to a puntapiés y otros textos de Pablo Palacio, Biblioteca Ayacucho, vol. 231, Caracas, 2005,
cuya compilación, presentación, cronología y bibliografía estuvo a mi cargo.
2
Debemos a Miguel Donoso Pareja, que fue el editor de la Recopilación de textos sobre Pablo
Palacio, publicada en 1987 por Casa de las Américas de La Habana, en su serie Valoración
Múltiple, la primera organización contemporánea de los estudios críticos más significativos
sobre Palacio y a María del Carmen Fernández y su libro El realismo abierto de Pablo Pala-
cio en la encrucijada de los 30, de 1992, la más rigurosa de las investigaciones y el primer
estudio sistemático y extenso que se haya publicado hasta el presente. A ella también le
debemos, sin duda alguna, la edición mejor cuidada y anotada, a pesar de la sencillez de
su presentación editorial, de las Obras completas de Palacio (Colección Antares, vol. 141,
Quito, Libresa, 1997) publicada hasta hoy.
3
Cit. por B. Eichenbaum, «La teoría del ‘método formal’», en Teoría de la literatura de los
formalistas rusos, Tzvetan Todorov, edit., en español, México, Siglo Veintiuno, 1980, 4a.
ed., p. 49.
4
Víktor Shklovski, «El arte como artificio», en Teoría de la literatura …, p. 60.
5
Pablo Palacio, Vida del ahorcado, Quito, Talleres Nacionales, 1932, p. 27.
6
V. Shklovski, p. 56.
7
B. Tomashevski, «Temática», en Teoría de la literatura…, p. 227.
8
Pablo Palacio, Débora, Quito, s.e., 1927, p. 14.
9
B. Tomashevski, p. 227.
10
Galo René Pérez (en «Pablo Palacio», Varios autores, Novelistas y narradores, Puebla,
México, Cajica, Biblioteca Ecuatoriana Mínima, 1960, pp. 563-568) sostiene que «lo des-
concertante constituye el signo» de los textos de Palacio y que sólo su personalidad «–par-
tida entre la sombra y la luz– podía haberlos creado. No tuvieron que correr sino pocos
años para que esa sombra, invasora, lo sustrajera para ella sola, apagando todo destello de
razón en aquel extraño escritor. […] Habría necesidad de que comparecieran las mismas
circunstancias desventuradas, seguramente mórbidas, que obraron en su alma, para que se
diera un caso parejo al suyo». (pp. 563-564)
11
B. Eichenbaum, p. 38.
12
Agustín Cueva, «Collage tardío en torno de l’affaire Palacio», Literatura y conciencia histó-
rica en América Latina, Fernando Tinajero, edit., Quito, Planeta, 1993, pp. 143-167.
13
Leonardo Valencia, «El síndrome de Falcón», Pablo Palacio, Obras completas, Wilfrido H.
Corral, coord. Ligugé, Colección Archivos, No. 41, 2000, pp. 331-345.
14
Como contrapunto a esta opinión de Cueva, este trabajo demostrará que Pablo Palacio es
un escritor imprescindible en la construcción de la tradición literaria de Nuestra América.
15
Agustín Cueva, «En pos de la historicidad perdida. (Contribución al debate sobre la lite-
ratura indigenista del Ecuador)», Lecturas y rupturas, Quito, Planeta, 1986, p. 161.
16
Ibíd., p. 161-162.
17
Seguramente se refiere a los cuentos de Gallegos Lara en el libro Los que se van (1930)
cuya autoría comparte con Demetrio Aguilera Malta y Enrique Gil Gilbert. Su afirmación
GUARAGUAO
92

resulta tendenciosa puesto que Gallegos Lara siempre estuvo en contra de quienes consi-
deraban al cholo y al montuvio como elementos del folclor y justamente ese libro rompe
con los elementos folklóricos de la literatura costumbrista. Jorge Enrique Adoum dice: «Y
es ese lenguaje nuevo, descarado, insolente, incluso terrorista –con esa juguetona y a veces
gratuita deformación ortográfica en la que no volvieron a insistir sus autores–, contra la
forma académica y el colonialismo lingüístico, lo que Los que se van aporta al nuevo relato».
(La gran literatura ecuatoriana del 30, Quito, El Conejo, 1984, p. 40).
18
Para proporcionar el contraste necesario sobre esta opinión, citaré nuevamente a Adoum
que también analiza la novela de Gallegos Lara: «Pese al tema y a la culminación dramática
de la acción, pocas obras de la literatura ecuatoriana del período realista son menos ‘ma-
niqueístas’ que la de Gallegos Lara (sus personajes populares tienen debilidades y errores,
a veces son injustos, a veces grandes: en la escena de la matanza hay un capitán a quien
su superior asesina por negarse a disparar) y menos ‘propagandísticos’ desde el punto de
vista del texto (más lo serían, por ejemplo, las novelas voluntariamente políticas de Vera o
Salvador). Pero hay quienes se empeñan en juzgar la obra por el autor, y si algunos hacen
depender la historia literaria del ‘psicologismo individualista’ –por lo que Tinianov con-
sideraba que aquella conservaba ‘un estatuto de territorio colonial’–, otros la someten a la
‘filiación política’. Eso se ha hecho con Gallegos Lara.» (Ibíd., pp. 47-48)
19
L. Valencia, p. 332.
20
Enrique Vila-Matas, «Carta de Barcelona: El Antonin Artaud ecuatoriano», Letras Libres,
Madrid, mayo 2001.
21
Todas las formas expresivas de la vanguardia –desde el dadaísmo hasta el indigenismo– y
más tarde también el realismo social estaban tan lejos de ser «literatura oficial» que, en el
famoso texto de 1947, Dieciocho clases de literatura, de nuestro célebre Aurelio Espinosa Pó-
lit S. J., escrito en el marco de una reforma educativa y producto de un curso de formación
docente, no son mencionadas ni siquiera para oponerse a ellas.
22
«Entrevista a Pablo Palacio», en Obras completas, edición de María del Carmen Fernán-
dez, p. 385.
23
Me refiero a Ajedrez (cuentos, 1929), En la ciudad he perdido una novela (novela, 1930),
y Taza de té (cuentos, 1932).
24
José Carlos Mariátegui, «La realidad y la ficción», en Obras, Selección de Francisco Baeza,
La Habana, Casa de las Américas, s.f., tomo 2, p. 416.
25
J. C. Mariátegui, «Nacionalismo y vanguardismo…», en Obras, p. 306.
La narrativa de Juan Emar y la novela
Vida del ahorcado de Pablo Palacio:
Una teoría geométrica del ser en el mundo
Cecilia Rubio

Universidad de Concepción

Introducción

L a relación existente entre los escritores vanguardistas que cultivaron


un mismo género –el narrativo–, en similares circunstancias histórico-
estéticas –el predominio de la narrativa social-realista–, y cuya recepción
crítica fue también semejante,1 se apoya en argumentos menos evidentes
que los señalados: son razones que atañen a la afinidad tanto en la con-
cepción novelística como en aspectos temático-conceptuales que permiten
que las obras se complementen recíprocamente. Es el caso de la concep-
ción geométrica que sustenta la configuración del mundo narrado en la
obra de Juan Emar –la novela Ayer y los cuentos de Diez–2 y en la novela
Vida del ahorcado (novela subjetiva) de Pablo Palacio.3

Juan Emar. La teoría del equilibrio geométrico

Para adentrarnos en lo que llamo la teoría emariana del equilibrio, cabe


considerar, en primer término, la subteoría de los colores que nos llega a
través de las palabras del pintor Rubén de Loa de la novela Ayer:

Pues el rojo, al ser complementario del verde, en cualquier circunstancia de la


vida, lo complementa. [. . .] Quien complementa, equilibra; quien equilibra,
hace estable
[. . .] quien hace estable, hace viable. [. . .] Hace viable la circulación de la vida
a través.
[. . .] La vida circula a través, puede circular, gracias a que tiene por donde
circular. Esto es elemental. Y lo tiene, gracias a que hay, en aquello por donde

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 93-114


GUARAGUAO
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circula, una estabilidad, y esta estabilidad es únicamente posible, gracias a un


equilibrio constante, o casi constante, y para que haya equilibrio tiene que
haber por lo menos dos que se equilibren. 4

Si retenemos las premisas de esta teoría, podemos sintetizarla como


sigue: en el mundo las cosas se equilibran entre sí de manera estable, de
allí que haya que considerarlas en su unidad ya como una configuración
donde unas cosas se relacionan con otras a través de la tensión. Esta tensión
confiere a la figura un movimiento vital, el de la circulación, de modo que
la unidad constituida por dos está en rotación constante, lo que hace via-
ble la vida de esta figura que se transforma así en un pequeño organismo
estructurado con estos dos puntos interconectados en el tiempo y en el
espacio.
En primera instancia, la teoría del equilibrio afecta directamente el
mundo narrado en el plano del número de personajes. La explicación se
encuentra en la introducción a la novela Umbral, «Palabras a Guni»,5 donde
el narrador explica su necesidad de poner en acción a dos personajes, para
cumplir con la ley ya no sólo del uno que deviene dos, sino que también
con la de polarización, ya que se requiere ahora que los personajes actúen
como fuerzas separadas que se polarizan mutuamente. De esta manera, el
segundo personaje, o el desdoblamiento de uno solo, es una categoría mar-
cada que funciona como uno de los recursos para polarizar el relato.
Así, en Umbral, el narrador Onofre Borneo se desdobla en el na-
rrador parcial Lorenzo Angol, quien a su vez queriendo desdoblarse en
uno que actúa y otro que contempla, solicita a Borneo le construya un
segundo personaje que cumpla este segundo papel, para lo cual Borneo
hace intervenir a Rosendo Paine, quien se ofrece para actuar como doble
de Angol. Veamos cómo lo explica Borneo: «Es como un contrato. Es
abarcar entre dos el total ya que uno solo no lo ha logrado. Es ocupar
ambos polos, el positivo y el negativo, el blanco y el negro, como quiera
usted llamarlos».6 No obstante, en el sistema emariano, dos no son su-
ficientes para que haya vida, pues la polarización instaura a su manera
un nuevo desequilibrio, ya que se desata la fuerza destructiva que hay
en ellos y que los hace aniquilarse mutuamente. Es lo que en alquimia
se conoce como «el combate», principio de lucha y de armonización a
la vez. Nuevamente encontramos en Umbral la explicitación teórica, en
palabras de Borneo:
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
95

[. . .] presumo la existencia de un tercer personaje –déjeme llamarlo así con


mayúsculas: Tercer Personaje–, personaje recóndito, muy oculto en un arca-
no fuera de toda visión y de toda comprensión humanas: el personaje que,
sosegada e inexorablemente, advierte que el encuentro entre dos de la unidad
no es cosa hacedera en este mundo. Lorenzo y Rosendo chocan. Lorenzo y
Rosendo son los dos amigos atraídos por la colaboración entusiasta y sincera.
Ellos son los hombres que, por senderos muy tortuosos, hallarán siempre un
impedimento o una burla a ese intento equivocado. Grandes amigos que todo
lo ensayan, que ante ningún experimento se arredran y que se destruyen. La
cuerda se rompe y se separan.7

Emar avanza, entonces, de la dualidad a la trinidad, cuestión numérica


que tiene su equivalente geométrico, que viene a coincidir con la propuesta
del pitagorismo. En efecto, para éste, el uno corresponde al punto, centro
de las formas planas, y representa el principio activo del universo; el dos
corresponde a la línea recta, por lo que expresa la fuerza y la direccionali-
dad, y simboliza el principio pasivo, que encarna las contradicciones y la
imperfección de las cosas; el tres corresponde al triángulo, primera expre-
sión de la superficie, y representa la armonía, la estabilidad y el cimiento de
todas las cosas; y el cuatro corresponde al cuadrado, primera expresión de
los cuerpos sólidos, el que abarca y contiene todo, de allí que la tetrakthys o
tétrada (el número diez) corresponda al círculo, en el que reside la perfec-
ción de la causa creadora y ordenadora.

Totalidad y unidad

La búsqueda de totalidad que emprendió Emar está bien documentada.


Basándose particularmente en «Torcuato», Umbral y Cartas a Carmen,8 Pa-
blo Brodsky,9 Carlos Piña10 y Patricio Lizama,11 respectivamente, se refieren
a ella de manera similar. Tanto Brodsky como Piña pretenden establecer
una ley que abarque la obra emariana en su conjunto, para lo cual remiten
el concepto de totalidad al de «escritura autobiográfica totalizante»12 o a
la concentración en los géneros biográfico y epistolar (Piña). En la misma
perspectiva, pero señalando los alcances narratológicos, Lizama sostiene
que la obra emariana está marcada por un anhelo de reconstrucción de la
vida propia y de todas las vidas, afán de totalidad que tiene su expresión en
GUARAGUAO
96

el hecho de que el narrador emariano multiplique los detalles y expanda


infinitamente las descripciones, de forma que el discurso narrativo se hace
multidireccional y termina por revelar el mundo entero.
En otro de sus trabajos, Lizama13 (2001) plantea nuevamente el tema
de la totalidad, siguiendo explícitamente a Piña. Lo interesante, para mí,
es que Lizama no se detiene en el recurso autobiográfico, sino que extiende
el alcance del anhelo de totalidad no sólo a la manera emariana de narrar,
sino también a una percepción orgánica y holística de la vida. Específi-
camente, Lizama propone que al concebirse el mundo como una unidad
tanto indivisible como dinámica, «los componentes del universo, desde el
nivel macrofísico al microfísico, no son ‘cosas’, sino correlaciones de cosas
que, a su vez, son correlaciones de otras cosas y así sucesivamente».14 En
síntesis, el universo es un conjunto unificado de una red compleja de rela-
ciones entre sus diferentes partes.
Como mostraré a continuación, el narrador emariano se hace cargo de
esta complejidad, de allí que no pueda dejar de seguir esta red de relaciones
cuyo centro sería el suceso narrado.
Conviene revisar, entonces, lo que Emar plantea en el artículo «Frente
a los objetos», que apareció en 1935 en el magazine Todo el mundo en
síntesis. La idea dominante de este texto es el recurso del desdoblamiento
como actitud que permite percibir el mundo. El yo se desdobla en alguien
‘que actúa’ y en alguien ‘que observa al que actúa’. Ante los ojos de este
observador, el mundo aparece compuesto como un binomio, el mundo
de la separatividad y el de la unidad. En primera instancia, el tiempo se
percibe fraccionado por los objetos, pero dado que éstos se tienden lazos
relacionales, dejan de ser entidades discretas y pasan a ser un ‘signo simbó-
lico’ que sirve de punto de apoyo para la totalidad. Los objetos percibidos
individualmente, con abstracción del entorno y de las relaciones, constitu-
yen ‘aislamientos absolutos’, lo que se desmiente por la percepción de algo
que los ronda y que hace percibir la unidad.
Me parece que esto último es lo que ocurre en Ayer, en los momentos
en que el protagonista y su mujer visitan el zoológico. La visión de las
catorce leonas se le antoja al protagonista la visión de un organismo, cuyo
mecanismo no puede desentrañar, pero que expresa así: «Catorce leonas
movidas ocultamente por un resorte oculto movido por el león».15 La re-
lación entre esta fórmula encontrada por el protagonista y el sentido de la
totalidad y unidad queda aún más claro cuando las leonas clavan los ojos
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
97

en ambos personajes en un silencio que parece «absoluto». Algo semejante


ocurrirá cuando los monos obnubilados por el sol entonarán un canto mo-
nocorde, al que los personajes unen sus voces, momento al que le sigue la
misma percepción de lo absoluto: «seguimos embelesados, absortos, hasta
el punto más allá del cual no hay música ni sonidos aislados, individuales
diría, como eran los nuestros, pues todo, toda existencia era una sola y
absoluta música».16
Al presentar «Frente a los objetos», Lizama17 sostiene que éste habría
sido uno de los ‘laboratorios’ de Umbral, pero esto no sería todo, ya que
también en Diez se perciben sus alcances. Al respecto, Lizama ve en estos
cuentos que los hechos narrados incitan y son el punto de partida de las
agudas cavilaciones que caracterizan al narrador emariano; como resulta-
do, el discurso se extiende en direcciones múltiples y –diría yo– en distin-
tas intensidades, de manera que el narrador accede a una entrevisión del
tejido de fuerzas que configuran la vida.
En efecto, esta multidireccionalidad discursiva se asocia al rasgo de
presentar una cadena interminable de relaciones posibles de narrar, una
de cuyas textualizaciones encontramos en la novela Ayer, cuando el pro-
tagonista se propone aprehender la entidad «gordo». En dicho intento,
el pensamiento del narrador caerá de pronto en la pelusa del pantalón y
de allí pasará al bolsillo, de éste al chaleco, de éste a la panza y de ésta, de
nuevo, al gordo. ¿Pero cómo pasar del gordo al hombre? El personaje dice
perderse en el todo, todo en relación al cual «el gordo no es».18 Cito: «El
panzón agarrado a este aire polvoriento que se agarra de los muros, que se
agarran del edificio entero. Edificio que puede existir únicamente porque
hay donde existir y lo hay porque rueda la Tierra junto al sol, porque el
sol es respecto a las constelaciones que son porque son respecto al cosmos,
que es [...]».19
Por su constancia, este rasgo puede vincularse con un designio narrati-
vo, el de la abarcabilidad de la unidad entendida como totalidad. Se trata
de un aspecto inherente al hecho de narrar, tal como se le presentaba a
Emar, según lo que leemos en el texto «Oye», incorporado en Umbral,
Segundo Pilar, «El canto del chiquillo»:

Tendré que hacer un verdadero esfuerzo para mantenerme ahora sobre una
misma línea, una línea recta en lo posible, recta cuanto se pueda a lo largo de
este relato. Verdadero esfuerzo para no escaparme a derecha o izquierda. Porque
GUARAGUAO
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la esencia misma del relato es la escapada permanente hacia todos lados, todos
los puntos, todo lo que es. Y la voluntad mía: reunir cuantas escapadas haya
sobre una línea de continuidad lógica y –¡ojalá!– dentro de un solo globo que
todo lo encierre en unidad.20

«El globo», por su funcionalidad, puede equipararse al «punto», en la


medida en que ambos expresan la medida de la unidad-totalidad. En la
novela Ayer, la primera mención al «punto» aparece cuando el narrador
explica por qué no logra aprehender al gordo, por qué todo se diluye alre-
dedor de éste en un torbellino interminable: «Y yo parto en persecución de
un punto, uno solo, el último, que se me escabulle siempre por mi tamaño
y el suyo».21
En un punto también se revelará al personaje la gran verdad que ha
guiado volitivamente toda su peregrinación. Un punto que reproduce el
agujero del urinario, de tal manera inaprensible que, luego, será imposible
de reproducir para contar a la mujer en qué había consistido: «Un punto
ínfimo, seguramente de tamaño tan ínfimo como corresponde a la peque-
ñez del tiempo mencionado, del trozo entre el agujero de la derecha y el
inferior, fue para mí como el espejo por donde el tiempo se me reflejó y
por donde me circuló sin mí. Fue el puntito único, minúsculo, luminoso
que se me descorrió».22
«El punto» como unidad espacial encuentra su paralelo en el «segundo»
como noción temporal. Esta relación de confluencia queda explícita en
Ayer cuando el personaje recuerda el instante en que se produjo la revela-
ción: «Pues bien, ayer por la noche, en los urinarios de la Taberna de los
Descalzos, vino el fenómeno mismo, fue visto, lo vi, sentí y penetré a través
de aquel millonésimo de puntito en aquel millonésimo de segundo».23
De esta manera, se observa bien cómo las formas cerradas circulares
(el globo, por ejemplo) no sólo son fuente de circulación de la vida, sino
que la energía así movilizada y desplazada de un punto a otro de la trama
puede bien constituirse ella misma en «la vida concentrada en un punto»,
como se dice en «Maldito gato». La «fenomenología de lo redondo»24 de
Emar se nutre de figuras geométricas y volúmenes, porque éstas proveen
imágenes elaboradas y convencionales, hechas a escala humana a manera
de ‘construcción simbólica’, y que pueden competir con la geometría cós-
mica, como la pelota de tenis en el cuento «El unicornio», que sirve para
testificar la redondez de la Tierra.
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
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Esto nos lleva a otras premisas implícitas que se juegan entre los abso-
lutos de las teorías y los relativismos que ellas promueven si enfocan, como
lo hacen, el delicado problema de la totalidad y la unidad, uno de los temas
emarianos por excelencia. En última instancia, la figura que se forma por
medio de tres factores se resuelve en el círculo, que es en el hermetismo la
imagen de Dios en tanto unidad- totalidad, es decir, «el círculo cuyo centro
está en todas partes y la circunferencia en ninguna» (Corpus hermeticum).25
Si de imitar a Dios se trata, la figura debe incorporar un mecanismo que lo
haga vibrar, de allí la idea de la circulación que completa la construcción en
una dinamia que se asemeja a la vida, tal como lo percibe el protagonista de
«Maldito gato»: «ya entonces pudo la vida, no sólo llegar, no sólo pasar, sino
que circular, circular así: yo, él, ella; él, ella, yo; ella, yo, él... circular, circular
siempre, circular definitivamente, al lado, al espejo de la otra».26

Entre totalidad y unidad, una realidad en fuga:


hacia la poética emariana

Recordemos ahora otra cita de la novela Ayer que permite, más clara-
mente que ninguna, vincular la cuestión del equilibrio al problema de la
poética emariana. Es el momento en que el protagonista conversa con el
pintor Rubén de Loa:

[. . .] Pero ello no quita que parte de los rojos al ser sacados de aquí, quede ocio-
sa. Tú dirás, pequeña parte; yo, gran parte. Como sea, estamos de acuerdo con
la existencia de esa parte. Y esa parte ociosa, colgadas ya las telas en un muro
de exposición, empezará a buscar un objetivo, a rondar, a tratar de emplearse,
a mortificar a cuantos ojos se posen sobre ella, a crear el yerro, a implantar el
malentendido, a tender un velo de desconcierto entre los espectadores y las
doce telas. Y va a resultar, mi buen amigo, que nadie va a entender palabra y
que todos van a salir de allí con una engorrosa sensación de sin sentido.
[. . .]
–¿Qué espectadores?
[. . .]
[. . .] Tú quieres decir que saldrán con los ojos desorbitados por el sin senti-
do..., ¿sabes quiénes?
Esperé. Rubén de Loa exclamó:
–¡Los burgueses!27
GUARAGUAO
100

Si alguno de los discursos de los textos de Emar me parece metapoético


es éste recién citado, porque explicita el carácter posible y proyectivamente
informe de una obra construida según la teoría del equilibrio, si al cambiar
las condiciones de ese cuarto factor innombrado que es la totalidad,28 uno
de los elementos cae en el vacío. El vacío es aquí un aspecto del plano físico
de la obra, pero en un plano contextual, el vacío es el sin sentido. No otra
cosa ocurrió con la obra de Emar y éste lo sabía: su sistema es autosufi-
ciente porque se explica y se sostiene a sí mismo, en tres mundos, en el del
arte, en el del hermetismo y en el de la especulación científica. Pero los
burgueses no viven allí, viven en un mundo cotidiano para el cual la obra
emariana resultaba cifrada herméticamente, es decir que esta obra no era
autosuficiente respecto de las condiciones de lectura de un mundo ajeno
a sus referentes. Entre la obra y el mundo real se interponían mediaciones
demasiado herméticas.
En la cita se expresa también un factor que hasta ahora sólo he mostra-
do parcialmente: el factor del «desparramo», como dice frecuentemente el
personaje emariano –lo que llamo el leitmotiv de la fuga–, que se explica
al concebir la figura como un sistema orgánico y dinámico, donde las par-
tes no se relacionan con el todo de manera unívoca, lo que transforma la
configuración en una totalidad distinta. Cualquiera sea la forma en que
ésta cambie, ya sea por articulaciones distintas de los factores y fuerzas, ya
sea porque algo ha cambiado en el todo, esto produce un desequilibrio,
cuya máxima expresión es la fuga del elemento que ha quedado «ocioso»
o de otros factores que aparecen para ocupar momentáneamente el lugar
de aquél. La válvula de escape que Emar introduce a veces en las figuras
es un mecanismo inherente al cuerpo formado, por donde éste respira; la
fuga, en cambio, es la aniquilación de toda forma. Digamos, para mayor
claridad, que el sistema es tan inestable que en cualquier momento alguno
de los factores se desequilibra y provoca el derrumbe, al caer al vacío o al
sin sentido de lo que no tiene forma.
Encontramos también en Ayer una manifestación precisa del motivo de
la fuga: recordemos que el protagonista, intentando comprender la teoría
del pintor Rubén de Loa, evoca sus paseos por la avenida Benedicto XX
y el «marcado desasosiego»29 que siente al contemplar a las muchachas
vestidas de rojo que por allí pasan, sentimiento que se explica así: «Había
la percepción directa de esos rojos, sexuales y candentes, entre todos, por
llevar dentro formas de muchachitas tiernas, y no había la percepción de
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
101

los correspondientes verdes que los sosegaran, que los metieran dentro de
un plácido equilibrio. Eso era. Y por eso yo, al verlas alejarse, sentía cómo
me desequilibraba y me caía a los infiernos».
En esta novela, la primera mención al «desparramo» se produce cuando
el pintor Rubén de Loa discute con el protagonista la forma en que armo-
nizarían el rojo y el verde. Recuérdese que el gran temor de éste es que el
rojo ‘caiga’ y que la «ociosidad» del verde pueda ocasionar otro derrame de
color. Específicamente, el narrador, que reflexiona sobre la relación entre
la gente y las vidrieras, sostiene que de no existir éstas, «la humanidad en-
tera se desparramaría hacia los cuatro puntos cardinales».30 Por cierto que
este pensamiento hiperbólico, lo es más al tratarse de referentes mínimos.
Ya se ha visto que la pretensión emariana de alcanzar la unidad, aunque
ambiciosa, se representa siempre a través de precarios elementos: el león, la
única nota que entonan los monos, la panza del gordo, las vidrieras.31
La imagen final de la novela, del hombre que intenta apresar su propio
cuerpo en el dibujo de su silueta se explica por el mismo temor a la dilu-
ción.32 Cito: «[. . .] el cuerpo se me aflojó. Temí luego que llegara a hacerse
semisólido y que pudiera, con la misma consistencia y la implacabilidad
de un río de lava, desparramarse por ambos lados sobre las sábanas hacia
los bordes de la cama».33 Pero la mejor expresión de este temor al «despa-
rramo» y la consiguiente necesidad de cerrar las figuras se encuentra en
«Maldito gato», momentos antes de trazar el triángulo, como se ve en la
siguiente cita:

¿Pasan? ¡Aún no! Porque, de pasar por ellas se irían, se irían para siempre, se
desvanecerían en el infinito, pues la figura no ha sido cerrada todavía y, al no
haberlo sido, deja en cada uno de sus extremos dos puertas, dos bocas abiertas
hacia la infinitamente nada. Y la vida hay que cerrarla, encerrarla, limitarla,
dibujarla. De lo contrario, el mundo todo, el cosmos, convergería precipitán-
dose hacia el imán de estas dos líneas, y una mitad se pulverizaría de la pulga
para allá y de la otra de mi punto para acá. Y nada subsistiría en nada.34

No debe olvidarse aquí que una de las divisas fundamentales del ocul-
tismo es reproducir en el iniciado la cosmogonía por la cual el universo ha
pasado de las tinieblas a la luz o, lo que es lo mismo, del caos al cosmos. En
este contexto, no es extraño, entonces, que el proyecto emariano consista en
restablecer en su universo narrativo el proceso por el cual un personaje logra
GUARAGUAO
102

compensar las fuerzas dispersas en un artefacto o máquina de equilibrio


que dé a este mundo la apariencia de cosmos ordenado. Lo que prueban
estos ejercicios es justamente que, debido a la tendencia entrópica del uni-
verso, y pese a la consoladora ‘ilusión’ ocultista, el mundo no es un cosmos
o, si lo es, ello no garantiza en absoluto la felicidad de sus habitantes. De
allí que la búsqueda existencial del personaje se formalice como la búsque-
da de un destino personal, esto es, de una finalidad en relación con el siste-
ma todo, lo que equivale a decir, una funcionalidad. Es el descubrimiento
de una función que cumplir en el equilibrio del mundo, la causa de la vida
y, por ende, la negación del absurdo.
Como se observa, estamos frente a un elaborado y complejo sistema
en que la teoría pitagórico-geométrica del equilibrio, poética y práctica
narrativa son los componentes cuya relación hay que trazar. Para ello, es
posible retrotraerse a los artículos y notas de arte, publicados en el diario
La Nación, donde Emar explicitó algunas de sus preferencias estéticas. He
aquí una de esas notas, de fines de abril de 1923, titulada «Cubismo», y
en la que Emar se refiere al aporte que hizo Paul Cézanne a la pintura
al incorporar los conceptos de equilibrio y construcción. A partir de allí,
Emar procede a citar a algunos teóricos del movimiento, como a Maurice
Raynal, quien compara la pintura cubista con la física moderna, ya que
para ambas disciplinas lo que debe fijarse es una ley de las relaciones entre
los elementos. El segundo teórico citado es Leonce Rosenberg, para quien
el Cubismo tiende a lo constante y a lo absoluto, pues desdeña lo parti-
cular y la anécdota. La última cita es la más larga, completa y explícita en
cuanto al aspecto que ahora reviso, la de Gino Severini, en la que éste parte
definiendo el arte y la belleza como «el arte de la armonía». Para el autor,
hay dos modos de realizar esta armonía, uno de los cuales consiste en la
reconstrucción del universo «por la estética del número y por el espíritu»,
modo de realización que caracteriza el arte clásico. He aquí las conclusio-
nes de Severini, según la cita que hace Emar:

La obra de arte debe ser Eurítmica; es decir que cada uno de sus elementos debe
estar ligado al todo por una relación constante que satisfaga ciertas leyes.
Esta armonía viviente podría llamarse: equilibrio de relaciones, pues así el
equilibrio no es como hoy día se comprende: un resultado de igualdades o
de simetrías, sino que resulta de una relación de números o de proporciones
geométricas que constituyen una simetría por equivalentes.
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
103

Esta estética está de acuerdo con las leyes con que nuestro espíritu ha com-
prendido y explicado el universo desde Pitágoras y Platón. Por ello, sabemos
que todo en la creación es rítmico según las leyes del número, y gracias a estas
leyes únicamente, nos es permitido volver a crear, reconstruir equivalentes del
equilibrio y de la armonía universales.
El fin de las artes puede ser definido así: reconstruir el universo según las mis-
mas leyes que lo rigen.35

Es cierto que no es difícil verse inducido por esta nota a pensar, como
Patricio Varetto,36 que Emar habría intentado «dar forma en la prosa, [...]
narrativizar quizá, la teoría cubista de la obra de arte».37 No obstante, pre-
fiero ver el aspecto de la obra eurítmica en Emar como un hecho que tiene
su desarrollo propio y particular, dado que, por un lado, es uno de los
aspectos de naturaleza conceptual y práctica que forma parte del sistema
narrativo emariano. De hecho, en la nota de arte del 16 de julio de 1924,
titulada «Moi, je pensé», Emar se refiere a la literatura en términos pareci-
dos a los que usan los teóricos del cubismo para referirse a la pintura. En
esta nota, Emar está tratando el problema de la función de la literatura,
respecto de la cual señala que en lugar de usar la literatura, el escritor se
doblega a un ideal de medida, de proporción y de ritmo, lo que en defi-
nitiva «eleva» el espíritu de los lectores. Lo que Emar llama «un arte de las
palabras» debe regirse por sus propias leyes, las que consisten en una «justa
proporción, justa construcción».38 Más adelante, en la nota del 6 de agosto
de 1924, «Al arte lo que es del arte», Emar reclama que el arte sea juzgado
como se juzga una obra científica, por su «serenidad y exactitud», alegando
que éstas son las «razones del arte».39
Por otro lado, Emar veía y vivía el arte como una disciplina que incluía
diversas prácticas, entre las cuales existía continuidad. Véase en la siguiente
cita de «Pilogramas», nota de arte del 9 de octubre de 1924, cómo se refiere
Emar al cubismo y al arte:

Waldemar George ha escrito:


El cubismo es un fin en sí, una síntesis constructiva, un hecho artístico, in-
dependiente de las contingencias exteriores, un lenguaje autónomo y no un
medio de representación.

