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RICHARD WAGNER
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Librodot El anillo del Nibelungo Richard Wagner 2
INDICE
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I
EL ORO DEL RHIN
Desde la antigua fuente de los siglos la clara luz de la aurora y la verdosa del
atardecer iluminan las aguas del viejo Rhin, que bordean las selvas de la agreste
Germania. Cuando los rayos rasantes del sol doran las aguas parece brotar del fondo
del cauce sombrío una extraña canción. Los fresnos y las encinas que trepan las
empinadas riberas son los testigos del instante mágico. La paz y la soledad del
anochecer son propicias al encantamiento de las aguas que corren presurosas a
volcarse en el brumoso mar; sólo los pájaros sorprenden al silencio con sus cantos.
Una roca escarpada emerge del centro de la corriente; a su alrededor la melodía se
oye clara y nítida. Cantan las ondinas, las hijas del viejo río, mientras velan un tesoro
escondido en el peñasco: el oro brillante, cuya posesión concede la riqueza, la
herencia del mundo y el poderío sin límites.
Wotan, el primero de los dioses nórdicos, protege a las ondinas que día y noche
custodian el tesoro; un enemigo oculto y artero acecha el instante propicio para
robarlo y disputar a los dioses el dominio del mundo.
En el inundo celeste ele las nubes y las nieblas moran los dioses. Un palacio etéreo,
reluciente y fantástico, ha sido construido por la raza de los gigantes por orden y
deseo de Wotan; por ello, ha contraído un compromiso con esa raza y el pacto ha sido
inscripto en el asta hecha del fresno inmortal que sostiene al mundo. Son las "runas",
que Wotan deberá cumplir a pesar de su destino. Los dioses aguardan impacientes la
terminación del palacio para habitarlo y protegerse del manto opaco de la noche.
Sobre la tierra enverdecida por bosques y prados; con sus ríos, nieve endurecida en
invierno y corriente abundosa en verano, está el dominio de los gigantes, Rícsenhein,
aún no hecho suyo por los hombres. En las entrañas de la tierra, en sus senos oscuros
y sombríos mora una raza de enanos, sin belleza y sin bondad, los Nibelungos; su
reino es Nibelhein.
Welgunda, Floshilda y Woglinda son las ondinas que entonan todas las tardes su
canción al viejo Rhin. Cuando la última llamarada del sol alumbra al río parece que
las aguas se incendiaran alrededor de la roca sagrada. La corriente parece un ascua
movible un instante; luego la sombra cae sobre las aguas, y la niebla desciende
oscureciéndolo todo hasta la jornada siguiente.
El enano Alberico decide salir del fondo negro de su reino y conquistar una ondina,
cuyos cabellos de brillo broncíneo y ojos de agua verdosa sueña con mostrar a la
envidia de los Nibelungos. Pequeño y horrible, viviendo en un dominio sin luz y sin
alegría, tiene el alma cegada de amargura. La envidia a la raza de los dioses lo corroe.
Aspira a derribar la maravillosa fábrica de nubes que les han construído los gigantes
y, erigiéndose en rey de los Nibelungos, dominar al universo todo.
El enano no puede lograr ser amado; jamás dulce de mujer que supiera a mieles
halagó su oído. Surgiendo del reino de las sombras contempla desde las altas rocas el
correr libre de las aguas bordeadas de márgenes boscosas. Le llega el canto de las
hijas del Rhin; en las aguas brillan los torsos y flotan las cabelleras de las bellas guar-
dianas. Se arroja al agua y las persigue.
La fealdad y la torpeza de Alberico, que salta de roca en roca jadeante y
amenazador, les dan motivo de bullicio y de risueños comentarios. Juegan con él y le
provocan; le humillan y le consuelan falsamente. Palabras de amor apasionado y
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colmadas de angustia pronuncia Alberico. La juguetona alegría de las hijas del río es
lo único que le responde. Cansado y dolido el enano reprocha la maldad y el desvío de
las ondinas.
-¡Ardiente amor me quema! ¡Y aunque riáis y mintáis voy a perseguiros; alguna se
me rendirá! ¡Ah, si este puño pudiese alcanzar a una!
Un rayo último de sol se desliza hasta el fondo del río y como todos los atardeceres
la luz aumenta por grados y luego es un fuego vivísimo al acercarse a la roca central,
desde donde se irradia en una mágica iluminación. La sorpresa del enano es indecible;
olvida su amor y la persecución de las ondinas.
-Decidme -pregunta.- ¿Qué es ese intenso resplandor?
-¡Cómo! ¿De dónde sales que no has oído hablar del oro del Rhin, cuyo ojo vela y
duerme alternativamente? Quien posea un anillo forjado con el oro del Rhin es dueño
del mundo.
Y nadando y rebullendo alrededor de la roca las ondinas prosiguen su canto:
-¡Oro del Rhin! ¡Oro del Rhin! ¡Qué placer causa tu brillo! ¡Qué vivo resplandor se
desprende de tu seno! ¡Despierta! Rodearemos tu lecho cantando y bailando.
Atónito el enano contempla la irradiación del oro bajo el temblor de las aguas
mientras piensa en las palabras de las ondinas que cuentan los poderes que concede su
posesión. Pero sólo podrá alcanzarlo -le dicen las hijas del Rhin- quien renuncie al
amor y a sus deleites; porque sólo así podrá forjar el anillo. No puede quitar sus ojos
del brillo mágico y una ambición irrefrenable empieza a dominarlo. Despreciado por
el amor, objeto de las burlas de las ondinas, resuelve renunciar a la conquista de las
hijas del Rhin y de toda otra mujer y de inmediato trama el robo.
Las ondinas mismas favorecen sus planes. ¿Cómo temer de un enano torpe y
sensual, que se pasa la vida buscando quien le ame? Juegan en la corriente y
descuidan el tesoro. Entonces el oscuro nibelungo se hunde de improviso en las aguas
y con ímpetu arranca el oro, sumergiéndose con él en el fondo del Rhin.
La oscuridad desciende de pronto al lecho del río y se oyen las voces angustiadas
de las ondinas que claman por el oro. Se llenan las riberas con sus ecos y
lamentaciones. Invocan a los dioses, llaman al padre Wotan:
-¡Detenedle! ¡Salvad el oro! ¡Socorro, socorro!
La tarde ensombrecida ve llegar la noche; el viejo Rhín sigue su incansable carrera
al mar, oscuro y hosco. La noche pasa presurosa con su carga de estrellas y cl nuevo
día alumbra la desolación de las ondinas.
La niebla lechosa del amanecer vela el reino celeste de los dioses. El día naciente
ilumina el castillo etéreo de Wotan, erizado de almenas relucientes, con puentes
levadizos, sostenido por el arco de las nubes y levantado más allá de los montes. En la
tierra se aclaran el enverdecido valle del río, las crestas de las montañas y la mancha
oscura de los bosques. Los dioses despiertan y admiran el alcázar. El padre inmortal
descansa sobre el césped y su esposa Fricka junto a él le habla:
-¡Despierta del dulce engaño del sueño; despierta y medita!
El dios se incorpora y admira la obra construída por los gigantes, tal como la soñó
su fantasía y la deseó su voluntad: hermosa y fuerte. Pero la contemplación de la
belleza no les hace olvidar el dolor que su existencia encierra. Para erigirlo, la raza de
los gigantes ha exigido un pago excesivo. Fasolt y Fafner han levantado piedra sobre
piedra, construido las torres y los puentes en medio de muchas fatigas; en pago exigen
la entrega de Freia, la hermana de Fricka, la diosa de la juventud y la alegría. La
esposa del primero de los dioses lamenta la suerte de su hermana y recrimina a Wotan
que, a causa de su desmedida vanidad y ambición de poder, no ha dudado en sacrificar
a la joven diosa. Pero Wotan replica:
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trasladarse a cualquier sitio, por más lejano que sea. Todos se sienten estremecidos
por el deseo de poseerlo; hasta los gigantes titubean y traman exigir de Wotan el
rescate del oro y que les sea entregado en lugar de Freia.
Loge, astuto y artero, sugiere a Wotan el robo del anillo del nibelungo. ¿Cómo es
posible que el primero de los dioses no pueda engañar a un enano, súbdito de
Nibelhein? Sólo se trata de quitarle a un ladrón lo del robó. Luego podrá devolverlo a
las hijas del Rhin. Pero Frica se encoleriza, pues siente celos de las ondinas. En tanto,
los gigantes se apoderan de Freia y gritan a los dioses:
-¡La llevaremos lejos de aquí! Hasta la caída de la tarde será considerada corno
prenda; volveremos luego y si no encontramos preparado el oro, habrá terminado la
tregua y Freia será para siempre nuestra.
Dicho esto se la llevan precipitadamente y, a lo lejos, se oyen los gritos
desgarradores de la diosa dispensadora de la juventud.
Una pesada neblina comienza a enturbiar la luminosidad de la mañana. Los dioses
empiezan a perder su lozanía y una vejez prematura y dolorosa asoma a sus
semblantes. Marchitan y palidecen; pierden el vigor, y los atributos de su fuerza y
poder caen de sus manos. En las ramas, las manzanas divinas empiezan a perder su
frescura y pronto han de caer como las hojas.
-¡Sin las manzanas la raza de los dioses envejecerá y morirá achacosa, ludibrio del
inundo! -les dice Loge.
Fricka, la esposa de Wotan, lamenta su desventura v el viejo dios, que nada
resuelve hacer para consolar a las hijas del Rhin y devolverles el tesoro, decide
sacrificarlas para conservar la fruta que rejuvenece a su raza. Buscará al nibelungo
Alberico y rescatará el tesoro para salvar a Freia.
El oro no volverá al seno acuoso que velan las ondinas; ha de salvar la perennidad
de los dioses y la inmortalidad de su palacio etéreo.
Loge desciende con Wotan a los abismos. En las oscuras simas de la tierra, donde
la subterránea raza de los nibelungos repta y se afana, Mime continúa su tarea de
forjar un casco alado y milagroso. Alberico podrá hacerse invisible con él y vigilar sin
esfuerzo el trabajo del nocturno
ejercito de los nibelungos, a quien domina y somete a esclavitud.
A esas profundidades ha descendido Wotan. Le ayuda en su propósito el
resentimiento de Mime que, a pesar de ser un herrero sin par y haber forjado el casco
milagroso, ha sido maltratado por Alberico. Loge con su astucia logra despertar la
confianza de Mime; y este, entre lamentos, le narra la triste condición de los
nibelungos después del robo del oro a las ondinas del Rhin.
-Ahora, ese perverso de Alberico me tiene encadenado. Con astucia diabólica robo
el oro y con el se forjó un anillo, cuyo poder admiramos. En otros tiempos forjábamos
y laborábamos sin cuidados, riendo alegremente en medio de esa tarea liviana,
adornos y joyas para nuestras mujeres. Ahora, trabajamos arrastrándonos por las
peñas solo para acumular inmensos tesoros; con el anillo mágico acierta a descubrir el
sitio donde está escondido el oro. Trabajamos entre las rocas para extraerlo; lo
fundimos y labramos joyas mal níficas, todas para ese malvado dueño.
