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TEXTO SIN EDITAR NI CORREGIR. ESTÁ PROHIBIDA LA REPRODUCCIÓN Y DIVULGACIÓN NI TOTAL NI PARCIALMENTE DE ESTA OBRA
Prefacio
Sabía que un día tendría que volver al barrio, aunque fuera para desha-
cer los pasos, no se puede olvidar un lugar en el que viviste los primeros
dieciséis años de tu vida. Cuando estuve delante de la antigua casa, no
la reconocí, me pareció mentira que aquella construcción de la que
guardaba tantos recuerdos fuera tan pequeña y, más aún, sabiendo que
once personas habíamos habitado allí, mis ocho hermanos, mis padres
y yo. Pero no solo era que mi casa se hubiera encogido con los años,
también la pendiente de la calle 112 y su cima, donde jugaba al fútbol
con mi hermano César, mi vecino Eduardo, y con Gabriel, imaginán-
donos Pelés andinos mientras nos raspábamos las rodillas contra aquel
pavimento fracturado de abandono, y la calle 75A, mucho más estre-
cha y corta, que aquel sábado, cuando el paso de un camión rompió la
tubería del alcantarillado que llevaba en sus entrañas, se convirtió en
un súbito géiser. La batalla naval entre los vecinos no se hizo esperar.
Niños y adultos, cada uno cogiendo su balde, corriendo los unos tras
los otros para empaparnos, mientras proferíamos maldiciones acuá-
ticas, todos aprovechando el borboteante manantial antes de que lle-
garan los trabajadores del Municipio a arreglar la avería y acabar con
aquel jolgorio inesperado. La casa de los Petetes, ahora remozada pero
ínfima, delante la cual en los diciembres de mi infancia se encendía
la leña en la gran olla comunal donde se hacía el sancocho de gallina
para toda la cuadra y, también, la humilde casa de... Julián, con el
forjado de hormigón que él mandó construir para, sin saberlo, con-
vertirlo en el único testimonio material de su destructiva existencia.
Era como si el mundo se hubiera contraído en aquel rincón del
valle. Pocas cosas parecían conservar el mismo y exacto tamaño de
mis recuerdos; una de ellas, la esquina donde dentro de un auto vi a
la primera persona asesinada de mi vida. Antes pensaba que con aquel
muerto fue cuando el barrio se pudrió, pero, ya con la distancia de
los años, sé que la cosa se dañó antes, mucho antes. Ahora, mientras
camino por el barrio, percibo la bulliciosa alegría de la gente en las ca-
lles, sentados en los antejardines charlando con sus vecinos, los niños
y niñas jugando despreocupados. Me llama la atención no ver en las
caras de los adultos ningún rastro de las sombras de esos días, cuando
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todo dejó de ser como era, y, al igual que con las casas, no reconozco
a nadie, ni siquiera en los rostros identifico un gesto familiar, como
si todos los antiguos habitantes se hubieran ido junto con los malos
tiempos. Nosotros tuvimos que irnos a la fuerza y con un dolor que
rastrillaba contra la piel.
También persiste fiel a sus dimensiones la esquina del árbol de
guayacán y sus fugaces flores cual pájaros amarillos, donde siempre la
esperaba a ella las tardes de domingo. Ha desaparecido la piedra que
estaba al lado del tronco y que hacía las veces de banco, aunque ahora
hay uno hecho con ladrillos, revocado y pintado de verde. Me siento
en él y miro hacia abajo, hacia la calle 113, por la que hace tanto la veía
aparecer, a Paola, junto con la fresca hermosura de sus quince años.
Cuántas veces soñé con nuevamente abrazarme a ella, sentir el infinito
vibrar de esos primeros besos. ¡Tanto tiempo lejos de este valle, de este
rincón! Sí, hace mucho que me fui al otro lado de un mar lleno de
galeones y tesoros, pero ahora estoy de nuevo aquí y no quiero estar
en otro lugar que no sea en este banco, recordando nuestra historia, lo
feliz y lo sublime, pero, inevitablemente, también lo amargo. Y, entre
recuerdo y recuerdo, pido para quién sabe fuerzas que me dejen aquí y
que, por milagro ella venga antes de que el universo me reclame para
transformarme en el polvo de la estela de un cometa.
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Cuando un viernes del mes de febrero del 86 la profesora nos dijo que
ese fin de semana tendríamos la oportunidad de ver el Halley, incluso
sin necesidad de aparatos, mi imaginación de chico de quince años
voló más rápido que el mismísimo cometa, yo ya lo estaba recreando
en la mente, lleno de colores y lanzando fuego a diestra y siniestra,
como un jinete del Apocalipsis en versión astral. Según dijo mi pro-
fesora, la manera más infalible de encontrárselo era justo antes del
amanecer y teniendo como banda sonora el canto de los gallos. Y es
que por ese tiempo, en Florencia, mi barrio, todavía algunos vecinos
tenían un gallinero con su gallo, que muy temprano se subía a los
tejados a cantar con la cresta enardecida pintada de rojo furioso, con-
firiéndole a esa ladera noroccidental del Valle del Aburrá un aire de
pueblito primaveral.
El sábado por la noche me adueñé del reloj de cuerda de mis padres
y su tic tac arrulló mi impaciencia.
A las cinco menos cuarto del domingo, sonaron enloquecidas las
campanillas del despertador, sin piedad de mí ni de César, mi hermano
menor, con quien dormía en la misma pieza, la más pequeña de la casa.
Me desperté sobresaltado y una vez volví plenamente al mundo de
los despiertos, pude ver, o más bien imaginar, la silueta de César bajo
sus mantas, acomodándose remolonamente para seguir durmiendo.
Escuché a mis papás que en la habitación de al lado me decían algo,
no entendí, y más allá, en la siguiente escuché a Luz, Patricia y Lucía,
mis hermanas, maldiciendo casi a coro. Los dos dormitorios donde
estaban mis hermanos Fernando, Luis, Camilo y Alberto, el mayor,
estaban más alejados así que no se dieron cuenta de nada, o al menos
no los escuché putear. La casa era un largo chorizo de habitaciones
cual vagón de tren, un pasadizo central las recorría por la mitad par-
tiendo en dos los espacios; además, de una habitación a otra no había
puertas, con lo cual el más mínimo de los ruidos era oído por todos en
mayor o menor medida. Ya estábamos acostumbrados a los pequeños
sonidos del que llega más tarde a dormir o del que se levanta en medio
de la noche para salir al baño, pero un despertador antes de las cinco de
la madrugada era algo que no se podía catalogar como sonido usual.
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su casa las lagartijas. En un rincón del patio, casi lindando con las ca-
sas de un par de vecinos, había un árbol de mango de gruesas ramas y
del que Aidé y su familia sacaban rendimiento en época de cosecha.
–Si me das diez pesos, te los doy todos –dijo sacando de una bolsa
un fajo de cromos.
Se me abrieron los ojos, yo estaba coleccionando el álbum del tor-
neo de fútbol del año 83; con todo aquello, prácticamente lo dejaría
resuelto y podría ganar el premio que daban por entregarlo lleno, qui-
nientos pesos, toda una fortuna. Aunque diez pesos también era un
dineral para mí, supe que tenía que conseguir esa plata.
–Yo te los compro, pero es que no tengo todos esos pesos, ¿me po-
dés esperar un poquito?
–Estos caramelos me los quiere comprar mucha gente, yo te los
ofrezco a vos porque sos mi amigo, o si no, ya se los hubiera vendido a
otro... –se quedó seria unos segundos, como si se lo estuviera pensan-
do, y luego me dijo:
–Listo. Pero ¿cuánto tenés ahora? Porque tenés que reservármelos
con algo, o si no, nanay cucas.
–Tengo dos pesos, pero mañana te doy el resto... –dije con voz
temblorosa, temiéndome que me dijera que no había trato. Me miró
como si dudara de mí, pero luego sonrió, aceptando mi oferta.
–Listo, a ver, yo veo la plata.
Saqué de mi bolsillo los dos pesos que me había ahorrado de los
cinco que me daba mi mamá para el colegio, y cuando se los iba a dar,
oí una voz, no sabía de dónde venía, era recia, casi de adulto.
–Pelaíto, no sea bobo, no se deje tumbar de esta rata. Son carame-
los del torneo de hace dos años, fíjate por detrás.
–¡Dejá de ser metido, güevón, que el negocio es conmigo! –replicó
una Aidé furiosa que miraba hacia el árbol de mango. Entonces lo
vi, era un muchacho que vestía únicamente una pantaloneta verde,
con un cuerpo proporcionado y un rostro muy agradable, llevaba el
pelo un poco largo, tapándole las orejas, y yo tuve una visión de Tarzán
sobre un árbol de la selva africana–. ¡Bájate de mi árbol, mugroso, y
dejá de güevoniar! –vociferaba Aidé.
–Este árbol es tan mío como tuyo, babosa. Las ramas se meten en
mi patio y en el de los vecinos de al lado, así que, si me querés bajar,
pues subite, come on!
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Aidé amagó con coger una piedra del suelo, pero Gabriel la miró de
manera desafiante, mientras apretaba algo que tenía en la mano. Aidé se
lo pensó mejor y finalmente desistió de sus intenciones, simplemente me
cogió del brazo y, farfullando insultos, me llevó hacia dentro de la casa.
No compré los cromos; aunque solo tuviera doce años, no era tan
estúpido, y más sabiendo ya la realidad del fraude. Gracias a ese acon-
tecimiento abrí los ojos, jamás Aidé pudo volverme a timar.
Durante varios meses, no supe nada de Gabriel. Solo tenía claro
que su casa, a juzgar por su ubicación con respecto a la de Aidé, daba
para el otro barrio, y mi madre nunca me dejaba ir por allí, a excep-
ción de los raros días en que a ella no le cuadraban las misas de la igle-
sia de Florencia e íbamos juntos a la de Santander. En esas ocasiones,
yo intentaba adivinar cuál era la casa de Gabriel y estaba muy aten-
to para verlo y saludarlo, pero nunca lo vi, hasta el día en que en la
cancha de microfútbol que inauguró Pablo Escobar en su etapa de
político, la que estaba al lado de la escuela República de Israel, se or-
ganizó un campeonato. Con algunos amigos del barrio, formamos un
equipo. Estaba Eduardo, Trompa Deivis, Trompa Alejandro y hasta
César, mi hermano, al que solo apuntamos como mascota porque era
muy pequeño aún. El día del primer partido reconocí a Gabriel en el
equipo contrario. Nos metieron una bailada que aún me da vergüen-
za, cinco a cero, aunque también hay que decir en nuestra defensa que,
en aquel equipo, había muchachos mayores que nosotros y que eran
unos auténticos cracks, empezando por Gabriel, que parecía tener ma-
nos en los pies. Quise hablarle cuando se acabó el sacrificio deportivo,
pero me dio vergüenza. Ya nos estábamos yendo cuando escuchamos
una voz que llamaba a alguien a nuestras espaldas.
–Hey, pelao. –Los de mi equipo nos giramos–. Vos –me señaló
Gabriel–, vení, por favor.
Yo me acerqué, seguro de que me había reconocido.
–Jugás bien y le pegás bueno a la pelota, ¿cuántos años tenés?
–Doce.
–Twelve... estás muy pelao todavía, pero no parece, creí que eras
mayor... a lo mejor nos servís. Es que tenemos un equipito en un tor-
neo de fútbol en la cancha de la Tinaja y nos está faltando gente. Si
querés, podés jugar con nosotros, es otro torneo diferente a este y se
juega los fines de semana.
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Esa mañana del 86 subí como siempre por la 113, él vivía en esa
calle. Desde la esquina lo vi sentado en un muro bajo de ladrillo que
servía de linde con el solar del vecino, parecía que me estuviera es-
perando. Tenía una pequeña radio al lado donde Pink Floyd ponía
otro ladrillo en la pared. Después de chocar las manos, le solté casi de
inmediato:
–Esta mañana vi al vecino del lado de mi casa con un fierro, hizo
varios disparos al aire.
–¿Ah, sí? A lo mejor estaba probándolo, eso es lo que hacen so-
metimes cuando quieren ver qué tal truena –me respondió Gabriel
metiendo alguna palabra en inglés como hacía en muchas ocasiones,
sobre todo cuando estaba tranquilo, palabras que pronunciaba muy
bien, en concordancia con su sueño de ser profesor de la lengua de
Shakespeare.
–Seguramente era eso.
–Lo que pasa es que es muy peligroso, a más de uno lo mandó de
cajón una bala perdida.
–Eso fue lo que pensé yo, de una me tiré al suelo, no fuera que me
pegara un tiro.
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Esa misma semana, el martes por la tarde, después de salir del colegio,
me fui a casa directamente. Quería jugar un poco al fútbol, como ha-
cía casi todas las tardes, a excepción de las que mi madre me involucra-
ba en la hechura de algunos de los trabajos de la microempresa de artes
gráficas que teníamos en casa. Afortunadamente para mí, mi madre ya
tenía todo el tajo organizado con mis hermanos mayores, así que no
me dijo nada. Alegre, cogí la pelota y le dije a César que nos fuéramos
a hacer unos cuantos chutes en la calle.
Nada más cruzar el antejardín y pisar el decrépito asfalto de la ca-
lle, Julián, el vecino, salió de su casa, dejando la puerta abierta tras
de sí. Vestía un blue jeans y una camiseta verde oscura con palabras
en inglés, en su mano llevaba algo negro de ángulos rectos y ligera-
mente alargado, como una tabla de veinticinco o treinta centímetros.
Una subametralladora, la reconocí por el cañón que salía del volumen
geométrico, y también porque había visto una similar por la televi-
sión, tiempo atrás, cuando, en un boletín de última hora, anunciaron
que el ministro de justicia Rodrigo Lara Bonilla había sido asesinado
con una de ellas.
Me quedé quieto, cercano a la inmovilidad de una piedra, César
también. Julián miró a los lados y, al vernos, esbozó una sonrisa en su
cara morena, sus ojos parecían brillar de orgullo, como diciéndonos:
«Miren lo que tengo aquí». Cruzó la estrecha calle, del asfalto pasó al
suelo de hormigón del antejardín de los vecinos de enfrente, Rodrigo,
el Mono, como lo llamaban, y Guillermo. Tocó la puerta violenta-
mente y se paró en una extraña pose, apuntando hacia la puerta como
si fuera a disparar.
–¿Qué va a hacer? –me preguntó César asustado. No le dije nada,
yo no tenía ni idea y me parecía inverosímil que fuera a acribillar a
balazos a los vecinos con que mejor se llevaba.
Julián era tres o cuatro años mayor que yo, así que la brecha de
edad no me había permitido saber mucho de él.
Mi madre nos había contado que cuando nació, debido a compli-
caciones en el parto, estuvo a punto de dar un corto saludo al mundo
y volver a la oscuridad de la nada o al limbo. Nadie esperaba que so-
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Tomó una de las cajas y cerró la puerta del maletero. Con la caja en la
mano se dirigió de nuevo hacia Julián, mientras daba los ocho pasos
que los separaban, abrió la caja, sacó una botella de whisky y la descor-
chó. Antes de tomar el primer trago, inclinó la botella y dejó caer un
chorro de licor sobre el suelo.
–¡Pa las ánimas! –dijo riendo y le pasó la botella a su primo–. Tome,
para que sepa lo que es bueno.
Julián la cogió, observó la etiqueta y, sin decir nada, tomó un trago.
–Uff... esta mierda es fuerte... prefiero el aguardiente... –Y luego,
chasqueando la lengua–. Aunque... sabe bueno, el Sello Negro este.
–¡Cómo no va a saber bueno, si esto es lo que beben los gringos,
güevón!
Sobre la calle 113, la calle que unía los barrios de Florencia y Santan-
der, estaba la tienda de doña Rosa, un local de planta baja que antes
había sido un taller de soldadura. Doña Rosa, al jubilarse, decidió
acondicionarlo para vender refrescos, dulces, panadería, panela, café
y otras cosas de abarrotes; incluso había quedado espacio para colocar
una mesa de billar en la que, desde hacía un tiempo, los muchachos
del barrio se reunían a jugar y a gastar las muchas horas muertas que
tenían. El suelo era de baldosas de cemento veteadas con manchas
negras y blancas como las de un dálmata, algunas estaban quema-
das por las chispas de la soldadura electrógena; las paredes y el te-
cho parecían siempre recién encalados, dando una sensación de lugar
limpio. En el techo dos bombillas de 100 Watts sin plafón, colga-
das solamente del casquillo y los cables, iluminaban el espacio. A la
derecha de la puerta de entrada estaba la mesa de billar, enfrente,
la puerta al baño y, a la izquierda, contra la pared, las cosas para vender,
el mostrador y doña Rosa, con sus carnes generosas, sentada sobre una
butaca que parecía de juguete bajo sus medidas. Tenía el pelo cenizo, la
cabeza redondeada como una sandía y unos ojos pequeños que se escon-
dían detrás de una cara llena de arrugas, como una hoja seca. Los labios
eran dos líneas color rosa, que se abrían solo para decir una frase lapida-
ria, un precio, cobrar o reírse cuando algo le hacía gracia.