Decir esto del cubismo, es limitar la cuestión. Así es toda la pintura, toda la
escultura.
GUARAGUAO
104

La gente lo comprende para la arquitectura y para la música. ¡Felices los


músicos y arquitectos! Pero no lo comprenden –ignoro por qué– en la pin-
tura, escultura y poesía. Tanto peor para pintores, escultores y poetas. Esta
incomprensión no hará cambiar de rumbo a los que verdaderamente sienten
su arte.40

En síntesis, decir que Emar era cubista sería «limitar la cuestión». Lo


importante parece ser que Emar crea una obra narrativa como si ésta fuera
una figura geométrica, es decir, un trazado de signos (cifras), líneas rectas
y curvas, que funciona como un artefacto o máquina de equilibrio, que a
su vez es un complejo sistema energético-vital que compite con el universo
creado. De esta manera, el personaje es un ser limitado en su existencia
inmanente, ya que constituye un punto aislado y único (el problema de la
unidad), pero ensamblado por algún mecanismo (¿un número?) con otros
seres en la geometría social (el problema de la totalidad).
Finalmente, dejo planteadas dos reflexiones emarianas sobre el oficio
escritural, una de Umbral, sobre la cual Pedro Lastra41 ya llamó la atención,
y otra del 11 de febrero de 1963, proveniente de una carta de Emar a su
hija Carmen:

Escribir es deformar; lo deformado pasa a ser una serie de símbolos. Leer es


por lo tanto descifrar.42

Ya sé muy bien, Moroña, lo que usted me dice del despego de cuanto nos ro-
dea. Cada día progreso un poco más en este sentido. ¿La publicación de lo que
escribo? No pienso jamás en ella. ¿Lo que se diría y lo que alegarían todos al
leerme? Tampoco pienso pues yo tengo un sentido muy diferente del trabajo:
el trabajo es de por sí y es totalmente ajeno a nosotros; uno lo que hace es ir
acercándose a él y traducir lo que ve a su lado.43

En una y otra cita lo que se observa es una concepción del arte como
un oficio por el cual uno se acerca a algo (¿el mundo? ¿las ideas? ¿una expe-
riencia?) que requiere ser expresado en un lenguaje que descifre sus claves,
pero que a la vez lo vuelva a cifrar. Extraña tarea la de este «traductor» que
lejos de poner a nuestro alcance su saber, de hablar en una ‘lengua común’,
confiesa que lo que ha hecho es deformar y que, por lo tanto, debemos
traducirlo a él.
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
105

Pablo Palacio y su Vida del ahorcado. Novela subjetiva


La geometría del cubo

Si en la obra de Juan Emar vemos la necesidad de cerrar las formas para


combatir el infinito del tiempo y del espacio, y de agarrarse al punto en
que todo se condensa antes de salir expulsados de una Tierra que no nos
contiene absolutamente, en Vida del ahorcado de Pablo Palacio nos encon-
tramos con un similar temor a vivir en un espacio vacío que también por
infinito ha sido poblado de figuras geométricas que pretendiendo englobar
al ser humano no hacen más que demostrar la precariedad de esta organi-
zación del mundo.
Dicho de otra manera, si a Juan Emar todo encierro que los sistemas
humano-sociales han inventado le parece insuficiente para contener la vida
del hombre, dado que ésta es un sistema energético regido por un movi-
miento inexorable, el hombre no puede contentarse con luchar contra él
o, peor aún, huir de él, debe, por lo tanto, lograr cerrar las figuras de modo
que efectivamente lo contengan y lo sostengan afirmado en un punto don-
de la finitud sea posible y el mundo, por lo tanto, vivible. Para Palacio, en
cambio, el hombre no puede dejar de ser una medida finita, a riesgo de
tener que convertirse en un muerto, por eso se vive ahorcado desde siem-
pre o no importa desde cuándo se nace ahorcado, pendiendo y oscilando,
suspendido en una línea, porque no se puede escapar del movimiento in-
finito. De hecho, si la novela es circular y puede volver a empezar en la
misma línea inicial, sería justamente para afirmar la imposibilidad de toda
forma cerrada. Pero veamos el detalle del planteamiento.
En primer término, y en esta lectura que realizo, habría que entender
la insistencia del protagonista en señalar «el límite es lo mío», menos como
la afirmación de una preferencia que como la aceptación de su destino en
tanto ser humano. Por cierto, la propuesta anterior no rechaza la visualiza-
ción de una preferencia, sino que intenta graduar su alcance: «El límite es
lo mío», quiere decir tanto que si soy un hombre soy una medida, como
que dado que soy una medida deseo vivirme en tanto tal. Aquí podemos
retrotraernos a dos pasajes de la novela; en ambos se manifiesta un temor a
ser sobrepasado en el límite: me refiero a, primero, el rechazo del contacto
amoroso cuando éste parece exceder la medida diferenciadora de los cuer-
pos, de ahí la insistencia del protagonista en nombrar «lo mío» y distan-
ciarse así de ‘lo tuyo’ o lo de ‘otro’. Recordemos la expresión exacta: «Pero,
GUARAGUAO
106

por qué te has colocado en lo mío?».44 La unidad semántica que constitu-


yen hombre y medida, se expresa claramente en estas palabras de la novela:
«He perdido la medida: ya no soy un hombre: soy un muerto».45
Siguiendo esta lectura, es posible interpretar el infanticidio también
como una cuestión de límites. En efecto, si recordamos el momento pre-
ciso en que éste ocurre, no se podrá pasar por alto el hecho de que Andrés
Farinango está explicando a su hijo la cuestión de los límites geográfico-
nacionales: la Tierra es una pelota –le dice– donde se han dibujado figuras,
que son «ataduras» y que son países. Le parece, entonces, que su hijo no
entiende, pues como el bebé que es, está sujeto al mundo sólo por el llanto
y la angustia de animal abandonado; su falta de entendimiento lo con-
vierte en una cosa –ya antes le ha dicho «cosilla gelatinosa», «juguete de
goma». Es el momento en que quiere estrechar a su hijo entre sus brazos,
a primera vista, para protegerlo, pero muy probablemente, dado el pasaje
que sigue, titulado «Canto a la esperanza», para liberarlo de las ataduras.
Se observa, entonces, que si vivir es asumir los límites y al morir se pierde
la medida, la muerte aparece como la única salvaguardia respecto de los
límites. La muerte no es entonces un estado nuevo de finitud, al menos, no
es así como se formula el asunto, sino más bien, es una liberación respecto
de todo aquello con lo que está organizada la vida en sociedad: cubo-casa-
ciudad, figura-atadura-país. Si con el infanticidio bruscamente se hizo el
día, con el «Canto a la esperanza», donde se nos dice que «Hay que desatar
al hombre»,46 por primera vez se ve la luz y se derrota la oscuridad. Pero
este es el otro aspecto que debemos tratar.
En segundo lugar, entonces, debemos retrotraernos a un pasaje bastan-
te comentado de la novela, aquel en que Andrés señala «tengo miedo de las
tinieblas».47 Lo que importa aquí es que si ponemos en paralelo esta confe-
sión con esta otra, «tengo miedo del campo; el límite, el límite es lo mío»48
podemos observar que el rasgo que comparten «tinieblas» y «campo» es su
vastedad, es decir, su insondable-ilimitada extensión. En la primera cita,
Andrés se refiere a las tinieblas como si éstas fueran un denso espacio in-
forme, equiparable al vacío y a la nada, esa nada que intenta explicarle al
hijo enunciándola como: «la nada es algo inmenso... no. La nada es nada
que nunca termina. [...]».49 Puede entonces hacerse una serie de términos
convergentes para nombrar la infinitud que desasosiega: tinieblas, noche,
oscuridad, campo, hueco negro, vacío, nada, remolino, y oponerla a la
serie que nombra lo finito: cubo, línea, cuadrado, límite, medida, figura,
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
107

atadura, y, en última instancia, luz. En efecto, la luz no aparece como una


extensión inconmensurable, porque se le nombra metonímicamente como
lámpara, en dos ocasiones: en la primera, en el «Canto a la esperanza»,
Andrés se encuentra en el campo sumido en la oscuridad de la noche hasta
que se enciende «la gran lámpara», lo que le da fuerzas para volver a la ciu-
dad, y enunciar «¡Oh júbilo, ya sé lo que es la esperanza!».50 En la segunda,
Andrés está colgado «en el centro de su viejo cubo, colgante como una
lámpara».51 No es extraño, desde este punto de vista, que la novela termine
incitando a su relectura circular y calificando la última figura que se ha
trazado como «tal era su iluminado alucinamiento».52 La figura que Andrés
dibuja con su cuerpo colgante es la de una lámpara humana susceptible de
volver a encenderse a medida que se relea la novela y el ciclo de vida-muer-
te-vida vuelva a comenzar. Revisemos esto.
Si hemos dicho que la vastedad de lo oscuro señala a éste como espacio
vacío y al vacío como espacio infinito, mientras el ser humano, en tanto
animal social, es pura medida, la vida del ahorcado se convierte en una
señal lumínica que junto con poblar el vacío y multiplicar su infinitud, se
constituye en marca o señal de la vida-muerte del ser humano en el ciclo
de la vida cósmica. Así, la lámpara apagada que es el hombre ahorcado está
señalizando el complejo vida-muerte como luz en el caos tenebroso de la
ciudad cúbica, oponiendo al infinito del tiempo y del espacio vital totali-
zante, lo finito-infinito de la vida del hombre en la Tierra, a la manera de
un péndulo que repite la rotación del círculo terrestre.
La cuestión sociopolítica que aparece de manera nítida en la novela la
veo, en el marco de mi lectura, como un planteamiento del lugar equívoco,
oscilante y medido de la clase media elevado a condición humana, vale
decir que Andrés, si quiere autorrepresentarse como individuo de la clase
media, ha escogido como única posibilidad de «salto» el vaivén de una
oscilación que no por alienante deja de reproducir y, con ello, señalar, la
alienación –que parece infinita– del mundo, como si se preguntara si hay
algo más alienante o alucinado que rotar sin fin dentro de una «pelota»
que a su vez rota en el espacio del vacío cósmico. Recordemos el pasaje
pertinente:

Quería explicaros que soy un proletario pequeño-burgués [...]


He aquí un producto de las oscuras contradicciones capitalistas que está en la
mitad de los mundos antiguo y nuevo, en esa suspensión del aliento, en ese
GUARAGUAO
108

vacío que hay entre lo estable y el desbarajuste de lo mismo. Tú también estás


ahí, pero tienes un gran miedo de confesarlo porque uno de estos días deberás
dar el salto y no sabes si vas a caer de éste o del otro lado del remolino.53

Puede entenderse así, por qué bajo el título de «Revolución» la conciencia


ordenadora del texto ha comenzado por decir, «Pesas, pesas tanto»54 y ha con-
tinuado exhortando a saltar sobre la balanza para inclinar el platillo que corres-
ponde a los «monigotes». No obstante esta evidente figuración de la transfor-
mación social como cuestión de equidad y equilibrio, la propuesta de Palacio
excede la temática social-política, pues aunque podamos considerar la fuerte
dimensión política de la novela, habría que concebir ésta como un cuestiona-
miento amplio de la organización del mundo e incluso de la vida en la Tierra,
cuestionamiento que se hace patente al revisar la geometría que rige el organis-
mo social. Cito del capítulo alegórico-paródico «La rebelión del bosque»:

Aquí estoy colgado en el bosque, en uno de estos hermosos bosques de la


ciudad, cercados, amurallados y enrejados como las cárceles. Mano geométrica
del hombre, que tantas cosas buenas hace, con líneas tan bonitas y tan bien
medidas. Hemos dicho aquí: hágase el verde, y el verde ha sido hecho y hemos
trazado una línea para el verde; [...]

Hombre, amor, geometría, árbol, garabato.55



Lo que quiero demostrar aquí es que la figuración geométrica es sis-
temática en la novela y obedece a una interpretación sociopolítica que
deviene existencial sobre cómo esos organismos vivientes que llamamos
ciudades han sido diseñados geométricamente para ordenar el caos de los
objetos y de los seres, a imagen y semejanza de cómo el creador ordenó el
universo. Por eso no es arbitrario que Andrés figure su estado de tranquili-
dad en el encuentro amoroso con la imagen de un volumen:

Por eso yo también estoy lleno, con la tranquilidad del mueble fino que tiene
todas sus superficies lisas y sus junturas cabales, justas y completas.

¿Ves, ves que yo me he comparado con un mueble fino?56

Si seguimos esta figuración, veremos cómo para Andrés el recuerdo de


Ana «es un volumen»57 y cómo en el capítulo de la disección del cadáver lo
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
109

que va a celebrar Andrés es la pérdida de la dimensión estable y consciente


de lo físico, cuando refiriéndose al estado de cadáver señala, por una parte,
que a éste «Ya no le importan sus líneas angulosas y perfiladas» y, por otra,
«¡Qué hermosa la línea del cuello combado! [...] En esa posición muerta
está santificando la actitud espasmódica del mundo».58 De la misma mane-
ra, cuando Ana es amada merece la atención, metonímicamente expresada,
sobre las líneas curvas de su cuerpo: labios, párpados;59 «sus ojos, sus labios,
sus ojos».60 Claramente, entonces, son las líneas curvas las que recogen
el espíritu de vitalidad del mundo, aun en el caso del cadáver, de allí la
preeminencia del cuello y la garganta, depósito de la angustia que parece
intrínseca a la existencia, porque sólo lo curvo puede llenarse y contener.
Incluso la versión negativa de lo curvo, «la barriguita redonda» del señor
alcalde, aparece en el contexto de la presencia de la angustia vital, al igual
que el pecho de la niña rubia que amenaza con estallar. En definitiva, esto
también es congruente con la concepción del ser como alguien que «come,
odia y ama»61 y de la muerte como «dejar de comer, de odiar, de amar»,62
como le dice Andrés a su hijo, cuando le enseña lo que es el mundo.

Dimensión metanovelesca

La dimensión metanovelesca se hace patente al considerar la propia no-


vela como ese espacio vacío que hay que habitar y poblar de signos, especie
de tómbola o remolino donde se han dispersado fragmentos que luego hay
que poner a girar. Lo curioso es que una vez puesta a girar, parece querer
conservarse el orden de las partes. Lo que revela su condición de ciclo vital
es justamente esta necesidad de no releer desde cualquier punto, si bien, ya
el orden de los fragmentos en el interior de la novela adolece de cierta ar-
bitrariedad que no hace más que subrayar la infinitud de lo humano como
problema cósmico, lo que tiene también su reverso posible, la infinitud de
lo cósmico como problema humano.
El proyecto de Palacio en Vida del ahorcado, me parece, por consiguien-
te, es poner en juego la oposición entre la geometría del mundo tal como
está, cuadriculada y voluminosa, la geometría alucinada, pero también ilu-
minada, de quien se sabe oscilante y vacilante entre dos temores: el del
espacio abierto infinito, vacío y tenebroso, espacio por construir y por
marcar, y el de la medida geométrica del ser. La exhortación del capítulo en
GUARAGUAO
110

que la voz ordenadora del texto invita a los señores burgueses y a los seño-
res proletarios, no puede ser más decisiva en relación a realizar un precario
gesto humano de poner luz, es decir, una línea de corte, en las tinieblas del
caos: «Anda, levántate, enciende algo, que estás retardando el equilibrio
definitivo del mundo».63
Entre cubo y campana, se escoge ser el péndulo, un hombre ahorcado.
Una última cita de la novela nos permitirá percibir con patente clari-
dad la concordancia en la concepción artístico-novelesca de nuestros dos
autores:

¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea?


El problema del arte es un problema de traslados. Descomposición y orde-
nación de formas, de sonidos y de pensamientos. Las cosas y las ideas se van
volviendo viejas. Te queda sólo el poder de babosearlas.
¡Eh! ¿Quién dice ahí que crea?64

«Babosear» o volver a crear (como diría Huidobro), es decir, recrear,


o «traducir», como dice Emar, son todas formulaciones equivalentes para
nombrar una práctica literaria que tomando la creación (el universo)
como modelo –aunque no necesariamente como referente– cumple con el
ideal creacionista huidobriano de no imitar a la naturaleza, sino su fuerza
creadora.65 El mundo del arte parece ser un escenario de la disputa entre las
formas creadas (por Dios) y las (de)formaciones creadas por los artistas.

Notas

1
Las vanguardias chilena y ecuatoriana siguen un itinerario similar, a mi parecer, aunque
un poco desplazado en las fechas. La chilena empieza a instaurarse polémicamente desde
los años 1910 hasta inicios de 1920, alcanza plena vigencia desde 1922, aproximadamente,
y hasta la primera mitad de 1930 (1935 especialmente), vigencia no exenta de polémica,
y sufre un repliegue más o menos forzado frente a la arremetida de la tendencia realista
en la segunda mitad de 1930, específicamente en 1938. Como se observa, en términos de
fechas coincido sobre todo con Schwartz (1991), quien propone los años 1914-1938 como
demarcadores de la vanguardia latinoamericana. Para la periodización de la vanguardia
ecuatoriana, sigo a Humberto E. Robles (2006), quien determina las fechas de 1918-1934,
pasando por tres etapas: 1918-1924: «Presencia y recepción polémica de la noción de van-
guardia»; 1925-1929: «Descrédito y desplazamiento de la noción de vanguardia»; y 1930-
1934: «Rezago y descarte de la noción de vanguardia».
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
111

La obra narrativa de Juan Emar y de Pablo Palacio son, en la vanguardia chilena y en la


ecuatoriana, respectivamente, las menos estudiadas en su tiempo, y su relevancia en la mo-
dificación de la práctica narrativa comienza a ser aquilatada esporádicamente en los años 70
y sistemáticamente a partir de los 90 del siglo xx.
2
Las primeras ediciones de Ayer y de Diez son de Zig-Zag, 1935, y Ercilla, 1937, respecti-
vamente. Por razones de disponibilidad, trabajo con las terceras ediciones de cada texto: la
de Ayer es de Ediciones Lom, 1998, y la de Diez es de Editorial Universitaria, 1997. Para
este trabajo, me apoyaré en otros textos de Emar que señalaré en su momento.
He desarrollado un trabajo detallado de lo geométrico en Diez de Juan Emar en mi tesis
para optar al grado de doctora en literatura, titulada «Diez de Juan Emar y la tétrada pita-
górica: iniciación al simbolismo hermético», del año 2004. Un resumen de ésta, de título
homónimo, puede leerse en la revista de la Universidad Católica de Chile, Taller de Letras,
No. 35, Santiago, 2005, pp. 149-166.
3
Trabajo con el texto de la novela de Palacio editado bajo el título general de Obras comple-
tas, Edición crítica, estudio introductorio y notas de María del Carmen Fernández, Colec-
ción Antares, vol. 141, Quito, Libresa, 1997, pp. 209-273.
4
J. Emar, Ayer, Santiago, ediciones Lom, 1998, pp. 34-35.
5
Umbral es la última novela escrita por Juan Emar y se considera su gran obra. Por decisión
de su autor, sólo cuenta con ediciones póstumas, la primera fue parcial, pues contenía el
primer volumen, data de 1977 y se debe a la iniciativa editorial realizada en Buenos Aires
por Carlos Lolhé; la segunda está completa, es decir que consta de los cinco volúmenes
dejados por Emar, es de 1996 y se debe a la Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos
(dibam) de la Biblioteca Nacional de Chile.
6
J. Emar, Umbral, Santiago, Dirección de Bibliotecas, Archivos y Museos, Biblioteca Na-
cional de Chile, 1996, p. 7.
7
Ibíd., p. 8.
8
«Torcuato» es el nombre de una obra que Emar dejó en calidad de manuscrito, la que data
de 1917. Cartas a Carmen, por su parte, es el título de la edición de la correspondencia
entre Emar y su hija Carmen, realizada por Pablo Brodsky.
9
Pablo Brodsky, comp. [1994?], Antología esencial de Juan Emar, prólogo de Brodsky, Dol-
men, 1994.
10
Carlos Piña, «El delirio biográfico de Juan Emar», Taller de Letras, No. 26, 1998.
11
Patricio Lizama, «’Frente a los objetos’: Fragmento de Juan Emar», Taller de Letras No.
26, Universidad Católica de Chile, 1998, pp. 137-141.
12
P. Brodsky, Antología esencial de Juan Emar, p. 8.
13
Patricio Lizama, «Emar y el deseo de otra esencia para la vida», Paréntesis, 8 (marzo
2001).
14
Ibíd., p. 29.
15
J. Emar, Ayer, p. 15.
16
Ibíd., p. 19.
17
Patricio Lizama, «’Frente a los objetos’: Fragmento de Juan Emar», Taller de Letras, No.
26, Universidad Católica de Chile, 1998, pp. 137-141.
18
J. Emar, 1998, p. 53.
GUARAGUAO
112

19
Ibíd., p. 52.
20
Ibíd., p. 1130.
21
Ibíd., p. 53.
22
Ibíd., p. 84.
23
Ibíd., p. 86.
24
Cfr., G. Bachelard, 1991.
25
Esta expresión es comúnmente atribuida a Pascal, como lo hace, por ejemplo, Edgar Alan
Poe en su Eureka. Para su genealogía, puede consultarse Borges, «La esfera de Pascal» y «Pas-
cal» (Otras inquisiciones), así como el Diccionario de filosofía de Ferrater Mora, art. esfera.
26
J. Emar, Diez, Santiago, Editorial Universitaria, 1997, p. 52.
27
J. Emar, Ayer, p. 79.
28
El número cuatro y su equivalente geométrico, el cuadrado, así como el número diez y
su equivalente, el círculo, no son nunca expresados literalmente en los textos de Emar. No
obstante, los protagonistas suelen tener preferencia por la cifra catorce, como se manifiesta
en la novela Un año y en el cuento «El unicornio». Recuérdese que en Ayer, las leonas del
zoológico son 14. Dentro de mi lectura, esta preferencia podría explicarse por ser el catorce
la suma de cuatro más diez. El cuatro y el diez son las dos cifras claves de la tétrada pitagó-
rica, donde 1+2+3+4 =10.
29
Ibíd., p. 38.
30
Ibíd., p. 57.
31
Como se observa, al poner estos factores en conjunto, la enumeración recuerda el con-
cepto de heterotopía tal como lo explica Michel Foucault (1966) en el prefacio a su Las
palabras y las cosas (Les mots et les choses).
32
Ibíd.
33
Ibíd., p. 97.
34
J. Emar, Diez, p. 52.
35
Juan Emar, Notas de Arte: (Jean Emar en La Nación: 1923-1927), Estudio y recopilación
de Patricio Lizama, Santiago, Ril editores/Centro de Investigaciones Diego Barros Arana,
2003, p. 55.
36
Patricio Varetto, «Emar, la tradición literaria y los otros a través de ‘Un Año’», Pluma y
Pincel No. 165, 1996.
37
Ibíd., p. 37.
38
J. Emar, Notas de arte…, 2003, p. 121.
39
Ibíd., p. 127.
Hay que reconocer que no sólo la obra emariana sino también la de Huidobro es suscepti-
ble de ser interpretada a la luz de la teoría cubista, como lo demuestra para el caso de este
último, Estrella Busto Ogden en su El creacionismo de Vicente Huidobro en sus relaciones
con la estética cubista. Se trata de una vía de análisis que tiene su propio rendimiento, sin
embargo, mi interés es investigar el sistema poético emariano en su valor intrínseco, que
aun coincidiendo en algunos aspectos con otros sistemas, explica la singularidad de Emar
en las letras nacionales y continentales, y esto incluso dentro del mismo movimiento van-
guardista.
40
Ibíd., p. 139.
Cecilia Rubio • La narrativa de Juan Emar y la novela Vida del ahorcado de Pablo Palacio...
113

41
Lastra, Pedro, «Nota Preliminar», Umbral por Juan Emar, Santiago, Biblioteca Nacional,
x-xv, 1996.
42
J. Emar, Umbral, p. xiv.
43
P. Brodsky, edit., Cartas a Carmen. Correspondencia entre Juan Emar y Carmen Yánez
(1955-1963), prólogo, selección y notas de Brodsky, Santiago, Cuarto propio, 1998, p.
80.
44
P. Palacio, Obras completas, p. 237.
45
Ibíd., p. 248.
46
Ibíd., p. 258.
47
P. Palacio, Obras completas, p. 235.
48
Ibíd., p. 241.
49
Ibíd., p. 256.
50
Ibíd., p. 259.
51
Ibíd., p. 272.
52
Ibíd., p. 273.
53
Ibíd., p. 213.
54
Ibíd., p. 222.
55
Ibíd., p. 243.
56
Ibíd., p. 237.
57
Ibíd., p. 252.
58
Ibíd., p. 226.
59
Ibíd., p. 229.
60
Ibíd., p. 230.
61
Ibíd., p. 256.
62
Ibíd., p. 258.
63
Ibíd., p. 214.
64
P. Palacio, Obras completas, p. 222.
65
Cfr. Manifiesto «Non Serviam».

Bibliografía

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Brodsky, Pablo, comp. [1994?], Antología esencial de Juan Emar, prólogo de Brodsky,
Dolmen, [1994].
–– edit., Cartas a Carmen. Correspondencia entre Juan Emar y Carmen Yánez (1955-
1963), prólogo, selección y notas de Brodsky, Santiago, Cuarto propio, 1998.
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GUARAGUAO
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––, «Cartas a Carmen (Correspondencia entre Juan Emar y Carmen Yáñez, 1957-
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––, «Emar y el deseo de otra esencia para la vida», Paréntesis No. 8, marzo 2001.
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María del Carmen Fernández, Colección Antares, vol. 141, Quito, Libresa,
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sidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador, 2006, 2a. ed.
Rubio, Cecilia, «Diez de Juan Emar y la tétrada pitagórica: iniciación al simbolis-
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Schwartz, Jorge, Las vanguardias latinoamericanas: textos programáticos y críticos,
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Varetto, Patricio, «Emar, la tradición literaria y los otros a través de ‘Un Año’»,
Pluma y Pincel No. 165, 1996.
Wallace, «Cavilaciones de Juan Emar», Tesis de Licenciatura en Humanidades,
Santiago, Universidad de Chile, 1993.
Pablo Palacio y Gilberto Owen:
la novela de vanguardia
Celene García Ávila

Universidad Nacional Autónoma de México

G ilberto Owen incursionó en la novela vanguardista en 1925 con


La llama fría y en 1928 con Novela como nube. Pablo Palacio escribió
Débora (1927) y Vida del ahorcado (1932). En este trabajo propongo un
ejercicio de lectura para comparar estas cuatro obras. Si bien no hay noticia
de que el ecuatoriano y el mexicano se hayan conocido personalmente,
es justo decir que compartieron problemas y atmósferas similares por ser
latinoamericanos y viajeros de la misma época. Además, hay entre ambos
ciertos aspectos comunes referentes a sus respectivas biografías, lo cual bien
puede predisponer ciertas semejanzas en la sensibilidad irónica y el humor
anticonvencional. El ejercicio de comparar las obras narrativas de Palacio y
de Owen puede ampliar la perspectiva acerca de cómo se manifestaron las
vanguardias en nuestros respectivos países durante las décadas de los años
1920 y 1930.

Biografía: puntos en común

Si la vida de Pablo Palacio casi se convirtió en leyenda, Gilberto Owen


parece empeñarse en dejar en su propia obra rastros de la leyenda de su
vida, sin terminar de contarla cabalmente. Ambos escritores experimen-
taron en su infancia la orfandad y el estigma social de haber sido «hijos
ilegítimos». Si Pablo Palacio rechazó a su padre cuando éste trató de re-
conocerlo demasiado tarde, Owen parece no haberse curado nunca de la
nostalgia de la pérdida del padre, supuestamente muerto, el gambusino
rubio que venía de Irlanda. Si Palacio rechaza el apellido «Costa» de su
padre y emplea orgullosamente el de su madre (Angelina Palacio), Owen,
por su parte, se debate entre el empleo del apellido Estrada, con el cual
lo registró su madre tanto civilmente como en el acta de bautismo, y el

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 115-132


GUARAGUAO
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mítico «Owen» del padre al cual parece haber conocido sólo por medio de
un retrato.1 Gilberto Owen (mayo 1904-1952) no padeció de locura como
Pablo Palacio (1906-1947), pero sí cayó en un alcoholismo fulminante
y padeció ceguera en la etapa final de su vida. Ambos escritores vivieron
corta pero intensamente. Otro aspecto común a ambos es el ejercicio de la
labor periodística, la traducción y el pronunciamiento público acerca de
los conflictos políticos y sociales de la época. Ha quedado prácticamente
inédita la prosa periodística de Gilberto Owen en su etapa colombiana.2
Desde el 1 de julio de 1928, Gilberto Owen trabaja para el servicio
exterior de México. En un principio, se desempeña como auxiliar del con-
sulado mexicano en algunas ciudades norteamericanas; el 6 de abril de
1931 recibe el aviso de viajar a Lima, como encargado del consulado co-
rrespondiente, del cual toma posesión el 27 de julio de 1931. Pero, acusada
de intervenir en asuntos internos, la legación de México en Perú se traslada
a Panamá el 12 de mayo de 1932, mientras «el escribiente Gilberto Owen»
fungía como encargado. A partir de estas fechas puede constatarse la fuerte
simpatía que Owen desarrolló por el pensamiento de izquierda (cabe seña-
lar que no se ha valorado hasta el momento la importancia de este hecho
en su obra).3 Owen confiesa que en su juventud se interesó –junto con
Jorge Cuesta– en estos asuntos: «Juntos leímos, por ejemplo, El capital.
A mí me dio un sarampión marxista que me duró algunos años y que fue
álgido durante las jornadas del APRA en Lima, causantes de mi bien ga-
nada destitución».4 Durante ese periodo conoció a su amigo Luis Alberto
Sánchez y al mismo Víctor Raúl Haya de la Torre,5 fundador del APRA.
Sin embargo, las prosas periodísticas bogotanas de El Tiempo comprueban
que el «sarampión marxista» le duró a Owen largo rato.
Por cierto, el mexicano hizo escala en Guayaquil, ciudad a la que fue
destinado a mediados de 1932 y en la cual siguió defendiendo la causa
peruana. Pero las labores institucionales no eran compatibles con las cau-
sas políticas de vanguardia y, por lo tanto, Owen fue destituido en 1932
del cargo consular. Por testimonio del mismo Owen, se puede determinar
que su grado de participación en las causas socialistas fue muy activo; con-
fiesa en una carta a Alfonso Reyes: «Me alegra que quedó perfectamente
establecido, en ideario y plan de acción, el Partido Socialista Ecuatoriano,
que dirige nuestro amigo Benjamín Carrión,6 y agrega que también en
Colombia defendía la causa aprista desde los periódicos.7 En ese mismo
año, Pablo Palacio es nombrado Subsecretario de Educación por Benja-
Celene García Ávila • Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia
117

mín Carrión, Ministro de Educación del gobierno presidido por Alberto


Guerrero Martínez. Ambos escritores tuvieron como amigo común a
Benjamín Carrión, pero eso no indica que se hayan conocido uno al otro.
Como prueba de que Gilberto Owen estuvo en Quito en 1932, se cuenta
con el valioso rescate de la correspondencia entre el mexicano y el ecuato-
riano Benjamín Carrión.8
Tanto Palacio como Owen se sumaron a la utopía comunista que cauti-
vó a muchos intelectuales que se encontraban en plena creatividad a finales
de los años veinte y durante las décadas de los treinta y cuarenta. No hace
falta mencionar la filiación de Pablo Palacio al Partido Socialista Ecuato-
riano desde 1926, año de su fundación: sabido es de sobra su compromiso
con las causas justas. Hay que subrayar, también, que ninguno de estos
dos escritores se dejó seducir por el canto de sirenas del poder. A pesar de
que Owen estuvo muy cerca del presidente Eduardo Santos y del gabinete
liberal que llegó a la presidencia de Colombia a finales de los años treinta
(Ernesto Santos había sido el director de El Tiempo y fungió como el bene-
factor de Owen cuando éste llegó a Bogotá), nunca más se inmiscuyó en
asuntos que tuvieran que ver con la institucionalidad gubernamental (aun
si ésta la detentaran los liberales). En tanto que, si bien Pablo Palacio tuvo
toda la disposición para colaborar con su país desde el puesto público de
Subsecretario de Educación, su gestión fue breve porque el mandato de
Velasco Ibarra provocó una revuelta social en Ecuador; Palacio prefería su
cátedra universitaria de profesor de Historia de la filosofía, el ejercicio del
periodismo y el cultivo de su obra literaria. Ambos terminaron por recono-
cer los límites de su participación como escritores en la sociedad y parecen
haberse desencantado de las agrupaciones políticas de izquierda, lo cual no
significa que hayan dejado de lado sus ideales; al contrario, eligieron, para
defender sus puntos de vista, la plataforma individual del periodismo.9

La novela de vanguardia: un estilo irreverente donde encarna el vacío

Si lo expuesto hasta aquí fuera poco para señalar similitudes, habría


que estudiar las novelas sui generis que ambos escribieron, tratando, muy
probablemente, de aproximarse a los experimentos en prosa que autores
europeos (André Breton, Henry Michaux, Max Jacob), norteamericanos
(Gertrude Stein, William Carlos Williams) y algunos hispanoamericanos
GUARAGUAO
118

