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José María Heredia

( 1803 - 1839 )

J o sé M a r ía H e r e d ia es el testimonio incontestable de como las circuns­


tancias pueden llevar a fijar un destino. Dentro de la obligada serie de
paralelos, proximidades y diferencias entre Bello, Olmedo y Heredia, éste,
que nace ya en el nuevo siglo, tuvo una vida mucho más breve que los
otros dos (no alcanzó los 36 años) y tampoco tuvo la fortuna de ver a
su patria libre. Sin embargo, o quizás por ello, el tema patriótico tiene
en Heredia una persistencia que, naturalmente, no tiene en Bello y Olme­
do. Bien es cierto que el tema patriótico aparece en Heredia como nos­
talgia, como corriente motivo para execrar a los tiranos (políticos y re­
ligiosos), como ansia de libertad para Cuba. Agreguemos, en fin, un
temperamento ardiente, que, ante la imposibilidad de éxito, por un lado,
y obligado, por otro, debe resignarse a vivir fuera de la patria. Fuera de
ella pero siempre cerca (Estados Unidos y México), como si, aún en las
circunstancias adversas, en la dureza de los climas y en la salud delicada,
alentara siempre la esperanza de una Independencia que, por lo visto,
debía obtenerse muchos años después.
La relativamente breve vida de Heredia es la vida de un hombre a
quien las vicisitudes — repito— obligaron desde temprano al camino del
destierro. El destierro, sobre todo en los largos años de México, hace
que allí pueda desarrollar una fecunda campaña de magistrado, jalonada
con cargos de importancia en la naciente República Mexicana. Pero es
justo decir que su pensamiento estuvo siempre en Cuba, en su patria,
tal como se trasunta en sus poesías, y tal como se ve con claridad en
las nutridas páginas de su epistolario, aparte de otras muestras menos
persistentes.
Unos pocos datos biográficos. José María Heredia nació en Santiago
de Cuba, el 31 de diciembre de 1803. Con motivo de diversos cargos de
su padre, el magistrado José Francisco Heredia, José María realizó estu­
dios en Caracas, México y La Habana. Aquí, en 1821, se recibió de
bachiller en leyes, y, en 1823, de abogado en la ciudad de Santa María
de Puerto Príncipe. Poco después, acusado de conspiración, como miem­
bro de los “Caballeros racionales” , abandonó Cuba.
Se dirigió a los Estados Unidos, y en el norte vivió en Boston, en
Nueva York y en el Estado de New Haven. En 1825, como sufría
horriblemente el frío de los Estados Unidos, se dirigió a México. Allí
fue bien acogido por el Presidente Guadalupe Victoria e inició una serie
de cargos públicos que sólo cesaron con su muerte. En México se casó
con Jacoba Yáñez (1827). En este país dirigió una serie de periódicos
(El Iris, de México; La Miscelánea, de Tlalpam; El Conservador, de To-
luca). Heredia murió en México, el 7 de mayo de 1839.
La supervivencia literaria de Heredia se apoya en sus obras poéticas,
en particular lo que significan como difusión las dos ediciones publi­
cadas en vida del autor (1• ed., Nueva York, 1825; 2? ed., “ corregida y
aumentada”, Toluca, 1832, 2 tomos). Aunque este fundamental sector
sigue siendo la base de su prestigio, mucho se ha hecho en nuestro siglo
por llamar la atención sobre las virtudes críticas de Heredia. De tal
manera, no resulta en nuestros días exagerado asignarle un lugar de
privilegio entre los críticos de lengua españoles anteriores a Menéndez
Pelayo.
Los artículos críticos de Heredia nos llevan, claro está, a su prosa.
Y dentro de la prosa, aunque en lugar inferior, hay que colocar sus dis­
cursos y escritos políticos, así como su interesante epistolario. En cambio,
no ha sobrevivido mayormente la producción dramática del poeta cuba­
no. Dejemos a un lado que esta labor se reduce, prácticamente, a traduc­
