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FICHA BIBLIOGRÁFICA:

Nombre del Autor o autores: HERSEY, John

Título del libro: Hiroshima

Tema:

Editorial: Debolsillo

País, Ciudad: Año:

Capítulo: ..I - II.... Páginas: 8 - 53


JohnHersey

Hiroshima

Traducción de
Juan Gabriel Vásquez

DEBOLSILLO
UN RESPLANDOR SILENCIOSO
I

·
Exactamente a las ocho y quince minutos de la mañana, hora
japonesa, el 6 de agosto de 1945, en el momento en que la bom­
ba atómica relampagueó sobre Hiroshima, la señorita Toshiko
Sasaki, empleada del departamento de personal de la Fábrica
Oriental de Estaño, acababa de ocupar su puesto en la oficina
de planta y estaba girando la cabeza para hablar con la chica del
escritorio vecino. En ese mismo instante, el doctor Masakazu Fujii
se acomodaba con las piernas cruzadas para leer el Asahi de Osa­
ka en el porche de su hospital privado, suspendido sobre uno de
los siete ríos del delta que divide Hirosbima_; la señora Hatsuyo
Nak.amura, viuda de un sastre, estaba de pie junto a la ventana
de su cocina observando a un vecino derribar su casa porque obs­
truía el carril cortafuego; el padre Wilhelm Kleinsorge, sacerdote
alemán de la Compañía deJesús, estaba recostado -en ropa inte­
rior y sobre un catre, en el último piso de los tres que tenía la
misión de su orden-, leyendo una revistajesuita, Stimmen der Zeit,
el doctor Terufumi Sasaki, un joven miembro del personal qui­
rúrgico del moderno hospital de la Cruz Roja, caminaba por uno
de los corredores del hospital, llevando en la mano una muestra
de sangre para un test de Wassermann, y el reverendo K.iyoshi
Tanimoto, pastor de la Iglesia Metodista de Hiroshima, se había
detenido frente a la casa de un hombre rico en Koi, suburbio occi­
dental de la ciudad, y se preparaba para descargar una carretilla
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llena de cosas que había �vacuado por miedo al bombardeo de