(Oliverio Girondo, Felisberto Hernández, Julio Garmendia, Macedonio


Fernández, Martín Adán) ofrecían a sus lectores. Además, considero ne-
cesario seguir insistiendo en el hecho de que en América Latina los movi-
mientos de vanguardia «se cocinaron» de manera particular; se puede afir-
mar que entre la vanguardia política de izquierda y la vanguardia literaria
que subvertía formas y cánones tradicionales no hay, necesariamente, ba-
rreras infranqueables. Humberto E. Robles comenta al respecto, tomando
en consideración la obra de Icaza y Palacio: «Ambos reflejan una sociedad
en crisis. Así que ya no es posible separarlos diciendo, e.g., que uno tiende
más hacia la experiencia urbana y el otro hacia la agraria; tampoco que al
uno le interesó lo subjetivo y al otro lo colectivo».10
Owen y Palacio serían dos ejemplos de mesura y de búsqueda estéticas,
pues aunque influidos por el surrealismo, entre otras tendencias vanguar-
distas, se acercaron críticamente a los movimientos europeos. Y aunque se
manifestaron como socialistas convencidos, se cuidaron mucho de confun-
dir la militancia con la literatura. Estetas comprometidos, simpatizantes
críticos de la izquierda.
El cuestionamiento a los nacionalismos a ultranza, así como a los go-
biernos injustos e ineficaces o a la moral caduca, se manifiesta en estos dos
autores al mismo tiempo en la revolución de las formas, en la mezcla de
tipos genéricos, en la polifonía de voces narrativas y en la fragmentariedad
de los textos. Parece ser la prosa el mejor medio para la conjunción de
ambos intereses. Sin embargo, ni Palacio ni Owen caen en la tentación
del texto panfletario, por lo cual hay que buscar las críticas al orden social
(sea en el ámbito político o moral) en la sutileza de la trama, desdibujada a
propósito y centrada con insistencia en la vida interior de los personajes.
Si se toma en cuenta que las cuatro novelas fueron escritas y publica-
das entre los años de 1924 y 1932, no puede pasarse por alto el hecho de
que durante ese periodo Breton había ya lanzado dos manifiestos. En el
primero (1924) explica uno de los «Secretos del arte mágico surrealista»
en la sección «Para escribir falsas novelas», donde recomienda para este
propósito: «cambiar la aguja pasándola de ‘Tiempo estable’ a ‘Acción’, y se
habrá realizado el truco». En cuanto a los personajes, comenta el jefe del
suprarrealismo que tienen «una apariencia bastante desorbitada»; asegura,
además, que cuando la reflexión, la observación y las facultades de generali-
zación fallen, ellos te prestarán mil intenciones que nunca tuviste». Como re-
sultado de la autonomía del personaje, se llegará a un «desenlace emocionante
Celene García Ávila • Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia
119

u optimista que te importa poco». Considerando dichos consejos, «tu falsa


novela imitará maravillosamente una novela verdadera».11
Si bien era imposible no tener noticia de las ideas de Breton sobre el arte
de escribir falsas novelas, tampoco se puede afirmar que los hispanoamerica-
nos Palacio y Owen simplemente trataban de imitar los experimentos van-
guardistas de moda en Europa. Botones de muestra hay muchos, pero puede
recurrirse en este momento a la reseña de Nadja (1928), de André Breton,
escrita por Jaime Torres Bodet para Contemporáneos, la cual bien podría
titularse «la monotonía de lo extraordinario». Esta reseña puede entenderse
como una crítica al procedimiento de la «coincidencia» que se privilegia en
la novela del francés frente a una noción más bien clásica de composición
artística, defendida por el reseñista: «frente a esta manía de convertirlo todo
en milagro, la actitud artística viene a ser la de convertir, a su vez, todo mi-
lagro en transparencia, en aire mismo de nuestra respiración».12
Tanto en Palacio como en Owen hay una necesidad que, empleando
una metáfora, calificaré de «omnívora» y que parece subordinarse única-
mente al gusto literario de cada escritor. Para Owen es esencial, por ejem-
plo, el André Gide de Les nourritures terrestres (primera edición en 1897,
reediciones de la época aparecieron en 1921 y en 1927). También están los
precedentes de Ulysses, de James Joyce, en la narrativa (1922), así como The
Waste Land (1922), de T. S, Eliot, en la poesía. En estos textos como en
muchos otros que se publicaron durante las décadas de los veinte y trein-
ta en el siglo xx (Virginia Woolf, William Faulkner, Jean Cocteau, etc.),
hay una necesidad por discutir las convenciones acerca de cómo debería
escribirse una narración, de modo que los escritores se dieron a la tarea de
innovar el discurso narrativo en todos sus aspectos.
Una de las críticas más fuertes que pueden inferirse de las cuatro no-
velas es la condición de la vaciedad del hombre del siglo xx, pues la expe-
riencia del vacío está relacionada con la incompatibilidad entre los deseos
individuales y las condiciones de vida que impone la sociedad.
Débora es la historia del Teniente, un personaje que no termina de estar
bien delineado, que contrasta con los personajes de las novelas realistas.
Aquí, como en las novelas de Owen, el personaje principal se refugia en la
ensoñación y se aparta de la acción. El Teniente, como Ernesto (personaje
central de Novela como nube), es un personaje anodino, quien, temeroso
de su fracaso ante las mujeres, va en busca de opciones fáciles, primero con
prostitutas y luego intenta seducir a una vecina. En el fragmento «Barrios
GUARAGUAO
120

bajos», el teniente recuerda algunos detalles de sus visitas a dichos lugares;


y hacia el final del texto se presentan reflexiones más generales sobre la im-
posibilidad del amor y de la bondad, a propósito de los «niños, arrojados
como trapos; dormidos, con la piel sucia al aire»:
Hijo de la habitación trajinada; hija de la agencia humana: tu madre te echará
a la calle.
Serás ladrón o prostituta.
De hambre te roerás tus propias carnes.
Algún día te acorralará la rabia, y, no teniendo cosa más brutal que hacer,
vomitarás sobre el mundo tus desechos. Estará bien que devuelvas el préstamo
usurario: deyección de una deyección, que es como el monto en las operacio-
nes de contabilidad.13

Vida del ahorcado indica en el subtítulo «novela subjetiva» la naturaleza


de los hechos relatados. Destaca la composición fragmentaria y el cambio
de voces, así como la inestabilidad en la voz del narrador. En este texto
también se desvanecen las fronteras supuestamente definidas de lo que
pertenece a la realidad y lo que ocurre en la imaginación del personaje; hay
una necesidad de explorar los deseos y los instintos, en contraste con las
exigencias sociales. El «cubo» oprime y cuando el personaje sale a pasear al
campo con su amada, tampoco halla el descanso que busca. A la manera
de un diario, Andrés Farinango deja abiertas las páginas de su intimidad, y,
entre ellas, se encuentran algunas afirmaciones respecto de la desventajosa
situación del «chiquitito país» donde se ubica la acción. Es esta novela la
que más explícitamente se manifiesta en contra de la explotación y de la
injusticia; para ello se recurre con frecuencia a la ironía o a la violencia, ya
sea verbal o visual; además, este tema se trata como una crítica también a
los intelectuales y artistas aliados al poder. El segmento «Hambre» es una
muestra clara de dichos procedimientos:
El Gobierno de la República ha mandado insertar en los grandes rotativos del
mundo esta convocatoria escrita en concurso por sus más bellos poetas:
¡Atención! Subasta pública
Atención, capitalistas del mundo:
El Chimborazo está en pública subasta. Lo daremos al mejor postor y se admi-
ten ofertas en metálico o en tierra plana como permuta. Vamos a deshacernos
de esta joya porque tenemos necesidades urgentes: nuestros súbditos están con
Celene García Ávila • Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia
121

hambre, por más que tengan promontorios a la ventana. Hoy es el Chimbo-


razo, mañana será el Carihuairazo y el Corazón; después el Altar, el Illiniza,
el Pichincha. ¡Queremos tierra plana para sembrar caña de azúcar y cacao!
¡Queremos tierra para pintarle caminos!14

En La llama fría el narrador-personaje regresa a su pueblo a buscar a


Ernestina, una muchacha de la cual estaba enamorado en el pasado, pero
sus recuerdos no coinciden con lo que encuentra a su retorno; precisamen-
te el desajuste entre el recuerdo, las expectativas de la imaginación y lo que
el personaje encuentra sirven como asunto para reflexionar y para exponer
las introspecciones del personaje, más que para crear una trama cronoló-
gica. En La llama fría el tema del hijo pródigo que regresa a su pueblo de
visita es central, porque los hechos se desdoblan en el desajuste de lo que
recuerda el personaje de su pasado y lo que va encontrando; el narrador-
protagonista cuenta cómo se ha transformado y se enfrenta a sí mismo
con los elementos del paisaje: «Me detengo un punto, algo ruborizado, al
comprobar que, ahora, no me acoge el menor temblor, no estoy ya me-
lancólico [...] Es indudable que, sin darme cuenta he crecido un poco».15
La llama fría es un texto ensimismado entre el punto de vista del narrador
personaje respecto de un pasado, ubicado diez años antes del momento de
la enunciación presente, en el cual se subraya la distancia respecto de la
vida provinciana:

Me animo a tomarla del brazo, mistificador, para que crean los vecinos que
nos amamos; pero es indudable que aquí nos conocen demasiado y no olvidan
nuestras edades respectivas. Las muchachas de aquellos días pasean ahora su
prole y su grasa, con ese contoneo gallináceo de las matronas, vestidas con un
mal gusto imponderable.16

La «farsa romántica» se desarrolla también en Novela como nube, que
consta de dos partes: «Ixión en la tierra» e «Ixión en el Olimpo», cada
una de trece fragmentos (el número no es accidental, sino que pertenece
a la simbología personal de la obra oweniana); el título está motivado por
el mito clásico. Néfele, la Hera falsa hecha de nubes es, en el texto de
Owen, su propia novela, que se parece a las verdaderas; ésta es la opinión
de Florence Olivier: «El novelista, por su parte, al igual que Zeus reme-
dando a Hera en la nube, remeda una novela en la nube. ¿Todopoderoso?
GUARAGUAO
122

Sí, sólo que para el remedo».17 Ixión, además de quebrantar las normas,
carece de decoro; el personaje se muestra ingrato y soberbio, por eso su
condena es infinita. El texto de Owen es nube porque la mayor parte de
las acciones está sujeta al azar del recuerdo, la memoria o la imaginación,
a la manera de Proust.18 En la lírica epístola que Gilberto Owen dirige a
Benjamín Carrión, se juega con el motivo de la nube, con sus cualidades
sensibles y se subraya su carácter contradictorio de no tener una forma
(«nube monstruosa») o de tenerlas todas (esta capacidad para la metamor-
fosis es el «deber de la nube»): «Se nos repite demasiado nuestro deber de
ser inteligentes. Se nos encarcela en una nube en forma de ciudad […]
Nosotros pensamos y a nuestro tacto nada nuevo se ofrece, porque todos
los senos tienen en una nube el mismo contorno alguna vez, y alguna vez
ningún contorno». Pese a que la carta es posterior a Novela…, considero
que las ideas desarrolladas sobre el motivo de la nube son pertinentes para
relacionarlas con el tema de la metamorfosis, parodiado en Novela al re-
presentar en Ernesto a un Ixión moderno.19 Los atrevimientos de Ernesto
–el personaje principal– fracasan tanto como los de Ixión, pero son menos
audaces porque el héroe del siglo xx es más nimio y abúlico que el de la
antigüedad. Owen inscribe en el título un señalamiento acerca del tipo de
discurso literario que presenta: una novela que se desvanece como nube,
o que se conglomera en fragmentos. También en Novela como nube, hay
una multiplicación de espacios interiores que dejan de coincidir con los
lugares reconocibles en la realidad; Ernesto se obsesiona por recuperar sus
recuerdos y los incorpora con cierta angustia a su situación presente: «al
despertar, queda abrumado por el peso de tantos recuerdos de su sueño,
más grávidos aún por el desorden, que los hace apretarle, desequilibra-
damente, en sólo algunos trechos de su memoria». Si en La llama fría la
trama es intimista –si bien con puntos de vista irónicos que tienen como
finalidad desenfocar los hechos, apartarse de ellos para percibir una mirada
autocrítica– en Novela… se nota, en cambio, que en la trama, intimista
también, hay una necesidad de subversión más fuerte, llevada a cabo en
distintos planos. Por una parte, se multiplica el procedimiento narrativo
de alterar las «tramas mitológicas» tradicionales (se adaptan, se modifican;
se juega con ellas) al cual recurrió anteriormente Owen, pues en La llama
fría, se habla de Ernestina como una sirena envejecida y sin voz, así como
de un Odiseo inútilmente atado al mástil de la balsa, ajeno a la escucha
de cantos inexistentes. Por otra parte, la crítica a la vida provinciana en
Celene García Ávila • Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia
123

Pachuca, donde está la casa del tío de Ernesto, Enrique, es más directa y
ácida.20 Por ejemplo: «En las escuelas de Pachuca, ¡qué fácil será entender
que la tierra es redonda! Pero no cóncava sino convexa, y que la naranja
lo es, vista desde adentro, la otra mitad del cielo».21 O bien: «Los literatos
locales sollozan: –¡Ay, cómo ahoga este ambiente, ay! Y esos señores de
bigote que abundan en las provincias hacen de la plaza municipal la vitrina
de un expendio de postizos–.22
Por último, se manifiesta abiertamente el repudio a la moral provincia-
na, por su hipocresía y excesos. En el segmento «20, la víctima», se habla de
la necesidad de ubicar los hechos de la trama mitológica prestada de Nove-
la… en esa «ciudad agria» como ninguna («Si yo conociera un paisaje más
austero, más aún del cubismo, me habría ido allá a pensar mi novela»).23
Se explica la austeridad recurriendo a la presencia de los cíclopes, «unos
hombres fuertes, alegres y violentos. Vienen del Real. Bajan del monte a
beberse los licores de los de Pachuca, y cargan de paso con sus mujeres».24
La tolerancia frente a esta situación se califica como comprensible por «le-
gal e hipócrita»25 y correspondiente al ambiente y a la época. Se ridiculiza
también el celo en el cuidado de las mujeres; Ernesto cortejaba a Elena con
un balcón de por medio y, por lo tanto, sólo podía platicar con ella, que
tenía un interés enciclopédico: «Pero estaba sumamente alta para hacer
diccionarios con éxito. Cuando iba en la B se casó, y no con el de afuera,
sino con otro que llegó por dentro, como Dios manda».26 Es decir, Elena
se casó con el tío Enrique.
A manera de conclusión acerca de este recorrido en el cual traté de ana-
lizar el tipo de conflictos que viven los personajes de las cuatro novelas –al
enfrentarse como individuos a las exigencias sociales del mundo–, se puede
afirmar que todos los personajes centrales optan por algún tipo de fuga o
refugio: el sueño, el recuerdo, la escritura, la ensoñación, el privilegio de la
subjetividad; todos apuestan por una especie de «renuncia a los datos exac-
tos del mundo por buscar los datos exactos del trasmundo».27 Del Teniente
se dice: «Y la primacía del sueño sobre sus actos le inutilizaba, le debilitaba
como un baño caliente».28 En la obras de Palacio, los temas de contenido
social (la pobreza, la política, la economía) están presentes de manera ex-
plícita. En tanto que Owen se muestra más precavido y solamente discute
por medio de sus personajes el asunto de la moral, tiende a hacer reflexio-
nes más relacionadas con el arte, pero también lleva a cabo una disección
de la vida provinciana que rechaza por estrecha. Sin embargo, a partir de la
GUARAGUAO
124

década de 1930, Owen comparte el ideal de aspirar a una vida más justa y
se vuelve simpatizante del pensamiento de izquierda, tal como se compren-
de al leer la prosa periodística de su etapa colombiana. Palacio también
explora los espacios suburbanos, el barrio, y aprovecha para describir críti-
camente, en Débora, dos bandos de la sociedad ecuatoriana de su ficción:
«los gemebundos son los legítimamente heridos. Viejos fieles a lo viejo»;
«los neogemebundos son los revolucionarios, del lápiz o de la pluma. Han
hecho malabares con las palabras o han torcido las líneas, pero sobre la base
de los recuerdos».29 En cuanto al empleo del lenguaje y de las técnicas na-
rrativas, ambos se preocupan por lograr un estilo poético, unas transiciones
sorpresivas y una visión de conjunto fragmentaria y compleja.

Para una poética de la novela-antinovela


(subjetiva-como nube-guillotinada)

Tanto Palacio como Owen reflexionan en sus ficciones sobre el arte de


hacer antinovelas, o falsas novelas como proponía Breton en su primer ma-
nifiesto. En el cuento «Novela guillotinada», el narrador explica con qué
elementos de la cotidianidad burguesa va a escribir su novela, truncada al
final por el propio creador, pues pareciera que el héroe no da para más. En
el título mismo de Novela… y Vida… hay algo trunco, una impotencia,
un vacío, la contradictoria vivencia de estar no estando. La misma sensa-
ción de mediocridad que se desenvuelve en Vida del ahorcado está en el
fondo de la novela-nube de Owen con el mito de Ixión vuelto a contar,
pero también en La llama fría y en Débora se representa a los protagonistas
como seres con una alta conciencia del ridículo. Es decir, los personajes no
destacan por su excepcionalidad, sino por su necesidad de viajar al interior.
La frase que se presenta en «Grito familiar», de Vida…, podría explicar, en
su conjunto, el sumergimiento en la subjetividad que se hace necesario en
estas ficciones, pues frente a la decepción, frente a la incapacidad de ha-
llarse en el mundo, se emprende una defensa de lo individual: «Tu ternura,
tus pasiones, tus actos, son tuyos. ¡Ay del que quiera limitarte el dominio
de lo único que tienes! ¡Ay!».30
Además, en estos cuatro textos, los respectivos narradores tienen cui-
dado de marcar sus diferencias respecto de lo relatado, incluso cuando se
trata de un narrador-personaje, como en La llama fría; en este caso hay un
Celene García Ávila • Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia
125

distanciamiento respecto de sí mismo, en el pasado y en el momento de la


enunciación: «Monologamos, conversando a solas con nuestro egoísmo; ya
no la invitación al viaje; ¿qué niebla londinense me impediría ver siempre
su rostro [el de Ernestina] enrojecido?».31 En Novela como nube se insiste:

Ya he notado, caballeros, que mi personaje sólo tiene ojos y memoria; aun


recordando sólo sabe ver. Comprendo que debiera inventarle una psicología
y prestarle mi voz. ¡Ah!, y urdir, también, una trama, no prestármela mito-
lógica. ¿Por qué no, mejor, intercalar aquí cuentos obscenos, sabiéndolos yo
muy divertidos? Es que sólo pretendo dibujar un fantoche». Sin embargo,
no os vayáis tan pronto, los ojos, de este libro. A mí me ha sucedió esta cosa
extraordinaria:»32

En el diario de Andrés Farinango se lee: «Yo estaba en ausencia. Estaba


ahí y no estaba. Esperaba algo y no esperaba nada. Una pasión crecía en
mí y yo luchaba por cegarla. Soy mi enemigo».33 Y un poco más adelante,
se describe al personaje con cierto menosprecio: «Estás hecho un estúpido,
Andrés […] Andrés, borriquito».34 Para el narrador de Débora, el Teniente
es un ser chato y corriente; por lo tanto, la historia que va a contar se deba-
te entre «el vacío de la vulgaridad y la tragedia de la genialidad», ser ridícu-
lo o ser martirizado. Finalmente, se toma una determinación al respecto:
A los geniales se les atraganta el momento genial como el bolo a los
atragantados.

Es por esto que eres vulgar. Uno de esos pocos maniquíes de hombre hechos a
base de papel y letras de molde, que no tienen ideas, que no van sino como una
sombra por la vida: eres teniente y nada más. […] Edgardo, héroe de novela,
martirizado por la perpetuidad de las evocaciones, alguna vez amanecerá col-
gado a la ventana del gregarismo, finalizada por la escala de seda del desprecio.
Sólo quedará el fantoche, huyendo cada vez más, sediento de la revelación.35

Dentro de las tramas de estas narraciones se abren paréntesis para ana-


lizar los propósitos que se persiguen y las razones de elegir formas de narrar
que atentan contra la tradición. Se explica en Novela…: «el determinismo
quiere, en mis novelas, la evolución de la nada al hombre, pasando por el
fantoche. La escala al revés me repugna».36 La mirada crítica del narrador
sobre sus personajes (aun si el personaje es él mismo) parece indicar que
los autores tomaron muy en cuenta la sugerencia de Breton para crear los
GUARAGUAO
126

personajes de las falsas novelas (en el Primer manifiesto del surrealismo):


tendrán «un número limitado de características físicas y morales»; en cuan-
to a la actitud del creador, el líder surrealista pensaba que el autor no estaba
obligado a ocuparse de la «línea de conducta» que eligiera el personaje,
quien debería actuar de manera un tanto caprichosa, como los verbos de
forma impersonal de la gramática francesa.
Por otra parte, se propone el carácter incompleto de la historia relatada.
Dice Palacio: «He aquí la novela guillotinada. Un curioso profundizará su
ojo con el microscopio para buscar en los muñones que deja el corta frío las
cristalizaciones romboidales».37 En Débora, el narrador se metamorfosea
en distintas voces y presenta su historia no como un camino definido sino
como una trama que se podría ir componiendo con distintas posibilidades,
de modo que la historia misma está en marcha. A ratos, el narrador se de-
tiene y reflexiona acerca de las posibles encrucijadas que podría tomar su
relato; se burla así de la corriente realista que proporciona una falsa ilusión
de orden: «La novela se derrite en la pereza y quisiera fustigarla para que
salte, grite, dé corcoveos, llene de actividad los cuerpos fláccidos; mas con
esto me pondría a literaturizar. Estas páginas desfilan como hombres en-
corvados que han fumado opio». Luego agrega: «La novela realista engaña
lastimosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da
una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se calla, no interesa-
ría a nadie».38 Para Palacio, los relatos realistas son un embuste.
Un concepto similar acerca de lo verídico se encuentra en Novela…, en
la cual se afirma respecto de uno de los relatos de Ernesto «tenía demasiada
ilación para ser verídico. No era siquiera verosímil».39 En Débora se aclara
aún más esta oposición a la representación tradicionalmente llamada rea-
lista; para ello, se recurre al concepto de orden: «el orden está fuera de la
realidad, visiblemente comprendido dentro de los límites del artificio».40
Dicha idea se reafirma en Vida…: «El problema del arte es un problema
de traslados. Descomposición y ordenamiento de formas, de sonidos y de
pensamientos. Las cosas y las ideas se van volviendo viejas. Te queda sólo
el poder de babosearlas».41 Así, la acción de crear pierde su halo de origina-
lidad. En «Reencarnaciones» se dice que: «Después de su muerte, el poeta
Armando, que en vida había sido un príncipe de las delicadezas, reencarnó
su espíritu exquisito en el equipo basto de un alazán de pocos ánimos»; en
consecuencia, fuese por la acción de las espuelas del «animal del dueño»
o por el «largo pico» de un «estremecido colibrí»,42 al poeta se le hunde,
Celene García Ávila • Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia
127

espolea, pica, succiona. Quizá aquí se critica el hecho de concebir el arte


como una actividad exquisita, refinada o superior. Podría entenderse que
la acción de crear está muy cercana a la belleza del cadáver que mira el di-
secador, a quien le es posible reorganizar la «belleza descuidada y donosa»:
«Se puede hacer de él lo que en vida no pudo hacer de sí mismo».43 Parece
subrayarse, desde este punto de vista, la impotencia que conlleva el acto de
la creación pura. Que lo único posible sea «babosear» las cosas, quizá aluda
a un desencanto o a una resignación. Hay, en todo caso, una intención de
desacralizar el arte por medio de propuestas irreverentes con la tradición.
Se reconoce en las ideas vertidas en las antinovelas de Palacio y de Owen
los propósitos de algunos movimientos de vanguardia como el suprarrea-
lismo, que defendía la creación de ficciones compuestas por medio de la
yuxtaposición de tiempos, espacios y acciones; la fragmentariedad narrati-
va y la ruptura de la causalidad; se argumentaba que la realidad estaba más
cerca de este aparente caos que del bien organizado universo de la típica
narrativa realista.
En sus dos novelas, Owen pone en entredicho las fronteras de la vigilia
y del sueño, de la realidad y de la imaginación, del presente y del recuerdo.
En las conversaciones en monólogo de La llama fría, el narrador personaje
recomienda: «Hay que volverse un poco caracol, Ernestina, y estarse oyen-
do las voces de adentro, las palabras insensatas y eternas que se aprendieron
en otros mundos y que los sordos no nos perdonan».44 Sin embargo, el
mismo narrador personaje insiste en la imposibilidad de hacer coincidir
ese mundo interior, donde el recuerdo juega un papel fundamental, con
los hechos que se le presentan como una disonancia en el presente, como
la misma distorsión que hay entre el rostro y la máscara. En este texto hay
también una subversión mitológica: Odiseo es el narrador-personaje y Er-
nestina una sirena sin voz que no cumple su función en la trama; torpe y
envejecida, se la traga una ballena.45 Palacio logra exponer con claridad la
razón por la cual esta nueva forma de narrar es indispensable y natural. En
Débora se recuerda una estancia del teniente en San Marcos, y se dice que
ahí son comprensibles las narraciones realistas (novelas) porque todo pare-
ce tener más armonía: «Pero si acaeció el zarpazo de la economía se tendrá
la colérica imagen de hombres escuálidos, de hombres de caras amargadas
por el egoísmo, celos y rabia; se oirá el gutural ruido: ‘¡pan!’, ‘¡pan!’».46
Distorsión, molécula disociada, monólogo, descomposición, succión,
muñones, guillotinar, truncar, derretir, difuminar, corcoveos, refugio
GUARAGUAO
128

engañoso como en el cine, eclecticismo, rompecabezas (como el botellón


donde observa Ernesto a una mujer), retratos desenfocados, vistas cine-
matográficas, recuerdos, sueños, ilusiones: así se expresa esta estética del
fragmento y de la discontinuidad; la mutilación como condición inmedia-
ta de lo perceptible, acciones y objetos en un estado caótico, dinámico. Es
posible interpretar estas novelas como auténticos manifiestos de vanguar-
dia, aunque habría que aclarar que predican con el ejemplo; y lo que llega
a decirse a manera de programa no se queda como una exhortación, sino
que se muestra, se hace. La poética de dichos textos se desarrolla paralela
a la creación del estilo y de la composición como una aproximación a lo
disociable.
Pudiera parecer que el contraste entre lo urbano y lo rural o, más espe-
cíficamente, lo semiurbano, presente en las cuatro novelas vanguardistas,
es un elemento accesorio, mera circunstancia para ubicar a los personajes.
Es posible afirmar que tanto Owen como Palacio, habitantes en su in-
fancia y adolescencia de ciudades de provincia, sabían del abismo entre
el pueblo y la capital. En los cuatro textos los protagonistas parecen no
encontrar el espacio adecuado en el cual sentirse a gusto; la frase «no se
hallan» explicaría con toda claridad ese desasosiego que parece contribuir a
la personalidad fragmentada de los personajes. Y así como se ama y se odia
la provincia, con esa mirada crítica, con la experiencia de saberse adentro
y, al mismo tiempo, afuera del paisaje suburbano, estos escritores hispa-
noamericanos enfrentan las tendencias literarias europeas, con esa misma
agudeza irónica se revisan las literaturas y las historias nacionales. No hay
ingenuidad estética en estos dos escritores al enfrentar los movimientos
novedosos provenientes de otras latitudes, pero tampoco complacencia res-
pecto de la raíz hispánica-híbrida: hay «un mariposeo ecléctico», como se
dice en Novela….
Algunos temas se quedan en el tintero, como la proximidad de las no-
velas vanguardistas de estos autores con el discurso poético y con el cine-
matográfico, presentes de un modo u otro en los cuatro textos brevemente
comentados. También hay semejanzas en el tema del amor, del deseo y
de la presencia femenina en la vida de los personajes; hay una especie de
letargo al respecto; se subraya el muro que crece a veces entre los sexos
contrarios que monologan.
Celene García Ávila • Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia
129

Notas

1
Las pruebas acerca de que Owen era hijo ilegítimo salieron a la luz en los años noventa, con
la consulta del expediente de inscripción al Instituto Científico y Literario de Gilberto Owen
en el Archivo de la Universidad Autónoma del Estado de México. Antes de esta fecha, no
se había dado a conocer que Owen no tenía ningún documento oficial en el cual apareciera
registrado con ese apellido, pues tanto en su acta de nacimiento como en su fe de bautismo se
lee «Gilberto Estrada». Owen dijo a algunos de sus amigos que había nacido en 1905 (Véase
Inés Arredondo, «Apuntes para una biografía», Revista de Bellas Artes, No. 8, 1982, pp. 43-
48. En una carta a Xavier Villaurrutia dice haber nacido en 1904 (p. 263). En «Bitácora de
febrero», el poeta asegura: «Todos los días 4 son domingos / porque los Owen nacen ese día»
(Sindbad el varado, «Día cuatro, almanaque», p. 71). En su acta de nacimiento se signa la
fecha: «Queda registrado á fojas 86 [...] el nacimiento del niño Gilberto Estrada, ocurrido en
esta ciudad [Rosario, Sinaloa] el día 13 del corriente mes á las dos de la mañana». El registro
se llevó a cabo el 26 de mayo de 1904. (Archivo de la Universidad Autónoma del Estado de
México, caja 171, 6646, 1919). La fe de bautismo dice: «[...] el Sr. cura D. Felipe de F. Eli-
zondo bautizó solemnemente [...] a Gilberto que nació en esta ciudad [Rosario, Sinaloa] el día
primero de mayo del presente año [1904] hijo natural de Margarita Ayala, abuelos maternos
Jesús Estrada y Matilde Ayala [...]» (Trascripción que reproduce José Hilario Ortega en su tesis
de doctorado, titulada La personalidad poética de Gilberto Owen, University of Texas at Austin,
Austin, 1988, p. 37. Puede confirmarse en el Archivo de la Parroquia de Nuestra Señora del
Rosario, Sinaloa, México, vol. 43, años 1903-1905, libro 8, foja 48.
2
Esperamos que pronto se publique en México un volumen con las prosas periodísticas de
la etapa colombiana de Gilberto Owen, que he recobrado en colaboración con el colega
Antonio Cajero.
3
Pueden consultarse los artículos de Celene García Ávila y Antonio Cajero, «Gilberto
Owen en Bogotá», La Jornada Semanal, suplemento dominical de La Jornada, No. 539,
México, 3 de julio de 2005 (este artículo trata «Filipinas en su víspera», el primer artículo
que Owen publicó en El Tiempo de Bogotá); y de los mismos autores, «Gilberto Owen en
El Tiempo de Bogotá», Este país/cultura, No. 179, febrero de 2006, pp. 3-9 (este artículo
acompaña la reproducción del artículo de Owen, hasta entonces inédito en México, titu-
lado «Sandino y Goliat».
4
«Encuentros con Jorge Cuesta», El Hijo Pródigo, No. 3, 1944. [Cito por la edición facsi-
milar del Fondo de Cultura Económica, México, 1983, p. 139].
5
Dato que se desprende de un artículo que Owen publicó dos días después de la muerte
del dictador Sánchez Cerro: «Yo recuerdo haber oído a Víctor Raúl Haya de la Torre, en
una reunión de los jefes de su partido, la recomendación de que se practicara insistente y
fervorosamente entre todos los afiliados al aprismo el más absoluto respeto por la persona
de Sánchez Cerro...» («El sacrificio estéril», El Tiempo, Bogotá, 2 de mayo de 1933, p. 5).
6
Gilberto Owen, Obras, México, Fondo de Cultura Económica, 1979, 2a. ed., p. 277.
7
Dice Owen enseguida: «imposibilitados los apristas peruanos para venir a defender su
causa a Colombia, por ese conflicto estúpido que me [desuela], he venido a hacerlo en los
periódicos» (Ibíd).
GUARAGUAO
130

8
Agradezco a Raúl Pacheco y a Raúl Serrano Sánchez el haber compartido la correspon-
dencia entre Owen y Carrión, material desconocido en México y no incluido en las Obras
(1979), pues gracias a ellos pude leer el volumen Correspondencia I. Cartas a Benjamín
(selección y notas de Gustavo Salazar, prólogo de Jorge E. Adoum, Quito, Centro Cultural
Benjamín Carrión, 1995).
9
Me apego a la cronología preparada por Wilfrido H. Corral, en Pablo Palacio, Obras com-
pletas, Wilfrido H. Corral, coordinador, París, allca xx, 2000, pp. 257-269.
10
Humberto E. Robles, La noción de vanguardia en Ecuador: recepción, trayectoria y docu-
mentos 1918-1934, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar, Sede Ecuador/Corporación
Editora Nacional, 2006, 2a. ed., p. 11.
11
André Breton, Manifiestos del surrealismo, traducción, prólogo y notas de Aldo Pellegrini,
Buenos Aires, Argonauta, 2001, 2a. ed., p. 51.
12
«Motivos: Nadja, de André Breton», Contemporáneos, No. 5, 1928, (ed. facsimilar, Fondo
de Cultura Económica, México, 1981, vol. 2, pp. 197-199).
13
P. Palacio, Débora, en Obras completas, p. 135.
14
P. Palacio, Vida…, en Obras completas, p. 149.
15
G. Owen, Obras, ed. Josefina Procopio, prólogo de Alí Chumacero, México, Fondo de
Cultura Económica, 1979, 2a. ed., p. 132.
16
G. Owen, La llama fría, en Ibíd., p. 140.
17
«La prosa a tientas o la tentación de la prosa», en Los Contemporáneos en el laberinto de
la crítica, comp. Rafael Olea Franco y Anthony Stanton, México, El Colegio de México,
1994, p. 294.
18
El título tentativo de Novela... era Muchachas, en la misma veta de la novela de Proust, A
la sombra de las muchachas en flor, en la que un joven se debate entre el amor de dos mujeres;
este tema es común a las obras de Owen (Novela...), de Villaurrutia (Dama de corazones)
y de Torres Bodet (Margarita de niebla) (Guillermo Sheridan, Los Contemporáneos ayer,
México, Fondo de Cultura Económica, México, 1985, p. 307).
19
En Correspondencia I. Cartas a Benjamín, pp. 127-128.
20
Por cierto, podrían alegarse ciertos ecos autobiográficos al elegir Pachuca como la ciudad
de la provincia mexicana donde se ubican algunos personajes de Novela…, puesto que el
nombre es cercano fonéticamente a Toluca, lugar donde pasó Owen algunos años juveniles,
antes de dirigirse a la ciudad de México: «Se siente defraudado; no siente emoción alguna
al encontrarse de nuevo en las calles de su ciudad; luego que Pachuca defrauda un poco
siempre a los habitantes; tienen siempre dos horas menos de sol que los de otras partes».
Ubicar las acciones en Pachuca permite, por otra parte, agregar el motivo de los mineros,
asociado con frecuencia al recuerdo del padre en la obra oweniana.
21
G. Owen, Novela, en Obras completas, p. 171.
22
Ibíd., p. 172.
23
Ibíd., p. 173.
24
Ibíd.
25
Ibíd., 174.
26
Ibíd., 179.
27
Ibíd., p. 165.
Celene García Ávila • Pablo Palacio y Gilberto Owen: la novela de vanguardia
131

28
P. Palacio, Débora, p. 123.
29
Ibíd., p. 129.
30
Ibíd., p. 151.
31
G. Owen, La llama fría, en Obras, p. 142.
32
G. Owen, Novela como nube, en Obras, p. 121.
33
P. Palacio, Vida…, p. 156.
34
Ibíd., p. 161.
35
P. Palacio, Débora, pp. 115-116.
36
G. Owen, Novela, en Obras, p. 171.
37
Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, compilación, prólogo y biblio-
grafía de Raúl Vallejo, Biblioteca Ayacucho, Caracas, 2005, pp. 218-220.
38
P. Palacio, Débora, p. 132.
39
G. Owen, Novela, en Obras, p. 152.
40
P. Palacio, Débora, p. 118.
41
P. Palacio, Vida…, pp. 151-152
42
Ibíd., p. 150.
43
Ibíd., p. 153.
44
G. Owen, La llama fría, en Obras, p. 127.
45
Ibíd., p. 138.
46
P. Palacio, Débora, p. 126.

