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BADIA DESDE EL AIRE

Y OTROS VUELOS

Juan José Lahuerta

“Ya no construimos máquinas que puedan realizar las mil acciones de que un
solo hombre es capaz, sino que, al contrario, pretendemos que cada máquina
realice una única acción, pero sustituyendo a mil hombres.”
Hermann von Helmholtz
Rodalia Badia desde el aire y otros vuelos Juan José Lahuerta The Red Tapes

Uno de los emblemas de los Hieroglyphica de Horapolo ilustra


la palabra Deum. Quo modo Deum representa un ojo que, fijo entre
las nubes, flota sobre una pendiente llena de ruinas antiguas. Es
un ojo izquierdo, uno solo, aunque tal vez eso se deba a la inversión
del grabado, y el autor del dibujo pensara estar representando
el derecho, lo que uno esperaría tratándose del oculo picto Deum.
[fig. 1] En cualquier caso, los párpados, sin pestañas, están muy
separados, y mientras el inferior se curva en arco de gravedad por
el peso de una bolsa, el superior oculta en parte la pupila, la
cual, como el ojo en el cielo, también flota –en el blanco del
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globo. Si ese ojo saltón se desdoblase en su simétrico y apareciese Japón, esperados y apreciados por su ingeniosidad, pero también,
el rostro, nos encontraríamos con un semblante fatigado, o algo o sobre todo, por su valor político: en las maquetitas llenas de
trasnochado, por trasnochador, tal vez. Pero no hay nada de eso. ejércitos de autómatas, súbditos perfectos en un encierro ideal,
Lo que ocurre es que ese ojo Deum no se cierra nunca: no duerme, se representaba un mundo ordenado e inmutable, muy distinto,
ni siquiera parpadea. Ésa es su presencia: su postura, mantenida en verdad, del auténtico, en el que los hombres y los elementos
infinitamente, del ojo siempre abierto pero siempre relajado y sin parecen siempre empeñados en estorbar los planes de los príncipes.
lágrimas. Aunque, ¿podríamos albergar dudas sobre su potencia? Se dice que, retirado en Yuste, tras haber visto fracasar los objetivos
Claro que no. De ella nos habla elocuentemente la mata tupida fundamentales de su política, el melancólico Carlos V desplegaba,
de la ceja que lo corona, más bien cabellera, pelambrera espesísima, después de comer, ejércitos de soldaditos sobre los campos de
impresionante. O plumaje, porque no dejan su curva y su dibujo batalla de los manteles de su mesa, entre las copas, los cuchillos
de recordar un ala. Ojo alado, en efecto, o, para acabar, ojo de y los restos de comida, campos más visibles, abarcables y benignos,
águila: ¿cómo, si no, podría ser el ojo que todo lo ve? El poder sin duda, que los que él había incendiado a lo ancho y a lo largo
de su visión aérea, que es lo mismo que el poder a secas, se de toda Europa, mientras que por la habitación volaban los pájaros
demuestra en el contraste entre el ojo y el paisaje que se extiende mecánicos, inefables pájaros sobrevolantes que su ingeniero Juanelo
bajo él, entre su visión eternamente sostenida y las ruinas vacías, le construía. Del mismo modo, Sébastien Vauban y el relojero
sin rastro ya de los hombres que las construyeron, que se deslizan Gottfried Hautsch construyeron para Luis XIV, entonces aún
irremediablemente por el plano inclinado del tiempo. El fin del delfín de Francia, un ejército automático de cien mosqueteros
mundo, como advertía Pablo a los Corintios, llegará in icto oculi, y caballeros, más campante y menos hipocondríaco, sin duda,
en un abrir y cerrar de ojos, pero el instante del ojo Deum es la que el del emperador jubilado. Sometido a las leyes claras e
eternidad. La ira de Dios destruye el mundo en ese instante eterno. inexcusables de la mecánica, debía dar gusto señalar con el índice
Imagen de Su ira es ese ojo, gran bombardero avant la lettre. el destino de aquel ejército, ya que nadie se iba a revelar para
Separándose de la Tierra, convierte un mundo siempre en destrucción cortarlo. Sébastien le Preste, mariscal de Vauban, ingeniero militar,
en su espectáculo. No por nada aman los poderosos extender su comisario general de las fortificaciones del rey, restauró más
índice sobre la hermosa maqueta de un gran edificio, de un barrio de 300 fortalezas y elevó 33 de nueva planta en las fronteras de
entero, de toda una ciudad. Como los soldaditos y los autómatas Francia, así que no es muy difícil imaginar el dedo de Luis XIV
que las habitan, esas maquetas son un privilegio de los príncipes, extendido sobre sus dibujos y maquetas, tal como lo vemos
más o menos saturninos. Ésos eran los juguetes que los reyes sobre el plano de los Inválidos, ordenando su construcción en
cristianos enviaban a los sultanes turcos, o que los misioneros ese grabado con el que Le Corbusier remata su Urbanisme.
jesuitas regalaban a los mandarines chinos y a los señores del “Homenaje a un gran urbanista”, titula Le Corbusier, precisamente,