cuenda de las alarmas y la continuada abstinencia del Señor B
los B-29 que, según suponían todos, pronto sufriríaHiroshima. La I con respecto a Hiroshima habían puesto a la gente nerviosa.
bomba atómica mató a cien mil personas, y estas seis estuvieron Corría el rumor de que los norteamericanos estaban reservan-
entre los sobre�vientes. To d avía se preguntan por qué sobrevi­
do algo especial para l a ciudad.
vieron si murierón tantos otros. Cad a uno enumera muchos peque­
El señor Tanimoto era un hombre pequeño, presto a hablar,
ños factores de suerte o voluntad -un paso dado a tiempo, la deci­ reír, llorar. Llevaba el pelo negro con ra ya en me dio y más bien
sión de e�tr ar, haber tom ado un tranvía en vez de otro- que
largo; la prominencia de su hueso frontal, justo encima de sus
salvaron su vi da Y ahora cada uno sabe que en el acto de sobre­
cejas, y la pequeñez de su bigote, de su boca y de su mentón, le
vivir vivió una docena de vidas y vio más muertes de las que nun- daban un aspecto extraño, entre viejo y mozo, juvenil y sin embar­
ca pensó que vería En aquel momento, ninguno sabía nada. go sabio, débil y sin embargo fogoso. Se movía rápida y nervio­
samente, pero con un dominio que sugería un hombre cuidado­
so y reflexivo. De hecho, mostró esas cualid ades en los agitados
El reveren do Tanimoto se levantó a las cinco en punto esa maña­
días previos a la bomba. Aparte de decidir que su esposa pasa­
na . Estaba solo en la parroquia porque hacía un tiempo que su ra l as noches en Ushida, el señor Tanimoto había estado trasla­
esposa, con su bebé recién nacid o, tomaba el tren después del dando todas las cosas portátiles de su iglesia, ubicada en el ates­
trabajo hacia Ushida, un suburbio del norte, para pasar la noche tado distrito residencial de Nagaragawa, a una casa de propiedad
en casa de una amiga. De las ciudades imp<?rtantes deJapón, Kyo­ de un fabricante de telas de rayón en Koi, a tres kilómetros del
to e Hiroshima eran las únicas que no h abían sido visitadas por centro de la ciudad. El hombre de los rayones, un tal señor M at­
B-san -o Señor B, como_ ll amaban los japoneses a los B-29, con suo, había abierto su propiedad, hasta entonces desocupada, para
una mezcla de respeto y triste familiarid ad-; y el señor Tanimo­
que varios amigos y conocidos pudieran evacuar lo que quisie­
. to, como todos sus vecinos y amigos, estaba casi enfermo de ansie- ran a una distancia prudente de los probables blancos de los
dad . Había escuchado versiones dolorosamente pormenoriza das
ataques. Al señor Tanimoto no le había resultado difícil empu ­
de bomba rdeos masivos a Kure, lwakumi, Toku yama y otras ciu­
j ar él mismo una carretilla para transportar sillas, himnarios,
dades cercanas; estaba seguro d e que el turno le llegaría pronto
Biblias, objetos de culto y registros de la iglesia, pero la consola
aHiroshima. Había dormido mal la noche anterior a causa d e las
del órgano y un piano vertical le exigían pe dir ayu da. El día ante­
repeti das alarmas antiaéreas. Hiroshima había recibid o esas alar­ rior, un amigo del mencionado Matsuo lo había ayudado a sacar
mas casi cada noche y d urante semanas enteras, porque en ese
el piano hasta Koi; a cambio, él le había prometido al señor Mat­
tiempo los B-29 habían comenzad o a usar el lago Biwa, al nor­ suo ayudarlo a llevar las pertenencias de una de sus hijas. Por eso
este de Hiroshima, como punto de encuentro, y las superforta­ se había levantado tan temprano.
lezas llegaban en tropel a las costas de Hiroshima sin importar El señor Tanimoto se preparó el desayuno. Se sentía terrible-
qué ciudad fueran a bomb ard ear los norteamericanos. La fre- mente cansado. El esfuerzo de mover el piano el día anterior, una
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n oche de inso mnio, semanas de p
re oc up ación y de di e
ta d es­ meteorolóoico norteamericano. Los dos hombres arrastraban el
e q uilibrada, los asunt
os de su parr oquia : todo se ·combinaba
que apenas se sinti ese preparado par
para
a el trabaj o q ue le espe ra­
carrito po;ias calles de la ci udad. Hiroshima tenía la forma de i'
ba ese nuevo día. Había algo más: un abanico: estaba construida principalmente sobre seis islas sepa­
el señ or Tanimoto ha
bía estu­ radas por los siete ríos del est uario q ue se ramific aban hacia
diado teo logía en Emory Coll ege
, en Atlanta, Georgia; se había fuera desde el río Ota; sus barrios comerciales y residenciales más
grad uad o en 1940 y hablaba un ing
lés excelente; vestía con ropas importantes cubrían más de seis kilómetros c uadrados del cen-
a mer icanas; había m ant
enido corr esponde ncia
con varios ami� tro de la ci udad, y albergaban a tres c uartas partes de su pobla­
gas n ort eamerican os hasta el comie
nzo mismo de l a guerr
a; y, ción : diversos programas de evacuacion la habían reducido de
e ncontrándose entre ge
nte obsesionada con el miedo de ser
espia­ 38o.ooo, la cifra más alta de la época de guerra, a unos 245.000
da -y q uizás obsesionado él tam
bién-, d esc ubrió q ue se sentía habitantes. Las fábricas y otros barrios residenciales, o suburbios,
c ada vez más incómodo. L a policía
lo había interr ogado varias estaban ubicados alr ededor de los límites de la ci udad. Al sur
veces, Y apenas unos días antes hab
ía esc uchado q ue un co no­ estaban los m uelles, el aeropuerto y el mar Interior, tachonado
cido, un hombre de infl uencia llam
ado Tanaka oficial reti
rado de islas. Una cade na de mo ntañas recorre los otros tres lados
de la líne a de vapor es Tokio Kishen
Kaisa, anticristiano y famo­
,

