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TEXTO SIN EDITAR NI CORREGIR. ESTÁ PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN Y DIVULGACIÓN NI TOTAL NI PARCIALMENTE DE ESTA OBRA

Prefacio

Sabía que un día tendría que volver al barrio, aunque fuera para desha-
cer los pasos, no se puede olvidar un lugar en el que viviste los primeros
dieciséis años de tu vida. Cuando estuve delante de la antigua casa, no
la reconocí, me pareció mentira que aquella construcción de la que
guardaba tantos recuerdos fuera tan pequeña y, más aún, sabiendo que
once personas habíamos habitado allí, mis ocho hermanos, mis padres
y yo. Pero no solo era que mi casa se hubiera encogido con los años,
también la pendiente de la calle 112 y su cima, donde jugaba al fútbol
con mi hermano César, mi vecino Eduardo, y con Gabriel, imaginán-
donos Pelés andinos mientras nos raspábamos las rodillas contra aquel
pavimento fracturado de abandono, y la calle 75A, mucho más estre-
cha y corta, que aquel sábado, cuando el paso de un camión rompió la
tubería del alcantarillado que llevaba en sus entrañas, se convirtió en
un súbito géiser. La batalla naval entre los vecinos no se hizo esperar.
Niños y adultos, cada uno cogiendo su balde, corriendo los unos tras
los otros para empaparnos, mientras proferíamos maldiciones acuá-
ticas, todos aprovechando el borboteante manantial antes de que lle-
garan los trabajadores del Municipio a arreglar la avería y acabar con
aquel jolgorio inesperado. La casa de los Petetes, ahora remozada pero
ínfima, delante la cual en los diciembres de mi infancia se encendía
la leña en la gran olla comunal donde se hacía el sancocho de gallina
para toda la cuadra y, también, la humilde casa de... Julián, con el
forjado de hormigón que él mandó construir para, sin saberlo, con-
vertirlo en el único testimonio material de su destructiva existencia.
Era como si el mundo se hubiera contraído en aquel rincón del
valle. Pocas cosas parecían conservar el mismo y exacto tamaño de
mis recuerdos; una de ellas, la esquina donde dentro de un auto vi a
la primera persona asesinada de mi vida. Antes pensaba que con aquel
muerto fue cuando el barrio se pudrió, pero, ya con la distancia de
los años, sé que la cosa se dañó antes, mucho antes. Ahora, mientras
camino por el barrio, percibo la bulliciosa alegría de la gente en las ca-
lles, sentados en los antejardines charlando con sus vecinos, los niños
y niñas jugando despreocupados. Me llama la atención no ver en las
caras de los adultos ningún rastro de las sombras de esos días, cuando
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todo dejó de ser como era, y, al igual que con las casas, no reconozco
a nadie, ni siquiera en los rostros identifico un gesto familiar, como
si todos los antiguos habitantes se hubieran ido junto con los malos
tiempos. Nosotros tuvimos que irnos a la fuerza y con un dolor que
rastrillaba contra la piel.
También persiste fiel a sus dimensiones la esquina del árbol de
guayacán y sus fugaces flores cual pájaros amarillos, donde siempre la
esperaba a ella las tardes de domingo. Ha desaparecido la piedra que
estaba al lado del tronco y que hacía las veces de banco, aunque ahora
hay uno hecho con ladrillos, revocado y pintado de verde. Me siento
en él y miro hacia abajo, hacia la calle 113, por la que hace tanto la veía
aparecer, a Paola, junto con la fresca hermosura de sus quince años.
Cuántas veces soñé con nuevamente abrazarme a ella, sentir el infinito
vibrar de esos primeros besos. ¡Tanto tiempo lejos de este valle, de este
rincón! Sí, hace mucho que me fui al otro lado de un mar lleno de
galeones y tesoros, pero ahora estoy de nuevo aquí y no quiero estar
en otro lugar que no sea en este banco, recordando nuestra historia, lo
feliz y lo sublime, pero, inevitablemente, también lo amargo. Y, entre
recuerdo y recuerdo, pido para quién sabe fuerzas que me dejen aquí y
que, por milagro ella venga antes de que el universo me reclame para
transformarme en el polvo de la estela de un cometa.
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Cuando un viernes del mes de febrero del 86 la profesora nos dijo que
ese fin de semana tendríamos la oportunidad de ver el Halley, incluso
sin necesidad de aparatos, mi imaginación de chico de quince años
voló más rápido que el mismísimo cometa, yo ya lo estaba recreando
en la mente, lleno de colores y lanzando fuego a diestra y siniestra,
como un jinete del Apocalipsis en versión astral. Según dijo mi pro-
fesora, la manera más infalible de encontrárselo era justo antes del
amanecer y teniendo como banda sonora el canto de los gallos. Y es
que por ese tiempo, en Florencia, mi barrio, todavía algunos vecinos
tenían un gallinero con su gallo, que muy temprano se subía a los
tejados a cantar con la cresta enardecida pintada de rojo furioso, con-
firiéndole a esa ladera noroccidental del Valle del Aburrá un aire de
pueblito primaveral.
El sábado por la noche me adueñé del reloj de cuerda de mis padres
y su tic tac arrulló mi impaciencia.
A las cinco menos cuarto del domingo, sonaron enloquecidas las
campanillas del despertador, sin piedad de mí ni de César, mi hermano
menor, con quien dormía en la misma pieza, la más pequeña de la casa.
Me desperté sobresaltado y una vez volví plenamente al mundo de
los despiertos, pude ver, o más bien imaginar, la silueta de César bajo
sus mantas, acomodándose remolonamente para seguir durmiendo.
Escuché a mis papás que en la habitación de al lado me decían algo,
no entendí, y más allá, en la siguiente escuché a Luz, Patricia y Lucía,
mis hermanas, maldiciendo casi a coro. Los dos dormitorios donde
estaban mis hermanos Fernando, Luis, Camilo y Alberto, el mayor,
estaban más alejados así que no se dieron cuenta de nada, o al menos
no los escuché putear. La casa era un largo chorizo de habitaciones
cual vagón de tren, un pasadizo central las recorría por la mitad par-
tiendo en dos los espacios; además, de una habitación a otra no había
puertas, con lo cual el más mínimo de los ruidos era oído por todos en
mayor o menor medida. Ya estábamos acostumbrados a los pequeños
sonidos del que llega más tarde a dormir o del que se levanta en medio
de la noche para salir al baño, pero un despertador antes de las cinco de
la madrugada era algo que no se podía catalogar como sonido usual.
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A tientas, encontré mi pantalón, me lo puse despacio, evitando


hacer más ruido, pero el roce de la tela con mi piel ya parecía excesivo
en el silencio de la madrugada. Me quedé con la camiseta que usaba
como pijama, la de Micky Mouse, y me eché mi manta de cuadros a la
espalda, que guardaba el tierno calor acumulado mientras dormía; se-
guro que fuera estaría haciendo frío. Con cuidado de no llevarme nada
por delante, salí de la habitación hacia el patio, pasando por el salón.
Afuera la noche estaba cerrada, espesa como una chocolatina derre-
tida, pero mis ojos ya se habían acostumbrado a la oscuridad y pude
terminar de ubicarlo todo con un poco de ayuda de la memoria. Fling,
el perro Chow Chow de mi hermano Luis, estaba echado justo al lado
exterior de la pared que daba a mi habitación, me miró con sus ojos
brillantes, y se levantó para saludarme con sus tremendos lametazos. A
la izquierda estaba el jardín personal de mi mamá, donde se apeloto-
naban, como una selva en miniatura, rudas, pequeñas pencas, dondie-
gos de noche y otras plantas de las que no recuerdo el nombre. Al lado,
debajo del fregadero de hormigón, estaba Michín, el gato vegetariano,
siempre atado para que no se devorara las plantas.
La escalera de palos para subir a la terraza se encontraba junto al
muro medianero que lindaba con la casa de don Gildardo y doña
Refugio, los vecinos de al lado. Al subir a la terraza el mundo se abría
y era más ancho. Levanté la vista al cielo y pude ver unas pequeñas es-
trellas en el tapizado del firmamento, pero nada de lo que mi fecunda
imaginación anhelaba. No vi ninguna pelota de fuego con una cola de
gas en combustión, ni nada por el estilo, pero decidí esperar un poco
por si acaso.
Hacia las cinco de la madrugada me cansé de escrutar el cielo por
cada rincón, ya me dolía el cuello y estaba un poco desilusionado; a lo
mejor todo eso de que podía verse sin telescopio era mentira y los únicos
que se darían el gustazo de verlo serían los astrónomos y los ricos. Cerca
de las cinco y media la luz del sol empezó a asomarse muy tímidamente,
detrás de la cordillera andina, en escasos minutos todo se llenaría de
claridad y los volúmenes oscuros que me circundaban se transformarían
en los ladrillos color naranja opaco y en el gris del asbesto cemento que
constituían los muros y los tejados de las casas del barrio.
Antes de que el gran astro cambiara el mundo, me puse a mirar con
mucho más detalle la maravillosa vista que tenía ante mí, vivir en las
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laderas noroccidentales del valle, además de etiquetarte en una clase


social muy definida, te daba la posibilidad de ver por casi todos los
costados la ciudad en toda su dimensión. Frente a mí, a lo lejos, en las
laderas nororientales, miles de luces amontonadas parecían una gran
ola que quisiera tragarse la montaña, y amenazando llegar a su cima.
El barrio de Santo Domingo, La Francia, Manrique, Aranjuez. En
muchos casos, aquellas luces delineaban las cuadrículas de viviendas y
calles. Empecé a diferenciar bultitos oscuros, personitas diminutas que
bajaban por la pendiente en busca del autobús que los llevaría al tra-
bajo, en la parte plana de la ciudad. Estando yo en mis elucubraciones
sobre qué clase de vida tendrían esos seres anónimos y descansando el
cuello para volver a mirar por última vez al cielo, un ruido me sobre-
saltó, algo así como una pequeña explosión. En el tejado vecino, más
bajo que el nuestro por el desnivel de la ladera, pude ver una silueta
blandiendo algo en la mano y señalando con ella al cielo, se escuchó
otra pequeña explosión... Era un arma de fuego lo que aquel individuo
estaba detonando. Asustado, di con mi cuerpo al suelo, no fuera a ser
que el pistolero se fijara en mí y me utilizara de blanco. Desde allí,
abrigado por la oscuridad, levanté un poco la cabeza y pude reconocer
la persona que disparaba, era Julián, nuestro vecino, que hacía unos
meses había regresado del servicio militar obligatorio en el ejército.
Era el hijo de doña Gertrudis, la mejor amiga de mi madre, no tendría
más de dieciocho años. Disparaba al aire como queriendo herir a un
gigante imaginario que estaba a punto de aplastarle. Hizo dos disparos
más y de su arma salieron dos lengüitas de fuego; luego, como un gato,
se bajó del tejado tranquilamente, ni siquiera miró a los lados por si
alguien lo había visto.
Aquellas balas fueron los únicos cometas que pude ver esa madru-
gada y la idea de haber visto por primera vez disparar una pistola me
generó más inquietud que el mismo cometa. Claro, el Halley estaba
tan lejos que ni se le veía; sin embargo, una bala podía pasar tan cerca
de ti que incluso podía matarte.

Cuando estaba bajando la escalera, vi que mi mamá salía al patio desde


el chorizo de habitaciones, venía hacia la escalera casi corriendo, esta-
ba asustada.
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–Darío, ¿qué fue eso... esas explosiones? –me preguntó acelerada-


mente, tenía la voz rocosa, de recién levantada y la bata blanca que
llevaba como pijama le daba el aspecto de una aparición–. Es que su
papá me dijo que eso sonaba como a disparos.
–Sí, amá, eran disparos –le respondí rápido, todavía excitado–.
Julián, el vecino, tenía una pistola y estaba haciendo tiros.
–Pero usted está bien... no le pasó nada, mijito –dijo con voz preo-
cupada mientras me miraba por todos lados.
–Sí, tranquila, además él estaba disparando al aire.
–Bueno, pero las balas perdidas también son muy peligrosas ¡A
cuántos no ha matado una maldita bala de esas! O si no, vea a ese niño
que mató el hijo de don Gerardo por ponerse a disparar al aire.
Al estar segura de que yo estaba bien, ya más tranquila, dijo:
–Pero, y ese muchacho, ¿de dónde habrá sacado una pistola? –más que
a mí parecía que se lo preguntaba a sí misma, pero yo igual le respondí.
–No sé, a lo mejor se la trajo del servicio militar –encogiéndome
de hombros.
–Gertrudis no me ha dicho nada de eso... me parece muy raro...
–Se quedó pensativa y después me dijo:
–¿Pudo ver el cometa ese?
–Nada, pero mañana vuelvo a intentarlo, por si acaso.
–¡Ah, quién se lo va a aguantar a usted con esta madrugadera!
Espero que por lo menos merezca la pena. Acostémonos otro rato que
todavía es temprano. –Caminamos hacia las habitaciones.
Cuando fui a recogerme de nuevo en la cama, vi que mi hermano
César seguía durmiendo como un ángel, parecía que no se había ente-
rado de nada, luego escuché a mis padres hablando.
–Era verdad lo que decías, que eso sonaba como a disparos.
–Claro, si es que yo ya los diferencio. La pólvora suena como puf
y el balazo es más seco –dijo Wilfredo con el orgullo de la razón en el
tono de la voz.
–Era Julián, estaba haciendo tiros al aire con una pistola.
–¿Julián, el de Gertrudis? –preguntó Wilfredo.
–Sí, eso me dijo Darío... Ese muchacho con lo fregao que fue siem-
pre y ahora con una pistola...
–A lo mejor se la trajo del ejército. ¿No será que va a seguir la ca-
rrera militar?
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–No sé... Gertrudis no me dijo nada. Pero, aunque fuera eso, no


me gusta... Yo siendo Gertrudis le decía que no llevara la pistola esa a
la casa o se la quitaba de una vez, pero qué caso le va a hacer si desde
que estaba chiquitito siempre lo dejó hacer lo que le diera la gana.
¡Yo es que una cosa de esas no lo permitía ni por el verraco, pura al-
cahuetería! –Esto último lo dijo subiendo la voz, sin duda para que la
escucháramos todos. Había en la casa un ambiente de somnolienta
inquietud y creo que, a excepción de César, ya todos mis hermanos
estaban despiertos.
–Bueno, a ver si dormimos un ratico más –dijo mi madre y mi
padre, sabiendo muy bien lo que tenía que hacer, no dijo nada más.
Volvió el silencio.
Yo ya no pude conciliar el sueño, mi cabeza era un revoltijo de pen-
samientos, pensaba en el esquivo Halley, en el partido de fútbol que
tenía esa tarde, en contarle a Gabriel, mi mejor amigo, lo que había
visto, pero sobre todo pensaba en Julián y en el poderío que debería de
sentirse al tener un arma en las manos.
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El cañón de la pistola aún estaba caliente y brillaba con visos de plati-


no a la luz de la lámpara que estaba en la destartalada mesita de noche.
Julián, sentado sobre la cama, la miraba como un niño pequeño que
examina un juguete nuevo, girándola con la mano para verle todos sus
detalles.
–¡Es una chimba de fierro, hermoso el hijueputa, al que pida más
que le piquen caña! –dijo en voz alta.
–Mijito, ¿me habló? –oyó a su madre decirle desde el cuarto de en-
frente, que estaba separado por un pasillo estrecho de ladrillo en obra
negra y sin puerta.
–No, cucha, estaba hablando solo, siga durmiendo que todavía es
temprano.
–Te escuché en el tejado y también oí las explosiones. ¿Estabas con
esa arma?
–Sí, pero no se preocupe que yo sé muy bien usarla y además tengo
permiso para hacerlo.
–A mí eso me da mucho miedo, mejor devuélvala, no sea que se le
dispare algún día sin querer.
–Tranquila que yo ya sé mucho de esto, en el ejército me han ense-
ñado bien, la práctica hace al maestro y en el cuartel practiqué mucho,
cucha.
–Bueno, mijito, usted haga lo que piense que es lo mejor, que
siempre lo ha sabido hacer, pero, aunque sea así, uno no deja de preo-
cuparse.
–Bien dicho, cucha, yo sé muy bien qué hacer. Mejor duerma otro
rato que al que madruga le da sueño más temprano. Además, con tan-
ta habladera vamos a despertar al cucho.
–Ya tengo el ojo abierto hace rato –dijo Antonio, el padre de Julián
con la voz áspera del insomne–. Deje al pelao tranquilo, que si le die-
ron la cosa esa es porque es responsable, no como esas tres hermanas
que tiene que no sirven para nada. –Y subiendo la voz–: O si no, vea a
la Gloria, con la barriga llena de huesos de quién sabe qué desgraciado.
Mijo, usted es el único que sirve de esta familia –remató con un tono
lisonjero.
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Desde el cuarto donde dormían hacinadas las tres hermanas de


Julián, no se escuchó ninguna réplica. Él tuvo el impulso de replicar
por ellas con cuatro piedras pero también estaba molesto con su her-
mana Gloria, solo ordenó:
–¡Bueno pues, a dejar de hablar y a dormir todo el mundo, que si
no, después, durante del día, van a estar más dormidos que un gato
con anemia!
Nadie habló más, pero todos estaban despiertos. Así le gustaba,
ser siempre él el que dijera la última palabra, no como en el ejército:
«Obedecer como un bobo, eso está bien para un ratico, pero toda la
vida ¡ni po el putas!».
Julián puso la pistola encima de la mesilla de noche a sabiendas de
que nadie la tocaría y que toda la familia creería todo lo que les había
dicho, que el arma era prestada del ejército no lo pondrían en duda,
como cuando era pequeño y a menudo llegaba con un juguete nuevo
que decía le había regalado un amigo. El arma podría estar en la me-
silla todo el tiempo que quisiera y nadie tendría la valentía de tocarla.
Pero la subametralladora que tenía debajo de la cama era otro cuento,
esa mejor que no la vieran aún, no podría esconderla eternamente,
su madre podría verla al limpiar la habitación y haría preguntas y,
aunque estaba seguro de que fácilmente las respondería, por el mo-
mento, deseaba evitarlo. Su padre no le diría nada y menos ahora que
justo empezaban a llevarse bien. Durante años se habían tratado como
perros y gatos, sobre todo por las continuas borracheras de Antonio
que siempre terminaban en una escena violenta donde la principal
perjudicada era Gertrudis. En su infancia tuvo auténtico pavor a aquel
demonio furibundo de voz pastosa que repartía insultos y golpes, pero
a medida que ganaba centímetros y años, el miedo fue mutando en
un deseo de revancha y empezó a enfrentarse a él para defender a su
madre de las palizas, ganándose moretones y el tatuaje de la hebilla de
la correa en la espalda. Desde hacía tiempo ya no se atrevía a tocarlo
y, mucho menos, a su madre. Pero cuando realmente empezó a estar
como un perrito mansito, dejando a un lado las palabras farfulladas y
las indirectas, fue el día de su segundo permiso en el ejército, cuando
nada más entrar en la casa puso en la mesa el dinero del primer so-
borno que le habían pagado unos camioneros en un retén, ahí mismo
pudo plantarle cara definitivamente y decirle: «Si no se pone las pilas,
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váyase perdiendo pa otro lado, que donde manda capitán no manda


marinero». Antonio la vio muy clara, su tiempo de reinado estaba lle-
gando a su fin, solo le quedaba callar y obedecer, al menos por ahora.
«Él sabe el agua que lo moja», pensaba Julián satisfecho.
Durante la semana se las iba a mostrar, no estaba haciendo nada
malo, siempre le habían gustado las armas y qué había de extraño te-
ner dos en casa, para él eran como un par de juguetes a los que se
puede mirar cuando se quiera. El problema era dónde jugar con ellas.
Cuatro disparos en el tejado era una cosa, pero una ráfaga era mucho
escándalo, ya habría algún descampado donde soltar tiros. Cuando
hablara con Rubén, su primo, se lo comentaría; al fin y al cabo, él era
el que le había dejado las armas, él sabría muy bien dónde probar la
belleza que tenía bajo la cama. Esa misma semana se verían para hablar
de negocios y para que le presentara a sus amigos del barrio, Rubén se
lo había pedido, quería conocerlos y brindarles unos tragos que para
eso le sobraba plata, «una buena fiesta vamos a armar con todo el que
quiera apuntarse», le dijo.
Se recostó en la cama apoyando la cabeza en el brazo. Cerró los ojos
mientras pensaba lo bien que estaban las cosas gracias a la ayuda de su
primo, y eso que lo mejor estaba por llegar. Nunca más tendrían que
volver a contar con el miserable sueldo de vigilante de su padre, no
regresarían los putos platos de agua sal o limpiarse el culo con papel de
periódico viejo cuando no había ni un centavo, se acabaría el tener que
pedir dinero prestado a los vecinos, no haría falta dinero para nada. El
ejemplo estaba en su primo, y era el que había que seguir.
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Esa misma mañana de mi frustrada exploración astronómica me fui a


buscar a Gabriel. Vivía en el barrio Santander, que comenzaba justo en
la esquina de mi calle; por diez metros, mi familia y yo no éramos de
Santacho, como se le llamaba coloquialmente. Pero aquellos diez me-
tros no eran un detalle baladí para mucha gente que consideraba que
era muy diferente ser de Florencia que de Santander. Era como si al
traspasar esa frontera invisible, se perdiera o se ganara categoría social
y personal. Siempre escuché decir con orgullo a la gente del barrio que
Florencia había sido fundada por profesores y gente de bien, pero
que en Santander se había juntado lo peorcito. Y nuestra madre, que
siempre estuvo pendiente de quiénes eran nuestros amigos, fueran de
donde fueran, alienada por aquello que se decía de Santander, miraba
con lupa cualquier amigo santandereano. Gabriel no fue la excepción
y hasta que no se lo presenté y supo de quién era hijo no estuvo tran-
quila. Aún recuerdo cuando mi madre, de un bofetón, le quitó las
ganas a mi hermano Luis de juntarse con un muchacho de Santan-
der que tenía una fama comprobada de manilargo. «¡Que nadie me
pervierta mis polluelos!», parecía decir, y nosotros, a pesar de algunas
rebeldías, siempre regresábamos a la protección de sus alas.
A Gabriel lo conocí cuando yo tenía doce años y él catorce; fue en
la casa de Aidé, una vecina mayor que yo, que siempre me desplumaba
con malas mañas los pocos pesos que me daba mi mamá. Una tarde,
después de salir del colegio, Aidé me llamó desde la desvencijada puer-
ta de su casa. Lo hacía con mucho énfasis, como si fuera algo muy im-
portante, moviendo su mano y su brazo igual que un anzuelo enorme
con el que quisiera pescarme.
–Mira lo que tengo –me dijo cuando estuve cerca, mostrándome
unos cromos de fútbol–. Ven, vamos para adentro.
Yo la seguí sin decir nada, como un borrego, hipnotizado. Entramos
en su casa, donde unos decrépitos muebles de colores chillones ador-
naban un salón en obra negra. Del salón, pasamos a la cocina, hecha
con una encimera de hormigón burdo. Allí había una puerta que daba
a un patio trasero, que más que un patio era un territorio salvaje lleno
de malas hierbas y piedras que sobresalían del suelo y en las que tenían
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su casa las lagartijas. En un rincón del patio, casi lindando con las ca-
sas de un par de vecinos, había un árbol de mango de gruesas ramas y
del que Aidé y su familia sacaban rendimiento en época de cosecha.
–Si me das diez pesos, te los doy todos –dijo sacando de una bolsa
un fajo de cromos.
Se me abrieron los ojos, yo estaba coleccionando el álbum del tor-
neo de fútbol del año 83; con todo aquello, prácticamente lo dejaría
resuelto y podría ganar el premio que daban por entregarlo lleno, qui-
nientos pesos, toda una fortuna. Aunque diez pesos también era un
dineral para mí, supe que tenía que conseguir esa plata.
–Yo te los compro, pero es que no tengo todos esos pesos, ¿me po-
dés esperar un poquito?
–Estos caramelos me los quiere comprar mucha gente, yo te los
ofrezco a vos porque sos mi amigo, o si no, ya se los hubiera vendido a
otro... –se quedó seria unos segundos, como si se lo estuviera pensan-
do, y luego me dijo:
–Listo. Pero ¿cuánto tenés ahora? Porque tenés que reservármelos
con algo, o si no, nanay cucas.
–Tengo dos pesos, pero mañana te doy el resto... –dije con voz
temblorosa, temiéndome que me dijera que no había trato. Me miró
como si dudara de mí, pero luego sonrió, aceptando mi oferta.
–Listo, a ver, yo veo la plata.
Saqué de mi bolsillo los dos pesos que me había ahorrado de los
cinco que me daba mi mamá para el colegio, y cuando se los iba a dar,
oí una voz, no sabía de dónde venía, era recia, casi de adulto.
–Pelaíto, no sea bobo, no se deje tumbar de esta rata. Son carame-
los del torneo de hace dos años, fíjate por detrás.
–¡Dejá de ser metido, güevón, que el negocio es conmigo! –replicó
una Aidé furiosa que miraba hacia el árbol de mango. Entonces lo
vi, era un muchacho que vestía únicamente una pantaloneta verde,
con un cuerpo proporcionado y un rostro muy agradable, llevaba el
pelo un poco largo, tapándole las orejas, y yo tuve una visión de Tarzán
sobre un árbol de la selva africana–. ¡Bájate de mi árbol, mugroso, y
dejá de güevoniar! –vociferaba Aidé.
–Este árbol es tan mío como tuyo, babosa. Las ramas se meten en
mi patio y en el de los vecinos de al lado, así que, si me querés bajar,
pues subite, come on!
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Aidé amagó con coger una piedra del suelo, pero Gabriel la miró de
manera desafiante, mientras apretaba algo que tenía en la mano. Aidé se
lo pensó mejor y finalmente desistió de sus intenciones, simplemente me
cogió del brazo y, farfullando insultos, me llevó hacia dentro de la casa.
No compré los cromos; aunque solo tuviera doce años, no era tan
estúpido, y más sabiendo ya la realidad del fraude. Gracias a ese acon-
tecimiento abrí los ojos, jamás Aidé pudo volverme a timar.
Durante varios meses, no supe nada de Gabriel. Solo tenía claro
que su casa, a juzgar por su ubicación con respecto a la de Aidé, daba
para el otro barrio, y mi madre nunca me dejaba ir por allí, a excep-
ción de los raros días en que a ella no le cuadraban las misas de la igle-
sia de Florencia e íbamos juntos a la de Santander. En esas ocasiones,
yo intentaba adivinar cuál era la casa de Gabriel y estaba muy aten-
to para verlo y saludarlo, pero nunca lo vi, hasta el día en que en la
cancha de microfútbol que inauguró Pablo Escobar en su etapa de
político, la que estaba al lado de la escuela República de Israel, se or-
ganizó un campeonato. Con algunos amigos del barrio, formamos un
equipo. Estaba Eduardo, Trompa Deivis, Trompa Alejandro y hasta
César, mi hermano, al que solo apuntamos como mascota porque era
muy pequeño aún. El día del primer partido reconocí a Gabriel en el
equipo contrario. Nos metieron una bailada que aún me da vergüen-
za, cinco a cero, aunque también hay que decir en nuestra defensa que,
en aquel equipo, había muchachos mayores que nosotros y que eran
unos auténticos cracks, empezando por Gabriel, que parecía tener ma-
nos en los pies. Quise hablarle cuando se acabó el sacrificio deportivo,
pero me dio vergüenza. Ya nos estábamos yendo cuando escuchamos
una voz que llamaba a alguien a nuestras espaldas.
–Hey, pelao. –Los de mi equipo nos giramos–. Vos –me señaló
Gabriel–, vení, por favor.
Yo me acerqué, seguro de que me había reconocido.
–Jugás bien y le pegás bueno a la pelota, ¿cuántos años tenés?
–Doce.
–Twelve... estás muy pelao todavía, pero no parece, creí que eras
mayor... a lo mejor nos servís. Es que tenemos un equipito en un tor-
neo de fútbol en la cancha de la Tinaja y nos está faltando gente. Si
querés, podés jugar con nosotros, es otro torneo diferente a este y se
juega los fines de semana.
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Me desilusionó que no me hubiera reconocido, pero igual estaba


contento de poder jugar con muchachos más grandes en edad que yo.
Había ayudado a que se fijara en mí esa característica que siempre tuve
de que la gente me creyera un poco mayor, sobre todo por mi altura.
Finalmente me dijo qué día entrenaban y me fui a casa.
Durante el primer entrenamiento, lo odié, me entraba fuerte en
casi todas las jugadas, muy diferente a como había jugado con noso-
tros, pero aguanté, y un buen túnel entre las piernas le hice en una
jugada. Cuando terminamos, me estrechó la mano y me dijo:
–Bien, pelao, así se hace, metiendo güevas, que nadie te joda.
–Hizo una pausa y luego dijo–: ¿Te volvió a intentar tumbar la babosa
de Aidé?
Solo allí supe que me recordaba. Desde ese día, fuimos amigos,
aunque para mí ya lo era desde el primer momento en que lo había
visto, enorme sobre aquella rama, cual hombre mono salvándome de
las garras de una fiera.

Esa mañana del 86 subí como siempre por la 113, él vivía en esa
calle. Desde la esquina lo vi sentado en un muro bajo de ladrillo que
servía de linde con el solar del vecino, parecía que me estuviera es-
perando. Tenía una pequeña radio al lado donde Pink Floyd ponía
otro ladrillo en la pared. Después de chocar las manos, le solté casi de
inmediato:
–Esta mañana vi al vecino del lado de mi casa con un fierro, hizo
varios disparos al aire.
–¿Ah, sí? A lo mejor estaba probándolo, eso es lo que hacen so-
metimes cuando quieren ver qué tal truena –me respondió Gabriel
metiendo alguna palabra en inglés como hacía en muchas ocasiones,
sobre todo cuando estaba tranquilo, palabras que pronunciaba muy
bien, en concordancia con su sueño de ser profesor de la lengua de
Shakespeare.
–Seguramente era eso.
–Lo que pasa es que es muy peligroso, a más de uno lo mandó de
cajón una bala perdida.
–Eso fue lo que pensé yo, de una me tiré al suelo, no fuera que me
pegara un tiro.
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–¿Y cuál vecino era?


–Julián, el hijo de doña Gertrudis, no sé si lo conocés.
–¡Ah!, pero ¿es un pelao?
–Sí, yo creo que tendrá dieciocho o así.
–A ver si es que está metido en un combo. Vos sabés que por aquí
se está formando un combo, el de Los Magníficos, esa gente va armada
hasta los dientes, son jodidos, a cada rato están cobrándole vacuna a
todo el mundo.
–Yo creo que no está en ninguna banda o combo de esos... Es que
acaba de volver del ejército y a la fija le dieron el arma allá.
–No sé... un vecino bachiller, Javier, no sé si lo conoces, uno que
también estudió como yo en el Pedro Nel Gómez, bueno, pues ese
man prestó servicio militar el año pasado y me dijo que les hacían
cuidar tanto las armas de dotación que les cogían más cariño que a
la novia, y que cuando acababa el servicio, les daba hasta pena moral
separarse de ella, esos militares no creo que les dejaran llevárselas por
nada del mundo, ¡con lo que valen! Además, el vecino siempre me ha-
bló que lo que les daban era un fusil, las pistolas eran para los oficiales.
Así que eso que dices no me cuadra ni po el verraco.
–Bueno, pues a lo mejor se la compró.
–Pues como te dije, esos fierros valen mucho billete.
–Debe de ser muy bacano tener uno, con eso fijo que todo el mun-
do te respeta. Si yo tuviera uno, se lo sacaría fijo a dos fastidiosos del
colegio que todo el tiempo me están manqueando en clase, pa que
aprendieran a ser tan malparidos.
–¡Ah!, pero pa tener un fierro hay que sacarlo en encendido, mijo,
porque si no luego otro lo saca y le va metiendo a uno un plomazo.
–Yo no creo que esos bobos cagaos tengan ni un cortaúñas. Lo que
se meterían es un buen susto.
–No les hagas caso, o si siguen güevoniando, un día voy con vos y
les metemos una buena trompeada pa que aprendan.
–Eso va a tocar. Lo que pasa es que son bien grandes los malpari-
dos, fijo nos dan ellos la trompeada a nosotros.
–Nos llevamos dos palos.
–¡Cómo no, moñito! Fijo al día siguiente me cogen a mí solito y
me meten el palo culo arriba. Mejor dejemos la cosa así a ver si dejan
de joderme.
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–Ok, pero ya sabe, si algo, cuente conmigo, mijo –dijo estirándose


y dejando escapar un bostezo–. ¿Y qué, estás listo para el partido de
esta tarde? Acordate que es contra los picados de la 115 y esos maricas
dan más pata que un putas, pónete espinilleras.
–Yo creo que ni con espinilleras está uno salvado.
–¿Va a venir hoy Paolita, la llevarás al partido?
–No sé, ojalá. Vos sabes que nunca sé qué domingo viene, a ver si
el papá la trae.
–Pero ¿ya no tiene pues quince años, todavía la trae el papá? ¡No
hermano, volvete serio! Ya va siendo hora de que la visite usted en la
casa y sea oficial la relación, con lo linda que está esa pelaíta no sea que
se le adelante otro gallinazo.
–¿Quién, vos? –le pregunté medio en broma medio en serio.
–Of course... –me respondió de manera pícara.
–¡Mucho güevón!
–Vos sabés que no, nunca te he negado que la pelaíta me parece
preciosa, ya te he dicho varias veces que a mí me gustan más grande-
citas y que sepan pasar bueno... A mí eso de los besitos es puro visaje,
prefiero a su prima Marcela, que sí sabe cómo son las cosas, además
Paolita es tu hembrita y eso se respeta.
–Eso espero, que siempre veo los ojos que le ponés.
–¡A mirar y no tocar se llama respetar, my friend!

Por la tarde jugamos el partido y, como lo esperábamos, nos repartieron


pata de lo lindo, tanto que Gabriel se agarró a puñetazos con uno del otro
equipo, el pequeño de los Murillo, una familia en la que los cuatro hijos y
las dos hijas eran delincuentes de poca monta, carteristas, atracadores de
borrachos, pero no por ello menos peligrosos. Cuando Gabriel le estaba
ganando, se le vinieron encima cuatro del otro equipo, me metí a ayudarlo
y de un puñetazo me despicaron un diente. Los otros de nuestro equipo
se quedaron como estatuas mientras nosotros nos batíamos como leones
heridos, recibiendo puñetazos y patadas, pero devolviendo golpes a dies-
tra y siniestra. De repente al muy sucio de los Murillo alguien le pasó una
navaja, al brillo del metal todos se apartaron, solo quedamos Gabriel y yo
delante del Murillo, a mí me temblaba todo pero no me moví de su lado.
Gabriel se quitó la camiseta y se la enrolló en el brazo derecho.
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–¡Dejáme a mí solo, que juntos lo que hacemos es estorbarnos!


–me dijo en tono de orden.
Yo me aparté unos tres pasos, pero estaba con todos los múscu-
los en tensión, lleno de miedo, pero a la vez listo para saltar sobre el
Murillo. Los miembros de los dos equipos habían formado un círculo
muy amplio, como para no perder detalle de aquel improvisado circo
romano. Gabriel empezó a moverse sobre el suelo de arenilla de la can-
cha de fútbol de la Tinaja, los brazos en posición de pugilista y dando
saltitos como si bailara.
–¡A ver, malparido, venite pues! ¡Hijueputa cobarde, si no es con
armas, no sos capaz, no! –gritaba Gabriel.
El Murillo no le quitaba ojo y solo se giraba en su sitio, siguiendo
sus movimientos, estudiando el mejor momento para asestar la puña-
lada. Gabriel no paraba de provocarlo y yo, temblando, pensaba que
estaba empeorando todo mentándole la madre.
–¡Toda tu familia son unas ratas, ladrones y putas! –bramó Gabriel
y el Murillo lanzó un alarido y embistió como un toro ciego de furia.
Gabriel le hizo el quite a la navaja y lo recibió con un rodillazo en
los testículos que le hicieron soltar al Murillo un sonido casi estertó-
reo. Cayó al suelo de arena de rodillas y Gabriel aprovechó para pisarle
la mano donde tenía la navaja y quitársela sin apenas resistencia; lue-
go la tiró lejos, a unos matorrales que estaban en un borde de la can-
cha. Pude ver que el Murillo había fallado la estocada por muy poco
porque, en el costado derecho, Gabriel tenía un rayón rojo del que
empezó a manar un poco de sangre.
Repuestos de la sorpresa, los amigos del Murillo gritaron como
animales y se lanzaron sobre nosotros. Nos tocó salir corriendo con un
puñado de energúmenos detrás tirándonos piedras. Logramos escapar
por un pelo pero, de aquella pelea, no solo le quedó a mi amigo una
cicatriz imborrable, sino también un enemigo al que tarde que tem-
prano tendría que volver a enfrentar, y yo esperaba estar presente para
batirme el cobre a su lado.
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Esa misma semana, el martes por la tarde, después de salir del colegio,
me fui a casa directamente. Quería jugar un poco al fútbol, como ha-
cía casi todas las tardes, a excepción de las que mi madre me involucra-
ba en la hechura de algunos de los trabajos de la microempresa de artes
gráficas que teníamos en casa. Afortunadamente para mí, mi madre ya
tenía todo el tajo organizado con mis hermanos mayores, así que no
me dijo nada. Alegre, cogí la pelota y le dije a César que nos fuéramos
a hacer unos cuantos chutes en la calle.
Nada más cruzar el antejardín y pisar el decrépito asfalto de la ca-
lle, Julián, el vecino, salió de su casa, dejando la puerta abierta tras
de sí. Vestía un blue jeans y una camiseta verde oscura con palabras
en inglés, en su mano llevaba algo negro de ángulos rectos y ligera-
mente alargado, como una tabla de veinticinco o treinta centímetros.
Una subametralladora, la reconocí por el cañón que salía del volumen
geométrico, y también porque había visto una similar por la televi-
sión, tiempo atrás, cuando, en un boletín de última hora, anunciaron
que el ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla había sido asesinado
con una de ellas.
Me quedé quieto, cercano a la inmovilidad de una piedra, César
también. Julián miró a los lados y, al vernos, esbozó una sonrisa en su
cara morena, sus ojos parecían brillar de orgullo, como diciéndonos:
«Miren lo que tengo aquí». Cruzó la estrecha calle, del asfalto pasó al
suelo de hormigón del antejardín de los vecinos de enfrente, Rodrigo,
el Mono, como lo llamaban, y Guillermo. Tocó la puerta violenta-
mente y se paró en una extraña pose, apuntando hacia la puerta como
si fuera a disparar.
–¿Qué va a hacer? –me preguntó César asustado. No le dije nada,
yo no tenía ni idea y me parecía inverosímil que fuera a acribillar a
balazos a los vecinos con que mejor se llevaba.
Julián era tres o cuatro años mayor que yo, así que la brecha de
edad no me había permitido saber mucho de él.
Mi madre nos había contado que cuando nació, debido a compli-
caciones en el parto, estuvo a punto de dar un corto saludo al mundo
y volver a la oscuridad de la nada o al limbo. Nadie esperaba que so-
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breviviera, pero lo hizo, aferrado a un hilo delgado que no terminaba


de desentorcharse. Tal vez tanta lucha en los prolegómenos de su vida
le forjó, involuntariamente, un carácter duro y una complexión gruesa
como la de un toro de casta.
La puerta se abrió y Julián gritó: «¡Quietos todos!». En el umbral de
la puerta, Guillermo y su madre lanzaron un grito de pánico. Desde
donde estaba, no pude verlos bien, pero me los imaginé: doña Eugenia,
gorda y rechoncha, los ojos abiertos al límite detrás de los gruesos len-
tes, como dos peces oscuros y asustados observando el cañón del arma
a través del cristal de su pecera. Guillermo, flaco, con sus extremidades
alargadas cimbrando igual que una vara de bambú al viento... a punto
de sufrir un patatús.
Julián por fin bajó el arma, empezando una retahíla de carcajadas.
Doña Eugenia, una vez repuesta, estaba hecha una fiera, atravesó la
puerta con Guillermo detrás. «Este güevón casi nos mata del susto», le
pegó dos palmadas a Julián en la espalda, pero rápidamente se calmó y
empezó a celebrarle la gracia junto con su hijo.
–Perdonen la bromita, es que quería mostrarles esto. No se preo-
cupen, que tiene el seguro –y les extendió el arma como si fuera un
juguete que se quiere exhibir ante los amiguitos.
–¡Ay!, no, a mí no me muestre eso que me da mucho miedo.
–¡Uy!, yo tampoco me atrevo a coger esa cosa, que las armas las
carga el diablo –dijo Guillermo y añadió–: pero está bonita de verdad.
–Hombre, no se asusten, ya les dije que tiene el seguro puesto, es
una cosita que me conseguí para cuidarme y cuidar a la gente del ba-
rrio, ya saben que hay que curarse en salud.
–¿Y cuidarte o cuidarnos de qué?
–Uno nunca sabe, doña Eugenia, hay gente muy mala y es me-
jor estar prevenido. El día menos pensado pueden dañarle el cami-
nao a uno. Pero ustedes no se preocupen que aquí estoy yo para res-
ponder.
–Preste pa’ca, yo le doy un vistazo –se escuchó una voz que venía
de adentro de la casa. Era Rodrigo, el Mono, el hijo mayor de doña
Eugenia, que ante tanto alboroto, salió a ver qué pasaba. Venía con su
pelo rubio revuelto, tan solo vestía una pantaloneta verde. Antes de
la irrupción aparatosa de Julián, seguramente se estaba tomando una
siesta.
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–¡Uy, qué chimba de fierro! –dijo–. ¿Y vos dónde conseguiste esto?


Julián le entregó la ametralladora a Rodrigo, que la cogió por el
lado del cañón.
–Rubén me la prestó.
–¿Rubén, tu primo? –dijo el Mono.
–Sí, ese mismo, le está yendo de maravilla, con decirles que ya tiene
apartamento propio, moto y hasta carro. Bueno, ustedes ya lo saben.
Cada vez que viene, tiene más billetes que un banco.
–Oíste, Julián, y una pregunta, y perdona si soy indiscreto, tu pri-
mo es un mágico, ¿no? Porque eso de conseguir plata así de rápido...
–Sí, se volvió mágico, pero eso no tiene nada.
–No, si yo te preguntaba por no dejar, porque la pinta de mágico
se la saqué desde el primer día... No te había dicho nada por no moles-
tar... Pero ¿y eso de mágico no es muy delicado? Pilas, güevón, que no
te enreden en algo malo.
–¿Malo? Lo malo es no estar metido ahí, es un trabajito especial y
nada más. Mi primo me está pintando un negocio de verdad. Además,
uno bien pelao que se mantiene y con la mierda que pagan por un
trabajo bien chichipato, si es que se encuentra. Yo prefiero estar bien
luqueado, con bastante billete y vivir bien; además, si un trabajito nor-
mal diera plata, los burros tendrían chequera.
–¿Y qué trabajo es el que te pinta? –preguntó doña Eugenia inte-
resada.
–Eso sí ya es cosita mía, pero tranquilos, que la cosa es fácil, yo no
soy güevón.
El Mono le devolvió el arma y se despidieron entre bromas y risas.
Madre e hijos entraron en casa cerrando la puerta tras de sí y Julián
deshizo el camino que minutos antes había recorrido. Al vernos clava-
dos como estatuas en el asfalto de la calle, nos saludó con tono orgu-
lloso: «¿Qué más, pelaos?». No esperó respuesta y siguió caminando
con paso alegre mientras silbaba, hasta que la puerta que había dejado
abierta se lo tragó entero, con subametralladora y todo.
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Era de un rojo encendido y las líneas de su capó delantero evocaban


las curvas de una suave colina. Tenía solo dos asientos y unos rines
tan brillantes que deslumbraban. Cuando estaba en marcha, el sonido
de su motor parecía el ronroneo quedo de un gato, y guardaba cierta
semejanza con El Coche Fantástico, solo le faltaba hablar. Estaba apar-
cado delante de la casa de doña Gertrudis, ocupando todo el ancho de
la calle.
En el austero antejardín, Julián y otro joven charlaban animada-
mente. Tenía la tez canela, de estatura mediana, cuerpo atlético y bien
proporcionado. Tenía el pelo corto de color castaño oscuro y su ros-
tro, a todas luces atractivo, hacía recordar a algún joven galán de tele-
visión. Una fina cicatriz le adornaba la ceja derecha dándole un matiz
aventurero. Los ojos pardos miraban para todos lados, en permanente
alerta. Era Rubén, el primo de Julián.
–¿Ya hablaste con los pelaos para la fiesta?
–Sí, primo, a las seis les dije que nos reuníamos en la tienda de
doña Rosa, para que te conocieran. Seguro no falta ninguno, ellos me
siguen a mí pa las que sea, además les comenté que nos ibas a invitar a
unas cervecitas, están muy animados.
–¿A unas? ¡Lo que va a sobrar es chorro! Esa tal Rosa va a hacer su
agosto porque le voy a comprar la tienda entera. Bueno, también me
traje cuatro botellas de whisky, Sello Negro, pa que sepan lo que es un
bocadito de reina, ¡de lo que toman los ricos, mijo!
–¿Y eso qué es? ¿Sello Negro?
–Una chimba de whisky; si quiere, mándese uno de una vez. Espere
que ya se lo traigo.
Rubén se dirigió hacia el coche rojo, se aproximó a la puerta de-
recha que tenía el vidrio bajado y, sin abrirla, se inclinó hacia dentro,
accionó algo que hizo que la puerta del maletero se abriera unos milí-
metros. Caminó hacia la parte de atrás y levantó solo un poco la puer-
ta, como si no quisiera que nadie mirara al interior. A pesar de la estre-
cha abertura, se podían ver unas cajas pequeñas sobre un tapete rojo,
debajo del cual parecía haber algo oculto. En el borde derecho del
tapete sobresalían los cañones de dos armas de fuego, dos escopetas.
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Tomó una de las cajas y cerró la puerta del maletero. Con la caja en la
mano se dirigió de nuevo hacia Julián, mientras daba los ocho pasos
que los separaban, abrió la caja, sacó una botella de whisky y la descor-
chó. Antes de tomar el primer trago, inclinó la botella y dejó caer un
chorro de licor sobre el suelo.
–¡Pa las ánimas! –dijo riendo y le pasó la botella a su primo–. Tome,
para que sepa lo que es bueno.
Julián la cogió, observó la etiqueta y, sin decir nada, tomó un trago.
–Uff... esta mierda es fuerte... prefiero el aguardiente... –Y luego,
chasqueando la lengua–. Aunque... sabe bueno, el Sello Negro este.
–¡Cómo no va a saber bueno, si esto es lo que beben los gringos,
güevón!

Sobre la calle 113, la calle que unía los barrios de Florencia y Santan-
der, estaba la tienda de doña Rosa, un local de planta baja que antes
había sido un taller de soldadura. Doña Rosa, al jubilarse, decidió
acondicionarlo para vender refrescos, dulces, panadería, panela, café
y otras cosas de abarrotes; incluso había quedado espacio para colocar
una mesa de billar en la que, desde hacía un tiempo, los muchachos
del barrio se reunían a jugar y a gastar las muchas horas muertas que
tenían. El suelo era de baldosas de cemento veteadas con manchas
negras y blancas como las de un dálmata, algunas estaban quema-
das por las chispas de la soldadura electrógena; las paredes y el te-
cho parecían siempre recién encalados, dando una sensación de lugar
limpio. En el techo dos bombillas de 100 Watts sin plafón, colga-
das solamente del casquillo y los cables, iluminaban el espacio. A la
derecha de la puerta de entrada estaba la mesa de billar, enfrente,
la puerta al baño y, a la izquierda, contra la pared, las cosas para vender,
el mostrador y doña Rosa, con sus carnes generosas, sentada sobre una
butaca que parecía de juguete bajo sus medidas. Tenía el pelo cenizo, la
cabeza redondeada como una sandía y unos ojos pequeños que se escon-
dían detrás de una cara llena de arrugas, como una hoja seca. Los labios
eran dos líneas color rosa, que se abrían solo para decir una frase lapida-
ria, un precio, cobrar o reírse cuando algo le hacía gracia.
Cuando Rubén parqueó el coche delante de la tienda, el cielo estaba
lleno de nubes perezosas pintadas de naranja, como engalanadas para
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despedir al sol. Los muchachos estaban fuera de la tienda, sentados en


unos bancos de madera, esperándolos: el Chuky, Nelson, el Mellizo,
Hugo, Ferney, Banano, Chócolo, el Matao, Rocky y Carevieja.
–¡Eso sí, pues, cuando es para tomar chorro sí llegan cumplidos!
Pegaos se apuntan hasta a una puñalada estos güevones, si fuera para ir
a jugar el partido seguro no hubiera llegado todavía ninguno. ¡Meras
panguanas que son estos pirobos! –les soltó Julián como saludo nada
más bajarse del carro.
–¡Tampoco exagerés, que el último partido sí que vinimos tem-
prano! –le respondió Nelson que era el más hablador y el único de los
muchachos que siempre le replicaba a Julián, aunque casi siempre en
son de broma. Tampoco se intimidó con la presencia de Rubén, que
también se había bajado del auto y estaba al lado de Julián.
–Sí, claro, vinieron temprano estos güevones, pero con un guayabo
ni el hijueputa y nos metieron como ocho goles. ¡No sean maricas!
–dijo Julián y todos soltaron la carcajada.
–Vean, les presento a mi primo, del que les hablé –dijo Julián mi-
rando a Rubén.
–Qué más, muchachos, ¿bien o no? –los saludó Rubén con tono
amable.
–Pues ahí vamos, más pelaos que un putas, pero pa’ lante –le res-
pondió con los ojos bajados Hugo, que ya había terminado el bachiller
en metalmecánica y no había podido encontrar ningún trabajo.
–Pues esa güevonada se acabó, porque plata es lo que hay –dijo
Rubén sonriendo y entrando en el tema que quería entrar–. ¿Quieren
tomar algo?
–Hombre... no estaría mal echarle veneno al cuerpo, que yo estoy
más seco que un estropajo –dijo Nelson tocándose el gaznate.
–¿Y vos qué sos, un alacrán o qué, te cargás de veneno? –dijo Rubén
a son de broma y los demás le rieron la gracia. Rubén, sin saber, acaba-
ba de bautizar a Nelson con su apodo de guerra.
–Julián, mirá las llaves del carro, sacá las botellas de Sello Negro pa
que prueben los pelaos –dijo mientras le entregaba las llaves– y encen-
dé el loro que esto está más apagado que un velorio, pónete un case-
te de Richie Rey que tengo en la guantera.
Julián hizo lo que le había dicho su primo sin rechistar, mientras
los muchachos veían aquello como algo inédito, Julián obedeciendo
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órdenes, ni cuando niño ninguno de ellos había podido mandarle a


hacer algo y, en los juegos infantiles, siempre había decidido él a qué
se jugaba. Estaban sorprendidos.

Dos horas después, a las ocho de la noche, ya se habían terminado


las cuatro botellas de whisky y habían descorchado una botella de
aguardiente que había comprado Rubén a doña Rosa. Casi sin dar-
se cuenta, habían entrado en los farragosos caminos de la borrachera
y a ello había contribuido la amena locuacidad de Rubén que durante
esas dos horas había contado anécdotas, hecho bromas y había mos-
trado una habilidad casi profesional para contar chistes, siendo capaz
incluso de sacarle un ramillete de carcajadas a Carevieja que normal-
mente parecía un negro ataúd cerrado con clavos. Todos habían co-
menzado a hablar un dialecto cercano al arameo antiguo. Rubén era
el único que se mantenía lúcido y jovial, pero siempre en constante
alerta.
–¡Yo los veo muy perjudicados, llavecitas! –dijo Rubén subiendo
la voz por encima de la de Héctor Lavoe, que ventilaba su dolor de
artista desde el pasacintas del carro–. Muy mal, muy mal, porque
ahora, en un ratico, nos van a caer unas amiguitas que me va a traer
una llavecita mía. Me va a tocar levantarlos porque si no, no le van a
cumplir a las reinitas que les conseguí –añadió Rubén sonriendo–.
Vengan, acompáñenme al baño uno por uno, que yo les tengo su re-
medio. Julián, vení vos primero.
El baño de la tienda de doña Rosa tenía una puerta de madera des-
vencijada pintada de blanco. Rubén y Julián entraron y se encerraron.
El cuarto estaba debajo del tiro de la escalera que subía al segundo
piso, con lo cual, si alguien iba a orinar, a menos que fuera muy bajo,
tenía que agacharse para no topar con el techo. Donde estaba el la-
vamanos había más altura y podía estarse de pie sin problemas, pero
era un poco estrecho para que estuvieran dos personas a la vez con la
puerta cerrada. Del bolsillo derecho de su pantalón, Rubén sacó una
bolsita de plástico transparente que tenía un polvo más blanco que la
porcelana del baño. De su bolsillo izquierdo, sacó una navaja auto-
mática, que accionó dejando desnuda la punta. Introdujo la navaja y
sacó una buena dosis de cocaína. Con la punta de la navaja cargada de
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polvo blanco le preguntó a Julián que había mirado la maniobra como


en una especie de trance:
–¿La quieres a lo macho o a lo señorita?
–Primo... yo es que nunca he probado de eso... a mí me gusta más
la maracachafa... –respondió un Julián al que se le bajó de manera
pasajera la borrachera.
–Esa güevonada no te la pregunté yo. ¿La querés a lo macho o a lo
señorita?
–Pues... a lo macho...
–Entonces trae pa’ca esa narizota. –Le acercó la filosa arma a la na-
riz–. Jalá, y ahora no me vengás con que no sabés jalar.
–Claro que sé, primo, lo que pasa es que yo a estas cosas les tengo
mucho respeto –dijo un poco inquieto.
–Y yo también, primito, usted tranquilo que esta mierda lo que
le va a caer es muy bien. Además, esto es un regalito de mi jefe, el
Andrade. ¡Hágale rápido que ya vienen las peladas!
–¡Listo, primo, que usted sabe que yo al son que me toquen bailo!
–le respondió Julián, ahora más decidido al escuchar de nuevo lo de
las mujeres.