Cuando Rubén parqueó el coche delante de la tienda, el cielo estaba
lleno de nubes perezosas pintadas de naranja, como engalanadas para
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Por ese tiempo el viernes era el día de la semana que más me gustaba,
había nacido un viernes, según me contó mi madre, un viernes me ha-
bían comprado una tortuguita, Tortugolia (la pobre duró solo un mes,
antes de terminar aplastada accidentalmente bajo el pie imprudente de
mi hermano Alberto), un viernes fui a mi primer baile de baladas con
las compañeras del INEM, pero un viernes también vi por primera vez
a Rubén, el primo de Julián.
La tarde de ese viernes de febrero mi hermano César y yo estába-
mos jugando a los tiros libres con Eduardo, nuestro vecino de enfrente
que tenía mi edad, pero su mamá, amiga de mi madre, lo cuidaba
como a un niño de ocho años. Él estaba como cancerbero en una
portería improvisada, delante de su casa, unas piedras nos servían a
modo de postes. Le pateábamos de manera suave y Eduardo atajaba
sobreactuando sus estiradas. De repente, doblando la esquina, apare-
ció un automóvil muy llamativo, del tipo que solo habíamos visto en
las películas, todo le brillaba.
Dejamos de jugar, viendo que el automóvil se movía despacio ha-
cia donde estábamos. Pasó por delante y se detuvo justo al frente de la
casa de doña Gertrudis. La puerta se abrió y del auto se bajó un mu-
chacho. Empezó a caminar hacia nosotros, que estábamos a pocos pa-
sos, mientras lo mirábamos callados. También él parecía brillar tanto
como su coche. Tenía unas gafas oscuras de marco de plata, del cue-
llo le colgaban robustas cadenas doradas, los dijes tenían grabados de
Jesús y María. En sus manos tenía varios anillos de oro en los que cen-
telleaba alguna esmeralda.
–¡Eh, pelao, pasámela, le hago un chute! –nos dijo.
Yo le lancé la pelota sin rechistar, él se acomodó y disparó con to-
das las ganas, Eduardo lució su mejor estirada, pero tal fue el balazo
que estoy seguro que ni Higuita, el portero escorpión, hubiera podido
detenerlo, y el balón se incrustó en los cristales de la ventana de la casa
de Eduardo. El concierto de vidrios rotos no era nada comparado con
el recital de azotes que le iba a dar su madre.
–Tranquilos, pelaos, no pasa nada, que pa eso sirve la plata, vea,
denle esto a la dueña de la casa y listo –dijo con una voz llena de or-
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–Es para usted, pelao –me dijo Rubén señalándome una moto a la que
le brillaba hasta el sillín–. Se la regalo, pero no se lo diga a nadie, parce-
ro, que si no, me la tiene que devolver. Tome estos billeticos. ¡Gásteselos
en lo que quiera! –rápidamente me guardé el dinero en los bolsillos del
pantalón y, después de darle las gracias, me subí a la moto pletórico.
–¿Me puedo dar una palomita?
–Es suya, pelao, haga lo que quiera –Rubén dándome la bendición,
señalándome el horizonte con su mano preñada de anillos de oro.
Arranqué por una inmensa avenida. Las casas, los árboles, todo
iba quedando atrás, giré con más fuerza el manillar del acelerador y el
paisaje empezó a emborronarse, solo escuchaba el ruido de la moto.
El viento, al principio, me peinaba suavemente, haciéndome cosqui-
llas en la piel; de improviso, empezó a rasgarme los ojos, dejándome
ciego, quise bajar la velocidad, pero no podía, apretaba los frenos y la
moto seguía con su endiablada marcha, sentía que iba a salir volando.
Empecé a gritar, pero el viento a contracara me ahogaba, solté el ma-
nubrio para tirarme, pero parecía soldado por las piernas al tanque de
la máquina, hasta que sentí que me estrellaba contra algo. Otra vez
estaba detenido sobre la moto, que brillaba aún más con el sol de la
tarde. De repente vi de nuevo a Rubén a mi lado, golpeándome suave-
mente en la espalda, muy bien, muy bien.
–¡Qué estás haciendo en esa moto, culicagao! –escuché la voz de
mi madre, la vi delante de la puerta de casa, los brazos en jarra y en el
rostro un mohín de desagrado.
–¡Mamá, es un regalo! –le dije señalando a Rubén, que levantaba la
mano para saludar.
–¿Un regalo? ¡Ah!, entonces no hay problema –el rostro llenándose
de sonrisa.
Desperté. Un rayo de sol me teñía de rojo los párpados.
No había moto, pero tampoco ese miedo que me perforó cuando
perdía el control. Experimenté la desilusión por la pérdida del regalo.
Rosario jamás actuaría como en el sueño, yo lo tenía claro, y no la
entendía. De ser real una cosa como esa, mi madre me habría bajado
de la máquina tirándome de las orejas. Pensé que si Rubén quería dar-
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me algo más, se lo recibiría sin hacer mala cara; si fuera más dinero,
lo guardaría. No se lo contaría ni a César, no fuera que terminara por
contárselo a Rosario.
La casa todavía estaba en silencio, algo que solo podía pasar los do-
mingos. Todos durmiendo hasta tarde, con el sol iluminando a través
de las ventanas sin cortina que daban al patio. Dentro de poco todos
se levantarían y empezarían los ruidos cotidianos.
Levanté con cuidado una orilla del colchón, ahí seguían los cuatro
mil setecientos pesos que nos quedaban de los diez mil que nos había
dado Rubén el viernes. Dejé caer suavemente el borde del colchón y
me recosté de nuevo, mientras pensaba en qué me gastaría aquel di-
nero, aunque una buena parte ya sabía muy bien con quién me la iba
a gastar.
Hacía cerca de dos meses y medio que la había conocido, el domin-
go ocho de diciembre, el día de la confirmación de César.
Fue en la iglesia de Florencia, la de San Agustín. Ese año el cura
tuvo la peregrina idea de celebrar juntas comuniones y confirma-
ciones, así que la iglesia era un hervidero de gente, estaba totalmen-
te abarrotada, no había un solo sitio libre en los bancos. En los de
adelante, estaban todos los niños protagonistas de ambas celebracio-
nes, y, en los bancos de detrás de ellos, los familiares, que era donde
estábamos papá, mamá, mis hermanos y yo. Donde terminaban los
asientos, otros familiares y amigos, que no habían alcanzado a coger
sitio, escuchaban apretujados la misa de pie. Allí estaba Gabriel, que
había venido a acompañarnos. Los niños de las comuniones estaban
todos con sus mejores galas, algunos iban de marinero de agua dulce
y algunas con vestidos con velo, igual que pequeñas novias. Los de las
confirmaciones llevaban una ropa más casual aunque no faltaban los
que llevaban por primera vez en la vida una corbata apretándoles el
cuello, como era el caso de mi hermano César que llevaba hasta cha-
queta, y es que para mi madre todos los sacramentos tenían igual valor
y no había que escatimar en gastos de vestuario. Muchos padres pensa-
ban igual en el barrio y vestían a sus hijos con ropas que, seguramente,
sumado a los gastos de la posterior fiesta en casa, habrían costado sus
ahorros, pero habría merecido la pena.
La iglesia de San Agustín me gustaba más que la de Santander,
las paredes no estaban en ladrillo desnudo, sino revocadas y con una
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capa de cal blanca. Los techos eran altos y, arriba, soportadas por unas
cerchas metálicas, estaban las tejas de asbesto cemento que, en días
calurosos, convertían aquello en un verdadero horno. No era el caso
esta vez, afortunadamente. Me gustaba también aquella iglesia porque
el cura, durante su sermón, nos hacía reír y siempre contaba una anéc-
dota propia y que hilaba con lo que nos había leído de la Biblia.
Viendo a algunos de los niños que iban a hacer la primera comu-
nión me entró la nostalgia, me la pasé muy bien ese día, tanto que aún
guardo ese recuerdo como uno de los mejores de mi infancia. Creo
que fue la vez que más cercano me sentí de Dios, un Dios que, mien-
tras recuerdo bajo la sombra de este guayacán, me espera en algún
recóndito rincón del cosmos.
Cuando terminó la ceremonia, Javier, el novio fotógrafo de mi her-
mana Luz, nos tomó fotos, sobre todo, al agasajado, César, y salimos
al jardín de la iglesia, otra cosa que no tenía la de Santander. Nos agru-
pamos para las fotos de familia, incluidas mis tías, Josefa y Socorro,
que habían venido en su auto con mis abuelos maternos desde uno de
los barrios ricos de la ciudad, tampoco faltaban mis abuelos paternos,
que habían venido desde su pueblo, El Santuario. Mi tío Enrique,
el verdadero tío rico de la familia, como siempre, no había venido.
La verdad es que nunca lo había visto y no sabía si era simplemente un
personaje mítico, aunque las bolsas de cosas usadas por sus hijos, ropa
y juguetes, y el sobre con dinero cada vez que había una celebración,
como una comunión o confirmación, siempre llegaban, y se agradecía.
Cuando nos estaban tomando las fotos, entre la vorágine de gente
vi a Marcela, una de las vecinas de mi barrio, era muy atractiva, pero
tenía, posiblemente, dos años más que yo; tenía una hermana menor
que ese día estaba haciendo la comunión. Un fotógrafo le hacía fotos
a su hermanita y cuando llegó el momento de la foto en grupo, de
repente, escuché cómo Marcela llamaba a alguien, «¡Paola! –decía–,
¡venga, prima!», y vi cómo se acercaba hacia ella la muchacha más lin-
da que había visto en mi vida. Tenía un vestido de flores con volantes
que ondulaban en el aire, el cabello era castaño claro y enmarcaba un
rostro tan bien dibujado que me pareció el de una virgencita de altar.
Ya no pude despegar mi mirada de ella. Cuando, días después, reve-
laron nuestras fotos, en las últimas, aparecía yo mirando quién sabe
dónde, aunque yo sabía muy bien dónde estaban mis ojos.
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–Pues nos vemos más tarde, bye, peladas –dijo Gabriel despidién-
dose de ellas, y se vino conmigo.
–¿Las conocías de antes? –le pregunté muy interesado.
–No, nada, me les presenté. Es que están queriditas las dos y había
que aprovechar que hoy tenía puesta la única ropa decente que tengo,
mi buena pinta de los días de fiesta.
Cuando terminó la ceremonia y ya íbamos caminando para la casa
recordé lo que había dicho: my best friend. Solo ahora sacaba tiempo
para pensarlo, el impacto de conocer a Paola no permitió competen-
cia. Para mí también era mi mejor amigo.
Cuando ya estábamos a punto de separarnos, me dijo:
–A mí jamás me celebraron nada, nunca hubo plata –dijo con la
mirada gacha y sin pronunciar ni una sola palabra en inglés, algo que
solo hacía cuando estaba serio–. El cura solo me confesó, me dio la
hostia consagrada y me echó la bendición. Mi mamá quería prestar plata
para estrenar ropa y para celebrarlo por todo lo alto, pero mi papá no la
dejó, en ese momento no lo entendí, pero ahora lo entiendo. Ya estoy
cansado de recibir limosnas de todo el mundo. Desde que se murió mi
papá, hemos vivido casi a punta de limosnas de los vecinos y no me
gusta que siempre nos tengan que estar regalando o prestando cosas.
La mayoría de los vecinos lo hacen con cariño, lo sé, pero hay alguno
que parece que uno le debiera la vida y después te miran como si fuera
más que uno. Me dan ganas de ponerme a buscar un trabajo, aunque
me toque salirme de estudiar este año... lo que me da rabia es que es el
último curso que me queda para sacarme el bachillerato y ver si podía
entrar en la Uni y estudiar para profe de inglés... no sé, vamos a ver...
lo que pasa es que mi mamá tampoco quiere que me salga del estudio...
Cuando estaba vivo mi papá ya eran duras las cosas, pero cuando le dio
por morirse, las cosas se pusieron más bravas todavía, me da pesar de mi
mamá, rompiéndose la espalda limpiando casas para ganar una miseria.
Ojalá algún día tenga harta plata para poder ponerla como a una reina,
se lo merece... –Hizo una pausa mientras se detenía para despedirnos,
yo ya estaba a la altura de mi casa–. Yo esto no lo aguanto, de verdad que
este año tengo que encontrar un trabajo, cualquier cosa, a lo mejor algo
que me deje tiempo pa estudiar, de empacador en un mercado aunque
sea, lo malo es que pagan muy mal.
Hizo otra pausa, luego sonrió sin ganas y añadió:
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bajo las ramas del árbol de guayacán que estaba en esa esquina, nos
despedimos.
–Nos vemos pronto, mi príncipe –me dijo Paola y luego volvió a
darme un beso, que incluso sentí más cálido que el primero.
Marcela y Gabriel no se besaron, más bien se devoraron.
–Al final vamos a terminar ennoviados los dos –le dije a Gabriel
cuando ya estábamos solos.
–Ennoviado no sé, pero rico sí que lo voy a pasar con Marcelita.
A mí lo de novios no es que me entusiasme mucho. En Santander ya
tengo otras dos pelaítas en remojo.
–¡Qué perruncho que sos!
–Es que las mujeres son muy lindas, y a mí una sola me parece po-
quito. Además, ya te dije, a mí los diecisiete no me encuentran virgen,
y parece que Marcela piensa lo mismo.
Yo ni siquiera había pensado en eso que pensaba Gabriel, para mí
Paola se me revelaba como algo tan bello que un beso ya era algo tan
inmenso y excitante como lanzarse desde un alto puente al mar. Ese
aceleramiento por perder la virginidad no era una urgencia para mí, al
menos por ese entonces, ya llegaría el tiempo de tenerle tantas ganas
como a una arepa para el desayuno.
Hacía un poco más de dos meses de nuestro primer beso, y yo, con los
cuatro mil setecientos pesos que tenía debajo del colchón, quería com-
prarle un regalo para celebrarlo. Me gastaría toda la plata si hacía falta,
aunque mi hermano César se pusiera como una fiera por gastarme su
parte. Solo esperaba el día de volver a verla y con el regalo en la mano
decirle que la quería.
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en San Quintín, la cárcel de Bello. Fueron días muy duros en los que
agradeció hasta la visita de su padre a pesar de lo herido que aún se
sentía. Cuando se iban sus hermanos y sus padres, lloraba amarga-
mente, como un niño desvalido.
No llegó ni a pagar seis meses, sus amigos lo sacaron con ayuda
del dinero que les fluía a borbotones gracias a que habían formado un
combo que ya hacía trabajos para el próspero Cartel de Medellín.
Pero todo tenía su precio y nada más salir de la cárcel, ya su destino
estaba sellado, no volvió a abrir la carpintería jamás.
Sus amigos lo recibieron con los brazos abiertos y al principio le
dieron trabajo haciendo cosas sencillas como servir de mensajero y
guardarles armas calientes. Él empezó a dedicarse a su nueva ocupa-
ción con el mismo ahínco con el que se empeñaba en la carpintería,
como si pensara que todo en la vida hay que hacerlo bien, sea lo que
sea. Sus amigos que básicamente eran sicarios a sueldo empezaron a
animarlo para que siguiera sus pasos, diciéndole que la verdadera plata
estaba en eso y que, además, él ya tenía su primer muerto encima, des-
pués del segundo, el tercero caía más fácil y el cuarto ya ni cosquillas
les daba. Sintió vértigo, porque su primer muerto, por muy ladrón
que hubiera sido, le había trastocado fibras y hasta le había guardado
su luto, pero más que el vértigo podía en él un deseo innato de supera-
ción, así que, atendiendo a los requerimientos de sus amigos, empezó
a matar enemigos de los que quería que fueran sus jefes, lo hizo sin
cobrar, solo con el ánimo de probar finura, de demostrar que no le
faltaban güevas para lo que se ofreciese.
Demostró una eficacia a prueba de dudas. A cada nuevo muerto, su
orgullo crecía y su sangre se volvía de hielo.