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Estado de México, caja 171, 6646, 1919.
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años 1903-1905, libro 8, foja 48].
GUARAGUAO
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Pablo Palacio: descrédito de la realidad,
bolo suburbano y escritura
Alicia Ortega Caicedo

Universidad Andina Simón Bolívar

1. Coyuntura histórico-cultural y retrato

L a recepción crítica de Pablo Palacio se ha visto injustamente


marcada por una serie de malentendidos y mitificaciones, que no han
hecho sino oscurecer el lugar que Palacio ocupa en la tradición literaria
ecuatoriana y el diálogo que mantuvo con sus contemporáneos. A veces,
ha sido leído como un «raro», un «solitario», un «incomprendido»; en otras
ocasiones, se ha privilegiado una crítica biografista, que no ha dejado de
repetir los lugares comunes sobre su temprana orfandad y nacimiento «ile-
gítimo»,1 su enfermedad,2 su locura3 y los últimos años de reclusión en
clínicas psiquiátricas. En otros momentos, la crítica ha sido generosa con
respecto a sus logros literarios, a costa de crear el mito del escritor «apolíti-
co». Estas líneas, y el diálogo con algunos episodios de su vida, apuntan a
romper algunos de los prejuicios y lugares comunes levantados en torno a
la vida y obra de Pablo Palacio.
Palacio nació en Loja –al sur del Ecuador, «el último rincón del mun-
do»–,4 en esta pequeña ciudad, el joven Palacio concluyó sus estudios
colegiales. Graduado de Bachiller, en 1923, viajó a Quito, en donde se
matriculó en la Facultad de Jurisprudencia de la Universidad Central, en
1924. En la capital del país participó del ambiente de agitación política y
cultural que acompañó a la Revolución de julio de 1925.5 Colaboró con
las principales revistas literarias de la época. En abril de 1926, aparece la
revista vanguardista Hélice:

La primera publicación quiteña de este periodo que nació como expresión de


las generaciones jóvenes y de un arte nuevo, adoptó el símbolo futurista de la
hélice. Hélice apareció en el mes de abril de 1926, bajo la dirección del pintor
Camilo Egas, recién llegado de París, y con Raúl Andrade como secretario.

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 133-154


GUARAGUAO
134

Su proclama resulta la más revolucionaria de la época en lo que se refiere a la


concepción del arte, al que no se identifica ya con la «Belleza» ni con la «Ver-
dad», sino que, con un trasfondo de índole creacionista-ultraísta, se lo define
como «la alquimia de la inverosimilitud» y como «la fluida pirotecnia de la
sinrazón». […]
Consciente de que el cosmopolitismo y el afán de dedicación exclusiva al arte
que animaban a Hélice podían confundirse con un deseo de evasión de la rea-
lidad ecuatoriana, Gonzalo Escudero puntualizó [en el primer número] que
uno de los objetivos principales de la revista consistía en «universalizar el arte
de la tierra autóctona, porque la creación criolla no exhuma las creaciones
extrañas, antes bien las arenga, las identifica bajo el techo solariego».6

Pablo Palacio publicó los primeros cinco relatos de Un hombre muerto


a puntapiés («Un hombre muerto a puntapiés», «El antropófago», «Brujería
primera», «Brujería segunda» y «Las mujeres miran las estrellas») en los cinco
únicos números que alcanzó Hélice. Me he detenido en esta larga cita, con el
propósito de señalar el activo protagonismo de Palacio en el campo cultural
ecuatoriano de principios de siglo, un campo marcado por el impacto, la
recepción y el diálogo con los movimientos provenientes de las vanguardias
históricas europeas; así como por el esfuerzo de romper con los estereotipos
románticos y modernistas, aún vigentes de manera epigonal. Teniendo en
cuenta este horizonte cultural, es posible advertir que Palacio no constituyó
ni una rareza, ni un islote, pues formó parte de un importante circuito in-
telectual, al interior del cual se generaron controversias en torno al impacto
que la noción de vanguardia generó en el país. El crítico Humberto E. Robles
ha señalado, precisamente, que «entre 1918 y 1934 el reto de esa noción fue
motivo de agitadas polémicas».7 La tal mentada «extrañeza» de Palacio cobra
sentido únicamente en relación con el predominio que la literatura de orien-
tación social fue cobrando a partir de la década del 30. A propósito, Nelson
Osorio habla de un verdadero «archipiélago» continental, una especie de
«constelación subterránea» de escritores que responden más a los impulsos
del vanguardismo que a la producción dominante, y que configura para la
narrativa «la otra cara de la realidad literaria de esos años». Cabe insistir
que el impulso renovador que experimentó el campo literario ecuatoriano
durante las primeras décadas del siglo xx produjeron dos grandes caminos
de búsqueda revolucionaria y de renovación formal, en una coyuntura his-
tórica urgida por el debate ético y político:8 una, de veta vanguardista, y otra
de adscripción realista y social. En el contexto de las décadas del treinta y
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
135

del cuarenta –periodo en el que se privilegió una literatura de orientación


social– la obra de Palacio cayó en un relativo olvido,9 pues los escritores de
aquella vanguardia que no se adhirió al realismo social fueron, paulatina-
mente, marginados por la crítica.
En el esfuerzo por establecer tradiciones narrativas creo preciso romper
definitivamente con la idea de una ínsula literaria habitada únicamente por
Pablo Palacio. Éste estuvo cronológicamente acompañado en el interior del
país por Humberto Salvador10 y, en el contexto latinoamericano, por un
grupo de escritores –Macedonio Fernández, Roberto Arlt, Martín Adán,
Oliverio Girondo, Felisberto Hernández, Vicente Huidobro, Salvador
Novo, Julio Garmendia, César Vallejo– que fundaron la narrativa vanguar-
dista hispanoamericana. Todos respondieron a una vigorosa transforma-
ción de la vida cotidiana como resultado de la revolución tecnológica y de
procesos de urbanización incipientes. Y todos experimentaron una sintaxis
narrativa con características análogas: apropiación de lo onírico y de lo
fragmentario, problematización del yo narrativo, presencia de un humor
desacralizador e irreverente, la parodia y la metaficción como estrategias
narrativas ligadas al carácter deliberadamente antiliterario de la escritura,
subversión de toda lógica de representación mimética, predilección por
realidades sórdidas y abyectas, y personajes que deambulan a lo largo de
ciudades que no dejan de cambiar y sorprender.
Hugo Verani señala en su prólogo a la Narrativa vanguardista hispano-
americana que estos escritores (incluyendo, por supuesto, a Pablo Palacio)
constituyen un grupo que insurgió a comienzos de los veinte y que al-
canzó su mayor auge entre 1926 y 1928; sin embargo quedó relegado y
sin mayor repercusión hasta mediados de los sesenta, momento en que la
transformación del lenguaje literario hizo posible el reconocimiento de sus
nombres como precursores de una narrativa contemporánea tributaria de
modelos vanguardistas. De hecho, entre nosotros, la generación de escrito-
res que irrumpe en la década de 1970 –generación de ruptura y aportes en
el esfuerzo por crear lo que se conoce como el «nuevo cuento ecuatoriano»
– reconoce su línea de filiación en la línea inaugurada por Pablo Palacio.11
Nelson Osorio ha señalado curiosas relaciones de parentesco entre escrito-
res como Pablo Palacio y el venezolano Julio Garmendia, cuyas obras Un
hombre muerto a puntapiés y La tienda de muñecos fueron publicadas en el
mismo año 1927. No podemos evitar sorprendernos al reconocer cierto aire
de familia entre cuentos, como por ejemplo, «El difunto yo»12 de Garmendia
GUARAGUAO
136

y «La doble y única mujer» de Palacio. El narrador del cuento «El difunto
yo» ha perdido su alter ego y su escándalo crece al percatarse de que entre
ellos mediaban desavenencias profundas: dos escrituras que se instalan en
los intersticios de subjetividades estalladas. Podemos advertir otro ejemplo
de afinidades entre los escritores de la comunidad vanguardista en los des-
plazamientos del Teniente de Pablo Palacio, en Débora, y los andares del
narrador en el cuento El joven,13 del mexicano Salvador Novo, que narra,
este último, la historia de unas horas en la vida de un hombre que atraviesa
la ciudad de México mientras repara en los cambios e innovaciones opera-
dos en la urbe.
Robles apunta que 1918–1924 son los años de «presencia y recepción
polémica de la noción de vanguardia»: las revistas que circularon en esos
años dan cuenta de «una conciente voluntad de renovación y desavenencia
con las normas estéticas establecidas».14 La identificación con el arte de van-
guardia venía desde la década anterior, pues «antes de 1919, Lautréamont, el
futurismo, Picasso y Apollinaire ya habían sido enunciados en el Ecuador».15
En suma, tras un prolijo y detallado estudio sobre las diferentes revistas que
circularon en el país,16 Robles advierte la rica recepción crítica que artistas
e intelectuales elaboraron a propósito de las expresiones más actuales de la
vanguardia europea: reseña de libros y revistas, publicación de obras y ma-
nifiestos, disputas y controversias en el esfuerzo por encontrar respuestas a
los retos que el nuevo arte ­(en desafío con los moldes clásicos y los gustos
vigentes) y la convulsión de una época parecían demandar.
En el esfuerzo que Humberto E. Robles hace por periodizar la recep-
ción que tuvo la noción de vanguardia en Ecuador, el crítico señala que
1925-1929 son los años de «descrédito y desplazamiento de la noción de
vanguardia»:

De España ahora llegan Revista de Occidente (1923-36) y La Gaceta Literaria


(1927-32). Ambas publicaciones abundan en testimonios acerca de que en Fran-
cia cobraba ímpetu el código surrealista (1924), movimiento que ya para 1929
empezará a tener discrepancias con el comunismo internacional. El intelectual
ecuatoriano se enfrenta, pues, con la consigna de escarbar y entender lo propio,
por un lado, y con la atracción de actualidad cosmopolita, por el otro.
Se enfrenta también, y esto no es suficientemente recalcado, con la perspectiva
de cómo canalizar y realizar el cambio que se presenta en el orden social. De
inmediato, Freud y Marx están por doquier.17
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
137

La cita de Robles da cuenta, precisamente, de la polémica en torno el


camino que deberá asumir la nueva literatura comprometida: una literatura
volcada hacia la liberación subjetiva (rechazo de la mimesis, importancia
de la forma, el arte como creación autónoma y de raigambre vanguardista,
de ambiente urbano y carácter «expositivo») o una de preocupación social
y popular (cuyo referente debía ser la realidad nacional). En el marco de
estas disputas, sobresalía la cuestión del sentido y función de la literatura
en la sociedad, así como la relación entre vanguardia artística y vanguardia
política:

A manera de ejemplo para ilustrar el sondeo y la bifurcación de los caminos a


seguir, piénsese que en 1927 se publicaron Plata y bronce de Fernando Chaves
y Un hombre muerto a puntapiés, Débora y «Novela guillotinada» de Pablo
Palacio. La primera abrió brecha en el camino de la denuncia social, del indige-
nismo. Las tres últimas diseminaron el derrotero de una literatura expositiva,
urbana, autocrítica y experimental. Conscientes de la problemática que ha
representado la recepción de Palacio, y a riesgo de simplificar, hemos yuxta-
puesto sus textos con los de Chaves con miras a llamar la atención al enfrenta-
miento y coincidencia de sensibilidades, y no necesariamente de compromiso
político, que surgió en el Ecuador en cuanto al referente de la obra literaria y,
por esa vía, en cuanto a la cultura y a la organización social, en general.18

Hacia 1930, la intelectualidad de izquierda propicia, sobre todo, una


literatura de protesta social. «Se desentenderá e incluso renegará del térmi-
no vanguardia».19 En una entrevista publicada en el diario guayaquileño El
Universo, el 6 de julio de 1934, Palacio afirma, a propósito de la necesidad
de ser conciente del momento que le toca vivir:

Vemos que dos fuerzas se disputan la dirección de los destinos sociales: la una
sustentada sobre principios individuales; y, la otra, sobre principios colectivos,
¿Cuál de las dos fuerzas triunfará al final de la contienda? […] hay necesidad
de auscultar profundamente el devenir social, poner el oído muy atento al
palpitar de la sangre que afluye por las arterias del organismo humano.
El mundo está dividido en torno de dos sistemas de dos célebres filósofos
alemanes. El de Carl Marx, aunque más economista que filósofo, pero que ha
hecho escuela, y, el del otro, el del terrible Federico Nietzsche, profundamen-
te individualista, el loco poeta filósofo del superhombre. Las dos fuerzas son
necesarias para que exista la lucha, el movimiento, el dinamismo, ya que eso
GUARAGUAO
138

es la vida en su constante devenir, en su constante ser y no ser, en su perenne


mutación.20

En la tensión de esa contienda se produce la obra de Palacio, desde ese


su «oído atento al palpitar de la sangre», muy conciente de la dimensión
política y artística de la obra que está produciendo. Ciertamente, no es di-
fícil advertir que las dos corrientes literarias responden a una «coincidencia
de sensibilidades» y a una misma comunidad de intereses. Volviendo al
hilo biográfico de Palacio, en 1932 concluye sus estudios universitarios. Al
año siguiente, se posesiona como «profesor accidental» de Historia de la
Filosofía, en la Universidad Central. Participa en campañas políticas. En
1934, asume la cátedra de Historia de la Filosofía y Letras. Publica sus en-
sayos filosóficos «Interpretación sana del mundo» y «Sentido de la palabra
verdad» en el diario socialista La tierra, los mismos que aparecerán en su
versión definitiva, al año siguiente, en los dos primeros números de la re-
vista Bloque, el primero con nuevo título: «Sentido de la palabra realidad».
En la misma entrevista citada líneas arriba, y ante la pregunta por su credo
político, Palacio respondió:

Como usted habrá notado, mi concepción de la vida es materialista y, como


joven que soy, interpreto a través de un prisma socialista y, por lo tanto, perte-
nezco a ese movimiento.

A la pregunta por su filiación al Partido Socialista, Palacio afirmó:

Sí. Y procuro ser uno de sus disciplinados miembros, es decir, hombre de


partido, porque creo que lo fundamental es la disciplina en una organización
política y en especial en nuestro partido. El valor y prestigio del partido Apris-
ta, casualmente, dimana de ello. Disciplina y disciplina, unión de acción bajo
un cuerpo de doctrina.21

En 1935, traduce del francés Doctrinas filosóficas de Heráclito de Efeso,


libro que la editorial Ercilla de Chile publica con introducción, notas y
traducción de Pablo Palacio. Al año siguiente, es elegido Decano de la
Facultad de Filosofía pero, al ser clausurada la Universidad Central por la
dictadura de Federico Páez, se queda sin trabajo. Asume el cargo de secre-
tario de actas del Sindicato de Escritores y Artistas fundado ese año. En
1937 se casa con la escultora Carmen Palacios. Un año más tarde es elegido
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
139

secretario segundo de la Asamblea Constituyente, durante la dictadura del


general progresista Alberto Enríquez, que sustituyó a Páez. Al decir de va-
rios testimonios, en esa época la locura ya empezaba a mostrar sus efectos.
En suma, Palacio hizo una brillante carrera como profesor universitario
y como abogado cotizado. La Corte Suprema publicó su tratado sobre
la letra de cambio, considerándolo una obra notable en el campo de la
ciencia jurídica. Durante los últimos años de su vida activa, sus principales
preocupaciones no eran literarias. La política, la docencia universitaria, el
periodismo y el bufete profesional lo absorbían.22 Algunos testimonios re-
cuerdan su agudeza, su ironía, su capacidad autodidacta. A continuación,
transcribo un breve retrato que de Palacio hiciera Alejandro Carrión:

Era un hombre sin amarras familiares. Pero no era amargo. […] Era incisivo,
nítido, pero no amargo. Era intensamente cordial. Pulcro, bien vestido, con
sobria elegancia de gustos y maneras. Delgado, fuerte, de cara perfilada, muy
blanco, con pecas y el cabello rojizo y ondulado. La sonrisa siempre en los
labios delgados y en los ojillos de agudísimo mirar, burlones. Y en la cabeza,
que se movía como si compadeciera a los demás por su inmensa tontera. Y, de
pronto, su estallido de su risa de potrillo tierno, como él mismo la describiera.
Las mujeres se sentían intensamente atraídas por él. Hermosas mujeres quite-
ñas pasaron por su vida. Finalmente, se llevó a la que era entonces la reina del
mundo intelectual capitalino: Carmita Palacios, «escultora y escultura», como
la describió José de la Cuadra.23

En 1940, Palacio está totalmente sumido en la locura. En 1947, fallece


en el Hospital Luis Vernaza, de Guayaquil. En este punto, vale la pena ci-
tar a Celina Manzoni, en su desacuerdo con el abuso que cierta recepción
crítica de la obra palaciana ha hecho de lo que Manzoni denomina «la
metáfora de la enfermedad»:

La monótona recurrencia al tópico de la locura, aunque fue efectivamente


padecida por Palacio en los últimos siete años de su vida, no parece pertinente
para dar cuenta de textos que no son psicóticos, ni los textos de un loco, sino
de alguien que devino loco; sin embargo, se constituyó durante años en la
coartada predilecta de la crítica y hay quienes todavía hoy la sustentan.24

El estudio introductorio que escribe Raúl Vallejo a la publicación de


Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, de la Biblioteca Ayacucho, es
GUARAGUAO
140

contundente en la crítica que hace al mito romántico del «escritor incom-


prendido», en el esfuerzo por resituar a Palacio en las justas coordenadas de
su compromiso con la política y la escritura. Veamos:

Ni Pablo Palacio ni los demás vanguardistas fueron «incomprendidos» en su


momento, salvo […] por aquellos que defendían el gusto oficial de la época
que era el gusto por el modernismo y sus epígonos y no por el realismo social
que, en todo caso, fue en su momento un movimiento de total ruptura. […]
En todo caso, fue la crítica tendenciosa de más de veinte años después la que
convirtió a Palacio en un escritor extraño ya que, al silenciar la existencia del
vanguardismo, se quedó sin el marco necesario para comprender su literatura.
[…]
Palacio fue un escritor tan comprometido como Icaza; Palacio al igual que la
mayoría de escritores de su época, consideraba la militancia política como
un imperativo ético y, desde otra perspectiva, también creía que su literatura
seguía «el criterio materialístico» y que tenía la finalidad de poner en eviden-
cia «el descrédito de las realidades presentes» y en «invitar al asco de nuestra
verdad actual».25

En suma, Palacio fue un hombre de su tiempo, en diálogo con las prin-


cipales tendencias literarias del momento, comprometido con una activa
militancia socialista; portador de un estilo cáustico, con un sentido de lo
ridículo y lo absurdo; dueño de un humorismo y una ironía implacables;
cuestionador de los formulismos burgueses, de todos los principios de la
retórica tradicional y de toda autoridad. Concibió la escritura literaria
como un acto autónomo y de construcción artificiosa, de allí su prácti-
ca paródica y metaliteraria al interior de su propia ficción. Sensible a las
pequeñas realidades, inútiles y vulgares. Afín a los asuntos de «extrañeza»,
locura y «anormalidad». Creador de una obra afín a lo que se escribía,
tanto en la comarca –Hugo Mayo, en poesía y Humberto Salvador, en
narrativa– como fuera de ella.
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
141

2. Pablo Palacio y Un hombre muerto a puntapiés

Con guantes de operar, hago un pequeño bolo de lodo suburbano. Lo echo a rodar
por esas calles: los que se tapen las narices habrán encontrado carne de su carne.
Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés.

Cuando en 1932 apareció Vida del ahorcado. Novela subjetiva, Joaquín
Gallegos Lara acusó a Palacio –en su artículo «Izquierdismo confusionis-
ta», publicado en el diario El Telégrafo en 1933– de eludir la realidad y
de ser autor de «inteligentes libros subjetivos». En este polémico artículo,
Gallegos Lara, por un lado, defiende la vigencia del realismo social no como
una escuela, sino como una manera de interpretar la vida, como un realis-
mo integral capaz de crear una cultura humana que busque reemplazar el
actual régimen esclavista. Por otro lado, considera a Palacio un tirador que
se pasa de inteligente, pero que no sabe contra quién disparar; portador de
un sentido clownesco y desorientado de la vida, propio de las clases medias,
e incapaz de interpretar la realidad americana. En una carta dirigida a su
amigo Carlos Manuel Espinosa el 11 de febrero de 1933, a propósito del
artículo de Gallegos Lara, Palacio comenta:

Yo entiendo que hay dos literaturas que siguen el criterio materialístico: una
de lucha, de combate, y otra que puede ser simplemente expositiva. Respecto
a la primera está bien todo lo que él dice: pero respecto a la segunda, rotunda-
mente, no. Si la literatura es un fenómeno real, reflejo fiel de las condiciones
materiales de vida, de las condiciones económicas de un momento histórico,
es preciso que en la obra literaria se refleje fielmente lo que es y no el concepto
romántico o espirativo del autor. […] Dos actitudes existen, pues, para mí en
el escritor: la del encauzador, la del conductor y reformador –no en el sentido
acomodaticio y oportunista– y la del expositor simplemente, y este último
punto de vista es el que me corresponde: el descrédito de las realidades presen-
tes, descrédito que Gallegos mismo encuentra a medias admirativo, a medias
repelente, porque esto es justamente lo que quería: invitar al asco de nuestra
vida actual.26

La estrategia de Palacio invita al asco y al descrédito de la realidad, formula


la exposición de la vida desde una declarada adhesión a los asuntos de extrañe-
za y anormalidad. Sus cuentos están poblados de casos clínicos: el vicioso, el
antropófago, el pederasta, el sifilítico, el loco, el monstruo doble, el suicida.
GUARAGUAO
142

Los personajes producen, en palabras de Benjamín Carrión, una sensación


de «anormalidad normal: eso de ser antropófago es como ser fumador, o
pederasta, o sabio» («El antropófago»). Esta relación con el mundo de los
márgenes culturales, sexuales y corporales expresa una ruptura con la idea
tradicional de justicia y con los paradigmas establecidos de valoración cul-
tural; evidencia, sobre todo, la arbitrariedad de la norma social y el artificio
de todo orden.

Los historiadores, los literatos, los futbolistas, ¡psh!, todos son maniáticos, y el
maniático es hombre muerto. Van por una línea, haciendo equilibrios como el
que va sobre la cuerda, y se aprisionan al aire con el quitasol de la razón.
Sólo los locos exprimen hasta las glándulas de lo absurdo y están en el plano más
alto de las categorías intelectuales. (Palacio, «Las mujeres miran las estrellas»)

En la narrativa de Palacio, la locura aparece valorada como el plano más


alto de las categorías intelectuales, es asumida como posibilidad de creación,
de ruptura y liberación. Si solo los locos exprimen hasta las glándulas lo
absurdo, ello se debe a que la palabra del loco es capaz de hacer saltar en
mil pedazos los códigos del orden social vigente. De allí que la escritura
de Palacio se instale precisamente en los intersticios de la razón: allí donde
estalla el absurdo, el instinto, lo onírico, el placer, la risa, el mundo de las
emociones y la dinámica transgresora de la fantasía. En los cuentos de
Palacio la línea destinada a señalar los límites entre razón y locura tiende a
desaparecer y a dejar en su lugar un gran vacío ocupado por cuerpos que
oscilan en difícil equilibrio entre el reclamo de sus deseos y el llamado de
la razón. Dentro de la galería de personajes anormales resalta la doble y
única mujer, una mujer que exhibe no solamente una deformidad física
sino, incluso, una duplicidad subjetiva en la representación de un cuerpo
habitado por dos mujeres: esa convivencia de un yo y un ella en una misma
carnalidad deviene en motivo que aparecerá en muchos relatos escritos por
mujeres sobre todo hacia fines del siglo xx. Esa doble y única mujer habla
de una subjetividad fragmentada capaz de albergar en sí misma razón y
cordura, un yo y una otra, una luminosidad que apunta hacia la vida y un
misterio siniestro que se deja seducir por el vértigo de la muerte:

Las emociones, las sensaciones, los esfuerzos intelectivos de yo-segunda son


los de yo-primera; lo mismo inversamente. Hay entre mí –primera vez que he
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
143

escrito bien entre mí– un centro adonde afluyen y de donde refluyen todo el
cúmulo de fenómenos espirituales, o de materiales desconocidos, o anímicos,
o como se quiera. (Palacio, «La doble y única mujer»)

Ese entre mí es el lugar desde el que la escritura de Palacio radiografía


la existencia de un sujeto en crisis, subjetividades fragmentadas y en recu-
rrente gesto de construcción. Se trata entonces de una concepción moder-
na de la identidad ya que dicha categoría emerge ya no como una instancia
construida y acabada monolíticamente, sino, más bien, como una entidad
compleja y en un hacerse continuo; hecha ella misma de fragmentos, de
historias inconclusas, de múltiples rostros que se adecuan al reclamo vital
de discursos e ideas que no cesan de proliferar. La sensibilidad moder-
na habla también de sujetos que portan un saber insuficiente sobre ellos
mismos; si la modernidad postula un mundo en el que todo lo sólido se
desvanece en el aire, no hay mayor certeza que la imagen inconclusa de uno
mismo: Palacio escribe sus cuentos desde esta conciencia irónica, moderna,
autorreflexiva.

«¿Cómo echar al canasto los palpitantes acontecimientos callejeros?» «Escla-


recer la verdad es acción moralizadora» El Comercio de Quito. (Palacio, «Un
hombre muerto a puntapiés»).

Este texto sirve de epígrafe al cuento «Un hombre muerto a puntapiés»


y ubica de entrada al lector en el universo vital de Pablo Palacio: los pal-
pitantes acontecimientos callejeros. El narrador de este cuento ha leído una
crónica roja, conoce que un tal Ramírez ha sido agredido a puntapiés e
intenta reconstruir aquella escena para tratar de explicarse por qué se mata
a un ciudadano de manera tan ridícula. El texto incorpora varios elemen-
tos que serán recurrentes en la cuentística de Palacio: la escena urbana; las
pequeñas realidades de inútiles y vulgares asuntos de la vida cotidiana que
arman, sin embargo, el espesor de una vida; personajes angustiados por
los tormentos del deseo y la «desviación» de los instintos; la apuesta por
la intuición, el humor de narradores que no dejan de reírse y de poner en
ridículo las instituciones y normas del orden social vigente en su afán por
ejercer el descrédito de la realidad.
La escritura de Palacio muestra el proceso mismo de su trazado desde
una hiperconciencia del acto narrativo; de allí la estructura fragmentaria
GUARAGUAO
144

de sus relatos, la superposición de discursos, los soliloquios, el uso del pa-


réntesis, la parodia y la metaficción. Es una literatura que discurre sobre
ella misma y que interpela al lector al hacerlo partícipe de un discurso que
carece de certezas absolutas, pues el narrador parece poner siempre en en-
tredicho sus propias afirmaciones. Esta concepción de la escritura literaria
está estrechamente ligada a la noción filosófica de Palacio en torno a la
verdad. En su artículo «Sentido de la palabra verdad», Palacio afirma que la
posesión de principios fijos e inmutables sólo causan ceguera en el humano
y que únicamente la ausencia de verdades absolutas hace posible vivir en
libertad y más humanamente: «Nunca podremos saber cómo sería de des-
esperada la vida del hombre el día en que esa verdad llegara a ponérsele de
manifiesto; en que esa verdad le deslumbrara y esclavizara. Desde ese día,
el hombre no pudiera seguir siendo hombre».
El protagonista del cuento «Un hombre muerto a puntapiés» se mue-
ve en una ciudad para él ajena, enfrentado a las paradójicas ofertas de
una ciudad en crecimiento: calles concurridas, espaldas desconocidas,
andares desesperados, transeúntes indiferentes, extrañeza, anonimato y
desorientación. Se trata de una ciudad que parece exigir el conocimien-
to de ciertos códigos de orientación y desplazamiento, la capacidad de
reconocer las fronteras entre el centro y sus arrabales en una relación di-
recta entre cuerpo y manejo del espacio urbano, entre norma y márgenes
territoriales, entre placer y orden ciudadano. Los sujetos que habitan es-
tas nuevas ciudades intuyen que sus desplazamientos suponen aventuras
siempre en riesgo, más aún cuando se trata de satisfacer deseos opuestos
a la norma urbana.
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
145

3. Pablo Palacio y Débora: la ciudad, la mujer, la escritura

Ningún rostro es surrealista


en el grado en que lo es
el verdadero rostro de una ciudad.
Walter Benjamin, «El surrealismo».