El enano Mime prosigue con sus quejas; acaba de azotarlo Alberico porque, a pesar
de haberle hecho el casco milagroso con los detalles que le diera el nibelungo, no está
agradecido de su tarea. Loge se burla de él llamándolo holgazán; pero Mime le dice
que el azote no fue por tal cosa, sino porque después de haber forjado el casco quiso
quedarse con el, sabedor de su poder maravilloso, y transformarse en rey.
-Pero ¡ay de mí! Yo que hice el yelmo no conocía bien sus poderes. Y en cambio lo
único que recibí fueron los azotes de su mano invisible cuando hecho el casco se lo
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Loge, quien sugiere que el rescate de su vida debe pagarse con el anillo mágico, hecho
con el oro robado al Rhin. En vano Alberico hace presente que el poder del oro se
ejerce por el anillo gracias a que él lo forjara. El nibelungo increpa a los dioses porque
engañan, roban y despojan sin justicia. Pero el anillo le es arrebatado y en su
desesperación, él, que es un maldito, maldice entonces al anillo y a quien lo posea.
-A mí su oro me dio riquezas y poderío sin límites; que ahora su magia lleve la
muerte a quien lo posea. Nunca la alegría acompañe a su dueño; que la pena y la
inquietud atormenten al poseedor y la envidia a quien no lo tenga; que su dueño lo
posea en paz, pero que le atraiga el verdugo. Que el miedo acompañe toda la vida al
maldito y la vida sea una eterna agonía hasta el momento de su muerte y que lo
robado vuelva a mis manos. ¡Así el tesoro arrebatado al nibelungo recibe mi
bendición!
Y en medio de su rabia e impotencia, desatado por Loge, desaparece en las,
profundidades el horrible enano. Sus últimas y enconadas palabras se pierden en las
sombras.
Loge advierte a Wotan el tremendo sentido que encierran las maldiciones del
nibelungo; pero Wotan permanece extasiado observando el anillo.
La ligera neblina empieza a transparentarse y la claridad del día alegra y
rejuvenece a los dioses. Freia, traída por Fafner y Fasolt, se acerca y renueva todo a su
paso. El aire se embalsama y la alegría entra en los corazones. Sólo arriba, en el fosco
cielo germano, aún las nubes enturbian la visión resplandeciente del alcázar de
Wotan.
Los dueños de Riesenhein, los gigantes, exigen el rescate del nibelungo antes de
entregar a la dulce y lozana Freia. El encanto de la diosa ha perturbado a los señores
de los montes y de los bosques; una rara inquietud impulsa a Fasolt a lamentar la
pérdida de Freía.
-El no ver más a esta mujer hermosa me causa mucho pesar -dice Fasolt, - pero ya
que así debe ser amontonad tanta cantidad de joyas y riquezas, tanto que no pueda
verla y logre olvidarla mejor.
Fafner y Fasolt hincan sus clavas en el suelo delante de Freia marcan su altura y
ancho. Loge y Froh acumulan las riquezas entre las estacas, pero brutalmente Fafner
estruja el contenido y exige siempre más. El tesoro es agotado; pero aún deben añadir
el casco milagroso para no dejar ver el ondear del cabello de la diosa.
-¡ Ya no veo a la hermosa Freia! ¿Tendré que abandonarla? ¡Aún veo el brillo de
su mirada por una rendija! ¡Mientras pueda ver esos ojos divinos no puedo separarme
de esa mujer! - gruñe Fasolt.
-Ya os liemos dado todas las riquezas. ¿Qué más queréis? -responde Loge.
-El anillo que veo brillar en el dedo de Wotan -contesta Fafner.
-Recordad que ese oro pertenece a las hijas del Rhin y he comprometido mi palabra
de devolverlo a las que gemían -responde Loge.
-A mí no me obliga lo que tú prometiste -dice Wotan-; me quedo con el anillo. Por
nada en el mundo entrego el anillo a los gigantes. ¡Es mi botín!
Los gigantes arrastran hacia sí a Freia; se oyen los lamentos de Fricka y los demás
dioses rogando a Wotan que entregue el anillo. Pero el dios se niega encolerizado.
La oscuridad ha empezado a descender de nuevo. De las hondas regiones ignotas
surge un resplandor azul; en medio de él aparece Erda, la mujer milenaria mil veces
sabia. Una cabellera negra y abundosa enmarca su rostro; su figura es noble y
arrogante y su mirada tiene algo de terriblemente lejano y misterioso. Con acento
sibilino y grave conmina a Wotan a que entregue el anillo, escapando así a la
maldición del nibelungo.
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estrella vespertina brilla al fondo, sobre la cresta de los montes. Al finalizar el día,
Freia ha vuelto a sus divinos dominios y el gigante Fafner ha desaparecido cargado
con sus riquezas dejando abandonado el cadáver de Fasolt.
Wotan se ha quedado extasiado contemplando el palacio donde ha ele morar por
una eternidad. Admira su brillo a la luz del sol poniente y evoca la visión melancólica
de la mañana cuando aún no había ascendido a habitarlo. Pero cuántas penas, cuántas
angustias y cuántos males ha acarreado su posesión. De la mañana a la tarde cuántos
pesares soportados por él. Y dirigiéndose a los dioses les dice:
-¡Seguidme! La noche avanza y el palacio nos preservará de sus tinieblas.
Asciende, esposa mía, por cl puente luminoso que ha trazado Froh. ¡Vamos a vivir en
nuestro mundo divino y eterno; en el Walhalla!
-¿Qué extraña palabra acabas de pronunciar? -pregunta la esposa Fricka.
-Cuando veas realizado ante tus ojos lo que mi valor inventó dominando al miedo,
comprenderás el sentido de esa palabra -responde Wotan.
Los dioses se encaminan hacia el puente de luz.
Loge los ve partir con amargura; se avergüenza de tener relaciones con ellos. No
han querido escuchar el clamor de las hijas del Rhin y han abandonado el oro en
manos de la ruda gente de Riesenhein. ¡Con qué deseos Loge se convertiría de nuevo
en llamas y los destruiría dentro de su nueva y magnífica morada! Y animado por tal
idea súbita resuelve acompañar a los dioses y se encamina con ellos en dirección al
arco luminoso que hace de puente.
-¡Sólo falsedad, engaño y miseria reinan en el mundo de los dioses! -clama a lo
lejos el llanto de las ondinas del Rhin. Wotan las escucha y se detiene encolerizado a
preguntar a Loge por tales quejas.
-Son las hijas del Rhin que lloran el oro y se lamentan del abandono.
-¡Hazlas callar! -grita Wotan.
Y a la luz empalidecida del crepúsculo las ondinas vuelven a sus lamentaciones,
mientras nadan en las sombrías aguas del río que marcha hacia el norte, a perderse en
un mar de nieblas y brumas. Lloran su tesoro y lamentan el olvido de los dioses; la
voluptuosidad de sus vidas y las mezquinas pasiones que los animan han hecho que
no se preocuparan por su sagrado deber.
Y con malicia llena de intención, Loge les grita desde lo alto:
-¡Escuchad lo que os dice Wotan! Hijas del agua, ya que no os ilumina el brillo del
oro, contentaos con contemplar el esplendor de la morada de los dioses.
Y del fondo de las aguas brota la melancolía de la queja de las ondinas:
-¡Oro del Rhin! Oro puro. ¡Oh, si aún brillases con tu esplendor en el fondo de las
aguas! ¡Sólo allí, en la movible corriente del viejo río, existe la sinceridad y la
franqueza; allá arriba todo es cobardía y fingimiento en medio del esplendor de' la
morada de los dioses!
La paz cae sobre los tres dominios del mundo: las oscuras entrañas de Nibelhein,
los montes y bosques de Riesenhein y el esplendor dorado de los prados divinos de los
dioses. En el silencio de la noche que avanza arrebujando montes y cumbres, la lenta
canción del río se hace murmullo y va muriendo con la marcha de la sombra.
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II
LA WALKYRIA
La tempestad destroza las viejas encinas y los copucos fresnos; el rayo hiende los
troncos los torrentes se han salido de madre. Los hilos del aguacero, constantes y
tupidos, envuelven la tierra; los animales silvestres se han guarecido y sólo al amainar
el trueno y cesar la lluvia las ardillas se animan a corretear por las ramas y las ga
celas a pisar la alta hierba. Al anochecer, un viajero misterioso, fatigado y rendido,
con el claro cansancio de la huida, penetra de improviso en la
casa de madera rústica que sirve de vivienda al cazador Hunding y a su mujer,
Siglinda. Como las viejas casas de la selva germana, su construc
ción es primitiva y simple. Ha sido levantada circundando un fresno enorme cuyas
raíces se hunden en el piso y cuyo ramaje emerge del techo hacia el cielo. La llama
que brilla en la gran chimenea de la habitación principal arde acogedora. El viajero,
agotado, se tiende frente a ella y una suave somnolencia reemplaza a la angustia y a la
premura de la huida. El batir de la puerta y el andar del hombre han provocado
agitación en la solitaria casa de Hunding, y Siglinda baja de su aposento y descubre al
huésped inesperado. Se inclina sobre él para observar si es visible alguna herida.
-¡Agua! ¡Un poco de agua! - dice el viajero en voz baja.
La mujer corre a llenar un cuerno para ofrecerle. El agua alivia la fatiga del
caminante y, entonces, pregunta por el dueño de la casa, mientras contempla admirado
la alta, majestuosa y bella figura de la mujer, tan rubia como él.
Siglinda le hace saber que está en casa de Hunding y en su nombre le ofrece
hospitalidad.
-Estoy desarmado y a un huésped herido no ha de negarle hospitalidad tu esposo -
responde cl viajero.
-;Muéstrame tus heridas! - dice la mujer con angustia.
-Son leves y no merecen que hablemos de ellas; aún conservo mi vigor. Si la lanza
y el escudo hubieran resistido la mitad de lo que podía hacerlo
mi brazo, nunca hubiera vuelto la espalda al enemigo; pero me los destrozaron.
Luego narra a Siglinda el combate desigual con sus enemigos, durante la tempestad
en el bosque. Siglinda le reconforta dándole a beber hidromiel. Una extraña ternura
los invade poco a poco, y conmovido agradece el hombre la ayuda y se apresta a
partir. Pero las palabras emocionadas de Siglinda lo instan a quedarse y a esperar el
regreso del dueño de la casa.
Una rara atmósfera de amor se cierne sobre los dos seres; el herido se reclina junto
al hogar y la mujer aguarda en silencio el paso de los instantes. Cuando Hunding
penetra en su casa su mirada severa repara en el viajero rendido.
-Cansado y yaciendo junto al hogar encontré a este hombre - dice Siglinda. - La
necesidad le trae a nuestra casa. He apagado su sed y le he prodigado los cuidados de
la hospitalidad.