so en Hiroshima por su oste ntosa fil del delta. El señor Tanimoto y el señor Matsuo se abrier on cami-
antropía y notorio por
su tira­ no a través del centro comercial, ya atestado de gente, y cruza-
nía, h abía esta d o diciénd
ole a la gente q ue Tan
imoto no era fia­ ron dos de los ríos haci a las empi nadas calle s d e Koi, y s u bie-
bl e . En form a de c ompensación, y
para aparecer públicamente ron por éstas hacia la s afue r as y las estribacio nes. S ubía n por
c o m o un b uen j aponés, el señ or
Tanimoto había as umido l a un valle, lejos ya de las apretadas filas de casas, cuando sonó la
preside ncia de su tonarigumi loca
l, o Asociación de Vecin os, y
e st a resp onsabilida d
sirena de despeje, la q ue indicaba el final del peligro. (Habien-
había sumado a sus otras tareas y
pre oc u­ do detectado sólo tres aviones, los operadores de los radares japo­
paciones la de or ganizar la d efe
nsa antia ér ea par a un
as veint e neses s up usieron q ue se trataba de una labor de reconocimien-
famili as.
- to_) Empujar el carrit o hasta la casa del hombre de los rayones
Esa mañana, antes de las seis, el
señor Tanimo to salió hacia la
casa del señ or Mats uo. Encontró había sido agotador; tras emp ujar su carga hasta la entrada y las
allí la q ue sería s u carga: un tan­
su, cóm oda j aponesa llena de ropas y escaleras delanteras, los hombres hicieron una pausa para des­
artículos del hogar. Los dos
hombres par tieron. Era una m cansar. Un ala de la casa se i nte rponía entre e llos y la ci udad.
añ ana pe rfe cta mente
clara y tan Como la mayoría de los hogares en esta parte de Japón, la casa
cálida que el día prome tía volver
se incómodo. Pocos minutos des
pu és se dispar ó l a sirena : un estal ­ co nsistía de un sólido tejado soportado por paredes de madera
lido de un minuto de duració n
q ue adver tía d e la prese ncia de y una estructura también de madera. El zaguán, abarrotado de
avi ones, pero que ind
icaba a la bultos de ropa de cam a y prendas de vestir, parecía una c ueva
gent e de Hiroshima . un pe ligr o
apenas lev e , p uesto
q ue sonaba fresca llena de cojines gordos. Frente a la casa, hacia la der echa
tod os l os días, a esta misma h
or a, c uando se acer
caba un avión de la p uerta principal, había un jardín amplio y recargado . No
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HIROSHIMA

