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Reseña de La Trampa de La Diversidad PDF
Reseña de La Trampa de La Diversidad PDF
David Karvala
Introducción ...............................................................................................................2
Fascismo y antifascismo............................................................................................7
En marzo de 2017, en un acto local de Unitat Contra el Feixisme i el Racisme con motivo de la
jornada internacional contra la extrema derecha, intervino el representante de un grupo
animalista. Dijo algo así como “hablamos mucho de los 6 millones de judíos que murieron en el
Holocausto, pero nadie dice nada de los 6 millones de animales asesinados cada semana”. Esta
horrible declaración, una banalización de uno de los crímenes más terribles de la historia, refleja
la lógica de la visión animalista. Es una muestra extrema de los problemas que existen en los
movimientos sociales actuales, donde posiciones más que dudosas se aceptan como
“políticamente correctas” y no se ponen en cuestión.
El libro de Bernabé cita más problemas con las políticas de identidad; que el autor llama “luchas
de representación”. Insiste en que la competencia entre las diversas identidades definidas en
términos de las opresiones ha provocado la pérdida de la identidad de clase. Argumenta que la
obsesión con el lenguaje, o con hechos diferenciales identitarios, ha provocado que la izquierda
pierda de vista problemas más concretos que tienen que ver con la propia existencia material.
El autor acierta en argumentar que existen problemas con las políticas de identidad, y que
cualquier persona que quiera un mundo mejor tiene el derecho —incluso el deber— a discutir
estas cuestiones. Tiene razón al señalar que a menudo se pierde de vista la cuestión de clase, y
que destacar la centralidad de clase no tiene que significar quitar importancia a los problemas
de opresión.
El libro ha despertado un fuerte debate (que dicho sea de paso, le habrá ido bien a la editorial;
ya va por su 3ª edición) con tuits y artículos cruzados, cada vez más feroces. Bernabé ha sido el
objeto de insultos por parte de personas que defienden las políticas que pone en cuestión.
Seguro que la mayoría de los insultos no son merecidos.
¿Debemos simplemente dar las gracias a Bernabé por plantear estas cuestiones y condenar a las
personas que lo critican? Pues no. Porque si las políticas de identidad o las luchas de
representación son criticables, también lo es, y mucho, la posición que defiende Bernabé.
Alberto Garzón hizo una reseña muy interesante, de la que comparto bastantes cosas. Bernabé le
respondió, y Garzón volvió al tema en otro texto largo e interesante.
Garzón escribe desde su posición como diputado y dirigente de Izquierda Unida (lo que me
plantea una duda: ¿cómo encuentra el tiempo para escribir tantos artículos?). Como tal, tiene
que defender a su organización y sus posiciones frente a unas críticas que vienen en cierta
manera desde dentro de su propia casa. Esto le obliga a ser insistente (¡está defendiendo su
casa!), pero también le ata las manos. En la reseña que sigue (que inevitablemente se ha
extendido más de lo que quería) seré más crítico —tanto con las políticas de identidad como con
la visión de Bernabé— de lo que se puede permitir Garzón. Argumentaré que la obsesión con la
representación y la identidad es fruto, en gran parte, del fracaso de la izquierda tradicional
defendida por Bernabé y (con matices) por Garzón.
El libro critica el posmodernismo (la teoría fashion que dice, más o menos, que no hay y no
puede haber discursos coherentes y universales; todo es parcial, subjetivo…). Creo que el libro
peca de lo mismo; utiliza fragmentos culturales, trozos sueltos de teorías, sin comprometerse
con una visión coherente… Así que he optado por hacer una reseña a lo postmoderno: de trozos
y fragmentos. Aún así, espero que al final salga una visión coherente.
Estalinismo posmoderno
Acabo de leer el libro entero y no me consta ninguna frase que diga “Stalin tuvo razón”. Pero el
argumento en el fondo es estalinista. Aquí, entiendo el estalinismo como la defensa como
socialismo (“real”) de la URSS y de los regímenes implantados por Stalin (mediante acuerdos
con los dirigentes de EEUU y GB) en Europa del este tras la Segunda Guerra Mundial.
Sin embargo, los regímenes mal definidos de socialistas —en realidad regímenes de capitalismo
de Estado— no representaron ninguna autoemancipación de la clase trabajadora ni tampoco
actuaron bien ante el racismo, la opresión de las mujeres, o la opresión gay (como tampoco lo
hace el capitalismo de mercado, por supuesto). El hecho de entender regímenes racistas,
machistas, etc. como ejemplos del “socialismo real” ha sido fundamental para el desarrollo de
las teorías de la opresión basadas en la identidad.
Estas teorías suelen aceptar la identificación del estalinismo con el socialismo, pero señalan
(correctamente) que no acabaron con la opresión. ¿Su conclusión? Que ni siquiera superando el
capitalismo se consigue gran cosa ante las opresiones; por tanto, hace falta otra lucha paralela
contra otra estructura paralela al capitalismo: el “heteropatriarcado”; el colonialismo;… (Hay
más opresiones, por ejemplo la opresión de la gente discapacitada. Se supone que, si quisieran,
tendrían el mismo derecho a plantear estructuras paralelas al capitalismo para explicar su
opresión; por suerte, los movimientos combativos de personas discapacitadas que conozco
tienen bastante claro que su contrincante es el enemigo de siempre.)
Como digo, Bernabé no se declara abiertamente estalinista, sólo argumenta en efecto que “con
Pepe (Stalin) vivíamos mejor” (bueno, vivieron; él no tuvo el placer de vivir bajo estos
regímenes). Como resultado se queda sin una posición coherente defendible. Así que tiene que
recurrir a argumentos parciales, culturales, impresiones…
La tormenta desatada por “La trampa…” me hace recordar otra, que también tocó la relación de
la izquierda con las opresiones: en ese caso trató específicamente la opresión de las mujeres y
los ataques en las redes sociales iban en la dirección opuesta.
En 2011, Patricia García, activista del entorno de IU y el PCE, escribió una crítica bastante válida
del sexismo vigente en la izquierda “¿La emergencia de un nuevo machismo-leninismo?”.