«Tres tiros le metí en la cabeza a ese hijueputa, lo único fue que me
chilguetió los zapatos nuevos.» Decía sonriendo mientras les mostra-
ba a sus amigos los Nike blancos salpicados con la sangre de su sexto
muerto. No se los limpió en todo el día y cada vez que se encontraba
con alguien, los mostraba a modo de trofeo.
Su sangre fría al hacer sus trabajos no pasó desapercibido para los
jefes, que lo llamaron para que trabajara con ellos. Les cayó bien de
golpe y es que Rubén, además de haberse convertido en una implaca-
ble máquina de matar, era simpático y dicharachero. Sus nuevos jefes
empezaron a encargarle los trabajos más difíciles y, por ende, los me-
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–¿Ah, sí, tienes tres novias también? ¿Y por qué no nos juntamos
un día todos? Seguro que nos la pasamos de maravilla –empezó a car-
cajearse.
–Me parece muy buena idea –dije siguiéndole la corriente y apar-
cando los celos.
–Pues ya lo hemos hecho –me dijo.
–¿Qué?
–Juntarlos, ¿o es que no sabes que yo no tengo sino un novio y que
vale por tres o por cuatro? ¡Tú, mi príncipe! –Y volvió a besarme.
Seguimos hablando de tonterías como lo que éramos, dos ado-
lescentes enamorados. En cierto momento, con el mismo bolígrafo
con que me había escrito la dirección, empezó a dibujar en mi mano.
Cuando terminó, yo tenía un tatuaje que me marcaba como de su
propiedad y que era, según sus palabras, un compromiso de amor eter-
no. Para mí, era una obra de arte. Paola dibujaba de manera hermosa
y uno de sus sueños era ser una gran pintora, ya iba a clases en el
Instituto de Bellas Artes.
–Bueno, ¿y qué tienes pues en la bolsa? –Ya me lo había pregunta-
do nada más vernos y me había hecho el loco para poner más suspen-
so, pero ya era el momento.
–Es un regalo para ti –le dije entregándole la bolsa.
Sacó el paquete y con ilusión quitó el papel de regalo, descubrien-
do la caja con los pinceles y pinturas que le había comprado. Dentro
de la caja había puesto un sobre con un pseudopoema que le había
escrito. Me besó llena de agradecimiento.
–No sabía que te gustaba escribir –me dijo con una de sus memo-
rables sonrisas.
–Lo intento... espero que no te haga llorar –y sonreí.
Cuando estábamos aún en la tienda, vimos bajar por la calle 112
el automóvil de Rubén, se detuvo en la esquina y vi que miró hacia
nosotros, luego giró con su auto a la izquierda, hacia donde estába-
mos, y se detuvo justo delante de la tienda. Se bajó y pidió un helado
al vendedor. De los bolsillos, sacó un fajo de billetes para pagar, fue
una acción tan orgullosa que nos miró como diciendo: «Miren todo el
billete que tengo».
Empezó a comerse el helado recostado en un lateral de su auto. Yo
sentía su mirada pesada como el plomo. Parecía que fuera a hablarnos
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narla, y también tenía miedo, no sabía muy bien qué hacer, jamás ha-
bía estado con una chica. Le pedí consejos y él, como un maestro y de
manera muy didáctica, me contó, a manera de ejemplo, lo que había
hecho esa tarde con Marcela.
–Pero, ojo, no se venga adentro, porque ahí sí que la caga –fue lo
último que me dijo para rematar su magistral lección.
–Gracias, mi hermano.
–No hace falta, eche uno bien echado in my name y listo –soltó una
carcajada.
A partir de esa charla con Gabriel, pensar en la posibilidad de hacer
con Paola algo que jamás habíamos experimentado se me hizo cotidia-
no y los pensamientos revolucionaron mis hormonas, que vibraban
igual que las cuerdas de una guitarra en pleno concierto.
Pero ¿dónde? Gabriel tenía la casa para él solo cuando su mamá
no estaba, pero ¿y yo?, con un batallón de hermanos, además de mis
padres. Le daba vueltas a todo. El sitio lo tuve claro desde el principio:
el sótano, pero el cuándo era el problema.
También estaba la posibilidad de pedirle a Gabriel que nos dejara
en su casa. Entonces me di cuenta de que estaba muy preocupado por
el lugar y estaba olvidando lo más importante, que Paola quisiera.
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tenía, dizque pa ver si los gatos tenían siete vidas, pues, al día siguiente
y a la misma hora, se lo bajaron a él también con una ráfaga de una
mini ingram. ¡Y en la misma esquina que ese marica mató el gato!
De repente sonó el timbre. Julián se sobresaltó.
–Tranquilo, Tirofijo, que estoy esperando visita –dijo Rubén son-
riendo aunque en su usual estado de alerta–. Es una hembrita, aunque
es una hembrita peligrosa.
–¿Peligrosa?
–Mucho, me estoy jugando el pescuezo, pero es que es la hembrita
más linda que vos te podás imaginar.
–¿Y entonces por qué es peligrosa, te tiene enyerbao o qué?
–Enamorao no, sobre todo, encoñado es lo que me tiene. Peligrosa
es por otra cosa que mejor ni te cuento, dejémoslo así. Vení, vamos.
Caminaron hasta la puerta. Rubén miró por el ojo mágico de la
puerta blindada y luego abrió.
–¡Hola, mi amor, casi que no abrís! –dijo la mujer, estaría cerca
de los treinta años y tenía un vestido con un profundo escote. Julián
estaba boquiabierto.
–Es que estaba ocupado con mi primo, pero ya se va. Suerte, pri-
mo, nos vemos en dos horas o así. Si querés, esperame en el restauran-
te del frente –dijo Rubén palmeando la espalda de Julián, pero este
parecía en otro mundo, los ojos fijos en la mujer.
–¡Primo, que hasta luego!
–Ah, sí, sí, me voy...
–Pasá, Natalia.
La mujer pasó dentro y Julián salió por su lado, pudiendo sentir
aquel perfume que le pareció el de los ángeles.
Cuando Rubén estaba a punto de cerrar la puerta, se detuvo:
–¡Ah!, esperá que se te queda una cosa. –Rubén se fue hacia el salón
y trajo consigo el silenciador envuelto en el paño–. Ahora sí, suerte,
primo, nos vemos después –cerró la puerta y luego se dirigió al salón
donde la mujer lo estaba esperando.
–¡Qué ganas tenía de verte, mi rey! –dijo la mujer casi abalanzán-
dose sobre Rubén.
Empezaron a comerse a besos. Rubén le subió la falda y bajó la
tanga con desespero y sobre el sofá hicieron el amor como si la vida se
fuera acabar en ese mismo instante.
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–Me vas a salir cara –dijo un Rubén pensativo que fumaba un cigarri-
llo recostado en el cabecero de la cama, donde habían terminado de
saciar su desenfreno.
–Lo que te salgo es muy barata, mi rey, cara le salgo a mi marido
–le respondió ella con voz dulce pero firme, estaba con la cabeza apo-
yada en el vientre de Rubén–. Además, parece que el único que está
arriesgándose sos vos, a mí sí me puedes salir caro.
–Eso también es verdad.
–Pasemos rico y olvídate.
–Olvidarme es muy difícil, encima jugándosela a uno de mis jefes,
a un duro.
–¡Cuál duro, Andrade es un maricón, más blando que un putas!
–dijo Natalia encendida de furia–. Si fuera tan duro, no hubiera de-
jado que mataran a mi papá esos malparidos sicarios de Aristizábal.
Encima no ha sido capaz de vengarlo. ¡Y me lo prometió!
–Es que meterse con Aristizábal son palabras mayores... ese es ami-
go personal de Pablo...
–¿Vos también sos un cobarde?
–Cobarde no, pero hay cosas de cosas...
–¡Qué era mi papá! Si pudiera, le sacaba los ojos al maldito de
Aristizábal y me los comía.
–Tranquila, me consta que Andrade le tiene rabia. Seguro que al
final se la cobra, encima si te lo prometió...
–Lo dudo, le tiene miedo, es un mariquita... ni siquiera ha sido
capaz de embarazarme... Yo sé dónde vive. Un día se la voy a cobrar,
por esta cruz bendita que se la cobro. –Natalia cruzando el pulgar
y el índice a modo de cruz y besándola con ira–. Pero bueno, deje-
mos la cosa así, que hoy lo que quiero es disfrutar de mi rey –volviendo a
la voz zalamera de antes.
–Mejor así, que para problemas ya tengo un costalao –besándola y
sin olvidar ni un segundo que se estaba acostando con la mujer de su
jefe.
Aquello le hacía sentir orgulloso. «¡Estoy comiéndome a la mujer
de uno de los duros!», pero, a la vez, le ponía más nervioso de lo usual,
se la estaba jugando. También estaba ese atisbo de moralidad de estar
engañando a Andrade, uno de los duros, que desde el principio lo ha-
bía patrocinado, un tipo legal, jamás le había fallado con nada, todo
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«Uno de esos quiero yo también, una moto está buena para dar pa-
seos a alguna nena, pero para sacar a una verdadera reinita hace falta
un buen carro», pensaba Julián mientras daba una calada profunda a un
cigarrillo de marihuana. Al soltar el humo por la boca miraba, como
hipnotizado, la punta encendida. Fumar un marihuano le hacía ver las
cosas más diáfanas, se le despejaba la mente. Desde que había regre-
sado del servicio militar, su primo lo había apadrinado bien y la plata
había fluido como un río desbordado, pero no tanto como para gustos
de cuatro ruedas. Había que ganar más y ya sabía cómo, aunque no le
gustaba la forma de hacerlo. Desde el principio tuvo claro que aquellas
atenciones de su primo y todo ese dinero invertido en fiestas y regalos
para él y luego para los muchachos cuando se los presentó, tendrían su
precio, era parte del negocio. Ahora él y sus amigos no podían venirse
con remilgos; por contrapartida, todos dejarían de estar sin un centavo
y empezarían a llenar sus bolsillos de billetes, tal como lo deseaban.
El primero era el primero, nadie lo olvidaba, «lo vas a ver hasta en la
sopa –le había dicho su primo, para luego sentenciar–, pero si no lo
hacés, de mí y de los jefes te olvidás», y olvidarlos significaba cero pe-
sos para gastar de allí en adelante, y lo peor, volver a ser un pobre mise-
rable como su padre. Desde que tenía la moto y ropa de marca, pocas
muchachas del barrio le hacían un feo, hasta Amalia, la hija de don
Esteban, le había dejado sacarla y sus buenos besos se habían dado,
ya la tenía a punto para la pruebita de amor. Esa que siempre le hacía
sentir como una cucaracha, ignorándolo como a un estúpido, pero
ahora no solo lo miraba, sino que lo iba sentir por dentro, le gustara
o no. Antes se hubiera conformado con una como ella y hasta más de
un padrenuestro se habría rezado para agradecerlo, sintiendo que no le
hacía falta más, pero ahora no daba abasto con todas las reinitas que
le hacían caso. Pero ninguna como las que salían con Rubén, «esas
sí son hembras, igualitas a las de la revista Playboy», se decía con una
aguda envidia. Pero para levantarse una así, hacía falta más plata, y
por lo menos, un carro como el de su primo. Desde hacía un tiempo,
había visto una muchachita como las que le gustaban, venía al barrio
de vez en cuando a visitar a un familiar y dibujaba con sus andares,
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cada vez más definidos, un perfil de mujer hermosa. «Me encanta esa
culicagada», pero aún la veía muy verde para cortarla de la rama, «a lo
mejor en un año...». Estaría atento.
«Matar por primera vez de por sí es bravo y si te pones a pensar
güevonadas, peor todavía, piensa que solo es un trabajo y listo. El
segundo ya es más fácil y el tercero ya ni me acuerdo de quién fue, ni
por qué hijueputa lo maté y cuando uno menos piensa, se da cuenta
de que es capaz de matar hasta a la mamá de uno mismo, si lo coge de
malas.»
El primo era el ejemplo, no había más que mirarlo para saber cuál
era el camino correcto, simplemente había que tragarse el orgullo y
hacer lo que dijera hasta que despegara y ya no necesitara más de su
ayuda. Cuando visualizaba todo lo bueno que podía venir para él, no
tenía dudas; sin embargo, estaba el miedo, el maldito miedo a cagarla,
a que no saliera bien, o a que, aunque todo fuera perfecto, tener que
ver al desgraciado apareciéndosele todas las noches de su vida a los pies
de la cama, tan pertinaz como la culpa.
Volver a ser un desarrapado no estaba en sus planes, «si hay que
matar, se mata, no está el palo pa cuchara, no voy a ser el primero que
lo haga», se decía envalentonado, pero luego estaba esa cosa indeter-
minada que le ponía trabas y deseos de dejar las cosas tal cual. Tanto
No matarás en el catequismo, en las misas del domingo, la imagen de
Jesús mirándolo desde el altar con sus ropajes rojos y dorados, los ojos
tranquilos, pero el gesto serio como recriminándole ¿por qué? Tenía
que hacerlo, además, así los muchachos lo tendrían como ejemplo y
así empezaría a recuperar su aura de líder, esa que siempre había teni-
do antes de que apareciera su primo, ya empezaba a hacérsele insopor-
table tener que estar detrás de Rubén como un perrito faldero y que
los muchachos lo vieran.
Puso el cigarrillo de marihuana sobre el cenicero de la mesilla de
noche, al lado estaba la pistola con su silencio metálico, Julián la miró
unos segundos sin atreverse a cogerla. Cuando por fin la tomó, se le-
vantó de la cama de un salto y apuntó con ella al almanaque del 1986
que colgaba de la pared de ladrillo desnudo, simuló de manera ralenti-
zada unos disparos ficticios e imaginó al individuo cayendo como un
muñeco, sin darle tiempo a nada. Un estremecimiento le recorrió la
piel y se desmoronó en la cama de manera pesada.
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«Dos muertos... a lo mejor tres... por nada, por una mierda de pa-
peles de juguete.»
Todos estaban molestos y lo peor era que su propio primo era el
que le había dado el dinero. Cuando le dijo lo del dinero falso, le
preguntó que si era una broma. Aparentaba estar muy sorprendido,
parecía que de verdad no sabía nada. Dijo que era imposible, que esa
plata se la había dado el mismísimo Andrade y que era un man muy
legal como para hacer una cosa así, que ahora no podía ir a decirle algo
y menos sin tener los billetes como prueba, eso sería peor que un in-
sulto. Sintió que Rubén le estaba poniendo el foco de la duda encima
y eso empezó a molestarlo, pero de todos modos intentó convencerlo,
hablándole de la mejor manera. Cuando empezó a ver que su primo
no parecía hacerle caso y, al contrario, cada vez le ponía más máscara
de culpable, él también contraatacó deslizándole una acusación vela-
da, Rubén la captó de inmediato y le dijo con el rictus serio:
–¿Qué me estás queriendo decir? –La mirada de hielo.
–Nada, primo... simplemente que la cosa está muy rara... alguien
nos tuvo que dar ese billete malo...
–Mirá, primo, eso de que no tengás ni un hijueputa billete para
demostrarme que son falsos sí que me parece raro –respondió muy
ofendido.
Se aguantó y no le replicó nada.
Al final Rubén dijo que iba a ver cómo lograba averiguar algo e inten-
tó suavizar la cosa, pero aquella conversación había empezado a horadar
los cimientos de una precaria confianza mutua. Cuando días después
le volvió a preguntar por el dinero, Rubén le contestó de mala manera:
–Mirá, primo, por esos hijueputas billetes, que yo te di buenos, me
estoy cayendo con los jefes y eso, en este negocio, es muy bravo, así
que no me güevoniés más.
–Esos billetes estaban falsos, de verdad, primo.
–¡Entonces tráelos de una hijueputa vez y listo!
–Ya te dije que el Chuky por escaparse los tuvo que tirar a la jura.
–Eso no me lo creo ni po el putas.
–Pues así fue.
–¡Mirá, bobo cagao, no me chimbiés más con ese tema! –resoplan-
do–. ¡Yo que te puse a pasar bueno, comemocos muerto de hambre, y
ahora me sales con esta!
