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El ascenso de la
Horda
Warcraft: World of Warcraft -
02
ePub r1.0
Titivillus 04.05.16
Título original: The Rise of the Horde
Christie Golden, 2007
Traducción: Álex Fernández de Castro
—¿Qué?
El grito de indignación de Ner’zhul
hizo que Gul’dan, su aprendiz, se
estremeciera. Durotan no se inmutó.
—He liberado al profeta Velen —
dijo el líder del clan Lobo Gélido
tranquilamente.
—¡Las órdenes eran hacerlo
prisionero, a él y al resto! —La voz de
Ner’zhul sonaba más fuerte con cada
palabra. Había sido tan sencillo, tan
fácil. ¿En qué estaba pensando Durotan?
¡Había desechado esta oportunidad
como se hace con los huesos una vez
devorada toda su carne! ¿Cuánta
información podrían haber conseguido
de Velen? ¿Qué tipo de poder de
negociación sobre los draenei habría
comprado?
Pero este pensamiento fue
rápidamente eclipsado por el abrumador
horror con el que Kil’jaeden iba a
reaccionar. ¿Qué haría cuando supiera
que Velen no había sido capturado? El
bello ser se había quedado,
aparentemente, complacido ante la
perspectiva cuando Ner’zhul le explicó
el plan. Enardecido por el orgullo de su
ingenio, pensando que la victoria estaba
asegurada, Ner’zhul se había atrevido a
ofrecerle a Velen como regalo a
Kil’jaeden. Ahora, ¿qué iba a suceder?
El chamán no pasó por alto el hecho de
sentir miedo en lugar de disgusto al
llevarle noticias decepcionantes.
—Me pusiste a cargo de la captura y
los capturé —contestó Durotan—. Pero
no hay ningún honor al capturar a un
prisionero que se entrega por voluntad
propia. Querías que fuéramos fuertes
como pueblo, y no como clanes
individuales, pero no podemos serlo sin
un código de honor que sea inviolable,
es decir…
Durotan continuó hablando con su
ronca y profunda voz, pero Ner’zhul ya
no lo escuchaba. En ese instante, en ese
momento congelado en el tiempo,
Ner’zhul se dio cuenta, de repente, de
que Kil’jaeden no sería el benévolo
espíritu que parecía ser. Durotan,
perdido en sus propias palabras
mientras explicaba la naturaleza de su
decisión, no advirtió la falta de atención
del chamán. Pero Ner’zhul sitió la
mirada de Gul’dan sobre él y otro miedo
brotó en su interior, el de que Gul’dan
fuera testigo de sus primeros indicios de
duda.
¿Qué es lo que debería hacer?
¿Cómo puedo servir mejor?
¿Por qué Rulkan no se me aparece
más?
Parpadeó y volvió en sí mismo
cuando se dio cuenta de que Durotan
había dejado de hablar. El gran líder del
clan estaba mirando atentamente a
Ner’zhul, esperando que el chamán
hablara.
¿Cuál es la mejor forma de manejar
esto? Durotan estaba bien considerado
entre los clanes. Si Ner’zhul castigaba a
Durotan por su decisión, serían muchos
los que responderían con simpatía por el
clan Lobo Gélido. Podría abrirse una
pequeña brecha en la nación orco unida
que había intentado hacer… la Horda.
Por otro lado, si tolerase los actos de
Durotan, sería un duro golpe y un insulto
a los que habían apoyado fervientemente
su posición de que los draenei debían
morir.
No podía decidirse. Miró fijamente
a Durotan, que comenzó a fruncir el
ceño ligeramente.
—Mi maestro está tan dominado por
la ira que no puede hablar, —dijo
Gul’dan con su suave voz. Tanto Durotan
como Ner’zhul se volvieron para mirar
al joven chamán—. Has desobedecido
una orden directa de tu líder espiritual.
Vuelve a tu campamento, Durotan, hijo
de Garad. Mi maestro te enviará pronto
una carta para trasmitirte su decisión.
Durotan miró a Ner’zhul; su cara
mostraba claramente su antipatía por
Gul’dan. Ner’zhul se recompuso, tomó
coraje y esta vez, cuando buscó las
palabras, las encontró.
—Vete, Durotan. Me has disgustado
y, aún peor, has disgustado al ser que
tanto nos ha ayudado. Tendrás noticias
mías muy pronto.