Y lo ideal para los hombres será,


por mucho tiempo,
un tipo de vida un poco urbano
y otro poco campesino.
José Carlos Mariátegui, «La urbe y el campo»

La modernización de Hispanoamérica generó –en el proceso de consti-


tución de los Estados nacionales, que va de 1880 a 1940– distintos modos
de representación simbólica: modernismo, regionalismo-telurismo, realis-
mo crítico, vanguardismo. Imaginarios urbanos y rurales, regionalistas y
cosmopolitas, expresaron las tensiones y fluidos entre las experiencias pe-
riféricas de la provincia y los espacios de centralidad urbana. De todo este
conjunto de apropiaciones simbólicas de la modernidad, me interesa leer
la obra de Pablo Palacio destacando ese impulso vanguardista que buscó, y
ensayó, novedosas maneras para entender y representar las nuevas fisono-
mías de la urbe. Los vanguardistas latinoamericanos exaltaron la gran ciu-
dad y, la vez, formularon corrosivas críticas frente a las promesas y logros
del proyecto civilizatorio de la modernidad; fueron enemigos y entusiastas
de la vida moderna, en conflicto con sus ambigüedades y contradicciones.
José Carlos Mariátegui, por ejemplo, no dejó nunca de celebrar el espíritu
revolucionario de la ciudad y la posibilidad que ella ofrece de sentir «una
grande, intensa y generosa emoción social». A diferencia del campo, afirma
Mariátegui, «La ciudad, en cambio, ha alojado perennemente un fuerte
afán de creación».27 Esta vanguardia se pregunta sobre los modos de ser
modernos en sociedades periféricas,28 cómo dar cuenta de la modernidad
en tanto espacio de pérdida pero también de fantasías reparadoras.
Como consecuencia de la crisis mundial de 1930, las ciudades latinoa-
mericanas emprendieron un proceso de intensa dinamización y crecimiento,
caracterizado por un incipiente desarrollo industrial, demanda de trabajo ur-
bano, inmigración del campo a la ciudad y explosión demográfica; también
GUARAGUAO
146

por el ingreso de la clase obrera a la escena política y por la embrionaria


gestación del populismo, intermitentes levantamientos indígenas, crisis
económica, conflictos interétnicos y un conjunto de nuevos desafíos. La
irrupción de la masa urbana promovió, simultáneamente, la emergencia
de nuevas formas de socializar, diversificación de los estilos de vida y mo-
dificación de la fisonomía urbana. La pavimentación, la luz eléctrica, la
introducción del hormigón armado; la inserción a la vida ciudadana de
objetos y dispositivos importados en forma masiva, reconfiguraron la vida
y el paisaje de las ciudades latinoamericanas en las primeras décadas del
siglo xx (teléfono, radio, cine, electrodomésticos, automóviles, etc.). Esta
transformación de la imagen urbana, en términos generales, no consideró
los valores históricos de la ciudad; el desarrollo –homogeneizador, interna-
cionalista, tecnocrático y uniformado– arrastró consigo la demolición de
todo aquello que estaba «fuera de la línea municipal».
Diversos estudios que apuntan a historizar las dinámicas arquitectó-
nicas, urbanizadoras y socioculturales de Quito, destacan las décadas de
1910 a 1930 como un momento de profundización de la modernidad,
cuyos inicios habría que rastrear en las décadas anteriores de 1890 a 1910.
A comienzos del siglo xx, la morfología de la ciudad sufre profundos cam-
bios como efecto de los adelantos revolucionarios, introducidos por los
gobiernos liberales: la culminación del ferrocarril (1908) –que intensificó
los contactos entre sierra y costa, y permitió el transporte de materiales
pesados (hierro, cemento y vidrio) para las nuevas construcciones de obras
públicas–, la constitución de la Quito Electric Light and Power Company
(1906), las obras de canalización y agua potable (1908), la preocupación
por la sanidad y la medicina. A partir de 1909, se efectúa el relleno de las
quebradas; en 1901, circuló el primer vehículo dentro de la ciudad; en
1914, se inició el servicio urbano de tranvías eléctricos, en 1920 llegó el
primer avión a la ciudad. Desde 1913 comienzan a construirse en Quito
los primeros Pasajes Comerciales. En este mismo periodo (del 10 al 30),
se consolida la banca serrana con capitales privados y ésta se constituye en
una de las mayores productoras de la arquitectura moderna.29 Diario El
Comercio de Quito se funda en 1906, las transmisiones de radio comienzan
a partir de la década de los veinte. Sin embargo, parece ser que el hecho
más relevante y notorio es el crecimiento de Quito en su forma longitu-
dinal, con una connotación claramente segregacionista: mientras la gente
adinerada se va desplazando desde el centro hacia el norte (en la configuración
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
147

de un Quito moderno), los barrios marginales se ubican hacia el sur de


la ciudad. Todo este proceso de modernización de la ciudad tiene como
propósito fundamental borrar de su fisonomía toda huella que delatara
pervivencias indígenas, rurales o provincianas. Durante la primera mitad
del siglo pasado, Quito experimenta un acelerado crecimiento poblacional,
fundamentalmente como producto de un proceso de migración interna.
De manera simultánea, la ciudad deviene en escenario de nuevos actores
colectivos –capas medias ligadas al desarrollo del aparato estatal y a los sec-
tores bancario y financiero, un subproletariado que se aglutina y politiza
bajo la identidad de «pueblo» y un grupo de terratenientes empresarios
modernizados– y nuevas conflictividades de orden social y cultural.30
Palacio propone una nueva mirada para leer la ciudad, irreverente y
profana, que ensaya nuevas perspectivas y combinaciones de lecturas: el
nuevo entorno ciudadano ofrece aventuras, a la vez trágicas y ridículas.
La novedad radica en las insólitas iluminaciones que ofrece esta mirada,
una iluminación profana, expresión utilizada por Walter Benjamin, en su
estudio sobre el movimiento surrealista francés. Benjamin sugiere que los
escritos surrealistas tratan de experiencias que hablan de iluminaciones
profanas, iluminaciones «de inspiración materialista, antropológica, de la
que el haschisch, el opio u otra droga no son más que escuela primaria».31
En la obra de Palacio, las casas, las calles, los barrios, las ventanas son
iluminadas de manera diferente; cada espacio se hace relato preñado de
fantasías y deseos.
Una iluminación semejante impulsa el caminar del Teniente en Débo-
ra en su recorrido por la ciudad en pos de un «anhelo insatisfecho», su
siempre frustrado y sediento anhelo de mujer: «si saliera la mujer que
espero… […] Micaela o Rosa Ana. Mujer de domingo que espero». Es
la mirada que amplía los detalles, reales o imaginarios, de calles y barrios
que se van descubriendo ante los ojos del Teniente, personaje tan vulgar
y ridículo como el difunto Octavio Ramírez. Este «perpetuo imitador so-
cial que suspira porque suspiraron los otros», se deja sin embargo seducir
por una ciudad que parece anunciarle, en cada detalle amplificado, la
realización de viejos sueños. Entre «fugas imaginativas» e iluminaciones,
la mirada del Teniente se posa sobre diferentes destellos y detalles que
ofrece el paisaje urbano. Los pasos del Teniente se deslizan en medio de
«paralelas infinitas»: retazos y fragmentos de la urbe se ovillan en una
inagotable y alucinante madeja de relatos, infinidad de divagaciones que
GUARAGUAO
148

se amontonan en la loca imaginación del protagonista. Entre los retazos


urbanos y las divagaciones del teniente, irrumpe la cáustica voz del narra-
dor que va construyendo, de manera también fragmentada, una poética
de la ciudad y, simultáneamente, un modo de hacer novela: «La novela
se derrite en la pereza y quisiera fustigarla para que salte, grite, dé corco-
veos, llene de actividad los cuerpos flácidos; mas con esto me pondría a
literaturizar. Estas páginas desfilan como hombres encorvados que han
fumado opio: lento, lento…».
La mirada fustigadora del narrador hace corcovear al relato, lo en-
cabrita y desordena en un juego verbal que hace saltar la palabra entre los
desarticulados fragmentos de la realidad, los pasos de su protagonista y las
fantasías ensoñadas que hilvanan el relato que leemos:

La renovación no llega nunca y esta espera es una continua burla a la trama


novelesca que nunca daría motivo para un libro si no se pusieran a mentir
como descosidos, imponiéndose las suposiciones no como tales sino con una
apariencia tal de realidad que engaña al mismo mentiroso. […] La novela
realista engaña lastimosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de
vacíos; les da una continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se calla,
no interesa a nadie.

En el caso de la novela que leemos, Débora, es la misma ciudad la ins-


tancia que invita a la ensoñación e invención de relatos que hilvana aquello
que, de otra manera, no sería, sino dispersos fragmentos urbanos. La poé-
tica de Palacio se afirma en una doble renovación: de ciudad y de escritura.
San Marcos, San Juan, La Chilena y San Blas –barrios coloniales del centro
de Quito– se estiran a través de la vida mental bullente, desordenada y
paradójica del protagonista. A propósito de San Marcos, «lo más curioso
[afirma el narrador] es su campanario, bajo un tejadillo de zinc, adosado
al muro de la iglesia vieja». ¿Dónde radica lo «curioso» de tal descripción?
Quizá en esa recurrente convivencia entre elementos de la tradición y de
la modernidad: el «tejadillo de zinc» es un indicio de modernización –las
ordenanzas municipales de la primera década del siglo pasado proponían
cambiar las cubiertas de teja por cubiertas de zinc– que se adosa al muro de
una iglesia vieja: extrañas y curiosas convivencias entre lo nuevo y lo viejo.
Desde el final de una estrecha calle de San Marcos, advierte el narrador, se
destaca la disposición de una parte de la urbe:
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
149

San Juan
La Chilena San Blas

La voz del narrador destaca las curiosas implicaciones emotivas que


guardan los pequeños accidentes urbanos: no puede evitar el encontrón
con esquinas, murallas, símbolos, casas:

La ciudad vista de San Marcos había sacado a lucir sus casas blancas. Especial-
mente en San Juan había fiesta. La luz de las nueve era una lente que echaba
las casas encima de los ojos. Precisamente, como en esos paisajes nuevos: los
colores claros que aproximan el objeto voluminoso, que tienta a la presión de
las manos. Y como este último barrio subía por la loma, la ascensión le daba
más carácter de suspensibilidad: objetos colgados en las grúas de los puertos.

«Ningún rostro es surrealista en el grado en que lo es el verdadero rostro


de una ciudad», afirma Walter Benjamin32 y, ciertamente, la descripción de
un paisaje suspendido, hecho de objetos colgados, un barrio ascendente y
la luz echada sobre las casas contribuye a la configuración de este insólito
y mágico carácter surrealista del retrato urbano. Los ojos del narrador no
se limitan al ofrecimiento de una desmayada visión del paisaje, sobre él
blande el «zarpazo de la economía» para ofrecer, a la vez, «una imagen de
hombres escuálidos de hambre, de caras amargadas por el egoísmo, celos
y rabia». Los pasos del Teniente avanzan entre los accidentes topográficos
hasta llegar a La Ronda, «el barrio clásico de los gimoteos»:
Cuando se escribe «La Ronda» todos se imaginan una capa española y hasta se
ha llegado a pensar en serenata con guitarras y en palabras hediondas de borra-
chos. El ojo del puente mira la calle estrecha. Hay un definitivo sentimiento de
lo anacrónico ante la amenaza de un hombre moderno, que pasará haciéndose
de lado para que la intimidad de las casas no manche su vestido o lo deje em-
paredado entre pinturas de esclavos. Ahora el barrio se muere, se viene encima
«El Relleno» que modernizará la ciudad, porque algunos se han cansado de las
calles antiguas. Y reaccionando contra «El Relleno» se han alineado los geme-
bundos y los neogemebundos. Todos están un poco ridículos.

¿Cómo se define el sentimiento de lo anacrónico ante la amenaza del


hombre moderno? Palacio advierte que la avalancha de relleno que mo-
derniza la ciudad despierta fidelidades y emociones atadas a la tradición:
GUARAGUAO
150

«gemebundos» (viejos, fieles a lo viejo) y «neogemebundos» (revolucio-


narios del lápiz, hacen cosas nuevas del motivo viejo), ninguno comprende
exactamente el disfraz. ¿Cómo entra la intimidad de la casa, el barrio, el
nuevo trazado topográfico en la narrativa que recompone el disfraz ur-
bano? El narrador, alerta a las nuevas emociones que despierta el moder-
nizado paisaje urbano, ironiza las exclamaciones (de cultura romántica)
que celebran una supuesta belleza intrínseca del suburbio.

En verdad, puede ser muy pintoresco el que una calle sea torcida hasta no dar
paso a un ómnibus; puede ser encantadora por su olor a orinas; puede dar la
ilusión de que transitará, de un momento a otro, la ronda de trasnochados.
Pero está más nuevo el asfalto y grita allí la fuerza de miles de hombres que
han bregado por el pan en nuestros días. Y como canta allí, dinámicamente, la
canción del progreso; como hay un torbellino de vida, debemos sentirnos me-
jor en nuestra carrera tras el tranvía que oyendo el eco de las pisadas en el tubo
de la calle. […] Lo malo es que nuestra admiración es improductiva y es que si
nos dedicamos a revocar lo que se cae, a hacer limpieza de lo que construyeron,
seremos ridículos ante nuestros hijos.

Aunque la canción del progreso seduce provocativamente, Palacio sugiere


que habitar productivamente la urbe presume poblar el presente sin hacer
limpieza de lo que otros construyeron; se trata de asimilar lo característico
de la ciudad desde un habitar sensible tanto a las innovaciones urbanas
como a los residuos de otras épocas. Tal como lo advirtiera en su momento
Benjamin, se trata de una modernidad, en el impulso de fuerzas contradic-
torias, capaz de deslumbrar y conmover en la interpenetración de lo anti-
guo y lo caduco; lo doloroso y lo magnífico que componen el ornato de la
civilización. En Palacio, la carrera del tranvía se torna fascinación compleja
y conflictiva, pues aquella carrera asimila todos los deshechos que la llegada
del asfalto pretende erradicar. Volviendo a Débora, el Teniente prosigue su
camino de domingo entre las calles de los barrios bajos poblados «en espera
del momento de la descarga del deseo». El deseo, que parece agazaparse
entre las calles, será el motor que moviliza el cuerpo del teniente entre los
avatares y barrios de la urbe, para, finalmente, recogerse en la intimidad de
su espacio privado en espera aún de la mujer soñada.
Walter Benjamin aporta pistas para ensayar una reflexión en torno
al rol que juegan los personajes femeninos en la literatura vanguardista.
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
151

Benjamin observa que, en «la concepción surrealista del amor», una ama-
da casi mística ofrece iluminación más que goce sensual. Así, continúa
Benjamin, Breton, por ejemplo, está más cerca de las cosas de las que está
cerca Nadja que de ella misma. Lógicamente, en el centro de este mundo
de cosas irrumpe el más soñado de los objetos: la ciudad misma envuelta
en un rostro surrealista. «Bueno, después de todo, en resumen, se ha ha-
blado de la espera de la mujer única, que conviene a nuestros intereses,
que existe y que no sabemos dónde está». La voz del narrador resume un
coro masculino que, desesperanzado, advierte la inexistencia de esa única y
ansiada mujer, que, tal como ellos la imaginan –en la representación de un
sueño dominical y romántico, «la tendré todas las tardes y mientras fume
me acariciará las manos»–, probablemente no existe, sino solamente agaza-
pada detrás de una ventana entrevista en uno de los recorridos ensayados.
La mujer esperada –Débora, Micaela o Rosa Ana– siempre está demasiado
lejos. El lejano sabor de Débora deviene en fuerza que empuja los pasos
del protagonista entre los barrios y calles de la ciudad que parece esconder
una desvaída sombra de ella.

Notas

1
«Hijo de Angelina Palacio y Agustín Costa, Palacio no fue reconocido legalmente cuando
niño –por eso solo llevó el apellido de su madre– y no aceptó el apellido de su padre, que
éste quiso dárselo cuando el escritor ya gozaba de cierto prestigio público.» Raúl Vallejo,
«Cronología», en Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, Caracas, Biblioteca Ayacucho,
2005, p. 247. La muerte de su madre acaeció cuando Palacio tenía aproximadamente dos
años de edad. El escritor fue criado por su tía Hortensia Palacio, su tío José Ángel Palacio
le costeó los estudios primarios y secundarios.
2
Al parecer, los síntomas de locura que se precipitaron en 1939, correspondieron a la úl-
tima etapa de la sífilis que Palacio padeció. De ser así, se podría decir que su cuento «Luz
lateral» es una descarnada alusión a sí mismo y a su enfermedad, para esa época, recién
contraída. Sin embargo, su hijo Pablo Palacio Palacios, en «Notas sobre mi padre», pone en
duda la versión de la muerte por sífilis. Cfr. R. Vallejo, «Cronología», Un hombre muerto a
puntapiés y otros textos.
3
La anécdota más conocida de la infancia de Palacio es el accidente que sufrió a los 3 años
de edad, cuando, por descuido de la niñera, cayó en un torrente de agua cercano a Loja,
su ciudad natal. Este accidente ha provocado en los críticos y biógrafos, las más diversas
especulaciones sobre la vida y obra del escritor: «Cuentan de este muchacho que a los tres
años de edad no daba señales de gran inteligencia, ni mucho menos. Un buen día la niñera
lo llevó consigo a lavar ropa blanca en el arroyo. […] Pero cuando comenzó a sanar de sus
GUARAGUAO
152

setenta y siete cicatrices, las palabras, que antes del accidente, eran difíciles, babosas, surgie-
ron llenas de inteligencia». Benjamín Carrión, Mapa de América, Quito, Sociedad General
Española de Librería, 1930, en Celina Manzoni, El mordisco imaginario. Crítica de la critica
de Pablo Palacio, Buenos Aires, Biblos, 1994, pp. 37-38. «Lo sacaron del agua borbullente,
milagrosamente vivo, con el cráneo quebrado. Dios dispuso que se le soldara y, cuando ya
era un gran escritor, el mayor de todos los jóvenes escritores del país, no por edad sino por
la fuerza y la originalidad, se divertía permitiendo que tocaran el hueco que quedó en su
cráneo al soldarse los huesos: cabía en él la falange del dedo índice. La gente de mi pueblo
decía que por esa fractura le entró al cerebro el talento literario. La verdad es que en su fami-
lia nunca había habido un escritor». Ciertamente, Palacio padeció, durante los últimos siete
años de su vida, una locura que lo llevó a la reclusión en clínicas psiquiátricas y, finalmente,
a la muerte. Alejandro Carrión, introducción a las Obras completas de Pablo Palacio, Quito,
Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1964, en Celina Manzoni, El mordisco imaginario, p. 65.
4
En el elogioso estudio que, tempranamente, el maestro Benjamín Carrión le dedicara a
Palacio, afirma que, en esos años «Realmente, diez días a lomo de mula, por entre invero-
símiles senderuelos bordeados de precipicios, separan este pueblo de las más próximas vías
del mar o del ferrocarril». Carrión, en C. Manzoni, El mordisco imaginario, p. 35.
5
El 9 de julio de 1925, la oficialidad progresista derrocó el orden liberal oligárquico, los
protagonistas declararon que su revolución perseguía «la igualdad de todos y la protección
del orden proletario». La Revolución juliana respondió al agotamiento del Estado liberal,
al declive del bipartidismo conservador-liberal, al despertar del reciente movimiento obrero
(carente de los derechos fundamentales), como reacción a la oligarquía; sobre todo ban-
caria, que controlaba el régimen monetario, que ponía presidentes y ministros de Estado.
Algunos críticos han advertido que, en ese horizonte histórico, no es gratuito que Palacio
haya elegido como protagonista de su novela Débora a un teniente.
6
María del Carmen Fernández, «Pablo Palacio y el contexto socio-cultural en el Ecuador
de los años veinte», en Pablo Palacio Obras completas, Wilfredo Corral, coordinador, París,
allca xx, 2000, colección Archivo, pp. 485-86.
7
Humberto E. Robles, La noción de vanguardia en el Ecuador. Recepción, trayectoria y docu-
mentos 1918-1934, Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Corporación Editora Na-
cional, 2006, 2a. ed., p. 13.
8
El periodo de entre siglos fue un momento de torsión de perspectivas que canalizó un
intenso debate en torno a la «cuestión indígena» y que involucró a las artes, las ciencias
sociales, las humanidades: escritores, pintores, políticos, pedagogos, están discutiendo, cada
cual desde su visión, «qué hacer con los indios». En 1922 se edita El indio ecuatoriano, de
Pío Jaramillo Alvarado, obra pionera de sociología indígena. Como consecuencia de la
crisis cacaotera, Ecuador vivió un intenso periodo de agitación social que culminó el 15
de Noviembre de 1922, cuando una insurrección popular de artesanos y obreros fue cruel-
mente reprimida en las calles de Guayaquil. En 1923 varios levantamientos campesinos
fueron duramente reprimidos; en 1926 se fundó el Partido Socialista, que se dividió cuando
el sector pro-estalinista constituyó el Partido Comunista en 1931.
9
C. Manzoni, El mordisco imaginario, ha periodizado la recepción crítica de la obra pa-
laciana. En ese sentido, ha señalado que entre 1948 y 1958, se consolida el proceso de
Alicia Ortega Caicedo • Pablo Palacio: descrédito de la realidad, bolo suburbano y escritura
153

canonización, en el esfuerzo que muchos críticos hacen de incorporar el nombre de Palacio


en las historias literarias nacionales e hispanoamericanas: A. F. Rojas, La novela ecuatoriana
(1948); E. Anderson Imbert, Historia de la literatura hispanoamericana (1954); Isaac J.
Barrera, Historia de la literatura ecuatoriana (1955); E. Ribadeneira, La moderna novela
ecuatoriana (1958).
10
Humberto Salvador (Guayaquil, 1909-1982), novelista, dramaturgo, ensayista y cate-
drático universitario. Junto a Pablo Palacio, se constituye en figura clave del movimiento
vanguardista de la narrativa ecuatoriana. Su novela, En la ciudad he perdido una novela
(1922), supone ella misma una reflexión sobre la práctica novelesca y una búsqueda que
arrastra desesperadamente al narrador, a través de las calles de Quito, en pos de una mujer
y de una perspectiva para escribir el libro.
11
En 1964, la Casa de la Cultura del Ecuador publica la Obra completa de Pablo Palacio,
con estudio introductorio de Alejandro Carrión. En 1980 Casa de las Américas publica
una Compilación de textos sobre pablo Palacio, en su Serie Valoración Múltiple, a cargo de
Miguel Donoso Pareja.
12
Publicado originalmente en La tienda de muñecos, en 1927.
13
Salvador Novo, El joven, México, Imprenta mundial, 1933 [1928].
14
H. E. Robles, La noción de vanguardia., p. 18.
15
Ibíd.
16
«El movimiento de la vanguardia ecuatoriana se expresó a través de revistas como Fri-
volidades (primer número 1919), Caricatura (1919), Síngulus (1921), Iniciación (1921),
Motocicleta (¿1924?), Hélice (1926), Savia (1926), o Lampadario (1931), entre otras, que
mantenían correspondencia con diversas publicaciones vanguardistas del continente. Estas
revistas, no obstante, combinaban textos modernistas con los de la vanguardia. […], no
es casual, por ejemplo, que Hugo Mayo haya colaborado en Pegaso, Grecia, Cervantes y
Amauta, que fuera incluido por Borges, Huidobro e Hidalgo en su Índice de la nueva poesía
americana (1926), o que Pablo Palacio publicara originalmente su cuento «Novela guillo-
tinada» en la Revista de Avance, de La Habana, en 1927». Cfr. R. Vallejo, Un hombre…,
pp. xxii, xxiii.
17
H. E. Robles, La noción de vanguardia., pp. 37-38.
18
Ibíd., p. 45.
19
Ibíd., p. 51.
20
Entrevista a Pablo Palacio, en Obras completas, a cargo de María del Carmen Fernández,
Quito, Universidad Andina Simón Bolívar/Libresa, 2006, p. 438.
21
Ibíd., pp. 438-39.
22
Cfr. Alejandro Carrión, «Estudio introductorio», en Obras completas de Pablo Palacio..
23
Ibíd., p. 80.
24
C. Manzoni, El mordisco imaginario, p. 17.
25
R. Vallejo, Un hombre muerto…, pp. xix, xx.
26
Carlos Manuel Espinosa, «Un hombre que murió dos veces», en Miguel Donoso, Com-
pilación de textos sobre..., p. 52.
27
José Carlos Mariátegui, Invitación a la vida heroica. Textos esenciales, Lima, Fondo Edito-
rial del Congreso del Perú, 2005, p. 246.
GUARAGUAO
154

28
Beatriz Sarlo concibe el espacio de una «modernidad periférica» como aquél que está atra-
vesado por una «cultura de la mezcla»; en que coexisten elementos defensivos y residuales
junto a programas renovadores, rasgos culturales de la formación criolla al mismo tiempo
que un proceso descomunal de importaciones, bienes, discursos y prácticas simbólicas.
Beatriz Sarlo, Una modernidad periférica, Buenos Aires 1920 y 1930, Buenos Aires, Nueva
Visión, 1999.
29
Paúl Aguilar, Arquitectura y modernidad 1850–1950, Quito, Museo Municipal «Alberto
Mena Caamaño», 1995, p. 44.
30
Guillermo Bustos, «Quito en la transición: actores colectivos e identidades culturales
urbanas. 1920–1950», Enfoques y estudios históricos: Quito a través de la historia, Quito,
Municipio de Quito, 1992, p. 176.
31
Walter Benjamin, «El surrealismo. La última instantánea de la inteligencia europea»,
Imaginación y sociedad. Iluminaciones I, Madrid, Taurus, 1990, p. 46.
32
Ibíd., p. 50.
Agustín Cueva, lector de Pablo Palacio: apuntes
para una nueva politización de la vanguardia
Álvaro Campuzano Arteta

Universidad Nacional Autónoma de México

D esde mediados de la década de 1960 hasta nuestros días, los de-


bates suscitados en torno a la recepción de las obras de Jorge Icaza y
Pablo Palacio han sido reiterativamente atizados por el siempre polémico
Agustín Cueva. De diversos modos, el agudo crítico cultural y sociólogo
ecuatoriano participó en la construcción de una particular manera de leer
a estos dos escritores, a quienes sitúa como representantes de opciones
ideológico-literarias opuestas. El marcado contraste y la insalvable distan-
cia entre, por un lado, un Icaza que epitomaría al narrador que denuncia
y expone conflictos sociales mediante relatos descarnados y, por otro, un
Palacio leído como representante de una variante ecuatoriana algo tardía
del experimentalismo vanguardista en América Latina, debe mucho a las
interpretaciones de Cueva.
No se puede comprender el establecimiento de estos términos del deba-
te –que menciono muy escuetamente y que por supuesto no empiezan ni
terminan con Cueva– sin una mínima sensibilidad histórica. A esta recep-
ción diferenciada del realismo social y del vanguardismo le atraviesa y sub-
yace uno de los problemas centrales que enfrentaron varios intelectuales
críticos durante las décadas de 1960 y 1970. Me refiero a la tensión entre
la pretensión de autonomía de la literatura y el impulso ético-político del
entonces llamado ‘compromiso’ del intelectual. Diversas polémicas se des-
atan en América Latina sobre este espinoso punto durante el tempestuoso
periodo que se abre con la Revolución Cubana y se cierra con el adveni-
miento de la hegemonía neoliberal a partir de los ochenta. Un ejemplo
singular, altamente representativo del conjunto, es la arremetida del cu-
bano Roberto Fernández Retamar contra Jorge Luis Borges en su ensayo
Calibán de 1971. Como sabemos, allí se acusa a Borges, previsiblemente,
por su supuesto esteticismo no comprometido, que resultaría afín a la con-
solidación de jerarquías culturales de raigambre colonial. Evocar al paso

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 155-163


GUARAGUAO
156

esta polémica quizás paradigmática, nos permite llamar la atención sobre


lo distintos que tienden a ser los debates y aproximaciones a la literatura
en nuestra contemporaneidad. Cuando en América Latina –respondiendo
a diferentes procesos y en circunstancias nacionales muy diversas– las po-
sibilidades de transformación radical de la sociedad dejaron de centrarse
en proyectos, percibidos como inminentes, de revolución nacionalista, la
pregunta sobre el particular papel político de la literatura, si bien no se
desvaneció, perdió el sentido que tuviera durante los años en que no pocos
intelectuales situaran como emblema de su práctica a la agresiva figura
descolonizadora de Calibán.
A diferencia de las dos décadas anteriores, a partir de los años ochenta
y noventa, el problema del ‘compromiso’ entre quienes escriben o reflexio-
nan a partir de la literatura ha sido profundamente replanteado, cuando
no ha sido descartado por completo y arrojado al cajón de los deleznables
asuntos ‘extra-literarios’. Con seguridad, se podría ser menos esquemático
a la hora de trazar este tipo de diferenciaciones entre periodos históricos.
Pero con todas sus imprecisiones, esta generalización permite enfatizar y
llamar la atención sobre el abismo generacional que separa a las décadas de
la «ira y la esperanza» –como titulara Cueva a su primera obra ensayísti-
ca– de las décadas del desencanto correspondientes al cierre del devastador
siglo xx.
Desde la actual experiencia generacional, ¿qué interés podría tener re-
flexionar sobre la clásica oposición entre Icaza y Palacio establecida por
Cueva? Para quienes se han sentido extraña y poderosamente fascinados
por la escritura de Palacio, incluso podría resultar bastante incómodo de-
tenerse a reconstruir los argumentos de un crítico cultural que insistiera en
el valor universal de la novelística de Icaza, y para quien, en contraste, Pala-
cio, con todos sus méritos, aparecería como un escritor menor en la escena
internacional. Sin embargo, soslayar las observaciones de Cueva, descartar-
las sin procurar una comprensión de sus fundamentos y determinaciones
históricas, aparece como un camino demasiado seguro. Como alternativa,
prestar atención a sus apreciaciones puede constituir un modo de activar
una lectura que no se adormile en la reiteración de temas ya explorados y
que, de este modo, haga justicia a la inquietante escritura de Palacio. En
esta línea, la breve revisión y contextualización sobre los juicios de Cueva
que presento inmediatamente procuran esbozar nuevos modos de politizar
la escritura de Palacio.
Álvaro Campuzano Arteta • Agustín Cueva, lector de Pablo Palacio....
157

Agustín Cueva frente a Pablo Palacio: cuatro décadas de una polémica

La primera vez que Cueva se ocupó de los relatos de Pablo Palacio


fue en su vibrante ensayo juvenil Entre la ira y la esperanza, publicado en
1967. Informado por una lúcida y libre lectura materialista de la cultura,
Cueva no pudo ser más acertado al señalar que «es tal vez Pablo Palacio
quien mejor ha sentido, comprendido y confesado las contradicciones pe-
queño burguesas, y planteado con mayor precisión tales contradicciones».
Más adelante en el mismo ensayo, Cueva amplía esta observación. Refi-
riéndose a la llamada «generación del 30» en Ecuador, anota que, siendo
un miembro de «una generación de intelectuales que se tomaron como
encarnación del proletariado, Palacio fue de los pocos en plantear, en el
momento mismo del apogeo de su grupo, el drama nacido de la tiran-
tez entre origen social e ideología. Los demás tuvieron un gran miedo de
confesarlo».1 Como vemos, en este temprano escrito –que constituye un
notable registro del espíritu crítico de la ‘generación de Calibán’ en Ecua-
dor–, Cueva destaca la poco usual auto-reflexión que Palacio articuló a
través de sus relatos sobre su propia condición de clase. En efecto, al optar
por ahondar en las desgarraduras de su situación en tanto miembro de una
clase media intelectual y radicalizada, Palacio jamás cayó en la pretensión
de representar a través de su escritura al otro subyugado económicamente
y estigmatizado racialmente: los estereotípicamente denominados «indio»,
«cholo» y «montubio» retratados en Los que se van, el emblemático libro
de relatos realistas de 1930.
Como sugieren varios de sus críticos, en Vida del ahorcado se sintetiza
la poética de Palacio. Sin perder de vista, como advertiría Cueva, que esta
poética a su vez expresa una actitud ideológico-política, podríamos aventurar
un acercamiento al peculiar socialista que emerge en la escritura literaria de
Palacio, y no sólo en sus artículos políticos posteriores. Palacio, en efecto,
fue un socialista no sólo por militar en las filas del flamante partido y por
escribir algunos artículos políticos inscritos en esa línea desde 1932, sino,
principalmente, por la forma de crítica social plasmada en su escritura de fic-
ción. En las antípodas de toda versión afirmativa o edificante de la novela, la
opción estético-política que nos presenta Palacio en Vida del ahorcado halla
su cifra en el suicidio. Andrés Farinango, el personaje-narrador, encarna el
arrojo hacia un insondable más allá del mundo tal y como ha sido confi-
gurado. Este anhelo de trascender el principio de realidad fijado por un
GUARAGUAO
158

determinado orden social –aquel «cubo» que circunscribe la existencia, para


usar una imagen central en Vida del ahorcado– coincide con una negación
sin concesiones, en última instancia auto-destructiva, a los fundamentos de
una forma de vida social que, desde la limitada perspectiva del servil pro-
fesionalismo de la clase media, aparecería como defendible a nombre de la
estabilidad. En Vida del ahorcado, Palacio, efectivamente, «dispara contra to-
dos y contra sí mismo». Como sabemos, con esas palabras Joaquín Gallegos
Lara pretendió lapidar esta novela, condenando en su lacónico comentario
de 1933 la ausencia en ella de una clara denuncia social. Pero, como sugiero,
la negatividad que recorre al fragmentado y desconcertante relato de Palacio
es precisamente su mayor mérito literario y político.
El suicidio simbólico y su correlato, la agresión al sentido de realidad
establecido socialmente, son gestos característicos de otras variantes de la
vanguardia estética que irrumpen junto al socialismo durante la década de
los veinte en los países andinos. Sin embargo, se puede conjeturar que tales
búsquedas literarias en clave negativa, pasaron a constituir un asunto más
bien extraño y ajeno al horizonte de preocupaciones de la posterior genera-
ción crítica de los sesenta y setenta. En el entusiasta ambiente posterior al
triunfo de la Revolución Cubana, no eran pocos quienes, de distintas ma-
neras, compartían el proyecto de afirmar identidades nacional-populares a
través del arte y la literatura. En el peor de los casos, este impulso se tra-
dujo en gestos chauvinistas y autoritarios. Sin embargo, también existieron
otras versiones, mucho más interesantes y valiosas, de esta reapertura del
problema de la afirmación de culturas y voces vernáculas históricamente
sojuzgadas. Por ejemplo, en el contexto de los países andinos, las reflexio-
nes sobre la heterogeneidad cultural de Antonio Cornejo-Polar no dejan
de constituir un destacado referente. Varias de las reflexiones de Agustín
Cueva y especialmente su alta valoración de Icaza –o por lo menos de su
obra narrativa, pues no profundiza demasiado en su obra teatral– se po-
drían ubicar dentro de esta corriente. A propósito de su elogioso ensayo de
1968 sobre este autor, Cueva señalará una década más tarde, en su ensayo
«En pos de la historicidad perdida» –escrito a pedido de Antonio Cornejo
Polar en 1978– que a pesar de los límites del realismo social en general, y
del indigenismo en particular, lo que habría estado en juego en la estética
de la generación de los treinta en Ecuador es la apropiación de diversas
hablas locales orientadas a alimentar la gestación de una cultura nacional
heterogénea y popular.
Álvaro Campuzano Arteta • Agustín Cueva, lector de Pablo Palacio....
159