había roído de aviones. Era una mañana tranquila; el lugar era 1 drón de soldados que habían estado cavando en la ladera opues­
ta uno de los miles de refugios en los cuales los japoneses se
fresco y agradable.
Entónées cortó el cielo un resplandor tremendo. El señorTani­ proponían resistir la invasión, colina por colina, vida por vida;
moto recuerda con precisión que viajaba de este a oeste, de la ciu­ los soldados salían del hoyo donde en teoría deberían haber esta­
dad a las colinas. Parecía un haz de sol. Tanto él como el señor do a salvo, y la sangre brotaba de sus cabezas, de sus pechos,
Matsuo reaccionaron con terror, y ambos tuvieron tiempo de reac­ de sus espaldas. Estaban callados y aturdidos.
cionar pues estaban a 3.200 metros del centro de la explosión. Bajo lo que parecía ser una nube de polvo local, el día se hizo
El señor Matsuo subió corriendo las escaleras, entró en su casa más y más oscuro.
y se sepultó entre las mantas. El señor Tanimoto dio cuatro O
cinco pasos y se echó al suelo entre dos rocas grandes del jar­
dín. Se dio un fuerte golpe en el estómago contra una de ellas. • La noche antes de que cayera la bomba, casi a las doce, la esta­
Como tenía la cara contra la piedra, no vio lo que sucedió des­ ción de radio de la ciudad dijo que cerca de doscientos B-29 se
pues. Sintió una presión repentina, y entonces le cayeron enci­ acercaban al sur de Honshu, y aconsejó a la población de Hiro­
ma astillas y trozos de tablas y fr agmentos de teja. No escuchó shima que evacuara hacia las "zonas seguras" designadas. La seño- t
rugido alguno. (Casi nadie en Hiroshima recuerda haber oído ra Hatsuyo Nakamura, la viuda del sastre, que vivía en la sección
nada cuando cayó la bomba. Pero un pescador que estaba en su llamada Nobori-cho y que se había acostumbrado de tiempo atrás
a hacer lo que se le decía, sacó de la cama a sus tres niños -Tos­
sampán, muy cerca de Tsuzu en el mar Interior, el hombre con
hio, de diez años, Yaeko, de ocho, y una niña de cinco, Myeko-,
quien vivían la suegra y la cuñada del señor Tanimoto, vio el
los vistió y los llevó caminan do a la zona militar conocida como
resplandor y oyó una explosión tremenda. Estaba a treinta y dos
kilómetros de Hiroshima, pero el estruendo fue mayor que cuan­ Plaza de Armas del Oriente, al noreste de la ciudad. Allí de­
do los B-29 atacaron Iwakuni, a no más de ocho kilómetros de senrolló unas esteras para que los niños se acostaran. Durmie­
allí.) ron hasta casi las dos, cuando los despertó el rugido de los avio­
Cuando finalmente se atrevió, el señor Tanimoto levantó la cabe­ nes sobre Hiroshima.
za y vio que la casa del hombre dé los rayones se había derrum­ Tan pronto como hubieron pasado los aviones, la señora Naka­
bado. Pensó que una bomba había caído directamente sobre ella. mura emprendió el camino de vuelta con sus niños. Llegaron a
Se había levantado una nube de polvo tal que había una especie casa poco después de las dos y media y de inmediato la señora
de crepúsculo alrededor. Aterrorizado, incapaz de pensar·por el Nakamura encendió la radio, la cual, para su gran disgusto, ya
momento que el señor Matsuo estaba bajo las ruinas, corrió hacia anunciaba una nueva alarma. Cuando miró a los niños y vio lo
la calle. Se dio cuenta mientras corría de que la pared de cernen� cansados que estaban, y al pensar en la cantidad de viajes -todos
to de la propiedad se había desplomado hacia el interior de la inútiles- que había hecho a la Plaza de Armas del Oriente en
casa y no a la inversa. Lo primero que vio en la calle fue un escua- las últimas semanas, decidió que, a pesar de las instrucciones·
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de la radio, no era 'capaz de comenz
ar de nuevo. Acostó a los
niños en sus colchones y a las tres en bre la irritaba, pero luego se sintió conmovida casi has ta las lágri­