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esa última ilustración de su libro, antes del apéndice, y en efecto,
ahí vemos cómo al dedo que señala el plano responden no tanto
los súbditos perseverantes, cuanto el extensísimo paisaje que a
vista de pájaro se extiende tras el rey, en el que ondulan montes,
ríos y caminos, avanzan en grupos ordenados caballeros y soldados,
y París se perfila a lo lejos como fondo; y responde también el
ángel trompetero que necesariamente, como los pájaros de Juanelo,
sobrevuela la escena, retumbo del ojo del rey, que lo ve todo,
hasta lo que aún no existe, porque él lo ordena [fig. 2]. Las
trompetas anuncian la inmediata urbanización de ese paisaje,
ya poseído por la vista con alas. Dedo tendido y ojo, ojo y ángel,
ángel y pájaro mecánico, pájaro mecánico y avión bombardero.
Prolongación táctil y miembro eréctil del ojo, en fin, ese dedo
que señala compone el gesto del hágase lo que veo y quédese así:
maquetita, deshabitada ruina de nueva planta, vacía para siempre
–una bella destrucción.
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En los libros y folletos que a lo largo de sus treinta años se han


dedicado a Ciutat Badia, empezando por La nueva Ciudad Badía,
editado por el Ministerio de la Vivienda en 1974 para celebrar la
construcción, las fotografías aéreas son mayoría [fig. 3]. Inmensa
mayoría, en realidad: en pocas ocasiones se enseña la perspectiva de
una calle, un edificio, cualquier detalle a ras de suelo. Todo lo con-
trario: desde el avión, lo único que una y otra vez se muestra es el
conjunto –lo único: eso es todo, sin paradoja. Aunque no debería
Fig. 2
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parecer extraña la preferencia institucional por la perspectiva aérea


o la vista de pájaro, o por el golpe de vista, ante una ciudad preten-
didamente construida en un abrir y cerrar de ojos –in icto oculi,
pues, se mire como se mire. ¿No tenían todos los palacios una sala
de vistas o de mapas con frescos o cuadros de la región o del
planeta, en la que contemplar el mundo desde el aire y sin moverse?
En un caso como éste, ese punto de vista convertido en vista única
de la ciudad, vista y no vista, explica elocuentemente una historia
verdadera de abandono y ausencia: la que trata de cómo, aquí
y en todas partes, la tierra se ha disuelto en el aire. Esas fotografías
aéreas que enseñan una ciudad recién terminada, detenida ya para
siempre en un último toque a distancia, se proponen hablarnos
de la novedad como algo conveniente y verdadero. La ciudad es
el perfecto artefacto surgido sobre la tabla rasa: no ha habido más
Fig. 3
que ordenar que surgiera, por decreto, nueva y acabada, igual a
sí misma, adulta y armada, gran idea cristalina. Y cristales son, en
efecto, los sólidos dispuestos sobre el tablero allí inventado. La
necesidad de novitas anula cualquier recuerdo de la tierra que aún
existe, supongo, bajo ese tablero: una tierra hasta no hace mucho
tiempo cultivada, de cuya explotación son prueba las masías
y ermitas que aún quedan por los alrededores, aquí y allá, o los
nombres mismos que Ciutat Badia ha ido recibiendo a lo largo
del tiempo, siempre referidos a sus lugares o a los apellidos de sus
propietarios rurales, bien concretos y reconocibles, vivos hasta
hace muy poco y aún con herederos, perfectamente identificables
por fotos y documentos que todavía permiten decir quién era
quién y hasta “yo le conocí”. La tierra se funde en los papeles, en
los planos y en los formularios, y, antes de que nada exista, ese
no-lugar o lugar futuro, inversión, futurible, ya va cambiando,

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como las formas del humo: santa María de Barbará, Badía-Sanfeliu,
Polígono Badía, Ciudad Badía y luego, Ciutat Badia y Badia del
Vallès. Pero volvamos a las fotos. Con ellas podría provocarse
un extraño efecto de estereoscopia. Vemos, por ejemplo, una foto
de la familia Valls Sanfeliu [fig. 4], antigua propietaria del 90% de
los terrenos en los que hoy se asienta Badia, y vemos, del mismo
modo, en el mismo abrir y cerrar de ojos, la imagen aérea de la
ciudad nueva y vacía: poco a poco se superponen las dos figuras,
la de las torres prefabricadas, tan aérea y diáfana, y la de los cuerpos
y los rostros que surgen ya borrosos de las viejas fotografías, como
de un espejo turbio, y el resultado es una extraña radiografía
tridimensional en la que la caja torácica son los bloques y las
vísceras, ya muy difuminadas, la masa indistinguible de personas:
un fantasma diluido en un esqueleto, o un esqueleto irisado, en Fig. 4

aceleración fantasmal. Aunque, ¿no tendrá que haber huesos


en esa tierra hasta no hace mucho arada y ahora escondida bajo
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la ciudad? Un proverbio flamenco, al que se refiere una pintura


de Bruegel –y creo que volveremos a ella– dice que el arado pasa
siempre sobre los muertos. No es muy difícil de imaginar, en efecto,
al arado pasando por esas tierras ahora abolidas, y, del mismo
modo, los pies del labrador sobre los terrones, su espalda encorvada
y la mirada dirigida hacia el suelo. El surco es la exasperación del
contacto, pero no sólo porque acoge la semilla y su fruto, sino
porque, en el momento de labrar, el hierro puede toparse con
cualquier cosa: un hueso, desde luego, o bien, qué sé yo, una
vasija o un mármol. De golpe, también, aunque éste es un golpe
que, antes que en los ojos, retumba en los brazos. Algo se siente,
y algo brilla: se rompe el terrón y quedan en la mano, por ejemplo,
unas monedas. Las cosas van y vienen por la tierra, suben y bajan