ciones y “ arreglos” (algunos de ellos, perdidos). Lo concreto es que
este sector no se diferencia de la letra muerta que caracteriza a tantos
intentos semejantes y contemporáneos a los de Heredia.
La obra lírica de Heredia se centra en unos pocos años. De 1817 son
los primeros poemas conocidos a los que el autor confiere alguna ma­
durez. (Esto deja fuera composiciones escolares —alguna de 1813— y
primeros ensayos y fábulas). Pero de 1817, o, mejor aún, de 1819, es
lícito hablar de decoroso comienzo, tal como el propio Heredia lo reco­
noció al reunir la edición de Nueva York. Por otro lado, la edición de
Toluca, de 1832, nos da casi toda su obra lírica: faltan sólo los Ultimos
versos, publicados en el Noticioso y lucero, de La Habana (25 de octu­
bre de 1839), y alguna otra composición suelta.
Las fechas citadas subrayan con nitidez lo que digo. Permiten, a su
vez, comprender por qué no hay en su poesía cambios fundamentales,
aunque haya diferencias e incorporaciones que no pueden olvidarse. En
este sentido, las dos ediciones mencionadas (la de Nueva York, de 1825,
y la de Toluca, de 1832) constituyen elementos ineludibles para el estu­
dio. Lo son porque, como señalo, abarcan la casi totalidad y lo esencial
de su obra, y porque, sin mostrar cambios rotundos, permiten descubrir,
aparte de las incorporaciones, variantes en relación a las poesías publi­
cadas en la edición de 1825. Tal el caso, importante en tazón de la tras­
cendencia de los poemas, Niágara y En el teocalli de Cholula. La edición
de 1832 presenta como aportes valiosos, en cotejo con la primera edición,
algunas poesías como las tituladas La vuelta al sur y A la estrella de
Venus. Vero, en general, no ofrece, repito, novedades extraordinarias.
Las poesías que han cimentado el prestigio literario de Heredia son,
indudablemente, Niágara y En el teocalli de Cholula. El canto al Niágara
es el poema que mejor brilla en la edición de 1825, pero creo — de acuer­
do con Menéndez Pelayo, Chacón y Calvo, y muchos otros— que la poe­
sía que nos da más acabadamente la dimensión de Heredia es En el teo­
calli de Cholula, tal como la leemos en su versión definitiva (la de 1832).
Con todo, y para no perdernos en gratuitos torneos, cabe admitir que los
dos reflejan las mejores virtudes poéticas de Heredia.
El Niágara fue escrito por Heredia en 1824, después de conocer los
famosos saltos. Está probado que, entre otras cosas, influyó en la curiosi­
dad y deseo de Heredia la lectura de Atala, de Chateaubriand, en cuyo
epílogo aparece una muy conocida descripción de las cataratas. Pero la
contemplación directa de los saltos, al superar ostensiblemente la visión
literaria, determinó un rapto de entusiasmo y la inmediata elaboración
del poema.
El punto de partida y leitmotiv de la obra está en la descripción del
torrente y su posterior caída. Pero, no menos, el canto exalta la presencia
de Dios reflejada en aquella maravilla de la naturaleza. Estos son los dos
ejes que sostienen el poema. Ligada a ellos, la inevitable, emocionada
evocación de la patria distante.
En el teocalli de Cholula es no sólo un gran poema de Heredia, sino
que constituye un ejemplo, no muy común en la época, de elaboración
literaria. El poema que nosotros conocemos no es exactamente el poema
escrito en 1820, que llevaba hasta otro título: Fragmentos descriptivos de
un poema mexicano. En la edición de 1832 aparece ya con el título defi­
nitivo y con 150 versos (en relación a los 94 versos de la primera edición).
Espacio y tiempo determinan las dos direcciones fundamentales del
poema. En primer lugar, la visión de la naturaleza próxima a la pirámide.
Después, los colores se apagan y la noche trae la meditación. Al espesarse
las sombras, el poeta siéntese más apegado al reducto que el templo indí­