Después de Julián, fueron pasando todos por el baño; alguno de los


muchachos ni siquiera fumaban, pero todos, ante la insistencia de
Rubén y la venia de Julián, terminaron probando, y cuando media
hora después, apareció Perro, el amigo de Rubén, en una 4x4 con
cinco chicas bañadas en perfume, blue jeans estrechos y ombligueras
escotadas ya no había rastros de la borrachera.
Estuvieron de fiesta hasta las tres de la madrugada del jueves y el
único que no estaba desempleado, Ferney, de lo feliz que estaba hasta
se le olvidó ir a trabajar y solo lo recordó cuando se despertó a las doce,
con un dolor de muerte en las sienes y resonándole en la cabeza una
tonada de Ismael Rivera que había escuchado en plena fiesta desde el
pasacintas del carro de Rubén: «Negrita linda, dime por qué, dime por
qué me abandonaste, no me atormentes, amor, no me mates...».
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Por ese tiempo el viernes era el día de la semana que más me gustaba,
había nacido un viernes, según me contó mi madre, un viernes me ha-
bían comprado una tortuguita, Tortugolia (la pobre duró solo un mes,
antes de terminar aplastada accidentalmente bajo el pie imprudente de
mi hermano Alberto), un viernes fui a mi primer baile de baladas con
las compañeras del INEM, pero un viernes también vi por primera vez
a Rubén, el primo de Julián.
La tarde de ese viernes de febrero mi hermano César y yo estába-
mos jugando a los tiros libres con Eduardo, nuestro vecino de enfrente
que tenía mi edad, pero su mamá, amiga de mi madre, lo cuidaba
como a un niño de ocho años. Él estaba como cancerbero en una
portería improvisada, delante de su casa, unas piedras nos servían a
modo de postes. Le pateábamos de manera suave y Eduardo atajaba
sobreactuando sus estiradas. De repente, doblando la esquina, apare-
ció un automóvil muy llamativo, del tipo que solo habíamos visto en
las películas, todo le brillaba.
Dejamos de jugar, viendo que el automóvil se movía despacio ha-
cia donde estábamos. Pasó por delante y se detuvo justo al frente de la
casa de doña Gertrudis. La puerta se abrió y del auto se bajó un mu-
chacho. Empezó a caminar hacia nosotros, que estábamos a pocos pa-
sos, mientras lo mirábamos callados. También él parecía brillar tanto
como su coche. Tenía unas gafas oscuras de marco de plata, del cue-
llo le colgaban robustas cadenas doradas, los dijes tenían grabados de
Jesús y María. En sus manos tenía varios anillos de oro en los que cen-
telleaba alguna esmeralda.
–¡Eh, pelao, pasámela, le hago un chute! –nos dijo.
Yo le lancé la pelota sin rechistar, él se acomodó y disparó con to-
das las ganas, Eduardo lució su mejor estirada, pero tal fue el balazo
que estoy seguro que ni Higuita, el portero escorpión, hubiera podido
detenerlo, y el balón se incrustó en los cristales de la ventana de la casa
de Eduardo. El concierto de vidrios rotos no era nada comparado con
el recital de azotes que le iba a dar su madre.
–Tranquilos, pelaos, no pasa nada, que pa eso sirve la plata, vea,
denle esto a la dueña de la casa y listo –dijo con una voz llena de or-
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gullo, y de su billetera, hinchada de dinero, sacó dos billetes de cin-


co mil pesos, los más grandes, y se los entregó a Eduardo. A mí me
dieron ganas de decirle que le metiera otro patadón a la pelota para
que rompiera también unos cuantos vidrios de casa–. Y si no es su-
ficiente plata, que me busquen donde mi primo Julián, ahí enfrente
–dijo mientras señalaba la casa de doña Gertrudis–. Bueno, pelaos,
sigan dándole al balón, a ver si sale un Maradona de este peladero. –Y
se fue caminando tranquilo.
Doña Lucía, la madre de Eduardo, salió de la puerta de la casa,
echando espuma por la boca, cual fiera prehistórica.
–¡Eduardo! –chilló con voz de golondrina de noventa kilos–.
¡Te me entrás ya, culicagao! Te voy a poner ese trasero rojo pa que
aprendás.
–¡Mamá!, ¡mamá! ¡Yo se lo pago!, ¡tengo plata, tengo plata! –gritó
Eduardo sintiendo el preludio de la lluvia de palos que le iban a caer.
Le mostró los billetes a su madre, que abrió los ojos como dos lu-
nas llenas, agarró a Eduardo de la muñeca, igual que a un juguete, y
le metió una bofetada en la cara. Después, le arrebató los billetes de la
mano.
–¡Lo que me faltaba, un hijo ladrón! –gritó tirando los billetes al
suelo, y, sin dar tiempo a Eduardo de explicar nada, se lo llevó a la
fuerza como a un condenado que se resiste a morir en la silla eléctrica.
Apenas la puerta verde se cerró de un portazo, sin dudarlo, me lancé a
coger los billetes antes de que se los llevara el viento, que a esa hora se
deslizaba por el tobogán de nuestra calle. César, mi hermano, hizo lo
mismo, pero llegué primero.
–¡Qué buena plata! –dije casi con un grito.
–¡Podemos comernos todo el mecato que queramos! –dijo César
relamiéndose.
Mi hermano y yo dimos por finalizada la sesión de pelota y nos
fuimos a la tienda de doña Rosa a hincharnos a refrescos y pasteles de
guayaba y arequipe. Cuando doña Rosa nos vio sacando billetes tan
grandes se le abrieron los ojos y nos preguntó:
–Pero ¿de dónde sacaron ustedes esos billetes?
–Nos los dio el primo de Julián –dijo César antes de que pudiera
evitarlo y yo tuve temor de que doña Rosa se lo contara a mi madre
cuando fuera a comprar algo.
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–Ah... –dijo, no preguntó más y nos atendió más amablemente de


lo que recordábamos.
De los diez mil pesos, solo nos pudimos gastar trescientos esa tarde,
y eso que nos esmeramos en probar de todo.
Mi idea era gastarnos ese dinero entre César y yo en cuanto capri-
cho tuviéramos y no contarle nada a nuestra madre, no fuera que nos
lo barajara, igual que años atrás, cuando me encontré un billete de
cien pesos que no pude disfrutar íntegramente en chucherías porque
mi madre me había sacado una buena tajada para ayudar con la econo-
mía de guerra de una familia de once miembros. Pero cuando íbamos
para la casa César me dijo:
–¿Por qué no le damos a mi mamá cinco mil pesos?
Su sugerencia me hizo sentir culpable porque la plata en casa siem-
pre había sido escasa y desde que tenía uso de razón, recordaba a mi
madre buscando fórmulas de supervivencia, como cuando tiempo
atrás aplicó todos los conocimientos que tenía de su pasado rural para
llenar la casa de animales. En la terraza, crio palomas y, en el sótano,
llegué a ver gallinas, conejos y cerdos, todos apiñados, sin recibir más
que la luz del sol que se colaba por un tragaluz de la terraza. Toda una
granja en la periferia de la ciudad que mi mamá se había inventado
para tener carne fresca, pero sobre todo para vender gallinas, cerdos y
conejos de engorde, al peso, vivitos y coleando. Con lo de las palomas
no tengo claro qué beneficio sacaba, pero sí sé que un día mi mamá
decidió deshacerse de todos aquellos animales, dándose cuenta de que
daban más trabajo que ganancias, y todos los cerdos, conejos y gallinas
fueron vendidos. Las únicas que se quedaron fueron las palomas y, de
vez en cuando, en las sopas de arroz con papa, aparecía un costillar
muy delgado, flotando cual quilla de barco al revés.
En busca de mejorar la situación económica hacía cinco años que
mis padres, sobre todo mi madre, habían decidido montar un taller
de artes gráficas en casa. Al principio solo había sido una ayuda extra
para pagar los gastos de los nueve barrigones que no parábamos de
necesitar cosas. Con ayuda de mi tío Enrique, que por entonces ya
despuntaba económicamente para ganarse a pulso el título del rico
de la familia, habían comprado una máquina Chandler 8. Con la he-
chura de tarjetas de presentación y algunos otros trabajos empezaron
a arañarle unos centavos a los bolsillos de clientes ocasionales. De 6
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a 14 mi padre trabajaba en una conocida empresa de artes gráficas de la


ciudad y a las 15:30 ya estaba en casa, después de una maratón contra el
tiempo, untándose las manos de tinta, imprimiendo los pedidos que
había podido conseguir, trabajando hasta altas horas de la noche. Tras
un año la situación era reveladora, ganaban más con los trabajos extras
que con el salario de su empresa. Mi madre, como siempre, lo vio más
claro que Wilfredo, independizarse o morir.
Ella desde el primer momento se había erigido como la gerente de
aquel experimento y cuando, con los años, el proyecto empezó a cre-
cer y, además de la Chandler 8, había una tarjetera, una Grafopress y
una guillotina de papel en el sótano de la casa, ya no hubo momento
ocioso para ninguno que tuviera edad y tiempo para ayudar. Mis her-
manos y hermanas mayores y, cada vez más a menudo, yo, pisábamos
mucho menos la calle que la mayoría de los hijos de los vecinos. Pero
pese a que la situación había mejorado, mantener nueve hijos y darles
una buena educación no era algo económicamente fácil y cualquier
ayuda era buena.
–Seguro que esa plata le va a servir mucho –me dijo César cuando
ya estábamos a punto de entrar por la puerta y yo sentí un poco de
vergüenza de que fuera mi hermano menor el que lo hubiera sugerido,
pero le di la razón y él se inflamó de orgullo ante mi reconocimiento.
–Nos lo encontramos en la calle –le dije a Rosario cuando entra-
mos, mostrándole el billete de cinco mil pesos.
–¡Cinco mil pesos! ¿En la calle? Pero ¿dónde? –dijo. Estaba muy
sorprendida, y le mentí que cerca del rastrojo que había para ir a la bi-
blioteca del Tren de papel–. Pero ¿no viste a quién se le cayó para de-
volvérselo? Porque, si fue así, ya sabe que eso sería pecado –dijo seria.
–No, mamá, no vi que se le cayera a nadie, yo lo vi en el suelo.
–¿De verdad? –preguntaba todavía incrédula.
–Sí, señora –le respondí con el respeto que siempre nos había exi-
gido.
–¡Cinco mil pesos, con esto nos alcanza para una semana de mer-
cadito, gracias, Dios mío! –dijo mientras cogía el billete y se daba la
bendición con él en la mano–. Muy bien que me lo hayas entregado,
al que es buen hijo todo se le multiplica –me dijo feliz.
Al otro día, preparó mi plato preferido, sopa de albóndigas con
fideos y papas, y aunque no era el preferido de César, él no dijo nada,
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se lo comió estoicamente. Tampoco buscó mayor reconocimiento en


la hazaña comentando que en verdad la idea de darle el dinero había
sido de él, simplemente, cuando mi mamá me sembraba un halago, él
me guiñaba el ojo de manera cómica y me sonreía desde la picardía de
sus doce años.
Esa noche me fui a la cama pensando en el primo de Julián y en
que eso de ser mágico era una cosa muy buena.
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–Es para usted, pelao –me dijo Rubén señalándome una moto a la que
le brillaba hasta el sillín–. Se la regalo, pero no se lo diga a nadie, parce-
ro, que si no, me la tiene que devolver. Tome estos billeticos. ¡Gásteselos
en lo que quiera! –rápidamente me guardé el dinero en los bolsillos del
pantalón y, después de darle las gracias, me subí a la moto pletórico.
–¿Me puedo dar una palomita?
–Es suya, pelao, haga lo que quiera –Rubén dándome la bendición,
señalándome el horizonte con su mano preñada de anillos de oro.
Arranqué por una inmensa avenida. Las casas, los árboles, todo
iba quedando atrás, giré con más fuerza el manillar del acelerador y el
paisaje empezó a emborronarse, solo escuchaba el ruido de la moto.
El viento, al principio, me peinaba suavemente, haciéndome cosqui-
llas en la piel; de improviso, empezó a rasgarme los ojos, dejándome
ciego, quise bajar la velocidad, pero no podía, apretaba los frenos y la
moto seguía con su endiablada marcha, sentía que iba a salir volando.
Empecé a gritar, pero el viento a contracara me ahogaba, solté el ma-
nubrio para tirarme, pero parecía soldado por las piernas al tanque de
la máquina, hasta que sentí que me estrellaba contra algo. Otra vez
estaba detenido sobre la moto, que brillaba aún más con el sol de la
tarde. De repente vi de nuevo a Rubén a mi lado, golpeándome suave-
mente en la espalda, muy bien, muy bien.
–¡Qué estás haciendo en esa moto, culicagao! –escuché la voz de
mi madre, la vi delante de la puerta de casa, los brazos en jarra y en el
rostro un mohín de desagrado.
–¡Mamá, es un regalo! –le dije señalando a Rubén, que levantaba la
mano para saludar.
–¿Un regalo? ¡Ah!, entonces no hay problema –el rostro llenándose
de sonrisa.
Desperté. Un rayo de sol me teñía de rojo los párpados.
No había moto, pero tampoco ese miedo que me perforó cuando
perdía el control. Experimenté la desilusión por la pérdida del regalo.
Rosario jamás actuaría como en el sueño, yo lo tenía claro, y no la
entendía. De ser real una cosa como esa, mi madre me habría bajado
de la máquina tirándome de las orejas. Pensé que si Rubén quería dar-
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me algo más, se lo recibiría sin hacer mala cara; si fuera más dinero,
lo guardaría. No se lo contaría ni a César, no fuera que terminara por
contárselo a Rosario.
La casa todavía estaba en silencio, algo que solo podía pasar los do-
mingos. Todos durmiendo hasta tarde, con el sol iluminando a través
de las ventanas sin cortina que daban al patio. Dentro de poco todos
se levantarían y empezarían los ruidos cotidianos.
Levanté con cuidado una orilla del colchón, ahí seguían los cuatro
mil setecientos pesos que nos quedaban de los diez mil que nos había
dado Rubén el viernes. Dejé caer suavemente el borde del colchón y
me recosté de nuevo, mientras pensaba en qué me gastaría aquel di-
nero, aunque una buena parte ya sabía muy bien con quién me la iba
a gastar.
Hacía cerca de dos meses y medio que la había conocido, el domin-
go ocho de diciembre, el día de la confirmación de César.
Fue en la iglesia de Florencia, la de San Agustín. Ese año el cura
tuvo la peregrina idea de celebrar juntas comuniones y confirma-
ciones, así que la iglesia era un hervidero de gente, estaba totalmen-
te abarrotada, no había un solo sitio libre en los bancos. En los de
adelante, estaban todos los niños protagonistas de ambas celebracio-
nes, y, en los bancos de detrás de ellos, los familiares, que era donde
estábamos papá, mamá, mis hermanos y yo. Donde terminaban los
asientos, otros familiares y amigos, que no habían alcanzado a coger
sitio, escuchaban apretujados la misa de pie. Allí estaba Gabriel, que
había venido a acompañarnos. Los niños de las comuniones estaban
todos con sus mejores galas, algunos iban de marinero de agua dulce
y algunas con vestidos con velo, igual que pequeñas novias. Los de las
confirmaciones llevaban una ropa más casual aunque no faltaban los
que llevaban por primera vez en la vida una corbata apretándoles el
cuello, como era el caso de mi hermano César que llevaba hasta cha-
queta, y es que para mi madre todos los sacramentos tenían igual valor
y no había que escatimar en gastos de vestuario. Muchos padres pensa-
ban igual en el barrio y vestían a sus hijos con ropas que, seguramente,
sumado a los gastos de la posterior fiesta en casa, habrían costado sus
ahorros, pero habría merecido la pena.
La iglesia de San Agustín me gustaba más que la de Santander,
las paredes no estaban en ladrillo desnudo, sino revocadas y con una
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capa de cal blanca. Los techos eran altos y, arriba, soportadas por unas
cerchas metálicas, estaban las tejas de asbesto cemento que, en días
calurosos, convertían aquello en un verdadero horno. No era el caso
esta vez, afortunadamente. Me gustaba también aquella iglesia porque
el cura, durante su sermón, nos hacía reír y siempre contaba una anéc-
dota propia y que hilaba con lo que nos había leído de la Biblia.
Viendo a algunos de los niños que iban a hacer la primera comu-
nión me entró la nostalgia, me la pasé muy bien ese día, tanto que aún
guardo ese recuerdo como uno de los mejores de mi infancia. Creo
que fue la vez que más cercano me sentí de Dios, un Dios que, mien-
tras recuerdo bajo la sombra de este guayacán, me espera en algún
recóndito rincón del cosmos.
Cuando terminó la ceremonia, Javier, el novio fotógrafo de mi her-
mana Luz, nos tomó fotos, sobre todo, al agasajado, César, y salimos
al jardín de la iglesia, otra cosa que no tenía la de Santander. Nos agru-
pamos para las fotos de familia, incluidas mis tías, Josefa y Socorro,
que habían venido en su auto con mis abuelos maternos desde uno de
los barrios ricos de la ciudad, tampoco faltaban mis abuelos paternos,
que habían venido desde su pueblo, El Santuario. Mi tío Enrique,
el verdadero tío rico de la familia, como siempre, no había venido.
La verdad es que nunca lo había visto y no sabía si era simplemente un
personaje mítico, aunque las bolsas de cosas usadas por sus hijos, ropa
y juguetes, y el sobre con dinero cada vez que había una celebración,
como una comunión o confirmación, siempre llegaban, y se agradecía.
Cuando nos estaban tomando las fotos, entre la vorágine de gente
vi a Marcela, una de las vecinas de mi barrio, era muy atractiva, pero
tenía, posiblemente, dos años más que yo; tenía una hermana menor
que ese día estaba haciendo la comunión. Un fotógrafo le hacía fotos
a su hermanita y cuando llegó el momento de la foto en grupo, de
repente, escuché cómo Marcela llamaba a alguien, «¡Paola! –decía–,
¡venga, prima!», y vi cómo se acercaba hacia ella la muchacha más lin-
da que había visto en mi vida. Tenía un vestido de flores con volantes
que ondulaban en el aire, el cabello era castaño claro y enmarcaba un
rostro tan bien dibujado que me pareció el de una virgencita de altar.
Ya no pude despegar mi mirada de ella. Cuando, días después, reve-
laron nuestras fotos, en las últimas, aparecía yo mirando quién sabe
dónde, aunque yo sabía muy bien dónde estaban mis ojos.
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Unos minutos más tarde vi que Gabriel hablaba con Marcela y


cómo ella le presentaba a su prima; después, Gabriel me llamó, pensé
que no lo iba a hacer y llegué casi corriendo.
–Este es Darío, my best friend –dijo, y yo pasé por alto la importan-
cia de lo que le había escuchado decir, seguro que por tener delante a
la chica que, por primera vez, me hacía sentir que las piernas podían
derrumbarse como la arena.
–Mucho gusto, Darío –dijo Paola, con una sonrisa diamantina.
–Muuchoo... gusto –dije, percibiendo que se me soltaban las cos-
turas del alma. Las saludé a las dos. A Marcela solo la conocía de vista.
–¿Tu hermanito también está de primera comunión? –me pregun-
tó una Marcela alegre.
–No, él está haciendo la confirmación.
–Ah, ok. Pues si no van a hacer fiesta en la casa, en la mía sí que
tenemos piñata, por si quieren venir.
–¿Piñata?, eso es para niños, si nos dan un roncito, nos acercamos
–dijo Gabriel sonriendo.
–Yo también pienso lo mismo, yo, con casi dieciséis años, lo que
me gustan son otras cosas. Mejor charlar, bailar y tomar un poco de
cóctel, ¿a que sí? –dijo Paola, y me miró deliberadamente con sus ojos
negros que parecían dos obuses.
–Sí, claro que sí, las piñatas para los niños –apostillé, retomando
un poco de seguridad.
–¡Pues claro que las piñatas son para niños!, pero ron y aguardiente
también va a haber. Hoy mi papá y mi mamá seguro que se pren-
den como un arbolito de Navidad y nosotros también, ¡ja! –dijo una
Marcela que parecía que nos conocía de toda la vida–. Tus papás te
están llamando –dijo señalando a mis espaldas.
–Bueno, me voy... –dije como quien huye, pero quería seguir allí.
–Vendrás después de almorzar donde Marcela, ¿no? –me dijo Paola
interesada.
–Claro que sí... –contesté nervioso.
La luz de su mirada sobre mí era demasiado fuerte y no sabía si
miraba siempre de ese modo o era una muestra de que yo le había
atraído, cosa que consideraba poco probable aferrándome a la perti-
naz inseguridad que me asaltaba con las muchachas que me gustaban
mucho.
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–Pues nos vemos más tarde, bye, peladas –dijo Gabriel despidién-
dose de ellas, y se vino conmigo.
–¿Las conocías de antes? –le pregunté muy interesado.
–No, nada, me les presenté. Es que están queriditas las dos y había
que aprovechar que hoy tenía puesta la única ropa decente que tengo,
mi buena pinta de los días de fiesta.
Cuando terminó la ceremonia y ya íbamos caminando para la casa
recordé lo que había dicho: my best friend. Solo ahora sacaba tiempo
para pensarlo, el impacto de conocer a Paola no permitió competen-
cia. Para mí también era mi mejor amigo.
Cuando ya estábamos a punto de separarnos, me dijo:
–A mí jamás me celebraron nada, nunca hubo plata –dijo con la
mirada gacha y sin pronunciar ni una sola palabra en inglés, algo que
solo hacía cuando estaba serio–. El cura solo me confesó, me dio la
hostia consagrada y me echó la bendición. Mi mamá quería prestar plata
para estrenar ropa y para celebrarlo por todo lo alto, pero mi papá no la
dejó, en ese momento no lo entendí, pero ahora lo entiendo. Ya estoy
cansado de recibir limosnas de todo el mundo. Desde que se murió mi
papá, hemos vivido casi a punta de limosnas de los vecinos y no me
gusta que siempre nos tengan que estar regalando o prestando cosas.
La mayoría de los vecinos lo hacen con cariño, lo sé, pero hay alguno
que parece que uno le debiera la vida y después te miran como si fuera
más que uno. Me dan ganas de ponerme a buscar un trabajo, aunque
me toque salirme de estudiar este año... lo que me da rabia es que es el
último curso que me queda para sacarme el bachillerato y ver si podía
entrar en la Uni y estudiar para profe de inglés... no sé, vamos a ver...
lo que pasa es que mi mamá tampoco quiere que me salga del estudio...
Cuando estaba vivo mi papá ya eran duras las cosas, pero cuando le dio
por morirse, las cosas se pusieron más bravas todavía, me da pesar de mi
mamá, rompiéndose la espalda limpiando casas para ganar una miseria.
Ojalá algún día tenga harta plata para poder ponerla como a una reina,
se lo merece... –Hizo una pausa mientras se detenía para despedirnos,
yo ya estaba a la altura de mi casa–. Yo esto no lo aguanto, de verdad que
este año tengo que encontrar un trabajo, cualquier cosa, a lo mejor algo
que me deje tiempo pa estudiar, de empacador en un mercado aunque
sea, lo malo es que pagan muy mal.
Hizo otra pausa, luego sonrió sin ganas y añadió:
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–Bueno, ya no te cuento más, my life –dijo esbozando otra sonrisa,


chocamos las manos y nos despedimos.
Yo estaba seguro de que aquello no se lo había contado a nadie, ni
a sus amigos de Santander, los de su misma edad, con los que estaba
cuando no nos veíamos. Me había contado algo que solo podía con-
társele a un verdadero amigo.
Ese día mi mamá hizo para comer un sancocho de pollo de siete
suelas, como decía ella, con sus buenas papas, la yuca, el plátano verde,
maíz, zanahoria, tomate, cilantro, cebolla y ajo. Tuvo que prestar una
olla de las grandes a unos vecinos que llamábamos los Petetes, que
tenían un buen arsenal de ollas, las mismas que se usaban cuando se
hacía el sancocho para todos los vecinos en las fiestas decembrinas y,
sobre el pavimento de la calle, se armaba un fogón de leña improvi-
sado. Mientras se cocinaba el sancocho, en un equipo de sonido, La
Sonora Matancera, Los Melódicos o La Billos Caracas Boys, prodiga-
ban sus sones para toda la cuadra y muchos se arrancaban a tirar paso
en plena calle, Santa Marta, Barranquilla y Cartagena, son tres perlas
que brotaron en la arena...
Aquella jornada de confirmación la casa estaba llena de familia, no
faltaba ninguno de mis hermanos, además de mis abuelos y mis tías.
Mi padre empezó a contar chistes verdes y todos reían. Aunque mi
mamá también participaba de las risas, decía de manera socarrona:
–¡Eso sí, para grosero no hay quien le gane!
Eran una pareja singular, mi padre no medía más de un metro
cincuenta y cinco y mi mamá le llevaba de ventaja casi dos cabezas.
Cuando a Wilfredo le preguntaban que cómo había conseguido una
mujer tan alta, siendo él tan pequeñito, simplemente decía:
–Cuando me casé con ella medíamos lo mismo, luego se me creció.
Y seguramente fue así, teniendo en cuenta que mi madre se casó
con dieciséis años recién cumplidos. Y siguió creciendo hasta ganarse,
centímetro a centímetro, el título de mamá jirafa, sobrenombre que
solo podíamos usar a sus espaldas si no queríamos que nos volteara la
cara de un buen bofetón.
Pero Wilfredo, a pesar del cambio de medidas, no se amilanó:
–¡En la cama todos medimos lo mismo! –decía picarón y apunta-
laba su tesis rematando–: A mí toda la ropa me queda grande menos
los calzoncillos.
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Y Rosario ni lo negaba ni lo afirmaba, simplemente sonreía con los


colores en el rostro.
–¡Esto es lo más lindo del mundo, mi Rosarito! –decía Wilfredo
siempre, embadurnado de alegría, y se abrazaba a mi mamá; luego,
empinándose, le estampaba un beso en los labios que Rosario, como
una adolescente tímida, siempre le correspondía. ¡Y tanto que le co-
rrespondía!, que, como prueba, estábamos los nueve hermanos. Una
vez escuché a alguien preguntarle a mi madre que por qué había teni-
do tantos hijos y ella simplemente respondía: «Es que le tengo miedo
a la soledad».
Me tragué aquel sancocho casi sin saborearlo, mi mente estaba
en piloto automático, pensando en aquellos ojitos negros, solo que-
ría volverlos a ver. Jugaba en mi ventaja que mi mamá no iba a dar
fiesta en esta ocasión, cosa rara, ya que, a pesar de la falta de plata,
desde que tenía uso de razón, en casa se celebraba hasta la caída de un
mango maduro. Sin fiesta en casa, podría irme corriendo para donde
Marcela.
Intenté hacer un poco de siesta para que el tiempo me corriera más
rápido, pero no pude y, en esos momentos que gasté intentando dor-
mir, me atravesó una duda: ¿le gustaría a Gabriel Paola, o viceversa?
Si era así, yo estaría perdido. Gabriel seguramente sería más atractivo
para Paola, mayor que yo, guapo y con una voz gruesa igual a la de un
locutor.
Cuando llegué a la fiesta, Gabriel ya estaba allí, charlando con las
dos, y supe que ya no tenía nada que hacer, se me había adelanta-
do, los veía sonriendo demasiado felices. Los saludé un poco tenso.
Cuando Marcela y Paola fueron por algo a la cocina, Gabriel me dijo:
–Te gusta Paolita, a que sí.
–No... por qué... –le contesté asustado, sin saber bien qué decir.
–¿En serio? Decime la verdad, que si no... –me lo preguntó sin nin-
gún tipo de burla y supe que tenía que confesarme.
–Sí, me gusta mucho.
–Pues no te preocupes que es tuya. Ya se te notaba en la iglesia.
–¿En serio?
–Solo te falta empezar a chorrear babas like a fool –sonrió haciendo
una cara de bobo de pueblo.
–¿A ti te gusta? –le pregunté con una voz casi agónica.
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–Claro que sí, es una mamacita... pero Marcelita tampoco está


mal. Paolita está muy pelada para mí. Me gustan más grandes y menos
santas... Marcela me cuadra más, parcerito. Ya voy a cumplir diecisiete
y hay que botar gorra rapidito, antes del cumpleaños, que si no, se
queda cachucho uno toda la vida. –Volvió a sonreír y añadió–: Ya te
he estado preparando el terreno antes de que vinieras, estoy seguro de
que le gustas, piojoso.
Cuando volvieron, traían unos vasos llenos de bebida, me dieron a
probar y casi lo escupo de golpe, era ron vivo. Se burlaron, pero no me
ofendió, escuchar la risa de Paola era como el canto mañanero de un
hermoso sinsonte después de una noche en la que has dormido como
un santo.
Mientras los niños que estaban en la comunión se hinchaban a
dulces y jugaban entre ellos, nosotros nos estábamos prendiendo con
aquella candela líquida. Cuando rompieron la piñata, estábamos tan
iluminados que nos lanzamos a pelear por los juguetes con los más
pequeños. El regaño no se hizo esperar, pero no nos importó.
Después de la piñata repartieron el helado, Paola entonces me
pidió que saliéramos un rato, que ya estaba un poco cansada de
esa fiesta de niños. Una vez fuera, nos sentamos en un muro bajo
del antejardín a comer el helado y charlar un poco; de repente Paola se
me quedó mirando fijo a los ojos, como esa misma mañana, una mi-
rada con un horizonte tan amplio que me parecía que podía entrar en
ellos. Me quedé paralizado, sin saber qué decirle, y ella pasó su mano
por mi rostro con la suavidad de las plumas de un sueño, mientras
decía:
–¡Qué lindo eres! –Luego miró para los lados, asegurándose de que
nadie nos veía, se acercó más a mí, y yo, sabiendo lo que iba a pasar,
deseándolo pero a la vez asustado, ella sin detenerse, sus labios cálidos
tocando los míos y luego, con su lengua, quitándome cualquier resto
de helado en el perímetro de la boca, borrando los indicios de un niño
que empezaba a desaparecer para dar paso a un hombre. Los dos be-
sándonos sin todavía saber muy bien cómo hacerlo. Mi primer beso,
pero también el de ella.
Más tarde, cuando ya estaban encendidas las farolas del alumbrado
público y la fiesta se había acabado, ellas nos acompañaron a Gabriel
y a mí hasta la esquina que hacía mi calle con la carrera 75A y, justo
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bajo las ramas del árbol de guayacán que estaba en esa esquina, nos
despedimos.
–Nos vemos pronto, mi príncipe –me dijo Paola y luego volvió a
darme un beso, que incluso sentí más cálido que el primero.
Marcela y Gabriel no se besaron, más bien se devoraron.
–Al final vamos a terminar ennoviados los dos –le dije a Gabriel
cuando ya estábamos solos.
–Ennoviado no sé, pero rico sí que lo voy a pasar con Marcelita.
A mí lo de novios no es que me entusiasme mucho. En Santander ya
tengo otras dos pelaítas en remojo.
–¡Qué perruncho que sos!
–Es que las mujeres son muy lindas, y a mí una sola me parece po-
quito. Además, ya te dije, a mí los diecisiete no me encuentran virgen,
y parece que Marcela piensa lo mismo.
Yo ni siquiera había pensado en eso que pensaba Gabriel, para mí
Paola se me revelaba como algo tan bello que un beso ya era algo tan
inmenso y excitante como lanzarse desde un alto puente al mar. Ese
aceleramiento por perder la virginidad no era una urgencia para mí, al
menos por ese entonces, ya llegaría el tiempo de tenerle tantas ganas
como a una arepa para el desayuno.

Hacía un poco más de dos meses de nuestro primer beso, y yo, con los
cuatro mil setecientos pesos que tenía debajo del colchón, quería com-
prarle un regalo para celebrarlo. Me gastaría toda la plata si hacía falta,
aunque mi hermano César se pusiera como una fiera por gastarme su
parte. Solo esperaba el día de volver a verla y con el regalo en la mano
decirle que la quería.
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Rubén se levantó de la cama desnudo, caminó hacia la ventana, con


la mano derecha corrió levemente la cortina y, desde la altura del sép-
timo piso, con mirada nerviosa, observó las calles que desembocaban
a la portería de la unidad residencial donde estaba su apartamento.
Con la mano izquierda tamborileaba con los dedos en su muslo. Una
vez satisfecho con su inspección, se giró y empezó a buscar su panta-
lón entre el rosario de ropa regada por el suelo, lo encontró debajo de
la falda que hacía unas horas había quitado a su dueña con desespero
animal. Lo cogió y, de uno de sus bolsillos, sacó la bolsita transparente
con cocaína. Caminó hacia la mesa de cristal de la habitación, se sentó
en una silla y luego sobre la mesa dispuso dos líneas perfectas de un
blanco polar.
–¡Venga, mamacita, que ya le tengo listo el desayuno! –dijo en voz
alta mirando hacia la cama, donde empezó a moverse de manera som-
nolienta un cuerpo que dibujaba en la manta el relieve de sus contor-
nos femeninos.
–Mi amor, dejame dormir un ratico más –contestó la chica con voz
adormilada.
–Nada, mi reina, a levantarse, que al que madruga Dios le ayuda.
Además, la quiero bien despiertica para echarnos el mañanero –dijo
Rubén en tono jocoso.
–¡Sos insaciable, qué cosa tan berraca con vos, ni con la coca se te
baja eso!
–Mijita, si no me aguanta el ritmo, vaya abriendo pista pa otra que
a mí reinitas es lo que me sobran –dijo Rubén sonriendo.
–¡Tan creído que sos, ni que fueras el pipí del niño Jesús!
–No seré el chimbito del niño Jesús, pero mi pájaro sí que hace
milagros.
La chica soltó la carcajada. Luego levantándose de la cama cami-
nó con movimientos perezosamente felinos hacia Rubén. Igual que
él, estaba completamente desnuda dejando ver los volúmenes de un
cuerpo femenino joven y hermoso. Se puso al lado derecho de Rubén
y empezó a reclamar con su lengua un beso. Rubén respondió a su
requerimiento besándola con fruición. Mientras se besaban ella tomó
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con su mano el miembro de Rubén que empezaba a experimentar una


fulminante erección.
–Bueno, todo muy rico pero primero el desayunito. Primero las
damas –dijo Rubén señalando la mesa.
La chica le hizo caso inclinándose e inhalando una de las rayas.
–¡Hey, pero cuidado, te me jalas la mía! –dijo Rubén al ver el ímpe-
tu con que aspiraba la coca–. Bueno, aunque no importa porque aquí
tengo más –luego aspiró su raya.
–Ahora ya estamos listos, ¡a pichar se dijo! –exclamó Rubén con el
miembro erecto y la sonrisa de oreja a oreja.

La chica volvía a dormir después de un desaforado ejercicio de la las-


civia. Rubén permanecía despierto y su mente se ocupaba en otros
asuntos lejanos al sexo, pensaba en su futuro, estaba contento. Por
fin iba a tener la oportunidad de contar con su propio combo, ya los
patrones le habían dado el visto bueno para hacerlo y hasta le habían
dado un buen fajo de billetes para que empezara con la labor. «Tome,
Rubencho, para el fresco de sus pelaos», le dijeron mientras le daban
aquel montón de dinero. Ya era hora de que él empezara a forjarse un
verdadero nombre y dedicarse a cosas más agradecidas que la de ser
un simple gatillero. Se lo había ganado a pulso, muerto a muerto.
Cuatro años atrás, cuando tenía dieciocho, jamás habría pensado que
su vida cambiaría tanto. Por ese entonces había montado su propio
taller de ebanistería después de independizarse de su padre, con el
que había estado aprendiendo el oficio desde los doce. Durante seis
años habían trabajado hombro con hombro en el taller que tenían
en casa y, al principio, había sido duro tener que estar entre serrín,
herramientas y regaños de su irascible progenitor mientras sus amigos
estaban en la calle dándole patadas a una pelota, pero con el tiempo le
había tomado mucho gusto a aquel trabajo, que él, más que como un
oficio, empezó a entender como un arte, y veía casi mágico cómo de
un trozo de madera podían salir tan diversas formas.
Tal era su esmero que sus trabajos terminaron por ser mucho me-
jores que los de su padre, que era menos refinado. Era como si Rubén
acariciara la madera con la sutileza de un buen amante y el padre sim-
plemente con papel de lija. Pese a darse cuenta de que sus trabajos
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quedaban mucho mejor y que su naturaleza le empujaba a vanaglo-


riarse, no lo hizo por el respeto y la admiración hacia su maestro. Los
clientes, gradualmente, cuando iban al taller, empezaron a dirigirse
hacia Rubén, ignorando al verdadero dueño del local.
Una tarde, después de la jornada de trabajo, él, como siempre, se
dedicó a barrer las virutas, colocar las herramientas, mientras su pa-
dre se internaba dentro de casa, cruzando la puerta donde el taller
se convertía en vivienda, sin decir nada y sin siquiera mirarlo. Esa
tarde habían tenido poco trabajo y había poco que organizar, así que
terminó más rápido de lo usual, después también cruzó la puerta y la
cerró con suavidad. Cuando llegó al salón, vio a su padre arrodillado
ante el cuadro del Sagrado Corazón de Jesús que tenían en el salón. Se
dispuso a pasar discretamente hacia su habitación cuando, sin querer,
escuchó aquellas oraciones de su padre que le desgarraron por dentro.
«¡Que le vaya mal a ese güevón, que nunca progrese! ¡Yo soy el que le
ha enseñado, yo tengo que ser mejor, Dios mío!»
A los pocos días, después de una violenta discusión con su padre, se
fue de casa y, tras unos meses, pudo montar su propio taller, quería con
toda su alma demostrarle a su padre que sus oraciones no le habían servido
de nada, que le iría bien con su propio local y que nunca le faltaría plata.
«¡Muy bien, ándate para la puta mierda pero la plata que te entre se te va a
ir como el agua!», le había soltado su padre a modo de despedida.
Algunos amigos que ya andaban en negocios raros le ayudaron con
dinero para comprar herramientas e incluso uno le prestó un arma,
«para cuidar el negocio, hermanito», pero ocurrió algo que cambió su
destino para siempre.
Una noche que ya había cerrado su taller y el valle se había llenado
de sombras, se fue a visitar a su novia y al pasar por una calle oscura
un tipo le cortó de improviso el paso. Tenía un cuchillo con el que lo
amenazaba mientras le decía: «¡La plata, rápido, gonorrea, o te chuzo,
malparido!».
Rubén le dio la billetera y el tipo la cogió y se dio la vuelta para salir
huyendo pero, antes de que diera tres pasos, sonaron tres disparos.
Rubén había sacado el Smith and Wesson que llevaba oculto en su
chaqueta y lo había dejado tieso en el acto.
Pensó que iba a salir impune pero alguien lo había visto, la policía
lo detuvo. Alegó legítima defensa y solo le cayeron seis años a pagar
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en San Quintín, la cárcel de Bello. Fueron días muy duros en los que
agradeció hasta la visita de su padre a pesar de lo herido que aún se
sentía. Cuando se iban sus hermanos y sus padres, lloraba amarga-
mente, como un niño desvalido.
No llegó ni a pagar seis meses, sus amigos lo sacaron con ayuda
del dinero que les fluía a borbotones gracias a que habían formado un
combo que ya hacía trabajos para el próspero Cartel de Medellín.
Pero todo tenía su precio y nada más salir de la cárcel, ya su destino
estaba sellado, no volvió a abrir la carpintería jamás.
Sus amigos lo recibieron con los brazos abiertos y al principio le
dieron trabajo haciendo cosas sencillas como servir de mensajero y
guardarles armas calientes. Él empezó a dedicarse a su nueva ocupa-
ción con el mismo ahínco con el que se empeñaba en la carpintería,
como si pensara que todo en la vida hay que hacerlo bien, sea lo que
sea. Sus amigos que básicamente eran sicarios a sueldo empezaron a
animarlo para que siguiera sus pasos, diciéndole que la verdadera plata
estaba en eso y que, además, él ya tenía su primer muerto encima, des-
pués del segundo, el tercero caía más fácil y el cuarto ya ni cosquillas
les daba. Sintió vértigo, porque su primer muerto, por muy ladrón
que hubiera sido, le había trastocado fibras y hasta le había guardado
su luto, pero más que el vértigo podía en él un deseo innato de supera-
ción, así que, atendiendo a los requerimientos de sus amigos, empezó
a matar enemigos de los que quería que fueran sus jefes, lo hizo sin
cobrar, solo con el ánimo de probar finura, de demostrar que no le
faltaban güevas para lo que se ofreciese.
Demostró una eficacia a prueba de dudas. A cada nuevo muerto, su
orgullo crecía y su sangre se volvía de hielo.
«Tres tiros le metí en la cabeza a ese hijueputa, lo único fue que me
chilguetió los zapatos nuevos.» Decía sonriendo mientras les mostra-
ba a sus amigos los Nike blancos salpicados con la sangre de su sexto
muerto. No se los limpió en todo el día y cada vez que se encontraba
con alguien, los mostraba a modo de trofeo.
Su sangre fría al hacer sus trabajos no pasó desapercibido para los
jefes, que lo llamaron para que trabajara con ellos. Les cayó bien de
golpe y es que Rubén, además de haberse convertido en una implaca-
ble máquina de matar, era simpático y dicharachero. Sus nuevos jefes
empezaron a encargarle los trabajos más difíciles y, por ende, los me-
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jores pagados, de los cuales empezó a presumir sin medida, generando


envidias entre sus amigos y, en alguno, el deseo de que le fuera mal.
Después de cuatro años de vertiginosa carrera, su naturaleza le pe-
día subir un peldaño, ya se sentía maduro para liderar su propio com-
bo. Su primo Julián le estaba ayudando bien. Aquellos muchachos
le habían dado buena espina, aunque tendría que verlos cuando las
cosas en verdad se pusieran serias y no solo fuera fiesta, mujeres y jalar
coca. Los entrenaría con inteligencia para que estuvieran listos para
cuando sus jefes le dieran la primera oportunidad. Serían el mejor
combo de Medellín y él algún día llegaría a ser un duro como sus jefes,
de eso no tenía dudas. «Esta tarde voy a Sabaneta a prenderle a María
Auxiliadora un cirio como un poste pa que me ayude con el combo»,
se dijo y se dio la bendición.
De un salto, se levantó de la cama. Buscó su ropa entre el amasijo
de prendas. Se vistió rápidamente, luego se acercó al cabecero de la
cama y se agachó para sacar de debajo su pistola, la cogió por la cacha
y se la metió en la cintura aprisionándola con el cinto del pantalón.
Después sacó de su billetera un puñado de billetes y los puso sobre la
mesa de cristal y, antes de salir de la habitación, dijo en voz alta:
–Mamacita linda, ahí en la mesa te dejo pa que te compres ro-
pita, pa que sigás tan linda como siempre. Que luego no digan que
Rubencho no cuida a sus novias. –No esperó a que respondieran y sa-
lió de la habitación. Desde la puerta del apartamento, volvió a hablar
pero esta vez gritando para asegurarse de que lo escucharan–: ¡Cuando
salgás cerrás bien, que no se me meta un ladrón y me desvalije el apar-
tamento!
–¡Sí, tranquilo, mi amor! –le respondió la chica–. ¡Que le vaya
bien, mi papacito lindo!
–¡Listo, princesa, gracias! –contestó Rubén y luego salió cerrando
la puerta tras de sí.
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Ese domingo tenía la corazonada de que Paola vendría al barrio. En


los dos meses y medio que llevaba de conocerla nuestros encuentros
habían sido tan aleatorios como la decisión de su padre de visitar a su
hermana, la madre de Marcela. No habíamos intercambiado teléfonos
ni concertado citas, dejándolo todo en manos de esa especie de azar.
Lo único fijo era que volvería en domingo, mas no sabía cuál, porque
el padre de Paola había elegido ese día para visitar a su hermana, pero
podía venir dos domingos seguidos y luego pasarse tres semanas sin
aparecer, pero eso sí, siempre volvía y es que, según me enteré por Pao-
la, la unión entre los dos hermanos era muy fuerte. Andrés, el padre
de mi enamorada, estaba trasegando caminos de prosperidad y, a pe-
sar de haberse transformado en el rico de la familia, jamás se olvidaba
de su hermana, y aquellas visitas dominicales no eran solo un encuen-
tro personal, sino también la oportunidad de llevar presentes y ayuda
en efectivo.
Yo había aceptado aquella forma de vernos, pero había tenido su-
ficiente, ya no quería tener que estar esperando que apareciera y lue-
go, si no era así, llevarme una oscura decepción. Quería, como diría
Gabriel, hacer oficial the relationship y no dejar las cosas tan en el aire.
A las tres de la tarde, que era más o menos la hora a la que nor-
malmente Paola venía, salí de casa llevando conmigo una bolsa con el
regalo que le había comprado con parte de la plata que nos había dado
Rubén. Caminé hasta la esquina que hacía mi calle con la carrera 75A,
donde estaba el palo de guayacán. Justo al lado del tronco, había una
piedra plana que hacía las veces de banco, me senté en ella a esperar
verlas aparecer allá, más abajo, por la esquina de la tienda de doña
Rosa, que era por donde siempre la veía venir junto con su prima.
En aquella oportunidad no tuve que conformarme con la desilusión
porque no habían pasado más de cinco minutos cuando las vi doblar
la esquina.
Estaba hermosa, ya no traía un vestido de flores, como las otras ve-
ces sino una minifalda que dejaba ver mejor sus piernas, bronceadas y
tan bien hechas que sentí el súbito deseo de recorrerlas con mis manos
hasta el final. La blusa marrón que traía era ligeramente escotada y se
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ajustaba a su pecho, delineando una curva que me despertaba los ins-


tintos. Jamás la había visto vestida de esa forma, tan de mujer. Nada
más tenerme cerca, me dijo:
–¡Hola, mi príncipe! –me saludó efusivamente y luego me dio un
beso en los labios y me cogió de la mano. Lo hizo de repente, sin
siquiera asegurarse de que hubiera alguien cerca, y yo no me quejé.
Otra cosa que me llamó la atención fue que Marcela no viniera con
nosotros a dar una vuelta, como lo hacía siempre, solo nos acompañó
una calle y luego dijo que se iba a ver a Gabriel en su casa y que nos
veíamos en un rato.
Fuimos a la tienda de los helados que estaba en la carrera 75A y nos
sentamos en las butacas de madera a charlar. En la acera de enfrente
jugaban unos niños pequeños con una pelota desinflada y, por la calle
que estaba a sus espaldas, subía un autobús que traqueó con el cambio
de marcha que le puso el conductor al empinarse la cuesta.
–¿Por qué no me vienes a hacer la visita un día a mi casa? Mis papás
ya saben que eres mi novio, se lo conté –dijo adelantándose a mis de-
seos de hacer más sólido nuestro incipiente noviazgo.
Tendría que haberme sentido contento, pero me asusté un poco y
sorprendido le pregunté:
–¿Les has dicho eso?
No sé ni por qué lo pregunté, su hija ya llevaba más de dos meses
yéndose a dar paseos por el barrio con un amiguito, normal que lo
supieran, no hubiera hecho falta ni que se lo contara.
–Sí, mejor se lo conté, para que no preguntaran tanto, y les dije que
eras tú. La mamá de Marcela te dejó por las nubes. No sabía que eras
tan santurrón –dijo con un sonsonete de burla.
–Para que veas que soy un buen partido, te ganaste la lotería con-
migo –bromeé.
–Tampoco te creas tanto, que yo sé que eres un diablito. Pero no
me cambies el tema, ¿cuándo vienes a casa?
–¿A tu casa?, pero si no sé dónde vives.
–Eso tiene arreglo, bobito, te doy la dirección. Vivo por el barrio
Estadio, ya te lo había dicho, ¿no?
–Sí, decírmelo sí, pero no sé bien dónde es.
–Pues la buseta 274 pasa cerca. ¿Conoces la parada que hace en los
almacenes Éxito, la de la calle Colombia?
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–Sí, sé cuál es, la del puente peatonal, ¿no?


–Sí, esa. Pues a dos calles está mi casa, sobre la misma calle
Colombia para arribita, casi llegando al Estadio. Venite esta semana y
nos damos un paseo por allá. Espera. –Se levantó de la butaca y pidió
al vendedor un bolígrafo y un papel–. Te pongo aquí la dirección para
que vengas y el teléfono para que me avises. –Una vez escritas las se-
ñas, me ofreció el cuadradito amarillo que las contenía.
–Claro que sí –le dije sin mucha convicción y guardé el papel en el
bolsillo de atrás de mi blue jeans.
Tendría que comentárselo antes a Rosario que siempre me exigía
saber para dónde iba, pero no habría ningún problema, yo estaba cada
vez más cerca de mis dieciséis años y empezaba a sentirme como un
hombre. Además, mi madre estaba al tanto de mi amistad con Paola.
A veces incluso me animaba para que le hiciera algún regalo o me daba
dinero para que la invitara a tomar algo. «Esa niña se ve que es de bue-
na familia. Es hija de don Andrés, ¿no? El papá de esa muchachita es
de plata.»
Nos besamos varias veces, sin importar que alguien nos viera o que
nos pudieran decir algo. Ahora ya no solo juntábamos nuestros labios
de manera inocente como en los primeros besos, habíamos aprendido
cosas, ahora nuestras lenguas se entrelazaban y yo empezaba a percibir
en Paola una voracidad que no había sentido antes. El vendedor de la
tienda pasaba por nuestro lado como con ganas de decirnos que no
diéramos tanto espectáculo, aunque quizás, gracias a que yo era un
buen cliente, no nos dijo nada.
–Besas cada vez mejor –dijo pícara.
–Tú no te quedas atrás.
–Es que practico mucho.
–¿Que practicas mucho, y con quién? –pregunté extrañado.
–Con amiguitos que tengo en mi barrio.
–¿Me estás mamando gallo?
–¿Es que crees que eres el único novio que tengo?, tengo tres más
–sonreía la condenada.
–No te creo.
–Sí, tengo otros tres, pero tú eres el que más me gusta, mi bobito.
–Pues yo tengo también tres novias más y tú no eres la que más me
gusta –le dije celoso, aun sabiendo que siempre quería picarme.
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–¿Ah, sí, tienes tres novias también? ¿Y por qué no nos juntamos
un día todos? Seguro que nos la pasamos de maravilla –empezó a car-
cajearse.
–Me parece muy buena idea –dije siguiéndole la corriente y apar-
cando los celos.
–Pues ya lo hemos hecho –me dijo.
–¿Qué?
–Juntarlos, ¿o es que no sabes que yo no tengo sino un novio y que
vale por tres o por cuatro? ¡Tú, mi príncipe! –Y volvió a besarme.
Seguimos hablando de tonterías como lo que éramos, dos ado-
lescentes enamorados. En cierto momento, con el mismo bolígrafo
con que me había escrito la dirección, empezó a dibujar en mi mano.
Cuando terminó, yo tenía un tatuaje que me marcaba como de su
propiedad y que era, según sus palabras, un compromiso de amor eter-
no. Para mí, era una obra de arte. Paola dibujaba de manera hermosa
y uno de sus sueños era ser una gran pintora, ya iba a clases en el
Instituto de Bellas Artes.
–Bueno, ¿y qué tienes pues en la bolsa? –Ya me lo había pregunta-
do nada más vernos y me había hecho el loco para poner más suspen-
so, pero ya era el momento.
–Es un regalo para ti –le dije entregándole la bolsa.
Sacó el paquete y con ilusión quitó el papel de regalo, descubrien-
do la caja con los pinceles y pinturas que le había comprado. Dentro
de la caja había puesto un sobre con un pseudopoema que le había
escrito. Me besó llena de agradecimiento.
–No sabía que te gustaba escribir –me dijo con una de sus memo-
rables sonrisas.
–Lo intento... espero que no te haga llorar –y sonreí.
Cuando estábamos aún en la tienda, vimos bajar por la calle 112
el automóvil de Rubén, se detuvo en la esquina y vi que miró hacia
nosotros, luego giró con su auto a la izquierda, hacia donde estába-
mos, y se detuvo justo delante de la tienda. Se bajó y pidió un helado
al vendedor. De los bolsillos, sacó un fajo de billetes para pagar, fue
una acción tan orgullosa que nos miró como diciendo: «Miren todo el
billete que tengo».
Empezó a comerse el helado recostado en un lateral de su auto. Yo
sentía su mirada pesada como el plomo. Parecía que fuera a hablarnos
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en cualquier momento. De repente me di cuenta de que no nos ob-


servaba a los dos, solo estaba mirando a Paola, y lo hacía de manera
descarada. Recorría con sus ojos sus piernas, la cara, el escote, como
una fiera degustando a una presa antes de lanzar el primer bocado.
–¡Qué pelaíta tan linda! –dijo sin dejar de mirarla y, antes de irse,
con tono guasón, mirándome a mí–: Cuídamela bien, cuñado.
Se fue y yo tuve sentimientos encontrados. Por un lado, me había
sentido muy incómodo con sus miradas y su broma, típica por esos
tiempos, pero también, por otro, me sentía orgulloso de que un tipo
como Rubén se hubiera fijado en mi novia.
Paola en ningún momento lo había mirado y cuando nos habló,
simplemente lo ignoró.
–No le hagas caso, se ve que es de esos que va diciendo esas babo-
sadas por todos lados y se cree que todas se mueren por él –me dijo y
vi por primera vez en su rostro un gesto de sincero desagrado–. No me
gustan los traquetos como ese, es gente peligrosa. Mi papá es abogado,
trabaja de juez y tiene algunos casos de mañosos, lo han amenazado
varias veces y le pusieron guardaespaldas unos días... Yo no les tengo
miedo a esa gente, son unos cobardes.
Tragué saliva recordando que el helado y el regalo que había acaba-
do de darle lo había pagado el dinero de Rubén y que yo, a pesar de lo
que acababa de pasar, no sentía animadversión por él. Luego, pasando
por alto lo de su padre, le pregunté:
–¿Sabías que ese muchacho es un mágico?
–Se le nota de lejos, pero bueno, no hablemos más de babosos, más
bien decime cuándo es que me vas a sacar a bailar, que, a mí, un novio
que no baile no me sirve –dijo borrando con una sonrisa cualquier
gesto de disgusto.
–¿Bailar...? –pregunté yo nervioso.
–¡Claro! ¿O es que no sabes?
–Sí... claro...
–Pues demuéstramelo. –Y antes de que yo pudiera inventarme algo
para evitar que se diera cuenta de que yo bailaba fatal, se levantó de
la butaca y me cogió de las manos, me hizo levantarme y empezó a
moverse como si estuviera en plena discoteca y sonara a todo volumen
Los Charcos de Fruko y sus Tesos–. ¡Hágale pues, no se quede quieto,
que yo no quiero un palo! –dijo riendo, y yo me defendí como pude.
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Parecíamos dos locos bailando sobre el suelo de baldosas de hormigón


de la tienda.
–¡Te va a tocar practicar un poco, pitufo! –me dijo, carcajeándose
al ver que a mí lo de bailar pocón, pocón. Escuchar la música sí, pero
eso ahora no me servía. Me acordé de mi hermana Lucía, el trompo
bailarín de mi casa, que se bailaba hasta un villancico. ¡Qué falta me
iban a hacer unas clasecitas suyas!
Luego nos fuimos a dar un paseo por el barrio y, más tarde, nos
encontramos con Gabriel y Marcela. Tenían las caras muy coloradas
y estaban muy alegres. Nos despedimos de ellas, el papá de Paola ya
estaría terminando su visita y preguntándose por su hija.
Cuando estuve solo con Gabriel, me dijo:
–¡Qué buen polvazo, very, very well !
–¿Te la comiste por fin?
–¿Vos qué crees?
–¿En tu casa?
–Claro, parcerito. La pasamos muy rico.
–¡Eres un mentiroso!
–Para qué te voy a decir mentiras. Ya soy un hombre, me costó
botar la cachucha, pero ya estoy listo. Ahora sos vos el que seguís más
cachucho que un bebé. –Se reía y se le marcaban los hoyuelos en las
mejillas, estaba pletórico.
–¡Yo no estoy cachucho, yo ya también tuve mi experiencia! –mentí.
–Sí, seguro, con doña Manuela. Vos lo que tenés que hacer es en-
tucarle a Paolita, que si no, llega otro y se te adelanta.
–No creo que pase eso.
–A lo mejor no, porque se ve que la peladita es seriecita, pero mejor
no te duermas, que hay muchos gallinazos. –Yo inmediatamente re-
cordé a Rubén–. Aproveche que tiene girlfriend, que si usted llega a los
diecisiete sin botar la cachucha, se queda virgen toda la vida, a mí casi
me pasa, me salvé por poquitos días. Bueno, aunque todavía te queda
casi año y medio, aproveche, aproveche, ¡príncipe! –dijo imitando la
voz de Paola. A cada rato él me bataneaba con lo mismo y a mí no me
quedaba otra que reírme al escuchar mi ilustre título.
Empecé a darme cuenta de que Gabriel tenía razón, no en su le-
yenda urbana, pero sí en que yo deseaba a Paola; esa misma tarde, si
hubiera podido, le hubiera hecho lo no escrito, pero no quería presio-
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narla, y también tenía miedo, no sabía muy bien qué hacer, jamás ha-
bía estado con una chica. Le pedí consejos y él, como un maestro y de
manera muy didáctica, me contó, a manera de ejemplo, lo que había
hecho esa tarde con Marcela.
–Pero, ojo, no se venga adentro, porque ahí sí que la caga –fue lo
último que me dijo para rematar su magistral lección.
–Gracias, mi hermano.
–No hace falta, eche uno bien echado in my name y listo –soltó una
carcajada.
A partir de esa charla con Gabriel, pensar en la posibilidad de hacer
con Paola algo que jamás habíamos experimentado se me hizo cotidia-
no y los pensamientos revolucionaron mis hormonas, que vibraban
igual que las cuerdas de una guitarra en pleno concierto.
Pero ¿dónde? Gabriel tenía la casa para él solo cuando su mamá
no estaba, pero ¿y yo?, con un batallón de hermanos, además de mis
padres. Le daba vueltas a todo. El sitio lo tuve claro desde el principio:
el sótano, pero el cuándo era el problema.
También estaba la posibilidad de pedirle a Gabriel que nos dejara
en su casa. Entonces me di cuenta de que estaba muy preocupado por
el lugar y estaba olvidando lo más importante, que Paola quisiera.
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10

–¡Nos cayó el primer trabajito, primo! –dijo entusiasmado Rubén


nada más colgar el teléfono–. Era Andrade para encargarme que le de-
mos el paseo a un viejo marica de Guayabal. –En su rostro se dibujaba
la satisfacción.
–¿Se le torció al jefe el viejo ese? –preguntó Julián como única res-
puesta al frío que sintió subirle desde el estómago.
–¡A mí qué hijueputas, lo único que sé es que hay que bajárse-
lo! Acostúmbrese, primo, a no preguntar güevonadas –dijo Rubén a
modo de regaño al ver la palidez de la cara de su primo y añadió–:
Tranquilo, mijo, que de este trabajito me encargo yo, que es el prime-
ro para el combo y hay que probar finura, pero el siguiente sí te toca
a vos y a los muchachos, que yo, a partir de ahora, ya no me pienso
ensuciar las manos, que para eso soy el jefe.
Estaban sentados en los sofás del salón del apartamento de Rubén.
Era un apartamento moderno y luminoso en una buena zona de la
ciudad, con el suelo de baldosa blanca y las paredes pintadas en colores
crema, por las ventanas podía verse una amplia panorámica del valle.
En ese momento, el sol, que ya se ocultaba tras las montañas que se
podían observar a través de los cristales, lucía los últimos mechones
de su incandescente cabellera, tiñendo la sala de un tono dorado. En
la mesa de centro había una botella de whisky y dos vasos con líquido
amarillento en el que flotaban algunos cubos de hielo; al lado, la bolsa
transparente con cocaína.
–Esto es lo que necesitábamos pa que despegara el combo, primo
–dijo Rubén frotándose las manos–. Más tarde me dan la foto y me
dicen bien todos los detalles. Vos me vas a acompañar a marcar al
cucho ese, para tenerlo bien localizado cuando yo vaya a borrarlo. Te
servirá pa que sigás aprendiendo y no la cagués cuando te toque hacer
a vos el cruce.
–Listo, primo, lo que usted diga... Usted sabe que conmigo pa las
que sea, maldita sea. Es más, si usted me dice que vaya yo y quiebre a ese
viejo, lo hago, aunque me cague de miedo, pero si hay que hacelo, hay
que hacelo, nadie se muere en la víspera –dijo Julián más repuesto de la
sorpresa inicial y se mandó casi con rabia un buen trago de whisky.
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–No, tranquilo, primo, no se me acelere, que el siguiente es el suyo,


pero vaya diciéndole al Chuky que se prepare para la siguiente, porque
va a ir con usted. Ese güevón es una cabrilla la hijueputa, maneja muy
bien la moto y eso es fundamental para escapar a lo bien, no vaya a ser
que los tombos o cualquier gonorrea los persigan.
–Sí, yo le digo.
–¿Y cómo aprendió ese güevón a manejar así?
–Por el papá que tiene una Kawasaky que ya está más vieja que un
hijueputa y desde pelaíto siempre lo montaba pa arriba y pa abajo, ese
güevón yo creo que aprendió antes a manejar moto que a caminar.
–Se nota que desde pelaíto le cogió el gusto a pilotar. Si con ese pe-
dazo de hierro viejo del papá, corría, con la moto que te compré a vos
va a volar. Decile que después de este trabajito va a tener moto propia.
–Yo se lo digo, primo. ¡Se va a poner más contento que marrano
estrenando lazo!
–Y después, moto para todos, que trabajitos es lo que va a sobrar.
–Luego cogió el vaso–. ¡Salud, primo!
–¡Salud!
–¡Ahora unas rayitas para celebrar!
–Hágale, primo.
–En un rato nos vamos para la finca del Palomo para que nos haga-
mos unos tiros, aunque vos sos mero tirofijo, qué hijueputa puntería
tenés.
–¡Ah!, es que en el ejército me llamaban así los compañeros,
Tirofijo, como el malparido guerrillero ese, yo donde pongo el ojo
pongo la bala.
–Pues Tirofijo te quedaste, ese apodo está una chimba, muy bueno
–dijo Rubén sonriendo. Luego cogió de su billetera su cédula de ciu-
dadanía y con ella sacó polvo blanco de la bolsa, que luego puso sobre
la mesa y preparó dos líneas–. ¡Hágale, Tirofijo! –dijo riéndose.
Julián se agachó y aspiró con fuerza.
–¡Eh, Ave María, pues y eso dizque no le gustaba, qué hijueputa pa
jalar!
–Ah, primo, uno le coge gusto a las cosas y, además, a falta de pan,
buenas son las tortas.
–Claro, güevón, y más siendo tortas tan buenas, mucho mejor que
la maracachafa esa que te gusta tanto. Este whisky y este perico no se
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lo mandan ni los gringos de lo buenos que están. Hablando de cosas


buenas, esperá que te traigo otro regalito. ¡Este marica está ganao con
el primo que tiene! –Se dirigió hacia su habitación, a los pocos segun-
dos volvió con algo cilíndrico en la mano que estaba cubierto por un
paño blanco.
–Tomá –dijo extendiéndole el objeto a Julián.
–¿Qué es esto?
–Abrilo y verás.
Julián lo abrió con cuidado, dentro del paño había un cilindro me-
tálico.
–Es un silenciador, ¿no?
–Sí, pero de qué fierro, ¿sabés?
–¿Una nueve milímetros?
–Exacto, pelaíto. Pa que se lo pongas al fierro que te pasé.
–¡Eh, gracias, primo!
–A la orden, Tirofijo, eso te va a servir pa quebrar a más de uno sin
que nadie se dé cuenta. ¡Vas a ser como un ninja con ese tubito!
–¡Qué chimba! Qué verraquera de primo sos. Te voy a hacer que-
dar bien, a esto le voy a dar muy buen uso.
–¡Seguro que sí, Tirofijo! ¡Salud, marica! –chocando sus vasos son-
rientes.
–¡Ah, una cosa! –volvió a hablar Rubén después de darse un buen
trago–. Acordate de decirle a los muchachos que hoy por la tarde va-
mos a ir a Sabaneta pa ofrecerle el trabajito a la virgencita y pa pedile
que el combo tire pa’ lante. Yo ya el otro día le puse un cirio, pero
tenemos que ir es todos a pedile.
–¡Pues claro! Ya se lo dije, cómo se me va a olvidar, además, vos
sabes que todos somos devotos de la virgencita –dijo Julián y metien-
do la mano por el cuello de la camiseta, se sacó un escapulario con la
imagen de María Auxiliadora. Le dio un beso y se dio la bendición.
–Ah, ok. Pero, de todos modos, decíselo y que ninguno se deje
echar el cuento de que matar animales y esas otras güevonadas son
buenas para que salgan bien los cruces, esas son cosas del demonio,
nosotros lo que tenemos es que estar con el barbao y con la virgencita,
vos sabes... eso de matar animales lo que da es mala suerte –dijo con
gesto de desagrado y continuó–: Yo conozco a un marica que se puso
una vez a matar a un gato, le soltó una ráfaga con una mini ingram que
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tenía, dizque pa ver si los gatos tenían siete vidas, pues, al día siguiente
y a la misma hora, se lo bajaron a él también con una ráfaga de una
mini ingram. ¡Y en la misma esquina que ese marica mató el gato!
De repente sonó el timbre. Julián se sobresaltó.
–Tranquilo, Tirofijo, que estoy esperando visita –dijo Rubén son-
riendo aunque en su usual estado de alerta–. Es una hembrita, aunque
es una hembrita peligrosa.
–¿Peligrosa?
–Mucho, me estoy jugando el pescuezo, pero es que es la hembrita
más linda que vos te podás imaginar.
–¿Y entonces por qué es peligrosa, te tiene enyerbao o qué?
–Enamorao no, sobre todo, encoñado es lo que me tiene. Peligrosa
es por otra cosa que mejor ni te cuento, dejémoslo así. Vení, vamos.
Caminaron hasta la puerta. Rubén miró por el ojo mágico de la
puerta blindada y luego abrió.
–¡Hola, mi amor, casi que no abrís! –dijo la mujer, estaría cerca
de los treinta años y tenía un vestido con un profundo escote. Julián
estaba boquiabierto.
–Es que estaba ocupado con mi primo, pero ya se va. Suerte, pri-
mo, nos vemos en dos horas o así. Si querés, esperame en el restauran-
te del frente –dijo Rubén palmeando la espalda de Julián, pero este
parecía en otro mundo, los ojos fijos en la mujer.
–¡Primo, que hasta luego!
–Ah, sí, sí, me voy...
–Pasá, Natalia.
La mujer pasó dentro y Julián salió por su lado, pudiendo sentir
aquel perfume que le pareció el de los ángeles.
Cuando Rubén estaba a punto de cerrar la puerta, se detuvo:
–¡Ah!, esperá que se te queda una cosa. –Rubén se fue hacia el salón
y trajo consigo el silenciador envuelto en el paño–. Ahora sí, suerte,
primo, nos vemos después –cerró la puerta y luego se dirigió al salón
donde la mujer lo estaba esperando.
–¡Qué ganas tenía de verte, mi rey! –dijo la mujer casi abalanzán-
dose sobre Rubén.
Empezaron a comerse a besos. Rubén le subió la falda y bajó la
tanga con desespero y sobre el sofá hicieron el amor como si la vida se
fuera acabar en ese mismo instante.
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–Me vas a salir cara –dijo un Rubén pensativo que fumaba un cigarri-
llo recostado en el cabecero de la cama, donde habían terminado de
saciar su desenfreno.
–Lo que te salgo es muy barata, mi rey, cara le salgo a mi marido
–le respondió ella con voz dulce pero firme, estaba con la cabeza apo-
yada en el vientre de Rubén–. Además, parece que el único que está
arriesgándose sos vos, a mí sí me puedes salir caro.
–Eso también es verdad.
–Pasemos rico y olvídate.
–Olvidarme es muy difícil, encima jugándosela a uno de mis jefes,
a un duro.
–¡Cuál duro, Andrade es un maricón, más blando que un putas!
–dijo Natalia encendida de furia–. Si fuera tan duro, no hubiera de-
jado que mataran a mi papá esos malparidos sicarios de Aristizábal.
Encima no ha sido capaz de vengarlo. ¡Y me lo prometió!
–Es que meterse con Aristizábal son palabras mayores... ese es ami-
go personal de Pablo...
–¿Vos también sos un cobarde?
–Cobarde no, pero hay cosas de cosas...
–¡Qué era mi papá! Si pudiera, le sacaba los ojos al maldito de
Aristizábal y me los comía.
–Tranquila, me consta que Andrade le tiene rabia. Seguro que al
final se la cobra, encima si te lo prometió...
–Lo dudo, le tiene miedo, es un mariquita... ni siquiera ha sido
capaz de embarazarme... Yo sé dónde vive. Un día se la voy a cobrar,
por esta cruz bendita que se la cobro. –Natalia cruzando el pulgar
y el índice a modo de cruz y besándola con ira–. Pero bueno, deje-
mos la cosa así, que hoy lo que quiero es disfrutar de mi rey –volviendo a
la voz zalamera de antes.
–Mejor así, que para problemas ya tengo un costalao –besándola y
sin olvidar ni un segundo que se estaba acostando con la mujer de su
jefe.
Aquello le hacía sentir orgulloso. «¡Estoy comiéndome a la mujer
de uno de los duros!», pero, a la vez, le ponía más nervioso de lo usual,
se la estaba jugando. También estaba ese atisbo de moralidad de estar
engañando a Andrade, uno de los duros, que desde el principio lo ha-
bía patrocinado, un tipo legal, jamás le había fallado con nada, todo
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lo contrario. Su debilidad eran las mujeres, nunca le faltaría en un ne-


gocio a nadie, pero cuando había una mujer de por medio jamás había
podido contenerse. Ya en el pasado se había acostado con la novia de
un buen amigo y nunca se había enterado, era algo parecido, aunque
la cosa ahora era mucho más peligrosa. Estaba seguro de que si lo lle-
vaba bien Andrade nunca se daría cuenta.
Intentó olvidarse de todo, poner la mente en blanco los minutos
que le quedaban antes de despedirse de Natalia y seguir cada uno con
sus preocupaciones. Después del placer, él tendría trabajo y era nece-
sario que tuviera los cinco sentidos muy alerta para cumplir bien con
el primer encargo para su combo, todo saldría perfecto y pondría la
primera piedra para muy pronto llegar a ser un verdadero duro como
Andrade, Aristizábal y, por qué no, como el mismo Patrón. Su padre
tendría que tragarse sus malditas oraciones, pedirle perdón y hasta lle-
garía a sentirse orgulloso de él, solo pensarlo le encendía una sonrisa.
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11