Siglinda ha colgado las armas del esposo en las ramas del viejo fresno y prepara la
mesa para obsequiar al huésped. Hunding, grave y adusto, aprueba la hospitalidad
concedida al viajero mientras lo observa detenidamente; sorprendido descubre la
completa semejanza fisonómica con su mujer.
Tendida la mesa, puestos el pan y el hidromiel sobre ella, se sientan los tres en
torno y conversan. Hunding pide al viajero que proporcione datos acerca de su
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persona y de sus hechos. Ante su silencio obstinado se lo pide en nombre del interés
que ha despertado en su mujer.
La clara y recta mirada del viajero se posa un instante en Siglinda y luego con voz
grave y contenida responde:
-Mucho me gustaría oírme llamar Friedmund1, pero sólo puedo llamarme
Wehwalt2. Mi padre fue un welsa3; vine al mundo junto con una hermana que apenas
pude conocer, así como a mi madre.
Luego evoca la selvática e inquieta existencia de su padre, cuyo valor y vigor se
templaban en su lucha contra los enemigos que siempre le rodeaban y en las andanzas
de cazador. El dolor y la ira trastornan el semblante del viajero al recordar el último
regreso al hogar después de una esforzada batida en el bosque, cuando lo encontraron
reducido a cenizas, carbonizado el tronco de la encina, muerta la madre y sin vestigios
de la niña. Desterrado, huyó el padre llevando a su hijo; largos años vivió como un
lobo con su cachorro v aunque fueron perseguidos defendieron con valor sus vidas.
Pero, en el correr de los años, una vez lograron separarlo de su padre. Lo buscó en
la selva y sólo descubrió la piel de lobo con que se cubría. No pudo saber nunca nada
más de él. Sintió odio por el bosque, por la verdosa soledad de sus prados y arboledas
y quiso abandonarlo para entrar en el mundo de los hombres. Pero siempre le
acompañó la desgracia; no tuvo amigos ni pudo obtener el amor de una mujer.
Desafiado, perseguido, odiado, sólo el dolor y la desdieha fueron sus dominios.
¡Cómo habría de llamarse sino Wehwalt!
Hunding escucha apenado y lamenta el oscuro destino del hombre; su mujer
Siglinda anima al viajero a contar sus luchas.
El huésped narra entonces la más terrible y reciente de sus hazañas, cuando una
joven le pidió amparo en sus desventuras porque sus familiares la obligaban a
desposarse sin amor. Luchó a favor de ella;' pero corrió la sangre de hermanos en la
contienda, y la pena dominó entonces el furor de la joven, que abrazándose a los
cadáveres de sus parientes lloró arrepentida.
Sin dejarle reponer las fuerzas cayeron de nuevo los enemigos contra el defensor,
dispuestos a ultimarlo; le fue imposible huir, pues la joven no quiso moverse del
lugar. Tuvo que defenderla del ímpetu de venganza de los atacantes protegiéndola
durante largo tiempo con su lanza y su escudo,
Basta que se los destrozaron. Quedó desarmado, moribunda la joven, y perseguido
por una banda enfurecida.
-¡Ahora ya sabes, mujer, por que no me llamo Friedmund! -termina con voz grave
y dolida el huésped.
La mujer ha escuchado conmovida. Sólo interrumpe el silencio la voz cargada de
odio de Hunding:
-Conozco una raza salvaje para quien no hay nada sagrado; todos, y yo
particularmente, la odiamos. Fui llamado para vengar la sangre vertida de mis
parientes y llegué tarde; regreso, y encuentro en mi propia casa al criminal fugitivo.
Hoy te protege mi hogar y por esta noche te admito como huésped; pero mañana
tendrás que defenderte con fuertes armas porque es el día que elijo para el combate y
la venganza. ¡Has de pagar la deuda de los muertos!
Erguido, soberbio y brillantes los ojos se levanta Hunding de la mesa y ordena a su
mujer que prepare su bebida y le aguarde en su aposento. Ella mira intensamente al
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Boca de paz.
2
Dominador del dolor.
3
Estirpe de lobo.
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viajero y al salir el esposo señala con disimulo al huésped un punto en el árbol cuyas
raíces levantan el piso de la morada. Pero Hunding la reclama imperioso y desaparece
con ella dejando solo al desconocido, mientras profiere amenazas.
Junto al fuego el viajero se sume en profunda meditación y rememora las casi
olvidadas recomendaciones que le hiciera su padre para cuando se encontrara en
peligro. Lo invoca en su recuerdo y desea con fervor poseer la espada que esgrimiera
en sus combates. Luego, al brillo mortecino de la leña ardida, piensa en la bella y
augusta mujer cuyo encanto le atrae y le domina.
Las llamas del hogar se han ido apagando; una última chispa salta luminosa y va a
caer junto al sitio señalado por Siglinda y, a su lumbre, se divisa la empuñadura de
una espada enterrada en el tronco del viejo fresno.
El viajero asombrado se pregunta si lo que brilla no es el reflejo de la mirada de la
mujer, porque en la oscuridad de su vida solitaria el fuego de sus ojos ha rozado sus
párpados dándoles luz y calor. Tal vez ese mismo fuego ha prendido en el troneo.
Después del ehisporroteo final del último leño la habitación ha quedado sumida en la
oscuridad. La tormenta ha cesado y sólo el viento blando con olor a tierra mojada
tiembla en la habitación. De improviso, Siglinda toda de blanco aparece en lo alto de
la escalera que baja de su habitación.
-t Duermes, huésped? -pregunta en voz baja. El viajero se incorpora sorprendido. -
`Quién se acerca?
-Yo -dice Siglinda-. ¡Escúchame! Hunding yace en profundo sueño; le preparé una
bebida adormecedora y ningún sonido ha de conmoverlo.
Ante la ansiosa mirada del viajero la mujer le dice que va a enseñarle una espada
escondida y que fuera destinada al más fuerte. Ella sabe dónde fue hundida; y con voz
llena de antiguas quejas le cuenta que durante las fiestas de sus bodas, cuando todos
los guerreros invitados por Hunding vinieron desde la montaña y el bosque a festejar
la falsa alegría de unos desposorios odiados, porque gente extraña la casaba sin amor,
en medio del júbilo de los otros un anciano penetró en la morada, vestido de gris y
con un gran sombrero inclinado cubriéndole un ojo. El brillo del otro infundía temor;
toda su apariencia tenía un aire de soberbia y dignidad propias de un dios.
Sólo tuvo cuidados para con la mujer desdichada a la que prodigó consuelos.
Luego, ante el asombro de, todos, blandió una espada y mirando a la doncella la
hundió hasta el puño en el tronco del fresno, diciendo que el acero sólo pertenecería al
valiente y esforzado que pudiera arrancarlo del árbol. Los convidados se empeñaron
uno a uno en lograrlo inútilmente. Desde entonces permanecía clavada allí a la espera
del fuerte y valeroso que pudiera hacerla suya y liberar entonces a la mujer.
El viajero ha escuchado extasiado. Al terminar, Siglinda prorrumpe en llanto
invocando al guerrero esperado y elegido que ha de arrancar de su sitio la espada,
terminando con ello la dominación del hombre no querido.
-¡Oh, si pudiera encontrarle, le estrecharía entre mis brazos!
El huésped se conmueve ante el lamento y la abraza diciéndole:
-Yo soy el destinado a merecer la mujer, arrancando esa espada. En mi pecho arde
una llama que ha de unirme a ti. Encuentro en ti lo que siempre he buscado y tanto he
deseado; tú padeciste el oprobio, yo sufrí la pena; tú fuiste humillada, yo desterrado.
Y ella riendo y llorando escucha en éxtasis las palabras.
La puerta entreabierta deja pasar la claridad de la luna. Es casi como una presencia
invisible, pero trémula, que los rodea. La mujer siente que alguien ha entrado o se ha
ido y tiembla de miedo; pero el hombre la tranquiliza y la protege con suavidad.
-Nadie se ha ido, pero alguien ha entrado. ¿No ves cómo nos sonríe la primavera?
Venció a las tempestades invernales; su templado ambiente se mece en los bosques y
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en los prados; a todos sonríen sus ojos abiertos y el dulce trino de los pájaros es su
canto. Respira exhalando perfumes y de su sangre brotan hermosísimas flores.
Subyuga al mundo adornada con armas delicadas. De ella huye el invierno y las
borrascas. El amor que ahora se alegra a la luz de la hermosa luna y se escondía antes
en nuestros pechos, la ha atraído. ¡Vencido está el obstáculo que separaba la prima
vera del amor!
-¡Te he visto y te he presentido cuando me miraba en el agua de los arroyos! -
contesta Siglinda-; te he esperado desde el tiempo ya perdido y en brumas. ¡He
llevado eseondido y en seereto mi amor a ti; tu voz me era conocida y sonaba a
música extraña y divina!
Los amantes se oyen inundados de un mutuo encantamiento; se cuentan sus
sueños, sus penas y esperanzas; reconocen que la imagen de cada uno ya vivía en
ambos; que la voz era un viejo eco conocido cuyo acento les venía de lejos, desde la
niñez perdida.
-¿De veras te llamas Wehwalt? -pregunta Siglinda.
-Desde que me amas dejé de llamarme así; ahora domino las delicias y los encantos
del amor.
-¿Puedes llamarte Friedmund?
-Llevaré cl nombre que tú me des.
-¿No era lobo tu padre?
-¡Era lobo para zorros cobardes!
-¡Tú eres un welsa! -grita la mujer-, ¡Welsa era el anciano que hundió la espada en
el fresno y que reconocí como a mi padre! ¡Deja que te llame Siegmund, boca de la
victoria! ¡Siegmund te llanto yo!
Siegmund enajenado se acerca al árbol, toma la espada del puño, e impulsado por
su amor la arranca con ímpetu.
-¡Nothung! -grita al contemplarla.
Y la presenta a Siglinda como regalo de bodas.
-¡Así me desposaré con la mujer más ideal; así la arrancaré a mi enemigo!
¡Sígueme lejos de aquí! Vente conmigo a donde habita la hermosa primavera;
Nothung nos protegerá y aun pereciendo yo, ella te protegerá!
Y Siglinda entusiasmada se apresta a seguirle, diciéndole:
-¡Tú eres Siegmund y yo Siglinda, que ansiosa te esperaba! ¡Has ganado con tu
espada a tu hermana y a tu esposa!
-¡Esposa y hermana eres! -responde Siegmund-. ¡Surja, pues, de nosotros una
nueva estirpe de los welsas!
Y el resplandor lunar ilumina a los amantes; afuera se siente en el bosque el
susurro de las hojas movidas por el viento mañanero. Pronto el viejo sol alumbrará los
caminos y las corzas correrán entre los matorrales. Unidos en el destino la pareja
abandona la casa de Hunding y se pierde en la umbría de las selvas y el silencio del
amanecer.