Durotan hizo una reverencia, pero no
se marchó inmediatamente.
—Hay una cosa que te traigo —dijo.
Le ofreció un pequeño bulto a Ner’zhul.
El chamán lo aceptó con manos
temblorosas y esperó desesperadamente
que ambos, Durotan y Gul’dan,
interpretaran el temblor como un
síntoma de furia en lugar de miedo.
—Se lo quitamos a los prisioneros
—continuó Durotan—. Nuestro chamán
cree que deben de tener algún poder que
podríamos usar en contra de los draenei.
Vaciló un momento más, como
esperando alguna palabra más de
Ner’zhul. Cuando el silencio se
prolongó por mucho tiempo y se hizo
incómodo para todos, volvió a hacer una
reverencia y se marchó. Por un largo
momento, ni el maestro ni el aprendiz
hablaron.
—Maestro, por favor, perdone mi
interrupción. Vi que estaba tan abrumado
que no podía hablar y temí que el niño
Lobo Gélido malinterpretase su ira por
indecisión.
Ner’zhul le lanzó una mirada
inquisitiva. Las palabras sonaban
sinceras. El rostro de Gul’dan también
parecía sincero. Aun así…
Hubo un tiempo en el que Ner’zhul
hubiera confesado sus dudas a su
aprendiz. Había confiado en él y lo
había instruido durante años.
Pero en aquel momento, atormentado
por la incertidumbre, como intentando
avanzar con el viento en contra,
Ner’zhul tenía una cosa muy clara. No
quería que Gul’dan viera ningún rastro
de debilidad en él.
—De hecho, estaba abrumado de
rabia —mintió Ner’zhul—. El honor no
sirve de nada si hiere a tu gente.
Se dio cuenta de que estaba
agarrando fuertemente el fardo que le
había dado Durotan. Gul’dan estaba
mirándolo con ansia.
—¿Qué le ha traído Durotan para
tratar de calmar su enfado?, —preguntó
Gul’dan.
Ner’zhul lo miró con aire de
superioridad.
—Lo examinaré yo primero y se lo
mostraré a Kil’jaeden, aprendiz —dijo
con frialdad. Estaba esperando una
reacción y temía verla.
Por un breve instante, un sentimiento
de odio se dibujó en el rostro de
Gul’dan. Entonces el joven orco hizo
una reverencia y dijo compungido:
—Sin lugar a dudas, maestro. Ha
sido muy arrogante por mi parte esperar
algo así; no siento más que curiosidad, y
nada más, por saber si el jefe de los
Lobo Gélido ha traído algo de valor.
Ner’zhul se mostró menos
intransigente. Gul’dan lo había servido
bien y lealmente durante muchos años y,
de hecho, sería su sucesor cuando
llegase el momento. Estaba
sobresaltado.
—Por supuesto —dijo Ner’zhul más
cortésmente—. Ye te explicaré si
aprendo algo. Después de todo, tú eres
mi aprendiz, ¿no es así?
Gul’dan recuperó la compostura.
—Lo serviría en lo que hiciera falta,
maestro. —Más contento, volvió a
inclinarse y dejó a Ner’zhul solo.
Ner’zhul se sentó pesadamente sobre
las pieles que le servían de cama.
Acomodó el fardo sobre su regazo y
rezó una oración a los ancestros para
agradecer el hecho de que, aunque
Durotan no había entregado al líder de
los draenei, quizás había conseguido
obtener algo de valor.
Respiró hondo, desenrolló el
paquete y se quedó boquiabierto. Eran
dos gemas envueltas entre suaves pieles.
Con cautela, Ner’zhul tocó la de color
rojo y volvió a inspirar profundamente.
Energía, excitación y una sensación
de poder corrieron a través de él. Sus
manos ardían en deseos de agarrar un
arma y, aunque no había tenido la
necesidad de hacerlo durante años,
anhelaba golpear algo. De alguna
manera sabía que, llevando este cristal
consigo, su propósito sería verdadero.
¡Menudo regalo para los orcos! Tendría
que ver cómo podría utilizar esta
caliente y roja pasión para luchar, que se
escondía en el interior de la piedra, para
sus propósitos.
Le supuso un gran esfuerzo de
voluntad poder separarse del cristal
rojo. Respiró profundamente, tratando
de calmarse a sí mismo mientras su
mente se aclaraba.