Desató un torrente de insultos en la sección de comentarios de Kaos En la Red donde se colgó
inicialmente (debido a la renovación de esa web, los comentarios ya no están disponibles). Al
señalar las actitudes sexistas de algunos hombres de izquierdas (dedicó su texto a otros, a “los
compañeros que sí luchan por la emancipación de las mujeres”) molestó a muchos de éstos. En
los comentarios e insultos se notó un cansancio ante la exigencia de que se tomasen el serio las
demandas de la mitad de la humanidad y de la mayoría de la clase trabajadora. Tipo: “¿aún se
quejan?”; “¿todavía no están contentas, qué más quieren?” etc. (Comenté el tema en ‘Machismo-
leninismo’, ‘micromachismo’ y marxismo)
No será la intención de Bernabé, pero la defensa de su argumento puede suponer un rebrote del
nunca desaparecido machismo-leninismo.
Un eje central del libro es la insistencia en la importancia de clase. Bien. Pero ¿qué significa eso
de clase social? Realmente, Bernabé no lo explica. Garzón también señala esta ausencia.
Alex Callinicos (al que Bernabé se refiere en otro contexto) sí ha tratado el tema en profundidad.
Cita a Erik Olin Wright: “las clases en la teoría marxista (…) se definen por la posición que
ocupan en las relaciones sociales de producción, la producción se considera, sobre todo, un
sistema de explotación”. Callinicos comenta: “la clase es una relación objetiva. Al contrario de lo
que sostienen quienes se valen del estatus para definir la clase social, ésta no depende de
actitudes subjetivas por parte del individuo. La clase depende de la posición que ocupe el
individuo en las relaciones de producción, independientemente de sus opiniones al respecto.
Aunque un obrero de la industria automovilística considere que pertenece a la clase media, no
deja de ser un asalariado explotado por el capital.” (Estas citas provienen de un folleto muy
valioso sobre esta cuestión: Chris Harman, La clase trabajadora en el siglo XXI, que incluye
también el artículo de Alex Callinicos, “¿Qué es la clase trabajadora?”. El folleto está disponible
en papel del grupo Marx21, y online aquí.)
En algún momento Bernabé se refiere a clase como algo objetivo, como aquí: “Ser parte de una
clase, una categoría dentro de la producción capitalista, no se elige” (pág. 71). Pero por lo
general, habla en términos de cultura y actitudes. Simplificando un poco (no mucho) es la visión
que identifica a la clase trabajadora como a aquella gente que lleva una camiseta donde reza
“Working Class pride”. (El mismo Barnabé se autodefine como residente de “Fuenlabrada,
ciudad de la periferia donde… el orgullo de clase obrera es todavía un valor a tener en cuenta”.)
El autor comenta con nostalgia (y bastante mitificación) que “el mundo de 1976 era muy
diferente al actual. Hablamos de un contexto donde la organización sindical era abrumadora,
donde la hegemonía de las ideas de izquierda era prácticamente total en la sociedad” (pág. 47).
(Y aquí no habla específicamente del Estado español; está explicando por qué alguien en el
poder en Francia supuestamente promovió el postmodernismo para hacer frente al partido
comunista.)
Paradójicamente, dado el supuesto objetivo del libro, en la visión que defiende Bernabé, la clase
trabajadora acaba siendo una identidad cultural más, en competencia con las otras en el
mercado. La queja de “La trampa…” viene a ser que la gente debería dar más importancia a esta
identidad y menos a las otras.
Habla de “los procesos culturales que han facilitado que esa clase trabajadora haya perdido
conciencia de sí misma” (pág. 233). Gran parte de la culpa de la debilidad de la conciencia de
clase trabajadora la otorga a la ilusión o al deseo de pertenecer a la clase media. No cabe aquí
entrar en detalle sobre la clase media. Garzón lo trata un poco, pero me convence más el análisis
de Harman, que explica la expansión (por la lógica del capitalismo, no debido a una
conspiración) de la nueva clase media, las capas intermedias en las grandes burocracias,
estatales o privadas.
Por ahora, basta con un ejemplo concreto. Se supone que para mucha gente, el profesorado
universitario caería plenamente dentro de la definición de clase media. No trabajan en una
fábrica (al menos aparentemente; la universidad neoliberal no dista tanto de una empresa);
pueden cobrar 50 mil euros al año; seguramente gran parte de este sector se identifica con
valores entendidos como de clase media. Pues en Gran Bretaña, en la primavera de 2018, este
sector protagonizó una huelga muy combativa, con movilización de base, piquetes y
En la versión de Bernabé, antes de poder luchar y recuperar la fuerza de clase, primero hay que
recuperar de alguna manera la vieja y perdida cultura de la clase obrera. La huelga universitaria
demuestra exactamente lo contrario: es un ejemplo de cómo una lucha sindical puede fortalecer
la conciencia de clase y también las demandas específicas de los grupos oprimidos, sin ninguna
contradicción entre ellas. Todas las personas entrevistadas, de diferentes universidades,
describen experiencias en este sentido: surgieron grupos de mujeres; grupos que ponían en
cuestión la influencia de visiones coloniales en sus campos de estudio…
Es decir, si se abandona la visión identitaria de clase, a favor de una visión más marxista y
material, se permite una comprensión mucho más amplia de la clase trabajadora que abarca
toda su diversidad, sin marginar a mujeres, gente LGBTI, personas negras, etc.
Una de las contradicciones del libro es que en un momento defiende el “proyecto del
universalismo” (pág. 224) —ideas aplicables al mundo entero, se quiera o no— pero en otros
momentos reconoce la parcialidad de su visión.
El autor se excusa continuamente diciendo que “no es un libro sobre el mundo del trabajo, el
papel de los sindicatos o la composición de la clase trabajadora” (pág. 233). “No es el objeto de
este libro analizar la trayectoria de la URSS ni su disolución” (pág. 84). Critica un ejemplo del
rechazo individual frente al fascismo, para luego decir que “es una discusión filosófica de gran
calado en la que este libro y su autor tienen poco que aportar” (pág. 147). Luego se excusa de
nuevo diciendo que “Este no es un ensayo académico” (o quizá se jacta de ello, no queda claro)
(pág. 152).