Los dioses desde el Walhalla han visto el derrotero de los amantes; la mirada de
Wotan los ha acompañado por los senderos del bosque.
Hunding, vuelto de su letargo, conoce el abandono de Siglinda y una tremenda
cólera lo conmueve. Invoca a Fricka, la protectora del matrimonio, y clama venganza.
El viejo Wotan lucha entre su preferencia por el welsa Siegmund, su propio hijo, y la
influencia de su esposa que reclama justicia para Hunding.
Cuando en otro tiempo Wotan descendió a la tierra en busca de Erda, la mujer de
sabiduría infinita, la fascinó con su dominio y de los amores de amibos nació la hija
predilecta del dios: Brunilda. Con ella suman nueve sus hijas, todas walkyrias,
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jóvenes guerreras que cabalgan entre las nubes llevando los cadáveres de los héroes
muertos en combate y que luego formarán las legiones del Walhalla. Ellas son las
guardianas de la tranquilidad de los dioses y defienden los dominios de Wotan de las
arterías de los Nibelungos. Habitan las elevadas crestas de los montes, lejos de la
celosa mirada de Fricka, que no ha perdonado jamás la preseneia de hijas que no son
suyas.
Con los primeros instantes del amanecer el primero de los dioses llama a Brunilda
recordándole que pronto ha de iniciarse el combate entre Hunding y el welsa.
Advierte a su hija que él ha prometido la victoria a Siegmund. Brunilda le hace
presente que para ello deberá luchar contra el deseo de su propia esposa, que defiende
el derecho de Hunding. Fricka, justamente, se acerca en un carro tirado por chivos.
Wotan se anima a sí mismo para afrontar el enojo de su mujer. Fricka se acerca al
grupo y colérica reprocha al esposo por proteger amores nefastos y ser injusto con el
clamor de Hunding. El dios se defiende replicando que no considera sagrado el
juramento que une a dos seres que no se aman. Fricka se horroriza y le recrimina todo
su pasado de engaños; de haberse ocultado tras nombres distintos y adoptado formas
diversas para vagar por los bosques y campos como un lobo; de sus amores con
mortales, de los que habían nacido todas sus hijas, las walkyrias; y lo que más la
enfurecía era su período pasado en las selvas viviendo con su hijo Siegmund,
verdadero retoño welsa de Wotan.
El dios no se conmueve con la cólera de su esposa; no intenta explicarle sus
oscuros desig- nios que lo llevan a tan raras transformaciones y peregrinajes que
realiza en la tierra y en el mundo de los hombres; ni tampoco quiere develarle el
destino sombrío que ha concedido a sus hijos.
Fricka puede estar en paz respecto a las hijas de Wotan; las nueve walkyrias están
sometidas a la voluntad de Fricka, aunque no sean sus hijas. No consigue calmar la
agitación de la diosa, que le reprocha el auxilio dado a sus hijos welsas; exige que se
le arrebate a Siegmund antes del combate su espada maravillosa, Nothung, para que
pueda perecer en manos de Hunding. Fricka quiere el exterminio de los welsas; ni
ayuda al hombre, ni piedad a la mujer. En vano Wotan le hace notar que la espada fue
ganada lealmente por fuerza y por coraje y cuando más falta le hacía; en el colmo de
la ira la diosa le replica que va a enfrentarse con las decisiones ele su proio esposo a
fin de obtener el triunfo de Hunding, que para ella es el triunfo de la fidelidad con-
yugal.
-Qué exiges de mí? -contesta con semblante sombrío el dios.
-¡Que abandones a Siegmund! ¡Mírame de frente y no sueñes con engañarme!
¡Aleja también de él a la walkyria Brunilda! ¡Prohíbele que dé la victoria al welsa!
Wotan apela a todas las argucias posibles para evitar la entrega del welsa y su
derrota por el enemigo y defiende el derecho de Brunilda para protegerlo. Pero la
cólera y el odio de Fricka son grandes v en nombre de los dioses pide el sacrificio del
héroe; su honor de esposa del primero de los dioses lo exige. Y Wotan promete y jura
condenar a Siegmund a la derrota.
A lo lejos óyese el grito de guerra que lanza Brunilda desde un peñón de la
montaña. Es el canto bélico que anima al combate y enardece a los héroes a luchar sin
desmayo; el acento es desgarrado y cruel, pero el tono tiene una vibración heroica que
hace estremecer de entusiasmo al corazón varonil que ha de esforzarse en la pelea. Sí
muere venciendo, podrá beber el hidromiel en el cráneo del vencido y embriagarse
con el encanto de las walkyrias.
Brunilda ve pasar a Fricka, triunfante el gesto, desafiante la mirada, y su corazón
se conmueve al comprender que la suerte de Siegmund ha sido echada y que Wotan lo
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patética lamentación y cuenta a Brunilda que ha sabido que el enano Alberico, gracias
al oro, ha conquistado a una mujer mortal y de los amores ha de surgir el fruto del
odio que utilizará contra cl Walhalla.
-¡Y ese prodigio La sido logrado por el que maldijo al amor! ¡Y yo que siempre lo
he adorado, nunca he creado al héroe libre que combata por mí!
Y en su furor lega a Brunilda la pompa de la divinidad y la conmina a pelear por
Fríela abandonando a Siegmund.
Brunilda se subleva ante tal resolución. La ira de Wotan no reconoce límites,
entonces, y le ordena obediencia absoluta; y si acaso la temeridad la lleva a
desobedecer, el máximo castigo caerá sobre ella tal como corresponde al ultraje
inferido.
Y dejando a la walkyria sumida en la desolación, el dios se interna en las
escarpadas montañas donde moran las jóvenes guerreras.
A lo lejos, y en estrecha garganta, asiéndose a las rocas, Brunilda ve ascender
trabajosamente a Siegmund y Siglinda. Los esposos marchan fatigados pero
animosos.
-¡No más lejos, esposa amada! La dicha del amor te anima y andas tan de prisa,
que apenas puedo seguirte. En silencio atraviesas prados y selvas y no puedo
detenerte. ¡Descansa! ¡Habla conmigo y disipa la angustia que tu silencio me causa!
Siglinda oye a su esposo y en un rapto de dolor le insta a que huya; horror y
espanto se han anidado en su alma junto a su amor. Es una mujer maldita y será la
causa de la ruina de Siegmund. Pero el héroe piensa en la lucha que ha de iniciar en
breve y se exalta al imaginar que hundirá su espada hasta el puño en el corazón de su
enemigo.
Se oye la llamada de un cuerno guerrero que incita a la pelea; resuenan gritos de
guerra y de desafío. Es Hunding que ha despertado de su sueño y llama en los bosques
a las tribus y a los perros, clamando venganza contra los perjuros. Las jaurías se
acercan y Siglinda tiembla por la suerte de Siegmund. Es tal el dolor que le provoca la
visión de los tormentos que imagina han de infligir a Siegmund las manadas feroces
de Hunding, que cae desmayada. Siegmund la coloca suavemente en sus rodillas,
observa su lenta respiración y besa su frente. Brunilda mira la escena teniendo, con
una mano, de la brida a su caballo, y sosteniendo el escudo con la otra.
-¡Siegmund! -dice-. ¡Levanta hacia mí la mirada! Sólo me ven los que están
condenados a muerte. Me aparezco en el combate sólo a los valientes. ¡El padre de las
batallas te ha escogido; te conduciré entonces al Walhalla!
-¿A quién encontraré allí? -responde el héroe.
-Al Welsa, tu padre; a las almas de infinidad de héroes muertos; la hija predilecta
de Wotan te servirá la copa de hidromiel; las hermosas walkyrias te recibirán con
amor - dice Brunilda.
-¿Veré también a Siglinda?
-No; ella debe aún respirar el aire de la tierra.
-Entonces, saluda a Walhalla, al Welsa, a los héroes y a las walkyrias; no te sigo -
replica Siegmund.
-La suerte te obliga a hacerlo, pues Hundíng te matará en el combate. ¡El destino te
está señalado y el que te condena a muerte ha quitado todo poder a tu espada!
-¡Calla y no asustes a la amada que duerme! -le ruega Sie ;round; y dolorido por el
sentimiento de su aciaga suerte, lamenta el destino desventurado que le espera a
Siglinda, luego de su derrota por Hunding.
Conmovida Brunilda ante la angustia y el amor de Siegmund, que no lamenta su
muerte cercana sino el desamparo en que ha de dejar a la amada, pide al héroe le
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confíe a su mujer y al hijo que nacerá de ella. Pero Siegmund desea la misma suerte
que Siglinda; prefiere matarla con su propia espada Nothung, ya que no ha de servirle
para obtener la victoria.
La walkyria siente tocado su corazón por la prueba de tan grande amor y tan grave
saerificio; promete entonces a Siegmund que desobedecerá las ordenes de Wotan para
que pueda derrotar a Hunding y vivir en la felicidad con su esposa y su hijo.
-¡Fíate de la espada, y combate con confianza! -dice al héroe-. ¡Fiel te será, lo
mismo que mi ayuda!
Luego, lanzando su grito de guerra, escapa en su veloz caballo.
Siegmund, esperanzado, se vuelve hacia su esposa. Los instantes se apresuran y el
combate es inminente. Como si presintiera los sufrimientos de los hombres, el cielo se
cubre de nubes grises mientras ascienden desde el fondo del valle a la cumbre de los
montes los sones belicosos y desafiantes de las trompas y cuernos de caza que
anuncian la entrada en la lucha.
Siegmund reclina la dormida cabeza de Siglinda sobre un montículo de tierra y
dispone su cuerpo al abrigo de una roca. El rostro sereno de la mujer no transparenta
su sueño de siempre: el bosque donde transcurrió su infancia, la morada de los padres,
el fresno familiar, las voces antiguas y el dolor y la tragedia de la destrucción de su
hogar y la dispersión y muerte de los suyos.
La tempestad arrecia en todo el ámbito del ciclo; los relámpagos rasgan las nubes y
los truca nos despiertan a Siglinda. Se oye su grito angustiado llamado a Siegmund.
Un relámpago alumbra la escena del combate en lo alto de una roca y llega el eco de
los gritos enconados de Hunding atacando.
-¡Deteneos! ¡Matadme a uní primero! -clama Siglinda.
Un resplandor vivísimo le descubre a la walkyria protegiendo con su escudo a
Siegmund. El héroe animado y fuerte va a clavar su espada Nothung en el enemigo;
pero, en ese instante, cl primero de los dioses, colérico por la desobediencia de
Brunilda, se aparece y con su lanza detiene la espada, que al chocar se quiebra en
pedazos. Queda desarmado el héroe; el cobarde Hunding aprovecha el momento y
hunde su arma en Siegmund.
La walkyria ve morir a su protegido y espantada por la ira de Wotan corre a salvar
a Siglinda. La encuentra desolada y estremecida junto a la roca protectora; la toma en
sus brazos y colocándola en el caballo huye por entre los desfiladeros.