gena ofrece. El teocalli, ruina erguida del antiguo monumento indígena,
es el vehículo para su viaje a través del tiempo. Es el teocalli el que dirige
la meditación, meditación evocativa del pueblo que lo levantó y, particular
y explicablemente, de su religión.
En el teocalli de Cholula fija artísticamente el tema de la meditación
ante las ruinas. En 1825 —y en versos de un ambicioso poema, Placeres
de la melancolía, que quedó inconcluso— Heredia explicó, junto a planes
futuros, el poder evocador de los monumentos y las ruinas de la antigüe­
dad. Debemos sospechar que la lectura reciente y repetida de Volney (Las
ruinas de Palmira) y de Chateaubriand (sobre todo, El genio del Cristia-
nismcO es en él, como en otros contemporáneos hispánicos, estímulo im­
portante.
Por otra parte, la rememoración histórica de los aztecas (y, en gene­
ral, del indio americano) tuvo en Heredia dos fases: una, marcada por el
Teocalli, en que fustiga la superstición y la crueldad indígena; otra, pos­
terior y con más abundantes ejemplos, en que se exalta a los reyes azte­
cas, y su raza, como símbolo de la libertad, de la lucha contra España.
Testimonio valioso es la oda A los habitantes de Anáhuac. Pero En el
teocalli de Cholula es poema en que prevalece el cristiano sobre el pa­
triota.
En los últimos años se ha debatido con renovados argumentos el
problema de la situación de Heredia en relación al romanticismo. Mejor
dicho, la justificación de estos estudios consiste en querer mostrar que
Heredia no es un escritor que está a mitad de camino entre clasicismo y
romanticismo (una mitad de camino que no tiene por qué estar en el
medio exacto), sino que está en una ya decidida posición de iniciador.
Yo veo que en Heredia luchan, pugnan ideales y modelos neoclasicis-
tas con lecturas y modelos románticos (lecturas más cercanas y, natural­
mente, novedosas). La importancia que adquiere esto último hace que
Heredia sea, sin ninguna duda, el escritor de comienzos del siglo que más
se acerca a los típicos románticos. Pero, como esas inclinaciones se con­
trapesan con obras decididamente neoclasicistas (obras que, sabemos, es­
cribe al mismo tiempo o cerca de aquellas declaradas “ románticas”), la
obra total de Heredia nos produce esa sensación de pugna o lucha a que
me referí. Por supuesto, acepto que Heredia es el “ precursor” inmediato,
y, repito, el que más se acerca al romanticismo “ de escuela” que preva­
lece rotundamente en Hispanoamérica después de 1830.
Creo comprender los desvelos de algunos críticos de Heredia, con­
vencidos, sin duda, de una “ ley de progreso” literario. Situación que, por
otra parte, reproduce ejemplos paralelos en otros momentos de iniciación.
Para esos críticos, el posible romanticismo de Heredia supone, por lo
común y sin más explicaciones, mayor jerarquía estética que el neoclasicis­
mo que pueda observarse en él, sin entrar ahora a distinguir dudosos ras­
gos de escuela.
No se repara en que un buen neoclasicista vale más que un mediano
romántico, en que un buen romántico vale más que un mediano moder­
nista. . . y, por supuesto, Heredia está por encima de Echeverría, si tiene
algún valor el ejemplo. Este comentario, elemental y redundante, se jus­
tifica — creo— ante la identificación que se establece a menudo entre
valores poéticos y prioridades cronológicas. Identificación, sabemos, harto
discutible. En fin, llegamos, por último, a otra consideración necesaria:
este ir y venir acerca del neoclasicismo y romanticismo de poetas como
Heredia se justifica siempre que no distorsiona los valores esenciales de
su obra, diluidos con frecuencia —lo vemos— en líneas y frondosidades
que sólo de manera tangencial tienen contacto con aquellos valores.
BIBLIO G R A FIA