Ante las críticas y dudas planteadas por Garzón, Bernabé se excusa otra vez, diciendo “Es cierto
que yo no puedo afirmar académicamente las ideas de mi libro… Soy, como cualquier periodista,
parcial”…etc.
La paradoja es que su defensa es de manual entre los sectores que critica; se escuda en su
identidad, en su caso la de periodista precario. Seguro que es lo que dice, pero el mismo Bernabé
había criticado la visión por la cual “la identidad es lo que capacita la posibilidad de opinión”
(pág. 163). Yo de hecho, comparto parte de su crítica a esta última visión. Resulta que él lo
critica cuando le conviene, pero recurre a este tipo de argumento cuando hace falta (“¡pobre de
mí, un mero periodista poco conocido, criticado por un famoso dirigente de IU!”)
En resumen, el autor cae en la misma trampa postmodernista que critica. Cada persona tiene su
perspectiva, su ubicación, y ésta tiene su importancia. Pero la validez de un argumento no se
juzga en términos de quién lo presenta, sino en función de si se corresponde o no con la
realidad.
No puedo evitar la sensación de que el autor ha escrito una larga tesis acerca de la forma de la
espuma que tenía su capuchino mañanero. Puede acertar más o menos en los detalles (¿ves ese
dibujo formado por las burbujas y el polvo de cacao?), pero no llega al fondo de la cuestión. Lo
importante son la máquina, el proceso de trabajo, las relaciones sociales… que producen
millones de cafés, un día tras otro. Sin embargo, a pesar de sus diatribas contra la
superficialidad posmoderna, el autor a menudo se queda solo en la espuma diaria.
Según Bernabé, éstos “tuvieron sobre todo la virtud de movilizar por primera vez a la juventud
occidental interesada por la política alternativa después del colapso de 1991… Las
manifestaciones antiglobalización eran, sin duda, coloristas, pero en extremo poco operativas. Si
bien había un criterio unificador, un rechazo difuso al globalismo capitalista, lo importante era
mostrar una amplia diversidad de grupos, reivindicaciones y consignas… Se era ‘anti’ porque ya
no se podía ser ‘pro’, creer firmemente en el socialismo o en lo que fuera, tener un horizonte, un
gran relato. La clase quedaba relegada frente al grupo específico y este frente al individuo,
porque lo importante era mantener la especificidad… Al menos en el contexto español, respecto
a la representatividad, el movimiento antiglobalización fue una estafa.” (pp. 139-140)
Dice que participó en el movimiento y no lo pongo en duda, pero es obvio que no entendió nada.
El estallido del movimiento en Seattle se conoció por la confluencia de “teamsters and turtles”.
Lo de “turtles” se refería a la gente ecologista que se sumó a las protestas preocupada por la
situación de las tortugas ante la prevista abolición de medidas de protección medioambiental a
manos de la Organización Mundial del Comercio (OMC). “Teamsters” se refería al emblemático
sindicato estadounidense con 1.3 millones de miembros; hubo una movilización sindical masiva
para la protesta contra la cumbre de la OMC en Seattle. Lo que caracterizó al movimiento
“antiglobalización” —más allá de los aspectos superficiales que critica Bernabé— fue la
confluencia entre diferentes luchas y temas, en la comprensión más o menos explícita de que el
problema fundamental era el mismo, el capitalismo. Por eso, mucha gente lo llamábamos el
movimiento anticapitalista.
Más allá de los aspectos que se puedan ridiculizar, en ese movimiento hubo una confluencia real
entre activistas radicales y sectores importantes de la clase trabajadora; primero en Seattle pero
luego en muchas partes del mundo (no se trató sólo de la “juventud occidental”). Basta con un
par de ejemplos. En el Estado español, vimos una manifestación enorme, a la que los grandes
sindicatos convocaron, contra una cumbre europea en Barcelona el 16 de marzo de 2002:
dijimos ser medio millón de personas y no exageramos mucho. Inspirados por este éxito, con
motivo de la siguiente cumbre de la presidencia española de la UE, en Sevilla en junio de 2002,
los sindicatos convocaron una huelga general. Y quizá el detalle se le escapa a Bernabé pero la
mayor protesta internacional de la historia —la jornada contra la guerra de Irak, el 15 de febrero
de 2003 (15F)— fue convocada desde ese movimiento “colorista”.
Esa jornada fue una muestra de otro aspecto clave del movimiento anticapitalista o
antiglobalización, que fue un campo de lucha política (lo mismo se aplicaría más tarde al
movimiento 15M). Había sectores que querían construir su pequeña utopía, de espaldas al resto
del mundo. Pero también había sectores marxistas revolucionarios que se esforzaron para
implicar en el movimiento a más gente y más demandas de la clase trabajadora. Se tuvo que
luchar por la convocatoria del 15F frente a los sectores del movimiento que no querían reconocer
la importancia de la guerra de Irak (en esta lucha, la gente del Socialist Workers Party, el partido
hermano de Marx21 en Gran Bretaña, jugó un papel clave, como también lo hizo Rifundazione
Comunista). La visión cínica que defiende Bernabé no habría aportado nada para hacer avanzar
ese movimiento.
Ésta es quizá una crítica fundamental al libro de Bernabé. Que algunos de los problemas que
señala son reales, pero no ofrece nada en positivo para resolverlos.
Un apunte más sobre esta cuestión. Como se ha comentado, Bernabé intenta encuadrar ese
movimiento en la clase media occidental. Pero gracias a Al Jazira se vieron las manifestaciones
del 15F en las cafeterías y las calles de todo Oriente Medio. Activistas en Egipto se avergonzaron
de que no hubiera protestas en su país contra la guerra de Irak y decidieron que se debía
corregir la situación. Un mes más tarde, cuando la guerra empezó, unas 20 mil personas
lograron manifestarse durante unos días en la Plaza Tahrir. Estas protestas —junto con otras
anteriores, en apoyo a la intifada de 2000— encendieron una larga mecha que explotaría en
enero de 2011, de nuevo en Tahrir (lo que luego repercutió en el 15M). Pero quizá Bernabé
piensa que Tahrir también era asunto de la clase media… o incluso de la CIA.