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Estaba casi seguro de que los billetes que le había entregado a Julián
eran buenos. Se lo había dado el mismísimo Andrade, dos fajos de
un verde hermoso. Él ni siquiera los había contado, tampoco se ha-
bía quedado con ningún billete. Ya que era el primer trabajo de los
muchachos había decidido dárselos limpios sin quedarse nada para
él, las siguientes veces sería diferente. No tenía que haberse exaltado
tanto, pero es que le había hervido la sangre cuando su primo le había
insinuado que él les había hecho el cambiazo de los billetes. Después,
cuando Julián le volvió a preguntar, estaba muy tenso, sentía que todo
su esfuerzo se estaba viniendo abajo porque cuando se puso a averiguar
qué podía haber pasado, Andrade se había dado cuenta y hasta lo lla-
mó hecho un demonio. «¡Vos crees que yo no sé lo que es un hijueputa
dólar falso, yo me limpio el culo con dólares, güevón, bobo hijueputa,
aprendé a respetar!» Jamás ningún patrón lo había tratado así. Estaba
muy ofendido. Lo primero en que pensó fue en buscarlo para matarlo
y que fuera él el que aprendiera a respetar a un hombre, pero era un
duro y eso habría sido firmar su sentencia de muerte, mejor aguantar y
desquitarse poniéndole como un carnero con su mujer, eso estaría me-
jor. Se lo imaginaba dándose cuenta de que era un malparido cabrón,
pero no, también significaría una lápida en el cementerio.
Nada más colgar con Andrade, hizo todo lo posible para verse con
Natalia, incluso tomó el riesgo de llamarla a la casa sin esperar que ella
lo hiciera, no la encontró hasta dos días después, quedaron para esa
misma tarde en su apartamento.
Ahora la tenía a su lado, dormida, reclinada en su pecho, totalmen-
te desnuda. El sexo había sido glorioso. «¡Qué hermosa es esta mujer!»,
se decía mientras miraba el cuerpo recientemente gozado.
La rabia había bajado desde sus niveles estratosféricos y solo ahora
podía verlo todo con más tranquilidad. ¿Qué había pasado?, se pre-
guntaba sin encontrar respuesta.
Vio que Natalia se movía, estaba despertando. Se despegó de él y
empezó a desperezarse.
–¿Vos crees que Andrade se haya dado cuenta de lo de nosotros?
–le preguntó a quemarropa.
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«Eso fueron disparos, la madre que sí, y no fueron lejos... quién sabe
a qué güevón le llegó la hora. Pa morirse no hay que sino estar vivo
–pensó Rubén mientras caminaba hacia el baño para ducharse–. Ma-
ñana me paso por Florencia para arreglar ese asunto, ¡qué rabia tan hi-
jueputa, gastarme el plantecito con estos güevones! Pero bueno, plata
es lo que va a sobrar cuando estemos funcionando en forma.»
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iba a morir o la iban a matar, se la veía por lugares donde luego decían
ellos que no habían estado. Yo vi a un tío mío en la plaza del pueblo
un miércoles por la mañana, cuando, por la noche, fue a la casa, se
lo dije, y me contestó que no era posible, que acababa de llegar de
Cocomá, había estado todo el día allá. Me acuerdo como si fuera hoy
cuando me dijo: «Será que me voy a morir». A los tres días le dio un
ataque cardiaco en plena plaza. No todo el mundo tiene ese don, yo lo
tuve un tiempo, luego lo perdí, o ya no le hice más caso, hay gente que
lo tiene toda la vida. Seguramente lo perderás, tranquilo.
Pero no me sentí tranquilo, me asustaba pensar que pudiera volver a ver
a alguna persona que estuviera deshaciendo los pasos y además sentir esa
extraña desazón que me comprimió el pecho. Esa noche no pude dormir.
A los días hicieron la reconstrucción del crimen, la única que vi en
mi vida, luego las muertes violentas se dispararon en el valle y ya no
hubo tiempo ni para eso, total, «seguro que las debía», como había
dicho mi madre sin saber que estaba enunciando una frase que se haría
lapidariamente común.
Erica, la muchacha que estaba con Rubén el día que lo mataron
dijo que no pudo ver el rostro del asesino, que llevaba un pasamonta-
ñas, y del terror que sintió al ver a Rubén a su lado desangrándose no
supo hacia dónde se fue. Todos en el barrio le endilgamos la culpa a
la banda de Los Magníficos con la que los muchachos del combo ya
habían tenido algún roce por las vacunas que venían haciendo a los
negocios del barrio. Según decían, Rubén ya les había hecho llegar el
mensaje de que si seguían con esas, iban a tener problemas.
Una noche, días antes del asesinato de Rubén, bajaba yo por la 113
de casa de Gabriel, y cuando ya me encaminaba por la 75A hacia mi
casa, alguien, desde la oscuridad de los árboles donde aparcaba Rubén
su coche (esa noche no estaba y hacía varios días que no se le veía por
el barrio), me dio el alto y me preguntó quién era.
–Soy Darío –dije sin saber a quién hablaba.
–Ah, listo, pelao, siga tranquilo.
Supe en ese momento que se había creado una frontera invisible
y que ir a Santander o venir a Florencia podía acarrear algún tipo de
peligro. Se lo dije a Gabriel, pero pareció no importarle.
–La gente de aquí arriba y los de abajo saben que yo no pertenezco
a ningún combo, el que nada debe, nada teme –fue lo que dijo.
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che anterior no había dormido muy bien. Como casi siempre que te-
nía partido, estaba impaciente; además, se sumaba el desaforado deseo
que tenía de verme el domingo con Paola. Ambas cosas habían hecho
de mí un coctel molotov con piernas.
Teníamos que ganar para asegurarnos ser primeros de grupo y así
jugar con otro equipo menos bueno la siguiente ronda. Pero sabíamos
que iba a ser difícil, los de Italia, más que piernas, tenían cuchillas, me
asustaba que alguno de nuestro equipo terminara con una fractura.
Encima, antes del partido, uno del equipo nos había confirmado que
el Murillo se había enrolado con Los Magníficos y parecía que ya tenía
algún muerto encima.
–Llegó ese motherfucker, míralo ahí, acaba de llegar –me dijo
Gabriel cuando estábamos calentando antes de empezar el partido.
Se estaba bajando de una moto y se quedó mirándonos fijamente.
Me intimidó su mirada y aún más que otros motorizados venían con
él, dos pelaos muy malencarados que conducían sendas motos. Todos
tenían gorras de colores chillones con la visera arqueada que les llena-
ban los rostros de sombras. Tenían una indudable pinta de malosos
que azaraba.
El partido empezó y en la primera jugada se notó que de ese parti-
do algunos no íbamos a salir ilesos. El Murillo le dio una patada tan
salvaje a Trompa Deivis a la altura de la rodilla que yo temí que se la
hubiera astillado; el árbitro ni pitó falta, aquello pintaba muy mal.
–Lo siento, Darío, pero es que el Murillo me tiene amenazado –me
dijo por lo bajo Juan, el árbitro, que era amigo de Alberto, mi herma-
no mayor. Se le notaba muy asustado. Yo ya no estaba preocupado por
el partido sino por mi salud y por la de los de mi equipo, sobre todo la
de Gabriel.
El Murillo parecía drogado, perseguía a Gabriel por la cancha lan-
zándose en plancha a cada momento y Gabriel salvando cada entrada
criminal solo por su habilidad y su instinto de supervivencia. Pero no
iba a poder esquivarle todo el tiempo. Antes de terminar el primer
tiempo, lo cazó, fue una patada tan alevosa que el árbitro tuvo que
pitarla. En un salto casi de artes marciales le había clavado el guayo
a Gabriel en el estómago. Mientras Gabriel se retorcía en el suelo, el
maldito del Murillo se reía y fuera de la cancha, los dos maleantes que
habían venido con él se carcajeaban. Yo reaccioné y fui por el Murillo,
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pero de inmediato los dos tipos esos se lanzaron al campo, uno de ellos
sacó una pistola del cinto mientras me gritaba:
–¡Quieto, gonorrea!
–Qué pasa, mariconcito. ¿Te querés ir de cajón? Venite pues, yo
te meto un balazo a vos y este pirobo –dijo el Murillo con una voz
corrosiva.
Yo me quedé paralizado y recordé de manera fugaz al muchacho
que había sido ajusticiado por Julián a pocos pasos de allí.
–Tranquilo, Murillo... sigamos jugando... –dijo Juan, el árbitro,
con la voz casi ahogada de pánico.
–Usted quédese callado, bobo hijueputa, que esto es conmigo y
con estas dos gonorreítas. Pasame mi fierro que a estos malparidos les
llegó su hora –le dijo a uno de sus compinches y a mí un corrientazo
gélido me recorrió el espinazo. Me dio tiempo a verme en el ataúd con
el rostro tan pálido como un quesito.
De repente se escuchó una detonación y el bandido que le iba a
entregar el arma al Murillo se desplomó hacia la derecha lanzando un
quejido, como si le hubieran dado un potente puñetazo por su flan-
co izquierdo, estaba herido en un brazo y la pistola se le había caído
al suelo, lejos de su alcance. Se escucharon gritos y me tiré al suelo,
justo al lado de Gabriel. Por la parte alta de la calle que pasaba por el
lado de la cancha, vi al Mellizo, estaba con otro que al principio no
pude reconocer. Blandían dos armas y no paraban de disparar. Todo
el mundo empezó a correr. El Murillo y sus compinches, el herido
casi arrastrándose, huyeron como ratas mientras, con el arma que les
quedaba, respondían a los disparos para cubrir su huida, que consu-
maron lanzándose por los rastrojos que daban a la calle 110. Al final, en
la cancha, solo estábamos Gabriel y yo y, a dos metros, la pistola que
podía haber sido nuestra guadaña.
–¿Están bien, parceros? –nos preguntó un Mellizo excitado.
–Sí, sí... –respondimos con la voz trémula un Gabriel todavía dolo-
rido y yo con la adrenalina por las nubes.
–Casi los matan estos malparidos, menos mal que me huelí
que podía haber bonche hoy por aquí con estos maricones de San-
tacho.
–Gracias, Melli –respondió Gabriel mientras se levantaba con mi
ayuda.
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El plan iba a ser el mismo que llevaba maquinado desde días atrás:
misa por la mañana con mis hermanos y esperar por la tarde la salida
del resto de la tropa a su compromiso semanal con Dios.
Cuando llegó la hora, nada más salir Rosario, Wilfredo y mis her-
manos, calculé el tiempo en que tardarían en doblar la esquina de aba-
jo y salí corriendo hacia la esquina contraria por donde se habían ido,
hacia el árbol de guayacán, donde esperé a que Paola apareciera. Antes,
al salir, puse, entre la jamba y la puerta de entrada a casa, el caracol
grande que usábamos como tope cuando dejábamos la puerta abierta,
el mismo que de niño me hacía imaginar un mar que aún no conocía.
Yo no tenía las llaves de casa, ni siquiera varios de mis hermanos ma-
yores la tenían, a menos que Rosario se las prestara ocasionalmente.
Desde la esquina, miraba hacia la calle 113, semejante a un náufrago
en una isla abandonada que espera el barco salvador cuando ya no tie-
ne ni una gota de agua dulce. Temblaba. ¿Vendría? Los minutos eran
lentas puñaladas, no aparecía. La esperanza se mezclaba con un inci-
piente sentimiento de frustración, pero ella nunca me había mentido,
tenía que venir.
Y finalmente apareció para borrar las incertidumbres, cumpliendo
con la cita. Estaba más hermosa que nunca.
–He vuelto, ¿no? –dijo cuando estuvimos cerca, y luego me dio un
beso con la boca abierta, humedeciéndome los labios con su cálida
saliva. La erección no se hizo esperar, esa misma que me llevaba acom-
pañando, casi de manera omnipresente, desde hacía una semana.
–Estás muy linda... –fue lo único que pude decir.
–¿Vamos donde Gabriel o a tu famoso sótano? –dijo con decisión;
si acaso estaba nerviosa, no se le notaba en lo más mínimo.
–Al sótano... –le respondí y la cogí de la mano, fue allí cuando me
di cuenta de que le estaban sudando. Los nervios no eran exclusividad
mía, eso me hizo sentir ligeramente mejor.
Parecía inevitable nuestro adiós a la virginidad. «¡Pichar is the best
my friend!» Recordaba la cacareada frase de Gabriel, y ahora nos toca-
ba a Paola y a mí darnos cuenta.
Describir el batacazo que sentí cuando estuve cerca de casa es im-
posible, similar al golpe seco del cráneo contra un poste que aparece de
repente. El caracol estaba afuera y la maldita puerta estaba tan cerrada
como una nuez de hierro.
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tanto como para persistir a pesar de saber que Paola no estaba en esa
órbita de ricos y pobres. Ella estaba más allá, igual su padre y su ma-
dre; si no, jamás la hubiera podido conocer.
Sin embargo, ese día, nada más irse Paola, sucedió algo que me
hizo recapacitar de forma abrupta sobre ir a visitarla o seguir viéndo-
nos en el barrio.
Dimos una vuelta por la feria que habían puesto por Boyacá Las
Brisas y cuando Paola me dijo que ya era hora de irse, la acompañé
hasta la casa de Marcela. En la acera de delante de la casa estaba el ca-
rro de su papá, era una camioneta Land Cruiser azul oscura, el coche
de más lujo, junto con el del difunto Rubén, que había visto en mis
calles. La casa de Marcela estaba en un segundo piso y, desde el bal-
cón, nos miraban sus padres y la mamá de Marcela, su hija no se veía
por ninguna parte, seguramente seguiría con Gabriel. Bajo la mirada
escrutadora de sus progenitores, me despedí avergonzado, sin ni si-
quiera darle un beso.
–Nos vemos pronto, mi príncipe, y sigue disfrutando del cumple
–dijo sonriente, yo le devolví una sonrisa tímida. Me fui pisando nu-
bes y pensando ya en el futuro.
Al llegar a la cuadra de mi casa, escuché un llamado:
–¡Pelao! –No sabía a quién hablaba, el grito me había bajado a la
tierra.
–¡Darío, vení para acá! –Era Julián que, desde su antejardín, me
llamaba–. ¡Que vengas, quiero decirte una cosa! –Fue una orden. Me
acerqué extrañado.
Cuando estuve cerca, me pidió que me aproximara más. Estaba
sentado en una silla; a su derecha, en el suelo, había una botella de
whisky y un vaso con hielo, en la nariz tenía los restos exiguos de algo
blanco como la tiza.
–¿Quieres un trago? –me dijo cogiendo la botella del suelo.
–No, gracias...
–¡Ah! Verdad que eres un niño todavía, bueno, pues me lo tomo yo
por ti –se sirvió una generosa ración en el vaso y luego bebió de él sin
fruncir el rostro.
–Te voy a decir una cosa, Darío, aquí entre amigos, así como el
whisky es para machos, hay hembritas que también son para machos.
Por ejemplo, esa noviecita tuya, está bien buena. A mí me parece que
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–Me voy a meter al combo –me dijo Gabriel el miércoles, casi inme-
diatamente después de saludarnos.
Yo estaba saliendo del colegio y me lo encontré en la esquina de la
carrera 74, me estaba esperando. Tenía el uniforme de deporte de su
colegio, el Pedro Nel Gómez, y la mochila atravesada sobre el pecho.
–¿Cómo? –le repliqué más por la sorpresa que por no haberle escu-
chado.
–Que me voy a meter al combo.
–Pero ¿por qué?
–¿Cómo que por qué? ¿Vos crees que ese malparido del Murillo me
va a dejar en paz? Cuando menos piense, ese perro me va a encontrar,
y yo sin un cortaúñas para defenderme.
–Pues consíguete una pistola o pasate a vivir a Florencia... pero
meterse al combo es muy peligroso, todo el mundo dice que de eso
nadie se jubila.
–Pero ¿cómo es la cosa? ¿Antes no te parecía tan bacano tener una
pistola, una moto y bastante billete?
–Y me sigue pareciendo bacano, pero ya me di cuenta de que es
peligroso. Mejor andar a pie, pero estar tranquilo.
–Tranquilo y más pelao que sobaco de rana. Ya estoy cansado de
que la vieja me mantenga y yo sin encontrar un malparido trabajo
decente... y, pa acabar de ajustar, una culebra buscándome la caída. A
mí tampoco es que me guste la idea pero no veo otra salida, parcero.
A Marcela también le parece que es lo mejor, el domingo estuvimos
hablando de eso y ella me apoya, la verdad que me dio el empujón que
me hacía falta.
–Pero ¿tanto te importa lo que te diga Marcela, no pues que no ibas
sino a pasar rico con ella?
–Ah, las vueltas no le salen a uno siempre como quiere.
–¿Cómo así... no me digas que al final te tragaste de Marcela?
–¡Más tragao que un putas!
–Mucho güevón, puro buchipluma sos –le dije sonriendo y alige-
rando la tensión de la noticia de unirse al combo.
–Se nota que tengo alma de Don Juan, pero heart de romantic man.
–Y vos burlándote de mí porque estaba enyerbado de Paola.
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Le gustaba más que todas las demás, no era la número cinco, ni la seis,
como las otras, simplemente era ella, con esos gestos de niña acomo-
dada, «esa va a ser tan linda como una modelo de Playboy», se decía
refiriéndose a su belleza.