T exto s:

J o sé M a r ía H e r e d ia , Poesías (1 ? ed., Nueva York, 1 8 2 5 ).


J o sé M a r ía H e r e d ia , Poesías (2* ed., “ corregida y aumentada” , 2 to­
mos, Toluca, 1832).
J o sé M a r ía H e r e d ia , Poesías, discursos y cartas (I, La Habana, 1939,
ed. y prólogo de María Lacoste de Arufe).
J o sé M a r ía H e r e d ia , Poesías completas (Miami, Florida, 1970, ed. de
Angel Aparicio Laurencio).

E s t u d io s :

A n d r é s B e l l o , Poesías de J. M. Heredia (en El Repertorio Americano,


II, Londres, enero de 1827, págs. 34-45).
J o s é M a r í a C h a c ó n y C a l v o , José María Heredia (en Ensayos de lite­
ratura cubana, M adrid, 1 922, p ágs. 2 2 1 -2 7 6 ).
F r a n c i s c o G o n z á l e z d e l V a l l e , Cronología Herediana (1803-1839),
La Habana, 1938.
J o s é M a r í a C h a c ó n y C a l v o , Estudios Heredianos, ( L a H aban a, 1 9 3 9 ).
M a r í a L a c o s t e d e A r u f e , Prólogo a H eredia, Poesías, discursos y cartas
I, (L a H aban a, 1939).
M a n u e l G a r c í a G a r ó f a l o M e sa , José María Heredia en México (M é ­
xico, 1 9 4 5 ).
E. C a r il l a , La lírica de Heredia y Heredia y Bello. Las dos versiones de
"En el teocalli” (en Pedro Henríquez Ureña y otros estudios, Buenos
Aires, 1949).
E. C a r il l a , José María Heredia y el Romanticismo (en la revista San
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A m a d o A lo n s o y J u l i o C a i l l e t - B o i s , Heredia como crítico literario (en
la Revista Cubana, de L a H ab an a, 1941 , X V , p ágs. 5 4 -6 2 ).
J o s é M a r í a C h a c ó n y C a l v o , Prólogo a Heredia, Revisiones literarias
(La Habana, 1947).
E. C a r i l l a , La prosa de José María Heredia (en Pedro Henríquez Ureña
y otros estudios, Buenos Aires, 1949, págs. 69-86).
EN EL TEOCALLI DE CHOLULA

¡C u á n t o es bella la tierra que habitaban


los aztecas valientes! En su seno
en una estrecha zona concentrados,
con asombro se ven todos los climas
que hay desde el Polo al Ecuador. Sus llanos
cubren a par de las doradas mieses
las cañas deliciosas. El naranjo
y la piña y el plátano sonante,
hijos del suelo equinoccial, se mezclan
y de Minerva el árbol majestuoso.
Nieve eternal corona las cabezas
de Iztaccihual purísimo, Orizaba
a la frondosa vid, al pino agreste
y Popocatepetl, sin que el invierno,
toque jamás con destructora mano
los campos fértilísimos, do ledo
los mira el indio en púrpura ligera
y oro teñirse, reflejando el brillo
del sol en occidente, que sereno
en yelo eterno y perennal verdura
a torrentes vertió su luz dorada,
y vio a Naturaleza conmovida
con su dulce calor hervir en vida.