A veces el autor es divertido, otras veces cansa, pero con la sección del libro sobre la extrema
derecha consigue enojarme.
El texto reproduce una serie de tópicos peligrosos. El más destacable es la banalización del
problema, por ejemplo hablando del “fascismo subyacente en la sociedad neoliberal” (pág. 177),
o equiparando Marine Le Pen y el voto del Brexit, un tema que corresponde a factores muy
diferentes (pág. 182). Al no querer o no saber distinguir entre el fascismo y la democracia
burguesa, Bernabé simplemente actualiza un poco lo que defendió el estalinismo entre 1928 y
1934. Basta con constatar que esta estrategia se plasmó en el verano de 1932 en “Acción
Antifascista” y que seis meses más tarde Hitler llegó al poder. (Ver “’Antifa’. Orígenes de la
bandera roja y del antifascismo clásico“)
En el mismo sentido, Bernabé trata el fascismo como si surgiera con el propósito de cumplir una
función para la burguesía, como respuesta a sus deseos y necesidades. Como comenta
correctamente Garzón, explicar que un fenómeno puede ser funcional para la clase dirigente no
explica cómo ni por qué aparece. Es esencial entender que los grupos fascistas surgen
independientemente de la burguesía y sin que el conjunto de esta clase les dé su apoyo. La gran
burguesía sólo apuesta por una “solución final” fascista en circunstancias extremas;
normalmente otros métodos son más eficaces y seguros para sus intereses. Sin embargo, la
autonomía del fascismo significa que puede ser un peligro a otros niveles mucho antes de que la
burguesía se decida por esta opción.
Al no definir claramente qué es el fascismo, tampoco puede plantear bien la lucha en su contra.
El autor se queja de que “no existe a nivel europeo una respuesta coordinada de la izquierda
para crear un frente antifascista y antiausteridad” (pág. 183). Se declaró la creación de un frente
de este tipo hace ya cinco años; el problema es que esta estrategia no funciona. El fascismo es un
problema específico y requiere de una respuesta específica que no se centre en la lucha contra la
austeridad. Por este y otros motivos el “Manifiesto antifascista europeo”, anunciado a bombo y
platillo en 2013, no llegó a nada en absoluto.
Finalmente, para ser periodista, Bernabé parece saber muy poco acerca de las luchas reales y
efectivas que se están realizando contra el fascismo en diferentes países europeos.
En Catalunya, por ejemplo, Unitat Contra el Feixisme i el Racisme (UCFR) logró expulsar al
partido fascista, Plataforma per Catalunya, de todos los ayuntamientos de todas las comarcas
donde el movimiento unitario tuvo grupos activos. La estrategia unitaria también ha dado frutos
en otros países, desde Gran Bretaña hasta Grecia. Se trata de experiencias reales y exitosas de
lucha contra el fascismo, una unidad que respeta y tiene en cuenta las diferencias, a la vez que
cuenta con una base real de clase trabajadora. A UCFR Catalunya está adherido el conjunto del
movimiento sindical y vecinal, además de asociaciones musulmanas, de gente gitana, feministas,
LGBTI… No hay contradicción alguna entre combatir la islamofobia, el antigitanismo, la
LGBTIfobia, etc., y construir una base en los barrios obreros.
Releyendo esta sección me doy cuenta de que no he tratado el argumento clave de Bernabé; que
una causa importante del auge reciente de la ultraderecha es “la deriva posmoderna que ha
hecho de los movimientos críticos contemporáneos una herramienta inútil para los problemas
cotidianos de la gente, efectivamente, la trampa de la diversidad” (pág. 181). Pues dentro de
UCFR hay personas que defienden ideas postmodernas y también personas que comparten las
ideas de Bernabé. Se ha demostrado en la práctica que se puede parar al fascismo, pero no
mediante las teorías postmodernas o estalinistas, sino mediante la lucha unitaria.
Islamofobia progre
En esta cuestión, el autor me ha cabreado aún más que cuando habla del fascismo. La
preocupación empieza nada más ver un apartado titulado “Multiculturalismo” y crece al notar
que el autor sigue en la senda de la nostalgia por un pasado perdido. Un pasado incluso
imaginario en el que —según él— todo el mundo era “capaz de reconocer a Granados, Albéniz o
Luego Bernabé reproduce el argumento utilizado por los fascistas; de que el “multiculturalismo”
—sería mejor decir el respeto hacia la gente diversa que vive en nuestros barrios, pero expresado
así queda mal atacarlo — es fácil de defender en ambientes de clase media, pero “es más difícil
de aplicar en las banlieus de París; en Molenbeek, Bruselas; o en Carabanchel, Madrid” (pág.
218). Es decir, que el antirracismo es cosa de buenistas de clase media que no entienden los
problemas de la clase trabajadora (sólo blanca, se entiende). Por supuesto, no da prueba alguna
de su argumento, basándose únicamente en sus suposiciones.
El libro reproduce las actitudes sobre el islam y el islam político tan extendidas entre la
izquierda estalinista e islamófoba. La idea superficial de que el islam político es una creación de
las potencias occidentales para combatir el socialismo pan-arabista, tan bien representado por
heroicas figuras como Saddam Hussein o la dinastía Assad… El concepto de “laicismo” como un
ateísmo obligatorio, en vez de lo que debería ser: la neutralidad del Estado en asuntos de fe y la
defensa de la libertad religiosa. Bernabé culpa al posmodernismo y la diversidad, pero en
realidad han sido actitudes islamófobas como éstas — en Francia sobre todo — las que han
permitido que el fascismo crezca en base a la islamofobia. Una izquierda islamófoba difícilmente
combatirá la islamofobia fascista.
