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PATRICIA CARDONA: ALGUNAS IDEAS

Escribo para descifrar un misterio: el de mi propia percepción. No sólo se trata


de conocer los aspectos biológicos y sicológicos involucrados, sino de descifrar
la melodía física de mí propia escritura, donde se imprime la dignidad y
credibilidad de un oficio. La aventura empieza cuando nos preguntamos:
¿dónde está la presencia del crítico en su proceso creativo?

Hay más preguntas. En el terreno de la creación de las artes escénicas se le


exige eficacia artística al director, al coreógrafo y bailarín/actor. ¿Pero quién le
exige eficacia al crítico? La eficacia implica tener los instrumentos para
conseguir lo que se pretende. En el caso de los críticos de las artes escénicas,
hay tantas definiciones estereotipadas sobre lo que somos o debemos de ser,
que acabamos visualizándonos como un eslabón perdido entre el artista y el
espectador.

La percepción del crítico, del investigador y del teórico de las artes escénicas
también está determinada por su biografía como espectador. A partir de esta
convicción, empezaré por señalar mi propio manifiesto de la crítica teatral y
dancística, mis campos de acción.

Diré que el crítico no debe proponerse guiar, o conducir al espectador, ni


mucho menos al director o coreógrafo. Diré que el crítico principalmente
resuelve acertijos construidos a partir de la subjetividad del artista. Pero el
primer acertijo por resolver es su propia vivencia frente al espectáculo; su
experiencia vital.

Si partimos del hecho de que entre el espectáculo y el espectador hay un


diálogo emocional y mental, el crítico, antes de lanzarse a la reflexión deberá
escuchar los impulsos de su memoria corporal, sensible, donde habrá
guardado mayor cantidad de información. En esta dimensión se gesta el origen
de su respuesta creativa. Giorgio Strehler lo dijo mejor que yo: "Prefiero la
crítica poética, una cierta crítica de emoción controlada que devuelve un
temblor al acontecimiento teatral." (Strehler, N.4-5, 1988, p.29)

La subjetividad, dirigida conscientemente, es el único aliado en esta aventura


del pensamiento y de la fantasía creadora. Ya basta de acusaciones en contra
de este brazo derecho de la individualidad. No es la subjetividad el problema,
sino la falta de información, la estrechez de horizontes, el uso impune de la
palabra. Harold Clurman ha dado en el blanco. El mejor crítico, dice, es el
artista que parte de la obra de otro artista. Transformará en artista,
también, a su lector.

La década de los noventa disuelve estructuras sociales, políticas,

económicas y estéticas. ¿Con qué vendrán a ser sustituidas? Actualmente nos


percatamos de la falta de estructura en todo. En las artes escénicas de
experimentación, contemporáneas, son excepción las obras teatrales y
coreográficas auto consistentes que permiten la unidad, claridad y coherencia
de los elementos del oficio. Predomina la tendencia a crear sucesos
descriptivos, secuencias sin relación alguna entre sí, cuadros aislados,
organizados linealmente, uno tras otro. Al espectador le corresponde encontrar
o descifrar el orden, el sentido; le atañe crear la forma coherente que le permita
asimilar lo percibido.

Transitar del caos a la organización parece ser el mayor reto del espectador
contemporáneo. Y, en esta empresa, se encuentra solo.

La entrada al siglo XXI está llena de preguntas. La explosión de imágenes,


producidas a la velocidad del rayo, hace de este mundo un pequeño territorio
de confusiones y enfrentamientos.

El artista, como visionario que es, y el crítico, igualmente visionario, pueden


trabajar juntos en la construcción de la nueva arquitectura del pensamiento
escénico. El diálogo entre ambos es un primer salto mortal. Hay un rechazo,
por parte del crítico, a dejar su aislamiento y capullo intelectual; hay reticencia,
por parte del artista, a llenar el vacío de la desinformación artesanal. Ambos, en
este proceso de acercamiento, tendrán que cambiar de piel.

La presencia del crítico dentro del proceso creativo de un país ha sido mínima.
Su existencia depende, más bien, de la obra del artista, no en términos de
percepción creadora, sino en su condición de parásito.

A directores y coreógrafos, así como a dramaturgos, bailarines y actores les


resulta innecesaria la presencia de los críticos para realizar su trabajo. Pocas
veces un texto crítico adquiere la intensidad y relevancia de un espectáculo
profundo y revelador. Su lenguaje, de segunda mano, por lo general tomado de
los estereotipos académicos, la mayor de las veces, no tiene nada que ver con
la inteligencia orgánica y vital de la danza y del teatro. Sólo revela la ausencia
de términos eficaces para transmitir la experiencia teatral.

¿Cuál debe ser, por tanto, la naturaleza del lenguaje escrito que permita al
crítico traducir su vivencia y lealtad hacia el espectáculo, permitiéndole
convertirse en un transmisor clave de la memoria del teatro y de la danza?

Hasta la fecha, salvo brillantes excepciones, el lenguaje crítico revela su


condición de parásito. Esto confunde y aleja a los jóvenes que buscan la
claridad del ejercicio escénico; además, sólo aburre y momifica a los adultos
lectores.

Así, los críticos y teóricos de las artes escénicas dejaremos una memoria, no
del teatro y de la danza, sino de la incapacidad creativa-crítica; es una suerte
de impotencia que se enmascara tras la grandilocuencia, la prepotencia de
desmenuzar aquello que no se ha vivido. La palabra de un individuo que no
practica la acción no puede conmover ni transformar la vida de nadie. Es una
palabra carente de energía psicoemocional. Es una palabra que no ha nacido
aún; tampoco tiene la garantía de la operatividad.
Artistas y críticos pueden confrontar sus conocimientos. Un laboratorio
escénico permitiría el intercambio de información. Comprobaría la eficacia de
las ideas. No se trata de hacer del crítico un dramaturgo o coreógrafo, ni de
convertir al bailarín/actor en escritor. Propongo algo más urgente: enseñar a
ambos a aterrizar las ideas sin que éstas se pierdan a la mitad del proceso
creativo.

Para aterrizar las ideas sin que éstas se pierden en el Olimpo intelectual o por
falta de artesanía escénica, es imprescindible un acercamiento entre los dos
polos del mismo fenómeno. Si es cierto que el crítico conoce los principios del
oficio que hacen efectiva una obra, que diga cómo y por qué. Con esto se
matan dos pájaros de una sola vez: ofrece un servicio útil y deja de ser un
parásito de la obra ajena.

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