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por sus profundidades, y si uno escarba, y mete los pies y las manos,
hasta las encuentra. Por eso, cuando pasa el arado, las grandes
empresas aéreas pierden sentido y se vuelven ridículas. El cuadro
de Bruegel al que me refería hace un momento es La caída de Ícaro,
aunque lo más cercano que hay en él es un labrador en primer
término, casi de espaldas. Esforzado en su trabajo, siguiendo al
animal, no está para levantar la vista y contemplar la majestuosa
ensenada que el pintor ha extendido ante nosotros; menos aún
para advertir cómo a la derecha, cerca de las rocas, dos piernas
diminutas chapotean en el mar: son las de Ícaro que ya ha caído,
o que ya ha llegado [fig. 5]. Cuanto más profundo es el surco,
desde más alto se produce la caída, y más tonta es. Ícaro quiere
volar, pero se abre el surco y cae, como la semilla: todo lo atrae
la tierra abierta, que es donde están los huesos, y donde estarán Fig. 5
también los huesos de Ícaro, ni más ni menos que para que alguien
los encuentre arando. Pues bien: la tierra, que acababa siempre
por atraer a los cuerpos volantes, es vencida ahora por la fotografía
aérea, cuyo instante desprecia la gravedad; todo lo verdadero que
hay en la tierra, los restos y las ruinas que encierra, los muertos
y enterrados, desaparece en la ingravidez de la gran distancia
fotográfica, en la vista de pájaro y su extraordinaria capacidad de
persuasión, que proviene, bien claro está, de una “majestad escénica”
antes nunca vista. En el espléndido paisaje de la pintura de Bruegel,
alrededor de cuya ensenada se despliegan montañas y ciudades,
todo queda sujeto por ese surco que nos recuerda la gravedad de
las cosas, su peso y su riesgo, en su destino último, que es bajar
a la tierra, su entierro. En la fotografía aérea, en cambio, el paisaje
es un puro panorama, y la tierra ya no es tierra, sino vista, o vista
captada, de manera que uno no tiene más que estirar el brazo

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para trazar sobre ella, sin peligro y sin esfuerzo, las líneas de su
invención. La tierra se ara con sudor, como dicen los tópicos,
y sobre el panorama, en cambio, vista lejana en la que nunca
entraremos, empresa militar, simplemente se deslizan los ojos.
Nada que hacer: todos sin tierra. Nada hay que escarbar en una
fotografía aérea, que tampoco nunca nos araña, porque no tiene
huellas. Es verdad: esas fotografías aéreas con las que siempre se
muestra la imagen de Ciutat Badia no son más que la exasperación
de un proyecto de vaciamiento y desaparición, porque todo avión
es, primero, avión de reconocimiento, y, después, al fin, bombar-
dero. De hecho, la tierra de lo que hoy es Badia empezó a disolverse
en 1962, cuando se iniciaron los procesos de expropiación, que
terminaron en 1967, y acabó de hacerlo en 1973, cuando conclu-
yeron las obras, aunque las casas no se ocuparon hasta 1975. Ese
año, el 14 de abril (!), los Príncipes inauguraron una Badia aún
no habitada, vacía, fantasmal, sin nadie, en la que hasta los muebles Fig. 6
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y los electrodomésticos eran de atrezzo: ciudad potemkinizada,


pero para persistir en Potemkin. Fue en esta última etapa, ya sin
tierra y aún sin gentes, cuando se hicieron las fotos aéreas de La
nueva Ciudad Badía. Forma urbis, ciertamente, pero no polis:
desaparece la tierra, se aleja el suelo, cristalizan las formas, y no
hay ni un alma. Este vuelo todo lo ha vencido, y el panorama que
nos ofrece no podría ser más conforme: bonitas curvas de los
bucles de las autopistas, geometría de los bloques, horizonte…
Corografía instantánea. Belvedere automático. Las cosas vistas
permanecen más en la memoria que las oídas, y esa pulcra vista
quiere decir: así es, ni más ni menos, mi pequeño juguete de
motor escondido. Cámara, máquina, motor de avión. ¡Clic!:
despolitización.