Y sonará mal, pero Bernabé se revela como francamente islamófobo y machista. Habla del
“vestir dogmático religioso de las mujeres islámicas”. Explica: “El hecho es que las mujeres
islámicas usan una indumentaria especial por prescripción religiosa, no por moda o por otro
tipo de condicionante político” (pág. 219). ¿Ha hablado con las musulmanas? No, ni hace falta
hacerlo; resulta que sus decisiones no importan.
El autor insiste en que hay que apoyar a las mujeres que quieren quitarse el hiyab, no a las que
lo quieren llevar. Por supuesto, la posición coherente de izquierdas es simplemente defender el
derecho a decidir de las mujeres, la autonomía sobre su cuerpo, no apoyar tal o cual imposición
o prohibición. Ante este argumento, Bernabé afirma que “la defensa de la libertad individual,
que es otra de las maneras en que se defiende el uso del dogmatismo religioso, entronca
directamente con ese neoliberalismo que corre subsumido en nosotros…” (pág. 221-222).
Afirma que en Francia “no existen leyes que dicten la obligación de vestir de una forma
determinada en función de tal creencia religiosa” (pág. 220). Hablamos del país en que, por
ejemplo, cuatro policías rodearon a una musulmana en la playa y la obligaron a quitarse el
burkini. Un país en el que una mujer con hiyab no puede llevar sus hijos a la escuela. Es un
problema de islamofobia pero también de machismo, porque quienes más sufren los ataques —
prohibiciones institucionales; agresiones en la calle; argumentos islamófobos en libros…— son
las musulmanas.
Podemos leer en El País que “Unicef denuncia que 19.000 niños mueren al día por causas
evitables”. Hans Von Sponeck, un antiguo funcionario de la ONU cuya dignidad humana lo llevó
a dimitir, denunció en su libro Autopsia de Iraq (2007) que las sanciones contra ese país habían
costado durante trece años un millón y medio de muertos, 600.000 de ellos niños. ¿Qué hace
que las tres mil vidas trágicamente perdidas del 11-S sean más importantes que éstas, tanto
como simbolizar el inicio de un nuevo siglo?
En realidad, se trata de una indignación selectiva. Una indignación objetivamente racista, por
mucho que se diga “no soy racista (pero)…”.
Hay una película fantástica —en dos sentidos— titulada Being John Malkovich: en castellano se
llama Cómo ser John Malkovich. El protagonista, interpretado por John Cusack, descubre por
casualidad que, a través de un pasillo en su nuevo y extraño lugar de trabajo, puede llegar a estar
dentro de la cabeza del actor estadounidense. De esta manera experimenta desde dentro los
pensamientos, acciones íntimas, todo… de John Malkovich.
En diferentes momentos el autor de “La trampa…” parece tan inconsciente como Malkovich, al
mostrarnos sus visiones personales sobre un sinfín de temas. Y no queda claro si debemos
agradecer su franqueza o sentir cierta vergüenza al descubrir algunas ideas íntimas suyas que
quizá habría sido mejor mantener en privado.
Esta reseña ya es demasiado larga, pero aún queda trabajo. Ahora, quiero resumir un poco mi
crítica central del argumento de Bernabé. Luego presentaré otra explicación del problema que sí
existe con ciertas políticas de identidad, y finalmente diré algo sobre lo que pienso que la
izquierda debería hacer en este tema.
El autor lo expresa de mil maneras, pero aquí va una formulación bastante clara de lo que está
diciendo: “El neoliberalismo utilizó el posmodernismo para desmantelar a la izquierda, para
extender su amoralidad y cinismo como valores aceptables, para crear un estado de las cosas
donde su proyecto no es que fuera el más apropiado, sino el único posible” (pág 53). Las
personas que defienden la visión posmoderna —que en la lectura de Bernabé significa la
mayoría de los movimientos contra las opresiones— quizá no sea consciente de ello pero forman
parte de un proyecto del “neoliberalismo” contra la “izquierda”. Ya se ha comentado lo que
también señala Garzón; que en la visión bernabista existe una especie de mano oculta que
interviene de oficio, casi por arte de magia. Y es evidente que aquí el autor tiene una definición
de izquierda que incluye a las personas que piensan como él, pero no a la gente que lucha contra
el racismo o por la liberación sexual.
Aún más importante es esto: “Sin horizonte al que dirigirnos ni pasado del que aprender, sin
posibilidad de afirmar lo cierto o lo falso, sin espacio para los conceptos válidos universales, sin
capacidad de comunicación, sin forma de aprehender la realidad lo que encontramos es la
imposibilidad de una política coherente, sobre todo si esa política va encaminada a cuestionar e
incluso sustituir el sistema capitalista dominante” (pág 53). Como se ha comentado arriba en el
apartado sobre clase, lo pone todo al revés.
Según “La trampa…”, son las ideas y la cultura las que crean la base de la política de izquierdas.
En la visión clásica marxista, es la realidad material del capitalismo, como sistema
objetivamente explotador, el que provoca (no de manera mecánica) los conflictos de clase, y las
luchas de clase a su vez son la base de la consciencia de clase. A partir de aquí, los debates
La “osadía” traducida
Es cierto que en estos temas a menudo la gente no habla claro. Así que esta breve digresión se
dedica a traducir algunas expresiones a palabras más comprensibles.
Donde dicen: “Desafío lo políticamente correcto y digo lo que nadie más se atreve a decir.”
Mientras escribo se habla de otro ejemplo destacado de esto: el “cómico” Rober Bodegas ha
recibido críticas muy merecidas por sus “chistes” respecto a la gente gitana. Los introdujo
diciendo que “es muy difícil ver chistes sobre gitanos en la tele”… como si los programas
ridiculizando a la gente gitana no existiesen.
En Catalunya, Pilar Rahola sale a menudo en tertulias, expresando sus opiniones islamófobas
pero siempre insistiendo que sus prejuicios “nunca se oyen en la TV”. Pero ¿cuántas mujeres
musulmanes con hiyab salen en las tertulias televisivas? ¿Cuántas personas negras sin papeles,
personas trans, personas gitanas (hablando en serio, no siendo utilizadas para ridiculizarlas),
personas discapacitadas (no sólo como víctimas y objetos de caridad sino hablando de su
discriminación y sus luchas)…?
