Documentos de Académico
Documentos de Profesional
Documentos de Cultura
Del optimismo de principios de los años noventa al genocidio de Ruanda, las guerras de
Yugoslavia e Irak y el rechazo a la globalización. El ensayo no se basta para explicar tres
décadas.
EL pasado es un país extranjero, como bien nos avisó L. P. Hartley: “allí se hacen las cosas de
distinta manera”. En efecto, en 1987 las cosas eran muy distintas. Desde el contenido de los
bolsillos españoles, sin euros ni teléfonos móviles, al panorama geopolítico, aún dominado por dos
superpotencias enfrentadas en una guerra fría, era otro mundo. Sin embargo, pese a ciertos
vaivenes y momentos de zozobra, el papel de los libros como generadores y difusores de
conocimiento y modo de expresión de la inteligencia y la creatividad humanas se ha mantenido.
Los avances tecnológicos y educativos (que facilitan tanto la producción material como la creación
y el consumo de los textos) han permitido un aumento exponencial en la cantidad de libros
disponibles. En 1338, la biblioteca de la Sorbona, la más importante de Occidente en ese
momento, tenía 300 libros, menos que una guardería de barrio contemporánea (aunque si
contamos volúmenes eran 1.700, una casa actual bien surtida, vaya). Haciendo un cálculo a la
baja de la producción editorial solo en España en estos últimos 30 años, hablamos de más de un
millón y medio de títulos. Seleccionar entre todos ellos unos cuantos que den razón de este
intenso periodo histórico es una tarea condenada al fracaso. Intentemos que al menos sea un
fracaso ameno.
El primer gran debate intelectual que surgió tras la caída del muro de Berlín fue acerca del mundo
que empezaba (para entender el mundo previo, es fundamental la obra de la periodista bielorrusa
y premio Nobel de Literatura Svetlana Alexievich, sobre todo El fin del homo sovieticus, de 2015, y
Voces de Chernobil, de 1991). En El fin de la historia y el último hombre (1992), el profesor
estadounidense Francis Fukuyama desarrollaba la idea de que el desmoronamiento de la Unión
Soviética inauguraba una hegemonía incontestable de las democracias liberales y el fin de los
conflictos sangrientos. El libro desarrollaba la tesis presentada en un artículo publicado en The
National Interest en 1989 y combinaba un optimismo liberal con cierto determinismo histórico –ya
desde el título–. El liberalismo económico y los sistemas democráticos no solo eran buenos, eran
inevitables. El llamado “pensamiento único” e incluso el denominado Consenso de Washington
participan de esta mirada.
Sin embargo, pese a que parecía contar con el favor del viento de la historia, no tardó en ser
contestada. La réplica más célebre es El choque de civilizaciones (1996), de Samuel Huntington,
una obra que rechaza la posibilidad de un futuro plácido y próspero y alerta sobre peligros
latentes que descartaba la visión teleológica de la historia humana de Fukuyama. En efecto,
pronto estallaron las emociones reprimidas durante la guerra fría, poniendo punto final al siglo XX
breve (1914-89) que tan bien contaron Eric Hobsbawm en Historia del siglo XX (1994) y Tony Judt
en Postguerra (2005).
Los años noventa arrancaron con la promesa de un nuevo orden mundial basado en la democracia
y los derechos humanos y apoyado en un largo periodo de crecimiento económico. Quizá el mejor
símbolo de esa época son las memorias de Nelson Mandela, El largo camino hacia la libertad.
Pero pronto aparecieron recordatorios de tiempos más complicados. El conflicto de los Balcanes
fue descrito en términos muy pesimistas por Robert D. Kaplan en Fantasmas balcánicos, un libro
que definió la política del presidente Bill Clinton en la región.
Fueron años en que los halcones liberales, una especie nueva y fugaz, pensaron que se podía
intervenir con éxito en defensa de valores universales y no solo en busca del interés más
descarnado. Una cama para una noche (2003) es el excepcional libro de David Rieff que pasa
revista a la promesa y al fracaso de ese ideal de las intervenciones humanitarias. Sin duda, el
acontecimiento más trágico de la década fue el genocidio de Ruanda. El 6 de abril de 1994, el
avión del presidente ruandés fue abatido por un misil. Al día siguiente, el gobierno animaba a la
mayoría hutu a asesinar a sus vecinos tutsis junto con aquellos hutus que intentasen protegerlos.
En los 100 días que transcurrieron hasta que el Frente Patriótico Ruandés, la guerrilla tutsi, puso
fin a la masacre haciéndose con el control del país, murieron 800.000 personas, según los
cálculos más conservadores; casi 10.000 al día, 400 a la hora, 7 por minuto; la mayoría de ellas a
machetazos, el arma preferida, ante la mirada horrorizada del mundo. En Queremos informarle de
que mañana seremos asesinados con nuestras familias (1999) Philip Gourevitch logró un retrato
magistral del horror.