Era la tarde; su ligera brisa


las alas en silencio ya plegaba
y entre la hierba y árboles dormía
mientras el ancho sol su disco hundía
detrás de Iztaccihual. La nieve eterna,
cual disuelta en mar de oro, semejaba
temblar en torno de él; un arco inmenso
que del empíreo en el cénit finaba,
como espléndido pórtico del cielo,
de luz vestido y centellante gloria,
de sus últimos rayos recibía
los colores riquísimos. Su brillo
desfalleciendo fue; la blanca luna
y de Venus la estrella solitaria
en el cielo desierto se veían.
¡Crepúsculo feliz! Hora más bella
que la alma noche o el brillante día,
¡cuánto es dulce tu paz al alma mía!
Hallábame sentado en la famosa
Cholulteca pirámide. Tendido
el llano inmenso que ante mí yacía,
los ojos a espaciarse convidaba.
¡Qué silencio! ¡Qué paz! ¡Oh! ¿Quién diría
que en estos bellos campos reina alzada
la bárbara opresión, y que esta tierra
brota mieses tan ricas, abonada
con sangre de hombres, en que fue inundada
por la superstición y por la guerra. . ?

Bajó la noche en tanto. De la esfera


el leve azul, oscuro y más oscuro
se fue tornando; la movible sombra
de las nubes serenas, que volaban
por el espacio en alas de la brisa,
era visible en el tendido llano.
Iztaccihual purísimo volvía
del argentado rayo de la luna
el plácido fulgor, y en el oriente,
bien como puntos de oro centelleaban
mil estrellas y mil. . . ¡Oh! ¡Yo os saludo,
fuentes de luz, que de la noche umbría
ilumináis el velo
y sois del firmamento poesía!

Al paso que la luna declinaba,


y al ocaso fulgente descendía,
con lentitud la sombra se extendía
del Popocatepetl, y semejaba
fantasma colosal. El arco oscuro
a mí llegó, cubrióme, y su grandeza
fue mayor y mayor, hasta que al cabo
en sombra universal veló la tierra.

Volví los ojos al volcán sublime,


que, velado en vapores transparentes,
sus inmensos contornos dibujaba
de occidente en el cielo.
¡Gigante del Anáhuac! ¿cómo el vuelo
de las edades rápidas no imprime
alguna huella en tu nevada frente?
Corre el tiempo veloz, arrebatando
años y siglos, como el norte fiero
precipita ante sí la muchedumbre
de las olas del mar. Pueblos y reyes
viste hervir a tus pies, que combatían 85
cual ora combatimos, y llamaban
eternas sus ciudades, y creían
fatigar a la tierra con su gloria.
Fueron: de ellos no resta ni memoria.
¿Y tú eterno serás? Tal vez un día 90
de tus profundas bases desquiciado
caerás; abrumará tu gran ruina
al yermo Anáhuac; alzaránse en ella
nuevas generaciones, y orgullosas,
que fuiste negarán. . . 95

Todo perece
por ley universal. Aun este mundo
tan bello y tan brillante que habitamos,
es el cadáver pálido y deforme
de otro mundo que fue. . . * 100

En tal contemplación embebecido


sorprendióme el sopor. Un largo sueño,
de glorias engolfadas y perdidas
en la profunda noche de los tiempos,
descendió sobre mí. La agreste pompa l°5
de los reyes aztecas desplegóse
a mis ojos atónitos. Veía
entre la muchedumbre silenciosa
de emplumados caudillos levantarse
el déspota salvaje en rico trono, 110
de oro, perlas y plumas recamado;
y al son de caracoles belicosos
ir lentamente caminando al templo
la vasta procesión, do la aguardaban
sacerdotes horribles, salpicados 115
con sangre humana rostros y vestidos.
Con profundo estupor el pueblo esclavo
las bajas frentes en el polvo hundía,
y ni mirar a su señor osaba,
de cuyos ojos férvidos brotaba 120
la saña del poder.

Tales ya fueron
tus monarcas, Anáhuac, y su orgullo,

Aparte de otras variantes, la primera versión de este poema terminaba así.


su vil superstición y tiranía
en el abismo del no ser se hundieron.
Sí, que la muerte, universal señora,
hiriendo a par al déspota y esclavo,
escribe la igualdad sobre la tumba.
Con su manto benéfico el olvido
tu insensatez oculta y tus furores
a la raza presente y la futura.
Esta inmensa estructura
vio a la superstición más inhumana
en ella entronizarse. Oyó los gritos
de agonizantes víctimas, en tanto
que el sacerdote, sin piedad ni espanto,
les arrancaba el corazón sangriento;
miró el vapor espeso de la sangre
subir caliente al ofendido cielo,
y tender en el sol fúnebre velo,
y escuchó los horrendos alaridos
con que los sacerdotes sofocaban
el grito de dolor.