punto ella misma se recos­ mas. Sus emo ciones se dirigían específicamente hacia s u veci­
tó, y al instante se q uedó dormida
tan profundam ente que des­
pués, cuan do p asaron los aviones, no no, aquel ho mbre que echaba su propio ho gar abajo, tab la por
la despertó el ruid o.
A eso de las siete la despertó el ulu tabla, en momentos en que había tanta destrucción inevitab le,
lar de la sirena, Se levantó,
se vistió con rapidez y corrió hacia pero indudablemente sentía también cierta lástima generaliza­
la casa del señor·Nakamo to
jefe de la Asociación de Vecinos de , da y comunitaria, y eso sin mencionar la que sentía po r sí mis­
su barrio, para preguntarle
qué· debía hacer. Él le dijo que deb ma. Las cosas no habían sido fáciles para ella. Su marido, Isa­
ía quedarse en casa a menos
q ue sonara una alanna urgente: una wa, había sido reclutado justo después del nacimiento de Myeko,
serie de toques intermiten­ y no había tenido noticias suyas hasta el 5 de marzo de 1942,
tes de la sirena. Regresó a casa, enc
endió la estufa de la cocina, día en que recibió un telegrama de siete palabras : "lsawa tuvo
puso a hervir un po co de arroz y se
sentó a leer el Chugoku de una muerte honorable en Singapur". Supo después que había
Hiroshima de la mañan a. Para su gran
alivio, la sirena de despeje muerto el 15 de febrero, día de la caída de Singapur, y que había
sonó a las ocho. Oyó que los niños
comenzaban a despertarse,
así que l es dio a cada uno
llegado a cabo. Isawa no había sido un sastre particularmente
un puñado de cacahuetes y les dijo,
puesto que la cam inata de la no che l próspero, y su único capital era una máquina de coser Sanko­
os había agotado, que se
que­ ku. Después de su muerte, cu ando su pensión dejó de llegar, la
daran en sus colchones. Esperaba que
volvieran a dormirse, pero señora Nakamur a sacó la máquina y empezó a aceptar trabajos
el hombre de la casa al sur de la suy
a empezó a montar un albo­
roto terrible martillando, astillando, a destajo, y desde entonces mantenía a los niños -pobremente,
aserrando y partiendo made­
ra. El go biemo de prefectura, conven eso sí- mediante la costura.
cida como todo el mundo 'iit La señora Nakamur a estaba de pie, mirando a su vecino, cuan­
en Hiro shima de que la ciudad sería
atacada pronto, había comen­
zado a presionar con amenaz as y do todo brilló con el blanco más blanco que jamás hubiera vi s­
advertencias para que se cons­
truyeran ampli os carriles cortafu to. No se dio cuenta de lo ocurrido a su vecino; los reflejos de
egos, los cuales, se esperaba,
actuarían en conjunción con los ríos madre le dirigieron haci a sus hijos. Había dado un paso (la casa
para aislar cualquier incen­
dio consecuencia de un ataque; estaba a 1.234 metros del centro de la explosión) cuando algo la
y el vecino sacrificaba su casa a
regañadientes en beneficio de la seg levantó y la envió en volandas al cuarto vecino, sobre la plata­
uridad ciudadana. El día an te­
rior, la prefectura había ordenad forma de dormir, seguida de partes de su casa.
o a todas l as niñ as fís
icam ente Trozos de madera le llovieron encima. cuando cayó al piso, y
capaces de l as escuelas secundaria
s que ayudaran durante algu­
nos días a_despejar estos carriles; una lluvia de tej as la aporreó; todo se volvió oscuro, porque había
_ y ellas_comenzaron a trabajar
tan pronto como sonó la sirena quedado sepultada. Los escombros no la enterraron profunda­
de despeje.
La seño ra Nakarnura regresó a la mente. Se levantó y logró liberarse. Escuchó a un niño que gri­
cocina, vigiló el arroz y empe­
zó a observar a su vecino. Al pri taba: "iMamá, ayúdame!", y vio a Myeko, la menor -tenía cin­
ncipio, el ruido que hacía el hom
- co años- enterrada hasta el pecho e incapaz de moverse. Al
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avanzar hacia ella, abriénd ose paso a manotazos frenéticos, la