Desde la primera vez le había echado el ojo, cuando él tenía quizás
catorce y ella no más de once o doce. La vio por casualidad una vez
que había ido a la tienda de doña Rosa a comprar algo que su padre
le había pedido con un bramido. Estaba furioso pero nada más ver
a esa niña que estaba en el balcón de una casa cercana a la tienda, le
cambió el genio. La vio de lejos pero, sin embargo, lo suficientemente
nítida para darse cuenta de que esa niña sería una mujer bella; pensó
en cultivarla, soltarle uno que otro piropo de vez en cuando, invitarla a
cualquier golosina, pero luego averiguó que no vivía allí, solo venía de
vez en cuando con sus padres a visitar a la familia. Al final se distrajo
corriendo detrás de otras más grandes, ya habría tiempo. Sin embargo,
estuvo al tanto de todos sus cambios, cómo se le fueron ampliando las
caderas, los pechos le iban dando volumen a sus blusas y su rostro iba
perdiendo las curvas infantiles para volverse más agudo y femenino.
Hasta el día en que se dio cuenta de que ya le faltaba poco para ser una
flor hermosa que merecía ser cortada.
Desde el encofrado de madera, puesto para el vaciado del hormi-
gón de cubierta de su casa, Julián miraba las montañas más lejanas del
valle, parecían fantasmas azules. Por fin había podido quitar las tejas
grises que toda la vida había visto al levantar la mirada, esas que los
cocinaban a fuego lento y en su propio caldo cuando el calor apretaba
en el valle. Nadie reconocería su casa en menos de un mes. Los alba-
ñiles, además de vaciar la losa de cubierta, enchaparían los baños con
baldosín, como en las casas de los ricos, las paredes serían revocadas,
estucadas y pintadas, el piso de hormigón sin pulir daría paso al de re-
tal de mármol y habría puertas de madera para los cuartos. Que vieran
que estaba progresando, y todo gracias a su esfuerzo, no como su viejo,
toda la maldita vida trabajando de vigilante para no tener ni un peso el
día que le fuera a llegar la muerte.
Paola sí que era una de esas reinitas con las que quisiera ir a cualquier
lado. Aún le faltaba desarrollarse un poco, pero ya no estaba lejos de la
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hembra que iba a llegar a ser. Habría podido esperar un poco más, pero
cuando fue consciente de que Darío, el de los Ramírez, podía adelan-
társele, decidió tomar carta en el asunto. Quería ese virgo para él, que se
quitara ese mariconcito de en medio. Antes ni reparaba en él, era igual al
cactus que tenían los Ramírez en el antejardín de su casa, algo vivo y
que existía, pero nada más que eso. No podía permitir que un mocoso
se le adelantara. Ya uno de los Ramírez, Fernando, le había quitado una
novia años atrás, no permitiría que le sucediera de nuevo.
Todos los sucesos que había vivido en los últimos meses le hicie-
ron olvidarse momentáneamente de ella, salió de la onda de su radar,
pero aún estaba a tiempo de enmendar ese descuido. Desde que la
vio de nuevo, hacía unos días, se le había vuelto una obsesión, como
siempre le ocurría con cualquier asunto que le interesara. Ninguna de
las mujeres que había tenido eran como ella, «no le llegan ni a los
tobillos», pensaba y, no quería otra cosa que tenerla cerca, hablarle y
quizás, por qué no, tener su primer noviazgo serio. «¡Esa hembrita es
para mí!», se decía casi convencido de sus derechos.
Sus padres siempre habían apreciado a los Ramírez y, además, los ad-
miraban. Todo el tiempo hablando de ellos y poniéndolos como ejem-
plo. «Esa familia sí que es gente», decía Antonio, su padre, cuando él era
pequeño. «Y entonces ¿qué somos nosotros?», se preguntaba Julián al
escucharlo. Estaba claro que menos que la mierda, teniendo en cuenta
cómo los trataba, sobre todo cuando estaba borracho. Él creía que ha-
bía heredado esa admiración hacia ellos, hacia los blanquitos como los
llamaba y habían vivido muchas cosas juntos, desde juegos con Luis
y Fernando, los más cercanos a su edad, las novenas de aguinaldos en
diciembre en su casa, fiestas... Un inventario largo, la última vez había
sido el día de la carrera de ciclismo en el pueblito paisa. Pero todo lo que
había vivido con ellos pertenecía a un pasado lejano que, bajo su óptica,
no recordaba feliz, porque cada momento compartido era como si le
hubieran enrostrado que ellos sí eran gente de verdad, en cambio él...
La aparente admiración había mutado en otra cosa que salió comple-
tamente a flote cuando su vida dejó de ser la que era. Y es que podía divi-
dir su existencia en dos y desde una fecha precisa, pero no quería pensar
en eso, ya estaba harto de saber el día en que dejó de ser el de siempre
para meterse en una carrera de incierta duración, pero que le garantizaba
tener los bolsillos llenos de billetes y días de fiestas sin parar.
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para él cuando escuchó el saludo del Mellizo que lo sacó de sus enso-
ñaciones.
–¡Entonces qué, parcero! Lo veo como en las nubes, ¿le dio la pen-
sadera o qué? –dijo el Mellizo efusivamente.
–Dándole al coco pa sacarlos de pobres a ustedes, que si no...
–Eso, eso, dele al coco que usted ya sabe que aquí estamos para ba-
tirnos el cobre –tocándose el cinto–. Vea, le presento a Gabriel, aun-
que no sé si ya lo conoces.
–Lo he visto por aquí por el barrio, pero sos de Santander, ¿no?
A ver si no sos de Los Magníficos y nos estás aquí espiando pa darles
campana –dijo Julián en un tono medio en broma medio en serio.
–No, tranquilo, que este es de los nuestros, el Gabo es más derecho
que un riel, este no se tuerce, ya te dije la otra vez que lo conozco hace
mucho, incluso estuvimos en el Pedro Nel antes de que yo me saliera
de estudiar pa ponerme a hacer billete.
–Listo, no se diga más. Bienvenido, parcero –dijo Julián y le ofre-
ció la mano derecha, donde brillaban dos gruesos anillos de oro.
–Gracias, Julián –respondió Gabriel que hasta ese momento había
estado callado, a la expectativa y un poco nervioso.
–¿Sabés disparar fierros?
–No... nunca...
–¿Y manejar moto? –le dijo Julián sin dejarle que terminara de
hablar.
–Eso sí sé, mi cucho tenía una y me enseñó. Hace tiempo no ma-
nejo, pero fijo le cojo rápido el tiro.
–Mello, préstale tu moto pa que se vaya acostumbrando, pasale
también el fierro que le tumbaste a esa gonorrea de Los Magníficos y
enséñaselo a manejar a lo bien.
–Ya se lo pasé y ahorita mismito nos vamos a la finca del Palomo a
quemar plomo a la lata, pa que afine rápido.
–Eso, así es que es, que estés bien águila y no haya que decite las co-
sas –dijo Julián exhibiendo orgullo–. Me dijo el Mello que esa chun-
churria de Murillo te está buscando la caída.
–Sí, ya hasta me quiso mandar de cajón en la cancha de la Israel –le
respondió Gabriel.
–Pues que sepas que ese marica tiene las horas contadas, porque el
que se mete con uno del combo es como si se metiera con todos. Ya
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Se despertó tan húmedo que tuvo el súbito terror de que se estaba des-
haciendo. El pecho le subía y le bajaba como un fuelle alentando un
fuego. Lo había hecho, pero todo parecía más un sueño que una rea-
lidad palpitante. Era como si alguien distinto a él hubiera sido el que
detonó el arma, pero ese alguien era tan cercano que parecía compartir
la misma cama y las mismas pesadillas.
Fue más fácil de lo que había imaginado, aunque no exento de dra-
matismo, y, ahora simplemente esperaba el castigo, el que a yerro mata,
a yerro muere, siempre había escuchado en la iglesia.
El Mellizo había ido por él en la moto. «¡Rápido, Gabo, que ya
tenemos a ese marica cogido!», le gritaba desde la puerta. Estaba en
chanclas, se puso los tenis a toda prisa y cogió la pistola. Se estremeció
al sentir su tacto frío contra su vientre al ponérselo detrás del cinto del
blue jean.
El Murillo había cometido un error sin saberlo, se había ido a visitar
a una de sus novias en el Barrio Nuevo, un territorio de nadie donde no
había ningún combo, al que se podía llegar sin necesidad de pasar por
Florencia, pero Gayumba, uno del combo, era de Barrio Nuevo y sabía
que Murillo estaba en amores con Flor, su vecina, ya se lo había contado
a Julián y él le había dicho que estuviera atento y les avisara la próxima
vez que lo viera. Al verlo parquear su moto delante de la casa de Flor, su
vecino no se lo pensó, llamó a Julián de inmediato.
Cuando Murillo salió de la casa de Flor con una sonrisa de ore-
ja a oreja, apostados a la puerta lo estaban esperando Gayumba y
Carevieja. Lo encañonaron y le quitaron su arma. Al momento llegó
él con Mellizo.
«Ahora no sos tan valiente, ¿no? –le espetaba Mellizo–. ¿No tenías
muchas ganas de quebrar a Gabriel? Mirá, pues aquí lo tenés –metién-
dole un puñetazo en la cara–. Hacé lo que querás con esta rata, Gabo.»
Y él, con la pistola en su mano temblorosa, hecha una gelatina. Todos
pendientes y él en una especie de shock, paralizado. El Murillo viendo
en aquella duda el resquicio por el cual salvar su vida, salió corriendo
y, haciendo caso a un aguzado instinto de supervivencia, empezó a
correr en zigzag sobre el pavimento mientras huía con una velocidad
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puerta, que estaba abierta de par en par, y luego me dio un beso rápido
en los labios, seguramente estarían sus padres en casa.
–Vamos a dar un paseo –me dijo–. Por aquí cerca hay una helade-
ría y si no, vamos al Éxito.
–Listo, donde quieras, no hay problema –le contesté todavía asus-
tado de la situación.
–Mamá, en una horita vuelvo –dijo Paola mirando hacia adentro.
–Listo, mija –escuché una voz que le respondía.
Atravesamos las tranquilas calles de su barrio rumbo a la carrera 70,
que era una animada avenida donde había varios comercios y estaba
la heladería donde quería llevarme. Dejábamos atrás las grandes casas
del barrio con sus fachadas bien acabadas y de un orden calculado, tan
diferente al caos de mi barrio donde, por un lado, podías encontrarte
frentes de ladrillos rojos en obra negra y, por otro, fachadas revocadas
y encaladas, o, en el mejor de los casos, con el zócalo chapado en algu-
na piedra de origen desconocido.
Por el camino, de tanto en tanto, nos deteníamos para besarnos. Ella
bromeaba y sacaba a relucir su buen humor. Sabía que yo aún me sentía
incómodo y estaba haciendo todo lo posible para hacerme sentir bien.
No le hizo falta mucho porque verla sonreír y tomarme el pelo me dijo
de manera inequívoca que estaba ante la misma Paola de siempre.
–¿Ya ves que no comemos gente en este barrio? Aunque yo con
mucho gusto te metería un buen mordisco... payasito –dijo riendo y
poniéndome la punta de su dedo índice en la bola roja de clown que
era mi nariz.
–Sí, muy bonito, seguite riendo de mi barro, que te voy a echar la
maldición del barro en la punta de la nariz pa que aprendás –respondí
ya más relajado.
–¡Huy, qué miedo! –decía carcajeándose.
La heladería estaba en una esquina, parecía recién hecha y un olor
a nuevo nos recibió nada más entrar. Las paredes de baldosín eran
de color amarillo y blanco sobre el cual había imágenes de helados de
varias bolas, con barquillos y hasta frutas. Las mesas y las sillas estaban
en una terraza delante del local, eran metálicas y brillaban con la luz
de un sol primaveral, una luz, que al sentarnos en la terraza, le daba de
frente a Paola y parecía puesta en el ángulo justo para resaltar más la
belleza de su rostro y el color de sus ojos.
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–¿Entonces dónde?
–No te desesperes, ya veremos.
–Yo creo que lo que pasa es que vos no querés.
–¡Claro que quiero, tengo muchas ganas! Pero tampoco me voy a
poner a hacer el amor en plena calle. ¡Ay! Si no supiera que estás cho-
rreando la baba por mí, terminaba creyendo que me querés solo para
eso –dijo con su tono casi perenne de broma y añadió–: Tenemos que
buscar un lugar... no sé... a lo mejor podemos ir a un hotel, aquí en la
70 hay alguno.
–¿Un hotel, y eso cuánto valdrá? Además, yo creo que no nos van a
dejar entrar al vernos tan pelaos.
–Eso a ti que tienes cara de niño. Yo ya tengo pinta de mujer –vol-
viendo a picarme como siempre a pesar de la seriedad que revestía el
asunto para mí.
–No, en serio, adónde vamos.
–Si no, pues en mi casa, un día que no estén mis papás, lo malo es
que mi mamá no me deja sola nunca... o sea que no sé cuándo será
posible, si no, va a tocar en el sótano de tu casa.
–Pero ¿y Julián? No, no me parece buena idea... por qué no vamos
a un parque por la noche, o a un lugar escondido...
–¡Ah, vos lo que querés es llevarme a cualquier rastrojo! ¡No,
mijo, no está ni tibio, donde me vea alguien conocido me matan en
la casa! Prefiero el sótano, aunque corramos el riesgo de que nos vea el
Julián ese.
–No sé, no sé...
–Pero ¿es que ese tipo siempre está vigilándote? Y si nos ve, pues
que se aguante, no creo que nos vaya a abalear por ser novios y si hace
falta, pues lo braveo para que aprenda, vos sabés que a mi esos babosos
no me dan miedo –dijo poniéndose seria.
–Bueno, a lo mejor a vos no te abalea, pero a mí a lo mejor me mete
un tiro en una pata.
–No creo. ¿No pues que tu mamá es muy amiga de la de él?
–Sí, son muy amigas, pero es que...
–Bueno, y entonces ¿qué hacemos? Si querés, podemos esperar has-
ta los dieciocho y nos vamos a un hotel, vos verás.
–No, tampoco es eso. –Me daba miedo Julián, pero, con mis hor-
monas revolucionadas, me daba más miedo no perder mi virginidad–.
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estaba muy verde, pero el Mellizo no dejaba de metérselo por los ojos
y al final le hizo caso. Quizás mandaría a los dos o a Gabriel con el
Nelson; con suerte, hacían el trabajo y también se bajaban a uno de
los dos o a los dos. Si finalmente tenía conflicto con el Ramírez, a lo
mejor se ganaría la enemistad de Gabriel, aunque tampoco estaba muy
seguro de eso, y, por otro lado, el Nelson siempre le había parecido un
flojo, además de ser más cansón que un mosquito, con sus bromas, que
para él no dejaban de ser una especie de irrespeto a su autoridad. Cada
vez lo aguantaba menos, la taza empezaba a llenársele. Aunque, que
se bajaran a alguno de los dos o a los dos iba en contravía de sus inte-
reses profesionales. «Ese trabajito es fácil, si fallan hasta tengo excusa
para matarlos a los dos yo mismo, si acaso se me llega a correr la teja»,
pensó, aunque sabía que tampoco era tan fácil quitárselos de encima,
Nelson era muy popular entre los otros y Gabriel, muy amigo del
Mellizo. No podría hacerlo sin generar una división en el combo. Ya
vería qué hacer, ahora lo importante era resolver lo del trabajo.
En la carrera 74 torció a la izquierda por la calle 113, hacia la tienda
de doña Rosa. Allí estaban Gabriel, el Mellizo, Carevieja, Gayumba
y Nelson, el Alacrán. Estaban tomando cervezas y, nada más tenerlo
cerca, Nelson le dijo:
–¡Hablando del rey de Roma! Te estarían ardiendo las orejas por-
que aquí estábamos diciendo que vos sos un poco mariquita.
–¡Vos siempre con esas bromas tan güevonas! –respondió con tono
molesto Julián mientras parqueaba la moto en la acera–. Vos y Gabriel
van a hacer el trabajito que tenemos pendiente. Dentro de un rato nos
vamos pa la casa y les cuento todo. Espero que no la caguen. Es un
trabajo muy mamey.
–¡Ah, pero qué confiancita nos tenés! –dijo Nelson.
–No, yo solo advierto. Es que si no la hacen bien, yo mismo los
mato a los dos –dijo con una sonrisa torcida. A todos les extrañó la
severidad con que hablaba y notándolo dijo–: Es por güevoniar, yo sé
que les va a salir que ni pintao. Así Gabriel sigue pa’ lante y va cogien-
do horas de vuelo. ¿Sí o no, Gabriel?