Muda y desierta
ahora te ves, pirámide. ¡Más vale
que semanas de siglos yazcas yerma,
y la superstición a quien serviste
en el abismo del infierno duerma!
A nuestros nietos últimos, empero,
selección saludable; y hoy al hombre
que ciego en su saber fútil y vano
al cielo, cual Titán, truena orgulloso,
sé ejemplo ignominioso
de la demencia y del furor humano.

NIAGARA

tem plad mi lira, dádmela, que siento


en mi alma estremecida, y agitada
arder la inspiración. ¡Oh! ¡cuánto tiempo
en tinieblas pasó, sin que mi frente
brillase con su luz. . . ! Niágara undoso,
tu sublime terror sólo podría
tornarme el don divino, que ensañada
me robó del dolor la mano impía.
Torrente prodigioso, calma, calla
tu trueno aterrador: disipa un tanto
las tinieblas que en torno te circundan;
déjame contemplar tu faz serena,
y de entusiasmo ardiente mi alma llena.
Yo digno soy de contemplarte: siempre
lo común y mezquino desdeñando,
ansié por lo terrífico y sublime.
Al despeñarse el huracán furioso,
al retumbar sobre mi frente el rayo,
palpitando gocé: vi al Océano,
azotado por austro proceloso,
combatir mi bajel, y ante mis plantas
vórtice hirviente abrir, y amé el peligro.
Mas del mar la fiereza
en mi alma no produjo
la profunda impresión que tu grandeza.

Sereno corres, majestuoso; y luego


en ásperos peñascos quebrantado,
te abalanzas violento, arrebatado,
como el destino irresistible y ciego
¿qué voz humana describir podría
de la sirte rugiente
la aterradora faz? El alma mía
en vago pensamiento se confunde
al mirar esa férvida corriente,
que en vano quiere la turbada vista
en su vuelo seguir al borde oscuro
del precipicio altísimo: mil olas,
cual pensamiento rápidas pasando
chocan, y se enfurecen,
y otras mil y otras mil ya las alcanzan,
y entre espuma y fragor desaparecen.

¡Ved! ¡llegan, saltan! El abismo horrendo


devora los torrentes despeñados:
crúzanse en él mil iris, y asordados
vuelven los bosques el fragor tremendo.
En las rígidas peñas
rómpese el agua: vaporosa nube
con elástica fuerza
llena el abismo en torbellino, sube,
gira en torno, y al éter
luminosa pirámide levanta,
y por sobre los montes que le cercan
al solitario cazador espanta.

Mas ¿qué en ti busca mi anhelante vista


con inútil afán? ¿Por qué no miro 55
alrededor de tu caverna inmensa
las palmas ¡ay! las palmas deliciosas,
que en las llanuras de mi ardiente patria
nacen del sol a la sonrisa, y crecen,
y al soplo de las brisas del Océano, 60
bajo un cielo purísimo se mecen?

Este recuerdo a mi pesar me viene. . .


nada ¡oh Niágara! falta a tu destino,
ni otra corona que el agreste pino
a tu terrible majestad conviene. 65
La palma, y mirto, y delicada rosa,
muelle placer inspiren y ocio blando
en frívolo jardín: a ti la suerte
guardó más digno objeto, más sublime.
El alma libre, generosa, fuerte, 70
viene, te ve, se asombra,
el mezquino deleite menosprecia
y aun se siente elevar cuando te nombra.