La amarilla sería la siguiente.
Ner’zhul la agarró. Entonces, tenía
una ligera idea de lo que podía suceder.
De nuevo, sintió cómo emanaba calor y
una sensación de poder. Pero, esta vez,
no hubo excitación ni urgencia. Mientras
sostenía el cristal amarillo, su mente se
aclaró y comprendió que hasta ahora
había visto las cosas como desde un
valle lleno de niebla. No pudo encontrar
las palabras para describirlo, pero
sintió una pureza, una claridad, una
precisión para con todo. De hecho, fue
tan vivo, tan claro, que Ner’zhul empezó
a percibir esa apertura de su mente de
una forma dolorosa.
Dejó caer el cristal sobre su regazo.
Su brillante y afilada claridad se
desvaneció un poco.
Ner’zhul sonrió. Si no tenía al
mismísimo Velen como regalo para
Kil’jaeden, como mínimo podía
ofrecerle esos preciosos objetos para
calmar la ira del magnífico ser.
Kil’jaeden estaba furioso.
Ner’zhul temblaba por la ira y,
postrado sobre la tierra, murmuraba:
—Perdóneme… —mientras
Kil’jaeden ardía en cólera. Cerró los
ojos, anticipando un dolor como el que
nunca había experimentado, cuando la
rabia cesó de repente.
Con cautela, Ner’zhul se arriesgó a
mirar a su benefactor. Kil’jaeden se
mostraba, una vez más, sereno,
equilibrado y tranquilo, y como bañado
en un resplandor.
—Estoy… decepcionado —
murmuró el Más Bello. Cambió el peso
de su cuerpo de una de sus enormes
pezuñas a la otra—. Pero sé dos cosas.
El líder del clan Lobo Gélido es el
responsable. Y tú nunca, nunca más,
volverás a confiarle una tarea
importante como ésta.
Una sensación de alivio recorrió el
cuerpo de Ner’zhul y, de lo poderosa
que fue, casi se desmaya.
—Por supuesto que no, mi señor.
Nunca más. Y… encontramos estos
cristales para usted.
—Son de poca utilidad para mí —
dijo Kil’jaeden. Ner’zhul se estremeció
—. Pero creo que tu gente los encontrará
muy útiles en su lucha contra los
draenei. Porque ésa es vuestra lucha,
¿no es así?
El miedo volvió a golpear
fuertemente el corazón de Ner’zhul.
—¡Sin lugar a dudas, señor! Es la
voluntad de los ancestros.
Kil’jaeden lo miró por un momento,
sus brillantes ojos emanaban llamas.
—Ésa es mi voluntad —dijo
simplemente, y Ner’zhul asintió
frenéticamente.
—Por supuesto, por supuesto, ésa es
su voluntad, y lo obedeceré en todas las
cosas.
Kil’jaeden parecía satisfecho por la
respuesta y asintió con la cabeza.
Entonces se marchó y fue cuando
Ner’zhul se hundió, limpiándose la cara
húmeda con el sudor del terror.
Por el rabillo del ojo vio cómo se
movía algo blanco. Gul’dan lo había
visto todo.
Agazapado en la oscuridad de un
recodo del túnel, Gul’dan escuchaba los
sollozos de su maestro y sonrió para sus
adentros.
Kil’jaeden agradecería la
información.
CAPÍTULO
DOCE
T odos somos débiles, de una
manera o de otra. No importa la
especie. Algunas veces esta debilidad
es fortaleza disfrazada. Algunas otras
es nuestra más profunda perdición.
Otras, las dos cosas. El hombre sabio
entiende su debilidad e intenta extraer
una lección de ella. El tonto deja que
la debilidad lo controle y lo destruya.
Otras veces, el hombre sabio es un
tonto.
Viejo amigo,
Estoy seguro de que no es ninguna
sorpresa para ti saber que estás siendo
observado. Te van a asignar una tarea,
una que saben que eres capaz de
completar. Así debes hacerlo. No sé
cuáles podrían ser las consecuencias si
no lo haces, pero me temo lo peor.
Aliados.
Necesitaban aliados.
Gul’dan se preguntaba cómo podía
ser que Kil’jaeden no lo hubiera
previsto. Los orcos eran poderosos,
desde luego, especialmente cuando los
controlaban y dirigían correctamente.