Pero incluso sin hablar de los fascistas, la supuesta “osadía” es pura hipocresía.
Tanto Bernabé como sus críticos parecen estar de acuerdo en que hay alguna contradicción, o al
menos choque, entre la conciencia de clase y el hecho de dar plena importancia a la lucha contra
la opresión; a partir de este supuesto choque, escogen una cosa o la otra.
Pero hay una larga tradición marxista de lucha contra la opresión. Las opciones no se reducen a
la obsesión postmoderna con la representación o bien nostalgia por una clase obrera blanca,
masculina (¡y mejor ni preguntar por su orientación sexual!…) que sólo existe en fotos antiguas
y carteles descoloridos del PSUC.
En una famosa carta del 9 de abril de 1870, Marx explicó por qué la clase trabajadora inglesa
debía oponerse a la opresión de Irlanda:
“Cada centro industrial y comercial de Inglaterra cuenta con una clase obrera dividida en dos campos
hostiles. Los proletarios ingleses y los proletarios irlandeses. El trabajador inglés normal odia al
Quizá quien más claramente planteó la lucha contra la opresión como el deber del marxismo
revolucionario fue Lenin. En 1902, en ¿Qué hacer?, condenó la idea de centrar la lucha en sólo
cuestiones económicas con una visión estrecha de clase:
“todo secretario de tradeunión sostiene y ayuda a sostener ‘la lucha económica contra los patrones y el
gobierno’. Y jamás se insistirá bastante en que esto no es aún socialdemocracia, que el ideal del
socialdemócrata no debe ser el secretario de tradeunión, sino el tribuno popular, que sabe reaccionar
ante toda manifestación de arbitrariedad de opresión, dondequiera que se produzca y cualquiera que
sea el sector o la clase social a que afecte.” [Se debe entender que en esa época con “socialdemocracia” se
refería al movimiento marxista; con tradeunión se refiere al sindicato].
Huelga decir que la socialdemocracia no fue mejor que el estalinismo en estos temas. Como
resultado, en los años 50, la idea dominante del “socialismo” ya no tenía nada que ver con la
lucha contra las opresiones; de hecho, tampoco tenía nada que ver con la autoemancipación de
la clase trabajadora. Se había convertido, con poquísimas excepciones, en un juego de “escoger
al mandatario que más te guste”.
En los años 60, surgieron nuevos movimientos contra las opresiones y se volvió a tratar estos
temas en términos teóricos. Primero los sucesivos movimientos de gente negra en EEUU, desde
el movimiento por los derechos civiles hasta los Panteras Negras. Luego, el resurgimiento de los
movimientos de mujeres. Tras la revuelta de Stonewall en 1971, surgió el Frente de Liberación
Gay, que basó su nombre en el de la guerrilla de Vietnam.
Y es que en estos años, la lucha colectiva estaba a la orden del día, con la huelga general de 10
millones de trabajadores/as del mayo 68 francés; los cordones industriales —consejos obreros—
de Chile entre 1970-73; una serie de huelgas en Gran Bretaña incluyendo una huelga minera que
derribó al gobierno conservador en 1974; las luchas obreras que supusieron que el Estado
español, aún bajo la dictadura, tuviera la tasa de huelgas más alta del continente...
En este contexto, era de sentido común que las luchas contra la opresión se relacionasen con el
espíritu de lucha de clases.
Pero al cabo de pocos años, el nivel de lucha obrera cayó en picado. En Gran Bretaña lo señaló
Tony Cliff en 1979, en “The balance of class forces in recent years” (International Socialism 2:6,
otoño de 1979). Respecto al Estado español, un estudio demostró una caída desde un promedio
de unos 16 millones de días al año “perdidos” en huelgas a finales de los 70, hasta sólo 2
millones al año a principios de los 2000 (Miguel Ángel García Calavia, “Las huelgas laborales en
el Estado Español (1976-2005): tendencias, motivos, distribución y convocantes”, en Arxius de
Esto tuvo sus repercusiones en todo el ambiente político. Si antes, el auge de las luchas obreras
había inspirado un espíritu de lucha colectiva en todo lo demás, ahora su declive debilitó la idea
de clase y lucha colectiva. Los movimientos contra la opresión entraron en declive, realmente.
Este declive tomó la forma de su institucionalización. En vez de organizar manifestaciones y
protestas combativas contra el sistema, las personas que seguían activas en estos ámbitos se
dedicaron cada vez más a buscar un lugar dentro del sistema. Las ideas posmodernas, las ideas
de centrarse en el lenguaje y en la representación…tan influyentes en las luchas contra la
opresión, y que critica Bernabé, no son la causa de la pérdida de la conciencia de clase, sino un
resultado de esta pérdida.
El colapso del bloque “soviético” (lo pongo entre comillas, porque los soviets, consejos obreros,
dejaron de existir con el inicio del estalinismo) contribuyó a esta tendencia, pero esta vez no por
motivos objetivos.
El problema fue que gran parte de la izquierda aún veía las dictaduras estalinistas como su
modelo (con algunas críticas y reservas, por supuesto). Así que cuando se demostró lo que ya se
sabía —que el muro de Berlín no era para proteger un paraíso socialista de ataques desde fuera,
sino para evitar que los obreros escapasen de lo que se suponía era “su” estado— partidos
enteros se hundieron. La corriente a la que pertenece Marx21, la Corriente Socialismo
Internacional (IST en sus siglas en inglés), siempre había mantenido que el bloque estalinista
era capitalismo de Estado y por lo tanto estaba tan sujeto a la crisis como el resto del sistema
capitalista. La IST tampoco lo ha tenido fácil, es cierto, pero creció tras la caída del bloque del
este.
El problema fue que el hecho de asociar el socialismo con el fracasado estalinismo —y también,
no olvidemos, con la socialdemocracia— se sumó a la caída en el nivel de huelgas para debilitar,
aún más, la idea de la lucha de clases y el socialismo como opciones reales.
Pero la culpa de estas versiones del “socialismo desde arriba” por el declive fue mayor que eso.