¡Omnipotente Dios! En otros climas


vi monstruos execrables, 75
blasfemando tu nombre sacrosanto,
sembrar error y fanatismo impío,
los campos inundar en sangre y llanto,
de hermanos atizar la infanda guerra,
y desolar frenéticos la tierra, 80
vilos, y el pecho se inflamó a su vista
en grave indignación. Por otra parte
vi mentidos filósofos, que osaban
escrutar tus misterios, ultrajarte,
y de impiedad al lamentable abismo 85
a los míseros hombres arrastraban.
Por eso te buscó mi débil mente
en la sublime soledad: ahora
entera se abre a ti; tu mano siente
en esta inmensidad que me circunda, 90
y tu profunda voz hiere mi seno
de este raudal en el eterno trueno.
¡Asombroso torrente!
¡Cómo tu vista el ánimo enajena,
y de terror y admiración me llena!
¿Do tu origen está? ¿Quién fertiliza
por tantos siglos tu inexhausta fuente?
¿Qué poderosa mano
hace que al recibirte
no rebose en la tierra el Océano?

Abrió el Señor su mano omnipotente;


cubrió tu faz de nubes agitadas,
dio su voz a tus aguas despeñadas,
y ornó con su arco tu terrible frente.
¡Ciego, profundo, infatigable corres,
como el torrente oscuro de los siglos
en insondable eternidad. . .! ¡Al hombre
huyen así las ilusiones gratas,
los florecientes días,
y despierta al dolor. . .! ¡Ay! agostada
yace mi juventud; mi faz, marchita;
y la profunda pena que me agita
ruga mi frente, de dolor nublada.

Nunca tanto sentí como este día


mi soledad y mísero abandono
y lamentable desamor. . . ¿Podría
en edad borrascosa
sin amor ser feliz? ¡Oh! ¡si una hermosa
mi cariño fijase,
y de este abismo al borde turbulento
mi vago pensamiento
y ardiente admiración acompañase!
¡Cómo gozara, viéndola cubrirse
de leve palidez, y ser más bella
en su dulce terror, y sonreírse
al sostenerla mis amantes brazos. . .!
¡Delirios de v ir tu d ...! ¡Ay! ¡Desterrado,
sin patria, sin amores,
sólo miro ante mí llanto y dolores!

¡Niágara poderoso!
¡Adiós! ¡Adiós! Dentro de pocos años
ya devorado habrá la tumba fría
a tu débil cantor. ¡Duren mis versos
cual tu gloria inmortal! ¡Pueda piadoso
viéndote algún viajero,
dar un suspiro a la memoria mía!
Y al abismarse Febo en occidente,
feliz yo vuele do el Señor me llama,
y al escuchar los ecos de mi fama,
alce en las nubes la radiosa frente.

PLACERES DE LA MELANCOLIA
Yo lloraré, pero amaré mi
Y amaré mi dolor.

Q u in t a n a

FRAGMENTOS

no e s dado al hom bre de su débil frente


las penas alejar y los dolores,
ni p or cam pos de m irtos y de flores
dirigir el torrente de la vida.
De las pasiones el aliento ardiente
la enajena tal vez, y breves horas,
en ilusiones férvidas perdido,
osa creerse feliz. ¿Quién no ha sufrido
la fiebre del amor, ni qué alma helada
no probó la dulzura emponzoñada
que en el beso fatal vierte Cupido?
Yo adoré le beldad: cual sol de vida
lució a mis ojos, y bebía encendido
el cáliz del amor hasta las heces,
mi alma fogosa, turbulenta y fiera,
en todos sus placeres y deseos
al extremo voló; tibias pasiones
nunca en ella cupieron.. . Mas ¡ay! pronto
siguió a los goces y delirio mío
la saciedad, el tedio devorante,
como sigue de otoño al sol brillante
el del invierno pálid o y som brío.

Tal es la suerte del mortal cuitado:


agitarse y sufrir, después que siente
el rigor de su pecho quebrantado

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