Otro político estadounidense que obtuvo ese galardón fue Barack Obama. El legado de la
presidencia de Obama está por ver: como él mismo dijo “la trayectoria de la moral universal es
larga, pero acaba inclinándose hacia la justicia”. El premio le llegó al comienzo de su mandato,
antes de poder hacer mucho, probablemente porque que un político negro alcanzara la Casa
Blanca parecía clausurar una de las peores páginas de la sociedad occidental y restañar una
herida abierta. En sus memorias escritas antes de entrar en política en serio, Sueños de mi padre
(2008), Obama presenta su fascinante reflexión acerca de la raza y expone una posible línea de
fuga para las identidades complejas.
Aunque ya hay voces que entusiasmadas defienden la idea de que EEUU es un Estado fallido,
parece un poco prematuro. En estos 30 años ha habido un debate constante y animado sobre las
razones de que algunos países prosperen y otros no. Una primera respuesta la dio Jared Diamond
en su Armas, gérmenes y acero (1997), completada más tarde por Colapso (2005), su llamada de
atención ante la irresponsabilidad del ser humano hacia el planeta a partir del estudio de
sociedades humanas que se hundieron como los mayas, los habitantes de la Isla de Pascua o los
vikingos en Groenlandia. Con una visión más centrada en la calidad de las instituciones, Daron
Acemoglu y James A. Robinson publicaron ¿Por qué fracasan los países? (2013) una aportación
fundamental a esa discusión no siempre bien entendida.
También de Francia vino un pequeño panfleto crítico que tuvo un impacto considerable en España
a raíz de la crisis económica. ¡Indignaos! (2010), del nonagenario y excombatiente de la
resistencia francesa Stéphane Hessel, aparte de ser un inmenso éxito editorial bautizó un
movimiento cívico que se oponía a los recortes sociales que España tuvo que acometer tras la
crisis bancaria. De los rescoldos de ese movimiento nació Podemos, cuya influencia a medio plazo
está por ver, pero para cuyo análisis, como el de muchos otros partidos surgidos en estos últimos
años es conveniente repasar La razón populista (2005), de Ernesto Laclau.
Los avances científicos han provocado que las obras más importantes sobre la naturaleza humana
ya no sean de filósofos sino de científicos. Los ángeles que llevamos dentro (2012), de Steven
Pinker, es una extraordinaria refutación de la agresividad como motor del comportamiento humano
y una defensa del instinto de cooperación y el altruismo. Pensar rápido, pensar despacio (2012),
del psicólogo experimental y premio Nobel de Economía Daniel Kahneman, es el mejor retrato del
funcionamiento de nuestra mente hasta la fecha. Yuval Harari, aunque historiador, ha logrado con
su enfoque multidisciplinar incorporar su historia del ser humano Sapiens (2014) a la conversación
global. Aun así, cabe destacar la obra de pensadores como Giorgio Agamben (por ejemplo su
Homo Sacer de 1998) o Zygmunt Bauman y su Modernidad líquida de 1999, dos obras de
referencia.
Para retratar el comportamiento humano, el ensayo se queda corto; a menudo son los novelistas
los que logran captar con mayor precisión el espíritu de la época. El francés Michel Houellebecq
recreándose en los estertores del 68 (Las partículas elementales de 1998), el surafricano J. M.
Coetzee con Desgracia (2000) o su implacable trilogía autobiográfica (Infancia, Juventud y
Verano) o el estadounidense Philip Roth (El teatro de Sabbath, de 1995, o La mancha humana, de
2000) son tres ejemplos de la capacidad de la literatura para poner al ser humano frente a sus
miserias. Si ampliamos la mirada del individuo a la comunidad, el éxito mundial de la novela negra
escandinava, con su hiriente crítica a las sociedades que más lejos han llevado el Estado de
bienestar y la igualdad como objetivo común debería hacernos pensar sobre el desgaste de esos
ideales. Stieg Larsson, Henning Mankell, Jo Nesbo, Karin Fossum… con la misma facilidad con la
que Nueva Zelanda produce estrellas del rugby, los países nórdicos generan autores de novela
negra reconocidos mundialmente.
Dentro de nuestro idioma es imposible soslayar el impacto del chileno Roberto Bolaño y cómo
cambió la manera en que nos contamos historias con novelas como Los detectives salvajes (1998)
y 2666 (2004), una sacudida solo comparable a la que en los años sesenta produjo el boom
latinoamericano. Los premios Nobel de Literatura concedidos a Camilo José Cela (1989), Octavio
Paz (1990) y Mario Vargas Llosa (2010) certificaron la buena salud de la literatura en español, que
logra éxitos domésticos e internacionales muy diversos. Aunque escribiera en francés, cuesta no
reivindicar a un autor fundamental en el canon europeo como fue Jorge Semprún, cuyo La
escritura o la vida (1994) es uno de los libros esenciales de estos años.
Mención aparte merecen tres títulos que lograron conectar el universo personal de sus autores
con las preocupaciones colectivas de la sociedad. En 2001, Javier Cercas publicó Soldados de
Salamina y cientos de miles de lectores volvieron la mirada a la Guerra Civil, a sus aparentes
triunfadores y a sus teóricos derrotados. Nos dimos cuenta de que aún quedaban cuentas
pendientes. Ocho años más tarde, con Anatomía de un instante, el propio Cercas escribía la
crónica definitiva del golpe de Estado del 23-F, con la precisión del historiador y el talento del
novelista.