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¿Tierra? ¿Pero qué tierra? En los esquemas de construcción de


los bloques prefabricados publicados en La nueva Ciudad Badía
[fig. 6] no hay tierra, sino aire, y es del aire, por medio de una
grúa de la que no sabemos ni vemos nada, pero que perfectamente
podría estar colgando de un helicóptero, desde donde llegan los
grandes paneles de los techos y paredes con los que se montan las
casas. Llegan del cielo, en efecto. En uno de los dibujos, que
representa la construcción de los cimientos, aún podemos ver a
la izquierda a un par de hombres hormigonando, aunque sin
aparentar el muy considerable esfuerzo que esa tarea suele requerir,
mientras que a la derecha otros dos reciben una gran pieza de
forjado que desciende con suavidad desde la grúa, con su hembra
y sus muescas como signos de la absoluta precisión de un ensamblaje
inmediato. Esos dos albañiles –aunque propiamente ya no son
albañiles, sino operarios de la construcción o, aún mejor, del
montaje– levantan los brazos para ayudar al panel a encajar
dulcemente en sus esperas, pero parece más bien que estén
celebrando el don del cielo que les ofrece esa misteriosa grúa deum,
como los israelitas hacían con el maná. Así, mientras que los de
la izquierda aún remueven el material, una argamasa verdadera,
los de la derecha se mantienen alejados de esas piezas ya completas
y acabadas, producidas en la cadena y transportadas aquí, volantes,
como si ese dibujo, más que las dos fases de un proceso, quisiera
ilustrar un antes y un después: un antes sucio, de contacto y mezcla,
ya anacrónico, y un después puro, de distancia y admiración.
El trabajo, en el que los hombres hacen, queda sustituido por el
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montaje automático, en el que, como cualquier otra cosa, son
hechos, o mejor, producidos a imagen de la incógnita necesidad
que mueve la grúa –a imagen del perpetuum mobile. El dibujo de
La nueva Ciudad Badía se sitúa al final, o casi, de la larga serie de
representaciones que desde mediados del siglo XIX orgullosamente
ilustra el fin de la albañilería y, de paso, del Homo faber y sus
recompensas, el habitar entre ellas, desde los grabados en los que
vemos cómo, ante la admiración general, las vagonetas transportan
y las grúas colocan con precisión en su lugar los elementos del
Crystal Palace [fig. 7], hasta la famosa fotografía del montaje de
una de las casas prefabricadas de Gropius [fig. 8] en la que, como
quien no quiere la cosa y no hace nada, cuatro hombres trajeados
–modestamente, es verdad, pero sólo uno de ellos con mandil–
instalan o enchufan las paredes, secas y ligeras. En ese elogio del
montaje, ¡qué importará que, al final, a la casa se la lleve el viento!
Al fin y al cabo, al igual que sus piezas llegan volando, también
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los hombres levitan, como mecánicos histéricos adoradores del Fig. 8

proceso, aunque en eso es, justamente, en lo que el proceso mismo


los convierte, en mecánicos sin experiencia. Tal vez la grúa deum
sea uno de los misterios teológicos de la producción, y no me
extraña que los hombres de ese dibujo reciban sus dones encan-
dilados, pues, ¿no fue el propio Yahvé quien ordenó que las piedras
de su templo fueran devastadas en la cantera para que así llegasen
ya perfectas y acabadas a la obra? El bloque prefabricado cumple
por fin, con asombrosa exactitud, esa orden divina, y ante el
arcano de la grúa deum y de la instantaneidad del montaje, visto
y no visto, el hombre moderno, verdadero producto final de todo
el proceso, parece mucho más predispuesto –por prefabricado–
a maravillarse de lo que nunca lo estuvo el hombre histórico, el

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cual, al fin y al cabo, era un hombre sujeto a la gravedad y hecho