«Uno de esos quiero yo también, una moto está buena para dar pa-
seos a alguna nena, pero para sacar a una verdadera reinita hace falta
un buen carro», pensaba Julián mientras daba una calada profunda a un
cigarrillo de marihuana. Al soltar el humo por la boca miraba, como
hipnotizado, la punta encendida. Fumar un marihuano le hacía ver las
cosas más diáfanas, se le despejaba la mente. Desde que había regre-
sado del servicio militar, su primo lo había apadrinado bien y la plata
había fluido como un río desbordado, pero no tanto como para gustos
de cuatro ruedas. Había que ganar más y ya sabía cómo, aunque no le
gustaba la forma de hacerlo. Desde el principio tuvo claro que aquellas
atenciones de su primo y todo ese dinero invertido en fiestas y regalos
para él y luego para los muchachos cuando se los presentó, tendrían su
precio, era parte del negocio. Ahora él y sus amigos no podían venirse
con remilgos; por contrapartida, todos dejarían de estar sin un centavo
y empezarían a llenar sus bolsillos de billetes, tal como lo deseaban.
El primero era el primero, nadie lo olvidaba, «lo vas a ver hasta en la
sopa –le había dicho su primo, para luego sentenciar–, pero si no lo
hacés, de mí y de los jefes te olvidás», y olvidarlos significaba cero pe-
sos para gastar de allí en adelante, y lo peor, volver a ser un pobre mise-
rable como su padre. Desde que tenía la moto y ropa de marca, pocas
muchachas del barrio le hacían un feo, hasta Amalia, la hija de don
Esteban, le había dejado sacarla y sus buenos besos se habían dado,
ya la tenía a punto para la pruebita de amor. Esa que siempre le hacía
sentir como una cucaracha, ignorándolo como a un estúpido, pero
ahora no solo lo miraba, sino que lo iba sentir por dentro, le gustara
o no. Antes se hubiera conformado con una como ella y hasta más de
un padrenuestro se habría rezado para agradecerlo, sintiendo que no le
hacía falta más, pero ahora no daba abasto con todas las reinitas que
le hacían caso. Pero ninguna como las que salían con Rubén, «esas
sí son hembras, igualitas a las de la revista Playboy», se decía con una
aguda envidia. Pero para levantarse una así, hacía falta más plata, y
por lo menos, un carro como el de su primo. Desde hacía un tiempo,
había visto una muchachita como las que le gustaban, venía al barrio
de vez en cuando a visitar a un familiar y dibujaba con sus andares,
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cada vez más definidos, un perfil de mujer hermosa. «Me encanta esa
culicagada», pero aún la veía muy verde para cortarla de la rama, «a lo
mejor en un año...». Estaría atento.
«Matar por primera vez de por sí es bravo y si te pones a pensar
güevonadas, peor todavía, piensa que solo es un trabajo y listo. El
segundo ya es más fácil y el tercero ya ni me acuerdo de quién fue, ni
por qué hijueputa lo maté y cuando uno menos piensa, se da cuenta
de que es capaz de matar hasta a la mamá de uno mismo, si lo coge de
malas.»
El primo era el ejemplo, no había más que mirarlo para saber cuál
era el camino correcto, simplemente había que tragarse el orgullo y
hacer lo que dijera hasta que despegara y ya no necesitara más de su
ayuda. Cuando visualizaba todo lo bueno que podía venir para él, no
tenía dudas; sin embargo, estaba el miedo, el maldito miedo a cagarla,
a que no saliera bien, o a que, aunque todo fuera perfecto, tener que
ver al desgraciado apareciéndosele todas las noches de su vida a los pies
de la cama, tan pertinaz como la culpa.
Volver a ser un desarrapado no estaba en sus planes, «si hay que
matar, se mata, no está el palo pa cuchara, no voy a ser el primero que
lo haga», se decía envalentonado, pero luego estaba esa cosa indeter-
minada que le ponía trabas y deseos de dejar las cosas tal cual. Tanto
No matarás en el catequismo, en las misas del domingo, la imagen de
Jesús mirándolo desde el altar con sus ropajes rojos y dorados, los ojos
tranquilos, pero el gesto serio como recriminándole ¿por qué? Tenía
que hacerlo, además, así los muchachos lo tendrían como ejemplo y
así empezaría a recuperar su aura de líder, esa que siempre había teni-
do antes de que apareciera su primo, ya empezaba a hacérsele insopor-
table tener que estar detrás de Rubén como un perrito faldero y que
los muchachos lo vieran.
Puso el cigarrillo de marihuana sobre el cenicero de la mesilla de
noche, al lado estaba la pistola con su silencio metálico, Julián la miró
unos segundos sin atreverse a cogerla. Cuando por fin la tomó, se le-
vantó de la cama de un salto y apuntó con ella al almanaque del 1986
que colgaba de la pared de ladrillo desnudo, simuló de manera ralenti-
zada unos disparos ficticios e imaginó al individuo cayendo como un
muñeco, sin darle tiempo a nada. Un estremecimiento le recorrió la
piel y se desmoronó en la cama de manera pesada.
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Acostado vio el techo de todos los días, la teja ondulada de asbesto


cemento con su color grisáceo. «Esto hay que cambiarlo, no se puede
seguir viviendo en este cuchitril, pero primero el carro, ya habrá plata
para todo... pero bueno, mejor no ensillar las bestias antes de comprar-
las.» Metió su mano por el cuello de la camiseta y sacó el escapulario
con la imagen de María Auxiliadora, le dio un beso, se persignó y rezó
tres Ave Marías. «La virgencita sí me entiende, ella es como la cucha
que le entiende a uno todo, no como Dios, que lo mira a uno hasta feo
desde el altar», pensó antes de apagar la luz de la mesilla. Estuvo largo
rato dando vueltas en la cama, viendo imágenes inéditas, escuchando
ruidos. Cerca de las dos de la madrugada se quedó dormido con la pis-
tola en la mano. A las cinco despertó con taquicardia y bañado en un
sudor espeso. Se vistió y sacó la moto a la calle, intentando no hacer
ruido, haciéndola rodar apagada por la pequeña rampa de hormigón
que había hecho en los peldaños del antejardín. Quería tomar aire,
estaba asfixiándose. El vientecillo de la madrugada le despojó momen-
táneamente de sus fantasmas. Se subió a la moto y la dejó rodar por
la pendiente, no sabía dónde ir. En el repecho de la calle 75 accionó la
llave y dejó que la moto lo arrastrara, como si estuviera viva, llevándo-
lo donde quisiera. Deseó que fuera ya domingo por la tarde y que, de
manera definitiva, cayera ese hombre, que todo hubiera terminado
de una buena vez.
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12

A mi madre a menudo le daba por recordarle a mi padre que a César


y a mí, los menores, siempre nos había tenido descuidados y le recri-
minaba que los domingos prefiriera irse a emborrachar con cuanto
pelagatos se encontrara por la calle que estar con nosotros. Debo re-
conocer que era cierto que Wilfredo nos tuvo bastante abandonados,
pero así como lo digo, también lo justifico: no es lo mismo tener dos
hijos que nueve, me imagino que se acaban las ganas de sacarlos al par-
que o llevarlos a hacer cualquier cosa una mañana o tarde de domingo.
De vez en cuando, las palabras de Rosario hacían mella en Wilfredo y
entonces montaba alguna salida con nosotros, como aquel domingo
de finales de marzo en el que mi padre consideró que la mejor mane-
ra de pasarlo era apoyando a nuestro hermano Luis, que iba a correr
una etapa de ciclismo con su flamante bicicleta de novato. A mí me
pareció un buen plan porque ya había hablado con Paola y sabía que
no vendría ese fin de semana.
Wilfredo iba a matar cuatro pájaros de un tiro, ya que, en un solo
plan, juntaría a cuatro de sus polluelos. Mis hermanos Fernando y
Luis estaban enfermos por el ciclismo, ambos corrían, prestándose la
bicicleta y ahora le tocaba el turno a Luis de poner a rodar su caballito
metálico. César y yo no mostrábamos un desmedido interés por el
ciclismo profesional, pero no puedo negar que cuando en el colegio
cortaban las clases para poner en el salón de audiovisuales un televisor
y ver una etapa del Tour de Francia, me emocionaba viendo a Lucho
Herrera coronando las cimas europeas como el escarabajo humano
que era.
Esa mañana Luis se fue con mucha antelación para el lugar de sa-
lida de la prueba. Era un día importante para él, pues en el mismo lu-
gar donde terminaba la carrera de novatos, terminaría después la eta-
pa de un importante circuito profesional en el que participaban
algunos de los mejores ciclistas colombianos y también varios extran-
jeros, lo cual sería una gran vitrina para el novato ganador o para el
que diera al menos un buen espectáculo. Había que haberlo visto,
brillando la bicicleta el día anterior, templando los radios, revisando la
cadena, acariciándola como a una novia.
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Más tarde, cerca de las once, mi papá, Fernando, César y yo nos


fuimos al cerro Nutibara, que era donde terminaba la carrera. Hacía
una mañana estupenda de primavera eterna, verdes brillantes, azul
limpísimo en el cielo y mariposas de alas amarillas en los dondiegos de
noche del antejardín. Al salir de casa, vimos a Julián, el vecino, senta-
do en una silla delante de la puerta de su casa, fumando un cigarrillo
de un olor tan fuerte que nos llegaba pese a estar a unos metros, mari-
huana. Nada más vernos, nos saludó de manera amable.
–Muy buenos días, don Wilfredo, qué tal, muchachos. –Tenía voz
aguardentosa y unas ojeras amplias como lagos. Sin embargo nos salu-
dó con un tono de suficiencia que no nos pasó desapercibido.
–Muy buenas, Julián –le contestamos.
–¿Van de paseo o qué?
–Vamos a ver a Luis, que va a correr esta mañana. Va a estar en la
etapa del circuito profesional... bueno, en la etapa de aficionados, que
llega antes –le contó mi papá.
–¡Ah, qué bueno! ¿Y a qué horas corre?
–En una hora o así empieza la carrera, pero el final será más o me-
nos como a las tres –dijo Wilfredo consultando su reloj.
–Ah, pues me da tiempo de descansar un poco y después pasar-
me. Yo estoy un poco trasnochado de estar cuidando el barrio. Ya
saben ustedes... de los de arriba... de los de Santacho, que no se nos
metan acá. Para responderles si hace falta, que hay con qué –dijo le-
vantando su brazo izquierdo y, en el espacio entre sus costillas y el
interior del brazo, vimos una subametralladora, tal vez la misma de
días antes, que colgaba de su hombro con una cinta de cuero. Nos la
mostró con una soberbia que se le traslució en la mirada. Luego bajó
el brazo y el arma quedó de nuevo oculta–. Pa cuidar el barrio hacen
falta machos de verdad –dijo mirándonos fijamente como queriendo
decirnos algo.
–Ah... gracias... –solo atinó a decir Wilfredo un poco turbado.
–De nada, Wilfredo –dijo quitándole el don a mi padre por prime-
ra vez–. Pues, casi fijo, nos vemos más tarde. ¿Dónde es que termina
la carrera?
–En el cerro Nutibara –contestó mi padre.
–Listo, pues por allá nos vemos. Aunque ese güevón de Luis a ver si
es capaz de hacer algo –remató con tono sardónico.
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Caminando a la parada del bus, comentamos lo del arma y eso que


había dicho de cuidar el barrio de los de Santander. Pensamos que se-
guramente hablaba de la banda de Los Magníficos, de la que me había
hablado Gabriel y que poco a poco íbamos conociendo mejor por las
noticias de sus fechorías. Parecía que últimamente les había dado por
cobrar impuesto incluso a tiendas de Florencia. Mi padre también
mencionó el tono que había usado Julián al hablarnos, nunca le había
hablado de ese modo, «un muchacho que hasta lo tuve en brazos, pero
claro, como ahora va armado», nos dijo, aunque había algo más que
aún no sabíamos. Yo de inmediato lo había excusado y solo me impor-
taba la emoción que sentí al saber que iba a venir a ver a mi hermano
correr. Cada vez era más intensa esa especie de admiración que sentía
por muchachos como Rubén y Julián, e idealizaba esa sensación de
poder que debía de dar tener una moto o un auto y un arma lista para
disparar.
Ya para nadie parecía un secreto que los muchachos del barrio ha-
bían formado un combo que era liderado por Rubén. No recuerdo
que el saber esto hubiera causado mucho revuelo entre la gente, si
acaso se me viene a la memoria algunas palabras de mi madre diciendo
que aquello no le gustaba nada. Y es que al principio todo parecía tan
aséptico e inocuo que nadie sospechaba que estuviéramos vendiendo
el alma del barrio al diablo. Se les veía reunidos tomando y charlando,
sobre todo en la tienda de doña Rosa o delante del antejardín de la
casa de Julián. Cada vez que llegaba Rubén, parecía que era día de fiesta
y solo faltaba que le pusieran el tapete rojo. Precisamente días antes
de la carrera ciclística había tenido lugar una fiesta sin precedentes
en el barrio. Era ya de noche, cerca de las siete o así, yo estaba en casa
imprimiendo unas tarjetas en la tarjetera y la puerta enrollable metá-
lica, que habían puesto mis padres en la parte de la casa que servía de
taller, estaba abierta. Había sido un día caluroso en el valle y a mi pa-
dre le gustaba tenerla así para ventilar un poco mientras trabajaba en
la Grafopress, con lo cual teníamos una estupenda panorámica de la
calle. De repente vi llegar el coche de Rubén. Al bajarse, con la ayuda
de luz del alumbrado público y de la que salía de nuestra casa, pude
ver en su cara una sonrisa inmensa. Tenía que haberle ocurrido algo
muy bueno porque estaba exultante y hablando alto, algo del primer
trabajito le escuché mencionar. Unos minutos antes había visto a los
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muchachos pasar para la casa de nuestro vecino Julián y desde hace


rato los estaba escuchando conversar sin entender bien qué decían,
parecía que se habían reunido para esperarlo. Paré un momento de
trabajar y salí con disimulo. Todos le chocaban las manos, pero aun-
que él lo hacía con mucho desparpajo, percibía en los muchachos algo
que interpreté como respeto.
–¡Vamos a prender este velorio de cuadra! Aquí traigo pólvora y
también chorro, parceros, para celebrar –dijo y después regresó hacia
su carro, metió parte del cuerpo por la ventana del auto y sacó una
botella de whisky que ofreció a Julián–. ¡Mándese uno, güevón! –Le
entregó la botella y después volvió a meterse por la ventana y accionó
el mecanismo de apertura de la maleta del carro. Caminó hacia atrás
y sacó una bolsa de papel marrón que tuvo que coger con las dos ma-
nos–. Ayúdame, que tengo otras dos bolsas.
–Pero ¡qué es todo eso, primo! –dijo Julián sorprendido.
–Ya va a ver los jugueticos que tengo aquí.
Cuando empezó a sacar lo que había dentro me quedé asombrado,
había pilas de colores, voladores, varas lanzafuegos, buscapiés, papele-
tas. Y cuando, entre todos los muchachos, empezaron a quemar la pól-
vora, los vecinos de nuestra calle y de dos calles más allá se acercaron
a disfrutar del espectáculo, felices. Había niños, jóvenes y ancianos.
La calle se llenó de luces vivas, en el cielo explotaban los voladores,
algunos con unos colores que jamás habíamos visto. Algunas personas
aplaudían. El humo y olor a pólvora quemada eran intensos. Mi padre
y mi madre salieron al antejardín de la casa, mi padre sonreía y abraza-
ba a mi madre, ella le correspondía el abrazo; sin embargo, no la vi tan
alegre como estaba todo el mundo. También salieron de casa algunos
de mis hermanos y mis hermanas. Había alegría en el aire, además de
humo, y yo quería que todo el mundo viera aquello, eso tan hermoso
que estaba pasando en mi barrio y que seguro solo podía suceder en él.
Me sentía agradecido con Rubén. Le daba las gracias mentalmente, no
solo por la pólvora que estaba lanzando, sino también por el regalo de
Paola y la semana de mercado que nos había pagado sin saberlo.
Cuando arribamos al lugar donde llegaba el circuito ciclístico, ya
estaba todo prácticamente copado, por fortuna nos hicimos hueco
cerca de la línea de meta. A lado y lado de la carretera, detrás de las
vallas que servían de protección para evitar la invasión del público a la
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pista, se agolpaba la multitud con pancartas de apoyo, algunos tenían


preparados recipientes llenos de agua para refrescar a los ciclistas. El
calor apretaba en el valle y el asfalto se llenaba de espejos y de ondu-
lantes reverberaciones. Delante de la línea de llegada, un batallón de
periodistas con cámara en mano se preparaban para tomar la mejor
instantánea del ganador, también estaban los corresponsales de las
principales emisoras de radio y televisión.
Primero llegarían los amateurs y, minutos después, los profesiona-
les, así estaba calculado, con el tiempo suficiente para que no hubiera
interferencias.
«¡Allá vienen!», gritó alguien. A lo lejos, después de dejar la curva
donde empezaban los últimos metros, apareció, de súbito y sin pau-
sa, el pelotón de ciclistas, un rodillo multicolor y centelleante rodaba
sobre el asfalto recalentado. Parecía que nadie había logrado escaparse
del grupo, sería seguramente una llegada en masa, con alguna escara-
muza al final. En efecto, a los pocos segundos de aparecer, algunos de
los ciclistas se desprendieron en un salvaje embalaje de remate. Nada
más verlos, sentimos los nervios del que sabe que algo propio estaba
dentro de aquel instante. Nos levantamos y estiramos el cuello bus-
cando la silueta de Luis, pero no veíamos nada.
Wilfredo no paraba de preguntarnos: «¿Lo ven ustedes? ¿Vendrá
Luis ahí?».
Me pareció divisarlo un poco escorado a la izquierda, detrás de los
que estaban desprendiéndose del gran grupo, pero no estaba seguro.
Unos segundos después, pasaron los cuatro escapados, sudorosos y
jadeantes, en una final digna de foto-finish, y, a pocos metros, varios
grupos pequeños se aproximaban. Por último, un pelotón enorme,
todos exhaustos y con ganas de haber podido dar más ante tan impor-
tante vitrina.
Los vimos pasar muy rápido, delante de nuestros ojos, pero no
logramos ubicar a Luis, con su cuerpo largo acomodado de mala ma-
nera en la bici, tampoco logramos dar con su maillot azul marino con
el texto Impresos Ramírez en el pecho y la gorrita blanca con la
visera hacia arriba. Era difícil distinguir a alguien en medio del enjam-
bre de ciclistas aficionados.
–Lo importante es competir –dijo Wilfredo no muy convencido,
mientras sacaba un pañuelo y se limpiaba el sudor–. Ya vengo, no se
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vayan de aquí para no perder el sitio, que ya deben de estar a punto de


llegar los profesionales.
Se perdió en medio de la turba que crecía a oleadas ante la proxi-
midad de la llegada de los ciclistas de élite. Quince minutos después,
volvió sin noticias de Luis, traía la cara que ponía siempre que mi
mamá lo regañaba.
–¿Se habrá caído en el trayecto? –nos dijo con temblor en la voz y
en el cuerpo–. Hay que buscarlo –dijo finalmente en tono serio y preo-
cupado–. Tendremos que hacer el recorrido de la etapa a pie, no vaya
a ser que le haya pasado algo.
Cuando ya partíamos a la búsqueda, alguien gritó a todo pulmón:
–¡Ya vienen! ¡Ya vienen los profesionales!
El público giró el cuello y empezó el murmullo, los gritos, la gente
se emocionaba ante el preludio del final. Efectivamente, después de
la curva donde estaba la pancarta de doscientos metros, se vio a un
ciclista que venía como una saeta, pedaleando con un contoneo no
muy ortodoxo pero sostenido, daba alegría ver la gana con que venía
aquel hombre.
–¡Un escapado, un escapado! –gritó alguien–. ¡Ahí viene, ahí viene
el primero!
En la línea de meta la gente empezó a arremolinarse. Los reporte-
ros, cual guerreros esperando el momento de la batalla, empezaron a
sacar de las fundas sus armas de guerra. Un periodista de televisión,
cuadrado delante de la cámara, decía:
–En pocos segundos pasará por esta meta el ganador de la etapa de
este importante circuito...
Cuando pudimos ver de cerca a aquel ciclista que luchaba con
todo su ser por adjudicarse la etapa, reconocimos con sorpresa que
el supuesto escapado era Luis. Pasó como una flecha por la meta. La
gente lo vitoreaba y aplaudía, una nube de periodistas se lanzó a su
caza, una veintena de flashes le iluminaron; otros, con micrófono en
mano, le hacían las primeras preguntas, sin dejarlo tomar aire. Todo
el mundo se agolpaba en torno de él. Luis volaba en el más grande de
sus sueños, haciéndolo realidad, y empezó a responder a las primeras
preguntas:
–Fue una carrera muy dura, pensé que el pelotón me había pasado,
pero...
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Un periodista de los experimentados, al no tener ni la más remota


idea de quién era aquel ilustre desconocido, miró su bicicleta: un mar-
co antiguo en metal, una pegatina de Naranjito 82, nada de cambios,
una simple biela, y, con un tono entre burla y desprecio, exclamó:
–¡Pero si este güevón es un turisnero, un aficionado!
Los otros periodistas, con cara de tontos, abrieron los ojos como
búhos asustados y dudaron entre salir corriendo, dando la espalda al
ganador, o soltar una carcajada. Optaron por lo último y, a medi-
da que se divulgaba la metedura de pata, todo el mundo reía a coro.
Nosotros también nos sosteníamos la barriga, como para no partirnos
en pedacitos de la risa.
Cuando nos encontramos con nuestro ganador, parecía más delga-
do y menos alto de lo que lo recordábamos, casi no podía caminar del
cansancio, arrastraba la bicicleta como podía, estaba un poco achanta-
do y los colores se le subían a la cara. Wilfredo le dio un abrazo, al que
luego nos unimos Fernando, César y yo. Entonces sentimos a alguien
que se nos iba encima casi de un salto.
–¡Buena carrera, lástima que no gane el último! ¡Qué hijueputa
embalaje más bueno te has metido! –dijo Julián en tono burlón–.
Parcero, nunca me había reído tanto en la vida, ¡vos sos todo un caso,
ja! ¡Qué malo que sos!
–Yo no puedo con el alma –dijo Luis todavía jadeante.
–Tome, para que no le dé la pálida. –Fernando le pasó una botella
con agua de panela.
–Parece que ya vienen los profesionales –dijo Wilfredo al ver que
en la pancarta de doscientos metros aparecía uno de los automóviles
patrocinadores del certamen ciclístico. Efectivamente, en la curva, se
vio a un ciclista dándolo todo para ganar.
–Esperemos que no sea otro novato –comentó Julián, mirándonos
con cara de burla. De repente el enjambre de ciclistas apareció tras la
curva. En pocos segundos, todo habría acabado.
Una vez terminada la carrera, Julián nos dijo:
–Bueno, me voy... que hoy tengo trabajo... –Tenía el rostro serio y
pálido. Se fue echándose la bendición.
Mi padre, Fernando, César y yo volvimos nuevamente en autobús
y Luis, en la bicicleta, a pesar de su cansancio, llegó antes que nosotros
a casa; el autobús daba muchas vueltas, y cuando llegamos, nos sor-
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prendió que mi mamá estuviera haciéndole su plato favorito para que


repusiera fuerzas.
–¡Es que hay que hacerle algo bien bueno a nuestro campeón! –de-
cía mi mamá alegre.
–¿Campeón? ¡Pero si llegó de último! –dijo un César sincero hasta
el tuétano.
–¿Cómo? –dijo Rosario sorprendida, y solo con mirar a Luis, lo
supo todo–. ¡Este condenado! –Y le metió un buen palmadón en la
espalda.
La picardía de Luis nos hizo reír a todos, incluida a mi mamá,
que se le pasó el enfado rápido. Luz, Lucía y Patricia, al darse cuenta
de toda la historia, lloraban de la risa: «¡Ay, que me orino!», decían.
Alberto y Camilo terminaron entremezclando carcajadas y lágrimas
cuando el mismo Luis les contó la anécdota.
Ese día Luis había realizado la hazaña deportiva más importante de
la historia de nuestra familia.
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13

Él y los muchachos habían cumplido, aunque por poco las cosas se


tuercen, en vez de un guardaespaldas, eran dos, no contaban con el
de la moto que venía atrás, el que casi lo mata, menos mal que las dos
balas solo le rozaron el costado y que le dio tiempo a reaccionar y res-
ponder al fuego.
Julián se paseaba de un lado a otro de su habitación, parecía un
guepardo al que encierran en cuatro metros cuadrados, yendo y vi-
niendo de pared a pared, y el cigarrillo de hierba no servía para darle
calma.
En vez de un muerto, tenía dos encima y eso porque al tercero no
estaba seguro de haberlo matado, pero aquello, a esas alturas, era lo de
menos, ya estaba hecho, «a lo hecho, pecho», se decía.
Aún las imágenes se repetían una y otra vez en su cabeza, los soni-
dos, pero los primeros días había sido peor, tres noches sin dormir y
siempre buscando como consuelo pensar en que había sido un trabajo,
además, estaba el dinero, mucha plata.
Cuando vio todos aquellos billetes verdes, por poco da un salto,
dólares, muchos dólares.
Pensaba repartirlos entre todos, aunque la mayor parte se la queda-
ría él con los otros tres que lo habían acompañado, Chuky, que llevaba
la moto en que iba él; Carevieja y Alacrán, que fueron como posible
apoyo, iban más retrasados, tanto como para no darse cuenta del nue-
vo guardaespaldas que casi lo hace morder el polvo. Una cosa a tener
en cuenta para la siguiente vez.
Cuando le pidió el favor a Rodrigo, el Mono, que fuera a un cam-
biadero a que le transformara en pesos su parte de los dólares, no es-
peró jamás que le llegara con aquella noticia: falsos. Tuvo un atisbo de
duda y creyó que a lo mejor su vecino se la quería jugar, pero lo cono-
cía de toda la vida y aunque algún que otro pecado tuviera, no creía
que lo engañara en una cosa como esa. La confirmación de todo llegó
cuando los muchachos intentaron cambiar su porción de dinero en un
local del centro de la ciudad, al Chuky por poco le echa el guante la
policía por divisa falsa, le tocó correr por las calles tirando los billetes
por los aires para crear barullo y poder escabullirse.
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«Dos muertos... a lo mejor tres... por nada, por una mierda de pa-
peles de juguete.»
Todos estaban molestos y lo peor era que su propio primo era el
que le había dado el dinero. Cuando le dijo lo del dinero falso, le
preguntó que si era una broma. Aparentaba estar muy sorprendido,
parecía que de verdad no sabía nada. Dijo que era imposible, que esa
plata se la había dado el mismísimo Andrade y que era un man muy
legal como para hacer una cosa así, que ahora no podía ir a decirle algo
y menos sin tener los billetes como prueba, eso sería peor que un in-
sulto. Sintió que Rubén le estaba poniendo el foco de la duda encima
y eso empezó a molestarlo, pero de todos modos intentó convencerlo,
hablándole de la mejor manera. Cuando empezó a ver que su primo
no parecía hacerle caso y, al contrario, cada vez le ponía más máscara
de culpable, él también contraatacó deslizándole una acusación vela-
da, Rubén la captó de inmediato y le dijo con el rictus serio:
–¿Qué me estás queriendo decir? –La mirada de hielo.
–Nada, primo... simplemente que la cosa está muy rara... alguien
nos tuvo que dar ese billete malo...
–Mirá, primo, eso de que no tengás ni un hijueputa billete para
demostrarme que son falsos sí que me parece raro –respondió muy
ofendido.
Se aguantó y no le replicó nada.
Al final Rubén dijo que iba a ver cómo lograba averiguar algo e inten-
tó suavizar la cosa, pero aquella conversación había empezado a horadar
los cimientos de una precaria confianza mutua. Cuando días después
le volvió a preguntar por el dinero, Rubén le contestó de mala manera:
–Mirá, primo, por esos hijueputas billetes, que yo te di buenos, me
estoy cayendo con los jefes y eso, en este negocio, es muy bravo, así
que no me güevoniés más.
–Esos billetes estaban falsos, de verdad, primo.
–¡Entonces tráelos de una hijueputa vez y listo!
–Ya te dije que el Chuky por escaparse los tuvo que tirar a la jura.
–Eso no me lo creo ni po el putas.
–Pues así fue.
–¡Mirá, bobo cagao, no me chimbiés más con ese tema! –resoplan-
do–. ¡Yo que te puse a pasar bueno, comemocos muerto de hambre, y
ahora me sales con esta!
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No esperaba esa reacción de Rubén. No lo reconoció, como si de


un momento a otro se hubiera transformado en un demonio. Empezó
a vociferar y a dar a entender que era él el que quería engañarlo. No va-
lieron más explicaciones, ya no pudo aguantar más y también terminó
gritando, brotaron de su cuello las venas de la furia.
A hijueputazo limpio se despidieron y Rubén le dejó caer una ame-
naza bastante contundente. Hubo un momento en que sintió deseos
de sacar su arma y liquidar el asunto a balazos, pero era su primo.
Tuvo miedo de que Rubén estuviera pensando lo mismo y se le ade-
lantara, alguna vez le había confesado que ya le daba igual un muerto
que otro y que se sentía capaz hasta de matar a su misma madre.
Desde eso no se hablaban, más de una semana.
Todos los días sus amigos no hacían más que calentarle la cabeza,
que aquello no podía quedar así, que había que arreglarlo, que lo del
dinero era bendito, que se habían metido en un buen lío, que la poli-
cía los estaba buscando y que no había sido a cualquier güevón al que
habían borrado del mapa por nada. Le hablaban de una manera en la
que nunca lo habían hecho, como si le estuvieran perdiendo el respe-
to, le tocó ponerse como un león y ponerlos en su sitio. Para acabar de
ajustar, estaba la llamada que había recibido. Era el mismo Andrade,
jamás había esperado hablar directamente con él, era con Rubén con
quien tenía relación directa el jefe Andrade.
–Qué hubo, Julián, soy Andrade –le dijeron del otro lado de la
línea y luego sin esperar respuesta del saludo–: Ya me dijeron lo que
pasó con la paga del encargo. Sepa que el dinero se lo dimos bueno
al Rubén. Lo que pasa es que tu primo hace días que está muy loco,
no es la primera vez que pasa esto y ya va cansándose uno. Rubén está
cagándola mucho y así ya no sirve de nada, ¿me entendés? –Hizo una
pausa, Julián seguía callado–. Con dolor en el alma, pero a tu primo le
tenemos que dar el paseo y nadie mejor que vos para hacerlo. –Julián
sintió un escalofrío que le subió desde los testículos. Tuvo el deseo casi
irreprimible de colgar, pero no podía hacerlo–. Las cosas son sencillas,
pelao, te lo bajás vos o se lo digo a otro, y vos olvídate de volver a tratar
con nosotros. En este negocio las cosas son así, el que no sirve, por
muy amigo o familiar que sea, tiene que salir de circulación. Además,
vos por muy primo que seas de Rubén, no sabés lo atravesado que es,
ese es peor que cualquiera y mata por ver caer. Está muy ofendido
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con vos, me lo dijo, no te extrañe que se te adelante, el malparido está


loco... de hoy a mañana hay que finiquitar el asunto, así que no te lo
pienses mucho. Si quieres probar finura y demostrarme que sirves para
esto, ya sabes lo que tienes que hacer. Hasta luego. –Andrade colgó sin
dejar que Julián dijera una sola palabra.
Matar a su primo era más de lo que podía haberse imaginado cuan-
do se metió en aquel negocio, estaba claro que si no lo hacía, él tam-
bién podía irse despidiendo del mundo, seguro la gente de Andrade se
lo bajaría por si las moscas. Durante horas sus pensamientos fueron de
total rechazo a la propuesta, si era preciso se iría, pero ¿para dónde? No
tenía un centavo, lo había gastado todo pensando en el dinero que iba
a recibir. Por más que intentaba reunir el odio suficiente para matar a
su primo, no le alcanzaba. Pero cuando pensaba que era posible que él
también cayera si no hacía lo que Andrade le había dicho, cambiaba de
opinión, estaba en una montaña rusa de sentimientos, caía en picado
para levantarse segundos después con una idea totalmente diferente.
Si al menos tuviera certeza del carácter de su primo, pero desde el día
de la discusión le parecía que no lo conocía.
«Él la ha cagado, se lo merece... pero es mi primo... si no lo hago
vienen por mí... por otro lado, ese güevón ya no es el mismo... si lo
hago no me va a faltar plata... ¡es mi primo, mierda!... pero me ha ame-
nazado el desgraciado... si lo mato... en este barrio, no va a haber más
jefe que yo... y los muchachos ya no le van a estar lambiendo el culo
todo el tiempo... Virgencita, ¿qué hago?... si se da cuenta mi mamá...
un muerto es un muerto... si no lo hago yo, lo hará otro... ¡mucho
marica, cómo se pone con esas cagadas!... si no lo mato, el muerto voy
a ser yo... me trató como a un perro el muy malparido... engañarme a
mí, mucho hijueputa tiene que ser para engañar a un familiar... seguro
que si me descuido, el maldito es el que me mata a mí, se lo vi en los
ojos, faltó poco para que me metiera un tiro... ¡tengo que matarlo!...
ya me dijo una vez que sería capaz de matar hasta a su madre... esto me
va a doler, primo, pero no hay de otra... la has cagado, vos mejor que
yo sabías que esto es así... quiero vivir y además necesito la plata... el
muerto al hoyo y el vivo al baile... vos ya has gozado suficiente...»
El cigarrillo de marihuana se le consumió entero y, por primera
vez, después de que se fumaba uno, no se sentía sereno, porque ya te-
nía claro lo que iba a hacer.
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14

Estaba casi seguro de que los billetes que le había entregado a Julián
eran buenos. Se lo había dado el mismísimo Andrade, dos fajos de
un verde hermoso. Él ni siquiera los había contado, tampoco se ha-
bía quedado con ningún billete. Ya que era el primer trabajo de los
muchachos había decidido dárselos limpios sin quedarse nada para
él, las siguientes veces sería diferente. No tenía que haberse exaltado
tanto, pero es que le había hervido la sangre cuando su primo le había
insinuado que él les había hecho el cambiazo de los billetes. Después,
cuando Julián le volvió a preguntar, estaba muy tenso, sentía que todo
su esfuerzo se estaba viniendo abajo porque cuando se puso a averiguar
qué podía haber pasado, Andrade se había dado cuenta y hasta lo lla-
mó hecho un demonio. «¡Vos crees que yo no sé lo que es un hijueputa
dólar falso, yo me limpio el culo con dólares, güevón, bobo hijueputa,
aprendé a respetar!» Jamás ningún patrón lo había tratado así. Estaba
muy ofendido. Lo primero en que pensó fue en buscarlo para matarlo
y que fuera él el que aprendiera a respetar a un hombre, pero era un
duro y eso habría sido firmar su sentencia de muerte, mejor aguantar y
desquitarse poniéndole como un carnero con su mujer, eso estaría me-
jor. Se lo imaginaba dándose cuenta de que era un malparido cabrón,
pero no, también significaría una lápida en el cementerio.
Nada más colgar con Andrade, hizo todo lo posible para verse con
Natalia, incluso tomó el riesgo de llamarla a la casa sin esperar que ella
lo hiciera, no la encontró hasta dos días después, quedaron para esa
misma tarde en su apartamento.
Ahora la tenía a su lado, dormida, reclinada en su pecho, totalmen-
te desnuda. El sexo había sido glorioso. «¡Qué hermosa es esta mujer!»,
se decía mientras miraba el cuerpo recientemente gozado.
La rabia había bajado desde sus niveles estratosféricos y solo ahora
podía verlo todo con más tranquilidad. ¿Qué había pasado?, se pre-
guntaba sin encontrar respuesta.
Vio que Natalia se movía, estaba despertando. Se despegó de él y
empezó a desperezarse.
–¿Vos crees que Andrade se haya dado cuenta de lo de nosotros?
–le preguntó a quemarropa.
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–¿Qué? –respondió Natalia todavía adormilada.


–Que si crees que Andrade sabe lo nuestro –repitió Rubén.
–No creo, ese güevón está más preocupado de sus negocios y de
sus mozas que de qué estoy haciendo o deshaciendo yo –dejó salir un
bostezo–. ¿Por qué lo preguntas?
–Es que me pasó una cosa muy rara y estoy buscándole explica-
ciones.
–¿Qué pasó?
–Eso si no te lo puedo contar, son asuntos míos. Además, es mejor
así, no sea que por error se te suelte delante de él.
–¡Ay, mijo, hasta eso! Más discreta que yo no hay nadie, pero tran-
quilo, que si no me quiere contar, yo no le voy a rogar.
–Mejor así, mi reinita hermosa –dijo Rubén zalamero.
–¿Tu reinita? Cuantas reinitas tendrás, seguro que cuatro o cinco.
–Vos sos la única.
–Sí, seguro...
–¡Que sí, mi amor! ¿No me creés?
–Pues no, pero qué importa.
–Mejor que no te importe.
–¡Este hijuemadre! –dándole una palmada suave en el brazo–. ¿Por
qué sos tan perro, no podés ser solo para mí?
–¿Y tú?
–Lo mío es diferente.
–Claro, reinita.
–Sé que tienes varias, me lo contaron y me muero de celos. –El
rostro serio.
–Dejemos la cosa así mejor, no nos dañemos el ratico –abrazando a
Natalia, ella resistiéndose un poco pero luego dejándose hacer.
–¡Qué cagada que me gustes tanto! –Natalia interrumpiendo un
profundo beso.
–Lo mismo digo.
–Eso decís ahora pero a ver si no me vas dejando como ese cobarde
de Andrade, que ahora dizque me ve vieja. ¡Ja, vieja yo con veintinue-
ve! Pero claro como le gustan son las quinceañeras al bobo ese, ¿tú me
ves vieja?
–Yo lo que te veo es divina.
–¡Así me gusta! –apretándose contra el pecho de Rubén.
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«¿Me habrá dado el dinero falso Andrade o Julián me habrá hecho la


jugada?», se preguntaba inquieto.
Andrade nunca le había faltado, muy legal con él, en cambio su
primo... siempre había sido bastante calavera, desde niño intentando
tomar ventaja en todo y queriendo imponerse a pesar de ser menor
que él, pero él siempre le había dado su tatequieto, poniéndolo siem-
pre en su lugar. Le había cogido placer a tenerlo tan sumiso desde que
se había metido de gatillero, como un perrito faldero, al menos hasta
la discusión por los dólares supuestamente falsos. Solo le faltó echar
espuma por la boca, pero también era verdad que el primero que se
había enloquecido había sido él. Empezaba a darse cuenta de que qui-
zás había sido un error aliarse con su primo y más si le guardaba aun-
que fuera un pequeño resquicio de desconfianza, «aunque ese güevón
parecía tan serio diciendo que estaban falsos... pero Andrade no pudo
haber sido... a menos que sepa algo... no creo, ya me habría mandado
a quebrar y listo, esos manes no se van por las ramas... ¿Entonces qué
hago? ¿Me hago el güevón y le reconozco de mi bolsillo la plata al
maricón de Julián? ¡Ah! Es que si al menos me hubiera devuelto los bi-
lletes estaría más tranquilo y aunque de verdad me hubieran tumbado,
me serviría de excusa y no quedaría como una güeva si me estuviera
intentando tumbar. ¡Es que con esa excusa tan marica que me sacaron!
Dizque el Chucky tirando billetes por el aire como un Papá Noel en
pleno centro... ¡Ah, qué mancada! Ni pa Dios ni pa el diablo, voy a
darles la plata a esos güevones y listo. Pero eso sí... de ahora en ade-
lante, voy a estar más atento. Si el bobo cagao de mi primo me la está
jugando, lo mando al otro barrio por muy primo que sea, que a mí
nadie me va a ver las güevas. ¡Oiga, ni po el putas!».
Al día siguiente iría a Florencia para arreglarlo todo, tenía que se-
guir adelante con su proyecto, nadie le había dicho que no fuera a
tener sus tropiezos. Aprovecharía para visitar a Erica –«¡mamacita lin-
da, cómo está de buena!»–, una muchacha del barrio que se le había
puesto en bandeja.
–¡Baje de esa nube, mijo! –le espetó Natalia al verlo tan pensativo.
–¡Eh, Ave María, pero qué cosita! Qué mimada que sos, si no te
estoy mirando todo el rato, no estás contenta.
–¡Ah! Es que yo lo tengo a usted pa eso, pa que me contemple bas-
tante y me mime ya que mi marido no lo hace.
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–Pues yo a una mujercita como vos es que no le despego el ojo


nunca. Ese marido tuyo es muy raro, por muy jefe mío que sea. ¡Hasta
marica será!
–Marica no creo... pero mojársele la canoa puede ser... de vos siem-
pre me ha hablado muy bien... a ver si vos también...
–¿Qué? No güevoniés con eso que yo soy un macho. Y vení pa acá
que te lo demuestro otra vez.

Natalia bajó sola al parqueadero del edificio. Su lujosa camioneta blanca


estaba en una plaza de visitantes. Era una zona descubierta y un sol tira-
no caía a plomo sobre su carro, haciéndole despedir visos de luz que la
hubieran deslumbrado de no llevar puestas unas gafas oscuras. Al abrir
la puerta, un vaho de calor concentrado le abofeteó el rostro. «¡Qué
calor de mierda!», pensó, pero igual se subió, tenía prisa y no podía es-
perar a que se ventilara. Abriría las ventanas mientras cogía fuerza el aire
acondicionado. Puso en marcha el coche y el portero le abrió la puerta
eléctrica mientras que, boquiabierto, no le quitaba ojo, igual que cuan-
do había llegado, como si estuviera ante una visión. Natalia no lo miró
ni dio las gracias. Salió acelerando y el auto de gran cilindraje rugió con
bríos. Luego torció hacia la izquierda donde doscientos metros abajo
la calle desembocaba en una amplia avenida flanqueada de palmeras.
Veinte metros antes de llegar a la avenida había un parque, donde, se-
miocultos tras los árboles, había dos muchachos en una moto. Ella pasó
cerca de ellos, dejándolos a su derecha sin verlos. Se incorporó a la ave-
nida. El piloto encendió la moto y cuando ya estaban en marcha ambos
se dieron la bendición casi simultáneamente. La siguieron por la avenida
hasta que la alcanzaron y se pusieron a su altura. El copiloto sacó aquel
artefacto anguloso que emulaba la filosa guadaña de la muerte.

«Eso fueron disparos, la madre que sí, y no fueron lejos... quién sabe
a qué güevón le llegó la hora. Pa morirse no hay que sino estar vivo
–pensó Rubén mientras caminaba hacia el baño para ducharse–. Ma-
ñana me paso por Florencia para arreglar ese asunto, ¡qué rabia tan hi-
jueputa, gastarme el plantecito con estos güevones! Pero bueno, plata
es lo que va a sobrar cuando estemos funcionando en forma.»
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15

En el año 1986 Colombia tenía que organizar el mundial de fútbol,


pero, por decisión presidencial, rehusó hacerlo, convirtiéndose en el
primer país en la historia en rechazar un mundial. Al final la FIFA
se lo concedió a México, donde Maradona y los suyos levantaron la
copa del mundo para Argentina. En todo el país las reacciones a aque-
lla decisión habían sido diversas. A mí me había dado mucha rabia y a
Wilfredo y mis hermanos, con lo futboleros que eran, ni se diga.
Recuerdo a un muchacho del barrio, Byron, que no se resignó a que-
darse con el enfado y pensó que aquel mundial, a pesar de todo, debía
jugarse. Él, con ayuda de varios de sus amigos, decidió que iba a orga-
nizar el mundial de fútbol y lo hizo, tanto que Gabriel y yo presenta-
mos un equipo junto con Trompa Deivis, Trompa Alejandro, Eduardo,
Jaime y otros amigos del barrio. Byron había decidido que el mundial
se jugaría entre el sábado 26 de abril y el domingo 25 de mayo para no
coincidir con el mundial de México, que se jugaría a partir del 31 de
mayo. Los partidos se iban a jugar en la cancha que estaba al lado de la
escuela República de Israel. Una cancha que por estar entre el barrio de
Florencia y el de Santander empezaba a convertirse en punto de conflic-
to para el combo de mi barrio y para el combo de Los Magníficos.
Se inscribieron doce equipos y a nosotros nos tocó en suerte ser
Brasil. Así que con esa responsabilidad a cuestas no nos quedó más
remedio que tomárnoslo muy en serio y empezamos a entrenar todos
los días por la tarde desde tres semanas antes de comenzar nuestro
mundial.
Una de esas tardes de entreno responsable, cerca de las seis y media
o así, lo sé porque el sol acababa de ocultarse, estábamos jugando a
pasarnos la pelota al primer toque en la cima de nuestra calle, la 112, lo
cual requería mucha precisión, sobre todo al pasársela a los que esta-
ban del lado de la pendiente. En una de esas le envié el balón tan mal
a Gabriel, que estaba en el lado donde empezaba la pendiente, que no
pudo alcanzarla y rodó calle abajo, la atravesó entera, y solo se detuvo
en una cuneta de la carrera 74, dos cuadras abajo. La norma era que
quien la lanzaba mal tenía que ir por la pelota, y allí fui yo, a enmen-
dar mi error mientras los demás me esperaban un poco fastidiados.
Novela 1 78
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Llegué corriendo y cogí la pelota apresuradamente para no perder


tiempo. Al girarme para regresar vi a Rubén, iba caminando por la
carrera 74, a unos quince metros de mí. Estaba de espaldas, pero lo re-
conocí, de repente volteó la cara y me miró fijamente y en su rostro vi
un mohín triste que no sé por qué me generó una profunda desazón,
luego dejó de mirarme y siguió caminando por la carrera 74 hasta que
torció por la calle 111 y lo perdí de vista.
Con un sentimiento de incomodidad en el pecho subí por la cuesta
con la pelota, arriba me esperaban todos, impacientes. Llegué justo a
tiempo para escuchar los gritos:
–¡Lo mataron! ¡Lo mataron!
Una mujer gritaba con una voz distorsionada por algo cercano al
terror. Corrimos buscando el origen de aquel escándalo. La vimos ne-
bulosamente, allá, en la esquina de la calle 75A con la 113, justo a la
vuelta de la tienda de doña Rosa, en el lugar donde, al abrigo de dos
árboles frondosos, Rubén últimamente parqueaba su auto. Cuando
caía la penumbra, el arco de las ramas confería a aquel rincón un aire
de cueva. Estaba muy oscuro, pero pudimos verla con los brazos apo-
yados en el auto de Rubén, a punto de derrumbarse.
En ese recodo de la calle, la luz del alumbrado público era maci-
lenta, llenándolo todo de sombras. Desde donde estábamos, no po-
díamos ver bien qué había pasado, nos fuimos acercando con temor,
la chica seguía gritando, tensando sus cuerdas vocales al límite de la
rotura, con unos chillidos que recordaban los de los cerdos enfrentan-
do al matarife. La gente empezó a salir de las casas para ver a qué se
debía tanto alboroto, algunos estiraban el cuello desde los balcones,
otros salieron y directamente se acercaron al auto. Cuando recorrimos
la distancia que nos separaba de los gritos, ya varias personas estaban
junto a la puerta del conductor y otras sujetaban a la joven, que pare-
cía haberse transformado en un títere de hilos rotos, con los cabellos
sobre el rostro, irreconocible.
Sentí como si una nube densa y oscura estuviera sobre mí, enne-
greciendo aún más la noche. El murmullo de la gente se hacía cada
vez más fuerte, reconocí las voces de algunos vecinos, pero no podía
mirarles las caras.
–¡Está ahí dentro, muerto!
–¡Dios mío, parece que lo abalearon! Pero no se escucharon disparos.
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–¿Habrá sido con silenciador?