La otra gran herida de la sociedad española, el terrorismo vasco, encontró su gran novela en
2016, con la publicación de Patria de Fernando Aramburu. Aunque sería injusto hablar de libros
sobre el País Vasco y no mencionar El bucle melancólico, el maravilloso ensayo que Jon Juaristi
dedicó en 1994 al insidioso e irresistible atractivo que ejerce el nacionalismo: “la vieja que pasó
llorando”. Al asunto del nacionalismo español le dedicó José Álvarez-Junco un ensayo
fundamental, Mater dolorosa (2001), y en esa misma órbita, aunque centrado en los intelectuales y
su trabajo, está Historias de las dos Españas de Santos Juliá (2004). Como última aportación
historiográfica, y en representación del prestigioso hispanismo británico, habría que recordar El
holocausto español, de Paul Preston (2011), un relato imprescindible de la represión de los dos
bandos durante la Guerra Civil.
A la hora de cerrar este repaso, es inevitable recordar con desazón todos los títulos que no han
cabido aquí. Como desesperada maniobra de rescate, permítanme recuperar tres. El primero,
Fiebre en las gradas (1993), de Nick Hornby, es probablemente el mejor libro sobre fútbol jamás
escrito, y por lo que tiene de legitimador intelectual de la gran pasión planetaria merece su lugar.
Los otros dos son más difíciles de justificar. Cambiar de idea (Zadie Smith, 2011) y Algo
supuestamente divertido que nunca volveré a hacer (David Foster Wallace, 2009) son dos
recopilaciones de ensayos sobre temas muy variados, desde Facebook a la ironía en la televisión
o un viaje en crucero. Pero sobre todo, son dos espectaculares demostraciones de inteligencia, un
auténtico festival de ideas.
Cuando parece que la inteligencia artificial pronto nos va a dejar atrás, la deslumbrante brillantez
de estos textos reconcilia al lector con la maravillosa condición de ser humano. Porque al final los
mejores libros, en cualquier época, son los que te hacen pensar, y estos dos encabezarían esa
clasificación.
El desmoronamiento
George Packer.
Barcelona: Debate, 2015. 528 pp.
▬
Una verdad incómoda
Al Gore.
Barcelona: Gedisa, 2007. 324 pp.
▬
Los sueños de mi padre
Barack Obama.
Barcelona: Debate, 2008. 428 pp.
▬
1984
George Orwell.
Barcelona: DeBolsillo, 2013. 354 pp.
▬
Hillbilly, una elegía rural
J.D. Vance.
Barcelona: Deusto, 2017. 256 pp.
▬
El periodista y el asesino
Janet Malcolm.
Barcelona: Gedisa, 2004. 240 pp.
▬
Modernidad líquida
Zygmunt Bauman.
Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica, 2004. 232 pp.
▬
Las partículas elementales
Michel Houellebecq.
Barcelona: Anagrama, 2006. 328 pp.
▬
Desgracia
J. M. Coetzee.
Barcelona: DeBolsillo, 2016. 272 pp.
▬
Verano
J. M. Coetzee.
Barcelona: DeBolsillo, 2016. 272 pp.
▬
El teatro de Sabbath
Philip Roth.
Barcelona: DeBolsillo, 2011. 504 pp.
▬
La mancha humana
Philip Roth.
Barcelona: DeBolsillo, 2011. 432 pp.
▬
Los detectives salvajes
Roberto Bolaño.
Barcelona: Anagrama, 1998. 624 pp.
▬
2666
Roberto Bolaño.
Barcelona: Anagrama, 2004. 1.126 pp.
▬
La escritura o la vida
Jorge Semprún.
Barcelona: Tusquets, 1995. 336 pp.
▬
Soldados de Salamina
Javier Cercas.
Barcelona: Tusquets, 2001. 209 pp.
▬
Anatomía de un instante
Javier Cercas.
Barcelona: Literatura Random House, 2009. 480 pp.
▬
Patria
Fernando Aramburu.
Barcelona: Tusquets, 2016. 648 pp.
▬
El bucle melancólico
Jon Juaristi.
Madrid: Espasa Calpe, 1997. 390 pp.
▬
Mater dolorosa
José Álvarez-Junco.
Barcelona: Taurus, 2010. 664 pp.
▬
Historias de las dos Españas
Santos Juliá.
Barcelona: Taurus, 2010. 568 pp.
▬
El holocausto español
Paul Preston.
Barcelona: Debate, 2011. 864 pp.
▬
Fiebre en las gradas
Nick Hornby.
Barcelona: Anagrama, 2008. 352 pp.
▬
Cambiar de idea
Zadie Smith.
Barcelona: Salamandra, 2011. 416 pp.
▬
Algo supuestamente divertido que nunca volveré a hacer
David Foster Wallace.
Barcelona: Literatura Random House, 2011. 354 pp.