por la experiencia. Creo que en este punto vale la pena comparar
la ilustración que comentamos con una miniatura del siglo X en la
que se representa la construcción del Templo de Jerusalén [fig. 9].
En ella vemos cómo dos hombres, uno mayor y otro joven, sin
duda el maestro y su aprendiz –y ésta es la imagen inmediata de
la transmisión de la experiencia–, están colocando el fuste de la
que será la primera columna de una segunda galería, terminada
ya la serie de columnas y arcos de la primera. No se trata simple-
mente de una piedra ya devastada, como mandó Yahvé, sino de
un fuste perfectamente labrado, hasta en las molduras de lo que,
inverosímilmente, parece una basa. Más que fuste, pues, casi
columna, que desciende colgando de la soga gracias a una especie
de castillejo en el interior del cual se encuentran esos dos hombres,
a los que, en un gesto parecido al de nuestros modernos operarios,
sólo les queda ajustarlo suavemente sobre el pedestal ya preparado.
Dentro del marco del castillejo, todo parece ingrávido: la columna
colgante, pero también los elegantes cuerpos: el del hombre mayor,
que roza con sus talones uno de los pedestales, y el del joven, que
literalmente flota. Otra cosa bien distinta es lo que ocurre fuera.
Ahí vemos el contrapeso de tanta ligereza: tres hombres agarrados
al otro extremo de la cuerda deforman dolorosamente sus rasgos,
estiran las piernas hacia delante y echan atrás con enorme esfuerzo
cuerpos y brazos para impedir ser arrastrados, como ya lo están
siendo irremediablemente, madero arriba, por el peso terrible de
lo que parecía la más sutil de las columnas. La perfección que se
afirma dentro de esa máquina que es el castillejo, es decir, la
coincidencia armónica del cuerpo humano y de la columna, fuera
se niega en el bulto informe y atormentado en el que se confunden
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esos otros cuerpos, allí donde ya no se reconoce la figura humana. el cuerpo de la ciudad. Suele ser fácil distinguir, junto a ese
El hombre con experiencia no se deja engañar fácilmente por los cuerpo, los sectores más representativos, que, naturalmente,
mandatos divinos ni por sus propias utopías: conoce bien dónde coinciden con los usos de mayor representación o jerarquía,
está y de qué carne amasada y doliente está hecho el contrapeso. dando lugar con frecuencia a lo que puede considerarse como
En el proceso que nos muestran las ilustraciones de La nueva cabeza de la ciudad. Por otra parte, una serie de elementos
ciudad Badía, como en aquellas del Crystal Palace o de las casas urbanos se desarrollan con características independientes
de Gropius, o en tantas otras imágenes-manifiesto de la misma adecuadas a usos estrictamente funcionales, tales como son las
cadena teológica, el contrapeso, justamente, es lo que se ha abolido zonas ferroviarias e industriales, elementos que forzosamente
por principio. se sitúan en el exterior y que pueden ser asimilados a las
extremidades. De esta manera resulta que casi siempre es
posible establecer un cierto paralelismo entre la ordenación
4 de una ciudad y el aspecto externo de un animal. Puede, por
tanto, aceptarse como procedimiento de explicación de la
organización urbana la interpretación resultante de dibujar
En 1952, en la Revista Nacional de Arquitectura, Pedro Bidagor sobre el plano una figura que ayuda a ver cuál es la disposición
publicó un artículo titulado “Ordenación de Ciudades”, cuyo natural o prevista de los órganos fundamentales que constituyen
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breve texto dice así: la estructura urbana. Con este objeto se han dibujado sobre
los planos de Madrid, Barcelona, Valencia y San Sebastián
“La ordenación urbanística supone el acoplamiento de muy figuras simbólicas, cuyas líneas se superponen a las de comu-
complejos elementos en una organización que debe acusar, nicación y zonificación. Se ofrece con ello una explicación
como toda obra de arte, unidad y personalidad. Esto quiere rápida y sintética de cada organización estudiada.”
decir que todas las necesidades fundamentales: vivienda,
industria, comercio, administración, educación, esparcimiento, Dejaremos aquí de lado las conexiones que el urbanismo de
comunicaciones, etc., etc., deben resolverse ponderando de Bidagor tiene con la tradición organicista e intentaremos otra
forma adecuada la importancia y situación relativa de los interpretación más desmayada, casi desfallecida, de ese animal
órganos que deben satisfacerlas. Pues bien: la estructura que que se perfila en el plano de la ciudad, que surge de él como
resulta de una ordenación semejante suele comprender, casi una epifanía paranoica. A través de la lectura de los antiguos,
siempre, un centro o casco urbano fundamental, en el que se y especialmente de la teoría vitruviana de las proporciones, la idea
alojan la vivienda y el comercio, y que constituye algo así como del cuerpo humano como “pequeño mundo”, cuya armonía es

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imagen o reflejo de la armonía del cosmos, se convirtió en uno
de los más repetidos tópicos filosóficos, literarios y artísticos del
humanismo renacentista, de modo que resultaría fácil, en principio,
leer la declaración de zoomorfismo urbano de Bidagor –no parece
una broma y ni siquiera hay rastro de ironía en ella– como la
curiosa pervivencia de una tradición que, en fin, interpretaba
la ciudad –y, antes, la arquitectura, y, aún antes, los elementos
de la arquitectura– como un cuerpo. Aunque, más que con grandes
reflexiones, lo que dice Bidagor parece estar en relación directa
–y candorosa, pero ya veremos–, con los dibujos en los que, como
prueba de la perfección armónica y simbólica de un edificio o de
una de sus partes, un hombre o una mujer aparecen físicamente
representados en su interior. No tanto, pues, con los más abstractos,
del tipo de los del hombre ad circulum et quadratum, cuyo más
famoso ejemplo, aunque no el único ni el más bello, es de Leonardo,
sino con esos otros en los que el hombre o la mujer, dependiendo
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del género del orden, se descubren dentro de una columna, la


cabeza perfectamente encajada en los perfiles del capitel y los pies
en el pedestal, que por algo tienen esos nombres; o aquellos otros
cuerpos que se visten con la planta de una iglesia, el ábside en la
cabeza, el altar en el corazón, las piernas y los brazos en cruz como
las naves, los pies en las puertas; o esos que se ajustan a una fachada,
de modo que todas sus molduras y cornisas concuerdan con las
alturas del tobillo, de las rodillas, de las ingles, del ombligo, etc.,
sobre cuyas distancias se han establecido series de proporción
perfectas [figs. 10, 11]. Del elemento al edificio, de la parte al uno,
el microcosmos que es el cuerpo humano se convierte en prueba
de una armonía en la que todo está contenido en todo. Sin embargo,
los mismos arquitectos que representan con minuciosa precisión
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la correspondencia armónica entre el cuerpo y el edificio, cuando


tienen que representar ese mismo cuerpo como una ciudad,
cambian a un registro ya no matemático o geométrico, sino
puramente simbólico. Por ejemplo: un hombre joven y hermoso,
con sus pies y sus codos en las torres de la muralla, levanta con
sus manos el castillo del príncipe que coloca como una corona
sobre su cabeza, mientras que a la altura de su corazón aparece
dibujada la iglesia y en su estómago, en forma de círculo cuyo
centro es el ombligo, la plaza o mercado [fig. 12]. Lo que en el
capitel, o en la columna completa, o en el edificio entero, era
ajuste directo con las proporciones del cuerpo, se queda aquí en
analogía: la cabeza piensa y gobierna, el corazón siente, el estómago
se llena y en los pies y los codos está la fuerza. La excelencia de
la ciudad, pues, no estará en su compositio, dispositio o finitio, sino
en el equilibrio de su organismo vivo, templado entre la razón,
los sentimientos y las necesidades, y su belleza, en todo caso, no
será sino el resultado de su buen gobierno: la política, ella es bella. Fig. 13