Durante los largos meses, casi un año
desde entonces, en que esta guerra se
extendía, no habían hecho más que
acentuar su poder. Sus más brillantes
cerebros habían estado trabajando para
entender la tecnología de los draenei lo
mejor posible. La construcción de una
fortaleza central había comenzado,
Gul’dan la llamaba la Ciudadela, donde
un ejército permanente podía ser
convenientemente acuartelado,
entrenado y equipado. Nunca antes, los
orcos habían intentado hacer algo como
esto y Gul’dan estaba orgulloso de haber
sugerido esta idea. Había guerreros,
chamanes —ahora brujos, por supuesto
—, curanderos y artesanos. Los tres
primeros grupos tenía roles muy claros y
no les faltaba oportunidad para poner en
práctica sus deberes. Los artesanos
contribuían de formas muy dispares,
fabricando nuevas armaduras y armas
que ayudasen a aquéllos que tenían la
gloria de asesinar a los draenei hasta
que sus cuerpos quedaban salpicados y
pegajosos de sangre.
Algunos se referirían a ellos como
una clase inferior de orcos. En privado,
Gul’dan pensaba de igual forma. Pero
era lo suficientemente listo como para
saber que su trabajo, nada atractivo y
difícilmente reconocible por el resto,
era tan necesario como la capacidad de
matar de un guerrero o la maestría con
los hechizos de un brujo.
Ningún guerrero o brujo hubiera
llegado tan lejos sin aquéllos que les
suministraban comida, refugios y armas.
Por esa razón, Gul’dan había
interpretado el papel agradeciendo en
público el trabajo de los artesanos y,
como resultado, éstos trabajaban mucho
más duro que antes y mejoraban
continuamente.
Pero aunque todos los miembros de
cada clan trabajaban tan duro como
podían —y Gul’dan tenía espías en cada
uno de los clanes para estar seguro de
eso— no iba a ser suficiente. La toma de
Telmor había sido sorprendentemente
fácil y el empuje de moral que les
proporcionó fue enorme. Pero Gul’dan
era consciente de que la victoria de la
Horda se debía en buena medida a la
suerte. Nadie en la ciudad escondida
creyó por ningún momento que fueran a
ser encontrados e invadidos en cuestión
de horas. Se creían completamente a
salvo, protegidos por la magia de la
piedra verde —apodada ahora por
Gul’dan como Sombra de Hoja— que
los había mantenido ocultos a los ojos
de los ogros, primero, y a los de los
orcos después. Una victoria tan sencilla
no volvería a repetirse. ¿Cómo
podría…?
—Ogros —dijo en voz alta
meditabundo. Se tocó la barbilla con
uno de sus afilados dedos—. Ogros…
—¡Me niego rotundamente! —gritó
Puño Negro. Recorrió la distancia que
había entre él y Gul’dan con sólo dos
zancadas. Tan cerca, la diferencia de
estatura entre los dos era escandalosa.
Gul’dan tuvo que sacar a relucir toda su
bravura para no dar un paso atrás
asustado ante la terrible cara de Puño
Negro, ahora a unos pocos centímetros
de la suya.
—No te alteres, Puño Negro —le
dijo Gul’dan con un tono de voz
tranquilizado—. Cálmate y escucha lo
que voy a decirte. Tú serás el que más
beneficiado salga de esto, después de
todo.
Ya lo tenía. Puño Negro gruñó,
resopló y dio un paso hacia atrás.
Gul’dan hizo todo lo que pudo para no
parecer aliviado.
—Son roña —dijo gruñendo Puño
Negro—. Han sido enemigos de los
orcos desde hace mucho tiempo. Mucho
más que los draenei, y con una razón
mejor. ¿Cómo voy a sacar beneficio de
esto?
Directo al grano, pensó Gul’dan con
satisfacción. Había juzgado a Puño
Negro correctamente.
—Todavía hay algunos que
murmuran que no fuiste elegido
justamente —le dijo Gul’dan—. Si
consigues hacer esto, no hará más que
aportar más gloria a tu nombre.
Puño Negro entrecerró los ojos en
señal de desconfianza.
—Tal vez —admitió—. Pero
¿tolerarán esto los orcos?
Gul’dan se permitió una sonrisa.
—Lo tolerarán si les decimos que lo
toleren —le contestó.
Puño Negro inclinó la cabeza hacia
atrás y profirió una sonora carcajada.