–¡Pobre muchacho, quién habrá sido el desalmado!
Como si esperara mi turno para ver el espectáculo, me puse al cos-
tado derecho del auto y, por un claro, a pesar de la oscuridad del rin-
cón, pude ver a Rubén. Estaba quieto y con los ojos abiertos como un
maniquí, con sus cadenas de oro manchadas de sangre, la boca medio
abierta como si quisiera decir algo. Mi pecho se hizo de hielo en el
acto, no podía entender nada, hacía solo un minuto lo había visto,
mirándome, era imposible que ahora estuviera allí, viéndole los ojos a
la muerte. Di unos pasos atrás.
–Aquí está pasando una cosa muy rara –le dije a Gabriel asustado–,
yo acabo de ver a Rubén hace un momento en la 74, cuando fui por la
pelota. ¿Cómo puede ser que ahora esté a más de dos calles de distan-
cia abaleado?
–¿Cómo?... –Me miró extrañado–. A lo mejor se te pareció.
–No, no, era él, estoy seguro.
–Tranquilo, parcerito, seguro es la impresión.
–Pero es que yo estoy impresionado ahora, no cuando lo vi en la 74.
–Pues sí que es raro... pero bueno... –observé en Gabriel una mira-
da incrédula.
–No sé qué pasó, pero raro sí que es, se me pone la piel arrozuda,
mirá –le dije a Gabriel mostrándole mi brazo derecho con los pelos de
punta.
–Tranquilo, que como dicen por ahí, un diablo se parece a otro.
El entrenamiento se acabó por ese día. La mamá de Eduardo, doña
Lucía, lo arrancó de la ventana del carro y se lo llevó a la fuerza. El
resto nos quedamos un rato, aleteando por los lados como gallinazos,
hasta que llegó la policía y una ambulancia. El paramédico solo pudo
certificar que estaba muerto. Hicieron el levantamiento del cadáver
y lo subieron a la ambulancia cubierto por una sábana blanca que se
pintó de rojo escarlata por varios puntos. Yo lo contemplaba todo en
una especie de shock del que solo reaccioné cuando Gabriel me dijo
que mi mamá nos llamaba a César y a mí desde la esquina, estaba
al lado del árbol de guayacán. Nos despedimos de Gabriel y fuimos
donde mi madre. Mientras iba caminando me di cuenta de que en
ningún momento había visto a alguno de los muchachos del combo,
me pareció extraño, muchos vivían al lado o se mantenían reunidos en
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la tienda de doña Rosa. Lo justifiqué pensando que quizás había sido


por evitar encontrarse con la policía.
Estaba muy turbado y las imágenes se me repetían como en el mo-
vimiento circular de un carrusel. No era el primer muerto que veía
en mi vida, aún tenía en mi memoria el cuerpo lunar y enjuto de don
Honorio, el abuelo de Aidé, tieso sobre la mesa de madera burda de
su salón, la cara chupada y por fin en paz, después de luchar contra un
cáncer atroz que se lo comió por dentro. Lo miré por la ventana de su
humilde y desvencijada casa, fue un cromo que jamás pude olvidar,
como me pasaría con la imagen de Rubén, a quien casualmente tam-
bién vi a través de una ventana. Pero esta vez había sido diferente, se
trataba de un asesinato. El primer asesinato en el barrio.
–¡Amá, mataron a Rubén, el primo de Julián! –le dije a mi mamá
muy acelerado nada más estuve a su lado, se lo dije con una aflicción
auténtica, me sentía mal.
–Sí, mijo, me lo acaban de decir –dijo con tono preocupado–. Pero
vengan mejor para la casa y dejen de novelear que eso de ver muertos
impresiona mucho, a ver si hoy pueden dormir. –Luego dijo con voz
más grave–: Esto se veía venir. Ese muchacho parecía que estaba muy
mal enredado. Pobrecito, pero seguro que las debía...
Mientras caminábamos los escasos metros que había entre el árbol
de guayacán hasta nuestra casa, veía cómo las luces de las sirenas rasgu-
ñaban las fachadas. Ya cuando estábamos en el antejardín, como por
reflejo, miré hacia la casa de Julián, y vi un minúsculo círculo de fuego
resaltando en la oscuridad que enmarcaba una de las ventanas. Alguien
estaba fumando en medio de la penumbra, podría ser perfectamente
don Antonio, el padre de Julián, pero yo quise imaginarme que era él
y otra vez me pregunté por qué Julián y ninguno de los muchachos
se había acercado, sentí como si lo hubieran abandonado a su suerte,
después de todo lo bueno que él había hecho por ellos. Experimenté
una especie de traición que hice mía y me llené de rabia. «¡Malparidos
miedosos, cobardes!», pensé y entré en la casa, furioso.
Cuando estábamos dentro, le conté a mi mamá que había visto a
Rubén en la 74, segundos antes de que lo mataran; se me quedó mi-
rando de una manera muy enigmática y luego me dijo:
–«Deshacer los pasos», eso fue lo que vio, mijo. –Hizo una pausa y
luego continuó–: En El Santuario siempre pasaba eso, a la gente que se
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iba a morir o la iban a matar, se la veía por lugares donde luego decían
ellos que no habían estado. Yo vi a un tío mío en la plaza del pueblo
un miércoles por la mañana, cuando, por la noche, fue a la casa, se
lo dije, y me contestó que no era posible, que acababa de llegar de
Cocomá, había estado todo el día allá. Me acuerdo como si fuera hoy
cuando me dijo: «Será que me voy a morir». A los tres días le dio un
ataque cardiaco en plena plaza. No todo el mundo tiene ese don, yo lo
tuve un tiempo, luego lo perdí, o ya no le hice más caso, hay gente que
lo tiene toda la vida. Seguramente lo perderás, tranquilo.
Pero no me sentí tranquilo, me asustaba pensar que pudiera volver a ver
a alguna persona que estuviera deshaciendo los pasos y además sentir esa
extraña desazón que me comprimió el pecho. Esa noche no pude dormir.
A los días hicieron la reconstrucción del crimen, la única que vi en
mi vida, luego las muertes violentas se dispararon en el valle y ya no
hubo tiempo ni para eso, total, «seguro que las debía», como había
dicho mi madre sin saber que estaba enunciando una frase que se haría
lapidariamente común.
Erica, la muchacha que estaba con Rubén el día que lo mataron
dijo que no pudo ver el rostro del asesino, que llevaba un pasamonta-
ñas, y del terror que sintió al ver a Rubén a su lado desangrándose no
supo hacia dónde se fue. Todos en el barrio le endilgamos la culpa a
la banda de Los Magníficos con la que los muchachos del combo ya
habían tenido algún roce por las vacunas que venían haciendo a los
negocios del barrio. Según decían, Rubén ya les había hecho llegar el
mensaje de que si seguían con esas, iban a tener problemas.
Una noche, días antes del asesinato de Rubén, bajaba yo por la 113
de casa de Gabriel, y cuando ya me encaminaba por la 75A hacia mi
casa, alguien, desde la oscuridad de los árboles donde aparcaba Rubén
su coche (esa noche no estaba y hacía varios días que no se le veía por
el barrio), me dio el alto y me preguntó quién era.
–Soy Darío –dije sin saber a quién hablaba.
–Ah, listo, pelao, siga tranquilo.
Supe en ese momento que se había creado una frontera invisible
y que ir a Santander o venir a Florencia podía acarrear algún tipo de
peligro. Se lo dije a Gabriel, pero pareció no importarle.
–La gente de aquí arriba y los de abajo saben que yo no pertenezco
a ningún combo, el que nada debe, nada teme –fue lo que dijo.
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Yo empecé a sentir un odio cerrado contra aquella banda que había


acabado con esa especie de mesías en que se había convertido Rubén
a mis ojos; además, me molestaba eso de no poder andar libremente
por donde quisiera y que fueran un día ellos, Los Magníficos, los que
me preguntaran adónde iba y al no conocerme quién sabe qué se les
ocurriría hacerme, pero también era verdad que, como decía Gabriel,
yo no pertenecía a ningún combo.
Esa noche en que mataron a Rubén una sombra oscura con su
manto deshilachado planeó por el barrio. Yo la sentí, parapetado de-
trás de mi insomnio, y todos empezamos a intuir que algo definitiva-
mente serio estaba pasando.
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16

Tres semanas después de la muerte de Rubén, el 26 de abril, comenzó


el mundial en Florencia. El campo de juego estaba en un repecho de
la calle 110A con la carrera 75, flanqueado en la parte de arriba por la
Escuela y en la parte de abajo, al lado, por un solar baldío lleno de ma-
leza que en mi infancia me había servido como coto de caza de grillos,
mariquitas, escarabajos y todo bicho que se dejara coger. En un rincón
de aquel solar sobresalía una gran piedra de casi dos por dos metros,
en ella había jugado muchas veces cuando era niño junto con mi her-
mano César, nos imaginábamos trepando al Everest en medio de una
implacable nevada, sujetándome firmemente a sus salientes mientras
César se agarraba a mí, pidiéndome auxilio para no caer a un vacío de
seis mil metros; ya en la cima, contemplábamos el mundo como sus
dueños.
A nosotros nos tocó el partido inaugural del torneo jugando contra
Alemania y habíamos ganado uno a cero con un gol de Gabriel en los
últimos minutos, una anotación que celebramos como si de verdad es-
tuviéramos jugando una copa mundo. Después del partido, cansados
y sudorosos, nos fuimos a tomar un refresco en la tienda de enfren-
te y cuando estábamos comentando el partido entre risas y bromas, un
hombre pasó corriendo por la calle 110A, yo lo miré y vi que su rostro
estaba deformado por algo que interpreté como angustia, miraba hacia
atrás continuamente. Antes de llegar a la gran piedra, aminoró el paso;
un joven, seguramente escondido detrás de aquel sitio de escaladas
infantiles, salió cortándole el camino: «¡Quieto, maricón!», gritó. Era
Julián, con su mirada verde amarela, el ceño fruncido y una cadena
dorada y gruesa brillando en el cuello.
El hombre frenó en seco, instintivamente miró hacia atrás y hacia
los lados, buscando por dónde huir. Julián sacó de su cintura algo,
pude ver una pistola, quizás la misma que le había visto disparar meses
antes. El arma soltó un brillo metálico con las últimas luces de la tar-
de. El hombre se puso pálido. Detrás, más arriba de la cancha, venían
corriendo dos muchachos, pasaron por la calle, delante de nosotros,
los reconocí: eran Nelson, al que últimamente todo el mundo llamaba
el Alacrán, y Chuky. Vestían camisetas a la moda, jeans americanos y
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zapatos apaches, todo parecía nuevo. Chuky iba ligeramente adelanta-


do. No mediría ni un metro sesenta y tenía el pelo rubio, rizado, que
de dejárselo largo, tendría un monumental afro color oro, como el del
Pibe Valderrama. Los ojos, verdes y agudos, me hacían pensar en un
gato salvaje.
Alacrán iba a la zaga de Chuky, tal vez para evitar lo que veía venir,
y es que, a pesar de su apodo, a mí Nelson, el Alacrán, nunca me pare-
ció que fuera alguien peligroso y huraño, todo lo contrario, era jovial
y alegre, siempre saludaba por la calle y más de una vez, en tiempos
pasados, había compartido conmigo juegos infantiles, a pesar de ser
un poco mayor que yo. Era más alto que Chuky y con la piel morena.
Los muchachos que estaban en la cancha, jugando otro partido del
campeonato, seguían corriendo tras la pelota, ajenos todavía a lo que
pasaba.
Los tres rodearon al hombre.
–¡Para dónde creías que ibas, hijueputa! –vi la cara de Julián llena
de violencia.
–¡Por favor, no me maten!, ¡yo no he hecho nada!
–¡Cómo que no has hecho nada!, ¿y qué hacías con ese malparido?
–le replicó Julián casi sin dejarlo terminar.
–¡Solo lo conocía del barrio, yo no soy de Los Magníficos! –gritaba
el hombre desesperado–. ¡No me hagan nada, por favor, tengo dos
hijos! Soy trabajador, trabajo en Pepalfa. ¡A ese tipo solo lo conocía del
barrio, es vecino, me lo encontré en el centro y se ofreció a llevarme a
mi casa en su moto, por favor, no me maten!, ¡les juro que es verdad!
–¡Todos los maricones son así, se ponen a llorar cuando ven una pis-
tola! –bramaba Julián, los otros dos guardaban silencio–. ¡Mariquita!
El hombre pasó de los gritos al llanto, los tres lo miraban indecisos,
pistola en mano.
–A lo mejor es verdad lo que dice, pero ¿y si no? –dijo Chuky–. A
mí me pareció verle un arma cuando nos bajamos al otro güevón.
–¿Qué hiciste con la pistola? –preguntó Alacrán.
–¡No tengo nada, lo juro! –gritó el hombre.
El suspenso se hizo eterno, Julián lo miraba como dudando qué
hacer.
Supimos después que acababan de matar, cerca de la Tinaja, la
cancha de fútbol donde jugaba el torneo con Gabriel, a un miembro
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del combo de Los Magníficos. Lo habían esperado ocultos en los ma-


torrales y cuando aminoró la marcha de su moto para tomar una curva
pronunciada, lo acribillaron; al copiloto no lo habían alcanzado las ba-
las, logró huir y, sin saber que entraba en la boca del lobo, dio vueltas
por las calles del barrio, no tenía idea de en dónde meterse, hasta que
de improviso se encontró delante de aquella piedra, en una esquina,
rogando para no morir.
Los gritos captaron la atención de todos y se instaló un silencio
denso, los adultos que se encontraban fuera de sus casas tomando el
aire y los muchachos de la cancha estaban como estatuas, nosotros
solo teníamos ojos para aquello, no existía nada más en ese instante.
De pronto, aquel silencio se astilló a balazos. Varios destellos se me
incrustaron en las retinas, el sonido de las detonaciones retumbó en
aquel meandro de Florencia.
Sin mediar más palabras, Julián, en un movimiento rápido, había
levantado su brazo y, con el arma en la mano, descargó cuatro tiros en
el cráneo de aquel infeliz.
–Es mejor... no dejar ninguna culebra viva... –dijo con voz temblo-
rosa y dio la media vuelta, los otros lo siguieron tras echar una última
ojeada al cadáver.
Quedó en el suelo como un muñeco de trapo. La pared que tantas
veces había escalado en mi infancia, en la cual me raspé las rodillas
hasta hacerme sangre para subir a su cima y creerme el hombre más
alto del mundo, había dejado de ser mi antiguo sitio de aventura y se
había transformado en un paredón de fusilamiento.
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17

En la esquina de la 112 con la 75A, al lado del árbol de guayacán, Ju-


lián, Alacrán y Chuky ralentizaron la marcha y empezaron a caminar
como si vinieran de la iglesia, ya estaban a casi tres calles del suceso y
sabían que la policía tardaría en llegar. En realidad había sido Julián el
que había bajado la velocidad de sus pasos y los otros dos no hicieron
más que seguirle el ritmo, como siempre, aunque lo que en verdad
quisieran era seguir dando pasos largos o incluso correr para seguir ale-
jándose. Los tres se conocían desde sus primeros juegos, cuando con
sus pistolas de agua jugaban a indios y vaqueros o a policías y ladrones,
al Alacrán y al Chuky les daba igual en qué bando les tocaba, el caso
era jugar, no tenían preferencia. El sorteo del pico y monto era el que
decidía de quién había que tener cuidado, pero para Julián no era lo
mismo, él siempre quería estar entre los bandidos y ser siempre el que
mandaba.
–¿Qué hacemos? ¿Para la casa a enfriarnos? –preguntó un Alacrán
sobreexcitado a Julián.
–¿Enfriarnos de qué, marica? Mejor comamos algo en la tienda, yo
no me voy a encerrar como un güevón en la casa, vengan, que la vieja
Rosa nos esconde los fierros –respondió Julián con tranquilidad.
–¿Y la sangre que te salpicó? –le dijo Chuky señalándole con el pul-
so tembloroso la camiseta.
–Tengo otra camiseta debajo ¿vos con quién crees que estás? Ay,
mijito, yo seré de todo menos güevón; además, los tombos no vendrán
por aquí, esos hijueputas no sirven pa ná. Hola, doña Rosa, buenas
tardes –saludó Julián al entrar en la tienda–. Regáleme tres cervezas, y
guárdeme esto.
Julián le entregó la camiseta enrollada y dentro de ella las pistolas,
una todavía tibia.
–Quien a yerro mata, a yerro muere –dijo una de sus frases lapida-
rias, e inmediatamente añadió–: Preste pa acá eso.
Cogió el bulto con el cuidado con que se recibe a un bebé recién
nacido y lo guardó debajo del mostrador, en una caja de refrescos a
medio vaciar, encima puso una tabla, a simple vista parecía que la caja
estuviera llena de botellas.
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Doña Rosa sirvió el pedido y Julián, como de costumbre en los


últimos meses, le pagó de contado con un billete grande, doña Rosa
pudo ver unas manchitas de sangre en la mano de su cliente.
–Menos mal el perro ese no cambió de camino. Ya no va a güe-
voniar más. Yo pensé que iba a ser más difícil –dijo Julián y añadió
alegremente–. ¡Qué chimba, cuando se cayó al suelo y se fue esa moto
pa la puta mierda!
–Y ese otro pobre güevón, parecía de verdad que no tenía nada que
ver con el pirobo ese, pero eso no lo sabe sino Diosito. Pero ¿y si era
verdad lo que dijo? A lo mejor tenía una mujer y dos hijos y lo estarán
ahora esperando en la casa –dijo Alacrán en voz baja, como avergon-
zado de lo que decía.
–Se me está poniendo sentimental este bobo cagado, ese maricón
se tenía que morir hoy, nadie se muere en la víspera, le tocaba y listo.
Si era tan sano, pa que se juntaba con esa gonorrea de Los Magníficos
–le respondió Julián de manera enfática.
Chuky los observaba nervioso y no dejaba de mirar hacia la puerta
de la tienda, hasta que dijo:
–Yo creo que es mejor que hagamos como Mickey Mouse, cada
uno pa su house. No sea que nos caiga aquí la policía. Por muy ton-
tos que nos los imaginemos, a lo mejor nos tienen fichados a más de
uno y yo quiero estar libre para seguir bajándome maricones de Los
Magníficos.
–No seas miedoso que si así fuera, vos sabés que Andrade no nos
deja un día en la cárcel; además, a los de la inspección ya los conozco
yo, esos saben muy bien que la ley solo es pa los de ruana –dijo Julián
y le dio un sorbo a la cerveza.
–Yo también creo que es mejor hacer lo que dice Chuky, quedar-
nos aquí es dar oportunidad de salir mal parados –comentó Alacrán
mirando a Julián como pidiendo permiso.
–Este par de güevones ya me están poniendo nervioso, a ver si por
su miedo nos cae la mala suerte y nos pescan aquí –le dio un trago lar-
go a la cerveza hasta que la terminó–. Vámonos entonces. Doña Rosa,
páseme eso.
Cada uno cogió por su lado. Julián, mientras caminaba hacia su
casa, no dejaba de pensar en la frialdad que había tenido. Veía el cam-
bio que se había operado en su alma, no era algo que hubiera pasa-
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do desapercibido. Después del asesinato de su primo algo se le había


muerto y ya le daba igual todo. Matar o quebrar a alguien empezaba a
parecérsele a dar un paseo por el parque.
Matar a Rubén había sido como vender su alma al diablo, pero
a cambio sabía que iba a tener muchos beneficios, el primero, volver a
ser el líder de sus muchachos, el segundo, no tener intermediarios en-
tre los duros y ser él quien dispusiera del dinero. Pero había sido una
decisión muy dolorosa. Lo veía por todos lados, incluso lo escuchaba:
«Primo, sos un hijueputa, matarme a mí por pura envidia y encima
con el fierro y el silenciador que te regalé, sos un malparido».
Se la había jugado, nadie le aseguraba que después de matar a
Rubén, Andrade no hubiera hecho lo mismo con él. Cuando Andrade
lo llamó al día siguiente de matar a Rubén para felicitarlo y decirle que
quería verlo, pensó que aquello no era nada más que una encerrona.
Le dio una dirección de un bar del centro y él fue, a pesar de sentir que
iba directo al matadero. Delante del bar había tres tipos malencarados
que le dieron el alto; después de identificarse y de que lo requisaran,
lo llevaron a un segundo piso donde, en una mesa del fondo, estaban
unos hombres sentados, tomaban whisky. Nunca pensó que Andrade
fuera esa bola de sebo de bigotes canos que lo saludó con efusividad.
–¡Esto sí que es un macho! –dijo con voz farragosa mientras lo pre-
sentaba a los otros dos que estaban bebiendo con él.
–¡Pelao, probaste finura, ahora conmigo en la buena! A mí me tocó
probar finura hace años matando a mi mejor amigo... me dolió como
un putas... así que tranquilo que no hizo nada nuevo. –Estaba muy
ebrio–. Además, ese malparido de Rubén se lo merecía por comerse
a la mujer de un jefe... y no de cualquiera... ¡mi mujer! Bobo marica.
¡Que arda en los infiernos con esa puta! ¡Con lo que yo la quería...!
–Se le escapó un leve sollozo.
Sintió una especie de batacazo en la cabeza por aquella revelación,
luego sintió furia contra aquel obeso beodo, pero ¿acaso ya no sospe-
chaba algo raro desde la llamada de Andrade? ¿No había terminado
siendo lo de los dólares nada más que una excusa para él mismo qui-
tarse a su primo de en medio? En ese mismo momento podría haber
decidido dejar de autoengañarse, ser más claro consigo mismo y dejar
de justificar el asesinato por el engaño, pero no lo hizo y por dentro
se juró, de manera tibia, que algún día, si la muerte le daba tiempo,
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mataría a Andrade para vengar a Rubén, pero también se dijo, y esta


vez con menos tibieza, que antes había que sacar provecho.
–¡Gato! –gritó Andrade y un hombre que estaba en otra mesa solo
se le acercó casi corriendo–. Dale la plata al pelao.
El Gato fue a una barra lateral que tenía el bar en esa planta. Entró
saltándola y una vez dentro se agachó, desapareciendo por completo
para Julián; cuando volvió a ver su medio cuerpo, tenía dos fajos de
billetes verdes en las manos.
–Uno es la plata que ya se habían ganado y el otro es por bajarte a
esa rata –dijo Andrade desde su sitio–. Y tranquilo, que ahora sí están
buenos... Ahora váyase, pelao, que en estos días lo voy a necesitar para
otro trabajito... y tómese unos buenos chorros en mi nombre.
Salió de aquel bar con una mezcla de odio y satisfacción. Por otro
lado, no entendía por qué aún estaba vivo. ¿Acaso Andrade no sos-
pechaba que en cuanto pudiera intentaría matarlo? Tal vez Andrade
supiera más de él que él mismo sin apenas haberlo visto, o a lo mejor
era tan prepotente que ni siquiera lo veía como una amenaza. Llegar
hasta Andrade quizás no volvería a ser tan fácil como ese día.
Tal como le había dicho, lo llamó, pero no para uno, sino para dos
trabajitos, que él, junto con los muchachos, habían hecho a la perfec-
ción. Les pagó tan bien que les había alcanzado hasta para motorizarse
todos y a él para comprarse un carro.
Agradeció que los encargos hubieran sido tan seguidos no solo por
lo económico, sino porque así quería pasar página del asesinato de
Rubén, echándole muertos encima para borrar la culpa. Y, en ese afán
de hacer desaparecer las marcas a base de difuntos, se le había ocurrido
matar al cabecilla de la banda de Los Magníficos. Hacía meses que los
de ese combo estaban vacunando a las tiendas del barrio, doña Rosa
misma les había puesto la queja de que unos muchachos de Santander
le habían obligado a pagarles. Rubén, días antes de morir, ya les había
llamado la atención a Los Magníficos, pero ahora a él, como nuevo
líder del combo, le tocaba llevar ese asunto; al principio intentó par-
lamentar con ellos, pero la respuesta fue contundente: «Por aquí es el
que la saque primero», y eso fue suficiente excusa para darles donde
más les doliera y de paso ganarse su respeto. Además, mucha gente
creía que habían sido Los Magníficos los que habían defenestrado a
Rubén, él no había hecho nada para alentar esa versión pero le venía
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que ni pintado para ocultar su culpa. Los muchachos no sabían nada


de su jugada, el día del asesinato les había dicho que Rubén lo había
llamado para verse todos en Los Pinos, un bar del barrio Téjelo don-
de a veces se reunían, no les contó la verdad, que Rubén había que-
dado con él en Florencia, en la esquina donde parqueaba su carro. Ya
varias veces se habían encontrado allí, el mismo sitio donde, a cobijo
de las sombras, se citaba con más de una de las muchachas del barrio.
A veces sentía que le enrostraba todas las mujeres que tenía a su mer-
ced porque casi siempre lo encontraba con una distinta y hasta le hacía
esperar a que terminara sus asuntos en el carro antes de atenderlo.
Ya no volvería a pasar por esa humillación, ahora él sería el gallo del
gallinero, todas para él, incluso esa que desde hacía tanto le llamaba
atención, la que había visto varias veces con Darío, el de los Ramírez.
«Esa hembrita es de las que me merezco, en el barrio no hay ni una
como esa –pensaba sin importarle cualquier inconveniente, como si
estuviera en su legítimo derecho–. El Ramírez que se busque otra.»
Estaba seguro de que los muchachos iban a creer que las balas
habían venido de un enemigo desconocido de Rubén, pero al final
terminaron creyendo lo que todos, que habían sido Los Magníficos.
Cuando llegó a Los Pinos, todos estaban esperándolos a él y a Rubén.
Luego alguien les llegó con la noticia, pero ya estaba la policía y no
convenía pasarse. Un crimen perfecto.
Las imágenes de lo que acababa de hacer en la cancha de la Israel
le volvían una y otra vez, haciéndole sentir una especie de satisfac-
ción enfermiza, los disparos que esa tarde habían dado en la diana le
recordaban cuando jugando al fútbol empalmaba un buen remate a
portería, colando la pelota por la escuadra. Que aprendieran los mal-
paridos esos con quién se estaban metiendo, seguro que después de eso
se matarían entre ellos para ver quién sería el próximo jefe. Los de la
113 tendrían un tiempo de tranquilidad para atender sus negocios y él,
como jefe, los seguiría llevando por buenos caminos.
Era posible que el segundo no tuviera nada que ver con los del otro
combo, la ropa que llevaba y su pose no concordaban con eso, pero
no pudo dejar de matarlo, ya tenía la sangre caliente; además, no era
bueno dejar culebras.
Delante de su casa, arrimado a la pared de su antejardín, estaba
su carro, lo miró con satisfacción. Observó si había alguien de los
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Ramírez a la vista para presumirles con la mirada, como diciéndoles


«Vean la nave que tengo aquí».
–Vieja, sírvame algo, que tengo hambre, dijo al entrar.
Mientras su madre le preparaba algo, miró la casa, otra vez las pa-
redes de ladrillo naranja, desnudas, el decrépito afiche del Sagrado
Corazón de Jesús colgado en el salón, la mesa de madera en que es-
peraba para comer, a punto de desarmarse, el suelo de hormigón sin
pulir y el maldito techo de tejas onduladas de asbesto cemento y tan
grises como un día triste. «Esta mierda no puede seguir así, mañana
mismo me consigo unos albañiles para arreglar este hueco.»
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18

Las imágenes se repetían en mi mente aunque no quisiera: Julián, con


la pistola en la mano, decidiendo sobre la vida de aquel hombre. Escu-
chaba los ruegos de la víctima, sus sollozos y después, las detonaciones.
El recuerdo me excitaba, pero, a la vez, me hacía sentir frágil porque
había visto, en primera fila, que la vida podía ser arrebatada con solo
mover un dedo.
Casi todos los del barrio le habíamos endilgado la muerte de Rubén
a Los Magníficos, así que saber que a los que habían liquidado eran de
esa banda me hizo sentir una oscura complacencia. Empezaba a con-
graciarme otra vez con los muchachos del combo, que por fin habían
enmendado su acto de cobardía vengando la muerte de Rubén.
Una vez en casa, le conté a mi mamá lo que había pasado y ella, al
escucharme, era como si ya supiera que no había otro modo de que las
cosas hubieran sucedido.
–Y Wilfredo alegándome que esto iba a seguir tranquilo. Esto no
hace más que empezar. –El tono de su voz era grave–. A mí siempre
me gustó este barrio y la gente, pero creo que nos va a tocar irnos al-
gún día si esto se pone peor.
Fue la primera vez que le escuché mencionar que nos mudáramos.
Y tuve miedo de que de verdad nos fuéramos, no quería hacerlo, yo
no conocía otro lugar mejor que aquel, allí estaba lo poco que había
podido construir en mis quince años de vida.
Cuando mis hermanos escucharon a Rosario decir lo mismo, tam-
poco les gustó la idea, y mucho menos a Wilfredo, mi padre, que tenía
en sus vecinos a grandes amigos de parranda.
Como consuelo para mí, el domingo vino Paola. Hacía dos sema-
nas que no venía y yo estaba desesperado por verla. Pensé en contar-
le lo que había visto, pero luego recordé que cuando le había conta-
do lo de Rubén la noté muy inquieta, así que decidí que no le diría
nada de eso y mejor me centraría en disfrutar de su compañía y en por
fin hacer aquello que desde hacía un tiempo yo venía reclamándole
desesperadamente. Gabriel no paraba de decirme que ya estaba próxi-
ma mi primera vez y que encima yo iba a dejar de ser virgen mucho an-
tes que él, lo decía con tono envidioso, pero sin embargo no dejaba de
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azuzarme para que lo hiciera, «¡pichar is the best, my friend!». Supongo


que Marcela hacía lo mismo con Paola por su lado. La última vez nos
habíamos encontrado los cuatro en la casa de Gabriel, su madre estaba
trabajando, como casi siempre, y estábamos solos. Gabriel se metió en
una habitación con Marcela y Paola y yo nos quedamos en el salón.
Gabriel había puesto la radio en su habitación y, a pesar de la puerta
cerrada, nos llegó nítida la voz de Frankie Ruiz: «Era una noche de
fiesta en un sitio cualquiera, ya comenzaba la orquesta y de pronto
te vi, entre mil falsos colores, la única estrella, la colección de mis
sueños mirándome así...». Nos miramos con aquel temblor que nos
hacía sentir tan vivos, nos besamos con una dulzura que jamás habría
de abandonar mis recuerdos, empezamos a dejarnos llevar por la mú-
sica, bailábamos suavemente sobre las baldosas del salón de Gabriel.
«Con esos ojos intrusos buscaste los míos para arrancarles el habla y
volcarlos en ti, para que yo como un zombi llegara a tu lado y te sacara
a la pista dispuesto a vivir...» Dispuestos a vivirnos, a fagocitarnos con
besos que empezaban a tener un apetito milenario. «Y todo comenzó
bailando, tu cuerpo me embriagó bailando, entramos en calor bailan-
do, bailando hicimos el amor...»
No sé cuándo terminé sin camiseta y ella sin su blusa. Nos acaricia-
mos y yo sentí por primera vez sus senos sin ninguna tela de por medio,
pasando mi mano debajo de su sujetador. Sus pezones estaban duros y
la escuchaba jadear de placer. Yo sentía que iba a explotar. Quise qui-
tarle la falda pero no me dejó, pero por primera vez me dijo que quería
tocar mi pene, yo me abrí el pantalón y apenas lo saqué, ella empe-
zó a acariciarlo de manera inexperta, aprisionándolo entre mi vientre
y su palma abierta que subía y bajaba friccionándolo. Eyaculé sin re-
misión. Era la primera vez que ella veía una eyaculación y parece que
le llamó tanto la atención que me lo hizo dos veces más. Yo me dejé
hacer mientras nos besábamos de manera intensa. Yo le insistía en que
también quería darle placer y al final me dejó acariciarla, su vagina es-
taba muy húmeda y después de recorrerla de la mejor manera que mi
inexperiencia me permitía, se estremeció con unos intensos espasmos.
–La próxima vez... –me dijo mirándome fijamente y con el rostro
encendido y yo no necesité que me dijera más para saber que la gloria
estaba cerca, a pesar de que recordara la voz de mi mamá diciéndome:
«¡Cuidadito con hacer cosas, no se maduren biches!».
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La próxima vez había llegado. Íbamos a vernos de nuevo en la casa de


Gabriel, pero ocurrió que el día anterior él mismo me había dicho que,
por primera vez en meses, su mamá no iba a trabajar un domingo.
Maldije mi suerte porque perdía mi mejor alternativa de lugar, así que
rápidamente pensé en la otra que tenía y en la que desde hacía unas
semanas venía trabajando. Había empezado a ir con mis hermanos
Fernando y Luis a la misa de los domingos, ellos iban por la mañana
para tener la tarde libre e ir con sus amigos de programa dominguero.
Mi madre siempre iba por las tardes con el resto de la familia, pero yo,
al ir por la mañana, quedaba libre, ya había cumplido. A Rosario no le
gustaba mucho eso de dejarme solo en casa, pero siempre me las arre-
glaba para decirle que iba a estar haciendo tareas para el día siguiente
o alegaba mi deseo de leer sin distracciones, eludiendo mencionar a
Paola para que Rosario no empezara a recelar.
–Hoy no puedo, bobito –me dijo nada más saludarme en la esqui-
na del árbol de guayacán, pronunciando ese bobito con una entona-
ción que le quitaba todo lo que pudiera tener de ofensivo–. Te lo voy
a contar... hoy quería... ya sabes... estaba decidida.
–Pues vamos –dije soltando mi impaciencia.
–¡No puedo! Tengo la mensual.
–¿Qué?
–Tengo... la mensual.
–¿Qué es eso?
–¡La regla, bobito!
–Ah...
–¿Me entiendes, mi príncipe?
–Sí –dije con desilusión, pero no me arredré–, pero vamos de todos
modos y hacemos algo.
–No, no me gusta tu plan, mejor la semana que viene, te lo prome-
to... La vamos a pasar bien bueno, ten paciencia.
–Pero a lo mejor la semana que viene no vendrás.
–Te lo juro por lo que más quiero que sí vendré.
–¿Seguro?
–¿Dónde te firmo?
–En mis labios –le dije, y nos dimos un beso tan ardiente que pensé
que mi miembro se iba a salir del pantalón. Ante mí se extendía, como
una interminable llanura, la semana más larga de mi vida.
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–Marcela me dijo que mataron a dos muchachos en el barrio –co-


mentó cambiando de tema, con tono preocupado.
–Sí, eran de una banda de Santander, de los que mataron a Rubén,
se lo merecían.
–Bueno, pero por lo que sé, ese Rubén tampoco era un santo...
–Seguro que no, pero era de aquí del barrio.
–Pero ¿no era de Bello?
–Bueno, sí, pero era primo de Julián, mi vecino.
–Ese fue el que mató a los dos de Santander, ¿no?
–Sí –respondí con orgullo.
–Ah... esto por aquí veo que se está poniendo muy feo, porque se-
guro esos tales Magníficos no se van a quedar quietos...
–Yo creo que con lo que les han hecho se van a quedar más tranqui-
litos porque ya saben con quiénes se están metiendo –le contesté con
actitud de gallito.
–No sé... ojalá... pero no sé, me parece que se está alborotando el
avispero –dijo con la mirada perdida–. Bueno y ¿cuándo es que me
vienes a visitar a mi casa? –cambiando otra vez de tema y con sus ojos
negros fijos en mí para tocar de nuevo aquel asunto que a mí me lle-
naba de pavor.
Y es que ir a su casa significaba para mí algo como jugar en cancha
ajena y bajo la vigilancia de sus padres, no me gustaba. Desde hacía
mucho que estaba aplazando el viaje. Además, siempre nos habíamos
visto en el barrio y yo tenía el temor de que, al vernos en otro am-
biente, la magia de lo que estábamos viviendo desapareciera. Al intuir
aquel temor, Paola me calmaba:
–Te esperaré, cuando tú quieras, ya sabes dónde vivo, mi príncipe.
Al rato nos encontramos con Gabriel y Marcela que se habían ido a
dar una vuelta por el barrio. Cuando se despidió me dijo:
–Ojalá que esto se calme un poco, porque me da miedo que mi
papá ya no quiera volver y que tampoco me deje venir sola. –Al ver
mi cara de susto, dijo–: Pero bueno, pase lo que pase, ya veríamos cómo
vernos. El domingo que viene nos vemos fijo. –Sonrió con esa luz suya
y se fue con su prima Marcela. Yo me quedé con Gabriel a la sombra
del guayacán, mirándolas cómo torcían a la derecha, por la calle 113.
Durante esa semana de espera surgió en mí una excitación que me
humedecía los calzoncillos. Me imaginaba el encuentro desde todas las
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perspectivas, visualizando a Paola tan desnuda como las protagonistas


de las revistas porno o de Playboy que escondían mis hermanos mayo-
res bajo sus colchones. Muchas noches me costó dormirme y una de
ellas tuve un sueño que empapó mi manta.
«La vamos a pasar bien bueno…», recordaba las palabras de Paola
y me llenaba de escalofríos.
En esos días de agónica espera, no pude concentrarme en casi nada,
recreando continuamente las imágenes que construía mi calenturienta
cabeza. Ya empezaba a sentirme igual que un erudito en temas de sexo,
como si ya todo estuviera consumado con Paola, como si olvidara que
lo más cercano a una relación sexual completa que había tenido en
la vida eran las cosas que me había contado Gabriel que había hecho
con Marcela y los consejos que el segundo de mis hermanos mayores,
Camilo, me había dado una vez que estaba borracho y me contó todo
su repertorio sexual de manera muy pedagógica, desde una buena pe-
netración hasta un explosivo cunnilingus que haría a la receptora mi
esclava sexual para toda la vida, palabras textuales.
Ahí estaba yo, con todo el frenesí de mi adolescencia, con unas ga-
nas de estrenarme que me hacían los días dolorosos.
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19

El lunes, cuando me iba para el colegio, observé con detalle la casa de


Julián, como si esperara ver algún cambio solo porque uno de sus ha-
bitantes hubiera cometido un asesinato a sangre fría. Quizás su puerta
verde claro brillaba un poco más de lo usual por alguna reciente mano
de pintura, pero lo demás permanecía igual de mísero que siempre.
Ese mismo día, por la noche, mis padres tenían su típica conversa-
ción de matrimonio, hablaban con su tono normal, sabiendo de so-
bra que en una casa sin puertas todo se oye. Mi madre le contaba a
Wilfredo que había hablado con doña Gertrudis, no tocaron el tema
del asesinato, como bien dijo, no era una cosa que se pudiera hablar
así como así, pero le sorprendió a Rosario que doña Gertrudis, en un
momento de su conversación, empezara a hablar orgullosa de Julián,
diciendo lo buen hijo que era, pintándolo como poco menos que un
santo y que, con una platica que le había caído de un trabajo, iba a
cambiar el tejado ondulado por una cubierta de hormigón.
–¡Está ciega! –decía mi madre a mi papá–. Estos muchachos, con
sus cosas, se nos van a tirar en el barrio y lo peor es que los padres pa-
rece que creen que son unos angelitos.
–Una cosa no quita la otra.
–¿Qué querés decir?
–Pues que por fuera serán unos matones, pero a lo mejor en su casa
hasta se estarán portando mejor que nunca. Si encima están ganando
tanta plata como parece, les sobrará hasta para dar y convidar y si es
para darle platica a los padres mientras pueden pues mejor todavía.
Vos siempre decís que lo que se le da a los papás se multiplica.
–¡Ah!, pero una cosa es la plata bien ganada y otra muy diferente la
mal habida, esa plata es maldita. A mí que un hijo mío no me venga
nunca con un regalo, por muy bonito que sea, si es comprado con
plata robada.
–Ah, en eso sí tenés toda la razón.
–Yo lo que tengo es miedo. Todo lo que he luchado para que estos
muchachos no se juntaran con mala gente y que no me vinieran con
cosas raras a la casa y ahora cuando ya están casi todos criados, que me
les pase algo...
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–Tranquila, mija, que no va a pasar nada, eso de ese combo no va a


durar mucho. No creo que de eso alguien se jubile.
–No, seguro que no, pero mientras tanto, pueden hacer mucho
daño.
–A mí esos pelaos lo que me dan es pesar.
–A mí también, pero me da más miedo que paguen justos por pe-
cadores. ¡Qué rabia, con lo bueno que se vivía por aquí!
–Y se seguirá viviendo, mija, tranquila que la cosa se calma.
–Ojalá... –dijo mi mamá y todo se quedó en silencio.

Esa semana todo estuvo muy tranquilo y no vi a los muchachos por


ningún lado hasta el viernes. Esa tarde Gabriel y yo estábamos sen-
tados en un murete del antejardín de casa, charlábamos de nuestros
asuntos y del partido que teníamos al día siguiente, sábado, en el mun-
dialito de la cancha de la Israel; era contra un equipo de Santander, el
mismo con el que meses atrás habíamos terminado a golpes y corrien-
do para que no nos lincharan.
–¡Dizque Italia esos animals, my friend! –dijo Gabriel casi con un
grito.
–¡Increíble! –le respondí yo sorprendido–. Pero igual les vamos a
dar sopa y seco.
–Eso fijo, parcerito.
–¿Seguirá con ellos el sucio ese del Murillo?
–Maybe, pero si me da pata, I give it back.
–Y yo también, ni por el putas me dejo dar de ese güevón.
–Aunque... el otro día me dijeron que dizque se había metido en el
combo de Los Magníficos...
–¿En serio?... Pues entonces la cosa se pone más peluda... a ver si no
nos dan plomo mañana –dije medio en broma, pero un poco asustado
con la noticia.
Mientras estábamos hablando empezaron a pasar hacia la casa de
Julián los muchachos del combo. Venían caminando, a excepción
de Carevieja y Nelson, que llegaron en moto. A todos los noté muy
serios y en un estado de alerta latente. En vez de quedarse fuera char-
lando y tomando cerveza como la mayoría de las veces, fueron entran-
do en la casa de Julián. Todos nos saludaron apenas nos vieron, sobre
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todo a Gabriel, e incluso el Mellizo se acercó a chocar la mano con él,


se conocían del colegio y siempre se habían llevado muy bien.
–¡Hombre, Gabo, parcero! –le dijo un Mellizo entusiasta.
–¡Qué más, mijo! How are you? –le respondió Gabriel también de
manera alegre.
–¡Este Gabo siempre con su inglés! ¿Si te vas a meter a estudiar pa
profe?
–Eso quisiera... pero con esta peladez tan hijueputa a ver cuándo
puedo.
–Pues si le hace falta plata, parcero, con nosotros tiene trabajo,
usted ya sabe.
–Ah, gracias, hermano, lo tengo en cuenta –dijo sin meter una sola
palabra en inglés.
–Bueno, me voy que nos está esperando Julián y a ese no le gusta
esperar nunca. Nos vemos después, y si quieren venir donde Rosa, cái-
ganme y los invito a unas polas –nos dijo a los dos sonriente.
Una hora después salieron Carevieja y Nelson, tenían el rictus muy
serio. Se subieron a la moto y, antes de arrancar, se dieron una so-
lemne bendición; luego, con la misma mano, se tocaron a la altura de
la cintura. Bajaron por la calle 112 con el zumbido de la moto como
banda sonora.
Después salieron el resto, se les veía más inquietos que cuando ha-
bían entrado, pero, sin embargo, volvieron a saludarnos.
–Ya saben, parceros, si quieren mandarse unos buenos chorros y
jugamos unas buenas tandas de billar, cáigannos donde doña Rosa
–nos dijo el Mellizo.
–Es que tomorrow tenemos un picadito de soccer, pero gracias –le
respondió Gabriel.
–¡Este güevón, siempre tan sano! –le replicó Mellizo sonriendo–.
Listo, parcerito, como quiera, pero ya sabe, usted sabe que siempre
es bienvenido y vos también, Darío. ¡Y suerte mañana! –remató de
manera amable y llamándome por mi nombre, algo que me llenó
de orgullo.

El sábado amaneció haciendo un bonito día, el cielo estaba despejado,


pero el sol no golpeaba, una tarde idónea para jugar al fútbol. La no-
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che anterior no había dormido muy bien. Como casi siempre que te-
nía partido, estaba impaciente; además, se sumaba el desaforado deseo
que tenía de verme el domingo con Paola. Ambas cosas habían hecho
de mí un coctel molotov con piernas.
Teníamos que ganar para asegurarnos ser primeros de grupo y así
jugar con otro equipo menos bueno la siguiente ronda. Pero sabíamos
que iba a ser difícil, los de Italia, más que piernas, tenían cuchillas, me
asustaba que alguno de nuestro equipo terminara con una fractura.
Encima, antes del partido, uno del equipo nos había confirmado que
el Murillo se había enrolado con Los Magníficos y parecía que ya tenía
algún muerto encima.
–Llegó ese motherfucker, míralo ahí, acaba de llegar –me dijo
Gabriel cuando estábamos calentando antes de empezar el partido.
Se estaba bajando de una moto y se quedó mirándonos fijamente.
Me intimidó su mirada y aún más que otros motorizados venían con
él, dos pelaos muy malencarados que conducían sendas motos. Todos
tenían gorras de colores chillones con la visera arqueada que les llena-
ban los rostros de sombras. Tenían una indudable pinta de malosos
que azaraba.
El partido empezó y en la primera jugada se notó que de ese parti-
do algunos no íbamos a salir ilesos. El Murillo le dio una patada tan
salvaje a Trompa Deivis a la altura de la rodilla que yo temí que se la
hubiera astillado; el árbitro ni pitó falta, aquello pintaba muy mal.
–Lo siento, Darío, pero es que el Murillo me tiene amenazado –me
dijo por lo bajo Juan, el árbitro, que era amigo de Alberto, mi herma-
no mayor. Se le notaba muy asustado. Yo ya no estaba preocupado por
el partido sino por mi salud y por la de los de mi equipo, sobre todo la
de Gabriel.
El Murillo parecía drogado, perseguía a Gabriel por la cancha lan-
zándose en plancha a cada momento y Gabriel salvando cada entrada
criminal solo por su habilidad y su instinto de supervivencia. Pero no
iba a poder esquivarle todo el tiempo. Antes de terminar el primer
tiempo, lo cazó, fue una patada tan alevosa que el árbitro tuvo que
pitarla. En un salto casi de artes marciales le había clavado el guayo
a Gabriel en el estómago. Mientras Gabriel se retorcía en el suelo, el
maldito del Murillo se reía y fuera de la cancha, los dos maleantes que
habían venido con él se carcajeaban. Yo reaccioné y fui por el Murillo,
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pero de inmediato los dos tipos esos se lanzaron al campo, uno de ellos
sacó una pistola del cinto mientras me gritaba:
–¡Quieto, gonorrea!
–Qué pasa, mariconcito. ¿Te querés ir de cajón? Venite pues, yo
te meto un balazo a vos y este pirobo –dijo el Murillo con una voz
corrosiva.
Yo me quedé paralizado y recordé de manera fugaz al muchacho
que había sido ajusticiado por Julián a pocos pasos de allí.
–Tranquilo, Murillo... sigamos jugando... –dijo Juan, el árbitro,
con la voz casi ahogada de pánico.
–Usted quédese callado, bobo hijueputa, que esto es conmigo y
con estas dos gonorreítas. Pasame mi fierro que a estos malparidos les
llegó su hora –le dijo a uno de sus compinches y a mí un corrientazo
gélido me recorrió el espinazo. Me dio tiempo a verme en el ataúd con
el rostro tan pálido como un quesito.
De repente se escuchó una detonación y el bandido que le iba a
entregar el arma al Murillo se desplomó hacia la derecha lanzando un
quejido, como si le hubieran dado un potente puñetazo por su flan-
co izquierdo, estaba herido en un brazo y la pistola se le había caído
al suelo, lejos de su alcance. Se escucharon gritos y me tiré al suelo,
justo al lado de Gabriel. Por la parte alta de la calle que pasaba por el
lado de la cancha, vi al Mellizo, estaba con otro que al principio no
pude reconocer. Blandían dos armas y no paraban de disparar. Todo
el mundo empezó a correr. El Murillo y sus compinches, el herido
casi arrastrándose, huyeron como ratas mientras, con el arma que les
quedaba, respondían a los disparos para cubrir su huida, que consu-
maron lanzándose por los rastrojos que daban a la calle 110. Al final, en
la cancha, solo estábamos Gabriel y yo y, a dos metros, la pistola que
podía haber sido nuestra guadaña.
–¿Están bien, parceros? –nos preguntó un Mellizo excitado.
–Sí, sí... –respondimos con la voz trémula un Gabriel todavía dolo-
rido y yo con la adrenalina por las nubes.
–Casi los matan estos malparidos, menos mal que me huelí
que podía haber bonche hoy por aquí con estos maricones de San-
tacho.
–Gracias, Melli –respondió Gabriel mientras se levantaba con mi
ayuda.
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–A la orden, mi hermano... pero cuídese mucho que se nota que


le llevan ganas esos hijueputas. Y lo malo es que no todos los días vas
a estar tan suertudo como hoy... piénsese lo de trabajar con nosotros,
llavecita, así no le va a faltar con qué defenderse, mijo. –Miró al suelo
y exclamó–: ¡Huy, chimba de fierro el que me les gané a estas ratas!
–Se agachó y lo cogió sonriendo; después dijo–: Bueno, vamos rápido
que no demoran en venir los tombos.
Cada uno cogió por su lado. Gabriel y yo nos fuimos a mi casa y
cuando ya estábamos repuestos del susto, los dos coincidimos en que
la espada de Damocles estaba sobre su cabeza. Estaba más que claro
que el Murillo no pararía hasta verlo besando el piso.
–No se vaya para su casa hoy, no sea que de pronto esa maldita rata
le caiga en la casa.
–¿Y mi mamá qué? No la puedo dejar sola con ese embolao. Me da
miedo que ese perro sea capaz de hacerle algo. No, yo tengo que ir y
frentear el corte.
–Pero ¿desarmado? Pedile al menos un fierro al Mellizo, seguro que
te lo presta.
–A mí no me gusta deberle favores a nadie, luego hay que pagarlos.
–Sí, güevón, pero es que ahora es de vida o muerte.
–Nadie se muere en la víspera, cuando toca, toca. Además, yo creo
que ese Murillo es un cobarde, seguro que debe de estar cagado de mie-
do, a lo mejor no sale de su ratonera en un buen tiempo. Tranquilo,
hermano, que seguro que no pasa nada.
Yo no podía compartir la aparente tranquilidad de Gabriel y sentía
que estaba hablando con un cadáver. Después de un rato de estar ha-
blando, tiempo en el que no pronunció ni una sola palabra en inglés,
se fue a casa y yo me quedé lleno de miedo pensando que quizás sería
la última vez que vería a mi amigo.
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20

El domingo llegó y, pese al susto del sábado, no se habían disipado


mis desesperados anhelos de por fin estar con Paola por primera vez.
La mañana se me hizo eterna y, entre las escenas eróticas que me po-
blaban la mente, se colaban los temores de tener tan cerca algo tan
esperado y, a la vez, las dudas de que finalmente viniera.
Después de lo pasado en la cancha de la Israel, ir a la casa de Gabriel
había dejado de ser una opción. Entrar en Santander era demasiado
peligroso y no quería por nada del mundo poner en riesgo a Paola, no
quedaba más alternativa que el sótano de casa. Esa misma mañana,
bien temprano, sin que nadie de mi familia se diera cuenta, había
acondicionado un clandestino rincón para nuestro estreno glorioso.
Estaba en el lugar más escondido de aquella cueva urbana, justo donde
se había colocado la madera que muchos años atrás había servido de
encofrado para la construcción de nuestra casa. Había tablas largas y
troncos de guadua, acomodados unos sobre otros, y, al lado de ellos,
un espacio quedaba oculto por la madera, de modo que si alguien ba-
jaba por la escalera, no podría ver nada. Coloqué unas mantas viejas
sobre el suelo de hormigón burdo para crear un confortable lecho.
Aquel oculto rincón era un viejo conocido, ya me había servido como
escenario de mis placeres solitarios y ahora me iba a prestar el mejor
servicio que le podía prestar a un adolescente salaz. Me había preocu-
pado mucho por adecentar nuestro lecho o por pensar qué cosas hacer
para quedar como un gran amante ante Paola, pero de la protección
anticonceptiva un rotundo cero. Mi inconsciencia sexual era tal que
ni siquiera lo contemplé, yo solo sabía que tenía que salir antes y ya
estaba, con lo cual, las posibilidades de un embarazo eran tantas como
mis espermatozoides.
Me sentía orgulloso de mi precocidad, me adelantaría en mucho al
estreno de Gabriel. Pensaba en contárselo todo después de que Paola
se fuera, explayarme con fanfarronería en los detalles, pero luego me
acordaba de que por poco no la contábamos y me llenaba de inquie-
tud, aunque me duraba solo unos segundos porque mi exuberante ex-
citación eclipsaba cualquier cosa que no fuera el inminente encuentro
con la diosa que me había prometido sus favores.
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El plan iba a ser el mismo que llevaba maquinado desde días atrás:
misa por la mañana con mis hermanos y esperar por la tarde la salida
del resto de la tropa a su compromiso semanal con Dios.
Cuando llegó la hora, nada más salir Rosario, Wilfredo y mis her-
manos, calculé el tiempo en que tardarían en doblar la esquina de aba-
jo y salí corriendo hacia la esquina contraria por donde se habían ido,
hacia el árbol de guayacán, donde esperé a que Paola apareciera. Antes,
al salir, puse, entre la jamba y la puerta de entrada a casa, el caracol
grande que usábamos como tope cuando dejábamos la puerta abierta,
el mismo que de niño me hacía imaginar un mar que aún no conocía.
Yo no tenía las llaves de casa, ni siquiera varios de mis hermanos ma-
yores la tenían, a menos que Rosario se las prestara ocasionalmente.
Desde la esquina, miraba hacia la calle 113, semejante a un náufrago
en una isla abandonada que espera el barco salvador cuando ya no tie-
ne ni una gota de agua dulce. Temblaba. ¿Vendría? Los minutos eran
lentas puñaladas, no aparecía. La esperanza se mezclaba con un inci-
piente sentimiento de frustración, pero ella nunca me había mentido,
tenía que venir.
Y finalmente apareció para borrar las incertidumbres, cumpliendo
con la cita. Estaba más hermosa que nunca.
–He vuelto, ¿no? –dijo cuando estuvimos cerca, y luego me dio un
beso con la boca abierta, humedeciéndome los labios con su cálida
saliva. La erección no se hizo esperar, esa misma que me llevaba acom-
pañando, casi de manera omnipresente, desde hacía una semana.
–Estás muy linda... –fue lo único que pude decir.
–¿Vamos donde Gabriel o a tu famoso sótano? –dijo con decisión;
si acaso estaba nerviosa, no se le notaba en lo más mínimo.
–Al sótano... –le respondí y la cogí de la mano, fue allí cuando me
di cuenta de que le estaban sudando. Los nervios no eran exclusividad
mía, eso me hizo sentir ligeramente mejor.
Parecía inevitable nuestro adiós a la virginidad. «¡Pichar is the best
my friend!» Recordaba la cacareada frase de Gabriel, y ahora nos toca-
ba a Paola y a mí darnos cuenta.
Describir el batacazo que sentí cuando estuve cerca de casa es im-
posible, similar al golpe seco del cráneo contra un poste que aparece de
repente. El caracol estaba afuera y la maldita puerta estaba tan cerrada
como una nuez de hierro.
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–¡No!, ¡no!, ¡no! –grité.


–No te preocupes, ya habrá otra oportunidad –dijo Paola enten-
diéndolo todo y dándome un abrazo de consuelo.
Yo me zafé de su abrazo y salí disparado hacia la puerta, la empujé
para ver si se abría, pero era imposible. En medio de mi desespera-
ción, le metí una patada a la puerta con tanta rabia y frustración que
creí hundir la chapa metálica. No me detuve a pensar en lo que diría
Rosario, en ese momento no existía, y me vi dándole otra patada al
metal. Para mi fortuna, sobre la puerta no quedó como huella más que
un poco de polvo, era dura y el dedo gordo de mi pie derecho dio fe de
ello. Paola intentaba calmarme.
Cuando logré serenarme, pensé en la alternativa de ir donde
Gabriel, pero de inmediato me imaginé al Murillo pistola en mano.
De todos modos, le pregunté a Paola:
–¿Gabriel está con Marcela en su casa?
–No. Bueno, sí, están juntos, pero iban a ir no sé adónde a tomarse
algo. Como que Gabriel no quería que se vieran allá.
Su respuesta me dejó desolado. Paola me abrazó de nuevo, ella
también estaba disgustada, pero lograba controlarse mejor que yo.
Empezó a decirme que tendríamos más oportunidades, que no me
preocupara, pero a mí, en aquel momento, la posibilidad de otro en-
cuentro me parecía fantasía. Yo casi ni la escuchaba buscando opcio-
nes, pensé hasta en el solar baldío que había en la esquina de abajo
de mi calle, el que tenía una construcción sin terminar en bloques de
hormigón, todo cubierto por malezas altas que daban la apariencia
de ruinas arqueológicas en medio de la jungla, podría servir de escon-
drijo, pero no fui ni capaz de proponérselo, había bichos y muchas
veces los niños se metían ahí a cazarlos, yo mismo lo había hecho años
atrás, sería demasiado incómodo. Al final no me quedó más remedio
que aceptar que nada se podía hacer.
–Toma este consuelito –me dijo sacando algo del bolso que colga-
ba en su hombro derecho y en el que yo ni siquiera me había fijado, a
pesar de que era la primera vez que le veía llevar uno. Me ofreció una
cajita alargada envuelta en papel de regalo. Lo abrí, dentro de la caja
había un bolígrafo metalizado–. Para que me escribas más poemas
–me dijo con su cara iluminada por esa alegría limpia que me hacía
adorarla y pensé que qué más daba esperar una semana más o dos me-
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ses o tres, ya llegaría el momento, y sería precioso. Por primera vez en


esa semana, aquella bestia que me había estado atormentando todo el
tiempo dormía entre el cálido algodón de mis calzoncillos.
La promesa de volver a intentarlo quedó fijada para dos semanas
después. Paola no podía volver a la semana siguiente, no porque no
quisiera, sino porque sus padres no le concederían de nuevo el capri-
cho de volver tan pronto a Florencia. La excusa falsa que había dado
solo valía para una vez, sobre todo habiendo dicho que tenía que venir
porque era mi cumpleaños, para el que en realidad faltaba todavía más
de un mes.
–Por qué no vienes la semana que viene a mi casa...
–Es que... tenemos partido –mentí. El Mundialito para nosotros
había terminado–, pero dentro de poco voy a visitarte –dije no muy
convencido.
–Bueno, yo te esperaré cuando quieras ir –dijo comprensiva y aña-
dió–: A ver si, al menos, vienes para mi cumpleaños, que es en sep-
tiembre.
–De aquí a eso ya te habré visitado veinte veces... –dije aunque no
muy convencido.
–Eso espero, que si no... me busco otro príncipe. –Sonrió.
Visto con la distancia, intento entender esa reticencia tan recal-
citrante a visitarla, ese miedo tan atroz a verla en otro sitio que no
fuera mi barrio. Quizás todo atendía a un sentimiento de inferioridad,
por verme en un barrio de mejor modus vivendi, por verme expuesto
a sus padres, a sus amigos del barrio, que quizás me mirarían como a
un simple pobretón de los barrios populares de las laderas del valle.
Paola jamás me había hecho sentir así, pero seguramente, bajo capas
de costra, estaba ese temor que no sabía cuándo había nacido, lo más
posible en esas tardes en que íbamos a la casa de mi abuela materna,
en aquellas calles silenciosas del barrio Laureles, y mis tías, al abrirnos
la puerta nos saludaban con esa cortesía glacial que a veces se les salía
cuando las visitábamos y que marcaba la distancia de clases. Tal vez
tenía algo que ver esa ocasión en que nos hicieron salir corriendo de
su casa porque en una hora vendrían amigos de ellas y no querían que
nos vieran, a sus familiares pobres. Es posible que de allí naciera mi
temor a visitar a Paola, ese miedo a verme bajo las luces acaloradas de
un clasismo recalcitrante. Y ese miedo debía de ser muy profundo,
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tanto como para persistir a pesar de saber que Paola no estaba en esa
órbita de ricos y pobres. Ella estaba más allá, igual su padre y su ma-
dre; si no, jamás la hubiera podido conocer.
Sin embargo, ese día, nada más irse Paola, sucedió algo que me
hizo recapacitar de forma abrupta sobre ir a visitarla o seguir viéndo-
nos en el barrio.
Dimos una vuelta por la feria que habían puesto por Boyacá Las
Brisas y cuando Paola me dijo que ya era hora de irse, la acompañé
hasta la casa de Marcela. En la acera de delante de la casa estaba el ca-
rro de su papá, era una camioneta Land Cruiser azul oscura, el coche
de más lujo, junto con el del difunto Rubén, que había visto en mis
calles. La casa de Marcela estaba en un segundo piso y, desde el bal-
cón, nos miraban sus padres y la mamá de Marcela, su hija no se veía
por ninguna parte, seguramente seguiría con Gabriel. Bajo la mirada
escrutadora de sus progenitores, me despedí avergonzado, sin ni si-
quiera darle un beso.
–Nos vemos pronto, mi príncipe, y sigue disfrutando del cumple
–dijo sonriente, yo le devolví una sonrisa tímida. Me fui pisando nu-
bes y pensando ya en el futuro.
Al llegar a la cuadra de mi casa, escuché un llamado:
–¡Pelao! –No sabía a quién hablaba, el grito me había bajado a la
tierra.
–¡Darío, vení para acá! –Era Julián que, desde su antejardín, me
llamaba–. ¡Que vengas, quiero decirte una cosa! –Fue una orden. Me
acerqué extrañado.
Cuando estuve cerca, me pidió que me aproximara más. Estaba
sentado en una silla; a su derecha, en el suelo, había una botella de
whisky y un vaso con hielo, en la nariz tenía los restos exiguos de algo
blanco como la tiza.
–¿Quieres un trago? –me dijo cogiendo la botella del suelo.
–No, gracias...
–¡Ah! Verdad que eres un niño todavía, bueno, pues me lo tomo yo
por ti –se sirvió una generosa ración en el vaso y luego bebió de él sin
fruncir el rostro.
–Te voy a decir una cosa, Darío, aquí entre amigos, así como el
whisky es para machos, hay hembritas que también son para machos.
Por ejemplo, esa noviecita tuya, está bien buena. A mí me parece que
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no es para vos, es más de mi estilo, del estilo de un buen macho que


la sepa aprovechar.
Mientras hablaba una especie de tic le estiraba la boca hacia un
lado, se le repetía el gesto con la rigurosidad de un automatismo. A
todas luces estaba muy bebido y muy drogado. Yo me llené de indig-
nación y, a la vez, de miedo.
–Vos sabés que a tu familia la llevo en la buena y no quiero proble-
mas, por eso te lo digo bien, yo sé que vos me entendés... esa peladita
me la dejás a mí. La próxima vez que venga te haces a un lado y listo.
Gracias por cultivármela, pero ahora me toca entrar a mí en acción.
Suerte, pelaíto –remató de manera odiosa, y se tomó otro trago. Yo
estaba en shock, no tuve capacidad de respuesta y lo único que hice fue
irme como un maldito miedoso.
Ahí fue cuando supe que no podía ver a Paola en el barrio otra vez,
la amenaza de Julián era muy directa, a pesar de que pareciera borra-
cho o drogado, lo que fuera. Empezaba a preguntarme cómo había
podido admirar a un tipo que ahora de manera ruin quería quitarme
la novia.
Se lo conté a mi madre, estaba muy asustado y tenía que desaho-
garme. Me había costado muchísimo no contarle lo del día anterior
para no preocuparla y que me prohibiera la amistad con Gabriel; ade-
más, porque creía que con no ir a Santander era suficiente, pero la
amenaza de Julián me había dejado como una gelatina y se lo conté de
inmediato.
–Ese Julián está loco y nos está arrastrando a todos con su locura
–dijo mi mamá que ya había vuelto de la iglesia y estaba planchando
una ropa en el patio de casa–. Y lo peor es que Gertrudis y Antonio
como si nada, a ese muchacho lo que le faltó fue juete desde que estaba
chiquito. –Recordé la vez que a correa me quitó mi mamá las ganas
de desobedecerle–. Pero ya mismo voy a ponerle la queja a Gertrudis,
que se cree ese pues, a mí que no me toree por muy pistoloco que sea.
–Estaba muy molesta.
–¡No, amá, que va a ser peor! Mejor le advierto a Paola y listo. No
nos busquemos problemas.
–Pues entonces llame ya mismo a Paola y cuéntele todo bien. ¡Yo
que cogí en brazos a Julián cuando era chiquito y ahora con la que nos
sale! Me contaron que ayer se paró en la esquina de la Caseta, al lado
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de la República de Israel, y que, con pistola en mano, iba pidiéndo-


le a la gente los papeles y preguntándoles si eran de Santander o de
Florencia, incluso les hacía levantar la camiseta para ver si tenían un
arma. Javier, el hijo de doña Ofelia, pasó un susto de muerte cuando le
apuntó con la pistola en la cabeza. Dice que tenía los ojos rojos como
un conejo. También me contaron que a un muchacho de Boyacá Las
Brisas lo dejó en silla de ruedas por una tontería... Lo peor es que se
está llevando a los muchachos del barrio por delante... claro, como
siempre le han hecho caso... siempre fue muy líder, hasta a Fernando
y a Luis los mandaba, yo porque les decía que no se dejaran manipular
de ese güevoncito, que si no...
Esperé a que le diera tiempo a Paola y a sus padres a llegar a su casa.
Llamé varias veces pero no me contestaron. Estaba muy impaciente.
Por fin, a las diez de la noche, me contestó su padre, me dijo enojado
que no eran horas de llamar a una casa decente y que Paola ya se había
acostado. Me sentí avergonzado pero al menos me quedé más tranqui-
lo al imaginarla durmiendo y fuera de los peligros que estaba criando
mi cabeza. Al día siguiente, como fuera, tenía que hablar con ella.
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21

–Me voy a meter al combo –me dijo Gabriel el miércoles, casi inme-
diatamente después de saludarnos.
Yo estaba saliendo del colegio y me lo encontré en la esquina de la
carrera 74, me estaba esperando. Tenía el uniforme de deporte de su
colegio, el Pedro Nel Gómez, y la mochila atravesada sobre el pecho.
–¿Cómo? –le repliqué más por la sorpresa que por no haberle escu-
chado.
–Que me voy a meter al combo.
–Pero ¿por qué?
–¿Cómo que por qué? ¿Vos crees que ese malparido del Murillo me
va a dejar en paz? Cuando menos piense, ese perro me va a encontrar,
y yo sin un cortaúñas para defenderme.
–Pues consíguete una pistola o pasate a vivir a Florencia... pero
meterse al combo es muy peligroso, todo el mundo dice que de eso
nadie se jubila.
–Pero ¿cómo es la cosa? ¿Antes no te parecía tan bacano tener una
pistola, una moto y bastante billete?
–Y me sigue pareciendo bacano, pero ya me di cuenta de que es
peligroso. Mejor andar a pie, pero estar tranquilo.
–Tranquilo y más pelao que sobaco de rana. Ya estoy cansado de
que la vieja me mantenga y yo sin encontrar un malparido trabajo
decente... y, pa acabar de ajustar, una culebra buscándome la caída. A
mí tampoco es que me guste la idea pero no veo otra salida, parcero.
A Marcela también le parece que es lo mejor, el domingo estuvimos
hablando de eso y ella me apoya, la verdad que me dio el empujón que
me hacía falta.
–Pero ¿tanto te importa lo que te diga Marcela, no pues que no ibas
sino a pasar rico con ella?
–Ah, las vueltas no le salen a uno siempre como quiere.
–¿Cómo así... no me digas que al final te tragaste de Marcela?
–¡Más tragao que un putas!
–Mucho güevón, puro buchipluma sos –le dije sonriendo y alige-
rando la tensión de la noticia de unirse al combo.
–Se nota que tengo alma de Don Juan, pero heart de romantic man.
–Y vos burlándote de mí porque estaba enyerbado de Paola.
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–Pa que vea, parcero, que nunca se puede escupir pa arriba.