Atrás, en la cresta del monte, en lo que fue escenario del combate, sólo queda el
cadáver del héroe. Hunding profiere gritos de victoria; pero la cólera y el dolor de
Wotan son terribles y arroja de su presencia a Hunding. Ante el desprecio del dios, el
guerrero cae muerto.
Ahora el furor de Wotan se dirige a la walkyria preferida, que ha violado sus
órdenes y ayudado al héroe. Contra ella ha de ejercer un castigo ejemplar y duro.
La tempestad- decrece y los densos nubarrones huyen hacia el Oeste. El viento frío
descubre al cielo y, en la tierra, relucen las hojas de los pinos del bosque lavadas por
la lluvia.
En la cumbre de los montes escarpados, llevadas por cl viento cabalgan las
walkyrias. Los cadáveres de los guerreros muertos penden de las sillas v el trotar de
los caballos y yeguas resuena acompasado en las oquedades de la montaña. El desfile
va acompañado de gritos, desafíos, sonidos de bronce de sus armas y corazas. Al
encontrarse reunidas se saludan con júbilo; descienden en un pinar, dejan descansar a
las bestias y comentan los combates que han presenciado.
-¡No somos más que ocho; aún falta una! -dice una de las jóvenes-. ¿Dónde está
Brunilda?
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La walkyria tarda en llegar; luego aparece tras velocísima v agitada carrera. Viene
huyendo de la cólera del padre y conduciendo a Siglinda. Al llegar al pinar, corre al
encuentro de sus hermanas, a las que pide ayuda y protección.
-¡Por primera vez huyo y soy perseguida! ¡El padre de las batallas me persigue!
¡No soy ya su Bija predilecta!
Las walkyrias se horrorizan ante tal acontecimiento. jamás han desobedecido al
dios; la desventura de Brunilda las conmueve en extremo. Pero no se atreven a
desafiar la cólera de Wotan. Ante sus ojos espantarlos ven avanzar la tempestad en
cuyas nubes se acerca el dios colérico. No podrán ayudar a Brunilda, pues deben
obediencia a su padre; ni siquiera pueden proteger a la desventurada Siglinda, que
trastornada por la muerte de Siegmund clama que se la mate. ¡Nadie podrá salvarla!
Las jóvenes guerreras en cabalgata desesperada se pierden en los montes, gritando:
-¡Afuera esa mujer! ¡Que ninguna walkyria la proteja!
Sólo Brunilda, conmovida y resuelta, decide salvarla cumpliendo su promesa al
héroe. Y en medio del fragor de la tormenta que anuncia al dios orienta a Siglinda
hacia el bosque cercano, en donde escondido en una cueva el dragón Fafner guarda el
anillo v los tesoros arrebatados al nibelungo Alberico.
-¡Es cl mejor lugar para protegerte de la cólera de Wotan! Un pacto le impide
combatirlo. ¡Salva a tu hijo, mujer! ¡Será el más valiente de los héroes! Guarda los
fragmentos de la espada Nothung; forjada de nuevo podrá usarla en los combates.
¡Siegfried debes llamar a tu hijo! ¡Que goce en paz de los frutos de la victoria!
Siglinda, animosa y agradecida, huye para salvar a su hijo. Al instante un huracán
se desata en los montes y en medio del trueno se oye la orden de Wotan.
-¡Detente, Brunilda!
Pero, ahora, todas las walkyrias compadecidas izan regresado y la protegen con sus
cuerpos. El dios reclama a la desobediente y perjura; recrimina la debilidad de las
guerreras y exige la presencia de Brunilda. Y ésta aparece, firme y resuelto cl paso.
-¡No serás ya mi mensajera!; ¡no te señalaré héroes en el combate! ¡Ni estarás en
los festines de los dioses! ¡Ni besaré tu boca inocente! ¡Quedas fuera del ejército
divino y expulsada de la raza de los dioses!
Ante tan tremenda condena lloran y ruegan las walkyrias; pero Wotan es inflexible.
Brunilda debe dejar el mundo brillante de los dioses y convertida en mortal deberá
hilar y obedecer a un hombre, siendo el blanco de las burlas. Las walkyrias huyen
desoladas al caer el crepúsculo.
Bajo un cielo limpio ahora de nubes, Brunilda se dirige a su padre con las viejas
palabras del afecto y le recuerda el momento en que el dios, mortificado por Fricka, le
contara sus pesares. Ella sólo ha cumplido los oscuros e inconfesados deseos de su
padre, que no podía realizarlos por su promesa a Fricka.
Pero el primero de los dioses es inflexible en sus designios; reprocha a Brunilda el
amor encendido por el héroe Siegmund que la impulsó a desobedecer su mandato y
alejarla del padre. Sin piedad alguna, ordena que abandone el Walhalla.
Humilde y desesperada, la hija preferida de Wotan le ruega, por último, que si ha
de expulsarla de la raza de los dioses y someterse a un hombre, que éste no sea ni
indigno ni cobarde.
-¡Te someteré a un profundo letargo! ¡El que logre despertarte será tu esposo! - le
replica el dios.
-¡Oye la última súplica que te dirijo! -ruega Brunilda-. Esto imploro de ti- ¡Haz que
ardientes llamas circunden la roca donde duerma
y que devoren a quien se atreva a acercarse! ¡Así sólo el más valeroso de los héroes
logrará despertarme!
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III
SIGFRIDO
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-¡Aparta de mí a esa fiera! -dice temblando Mime acurrucado detrás del hornillo.
-¡Lo traigo para atormentarte mejor! ¡A ver, pregúntale por la espada! -y acerca el
oso, que gruñe, al enano que gime espantado.
-¡Hoy la acabaré de pulir! -asegura.
-¡Aleja a ese animal.
Y Sigfrido riendo quita la cuerda al oso, que escapa de inmediato al bosque. A los
reproches de Mime por haber traído la fiera a la cueva, Sigfrido responde que siempre
siente la necesidad de buscar un compañero mejor que Mime y a quien pueda amar y
sentirse su amigo. Corriendo entre la arboleda del bosque ha hecho sonar su cuerno
llamando al amigo imaginario; sólo el oso salió refunfuñando de los matorrales.
Pero ahora quiere la espada invencible que Mime debe haber forjado. El enano
presenta la hoja reluciente; Sigfrido prueba su punta, luego la blande y la dobla con
sus fuertes manos; los trozos de metal brillan después en el suelo. Y nuevamente su
cólera se despierta. Vive soñando con una espada que resista a sus manos; con ella
podrá matar los dragones y entablar combates contra gigantes sanguinarios;
realizar hechos heroicos y hazañas esforzadas. Sin embargo, no puede hacerlo aún
porque cl arte de Mime no acierta a forjar la espada.
Y Sigfrido reprocha su inhabilidad al enano:
-¡Hasta cuándo has de engañarme, fanfarrón! -grita airado.
Entonces, Mime le reprocha su ingratitud. Ahora es un fuerte y hermoso joven;
pero, ¿quién le cuidó al nacer? ¿Quién le enseñó a andar? ¿Quién guió sus primeros
pasos? ¿Quién le hizo conocer el bosque, distinguir sus hierbas y treparse por los
troncos y cantar con los pájaros? ¿Quién ha velado sus noches, preparado el alimento,
y elegido los frutos silvestres para el niño? ¿Quién? La ingratitud de Sigfrido lo hunde
en la desesperación; mientras Mime trabaja y forja, el joven vagabundea por el
bosque, canta y caza. Sigfrido conoce toda la larga lamentación de Miele; siempre la
ha escuchado desde niño, pues el enano se la repite desde que se dio cuenta de que
podía entenderle. Así ha creído poder obtener el cariño del joven; pero lo único que ha
logrado es su encono y el creciente alejamiento.
La presencia contrahecha del enano, su andar cojo, y su ademán torpe, no despierta
compasión sino irritación en Sigfrido. Le repugna el alimento que le prepara, no
puede conciliar el sueño en el blando lecho que le dispone; siempre ve y siente la
mala intención que mueve al enano y nunca se le apareció leal y bueno. Por eso no
siente afecto hacia él ni podrá sentirlo.
A veces una duda asalta su limpia conciencia de hombre criado en plena naturaleza
-¿Cómo es que huyendo por cl bosque para no estar contigo, vuelvo otra vez a tu
casa?
-Porque estoy cerca de tu corazón -responde Mime.
-No olvides que no puedo sufrirte!
-Eso se debe a tu ferocidad; aún debo suavizar tus impulsos. Así copio los pichones
pían por el nido y los cachorros gimen por sus padres, tú, sediento de cariño, vienes a
mí. Porque yo, Mime, soy para ti como el ave madre para el hijuelo.
-Oye, Mime; si eres ingenioso contesta a esto: los pájaros cantan, se llaman uno al
otro en la primavera. Tú me dijiste que eran macho y hembra. Construyen su nido y
luego incuban los huevecillos; mas cuando nacen los polluelos, los cuidan juntos y los
alimentan. El lobo macho lleva la comida a los cachorros y la hembra los cuida. En
ellos aprendí lo que era el amor y jamás en mis correrías por el bosque robé un
hijuelo. ¿Dónde está tu hembra, Mime, para llamarla madre?
i\ lime se encoleriza y reprocha a Sigfrido su pretensión. -Acaso él es pájaro o un
zorro para ser igual a ellos?
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Pero, entonces, Sigfrido quiere saber cómo es que puede haber un niño sin madre.
Y aunque el enano intenta convencerlo de que él es su padre y su madre a la vez,
Sigfrido no le cree y le recrimina el embuste.
-¡Y los hijos se parecen a los padres! En las aguas claras de los arroyos he visto
reflejarse los árboles, los pájaros, las nubes; allí también contemple mi imagen y me
he visto completamente distinto de ti. Dime, entonces, ¿quiénes fueron mis padres?
Mime intenta disuadirle una vez más, pero Sigfrido salta a su cuello como un tigre
joven. Sólo entonces puede conocer el secreto de su origen.
-Gimiendo encontré en el bosque a una mujer -comienza diciendo el enano; - la
traje junto a mi fragua para calentarla. En este sitio naciste tú. Ella murió y tú te
salvaste. Por ella me fue dado tu nombre; debía imponértelo porque te haría fuerte y
libre.
Y nuevamente Mime quiere repetir la enumeración de sus cuidados y esfuerzos,
pero Sigfrido le interrumpe:
-¡Quiero saber el nombre de mi madre!
-Lo habré olvidado?... Espera... Siglinda creó recordar que fue.
-Y el de mi padre ...
-Qué fue de mi padre?
-Nunca le vi. Tu madre sólo dijo que murió en un combate; como huérfano y
desamparado te recomendó.
-¡Quiero una prueba de todo esto!
Y Mime le muestra los fragmentos de la espada Nothung que el padre de Sigfrido
llevaba al perecer en su último combate.