Ya desde 1968, en su ensayo Icaza, Cueva reconoció, con José Carlos


Mariátegui, el problema de la exterioridad del narrador indigenista frente
al mundo social que intenta plasmar literariamente. Sin embargo, a partir
de las específicas preocupaciones de su generación, es probable que Cueva
no haya podido sino otorgar una más alta valoración a los gestos afirmati-
vos, con todos sus límites, del indigenismo, que a la destructividad de toda
una vertiente de las vanguardias de las décadas pasadas. La lucha cultural
por la revolución nacional-popular requeriría más de afirmaciones, proble-
máticas o no, del campo popular, que de gestos disolventes de la intelec-
tualidad de clase media.
En su última intervención sobre la recepción de Palacio, el ensayo «Co-
llage tardío entorno a l’affaire Palacio» de 1993 (pieza re-publicada en
el 2000 en la compilación de la obras completas de Palacio a cargo de
Wilfrido Corral), Cueva reafirma, en lo esencial, su postura de décadas
pasadas. En este trabajo, uno de los últimos que publica en vida, insiste en
entablar un debate, que por momentos lastimosamente adquiere un tono
de rencilla, con Miguel Donoso Pareja. Confrontando su ensayo «Los
grandes de la década del 30» de 1985, Cueva sitúa a Palacio, no como un
adelantado en relación a los realistas sociales de los treinta, sino más bien
como un rezagado frente a la vanguardia estética latinoamericana. Aun-
que al asumir esta postura, Cueva no profundiza en la particularidad de la
vanguardia en Ecuador en el contexto específico de los países andinos, a su
vez tiene el cuidado de recoger, en parte, las aclaraciones sobre el lugar que
ocupa la obra de Palacio dentro de la vanguardia ecuatoriana, elaboradas
en la exhaustiva investigación de Maria del Carmen Fernández publicada
en 1991.
Desde el tipo de reflexión histórica preconizado por Cueva, es dable
considerar que durante las últimas cuatro décadas, período durante el
que alimentó la polémica sobre la valoración de Palacio, enalteciendo
permanentemente la narrativa de Icaza, el horizonte de interrogantes de
su generación fomentó el relativamente poco interés ideológico-político
que le concedió a la escritura del primero. Sin embargo, para acoger y
dar vida actual al impulso crítico de la destructividad en la escritura de
Palacio (sobra decirlo, y seguramente Cueva concordaría con nosotros),
es necesario leerla a la luz de las particularidades del encuentro entre
vanguardismo y socialismo que ocurriera en los países andinos durante
la década 1920.
GUARAGUAO
160

La posible actualidad de la década de 1920

Como sabemos, a través de sus profusos escritos y de la difusión de la


revista Amauta en los años veinte, José Carlos Mariátegui tuvo la sagaci-
dad, ajena a la obtusa ortodoxia de varios comunistas latinoamericanos de
la época, de encauzar la destructividad anárquica del vanguardismo en ser-
vicio de la crítica radical de la sociedad. En una vena similar, su coetáneo
alemán, Walter Benjamin, reflexionando sobre el surrealismo, proponía en
1929 «ganar las fuerzas de la ebriedad para la revolución».2 Esta búsqueda
de sintonías entre la crítica social y el desenfado literario, que es previa
tanto a la preceptiva dogmática del comunismo internacional como al op-
timismo nacional-popular en América Latina, quizás nos permita politizar
hoy a Palacio.
En su alentadora recepción de las primeras obras del vanguardista pe-
ruano Martín Adán, cuya única novela, La casa de cartón, encuentra afini-
dades con la narrativa de Palacio, Mariátegui señaló como rasgo central de
su literatura al «disparate puro». Mediante esta noción apuntaba a activar
el poder disolvente de las vanguardias: parafraseando a los surrealistas,
Mariátegui consideraba que el disparate puro certificaba la «defunción del
absoluto burgués». Curiosamente, esta misma valoración del «disparate»
literario fue extendida desde Perú hacia Ecuador por un improbable emisa-
rio. Luis Alberto Sánchez, con quien Mariátegui entablara la famosa ‘polé-
mica del indigenismo’ en 1927, y quien más tarde fungiera de ideólogo del
apra –un partido político populista abiertamente criticado por el director
de Amauta–, elogió en 1932 la estética del disparate presente en Vida del
ahorcado, estableciendo así un contrapunto al ataque de Joaquín Gallegos
Lara publicado un año después.
Vemos entonces que la escritura de Martín Adán, mediada por la recep-
ción de Mariátegui, traza una interesante e indirecta conexión entre la ge-
neración peruana de Amauta y el vanguardismo ecuatoriano representado
por Palacio. Para explorar esta cercanía, cabe detenerse un momento en La
casa de cartón, novela publicada originalmente con un prólogo de Sánchez
y un colofón de Mariátegui en 1928 –un año después de Un hombre muer-
to a puntapiés y de Débora–. A través de esta narración, el lector se sumerge
en un caleidoscópico recorrido deambulatorio por Barranco, uno de los
barrios de Lima. En medio de los fragmentos inconexos que componen
esta delirante obra, Ramón, el personaje-narrador –que nos remite a esos
Álvaro Campuzano Arteta • Agustín Cueva, lector de Pablo Palacio....
161

otros personajes esquivos, el Teniente y Andrés Farinango de Palacio–, nos


conduce discontinuamente por la ciudad; ese espacio moderno por exce-
lencia, donde la realidad se desestabiliza y aparece, nos dice Ramón, como
«una oleografía que contemplamos sumergida en agua: las ondas se llevan
las cosas y alteran la disposición de los planos». En la Lima imaginaria de
La casa de cartón, nada puede ser fijado definitivamente por la vista, nada
puede ser estabilizado por el conocimiento. La sucesión de imágenes y de
experiencias imprevistas en la ciudad, hacen aparecer al mundo como un
lugar en el que todo es «temblante, oscuro, como en pantalla de cinema».
La mirada distraída de Ramón y la propia narrativa discontinua de Adán
nos invitan al goce de la incertidumbre y el desconcierto. Nada sujeta el
camino de Ramón ni su decurso narrativo en la Lima que experimenta
imaginariamente. Por oposición a una relación fija entre un sujeto y un
objeto, característica del narrador omnisciente frente a una realidad a ser
expuesta y denunciada, en La casa de cartón toda identidad y todo conoci-
miento se disuelven en la escritura:

Una calle iluminada de silencio –por ella se van nuestros ojos de nosotros,
nuestros ojos, niños incautos y curiosos–. Y nosotros nos quedamos ciegos.
Y un aire de yaraví enfría un poco de calle con su aliento de puna. Después
nada, ni siquiera nosotros mismos.3

En éste y varios otros fragmentos, se insinúa el deseo por una vida que
sólo puede ocurrir más allá del mundo tal y como nos fue dado concebirlo
y experimentarlo. Esta negación expectante se manifiesta también, como
ya señalábamos, en la escritura de Palacio. La posibilidad de acoger ahora
toda esta potencia disolvente, como lo hiciera un Mariátegui hacia la dé-
cada de 1920, quizás encuentre su fundamento en ciertas claves de nuestra
contemporaneidad. A la luz de toda la experiencia organizativa acumulada,
de las intervenciones políticas y las prácticas culturales de diversos sectores
populares, pretender hablar en nombre del otro fácilmente aparece ahora
como una impostura. Por otro lado, los proyectos orientados a afirmar
culturas nacional-populares desde la izquierda no pueden dejar de ser re-
planteados, tanto frente al ‘cosmopolitismo por debajo’, o bien, al carácter
crecientemente transnacional de los nuevos movimientos sociales, como
frente a la agresiva apropiación de identidades culturales locales adelantada
por sofisticadas industrias culturales. Bajo tales condiciones, la negatividad
GUARAGUAO
162

de cierta escritura literaria, y su destrucción de toda identidad estabilizada


y domesticada para el consumo, puede ser una vía –ciertamente menor
frente a otras– de resistir a la selectiva apropiación de las identidades afín
al capitalismo transnacional contemporáneo.
En otros términos, desde el campo literario, quizás ahora las condicio-
nes sean propicias para modular variantes de ese «canto a la esperanza»,
como se titula uno de las fugas discordes de Vida del ahorcado, que cele-
bra la radical incertidumbre, la «noche negra». El jubiloso desasosiego, la
exultante negación del mundo dado al que nos invita Andrés Farinango
–ese arquetipo del desajustado sin identidad fija– señala rutas múltiples
para, como nos incitara Agustín Cueva, activar lo político en la literatura,
asumiendo el desafío actual de superar la consigna –¿definitivamente ana-
crónica?–, de afirmar, desde una cómoda exterioridad, identidades nacio-
nal-populares.

Canto a la esperanza

He huido del cubo y he caminado sin rumbo lejos de la ciudad, por el campo
abierto, hasta dejarme envolver por la noche negra.
Todo era la noche negra: el campo y el cielo, las dos cosas juntas, sin límites,
sin rutas.
Yo he estado ahí, en medio de la noche, los ojos abiertos sin ver y el oído aten-
to, oprimida mi alma.
Yo he buscado ahí mi camino sin encontrarlo.
Pero no me he dejado coger por la impaciencia y al cabo se encendió la gran
lámpara, de tal manera que estoy aquí de nuevo, hombre. Cáspita, cáspita.
¡Oh, júbilo, ya sé lo que es la esperanza!4

Notas

1
Agustín Cueva, Entre la ira y la esperanza, Quito, Planeta, 1987 [1967], p. 128.
2
Walter Benjamin, «El surrealismo. Última instantánea de la inteligencia europea», Ilumi-
naciones I. Imaginación y sociedad, Madrid, Taurus, 1999 [1929], p. 59.
3
Martín Adán, La casa de cartón, Colección La Honda, La Habana, Casa de las Américas,
1986 [1928], pp. 47-48.
4
Pablo Palacio, Vida del ahorcado, en Un hombre muerto a puntapiés y otros textos, Colección
Clásica, vol. 231, Compilación, prólogo, cronología y bibliografía, Raúl Vallejo, Caracas,
Biblioteca Ayacucho, 2005, p. 149.
Álvaro Campuzano Arteta • Agustín Cueva, lector de Pablo Palacio....
163

Bibliografía

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[1929], Iluminaciones I. Imaginación y sociedad, Madrid, Taurus, 1999.
Cueva, Agustín, Entre la ira y la esperanza, Quito, Planeta, 1987 [1967].
––, «Collage tardío en torno de l´affaire Palacio», Literatura y conciencia histórica
en América Latina, Quito, Editorial Planeta, 1993.
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Fernández, María del Carmen, El realismo abierto de Pablo Palacio en la encrucija-
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Raúl Vallejo, Caracas, Biblioteca Ayacucho, 2005.
Retamar Fernández, Roberto, «Calibán» [1971], en Todo Calibán, Buenos Aires,
clacso, 2005.
Jorge Icaza y Pablo Palacio:
divergencias convergentes
Mauricio Ostria González

Universidad de Concepción

La afirmación de que no hay extratextualidad es un grafito infantil sobre los


muros del sentido común
George Steiner

A unque Jorge Icaza y Pablo Palacio son estrictamente coetáneos:


como se sabe nacen en 1906 y, en consecuencia, forman parte de
las generaciones literarias emergentes en los años veinte y supuestamente
vigentes en los treinta, sus destinos personales y literarios son ciertamen-
te diametrales: mientras el primero alcanza todos los honores y reconoci-
mientos y su obra llega a ser considerada la más representativa dentro de
la novelística ecuatoriana (durante un buen tiempo, Huasipungo pasó por
ser la novela ecuatoriana por antonomasia), el segundo recibe calificativos
que lo marginan socialmente y su producción perfectamente desconocida
y ninguneada sólo es rescatada a partir de los años sesenta.
Icaza y Palacio representan dos direcciones opuestas y hasta contradic-
torias en el marco de la narrativa ecuatoriana y latinoamericana. Relacio-
narlos implica enfatizar la heterogeneidad de un proceso cultural complejo,
poner el acento en formas de leer el mundo que en virtud de su diferencia
llegan a construir sentidos divergentes y antagónicos, que posiblemente
ayuden a entender las contradicciones en las que se debaten los procesos
identitarios de nuestras naciones.
El reinado del naturalismo y el realismo social en la narrativa ecua-
toriana y latinoamericana se extendió hasta bien avanzado el siglo xx e,
incluso, fue impermeable al advenimiento de las vanguardias que, cierta-
mente, tuvieron más éxito en el terreno de la poesía que en el de la novela.
Sólidamente apoyada en los postulados ideológicos y formales del realismo
social, la narrativa icaciana, desde sus inicios, se incorporó sin mayores
problemas al canon dominante. Es más, sus aportes más significativos –la

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 164-175


Mauricio Ostria González • Jorge Icaza y Pablo Palacio: divergencias convergentes
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incorporación del indio y su problemática, y la postulación del mestizaje


como elemento decisivo en la configuración de la identidad latinoameri-
cana, con los consecuentes efectos discursivos y estructurales– coinciden
de alguna manera con los procesos culturales y sociales que vive la nación
ecuatoriana, así como con las ideologías emergentes.1 En otras palabras, y
sin restar el mérito que sin duda les corresponde, las novelas de Icaza apa-
recen en el momento propicio para que en ellas se reconozcan como en un
espejo las diversas instancias lectoras. De alguna manera, son las novelas
que el horizonte de expectativa del entorno esperaba. De ahí que Icaza sea,
al decir de la crítica, el más difundido de los escritores ecuatorianos y el que
más éxito ha alcanzado dentro y fuera del Ecuador, como novelista.
La narrativa vanguardista, en cambio, no constituyó un movimiento
gravitante ni en Ecuador ni en América Latina; sus autores casi siempre
fueron vistos como excéntricos, herméticos, incorrectos, incomprensibles.
De modo que la obra de Pablo Palacio pasó prácticamente inadvertida y
cuando se leyó no se entendió y fue, en general, duramente criticada. Lo
sucedido con Pablo Palacio no es insólito en el ámbito latinoamericano. Los
casos de Macedonio Fernández o Roberto Arlt en Argentina; de Felisberto
Hernández, en Uruguay; de Juan Emar, en Chile; de César Moro, en Perú;
tal vez no con el patetismo del ecuatoriano, revelan una idéntica actitud de
incomprensión crítica así como la rigidez de posturas ceñidas incondicio-
nalmente al canon dominante.
La matriz realista (o neorrealista) postula una relación especular más o
menos directa entre las visiones construidas por la literatura y el mundo
real, de modo que su práctica consiste en crear la más perfecta apariencia
de realidad en una especie de tejido sin costuras en el que se puedan reco-
nocer tiempos, espacios, sucesos y personajes narrados, preferentemente,
desde instancias en que se disimulan o se enmascaran los sujetos discur-
sivos. Así, resulta casi siempre fácil y cómodo para el lector colaborar en
un pacto narrativo que lo incluye como parte del mundo propuesto. Por
el contrario, el proyecto escritural vanguardista busca poner en crisis el
verosímil romántico realista , y con ello, los hábitos tradicionales de lectu-
ra de relatos, evidenciando sus incongruencias, rompiendo sus esquemas
ya consabidos, desarticulando sus continuidades, interrumpiendo el pacto
de verosimilitud con permanentes exabruptos; en consecuencia, incomo-
dando al lector que siente frustradas sus expectativas y que con frecuencia
queda a la intemperie, sin apoyos ni orientaciones seguras. Pablo Palacio,
GUARAGUAO
166

pues, escribe sus textos en contra de lo que él considera los engaños del
realismo, denunciando sus convenciones e imposturas, provocando inten-
cionadamente su desmontaje: «La novela realista –afirma– engaña lasti-
mosamente. Abstrae los hechos y deja el campo lleno de vacíos; les da una
continuidad imposible, porque lo verídico, lo que se callan, no interesaría
a nadie».2 Y esto es lo que hace, precisamente, Palacio: relatos con los des-
perdicios del realismo, con lo insignificante canónico (como la imagen del
teniente, con las medias rotas, cortándose los cayos y acomodándose las
uñas durante veinte minutos). Se trata, como diría Cortázar, de escribir
una novela minuciosamente antinovelística; «la provocación que ocasiona
Palacio –comenta Corral– no cesa: se anulan héroes, desaparecen virtudes,
posesiones, atributos y tributos, perfiles temporales y actuaciones».3
Bien es verdad, que también Icaza, sin salirse del canon, realiza un
proceso creativo que implica, especialmente en El Chulla Romero y Flores,
importantes transformaciones narrativas, por ejemplo, el abandono de las
dicotomías rígidas y de las descripciones y caracterizaciones meramente
exteriores; la incursión exitosa en la interioridad dramática, conflictiva y
fantasmal del protagonista mediante el convincente empleo del estilo in-
directo y, sobre todo, la inclusión de procesos transformativos que hacen
del héroe un verdadero personaje novelesco. Pero Palacio practica un con-
cienzudo proceso de desconstrucción de la novela canónica, desde la con-
tinuidad y lógica de la historia, pasando por las rupturas espaciotempora-
les, la eliminación de las caracterizaciones convencionales de personajes, el
quiebre de las fronteras entre historia y discurso, la infracción continua de
la verosimilitud, la desestabilización y fragmentación de los sujetos hasta
la parodia de géneros y tipos discursivos, y la interrupción paralizante del
proceso diegético a través de continuas intervenciones metanarrativas. De
todo lo cual, es una elocuente síntesis su «Novela guillotinada», de la que
Humberto Robles señala:

[…] una suerte de poética de las coordenadas que asociamos con su produc-
ción literaria. Allí están su práctica metaliteraria, su sentido de lo ridículo y
absurdo, su humor cáustico, su cuestionamiento de principios de retórica y au-
toridad, de normas, de instituciones, de mitos y de fórmulas en vigencia. Ese
texto cumple también con el criterio que Palacio tenía de la literatura como
labor expositiva, reflejo fiel de las condiciones materiales de vida.4

Mauricio Ostria González • Jorge Icaza y Pablo Palacio: divergencias convergentes
167

Hecha una rapidísima e improvisada revisión de los programas narrati-


vos o verosímiles propuestos por Icaza y Palacio, sobre la base de la lectura
de algunos de sus textos más representativos, aquéllos podrían resumirse
provisionalmente en el siguiente esquema:

ICAZA PALACIO
Historia -de indios o mestizos. -de individuos urbanos.
-de despojo y acoso social. -de conflictos personales
(subjetivos).
-con referencias preferentes -con referencias preferentes a la
a la realidad nacional y existencia humana en general.
regional
-con secuencias ordenadas y -con secuencias desordenadas y
continuas discontinuas (fragmentos).
-tendencia a secuencias -tendencia a secuencias circulares.
progresivas.
-en espacios rurales o urbanos -en espacios urbanos.
marginales.
-en tiempo real, más o menos -en tiempo casi siempre interior.
cronológico.
-con personajes colectivos o -con personajes individuales (no
tipos. siempre individualizados).
-inclusión de personajes -inclusión de personajes
caricaturescos. teratológicos.
-los personajes pueden -los personajes no sobreviven al
sobrevivir al medio hostil. medio hostil.
Discurso -narrador omnisciente; tercera -narrador personal; clave variable;
persona;
-permanece al margen del -se introduce en el relato, lo
relato. interrumpe y hasta intercambia
su estatus con el del lector o del
personaje.
-lenguaje diferenciado entre -lenguaje no diferenciado entre
narrador y personaje. narrador y personaje.
GUARAGUAO
168

-abundante empleo de -exclusión en general de


expresiones regionales exprersiones regionales.
(glosarios).
-ficción de oralidad incluye -ficción de oralidad se mantiene en
distorsiones fonéticas y un cierto nivel formal, con inclusión
sintácticas en la imitación de términos propios de diversos
de hablas populares y universos discursivos (científico,
campesinas indígenas periodístico, filosófico, etc.)
-perspectiva realista. -perspectiva superrealista.
-perspectiva poco variable. -perspectiva variable.
-lector sin presencia explícita. -situación comunicativa con
frecuencia explicitada.
-escasas alusiones -abundantes alusiones
intertextuales. intertextuales.
-mímesis narrativa -mímesis narrativa heterogénea
homogénea. (se inclusyen otros tipos de discurso).
-sistema de preferencias -sistema de preferencias explícito.
implícito.
-escasa presencia de -abundancia de discurso
metadiégesis. metadiegético.
-no se problematica la -se problematiza la relación
relación realidad/ficción. realidad/ficción.
-no se explicita proceso de -se explicita proceso de
producción textual. producción textual.

Como puede observarse fácilmente, la divergencia entre los programas


y las prácticas textuales de Icaza y Palacio es total. Frente a la adhesión
plena al realismo social que significa el trabajo icaciano, se halla el cuestio-
namiento radical a esa tendencia del autor de Débora. Al optimismo rea-
lista de Icaza se opone el desencanto irrealista de Palacio; al barroquismo
metafórico y enmascarador de Icaza, la constante parodia y el sarcasmo
desenmascarador de Palacio.
Lo interesante, en definitiva, es que con tan diferentes concepciones
del relato, con tan distintos instrumentos narrativos (visiones, puntos de
vista, estructuras, tendencias, estilos y lenguajes), Jorge Icaza y Pablo Palacio
Mauricio Ostria González • Jorge Icaza y Pablo Palacio: divergencias convergentes
169

coinciden en desplegar en sus textos sendos análisis despiadados del horror,


la violencia y el dolor en relación con situaciones de marginalidad y discri-
minación en la sociedad y la cultura ecuatoriana de comienzos del siglo xx.
Tales divergencias expresivas (neorrealismo versus vanguardia) sin embargo,
coinciden en la representación de mundos infernales en los que no parece
posible la salvación. El gesto narrativo de Icaza que impone la conversión
del héroe en El Chulla Romero y Flores («Por primera vez era el que en reali-
dad debía ser: un mozo de vecindario pobre con ganas de unirse a las gentes
que le ayudaron»),5 si bien le posibilita el reconocerse entre sus iguales (los
pobres) y, en cierta manera, superar su soledad y huerfanía, no lo libera, en
definitiva, del mundo abominable en que transcurre su precaria existencia.
Con frecuencia, la durísima crítica a la sociedad ecuatoriana se expresa
en la construcción de relaciones conflictivas con el espacio urbano, y en la
representación de la ciudad6 como un lugar donde el mal tiene su asien-
to. Allí reinan la mentira, el fingimiento, la hipocresía, la mediocridad, el
egoísmo, la usura, la crueldad.
Así, en medio de su huida, acosado entre laberintos y espejos (patios,
pasillos, puentes, cuartos populares, techos), el Chulla «Vio claro. Tenía
que luchar contra un mundo absurdo».7 En tanto el hablante de Débora
comenta con sarcasmo: «Nueva pesadilla de lugares nos amenaza y estare-
mos obligados a sufrir su representación ante nuestros ojos».8 Y también:

Cuando la fachada está negra, por la puerta de la calle se ve una cuchillada


clara en el patio fangoso: cuchillada que es fija y certera. Desaparece y aparece,
conforme la puerta trague o vomite un hombre.9

Como se ve, las visiones urbanas de Icaza y Palacio y, sin duda, de mu-
chos otros escritores ecuatorianos y latinoamericanos, están dominadas,
casi siempre, por el desencanto, por el malestar ante la civilización urbana,
por un cruel sentimiento de incertidumbre. Prevalece una sensación de
extrañamiento y alienación ante la cultura urbana y burguesa, autocom-
placiente y satisfecha. Mediante un conjunto de paisajes urbanos por lo
regular desolados y sombríos, nuestros escritores ponen de manifiesto su
conflictiva relación con el entorno. Curiosamente, sus versiones del paisaje
urbano local dibujan, más que ciudades febriles, energizadas por la indus-
tria y el comercio, el ritmo desmayado y monótono de las viejas ciuda-
des al margen del flujo modernizador.10 Parece tener razón Abdón Ubidia
GUARAGUAO
170

cuando señala que: «la nueva ciudad anula las formas comunitarias más
arcaicas. Y fabrica soledades. Todo esto nos sirve para decir que la ciudad
es la patria de los individuos. Que los hombres, en ella, han sido forzados
a convertirse en individuos, es decir, en pequeñas fortalezas aisladas por la
competencia y la incomunicación».11
Posiblemente, esta coincidencia sólo puede explicarse por cuestiones
extratextuales. Y es que, como hemos dicho, estrictamente coetáneos, Icaza
y Palacio, no obstante las evidentes diferencias de sus trabajos literarios,
viven la misma realidad del Ecuador de los años veinte y treinta, período
marcado por una aguda crisis política, social y económica que, en lo in-
ternacional, coincide con el crack del 29. En efecto, según afirma Benites
Vinueza, «1931 marca el inicio de un periodo de inestabilidad política y
social que incluye una guerra civil, dos dictaduras, y que tiene su corolario
infausto en el conflicto armado del 41 contra el Perú».12 La crisis de 1931
fue verdaderamente pavorosa; «a la confusión primera, siguió un oscuro
período de revueltas, conspiraciones, presidentes interinos».13 Al mismo
tiempo, el país vive un lamentable proceso de enajenación: mientras en la
vida práctica se mantiene la desigualdad social extrema, en las leyes se pos-
tula y decreta la igualdad. Este desacuerdo provoca la coexistencia de dos
países en uno: el de verdad y el de las leyes.14 Surgen, entonces, la evidencia
de un orden político y social que es preciso denunciar. Vienen las protestas
campesinas y los movimientos obreros. En ese entorno, las denuncias de
Icaza sobre las miserias y sufrimientos del indígena y sobre la pobreza y dis-
criminación del mestizo en las ciudades, y también, la reacción de asco de
Pablo Palacio frente a una realidad que se le aparece como absurda forman
parte del estado de ánimo de los intelectuales ecuatorianos de entonces y
son, al parecer, su respuesta a tal coyuntura.
Para entender, entonces, las visiones de Icaza y Palacio –tan distintas y
tan cercanas– es imprescindible situar sus textos en la coyuntura histórica en
que se generan.15 En este sentido, debe reconocerse que los datos históricos
forman parte integrante de la recepción de todo texto. Sin caer en los abusos
del biografismo o del determinismo circunstancial, sigue siendo cierto que
las premisas vitales, temporales, socioeconómicas, ideológicas que constitu-
yen el entorno de una obra son instrumentos necesarios para su adecuada
interpretación. En verdad –como señala Steiner– «el lenguaje mismo, la po-
sibilidad ontológica del discurso ya son extratextuales, cargados de historia,
de conciencia y de inconsciencia ideológica, de localidad».16.
Mauricio Ostria González • Jorge Icaza y Pablo Palacio: divergencias convergentes
171

El intelectual ecuatoriano se encuentra, entonces, en una disyuntiva: o


se enfrenta «con la consigna de escarbar y entender lo propio» o «con la
atracción de la actualidad cosmopolita».17 «En lo literario se imbrican y se
apartan una tendencia formalista, egregia y cosmopolita, y una de temática
social, centrada ésta en los problemas colectivos inmediatos».18 Icaza se
inclina por el primer camino, que representa la afirmación, continuidad y
desarrollo del canon literario y cultural a través de un programa narrativo
que postula la identidad mestiza de la cultura y la nación ecuatoriana. Así
lo atestigua El Chulla Romero y Flores con la transformación de su protago-
nista y su final abierto:

La tragedia del desacuerdo íntimo –inestabilidad, angustia, acholamiento– que


tuvo el mozo por costumbre resolverla y ocultarla fingiendo odio y desprecio
hacia lo amargo, inevitable y materno de su sangre, se había transformado
–gracias a la circunstancias planteadas por la injusticia de funcionarios y bu-
rócratas, al amor sorpresivo a Rosario, a la esperanza en el futuro del hijo, a la
diligencia leal y generosa del vecindario– en la tragedia fecunda de la perma-
nencia de su rebeldía [...].19

Ante el dolor por la muerte de su amada, el mozo jura «amar y respetar


por igual en el recuerdo a sus fantasmas ancestrales y a Rosario, defender
a su hijo, interpretar a sus gentes».20 Al cerrar su novela con estas palabras,
Icaza procura resolver el conflicto identitario nacional. Por el contrario,
según comenta Wilfrido Corral:

[…] aparentemente, para Palacio la búsqueda del origen de la hispanidad, como


la de la esencia de lo latinoamericano ya habían sido asumidas por el escritor
hispanoamericano, y sólo se podía parodiarlas desde una especie de universalismo
dado por sentado, al que todo autor del momento ya tenía acceso.21

La propuesta de Pablo Palacio, entonces, es más drástica y categórica, no


ofrece ninguna opción y su desacato termina abruptamente con la muerte,
como el protagonista de su novela Débora. Termina y vuelve a comenzar
(«momento inicial y final»),22 haciendo de la muerte una presencia per-
manente. Así, mientras El Chulla Romero y Flores encarna un proyecto de
reivindicación del mestizo, a pesar de lo ominoso del ambiente, los relatos
de Palacio expresan el rechazo visceral a una realidad tan extremadamente
cruel que sólo puede concebirse como absurda y ominosa.23 El punto de
GUARAGUAO
172

vista que le corresponde, según su propia confesión, es el de «descrédito de


las realidades presentes» que le repelen; «porque esto es justamente lo que
quería: invitar al asco de nuestra verdad actual».24

Algún día te acorralará la rabia, y, no teniendo cosa más brutal que hacer, vo-
mitarás sobre el mundo tus deshechos. Estará bien que devuelva el préstamo
usurario: deyección de una deyección, que es como el monto en las operacio-
nes de contabilidad.25

Parece ser, entonces, la soledad radical el estado espiritual que caracteri-


za tanto al Chulla Romero y Flores como el sujeto (autor-narrador-perso-
naje) de los relatos palacianos. Lo destaca el propio Icaza: los chullas cami-
nan por el mundo «eternamente solos, llenos de soledad, como la palabra
lo indica».26 A su manera, entre ironías y parodias, también el discurso de
Palacio trasunta en todo momento lo irreductible de la soledad individual,
esa forma de malestar que han proclamado tantos escritores nuestros y que
constituye, tal vez, el síntoma más evidente del conflicto interno presente
a lo largo de toda la historia de nuestra cultura y la permanente razón de su
autocrítica: su condición escindida y agónica.