–Sí, mijo, pa que aprenda –le dije riéndome, pero luego volví a re-
tomar el tema que me inquietaba–. Hermano, piénsese lo del combo,
a lo mejor hay más salidas.
–Esperá que todavía no te conté una cosa, imagínate que un amigo
de Santander me dijo que el Murillo me está buscando pero en forma.
Y parece que el domingo me salvé por un pelo, yo ni me di cuenta. Me
lo dijo un vecino que sabe lo del problema. Apenas volvía de estar con
Marcela, fue a la casa y me contó que dizque el Murillo estuvo escon-
dido en la esquina un buen rato y, al ver que yo no volvía, se fue. Yo
estoy muy azarao, me da miedo por la cucha.
–¡Ah! Entonces ya no sé qué decirte.
–Pues nada, parcerito, solo pedile a Diosito y a la Virgen para que
me cuiden.
–Claro que sí, hermano, eso fijo.
–En un ratico me veo con el Mellizo, me va a prestar un fierro. El
que le quitó al perro ese del compinche del Murillo en la cancha de la
Israel. A mí desarmado ya no me vuelve a encontrar ese maricón.
Mis sentimientos eran encontrados, por un lado temía por mi ami-
go, pero, por el otro, sentía una oleada de orgullo y de envidia al ver
que dentro de poco Gabriel tendría en sus manos una pistola y todo el
poder que yo le confería a aquello.
–No te conté una cosa del combo –dije yo con tono serio.
–¿Qué cosa?
–Que Julián me quiere quitar a Paola.
–¡¿Cómo?!
–Así mismito, que el güevón ese de Julián me dijo que me quitara
de en medio porque él le va a caer a Paola.
–Pero ¿no le dijiste que es tu novia?
–¡Pero si lo sabe! Hasta me lo dijo.
–¡Mucho güevón! Pero entonces ándate águila con ese marica por-
que según me cuenta Mellizo cuando le gusta una pelada no hay quien
lo pare. El otro día como que le metió un tiro en la pata al novio de
una pelada del barrio de Téjelo para que se abriera y lo más hijueputa
es que al mancito le tocó perderse y la pelada le está haciendo caso al
Julián. Creo que el novio no se la había coronado y el Julián en dos
días ya le había quebrado el duro.
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–Hum... ¡Pues tremendos ánimos me das!


–No, pero si yo no es para asustarte, sino para que veas qué hacés.
Al menos te advirtió, al pelao ese le fue soltando el tiro de una. A lo
mejor porque sos vecino...
–Y porque mi mamá y la de él son amigas, si no ese marica me en-
ciende a plomo por lo que veo.
–¿Y ya se lo contaste a Paola?
–¡Claro!
–¿Y qué te dijo?
–Que ella no le tenía miedo y que ni muerta le hacía caso, que no
me preocupara, estaba tranquila, pero a mí sí que me preocupa.
–Qué cagada que ese güevón de Julián se te meta en el medio y te
caliente el parche. Te va a tocar a hacerle the visit, my friend, así no hay
riesgos.
–¡Sí, y con la pereza que tengo de visitarla!
–Más pereza que Julián te tumbe el rancho y te deje without girl-
friend, parcero.
–Ah, eso, sí, mejor eso a que tu jefe me deje sin novia.
–¿Mi jefe?
–Claro, me vas a decir que todavía no sabés que Julián es el jefe del
combo.
–Of course que lo sé, pero una cosa es que sea el jefe de ellos y otra
muy diferente que sea el mío, a mí nunca me gustó que me manden.
–¿Y entonces?
–No, mentiras, yo sé que me va tocar hacerle caso, si no, paila, me
jodo.
–Pues suerte, porque ese Julián es como muy raro.
–Sobre todo desde que le mataron al primo, al Rubén. Eso es lo
que me dice el Mellizo, que desde eso el Julián cambió mucho, antes
como que era más bacán... Bueno, y no me has contado qué tal con
Paolita, me imagino que nothing of nothing porque si no ya me estarías
chicaneando –dijo con tono guasón.
–Nada de nada –dije trasluciendo la desilusión.
–Ja, al final más cachucho que un baby.
–Bueno, pero dentro de poco nos vamos a ver y te voy a ganar, voy
a ser más rápido que vos.
–Eso está por verse, seeing is believing –me dijo picándome.
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–¡Envidioso! –le dije riéndome, luego se me pasó algo por la cabeza


y le dije–: Oíste... y qué vas a hacer con el colegio. ¿Lo vas a dejar?
–No, voy a seguir, no me falta sino este año, además están las prue-
bas del ICFES, hay que ganarlas como sea a ver si puedo entrar en la
Uni.
–Ojalá que estar con los del combo no te quite mucho tiempo,
porque yo creo que ninguno de ellos estudia o tienen tiempo pa otra
cosa.
–No, es que yo no voy a estar metido del todo, yo se lo dije al
Mellizo y me dijo que listo, que no problem.
–Ah, listo, ojalá no te toque meterte en muchos enredos.
–No, fresco, parcero, que yo me voy a organizar bien y cuando
pueda, me salgo.
–Sí, mejor. Coja unos buenos pesos y ábrase.
–Eso voy a hacer, el Mellizo dice que él también va a estar solo un
tiempo y cuando esté bien luqueado, se sale.
–Pues mucha suerte y cuídese mucho.
–Gracias, hermanito... Oíste, y entonces si Paolita no va a poder
volver al barrio dónde vas darle al peluche.
–No sé...
–¡Ay, mijo, se le complicó la cosa! –y se rio.
–Bueno ya se verá –le respondí molesto.
Sé que en el fondo Gabriel tenía al menos un poquito de envidia
de que yo pudiera estrenarme antes que él y sabía que yo se lo iba a
enrostrar con sardónica saña.
–Mentiras, hermanito, ojalá corone pronto y se una al club de los
fuckers. –Empezó a carcajearse y yo con él porque me hacía gracia y
porque esta vez sentía que sus deseos eran sinceros–. Si yo no estuviera
tan caliente con eso del Murillo, le prestaba la casa, pero mejor no
arriesgarse y arriesgar a la girlfriend.
Nos despedimos en el comienzo de la cuesta de mi calle. Gabriel se
fue donde el Mellizo por el arma y para formalizar su llegada al com-
bo. La tarde se había llenado de arreboles que cubrían todo con una
pátina naranja. Las golondrinas volaban por miles dibujando su veloz
silueta sobre ese fondo de nubes pintadas para la ceremonia de despe-
dir el día. Me entretuve viéndolas hacer piruetas imposibles. Un mo-
mento estaban volando alto y luego se lanzaban en un vuelo rasante
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sobre el decrépito asfalto de algunas de las calles. Eran igual a oscuras


saetas que dibujaban la hermosura.
Cuando Gabriel me dijo que Marcela le había apoyado para que se
metiera en el combo no me sorprendió, por algunos comentarios que
le había escuchado ya me había dado cuenta de que compartía conmi-
go esa admiración por los muchachos del combo. Nunca lo habíamos
hablado porque yo solo la veía cuando nos juntábamos los cuatro y
prácticamente no hablaba con ella, en realidad era como si no hubiera
química entre los dos, a veces hasta sentía que no le caía bien, pero lo
disimulaba de manera casi perfecta sobre todo de cara a Paola porque
una vez le pregunté si yo le caía mal a Marcela y Paola me dijo que no
y que, al contrario, me tenía en un pedestal. Ya no supe qué pensar.
En ese atardecer arrebolado y golondrinas festivas creí de verdad
que Gabriel podría entrar como si nada en el combo y salir cuando
le diera la gana. Ni siquiera le pregunté qué cosas tendría que hacer,
como si fuera a entrar en un trabajo cualquiera.
Sobre cualquier temor prevalecía de manera absurda ese sentimien-
to casi pueril de saberme protegido por un amigo que tendría una
pistola al cinto. Ya me imaginaba a los fastidiosos del colegio sabiendo
que Gabriel, el del combo de la 113, era mi mejor amigo, se cagarían de
miedo, ya no haría falta ir a trompearlos o darles una paliza con palos,
como alguna vez había sugerido Gabriel. Ya tendría yo mi arcángel
personal, listo para espantar los pesados moscones que quisieran ha-
cerse los vivos conmigo.
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22

Le gustaba más que todas las demás, no era la número cinco, ni la seis,
como las otras, simplemente era ella, con esos gestos de niña acomo-
dada, «esa va a ser tan linda como una modelo de Playboy», se decía
refiriéndose a su belleza.
Desde la primera vez le había echado el ojo, cuando él tenía quizás
catorce y ella no más de once o doce. La vio por casualidad una vez
que había ido a la tienda de doña Rosa a comprar algo que su padre
le había pedido con un bramido. Estaba furioso pero nada más ver
a esa niña que estaba en el balcón de una casa cercana a la tienda, le
cambió el genio. La vio de lejos pero, sin embargo, lo suficientemente
nítida para darse cuenta de que esa niña sería una mujer bella; pensó
en cultivarla, soltarle uno que otro piropo de vez en cuando, invitarla a
cualquier golosina, pero luego averiguó que no vivía allí, solo venía de
vez en cuando con sus padres a visitar a la familia. Al final se distrajo
corriendo detrás de otras más grandes, ya habría tiempo. Sin embargo,
estuvo al tanto de todos sus cambios, cómo se le fueron ampliando las
caderas, los pechos le iban dando volumen a sus blusas y su rostro iba
perdiendo las curvas infantiles para volverse más agudo y femenino.
Hasta el día en que se dio cuenta de que ya le faltaba poco para ser una
flor hermosa que merecía ser cortada.
Desde el encofrado de madera, puesto para el vaciado del hormi-
gón de cubierta de su casa, Julián miraba las montañas más lejanas del
valle, parecían fantasmas azules. Por fin había podido quitar las tejas
grises que toda la vida había visto al levantar la mirada, esas que los
cocinaban a fuego lento y en su propio caldo cuando el calor apretaba
en el valle. Nadie reconocería su casa en menos de un mes. Los alba-
ñiles, además de vaciar la losa de cubierta, enchaparían los baños con
baldosín, como en las casas de los ricos, las paredes serían revocadas,
estucadas y pintadas, el piso de hormigón sin pulir daría paso al de re-
tal de mármol y habría puertas de madera para los cuartos. Que vieran
que estaba progresando, y todo gracias a su esfuerzo, no como su viejo,
toda la maldita vida trabajando de vigilante para no tener ni un peso el
día que le fuera a llegar la muerte.
Paola sí que era una de esas reinitas con las que quisiera ir a cualquier
lado. Aún le faltaba desarrollarse un poco, pero ya no estaba lejos de la
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hembra que iba a llegar a ser. Habría podido esperar un poco más, pero
cuando fue consciente de que Darío, el de los Ramírez, podía adelan-
társele, decidió tomar carta en el asunto. Quería ese virgo para él, que se
quitara ese mariconcito de en medio. Antes ni reparaba en él, era igual al
cactus que tenían los Ramírez en el antejardín de su casa, algo vivo y
que existía, pero nada más que eso. No podía permitir que un mocoso
se le adelantara. Ya uno de los Ramírez, Fernando, le había quitado una
novia años atrás, no permitiría que le sucediera de nuevo.
Todos los sucesos que había vivido en los últimos meses le hicie-
ron olvidarse momentáneamente de ella, salió de la onda de su radar,
pero aún estaba a tiempo de enmendar ese descuido. Desde que la
vio de nuevo, hacía unos días, se le había vuelto una obsesión, como
siempre le ocurría con cualquier asunto que le interesara. Ninguna de
las mujeres que había tenido eran como ella, «no le llegan ni a los
tobillos», pensaba y, no quería otra cosa que tenerla cerca, hablarle y
quizás, por qué no, tener su primer noviazgo serio. «¡Esa hembrita es
para mí!», se decía casi convencido de sus derechos.
Sus padres siempre habían apreciado a los Ramírez y, además, los ad-
miraban. Todo el tiempo hablando de ellos y poniéndolos como ejem-
plo. «Esa familia sí que es gente», decía Antonio, su padre, cuando él era
pequeño. «Y entonces ¿qué somos nosotros?», se preguntaba Julián al
escucharlo. Estaba claro que menos que la mierda, teniendo en cuenta
cómo los trataba, sobre todo cuando estaba borracho. Él creía que ha-
bía heredado esa admiración hacia ellos, hacia los blanquitos como los
llamaba y habían vivido muchas cosas juntos, desde juegos con Luis
y Fernando, los más cercanos a su edad, las novenas de aguinaldos en
diciembre en su casa, fiestas... Un inventario largo, la última vez había
sido el día de la carrera de ciclismo en el pueblito paisa. Pero todo lo que
había vivido con ellos pertenecía a un pasado lejano que, bajo su óptica,
no recordaba feliz, porque cada momento compartido era como si le
hubieran enrostrado que ellos sí eran gente de verdad, en cambio él...
La aparente admiración había mutado en otra cosa que salió comple-
tamente a flote cuando su vida dejó de ser la que era. Y es que podía divi-
dir su existencia en dos y desde una fecha precisa, pero no quería pensar
en eso, ya estaba harto de saber el día en que dejó de ser el de siempre
para meterse en una carrera de incierta duración, pero que le garantizaba
tener los bolsillos llenos de billetes y días de fiestas sin parar.
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Miró el reloj, ya se estaba acercando la hora en la que había que-


dado encontrarse con el Mellizo. Últimamente su casa se había con-
vertido en el centro de operaciones del combo, estaba más escondida,
no tan a la vista como la tienda de doña Rosa, en plena avenida prin-
cipal y a merced de cualquiera que llegara a buscarlos para cobrarles
cuentas. Por las obras, todo estaba patas arriba, pero aun así seguía
prefiriéndola; además, así no tenía que salir de su guarida. El Mellizo
le iba a presentar a ese muchacho de Santander que quería meterse
en el combo, también lo había puesto al día del problema que tenía
con Murillo, el de Los Magníficos. En realidad, no le gustaba mucho
meter al tal Gabriel en el grupo, era amigo del vecino, pero necesita-
ban más gente para los trabajos que les estaban saliendo. Habría que
hacerlo probar finura a ver si servía para algo.
Desde su posición en el encofrado de cubierta, miró hacia abajo,
donde la calle 112 comenzaba a empinarse, para verlos venir. Nada más
hacerlo, vio a Darío subiendo la pendiente, parecía que venía del co-
legio, llevaba la mochila a la espalda y el uniforme. Lo saludó dedicán-
dole una sonrisa ácida. Darío le respondió con cara de asustado, giró la
cabeza y siguió su camino hacia la puerta de su casa. De repente sintió
una especie de odio por ese muchacho callado que le quería descorchar
su reinita. Tuvo la tentación de decirle algo, lanzarle otra advertencia,
pero finalmente no hizo nada y lo dejó que entrara en su casa sin dejar
de mirarlo fijamente. Minutos después, por la esquina vio aparecer a
Gabriel, venía con el Mellizo. Se sintió incómodo, constatando que
no le caía bien el Gabriel ese, pero ante tanta insistencia del Mellizo le
había dicho que bien, que lo llevara, seguro había sido un error, pero
ya no podía echarse para atrás.
Volvió a pensar en Paola, su nombre le sonaba como música celes-
tial y no veía la hora de tenerla al lado. La llevaría de paseo en la moto
donde quisiera, aunque pensó que tal vez a una niña así tendría que
llevarla en su carro, pero se dijo que si al de los Ramírez le había hecho
caso siendo un mocoso y andando a pie, con una moto sería más que
suficiente; además, la llenaría de regalos. No conocía a la primera que
le hubiera hecho un feo después de un buen bombardeo de baratijas y
salidas en moto.
Si tenía suerte, en el segundo o tercer paseo terminarían en alguno
de los moteles de San Cristóbal. Ya estaba recreándola desnuda y toda
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para él cuando escuchó el saludo del Mellizo que lo sacó de sus enso-
ñaciones.
–¡Entonces qué, parcero! Lo veo como en las nubes, ¿le dio la pen-
sadera o qué? –dijo el Mellizo efusivamente.
–Dándole al coco pa sacarlos de pobres a ustedes, que si no...
–Eso, eso, dele al coco que usted ya sabe que aquí estamos para ba-
tirnos el cobre –tocándose el cinto–. Vea, le presento a Gabriel, aun-
que no sé si ya lo conoces.
–Lo he visto por aquí por el barrio, pero sos de Santander, ¿no?
A ver si no sos de Los Magníficos y nos estás aquí espiando pa darles
campana –dijo Julián en un tono medio en broma medio en serio.
–No, tranquilo, que este es de los nuestros, el Gabo es más derecho
que un riel, este no se tuerce, ya te dije la otra vez que lo conozco hace
mucho, incluso estuvimos en el Pedro Nel antes de que yo me saliera
de estudiar pa ponerme a hacer billete.
–Listo, no se diga más. Bienvenido, parcero –dijo Julián y le ofre-
ció la mano derecha, donde brillaban dos gruesos anillos de oro.
–Gracias, Julián –respondió Gabriel que hasta ese momento había
estado callado, a la expectativa y un poco nervioso.
–¿Sabés disparar fierros?
–No... nunca...
–¿Y manejar moto? –le dijo Julián sin dejarle que terminara de
hablar.
–Eso sí sé, mi cucho tenía una y me enseñó. Hace tiempo no ma-
nejo, pero fijo le cojo rápido el tiro.
–Mello, préstale tu moto pa que se vaya acostumbrando, pasale
también el fierro que le tumbaste a esa gonorrea de Los Magníficos y
enséñaselo a manejar a lo bien.
–Ya se lo pasé y ahorita mismito nos vamos a la finca del Palomo a
quemar plomo a la lata, pa que afine rápido.
–Eso, así es que es, que estés bien águila y no haya que decite las co-
sas –dijo Julián exhibiendo orgullo–. Me dijo el Mello que esa chun-
churria de Murillo te está buscando la caída.
–Sí, ya hasta me quiso mandar de cajón en la cancha de la Israel –le
respondió Gabriel.
–Pues que sepas que ese marica tiene las horas contadas, porque el
que se mete con uno del combo es como si se metiera con todos. Ya
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tenemos bien localizado a ese malparido, de hoy a mañana, le damos


mátenle. Te vamos a avisar para que vengás y nos ayudés a pillar a ese
aborto de chucha. Estate pilas.
–Listo, y muchas gracias –dijo Gabriel con verdadero agradeci-
miento, aunque fingiendo una tranquilidad que desmentían algunas
fibras de miedo en la voz.
–A la orden, mijo, y ya sabe, ¡pa las que sea, maldita sea! –Julián
sonriendo y chocándole la mano con fuerza–, bienvenido al combo.

Cuando se fueron volvió a pensar en Paola, esperaría que viniera, si


no, iría a buscarla. Marcela, la prima, le había dado la dirección. Co-
nocía a Marcela de vista y le llamaba la atención, pero nada que ver
con su prima. Varias veces se habían cruzado por la calle y en varias
de ellas se habían saludado como lo harían unos buenos vecinos. En
esas ocasiones, Marcela le había devuelto el saludo de manera amable.
Sentía que le caía bien. Fue por eso que se lanzó a pedirle la dirección
de Paola.
La había abordado el día anterior, él iba en la moto y ella caminan-
do; fue cerca de la escuela Eduardo Uribe, en la carrera 74, ralentizó la
moto y la saludó, pudo ver cómo le correspondía con una sonrisa, em-
pezó a rodar a su lado hasta que le pidió que se detuvieran a charlar un
poco. La conversación fluyó muy bien y, animado por eso, le preguntó
por Paola. Ella habló alegremente de su prima, él se lanzó como un
kamikaze y le pidió que le hiciera los cuartos, diciéndole que su prima
le gustaba para novia a lo legal, también le pidió la dirección de la casa
de Paola. Marcela se quedó pensativa un momento, él volvió a insistir
hasta que Marcela terminó por decirle dónde vivía, pero le pidió en-
carecidamente a Julián que si iba a visitarla, no le dijera cómo había
conseguido la dirección, que le inventara cualquier cosa y él le juró
que guardaría el secreto: «Tranquila, Marce, que de esta boca jamás
saldrán esas palabras, yo soy más silencioso que una tumba. ¿Quieres
que te dé una palomita en la moto?», le dijo y ella le respondió que
no, pero le agradeció. Se despidió de ella feliz, ahora podía ir a visitarla
cuando quisiera. «Noviecita fija», pensó y se sorprendió a sí mismo
con ese pensamiento, era la primera vez en la vida que algo así se le
pasaba por la cabeza.
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23

Se despertó tan húmedo que tuvo el súbito terror de que se estaba des-
haciendo. El pecho le subía y le bajaba como un fuelle alentando un
fuego. Lo había hecho, pero todo parecía más un sueño que una rea-
lidad palpitante. Era como si alguien distinto a él hubiera sido el que
detonó el arma, pero ese alguien era tan cercano que parecía compartir
la misma cama y las mismas pesadillas.
Fue más fácil de lo que había imaginado, aunque no exento de dra-
matismo, y, ahora simplemente esperaba el castigo, el que a yerro mata,
a yerro muere, siempre había escuchado en la iglesia.
El Mellizo había ido por él en la moto. «¡Rápido, Gabo, que ya
tenemos a ese marica cogido!», le gritaba desde la puerta. Estaba en
chanclas, se puso los tenis a toda prisa y cogió la pistola. Se estremeció
al sentir su tacto frío contra su vientre al ponérselo detrás del cinto del
blue jean.
El Murillo había cometido un error sin saberlo, se había ido a visitar
a una de sus novias en el Barrio Nuevo, un territorio de nadie donde no
había ningún combo, al que se podía llegar sin necesidad de pasar por
Florencia, pero Gayumba, uno del combo, era de Barrio Nuevo y sabía
que Murillo estaba en amores con Flor, su vecina, ya se lo había contado
a Julián y él le había dicho que estuviera atento y les avisara la próxima
vez que lo viera. Al verlo parquear su moto delante de la casa de Flor, su
vecino no se lo pensó, llamó a Julián de inmediato.
Cuando Murillo salió de la casa de Flor con una sonrisa de ore-
ja a oreja, apostados a la puerta lo estaban esperando Gayumba y
Carevieja. Lo encañonaron y le quitaron su arma. Al momento llegó
él con Mellizo.
«Ahora no sos tan valiente, ¿no? –le espetaba Mellizo–. ¿No tenías
muchas ganas de quebrar a Gabriel? Mirá, pues aquí lo tenés –metién-
dole un puñetazo en la cara–. Hacé lo que querás con esta rata, Gabo.»
Y él, con la pistola en su mano temblorosa, hecha una gelatina. Todos
pendientes y él en una especie de shock, paralizado. El Murillo viendo
en aquella duda el resquicio por el cual salvar su vida, salió corriendo
y, haciendo caso a un aguzado instinto de supervivencia, empezó a
correr en zigzag sobre el pavimento mientras huía con una velocidad
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casi prodigiosa. «¡Marica, disparale, disparale, que se va a escapar!»,


le gritaban con desespero el Mellizo y los otros dos. Todos tenían la
pistola en la mano pero ninguno hacía nada, solo le gritaban, a punto
de desgañitarse, como si aquel asunto no fuera con ellos y solo fueran
unos privilegiados espectadores de primera fila que carean a su gallo
para que por fin saque su espuela. «¡Se te escapó este hijueputa!», ex-
clamó el Mellizo con rabia y desilusión, viendo al Murillo que, cien
metros más allá, acababa de ganar la esquina y la escapada era práctica-
mente inminente. Pero fue ahí cuando las manos de Gabriel recupera-
ron consistencia y apretaron con solidez la cacha: de repente, Gabriel
se vio accionando el arma, descargando una ráfaga letal que alcanzó
de refilón al huido, dando en la única parte de la espalda donde tenía
posibilidades de alcanzarlo. El Murillo, desplomándose como un mu-
ñeco de trapo, golpeándose de frente contra ese pavimento que antes
era una pista de huida. Tan ganada tenía la esquina que desde donde
estaban lo perdieron de vista al caer. «¡Le diste, parcero, le diste!», gritó
el Mellizo jubiloso. Salieron corriendo y cuando llegaron lo vieron
en el suelo, estirado cuan largo era. Al girarlo, vieron en su rostro con-
gelado por la muerte una tenue, pero inequívoca, mueca de victoria.
De vuelta en el barrio, el Mellizo paró la moto en plena calle y le
dio un abrazo mezclado de palabras de felicitaciones. «¡Marica, qué
hijueputa puntería, yo pensé que se te escapaba!» Él lo escuchaba des-
de otro mundo, también a Chuky, Alacrán y Carevieja. Todos los que
se juntaron en la tienda de doña Rosa lo felicitaban con el ánimo en-
cendido, a excepción de Julián, que, de manera fría, le dijo: «Probaste
finura, muy bien –y le ofreció una botella de whisky, Sello Negro–.
Tómese uno bien largo».
El Mellizo repetía una y otra vez la historia a sus secuaces, mientras
él mantenía en la cara una media sonrisa, como la de un tarado. «Casi se
nos escapa el hijueputa. Nadie sacó el fierro porque ese asuntico tenía que
resolverlo Gabriel, era su muñeco y probó finura el parcero. ¡Salud!»
«Fresco, parcero, que eso no ha sido más que su obligación, si
no, a lo mejor él se le hubiera adelantado –le dijo Alacrán que lo vio
ausente–, a mí también me dio el mismo bajón con mi primer muñeco.»
«¡Pues a mí al contrario, se me subió la adrenalina y estuve de fiesta
varios días! Tome chorro hasta que se le pase la güevonada, parcero»,
dijo Carevieja acompañándose de una carcajada.
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«¡Eso, que fiesta es lo que viene de ahora en adelante! La sema-


na que viene hay otro trabajo bueno y fácil, ya me lo avisó Andrade.
Gabriel, te venís vos con otro pa hacerlo, ¡para que te quites la güevo-
nada de encima! Tomá este adelantico, que me dijo el Mello que estás
más pelao que pájaro de recién casado, así vas viendo que estás con los
mejores», remató Julián entregándole un buen fajo de billetes.

Tendría que volver a hacerlo, le dolía la cabeza de pensarlo y por la


resaca feroz que le martilleaba cada una de sus neuronas.
«Después del segundo el cargo de conciencia es menor porque uno
ya sabe que está condenado, pero, de todos modos, no hay que dejar de
rezarle a Diosito y, sobre todo, a la virgencita, porque al final hasta lo
perdonan a uno y le ayudan», recordó la voz de Alacrán. Era con quien
se había sentido más cerca en ese momento, «dos sicarios sin vocación»,
pensó y sonrió de su ocurrencia. A los otros se les veía tan seguros que
parecía que hubieran nacido matando, y, entre todos, sobresaliendo
como una montaña, Julián. «A mí cuando me mataron el primo, ya me
jodieron el alma, me da igual matar al que sea», recordaba a Julián di-
ciéndole mientras lo miraba fijamente, casi como si fuera una amenaza.
Jamás se hubiera imaginado este destino cuando apenas empezaba a
soñar con seguir la carrera de profesor de inglés. Matar por dinero. Nunca
había visto tanto junto cuando Julián le pasó el fajo como adelanto de algo
en lo que no quería participar pero que no podía eludir. Al llegar a casa,
lo tiró debajo de la cama, como si los billetes estuvieran contaminados
por más nuevos que parecieran. Pero ese maldito dinero que estaba bajo
la cama era el que le iba a salvar de las humillaciones, de ir como un perro
mendigando migajas a algunos vecinos que él siempre había imaginado
hablando a las espaldas de su madre, compadeciéndolos como a leprosos
que jamás tendrían oportunidad de curarse. Pondría a su madre a vivir
como una reina, que no tuviera que seguirse doblando en dos para limpiar
casas de gente rica que le pagaban una miseria, no, eso se había acabado.
Humillarse de nuevo no estaba dentro de sus planes.
Intentó cerrar de nuevo los ojos, pero sintió una presencia a los
pies de su cama, vio una sombra mirándolo envuelta en un silencio
de muerto. Un estremecimiento le espinó la piel, sabía quién era y, en
silencio, cerró los ojos para luego empezar a susurrar un padrenuestro.
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24

Si no hubiera sido por Julián, posiblemente no me hubiera animado a


ir a la casa de Paola y me hubiera quedado esperándola los domingos
muy cómodamente en mi barrio, eso lo tengo muy claro.
El sábado, casi una semana después de habernos visto la última
vez, finalmente tomé la decisión ir a verla. Cogí la buseta en la carre-
ra 74, la misma que siempre cogía con mi madre cuando íbamos a vi-
sitar a mi abuela a Laureles, un barrio de calles solitarias y silenciosas,
tan diferente a la algarabía popular de Florencia. La parada en la que
me tenía que bajar estaba al lado de los almacenes Éxito, en el barrio
Estadio. Paola vivía a dos calles.
Por el camino intentaba entretenerme mirando por la ventani-
lla, pero a veces me recorría un frío por la espina dorsal y me ataca-
ban los miedos. Pensaba que quizás Paola, al verme fuera del am-
biente en que siempre nos habíamos encontrado, me viera diferente
y ya no le gustara. Encima un grano terrible me había salido en la
punta de la nariz hinchándomela y haciéndola aún más grande de
lo que era. Maldecía mi suerte. Ya me veía de vuelta a Florencia
más aburrido que un pez en un biberón y sin novia, pero tenía que ha-
cerlo, ya le había avisado a Paola y ella me estaba esperando, no podía
fallarle.
El barrio Estadio era un barrio bonito, y, como Laureles, muy tran-
quilo, yo ya lo conocía, no solo de pasar cuando íbamos para donde
mi abuela, sino porque una vez mi padre me había llevado al estadio
a ver un partido de fútbol, en una de las pocas veces en que salimos a
hacer algo juntos, quizás porque Rosario lo empujó como siempre
a no escaparse de sus responsabilidades de padre en vez de irse corrien-
do a beberse el domingo con sus amigos del barrio en la tienda de don
Roger o en la tienda cancha de la Tinaja.
Cuando encontré la dirección, me vi delante de una casa linda, con
una gran fachada enchapada en una piedra ocre, dos plantas y gene-
rosos ventanales, también tenía un balcón grande. Cuando toqué el
timbre, Paola se asomó por una de las ventanas de la segunda planta,
la vi sonreír y me hizo señas de que ya bajaba.
–Tenía miedo de que no vinieras –me dijo alegre delante de la
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puerta, que estaba abierta de par en par, y luego me dio un beso rápido
en los labios, seguramente estarían sus padres en casa.
–Vamos a dar un paseo –me dijo–. Por aquí cerca hay una helade-
ría y si no, vamos al Éxito.
–Listo, donde quieras, no hay problema –le contesté todavía asus-
tado de la situación.
–Mamá, en una horita vuelvo –dijo Paola mirando hacia adentro.
–Listo, mija –escuché una voz que le respondía.
Atravesamos las tranquilas calles de su barrio rumbo a la carrera 70,
que era una animada avenida donde había varios comercios y estaba
la heladería donde quería llevarme. Dejábamos atrás las grandes casas
del barrio con sus fachadas bien acabadas y de un orden calculado, tan
diferente al caos de mi barrio donde, por un lado, podías encontrarte
frentes de ladrillos rojos en obra negra y, por otro, fachadas revocadas
y encaladas, o, en el mejor de los casos, con el zócalo chapado en algu-
na piedra de origen desconocido.
Por el camino, de tanto en tanto, nos deteníamos para besarnos. Ella
bromeaba y sacaba a relucir su buen humor. Sabía que yo aún me sentía
incómodo y estaba haciendo todo lo posible para hacerme sentir bien.
No le hizo falta mucho porque verla sonreír y tomarme el pelo me dijo
de manera inequívoca que estaba ante la misma Paola de siempre.
–¿Ya ves que no comemos gente en este barrio? Aunque yo con
mucho gusto te metería un buen mordisco... payasito –dijo riendo y
poniéndome la punta de su dedo índice en la bola roja de clown que
era mi nariz.
–Sí, muy bonito, seguite riendo de mi barro, que te voy a echar la
maldición del barro en la punta de la nariz pa que aprendás –respondí
ya más relajado.
–¡Huy, qué miedo! –decía carcajeándose.
La heladería estaba en una esquina, parecía recién hecha y un olor
a nuevo nos recibió nada más entrar. Las paredes de baldosín eran
de color amarillo y blanco sobre el cual había imágenes de helados de
varias bolas, con barquillos y hasta frutas. Las mesas y las sillas estaban
en una terraza delante del local, eran metálicas y brillaban con la luz
de un sol primaveral, una luz, que al sentarnos en la terraza, le daba de
frente a Paola y parecía puesta en el ángulo justo para resaltar más la
belleza de su rostro y el color de sus ojos.
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En un momento le hablé de Gabriel y de que se había metido al


combo, lo dije con esa mezcla de preocupación y orgullo que me ge-
neraba aquello.
–Pero ¿Gabriel no sabe en lo que se está metiendo? Me parece menti-
ra lo que me estás contando –me dijo alarmada–. Aunque nunca se sabe
hasta dónde es capaz de llegar la gente si está tan mal, como me cuentas
que está. –Le vi dibujada la pena en el rostro. Recordé lo que me había
contado Gabriel, que Marcela lo había animado a meterse al combo.
¿No se lo había contado ella a Paola? Preferí no mencionarlo, no quería
enredar la cosa–. Mi papá dice que eso por allá cada vez se pone más feo,
a veces dice que no sabe si va a volver y que mejor venga mi tía a nuestra
casa, por eso es mejor que te vayas acostumbrando a visitarme.
–Sí, la cosa está feíta, pero tampoco es para tanto –le dije negándo-
me a aceptar de manera completa la realidad.
–Yo creo que sí es para tanto. Todo el mundo sabe que ahí lo que
montaron fue una oficina de sicarios. No es que simplemente se reú-
nan en una casa y listo, se reúnen para planear asesinatos y quién sabe
qué más... Mira, no es por hacerme la creída, pero es que Florencia
se está volviendo bastante complicado. ¿No se han pensado pasar de
casa tu familia? A un barrio más tranquilo... a lo mejor el mío. ¿No te
gustaría ser mi vecino?
–Eso no es tan fácil, yo llevo en Florencia toda la vida; además,
vivir en un barrio como este debe de ser muy caro, es para ricachones.
–Pues yo no soy ninguna ricachona.
–A mí me parece que sí.
–¿Por qué? –preguntó arrugando un poco el gesto.
–No sé, por cómo vistes, cómo hablas.
–Eso no tiene nada de ricachona, se llama buen gusto y hablar con
educación –dijo un poco picada.
–Listo, listo, tranquila, discúlpame –dije para no entrar en una dis-
cusión.
–Te disculpo, bobito, que no voy a ponerme ahora a pelear contigo
encima que por primera vez me haces la visita. –Me dio un beso y a
mí se me reactivaron las ganas que llevaban dormidas por la novedad
de visitarla.
–¡Aquí no! –me susurró con firmeza cuando quise cogerla por las
caderas.
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–¿Entonces dónde?
–No te desesperes, ya veremos.
–Yo creo que lo que pasa es que vos no querés.
–¡Claro que quiero, tengo muchas ganas! Pero tampoco me voy a
poner a hacer el amor en plena calle. ¡Ay! Si no supiera que estás cho-
rreando la baba por mí, terminaba creyendo que me querés solo para
eso –dijo con su tono casi perenne de broma y añadió–: Tenemos que
buscar un lugar... no sé... a lo mejor podemos ir a un hotel, aquí en la
70 hay alguno.
–¿Un hotel, y eso cuánto valdrá? Además, yo creo que no nos van a
dejar entrar al vernos tan pelaos.
–Eso a ti que tienes cara de niño. Yo ya tengo pinta de mujer –vol-
viendo a picarme como siempre a pesar de la seriedad que revestía el
asunto para mí.
–No, en serio, adónde vamos.
–Si no, pues en mi casa, un día que no estén mis papás, lo malo es
que mi mamá no me deja sola nunca... o sea que no sé cuándo será
posible, si no, va a tocar en el sótano de tu casa.
–Pero ¿y Julián? No, no me parece buena idea... por qué no vamos
a un parque por la noche, o a un lugar escondido...
–¡Ah, vos lo que querés es llevarme a cualquier rastrojo! ¡No,
mijo, no está ni tibio, donde me vea alguien conocido me matan en
la casa! Prefiero el sótano, aunque corramos el riesgo de que nos vea el
Julián ese.
–No sé, no sé...
–Pero ¿es que ese tipo siempre está vigilándote? Y si nos ve, pues
que se aguante, no creo que nos vaya a abalear por ser novios y si hace
falta, pues lo braveo para que aprenda, vos sabés que a mi esos babosos
no me dan miedo –dijo poniéndose seria.
–Bueno, a lo mejor a vos no te abalea, pero a mí a lo mejor me mete
un tiro en una pata.
–No creo. ¿No pues que tu mamá es muy amiga de la de él?
–Sí, son muy amigas, pero es que...
–Bueno, y entonces ¿qué hacemos? Si querés, podemos esperar has-
ta los dieciocho y nos vamos a un hotel, vos verás.
–No, tampoco es eso. –Me daba miedo Julián, pero, con mis hor-
monas revolucionadas, me daba más miedo no perder mi virginidad–.
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Listo, hágale pues, en la casa. Además, ese güevón no me va a amargar


la vida.
–¿No me dijiste que parecía borracho cuando te lo dijo? A lo mejor
hasta ya se le olvidó. Tranquilo, que va a merecer la pena –me dijo de
manera pícara y a mí se me olvidó cualquier miedo.
–Eso sí –dijo–, hace muy poco que fui a tu casa, así que vamos a
tener que esperar por lo menos dos semanas para que yo me pueda
inventar alguna excusa para salir un rato y visitarte aunque sea de ma-
nera relámpago.
–Qué más se va a hacer... –dije con resignación.
Dejamos el tema ahí y pasamos a otros temas que mi memoria ya
no tuvo tanto interés en guardar intactos, pero que, a pesar de su con-
tenido, hoy nebuloso, ayudaron a construir esa inolvidable tarde de la
primera y última vez que visité a Paola.
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25

«¡Maldito mariquita y encima que le avisé que se abriera!», pensaba


mientras aceleraba la moto y, además de la gasolina, se combustionaba
él mismo con su furia. Tomaba las curvas corriendo el riesgo de derra-
par y adelantaba los automóviles con la temeridad del que ya no teme
a la muerte o ha perdido la lucidez.
Los había visto cuando se despedían delante de la puerta de la casa
y le hirvió la sangre. Su plan se había hecho añicos. Él, que ya se veía
poco menos que formalizando noviazgo, se volvía al barrio con las
manos vacías y todo por culpa del Ramírez.
Desde que tenía la dirección, unas ganas irrefrenables de verla se
habían apoderado de él. Dos rayas de cocaína le habían dado el empu-
jón que le hacía falta. Cada vez que esnifaba, se acordaba de su primo
Rubén y aunque le molestaba aquel recuerdo, también era verdad que
el consumirla le daba arrestos para hacer cosas que le causaban algún
tipo de temor en sano juicio, como un encargo de un cliente nuevo o,
por ejemplo, lanzarse por la muchacha que le obsesionaba.
Pensaba que había sido lo suficientemente claro con el cachorro
de los Ramírez, pero estaba claro que no. Después de verlos despedir-
se con un beso, siguió al Ramírez hasta la parada del autobús y tuvo
ganas de encararlo, incluso se sintió dispuesto a descerrajarle un tiro,
pero no supo cómo se había contenido. Cada vez era más difícil ha-
cerlo, se encontraba irritable casi todo el tiempo y no se soportaba ni
él mismo. Hacía menos de una semana le había soltado tres tiros a un
taxista que le había cerrado el paso haciéndolo frenar de golpe, estuvo
a punto de caerse y besar el asfalto de la autopista Medellín–Bogotá.
Lo alcanzó más adelante y al ponerse a su lado, pudo retratar en su
memoria la cara de terror del taxista cuando lo vio con la nueve milí-
metros en la mano.
No se quedó a ver si estaba muerto, pero estaba seguro de que así
era, uno más para la cuenta, seguro que alguien se los estaba apuntan-
do en el cielo o en el infierno, ya le daba igual; además, tenía asumido
que algún día él sería un número más en la cuenta de otro. «El día que
llegue a cien, me mato, si no es que me matan antes, todavía tengo
crédito», se decía a menudo.
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Estaba tan molesto que en vez de tomar por la autopista Medellín–


Bogotá, dando un rodeo para ir al barrio, decidió tomar por la ca-
rrera 65, que era la forma más directa de ir, pero por donde corría el
riesgo de encontrarse con un enemigo del barrio Girardot con el que
tenía cuentas pendientes. Nada más entrar en la zona del barrio de su
enemigo y aprovechando la línea recta que dibujaba la carrera 65, ace-
leró a fondo. Tuvo suerte, no sonaron disparos.
Había pensado usar la estrategia de siempre, la misma que había
usado con las muchachas de Florencia: merodear cerca de su casa y
cuando la viera salir, abordarla con su discurso lisonjero. Nunca fa-
llaba, pero, sin embargo, esta vez se había preocupado en pensar las
palabras y así causar una mejor impresión.
«Ese niño de mierda no me gana la partida, me va a tocar ponele su
tatequieto pa que aprenda que la cosa va en serio.»
Él llegaría antes al barrio y podría incluso esperarlo en la parada de
la escuela Eduardo Uribe, donde seguramente se bajaría de la buseta.
Ahí mismo podría amedrentarlo de nuevo o soltarle un mensaje más
contundente escrito en plomo. ¿Y qué diría su madre de aquello? Que
dijera lo que le diera la gana, igual doña Rosario ya hacía un tiempo
que no era tan asidua de su madre como antes. Ella misma se lo había
dicho a él con un deje de tristeza en su voz y él simplemente le había
respondido: «Es que esos se creen de mejor familia, yo siempre lo vi,
lo que pasa es que como usted siempre los tenía como en un altar sin
merecérselo». Lo dijo con un retintín de rabia, nunca le admitiría a su
madre que les había cogido una antipatía atroz, que se veía azuzada
cada que recordaba la frase que pronunció su padre en varias ocasiones
durante toda su infancia y parte de la adolescencia, esa dolorosa insi-
nuación de que los Ramírez eran mejores que ellos. «Nosotros, mierda
y ellos, lo mejor», pensaba con una simplificación cruel.
Cuando llegó a la carrera 74 ya había recapacitado, mejor dejar
quieto el asunto hasta después del trabajo que tenían entre manos.
Tenía que concentrarse en terminar de planificar los detalles y elegir
quién iba a ir con Gabriel, ya le había anunciado que lo iba a mandar
para que fuera cogiendo práctica. Al principio pensó en ir él con el
Chuky, pero tenía que empezar a delegar; además, el Mellizo le ha-
bía pedido como un favor que mandara a Gabriel, está muy pelado el
parcero, necesita billete. No le había parecido buena idea, Gabriel aún
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estaba muy verde, pero el Mellizo no dejaba de metérselo por los ojos
y al final le hizo caso. Quizás mandaría a los dos o a Gabriel con el
Nelson; con suerte, hacían el trabajo y también se bajaban a uno de
los dos o a los dos. Si finalmente tenía conflicto con el Ramírez, a lo
mejor se ganaría la enemistad de Gabriel, aunque tampoco estaba muy
seguro de eso, y, por otro lado, el Nelson siempre le había parecido un
flojo, además de ser más cansón que un mosquito, con sus bromas, que
para él no dejaban de ser una especie de irrespeto a su autoridad. Cada
vez lo aguantaba menos, la taza empezaba a llenársele. Aunque, que
se bajaran a alguno de los dos o a los dos iba en contravía de sus inte-
reses profesionales. «Ese trabajito es fácil, si fallan hasta tengo excusa
para matarlos a los dos yo mismo, si acaso se me llega a correr la teja»,
pensó, aunque sabía que tampoco era tan fácil quitárselos de encima,
Nelson era muy popular entre los otros y Gabriel, muy amigo del
Mellizo. No podría hacerlo sin generar una división en el combo. Ya
vería qué hacer, ahora lo importante era resolver lo del trabajo.
En la carrera 74 torció a la izquierda por la calle 113, hacia la tienda
de doña Rosa. Allí estaban Gabriel, el Mellizo, Carevieja, Gayumba
y Nelson, el Alacrán. Estaban tomando cervezas y, nada más tenerlo
cerca, Nelson le dijo:
–¡Hablando del rey de Roma! Te estarían ardiendo las orejas por-
que aquí estábamos diciendo que vos sos un poco mariquita.
–¡Vos siempre con esas bromas tan güevonas! –respondió con tono
molesto Julián mientras parqueaba la moto en la acera–. Vos y Gabriel
van a hacer el trabajito que tenemos pendiente. Dentro de un rato nos
vamos pa la casa y les cuento todo. Espero que no la caguen. Es un
trabajo muy mamey.
–¡Ah, pero qué confiancita nos tenés! –dijo Nelson.
–No, yo solo advierto. Es que si no la hacen bien, yo mismo los
mato a los dos –dijo con una sonrisa torcida. A todos les extrañó la
severidad con que hablaba y notándolo dijo–: Es por güevoniar, yo sé
que les va a salir que ni pintao. Así Gabriel sigue pa’ lante y va cogien-
do horas de vuelo. ¿Sí o no, Gabriel?
–Sí... claro... –respondió Gabriel dubitativo.
–¡Bueno pues, dónde está mi pola, que estos malparidos lo dejan a
uno morirse de sed, estoy más seco que caballo asoleado!
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Hacía diez días que no hablaba con Gabriel, era algo que nunca nos
había pasado. Una vez que nos hicimos amigos, como mucho, había
pasado una semana. Lo había llamado a su casa varias veces y no con-
testaba nadie a excepción de una vez que me contestó su madre y me
dijo que no sabía dónde estaba, que por lo regular llegaba muy tarde
en la noche cuando ella ya estaba dormida y que, por la mañana, ella se
iba muy temprano a trabajar, así que casi no lo veía últimamente. Me
pareció percibir en su tono un leve temblor, aunque tampoco conocía
mucho su voz como para asegurar que ese temblor no había estado
siempre allí.
Estaba preocupado. Sabía que habían matado al Murillo, lo cual
me hizo sentir como si me quitara una roca de encima. Alguien dijo
que había sido Gabriel y yo me sentí orgulloso, pero a la vez comencé a
sentir que la imagen de Gabriel empezaba a aparecérseme como detrás
de un cristal empañado.
El viernes, a media mañana, un rumor se dispersó por las calles del
barrio, decían que habían matado a Nelson, el Alacrán, y escuchar eso
me llenó más de espanto que de tristeza, porque justo el día anterior,
nada más despedirme de Chucho y Johny, dos amigos del colegio con
los que casi siempre caminaba hasta la 110, vi a Nelson venir caminando
hacia mí. Tenía el rictus muy serio y una luz parduzca parecía pintarle el
rostro, me miró fijamente, yo lo saludé, pero no me contestó el saludo
y pasó de largo por mi lado como si yo fuera un completo desconocido.
Quedé muy extrañado. Cuando el viernes, horas después de yo conocer
el rumor, se confirmó su muerte, fui consciente de que no había sido el
Alacrán con el que me había cruzado el día anterior sino con su sombra,
tal como me había pasado con Rubén meses atrás. El inútil don de ver
a alguien deshacer los pasos seguía presente y tuve mucho miedo de en-
contrarme a alguien que quisiera, como, por ejemplo, Gabriel.
Antes de salir para el colegio, con desazón, le conté a mi mamá lo
de Alacrán y me dijo:
–Lo siento, mijito, pero esas cosas son así y no se sabe cuándo pa-
ran, si a los quince o a los ochenta. Lo bueno es que, al menos, no se
le aparecen a los pies de la cama, como cuentan que les pasa a algu-
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nos. –Aquel comentario, lejos de darme tranquilidad, no hizo más que


inquietarme. Rosario, viendo su metedura de pata, continuó–: Pero
tranquilo, que esas cosas pasan. Tranquilo, mijo, además, yo ya tengo
decidido que nos vamos de este barrio, a otro más sano, donde no
tenga que ver a nadie deshaciendo pasos –dijo Rosario prometiendo
algo que no terminaba de cristalizar. En el fondo, yo sabía que no que-
ría irse, aunque también tenía claro que terminaríamos por hacerlo.
Rosario, tarde que temprano, cumplía su palabra.
Reconfirmar que lo de ver futuros muertos no había sido un suceso
aislado y enterarme del asesinato de Nelson eran dos cosas que posi-
blemente a cualquiera le hubieran provocado un soponcio, pero ya ha-
cía tiempo que una cotidianidad violenta nos venía labrando una fina
coraza de indiferencia, a mí particularmente desde que vi en una no-
ticia de última hora el Mercedes color crema de Rodrigo Lara Bonilla
con los cristales hechos añicos por las balas del sicario ese abril del 84.
Nelson, otro muerto más en el inventario lúgubre de aquellos acia-
gos días. «De ese negocio nadie se jubila.» La frase quedó grabada a
fuego en mi mente para jamás olvidarla, ni siquiera ahora, tanto tiem-
po después. Y es que a los dos años de escuchar esa frase por primera
vez, de esos infelices muchachos, no quedaría ninguno.
Ante la muerte de Nelson, sentí la misma lástima que me abrazó
cuando ocurrió la de Rubén, una lástima que tomaría el horroroso
cariz de la costumbre mientras los muertos siguieran dándose en cada
esquina como las flores del valle de la eterna primavera.
Ese día, después de salir de clase, volví a ver a Gabriel. Estaba en la
tienda de enfrente del colegio, sentado sobre una moto y de inmediato
vi que no estaba bien, cuando me acercaba, observé que hacía uno o
dos movimientos que no le conocía.
–Subite –me dijo ceñudo, y yo me subí sin decir nada.
Cuando Gabriel arrancó, la moto dio un chasquido y luego avanzó
con un sobresalto que casi me hace caer, menos mal que me había aga-
rrado con ambas manos de la parte de atrás del sillín. El viento empezó
a mover mi pelo y el ruido del motor se hizo omnipresente. No tenía ni
idea de adónde me llevaba. Cogió a la izquierda por la carrera 74. Pasamos
por delante del lugar en que se estacionaban las busetas de Florencia, que
estaba en el límite con el barrio Pedregal; era un lugar donde la berma de
uno de los lados de la carrera se ampliaba, dejando un solar lo suficiente-
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mente amplio como para poder aparcar toda la flota de busetas. Después
de aquel solar de tierra apisonada por el peso de los colectivos, había un
cambio abrupto en el terreno, que caía en picado hasta detenerse en la
cancha de fútbol del barrio Téjelo. En una ocasión, una de las busetas se
había despeñado hasta la cancha, culpa de un conductor borracho.
Una calle después del paradero de las busetas, había una tienda con
una pequeña terraza que tenía mesas y sillas de plástico rojo. Ahí se
detuvo.
–Vamos a tomarnos algo –me dijo mientras paraba.
Nos sentamos en las sillas de plástico rojo y pedimos dos cervezas.
–¿Y qué tal todo? Te estoy llamando desde hace días pero no te
encontraba, mi hermano –dije y él me miró con unos ojos que todavía
tengo clavados en la memoria, junto con el significado de la palabra
amargura.
–Mal, esto es una mierda, no sé por qué hijueputas me metí en esta
güevonada. –Hizo una pausa mientras miraba la botella de cerveza–.
Me imagino que ya sabés que maté a esa rata del Murillo. –En ese mo-
mento, arrancaba la etiqueta de la botella.
–Sí, ya lo sabía, pero bien muerto sea.
–Sí, eso sí. –Hizo una pausa y continuó–: Al Alacrán lo mataron
por mi culpa –me soltó a bocajarro dando por sentado que yo ya sabía
de la muerte de Nelson–. Fui un malparido miedoso. Teníamos que
bajarnos a un viejo que nos habían encargado y, en el momento, me
temblaron las güevas. Íbamos en la moto, Alacrán manejaba y yo tenía
que volver a probar finura, dispararle a ese viejo hijueputa. Pero, cuan-
do saqué el fierro y apunté, la puta mano no me funcionaba, el dedo
se me congeló, ya me había pasado lo mismo cuando lo del Murillo,
pero esta vez fue peor. El viejo iba en un carro y me vio apuntándo-
le. La gonorrea esa frenó en seco. «Disparale, disparale», me gritaba
Alacrán, y yo nada. El maldito viejo iba armado y le di tiempo de sacar
su pistola. Nos disparó, fue muy rápido, le dio al Alacrán y él, al caer-
se por los balazos, me empujó hacia atrás y nos fuimos a tierra con la
moto. Gracias a Diosito lindo ninguna bala me dio, solo una me pasó
rozando el hombro. En el suelo vi que el carro del viejo todavía estaba
al lado, parece que se le había apagado del susto, escuché el chasquido
del encendido y ya se estaba empezando a rodar de nuevo, pero empe-
cé a sentir candela en todo el cuerpo, la mano ya la tenía suelta... no
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dejé que se me volara... ¡Le disparé todo el proveedor y le di al perro


ese! Lo maté, su carro se terminó estrellando contra el muro de una
casa. Estaba bien muerto, pero Alacrán también. ¡Por mi hijueputa
culpa! –Sus palabras me dejaron atónito, pero al ver la amargura que
tenía, me llené de compasión. A pesar de lo que me contaba, yo lo que
tenía ganas era de darle un abrazo y estuve a punto de dárselo, pero
no había terminado de hablar–. Lo único que quería era irme de ahí,
intenté subir a Alacrán en la moto para llevarlo a un hospital, pero me
pesaba mucho. Cuando le vi la cara, me di cuenta de que ya estaba
muñeco, lo moví para un lado, cogí la moto y me fui como pude, casi
me estrello de lo cagado de miedo que iba.
Se quedó callado y yo no rompí el silencio, sentí que cualquier cosa
que dijera sería una tontería, y fue lo mejor, porque Gabriel tenía que
dejar fluir esas palabras que le estaban apuñalando por dentro.
–Es verdad lo que dicen, veo a esos hijueputas del Murillo y del
viejo hasta en la sopa. Llevo varios días sin dormir y hay noches en
que me parece verlos a los pies de la cama, preguntándome por qué
los maté, y yo qué hijueputas voy a saber, si yo lo que quería era ser
profesor de inglés y no un sicario. El Gayumba y el Carevieja me dicen
que tengo que montarme el tercero rápido, que es la única manera de
seguir pa’ lante y que, después del tercero, ya cualquiera da lo mismo.
Yo creo que no sirvo para esto... Alacrán está muerto por mi culpa. En
el combo hay varios que parece que hubieran nacido para esta güevo-
nada, el mismo Julián creo que ya lleva casi veinte y nunca le tembló
la mano... A veces suelta que cuando llegue a cien, se mete un tiro...
Tal vez hay que estar un poco loco, como ese güevón, para ser bueno
en esta mierda. Yo no fui capaz de decirles que por mi culpa mataron
a Nelson, ninguno me dijo nada, no vieron lo que había pasado; es-
taban muy tristes, sobre todo el Chuky, Alacrán era su mejor amigo.
Cuando me vio llegar solo a la tienda de doña Rosa, se puso a llorar y
a hijueputear, hizo hasta unos disparos al aire y yo tenía ganas de que
me los pegara a mí en el pecho, por carechimba, por ser un maricón.
Después se abrazó conmigo y lloramos como dos nenas. Pero Julián
estaba muy serio, cuando ya todos se iban, me hizo ir hasta su casa.
Allí se transformó en otro, parecía el diablo. Me echó la culpa de la
muerte de Alacrán, me dijo que si yo hubiera sido rápido, el trabajito
tenía que haber salido bien, a él no le cuadraba que el viejo se nos hu-
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biera adelantado, que era un trabajo muy fácil, y me tocó contarle la


verdad. Me trató como a un perro, pero yo el orgullo lo tenía por los
suelos y agaché la cabeza. Me dijo que era un bobo cagao y que, al que
tenían que haber matado, era a mí, me metió una patada en las güevas,
luego sacó su pistola y me la puso en la boca. Te juro por Diosito lindo
que pensé que me iba a meter un tiro, ese güevón es capaz de matar
por solo ver caer al muerto, pero no me disparó. Sé que me merecía
que me tratara así, pero, de todos modos, también creo que ese marica
no está bien, está loco, porque después se puso como si estuviéramos
de fiesta. Me dio un fajo de billetes y sacó coca y una botella de whisky
y empezó a contarme cada uno de sus muñecos, cómo los había mata-
do, empezando por el primero. Me dejé llevar hasta que, no sé cómo,
pude escaparme para mi casa. Ese marica está loco, aunque fijo que
yo estoy más loco por seguir en esta mierda, sabiendo que no sirvo,
por qué voy a seguir, porque la hijueputa plata que me da Julián es de
verdad, por muy duro que sea conseguirla.
Cuando terminó de hablar, no sabía ni qué decirle.
–Tranquilo... –dije confuso.
–¿Y vos qué? No te he dejado ni hablar –dijo y esbozó una sonrisa
triste.
–Salite de esa maricada –por fin atiné a decir.
–No puedo, parcerito, yo ya estoy perdido.
–¿Vos qué sos, güevón? Perdido si te quedás, dejá esa maricada. Ya
te ganaste unos pesos con eso, hacé rendir esa plata.
–Tampoco es tanta, eso no me alcanza para nada, necesito más... si
es que no le cojo gusto a esto antes.
–Conociéndote no lo creo.
–No metas las manos en el fuego por nadie, parcerito.
–Por vos si las meto.
Se me quedó mirando fijamente y vi agradecimiento en su mirada,
pero luego dijo:
–A ver si un día no me vuelvo tan loco que sea capaz hasta de ma-
tarte a vos. –Y su voz me sonó por primera vez como la de un extraño.
–¿Te compraste moto? –cambié de tema.
–No, es del Mello, que me la presta, pero me voy a comprar una
rapidito. A lo mejor me podés acompañar a comprármela. Ya le eché
el ojo a una, en estos días voy.
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–¿Y qué fierro tenés?