des de baldosa. Dos te rcios de la estructura descansaban en la
señora Nakamura s e dio cuenta de que no veía n_i oía a sus otros
tierra y un tercio en pilares, sobre las fuertes corrientes del Kyo .
niños.
Este alero {la parte en la cual vivía el doctor Fujii) tenía un aspec­
to extraño; pero era fr esco en verano, y desde el porche, que daba
la espalda a la ciudad, la image n de las embarcaciones de recreo
Durante los días inmediatamente anteriores a la bomba, el doc­
llevadas por la corriente de l río resultaba sie mpre r e fr e scant e .
tor Masakazu Fujii, un hombre próspero y hedonista que en ese
El doctor Fujii había p asado momentos ocasionales de preocu­
momento no tenía d emasiadas ocupacion es, se había dado el lujo
pación cuando el Ota y sus ramales se desbordaban, pero los pilo­
de dormir hasta las nueve o nueve y media, pero la mañana de
tes eran lo bastant e fue rtes, al parecer, y la casa siempr e había
la bomba había tenido que levantarse temprano para despedir
resistido .
a un huésped que se iba en tren. Se levantó a las seis, y media
D�rante cerca de un mes el doctor Fujii se había mantenid o
hora d espués partió con su amigo hacia la estación, que no esta­
relativament e ocioso, puesto que en julio, mientras el número
ba le jos d e su casa, pues sólo había que atravesar dos ríos. Para
de ciudade s japo nesas que pe rmanecían intactas era cada vez
cuando dieron l as siete, ya estaba de vuelta en casa: justo cuan­
menor e Hiroshima parecía cada vez más un objetivo probable,
do empezaron las señales de alarma continuada. Desayunó; enton­
había comenzado a re chazar pacientes, alegando que no se ría
ces, puesto que el día comenzaba a calentarse, se desvistió y salió
capaz de evacuarlos en caso de un ataque aéreo . Ahora le que­
a su po rche a l eer el diario en calzoncillos. Este porche -todo el
daban sólo dos: una mujer de Yano, lesionada e n un hombro, Y
edificio , e n realidad- e staba curiosamente construid o . El d oc­
un joven de veinticinco años que se recuperaba de quemadura s
tor Fujii era propietario de una institución peculiarmente ja po- ..
sufridas cuando la metalúrgica en la que trabajaba, cerca de Hiro­
nesa: una clínica privada d e un solo doctor. La construcción, que
shima, fue alcanzada por una bomba. El doct or Fujü contaba con
daba a la corrient e vecina del río Kyo, y justo al lado d el puen­
seis enfermeras para atender a sus pacientes. Su espos a y sus niños
te del mismo nombre, contenía treinta habitaciones para treinta
se encontraban a salv o: ella y uno de sus hijos vivían en las afue­
pacientes y sus familiares -ya que, de acuerdo a la tradiciónjapo­
ras de Osaka; su otro hijo y sus dos hijas vivían en el campo , en
nesa, cuando una persona. se enferma y es recluida en un hospi­
Kyushu. Una sobrina vivía con él, igual que una mucama Y un
tal, uno o más miembros de su familia deben ir a vivir con ella,
mayordom o. Tenía poco trabajo y no le importaba, porque había