Una alegría desbordante da paso a la pena en el joven. Con los pedazos de la
espada rota deberá forjar el arma que blandirá en sus luchas. Quiere que Mime los una
y trabaje un arma sin igual. Con ella saldrá del bosque y entrará en el mundo. ¡Cómo
será ele feliz en su libertad! Tal como el pájaro y la alimaña en la selva. Como el
viento que mueve las hojas y el agua que corre en los torrentes. Embriagado con la
esperanza de su liberación corre al bosque llenando el aire con sus gritos de júbilo.
Mime no puede retenerlo a pesar de sus llamadas. Una nueva preocupación se
suma a sus afanes. ¿Cómo podrá unir los pedazos del acero de Nothung? No hay
horno con suficiente calor para ablandarlo ni martillo de nibelungo que venza su
dureza; ni la envidia que devora su alma ni su rudo trabajo de enano tendrán la
suficiente fuerza como para insistir en soldarla.
Además, ¿cómo podrá ahora inducir a Sigfrido a que penetre en la cueva de Fafner
el dragón y entable combate matándolo y muriendo a la vez?
Las lamentaciones de Mime se interrumpen de golpe. Un viajero extraño ha
entrado en su guarida; usa lanza, lleva un manto azul oscuro y un sombrero de anchas
alas cae sobre su ojo tuerto.
Saluda al herrero asustado, que se cree amenazado por un peligro nuevo y no le
ofrece hospitalidad. Pero el viajero le dice palabras significativas al descubrir su
miedo y su turbación: él conoce de todo y nada le está oculto a su saber. ¿Por qué el
enano no intenta ponerlo a prueba? Mime se anima y le formula tres preguntas, apos-
tando su hornillo contra la cabeza del extraño.
-¿Qué estirpe vive en las profundidades?
-Los Nibelungos y Nibelhein es su patria. Son negros y Alberico en un tiempo fue
su rey mediante el poder mágico de un anillo forjado con el oro del Rhin y que le
proporcionó incontables riquezas.
-Mucho sabes, viajero; pero, dime ahora: `qué especie domina en la superficie de la
tierra?
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-La raza de los gigantes, cuya patria es Riesenhein; Fasolt y Fafner fueron los
gigantes que
ganaron el anillo del nibelungo Alberico, y con él su poder. Sin embargo, la
maldición del anillo los llevó a la discordia y a la lucha a muerte.
-¿Qué estirpe habita la región de las nubes? ¡Contesta ahora, viajero!
-Los dioses; su morada es el Walhalla. Wotan los rige y su lanza está hecha de la
rama sagrada del fresno del mundo. En su asta están las "runas", fórmulas misteriosas,
inscriptas, que revelan los pactos convenidos. Quien posea la lanza es dueño del
mundo. Ante Wotan se inclina el ejército de los Nibelungos y la raza de los gigantes
acata sus consejos.
-Viajero: has salvado tu cabeza; sigue, ahora, tu camino -dice el enano.
Pero el extraño, a su vez, quiere poner a prueba el saber del enano; su cabeza ha de
servir de prenda si no logra responder a tres preguntas que el viajero ha de formularle.
Mime con humildad replica que hace tiempo abandonó su patria y se separó de su
madre. La mirada de Wotan un día iluminó su cueva. Empleará todo su ingenio en
salvar su cabeza, pues.
-¿Cuál es la raza que Wotan trata peor y, sin embargo, es la que más ama? -
comienza el viajero.
-La de los welsas. Siegmund y Siglinda, dos
desdichados gemelos, descienden de ella; fueron padres de Sigfrido, el más
poderoso de su raza.
-Resolviste la primera pregunta. Ahora: ¿Qué espada blandirá Sigfrido para matar a
Fafner?
-Nothung se llama la espada. Wotan la hundió en un fresno de donde sólo
Siegmund logró sacarla. Con ella fue al combate contra Hunding, pero Wotan se la
quebró en pedazos. Sus trozos los guarda un hábil herrero, pues con ella, Siete fried,
niño sencillo y osado, vencerá al dragón.
-Eres muy ingenioso; pero, ¿a que no sabes responder quién ha de forjar con los
pedazos de Nothung la futura espada?
Mime no puede contestar a esta pregunta y confiesa su ignorancia, ya que, aunque
es el más sabio herrero, no ha podido forjarla.
Con tono sibilino el extraño le comunica que tal cosa sólo podrá hacerla quien no
sepa lo que es miedo. Y luego agrega:
-Desde hoy tu cabeza está empeñada y la cederás a aquel que nunca sintió el temor.
El nibelungo queda aterrado; el viajero ha desaparecido en el bosque circundante.
Mime se deja caer junto al yunque y medita abatido. Un vivo resplandor y un gran
estruendo le llega desde afuera; es Fafner que pasa hacia su cueva aplastando y
destrozando lo que encuentra a su paso.
El enano, rendido y tembloroso, queda escondido a la espera de Siegfried.
Un grito alegre y juvenil lo vuelve en sí; es el joven que regresa. Al entrar pide la
espada que ya debía haberle trabajado Mime; en ese momento se da cuenta el enano
del oculto sentido de la sentencia del viajero: "Sólo podrá forjarla aquel que no sabe
lo que es miedo". Sigfrido, por lo tanto. De modo que su cabeza de enano está em-
peñada al joven, ¿cómo podrá salvarse si no es infundiéndole miedo, haciéndole
conocer el temor?
No duran mucho las meditaciones de Mime; Sigfrido pide a gritos su espada.
Entonces el enano le dice en tono misterioso:
-¡Es preciso que te enseñe a tener miedo!
-¿Y qué es el miedo? -replica el joven.
-Cuando a la luz del crepúsculo estás solo en lo mas intrincado de la selva, ¿no has
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sentido alguna vez correr un frío aterrador por tus miembros, perturbados tus sentidos,
oprimido el pecho y tembloroso el corazón?
-Con gusto quisiera sentir ese frío y ese temblor. Pero, ¿cómo me lo enseñarás?
-Sígueme -dice artero el enano y lo lleva fuera de la gruta-; aquí cerca hay un
dragón espantoso cuyas víctimas sin innumerables. Fafner y su terrible presencia te
enseñarán a tener miedo.
-¿Dónde está? -pregunta el joven resuelto.
-No lejos del inundo, en una cueva que se llama de la envidia - responde Mime.
El joven se siente dominado por el entusiasmo y en la embriaguez de la lucha
próxima pide la espada.
Asustado, el enano confiesa que no se siente capaz de soldar los trozos de
Nothung. Entonces, Sigfrido resuelve hacerlo él. Entonando un canto alegre y jubiloso
llena de carbón el hornillo y la llama brota viva y ardiente; luego linea los fragmentos
de la espada ante el asombro del viejo herrero, reduciéndolos a polvo, que coloca en
un crisol sobre las ascuas, mientras aviva el fuego con el fuelle.
-¡Nothung! ¡Notliung! -invoca Sigfrido y canta su trabajo mientras sopla el fuelle y
se funde el metal.
-¡Pronto te blandiré, espada mía, Nothung, acero deseado!
El enano perverso y sombrío contempla el triunfo de Sigfrido y trama su muerte.
Lo hará enfrentarse con Fafner alentando su ansia guerrera; que con Nothung mate al
dragón y se apodere del anillo y del casco; pero luego le dará a beber un brebaje que
le producirá la muerte.
El joven sigue absorbido por su tarea y canta:
-¡Forja, martillo mío, forja la resistente espada! ¡Cómo me alegran estas chispas
brillantes! La cólera es un adorno para el valiente.
Sumerge el acero en el agua y se ríe al oír el chisporroteo; en tanto Mime piensa en
la trama que su perfidia prepara.
-¡Nothung, espada envidiada! -grita Sigfrido en su exaltación blandiendo el acero. -
Ya estás otra vez unida a la empuñadura. Rota te encontré; al padre moribundo se le
hizo pedazos. El hijo la ha creado de nuevo; su brillo le sonríe y corta su filo. ¡Otra
vez te di la vida!
Y con ella parte de un golpe el yunque en medio del pavor del enano.
La noche se ha entrado de golpe en la cueva viniendo del bosque. Entre los árboles
los pájaros han enmudecido y las corzas, dobladas sus ágiles patas, descansan en los
matorrales.
Escondido entre los árboles, Alberico el nibelungo, que sigue lamentando el
despojo del anillo y del casco, vaga vigilando al dragón y aguardando al héroe que
vendrá a combatirlo y a vencerlo. Sólo así podrá recuperar su tesoro.
Los murmullos del bosque llegan apagados y la lumbre de las luciérnagas puntea la
noche. Un fulgor potente y extraño atraviesa la masa sombría de los árboles mientras
se levanta un viento borrascoso. Cesa de pronto y la naturaleza queda como en
suspenso. Ante el nibelungo empavorecido se aparece el viajero misterioso; la luz
verde de la luna ilumina el rostro noble de ojo tuerto y aclara la majestad del porte.
Alberico reconoce al extraño y se dirige a él enfurecido:
-¿Tú mismo en persona te atreves a venir?
Pero el viajero sin responder directamente pregunta al enano si acaso se halla en el
bosque guardando la cueva de Fafner. El nibelungo sólo replica reprochando a Wotan,
el extraño viajero, el despojo del anillo y de sus tesoros. El anillo forjado con el oro
del Rhin debe volver a él y fomula la amenaza de asaltar cl Walhalla el día que vuelva
a su poder. Pero el viajero augusto le predice acontecimientos inesperados; el propio
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Canto milagroso colma el pecho de Sigfrido; las caricias paternas nunca sentidas y
las viejas palabras maternas nunca oídas se hacen patentes y cálidas en la mirada
luminosa de Brunilda. Percibe el calor de su aliento y oye el acento de su voz, pero no
entiende el sentido de sus palabras. Sus sentidos están arrobados con la presencia de
ella. Brunilda siente la ternura del héroe, pero le ruega que no se acerque todavía, que
no destruya lo divino de sí misma. Un extraño miedo comienza a invadirla; siempre
fue una diosa y nunca ha sentido tan cercana la influencia de un mortal. De ahí su
angustia y su tristeza.
-¡Cuánto te amo! - exclama el joven.
-¡Oh, si tú me pertenecieras! Un agua agitada ondea frente a mí; sólo veo a esa
oleada de amor. ¡Oh, si sus olas amándome me arrastrasen! ¡Despierta, Brunilda, vive
y sonríe en dulce amor!
-Mágico encanto invade mi pecho -dice Brunilda.
Y luego, en un arranque conmovido, admira al joven héroe:
-¡Tesoro de las más maravillosas acciones! Sonriendo nos perderemos: sonriendo
nos hundiremos. ¡Adiós, Walhalla! ¡Adiós esplendor de los dioses! ¡Muere por cl
amor, generación eterna! ¡Acércate, crepúsculo de los dioses, y que asome la noche de
su destrucción! Para mí brilla ahora la estrella de Sigfrido. ¡Mientras esté vivo el
amor, dulce será la muerte!