Como parece lógico, pues, y aunque excepcionalmente lo hicieran


algunas veces, un humanista no tiende a comparar la ciudad con
un animal y reserva el zoomorfismo a casos muy especiales, casi
siempre de carácter militar: fortificaciones, murallas... Pienso
ahora, por ejemplo, en un caso cuyo autor, Francesco di Giorgio,
es precisamente quien nos ha dejado los más bellos dibujos de
cuerpos humanos superpuestos a elementos arquitectónicos,
edificios y ciudades. Se trata de la rocca de Sassocorvaro, una forta-
leza construida efectivamente para Federico de Montefeltro, cuya
planta, como símbolo de su inexpugnabilidad, surge de la forma
de una tortuga [fig. 13]. O pienso, también, en los dibujos de
Miguel Ángel para los bastiones de Florencia, que evocan cangrejos,

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acorazados y armados con tenazas. ¿Es pues, como decíamos, de maldito, como Bataille– no iba a ser capaz ya de ver sino el ejemplo
estas tradiciones de las que proviene la interpretación de Bidagor? por antonomasia de lo informe. Las formas que surgían de esas
Sí, claro, pero sólo del modo enfermo en que podría seguirlas un nubes o de esos gargajos ya estaban previstas: eran storie magníficas,
buen heredero del urbanismo moderno. En primer lugar, Bidagor cultura poderosa y sintética: baste pensar en la importante tradición
no contempla la ciudad como un organismo político, sino como que consistía en aprovechar las superficies de algunas piedras muy
un sistema funcional zonificado –administración, vivienda, veteadas, como los jaspes, ágatas, ónices o alabastros, para representar
industria…–, y en segundo lugar –pero eso es consecuencia de lo paisajes o historias. Frente a esa confianza infinita en una natura
anterior–, para él, no es el cuerpo, de animal o lo que sea, el que pictrix, frente a un juego de arte y naturaleza tan difícilmente
justifica, armónica o simbólicamente, la ciudad o sus partes, sino superable, al que se dedicaron no sólo especialistas, sino pintores de
que, justo al revés, es contemplando la planta de la ciudad como la talla de Antonio Carracci, las formas que ahora pueden surgir
uno puede ver surgir de sus líneas zonales los rasgos del animal. de repente de lo informe, ¿qué serán sino, a lo mucho, un síntoma?
Si para los humanistas, el cuerpo era el microcosmos anterior a ¿Y qué saldrá de esas formas sino diagnósticos, y bien desconfiados?
todo y que todo lo contenía, para Bidagor, no es sino una forma En nuestros tiempos, y desde hace tiempo, interpretar las manchas
que se perfila en otra forma: nada más que una apariencia. Así, de tinta ya no es un estímulo de la imaginación del artista ni un
la tradición en la que Bidagor se enmarca es más bien otra, también juego de niños –que a veces, en vez de tinta, chafaban moscas en
humanista: la que se refiere al modo en que el azar es capaz de un papel doblado–, sino un test psicológico, el test de Rorschach.
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crear formas que para su poder querría el arte. Es aquella que Cuidado, pues, con lo que ves en las manchas. Freud, por ejemplo,
parte de historias famosas como la de Protógenes, quien incapaz siguiendo a Oscar Pfister, vio en el manto de la Virgen de santa
de pintar la espuma en las fauces de un perro rabioso, arrojó Ana, la Virgen y el Niño, un buitre que mete la cola en la boca del
contra la tabla, más rabioso él que el perro, una esponja empapada, Niño Jesús, y pudo hacer así grandes deducciones sobre la sexualidad
obteniendo así, sin quererlo, con las salpicaduras, casualmente lo de Leonardo. Bidagor, en las ciudades que analiza, aunque dice
que buscaba, y sigue en los no menos famosos consejos de Leonardo descubrir el cuerpo de un animal, lo que ve en verdad son ángeles,
a los artistas sobre la interpretación de la humedad de las paredes, además de un pájaro y un pez; y si ángeles y pájaros comparten
los nudos de los troncos de los árboles, las formas de las nubes plumas y alas y una cierta etereidad, también los peces son animales
y hasta el tañer de las campanas, para que vieran en ellos toda con cola y aletas, y bien resbaladizos. De Madrid, para empezar,
clase de figuras fantásticas o humanas, caballos o batallas, o en la surgen, según Bidagor, un par de ángeles rodeados de una corona
actitud de un pintor extravagante como Piero di Cosimo, quien, de pájaros [figs. 14, 15]; Barcelona es también un ángel, pero
dice Vasari, se fijaba en los vómitos o los escupitajos, descubriendo solitario, que avanza hacia el mar con cruz y palma [figs. 16, 17];
así formas justamente en el lugar en el que un moderno –y aún San Sebastián un pájaro majestuoso de alas desplegadas, tal vez