–Vealo –mientras sacaba de su cintura una pistola de un negro
opaco–, cógela.
–¡Qué bacanería! –exclamé al cogerla.
–Sí, es una chimba de fierro –dijo y le noté mejor de ánimo.
–A ver si un día me dejás probarlo –le dije entusiasmado.
–Claro que sí. En estos días, le caigo y nos vamos a jugar al tiro al
plato.
–A ver si no me termino matando yo solo. –Y me reí.
–A lo mejor, que vos sos muy bruto, my friend –dijo pronunciando
por primera vez desde que estábamos juntos algo en inglés–. Pero pa-
samela, no vaya a ser que se te suelte un pepazo y al que mates es a mí,
that will be a tragedy!

Después de pagar, nos subimos de nuevo a la moto y me acercó a dos


cuadras de mi casa. No queríamos que mi madre me viera con él, las
noticias volaban y ella ya sabía que era parte del combo y me había
pedido, o más bien exigido, algo que yo sentía que jamás podría hacer,
dejar de ser su amigo.
Nos despedimos en la esquina de la carrera 74 con la calle 112.
–No te dejé ni hablar, pero a ver si en estos días nos volvemos a ver
pa que me acompañés por la moto y pa que soltemos unos plomazos y
aprovechamos para parlar más tranquilamente, parcerito, ¡ah! y pa que
me cuentes si al final vos y Paolita le han dado al peluche. –Sonrió–.
Bye bye.
–Suerte, y pensate lo que te dije.
–Good look! –Se marchó acelerando rumbo a la calle 113.
Con lo que me contó Gabriel de Julián, empecé a replantearme
la idea de que Paola viniera a casa de manera clandestina, era dema-
siado riesgoso que nos viera y quedar a merced de un loco. La cosa
me fastidiaba mucho porque tendríamos que buscar algún otro lugar,
pero, a pesar del riesgo latente que había, tampoco terminaba yo de
descartar plenamente el plan de vernos en el sótano, todo gracias a ese
desbordante deseo de estar con Paola que me hacía ser el peor de los
inconscientes, o quizás simplemente lo que era: un febril quinceañero.
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La madre de Nelson se había decidido a hacer la velación en su anti-


guo barrio, el de soltera. Amigos en común le dijeron a mi madre que
la razón era la de no tener que ver a Julián en un momento tan doloro-
so, pues, para ella, él era el único causante de aquella desgracia.
–Tenemos que ir a ese velorio hoy mismo, aunque sea lejos –me
dijo mi mamá mientras planchaba una camisa negra de mi padre–. Yo
a doña María la traté mucho cuando estábamos recién llegados al ba-
rrio, y don Jesús nos ayudó en la construcción de la casa, en ese tiempo
era albañil, y nos ayudaba los fines de semana sin cobrarnos nada. Hay
que ser agradecido.
Yo no tuve nada que objetar. Hizo un silencio mientras seguía
planchando ropa de luto para ella, mi padre, César y yo, que desde
hacía un tiempo éramos sus escuderos para todo tipo de acto social,
incluido el de la muerte. Luego dijo:
–Jamás se lo diría a doña María ni a don Jesús, pero ellos son
los que más tuvieron que ver con lo que le pasó a ese muchacho, claro
que Julián tiene su culpa, pero es que uno como padre nunca puede
estar tan ausente de lo que hacen sus hijos en la calle, hay que ponerles
límites, pero no solo cuando son adolescentes, sino siempre, desde
pequeñitos, y, con mucha pena en el alma, pero don Jesús y doña
María no le pusieron cuidado a ese muchacho, al pan pan y al vino
vino. Uno siempre tiene que estar pilas con los hijos o si no, ustedes ya
se me hubieran torcido, un buen correazo a tiempo vale más que mil
palabras –dijo exponiendo su tan reconocida teoría educativa que yo
mismo había experimentado en mis carnes recibiendo esos correazos
pedagógicos cuando era pequeño y que, sin duda, me mostraron con
quién me la estaba jugando desde el principio.
Esa misma noche fuimos al velorio de Nelson. El barrio estaba jus-
tamente al otro lado del valle, en las laderas de la montaña del frente,
cruzando el río que dividía en dos la ciudad. Era uno de esos barrios
que, desde mi terraza, muchas veces miraba, como la vez del cometa,
y podía ver algún autobús subiendo por la rampa de una calle prin-
cipal, mostrándome la carrocería del techo en casi toda su extensión,
como si subiera por una pared. Las casas eran más humildes que las
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del nuestro y el trazado de las calles tenía el caos de las construcciones


sin planificación. Cada quien había construido su casa donde mejor
pudo. Era un barrio que, en sus comienzos, había sido de invasión,
formado en su mayoría por personas que emigraban de sus pueblos
para buscar suerte en la ciudad. Un barrio que seguía creciendo hacia
la corona de la montaña, y mientras más cerca de la cima, que aún en
ese tiempo se veía como una meta lejana, más olvidados, esperando, ya
no en casas de ladrillo, sino de cartón y latas, un futuro más próspero.
La casa donde se estaba haciendo el velatorio estaba a mitad de distan-
cia entre el río y la cima de la alta montaña, ni muy arriba ni muy aba-
jo. Estaba hecha de ladrillo en obra negra y tejas de asbesto cemento,
como casi todas las de esa zona media. Cuando llegamos, había varias
personas fuera, hablando en voz baja. Cuatro motos estaban aparcadas
en la acera de enfrente de la estrecha calle. Reconocí la de Julián y la
del Mellizo. Doña María no había podido librarse de su presencia y yo
tampoco, me molestó saber que estaba allí.
Nada más entrar, nos recibió un murmullo de voces cansadas que
repetían el Ave María. Había gente sentada en las sillas puestas contra
las paredes del pequeño salón, otras personas permanecían de pie, al
lado del vano que parecía conducir a un patio interior en el que habría
más gente. La casa estaba decididamente tomada. No vi a Julián ni a
Gabriel, imaginé estaría dentro, en el patio. En una de las sillas estaba
una doña María con la mirada ausente, rigurosamente de negro; a su
lado, don Jesús hablaba con la persona que estaba sentada a su derecha
y, en medio, estaba el ataúd satinado, parecía de buena calidad. Con
una oscura y dolorosa ironía, pensé que, al menos, su arriesgado tra-
bajo le había asegurado un entierro decente. Tenía dos puertas, la que
llegaba hasta la altura del pecho estaba cerrada y la otra, la más peque-
ña, permanecía abierta, dejando ver su busto detrás de un cristal. Las
personas se acercaban a mirarlo para darle la despedida, unos le habla-
ban, otros simplemente lloraban sin decir nada. Nos acercamos donde
doña María y don Jesús y les dimos nuestro sentido pésame. Fue algo
muy incómodo para César y para mí, las palabras nos salieron a ambos
casi ininteligibles y envidié a mis otros hermanos, que no habían teni-
do que pasar por ese trago.
–¡Mi amor, por qué te mataron, si tú eras lo mejor que me dio la
vida! ¡Maldito hijueputa! ¡Te amo, mi amor, qué voy a hacer sin vos...!
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Los gritos me sobresaltaron, una joven se reclinaba sobre el ataúd


y lloraba con un desconsuelo que rasgaba el alma, mientras profería
unos lamentos que parecían tan hondos que todos los que estábamos
allí sentimos las lágrimas asomándose a la barandilla de las pestañas.
Muchos directamente empezaron a acompañar los lamentos y aquello
parecía la sinfonía de unas almas en pena.
Chuky, el mejor amigo de Nelson, salió de no sé dónde y, con una
ternura que jamás le imaginé, intentó calmarla, hablándole suavemen-
te, pero, lejos de apaciguarla, ella seguía gritando. El murmullo de
rezos no se amilanó, sino que aumentó su volumen, como intentando
prevalecer sobre aquel dolor o acaso buscando calmarlo con su narco-
tizante vaivén. Finalmente, Chuky pudo sacarla fuera, sus lamentos se
fueron alejando y la paz pareció volver al salón.
Un impulso me lanzó hacia el ataúd, jamás había visto un muerto
encajonado en su féretro. El cristal sobre el rostro de Nelson aún esta-
ba mojado por las lágrimas de la chica, y, bajo ellas, estaba él, detenido
para siempre, inmune ya a cualquier tipo de dolor físico. La rotun-
didad del maquillaje que le habían puesto me hizo creer que aquello
no era más que un muñeco hecho con cera. La cara estaba hinchada y
unos pequeños puntos bajo el mentón, que el maquillaje no ocultaba
del todo, me indicaron el trayecto de las balas.
«De ese negocio nadie se jubila», volvió a resonar en mi cabeza.
Por el vano que daba al patio, apareció Julián. Parecía muy afli-
gido, varios muchachos del barrio iban tras él. Se acercó al ataúd, yo
seguía allí, se colocó justo a mi lado y me puso la mano en el hombro,
me recorrió un escalofrío.
–¡Siempre se van los mejores, hijueputa! –dijo con un lamento–.
¡Parcerito, con lo buena papa que eras! –De repente me rodeó con su
brazo izquierdo, atrayéndome hacia él con fuerza, como si estuviera
con un amigo. Algunas de sus cadenas de oro se incrustaron contra mi
hombro–. ¡Este parcero era de lo mejor, tenía unas güevas las hijuepu-
tas, un valiente! –Lo dijo señalando el rostro de Nelson y mirándome
como si le hablara a alguien al que le tuviera cierto aprecio y no como
si me quisiera quitar la novia, yo estaba estupefacto. Luego me liberó
de su brazo y se acercó más al ataúd, y de manera hábil, tanto que no
sé ni cómo lo hizo, quitó el cristal del cajón, abrió la otra puerta y sin
mucho esfuerzo levantó el menudo cuerpo de Alacrán, lo apretujó
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contra su pecho, luego se separó un poco de él y mirándolo a su cara


de muñeco de cera empezó a hablarle–. ¡Parcerito, vos eras de lo mejor
y encima cómo nos hacías reír, marica!
Todos los que estábamos presenciando la escena estábamos asom-
brados. Luego volvió a acostarlo suavemente, y, con cuidado, lo dejó
todo como estaba antes. Doña María, que había visto todo con la mi-
rada perdida, como saliendo de un letargo se levantó y gritó:
–¡Dejalo en paz!
Julián no le dijo nada, pero abrió su billetera y sacando de ella una
buena cantidad de billetes, se los extendió.
–¡A mí no me dé ningún maldito peso, esa plata está sucia de la
sangre de mi niño! ¡Todo es tu maldita culpa, asesino! –le espetó.
Julián, al escucharla, dio un respingo, como si le hubieran golpea-
do con un mazo. Creí que le iba a responder, pero, lejos de hacer eso,
agachó la cabeza como un niño regañado.
–Perdone, doña María.
No dijo más y se fue atravesando el salón con paso humilde. Detrás
de él, se fueron los demás muchachos del combo que iban, parecían
tan aturdidos como su jefe. No vi a Gabriel, al parecer no había ido al
velorio. Sabía que se lo impidió la culpabilidad que destilaba cuando
nos vimos y sentí lástima por él porque sabía que a esa hora estaría
torturándose.
Estuvimos un rato más en aquel opresivo ambiente y cuando
Rosario estimó que ya era hora de irnos, nos despedimos de los cono-
cidos y de los padres de Nelson.
–Usted no se deje engañar, nunca se meta en esas cosas –me dijo
doña María mirándome fijamente con unos ojos estragados por las
horas de llanto. Y luego mirando a mi madre–: Rosario, cuide mucho
a sus muchachos, que no se jodan la vida por la maldita plata. ¡Pa qué
la plata si lo que más quieres, te lo matan! –Lanzó un sollozo y se abra-
zó fuertemente a mi madre y de nuevo lloró desconsoladamente.
Nos fuimos y, para mí, la noche, a pesar de tener luna llena ilumi-
nando el valle, era la más oscura de mi vida.
Más tarde, cuando ya estábamos en casa, medité sobre el compor-
tamiento de Julián, estaba confuso; por un lado, según todo el mun-
do, incluido Gabriel, estaba loco y, por otro, quería dejarme sin novia;
sin embargo, había visto a alguien muy afligido y humano en el ve-
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lorio de Nelson. Quizás solo era una máscara, no lo sabía y esa duda,
unida a mi obsesión, me hizo dejar todo tal cual lo había pensado con
Paola. Pensé que a lo mejor lo que me había dicho Julián había sido un
simple capricho que le salió a flote como uno de los cubos de hielo del
whisky que estaba bebiendo ese día y seguramente ya ni se acordaba de
lo que me había dicho y me dejaría en paz. Me autoconvencí de eso y
no pensé más en el asunto. A pesar de todo lo vivido esa mefistofélica
jornada, dormí tranquilo.
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El domingo por la tarde mi hermano César y yo salimos a jugar al


fútbol a la calle, empezamos peloteando en el antejardín, pero después
de tres pelotazos a la puerta de lamas metálicas de nuestro taller, mi
papá salió a decirnos que dejáramos de jugar ahí, estaba con una resaca
memorable y cada vez que le dábamos a la puerta, aquello para él era
un estruendo de proporciones apocalípticas, así que terminamos en la
calle haciéndonos los Maradonas.
De repente, después de hacer un pase a César, giré el cuello hacia la
cuesta y calle y media más abajo vi la inconfundible silueta de Paola,
venía por una calle por la que nunca la había visto aparecer antes,
la 112. Tal fue mi sorpresa ante algo tan imprevisto que una caricia de
hielo bajó por mi pecho, porque de inmediato pensé si no sería una
de esas malditas apariciones que me habían visitado ya dos veces, pero,
al verla sonreír y mover la mano, supe que era ella y no su sombra.
Jamás pensé que una visita tan esperada podría llegar a causarme un
sobresalto tan desagradable. Automáticamente miré hacia la casa de
Julián, no estaba a la vista, tampoco su moto ni su carro. Paola, cuan-
do supo que la había visto, se detuvo a esperarme.
–Espera un momentito, ya vengo –le dije a César, y bajé por la
cuesta de la calle.
–¿Qué haces por aquí? –le dije de manera un poco brusca cuando
llegué donde ella, aún me duraba el susto.
–Visitar a mi novio... –contestó un poco descolocada por mi tono.
–No, si... es que no te esperaba, habíamos hablado que en dos se-
manas o así. ¿Por qué no me avisaste?
–Es que no me dio ni tiempo. Me dio un arrebato, tenía muchas
ganas de verte y le dije una mentira a mis papás de que me iba a ver
con unas amigas. ¿No te da alegría que haya venido?
–¡Claro que sí! Lo que pasa es que...
–¿Qué?
–No, nada, bobadas mías.
–¿Y qué? ¿Vamos... al sótano? –me dijo tímidamente.
–¡Hummm! –exclamé con desilusión–. No fui a misa esta mañana
y ahora me toca ir por la tarde, si hubiera sabido que ibas a venir...
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Mi mamá no me va a dejar que no vaya a misa, ¡con lo estricta que es


con eso!
–¡Ah! Pensé que ya ibas a misa todas las mañanas... Pues habrá que
esperar otra oportunidad. A ver cuándo les puedo meter otra mentira
a mis papás, que la verdad no es que me guste mucho –dijo un poco
molesta.
Tenía que pensar qué hacer para librarme de la misa sin estar ex-
puesto a la furia de Rosario que en temas eclesiásticos no admitía ex-
cusas.
–Perdóname, mi princesa, si fui groserito, es que me sorprendió
mucho que vinieras –dije mientras pensaba la solución al problema–.
Ya sé qué podemos hacer –dije mientras improvisaba una solución–.
Por qué no me esperas un momento en casa de Marcela y vuelves en
una media hora o así.
–¡No puedo, donde mi tía se dé cuenta, se lo cuenta a mis papás y
me matan!
–¡Ah, es cierto, qué bobo soy!
César seguía calle arriba, dándole patadas al balón contra una pa-
red. Lo miré como una excusa para seguir pensando sin tener que
mirar a Paola a los ojos.
De repente pasó un milagro, vi que mi mamá se acercaba a César,
estaba de espaldas a mí y no me había visto, y César, sin dignarse a
mirarnos, como si ya mi nexo con él se hubiera roto cuando me fui
con Paola, se fue con mi mamá, llevándose la pelota, por el lado con-
trario al que yo estaba con Paola. Mi madre tenía una bolsa que usaba
cuando iba a comprar algo a la tienda, algo que quería mirar con sus
propios ojos y que no delegaba en César o en mí. Una idea como
un relámpago me iluminó la cara. En casa solo estaba mi papá, mis
hermanos estaban en la calle y les había escuchado decir a Patricia y
a Lucía que irían directamente a la iglesia. Mi padre estaría acostado,
abrazado a su resaca dominguera.
–Vamos a casa –le dije a Paola un poco acelerado y ella me siguió.
–Escóndete al lado –dije cuando estábamos delante de la puerta,
señalándole el lado izquierdo de la fachada.
Acto seguido, toqué la puerta. Mi padre tardó unos segundos, es-
taba con los pies descalzos, en pantaloneta y sin camisa. El pelo lo
tenía revuelto, lo había despertado. Me abrió casi con un gruñido e
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inmediatamente después se dio la vuelta para seguir con su siesta de


resaca. Yo me quedé en la puerta unos segundos, esperando que mi
papá tomara de nuevo posición en la cama, escuché que tenía la radio
encendida, algo que siempre hacía para amenizar sus siestas. Sonaba
un disco de Héctor Lavoe.
–Ven –le dije en un susurro a Paola, y entró conmigo de la mano,
temblaba; atravesamos en silencio la casa por el lado del patio y llega-
mos al sótano.
Bajamos las escaleras y la llevé al lugar que aún seguía intacto, es-
perándonos. Estaba muy nervioso y la posibilidad real de estar con ella
me regaló una potente erección. Era un sueño. No pude esperar a que
se acomodara y le di un beso en la semipenumbra del sótano. La luz
parduzca que bajaba desde el tragaluz que daba a la terraza me permi-
tía verla como si nos iluminaran unas velas. Nos dimos un trémulo
abrazo, no sabíamos cómo empezar.
Comencé a acariciarle los pechos por encima de la ropa y, a pesar de
las telas, ella se estremeció. Mientras la seguía besando, metí la mano
en su blusa y sentí esa piel suave y la redondez de su pecho izquierdo.
Cuando con mis dedos toqué su pezón, lanzó un gemido quedo que
me hizo sentir una llamarada en la entrepierna.
En ese momento, escuché de manera lejana que abrían y cerraban
la puerta de entrada a la casa, eran mi mamá y César; faltaba poco para
la hora de ir a misa, pero eso no me importaba, yo quería seguir, estaba
convencido de que estábamos seguros en el sótano, a mi madre ya no
le gustaba bajar allí, a menos que fuera verdaderamente necesario.
Abrí mi blue jeans con desespero y saqué de los calzoncillos mi
miembro erguido, palpitante de ganas. Paola lo miró un segundo,
pero luego lo asió y empezó a masturbarme. En el estado de excitación
que estaba, aquello era demasiado, cerré los ojos y llegué como si un
montón de chispazos me iluminaran el rostro. Cuando los abrí, vi a
Paola mirándome, como diciéndome «¿y ahora qué?». En ese momen-
to, escuché a mi mamá hablar con mi padre, habían regresado de la
tienda, luego le preguntó a César que dónde estaba yo y César contestó
que no sabía. Luego escuché cómo cerraban y todo se quedó en silen-
cio. La piel de Paola estaba velada por un rubor incandescente. Con
un beso recomenzamos el juego, mi verga seguía tan erguida como an-
tes. Levanté su falda y le bajé las bragas como si fuera todo un experto,
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mi mano acariciaba su vulva, estaba muy húmeda. Empezó a moverse


espasmódicamente, con una gran fuerza, gemía muy alto, tanto que
pensé que mi padre la iba a escuchar. «Sigue, sigue», me decía entre
gemido y gemido. Y yo seguí. «Métemelo, métemelo», me dijo. Ella
se había acostado, estaba totalmente horizontal, me tumbé sobre ella e
intenté penetrarla desesperadamente, estaba muy mojada, pero, pese a
ello, había algo que me lo impedía, una rigidez me lanzaba hacia atrás
como reacción a mi empuje. Estábamos muy nerviosos a pesar del pla-
cer. Noté sus piernas tensas, volvía a insistir para entrar, pero no po-
día, no sabía qué hacer. La miré pidiéndole una respuesta, una ayuda,
pero solo veía su rostro mirándome con una mezcla de terror y placer.
Me retiré un poco y la observé entera, la blusa caída bajo el nacimiento
de esos pechos que ahora se me exhibían totalmente desnudos, invi-
tándome a besarlos con desespero, y lo hice. Ella decía palabras sueltas
que no entendía y yo seguía sin saber qué más hacer, habiendo acaba-
do todo mi recién inaugurado repertorio amatorio. De repente, desde
un archivo de mi mente, llegó una información oculta, la voz ebria de
mi hermano Camilo susurrándome al oído. «Una buena miné abre las
puertas que sean, a una pelada que le dé buena lengua en la chimba no
lo deja de llamar durante un año entero.» Me vi haciéndole caso a mi
hermano, de rodillas, pasando mi lengua afiebrada por su sexo y ella
intensificando sus quejidos. El olor, el calor viscoso me hacían sentir
partícipe de un acto tan animal e instintivo que fue como si lo hubiera
hecho siempre. Poco a poco, sentí que las piernas de Paola perdían esa
tensión y se llenaban de una lasitud que me dijeron que era el momen-
to. Y entré en ella, algo me seguía haciendo resistencia, pero ya estaba
dentro y seguí empujando. Aquella resistencia fue cediendo hasta que
estuve totalmente abrazado por su cuerpo, sintiendo un calor placen-
tero y lúbrico que me abrasaba el sexo. Ella emitió un grito en el mo-
mento en que traspasé totalmente aquella barrera, pero no me detuve,
y ella no me dijo nada, pero me agarró fuerte los brazos y en sus ojos
una mirada que parecía encerrar cien años de deseo. Entraba y salía
de manera torpe, a veces me salía, pero volvía a entrar por unas puer-
tas que ya estaban definitivamente abiertas. Mientras la penetraba,
ella me miraba con ojos de mujer y se mordía los labios. Sus espasmos
empezaron a llegarme como si su vibración me hubiera hecho resonar
en la misma frecuencia y supe que estaba cerca de su final y yo del se-
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gundo. Tales fueron los quejidos que emitió que yo ya no tenía duda
de que mi padre nos había escuchado. Y, en un acto más atribuible a la
educación que había recibido de dos películas porno, vistas ambas en
un cineclub clandestino del barrio, que a mi responsabilidad, saqué el
pene y eyaculé sobre su vientre.
Creo que me hubiera quedado allí toda la vida, acostado con Paola,
sobre esas mantas viejas, haciendo el amor sin parar. Una marejada de
júbilo me estaba bañando; en ese instante, yo era el hombre más feliz
del mundo y el reflejo de mi alegría podía verlo en el rostro de Paola,
en sus mejillas llenas de rubor y en la sonrisilla nerviosa que le hacía
temblar los labios. Pero teníamos que irnos y no tentar a la suerte, para
una primera vez sentíamos que no había estado mal, ya habría tiempo
de seguir sintiéndonos. La amaba de verdad, sin remisión, y yo creía
que aquel encuentro tenía la sublimidad de lo perenne, la quería como
jamás fui capaz de volver a hacerlo.
Salimos en silencio, escuchamos los ronquidos de camión estro-
peado que emitía mi padre. En la radio cantaba Cheo Feliciano, Otra
vez sin decir nada de mí, otra vez voy pasando por ahí, donde voy procu-
rando sin hallar, puede ser que te vuelva yo a encontrar...
Una vez en la calle ya las golondrinas planeaban sobre noso-
tros, enmarcando con sus vuelos nuestra alegría, cual si fueran parte
de la parafernalia de nuestro momento mágico. El cielo se llenaba de
esos arreboles tan típicos en las nubes del valle, que eran capaces de so-
brecoger el alma y, bajo las nubes pintadas y las golondrinas, nosotros
caminábamos por las calles hacia una despedida que no deseábamos
darnos. Bajamos por la calle abrazados, riéndonos por cualquier ton-
tería.
En la carrera 74, ella quería coger un taxi, tenía dinero con que
pagarlo y, además, tenía que darse prisa para no crear sospechas de la
mentira a sus padres. Me daba un poco de miedo que se fuera sola,
pero ella me calmó diciéndome que no sería la primera vez y que no
había ningún tipo de peligro, «ya soy toda una mujer, en una semana
cumplo dieciséis. ¡Vaya preparando el regalito, mijo!», me dijo son-
riente.
Caminábamos por el medio de la calle que desembocaba a la carre-
ra 74, donde el tráfico de autos era continuo y era fácil encontrar un
taxi. Metros antes de llegar a la avenida, escuchamos a nuestras espal-
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das el pitido de un automóvil, como acto reflejo y sin mirar atrás, nos
retiramos hacia la casi inexistente acera de la izquierda, para abrir paso
al auto. Pero no pasó, se detuvo a nuestro lado y reconocí el carro de
Julián. El miedo me tocó con su mano fría.
–Hola, Paolita, muy buenas tardes, un placer verte por aquí de
nuevo –dijo Julián con un tono zalamero desde la ventanilla. A mí ni
siquiera me miró, como si no existiera.
–Buenas tardes –respondió Paola de manera seca y sin mirarlo.
–¿Y para dónde vas, mamacita?
–A dar un paseo con mi novio.
–¿Este es tu novio? –preguntó de manera despectiva, señalándome
sin mirarme–. Una reinita tan linda como vos lo que necesita es un
hombre de verdad.
–¿Como quién, como vos? –dijo, esta vez sí lo miró y acompañó
sus palabras de una sonrisa sardónica. Fue una ironía tan fuerte que yo
ya me veía traspasado a balazos.
Julián encajó el golpe abriendo los ojos, las palabras de Paola ha-
bían dado en el blanco.
–Eres bravita, por lo que veo, como me gustan las hembri-
tas. Mientras más bravo el toro, mejor la corrida –sus ojos echaban
chispas.
–Listo, hasta luego –dijo Paola, y seguimos caminando hacia la
avenida, ignorándolo.
Él nos seguía al lado, con su odiosa monserga, haciendo rodar len-
tamente el coche. Se dirigía a Paola solamente y, al ver que ella no le
hacía el menor caso, le soltó:
–¡Qué perra tan creída que sos, ni que cagaras oro! –lo dijo en voz
alta y de manera tan ofensiva que mi sangre, que hasta ese momento
había estado congelada por el pánico, súbitamente, presa de una alqui-
mia incontrolable, mutó en plomo líquido.
–¡Aprendé a respetar, malparido! –le escupí en el rostro, sin ser
consciente de lo que había dicho. El demonio se dibujó en la cara de
Julián y en el acto supe que era hombre muerto.
–¿Qué dijiste, mariconcito?
Abruptamente metió el freno de emergencia y luego se bajó del
auto mientras se mandaba la mano a la cintura. Las escenas del ajus-
ticiamiento en la esquina de la piedra me vinieron de golpe. El arma
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brillando al sol del final de la tarde. Me quedé paralizado, esperando


mi sentencia.
–¡No! –gritó Paola aterrada, intentando interponerse entre los dos.
–¡Mariquita de mierda! –La cara desencajada de Julián, tan dife-
rente a la del velorio.
–Pa que aprendás a respetar, gonorreíta.
Solo vi tres pequeñas circunferencias, las de dos pupilas inundadas
de locura y la del cañón de la pistola, de donde vi salir una lengüita de
fuego, acompañada de una detonación seca. Sentí el golpe de la bala
en mi vientre, que me empujó hacia atrás, y luego un ardor de fuego.
Caí sentado en el suelo, con las manos en el estómago, del que salía
una sangre caliente como la cera, empecé a marearme. Al levantar la
cabeza, vi la palidez del rostro de Paola y la odiada cara de Julián, que
decía:
–¡Eso por gallito! Me llevo a tu noviecita. –La cogió con violen-
cia del brazo, ella gritaba mi nombre, luchando contra él–. ¡Quieta,
perra!, ¿quieres que lo remate? –dijo apuntando de nuevo hacia mí, y
Paola se quedó paralizada, obedeciendo a aquel asesino. Luego, solo la
penumbra y la ausencia de todo.
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29

Cuando abrí los ojos, no sabía dónde estaba. Me sentía extraño, tal
como me desperté después de mi primera borrachera. Sufriendo los
síntomas de un atroz guayabo. Sentía la cabeza pesada, como si fuera
una bala de cañón. No sé cuánto rato estuve en ese estado de estupor,
tal vez horas, sin poder hacer el más mínimo movimiento, sin arti-
cular palabra ni reconocer nada. Al empezar a recuperar parte de mi
normalidad, me di cuenta de que el techo era muy diferente del que
estaba acostumbrado a ver todos los días al despertar. Una luz tenue
empezó a filtrarse por unas persianas mal cerradas, parecía que estaba
amaneciendo. La sonda en el brazo me hizo entender que estaba en un
hospital. Recordé todo de golpe y me entró una angustia tan lacerante
que intenté levantarme de la cama, una dolorosa punzonada me frenó
como un cinturón de seguridad ajustado, el balazo. Miré a los lados, a
la derecha había alguien acostado sobre un sofá de dos puestos, tardé
un rato en reconocer a Rosario.
–¿Mamá? –pregunté, y mi voz me sonó rara–. ¿Mamá? –repetí.
–¿Darío? –me respondió casi entre sueños y luego se levantó de un
salto del sofá y se acercó a la cama–. ¡Mijito, gracias a Dios! Sabía que
Dios no me lo dejaba morir –me dijo cogiéndome la mano, apretán-
dola fuerte.
–¡Mamá, qué le pasó a Paola, Julián se la llevó a la fuerza cuando...
cuando me disparó! –dije manifestando lo único que me interesaba
saber en ese momento, intentaba hablar fuerte, pero mi voz seguía
sonándome extraña, estaba agotado, como si me acabaran de dar una
paliza con un remo.
–¡Gracias, Dios mío! –seguía diciendo Rosario como si no me escu-
chara, dándome besos en la frente.
–¡Mamá! ¡¿Qué pasó con Paola?!
–No sé, mijito, creo que está bien –dijo por fin haciéndome caso–.
Me dijeron los vecinos que cuando le disparó ese desgraciado, se llevó
a una muchacha, yo me imaginé que era Paola, porque César me con-
tó que estabas con ella. No sé quién me dijo que ella estaba bien y en
su casa, pero no sé nada más, es que yo, desde que lo trajeron al hospi-
tal, no me moví de aquí. Ya llevaba cinco días dormido y decían que
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había que esperar un milagro. ¡Y mi Dios no me falló, gracias, Dios


mío, por despertar a mi muchacho! –decía con una voz llena de agra-
decimiento, mientras levantaba la mirada hacia arriba–. ¡Padre mío y
Dios mío, mil gracias por este milagro, gracias, gracias!
Yo estaba desconcertado, cinco días dormido, eso era demasiado
tiempo. Lo que me decía Rosario sobre Paola era muy difuso, no me
daba ninguna tranquilidad y mi ansiedad se hizo más intensa.
–¡Mamá, alguien tiene que saber qué le pasó a Paola y si de verdad
está bien!
Mi cerebro empezó a dar paso a las más escabrosas ideas. Una vio-
lación, una paliza. ¿Qué podría haber hecho con ella, y dónde estaba?
¿Estaría de verdad en su casa? Me sentía impotente, clavado a aquella
maldita cama, mermado física e intelectualmente por la resaca de los
medicamentos, pero con ganas de mover cielo y tierra para volver a ver
a Paola y estar seguro de que estaba bien.
–Tranquilo, mijito, no se desespere que no es bueno, seguro que
está bien, pero vamos a averiguar mejor, ahora cuando vengan sus her-
manos les preguntamos.
Cinco días, en ese tiempo podrían haber pasado tantas cosas que
me daba vértigo pensarlo. Cinco días perdidos por la brutalidad de
alguien peor que la mierda. La furia, la angustia y una inmisericorde
impotencia me dibujaron un puchero en la cara.
–Tranquilo, mijito, tranquilo que seguro que está muy bien.
Ahora, cuando vengan los muchachos, nos sacan de dudas.
–Mamá, llame a la casa de ella, pregunte si está bien, por favor –le
supliqué.
–Tranquilo, mijo, yo llamo, pero todavía es muy temprano.
–¡No, llame ya, llame ya, por favor! Que si los despierta les explica,
seguro que lo entienden.
–Bueno, mijo, espere, voy por un papel y un lápiz.
Salió de la habitación y regresó al momento. Yo le di el número y
volvió a salir. Tras unos minutos interminables, regresó.
–No contesta nadie y marqué seis o siete veces.
–Vuelva a llamar hasta que contesten –le dije con tono de orden.
–Bueno, mijo, en un momento vuelvo a intentarlo.
–¡No, hágalo ya! –dije dictatorialmente.
Ella se me quedó mirando sorprendida, pero me obedeció.
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–Nada, mijo –dijo con desconsuelo–. En cinco minutos, vuelvo a


llamar.
–Mamá, que le pregunten a Marcela, la prima de Paola, ella tiene
que saber algo –se me ocurrió de repente.
–Cuando vengan los muchachos, se lo decimos. Que ya llamé a la
casa y les avisé que usted ya despertó. Cálmese, mijito, que no es bue-
no que se ponga así.
–¿Y a qué horas vienen?
–Apenas son las seis... vendrán a las nueve o nueve y media, más o
menos.
–Eso es muy tarde, llámelos y pregúnteles, que hablen con Marcela,
¡por favor, mamá! –Empecé a sentirme demasiado agotado por el es-
fuerzo mental que estaba haciendo. Me hizo caso nuevamente. Salió y
volvió cinco minutos después.
–Ya llamé a la casa y les dije que fueran donde Marcela a preguntar.
Tranquilo, mijito –dijo mientras me tomaba la mano–. Ya le dije tam-
bién a la enfermera que usted ya despertó. Ya viene en un momento
con el médico.
Se me hizo muy extraño que Paola no hubiera venido a verme, algo
tenía que haber pasado y pensar eso me consumía de angustia.
–¿Y al desgraciado ese, lo cogió la policía?
Lo pregunté sin muchas esperanzas. Si era verdad lo que me había
dicho Gabriel, que Julián ya llevaba veinte muertos y no le habían
echado el guante, no se lo pondrían encima por un simple balazo, si
nada más era lo que había hecho.
–Wilfredo fue a la inspección a poner la denuncia, pero yo estoy
segura de que ese miserable de Julián les unta la mano porque, según
me dijo Wilfredo, solo pasó una patrulla de motorizados por la casa de
Julián y, como nadie les abrió, se fueron. Yo pensé que se iba a quedar
así y listo, y me daba una rabia... pero, al día siguiente, el lunes, me
contaron que le hicieron un allanamiento en la casa. Como que vinie-
ron varios carros patrulla y casi les tumban la puerta si no es porque
Gertrudis les abre, pero él no estaba. Le cogieron cosas, armas y plata.
No sé nada más, mijito, yo estuve aquí todo el tiempo.
Me llamó la atención lo del allanamiento, era la primera vez que
hacían uno en el barrio desde que Rubén, el primo de Julián, había
aparecido por Florencia. Quizás ya se le había llenado la taza a la po-
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licía y era hora de ir por él, o quizás Paola tenía que ver algo en eso.
Esa idea me estaba bailando en la cabeza y me empezaba a nublar con
plomizos augurios. Mi culpa, mi maldita culpa, nada hubiera pasado
si hubiera actuado como debía, haber sido más cuidadoso, por no ha-
berlo sido casi me había muerto y, lo peor, había lanzado a Paola de
cabeza a una desgracia.
–Tus hermanos querían matar a golpes a Julián, pero yo no
los dejé, me tocó ponerme más fiera de lo que estaban ellos, tremendo
escándalo organizamos aquí en el hospital, pero al final los convencí
de que no saltaran el tejado para ir a buscarlo a su casa. ¡Ese tipo está
loco! Donde hubieran ido, quién sabe qué les hace, mejor no darle
oportunidad, ya Diosito se encargará de todo –dijo mi madre–. Pero
mejor no hablemos más de esto, lo importante es que se ponga bien,
mijito.
El médico vino para revisarme, era un hombre de bigote y cabello
blanco, con una cara afable, mientras me iba mirando, decía cosas que
me daban la impresión de ser yo un Lázaro del siglo xx. Según su dic-
tamen final, evolucionaba favorablemente, aunque, por precaución,
había que estar muy atento las próximas cuarenta y ocho horas.
–Volvió a nacer, así que a darle gracias a Dios y a enderezar el ca-
mino –fue lo que dijo aquel médico de pelo cano antes irse, y yo me
quedé perplejo con esa recomendación. Quizás se atrevió al verme tan
joven y al saberse cubierto por una vasta experiencia médica y socioló-
gica en estos casos de abaleamientos.
Ante mi insistencia, al rato mi mamá volvió a llamar a casa para
saber si ya habían ido donde Marcela. Al volver me dijo:
–Los muchachos me dijeron que Marcela se fue del barrio con su
familia ayer. Tocaron la puerta y nadie les abría, pero un vecino que
los vio les dijo que en esa casa ya no está viviendo nadie, parece que
los había visto cuando se fueron en la madrugada. Montaron todas sus
cosas en un camión y se fueron.
Al escucharla, yo ya estaba seguro de que algo grave había pasado,
si no, ¿por qué se iba Marcela y su familia de manera tan misteriosa
y rápida? Me retorcía en la cama de inquietud. Se me ocurrió enton-
ces que tenía que ir a casa de Paola, tenía que salir de esa cama e ir a
buscarla, era la manera más directa de saber de ella. Pero, aun en mi
desespero, era consciente de que no me podía mover de allí todavía.
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Cuando le pregunté al médico cuánto tiempo tenía que estar en la


cama, me descorazonó al decirme algo tan nebuloso como que todo
dependía de la evolución. Yo no podía esperar a algo tan incierto,
alguien tendría que ir por mí y darme noticias que me sacaran de ese
sinvivir.
Cerca de las nueve y media de mañana, llegaron mi papá y mis
hermanos, los vi muy serios, como si pensaran que en algún momento
me fuera a quedar tieso delante de ellos, pero yo, a pesar de mis males-
tares físicos y de ánimo, intenté mostrarme positivo. En medio de la
máscara de tranquilidad que intentaba ponerme, le pedí a mi hermano
Luis que me averiguara por Paola, y, viendo mi ansiedad, se fue de
inmediato a buscarla con la dirección que le di.
–¿Te duele mucho el balazo, vaquita? –me preguntó César.
–Solo cuando me río –le respondí al marrano, usando una frase
que había escuchado en la televisión.
–Seguro que no le hizo sino un arañazo, ¡sos muy mimado! –me
contestó con su habitual humor, y yo sonreí.
A partir de ese momento, noté el esfuerzo de todos por hacerme
sentir bien. Wilfredo se apuntó a contar uno de sus chistes y así en-
cendió la mecha, Femando contó otro y hasta mi hermana Lucía, que
para los chistes no era tan buena como lo era para el baile, en el que era
capaz de encender un velorio rayando baldosa. A pesar de mis angus-
tias y molestias, me hicieron sonreír otra vez.
–¡Bueno, pues, que le va a hacer daño a Darío! –reñía Rosario,
aguantándose la risa–. ¡Que le hacen saltar los puntos!
Un poco más tarde, vinieron mis abuelos paternos desde El
Santuario. Hacía mucho que no los veía, desde la ceremonia de con-
firmación de César en la iglesia de San Agustín, y sentí una tímida ale-
gría en medio de mi árido Gólgota. Ellos no eran partidarios de bajar
mucho a la ciudad, en el pueblo lo tenían todo para estar tranquilos.
Verlos era una ventana a un mundo muy diferente al de todos los días
en las calles de Florencia, era recordar: la casona grande del pueblo, los
tejados naranjas y centenarios, las callejuelas estrechas, el río donde
capturaba insectos, el olor a campo, los cachetes quemados por el sol
de las alturas andinas, los frijoles con col y el incomparable buñuelo
santuariano. Era una alegría tenerlos cerca, pero una alegría opacada
por mis incertidumbres.
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Me quedé dormido no sé cuánto tiempo y cuando desperté, cerca


del mediodía, Luis ya había vuelto. Le pedí informe con desespero,
pero sus noticias no podían ser peores. Había dado con la casa, pero
por más que tocó el timbre y golpeó la puerta, nadie le abrió, igual que
había pasado en la casa de Marcela.
–Pero ¿esperaste a ver si venían o le preguntaste a alguien?
–Sí, sí, estuve esperando como una hora. Di vueltas por el barrio,
pero nada.
–Pero ¿no había a quién preguntarle?
–Ese barrio es muy solitario. Solo vi a tres o cuatro personas en
todo el rato que estuve. Al final quise preguntarle a un señor que salió
de una casa y cuando me le acerqué, salió corriendo. Pa mí que pensa-
ba que lo iba a atracar.
Estaba muy confuso, era posible que simplemente no estuvieran
en casa en ese momento, pero ¿y si era otra cosa, que se hubieran ido,
igual que Marcela?
–Pero vos sí conoces a Paola, ¿sabes bien cómo es? –pregunté a mi
hermano.
–¡Claro que sí! Como no la voy a conocer, te vi varias veces con
ella, lo que pasa es que vos siempre parecía que ibas en las nubes, desde
que estás con ella, no sé ni si te acuerdas que tienes hermanos –dijo
burlón–. Sí, la conozco muy bien.
–Vuelva por la tarde otra vez, hermanito –dije con voz de sú-
plica.
–Esta tarde vuelvo fijo.
–Hermanito, ¿podrías pasar también por donde Gabriel? A lo me-
jor, él sabe algo –le dije intentando quemar mi última bala.
–Sí, yo paso también por allá, tranquilo. No te preocupes que fijo
la vamos a encontrar –me dijo y me chocó la mano.
Mis hermanos y hermanas se fueron a sus cosas, algunos a estudiar
y otros a casa para hacer trabajos de la empresa familiar, mis abuelos
también se habían ido y solo se quedaron mi papá y mi mamá.
Yo seguía muy cansado y a ratos una somnolencia súbita me in-
vadía y caía durante treinta minutos o una hora en un sueño lleno
de imágenes difusas y me despertaba más cansado. En uno de esos
despertares, escuché unos lamentos, alguien lloraba. No era en la ha-
bitación. Yo estaba solo, pero por la puerta entreabierta pude ver a mi
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madre, estaba junto con doña Gertrudis, la madre de Julián, era ella
quien lloraba:
–¡Perdón, perdón, perdón! –escuché en medio de los sollozos, las
manos juntas, los dedos entrelazados como si entonara una plegaria.
Mi madre la miraba fijamente, de manera severa. De repente, bajó
la mirada como si buscara respuestas en el suelo, algo se debatía dentro
de ella, como si no supiera qué hacer. Finalmente levantó los ojos y la
mirada severa había desaparecido, tenía los ojos vidriosos. La abrazó
y fue un abrazo de esos que solo se pueden dar dos verdaderas amigas,
largo y sentido. Una vez deshecho el abrazo, ya no hubo más palabras,
como si ya todo se hubiera dicho. Gertrudis se fue con paso triste y
dubitativo.
Cuando mi madre volvió a entrar, no hablamos nada de lo que
acababa de pasar.
Vinieron dos o tres vecinos más, entre ellos, doña María, la madre
del difunto Nelson, no paró de maldecir a Julián todo el rato que es-
tuvo. Yo estaba hastiado de oír su nombre y lo único que deseaba era
que alguien se lo llevara por delante a él. En mí ya estaba más que ma-
duro el deseo de que alguien le devolviera el balazo que había puesto
en mi vida, pero que se lo diera bien dado, que lo mandara sin escalas
al otro barrio, y si no aparecía el gallo que le parara los pies, pues yo
mismo me encargaría de ese hijueputa. Me recreaba imaginándomelo
delante de mí, yo con una pistola en la mano, viéndole la cara asustada
y disparándole primero en una pierna, cayendo de rodillas. «¡Ay, ay,
no me mates, parcero, por favor, perdón, perdón!», diciéndome con la
cobardía de los bandidos, y otro disparo en la otra pierna, más lamen-
tos, una patada en la cara, él desplomándose, totalmente humillado,
arrastrándose, chillando como el cerdo delante de su matarife, y final-
mente vaciándole el proveedor con una sonrisa de sandía en mi cara.
Por la tarde, mi mamá, por primera vez desde que yo estaba en el
hospital, se fue a la casa a dormir. Estaba agotada, sus ojeras eran muy
profundas y se le habían quedado en el rostro unas líneas de tragedia.
Casi hubo que sacarla a la fuerza. La relevó Wilfredo, que, a los pocos
minutos de salir Rosario, me dijo que iba por unas cervecitas, que te-
nía mucha sed. Por primera vez en el día, estaba solo en la habitación,
y fue como hundirme en un turbulento mar de malos presagios. Cerré
los ojos y empecé a dormirme, pero una voz me devolvió a la realidad,
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igual que un anzuelo, desde las profundidades del sueño a las que me
estaba dejando ir. Delante de la cama, estaba Gabriel.
–Parcerito, menos mal que no te mató ese hijueputa. ¿Cómo
estás?
–¡Hermano! –dije casi con un grito, verlo me produjo una alegría
enorme–. ¿Sabes algo de Paola, has hablado con Marcela? –le pregunté
a quemarropa.
–Parcerito... –se quedó callado.
–Decime, por favor, ¿sabes algo? –pregunté como si mi vida fuera
en ello.
–Darío, sí sé, pero no sé si sea bueno contarte.
–¡Contámelo, por favor, güevón!
–Hermano... hablé con Marcela hace dos días, antes de que se fue-
ran del barrio, y me dijo que Paola ya no está en Medellín, tampoco
su familia.
–Fuera de Medellín, pero ¿qué pasó?
–Vos sabías que el papá de ella era juez, ¿sí o no?
–Sí, lo sabía, y qué tiene que ver con eso.
–Pues que el papá tenía un caso con un mafioso y lo tenía amena-
zado. Marcela me dijo que se tuvieron que esconder no sé dónde, y
luego parece que se van del país.
–¿Adónde?
–Marcela estaba muy confusa cuando nos vimos y no está segura
de adónde se van, aunque cree que será a España.
–¿A España?
Eso era para mí como si se fueran a Marte. Dejé caer la cabeza hacia
delante, en un gesto de absoluto desconsuelo. Estuve así unos segun-
dos, pero luego dije:
–¿Y a Paola le pasó algo, Julián le hizo alguna cosa?
–Ese hijueputa... la violó.
Una plancha de plomo me aplastó sobre la cama, empecé a llorar
como nunca lo había hecho, me asaltaron unos hipos que me hacían
doler el vientre, pero a mí ya me daba igual todo.
–Parcero, pero está bien, Marcela me dijo que está bien.
–¡No puede ser! ¡Por qué! ¡Perro hijueputa! ¡Hay que matar a ese
malparido! –En medio del llanto exploté de furia, tenía ganas de par-
tirlo en pequeños pedazos y dárselo como comida a las ratas.
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–Ese perro es mío, te lo digo, Darío, ese marica no me lo quita na-


die, lo que hizo no se lo perdona Dios, y yo mucho menos. Te dije una
vez que yo no había nacido para esta güevonada y sigo pensando así,
pero creo que Dios me metió en esto solo con la misión de matar a ese
hijueputa. Vos no te preocupes, que a ese malparido me lo bajo yo...
Escuchar a Gabriel me dio un oscuro consuelo, pero, de todos mo-
dos, no terminaba de aliviar mi tempestad de sentimientos y tampoco
me decía cómo podía volver a ver a Paola.
–El marica de Julián lleva días que no pasa por el barrio, se estará
enfriando en algún sitio, pero volverá. El Mellizo y yo nos queremos
comer a ese güevón por lo que te hizo a vos y a Paola, pero hay más
cosas que está haciendo a la gente del barrio y eso no puede ser. Yo
sé que varios pelados del combo tampoco lo quieren, les duele lo que
están viendo, pero están cagados de miedo, le tienen mucho respeto,
parece que toda la vida los ha mandado y ya no saben hacer otra cosa
que obedecerlo por muy loco que esté. También están los pirobos esos
que son del barrio de su primo y que tienen una cara de malosos aza-
rosa... Habrá que buscarle la caída cuando aparezca.
Yo lo escuchaba sin intentar pararlo, todo lo contrario, por dentro,
veía en Gabriel el instrumento de mi venganza.
–Estoy preocupado por Marce; cuando hablamos, además de con-
fusa, estaba muy deprimida, nunca la había visto así. A lo mejor era
porque ya sabía que se iban del barrio y su papás le habían hecho
prometer que no se lo contara a nadie, ni a mí, no sé... podía haberlo
hecho, ella sabe que puede confiar... bueno, aunque lo más seguro es
que estuviera como estaba por lo que le pasó a... Paola... La vi de ver-
dad muy triste, en un momento hasta se metió una bofetada y empezó
a hijueputearse a ella misma, me asustó, pensé que se había vuelto
loca. Tengo que encontrarla, aunque me toque buscar debajo de las
piedras. Me voy, parcerito, que tengo mucho que averiguar –me dijo
finalmente y me dio un abrazo antes de irse.
Nada más verlo salir, empecé a pensar que jamás volvería a ver a
Paola, y vislumbrar eso fue peor que si me hubieran dicho que había
muerto.
Esa noche, a pesar de la exaltación de mis demonios, me dormí sin
ningún sobresalto, quizás por los medicamentos y el cansancio que te-
nía todavía en el cuerpo, pero luego, en medio de la noche, me desper-
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té bañado en espesos sudores. Había soñado que, delante de mi cama,


había alguien mirándome en silencio, en un principio, no sabía quién
era, pero luego reconocí a Gabriel. Tenía el mismo mohín triste que le
había visto a Rubén y a Nelson antes de su muerte. Un oscuro puñal
de obsidiana me abrió en canal, quise gritar, pero no me era posible,
sentía como si tuviera atorada en la garganta una gruesa pelusa de lana.
Abrí los ojos, en verdad había alguien delante de mí, a los pies de la
cama, el corazón me dio un vuelco.
–Mijo, ¿le duele algo? –dijo Wilfredo, y yo lo miré con los ojos tan
abiertos como si delante de mí estuviera una aparición. Tardé en con-
testarle, todavía estaba aterrado, intentando discernir entre la realidad
y el sueño.
–No, papá, estoy bien. Tuve una pesadilla –respondí todavía tem-
blando.
–Tranquilo, mijo, que aquí estoy para lo que sea, si hace falta lla-
mar a la enfermera, me dice.
–No, no, estoy bien –le dije, y él volvió a acomodarse en el sofá
para dormir.
Yo ya no pude hacerlo. Unas horas más tarde apareció el sol frag-
mentándose por entre las persianas. Todo ese tiempo estuve fustigán-
dome. Yo, sin ningún tipo de conciencia, había enviado a Gabriel a un
suicidio, no lo frené cuando me hablaba de la locura que iba a hacer.
Matar a Julián ya de por sí era una operación kamikaze, y sobre todo
para él, que no era más que un principiante en ese lóbrego mundo;
además, si lograba matarlo, los amigos de Julián lo buscarían hasta
bajárselo, eso era seguro. Su decisión era firmar su sentencia de muerte
con letras repujadas. La aridez de la culpa me estaba clavando su afi-
lado dedo en el pecho mientras me decía: «Lo enviaste al matadero,
culicagao de mierda».
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30

Hacía una semana que no se pasaba por el barrio, le había tocado salir hu-
yendo. Dos días después de dispararle a Darío, la policía se había presen-
tado en su casa, pero no habían sido los que tenía pagados, esos ya habían
pasado el mismo día del balazo para guardar las apariencias. Ni siquiera se
dignó abrirles. Si les hubiera abierto, tendría que haberles untado la mano
otra vez y ya les había dado bastante. No, estos eran otros, con voz de true-
no y golpazos en la puerta como si fuera el juicio final. Estaba durmiendo
cuando escuchó el grito y los golpes, su instinto de supervivencia le hizo
saltar de la cama y correr hacia la cubierta de concreto de su casa, recién
vaciada el día anterior; por la premura, no pudo ni coger unas chanclas.
Sintió en sus pies desnudos el hormigón aún húmedo. Desde allí, como
un gato, saltó por los tejados hasta ponerse a salvo. Cuando más tarde
pudo hablar por teléfono con su mamá, le contó que se habían llevado
varias cosas de su habitación, armas y dinero, ella vio cuando esculcaban
los rincones de la pieza y dejaban todo patas arriba.
«¡Malparidos tombos!» Estaba furioso y, a la vez, perplejo. Era la
primera vez que la policía le hacía eso. No creía que los Ramírez tu-
vieran ese poder como para aventarle policías de verdad, tenía que
haber sido cosa de la familia de Paola, estaba seguro y más teniendo en
cuenta lo que le dijo el Banano cuando le contó lo que le había hecho
a Paola: «¡Huy, marica, te calentaste porque mi mamá, que es amiga
de la mamá de Marcela, me dijo una vez que el papá de esa pelada es
juez, y de los duros!».
«La maldita me ha salido cara –pensaba con rabia, pero luego se le
dibujaba una sonrisa cáustica–, ya se lo he cobrado por adelantado y
se lo seguiré cobrando.»
Ojalá pudiera quedarse a vivir en el apartamento en el que estaba
escondiéndose. Aunque gastara una fortuna, su casa jamás llegaría a
quedar así. Era grande, setenta metros cuadrados aproximadamente,
suelo de mármol, los cielos rasos con molduras y los baños con encha-
pados de lujo. Estaba en el barrio Simón Bolívar, muy cerca del barrio
Laureles, uno de los mejores. Solo había un sofá, amplio y cómodo, de
cuero blanco que le había servido de cama esos días y en el que ahora
estaba recostado.
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Andrade le había enviado las llaves con un muchacho después de


que él le hubiera contado por teléfono el problema que tenía. Al prin-
cipio de la llamada, Andrade no parecía muy interesado en escucharlo
y a Julián le sorprendió mucho porque hacía unos días le había hecho
un favor grande a su jefe y esperaba encontrarlo más receptivo, pero
también sabía de su carácter voluble y, sin hacer mucho caso a la frial-
dad inicial, continuó. «Jefe, es que tengo un problema», le dijo. «Qué
pasa, cuéntame a ver», le respondió Andrade con el mismo tono del
saludo. Empezó a contarle la historia, manipulándola a su antojo, le
dijo que era víctima de un juez con mucho billete que le había echa-
do la policía encima porque le estaba rondando a su hija. A Julián le
llamó la atención cómo el tono de la voz de Andrade mutó en otro
mucho más cálido e interesado cuando él le habló del juez y de su
hija, incluso le pidió que le contara detalles, y él se los dio. Al final,
Andrade, con mucha amabilidad, le dijo para rematar la conversación:
«No te preocupes que eso lo arreglamos rapidito, mientras tanto te
voy a dar un lugar para que te escondás, además, no me olvido de que
te debo una». Se había comportado como un verdadero jefe y se lo
agradecía, aunque no podía olvidar lo de su primo. Era verdad que
no esperaba menos de Andrade después del favor, un asunto personal
verdaderamente delicado que le había pedido que le resolviera días
atrás: «Escúchame, Julián, el hijueputa ese me tiene ganas, hay cuentas
viejas entre el cabrón ese y yo; además, le prometí a una mujer que
quise mucho que algún día mataba a ese perro, ella ya está muerta...
se lo merecía... pero, de todos modos, las promesas hay que cumplir-
las... Lo malo es que si yo me mancho, ahí me la estoy jugando porque
también es un duro. El malparido ese tiene más enemigos, no creo
que me lo achaquen a mí, además, por eso te pido este favorcito a
vos que no tienes velas en este entierro. Nadie va a sospechar nada, si lo
hacés bien». Solo le dio su nombre, Jacobo Javier Aristizábal Muñoz,
y más o menos dónde vivía, nadie lo sabía a ciencia cierta y el que te-
nía conocimiento de las coordenadas precisas, le cubría las espaldas.
Le sonaba el apellido de ese duro, Aristizábal, alguna vez se lo había
escuchado al difunto Rubén. Lo buscó por todos lados, pero no pudo
encontrarlo. Una mañana lo llamó Andrade dándole una información
infalible. Andrade había podido averiguar que Aristizábal iba una vez
al año a visitar la tumba de su madre a Campos de Paz, para celebrar
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el día de cumpleaños de ella, era un ritual casi secreto, prácticamente


no lo sabía nadie, iba solo, como si no quisiera que nadie contaminara
una visita que para él era tan solemne. Era el único día del año que era
vulnerable. Le estalló todo el proveedor en la cabeza, cayó a plomo
sobre la tumba de su madre mientras borbotones de sangre espesa le
salían de su cráneo hecho trizas.
Andrade parecía muy agradecido, tanto que a los días de hacerle el
favor lo había invitado a una de sus fiestas, sobró el alcohol y cuanta
coca se pudo meter. En medio de la borrachera, Andrade le dijo que le
presentaría al Patrón.
Tendría que bajarse a Gabriel, nunca debería haberlo dejado en-
trar al combo, «quién es ese malparido para criticar mis cosas, un hi-
jueputa recién llegado». El Gayumba le había comentado que Gabriel
estaba muy molesto con el balazo que le había dado a Darío y que lo
tildó de loco por hacerle una cosa así a un vecino. Ya sabía que Darío y
Gabriel eran amigos y era de esperarse la reacción, pero, en el combo,
él era el jefe y si hacía algo, tenía su justificación, bien merecido tenían
los Ramírez la parte que les había tocado. No podían decir que no le
había advertido a su cachorro, si hubiera sido otro ya estaría en una
tumba.
Nada más escuchar al Gayumba, tuvo ganas de ir a buscar a Ga-
briel para soltarle unos buenos balazos. Se contuvo; además, estaba
el Mellizo que lo respaldaba. Ya se ocuparía de ellos, como lo había
hecho con su primo o con todos los que le habían encargado, no le
temblarían las pelotas. Esos dos eran miembros enfermos de gangre-
na. Pero antes tenía que solucionar lo del mariquita de los Ramírez, ya
no quería volver a verlo más, «se me adelantó el malparidito ese, me
descorchó la reinita», pensaba con rabia. Ahora sabía que la tarea no
estaría terminada hasta que ese mugroso acabara para abono. Matarlo
era ahora una más de sus obsesiones, la cual justificaba diciéndose que
si no lo hacía, era posible que algún día quisiera vengarse, no tenía más
de quince años, pero conocía sicarios más jóvenes y si no hacía nada
ahora, con el tiempo, seguro que lo haría y estaría viviendo con su ver-
dugo puerta con puerta, con dos balazos bien dados se eliminaba aquel
riesgo, por otro lado, innecesario. ¿Y el resto de los hermanos Ramírez?
Eso también era un problema bastante grande, pero ya lo resolvería,
«primero lo primero. ¡Malditos Ramírez!», pensó con furia.
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Cuando se calmó un poco, desde el sofá empezó a mirar los detalles


del apartamento, le gustó desde el primer momento que lo vio, como
cuando conoció a Paola, a pesar de ser una niña. Lástima que ahora
que la había tenido, no fuera como se lo había imaginado alguna vez,
la muy puta le había destrozado toda la ilusión que construyó cuando
la imaginaba con él. «Se lo merecía», se decía convencido de su despia-
dado acto.
«Puedes quedarte ahí todo el tiempo que quieras», le había dicho
Andrade y la verdad es no tenía ganas de volver a su casa para escu-
char a su madre sollozar todo el maldito día y él gritándole para que
se callara. Y su viejo, con esos ojos hundidos como un cristo viejo,
sin hablarle una palabra. Sus hermanas le daban igual, nunca habían
contado para nadie. Antes de lo de Darío, nadie se había quejado por
nada. Él llevando dinero a casa, haciendo obras pa que dejara de ser
una ratonera y todos tan felices. Ni siquiera había tenido que justificar
de dónde venía la plata, aunque era imposible que no lo supieran por
mucho que les subestimara la inteligencia. Todos, empezando por su
madre, estaban encantados con aquella bonanza que ya duraba meses
y lo veían tan natural como cuando un árbol da frutos y te limitas a
cogerlos y a disfrutar de ellos.
Le dolía ver sufrir a Gertrudis, por eso se exasperaba tanto al verla
sollozar y lanzar suspiros, pero, pese a eso, tenía que acabar con lo que
había empezado, era él o Darío, no estaría tranquilo hasta quitárselo
de en medio; además, ya no era el tiempo de las disculpas. Solo quería
rematarlo, no hacerlo era como intentar luchar contra su naturaleza
obsesiva, era como si una fiera se detuviera una vez que ya había dado
el primer bocado a su presa.
De repente le asaltó una duda: «¿Será mejor bajarme primero a
Gabriel o a ese cabroncito?». Seguramente acabar primero con uno
traería más problemas que si lo hiciera en otro orden. Ya lo decidiría
con calma, se acomodó mejor en el sofá, desde su posición volvía a
mirar con detalle el apartamento: «¡Este rancho es una putería!».
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31

