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Infiernos compartidos

Una meditación para la cuaresma


por Peter Kreeft

Si no fuera por la cruz, yo nunca podría creer en Dios. El único


Dios en el que creo es el que Nietzche ridiculizó como «el Dios de la
cruz». En el mundo real del dolor, ¿cómo uno podría adorar un dios que
es inmune al mismo? He entrado en muchos templos budistas, y he
estado respetuosamente delante de la estatua de Buda, con sus piernas
entrecruzadas, sus brazos doblados, sus ojos cerrados, el esbozo de una
leve sonrisa en su boca y el aspecto distante de su rostro, desconectado
de las agonías del mundo. Pero, en cada ocasión, después de un rato,
me he tenido que retirar. Y, en la imaginación, en su lugar viene a mi
mente aquella figura solitaria, torturada y desfigurada, sobre la cruz,
con clavos que atraviesan sus manos y sus pies, con la espalda lacerada
y las extremidades descoyuntadas, la frente ensangrentada por las
espinas, la boca reseca con una sed insoportable, sumida en la
oscuridad del abandono divino. ¡Ese es Dios para mí! Él puso a un lado
su inmunidad al dolor. Entró a nuestro mundo de carne y sangre, llanto
y muerte. Él padeció por nosotros. — John Stott.

El calvario es judo. Se usa el propio poder del enemigo para


derrotarlo. La trama astutamente orquestada de Satanás, desarrollada
de acuerdo al plan por sus agentes: Judas, Pilatos, Herodes y Caifás;
culminó en la muerte de Dios. Pero este solo evento, la conclusión de
Satanás, fue la premisa de Dios. El fin de Satanás fue el medio de Dios.
Al morir libremente en nuestro lugar, Dios ganó para sí a los cautivos de
Satanás, es decir a nosotros.

Por supuesto, es la historia más conocida, la más contada en el


mundo. Pero también es la más extraña, y nunca ha perdido su
extrañeza ni su asombro, ni la perderá en la eternidad, donde los
ángeles tiemblan al contemplar las cosas que nos hacen bostezar. Y, por
extraño que parezca, es la única llave que encaja en la cerradura de
nuestras atormentadas vidas y necesidades. Necesitábamos un cirujano,
él vino y penetró nuestras heridas con sus manos ensangrentadas. No
nos dio un placebo, una píldora o un buen consejo: se dio a sí mismo.

Él vino. Ingresó en el tiempo, en el espacio y en el sufrimiento.


Vino como un amante; hizo lo más importante y entregó el don más
importante: se dio a sí mismo. Es el regalo de un amante. Por nuestras
lágrimas, nuestra espera, nuestra oscuridad, nuestra agónica soledad,
nuestro llanto e incertidumbre, nuestro clamor: «Mi Dios, mi Dios, ¿por
qué me has abandonado?». Él vino, experimentándolo todo,
precisamente hasta ese clamor.

Él se sienta junto a nosotros, como el agua en el fondo, en las


peores situaciones de nuestras vidas. ¿Estamos destrozados? Él fue
quebrantado con nosotros. ¿Somos rechazados? ¿La gente nos
desprecia, no por nuestras malas obras, sino por las buenas, o por
nuestros buenos intentos? Él fue «despreciado y rechazado por los
hombres». ¿Lloramos? ¿Se ha convertido la aflicción en nuestro
acompañante cotidiano, en un horripilante espíritu familiar? ¿Alguna vez
hemos dicho: «¡Oh, no, otra vez no, ya no puedo soportar más!»? ¿La
gente nos malinterpreta, se aparta de nosotros? Ellos evitaron mirar a
Jesús, como si fuera un excluido, un leproso. ¿Ha sido traicionado
nuestro amor? ¿Se han roto nuestras relaciones más queridas? Jesús
también amó y fue traicionado por los que amaba. «Vino a lo que era
suyo, pero los suyos no lo recibieron.»