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un águila; Valencia un pez de cuya especie no me atrevo a opinar. los años sesenta se convirtió en el instrumento esencial de la
En su particular test sobre la interpretación de las manchas de las política de construcción de polígonos residenciales. Todavía en
ciudades, que, como solía decirse al hablar de su crecimiento, son 1983, a sus 77 años, entrevistado por Fernando Terán, quien lo
manchas de aceite, Bidagor muestra una tendencia clara a lo que llama “máximo dirigente del urbanismo español entre 1939 y 1969”,
flota y, aún más, a lo que vuela. O a lo que va de un lado a otro Pedro Bidagor decía que “el paralelismo entre organismo y ciudad
sin pasar por la mitad, si seguimos la definición que Santo Tomás es una gran tarea en la que sigo creyendo”, y que “descubrir la
dio de los ángeles. En todo caso, lo que está claro es que el cuerpo organización funcional de una ciudad es el primer paso para el
ha desaparecido, se ha volatilizado. Cuerpo volátil, ciudad pluma. planeamiento orgánico de la misma. Localizar adecuadamente sus
Nada tiene de extraño que Bidagor haya compuesto sus demos- órganos, nuclearlos jerárquicamente y facilitar el funcionamiento
traciones sobre la forma de la ciudad como una sucesión de de los sistemas es la tarea”. O sea, que no había dejado de ver
páginas dobles: en las de la izquierda, el plano y su “interpretación surgir el cuerpo de un animal dibujado en los perfiles de la ciudad.
orgánica”; en las de la derecha, vistas aéreas. Ésa es la vista del ¿De la ciudad? Bueno, más propiamente de su plano o de su vista
ángel y del pájaro, que es, a su vez, la forma de la ciudad, de aérea: una mancha, ya lo hemos dicho. ¿Y quién podrá ver formas
modo que ésta se convierte en un tranquilo espejo, y Narciso, en en esa mancha gigantesca sino el oculo Deum? Nadie como Le
un inesperado urbanista. Pero, bien pensado, ¿no era Narciso uno Corbusier, de cuyas ideas sobre la ciudad Bidagor se consideraba
de los mitos de la paranoia crítica? Crítica o no, paranoia. Se heredero en la entrevista antes mencionada, fue tan aficionado a
puede acabar viendo en la ciudad la forma de una cebolla, y llorar contemplar la ciudad desde el avión: así, desde la altura, perfilaba
–por usar los ojos. los grandes trazos territoriales de Buenos Aires, Montevideo, São
Paulo o Río de Janeiro, y así, en la distancia, Argel o Barcelona
se le revelaban como mujeres tumbadas junto al mar. Como los
5 príncipes que jugaban con paisajes de copas y manteles, ejércitos
de autómatas y pájaros mecánicos, Le Corbusier amaba ver los
aviones pasando entre las maquetas de sus rascacielos cartesianos,
Abreviando, y por si alguien no lo sabe, diré que Pedro Bidagor como si lo hiciesen entre las columnas del Partenón, pero aún
no hablaba de “ordenación de ciudades” por capricho: él fue más sostener el rascacielos con la mano y luego ponerlo sobre la
el primer director general de Urbanismo en España, impulsor, ciudad, como quien dispone sobre el tablero una pieza en la gran
entre otras muchas cosas, de la primera Ley del Suelo y de las jugada maestra, final: eso es lo que hace su mano en la película de
figuras del Plan Provincial, del Plan Comarcal, del Plan General Pierre Chenal, Bâtir [fig. 18]. Jugada de aviador: los pilotos italianos
de Ordenación Urbana y del Plan Parcial, que desde mediados que en 1911 realizaron los primeros bombardeos aéreos de la

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historia declararon eufóricos que desde 80 metros de altura, lanzar
siete u ocho bombas sobre la población de los oasis de Tanguira
y Ain Zara, en las afueras de Trípoli, les había hecho sentir el
verdadero sentido del poder de Dios sobre la vida y la muerte. El
oculo picto Deum se alza sobre las ruinas, y el avión desde el que
Le Corbusier trazaba sus planes provoca delirios. Él, Le Corbusier,
trazaba sobre las ciudades grandes curvas, como recuerdo de las
curvas de las mujeres de Argel; uno de sus muchos fantasmas,
Bidagor ya no veía firmes cuerpos de mujer, sino ángeles y pájaros
volátiles y siniestros cuando levantaba la vista sobre la ciudad. No
quiero forzar más las cosas, pero si ésa es la pendiente por la que
se deslizan las visiones, no me extraña que, cuando los responsables
de Ciutat Badia se alejaron un poco del plano que habían dibujado,
o tal vez cuando, despegando desde el cercano aeropuerto de
Sabadell, divisaron sobre el terreno sus primeras trazas, viesen
aparecerse ante ellos claramente, no una mujer, ni un ángel, ni
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un pájaro, sino, nada más y nada menos que el mapa de España.