Había despertado un jueves de aquel vacío y el lunes me llevaron de


nuevo a casa. Cuando me bajaron de la ambulancia, miré a la casa
de Julián, no se veía movimiento pero ver la cubierta de hormigón ya
vaciada me hizo ser consciente de que, aunque hubiera estado tantos
días debatiéndome entre la vida y la muerte, el mundo no se detenía
para nadie y mucho menos para mi enemigo, a pesar de cualquiera de
sus actos. Durante una semana, estuve encerrado en casa, acostado
prácticamente todo el tiempo, el médico había recomendado quietud
para que los puntos terminaran de sanar y no tuviera ninguna infec-
ción. El tiempo lo gastaba hablando con César, leyendo, o viendo los
partidos del mundial de fútbol pero, básicamente, la mayor parte de
la jornada estaba pensando en Paola, recordando su rostro, ilumina-
do por su sonrisa, su voz guasona cuando me hacía una broma, pero
también, me imaginaba su sufrimiento, todo su malestar después de
que ese demonio la hubiera mancillado. Pensar en eso me encendía un
odio recalcitrante hacia ese aborrecible maldito que había cubierto mi
vida con una pátina de amargura. En algunos momentos, recordaba
nuestra primera vez en el sótano y me llenaba de deseos, de ganas de
tenerla cerca y decirle que la amaba. ¡Cuánto quería verla! Pero dónde
podría estar. Tenía que encontrarla, iría donde fuera necesario, si esta-
ba en España, allí desembarcaría, aunque tuviera que vender la sangre
en botella. Quizás, por sentirla un poco cerca, empecé a leer las enci-
clopedias que Rosario había comprado a plazos como una inversión a
la culturización de la familia, las de Salvat y Universitas, que eran de
una editorial española y que, en sus páginas, tenían mucha informa-
ción de ese país tan lejano, desde donde sin duda había venido parte
de nuestras raíces. Yo las leía con un interés que me hacía abstraerme
del mundo y descansar de mis heridas. Tantas veces se deslizaron mis
ojos por aquellas hormigueantes letras que todavía hoy podría recitar
de memoria varias páginas de aquellas enciclopedias, sobre todo de
los capítulos que hablaban de las tierras ibéricas, aunque también me
absorbían los temas de historia mundial en general, la Edad Media, el
Renacimiento, las grandes guerras, las diferentes culturas. El libro que
trataba de los piratas, corsarios y bucaneros, no sé cuántas veces lo leí
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durante mi convalecencia. Morgan, Francis Drake, la Cofradía de los


Hermanos de la Costa... Leyendo aquellas páginas fui desmontando
la idea romántica e infantil que tenía de los piratas y me revelaron una
faceta terrible, pero no por eso menos apasionante.
César me hablaba y trataba de entretenerme, yo le notaba las ganas
de agradarme que tenía, de hacerme sentir bien, y muchas veces lo lo-
graba, empezaba a imitar a mis hermanos mayores, contando anécdo-
tas, como el día de la carrera de ciclismo de Luis. Las recreaba con una
viveza que lo hacía un crack como narrador oral, cambiaba las voces,
hacía pausas y hasta cantaba canciones adaptadas a lo que contaba, yo
estaba seguro de que sería un gran artista, si algún día podía permitírse-
lo en una sociedad en la que ser artista era lo más parecido a ser un vago.
Los costillares de las últimas palomas que quedaban en la terra-
za navegaron en los platos de sopa de arroz con papa que me hizo
Rosario. Según la creencia, aquellos pájaros eran mano de santo para
una rápida recuperación. No me gustaba nada ver esos pequeños mus-
litos en el cuenco, pero debo reconocer que, una vez superado mi asco
inicial, esos avechuchos no sabían nada mal.
Un día mi hermana Lucía me habló de un programa que se llama-
ba Amigos por el mundo. Ella acababa de inscribirse y, por ahí derecho,
me había inscrito a mí, todo un detalle. Consistía en escribirte cartas
con una persona de otro país.
–Es muy chévere, conoce uno gente. Marilola, una amiga mía,
consiguió novio alemán así, ¡y eso que ella es un gurre más feo! –me
dijo carcajeándose.
Yo inmediatamente pensé en España, tener un amigo en ese país
era una buena manera de empezar mi búsqueda. Al día siguiente Lucía
me entregó un papelito azul claro en el que estaba dibujado el mundo,
y encima de los continentes, unas letras escritas a máquina, era una
dirección: Ana Martín Páez. Calle José Zorrilla Nº 7, Bajo Izquierda
C.P. 40005 Segovia – España. Amigos por el mundo. Ana Martín Páez
se llamaba mi nueva amiga y, en un rincón de España que nunca ha-
bía escuchado mencionar, esperaba una carta mía. Ese mismo día le
escribí, le hablé de mi familia, de mi barrio, de la ciudad, mi equipo
preferido, mis sueños, me abrí en canal con aquella desconocida, aun-
que no mencioné a Paola, ni a Julián, y menos aún que estaba en cama
recuperándome de un balazo, eso habría sido demasiado.
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Después de dos semanas convaleciente, me sentía mucho mejor


y empecé a levantarme con más asiduidad para dar pequeños paseos
por la casa. Terminaba sentándome en el salón, donde ponía los viejos
discos de mis padres, Los Melódicos, Richie Ray and Bobby Cruz y su
Jala jala, Ismael Rivera y su Dime por qué... pero guardaba para lo úl-
timo las joyas que Luis y Fernando traían a casa, y que para mí son los
himnos de aquel tiempo. Empezaban los sintetizadores a sonar junto
con las voces de Pablo Carbonell, de Los Toreros Muertos, o de Jorge
González, de Prisioneros, yo me sentaba a escuchar y me dejaba llevar
por ese camino catártico que ofrece la música.
La mañana de mi cumpleaños, el 9 de junio, me acomodé en un
sillón de la sala para empezar a satisfacer mis deseos melómanos. Aún
no me había felicitado nadie de mi familia, pero yo sabía que a Rosario
jamás se le olvidaría, solo sería cuestión de minutos. Cuando estaba
sacando un disco de su funda, el de los hermanos Lebrón, alguien tocó
la puerta. La forma de tocar no era conocida, no era de mis hermanos
o de alguno de los vecinos que a menudo visitaban a mi madre, como
doña Gertrudis cuando todo estaba bien. Yo tenía la ventana que daba
a la calle de frente, pero, por estar inmerso en la música, no vi venir a
quien tocaba. Me levanté para asomarme antes de abrir, la cortinilla
de encaje permitía ver desde dentro sin ser visto desde fuera. Cuando
me estaba acercando, delante de la ventana, apareció Gabriel, hacien-
do visera con las manos para ver dentro de casa.
Abrí la puerta, a mis espaldas ya venía mi mamá, yo sabía que no le
iba a gustar que estuviera Gabriel allí, pero a mí eso no me importaba,
quería saludarlo y saber si sabía algo de Marcela y de Paola.
–¡Qué hubo, hermano! –lo saludé efusivo y contento.
–Qué más, parcerito –me respondió con cara seria–. Tengo que
contarte unas cosas importantes, pero tengo que entrar, que aquí esta-
mos pagando.
–Buenos días, Gabriel –dijo Rosario a mis espaldas, con el tono
que ponía cuando algo no le gustaba.
–Buenos días, doña Rosario –y antes de que mi mamá le negara la
entrada o le soltara algún comentario, Gabriel espetó–: Doña Rosario,
tengo que contarles algo muy importante. –Lo dijo de manera tan
categórica que mi mamá se quedó sin palabras. Gabriel, sin esperar
respuestas, entró y él mismo cerró la puerta.
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–Siéntese y cuéntenos. ¿Qué pasa? –por fin atinó a decir Rosario


con interesada preocupación.
–Ese malparido de Julián está cada vez más loco –dijo para empe-
zar–. Ayer me agarré con él, tuvimos una discusión muy fuerte delante
de todos los del combo. Algunos de los muchachos estábamos toman-
do unas cervezas en una tienda de Barrio Nuevo, cerca de donde vive
Gayumba y apareció de repente, estaba furioso porque, según él, la
policía le estaba jodiendo más que nunca y que era por culpa de Paola
y de vos. –Me miró–. Parece que lo del allanamiento lo hicieron por-
que el papá de Paola movió varias fichas; si fuera por lo del balazo a
vos, se hubiera quedado como si nada. Le quitaron mucho billete y
armas cuando vino la policía. Y el perro ese te está echando la culpa.
Dijo que te iba a matar, que él nunca dejaba una tarea sin terminar y
que vos no te escapabas. Ahí fue cuando me le enfrenté, me dieron ga-
nas de darle un tiro, pero estaban todos, creo que eso también lo frenó
a él. Esta mierda está muy caliente. Como te dije el otro día, el Mellizo
es el único que me apoya; además, desde hace un tiempo, él siente que
Julián le cogió la mala y no se fía, ese güevón mata por ver caer. Nos
lleva ganas y no le vamos a dar oportunidad. Hoy mismo me voy del
barrio con mi mamá, no voy a dejarla aquí por si acaso, el Mellizo va
a hacer lo mismo. Vamos a montarle la cacería a ese perro. Este barrio
se va a calentar más porque varios están con él, pero el Mellizo y yo
estamos decididos, si se atraviesan nos va a tocar también bajárnoslos.
–Usted no amanece aquí, nos arreglamos y se va para el pueblo con
sus abuelos. Y el resto nos vamos para donde sea lo más rápido que
podamos. Aquí ya no se puede vivir. ¡Es que yo soy boba, cómo no nos
fuimos antes de este infierno! –dijo Rosario visiblemente preocupada.
–Eso es lo mejor, doña Rosario, que se vayan rápido, ¡que va a volar
mierda al zarzo!
–¡Mucho hijueputa, después de lo que nos hizo y encima con ren-
cores! –dije aterrado, el hacha estaba sobre mi cabeza y en cualquier
momento podría caer, era cierto que tenía que irme, no podíamos
darle la oportunidad de terminar su tarea. No era una sensación muy
agradable saber que querían rematarme–. ¿Y Marcela, y Paola? –pre-
gunté como si no tuviera ya suficiente con lo que me había contado.
–De eso no sé nada todavía, ahora lo importante es salir de aquí,
que si no, ya lo demás pasa a segundo plano, parcerito.
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Nada más irse Gabriel, sentí como si se me fuera una parte del
cuerpo. Mi mamá empezó a arreglarse de manera apresurada y me
dijo que también me organizara, que cogiera una maleta y metiera lo
necesario.
Empaqué lo que pude en una mochila, y, mientras lo hacía, no
sospechaba que me estaba yendo del barrio para siempre, hasta hoy.
–Que mi Dios me lo bendiga –me dijo mi padre dándome la ben-
dición cuando ya estábamos listos para irnos.
Se le veía tenso y quería acompañarnos, pero Rosario ya le había di-
cho que no, que con ella era suficiente. Luego me abracé con Camilo,
Alberto y Luz que eran los hermanos que estaban en ese momento en
casa.
Salimos a la calle, que parecía un mar incierto. Teníamos que sal-
var las dos mismas calles que recorría con Paola días antes para llegar
a la avenida y tomar un taxi. Esta vez era yo el que tenía que tomarlo
para alejarme de mi infancia.
Desde la avenida, cogeríamos el taxi para ir a la terminal del Norte
y embarcarme para El Santuario, el pueblo de mis abuelos y mis pa-
dres. Un plan sencillo que en un día normal hubiera sido un canto de
alegría, pero la situación no era normal, el miedo era denso y Rosario
y yo caminábamos rápido, muy juntos, como si de cualquier rincón
fuera a saltarnos una víbora de colmillos afilados y veneno letal.
Cuando pasé por el sitio donde me habían dado el balazo, me ti-
raron los puntos y me mandé la mano al vientre en un acto reflejo.
Dos pasos después, un infernal déjà vu nos estaba esperando. Dobló la
esquina una moto que venía desde la calle principal, y, sobre ella, dos
hombres, uno de ellos, Julián. Mi mamá me agarró la mano con una
tensión que no era más alta que la mía, se me erizó la piel, aquellos dos
hombres solo podían ser mi muerte sobre ruedas de brillante metal.
Íbamos por la mitad de la estrecha calle y yo no sabía qué hacer, si
ponerme a un lado o correr como un maldito cobarde, o mejor, igual
que un adolescente que no quiere morir. Pero Rosario, a pesar de la
tensión que me irradiaba en su mano, me mantuvo en mi sitio y segui-
mos caminando, bajando el ritmo pero avanzando.
Julián iba hacia nosotros como una bola de boliche que quiere ha-
cer chuza. Aceleró. Yo miré a Rosario, pero ella no dejaba de andar,
firme y mirando a Julián. Y él, viendo que no nos amilanábamos, fue
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frenando hasta que, con un derrape suave, se puso delante de noso-


tros, cerrándonos el camino.
–¿Para dónde van a estas horas? ¿Se van de paseo? –dijo de manera
odiosa.
–Eso a vos no te importa –le respondió Rosario, frunciendo el ceño
y con las manos aún más engarrotadas, pero no le tembló la voz.
–Muy bien, doña Rosario, así me gusta, educada –dijo, y luego me
miró–. ¿Qué tal estás, Darío? –La voz era cada vez más aborrecible–.
Precisamente te venía a buscar a vos. –Tenía los ojos rojos, y gestos de
borracho; el tipo que estaba de copiloto exhibía una sonrisa torcida, su
mentón afilado parecía el de un demonio de afiche, no lo conocíamos,
no era del barrio.
–Pues te encontraste conmigo también, así que si querés decirle
algo, se lo decís delante de mí –dijo Rosario con la mirada dura.
–Tranquila, cucha, no se me exalte, que el problema no es con
usted. Veo que hoy es un mal día para arreglar cuentas, pero no se
preocupe, doña Rosario, ya habrá tiempo, su ratita ya tendrá su turno
–dijo con aire de prepotencia, cual si fuera Dios.
Yo seguía esperando que sacara su pistola y nos matara a sangre
fría, pero parecía que estaba en uno de sus momentos buenos porque
empezó a maniobrar la moto para regresar por donde había venido.
–Adiós, ratita, te salvaste por tu cucha, que yo también tengo
una.
En ese momento, Rosario se vio empujada a una irracional impru-
dencia, presa de una mezcla de furia y orgullo herido:
–¡Más rata serás tú, malparido! –dijo Rosario furiosa.
Como si hubiera recibido una pedrada en la espalda, Julián se giró
con la cara encendida.
–¡¿Qué has dicho, vieja hijueputa?! –exclamó sacándose la pistola
de la cintura.
Nosotros solo le devolvimos el silencio del pánico. Sentí temblar
a Rosario, yo ya lo estaba haciendo desde el principio, muertos de
miedo, pero negándonos a dar la espalda en una huida cobarde que
no cambiaría nada, decidiendo de manera tácita que mejor era una
muerte dando la cara.
–Para vos la vieja y para mí el pelao –dijo el copiloto, apuntándo-
me y afilando más los rasgos.
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–¡No, no, espera! –gritó Julián–, ¡que esta vieja es amiga de mi


mamá! –dijo como si acabara de acordarse de ello y nunca me hubiera
alojado una bala entre las tripas–. Que se vayan, pero me quedo con
esta. Adiós, Darío, doña Rosario, a lo mejor la próxima se me olvida
que usted es amiga de mi mamá. –Arrancaron rastrillando la rueda
contra el pavimento.
–A estos desgraciados también les entra la bala –dijo Rosario mien-
tras los miraba irse.
Cuando doblaron la esquina, Rosario se desvaneció, como si se
apagara de golpe. Al intentar cogerla, me fui con ella al suelo, pero
pude evitar que se golpeara la cabeza. Los ojos se le blanquearon, sentí
miedo, pero solo unos segundos después, estaba tan firme y enérgica
como antes.
–Vámonos ya –dijo–, a este hijueputa no le doy el gusto de que me
mate un hijo.
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32

La terminal del Norte estaba junto al basurero de la ciudad. Un morro


que no paraba de crecer con los camiones que diariamente descarga-
ban su flete de porquería, y, en los alrededores del cerro de basura,
tampoco dejaban de aparecer casas hechas de cartón y latas, viviendas
de personas que veían en las excrecencias de la ciudad una manera de
subsistir. El moderno edificio de cubierta espacial se había construido
a dos pasos de la miseria.
Mi mamá me acompañó hasta el autobús. Nos despedimos con un
abrazo que jamás había sido tan intenso.
Mientras el autobús estaba maniobrando para salir de su dársena,
Rosario, desde el andén y mirándome, dibujaba con su mano bendicio-
nes en el aire. Yo abrí la ventana y repliqué sus movimientos santiguán-
dome, «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Amén.
La bendición de la madre, algo más sacro que el agua bendita.
Cuando ya el autobús empezaba a irse y Rosario se quedaba atrás,
escuché su grito diciendo algo de lo que acababa de acordarse: «¡Feliz
cumpleaños, mijito!».
Cuando el autocar subía la serpenteante cordillera, empecé a sen-
tir que los brazos de la soledad empezaban a cercarme. Medellín se
iba quedando atrás, escondido entre las montañas, y yo recordaba con
nostalgia mi barrio antes de Rubén; las fiestas de diciembre con los
vecinos, los días del niño, todos con nuestros disfraces yendo de casa
en casa recogiendo confites, los juegos en la calle 112 y tantas cosas que
ya no volverían, al menos para mí.
Al llegar al pueblo, el sol, que siempre me había parecido tan bri-
llante en esas alturas, estaba velado. El bus llegó antes de tiempo, así
que, desde la plaza, caminé a la casa de mis abuelos, que me recibieron
con un sólido abrazo. Rosario los había llamado mientras yo viajaba.
Mi abuelo me contagió casi de inmediato de su humor inoxidable y
me retiró la mirada oscura que traía después del viaje forzado.
A pesar de las buenas intenciones de mi abuelo y de los frijoles con
col de mi abuelita, no di más de dos cucharadas. Esa noche me fui a la
cama pronto, a la hora en la que mis abuelos se recogieron. La noche
era fría, como casi siempre a esos 2.150 metros de altitud. Me puse otra
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manta encima, pero me di cuenta de que mi frío no era físico, era mi


ánimo el que me enfriaba desde adentro. Pensaba en Paola, en mil es-
trategias para encontrarla, pero a veces veía tan imposible el encuentro
que solo me consolaba imaginar que ella, seguramente a esas mismas
horas, estaría pensando en mí, buscando la forma de volver a verme,
entonces me volvía a llenar de ánimos, pero luego recordaba que el
maldito de Julián la había violado y que quizás ya no quisiera saber
nada de mí, por pensar que yo era el culpable. En esa montaña rusa
estuve buena parte de la noche, hasta que al final, por agotamiento,
me quedé dormido.
Me desperté antes de la madrugada, un gallo cantó quién sabe dón-
de y, al rato, escuché a mis abuelos trasegando en la cocina. El olor a
chocolate recién batido y arepa de mote hicieron estragos en un estó-
mago que recuperaba las ganas de ser llenado. Empecé a saborear el
buñuelo santuariano, que seguramente tendrían listo para acompañar
las arepas. Esa misma mañana, mientras me deleitaba con aquel de-
sayuno hecho por mi abuela, empecé a sentí el placer de estar en casa
de los abuelos, en su pueblo, que era como estar en otro mundo. Aún
al pueblo no había llegado el espectro de la violencia y locura de esos
años tan duros para Colombia y se disfrutaba de una paz que rápida-
mente te calaba hasta los huesos, entrando primero por la nariz. Olía
a campo, demasiado a veces, si no ibas con cuidado, podías pisar una
boñiga de caballo, vaca o burro, era igual, de todos modos la maldi-
ción la soltabas y tenías que limpiarte de inmediato si no querías llevar
aquel olor a cuestas durante todo el día. El verde de la cordillera se des-
parramaba por las orillas del pueblo, alternándose con los campos de
labranza, donde crecían cultivos de frijol, papa y hortalizas. Las casas
eran bajas, con paredes de tapia encalada; zócalos, puertas y ventanas
teñidos de colores vivos. Nada que ver con los tristes naranjas y grises
de las viviendas de mi barrio. Antes me daba igual, pero, desde hacía
un tiempo, había empezado a odiar aquel color, que era el del olvido
y la pobreza.
Mis hermanos mayores tenían amigos en el pueblo; yo práctica-
mente no conocía a nadie, fuera de mis abuelos, pero mi papito Juan,
como le decíamos, era un buen conversador y un gran contador de
historias, siempre, desde que recordaba, nos contaba cuentos. Cuando
lo hacía, cambiaba las voces, movía las manos dibujando líneas, deli-
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mitando paisajes. Podía pasarse uno la noche escuchándolo y viajando


con la imaginación. Los cuentos que más me gustaban fueron, desde
siempre, los de espantos, que trataban de seres fantásticos que tenían
su hogar en las selvas, montañas y ríos de mi región. Entre todo ese
inventario de seres que me presentó mi abuelo en las noches de mi
infancia, al lado del fogón de carbón, el que más impresionó mi ima-
ginación fue el de la Madremonte, la madre de los montes... «Tenía
el cuerpo lleno de ramas y bejucos, culebras le bajaban y le subían por
entre esa maraña de vegetación. Todos los animales que tenía la selva
los llevaba la Madremonte encima. La cara era cuento aparte, de la
boca le salían unos colmillos filosos, le chorreaba una babaza espesa,
verde, y los ojos le brillaban como si fueran de fuego...» La mente
volaba impulsada por el resorte de las palabras de mi abuelo y, al ir a
la cama, me costaba un poco dormir, era un miedo gustoso, porque
al día siguiente quería escuchar más, y el abuelo no defraudaba; en su
mente, las historias se agazapaban, esperando el momento de salir: la
Patasola, la Llorona, el Mohán de los ríos y tantos otros.
Ahora, mi abuelo, al verme más grande, no se ponía freno para
contarme cuentos más verdes y pícaros, y me arrancaba sonrisas que
me hacían sentir los puntos y acordarme de mi desgracia, pero yo ya
había decidido que no me iba a hundir como un cobarde, que la vida
seguía y que había todo un futuro por delante a pesar de los golpes.
Todo saldría bien.
Empecé a llenarme de positivismo e incluso me veía con Paola de-
lante del acueducto romano de Segovia, corriendo el uno hacia el otro,
como en las cursis películas de amor.
Ya alguien le daría su merecido a Julián, estaba seguro. Rezaba to-
das las noches para que, si iba a ser Gabriel el que impartiera la justicia,
todo saliera bien, y me atrevía a pedirle a Dios que le diera puntería
para no fallar los balazos, que no se congelara y fuera él el muerto.
A los cuatro días de estar en el pueblo, después de escuchar muchos
cuentos, comer muchos buñuelos, frijoles con col y vitaminarme el
alma, Rosario consiguió una nueva casa en otro barrio, cerca de la
abuela, en un barrio rico, el de Laureles. Ante tanto sobresalto, el plan
de rescate se puso en marcha, los tíos y mi abuela habían servido de
aval para el alquiler de aquella casa. La madrugada de domingo a lunes
sería la mudanza, el mejor día, ya que la gente del combo y Julián es-
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tarían recuperándose de los excesos del fin de semana. Me molestaba


no poder ayudar en nada, escondido como una rata en las montañas.
Cabía el riesgo de que Julián se enterara de algo y los siguiera hasta
el nuevo barrio. Así que el trasteo tenía que hacerse prácticamente
en silencio, se le había advertido al conductor del camión de que no
hiciera mucho ruido, que detuviera el motor en la esquina de arriba y
que dejara rodar un poco el camión apagado hasta colocarse delante de
la casa. Los paquetes estarían ya listos y los muebles desarmados, en-
vueltos en mantas para amortiguar los golpes. Se llevarían todo en ese
camión, incluidos el gato vegetariano Michín y Fling, el perro Chow
Chow de mi hermano Luis.
Imaginar que la antigua casa, la primera de mis padres, la de mi
infancia, se quedaría sola, con las cortinas cerradas y totalmente vacía,
me daba tristeza: había tantos recuerdos entre aquellas paredes, tantas
alegrías, tantas primeras veces... Pero había que irse de allí, ya habría
tiempo para volver cuando todo hubiera acabado, porque aquello te-
nía que acabar algún día. Y acabó, pues cada joven que empuñaba un
arma tenía una fecha de caducidad que se le estampaba en el pecho,
máximo tres años, y luego una jubilación pagada en balazos. Una ge-
neración perdida por la corrupción del narcotráfico y de la cultura del
dinero que trajo consigo, pero también por la desigualdad, caldo de
cultivo de tantos males.
Nos iríamos del barrio para buscar un futuro nuevo, lejos de aque-
lla locura. Ya no se podía mirar atrás. Cual Sodoma en llamas, dejába-
mos nuestra barriada, sin despedirnos de nadie, no había otra opción,
y eso dolía.
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33

El cambio entró de manera suave, sin producir en la moto ese chas-


quido que le exasperaba, una mueca de agrado le endulzó el rostro.
Aceleró a fondo para celebrarlo y se deslizó por la autopista como una
navaja afilada en una piel tersa. Por fin sentía que empezaba a dominar
su nueva máquina. El día era soleado y el cielo tenía un azul tan vivo
como el de la reluciente pintura de su moto. No evitó sentirse alegre, a
pesar de saber en lo que estaba a punto de meterse. Una llamada hecha
minutos antes le había dado una buena noticia, toda la familia de Da-
río estaba fuera del barrio, «por la mañana llegó una grúa y se llevó las
máquinas grandes, pero en la casa ya no había nadie», le había dicho
Eduardo, el Maguila, el vecino de enfrente de Darío, que desde hacía
días le servía de informante para conocer los movimientos de Julián y
sus secuaces.
Saber que Darío y su familia ya estaban fuera del barrio le daba más
tranquilidad, la suya y la del Mellizo se habían ido también.
Le costó convencer a su madre de tener que abandonar el barrio,
cuando llegó a la casa como un huracán recogiendo sus cosas y di-
ciendo de manera frenética que tenían que irse, su madre no entendía
por qué. Le dijo que ella no le debía nada a nadie y que si alguien te-
nía la conciencia sucia para irse huyendo, era él. Le dolió ese comen-
tario, ella nunca había estado de acuerdo con el camino que él había
tomado.
Desde el primer día que le ofreció parte del dinero de su primer
trabajo, no quiso recibirlo, ni siquiera usaba los electrodomésticos que
había comprado, una lavadora, un horno, una nevera... Lo único
que usó fueron los alimentos que compraba y eso porque él siempre los
ponía con los que ella traía y no sabía distinguirlos, tampoco pudo evitar
que él pagara las facturas de los servicios, siempre se le adelantaba.
Tuvo que contarle todo a su madre para convencerla de irse, lo de
la guerra que estaba en ciernes, el odio de Julián contra él por defen-
der a Darío, lo seguro que sería que un día vinieran a buscarlo para
encajarle la muerte en las costillas. No esperaba que le agradeciera por
sacarla del barrio, pero tampoco esperó el aluvión de reproches en el
que se vio metido, la escuchó con respeto hasta que ella le formuló una
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súplica: «Mijo, abandone esa vida ahora que apenas está empezando,
mire que Dios todo lo perdona». Terminó prometiéndoselo para po-
der irse de allí lo más pronto posible, pero antes de dejar aquella vida
atrás, si es que le daba tiempo, tendría que ajustar cuentas con Julián.
El Mellizo era el que había sugerido que le pidieran ayuda a otro
combo más fuerte. Había un combo de Aranjuez que trabajaba direc-
tamente con Pablo, sin intermediarios, «un amigo mío es uña y mugre
del jefe, fijo nos ayuda», le había dicho.
Los contactos habían sido positivos y les iban a ayudar, les presta-
rían armas y algún que otro muchacho cuando les hiciera falta. Dentro
de aquel combo había un exmilitar, con el que ya habían hablado, que
les dio algunas nociones en técnicas de combate urbano. Pero todo
aquello tendría su precio y no era otro que tatuarse en la piel una fide-
lidad de muerte al combo, lo cual producía en Gabriel una sensación
de ahogo.
Pese a la ayuda, sería una tarea harto peligrosa, pero tendrían de su
parte a la sorpresa.
Cuando estaban reunidos y hablando todos esos asuntos, no pudo
dejar de sentirse perdido, preguntándose qué estaba haciendo. No ha-
cía ni dos meses que había ingresado al combo y ya estaba viendo la
mejor manera de matar a sus vecinos. Le daban ganas de evadirse de
todo y hacer como si nada hubiera pasado, pero esa decisión tendría
que haberla tomado antes, ya todo estaba transcurriendo sobre un to-
bogán del que no se podía bajar; además, estaba seguro de que Julián,
mientras estuviera vivo, lo buscaría para quitárselo de en medio, por
si las moscas.
Ya llevaba una semana viviendo con su madre en la casa de su tía y
empezaban a estorbarse, tenía que conseguir un lugar fijo donde vivir
con su madre y donde Julián jamás se imaginara que podían estar, la
casa de su tía podía ser fácilmente rastreable, la pista podría ser cual-
quier cosa: algún comentario que hubiera hecho él mismo con respec-
to a la dirección de su familiar, un vecino chismoso... no podía correr
ese riesgo.
Esa misma tarde harían la primera incursión al barrio, en algún
momento tendrían que comenzar. El Mellizo llevaba más tiempo que
él en el combo y conocía mejor las costumbres de sus nuevos enemi-
gos. Ya lo tenían todo pensado. Entrarían al barrio por la esquina de
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la escuela República de Israel, en ese flanco no vivía nadie del com-


bo, la casa más cercana era la de Chuky, posiblemente se lo encontra-
ran, y tendrían que darle de baja. Eran conscientes de que, aunque su
principal objetivo era Julián, para llegar a él tendrían que dejar por el
camino a sus más cercanos, los que después de muerto Julián podrían
reclamar su parte de venganza.
Esperaba poder volver a ver a Darío, pero por ahora no tenía idea
de dónde podría estar y era mejor así. Seguramente estaría triste y ru-
miando deseos de venganza, no hacía falta que se ensuciara las manos
como ya lo había hecho él. Le hubiera gustado tenerlo cerca para con-
tarle lo que le estaba pasando por dentro, pero en las últimas semanas
no habían tenido mucho tiempo para hablar, ni siquiera había podido
contarle que ya había encontrado a Marcela y que iban a ser padres.
Haberlo sabido fue un empujón de energía que lo había sacado de la
fosa de tristeza en la que llevaba varios días sepultado. Se llenó de bue-
nos deseos y de ganas de salir adelante. Lucharía por vivir y para que a
ese niño no le faltara nada de lo que le había faltado a él.
Tenía que ser cuidadoso cuando fuera a verla, no quería que por
su culpa les pasara algo. Solo deseaba acabar de una vez por todas
con Julián y los que se pusieran delante, para luego, «si la Virgen
Auxiliadora me lo permite», intentar retomar con otro tipo de vida.
Ya estaba llegando al punto donde había quedado de verse con
el Mellizo, juntos irían de nuevo al barrio para empezar una guerra
de la que no podía escaparse. Ralentizó la moto. En la esquina de la
carrera 74 con la calle 104, al lado de los almacenes Consumo del ba-
rrio Pedregal, vio al Mellizo, estaba bajo la sombra de un árbol, como
ocultándose, la moto aparcada en la acera de enfrente. Al tenerlo cer-
ca, vio el miedo en su rostro, se saludaron con pocas palabras. Gabriel
sintió que el miedo del Mellizo se instalaba también en él, un miedo
que les haría hacer cualquier locura para mantenerse vivos.
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34

A los tres días de la mudanza, me despedí de mis abuelos y me fui al


nuevo barrio. Nada más llegar, sentí ganas de salir corriendo para la
vieja casa de Florencia, como si al hacerlo todo pudiera volver atrás,
al tiempo en que no sabía diferenciar un disparo de un petardo o qué
significaba ser un mágico.
La sensación de los primeros días era la de haber acabado de ente-
rrar a alguien de la familia y todos estuviéramos de duelo, yo el que
más. El tiempo se me hacía dolorosamente agónico, quería encerrar-
me, meterme debajo de una cama y dejarme morir como una ballena
varada en una playa solitaria.
Pese a su natural fortaleza, a Rosario también se la notaba afectada,
creo que ella, aunque desde el principio había pensado en que nos fué-
ramos del barrio, guardaba la esperanza de que todo cambiara, de que
no fuera tan grave lo del combo. Dejar una vida que se ha construido
a fuerza de años no es fácil, dejar lo conocido, la calidez de los amigos,
por un lugar extraño, que por muy que estuviera en la misma ciudad
era como estar en otro país con respecto a lo que conocíamos. Calles
amplias, con pavimento en perfecto estado, sin los baches que tenía-
mos que esquivar cuando corríamos con el balón y casas de fachadas
generosas donde se veía la idea de un arquitecto, a diferencia de las de
Florencia, donde el albañil a veces se inspiraba.
Empezamos a salir de aquel duelo en el que nos habíamos instalado
cuando una delgada línea de luz comenzó a iluminar la melancolía de
mi madre, y era tal la influencia de ella sobre los demás que, de inme-
diato, esa luz empezó a reflejarse en nosotros. Aún seguía la tristeza, la
rabia contra el que considerábamos el culpable de todo, pero el velo
empezaba a descorrerse.
«Bien, pelao, así se hace, metiendo güevas», recordaba las pala-
bras de Gabriel, y eso necesitaba yo, meterle güevas a la vida, por-
que si no, era para volverme loco, ya que no solo había perdido mi
barrio, sino que un maldito asesino había destrozado mi primer
amor, por no mencionar que no sabía nada de mi mejor amigo, que
quién sabe si ya no estaría en la morgue o enterrado en cualquier fosa
común.
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Muchas güevas necesitaba y la mujer con más güevas que he co-


nocido en mi vida fue la que rompió la dinámica perniciosa y, como
un anzuelo, nos arrastró, a mi padre, a mis hermanos y a mí, fuera de
aquel agujero.
Durante un mes no tuve noticias de Gabriel. Yo había llamado por
si acaso a su casa, pero ya nadie contestaba. La impaciencia me coci-
naba a fuego lento, quería saber de él y que me contara si sabía algo de
Paola y de Marcela. Le supliqué a mi madre para que llamara a alguno
de los vecinos y que nos contaran algo, pero ella tenía miedo a que de
cualquier manera Julián supiera dónde estábamos. Un día ya no pudo
aguantar mi presión, además de sus deseos y los de todos de saber algo
de nuestro barrio.
Rosario llamó a doña Lucía, la madre de Eduardo, el Maguila.
Habían pasado muchas cosas en ese mes, el mundo no se detiene, por
mucho que uno crea que su engranaje se atasca de vez en cuando.
La guerra que había predicho Gabriel había comenzado. Carevieja
y Banano, dos muchachos del combo, estaban llenos de balas, acosta-
dos en un camposanto de la ciudad.
–Parece que los mataron Gabriel y Mellizo –dijo doña Lucía–.
Doña Anunciación vio cuando el Gabriel se encendió a bala con
Carevieja y creo que lo mató de un tiro en la frente. ¡Que en paz
descanse ese muchacho, y pobrecita su mamá, eso es una cosa muy
dura! –Rosario escuchándola, sin contar que ella ya sabía que eso iba a
suceder, lo de la guerra.
Dos muertos más en las calles donde antes llovían niños, pero Julián
seguía vivo, y manteniendo su larga sombra sobre todos. Aunque ahora
me la imaginaba como una sombra temblorosa, sabiendo los pasos de
aquel animal grande que es la muerte cada vez más cerca. Seguramente
temiendo que Gabriel y Mellizo lo encontraran con el pecho descubier-
to, naufragando en su desquiciamiento, sin saber desde dónde le venían
las balas. Aunque, por lo que le dijo doña Lucía a mi mamá, parecía que
no estaba viviendo en el barrio porque se le veía mucho menos. ¿Dónde
se estaría escondiendo ese miserable?, me preguntaba y me imaginaba
que encontraban su escondite y lo abaleaban como una rata delante de
su ratonera, temblando asustado en sus últimos estertores.
Yo también tenía miedo a recibir otro cimbronazo de la vida y
rogaba a Dios para que no fuera así, le pedía que salvara a Gabriel
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apegándome a todos los filamentos de mi fe, una fe que, más que


aprendida entre catequismos y misas llenas de golpes de pecho, había
heredado de la inquebrantable creencia de mi madre.
Después de mes y medio, la vida en el nuevo barrio empezó a nor-
malizarse, empezaba a darme cuenta de dónde estaba, como si acabara
de llegar verdaderamente. La casa era mucho más amplia, pero, aun
así, no había suficientes habitaciones para todos. Ya conocía muy bien
aquel barrio, algunas veces me habían enviado donde los abuelos ma-
ternos, que vivían a pocas calles. Laureles no tenía nada que ver con el
bullicio de Florencia, la de antes de que viniera Rubén con su coche de
lujo y su dinero maldito. Era silencioso, como muerto, ningún niño
corriendo por la calle, puertas cerradas, algunas fachadas chapadas en
mármol. Para mí, algunas casas eran tan bonitas como los mausoleos
del cementerio de San Pedro, el antiguo cementerio de los ricos. Me
sentía raro, como si nunca pudiera pertenecer a ese lugar, pero, a pesar
de eso, tomando posición, ubicando sitios, trazando la nueva red de
coordenadas. En julio, después de las vacaciones de mitad de año, mi
madre me había logrado matricular para el segundo semestre del curso
en el colegio Salazar y Herrera, un colegio privado de muy buena fama
que estaba en el barrio Simón Bolívar, muy cerca de nuestro nuevo
hogar.
Mi nueva vida iba llenándose de otras cosas sin darme cuenta. Sin
embargo, yo no olvidaba mi principal preocupación, saber algo de
Paola, y solo una persona podía decirme algo, Gabriel, si es que había
podido localizar a Marcela. Mi única esperanza, pero no tenía ni idea
de cómo encontrarlo.
Al estar geográficamente cerca del barrio de Paola, se me hizo in-
evitable pasar por delante de su casa y confirmar que ya no estaba allí.
Me la imaginé asomándose por el balcón, mirándome desde arriba
y sonriendo, llamándome con su mano, «ven, sube, mi bobito». Tenía
que volver a verla. Imaginarla me reconfortaba, pero luego, cuando
aquel placebo consumía su fugaz efecto, me acordaba de Julián, recor-
daba con dolor que la había violado; sin embargo, había decidido que
no dejaría que eso me hiciera sentir algo negativo contra Paola, todo
lo contrario, la apoyaría para que borrara de su piel ese despreciable
recuerdo. Pero tenía que saber dónde estaba para poder hacerlo. Si
de verdad se había ido a España, ¿en qué parte estaría? Aquel país era
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grande y muy lejano, pero yo sabía que algún día la iba a encontrar.
Recordé que tenía que escribirle a Ana, la del programa Amigos por el
mundo, para avisarle de mi cambio de coordenadas, pero me fue im-
posible hacerlo, la dirección se había quedado en la vieja casa y no era
buena idea ir a recogerla.
Pasaron dos semanas más y otra llamada a doña Lucía elevó la cifra
de muertos del combo a tres, un muchacho más, Rocky. No dejaba de
dar tristeza, pero ya estaba formado el callo de la indiferencia ante la
muerte. La crónica roja de la ciudad no paraba de crecer y los muer-
tos empezaban a ser nada más que números que engordaban funestas
estadísticas. Jóvenes que vendían su vida por el maldito dinero y otros
muchos inocentes que se encontraban una bala en el camino.
Una tarde, doña Lucía nos sorprendió con la noticia de que Julián
parecía que se había ido definitivamente del barrio, no se sabía adón-
de; varios muchachos se fueron también, como si al hacerlo pudieran
escapar a su destino, tres años como máximo, antes de su jubilación
forzosa. Pero solo dejaron el espacio para nuevos muchachos tentados
por el brillo corrupto del dinero, faltarían unos años para que aquello
volviera a ser lo que un día había sido, antes tendrían que lavarse las
calles con más sangre.
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35

Cuatro meses después de llegar al barrio Laureles, a pesar de los cata-


clismos de mi vida, estaba cerca de terminar con éxito décimo de ba-
chillerato. El concentrarme en estudiar para evadirme estaba obrando
el milagro.
Seguía un poco incómodo con las diferencias sociales que percibía
en el colegio, pero poco a poco iba entrando en mi nuevo ambiente.
Todo aquel cambio social que habíamos experimentado de manera
tan abrupta solo era superficial, en cuanto a lo que nuestros ingresos
se refería. El taller de artes gráficas seguía adelante, pero los ingre-
sos eran pocos con respecto a los nuevos gastos y en esos momen-
tos de acoplamiento la ayuda de nuestra familia se hizo imperiosa.
Afortunadamente, mis tíos no habían bajado la guardia en cuanto a su
valiosa ayuda, principalmente mi tío Enrique, ese al que nunca había
visto y que parecía más una invención de mis padres. Él era quien se
había encargado de hablar con un amigo suyo para que me admitieran
en ese colegio privado y él mismo abonaba mensualmente los pagos.
En cuanto a la casa, mis tías se habían encargado de alquilarla, y, entre
ellas y mi tío, abonaban el alquiler. Aquel disparo en el vientre que me
tuvo entre la vida y la muerte había sido demasiado, y ellos supieron
que su ayuda era inexcusable, que tenían que hacer uso de todas sus
herramientas, de lo contrario un día la conciencia les pediría cuentas.
Agradecimos su ayuda, pero yo recordaba lo que Gabriel algún día me
había dicho de las carencias de su familia y empezaba a sentir eso que
era vivir de prestado. No podíamos estar así indefinidamente, Rosario
se devanaba los sesos buscando fórmulas para abandonar aquella situa-
ción, y la encontró: trabajar más. Dicho así, suena como si no hubiera
inventado nada, pero sí lo había hecho, porque, al poco tiempo, una
nueva máquina se instaló en el generoso garaje de dos plazas de la
nueva casa. Nuevamente nuestros tíos ayudaron con el dinero, pero
Rosario tenía la fe de que sería la última vez.
Con la nueva máquina en el garaje sí fue verdad que ya nadie pudo
estar de manos cruzadas, a no ser que tuviera algo que hacer, por ejem-
plo, las tareas del colegio o la universidad, que era lo único que respe-
taba Rosario. Mi madre, como la buena generala que siempre había
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sido, daba las órdenes, y había que cumplirlas. «Fernando, imprima


las tarjetas de Zenu en la Chandler. Luis, ayúdele a su papá a limpiar la
Grafopress. Patricia y Lucía, intercalen estos talonarios. Darío y César,
ayúdenme con esto.»
El trabajo solo paraba por la noche y Rosario rezaba para que nin-
gún vecino de tan ilustre barrio viniera a quejarse del traqueteo diario
de las máquinas. Los rezos fueron escuchados, o las paredes de aquella
casa eran muy gruesas, porque nunca nadie se vino a quejar.
Hasta que un día la idea de Rosario de trabajar más hizo que nues-
tra situación económica cambiara, y ya no hizo falta la ayuda de los
tíos. Sin embargo, antes de que aquello pasara y de que el caminar de
la familia fuera más firme, pasaron muchas cosas.
El último periodo de mi décimo grado, ese en el que me jugué el
año a todo o nada, empecé a tomarme en serio la amistad de Carlos.
Era uno de los muchachos del colegio con los que desde el principio
había hecho algún incipiente contacto y que a finales de curso se había
convertido en uno de mis fieles, junto con Iván y Jorge. Al comienzo,
me parecieron muy estirados, niños de papi y mami. No les presté
mucha atención. Durante los primeros dos meses en el colegio, no
hablé prácticamente con nadie, cumpliendo con hablar lo mínimo
en las clases, pero, cuando salí del oscuro túnel en el que estaba, me
los encontré de frente, como si me estuvieran esperando, sobre todo
Carlos, que fue el que hizo el esfuerzo y arrastró con él a sus amigos.
Estoy seguro de que si hubiera sido por Iván y Jorge, jamás hubiéra-
mos entablado amistad. Me caía muy bien Carlos, a pesar de que era
un poco mitómano y se inventaba las más rocambolescas historias. Se
presentaba como si fuera un narco y decía que tenía amigos en las más
altas cúpulas del cartel de Medellín, que tenía una pistola y muchas
otras cosas. Se notaba inmediatamente que admiraba ese tipo de his-
torias que, desde fuera, impresionaban tanto. Escucharlo me recordó
a mí mismo, cuando admiraba a los muchachos del combo y al mismo
Julián. Me preguntaba cómo un muchacho de un barrio bien podía
admirar aquello, pero es que los narcos estaban en todos lados, y si en
los barrios populares, eran los sicarios, en los buenos barrios, se dejaba
ver de vez en cuando uno de los duros, con su supercamioneta de ultra-
lujo, su riqueza inagotable y una vida llena de excesos, fiestas y reinas
de belleza.
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Un día me saturó tanto con sus fábulas de narcos que le dije:


–Eso que dices no es verdad. Vos no sabes lo que es una pistola; en
cambio, a mí hasta me pegaron una vez un tiro.
Me levanté la camiseta. Carlos, Iván y Jorge se quedaron mirando
con la boca abierta la cicatriz en forma de punto y la de más abajo, que
parecía una cremallera.
–¿Eso es de un balazo? –dijo con un tono de admiración–. ¿Y la
cicatriz de abajo?
–Esa es de la operación que me hicieron para sacar la bala –dije
con suficiencia. Era la primera vez que me atrevía a hablar así de una
herida que había metido tanto dolor en mi vida.
A partir de ese momento, Carlos me miraba como a alguien que
estaba un escalón más arriba y se medía más para sus historias con las
que buscaba impresionar. Pero si se decidía a contar sus cuentos, nun-
ca me miraba, como si supiera que yo ya era inmune.
No sé qué historia se inventó a mi alrededor y qué les contaría de
mí a sus amigos, lo que sí sé es que en un baile de baladas en su casa,
Laura, una amiga que me acababa de presentar, a los pocos minutos de
estar hablando conmigo, me preguntó llena de curiosidad:
–¿Es verdad que has sido sicario y que te metieron un balazo?
En su cara me pareció ver que quería creer eso y como a mí me
había gustado nada más verla, le dije que sí, que era verdad. No pude
evitarlo, sentí que si hacía falta mentir para tenerla contenta, se mentía
y listo. Era muy diferente a Paola, tenía un rostro más brusco pero ha-
bía en ella un fuerte imán que te jalonaba sin tregua. La deseé. Hacía
mucho que no sabía nada de Paola, ni de Gabriel, y, aunque mis ganas
de verla seguían intactas y estaba seguro de amarla, tanto como para
seguir sufriendo con su ausencia, yo no era más que un adolescente
con las hormonas alborotadas.
–Me gustaría verlas –me dijo con una voz que se me antojó provo-
cadora y eso me hizo experimentar una rápida erección.
–Claro... –le dije, y me levanté la camisa.
–No, aquí no... vamos al baño –dijo en voz baja.
Yo ya estaba armándome una ficción caliente que se reflejaba en
mi pantalón. En la casa de Carlos no estaba su madre, él era hijo úni-
co, de padres separados, toda una suerte, me parecía a mí por ese en-
tonces.
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Me cogió de la mano y pasamos entre las parejitas de adolescentes


que bailaban muy pegados con las baladas de Air Supply.
Cuando entramos al baño, cerró la puerta.
–Muéstramelas –me dijo casi como una orden, y yo le obe-
decí.
–¡Es verdad! –dijo con admiración al ver las cicatrices–. A mí tam-
bién me dieron un balazo, mira –dijo levantándose la blusa, y vi su
torso desnudo, apeteciblemente bronceado, y, en aquel lienzo, dos
cicatrices casi idénticas a las mías–. Yo también puedo decir que soy
sicaria –dijo con una sonrisa, luego se bajó la blusa–. El balazo me lo
metió mi papá... el mismo día que compró una pistola, dizque para
defendernos de los ladrones y casi me mata el muy güevón, se le dis-
paró. –Sonreía y yo veía esos dientes bien delineados enmarcados en
unos labios salvajes–. ¿A ti quién te lo metió? –Estaba claro que final-
mente no creía la historia de Carlos.
–Me lo pegó un desgraciado del que no quiero hablar –dije con
sinceridad, y ella no me preguntó más.
–Qué lindo eres –me dijo, y pasó su mano por mi rostro. Fue ine-
vitable recordar a Paola y me sentí mal, pero, antes de que cayera en el
pozo, Laura me detuvo en mi caída. En un parpadeo, puso su boca en
la mía y sentí sus labios volcánicos.
Sobre los baldosines del baño de invitados de la casa de Carlos,
Laura me devoró, fue de ese modo, ella prácticamente lo hizo todo,
apelando a una experiencia que para mí era de maestra.
Laura fue una explosión sexual en mi vida. Durante el mes si-
guiente, a pesar de tener que estudiar más que nunca y además tra-
bajar, saqué el tiempo para vernos prácticamente todos los días, y
descubrí con ella que no había sitio que no sirviera para tener sexo.
Mis ardores de adolescente y los suyos jamás encontraban un no. La
silla de atrás de un autobús sin muchos pasajeros era buenísima para
una felación; un rincón entre los árboles del cerro Nutibara, perfecto
para hacer de todo; un baño, un lugar oscuro, o mejor, la alfombra del
salón de la casa de Laura cuando sus padres y su hermano menor no
estaban.
Un día me contó que había sido violada a los quince, hacía año y
medio. Adopté como mía esa rabia que se traslucía en el deje de su voz.
Lo hizo un amigo de su papá.
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Me lo contó después de hacer el amor, mientras estábamos acos-


tados sobre una manta que habíamos puesto en el suelo de su habita-
ción, su cama crujía y prefería hacerlo así.
–A mí me gustaba el tipo ese. Sin que mi papá se diera cuenta, me
invitaba a salir y yo le hacía caso. Una vez me llevó a una finca que
tenía por Rionegro y ahí me forzó el malparido ese. Cuando terminó,
se limpió con una sábana de la cama en que me había tirado, y como si
nada. Una guardando la virginidad, ¿para qué? Desde eso, ya no ten-
go nada que guardar, lo que hay que hacer es pasarlo bueno y listo.
Laura me absorbió, y yo dejé que lo hiciera, dejé que toda esa telú-
rica energía sexual de la adolescencia sirviera como catarsis a todos mis
males pasados y presentes. Disfruté el sexo con ella, pero siempre la
sentía inasible, como si solo debiera conformarme con todo su caudal
erótico sin jamás pedir otra cosa. Sentía una coraza que la alejaba de
mí, de un Darío que empezaba a creer que el amor volvía a tirar de la
cuerda para sacarme de un agujero anegado en el que me estaba aho-
gando.
El mismo día que por teléfono Laura me dedicó un poema que
parecía una declaración de amor, se acostó con otro. Con Carlos, él
mismo me lo contó, y me di cuenta de que no era una de sus historias
mitómanas.
–Yo mejor te lo cuento, aunque te moleste, y también hay otra
cosita, te lo digo para que lo sepas, que te estamos viendo muy encam-
panado con Laurita. Otras veces también se ha acostado con Iván y
Jorge.
De repente me encontré con que Laura era la que iniciaba a todos
en el grupo y me sorprendió tanto como una patada en la entrepierna.
Dolió saberlo justo cuando me había empezado a encariñar de alguien
que me había recorrido como nadie. Pero lo que verdaderamente me
hizo herida fue recordar a Paola con más fuerza y darme cuenta de que
sería imposible olvidarla, estaba tatuada en mí. Aun en los momentos
más tórridos con Laura, pensaba en Paola, como si simplemente aque-
llo que estaba viviendo fuera la preparación para nuestro encuentro
definitivo.
La siguiente vez que Laura me buscó, le enrostré su infidelidad.
Ella lo admitió llorando y soltándome un rosario de te quieros que
me ablandaban por dentro, pero que, a la vez, me hacían entrar en
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combustión por fuera, solo de imaginarme de nuevo con ella en la


alfombra de su casa. Me sentía ante una mujer verdaderamente ena-
morada que se arrepentía de su traición. La creí y la perdoné, pero dos
semanas después, se acostó con otro. Yo me enteré porque ese otro me
lo contó sin saber que Laura era algo así como mi novia. De nuevo el
reproche a Laura y sus sollozos, pidiendo perdón, yo fui más fuerte, le
solté un exabrupto preso del enojo y le dije que no la quería volver a
ver. A los días, cuando por la mañana me asomé a la calle, vi un graffiti
enorme sobre el pavimento de delante de casa. Darío, te amo, sin ti no
puedo vivir. Lau. Otro día se plantó, muy tarde en la noche, ante mi
casa y, con una grabadora en la mano, se pudo a cantar canciones de
amor. Antes de irse, metió papelitos con poemas debajo de la puerta.
Yo no salí ni a mirar y los papeles los rompí después de leerlos. Carlos
habló conmigo y me dijo que estaba destrozada, «esa pelada está ena-
morada de verdad, perdónala». Todo fue calando en mí y la perdoné.
Volvimos, pero solo para que, al poco tiempo, me volviera a adornar
la cabeza. Se me había llenado la taza, por muy bien que lo pasara con
ella, ser el cornudo del que todos se ríen duele; además, yo ya estaba
seguro de que estar con ella me hacía daño, porque, a cada decepción,
me refugiaba con desespero en el recuerdo de Paola. En diciembre,
días después de acabar el curso, lo nuestro ya era una historia termi-
nada.
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36

¡Hola, mi príncipe!
No sabes el consuelo que me da escribir esta cartica porque, aun-
que aún no sé adónde dirigirla, tengo la confianza de que la vas a poder
leer y así sepas cuánto te quiero y te extraño. Por ahora se la mandaré a
Marcela y espero que ella o Gabriel te encuentren pronto y te la hagan
llegar.
Supe por Marcela que ya estabas fuera de peligro, Gabriel se lo contó.
Yo sabía que mala hierba no muere, así que tampoco me preocupé dema-
siado, jajaja. ¡Es broma! No sabes el terror que tuve de que murieras, pero
bueno, lo importante es que estoy segura de que a estas alturas estarás
nuevamente de pelea.
Han sido días muy duros y hay cosas de las que prefiero no hablar.
Pero quiero que sepas que no puedes imaginar cuánto te quiero y que
me fue imposible poder despedirme, las cosas se aceleraron de manera
terrible. Quisiera explicarte todo bien para que me entiendas y no creas
que irnos fue una cosa tan fácil como desaparecer de repente.
Una vez te dije que mi padre es juez y que lo habían amenazado de
muerte, especialmente por un caso que tenía abierto. Pues el mafioso
ese volvió a hacerlo, pero no de cualquier manera. Nos puso una corona
de flores de muerto en la puerta y una nota que nos asustó mucho. No
solo amenazaba a mi papá sino también a mi mamá y a mí, decía cosas
horribles y mi papá ya no lo dudó. Yo al principio lo apoyé, estaba muy
asustada, pero cuando supe que su idea era irnos del país, ya no pude
hacerlo y tuvimos una discusión, nunca habíamos tenido una así. Luego
nos disculpamos pero fue muy desagradable. Ahora tengo que decir que
lo entiendo, pero en el momento se me hacía tan doloroso pensar que
nos íbamos tan lejos de vos que no podía permitirlo.
El mafioso ese iba muy en serio, luego nos dimos cuenta de lo que le
había hecho a otro juez amigo de mi papá que también trabajaba en el
caso y dimos gracias a Dios por habernos ido.
Por lo que me comentó después mi papá, el desgraciado ese tenía
muchos compinches en todo el país y en cualquier parte nos iba a poder
alcanzar, y la cosa es que mi papá quiere seguir ayudando con ese caso,
aunque sea desde lejos.
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Supuestamente no tendría que decir para dónde íbamos pero se lo


conté a Marcela nada más lo supe. Ahora te lo cuento a ti, no te lo puedo
ocultar, estamos en Madrid, en España. Mi padre vino con una beca a es-
tudiar aquí hace unos años, en ese tiempo hizo algunas prácticas y man-
tenía sus contactos. No sé cuándo podremos volver y eso me pone triste,
pero no pierdo la esperanza de verte pronto. Mi papá tiene la esperanza
de que pronto pueda meter en la cárcel a ese delincuente, pero está difícil
porque tiene gente muy poderosa detrás de él, pero ya parece que los
gringos van a pedir por fin su extradición. Eso sería maravilloso porque
los gringos sí que lo encerrarían bien encerrado y ya no tendríamos tanto
peligro. ¡Ojalá que pronto lo cojan y podamos volver!
El maldito que nos amenazó es un tal Andrade, creo que alguna vez ya
ha salido en las noticias por esos negocios sucios que tiene.
Espero que después de lo que te cuento, entiendas todo y tengas pa-
ciencia para esperarme. Yo te la pido, pero soy la primera que me inundo
de impaciencia y no dejo de pensar en ti todo el día. No sé qué me diste,
a ver si es que tienes algo de brujo a pesar de esa cara de bobito, jajaja.
No quiero que te amargues por nada, solo piensa que pronto nos
veremos y que, por mucho que quieran, no nos van a robar la felicidad,
yo por lo menos no lo voy a permitir, y menos a un desgraciado que no
merece que nos arranque ni una lágrima. Bueno, dejemos la cosa así que
ya te he dicho que hay cosas que prefiero no hablar. Mejor decirte que
nunca fui tan feliz como estando a tu lado y te lo digo de verdad.
Hoy he paseado con mis padres por un parque que se llama El Reti-
ro, es muy bonito. Hay un estanque con barquitas de remos. Me puse a
mirar una pareja que iba remando, se miraban muy fijamente, parecían
muy enamorados. No pude evitar sentir envidia y deseé que fuéramos tú
y yo los que estuviéramos en esa barquita.
Te cuento que estamos bien y la gente está siendo muy amable. La
comida es buena, aunque extraño la comida de la tierrita. También hay
cosas con las que me he reído mucho; el otro día mi mamá pidió un tinto
en una cafetería y le sirvieron un vino, jajaja, parece que aquí un tinto no
es un café.
Bueno, no quiero hacerte aquí un testamento y que te aburras de leer.
Mejor lo dejo aquí. Por ahora no puedo darte la dirección. De hecho,
tengo que escribir esta carta sin ninguna seña. La única que tiene nuestra
dirección y teléfono es mi tía, nadie más puede saberlo, son órdenes de
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mi padre. Y aunque quisiera escuchar tu voz, no puedo hacerlo, al menos


por ahora.
Por favor, cuando recibas esta carta, que no sé si será en un mes, dos o
tres, respóndeme. Dásela a Marcela, mi tía me la sabrá hacer llegar.
¡TE AMO, TE AMO, TE AMO!