Si a finales de los años 70 las clases dirigentes de Europa habían superado el gran susto de las
luchas del 68-75, no se debió a su propia astucia. Los dirigentes socialdemócratas y de los
partidos comunistas jugaron un papel mucho más importante; de hecho, fueron sobre todo los
dirigentes comunistas los que tuvieron la capacidad de acabar con las luchas, porque un sector
importante de la clase trabajadora aún los veía como a los “radicales”.
La huelga masiva en Francia de mayo de 1968 fue desconvocada por el partido comunista y su
federación sindical, la CGT, a principios de junio, cuando el presidente De Gaulle —que había
huido a Alemania— convocó elecciones anticipadas. Al abandonar la lucha, la derecha y el
Estado volvieron a tener la iniciativa; reactivaron a sus bases, su policía antidisturbios pudo
entrar en las fábricas que seguían en huelga… y a finales de junio De Gaulle arrasó en las
elecciones. (Sobre todo esto, ver Chris Harman, Mayo 68: cuando otro mundo fue posible.)
En la izquierda del Estado español se habla mucho del gobierno de Unidad Popular de Salvador
Allende en Chile entre 1970-73. Se dice poco o nada de los cordones industriales, los consejos
obreros que llegaron a controlar muchos lugares de trabajo. La Coordinadora de Cordones llegó
a escribir una carta a Salvador Allende el 5 de septiembre de 1973, advirtiéndole contra la
derecha golpista y quejándose de que el gobierno la dejaba impune mientras castigaba y detenía
a dirigentes de izquierdas. El partido comunista, en cambio, promovió ilusiones en los militares
y la derecha y se dedicó a desmovilizar a la clase trabajadora. Su líder, Luis Corvalán, insistió en
un discurso del 8 de julio de 1973 en el carácter profesional y leal de las fuerzas armadas
chilenas, advirtiendo contra aquellos sectores que intentaban crear divisiones entre el ejército y
el pueblo. (El discurso fue publicado en la revista del Partido Comunista Británico, Marxism
Today… en la edición de septiembre de 1973 que aún se podía comprar cuando el golpe ya
Como se ha comentado arriba, en 1974 el gobierno conservador británico cayó ante una huelga
minera. Entró un gobierno laborista que desde el principio se puso a recortar salarios y
estabilizar el capitalismo británico de una manera que los conservadores no pudieron hacer. Su
instrumento fue el “Social contract”, o contrato social. Activistas de izquierdas pronto lo
llamarían el “Social contrick”, o “truco social”; las mejoras sociales prometidas a cambio de
“moderación salarial” no significaron nada. Sin embargo, el hecho de contener las huelgas
rompió totalmente la ola de luchas de 1968 a 1974. Y ¿dónde estaba el partido comunista?
Fuertemente implantado en la burocracia sindical, jugó un papel clave en imponer el truco
social. Un buen ejemplo fue Derek Robinson, destacado militante comunista y líder sindical en
la principal empresa automovilística, British Leyland. Robinson utilizó su influencia para
conseguir que se aceptasen despidos masivos y ayudó a romper las huelgas espontáneas que
estallaron. En 1979, la empresa lo despidió; ya había cumplido su función. Cinco años antes su
despido habría sido imposible —habría provocado una huelga de toda la fábrica— pero la obra
de Robinson supuso que no hubiera respuesta. No sabemos si Robinson culpó el
posmodernismo por su derrota. (Ver sobre esto, Tony Cliff y Donny Gluckstein, The Labour
Party, capítulo 15, “The Labour Government of 1974–79”)
Un caso aún más dramático es el del Estado español, donde el Partido Comunista de España
(PCE) contribuyó a desmovilizar al movimiento obrero más combativo de todo el continente en
esa época. El gobierno de Suárez presentó los pactos de la Moncloa, según Wikipedia, “con el
objetivo de procurar la estabilización del proceso de transición al sistema democrático, así como
adoptar una política económica que contuviera la gran inflación que alcanzaba el 26,39%”. El
PCE apoyó estos acuerdos que en realidad sólo favorecieron a la patronal; el gobierno no
cumplió con la mayoría de los compromisos sociales de los pactos. El factor clave fue que el PCE
ayudó a romper la dinámica de luchas obreras y sociales de los años anteriores. (Ver sobre esto,
Mike Eaude, La Transición, movimiento obrero, cambio político y resistencia popular, En
lucha, 2016.) Por supuesto, el entonces dirigente del PCE, Santiago Carrillo, fue tildado de
traidor por muchos militantes de su propio partido, pero debería quedar claro de los ejemplos
citados en otros países que su actuación en la transición no fue una aberración personal; él sólo
aplicó la política general de los partidos comunistas.
De hecho, hay innumerables ejemplos de cosas parecidas y peores, en diferentes partes del
mundo. Sin entrar en detalles, en 1979, el referente comunista en Irán, el partido Tudeh, daría
apoyo acrítico al Ayatolá Khomeini, ayudándole durante varios años a reprimir al movimiento
obrero independiente, a la izquierda radical y al movimiento kurdo, sólo para caer bajo la misma
represión a principios de los años 80… (Ver La izquierda y el Islam.)
Bernabé insiste mucho en un discurso de Margaret Thatcher al asumir el liderazgo del partido
conservador británico en 1975, en el que jugó con diferentes sentidos de la palabra “unequal”
(desigual, diferente…) (pp. 68-69). Lo señala como un elemento clave del final del consenso de
la postguerra, época en la que tanto socialdemócratas como conservadores habían aplicado
políticas keynesianas con cierta intervención estatal frente al mercado.
No se puede negar la importancia de los discursos y del papel político de ciertos individuos, pero
el colapso del consenso keynesiano seguramente tuvo más que ver con el hecho de que había
fracasado totalmente en el mundo real, frente a la crisis económica falsamente atribuida al
aumento del precio de petróleo en 1973.