Notas

1
«Desde la perspectiva ideológica que dominó el horizonte cultural ecuatoriano entre 1930
y 1960, poco más o menos, era oportuno poner a un lado esa confrontación [con la emer-
gente vanguardia]. Lo que se legitimaba y promovía era una literatura de orientación social,
entendida ésta como instrumento para propagar un nuevo orden». Humberto E. Robles,
«La noción de vanguardia en el Ecuador: recepción y trayectoria (1918-1934)», en Gabriela
Pólit Dueñas, Antología crítica literaria ecuatoriana. Hacia un nuevo siglo, Quito, flacso-
Ecuador, 2001, p. 222.
2
Pablo Palacio, Un hombre muerto a puntapiés y Débora, Prólogo de Agustín Cueva, San-
tiago, Universitaria, 1971, p. 72.
3
Wilfrido H. Corral, «Humberto Salvador y Pablo Palacio: política literaria y psicoanálisis
en la Sudamérica de los treinta», en Gabriela Pólit Dueñas, Antología crítica literaria ecua-
toriana. Hacia un nuevo siglo, Quito, flacso–Ecuador, 1997, p. 293.
4
H. E. Robles, p. 247.
5
Jorge Icaza, El chulla Romero y Flores, Ed. crítica de R. Descalzi y R. Richard, Colección
Archivos, Madrid, 1997, p. 113.
6
En el caso de Icaza, la visión negativa se manifiesta también en las representaciones del
mundo andino rural. Véase Ostria 1997.
Mauricio Ostria González • Jorge Icaza y Pablo Palacio: divergencias convergentes
173

7
J. Icaza, El Chulla Romero..., p. 120.
8
P. Palacio, Débora, p. 71.
9
Ibíd., 74.
10
Es muy interesante comprobar cómo las imágenes urbanas de Icaza y Palacio se ciñen
estrictamente a sus proyectos textuales: la ciudad de Icaza es chola (dual, escindida), la de
Palacio colonial y retrógrada; la de Icaza se describe sin mediaciones explícitas, aunque es
evidente el proceso selectivo de su construcción, la de Palacio es imaginada o ensoñada
como una maqueta en que el autor-narrador-personaje va reconociendo símbolos de heren-
cia conventual. Véanse los ejemplos siguientes:
«Mezcla chola —como sus habitantes— de cúpulas y tejas, de humo de fábrica y viento
de páramo, de olor a huasipungo y misa de alba, de arquitectura de choza y campanas,
de grito de arriero y alarido de ferrocarril, de bisbiseo de betas y carajos de latifundistas,
de chaquiñanes lodosos y veredas con cemento, de callejuelas antiguas —donde las pie-
dras, las rejas, las espadañas coloniales han detenido el tiempo en plena aldea— y plazas
y avenidas de amplitud y asfalto ciudadanos». J. Icaza, El Chulla Romero..., p. 31.
«Al través de la vida mental bullente, desordenada, paradójica, se estiraba el barrio de
SAN MARCOS
cuyo nervio céntrico, calle estrecha, había desarrollado con sus pequeños accidentes diver-
sas disposiciones emotivas. De puntillas sobre la ciudad, su plano sería un cuero tendido a
secar. San Marcos: una larga prolongación sobre una inflada rugosidad del suelo. Lo más
curioso es su campanario, bajo una tejadilla de zinc, adosado al muro de la iglesia vieja.
Desde el final de la calle se puede ver parte de la urbe […]
Naturalmente no falta en San Marcos el respectivo cuadro mural. Nadie sabe por qué
en este cuadro mural incrustaron un pequeño espejo: se le puede creer un ojo que mira
a una claraboya que nos trae la mañana del otro lado. Un santo como siempre. En esta
ciudad las murallas son devotas: no puede evitarse el encontrón de un símbolo […]».
P. Palacio, Débora, pp. 56-57.
11
Abdón Ubidia, «Pablo palacio, el individuo y la primera ciudad», 2002, www.editorialel-
conejo.com/textos/palacio.doc
12
Leopoldo Benites Vinueza, Ecuador: drama y paradoja, Estudio introductorio de David
Guzmán Játiva, Quito, Crear Gráfica Editores, 2005, 4a. ed., p. 12.
13
Ibíd., p. 294.
14
«Tal es la paradoja: La República no ha logrado romper las bases feudales y coloniales.
Económica y espiritualmente, subsisten todavía. Pero la obra depuradora del pensamiento
teórico ha creado sobre este mísero fundamento, una copiosa legislatura calcada sobre los
modelos capitalistas; partidos políticos que actúan como si lo hicieran en mundos de gran
industria fabril; instituciones democráticas que no tienen más existencia que la enunciación
sobre el papel» (L. Benites Vinueza, p. 294).
15
«Los hechos históricos reseñados resultan indispensables para entender la encrucijada
a que hace frente el intelectual ecuatoriano. La bancarrota en la situación sociopolítica y
económica recalca lo consabido, que los ideales del liberalismo promulgados por la Re-
volución de 1895, acaudillada por Eloy Alfaro (1842-1912), no se habían realizado, que
la política del Partido Liberal institucionalizado no iba a resolver los problemas del país.
GUARAGUAO
174

Las agrupaciones emergentes, ávidas de cambio y ya impulsadas por otra sensibilidad, se


inclinaban hacia soluciones más radicales, equitativas, que cumplieran con desintegrar las
jerarquías de una burguesía satisfecha en el statu quo. Irrumpe y se ahonda la preocupa-
ción por el terruño, por lo autóctono» (H. E. Robles, p. 234).
16
«Una lectura seria dará provecho al contexto, a las condiciones generadoras de la obra,
con todas las precauciones y todas las sospechas que impone el estatuto incierto del docu-
mento histórico, incluso del testimonio del autor. Hay un sentido, y no trivial, en el cual
un párrafo, una frase, incluso una palabra […] suponen, requieren para ser bien leídos,
cierto conocimiento de la historia de la lengua y de la sintaxis […] del estado de esta len-
gua y de esta sintaxis en la época […] cierto conocimiento de la sociedad, de los conflictos
ideológicos, […] cierto conocimiento de los resortes más íntimos del psiquismo […]. De
ahí la estricta imposibilidad en literatura de una lectura formalmente y sustantivamente
completa, exhaustiva, final». George Steiner, «Una lectura bien hecha», Mapocho, Revista de
Humanidades y Ciencias Sociales, No. 43, 1998.
17
H. E. Robles, p. 235.
18
Ibíd., p. 237.
19
J. Icaza, El Chulla Romero..., p. 135.
20
Ibíd., p. 140.
21
W. H. Corral, p. 277.
22
P. Palacio, Débora, p. 90.
23
«entre los vericuetos de la anécdota, a veces estrambótica, se deslizaba una especie de
punzante escalofrío, de terror glacial ante algo que se erguía como una frontera cercana y
amenazante de lo humano». A. Cueva, en prólogo a P. Palacio, p. 9.
En carta dirigida a Carlos Manuel Espinosa, en 1933, incluida en «Epistolario parvo de
Pablo Palacio», en Cinco estudios y dieciséis notas sobre Pablo Palacio, Colección Letras del
Ecuador, Guayaquil, Casa de la Cultura Ecuatoriana, Núcleo del Guayas, 1976, p. 103.
24
P. Palacio, Débora, p. 77.
25
Citado por Jácome, en J. Icaza, El Chulla Romero..., p. 213.

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Marina Moncayo de Icaza,
escenas de una vida
César Chávez Aguilar

Centro Cultural Benjamín Carrión

1 927. El hombre camina hacia el sur desde la Biblioteca Nacional. El


flujo de personas que mira es inusual para un día normal en la ciudad. Se
dirige por la calle Guayaquil, mira a las parejas caminando apresuradas, los
caballeros con trajes oscuros y los cuellos duros asomando bajo la chaqueta;
las mujeres, con trajes sueltos y sus cabellos cortos cubiertos con sombreros
de pequeñas alas. Un sonido estremecedor se escucha lejanamente, cada vez
más cerca, más cerca, es el tranvía que viene y se anuncia como un trueno,
todos se apartan de la calle a su paso, una campanilla resuena avisando su
cercanía, los rieles se estremecen y el vagón, a primera vista lleno, pasa veloz
en dirección a la plaza. El hombre lo mira y sigue su caminar, al cruzar la
Oriente mira hacia el sur, el Panecillo ya es sólo una sombra más, un campa-
nario apenas muestra su última cúpula, la noche va llegando y la ciudad va
entrando en las penumbras. Al llegar a la Esmeraldas mira los automóviles
estacionados, de algunos Ford y Austin con cubiertas de lona se ve descender
a caballeros con fracs y sombreros de copa; tras ellos las damas con una nueva
figura que estrenar, los vestidos acinturados en la cadera, rectos, muchos de
seda, algunas con atrevimiento lucen un escote en la espalda y, pocas, las más
audaces, incluso llevan perfiladas las cejas haciendo resaltar sus ojos; los cabe-
llos cortos de las jóvenes se cubren con cloches de fieltro, sin ala. Pero también
se detienen en la plaza unos pocos carruajes –serán los últimos que paseen
por la ciudad, hasta los mismos caballos se ven cansados, las cubiertas de los
carromatos están descoloridas, son los viajes terminales del final de una épo-
ca–, de ellos descienden también señoras y señores, pero sin el glamour de los
otros; éstos visten trajes negros, sencillos, no fracs, y las mujeres no usan el
cabello corto ni vestidos de seda, sus sombreros son amplios y adornados.
Todo es movimiento en la plaza.

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 176-185


César Chávez Aguilar • Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida
177

El sol ha terminado de ocultarse y la oscuridad penetra en todos los


rincones de la ciudad. Las edificaciones, alrededor, van perdiendo el color
y asumiendo su nueva calidad de sombras. Las luminarias de la calle apenas
si rompen en algo la penumbra y, si bien la plaza está mucho más clara, el
matiz de los colores se va transformando en un gris unificador. Aun así el
hombre puede mirar un edificio blanco e imponente, el más imponente de
todos los que lo rodean, es una construcción neoclásica, cercano en estilo
al del Renacimiento alemán. Sus formas son sobrias, de absoluta simetría,
su monocromía contrasta con el dorado de los altorrelieves del frontón
y de los capiteles. En medio de la composición arquitectónica se desta-
ca un gran cuerpo central, ligeramente adelantado al resto, rematado con
un frontón triangular con figuras alegóricas en el tímpano, ese frontón se
soporta en seis columnas jónicas en el segundo piso, donde se genera una
amplia logia, en la que está el Mariscal eternizado en bronce. Frente a esta
edificación una banda ameniza el ambiente; la gente, curiosa, se congrega
alrededor, unos a escuchar la música, otros a mirar los trajes, los más a
murmurar y generar los chismes de los que la ciudad se alimentará maña-
na. La gente que va al espectáculo entra orgullosa por las puertas de medio
punto encristaladas y buscará su butaca, su palco o su balcón. Parecería que
toda la ciudad está en la plaza, que todos van al teatro hoy, que todos van a
ver a Marina Moncayo, la primera gran actriz de la Compañía Dramática
Nacional, una de las predilectas hijas de la ciudad de Quito. El hombre
acomoda su chistera, entra en silencio al teatro, expectante.

II

Marina Moncayo había nacido en Quito, el 22 de marzo de 1909; hija


de un telegrafista, José Gabriel Moncayo y de María Emperatriz Guerra.
En 1921 ingresó al Normal Manuela Cañizares, sobresaliendo en las come-
dias que de manera esporádica se daban en dicho colegio. Su primera parti-
cipación ante un público heterogéneo fue el 15 de junio de 1924, cuando
el Centro Municipal y Literario «Félix Valencia» eligió Reina del Trabajo a
la hermana de Marina, Avelina. En el acto participaron varias artistas, pero
fue Marina quien recibió el afecto del público; en una nota de El Comercio
se comentó: «Lo que merece tratarse con la mayor sinceridad y admiración
son el número de tonadillas cantadas por la niña Marina Moncayo, quien
GUARAGUAO
178

con el encanto de su voz y el desenvolvimiento en escena, cautivó al públi-


co con el sentimental couplé El Relicario...».
Fue Jorge Araujo, fundador de la Compañía Dramática Nacional en
1925, el principal impulsador de Marina, pues siendo ella aún adolescente
la llevó a trabajar en su grupo, gracias ante todo a la amistad que lo unía
a la familia de la niña. Su estreno en las tablas fue el 17 de enero de 1926,
alternando con las figuras del teatro de ese momento: Marina Gozembach,
María Elena Andrade, Marco Barahona entre otros. Luego de esa experien-
cia, Marina deja los estudios y entra de lleno en la labor dramática.
A lo largo del año 1926, Marina consolida su presencia en la escena.
Actúa en varias obras como La honra de los hombres de Jacinto Benavente;
la comedia, del mismo autor El amor no se ríe, o Malvaloca de Benito Pérez
Galdós. Cada semana, la Compañía Dramática Nacional estrenaba obras
a las nueve de la noche del sábado y las reprisaba a las tres de la tarde el
domingo. La vida teatral había renacido en Quito, quizá desde la época
de Marieta de Veintimilla. Existía nuevamente el interés de los medios de
prensa y, a través de reseñas, la crítica se iba especializando poco a poco. Así
mismo el público se diversificó y, si bien los hacendados y terratenientes
seguían siendo habitúes, la clase media también empezaba a participar en-
tusiastamente. El 23 de febrero fue la consagración de la actriz, ella destacó
en su papel protagónico en la obra del escritor catalán Ángel Guimerá,
La tierra baja; el público al final pidió repetidas veces que el telón subiera
como homenaje a su representación. Así, a mediados de ese año, Marina
Moncayo era ya considerada primera actriz de Quito.
La Compañía Dramática Nacional viajó a Riobamba y a Guayaquil.
En ambas ciudades la Compañía triunfó –a pesar de la expectativa que el
público guayaquileño tenía ante la pronunciación serrana de los actores–,
representó la obra de Benavente A campo traviesa, y tuvo tan buena acogi-
da que la Municipalidad los condecoró con Diploma y Medalla de Oro.
De vuelta a Quito, la Compañía continuó en una actividad impresio-
nante, montando varias obras; entre otras, Secretos de amante, de Carlos
Dousdebes; Nena Teruel, de Serafín y Joaquín Álvarez; El nido ajeno, del
infaltable Benavente. Antes de que terminara el gran año de 1926, la Com-
pañía viajó a Cuenca. Sea por la presión de un esforzado año o por diferen-
cias más profundas, la Compañía se rompió, se marcharon Jorge Araujo,
Marco Barahona y Miguel Ángel Casares. La Dramática Nacional se quedó
con las dos Marinas, pero llegaron nuevos integrantes, uno de ellos fue Jorge
César Chávez Aguilar • Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida
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Icaza, quien trabajó por primera ocasión en una comedia Sol de aldea, ha-
ciendo el papel de joven galán.
En el año 1927, Quito contaba con tres compañías de teatro, algo in-
usitado en esta ciudad. En Mayo, la Municipalidad organizó el I Concurso
Artístico Nacional de Teatro en el que participaron las tres compañías: la
Dramática Nacional de Marina Moncayo, con la obra de Carlos Arniches,
En la boca del lobo; la Compañía de Comedias y Variedades, encabezada
por Jorge Araujo con la obra El ideal, y la Compañía de Zarzuelas y Va-
riedades de Victoria Aguilera. La Compañía Dramática Nacional triunfó.
Fueron buenos años para el teatro ecuatoriano.
Ese mismo año, la Compañía Dramática Nacional realizó una gira den-
tro y fuera del país; en cada ciudad triunfaba, sorprendía la voz y el desen-
volvimiento en escena de Marina. Volvieron a Quito, al Teatro Sucre, y al
final de ese año la Compañía cambió de nombre a Moncayo-Barahona.

III

El año 1928 de la vida de Marina empezó con mucha actividad, tres


meses continuos en Quito, y luego una gira por el Austro, presentando
diversas obras extranjeras. Un hecho importante se da este año: se repre-
sentó la obra de un joven autor ecuatoriano, Jorge Icaza, El intruso, cuyo
personaje principal fue interpretado por Marina Moncayo. La obra trata de
un triángulo amoroso, con un final trágico.
En mayo de 1929, se estrenó otra obra de Jorge Icaza La comedia sin
nombre. En agosto la Compañía viajó a Guayaquil, y triunfó nuevamente
con una comedia de Hugo Falle El último Lord; pasó también por Riobam-
ba con todo su repertorio. El 19 de agosto estrenó otra obra de Icaza, Por
el viejo; ambas obras fueron recibidas con entusiasmo.
En 1930, a más de las obras conocidas, la Dramática Nacional aportó
al teatro local con el estreno de otras obras de jóvenes autores: Enrique
Avellán Ferrés, con Como los árboles, y Augusto San Miguel con Alma bohe-
mia. Introdujo, así mismo, nuevos nombres al público ecuatoriano como
Leonor Frank, con Los repatriados, o el ruso Leonid Andréiev con El vals de
los perros, obra en la que Icaza compartió la escena con Marina.
El 23 de mayo de 1931 se estrenaron, otra vez de Icaza, la obra en un
acto ¿Cuál es?, y también La danzarina roja de Charles Hirsch, obra que
GUARAGUAO
180

se constituyó en una de las más solicitadas, permaneciendo en cartelera


un mes consecutivo. En junio montaron, entre otras, El abanico de Lady
Widermere de Oscar Wilde.
El 8 de febrero de 1932 se estrenó una obra que causó revuelo en la
sociedad quiteña de ese tiempo Boca trágica, de Enrique Garcés; obra que
planteaba la interpretación del subconsciente y el estudio racional y cientí-
fico de los males mentales. Todos estos montajes llevaban un gasto econó-
mico importante, la ropa era confeccionada por Rosario Valencia, modista
de moda de la alta sociedad quiteña, quien semanalmente entregaba el
lujoso vestuario a Marina.
Los gastos ingentes y el cansancio podían cada vez más; así, en marzo
de 1933, luego de montar Esteban del francés Jacques Deval y Sin sentido,
drama psicológico de Jorge Icaza, Marina Moncayo se retiró del mundo
del teatro.

IV

1933. La ciudad sigue siendo pequeña. Hace poco hubo una guerra,
fueron cuatro días en los que la urbe se miró confusa, asustada, irreconoci-
ble. Al pasar por cada esquina y ver los cuerpos exánimes y las señas de la
violencia en los blancos muros pintados de cal, todos recordaban la escasez
y la hambruna; el miedo volvía a refugiarse en su piel, parecía que nunca
se borrarían esas imágenes. Pero la vida vuelve a la ciudad, lenta, morosa-
mente. Se inauguraba el Teatro Bolívar, en donde desfilaban en su pantalla
las divas del cine americano por diez sucres, un sucre y medio o cincuenta
centavos. Las percepciones de la ciudad van cambiando; siempre el cambio
ha sido parsimonioso en Quito, como si tantas iglesias alrededor, tanto
opaco color, tanta lluvia pertinaz ha hecho que la ciudad se arrecolete en sí
misma, se resista a mirarse en otro rostro que no sea el que por décadas ha
tenido. Pero la vida va cambiando...
Se los ve caminando por la Guayaquil, por la Espejo, por la Rocafuerte,
o por La Loma. O sentarse en la Plaza Grande, en la Mama Cuchara, o en
la Plaza Chica. Es una pareja, él, un escritor de teatro y de algunos cuentos,
también ha ejercido como galán en las obras montadas por la Compañía
Dramática Nacional; la gente no lo reconoce aún, es Jorge Icaza. A ella,
en cambio, la conoce todo el que pasa por su lado y que alguna vez fue al
César Chávez Aguilar • Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida
181

teatro, es saludada por donde camina; se trata de Marina Moncayo, prime-


ra actriz de la ciudad por ya varios años. A cada saludo, la pareja sonríe y
baja la cabeza en señal de reconocimiento. Pasan lentamente por el Palacio
de Carondelet donde el pregonero de los bandos presidenciales termina de
gritar el último decreto del presidente liberal de turno, pasa junto a ellos
y retoma su habitual oficio de «sahumerio»; ahora ya no habla de decretos
sino de fragancias exóticas y curativas.
Entran en el pasaje Royal, su cúpula traslúcida los cubre de los últimos
rayos de la tarde, entran al Bar, y ante un café pasado y unas empanadas de
morocho, acompañados de tangos y milongas, de pasodobles y cuplés, él le
cuenta de una novela que ha iniciado, que trata de indios y de explotado-
res, de dolor y humillación. Ella lo mira y lo interroga, le gustaría conocer
más detalles: personajes, espacios, lenguajes. Él sonríe y calla por un mo-
mento, pero enseguida le explica todo, emocionado, se apasiona a medida
que profundiza las ideas, describe a los protagonistas, pinta el paisaje que
los rodeará, el duro lenguaje que hablarán. A su vez, él le pregunta qué
decisión tomará acerca de su vida en el teatro, ¿la abandonará?, ¿seguirá
con su pasión? Ella está indecisa, el teatro ha sido su vida por más de una
década, pero es evidente que ahora no es lo mismo, aquellos años veinte
fueron lo mejor. Las sucesivas crisis políticas y económicas han minado la
actividad dramática, ya no se montan grandes obras; la gente se entretiene
sólo con bufonadas y chascarrillos fáciles, parece no soportar la seriedad.
Ahora, piensa ella, todo es distinto. Calla, mira a Jorge, él le toma la mano
y salen otra vez a la ciudad; los campanarios llaman a la última misa ves-
pertina, el color de la tarde es violeta, y transforma a la urbe en una imagen
difusa. Ellos, caminando hacia la noche, son como dos personajes de una
acuarela de Turner.

Marina se encuentra en el año 1934 trabajando en la secretaría de la


Escuela de Bellas Artes, adscrita al Ministerio de Educación, con un sueldo
mensual de 100 sucres. Ese mismo año corrigió las pruebas de Huasipungo,
de Icaza. En septiembre de ese año el escritor publicó en la Imprenta Na-
cional la novela del indio, fueron cuatrocientos ejemplares, a dos sucres
cada uno; no hubo ni resonancia ni repercusión inmediatas.
GUARAGUAO
182

El 16 de julio de 1936 Marina Moncayo se casa con Jorge Icaza. En


1937 le ayudó a montar una librería, la Agencia General de Publicaciones,
en sociedad con Pedro Jorge Vera y Genaro Carnero Checa. En 1938, Icaza
publicó Cholos. Entre tanto nació la primera hija del matrimonio, Fenia.
La fama de Jorge Icaza se había incrementado, era ahora un autor re-
conocido en Latinoamérica, su esposa seguía en las labores de secretaría,
al principio en la Escuela de Bellas Artes y luego en la gerencia de la Caja
del Seguro.
Junto con Icaza, a inicios de 1947, decidieron emprender nuevamente
en el teatro. Luego de una minuciosa preparación, en octubre de 1947, tras
catorce años de alejamiento de los escenarios, retornó con la Compañía
Marina Moncayo, auspiciada por la Casa de la Cultura, con un repertorio
que un cartel de la época anuncia El rosario de F. Barclay, Esteban de J.
Deval y Frenesí de Peyret-Chappuis. La repercusión por la vuelta de Ma-
rina a los tablados fue enorme, se pensaba en una nueva época de oro del
teatro nacional. Humberto Salvador hablaba del «resurgimiento del teatro
nacional».
La figura de la primera gran actriz hacía presumir buenos tiempos para
el arte dramático, pero la época no era como los últimos años de la década
de los veinte, donde todo se movía por la pasión y la juventud; desde el
repertorio hasta la recepción del público no fue lo esperado y, si bien la
primera temporada logró sus objetivos, Marina no lo veía igual. Sin ma-
yores lamentos hizo mutis por el foro, y se retiró permanentemente de la
actividad teatral.

VI

1947. Quito ha cambiado. A los ojos de los nativos tal vez no tanto, a
los ojos de un visitante ocasional sí. En los primeros años de la década del
30, la ciudad no miraba hacia el norte más que hasta la Alameda, el Ejido
era sólo un descampado de hórrido recuerdo y más allá sólo se miraba un
húmedo horizonte. No han pasado ni veinte años y ya Quito tiene una
estación del tranvía al final de El Ejido, junto a él hay varias construcciones
imponentes; en una de ellas, de detalles neoclásicos, funciona la Casa de la
Cultura. La vida intelectual desde hace casi tres años es distinta, los poetas,
novelistas, pintores, investigadores, tienen un lugar a donde ir, en donde
César Chávez Aguilar • Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida
183

reunirse; si bien el centro antiguo sigue siendo el corazón de la vida de la


ciudad, ésta mira ahora para otros lados. Las familias adineradas piensan
abandonar las empinadas y estrechas calles, parece que el color de la ciudad,
o tal vez su olor, les molesta; han comenzado a construir palacetes, que si
bien tienen una lejana identificación con la ciudad, quieren ser otra cosa.
Quito ha cambiado, la gente también, los avances tecnológicos han hecho
que la vida sea diversa y la política distinta; un loco con un dedo levantado
ha hecho que las masas tengan voz, ha sublevado a la gente y derrocado a
un plutócrata represor; ese mismo loco luego se lanzó al precipicio como ya
lo había hecho antes y como lo hará después, tan afecto él al caos.
Una figura femenina, pequeña y elegante, camina por los pasillos de la
vieja edificación del Teatro Sucre; hace años que éste no tiene vida, o sí, tal
vez sí, un sustituto de vida, un simulacro de actividad. La sobrina de un
general había pensado este teatro para grandes representaciones teatrales,
ahora sólo sirve para estrenos aldeanos y de nula trascendencia. La pequeña
mujer mira los muros que le recuerdan su época de gloria. Se pregunta, tal
vez, por qué abandonó este lugar o, acaso, simplemente se pregunta qué
habría sido de ella de haber seguido con su carrera, ¿se habría casado con
el hombre que ama?, ¿habría tenido esas niñas que son su vida? Segura-
mente no. Sonríe para sí misma, las decisiones ya fueron tomadas y no se
arrepiente de ello. Ahora, ante las cansadas paredes, piensa en un nuevo
proyecto, su esposo –el ahora reconocido escritor– le ha ayudado a volver a
las tablas. ¿Cómo será?, se pregunta. ¿Estaré haciendo lo correcto? ¿El tiem-
po está inmóvil, o pretendo alargarlo más de lo que da? Está emocionada,
pero en el fondo de su espíritu una sombra de cansancio asoma, una leve
sensación de hallarse aquí en otro mundo. Han pasado catorce años, ¿acaso
es mucho, me ha afectado, no lo ha hecho? No puede mostrar dudas, en-
carará como siempre las responsabilidades que la vida le ha presentado, no
será la primera vez que haga algo con la incertidumbre del resultado.
Camina lentamente hacia el escenario, aún está vacío, los tramoyistas
apenas si se dejan ver, mira las butacas, los palcos, ahora cierra los ojos
y recuerda los aplausos ensordecedores, las peticiones de retorno ante el
público después de una gran función, siente los pétalos de las flores en su
rostro. Al volver a mirar hacia los graderíos sólo el silencio la encuentra.
Suspira profundamente y sale del escenario, ahora hay más de una duda
en su corazón. Si bien la función tiene que continuar, hay sombras que
parecen no generar luz, como quería el poeta.
GUARAGUAO
184

VII

La vida de Marina se estabilizó en una calma, rota a veces por las acti-
vidades de su famoso esposo. Los viajes de reconocimiento, las condecora-
ciones, las promociones. Así, en 1972, viajaron durante dos meses por los
Estados Unidos, invitados por más de treinta universidades de ese país. En
1974, Jorge Icaza fue designado Embajador ante los gobiernos de la Unión
Soviética, Polonia y Alemania Oriental; vivieron en Moscú y viajaron por
casi toda Europa.
En mayo de 1978 Icaza enfermó, se le detectó un tumor maligno en
el estómago. El 26 de mayo de ese año, en un día lluvioso, murió el nove-
lista. El compañero de Marina Moncayo por más de cuarenta años había
tomado el camino hacia otro escenario, uno más permanente. Ella seguirá
escuchando el sonido de los pasos del esposo, el teclear incesante de la vieja
máquina de escribir, los libros de la biblioteca le seguirán recordando las
conversaciones y pasiones que juntos forjaron. En sus hijas y nietos seguirá
mirando las huellas de él, su compañero, su amigo, su amor.
Marina dedica sus últimos años al cuidado y protección de sus descen-
dientes. Por la casa familiar, mira caminar a sus hijas con sus pequeños
nietos, ellos le dan un nuevo afecto, distinto, que más que hacerle olvidar
los retazos de una vida pretérita, ya eterna, le hablan de un futuro que sólo
existe en su presente.
Doña Marina Moncayo muere así, junto a quienes la aman, y la ama-
ron, rodeada de presencias y de ausencias. De sombras, pero mucho más
de luz.