–Sí... claro... –respondió Gabriel dubitativo.
–¡Bueno pues, dónde está mi pola, que estos malparidos lo dejan a
uno morirse de sed, estoy más seco que caballo asoleado!
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Hacía diez días que no hablaba con Gabriel, era algo que nunca nos
había pasado. Una vez que nos hicimos amigos, como mucho, había
pasado una semana. Lo había llamado a su casa varias veces y no con-
testaba nadie a excepción de una vez que me contestó su madre y me
dijo que no sabía dónde estaba, que por lo regular llegaba muy tarde
en la noche cuando ella ya estaba dormida y que, por la mañana, ella se
iba muy temprano a trabajar, así que casi no lo veía últimamente. Me
pareció percibir en su tono un leve temblor, aunque tampoco conocía
mucho su voz como para asegurar que ese temblor no había estado
siempre allí.
Estaba preocupado. Sabía que habían matado al Murillo, lo cual
me hizo sentir como si me quitara una roca de encima. Alguien dijo
que había sido Gabriel y yo me sentí orgulloso, pero a la vez comencé a
sentir que la imagen de Gabriel empezaba a aparecérseme como detrás
de un cristal empañado.
El viernes, a media mañana, un rumor se dispersó por las calles del
barrio, decían que habían matado a Nelson, el Alacrán, y escuchar eso
me llenó más de espanto que de tristeza, porque justo el día anterior,
nada más despedirme de Chucho y Johny, dos amigos del colegio con
los que casi siempre caminaba hasta la 110, vi a Nelson venir caminando
hacia mí. Tenía el rictus muy serio y una luz parduzca parecía pintarle el
rostro, me miró fijamente, yo lo saludé, pero no me contestó el saludo
y pasó de largo por mi lado como si yo fuera un completo desconocido.
Quedé muy extrañado. Cuando el viernes, horas después de yo conocer
el rumor, se confirmó su muerte, fui consciente de que no había sido el
Alacrán con el que me había cruzado el día anterior sino con su sombra,
tal como me había pasado con Rubén meses atrás. El inútil don de ver
a alguien deshacer los pasos seguía presente y tuve mucho miedo de en-
contrarme a alguien que quisiera, como, por ejemplo, Gabriel.
Antes de salir para el colegio, con desazón, le conté a mi mamá lo
de Alacrán y me dijo:
–Lo siento, mijito, pero esas cosas son así y no se sabe cuándo pa-
ran, si a los quince o a los ochenta. Lo bueno es que, al menos, no se
le aparecen a los pies de la cama, como cuentan que les pasa a algu-
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mente amplio como para poder aparcar toda la flota de busetas. Después
de aquel solar de tierra apisonada por el peso de los colectivos, había un
cambio abrupto en el terreno, que caía en picado hasta detenerse en la
cancha de fútbol del barrio Téjelo. En una ocasión, una de las busetas se
había despeñado hasta la cancha, culpa de un conductor borracho.
Una calle después del paradero de las busetas, había una tienda con
una pequeña terraza que tenía mesas y sillas de plástico rojo. Ahí se
detuvo.
–Vamos a tomarnos algo –me dijo mientras paraba.
Nos sentamos en las sillas de plástico rojo y pedimos dos cervezas.
–¿Y qué tal todo? Te estoy llamando desde hace días pero no te
encontraba, mi hermano –dije y él me miró con unos ojos que todavía
tengo clavados en la memoria, junto con el significado de la palabra
amargura.
–Mal, esto es una mierda, no sé por qué hijueputas me metí en esta
güevonada. –Hizo una pausa mientras miraba la botella de cerveza–.
Me imagino que ya sabés que maté a esa rata del Murillo. –En ese mo-
mento, arrancaba la etiqueta de la botella.
–Sí, ya lo sabía, pero bien muerto sea.
–Sí, eso sí. –Hizo una pausa y continuó–: Al Alacrán lo mataron
por mi culpa –me soltó a bocajarro dando por sentado que yo ya sabía
de la muerte de Nelson–. Fui un malparido miedoso. Teníamos que
bajarnos a un viejo que nos habían encargado y, en el momento, me
temblaron las güevas. Íbamos en la moto, Alacrán manejaba y yo tenía
que volver a probar finura, dispararle a ese viejo hijueputa. Pero, cuan-
do saqué el fierro y apunté, la puta mano no me funcionaba, el dedo
se me congeló, ya me había pasado lo mismo cuando lo del Murillo,
pero esta vez fue peor. El viejo iba en un carro y me vio apuntándo-
le. La gonorrea esa frenó en seco. «Disparale, disparale», me gritaba
Alacrán, y yo nada. El maldito viejo iba armado y le di tiempo de sacar
su pistola. Nos disparó, fue muy rápido, le dio al Alacrán y él, al caer-
se por los balazos, me empujó hacia atrás y nos fuimos a tierra con la
moto. Gracias a Diosito lindo ninguna bala me dio, solo una me pasó
rozando el hombro. En el suelo vi que el carro del viejo todavía estaba
al lado, parece que se le había apagado del susto, escuché el chasquido
del encendido y ya se estaba empezando a rodar de nuevo, pero empe-
cé a sentir candela en todo el cuerpo, la mano ya la tenía suelta... no
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lorio de Nelson. Quizás solo era una máscara, no lo sabía y esa duda,
unida a mi obsesión, me hizo dejar todo tal cual lo había pensado con
Paola. Pensé que a lo mejor lo que me había dicho Julián había sido un
simple capricho que le salió a flote como uno de los cubos de hielo del
whisky que estaba bebiendo ese día y seguramente ya ni se acordaba de
lo que me había dicho y me dejaría en paz. Me autoconvencí de eso y
no pensé más en el asunto. A pesar de todo lo vivido esa mefistofélica
jornada, dormí tranquilo.
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gundo. Tales fueron los quejidos que emitió que yo ya no tenía duda
de que mi padre nos había escuchado. Y, en un acto más atribuible a la
educación que había recibido de dos películas porno, vistas ambas en
un cineclub clandestino del barrio, que a mi responsabilidad, saqué el
pene y eyaculé sobre su vientre.
Creo que me hubiera quedado allí toda la vida, acostado con Paola,
sobre esas mantas viejas, haciendo el amor sin parar. Una marejada de
júbilo me estaba bañando; en ese instante, yo era el hombre más feliz
del mundo y el reflejo de mi alegría podía verlo en el rostro de Paola,
en sus mejillas llenas de rubor y en la sonrisilla nerviosa que le hacía
temblar los labios. Pero teníamos que irnos y no tentar a la suerte, para
una primera vez sentíamos que no había estado mal, ya habría tiempo
de seguir sintiéndonos. La amaba de verdad, sin remisión, y yo creía
que aquel encuentro tenía la sublimidad de lo perenne, la quería como
jamás fui capaz de volver a hacerlo.
Salimos en silencio, escuchamos los ronquidos de camión estro-
peado que emitía mi padre. En la radio cantaba Cheo Feliciano, Otra
vez sin decir nada de mí, otra vez voy pasando por ahí, donde voy procu-
rando sin hallar, puede ser que te vuelva yo a encontrar...
Una vez en la calle ya las golondrinas planeaban sobre noso-
tros, enmarcando con sus vuelos nuestra alegría, cual si fueran parte
de la parafernalia de nuestro momento mágico. El cielo se llenaba de
esos arreboles tan típicos en las nubes del valle, que eran capaces de so-
brecoger el alma y, bajo las nubes pintadas y las golondrinas, nosotros
caminábamos por las calles hacia una despedida que no deseábamos
darnos. Bajamos por la calle abrazados, riéndonos por cualquier ton-
tería.
En la carrera 74, ella quería coger un taxi, tenía dinero con que
pagarlo y, además, tenía que darse prisa para no crear sospechas de la
mentira a sus padres. Me daba un poco de miedo que se fuera sola,
pero ella me calmó diciéndome que no sería la primera vez y que no
había ningún tipo de peligro, «ya soy toda una mujer, en una semana
cumplo dieciséis. ¡Vaya preparando el regalito, mijo!», me dijo son-
riente.
Caminábamos por el medio de la calle que desembocaba a la carre-
ra 74, donde el tráfico de autos era continuo y era fácil encontrar un
taxi. Metros antes de llegar a la avenida, escuchamos a nuestras espal-
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das el pitido de un automóvil, como acto reflejo y sin mirar atrás, nos
retiramos hacia la casi inexistente acera de la izquierda, para abrir paso
al auto. Pero no pasó, se detuvo a nuestro lado y reconocí el carro de
Julián. El miedo me tocó con su mano fría.
–Hola, Paolita, muy buenas tardes, un placer verte por aquí de
nuevo –dijo Julián con un tono zalamero desde la ventanilla. A mí ni
siquiera me miró, como si no existiera.
–Buenas tardes –respondió Paola de manera seca y sin mirarlo.
–¿Y para dónde vas, mamacita?
–A dar un paseo con mi novio.
–¿Este es tu novio? –preguntó de manera despectiva, señalándome
sin mirarme–. Una reinita tan linda como vos lo que necesita es un
hombre de verdad.
–¿Como quién, como vos? –dijo, esta vez sí lo miró y acompañó
sus palabras de una sonrisa sardónica. Fue una ironía tan fuerte que yo
ya me veía traspasado a balazos.
Julián encajó el golpe abriendo los ojos, las palabras de Paola ha-
bían dado en el blanco.
–Eres bravita, por lo que veo, como me gustan las hembri-
tas. Mientras más bravo el toro, mejor la corrida –sus ojos echaban
chispas.
–Listo, hasta luego –dijo Paola, y seguimos caminando hacia la
avenida, ignorándolo.
Él nos seguía al lado, con su odiosa monserga, haciendo rodar len-
tamente el coche. Se dirigía a Paola solamente y, al ver que ella no le
hacía el menor caso, le soltó:
–¡Qué perra tan creída que sos, ni que cagaras oro! –lo dijo en voz
alta y de manera tan ofensiva que mi sangre, que hasta ese momento
había estado congelada por el pánico, súbitamente, presa de una alqui-
mia incontrolable, mutó en plomo líquido.
–¡Aprendé a respetar, malparido! –le escupí en el rostro, sin ser
consciente de lo que había dicho. El demonio se dibujó en la cara de
Julián y en el acto supe que era hombre muerto.
–¿Qué dijiste, mariconcito?
Abruptamente metió el freno de emergencia y luego se bajó del
auto mientras se mandaba la mano a la cintura. Las escenas del ajus-
ticiamiento en la esquina de la piedra me vinieron de golpe. El arma
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Cuando abrí los ojos, no sabía dónde estaba. Me sentía extraño, tal
como me desperté después de mi primera borrachera. Sufriendo los
síntomas de un atroz guayabo. Sentía la cabeza pesada, como si fuera
una bala de cañón. No sé cuánto rato estuve en ese estado de estupor,
tal vez horas, sin poder hacer el más mínimo movimiento, sin arti-
cular palabra ni reconocer nada. Al empezar a recuperar parte de mi
normalidad, me di cuenta de que el techo era muy diferente del que
estaba acostumbrado a ver todos los días al despertar. Una luz tenue
empezó a filtrarse por unas persianas mal cerradas, parecía que estaba
amaneciendo. La sonda en el brazo me hizo entender que estaba en un
hospital. Recordé todo de golpe y me entró una angustia tan lacerante
que intenté levantarme de la cama, una dolorosa punzonada me frenó
como un cinturón de seguridad ajustado, el balazo. Miré a los lados, a
la derecha había alguien acostado sobre un sofá de dos puestos, tardé
un rato en reconocer a Rosario.
–¿Mamá? –pregunté, y mi voz me sonó rara–. ¿Mamá? –repetí.
–¿Darío? –me respondió casi entre sueños y luego se levantó de un
salto del sofá y se acercó a la cama–. ¡Mijito, gracias a Dios! Sabía que
Dios no me lo dejaba morir –me dijo cogiéndome la mano, apretán-
dola fuerte.
–¡Mamá, qué le pasó a Paola, Julián se la llevó a la fuerza cuando...
cuando me disparó! –dije manifestando lo único que me interesaba
saber en ese momento, intentaba hablar fuerte, pero mi voz seguía
sonándome extraña, estaba agotado, como si me acabaran de dar una
paliza con un remo.
–¡Gracias, Dios mío! –seguía diciendo Rosario como si no me escu-
chara, dándome besos en la frente.
–¡Mamá! ¡¿Qué pasó con Paola?!
–No sé, mijito, creo que está bien –dijo por fin haciéndome caso–.
Me dijeron los vecinos que cuando le disparó ese desgraciado, se llevó
a una muchacha, yo me imaginé que era Paola, porque César me con-
tó que estabas con ella. No sé quién me dijo que ella estaba bien y en
su casa, pero no sé nada más, es que yo, desde que lo trajeron al hospi-
tal, no me moví de aquí. Ya llevaba cinco días dormido y decían que
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licía y era hora de ir por él, o quizás Paola tenía que ver algo en eso.
Esa idea me estaba bailando en la cabeza y me empezaba a nublar con
plomizos augurios. Mi culpa, mi maldita culpa, nada hubiera pasado
si hubiera actuado como debía, haber sido más cuidadoso, por no ha-
berlo sido casi me había muerto y, lo peor, había lanzado a Paola de
cabeza a una desgracia.
–Tus hermanos querían matar a golpes a Julián, pero yo no
los dejé, me tocó ponerme más fiera de lo que estaban ellos, tremendo
escándalo organizamos aquí en el hospital, pero al final los convencí
de que no saltaran el tejado para ir a buscarlo a su casa. ¡Ese tipo está
loco! Donde hubieran ido, quién sabe qué les hace, mejor no darle
oportunidad, ya Diosito se encargará de todo –dijo mi madre–. Pero
mejor no hablemos más de esto, lo importante es que se ponga bien,
mijito.
El médico vino para revisarme, era un hombre de bigote y cabello
blanco, con una cara afable, mientras me iba mirando, decía cosas que
me daban la impresión de ser yo un Lázaro del siglo xx. Según su dic-
tamen final, evolucionaba favorablemente, aunque, por precaución,
había que estar muy atento las próximas cuarenta y ocho horas.
–Volvió a nacer, así que a darle gracias a Dios y a enderezar el ca-
mino –fue lo que dijo aquel médico de pelo cano antes irse, y yo me
quedé perplejo con esa recomendación. Quizás se atrevió al verme tan
joven y al saberse cubierto por una vasta experiencia médica y socioló-
gica en estos casos de abaleamientos.
Ante mi insistencia, al rato mi mamá volvió a llamar a casa para
saber si ya habían ido donde Marcela. Al volver me dijo:
–Los muchachos me dijeron que Marcela se fue del barrio con su
familia ayer. Tocaron la puerta y nadie les abría, pero un vecino que
los vio les dijo que en esa casa ya no está viviendo nadie, parece que
los había visto cuando se fueron en la madrugada. Montaron todas sus
cosas en un camión y se fueron.
Al escucharla, yo ya estaba seguro de que algo grave había pasado,
si no, ¿por qué se iba Marcela y su familia de manera tan misteriosa
y rápida? Me retorcía en la cama de inquietud. Se me ocurrió enton-
ces que tenía que ir a casa de Paola, tenía que salir de esa cama e ir a
buscarla, era la manera más directa de saber de ella. Pero, aun en mi
desespero, era consciente de que no me podía mover de allí todavía.
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madre, estaba junto con doña Gertrudis, la madre de Julián, era ella
quien lloraba:
–¡Perdón, perdón, perdón! –escuché en medio de los sollozos, las
manos juntas, los dedos entrelazados como si entonara una plegaria.
Mi madre la miraba fijamente, de manera severa. De repente, bajó
la mirada como si buscara respuestas en el suelo, algo se debatía dentro
de ella, como si no supiera qué hacer. Finalmente levantó los ojos y la
mirada severa había desaparecido, tenía los ojos vidriosos. La abrazó
y fue un abrazo de esos que solo se pueden dar dos verdaderas amigas,
largo y sentido. Una vez deshecho el abrazo, ya no hubo más palabras,
como si ya todo se hubiera dicho. Gertrudis se fue con paso triste y
dubitativo.
Cuando mi madre volvió a entrar, no hablamos nada de lo que
acababa de pasar.