-¡Siempre, Brunilda, serás la dicha para mí! -responde el joven-. ¡Mientras luce el
amor, sonríe la muerte!
Y sonrientes y confiados, cara al sol y al cielo que es una vela celeste izada en el
horizonte, inician los jóvenes su idilio puro y transparente.
IV
EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES
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que ocurrirá?
Y la tercera Parca recoge la cuerda y arroja tras sí uno de los extremos mientras
canta:
-Wotan está sentado en su sala del palacio construido por los gigantes, rodeado de
héroes y de dioses. Amontonada está la madera del que fuera fresno del mundo. Si
llega a arder, habrá llegado el momento del fin de la eternidad de los dioses. Seguid
hilando, hermanas.
Recogen la cuerda y la más anciana la ata a la rama. Vuelve a creer que amanece y
como no acierta a distinguir lo pasado, pregunta por la suerte de Loge. La segunda
Parca le responde que el poder de Wotan le obligó a rodear de fuego la roca de
Brunilda; la tercera agrega que los pedazos de la destrozada lanza se los hundió en el
pecho Wotan, brotando de la herida un fuego devorador, en el cual arrojó el dios las
astillas del fresno del inundo.
Si buen hilando las Parcas y la cuerda va y viene; pero la segunda se da cuenta de
que se enrosca con dificultad en la roca y canta:
-Los bordes de la piedra cortan la cuerda; los hilos no se alargan y el tejido está
enredado. Envidioso, lo roe el anillo del Nibelungo y la maldición c e la venganza
destroza las hebras de mi labor.
La tercera Parca recoge precipitadamente la cuerda y la halla demasiado floja. No
le bastará para señalar el Norte; tendrá que tirar de ella. Y al hacerlo la cuerda se
rompe en el medio. Las Parcas asustadas se unen entre sí y se ciñen con los pedazos
de la cuerda.
La noche ha ido poco a poco develándose y el claro día irrumpe por sobre las
montañas.
-¡Se acabó el sabor eterno! -dicen quejum- brosas las Parcas-. ¡Nada podemos
anunciar al inundo! ¡Bajemos al seno de nuestra madre! -y descienden en busca de
Elda.
Con la aurora naciente, Sigfrido y Brunilda salen de la gruta. Brunilda lleva su
caballo de la brida y lamenta tener que abandonarlo. Ha perdido su condición divina
y, con ella, su sabiduría; pero le queda cl amor. Ruega al joven que no la olvide en sus
andanzas por el inundo.
Sigfrido promete vivir para y por Brunilda, y como símbolo de su fidelidad le
regala cl anillo mágico que arrancara de los tesoros del dragón después de matarlo tras
ruda lucha. Narra a Brunilda su hazaña y su júbilo extraño al darse cuenta que
entendía el lenguaje del pájaro guía. Brunilda, en cambio de su obsequio, le regala su
corcel, el mismo con el cual cabalgaba sobre las nubes llevando los héroes muertos en
combates. Por donde vaya, Grane lo conducirá impávido; a través del fuego, del agua,
de la tormenta, del bosque. Sigfrido quiere marchar en pos de hazañas heroicas
llevando el amor y el recuerdo de Brunilda consigo; la joven lo anima y le promete
aguardar su regreso victorioso.
-¡Salud a ti, Brunilda! ¡Estrella luminosa!
-¡Salud a ti, Sigfrido! Luz vencedora!
Y en la mañana transparente se recorta la figura hermosa del joven héroe que se
pierde en la lejanía llevando al caballo de la brida. A la distancia se despide haciendo
sonar su bocina de plata; y los valles repiten agrandado el eco.
Lejos, el Rhin corre presuroso hacia cl mar. Aguas arriba, sobre altas rocas y frente
a bosques tupidos que bordean las márgenes, se alza la vieja morada de los
Guibijundos. En su sala de armas rodean una mesa los dueños de la casa: Gunther,
Gutruna y Hagen.
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La luz del inundo, la alegría de los pájaros, el rumor de las aguas, el temblor del
viento y el susurro de las hojas acompañan el paso del héroe con una sinfonía de
matices sutiles. El canto del hombre llena el ámbito y la naturaleza se sume en
silencio para recogerlo.
Cuando la embarcación llega frente a la casa de los Guibijundos ,los hermanos
miran el paso de Sigfrido por el río; Hagen, desde la orilla, llama al viajero.
-;Dónde vas, héroe insigne?
-A buscar al poderoso hijo de Guibij.
-Te ofrezco su morada - responde Hagen-. ¡Atraca aquí!
Gira Sigfrido su embarcación y salta a tierra con su caballo. Gutruna ha visto al
héroe desde lejos e impresionada por su apostura escapa a su habitación. Sigfrido
pregunta por el famoso Guibijundo cuya fama oyó mentar a todo lo largo de su viaje
por el Rhin.
-¡Yo soy! - dice Gunther.
-Desde muy lejos, en el Rhin, oí alabar tus hechos. Vengo a combatir contigo o a
ofrecerte mi amistad.
Gunther ofrece su amistad y su morada; sus bienes, sus tierras, sus vasallos y aun
su persona. Sigfrido acepta y ofrece lo único que posee: su persona y su espada.
Pero Hagen le recuerda que posee el tesoro del nibelungo, respondiendo el héroe
que todo ello lo dejó abandonado en una gruta, llevando con él solamente el casco,
cuya virtud ignora. Entonces Hagen le hace conocer el mágico poder del casco; con él
puede adoptar cualquier forma y trasladarse donde quiera. Le pregunta luego por el
anillo, respondiendo el héroe que una mujer sublime lo guarda consigo.
En tal instante aparece Gutruna trayendo un cuerno lleno de licor; ante el héroe
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expresa su
bienvenida. Sigfrido bebe dedicando un pensamiento previo a Brunilda y a su
amor; es su primera libación y en ella jura anearla para siempre. Pero después de
haber probado cl brebaje se siente transformado; una súbita pasión por Gutruna lo
domina y bajo su impulso, irreflexiblemente, pide a Gunther se la ceda por esposa.
Ante tal petición el Guibijundo le habla de una mujer que le aguarda dormida en una
roca y cercada por el fuego; su nombre es Brunilda. El héroe parece recordar algo,
pero el licor bebido le impide tener clara su mente. Sólo atina a prometer, cuando
Gunther le habla de la barrera llameante que no podrá pasar, que él, el héroe
invencible, la atravesará y traerá la mujer al Guibijundo, siempre que le conceda a
Gutruna. No le será difícil; utilizará el poder mágico de su casco, tal como se lo
enseñara Hagen.
Sigfrido y Gunther sellan el pacto de la amistad haciéndose una cortadura en sus
brazos y mezclando la sangre en una vasija y luego bebiéndola. Unidos quedan,
entonces, en fraternal amor; si uno de los dos rompe el juramento, la sangre bebida
brotará a torrentes de su pecho.
Hagen no ha querido tomar parte en el juramento; su diabólico plan lo anima en
todo momento. Y es tal la ansiedad que el brebaje provoca en Sigfrido que quiere
partir de inmediato
para conquistar a la mujer que duerme dentro de un círculo de fuego y cedérsela a
Gunther; Gutruna debe ser el premio a su hazaña.
Hagen y Gutruna ven partir a los dos guerreros y mientras la mujer corre a su
cuarto llena ele alegría, Hagen medita en los hechos consumados y se prepara para
apoderarse del anillo del nibelungo que arrancará a Brunilda.
La joven desposada permanece aún en la gruta e donde viera partir a Sigfrido; pasa
sus horas en la espera mirando de vez en cuando el anillo, regalo del héroe. En un
momento dado siente el lejano galope de un caballo que poco a poco va acercándose.
Un instante después oye la voz de su hermana, la walkyria Waltrauta.
-¡Brunilda, hermana! ¿Duermes o estás despierta? ...
Y Brunilda corre a su encuentro con alegría. Supone que sólo por cariño a ella ha
podido quebrantar la prohibición de verla impuesta por Wotan. Y con exaltación le
habla ele su felicidad presente.
-¡El héroe más valiente me ha hecho su esposa! ¿Deseas mi suerte? ¿Quieres
compartir mi dicha? -le pregunta.
-Otra cosa ha sido lo que me ha obligado en
mi angustia a buscarte, desobedeciendo a Wotan.
Y muy preocupada le cuenta que desde que se separó de Brunilda, Wotan no las
conduce al combate; no quiere encontrarse con los héroes del Walhalla. Solo y sin
descanso viaja por el mundo a caballo. Una vez llegó con su lanza rota y, entonces,
ordenó derribar el fresno del mundo y amontonar en el recinto sagrado los pedazos.
Luego convocó a los dioses y a los héroes que acongojados llenaron la estancia.
Sentado, sin probar las manzanas de Holda, mudo e inmóvil, mandó a dos de sus
cuervos a un largo viaje. Una vez volvieron con buenas noticias; luego otra, y fue la
última, y por última vez sonrió el dios eterno. Angustiadas le miraban las walkyrias;
una, Waltrauta, se reclinó en su pecho y entonces murmuró el dios:
-Si Brunilda devolviese el anillo a las hijas del Rhin, libertaría al dios y al mundo
de su maldición. - La walkyria abandonó la asamblea sin ser vista, montó a caballo y a
escape salió en busca de Brunilda. Ya junto a ella le ruega desprenderse del anillo
maldito que luce en su mano y devolverlo a las hijas del Rhin.
-¡Oh!, no sabes lo que para mí representa este anillo -responde Brunilda-.
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Constituye para mí más que las delicias del Walhalla, más que la gloria de los dioses
eternos, porque en él brilla para mí el amor divino de Sufrido. Ve y dile a los dioses
que no lo obtendrán aunque se derrumbe y desaparezca el Walhalla.
E invita a alejarse a su hermana.
-¡Oh, dolor! -dice Waltrauta-. ¡Desgraciada de ti, hermana! ¡Desgraciados los
dioses del Walhalla!
Y sin despedirse de su hermana abandona cl lugar y luego se oye cl galope de su
corcel que se aleja.
Brunilda, de pie en la roca, ve acercarse la noche; el crepúsculo se adensa y su
penumbra hace brillar más las llamas que protegen a la joven En la paz del anochecer
se oye clara y distinta la llamada de Sigfrido; sale gozosa a recibirlo.
Un guerrero aparece; atraviesa sin temor las llamas y se adelanta a Brunilda; es
Sigfrido con su casco, pero bajo la apariencia de Gunther.
-¡Brunilda! ¡Hasta aquí vino quien no terne al fuego! ¡Sígueme y sé mi esposa!
-¡Traición! -grita Brunilda-. ¿Quién eres? Sólo un brujo pudo escalar la piedra.
¡Volando llega un águila a despedazarme! ¿Quién eres tú, horrible aparición? ...
-Gunther, un Guibijundo - responde Sigfrido.