para bañarla, cocinar para ella, darl e masajes y leerle, y para ofre­
ahorrado algún dinero. A sus cincuenta años, era un hombre sano,
cerle el infinito co nsue lo familiar sin el cual un paciente japo­
cordial y sereno, y le agradaba pa sar las tarde s con sus amigos ,
nés se sentiría profundamente desgraciado-. El doctor Fujii no
bebiendo whisky-siempre con prudencia-, por el gusto de la con­
tenía camas para sus pacientes, sólo esteras de paja. Sin embargo,
versación. Antes de la guerra había hecho ostentación de marcas
tenía todo tipo de equipos modernos: una máquina de rayos X,
importadas de Escocia y los Estados Unidos; ahora se contentaba
aparatos de diatermia y un elegante labo ratorio con suelo y pare-
plenamente con la me jor marca japonesa, Suntory.
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El doctor Fujii se sentó sobre la estera inmaculada del por­ tcirpe za, inclinado un poco hacia delante. Siempre estaba can­
che, e n calzoncillos y con las piernas cruzad as , se puso los len­ sado. Para empeorar las cosas, había sufrido durante dos días,
te s y com e nzó a l eer el Asahi de Osaka. Le gustaba leer las noti­ junto al p adre Cieslik, una diarrea pertinaz y bastante dolorosa
ci a s de Os aka porque allí estaba su esposa. Vio el resplandor. de l a cual culpaban a l as judías y a l a ración de pan negro que
- Le pareció -a él, que le d aba la espalda al ce ntro y estaba miran­ los obligaban a comer. Los otros dos sacerdotes que vivía n e n
do su cliario- de un amarillo brillante. Asustado, comenzó a levan­ la misión de Nobori-cho -el padre superior La Salle y el p adre
tarse . En ese instante (se encontraba a 1.416 metros de l centro) Schiffer- no habían sido afectados por la dolencia.
el hosp ital se inclinó a sus espaldas y, con un terrible y desga­ El padre Kleinsorge se levantó a eso de las seis la mañana en
rrador estruendo, cayó al río. El doctor, todavía en el acto de que cayó la bomba, y media hora después -estaba un poco ale­
ponerse de pie, fue arrojado hacia adelante, fue sacudido y vol­ targado por su enfermedad- comenzó a decir misa en la capilla
teado; fue zarandeado y estrujado; perdió noción de todo por de la misión, un p equeño edificio de madera estilo japonés que
la velocidad con que ocurrieron l as cosas ; entonces sintió el agua. no tenía bancos, puesto que sus feligre ses se ponían de rodillas
El doctor Fujii apenas había tenido tiempo d e pensar que se sobre las acostumbradas esteras japonesas, de cara a un altar ador­
moría cuando se perc ató d e que estaba vivo, atrap ado e ntre dos nado con sed as espléndidas, bronce, plata, bordados finos. Esta
l argas vigas que form aban una V sobre su pecho como un boc a­ mañana, lunes, los únicos feligreses eran el señor Takemoto, un
do suspe ndido entre dos palillos gigantescos, vertical e inmóvil, e studiante de teología que vivía en la casa de la misión; e l se ñor