Vinieron dos o tres vecinos más, entre ellos, doña María, la madre
del difunto Nelson, no paró de maldecir a Julián todo el rato que es-
tuvo. Yo estaba hastiado de oír su nombre y lo único que deseaba era
que alguien se lo llevara por delante a él. En mí ya estaba más que ma-
duro el deseo de que alguien le devolviera el balazo que había puesto
en mi vida, pero que se lo diera bien dado, que lo mandara sin escalas
al otro barrio, y si no aparecía el gallo que le parara los pies, pues yo
mismo me encargaría de ese hijueputa. Me recreaba imaginándomelo
delante de mí, yo con una pistola en la mano, viéndole la cara asustada
y disparándole primero en una pierna, cayendo de rodillas. «¡Ay, ay,
no me mates, parcero, por favor, perdón, perdón!», diciéndome con la
cobardía de los bandidos, y otro disparo en la otra pierna, más lamen-
tos, una patada en la cara, él desplomándose, totalmente humillado,
arrastrándose, chillando como el cerdo delante de su matarife, y final-
mente vaciándole el proveedor con una sonrisa de sandía en mi cara.
Por la tarde, mi mamá, por primera vez desde que yo estaba en el
hospital, se fue a la casa a dormir. Estaba agotada, sus ojeras eran muy
profundas y se le habían quedado en el rostro unas líneas de tragedia.
Casi hubo que sacarla a la fuerza. La relevó Wilfredo, que, a los pocos
minutos de salir Rosario, me dijo que iba por unas cervecitas, que te-
nía mucha sed. Por primera vez en el día, estaba solo en la habitación,
y fue como hundirme en un turbulento mar de malos presagios. Cerré
los ojos y empecé a dormirme, pero una voz me devolvió a la realidad,
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igual que un anzuelo, desde las profundidades del sueño a las que me
estaba dejando ir. Delante de la cama, estaba Gabriel.
–Parcerito, menos mal que no te mató ese hijueputa. ¿Cómo
estás?
–¡Hermano! –dije casi con un grito, verlo me produjo una alegría
enorme–. ¿Sabes algo de Paola, has hablado con Marcela? –le pregunté
a quemarropa.
–Parcerito... –se quedó callado.
–Decime, por favor, ¿sabes algo? –pregunté como si mi vida fuera
en ello.
–Darío, sí sé, pero no sé si sea bueno contarte.
–¡Contámelo, por favor, güevón!
–Hermano... hablé con Marcela hace dos días, antes de que se fue-
ran del barrio, y me dijo que Paola ya no está en Medellín, tampoco
su familia.
–Fuera de Medellín, pero ¿qué pasó?
–Vos sabías que el papá de ella era juez, ¿sí o no?
–Sí, lo sabía, y qué tiene que ver con eso.
–Pues que el papá tenía un caso con un mafioso y lo tenía amena-
zado. Marcela me dijo que se tuvieron que esconder no sé dónde, y
luego parece que se van del país.
–¿Adónde?
–Marcela estaba muy confusa cuando nos vimos y no está segura
de adónde se van, aunque cree que será a España.
–¿A España?
Eso era para mí como si se fueran a Marte. Dejé caer la cabeza hacia
delante, en un gesto de absoluto desconsuelo. Estuve así unos segun-
dos, pero luego dije:
–¿Y a Paola le pasó algo, Julián le hizo alguna cosa?
–Ese hijueputa... la violó.
Una plancha de plomo me aplastó sobre la cama, empecé a llorar
como nunca lo había hecho, me asaltaron unos hipos que me hacían
doler el vientre, pero a mí ya me daba igual todo.
–Parcero, pero está bien, Marcela me dijo que está bien.
–¡No puede ser! ¡Por qué! ¡Perro hijueputa! ¡Hay que matar a ese
malparido! –En medio del llanto exploté de furia, tenía ganas de par-
tirlo en pequeños pedazos y dárselo como comida a las ratas.
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Hacía una semana que no se pasaba por el barrio, le había tocado salir hu-
yendo. Dos días después de dispararle a Darío, la policía se había presen-
tado en su casa, pero no habían sido los que tenía pagados, esos ya habían
pasado el mismo día del balazo para guardar las apariencias. Ni siquiera se
dignó abrirles. Si les hubiera abierto, tendría que haberles untado la mano
otra vez y ya les había dado bastante. No, estos eran otros, con voz de true-
no y golpazos en la puerta como si fuera el juicio final. Estaba durmiendo
cuando escuchó el grito y los golpes, su instinto de supervivencia le hizo
saltar de la cama y correr hacia la cubierta de concreto de su casa, recién
vaciada el día anterior; por la premura, no pudo ni coger unas chanclas.
Sintió en sus pies desnudos el hormigón aún húmedo. Desde allí, como
un gato, saltó por los tejados hasta ponerse a salvo. Cuando más tarde
pudo hablar por teléfono con su mamá, le contó que se habían llevado
varias cosas de su habitación, armas y dinero, ella vio cuando esculcaban
los rincones de la pieza y dejaban todo patas arriba.
«¡Malparidos tombos!» Estaba furioso y, a la vez, perplejo. Era la
primera vez que la policía le hacía eso. No creía que los Ramírez tu-
vieran ese poder como para aventarle policías de verdad, tenía que
haber sido cosa de la familia de Paola, estaba seguro y más teniendo en
cuenta lo que le dijo el Banano cuando le contó lo que le había hecho
a Paola: «¡Huy, marica, te calentaste porque mi mamá, que es amiga
de la mamá de Marcela, me dijo una vez que el papá de esa pelada es
juez, y de los duros!».
«La maldita me ha salido cara –pensaba con rabia, pero luego se le
dibujaba una sonrisa cáustica–, ya se lo he cobrado por adelantado y
se lo seguiré cobrando.»
Ojalá pudiera quedarse a vivir en el apartamento en el que estaba
escondiéndose. Aunque gastara una fortuna, su casa jamás llegaría a
quedar así. Era grande, setenta metros cuadrados aproximadamente,
suelo de mármol, los cielos rasos con molduras y los baños con encha-
pados de lujo. Estaba en el barrio Simón Bolívar, muy cerca del barrio
Laureles, uno de los mejores. Solo había un sofá, amplio y cómodo, de
cuero blanco que le había servido de cama esos días y en el que ahora
estaba recostado.
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Nada más irse Gabriel, sentí como si se me fuera una parte del
cuerpo. Mi mamá empezó a arreglarse de manera apresurada y me
dijo que también me organizara, que cogiera una maleta y metiera lo
necesario.
Empaqué lo que pude en una mochila, y, mientras lo hacía, no
sospechaba que me estaba yendo del barrio para siempre, hasta hoy.
–Que mi Dios me lo bendiga –me dijo mi padre dándome la ben-
dición cuando ya estábamos listos para irnos.
Se le veía tenso y quería acompañarnos, pero Rosario ya le había di-
cho que no, que con ella era suficiente. Luego me abracé con Camilo,
Alberto y Luz que eran los hermanos que estaban en ese momento en
casa.
Salimos a la calle, que parecía un mar incierto. Teníamos que sal-
var las dos mismas calles que recorría con Paola días antes para llegar
a la avenida y tomar un taxi. Esta vez era yo el que tenía que tomarlo
para alejarme de mi infancia.
Desde la avenida, cogeríamos el taxi para ir a la terminal del Norte
y embarcarme para El Santuario, el pueblo de mis abuelos y mis pa-
dres. Un plan sencillo que en un día normal hubiera sido un canto de
alegría, pero la situación no era normal, el miedo era denso y Rosario
y yo caminábamos rápido, muy juntos, como si de cualquier rincón
fuera a saltarnos una víbora de colmillos afilados y veneno letal.
Cuando pasé por el sitio donde me habían dado el balazo, me ti-
raron los puntos y me mandé la mano al vientre en un acto reflejo.
Dos pasos después, un infernal déjà vu nos estaba esperando. Dobló la
esquina una moto que venía desde la calle principal, y, sobre ella, dos
hombres, uno de ellos, Julián. Mi mamá me agarró la mano con una
tensión que no era más alta que la mía, se me erizó la piel, aquellos dos
hombres solo podían ser mi muerte sobre ruedas de brillante metal.
Íbamos por la mitad de la estrecha calle y yo no sabía qué hacer, si
ponerme a un lado o correr como un maldito cobarde, o mejor, igual
que un adolescente que no quiere morir. Pero Rosario, a pesar de la
tensión que me irradiaba en su mano, me mantuvo en mi sitio y segui-
mos caminando, bajando el ritmo pero avanzando.
Julián iba hacia nosotros como una bola de boliche que quiere ha-
cer chuza. Aceleró. Yo miré a Rosario, pero ella no dejaba de andar,
firme y mirando a Julián. Y él, viendo que no nos amilanábamos, fue
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súplica: «Mijo, abandone esa vida ahora que apenas está empezando,
mire que Dios todo lo perdona». Terminó prometiéndoselo para po-
der irse de allí lo más pronto posible, pero antes de dejar aquella vida
atrás, si es que le daba tiempo, tendría que ajustar cuentas con Julián.
El Mellizo era el que había sugerido que le pidieran ayuda a otro
combo más fuerte. Había un combo de Aranjuez que trabajaba direc-
tamente con Pablo, sin intermediarios, «un amigo mío es uña y mugre
del jefe, fijo nos ayuda», le había dicho.
Los contactos habían sido positivos y les iban a ayudar, les presta-
rían armas y algún que otro muchacho cuando les hiciera falta. Dentro
de aquel combo había un exmilitar, con el que ya habían hablado, que
les dio algunas nociones en técnicas de combate urbano. Pero todo
aquello tendría su precio y no era otro que tatuarse en la piel una fide-
lidad de muerte al combo, lo cual producía en Gabriel una sensación
de ahogo.
Pese a la ayuda, sería una tarea harto peligrosa, pero tendrían de su
parte a la sorpresa.
Cuando estaban reunidos y hablando todos esos asuntos, no pudo
dejar de sentirse perdido, preguntándose qué estaba haciendo. No ha-
cía ni dos meses que había ingresado al combo y ya estaba viendo la
mejor manera de matar a sus vecinos. Le daban ganas de evadirse de
todo y hacer como si nada hubiera pasado, pero esa decisión tendría
que haberla tomado antes, ya todo estaba transcurriendo sobre un to-
bogán del que no se podía bajar; además, estaba seguro de que Julián,
mientras estuviera vivo, lo buscaría para quitárselo de en medio, por
si las moscas.
Ya llevaba una semana viviendo con su madre en la casa de su tía y
empezaban a estorbarse, tenía que conseguir un lugar fijo donde vivir
con su madre y donde Julián jamás se imaginara que podían estar, la
casa de su tía podía ser fácilmente rastreable, la pista podría ser cual-
quier cosa: algún comentario que hubiera hecho él mismo con respec-
to a la dirección de su familiar, un vecino chismoso... no podía correr
ese riesgo.
Esa misma tarde harían la primera incursión al barrio, en algún
momento tendrían que comenzar. El Mellizo llevaba más tiempo que
él en el combo y conocía mejor las costumbres de sus nuevos enemi-
gos. Ya lo tenían todo pensado. Entrarían al barrio por la esquina de
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grande y muy lejano, pero yo sabía que algún día la iba a encontrar.
Recordé que tenía que escribirle a Ana, la del programa Amigos por el
mundo, para avisarle de mi cambio de coordenadas, pero me fue im-
posible hacerlo, la dirección se había quedado en la vieja casa y no era
buena idea ir a recogerla.
Pasaron dos semanas más y otra llamada a doña Lucía elevó la cifra
de muertos del combo a tres, un muchacho más, Rocky. No dejaba de
dar tristeza, pero ya estaba formado el callo de la indiferencia ante la
muerte. La crónica roja de la ciudad no paraba de crecer y los muer-
tos empezaban a ser nada más que números que engordaban funestas
estadísticas. Jóvenes que vendían su vida por el maldito dinero y otros
muchos inocentes que se encontraban una bala en el camino.
Una tarde, doña Lucía nos sorprendió con la noticia de que Julián
parecía que se había ido definitivamente del barrio, no se sabía adón-
de; varios muchachos se fueron también, como si al hacerlo pudieran
escapar a su destino, tres años como máximo, antes de su jubilación
forzosa. Pero solo dejaron el espacio para nuevos muchachos tentados
por el brillo corrupto del dinero, faltarían unos años para que aquello
volviera a ser lo que un día había sido, antes tendrían que lavarse las
calles con más sangre.
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¡Hola, mi príncipe!
No sabes el consuelo que me da escribir esta cartica porque, aun-
que aún no sé adónde dirigirla, tengo la confianza de que la vas a poder
leer y así sepas cuánto te quiero y te extraño. Por ahora se la mandaré a
Marcela y espero que ella o Gabriel te encuentren pronto y te la hagan
llegar.
Supe por Marcela que ya estabas fuera de peligro, Gabriel se lo contó.
Yo sabía que mala hierba no muere, así que tampoco me preocupé dema-
siado, jajaja. ¡Es broma! No sabes el terror que tuve de que murieras, pero
bueno, lo importante es que estoy segura de que a estas alturas estarás
nuevamente de pelea.
Han sido días muy duros y hay cosas de las que prefiero no hablar.
Pero quiero que sepas que no puedes imaginar cuánto te quiero y que
me fue imposible poder despedirme, las cosas se aceleraron de manera
terrible. Quisiera explicarte todo bien para que me entiendas y no creas
que irnos fue una cosa tan fácil como desaparecer de repente.
Una vez te dije que mi padre es juez y que lo habían amenazado de
muerte, especialmente por un caso que tenía abierto. Pues el mafioso
ese volvió a hacerlo, pero no de cualquier manera. Nos puso una corona
de flores de muerto en la puerta y una nota que nos asustó mucho. No
solo amenazaba a mi papá sino también a mi mamá y a mí, decía cosas
horribles y mi papá ya no lo dudó. Yo al principio lo apoyé, estaba muy
asustada, pero cuando supe que su idea era irnos del país, ya no pude
hacerlo y tuvimos una discusión, nunca habíamos tenido una así. Luego
nos disculpamos pero fue muy desagradable. Ahora tengo que decir que
lo entiendo, pero en el momento se me hacía tan doloroso pensar que
nos íbamos tan lejos de vos que no podía permitirlo.
El mafioso ese iba muy en serio, luego nos dimos cuenta de lo que le
había hecho a otro juez amigo de mi papá que también trabajaba en el
caso y dimos gracias a Dios por habernos ido.
Por lo que me comentó después mi papá, el desgraciado ese tenía
muchos compinches en todo el país y en cualquier parte nos iba a poder
alcanzar, y la cosa es que mi papá quiere seguir ayudando con ese caso,
aunque sea desde lejos.
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Postdata:
Perdona que haya tardado tanto tiempo en escribir, pero instalarnos
aquí no ha sido fácil; además, cuando llegué a este país, estaba destrozada
y tuve que tomarme mi tiempo para reponerme de lo que había vivido;
fue muy duro, pero ahora de nuevo me siento con muchas fuerzas. Saber
que existes ha sido parte de esa tabla de la que me sujeté para salir a flote.
Por cierto, hoy es mi cumpleaños, te alcancé, dieciséis primaveras.
¡Te amo, mi príncipe!
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sa, mientras que en las colinas del valle, los pequeños estarían llegando
en estampida a hacer la novena de aguinaldos para cantar villancicos
al niño Jesús delante del pesebre, poniendo su mejor empeño para
ganarse, además de la sonrisa del santo niño, los premios que los due-
ños de casa, al finalizar la novena, les darían en forma de natillas con
buñuelos recién hechos.
El veinticuatro no vi ningún marrano atado a un árbol, esperan-
do con desconsuelo al matarife que lo convertiría en el protagonista
principal de una fiesta de dos días que no acabaría hasta que alguien
se comiera hasta el último chicharrón, frito en una paila puesta sobre
un fogón de leña, improvisado en un rincón de la calle. Y sin marrano,
tampoco se escuchó la usual música de fondo de aquellas añoradas
francachelas y comilonas; una salsa o un porro de Lucho Bermúdez
que hasta el más tullido bailaría animado por los efluvios de un aguar-
diente antioqueño.
El veinticinco no vi hordas de niños con sus juguetes nuevos co-
rriendo por las calles, emocionados con su traído del niño Jesús.
El treinta y uno no hubo guerra de maicena y huevos en la calle. Ni
tampoco nadie encendió un muñeco de año viejo relleno de serrín y
con su pantalón y camisa llenos de pólvora.
Lo que sí tuvimos en casa fue el sahumerio de mi mamá para la
buena suerte, la vuelta a la manzana de mi hermana Patricia con una
maleta para que el nuevo año viniera cargado de viajes. Y, a las doce en
punto, en la vieja radiola de casa, sonó con su voz añeja y evocadora el
indio Crescencio Salcedo: Yo no olvido el año viejo porque me ha dejado
cosas muy buenas. Me dejó una chiva, una burra negra, una yegua blanca
y una buena suegra...