-¡Wotan, dios cruel! ¡Comprendo ahora tu venganza! -gime Brunilda-. ¡Me
entregas al dolor y a la vergüenza!
-Contigo he de desposarme en tu morada -agrega el guerrero.
Grita horrorizada Brunilda y le amenaza con el poder de su anillo. El guerrero se
arroja sobre ella y se lo arranca mientras la joven cae rendida por la lucha.
-¡Ya eres mía, Brunilda, esposa de Gunther! -le dice el guerrero y la obliga a entrar
en la gruta con ademán imperioso.
A solas el falso Gunther dice mirando su espada:
-Ahora, Nothung, eres testigo de que honestamente logré a esta mujer guardando
fidelidad al hermano.- Y penetra decididamente en la gruta.
El Rhin se ilumina con la luz lunar y las aguas marchan murmujeando a través de
las tierras boscosas de la vieja Germania. Aguas arriba, frente a la morada de los
Guibijundos, Hagen está dormido en su umbral. Ante él, Alberico, el rey de los
nibelungos, se ha aparecido y sentándose le habla así, en sueños:
-¿Duermes, Hagen, hijo mío?
-Te oigo, enano - responde sin moverse Hagen.
Y el nibelungo con voz cargada de odio le incita a proseguir en su aversión a la
alegría y a la gente jovial; de ese modo podrá amarle mejor a él, que es su padre.
Luego le cuenta cómo un welsa, de la estirpe de Wotan, ha derrotado al dios y cómo
toda la generación de los dioses ve acercarse s u próximo fin. La herencia del mundo
será de ellos si Hagen le es fiel. El welsa rompió la lanza de Wotan después de vencer
al dragón; ante ese héroe se postra el Walhalla y el país de los nibelungos. Pero ese
héroe ignora el valor del anillo que posee; sonríe y sólo vive para el amor. Es
necesario recobrar ese anillo, pues ahora lo posee una mujer, Brunilda, y hay que
evitar que ella le aconseje que lo devuelva a las ondinas del Rhin. Es preciso que antes
lo recobre Hagen. Y el enano hace jurar en sus sueños a Hacen, desapareciendo luego
y hundiéndose en las sombras.
Amanece. Las brumas se alejan y brillan las aguas del río a la luz del alba.
Abriéndose paso entre los matorrales de la ribera aparece Sigfrido, que llega
presuroso en busca de Gutruna. Sale al encuentro Hagen y el joven héroe le cuenta el
episodio de los desposorios falsos con Brunilda bajo la apariencia de Gunther, el rapto
de la misma a través de las llamas y su entrega al Guibijundo. Anuncia que navegan
por el Rhin en dirección a la vieja morada de Gunther y recomienda que se reciba con
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gran alegría a los desposados. Luego se dirige gozoso en busca de Gutruna. Hagen, de
pie en la altura de las rocas que bordean el castillo, hace sonar un cuerno de asta de
toro y convoca a los vasallos de Guibij. Desde las cumbres y los llanos empiezan a
llegar guerreros armados que averiguan el porqué de la llamada de Hagen.
-Estad sobre aviso; debéis recibir a Gunther que se ha desposado y conduce a su
morada a una hermosa mujer. Debéis hacer inmolaciones a los dioses. Vuestros
mejores bueyes a Wotan para que vea correr la sangre; ovejas a la diosa Fricka para
que haga feliz la unión, y un jabalí al dios de la alegría.
-¿Qué haremos después de inmolar?
-Tomad los vasos que os ofrecerán hermosas mujeres, llenos cíe hidromiel, y bebed
hasta embriagaros; todo en honor de los dioses y de los desposados.
Se oyen exclamaciones de alegría, fuertes risas y gritos de salutación. Divisase a lo
lejos la barca que conduce a Brunilda y a Gunther; cuando está frente a la casa
algunos vasallos se lanzan al agua y la amarran. Los otros cruzan las armas, en tanto
las mujeres se asoman a la entrada de la casa de los Guibijundos. De ella salen
Sigfrido y Gutruna a saludar a Gunther y su esposa, y Brunilda al verlos se siente
desfallecer, provocando con ello el asombro de los presentes.
Frente a Sigfrido, en vano intenta Brunilda despertar en él los dormidos recuerdos
y sólo oye palabras de alejamiento y de olvido. Pero cuando reconoce en su mano el
anillo de los nibelungos que le fuera arrancado en la malhadada noche pasada, por el
presunto Gunther, su indignación es tan grande como su desesperación. Con palabras
temblorosas exige de Gunther una explicación. Si él se desposó con ella y le arrancó
el anillo, ;cómo es que ahora está en poder de Sigfrido?
Los vasallos oyen las protestas emocionadas de Brunilda y se agrupan
amenazantes. Hagen cree llegado el mejor momento y aprovechando la angustiosa
actitud de Brunilda, el olvido de Sigfrido y la confusión evidente de Gunther, acusa al
joven welsa ele traidor y perjuro. Pero los vasallos preguntan a quien se hizo traición
y cómo.
Presa de un tremendo dolor y agitada por los sollozos, Brunilda clama a los dioses
por la ignominia que sufre; ella, que no se conmovió ante la petición ele Waltrauta
que le transmitió cl oculto deseo de Wotan cíe que salvara al Walhalla devolviendo el
anillo al Rhin, y que se negó a rescatar al inundo de los dioses de su disolución; ella,
que condenó a Wotan a morir y que perdió toda su ciencia al desposarse con un
mortal, ahora vuelve su rostro desesperado a los divinos seres del Walhalla. En vano
Gunther intenta calmarla; Brunilda lo rechaza y lo acusa, a su vez, de traidor, de
traidor de sí mismo, y ante el estupor de los oyentes confiesa que está desposada con
Sigfrido y no con Gunther. Los vasallos y las mujeres se miran asombrados y se
indignan cuando Brunilda acusa ahora a Sigfrido de haber faltado al juramento de
fidelidad a Gunther. Y ante la exigencia de los guerreros, Brunilda y Sigfrido juran
sobre la punta de la lanza de Hagen; Sigfrido afirmando que no faltó al juramento.
Brunilda asegurando que fue perjuro.
En medio de la confusión Sigfrido invita a los guerreros a no dejarse llevar por
maniobras de mujeres. Los invita a proseguir el banquete y antes de salir, lleno de
alegría, con Gutruna, se acerca a Gunther y en vez baja le confiesa el temor de que
Brunilda lo haya podido reconocer a pesar del casco mágico.
Brunilda lo ve salir con profunda pena, y Gunther, que no ha podido aclarar nada
ante sus vasallos, queda lleno de vergüenza junto a ella y Hagen.
La dolida esposa lamenta su suerte y llora la pérdida de su sabiduría; las llamas de
Loge la protegían en la roca aislada de toda decadencia, pero al arrancarla Sigfrido de
allí y arrastrarla a la llanura la ha despojado de todo poder divino y convertido en una
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revolotean sobre el héroe; éste se incorpora y los sigue con la mirada sin comprender
su anuncio. Y en ese instante, vuelta su espalda a Hagen, recibe el golpe de lanza a
traición. Gunther y los cazadores miran aterrorizados mientras Sigfrido se desploma.
-¡Tomo venganza de un perjuro! -dice, y abandona cl lugar.
Gunther, conmovido frente a los vasallos contristados, sostiene a Sigfrido. Un
silencio enorme se ha extendido sobre los hombres y la tierra. El héroe agoniza, y en
su morir va recobrando su recuerdo y palabras ele amor para Brunilda van brotando
de su garganta.
-¡Brunilda, esposa sagrada! ¡Despierta, abre tus ojos! ¡Oh, esos ojos tuyos; quién
me diera verlos siempre abiertos! ¡Oh, muerte dulce!... ¡Brunilda me saluda
amantísima!
Los guerreros han colocado el cuerpo moribundo sobre el escudo y marchan a
través de la selva en fúnebre cortejo; la noche se ha volcado sobre la naturaleza; la
luna se asoma por entre la fronda de los árboles y su fría y verdosa lumbre aclara el
sendero. La bruma ha descendido sobre el Rhin y el silencio pesado de los duelos vela
al héroe.
En la morada de los Guibijundos las mujeres esperan. El río brilla a lampazos
cuando la luz de la luna rompe la niebla. Gutruna ha salido al sentir el relincho del
caballo de Brunilda que se dirige al río; en la oscuridad siente crecer su miedo. Luego
la voz de Hagen le llega desde cerca:
-¡Despertad! ¡Traed luces y alumbrad! ¡Traemos un buen botín de caza! ¡A su casa
vuelve el héroe! ¡Salúdalo, Gutruna!
Los vasallos y las mujeres han salido con hachones encendidos al encuentro del
cortejo. Gutruna ve inanimado a Sigfrido e increpa a sus hermanos por el asesinato
que adivina. Gunther se defiende y Hagen se vanagloria de su crimen; a gritos exige el
precio de la muerte: el anillo del nibelungo. Gunther, entonces, lo acusa de querer
despojar a Gutruna de su herencia; se traban en lucha los hermanos y Gunther muere
en manos de Hagen en medio del horror de los cazadores. Luego se lanza sobre el
cadáver de Sigfrido para arrancarle cl anillo; pero la mano del muerto se alza
amenazadora.
-¡Cesad en vuestros llantos! ¡Su esposa llega a vengar la traición! -se oye
dominadora la voz de Brunilda. Ante ella Gutruna la acusa de ser la causa de las
desventuras; pero Brunilda proclama su derecho de esposa única y primera. Y con
ademán majestuoso se dirige a las demás mujeres:
-¡Alzad una pira a orillas del Rhin y que sus altas llamas se eleven brillantes
porque han de consumir al más sagrado de los héroes! ¡Traed su corcel!
Los jóvenes y las mujeres levantan la pira y la adornan con flores y tapices; luego
los guerreros llevan el cuerpo de Sigfrido, y Brunilda le saca el anillo. Ella lo
devolverá a las ondinas del Rhin. De las cenizas lo recogerán, pues Brunilda quiere
arder en los leños que consumen el cuerpo del héroe. Conmovida y fuerte toma una
antorcha y pone fuego a la pira. Invoca a los cuervos sagrados de Wotan y los
conmina a que narren a su señor los dolores padecidos y, al pasar por la roca que aún
vela Loge, le ordenen que regrese al Walhalla. Los cuervos remontan vuelo y
entonces Brunilda se dirige a los mortales que han presenciado su padecer.
-¡Raza poderosa de los hombres! ¡Vida en flor,
que veréis a Sigfrido y a Brunilda consumidos por las llamas y devuelto el anillo al
Rhin! ¡Mirad hacia el norte! ¡En la oscuridad de la noche veréis brillar en el cielo un
resplandor vivísimo; es un incendio de llamas aterradoras que no olvidaréis jamás!
¡Es el ocaso de los dioses, el fin del Walhalla que se desploma bajo la llama del fresno
del mundo! Quedareis sin dioses y sin dominadores. Pero en cambio yo os daré el
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Fin
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