Gran iluminación, en ese polígono empezado en tiempos de
Bidagor pero acabado ya en otros tiempos. Eso sí que era, en
efecto, una revelación bien traída, porque aparecer, podrían haber
aparecido muchas cosas, y hasta ángeles o pájaros, en efecto, pero
en ese polígono, destinado como todos a acumular en vacío una
mano de obra emigrante, lo que venía al rescate de los urbanistas
y gestores era, ni más ni menos, el mapa de España. Y no un mapa
de España cualquiera, sino uno un tanto achatado, como si se
mostrara con cierto escorzo, desde un punto elevado frente a
Gibraltar. Es decir, no un mapa ortogonal, proyección abstracta,
como los que vemos en las cartillas escolares y los libros de
geografía, por ejemplo, sino uno en perspectiva, como los que

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ilustran los folletos turísticos, en los que los accidentes y las además, para traer el baile al mundo, y no la Redención; y Cojuelo
ciudades surgen en gran volumen, y la vista de pájaro, escorzada para decir, renqueando, en lugar de “yo soy la Verdad”, “yo soy
y dinámica, es lo que se impone. España a vista de pájaro, en fin, la Mentira”, veraz y voraz. Al contrario de Dios, que nos observa
eso es lo que vieron: una España anamórfica. El gran panorama: desde arriba para abolirnos en una totalidad majestuosa, el diablo
ver para querer. Todo encaja: la miseria se aleja con la vista aérea, siempre nos propone acompañarlo en sus vuelos: él nos llevará
hasta hacerse invisible. Ésa es, en efecto, la vista de la invisibilidad, aquí o allá, y desde allí nos lo enseñará todo, pero no como gran
porque elude los detalles. Si los polígonos son los lugares del panorama, sino como montón de detalles, todos mezquinos.
abandono, de la real ausencia de la casa, del común y del Estado, No suelen ser grandes crímenes, sino pequeños vicios y miserias
¿qué mejor invención que el mapa que contiene al Estado, al corrientes, lo que el diablo nos muestra cuando levanta los tejados.
común y a la casa? Un puro espacio físico se convierte así en “Todo esto te daré”, podría decir. ¿Y quién lo querría? Cualquiera
remedo de un espacio social, tan pacificado como imaginario. lo querría: pajareando y picoteando, el diablo nos da a entender
Aunque, bien pensado, ¿por qué remedo? Si el mapa es el de el mundo. Vuela bajo y usa farol: enfoca. Como en el frontispicio
España, será un refrito. ¿O es que no vieron en la mancha de aceite de Le diable à Paris, en el que el diablo es un hombre delgado,
de Badia, quo modo Deus, una piel de toro? con levita, bastón y linterna, cargado con un gran cesto de cartas
–los deseos y las cosas que debe hacer o decir–, que contempla
ajustando su monóculo el plano de París desplegado a sus pies
6 [fig. 19]. Ese plano, al contrario de aquel mapa, no sustituye a la
ciudad, sino que está a punto de ser agujereado por una mirada
que, como el rayo de sol a través de una lupa, lo encenderá. Así,
Si tuviésemos que creer en la publicidad, diríamos convencidos punto por punto, prende el diablo la ciudad, y la deja hecha un
que nuestra sociedad ha eliminado las grandes miserias, aunque colador, aunque colador ya lo era. Cojuelo, lisiado, danzarín, el
multiplica las pequeñas, a las que cada vez concede más espacios del diablo es un vuelo que no da forma, sino que encuentra
especializados en los márgenes de la ciudad, en los rincones de vida, la otra vida traducida a ésta, así que empecemos: “Daban
la casa, en las arrugas del cuerpo. El ojo deum corresponde a la en Badia, por los fines de julio –eso es verdad (N.d.T.)–, las once
primera parte de este enunciado: sobrevuela el solemne paisaje de de la noche en punto, hora menguada para las calles y, por faltar
ruinas clásicas en que su mirada convierte al mundo, y no se la luna, jurisdicción y término redondo de todo requiebro lechuzo
entretiene en los detalles. El diablo, en cambio, a la segunda. El y patarata de la muerte”, etc., etc.
diablo Cojuelo, rengüelo, claro está, lisiado porque cayó de muy
alto al ser arrojado del cielo, pero capaz aún de volar; Cojuelo,

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Más arriba he hablado de la relación entre cabeza y capitel o


pie y pedestal. No resulta tan obvia esta correspondencia si nos
ponemos a pensar en el resto de palabras con que se designan los
elementos de la arquitectura clásica, empezando por el tímpano,
que es también el nombre de un tambor, atabal o timbal de piel
y huesos, y siguiendo por los óvolos o huevos, toros, flechas,
tenazas, sogas, golas o gargantas, dientes, gotas, bucráneos o cráneos
de buey, páteras o sacrificaderos para recoger la sangre y todo lo
demás: basta pensar en todo eso para comprender la relación que
esa arquitectura, que siempre se ha descrito como armónica por
excelencia, tiene con el mundo del ritual y del sacrificio, con la
enajenación de la danza y con la arritmia del cuchillo y de la sangre.
Bien mirado, el orden, la medida y el ritmo del templo clásico no
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son sino el intento de recomponer los disjecti membra del animal


sacrificado: o sea, devolver la forma a ese animal demasiado humano.
Ciudad, arquitectura, patarata de la muerte: ahí me quedo, por
ahora, esperando que los diablos, o P. G. R., den conmigo en los
infiernos.

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