El uno de enero no hubo sancocho de desenguayabe en las calles de
Laureles, como quizás nunca lo había habido, y el seis de enero ya ha-
bían pasado las fiestas decembrinas más insulsas que había celebrado
en mi vida.
A mediados de enero, estaba sentado en el salón, escuchando músi-
ca en la radiola, cuando el teléfono sonó, y, al ser yo el que estaba más
cerca, contesté:
–Buenos días, a la orden.
–Hello, parcerito, soy yo, Gabriel. –La voz era inconfundible.
–¡Parcero! –dije emocionado–. ¡Cómo estás, contame!
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la Oriental, que por el otro lado hay otra salida, pero esa no, por la
principal.
–Listo, a las cinco nos vemos –escuché un pitido en el teléfono.
–Mejor hablamos mañana, que ya se me está acabando la monedita
y no tengo más. Suerte, parcerito.
–Suerte, parcero –me despedí.
–¿Quién te llamó? –preguntó Rosario que venía desde la cocina.
–Un amigo del colegio, mañana nos vamos a ver en el centro.
–¿Cuál amigo, Carlos?
–Sí... Carlos.
–Ah, bueno.
No dijo más, para Rosario era una maravilla que estuviera ha-
ciendo amigos con los muchachos de nuestra nueva vida y yo no quise
decirle que había sido Gabriel porque temía que me impidiera ir a
verlo.
Esa noche dormir se me hizo una tarea casi imposible, por fin
iba a ver a Gabriel, y lo más importante, tendría una carta de Paola.
Fantaseé con ella, besándola, caminando de la mano por esa España
lejana a la cual no tenía la menor idea de cómo llegaría, pero tenía que
haber una forma.
Durante el día, no pude dejar de mirar el reloj, el tiempo iba lento,
como si volviera hacia atrás constantemente, intenté concentrarme en
los trabajos de la empresa que me asignaba Rosario, me ofrecía para
todo, pero ni por esas la agonía se me hizo menos lenta.
A las cuatro, cogí el autobús 191, que era el que tomaba la gente que
trabajaba como personal de servicio en las casas de los ricos.
El autobús se retrasó un poco por unas obras que había en la calle
Colombia y cuando llegué a la avenida Oriental, corrí a la entrada del
Camino Real, me aceleré tanto que algún gracioso gritó: «Cójanlo,
cójanlo», que era el típico grito que se lanzaba cuando un ladrón me-
tía un jalón y salía corriendo para escabullirse entre el gentío. Varias
personas me miraron alerta y tuve que disminuir el paso para que no
creyeran que era en verdad un ladrón y no faltara el héroe de turno que
me metiera una zancadilla.
A esa hora de la tarde, la avenida Oriental bullía de personas y
de autobuses que inundaban de bocinazos y de humo el aire. Era la
avenida principal del centro, ninguna estaba tan congestionada por el
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Julián estaba feliz, pero no era una felicidad plena, se había quitado de
encima a dos enemigos, pero aún le faltaba encontrar a Darío. Podía
haberlo olvidado, dejar la cosa como estaba, pero no, era una tarea sin
completar; además, estaba seguro de que tenía que ver con todos los
problemas que le aquejaron esos meses de desasosiego. Su obsesión de
acabar con él se había vuelto más recalcitrante.
El topo del nuevo combo de Gabriel les había dado el soplo
de dónde estaba viviendo, había sido muy efectivo, también había
averiguado dónde vivía Marcela. Ya lo demás fue simplemente se-
guirlos.
Con el Mellizo había sido más fácil, solo había sido cuestión de
apretarle las tuercas a un primo de él que seguía viviendo en el barrio.
Cuando le dieron la dirección de la casa de Gabriel, él mismo se
fue con el Chócolo, el Matao y Gayumba para montar el operativo.
Llegaron tarde cuando fueron a buscarlo, el topo estaba allí esperán-
dolos y les dijo que Gabriel ya había salido, seguramente para don-
de Marcela. Llegaron a casa de ella, pero los vieron a lo lejos, en la
moto, yendo en dirección al centro, los siguieron, estuvieron a punto
de perderlos, solo los pudieron alcanzar en la avenida Oriental. Era
arriesgado darles de baja en pleno centro, pero no iba a dejar pasar la
oportunidad.
Les dio alcance cuando ya iban a entrar en el centro comercial.
Pudo ver los rostros pálidos de ambos cuando se giraron a su saludo:
–¡Qué hubo, Gabriel, Marcela! –apuntándoles con la pistola; de-
trás de él, el Chócolo.
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No les dejó tiempo para responder nada. Les dispararon sin pie-
dad. Una bala pegó en el cristal de la vitrina que tenía enfrente.
–¡Qué hijueputa pa tener mala puntería sos vos! –dijo Julián al Chó-
colo–. ¡A dos metros que los teníamos y fallar un disparo!
–¡Oigan, esa bala no fue mía!
–Pues mía sí que no fue, pero bueno, no importa, bien muertos
están.
–¿Y por qué no mirás qué es lo que tenía en el bolso? A lo mejor
hay platica –dijo el Matao mirando con interés el bolso de Marcela,
Julián lo tenía al lado, puesto en el suelo. Se lo había arrancado cuan-
do estaba agonizando en el piso de gres, lo cogió pensando en que de
seguro habría alguna cosa de valor; además, así la declararían N.N. y
su familia tardaría más en encontrarla.
Le hizo caso al Matao y empezó a esculcarlo. Encontró un sobre, lo
abrió y sacó una carta que rápidamente comenzó a leer.
–¿Qué es eso? –le preguntaron sus compinches.
–¡Shhhh! Que estoy leyendo, maricones –los mandó a callar mo-
lesto.
Se quedaron en silencio. Cuando terminó de leerla, la sangre le
estaba hirviendo. De repente una pregunta lo asaltó: ¿y si iban a en-
contrarse con Darío para entregarle la carta? Decía claramente que
Marcela se la iba a entregar. Se levantó como un loco del sofá blanco
del salón y, sin tiempo de decirle nada a ninguno de los muchachos,
que lo miraban sorprendidos, salió del apartamento, bajó al sótano
del parking y se subió a la moto. Una vez en la calle, aceleró a lo que
daba la máquina. Iba directo a la escena del crimen que lo hacía sentir
orgulloso. No le importaba correr el riesgo de que alguien lo identifi-
cara, solo pensaba en la suerte de ver a Darío por allí, quizás llorando
como una niña y él viéndolo todo antes de calmarle el llanto con el frío
cariño de los balazos. Cuando llegó estaban terminando el levanta-
miento, ya los policías se estaban yendo. En el reloj de electrónico que
estaba en la avenida Oriental daban las cuatro. Estaba ansioso, tenía
que calmarse, podían verlo inquieto, requisarlo y cogerlo con el arma.
Encima, por la prisa, no había cambiado de pistola, si lo cogían, un
examen de balística lo mandaría de cabeza a la cárcel, aunque estaba
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que no había dado en el blanco. «Una bala del Chócolo –se dijo sin
dudarlo–. Donde pongo el ojo, pongo la bala, yo nunca desperdicio
una», se jactaba siempre. Unas personas estaban terminando de arran-
car con cuidado los cristales que no se habían desprendido del marco
de la vitrina, adelantando trabajo para cuando llegaran con un nuevo
cristal y así borrar, lo más rápido posible, cualquier herida de lo que
había pasado. Dos calles a la izquierda o a la derecha, nadie sabría nada
del suceso. El mundo seguía rodando como el bullicioso tráfico de la
avenida Oriental.
Miró por última vez el reloj electrónico, las cinco y dieciocho mi-
nutos. Ya no vendría, había pasado ya mucho tiempo, pero su obse-
sión no le había permitido marcharse, empezó a pensar que a lo mejor
ya había venido antes y estaría quién sabe dónde. Tendría que seguirlo
buscando, a lo mejor la madre de Marcela también sabría dónde esta-
ba. No iba a perder más tiempo, lo que tenía que hacer era ir a buscar
a esa mujer y arrancarle las dos informaciones de las que urgía.
Se fue hacia donde estaba su moto, en una acera de la esquina don-
de la había dejado prácticamente tirada por la prisa. Podían haberlo
multado, pero no se veía ningún agente de tráfico cerca, «mi día de
suerte». Se montó en ella y arrancó sin mirar atrás. Estaba molesto por
no haber encontrado a Darío, pero, de todos modos, tenía motivos
suficientes para estar contento, ya tenía dos culebras menos, podría
volver al barrio con tranquilidad sin pensar que lo estaban esperando
en una esquina para darle de baja como ya habían hecho con varios de
sus amigos. Iría al apartamento para seguir celebrando con el Matao,
el Chócolo y el Gayumba, pero tendría que hacer una fiesta de verdad
en el barrio cuando pudiera, no tenía prisa, ya armaría viaje, antes te-
nía que averiguar un par de cosas.
Hizo rugir su moto sobre el pavimento de la avenida Oriental.
Cuando pasó por delante del reloj electrónico, daban las cinco y vein-
te minutos.
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«Pero qué hace este maricón por aquí», fue lo que se dijo Julián al ver
a Darío pasar casi delante de él, cuando volvía al apartamento después
de tomarse una cerveza en el bar de la esquina. Lo siguió caminando
hasta que entendió que se dirigía al colegio Salazar y Herrera. Tenía
la mochila y el uniforme de colegial, lo observó entrar en el edificio,
mientras esbozaba una sonrisa.
Miró su reloj, tenía tiempo de ir a solucionar unos cuantos asuntos
y volver al final de la jornada de clase, «a esta ratita ya no lo salvan
ni las once mil vírgenes». Fue por su moto que tenía guardada en el
parqueadero de su edificio, junto con el carro que solo usaba cuando
llovía o quería impresionar a una nueva conquista. Montó en ella, la
encendió a la primera, aceleró sobre el hormigón pulido del suelo y
enfiló la rampa del parking. Volvía a vanagloriarse de su suerte, por fin
se sacaría la espina. Odiaba a ese condenado mugroso, no solo por ade-
lantársele a cortarle su flor, también por Gabriel, que tantos problemas
le había dado, «algo habrá tenido que ver este cabrón», pensaba con
rabia, pero el enojo mutaba rápidamente en satisfacción al recordar
cómo se había quitado de encima a Gabriel y al Mellizo, y, sobre todo,
cómo había podido ayudarle a Andrade con el asunto del juez. No
había sido fácil arrancarle a la vieja esa la dirección en España, pero
lo había conseguido. Andrade seguro terminaría por darle un aparta-
mento como ese que le estaba prestando, pero esta vez se lo daría en
propiedad, por el buen servicio que le había prestado, aún no se lo ha-
bía dicho, pero lo vio claro cuando le comentó: «Ese apartamento en
el que estás lo tengo comprometido para un negocio y me lo tenés que
desocupar de hoy a mañana, pero tengo otro que te va a encantar, está
en el barrio el Poblado. Más tarde te llamo para mandarte las llaves, te
merecés un premio», le dijo un Andrade exultante con la información
que le acababa de dar. Él solo quería ese premio, una nueva obsesión
a su colección de obsesiones. Le había cogido cariño al apartamento,
pero seguro que para el que iba estaría mejor. Tan a gusto se había
sentido en su vivienda provisional que las obras en su casa ya habían
parado y pensaba: «Seguro que Andrade ya no me deja volver a vivir
en esa ratonera... Bueno, aunque cuando pueda, sigo arreglándola, por
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irse, lo vio. No estaba solo, iba con una muchacha, era guapa. «No se
puede negar que esta ratita tiene buen gusto», se dijo entre mordaz y
envidioso. Tendría que esperar que se separaran, no quería meterse en
más líos de los necesarios. No tuvo que esperar mucho, la muchacha
detuvo su andar y lo tomó de la mano, se quedó mirándolo fijamente
y le dijo algo, luego tomó otra dirección. «¡Goool!», cantó en su inte-
rior y sonrió, sus ojos verdes amárelos brillaron.
Dejó que anduviera un buen trecho para seguirlo de lejos, cuan-
do doblara la primera esquina, él aceleraría el paso o correría si hacía
falta y allí, cerca del doblez de la calle, le daría caza. Después se iría
como siempre, con el paso tranquilo, como si no hubiera hecho nada,
guardando la nueve milímetros en la chaqueta. Le hubiera gustado
usar el silenciador que un día le había dado su primo, pero lo había
perdido el día del allanamiento en su casa. Había dejado parqueada la
moto cerca. No tenía miedo de que lo reconocieran, llevaba poco en
aquel barrio; además, ese mismo día se iría para el nuevo apartamento,
Andrade le había hecho llegar las llaves hacía un rato.
Iba tranquilo, con la sangre fría de saberse protegido, un ayudao,
pero no del demonio, sino de la Auxiliadora y de Andrade. Si tuviera la
mala suerte de que en este trance lo pescaran, estaría el jefe para sacarlo
rápido. Aunque lo pillaran y tuviera que pagar un año, habría merecido
la pena, no había otra manera de acabar con aquella obsesión.
Lo vi irse, como una sombra a través del cristal de una botella, co-
rriendo, el arma en la mano. Esa que milésimas de segundos antes
despidió las balas que me cortaron por dentro, trazando su trayectoria,
llenándome de un dolor que se iba atenuando, volviéndose sordo e
inexistente. A lo lejos, como el lienzo donde se dibujaba aquella som-
bra huidiza, estaba el cielo del valle y sus montañas tiñéndose de rojo.
En lo alto, en la bóveda del mundo, me pareció ver algo fulgurante y
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Epilogo y final
Una mañana fría de otoño llegué a Madrid y, nada más pisar aquella
tierra, el recuerdo, que seguía jugando a esconderse, se hizo sentir tan
contundente como un mazazo en la cabeza. Paola.
Una historia truncada, un duelo no digerido, una experiencia no
cerrada, una herida que me acompañaría siempre sin cicatrizar. Sentí
como si acabáramos de hacer el amor en el sótano de casa y supe que
aquel viaje no había sido más que una excusa, un deseo subyacente de
mi conciencia. El deseo de encontrarla se renovó de inmediato, hacía
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diez años que no sabía nada de ella, pero sabría reconocerla. Abracé
la absurda utopía de encontrármela en cualquier calle, pero nunca me
choqué de frente con ella en la esquina de Preciados, ni la vi sentada
en una terraza de la Plaza Mayor y, mucho menos, junto al acueducto
romano de Segovia. Nunca.
Sí me encontré con el miedo, con los recuerdos, y supe que mis
heridas no habían sido sanadas. Tuve pánico de volver a mi tierra,
como si en cualquier esquina me estuviera esperando alguien con un
arma para dispararme, como si Julián aún estuviera vivo, vomitando
su veneno y sus balas. Volví, pero solo por mi familia, y ya nunca para
quedarme a vivir, solo para estar unos cuantos días y luego huir de
nuevo.
Cuando estaba en Colombia, pasaba por la que había sido la casa
de Paola, imaginando que quizás había vuelto después de que las co-
sas se habían tranquilizado en el valle, pero jamás la vi. Me di mil
paseos por esa calle. Encontrarla se transformó en la obsesión de mi
vida. Cuando aparecieron las redes sociales, la busqué en Facebook,
en Twitter, Linkedin, en cuantas tonterías puede uno imaginarse,
pero fue una traba saber solo uno de sus apellidos, nunca supe su otro
apellido, en ese tiempo de mi adolescencia no me preocupaban esas
cosas, simplemente era Paola, suficiente, jamás pensé que me haría
falta. Soñaba con que ella también me estaría buscando y supiera mi
nombre entero. De todos modos, contacté con varias personas que no
tenían foto en sus perfiles y que coincidían con su nombre, pero todo
fue estéril.
La vida nunca para, como los autobuses sobre la avenida Oriental,
siempre están allí, acaso metiendo frenazos que sacuden a los pasa-
jeros, parando solo un rato para que suban o bajen, pero nunca se
detienen indefinidamente, pasan dejando su estela de humo. Mi vida
siguió y conocí a Claudia, una madrileña de ojos grandes, luminosos
como planetas. Nos quisimos, tuvimos hijos, los amé como a nadie,
nos hicimos viejos, pero no se envejeció el recuerdo de Paola, solo
seguía jugando al escondrijo conmigo mientras me iba marchitando.
«Aquí estoy, que sepas que nunca podrás olvidarme», diciéndome,
como si yo no lo supiera.
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Medellín y Madrid,
9 de febrero de 2062
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