El hecho es que lo que ahora llamamos el neoliberalismo no fue introducido en Gran Bretaña
por Thatcher, sino por el gobierno laborista que la precedió. El entonces nuevo primer ministro
y líder laborista, James Callaghan dijo lo siguiente en su discurso en el congreso del partido en
1976: “Solíamos pensar que se podía salir de una recesión y aumentar el empleo reduciendo los
Señalemos de paso una cosa más. Bernabé dijo que “No es el objeto de este libro analizar la
trayectoria de la URSS ni su disolución” (pág. 84), tampoco lo es de esta reseña. Pero sí
podemos subrayar que fue este paso de la producción a escala nacional al ámbito internacional
la que selló el final de los regímenes de capitalismo de estado, que ya no podían competir a
escala mundial (ni en términos de la producción industrial ni, consecuentemente, en la carrera
armamentística). El colapso de la URSS no se debió fundamentalmente a Kruschev ni a
Gorbachev, ni a Thatcher o a Reagan, ni al posmodernismo o al significado de “unequal”.
Citando a Clinton (Bill, no el muy superior George) “fue la economía, estúpido”.
Hago una breve observación basada en este refrán popular, que de hecho refleja una visión
materialista. Si vemos cambios en lo que Bernabé llama las luchas de representación (en el
“humo” digamos) esto significa que debe haber fuego; estos cambios son un producto —
indirecto, con retraso… — de las luchas reales que se han dado durante estas últimas décadas.
Así que en vez de criticar al humo, lo sensato sería intentar crear más fuego, más lucha real,
capaz de traer más cambios reales.
En diferentes momentos Bernabé se presenta, a lo Star Trek, como alguien que intenta con sus
planteamientos “llegar a donde ningún otro hombre ha llegado jamás”. (Por ejemplo, “¿Cómo es
posible que nadie hubiera escrito en España un libro así…?” en “La voz atomizada: una
respuesta”.)
Por supuesto, no es así. Hay debates muy vivos sobre el marxismo y las opresiones de forma
bastante continua desde los años 70, sin ir más lejos. Es probable que estos debates se conozcan
poco en los círculos en los que se mueve el autor, lo que explicará en parte la situación en la que
se encuentra ahora.
En Star Trek, cada vez que llegaban “a donde ningún otro hombre ha llegado jamás”, siempre
descubrían que ya había gente allá y según el episodio entablaban amistad o se peleaban con
ellos. Pero al menos reconocían que existían. Bernabé parece querer ignorar la misma existencia
de las personas que han transitado antes por estas rutas.
Ahora sí debemos ir cerrando. Es evidente que en la situación actual la burguesía parece muy
fuerte, tanto en términos de poder real como ideológicamente. Dicho esto, su sistema está en
una crisis profunda y multifacética; los ingredientes existen para una lucha contra la explotación
de clase y también contra las diferentes opresiones.
Ante esta situación, necesitamos debates serios sobre los problemas, y uno de ellos es cómo
combinar la visión de clase con una lucha consecuente contra todo tipo de opresión. Como se ha
argumentado al largo de esta reseña, el libro de Bernabé no ofrece propuestas útiles en este
sentido. Su remedio (implícito, porque siempre insiste en que no ofrece soluciones; aquí al
menos tiene razón) es la vuelta a su visión de los años 70, de una clase obrera fiel a un partido
comunista que la dirija hacia… ¿nuevas derrotas?
Las políticas de identidad tampoco traen soluciones: no ante la explotación de clase, por
supuesto, pero tampoco para realmente acabar con las opresiones.
En términos teóricos, entonces, hay trabajo que hacer. Pero mientras tanto, hay luchas reales
que impulsar, y éstas deben ser la materia prima de nuestras teorías.
Una lucha real que nos puede enseñar mucho es la que ha recuperado la magnífica película
Pride; la de las lesbianas y gais que apoyaron la huelga minera de Gran Bretaña en 1984-85.
Combinaron la importancia central de la lucha de clases —como una fuerza capaz de cambiar las
cosas— con la lucha contra la opresión y el respeto hacia la diversidad.
Otro ejemplo, muy diferente, son los movimientos unitarios contra el fascismo y el racismo,
desde los movimientos británicos como la Anti Nazi League a finales de los 70 y Stand Up to
Racism hoy, hasta Unitat Contra el Feixisme i el Racisme en Catalunya. Como ya se ha
comentado arriba, estos movimientos demuestran que es posible unir a gente trabajadora muy
diversa en una lucha compartida, combinando la unidad con el respeto hacia la diferencia y las
demandas específicas de cada grupo oprimido.
Finalmente la reciente huelga de taxis ofrece otro ejemplo de lo mismo. En Barcelona, epicentro
de la lucha, la huelga fue liderada por diferentes organizaciones que en parte reflejan las
diferentes procedencias de los y las taxistas, por ejemplo “Pak Taxi” que representa a taxistas de
origen pakistaní. Esto sería una pesadilla para Bernabé, pero no comportó ninguna división en
la lucha. Como explicó en una entrevista un taxista de familia marroquí, Zaher Zenjli, “La unión
de todos los taxistas es y ha sido total, independientemente del origen.”
Para poder impulsar movimientos como éstos —y aquí el problema es quizá circular—
necesitamos una izquierda anticapitalista más fuerte, con más capacidad de incidir.
Necesitamos una izquierda radical arraigada en la clase trabajadora real: hombres y mujeres,
blanca y negra, con diferentes creencias, orientaciones sexuales… Una izquierda plenamente
comprometida con las luchas contra las opresiones, que no intente imponer un modelo único
Dejemos las últimas palabras a Tony Cliff, que fue palestino judío y fundador de la corriente
socialismo internacional, de la que forma parte Marx21. Insistiendo como siempre en la
importancia de la clase trabajadora, Cliff argumentó que cuando llegase la revolución, el consejo
obrero de Londres no lo presidiría un obrero blanco de mediana edad, sino una trabajadora
negra y lesbiana de 19 años. Era su forma gráfica de romper los estereotipos sobre a qué se
refería cuando hablaba de la clase trabajadora.
Debemos fomentar este espíritu, que es casi lo opuesto de lo que se argumenta en “La trampa
de la diversidad”.