Postdata:
Perdona que haya tardado tanto tiempo en escribir, pero instalarnos
aquí no ha sido fácil; además, cuando llegué a este país, estaba destrozada
y tuve que tomarme mi tiempo para reponerme de lo que había vivido;
fue muy duro, pero ahora de nuevo me siento con muchas fuerzas. Saber
que existes ha sido parte de esa tabla de la que me sujeté para salir a flote.
Por cierto, hoy es mi cumpleaños, te alcancé, dieciséis primaveras.
¡Te amo, mi príncipe!

Paola dobló la hoja con cuidado y la metió en un sobre blanco. Puso


un sello y una dirección por la parte de delante. La parte de atrás
quedó huérfana de letras y con una blancura ártica. Cerró el sobre y lo
dejó sobre el escritorio de madera de su habitación. Lo miró unos se-
gundos y luego se levantó de la silla. Caminó hacia la ventana. Fuera,
el verano agonizaba y, como prueba de ello, un cielo plomizo irradiaba
en el mundo su pesadez. Delante del edificio, había una calle por la
que se desplazaban los coches con un andar perezoso. Unos metros
más allá se veía el enrejado del parque de El Retiro. Tras las rejas, se
enfilaban los árboles, algunos, de manera prematura habían empezado
a perder las hojas. Paola miraba a lo lejos, más allá de los árboles, más
allá del estanque y de cualquier cosa que sus ojos pudieran ver. Dos
gruesas lágrimas recorrieron el contorno de sus mejillas antes de preci-
pitarse hacia el suelo.
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37

Llegó diciembre con su alegría, mes de parrandas y animación, en que se


baila de noche y día y es solo juergas y diversión...
Así decía la canción y tenía mucho de verdad, diciembre en
Florencia y todas las barriadas del Valle del Aburrá era algo diferente,
lo sentíamos en el aire, los días parecían un poco más luminosos y ale-
gres, por lo menos así lo percibíamos, y se reflejaba en los rostros. Un
año más al que le veríamos el final. Ni siquiera en los momentos más
duros un diciembre dejaba de serlo.
Pero nosotros ya no estábamos en Florencia, sino en Laureles, y se
notaba mucho. Para empezar, el uno de diciembre no se había reunido
ningún grupo de muchachos a barrer la calle, como era tradición en
mi barrio, cuando, escoba en mano, retirábamos piedras, quitábamos
malos hierbajos, dejándola todo lo limpia que podía estar una calle
llena de baches y pavimento fracturado. Aquí no había ni una mala
hierba para arrancar, de eso se encargaban los trabajadores del aseo
municipal que pululaban por aquí, mientras que en Florencia yo ni
sabía que existían.
En estas calles tan impolutas y despobladas tampoco había vecinos
con quienes recoger la plata y comprar los materiales para hacer las
cadenetas que, cual guirnaldas de verbena española, atravesaban
las calles de fachada a fachada, llenándolas de colorido y haciéndolo
sentir a uno que, debajo de aquel derroche de colores, no podía pasar
nada malo.
El siete de diciembre pocas personas encendieron faroles delante de
sus casas, mientras seguramente en Florencia, a pesar de todo, habría
cientos de velas encendidas y faroles en sus antejardines mientras al-
gunos sacarían sus equipos de sonido e improvisarían el baile en plena
calle. Al día siguiente, el ocho, no vi a ningún niño deslizándose por
las calles con una tabla untada de la cera de vela que había recogido el
día anterior, pero claro, es que Laureles era tan plano que era imposi-
ble que una tabla se deslizara por su pavimento, por muy embadurna-
da de cera que estuviera.
El dieciséis no hubo ninguna casa con las puertas abiertas esperan-
do a los niños con sus sonajeros hechos con alambre y tapas de gaseo-
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sa, mientras que en las colinas del valle, los pequeños estarían llegando
en estampida a hacer la novena de aguinaldos para cantar villancicos
al niño Jesús delante del pesebre, poniendo su mejor empeño para
ganarse, además de la sonrisa del santo niño, los premios que los due-
ños de casa, al finalizar la novena, les darían en forma de natillas con
buñuelos recién hechos.
El veinticuatro no vi ningún marrano atado a un árbol, esperan-
do con desconsuelo al matarife que lo convertiría en el protagonista
principal de una fiesta de dos días que no acabaría hasta que alguien
se comiera hasta el último chicharrón, frito en una paila puesta sobre
un fogón de leña, improvisado en un rincón de la calle. Y sin marrano,
tampoco se escuchó la usual música de fondo de aquellas añoradas
francachelas y comilonas; una salsa o un porro de Lucho Bermúdez
que hasta el más tullido bailaría animado por los efluvios de un aguar-
diente antioqueño.
El veinticinco no vi hordas de niños con sus juguetes nuevos co-
rriendo por las calles, emocionados con su traído del niño Jesús.
El treinta y uno no hubo guerra de maicena y huevos en la calle. Ni
tampoco nadie encendió un muñeco de año viejo relleno de serrín y
con su pantalón y camisa llenos de pólvora.
Lo que sí tuvimos en casa fue el sahumerio de mi mamá para la
buena suerte, la vuelta a la manzana de mi hermana Patricia con una
maleta para que el nuevo año viniera cargado de viajes. Y, a las doce en
punto, en la vieja radiola de casa, sonó con su voz añeja y evocadora el
indio Crescencio Salcedo: Yo no olvido el año viejo porque me ha dejado
cosas muy buenas. Me dejó una chiva, una burra negra, una yegua blanca
y una buena suegra...
El uno de enero no hubo sancocho de desenguayabe en las calles de
Laureles, como quizás nunca lo había habido, y el seis de enero ya ha-
bían pasado las fiestas decembrinas más insulsas que había celebrado
en mi vida.
A mediados de enero, estaba sentado en el salón, escuchando músi-
ca en la radiola, cuando el teléfono sonó, y, al ser yo el que estaba más
cerca, contesté:
–Buenos días, a la orden.
–Hello, parcerito, soy yo, Gabriel. –La voz era inconfundible.
–¡Parcero! –dije emocionado–. ¡Cómo estás, contame!
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–Muy bien, luchándola, ¿y vos?


–Bien, aquí, en el nuevo barrio, acostumbrándome. ¿Cómo conse-
guiste el teléfono?
–Very easy, parcerito, el directorio telefónico. Tu papá puso la línea
a su nombre. Lo que pasa es que me tocó esperar hasta que repartie-
ran los nuevos directorios para poder empezar a buscarlos. Tuve que
llamar antes como a cinco casas, pero apenas me contestaste vos, te re-
conocí de una, todavía tienes esos gallitos de pelaíto, ¡ja! –dijo guasón.
–Mamagallista este... –le respondí siguiéndole el tono, pero de in-
mediato le pregunté–: ¿Encontraste a Marcela, sabes algo de Paola?
Contame, contame –dije impaciente.
–Relax, my friend! –me dijo al verme tan atacado–. Sí, encontré a
Marcelita y no solo eso, tengo que darte una noticia... vamos a ser pa-
pás. –La voz era de infinita alegría.
–¡¿En serio?! ¡Felicitaciones, hermano! –dije con un grito de júbilo.
–Ahora sí me cogieron bien cogido, my friend. ¡Ja!
–Ahora sí que no te puedes escapar ni po el verraco.
–Sí, pero me lo merezco y lo quiero.
–Qué bueno.
–Te confirmo lo que te dije la otra vez: Paola se fue para España,
me lo dijo Marcela. Pero no sabemos dónde, por ahora no se puede
saber nada, la única que sabe todos los datos es mi suegrita y parece
que es lo mejor, al menos por ahora. Pero don’t worry, que Paola no se
olvida de su ¡príncipe! Marcela tiene una carta de ella para vos, llegó ya
hace bastante tiempo, ya va siendo hora de que la leas.
–Cuándo nos vemos, ¿hoy mismo? Donde me digas. –Estaba an-
sioso.
–No, hoy no puedo, pero mañana voy a bajar al centro con Marcela,
vamos a comprar unas cosas para el bebé y una ropita para nosotros.
¿Conocés el Camino Real, el centro comercial que está en la avenida
Oriental con la Playa?
–Sí, claro.
–Marcela se empecinó en comprar unas cosas que venden allá, ya
sabes que solo le gusta la ropa de marca, incluso para el bebé, y aho-
ra que tengo con qué no me voy a ponerme de amarrado. Nosotros
vamos a bajar como a las dos. Yo creo que a las cinco ya habremos
terminado de comprar. Veámonos a las cinco en la entrada, en la de
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la Oriental, que por el otro lado hay otra salida, pero esa no, por la
principal.
–Listo, a las cinco nos vemos –escuché un pitido en el teléfono.
–Mejor hablamos mañana, que ya se me está acabando la monedita
y no tengo más. Suerte, parcerito.
–Suerte, parcero –me despedí.
–¿Quién te llamó? –preguntó Rosario que venía desde la cocina.
–Un amigo del colegio, mañana nos vamos a ver en el centro.
–¿Cuál amigo, Carlos?
–Sí... Carlos.
–Ah, bueno.
No dijo más, para Rosario era una maravilla que estuviera ha-
ciendo amigos con los muchachos de nuestra nueva vida y yo no quise
decirle que había sido Gabriel porque temía que me impidiera ir a
verlo.
Esa noche dormir se me hizo una tarea casi imposible, por fin
iba a ver a Gabriel, y lo más importante, tendría una carta de Paola.
Fantaseé con ella, besándola, caminando de la mano por esa España
lejana a la cual no tenía la menor idea de cómo llegaría, pero tenía que
haber una forma.
Durante el día, no pude dejar de mirar el reloj, el tiempo iba lento,
como si volviera hacia atrás constantemente, intenté concentrarme en
los trabajos de la empresa que me asignaba Rosario, me ofrecía para
todo, pero ni por esas la agonía se me hizo menos lenta.
A las cuatro, cogí el autobús 191, que era el que tomaba la gente que
trabajaba como personal de servicio en las casas de los ricos.
El autobús se retrasó un poco por unas obras que había en la calle
Colombia y cuando llegué a la avenida Oriental, corrí a la entrada del
Camino Real, me aceleré tanto que algún gracioso gritó: «Cójanlo,
cójanlo», que era el típico grito que se lanzaba cuando un ladrón me-
tía un jalón y salía corriendo para escabullirse entre el gentío. Varias
personas me miraron alerta y tuve que disminuir el paso para que no
creyeran que era en verdad un ladrón y no faltara el héroe de turno que
me metiera una zancadilla.
A esa hora de la tarde, la avenida Oriental bullía de personas y
de autobuses que inundaban de bocinazos y de humo el aire. Era la
avenida principal del centro, ninguna estaba tan congestionada por el
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incesante tráfico. Prácticamente todo el que tenía que ir a hacer algo


al centro tenía que pasar por allí. El Camino Real era de los primeros
de su especie y era un reclamo para ir a comprar ropa, sobre todo de
marca. Yo sabía de su fama y lo conocía, aunque jamás me habían
comprado algo allí. Lo más parecido a ropa de marca que me compra-
ban mis padres eran los tenis Pluma, en vez de Puma, y los pantalones
Carrel que vendían en los almacenes Éxito y que eran de fabricación
propia, los más baratos del mercado.
Cuando llegué a la entrada del centro comercial, sentí una extraña
excitación en el ambiente. Un gran cristal de una de las vitrinas que
daban a la avenida estaba roto, dos hombres retiraban los trozos
que todavía quedaban en el marco. Me imaginé que tal vez antes había
pasado por allí alguna manifestación de las que a menudo se armaban
en el centro y que el vidrio roto era resultado de una buena pedra-
da, no quise preguntar. Una señora, trapeadora en mano, limpiaba
el suelo de baldosa de gres de enfrente de la fachada. En cuestión de
minutos, los hombres aparecieron con otro cristal y la vitrina quedó
como nueva. La señora terminó de trapear y el suelo de gres quedó tan
brillante como seguramente estaba antes de la manifestación.
Por el retraso del autobús había llegado veinte minutos tarde, el
reloj electrónico que estaba en mitad de la avenida, montado sobre
un alto pedestal de hormigón, me mostraba la hora, las cinco y veinte
minutos, maldije el retraso. Esperaba que no se hubieran ido, pero
finalmente pensé que no podía ser y que aún no habían llegado, que
seguramente se habrían enredado con las compras. Estuve allí espe-
rando dos interminables horas. Gabriel y Marcela no aparecían. Me
preguntaba si le habría escuchado mal, si habría habido un malen-
tendido y habíamos quedado en la entrada de atrás. Iba corriendo de
una entrada a la otra, temiendo que cuando fuera a la de atrás, me
estuviera esperando en la principal, o viceversa. Luego pensé que a lo
mejor Marcela había roto aguas, no sabía cuántos meses de embarazo
tendría y a lo mejor les había llegado la hora en ese momento. Yo sabía
que Gabriel era responsable, siempre me había cumplido su palabra.
A lo mejor me volvería a llamar a casa para explicarme su no com-
parecencia, quizás en esos mismos momentos me estaría llamando y
contestaría mi mamá, posiblemente lo reconocería, y ya todo se haría
más complicado.
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Decidí irme a casa, consumiéndome por la opción de que hubiera


aparecido justo después de haberme ido. Cuando pregunté a todos en
casa si alguien me había llamado, un no fue la respuesta, y me pareció
sincera, sobre todo en Rosario, que sería la que tendría algo que ocul-
tar en caso de que me hubiera llamado Gabriel.
Le daba vueltas a todo y no se me ocurría algo que dilucidara aquel
misterio. Cada timbrazo era una carrera mía al teléfono. Tanto era mi
desespero que tuve que contárselo a mi mamá. No le gustó nada que
hubiera vuelto a hablar con Gabriel, para ella era demasiado peligroso
y me regañó de manera muy fuerte. Desde lo de mi balazo y la salida
apresurada del barrio, estaba muy nerviosa, temiendo que de nuevo
mi vida estuviera en riesgo.
Al día siguiente mi mamá llamó a Florencia ante mi insistencia de
saber algo, pero doña Lucía no tenía novedades. No me quedaba más
que resignarme a una desasosegada espera.
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38

–¡A pelechar se dijo, salud! –gritó un Julián exultante mientras levan-


taba un vaso de whisky con hielo–. ¡Bien muertos sean esos hijueputas
del Gabriel y el Mellizo... y la malparida esa... Marcela!
–¡Salud! –le respondieron casi a coro Gayumba, el Matao y
Chócolo. Estaban en el apartamento de Julián. Fruko y sus Tesos se
desgañitaban en el equipo de sonido nuevo que había en el salón.
–¡Qué chimba cómo los pescamos! Creían que nos iban a fumi-
gar y los fumigamos nosotros a ellos –Julián carcajeándose–, ¡qué hi-
jueputa pepazo tan bien metido le di a esa rata de Gabriel, en toda la
frente!
–¡Ah, es que ese apodo de Tirofijo no te lo ganaste gratis! –dijo
Gayumba riendo.
–Me lo puso mi primo Rubén, que en paz descanse –dándose la
bendición y oscureciéndosele la mirada.
–Muy bien puesto, parcero –acotó el Matao.
–A vos también fue él el que te bautizó y hasta a mí –dijo Gayumba
como con nostalgia–. Si es que ese marica la tenía gruesa para poner
apodos y, además, era un bacán, pero un bacán de lo mejor, lásti-
ma que se fue tan rápido. ¡Malparidos esos perros de Los Magníficos!
–apretando los puños.
Julián oscureció más aún su mirada, de sus carcajadas previas ya no
quedaba ni rastro.
–Bueno, ahora hay que seguir para adelante, ya Andrade me pasó
unos datos pa otro trabajito. –Julián cambiando de tema–. Menos
mal que acabamos con estos malparidos, no nos dejaban ni trabajar.
Mañana mismo nos vamos a Sabaneta, donde la virgencita María
Auxiliadora, pa dale las gracias. –Metiéndose la mano en el cuello para
sacar el escapulario. Una vez fuera, le dio un beso y, después, la bendi-
ción de manera solemne.
–¿Y los compinches que tenían esos dos, los del otro barrio, no los
querrán vengar? –preguntó Chócolo inquieto.
–Tranquilo, mijo, que eso ya está controlao. Andrade ya tranzó con
esa gente. Además, ¿usted quién cree que fueron los que nos pusieron
en la pista de ese par de maricas pa montarles la perseguidora? ¡Pues
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un marica de ese combo, mijo! Nunca falta un torcido, y menos si hay


plata de por medio, por la plata baila el perro. –Julián se dio un buen
trago de whisky y continuó–: Si no es porque le cuento al Andrade
que nos estaban cascando, ya no estuviéramos ni uno vivo. Ese man
es mero duro, rapidito se averiguó todo y lo cuadró en un santiamén.
Yo es que mejor no te conté nada a vos, con lo boquisuelto que sos, a
ver si nos hubieras cagado todo el plan –Julián recuperando la sonrisa.
–¡Boquisuelto yo, si soy una tumba! –dijo Chócolo muy serio.
–Una tumba abierta será, ¡qué hijueputa tan chismoso! –soltó
Gayumba y rieron todos.

Julián estaba feliz, pero no era una felicidad plena, se había quitado de
encima a dos enemigos, pero aún le faltaba encontrar a Darío. Podía
haberlo olvidado, dejar la cosa como estaba, pero no, era una tarea sin
completar; además, estaba seguro de que tenía que ver con todos los
problemas que le aquejaron esos meses de desasosiego. Su obsesión de
acabar con él se había vuelto más recalcitrante.
El topo del nuevo combo de Gabriel les había dado el soplo
de dónde estaba viviendo, había sido muy efectivo, también había
averiguado dónde vivía Marcela. Ya lo demás fue simplemente se-
guirlos.
Con el Mellizo había sido más fácil, solo había sido cuestión de
apretarle las tuercas a un primo de él que seguía viviendo en el barrio.
Cuando le dieron la dirección de la casa de Gabriel, él mismo se
fue con el Chócolo, el Matao y Gayumba para montar el operativo.
Llegaron tarde cuando fueron a buscarlo, el topo estaba allí esperán-
dolos y les dijo que Gabriel ya había salido, seguramente para don-
de Marcela. Llegaron a casa de ella, pero los vieron a lo lejos, en la
moto, yendo en dirección al centro, los siguieron, estuvieron a punto
de perderlos, solo los pudieron alcanzar en la avenida Oriental. Era
arriesgado darles de baja en pleno centro, pero no iba a dejar pasar la
oportunidad.
Les dio alcance cuando ya iban a entrar en el centro comercial.
Pudo ver los rostros pálidos de ambos cuando se giraron a su saludo:
–¡Qué hubo, Gabriel, Marcela! –apuntándoles con la pistola; de-
trás de él, el Chócolo.
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No les dejó tiempo para responder nada. Les dispararon sin pie-
dad. Una bala pegó en el cristal de la vitrina que tenía enfrente.

–¡Qué hijueputa pa tener mala puntería sos vos! –dijo Julián al Chó-
colo–. ¡A dos metros que los teníamos y fallar un disparo!
–¡Oigan, esa bala no fue mía!
–Pues mía sí que no fue, pero bueno, no importa, bien muertos
están.
–¿Y por qué no mirás qué es lo que tenía en el bolso? A lo mejor
hay platica –dijo el Matao mirando con interés el bolso de Marcela,
Julián lo tenía al lado, puesto en el suelo. Se lo había arrancado cuan-
do estaba agonizando en el piso de gres, lo cogió pensando en que de
seguro habría alguna cosa de valor; además, así la declararían N.N. y
su familia tardaría más en encontrarla.
Le hizo caso al Matao y empezó a esculcarlo. Encontró un sobre, lo
abrió y sacó una carta que rápidamente comenzó a leer.
–¿Qué es eso? –le preguntaron sus compinches.
–¡Shhhh! Que estoy leyendo, maricones –los mandó a callar mo-
lesto.
Se quedaron en silencio. Cuando terminó de leerla, la sangre le
estaba hirviendo. De repente una pregunta lo asaltó: ¿y si iban a en-
contrarse con Darío para entregarle la carta? Decía claramente que
Marcela se la iba a entregar. Se levantó como un loco del sofá blanco
del salón y, sin tiempo de decirle nada a ninguno de los muchachos,
que lo miraban sorprendidos, salió del apartamento, bajó al sótano
del parking y se subió a la moto. Una vez en la calle, aceleró a lo que
daba la máquina. Iba directo a la escena del crimen que lo hacía sentir
orgulloso. No le importaba correr el riesgo de que alguien lo identifi-
cara, solo pensaba en la suerte de ver a Darío por allí, quizás llorando
como una niña y él viéndolo todo antes de calmarle el llanto con el frío
cariño de los balazos. Cuando llegó estaban terminando el levanta-
miento, ya los policías se estaban yendo. En el reloj de electrónico que
estaba en la avenida Oriental daban las cuatro. Estaba ansioso, tenía
que calmarse, podían verlo inquieto, requisarlo y cogerlo con el arma.
Encima, por la prisa, no había cambiado de pistola, si lo cogían, un
examen de balística lo mandaría de cabeza a la cárcel, aunque estaba
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seguro de que Andrade le acortaría los días de prisión, y más teniendo


en cuenta que le iba a ayudar a quitarse ese agobio que le había vis-
to en la última fiesta con prostitutas a la que lo había invitado. Cuando
ya empezaba a estar borracho Andrade le contó lo del juez que lo te-
nía contra las cuerdas, no lo encontraba para quitárselo de en medio,
parecía que se hubiera esfumado. «Es el mismo hijueputa juez que te
estaba jodiendo a vos, el que te calentó a vos tu casa. Lo subestimé y
creí que unas buenas amenazas iban a ser suficientes, pero lo que tenía
que haber hecho es darle duro y a la cabeza. Me dio compasión por
su hija y su mujer, que uno a veces tiene su corazoncito, pero no me
vuelvo a ablandar ni po el putas, si los encuentro, los mato a los tres yo
mismo. ¡Perro hijueputa, es que a extraditarme a mí!», le dijo Andrade
casi echando espuma.
Estaba tranquilo. Si lo cogían, no pisaría ni la cárcel. La informa-
ción del sobre que tenía en el bolsillo trasero del pantalón era algo
que Andrade agradecería con creces. Aunque no decía de forma pre-
cisa dónde estaban decía claramente que la mamá de Marcela sí sabía
dónde se escondían. Esa carta valía más que oro. Un pasaporte a subir
como la espuma. «¡Qué hijueputa tan suertudo soy!», se decía feliz.
A las cuatro y cuarto ya no había ningún policía de los que habían
participado en el levantamiento exprés. Habían hecho su trabajo de
manera rápida y eficaz, más aún teniendo en cuenta el lugar de los
asesinatos y, de ese modo, reanudando la normalidad con toda la pre-
mura posible, tal como tenían por orden cada vez que hubiera occisos en
lugares muy transitados. Llenaron los papeles sin detenerse mucho en
los detalles, total, por la pinta de los muertos, era más que seguro que
aquel documento se archivaría en el cajón sin fondo de los casos sin
resolver.
Julián se sentó de manera disimulada en un local de comidas que
estaba a un lado de la entrada del centro comercial. Tenía una buena
panorámica, si pasaba por allí no podría dejar de verlo.
Esperó más de una hora, el reloj electrónico de la avenida Oriental
daba las cinco y quince minutos. Hacía ya casi tres horas que había
accionado su arma para dictar sentencia de muerte y ahora los que
pasaban sobre las baldosas de gres donde antes había dos cuerpos ni lo
sospechaban. Lo único que podía denunciar algo discorde a la norma-
lidad era la cristalera de la vitrina que se había desmigado por una bala
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que no había dado en el blanco. «Una bala del Chócolo –se dijo sin
dudarlo–. Donde pongo el ojo, pongo la bala, yo nunca desperdicio
una», se jactaba siempre. Unas personas estaban terminando de arran-
car con cuidado los cristales que no se habían desprendido del marco
de la vitrina, adelantando trabajo para cuando llegaran con un nuevo
cristal y así borrar, lo más rápido posible, cualquier herida de lo que
había pasado. Dos calles a la izquierda o a la derecha, nadie sabría nada
del suceso. El mundo seguía rodando como el bullicioso tráfico de la
avenida Oriental.
Miró por última vez el reloj electrónico, las cinco y dieciocho mi-
nutos. Ya no vendría, había pasado ya mucho tiempo, pero su obse-
sión no le había permitido marcharse, empezó a pensar que a lo mejor
ya había venido antes y estaría quién sabe dónde. Tendría que seguirlo
buscando, a lo mejor la madre de Marcela también sabría dónde esta-
ba. No iba a perder más tiempo, lo que tenía que hacer era ir a buscar
a esa mujer y arrancarle las dos informaciones de las que urgía.
Se fue hacia donde estaba su moto, en una acera de la esquina don-
de la había dejado prácticamente tirada por la prisa. Podían haberlo
multado, pero no se veía ningún agente de tráfico cerca, «mi día de
suerte». Se montó en ella y arrancó sin mirar atrás. Estaba molesto por
no haber encontrado a Darío, pero, de todos modos, tenía motivos
suficientes para estar contento, ya tenía dos culebras menos, podría
volver al barrio con tranquilidad sin pensar que lo estaban esperando
en una esquina para darle de baja como ya habían hecho con varios de
sus amigos. Iría al apartamento para seguir celebrando con el Matao,
el Chócolo y el Gayumba, pero tendría que hacer una fiesta de verdad
en el barrio cuando pudiera, no tenía prisa, ya armaría viaje, antes te-
nía que averiguar un par de cosas.
Hizo rugir su moto sobre el pavimento de la avenida Oriental.
Cuando pasó por delante del reloj electrónico, daban las cinco y vein-
te minutos.
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39

Gabriel no llamaba y las conjeturas que yo armaba para explicarme


la situación no se sostenían, algo tenía que haber pasado para que me
hubiera dejado esperando, pero no tenía ninguna respuesta clara, solo
me quedaba seguir aguardando a que diera señales.
Una mañana de enero en que todavía estaba de vacaciones, mi
madre me puso como trabajo imprimir unos calendarios de bol-
sillo en la máquina tarjetera, eran para un cliente del Carmen de
Vivoral que tenía una tienda de abarrotes y que la cantidad de ca-
lendarios que había pedido en diciembre se le había quedado corta.
Era un trabajo tan mecánico que me permitía hablar con tranquilidad
con mi hermano César, que estaba a mi lado también con otra labor
de la empresa que le había encomendado mi madre, estaba metien-
do en sobres unas tarjetas de boda que había impreso mi padre en la
Grafopress.
Cuando sonó el teléfono ni lo escuché. Entre el ruido de la tarjete-
ra, la Grafopress de mi papá, la Multilith que manejaba mi hermana
Lucía y la charla que tenía con César me fue imposible oír el timbre.
Mi madre, que siempre estaba en la zona de la casa donde había menos
barullo, usualmente era la que contestaba el teléfono.
De repente vi que mi mamá se paró en la puerta que, desde la casa,
daba al generoso garaje donde teníamos el taller. Tenía en su rostro un
mohín extraño y, con una voz vibrantemente triste, me dijo:
–Mijito, acaba de llamar doña Lucía, y tengo que contarle algo...
Mataron a Gabriel.
Tuve un vahído y por poco mancho el suelo con mi vómito. Mi
amigo, mi ángel vengador, con su alargada espada de fuego cayendo
sobre los malos, había muerto, y yo empezaba a parecerme a ese per-
sonaje bíblico que me habían enseñado en las catequesis. Era un Job
moderno, lleno de golpes con apenas dieciséis años.
Sabía que la muerte prematura de Gabriel era algo tangible, pero
no por ello dejaba de tener la esperanza de que se salvara de aquella
jubilación a balazos. Que una vez acabara con Julián, se saliera de todo
aquello y tuviera una vida más normal, libre de todos los riesgos a los
que se estaba exponiendo.
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La llamada de doña Lucía armó el rompecabezas y selló otro do-


loroso capítulo de mi historia. A Gabriel lo habían matado hacía casi
una semana, el mismo día en que habíamos quedado de vernos, unas
horas antes de nuestro frustrado encuentro y justo en el sitio donde yo
lo había esperado sin tener idea de lo que había pasado, quizás pisan-
do el mismo espacio de su cuerpo en el suelo. Ese día había palpado
el ambiente enrarecido, pero no pude sentir el olor de la muerte. Me
dolió saber quién había sido el verdugo, Julián, y también que al ase-
sino le habían alcanzado las balas para acabar con la vida de Marcela.
El maldito se había jactado con todo el mundo de lo que había hecho.
Doña Lucía había escuchado a Julián decirlo casi a los gritos mientras
estaba de fiesta con los del combo delante de la casa de doña Gertrudis,
celebrando su ruin acto.
Cuando me repuse del súbito bajón, me transformé en un loco,
quería matar a ese miserable, agarré a patadas una silla del salón y
terminé dándole un puñetazo a la pared, casi me parto los nudillos.
Estaba deshecho.
–¡Voy a matar a ese hiejueputa! –bramé y, en ese momento, de ver-
dad me sentí capaz de hacerlo.
Todos en la casa estaban impactados por la noticia, y asistían a
mi desahogo, jamás me habían visto así. Cuando terminé de liberar mi
súbita furia, me dejé caer como un títere con las cuerdas rotas en el
suelo del salón. Mi mamá me abrazó y me dijo:
–No se preocupe, mijito, que a todo marrano le llega su San Martín.
Pero yo no quería esperar ese San Martín, yo quería que fuera ya
que se le acabaran los días al maldito ese. Desde ese día, ya no pensé en
otra cosa que en matar a Julián.
Lo primero que tenía que hacer era conseguir un arma, pero ¿dón-
de? Entonces fue cuando pensé en Laura, recordé lo que me había
contado del balazo que le había metido su padre por accidente, era
posible que con lo bestia que me había pintado a su progenitor aún
mantuviera el arma entre sus pertenencias. La llamé y le pregunté. Sí,
aún la tenía y ella podía cogerla sin problemas. Ni siquiera me pre-
guntó por qué se la pedía, era como si el solo hecho de que la volviera
a llamar fuera suficiente para ella, como si hubiera estado esperando
esa llamada aunque fuera para decirle que los dinosaurios se habían
extinguido. Sentí que Laura, a pesar de todo lo que había pasado, me
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quería, de una manera lejana de los convencionalismos de la fidelidad


física y que su verdadera fidelidad correspondía a cosas como estar
disponible sin reservas ni preguntas cuando yo o la persona que ella
amara la requiriera.
–Ya te diré cuándo la voy a necesitar –le dije mientras era cons-
ciente de que ya no tenía excusas para cumplir con lo que me había
prometido.
–Cuando quieras, me dices y te la llevo, o nos vemos donde quieras
–me dijo y su voz era tranquila, pero, a la vez, insinuante y yo sentí el
deseo que nunca se había apagado.
Nada más colgar, empecé a temblar.
En el barrio decían que Julián era un ayudao, porque tenía una suerte
diabólica y siempre se salvaba en el último minuto. Doña Lucía, en una
de las charlas telefónicas con mi madre, le había contado que el día que
Gabriel y el Mellizo habían matado a Carevieja, Julián se acababa de
despedir, después de beberse una cerveza casi sin detenerse a respirar.
También recordaba el día que mi mamá nos contó que doña Gertrudis,
llena de agradecimiento al cielo, le había dicho que su hijo, por milagro,
se había salvado de una emboscada guerrillera, cuando estuvo prestan-
do servicio militar en el ejército; una oportuna indisposición estomacal
lo había librado de la patrulla nocturna en la que habían muerto diez
de sus compañeros. Un ayudao, alguien al que el demonio ayuda para
librarse de sus enemigos, alguien que solo puede perder ante el mismo
Luzbel, el día que decida pasar cuenta de cobro por sus servicios. Quizás
había sido esa energía mefistofélica la que lo puso delante de Gabriel y
Marcela justo cuando se estaban encontrando, no sé si sabía de ante-
mano que los iba a ver, solo puedo pensar que todo se debió a la obra
de una arcana fuerza. Seguramente, Julián bajó al centro a comprarse
algunos pantalones de marca, unos tenis con mil cámaras de aire, de esos
que gustaban tanto en esos años, y el Camino Real era el mejor lugar
para encontrarlos, o quién sabe por qué maldita razón estaba por allí. El
demonio poniéndoselos en bandeja y, de paso, borrando prácticamente
cualquier posibilidad de encontrar alguna vez a Paola.
¿Sería capaz de acabar con ese compinche del demonio? ¿A mí
quién me iba a ayudar? ¿Dios?
«En la calle 113 con la 75A la policía legal efectuó el levantamien-
to del cadáver de un joven de diecinueve años. El occiso respondía
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al nombre de Julián López. Se desconocen los motivos del asesinato,


pero se interpretan venganzas personales, ya que el joven pertenecía al
grupo delincuencial autodenominado El combo de la 113...
»Que en paz descanse ese desgraciado, y ojalá que lo tengan bien
amarrado en el infierno.»
Así me imaginaba que escucharía el parte de la página roja de la
radio y la posterior frase de mi madre al oír la noticia. Pero antes, tenía
que hacerlo, y eso era lo más difícil.
Solo después de que ese maldito muriera, podría pensar en un nue-
vo comenzar, cerrar algunas heridas con el causante de ellas muerto
me ayudaría a retomar un tren que desde hacía días me había dejado
tirado.
Tenía tanto miedo que me resultaba más fácil pensar en lo que
vendría después de que lo matara que en el suceso mismo, pero, sin
embargo, esas imágenes de cambio eran las que me empujaban a ju-
gármela de una vez por todas y dejar de estar parapetado tras una co-
raza de cobardía.
Matarlo, si es que lo lograba, jamás me devolvería a mi amigo, ni
me diría dónde estaba Paola, pero, por lo menos, quedaría en paz con
ellos allí donde estuvieran, se lo debía.
Mi mamá intuía lo que estaba pasando en mí, me vigilaba mucho
más de lo usual y me preguntaba nuevamente adónde iba cada vez que
salía a la calle, aunque ya se lo hubiera dicho antes.
El día que empezó el nuevo curso volví a hablar con Laura, esta vez
de cuerpo presente. Le dije que necesitaba el arma para el día siguiente
y que me enseñara a dispararla si es que ella sabía.
–Yo sé –me dijo–. Mi papá quiere que me aprenda a defender y yo
no pierdo las esperanzas de vengarme.
Al día siguiente me la entregó en los baños de hombres. Hacía diez
minutos que había sonado el timbre de salida y prácticamente todo
el alumnado había salido como toros miura por la puerta del colegio.
Me la entregó envuelta en una tela y yo la metí en la mochila. Me dio
un beso en los labios y yo no le respondí. Vi que se le aguaban los ojos.
Estaba tan atractiva como siempre, pero no me dejé llevar, no podía.
–Te la devuelvo mañana –le dije.
–Espera, te enseño cómo funciona –me dijo limpiándose con el
dorso de la mano unas incipientes lágrimas.
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Me enseñó de la mejor manera posible a accionarla, y especialmen-


te a quitarle y ponerle el seguro para que no se me soltara un tiro sin
querer y yo me di por satisfecho.
Salimos con sigilo del baño y quedé de entregársela al otro día por
la tarde.
Me fui a casa y, por la noche, una vez que César estaba dormido en
la cama de al lado, empecé a mirar el arma como si fuera un puente a
otro mundo, la apretaba por la cacha y me imaginaba disparando en la
cabeza de un Julián vencido, con el cráneo hecho añicos, y yo, mien-
tras tanto, recitándole el inventario de heridas que me había causado.

Al día siguiente preparé todo como si fuera a clase, me puse el uni-


forme, empaqué los cuadernos, pero también el arma. Salí a la calle
después de despedirse de mi madre, intenté con todas mis fuerzas que
no notara nada, ella me dio la bendición como hacía días no lo hacía.
Como siempre que iba para el colegio, tomé el autobús 191, pero, en
esta ocasión, en vez de bajarme en la calle San Juan, me bajé en la
parada de los almacenes Éxito, allí tomé la buseta 274. Por el camino
repasaba mentalmente mi sencillo plan, que consistía solamente en
agazaparme a esperarlo en el solar baldío, ese que estaba debajo de mi
calle, en la esquina de la calle 112, el mismo en el que, en una ocasión,
pensé llevar a Paola ante el desespero de la puerta cerrada de mi casa.
En algunos tramos del viaje rezaba para que todo saliera bien, otras
veces, metía mi mano dentro de la mochila para ver que el arma estu-
viera allí y que no fuera un espejismo, o que simplemente se hubiera
desvanecido. «Oiga, lleva la mochila abierta», me dijo alguien cuando
estaba a punto de bajarme, la cerré con prisa sin ni siquiera dar las
gracias. Estaba cerca de la esquina donde había recibido el balazo, pero
también cerca de donde tomaba helado con Paola, de donde hacían el
pesebre más grande del barrio en las navidades y yo iba con mis ma-
racas hechas de alambre y tapas de refresco a cantar villancicos, para
luego comer la natilla y los buñuelos.
Me puse la gorra que llevaba guardada para ocultar un poco el
rostro, caminé las dos cuadras que me separaban de la esquina don-
de pensaba esconderme todo el tiempo que hiciera falta. El riesgo de
encontrarme con alguno del combo era grande, pero sabía que a esas
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horas pocas veces se les veía en la calle y salían cuando ya empezaba a


perderse la luz del día. Mucha gente estaría en el trabajo, los jóvenes y
niños en los colegios, era un buen momento para llegar sin ser visto
y tomar mi posición de verdugo.
Una vez al lado del solar baldío, miré a mi alrededor, la calle estaba
desierta y el sol golpeaba con firmeza. Rezando para ser invisible, me
metí entre las hierbas altas y, con cuidado de no tropezarme con las
piedras ocultas del suelo, entré en las paredes de la construcción in-
conclusa de aquel solar. Detrás de un muro de bloques de hormigón
enmohecidos, me resguardé a dejar pasar el tiempo y dar fugaces mi-
radas hacia fuera.
La tarde se me hizo interminable, como el horizonte en el océano
de un náufrago. Desde mi escondite, escuché cómo volvía la vida a
la calle, la gente que pasaba, los niños, que una vez fuera del colegio,
jugaban cerca de mí, alguno se metió en medio de las hierbas a cazar
bichos, tuve miedo de ser descubierto, pero al final ninguno lo hizo.
Cuando llegó la noche y las calles empezaron a quedarse silencio-
sas, me animé para aguantar más y no irme sin cumplir mi cometido.
A las ocho oí un motor que subía la pendiente, de un salto me
levanté de mi sitio. No veía muy bien la persona que conducía, pero
tenía que ser Julián, era su moto, estaba seguro, creí reconocerla por
ese sonido que estaba cincelado en mi cerebro; además, me pareció re-
conocer, a pesar de la oscuridad, su figura y, en la moto, las marquillas
del fabricante en el tanque, Yamaha. Cuando estaba a punto de dis-
parar, más por el impulso que por la certeza, me di cuenta de que no
era él ni su máquina. Había estado a punto de matar al Mono, el hijo
de doña Eugenia, que seguramente venía de su trabajo de mensajero.
Resoplé al ver que por poco causo una tragedia a una familia tan
inocente como la mía.
Aquella maldita moto no se parecía en nada a la Yamaha Calimatic
de Julián, me dejé engañar por la desesperación. Por ese día el mal-
dito de Julián se había librado. Decidí volver a casa, pero no sin pro-
meterme que lo volvería a intentar.
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40

«Pero qué hace este maricón por aquí», fue lo que se dijo Julián al ver
a Darío pasar casi delante de él, cuando volvía al apartamento después
de tomarse una cerveza en el bar de la esquina. Lo siguió caminando
hasta que entendió que se dirigía al colegio Salazar y Herrera. Tenía
la mochila y el uniforme de colegial, lo observó entrar en el edificio,
mientras esbozaba una sonrisa.
Miró su reloj, tenía tiempo de ir a solucionar unos cuantos asuntos
y volver al final de la jornada de clase, «a esta ratita ya no lo salvan
ni las once mil vírgenes». Fue por su moto que tenía guardada en el
parqueadero de su edificio, junto con el carro que solo usaba cuando
llovía o quería impresionar a una nueva conquista. Montó en ella, la
encendió a la primera, aceleró sobre el hormigón pulido del suelo y
enfiló la rampa del parking. Volvía a vanagloriarse de su suerte, por fin
se sacaría la espina. Odiaba a ese condenado mugroso, no solo por ade-
lantársele a cortarle su flor, también por Gabriel, que tantos problemas
le había dado, «algo habrá tenido que ver este cabrón», pensaba con
rabia, pero el enojo mutaba rápidamente en satisfacción al recordar
cómo se había quitado de encima a Gabriel y al Mellizo, y, sobre todo,
cómo había podido ayudarle a Andrade con el asunto del juez. No
había sido fácil arrancarle a la vieja esa la dirección en España, pero
lo había conseguido. Andrade seguro terminaría por darle un aparta-
mento como ese que le estaba prestando, pero esta vez se lo daría en
propiedad, por el buen servicio que le había prestado, aún no se lo ha-
bía dicho, pero lo vio claro cuando le comentó: «Ese apartamento en
el que estás lo tengo comprometido para un negocio y me lo tenés que
desocupar de hoy a mañana, pero tengo otro que te va a encantar, está
en el barrio el Poblado. Más tarde te llamo para mandarte las llaves, te
merecés un premio», le dijo un Andrade exultante con la información
que le acababa de dar. Él solo quería ese premio, una nueva obsesión
a su colección de obsesiones. Le había cogido cariño al apartamento,
pero seguro que para el que iba estaría mejor. Tan a gusto se había
sentido en su vivienda provisional que las obras en su casa ya habían
parado y pensaba: «Seguro que Andrade ya no me deja volver a vivir
en esa ratonera... Bueno, aunque cuando pueda, sigo arreglándola, por
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la cucha, que se lo merece... al menos ya tienen la losa de concreto, en


vez de esas putas tejas grises».
Todo un golpe de suerte lo de la carta, lo mismo que eso de tener en
bandeja a Darío. «¡Gracias, María Auxiliadora!», exclamó mirando al
cielo y se dio la bendición con la mano derecha, mientras que con la iz-
quierda agarraba fuertemente el manillar de la moto. Después de la ben-
dición, aceleró mientras el viento le acariciaba una oscura sonrisa.

Me di cuenta de que había sido una estupidez haber ido a clase, mi


mente estaba ausente y cuando la profesora me hizo una pregunta,
quedé como un imbécil. Hubiera sido mejor haberme ido de nuevo
a intentarlo. Sentí claustrofobia, quise escaparme de aquella cárcel.
Al final de clases tenía pensado entregarle el arma a Laura, como ha-
bíamos convenido, y se la volvería a pedir prestada otro día, pero de
repente pensé: ¿no sería mejor quedarme con ella hasta que hiciera el
trabajo? Sentí que si la entregaba, corría el riesgo de perder el impulso
y pensar eso me llenaba de ansiedad, me dolía el pecho.
Más tarde, cuando sonó el timbre de salida, volví a verme con ella
en el baño de hombres.
–¿Podrías prestármela otro día más? –le dije.
–Toda esta semana si quieres, mi papá está de viaje, no se va a dar
cuenta, tranquilo –me dijo relajada y luego–: Para qué la... –No la dejé
terminar; le di un beso, no pasamos de eso, pero ella entendió y solo
dijo–: Mi papá vuelve el miércoles, el martes me la puedes entregar.
–Te la entregaré antes, tranquila... y muchas gracias.
–A la orden... cuídate mucho –me dijo y sentí una preocupación
auténtica en su voz.
Volvimos a salir del baño con sigilo, prácticamente ya no quedaba
nadie por los pasillos del colegio.

Ya habían salido una buena cantidad de colegiales y no lo había visto,


era posible que se hubiera ido antes de que él llegara. Maldijo haber
perdido esa oportunidad, pero se consolaba con que ya sabía dónde
podía volver a encontrarlo. Otra vez no se le escaparía y no tendría
cerca a su mamá para que lo salvara. Cuando ya estaba a punto de
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irse, lo vio. No estaba solo, iba con una muchacha, era guapa. «No se
puede negar que esta ratita tiene buen gusto», se dijo entre mordaz y
envidioso. Tendría que esperar que se separaran, no quería meterse en
más líos de los necesarios. No tuvo que esperar mucho, la muchacha
detuvo su andar y lo tomó de la mano, se quedó mirándolo fijamente
y le dijo algo, luego tomó otra dirección. «¡Goool!», cantó en su inte-
rior y sonrió, sus ojos verdes amárelos brillaron.
Dejó que anduviera un buen trecho para seguirlo de lejos, cuan-
do doblara la primera esquina, él aceleraría el paso o correría si hacía
falta y allí, cerca del doblez de la calle, le daría caza. Después se iría
como siempre, con el paso tranquilo, como si no hubiera hecho nada,
guardando la nueve milímetros en la chaqueta. Le hubiera gustado
usar el silenciador que un día le había dado su primo, pero lo había
perdido el día del allanamiento en su casa. Había dejado parqueada la
moto cerca. No tenía miedo de que lo reconocieran, llevaba poco en
aquel barrio; además, ese mismo día se iría para el nuevo apartamento,
Andrade le había hecho llegar las llaves hacía un rato.
Iba tranquilo, con la sangre fría de saberse protegido, un ayudao,
pero no del demonio, sino de la Auxiliadora y de Andrade. Si tuviera la
mala suerte de que en este trance lo pescaran, estaría el jefe para sacarlo
rápido. Aunque lo pillaran y tuviera que pagar un año, habría merecido
la pena, no había otra manera de acabar con aquella obsesión.

De repente fui consciente de que llevaba el mentón apretado, tenía


que relajarme un poco y guardar toda la tensión para cuando ya estu-
viera en la posición, dentro del solar. En mi mente se repetían todas
las imágenes que me hacían odiar a Julián, también comencé a pensar
en lo que vendría después, en lo diferente que sería todo, en la satisfac-
ción que sentiría al saber que solo sería un demonio extinto. Pero me
volvía a morder el miedo, unas ganas de abandonarlo todo y dejarlo
igual, sin más muertes. Tarde que temprano, Julián caería, pensaba.
Entonces, para darme fuerza y no dejarme vencer, apretaba de nuevo
los dientes y me repetía que no, no podía pensar en eso, ya era hora de
cobrárselas todas juntas.
Llevaba la mochila a mi espalda y tuve el repetido deseo de cercio-
rarme de que el arma siguiera allí. Al doblar la esquina del colegio para
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ir en dirección a la parada del autobús, me descolgué la mochila del


hombro sin dejar de caminar, abrí la cremallera. La vi junto a mis cua-
dernos, le había quitado la tela con la que me la había entregado Laura
el día anterior, estaba desnuda y silenciosa. Quise tocarla, ver que no
era un espejismo, metí la mano dentro de la mochila y la cogí por la
cacha, sin sacarla, poniendo el dedo en el gatillo. En ese momento
escuché una voz.

«Darío», le dijo en un tono neutro que no delataba su euforia, e in-


mediatamente Darío giró. «Así te quería encontrar, ratita», le dijo con
un gesto amargo y torcido, el último que grababan sus víctimas en
la retina. Con parsimonia, fue sacando la pistola de su cinto, como
si aquello fuera el trabajo más fácil de su vida. Antes de que el cañón
de su nueve milímetros estuviera en posición de disparo, vio cómo
Darío dejaba caer la mochila y ponía a la vista un arma que le
apuntaba la cabeza. Sus ojos se abrieron como si fueran a saltar al
suelo y el corazón le dio un vuelco. Apretó el cuerpo esperando los
balazos, pero, al mismo tiempo, su brazo siguió la acción que había
comenzado, su dedo pulsó el gatillo. Lo vio caer con el arma virgen
en la mano. Tenía el susto en cada poro, la muerte había pasado la
guadaña por su cuello sin decidirse a cortárselo, como la primera vez
que mató y un par de balas le rozaron el costado. La situación había
estado tan lejos de lo que esperaba encontrarse que, en vez de acercarse
a rematarlo, como siempre hacía, salió corriendo todavía con el susto
en el cuerpo. Nada más llegar a la esquina, se encontró con la patrulla
de policía, cortándole el paso de manera abrupta, aún llevaba la pistola
en la mano.

Lo vi irse, como una sombra a través del cristal de una botella, co-
rriendo, el arma en la mano. Esa que milésimas de segundos antes
despidió las balas que me cortaron por dentro, trazando su trayectoria,
llenándome de un dolor que se iba atenuando, volviéndose sordo e
inexistente. A lo lejos, como el lienzo donde se dibujaba aquella som-
bra huidiza, estaba el cielo del valle y sus montañas tiñéndose de rojo.
En lo alto, en la bóveda del mundo, me pareció ver algo fulgurante y
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lleno de luces. De repente, en el aire, pequeñas explosiones como de


fiesta, me pareció escuchar a mi madre diciéndome: «Darío, ¿qué fue
eso... esas explosiones?». Después unos gritos y, al rato, los cantos de
una sirena. Y en el cielo, me pareció ver, quizás solo para mí, aquel es-
quivo cometa, lanzando fuego a diestra y siniestra, como un jinete del
Apocalipsis en versión astral.
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Epilogo y final

Al final el ayudao parecía que era yo y no Julián. Yo sobreviví dos veces


a sus balas; en cambio, él no pudo esquivar a la parca al intentar qui-
tarme de en medio por segunda vez. Me salvé nuevamente de milagro,
pero merecía morir por imbécil, no sé cómo fui capaz de olvidarme
de quitarle el seguro a la pistola, con lo enfática que había sido Laura
al explicármelo, en fin, quizás, si me hubiera acordado, sería yo el
muerto, vaya uno a saber. La muerte de Julián no fue suficiente con-
suelo para lo que me había quitado, pero al final hasta del dolor se saca
callo y aunque creas que no vas a poder seguir, sigues adelante, doy
fe de ello sentado hoy aquí, bajo las ramas del guayacán y sus flores
como cientos de pájaros amarillos. Doy fe, observando cómo se han
encogido las calles y las casas de este rincón del valle, llenándome de
recuerdos, asomándome de nuevo al balcón del dolor, pero también
recordando con cariño a seres que me hicieron tan feliz.
Durante un tiempo, quise que Florencia dejara de existir para mí,
no volver a pensar en ese rincón del mundo, meterlo en el zaguán de
los olvidos, pero era imposible, porque, desde ese tiempo, el escenario
de mis sueños siempre fue mi barrio, y, entre aquellos decorados, los
más recurrentes, este árbol de guayacán, el sótano de casa, la cancha de
la Israel, la casa de Gabriel.
Nunca volví a ver a Paola, ignoro qué pasó con ella y con su fami-
lia. Siento que no fui capaz de hacer lo suficiente para buscarla, lo in-
tenté, por supuesto, pero todo conducía a callejones sin salida, como si
se los hubiera tragado la tierra. Además, eran otros tiempos, sin tantos
rastros que se van dejando en medio de una nada que sabe todo de no-
sotros; al final, una parte de mí la dio por perdida y esa parte engañó a
la otra, tanto que a veces mis dos partes creyeron olvidarla.
Continué con mi nueva vida, mi nuevo barrio, mis nuevos amigos,
mi familia, y me entregué a ese quehacer. Muchas veces lo disfruté,
construí otro mundo, inmune a mi pasado, creyendo superado el es-
trés postraumático, sintiéndome fuerte, sin tener, aparentemente, ni
un asomo de miedo, ni siquiera cuando la ciudad entera se transformó
en una locura y Pablo Escobar y sus secuaces trasladaron sus guerras a
cualquier calle de la ciudad. Sin sentir ningún tipo de escalofrío cuan-
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do el suelo tembló por la explosión de un carrobomba en la carre-


ra 70, cerca de mi casa, justo en la misma esquina en la que yo había
estado hacía veinte minutos comiéndome un perrito caliente. Luego
supe que habían muerto siete personas, incluidas Hugo, el perrero, y
su ayudante, del que no recuerdo el nombre pero sí su amabilidad. Ya
nadie podía hablarme a mí de terror, yo le había visto la cara varias ve-
ces y si tenía que morirme, cualquier día era bueno. Me creí todo este
discurso, era duro como una roca. Pero, con los años, me di cuenta de
que esa supuesta insensibilidad no era más que la fachada de un mie-
do que calaba tan hondo que no sabía salir de sus grutas submarinas.
Un día las bombas cesaron y la ciudad también empezó a buscar su
normalidad, a dejar atrás ese estigma de la violencia y perseguir mejo-
res horizontes. Quizás ella lo estaba haciendo mejor que yo, al menos
con la voluntad declarada de exorcizar sus males, los míos seguían
ocultos bajo capas de supuesta indolencia.
Después de terminar el colegio, hacer una carrera y obtener por fin
un crédito del ICETEX (tres años aplicando), me fui a España a estu-
diar un postgrado, me aventuré a cruzar el charco. La despedida de mi
familia fue triste, como si me fuera camino al adiós definitivo. Era el
único de los hermanos que se atrevía a dejar ese nido que es Medellín,
esos abrazos de montaña rotundos. Toda mi gente se quedó allí, en esa
tierra capaz de engendrar horrores y, a la vez, inacabables sueños. Mi
familia siguió adelante con la empresa de artes gráficas, la misma que
nunca detuvo su marcha desde que la Chandler 8 empezó a traquear
con sus rodillos llenos de tinta, prosperando hasta hacerse grande y
necesitando de nuevos espacios para otras máquinas y otros brazos
diferentes a los filiales.

Una mañana fría de otoño llegué a Madrid y, nada más pisar aquella
tierra, el recuerdo, que seguía jugando a esconderse, se hizo sentir tan
contundente como un mazazo en la cabeza. Paola.
Una historia truncada, un duelo no digerido, una experiencia no
cerrada, una herida que me acompañaría siempre sin cicatrizar. Sentí
como si acabáramos de hacer el amor en el sótano de casa y supe que
aquel viaje no había sido más que una excusa, un deseo subyacente de
mi conciencia. El deseo de encontrarla se renovó de inmediato, hacía
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diez años que no sabía nada de ella, pero sabría reconocerla. Abracé
la absurda utopía de encontrármela en cualquier calle, pero nunca me
choqué de frente con ella en la esquina de Preciados, ni la vi sentada
en una terraza de la Plaza Mayor y, mucho menos, junto al acueducto
romano de Segovia. Nunca.
Sí me encontré con el miedo, con los recuerdos, y supe que mis
heridas no habían sido sanadas. Tuve pánico de volver a mi tierra,
como si en cualquier esquina me estuviera esperando alguien con un
arma para dispararme, como si Julián aún estuviera vivo, vomitando
su veneno y sus balas. Volví, pero solo por mi familia, y ya nunca para
quedarme a vivir, solo para estar unos cuantos días y luego huir de
nuevo.
Cuando estaba en Colombia, pasaba por la que había sido la casa
de Paola, imaginando que quizás había vuelto después de que las co-
sas se habían tranquilizado en el valle, pero jamás la vi. Me di mil
paseos por esa calle. Encontrarla se transformó en la obsesión de mi
vida. Cuando aparecieron las redes sociales, la busqué en Facebook,
en Twitter, Linkedin, en cuantas tonterías puede uno imaginarse,
pero fue una traba saber solo uno de sus apellidos, nunca supe su otro
apellido, en ese tiempo de mi adolescencia no me preocupaban esas
cosas, simplemente era Paola, suficiente, jamás pensé que me haría
falta. Soñaba con que ella también me estaría buscando y supiera mi
nombre entero. De todos modos, contacté con varias personas que no
tenían foto en sus perfiles y que coincidían con su nombre, pero todo
fue estéril.
La vida nunca para, como los autobuses sobre la avenida Oriental,
siempre están allí, acaso metiendo frenazos que sacuden a los pasa-
jeros, parando solo un rato para que suban o bajen, pero nunca se
detienen indefinidamente, pasan dejando su estela de humo. Mi vida
siguió y conocí a Claudia, una madrileña de ojos grandes, luminosos
como planetas. Nos quisimos, tuvimos hijos, los amé como a nadie,
nos hicimos viejos, pero no se envejeció el recuerdo de Paola, solo
seguía jugando al escondrijo conmigo mientras me iba marchitando.
«Aquí estoy, que sepas que nunca podrás olvidarme», diciéndome,
como si yo no lo supiera.
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Está a punto de amanecer, no se escucha un gallo, como cuando era


pequeño y en el barrio cantaba alguno en los tejados, quizás uno lo
haga ahora mismo en la nueva periferia, donde una madre estará crian-
do gallinas para alimentar sus sueños de salir adelante.
No sé qué arcano movimiento de engranajes del universo me ha
permitido venir de nuevo a mi barrio, pero no puedo ni quiero irme,
sé que voy a morir al otro lado del mar que cruzaron los conquistado-
res, que estoy deshaciendo los pasos, así que quiero ver tranquilamente
el amanecer desde esta ladera, respirar de esta paz que se parece tanto
a la de antes de la locura de Rubén y Julián.
Desde mi banco, debajo del guayacán, miro hacia una terraza. Veo
a un chico, no tendrá más de quince años, mira al cielo como buscan-
do algo. La bóveda está limpia, tan negra como el carbón húmedo. El
niño escruta el cielo con un telescopio; de repente, da un salto alegre,
ha visto lo que buscaba. Yo solo puedo imaginarme la pequeña man-
cha de luz con que pinta el Halley el firmamento. Ha pasado mucho
tiempo desde que yo era ese niño.
Abajo, en la esquina de la calle 113, veo una sombra, se está acercan-
do, parece que viene a mí, su andar me es tan familiar como su figura.
Creo reconocer quien es; desde donde estoy, no puedo asegurarlo.
Quiero que sea ella, ¡tiene que ser ella! Si no, ¿para qué estoy aquí, tan
lejos de donde me estoy muriendo?
Estoy temblando, no sé si es porque a ocho mil kilómetros de dis-
tancia, donde está mi cuerpo, es invierno, o porque estoy tan nervioso
como el adolescente asustado que nunca dejé de ser.
¡Es ella, no hay duda, puedo reconocerla! Quizás está deshaciendo
los pasos, como yo, mientras se muere quién sabe dónde... Aunque me
llama la atención verla tan idéntica, tan igual de bella, como detenida
en sus dieciséis años, tal como en mis recuerdos, esa presa que acaba
de desbordarse.
–Bobito, ¿eres tú? –me dice con voz tranquila y una sonrisa de oro
puro–. ¡Claro que eres tú, mi príncipe, cuánto tiempo esperándote!
–dice sin parar de sonreír.
Está tan cerca que ya puedo asegurar que no es un espejismo, ni un
sueño, ¡es ella! o, al menos, el reflejo de su alma.
El sol ya está soltando su melena de rayos tras las montañas de la
cordillera, elevándose como un gigante de fuego. Va a ser una maña-
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na estupenda. Un sinsonte canta en la lejanía, impregnando nuestras


sombras de buenos augurios.

Medellín y Madrid,
9 de febrero de 2062
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Novela 1
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