Referencias bibliográficas consultadas

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César Chávez Aguilar • Marina Moncayo de Icaza, escenas de una vida
185

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1947.
Carmen Palacios Cevallos:
Más allá del cielo prometido1
Raúl Serrano Sánchez

Universidad Andina Simón Bolívar

Ojos de amor y de pena,


ojos cual negros diamantes,
de mi virgen agarena,
ojos que su luz dilatan
como estrellas rutilantes,
ojos que queman, que matan.
P. Palacio2

E n una fotografía de los años 30, la entonces joven y esplendorosa


Carmen Palacios Cevallos (Esmeraldas, 1913-Quito, 1976) aparece
con el toque de toda una diva del cine de la época, asiste como candidata
a la «Feria de muestras», que se realizaba en el edificio que actualmente
ocupa el colegio 24 de Mayo en Quito. Sabemos que le interesaba mucho
la actuación, tomó varios cursos con el profesor Alfredo León en el Con-
servatorio Nacional de Música, y que una de las actrices que más admiraba
era la ruso-polaca Pola Negri (1894-1987), de quien –cursando estudios
de colegio en Ambato (1928) – hizo un retrato que mereció, dentro de
un certamen convocado a propósito de las festividades del 24 de Mayo, un
indiscutible premio. Cotejando las fotografías –no es una exageración– de
la diva del cine mudo con las de Carmen, hay una especie de parecido que
sorprende, incluso esa serenidad que años más tarde, para Carmen, será
uno de los bastiones que le permitirá mantenerse en pie de forma más que
admirable.
En la fotografía, la joven Palacios derrocha una elegancia que no sólo
está dada por los trajes que luce, glamorosos, incluyendo un abrigo de los
que de seguro usaba su admirada Pola Negri; no, la elegancia de Carmen
surge de otro lado, quizás desde ese territorio del que brota su magnetismo
que para el Quito de esos años –década del 30– sin duda resultaba todo

GUARAGUAO ∙ año 14, nº 33, 2010 - págs. 186-198


Raúl Serrano Sánchez • Carmen Palacios Cevallos: más allá del cielo prometido
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un resplandor que enceguecía a propios y extraños. Tal es así que el irónico


y lúcido ensayista (uno de los gestores, junto al pintor Camilo Egas, de la
revista vanguardista Hélice que circula en 1926) Raúl Andrade, en cierto
momento le escribió un intenso poema, y que el secreto y huidizo novelis-
ta, estudioso del psicoanálisis, Humberto Salvador, también estuvo entre
los que pretendían ser aceptados por aquella «reina del mundo intelectual
capitalino», al decir de Alejandro Carrión.3
Por esos años Carmen estaba dedicada al estudio de las técnicas de la es-
cultura y de la pintura en la Escuela Nacional de Bellas Artes, a la que había
ingresado con el patrocinio de su madre en 1930, una vez que retornaron
de Ambato (el retrato de Pola Negri y el premio surtieron efecto). Por esos
años se abrió una de las primeras escuelas de ballet, dirigida por el francés
Raymond Maugé, a la que Carmen se inscribió porque esa fascinación por
el ritmo y el baile era otra forma de pintar y de esculpir con su cuerpo. En
la Escuela de Bellas Artes conoció al maestro Luigi Casadio, a quien llegó
a profesar gran afecto y admiración, así se lo confesó al narrador José de la
Cuadra cuando éste la entrevistó para un reportaje periodístico publicado
en Semana gráfica de Guayaquil en 1933, luego recogido en el hermoso y
testimonial 12 siluetas:

–La muerte del querido maestro y amigo Luis Casadío –afirma– ha dejado en
mi alma una huella honda y perdurable. Si algún día hago una obra de méri-
to, pensaré en él. Adivinaré entonces en alguna forma la línea de su bondad
paternal.4

¿A quién se dirigen esos ojos de la joven que sabe que la miran? Asis-
timos al rostro de una mujer que no se inmuta ante la cámara, tampoco
finge posar, ni busca desafiar al fotógrafo que, sin duda pasmado ante ese
rostro que, de golpe, piensa le pertenece a una de esas divas que se han
fugado del cinematógrafo (que por entonces ya era un ritual en la ciudad).
El fotógrafo anónimo, con su lente y en silencio habrá reconfirmado lo que
el autor de Los Sangurimas dijera con una precisión propia de un cazador
de metáforas: «Carmela Palacios, escultora y escultura». Por esos tiempos,
a pesar de los combates y debates políticos en los que las proclamas de la
vanguardia literaria y artística iban acompañados por las de la vanguardia
política (el marxismo como el freudismo eran parte de esa revuelta), no era
común que las mujeres integraran la escena contemporánea, de la que una
GUARAGUAO
188

muchacha como Carmen en ningún momento se sintió una extraña, ni se


arredró ante ese medio hostil y de permanente desestabilización política,
en el que, incluso, algunas advocaciones y condenas de la iglesia todavía
se hacían oír.
Carmen provenía de una familia de raigambre liberal; su padre, el coro-
nel Rafael Palacios Portocarrero fue edecán del líder montonero Vargas Torres
en la campaña de 1897; su madre, Judith Cevallos Álvarez, de carácter
templado y sin prejuicios, era profesora normalista y simpatizante de los
postulados del naciente socialismo ecuatoriano de esos años. Fue ella la que
siempre participó de las convicciones, pasiones y anhelos de esta joven a la
que hay que ubicar, ya para entonces, como lo anotó De la Cuadra, dentro
de «una sólida esperanza más que una corriente aprendiz» de la escultura y
la plástica ecuatoriana. Nombre de mujer que se integraba a la constelación
ampliamente masculina de la vanguardia ecuatoriana y latinoamericana,
momento en el que destacan en Guayaquil Aurora Estrada i Ayala, alidada
de todos los proyectos de avanzada del poeta Hugo Mayo, y en Quito, jun-
to a Carmen Palacios, Germania Paz y Miño, escultora, Marina Moncayo
en el teatro y, en la acción política y cultural, Nela Martínez. Escenario,
por cierto, nada amable para estas jóvenes de la clase media, sobre todo
si no pasamos por alto los prejuicios respecto a la mujer, legitimados por
una legislación (de origen liberal) que en muchos de los casos auspiciaba
la violencia contra ellas y restringía algunas otras libertades vitales, lo que
está muy bien reflejado en el ensayo «La propiedad de la mujer» de Pablo
Palacio, publicado en 1932.5
En este año Carmen obtiene el Premio Nacional Escuela de Bellas Ar-
tes con una cabeza de Laoconte, lo que ratificaba la madurez que había
alcanzado su expresión artística. En su proceso de formación, son decisivas
también las contribuciones del pintor Víctor Mideros, que formaba parte
del equipo docente de la Escuela de Bellas Artes. Pero este también es un
año brutal, en el que, al decir del historiador Enrique Ayala Mora, «Quito
recibió el baño de sangre y terror más pavoroso de su historia»,6 como
resultado de «La guerra de los cuatro días». Carmen es testigo de estos he-
chos, al igual que los otros escritores de la vanguardia, entre los que estaban
su futuro esposo, Pablo Palacio, Humberto Salvador, Gonzalo Escudero,
más los del llamado «Grupo de Guayaquil» (Enrique Gil Gilbert, Joaquín
Gallegos Lara, Demetrio Aguilera Malta, José de la Cuadra, Alfredo Pareja
Diezcanseco) y Jorge Icaza, quien tres años después reiventará estos episodios
Raúl Serrano Sánchez • Carmen Palacios Cevallos: más allá del cielo prometido
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bochornosos en su novela En las calles (1935). Guerra con la que se pre-


tendía mantener en el poder al terrateniente Neptalí Bonifaz, candidato
triunfante de la derecha que luego, al discutirse el origen de su nacionali-
dad peruana, fue descalificado en el Congreso por la oposición.
Sí, la mirada de esta muchacha se parece a la de las mujeres pintadas
por Chagall; no está mirando a una cámara ni escuchando a algún orador
aburrido que lanza un tedioso discurso (del que parece estar desconectada
o simplemente ser indiferente), como de seguro habrá sido con quienes ru-
moreaban respecto a su forma de ejercer la libertad y unos derechos que no
era necesario estuvieran consagrados en alguna declaración para asumirlos.
Pareciera que esos ojos, «cual negros diamantes», nos están increpando,
preguntan por algo parecido al futuro, un futuro que como en el cinema-
tógrafo pasa como parte de esos sueños capturados, de esas realidades que
nunca, a pesar del doctor Freud, se podrán explicar. Esos ojos están trazan-
do el próximo cuadro, esculpiendo en el aire las formas, las mismas que
por entonces Camile Claudel trazaba con lágrimas y maldiciones, como
desterrada de todo paraíso, quizás no para perder la razón, sino para que
los demás dejen de atentar contra su pasión y su orbe secreto. Esas miradas
están poblando el lienzo ausente, porque ocurre que para la joven que se
ha tomado el escenario de esa noche, de aquella fiesta, el arte es un juego,
como diría Julio Cortázar, demasiado serio; juego en el que la búsqueda
de la originalidad, imposible, pero siempre presente como un desafío, no
deja de aquejarla:

–Yo me sentiría dichosa si algún día pudiera contribuir con mis fervores y mis
ensayos al desarrollo de la escultura y de la pintura nacionales. Quiero crear,
pero no copiar. Quiero hacer una obra mía; no presentar una obra ajena. Las
copias me parecen robos que debieran ser castigados. No concibo cómo se
puede copiar lo que otros sintieron para crear. La obra propia ha de ser algo
que se amase con nuestras manos y con nuestro sentimiento.7

En 1933, en un paseo a Sangolquí, Carmen conoce al joven escritor,


para entonces ex-subsecretario de educación, Pablo Palacio, ocho años
mayor y quien ya había publicado lo fundamental de su obra literaria:
Un hombre muerto a puntapiés (1927), Débora (1927) y Vida del ahorcado
(1932), además de ser un respetado periodista, catedrático universitario y
militante del emergente Partido Socialista Ecuatoriano –al que contribuyó
GUARAGUAO
190

a fundar en 1926 y en el que militaba, como él lo confesara, «discipli-


nadamente», lo que tampoco lo eximía de ejercer la crítica y autocrítica
de manera ejemplar–;8 autor sobre quien había comentado una figura de
prestigio como Benjamín Carrión.9 Recuerda Alejandro Carrión que por
Pablo «Las mujeres se sentían intensamente atraídas por él. Hermosas qui-
teñas transitaron por su vida»;10 pero ante la mirada de aquella joven que
electrizaba, el escritor no tuvo recursos para desistir. Quizás ante ese hom-
bre cordial, de cuidado vestir, de lenguaje cautivante, de cabello rojizo y
ondulado, de risa única, «la más terrible de Quito», Carmen vislumbró lo
que en la fotografía no deja de preguntarle a quien se detiene a contemplar
la imagen, o esa era otra revelación de lo que, sin duda, formaba parte de
un sueño que como todos los legítimos siempre tienen una contraparte
que los distorsiona.
Como gran número de sus contemporáneos, incluyendo a Palacio, el
cáliz de la guerra civil española que se inicia en 1936, marcará decisivamen-
te a toda la generación; cáliz del que no podrán ser apartados nunca. Por
entonces, Pablo es secretario de actas del Sindicato de Escritores y Artistas
del Ecuador, sección quiteña, que está batallando junto a los republicanos.
El 19 de julio de 1937, después de unas extensas vacaciones en la Costa
y de postergar la fecha de matrimonio inexplicablemente (¿qué angustias,
qué intuiciones –como sucede con el personaje de su premonitorio y es-
calofriante cuento «Luz lateral»–11 recorrían su esfera interior para apelar
a las postergaciones?, ¿los fantasmas de un mal como la sífilis cobraban
cuerpo?), Palacio definitivamente se une a Carmen. Recuerda Alejandro
Carrión que «Tuvo el hogar que nunca había conocido. Le nacieron dos
niños. Carmita dejó de ser la muñeca de que habla Raúl Andrade en su
poema. Abandonó su arte y sus aficiones teatrales, dejó de alegrar los actos
literarios con su clara belleza y se consagró a su hogar. Construyeron una
hermosa casa al norte de la ciudad y la llenaron de libros, de obras de arte,
de cosas bellas. El camino parecía despejado, claro. Una espléndida vida
esperaba [...]».12
¿Es ese camino «despejado, claro» el que están desbrozando los ojos de
la joven Carmen?; un camino ante el cual está absorta, extrañada, querien-
do esbozar una sonrisa, dar el siguiente paso para comprobar qué noche es
aquella, en qué ciudad habita, qué fecha marca el calendario, o quizás para
evidenciar que la otra noche, la que trae garfios, la insospechable, estaba
rondando la cuadra. Noche que llegará cuando esa niebla parecida a una
Raúl Serrano Sánchez • Carmen Palacios Cevallos: más allá del cielo prometido
191

peste bíblica irá tomando el cuerpo del amado de forma lenta, implacable,
como si pretendiera escarnecerse, dejar en «hueso húmero» a aquel hombre
que tuvo una infancia cargada de fantasmas que lo estrellaron contra los
espejos ustorios, que le rasgaron el pellejo de todos los sueños hasta dejarlo
en medio de la ciudad que reinventó, perdido, ausente, temiendo, como
el personaje de su novela Vida del ahorcado, un día dar con quien lo estaba
buscando. Esa niebla irracional que se convierte en un monstruo que todo
lo devora, que todo lo desbarajusta hasta dejar a su víctima en condición
de un sujeto que no tiene yo, que ya no posee voluntad, que no tiene sino
a quien de tanto temer, intuir, llamar desde el grito silencioso y seco de las
palabras y de las ficciones, empezaba a asumir lo que de seguro él, desde
la razón, se hubiera resistido denodadamente porque limitaba su libertad,
la vida del otro.
Los pioneros de la psiquiatría en el país, Julio Endara, Jorge Escudero,
Carlos Ayala Cabanilla, agotaron todos sus arsenales teóricos para darle
luz a quien sin duda era una fuente de alucinamientos incontables. Enton-
ces, y por recomendación del médico Ayala Cabanilla, que no cobraba sus
horarios, la familia se desplazó a Guayaquil en 1940. Cuenta el narrador
Pedro Jorge Vera:

La pareja y sus hijos llegaron al puerto en absoluta carencia de recursos, pues


los disponibles –incluyendo los provenientes de la venta de todo lo vendible–
se habían esfumado en la hospitalización y terapéutica gratuitas. Pero había
que comprar medicamentos costosos, alimentar a los niños...13

De esas fechas es la carta que el novelista Humberto Salvador le remite


al mismo Vera, por entonces reside en Santiago de Chile y está empeñado
en editar una antología del fresco y rupturador cuento ecuatoriano del
momento; Salvador, da cuenta del momento que vive el autor de Débora y
su compañera en estos términos:

Bien sabes que Pablito se encuentra con una gravísima enfermedad mental.
Imposible hablar con él. Casi no conoce a las personas. Me dirigí a Leonardo
Muñoz, pariente cercano de la esposa de Pablo, y él habló con Carmen. A Mu-
ñoz, ella le prometió mandarte todos los datos, así como el libro Un hombre
muerto a puntapiés. Creo que ya habrá cumplido su oferta, y cuando recibas
esta carta tendrás en tu poder todo lo referente a Icaza y a Palacio.14
GUARAGUAO
192

En el puerto, Carmen habitó un chalecito en la esquina de Tulcán y


Nueve de Octubre, cuya propietaria, María Cucalón Concha de Orcés, se
lo cedió solidariamente. Para entonces le tocó hacer de enfermera en la clí-
nica del doctor Ayala Cabanilla, «para descontar los gastos del tratamien-
to»;15 actriz de radioteatro en la emisora de El Telégrafo, con el grupo de Elsie
Villar y el actor español Antonio Luján. Su pariente político, el escultor
Alfredo Palacio, le consiguió que impartiera clases en la Escuela Municipal
de Bellas Artes. Durante cierto período Pablo era atendido por su esposa
en el chalet. Años después, Pedro Jorge Vera, en sus memorias, retrataría
esos momentos de intensa vida y de combate contra tantos fantasmas, con-
tra una noche que se empecinaba en ser un animal implacable:

[...] Carmita tenía que afrontar la subsistencia de sus hijos, batiéndose como
una leona. Por iniciativa de Ángel F. Rojas, varios escritores y artistas organi-
zamos una ayuda económica que entregamos religiosamente todos los meses a
la hermosa escultora, cuya austeridad y honestidad en medio de las asechanzas
de los tenorios de pega es una hermosa página de nuestra historia literaria.
Su devoción a la memoria de Pablo la he narrado en «Un amor más allá de la
muerte» [...].16

El último texto de la lucidez implacable de Palacio salió en 1938 (año


que marca su ingreso a la «tiniebla subjetiva»); después de Vida del ahorca-
do, de 1932, no volvió a la ficción, se concentró en la cátedra universitaria,
el ejercicio profesional de la abogacía, la traducción, el estudio de la filoso-
fía y el activismo político. Ninguno de sus libros está dedicado a Carmen,
pues para cuando se conocieron todo lo que había escrito hasta entonces
estaba publicado. Pero sucede que en todas esas páginas alucinantes hay
una sombra, una constante que lo acecha. En principio es el vacío devo-
rador de la ausencia de la madre, arrebatada sin haber tenido tiempo para
los adioses definitivos; o es la de la mujer que siempre se presenta como
«doble y única». ¿A quién esperaba ese voyeur que a todos nos vigilaba y vi-
gila desde las hendijas por las que sus ojos veían lo que para entonces eran
pequeños vestigios de realidades supuestamente nimias?
En la línea testimonial vale citar al novelista Alfredo Pareja Diezcanseco,
quien conoció en los años 30 a Palacio de manera oblicua y quien fue,
junto al narrador Enrique Gil Gilbert, los que lo visitaron en el hospi-
tal de Guayaquil en un momento que terminaría por marcar sus vidas.
Raúl Serrano Sánchez • Carmen Palacios Cevallos: más allá del cielo prometido
193

Testimonio que a la vez destaca la figura, la fortaleza y los desafíos que


debió encarar la esposa del autor de Débora:

Había casado antes con una bella y muy inteligente mujer, Carmita, magnífica
escultora: fue su buena hermana sacrificada hasta 1947. Entonces, él descansó
de su atormentada existencia. Ella ha seguido luchando heroicamente para no
dejarse derrotar por el sufrimiento y las dificultades de la existencia. Poco an-
tes, quizá dos años antes de su muerte, visité a Pablo, en compañía de Enrique
Gil Gilbert, en la casa de salud donde padecía. No nos reconoció, aunque nos
preguntó cómo estábamos. Nos miró fijamente durante largo rato, con sus
ojos dulces y asombrados, mientras pasaba y repasaba el índice por los labios
y movía la cabeza lentamente de un lado a otro. Fue una experiencia doloro-
samente inolvidable.17

A las sesiones de los radioteatros solía acompañar a Carmen su pequeño


hijo Pablo, nacido en 1940. Carmen reparte las horas entre la casa, sus
dos hijos (Carmen Elena, nacida en 1938), la radio, las clases de dibujo y
cumple con algún trabajo didáctico de encargo. Pablo habita ese abismo
que quizás todos, de alguna forma, siempre tenemos bajo los pies; a él
esas voces insondables, como a Ulises en medio de la tormenta los cantos
seductores de las sirenas, terminaron por llevarlo hacia sus arenas un 7 de
enero de 1947. Estuvo con Carmen en el Hospital General de Guayaquil
una amiga entrañable, Anita González Villegas, esposa del escultor Alfredo
Palacio, familiar directo de Pablo. ¿Había llegado ese momento que sólo
en los ojos de su admirada Pola Negri se podía desentrañar? O era el mo-
mento que en cierto pasaje de Débora el narrador apunta:

De nuevo la voluntad de la parálisis.


Hasta la hora de la vendimia de los espíritus, cuando en la ciudad han dejado
de pensar sesenta mil hombres. Cuando, en la ciudad el silencio se ha enfun-
dado en la inmovilidad de los cuerpos.
Cuando se ha hecho la niebla subjetiva.18

Esa niebla atacará de nuevo. Carmen, viuda con múltiples carencias


materiales, volverá a sacar fuerzas de donde sólo hay desolación. Continuó
en Guayaquil junto a sus hijos, se mantuvo con los radioteatros hasta que
éstos fueron sacados del aire y reemplazados por programaciones desali-
ñadas; dictaba clases de dibujo y escultura en el centro nocturno «Alfredo
GUARAGUAO
194

Baquerizo Moreno» y en el colegio «Guayalar». No faltaron las propuestas


de ciertos «cazadores» y las manifestaciones de generosidad solidaria (se
cuenta de un magnate y de cierto comerciante viudo) que Carmen rechazó
tajantemente porque si de algo estaba segura era que la ausencia de su ama-
do no significaba dar lugar a algo que para ella no era posible: el olvido. Así
lo entendió también aquel poeta que tuvo la iniciativa de proponer a sus
colegas la colecta para ayudarla, que fue su confidente, que estuvo durante
las semanas tortuosas de la hospitalización del escritor y que después de
que Carmen enviudó se mantuvo constante viendo por ella, por quien du-
rante mucho tiempo mantuvo en secreto la verdad de su pasión hasta que
(así lo comenta Pedro Jorge Vera) un día le entregó unos versos que eran
algo así como un grito que nunca tuvieron respuesta.19
Pero uno de los retornos que celebraron sus allegados y amigos fue a la
escultura: «Su espíritu vuelve a tomar ese júbilo grande que caracterizó
su adolescencia, y la fe en su obra es inquebrantable», comenta Dora
Durango en un reportaje de 1952.20 Más adelante, se da un inventario de
los trabajos más destacados de Carmen:

Mi obra de mayor dimensión –nos dice la escultora– fue una virgen tallada en
piedra de dos metros y medio de altura, para una carretera de Colombia. Evoca
también a «La viejita», cuya dulzura humana llena de comprensión y de senti-
do vital al patio de la Cruz Roja Ecuatoriana de Quito. Y, no puede menos de
dedicar un recuerdo afectuoso a la magistral cabeza de Juan Montalvo, donde
logra fundir los másculos trazos del rostro del inmortal Cervantes de América,
con el fuego de su alma, que parece saltar por las pupilas que cobran vida,
plasmadas por Carmen Palacios, y la fina sonrisa irónica que se dibuja en los
labios abultados de su cabeza genial.21

Ese retorno la revela con una vitalidad que más es lo que esconde o
pretende ocultar, que lo que muestra. Como si sus cuitas y desasosiegos
privados no fueran suficientes, en 1959 asistirá a la brutal represión (el
saldo fue de más de mil muertos) del gobierno «democrático y cristiano»
de Camilo Ponce Enríquez contra los estudiantes y civiles de Guayaquil.
Años antes se había concentrado en un tributo al general Eloy Alfaro, lo
hace con tal entrega que logra penetrar y capturar lo que ni sus mejores
biógrafos han llegado a decir del «viejo luchador». Así lo reconoció uno de
sus nietos, Eloy Avilés Alfaro, en carta del 21 de febrero de 1962 dirigida
Raúl Serrano Sánchez • Carmen Palacios Cevallos: más allá del cielo prometido
195

a la escultora, a propósito de que por esos días corría «el rumor» de que en
Yaguachi se pretendía erigir un busto a la memoria del líder de la Revolu-
ción liberal de 1895:

[...] Ud. logró en lo referente, no sólo al parecido físico, sino también a la expre-
sión del temperamento de don Eloy, al modelar y luego fundir el busto que se
le ha levantado en Babahoyo. Por este hecho consideramos que nadie mejor que
Ud. debería ser elegida para el busto de Yaguachi, pues Ud. sabe aunar a maravi-
lla la expresión de la personalidad con la modelación artística de la obra.22

Quizás todo lo que quería decir se lo confió a esas formas que en el caso
del busto de Pablo Palacio resultan más que enigmáticas, reveladoras; bus-
to que ilustra la primera edición de sus Obras completas publicadas por ini-
ciativa de Benjamín Carrión y la Casa de la Cultura Ecuatoriana en 1964,
edición que estuvo al cuidado del poeta Jorge Enrique Adoum. Además,
ese retrato del amado es como un ajuste de cuentas contra la soledad, los
duendes malévolos que como algunos mortales no tolera que el amor y la
autenticidad sean posibles. También es el rostro de alguien que ya no espe-
ra, que está como la joven de la fotografía de los años 30 mirando hacia ese
lugar que dicen que no existe, pero que todos sabemos tiene un nombre,
que se torna visible desde los socavones de la pasión que a Frida Kahlo la
llevó a poner colores ahí donde el dolor pintarrajeaba grafittis hostiles; ese
lugar que es el jardín subvertido de los deseos y el amor sin tregua. Por su
parte, el crítico Hernán Rodríguez Castelo, en los años noventa, formula
una valoración bastante escueta de la obra de Carmen Palacios, por cierto
una de las pocas que vuelve a dar cuenta de su combate artístico:

Alumna especialmente estimada de Luigi Casadio, ha hecho una escultura de


gran expresividad. Sobre todo, cabezas y bustos de personajes históricos. Son
especialmente vigorosas y penetrantes las de Montalvo y Eloy Alfaro.23

Esas cabezas y bustos no sólo están nutridas de «gran expresividad»,


están acosados de aquello que rebasa cualquier intento de explicación con-
clusiva, que se amplía en el horizonte donde otros elementos le dan espesor
a interpretaciones que abren, despiertan y seducen al espectador que está
siendo sometido por lo que las piezas murmuran, por lo que ese reino
material resignifica como el imperio de todos los sinsentidos, aunque en
GUARAGUAO
196

su apariencia de código descifrado, como ocurre con la cabeza de Pablo


Palacio, todos se convenzan de que algo está por revelárseles.
Gran parte de su obra, que no es abundante, está desperdigada entre
museos, instituciones públicas, alguna plaza o patio de por ahí, biblio-
tecas y colecciones privadas. Carmen no esculpía sólo para exorcizar los
demonios secretos, lo hacía para dar vida, para hacer de la esperanza una
geografía que no resultara una burla o una utopía extraviada.
En 1964, para celebrar el centenario del nacimiento de su padre, tra-
bajó un óleo que donó al Teatro Municipal de Esmeraldas; por esas fechas,
para el palacio arzobispal de Guayaquil, planeó y ejecutó un busto de Juan,
otro del guerrillero Vargas Torres y el monumento a la madre a pedido
del Consejo Provincial de Esmeraldas. En 1971, en Guayaquil, recibió un
premio en la Exposición de la Unión de Mujeres Americanas.
Ella nunca sospechó que cada una de esas piezas eran «signos en rota-
ción», parte de habitar un tiempo de fragmentaciones y dislocaciones, de
esplendores que también devinieron sacrificios ante los que nunca abjuró
ni tuvo ninguna expresión de condena. Su hijo Pablo la recuerda como una
mujer que transmitía vitalidad, y algo mucho más extraño, una forma real-
mente desconcertante, como la risa con la que Palacio desarmaba cualquier
convencionalismo, su contagiosa sonrisa, así como su fe en el Cristo del ma-
dero y de los combates cotidianos, al que le cantaron San Juan de la Cruz y
Antonio Machado; un Cristo visto y entendido como el prójimo al que ella
le adivinaba el rostro en medio de una cruz que tampoco era un madero que
terminara por martirizarla con saña. Pablo hijo, también comenta que cada
vez que se acordaba de su padre, nunca se cansaba de repetir que era un ser
humano extraordinario, y que jamás, tampoco, llegó a convertir su nombre
ni su imagen en un pretexto para reclamar a instituciones sordas lo que pre-
fería que un día se impusiera, como ha acontecido, por su propio peso.
Es posible que Carmen Palacios, la «fulminada por el rayo» del amor, al-
guna vez haya tenido un sueño que era una promesa pedaceada. Su tránsito
silencioso, de una abnegación que rompe todo límite, jamás le dio una pausa
para pensar si su vida (generosidad de entregas totales), su asunción de la pa-
sión y el amor eran ejemplares, uno de aquellos manifiestos que ningún poeta
de la vanguardia –su tiempo y el de su amado– llegó a concebir. Es posible
que cuando regresó a la ciudad, en la que una vez fue «la reina» de su vida
intelectual, ya no podía reconocerse en ella, tan sin ángel, viviendo un espe-
jismo de un progreso que de a poco la metía en ese invierno que le desleía el
Raúl Serrano Sánchez • Carmen Palacios Cevallos: más allá del cielo prometido
197

alma. Por esa ciudad, a Carmen, cada vez que podía –dicen–, le gustaba salir
a buscar de tarde en tarde, quizás preguntándole a Anita Bermeo, la alucinada
Torera, dónde habían exiliado esa ciudad que ellas buscaban a palazos ciegos,
con una nostalgia que no tenía nada de pena, sino de rabia; la misma con la
que le cantó su amado en aquellas historias laberínticas, en la que la ciudad
de los Gemebundos y los Neo-Gemebundos no deja de huir de los espejos.
Quizás esa imposibilidad de explicar lo que el amor jamás permite, fue lo que
terminó por doblegar a Carmen Palacios Cevallos el 6 de agosto de 1976, en
medio de una sala gélida del Hospital del Seguro Social en Quito. Tan fría
y olvidada del mundo como el cubo que habitó aquel ahorcado que es el
mismo que no deja de preguntar, ni de preguntarnos, a quién está mirando
aquella criatura de la foto de hace muchos años. Miradas que son parte de una
biografía, que nunca reclamó para sí lo que el amor, desde esa visión estoica
y de divinización, le impedía hacerlo; una vida de mujer que a no dudarlo
desmiente lo que el personaje de Débora, en algún pasaje, deplora:

Bueno, después de todo, en resumen, se ha hablado de la espera de la mujer.


No vendrá nunca la mujer única, que conviene a nuestros intereses, que existe
y que no sabemos dónde está.24

Ahora sabemos, contra toda probable negación, que esa «mujer única»
existió. Sabemos que fue digna y valerosa, que respiró el aire de este paisaje,
que está ahí mirándonos sin dubitar, más que ausente, siempre presente
dentro de esa vieja, actual y desconcertante fotografía, cuyo silencio es
demasiado ruidoso como para pretender convertirlo en olvido.

Notas
1
Este texto se publicó originalmente con el seudónimo de Xavier Sempértegui en la revista
Encuentros No. 8, Quito, 2006. Dossier de homenaje por el centenario del natalicio del
escritor Pablo Palacio que coordinó el narrador Raúl Vallejo. La presente versión tiene
algunas variantes y ampliaciones
2
«Ojos negros», primer texto literario del que se tenga noticias de Pablo Palacio, se publicó en
Iniciación, revista mensual de la Sociedad de Estudios Literarios del Colegio Bernardo Valdi-
vieso, Loja, No. 3, 1 de febrero de 1920, p. 61. Incluido en Oras completas, edición de María
del Carmen Fernández, Colección Antares, v. 141, Quito, Libresa, 2005, p. 359. Agradezco a
Pablo Palacio Palacios la información proporcionada para elaborar este artículo.
3
Alejandro Carrión, «Pablo Palacio, el fulminado por el rayo», en Galería de retratos, Qui-
to, Banco Central del Ecuador, 1983, p. 89. Este texto es el mismo que se incluye como
GUARAGUAO
198

prólogo a las primeras Obras completas de Palacio, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana,
1964.
4
José de la Cuadra, «Carmela Palacios», en 12 siluetas, incluido en Obras completas, Quito,
Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1958, p. 851.
5
Pablo Palacio, «La propiedad de la mujer», en Obras completas, pp. 377-382.
6
Enrique Ayala Mora, «Los cuatro días», en Estudios sobre historia ecuatoriana, Quito, Te-
his/Iadap, 1993, p. 22.
7
José de la Cuadra, «Carmela Palacios...», p. 850.
8
Cfr., «Entrevista a Pablo Palacio», El Universo, Guayaquil, 6 de julio, 1934. Incluida en
Obras completas, pp. 383-389.
9
Carrión es uno de los primeros críticos, en la década del 30, en ocuparse de manera amplia
de la obra de Palacio. Cfr., Mapa de América (1930), Colección Básica de Escritores Ecuato-
rianos, vol. 14, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1976, pp. 45-70.
10
A. Carrión, «Pablo Palacio, el fulminado por el rayo» p. 89.
11
«Se ha producido ya en mí aquel elegante fenómeno de alargamiento de los párpados
sobre los ojos como manos curvadas sobre naranjas y que caen con idéntica nebulosidad
dulce que el tiempo sobre los recuerdos […] Por allí va el treponema pálido, a caballo, rom-
piéndome las arterias». P. Palacio, «Luz lateral» en Un hombre muerto a puntapiés, incluido
en Obras completos, pp. 128, 133.
12
A. Carrión, «Pablo Palacio, el fulminado por el rayo», p. 89.
13
Pedro Jorge Vera, «Un amor más allá de la muerte», en Rescoldos de la historia, Colección Bi-
centenaria, Quito, Campaña Nacional Eugenio Espejo por el Libro y la Lectura, 2009, p. 125.
14
Cfr., Pedro Jorge Vera: Los amigos y los años (Correspondencia, 1930-1980), Prólogo, se-
lección y notas de Raúl Serrano Sánchez, Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 2002,
p. 212. (La carta está fechada en Quito, el 8 de junio de 1940).
15
Rodolfo Pérez Pimentel, «Carmen Palacios Cevallos», en el Diccionario biográfico del
Ecuador, tomo 15, Guayaquil, Universidad de Guayaquil, 1997, p. 233. Algunos datos se
han tomado de esta fuente.
16
Pedro Jorge Vera, Gracias a la vida, Quito, Corporación Editora Nacional, 1998, 2a. ed.,
p. 125. El texto que cita Vera forma parte del volumen Aventuras de amor en nuestra historia,
Quito, Ediciones Librimundi, 1998.
17
Alfredo Pareja Diezcanseco, «El reino de la libertad en Pablo Palacio», Recopilación de tex-
tos sobre Pablo Palacio, Serie valoración múltiple, Miguel Donoso Pareja, edit., La Habana,
Casa de las Américas, 1987, p. 122.
18
Pablo Palacio, Débora, en Obras completas, pp. 200-201.
19
Cfr., P. J. Vera, «Un amor más allá de la muerte».
20
Cfr., «Carmen Palacio escultora», en Cuadernos del Guayas No. 4, Guayaquil, Año III,
noviembre, 1952, p. 18.
21
Ibíd.
22
Esta carta reposa en los archivos de la familia Palacio Palacios.
23
Hernán Rodríguez Castelo, Diccionario crítico de artistas plásticos del Ecuador del siglo xx,
Quito, Casa de la Cultura Ecuatoriana, 1992, p. 259.
24
Pablo Palacio, Débora, en Obras completas, p. 200.
El valor de los derechos de autor
Manifiesto de CEDRO en su vigésimo aniversario

En el vigésimo aniversario de la creación de CEDRO, manifestamos que:

1. El trabajo de escritores, traductores y editores es una de las bases de la riqueza intelectual


de la sociedad.

2. La dignidad profesional de autores y editores tiene su fundamento en el Derecho de Autor.


Es legítima su aspiración a obtener una remuneración por el uso de sus obras, y a que su
trabajo creativo se respete y se proteja.

3. El acceso a la información y a la cultura no puede ni debe realizarse sacrificando los


derechos de autor.

4. Las obras de autores y editores constituyen un valor insustituible para la educación, la


formación permanente y la innovación en empresas, organismos públicos y centros
educativos.

5. El sector del libro y de las publicaciones periódicas tiene en España una relevancia
estratégica: contribuye de forma significativa al producto interior bruto, a la creación de puestos
de trabajo, a la mejora de la balanza comercial y a la generación en el extranjero de una
imagen positiva de nuestro país.

Por todo ello:

1. Reclamamos a los poderes públicos un decidido apoyo a los creadores de la cultura escrita y
una defensa enérgica y activa de sus derechos de autor, para alcanzar los mismos niveles de
respeto que existen en otros países europeos.

2. Demandamos el mantenimiento de la compensación para los autores y editores por la copia


privada de sus obras, que se lleva a cabo masiva e indiscriminadamente en una gran variedad
de aparatos y soportes.

3. Instamos a todos los centros de trabajo y de formación en los que se utilizan reproducciones
de libros y publicaciones periódicas mediante fotocopia o digitalización, a obtener la
autorización previa de los titulares de derechos, tal y como exige la ley, mediante una licencia
de reproducción de CEDRO.

4. Expresamos nuestro compromiso con el desarrollo educativo, científico y cultural español,


así como con el necesario progreso de las bibliotecas en nuestro país y con las políticas de
fomento de la lectura.

5. Manifestamos nuestra voluntad de continuar trabajando para consolidar e incrementar los


importantes logros obtenidos en los últimos veinte años en materia de reconocimiento de los
derechos de autor, de remuneración a autores y editores por la reproducción de sus obras, y de
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