¿Parece a veces como


si la vida nos hubiera
pasado por alto y nos
hubiera ignorado, como si
estuviéramos hundidos en
la inutilidad y el olvido?
Jesús se hunde con
nosotros, también él fue
ignorado y excluido por el
mundo. Su camino de amor
sufriente fue rechazado;
sus propios seguidores
fueron con frecuencia los
más culpables de todos,
pues han hecho de su
nombre un escándalo,
especialmente su propio
pueblo escogido. ¿O qué
judío encuentra la senda
hacia él, libre de las armas
rotas de prejuicios
sangrientos? Hemos hecho
casi imposible, para su
propio pueblo, el amarlo,
verlo tal como es, libre del
humo de la batalla y el holocausto.

¿Cómo nos ve ahora? Con pesar continuo, pero nunca con


desprecio. Nosotros aumentamos sus heridas. Hay dos mil clavos en su
cruz. Nosotros —sus amados, anhelados y apasionadamente deseados—
, siempre somos fríos, correctos y distantes hacia él. Pero él todavía
sigue velando sobre el mundo como una gallina sobre sus huevos, como
una madre que ha tenido a todos sus queridos hijos en su contra.
«¿Puede una madre abandonar a su pequeño? Aun así yo no te
abandonaré». Él se sienta a nuestro lado no solo en nuestros
sufrimientos sino incluso en nuestros pecados. Él no aparta su rostro de
nosotros, por mucho que apartemos nuestros rostros de él.

¿Será que él desciende en todos nuestros infiernos? Sí. En la


inolvidable expresión de Corrie ten Boom, del fondo de un campo de
muerte nazi: «No importa lo profunda que sea nuestra oscuridad, él es
aún más profundo». ¿Será que él desciende en la violencia? Sí, al sufrir
y dejarnos la solución que hasta el día de hoy únicamente algunas
almas valientes se han atrevido a probar, la más notable en nuestra
memoria no es un cristiano sino un hindú. ¿Será que él desciende hasta
la locura? Sí, también hasta esa oscuridad. ¿Incluso hasta la locura del
suicidio, podrá también estar allí? Sí, lo puede hacer. «Porque incluso la
oscuridad no es oscura para él». Él resplandece o produce luz incluso
allí, en la oscuridad de la mente, aunque quizá no sino hasta el mundo
venidero, hasta la liberación de la muerte.

Él no aparta su rostro de nosotros, por mucho que apartemos


nuestros rostros de él.

Amor es la razón de su venida, todo por amor. El zumbido de


las moscas alrededor de la cruz; los golpes del martillo romano sobre los
clavos, cuando le perforaban su carne extremadamente suave; el
aplastante golpe de su propio pueblo —infinitamente más duro—,
martillando el odio en su corazón. ¿Y todo por qué? Por amor. Dios es
amor, como el sol es fuego y luz; y no puede dejar de amar más de lo
que el sol puede dejar de brillar.

De aquí en adelante, cuando sentimos los martillos de la vida


golpeando nuestras cabezas o nuestros corazones, podemos saber —
debemos saber—, que él está aquí con nosotros, recibiendo nuestros
golpes. Cada lágrima que derramamos se convierte en su lágrima.
Puede que no las seque todavía, pero las hace suyas. ¿Preferiríamos
tener nuestros ojos secos o los suyos llenos de lágrimas? Él vino, y está
presente, eso es lo importante. Si él no sana ahora todas nuestras
quebrantadas vidas, amores y huesos, viene a ellos y se quebranta,
como el pan, y nos sustenta. Nos muestra que de aquí en adelante
podemos usar nuestro quebrantamiento como sustento para los que
amamos. Ya que somos su cuerpo, también somos el pan que se parte
para los demás. Nuestros mismos fracasos ayudan a sanar otras vidas;
nuestras propias lágrimas ayudan a secar otras lágrimas; el ser
aborrecidos ayuda a los que amamos. Cuando aquellos a los que
amamos se frustran de nosotros, él se mantiene abierto y dispuesto.

La respuesta de Dios al problema del sufrimiento no solo aconteció


realmente hace dos mil años, sino que todavía sucede en nuestras
propias vidas. ¡La solución para nuestro sufrimiento es nuestro
sufrimiento! Todos nuestros sufrimientos pueden convertirse en parte de
su obra, la obra suprema jamás realizada, la obra de salvación, de
ayudar a que los que amamos reciban la alegría eterna.

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