su cabe z a milagrosament e sobre el nivel de l agua y su torso y Fukai, secretario de la dióc e sis; la señora Murata, am a de llaves
piern as sume rgidos. A su alrededor, los restos de su hospital eran de la misión y devotamente cristiana; y sus colegas sacerdotes.
un absurdo amasijo de maderos astillados y remedios p ar a e l D espués de la misa, mientras e l padre Kleinsorge leía las ora­
dolor. Su hombro izqui erdo le dolía terribleme nte. Sus lentes ciones de Acción de Gracias, sonó l a sirena. Suspendió el se rvi­
habían desaparecido. cio y los misioneros se retiraron cruzando el complejo de la misión
hacia el edificio más gran de. Allí, en su habitación de la planta
baj a, a la derecha de la puerta principal, el padre Kleinsorg e se
En la mañana de la explosión, el padre Wilhelm Kleinsorge, de cambió a un uniforme militar que había adquirido cuando fue
la Compañía deJesús, se encontraba algo débil. La clietaj aponesa profesor de la escuela intermedia Rokko, e n Kobe, un uniforme
de guerra no lo había alimentado, y se ntía la presión de ser extran­ que le gustaba llevar puesto durante las al armas antiaéreas.
j e ro en unjapó n cada v ez más xenófobo: desde la derrota de su Después de una alarma, el padre Kleinsorge solía salir y e scu­
p atria, incluso un alemán era poco popular. A sus treinta y ocho l driñar el cie lo, y al salir e sta vez se alegró de no ver más que el
años, el p a dre Kleinsorge te nía el aspecto de un niño que crece solitario avión meteorológico que sobre volaba Hiroshima todos
demasiado rápi do: d elgado de rostro; con una prominente nuez, los días a esta misma hor a . Seguro de que nada iba a p asar, regre­
p e cho hundido, manos floj as y pies grand e s. C a minaba con só adentro y junto a los otros padres des ayunó un sucedáneo de
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café y su ración de pan, que fo resultaron especialmente repug­ de la Cruz Roja, recordaba una desagradable pesadilla que había
nantes bajo las circunstancias. Los padres conversaron durante tenido la noche anterior. La casa de su madre estaba en Mukai­
un rato, hasta que escucharon, a las ocho, la sirena de despeje. hara, a cincuenta kilómetros de la ciudad, y llegar al hospital le
Entonces se dirigieron a diversas partes del edificio. El padre tomó dos horas en tren y tranvía. Había dormido mal toda la
superior La Salle se quedó de pie junto a la ventana de su habi­ noche y se había despertado una hora antes de lo acostumbra­
tación, pensando. El padre Kleinsorge subió a una habitación del do; se sentía lento y levemente afiebrado, y llegó a pensar en
tercer piso, se quitó toda la ropa, excepto la interior, se acostó no ir al hospital. Pero su sentido del deber finalmente se impu­
en su catre sobre el costado derecho y comenzó a leer su Stim­ so, así que tomó un tren anterior al que tomaba casi todas las
men der Zeit. mañanas. El sueño lo había asustado particularmente porque esta­
Después del terrible relámpago -el padre Kleinsorge se per­ ba relacionado, por lo menos de manera superficial, con cierta
cató más tarde de que el resplandor le había recordado algo leí­ actualidad molesta. El doctor tenía apenas veinticinco años y aca­
do en su infancia acerca de un meteorito que se estrellaba con­ baba de completar su formación en la Universidad Médica de
tra la tierra- tuvo apenas tiempo {puesto que se encontraba a Oriente, en Tsingtao, China. Tenía su lado idealista, y lo preo­
1.280 metros del centro) para un pensamiento: una bomba nos cupaba la insuficiencia de instalaciones médicas de la región en
ha caído encima. Entonces, durante algunos segundos o quizás que vivía su madre. Por su propia iniciativa y sin licencia oficial
minutos, perdió la conciencia. alguna había comenzado a visitar enfermos de la zona durante
El padre Kleinsorge nunca supo cómo salió de la casa. Cuan--, las tardes, después de sus ocho horas en el hospital y cuatro de
do volvió en sí, se encontraba deambulando en ropa interior trayecto. Recientemente se había enterado de que la multa por
por los jardines de hortalizas de la misión, sangrando levemen- ejercer sin licencia era severa; un colega al cual había consulta­
te por pequeños cortes a lo largo de su flanco izquierdo; se dio do al respecto le había dado una seria reprimenda. Él, sin embar­
cuenta de que todos los edificios de los alrededores se habían caí­ go, había seguido haciéndolo. En su sueño estaba junto a la cama
do, excepto la misión de los jesuitas, que tiempo atrás había de un paciente, en el campo, cuando irrumpieron en la habita­
sido apuntalada y vuelta a apuntalar por un sacerdote llamado ción la policía y el colega al que había consultado, lo agarraron,
Gropper que le tenía pavor a los terremotos; se dio cuenta de que lo arrastraron afuera y lo golpearon con saña. En el tren se había
el día se había oscurecido; y de que Murata-san, el ama de llaves, casi decidido a abandonar el trabajo en Mukaihara, convencido
se encontraba cerca, gritando: "Shujesusu, awaremi tamai! tJesús, de que sería imposible obtener una licencia: las autoridades sos­
nuestro señor, ten piedad de nosotros!". tendrían que ese trabajo entraba en conflicto con sus labores en
el hospital de la Cruz Roja.
Pudo conseguir un tranvía tan pronto como llegó a la termi­
En el tren que llegaba a Hiroshima desde el campo {donde vivía nal. (Después calcularía que si hubiera tomado el tren de siem- 1'
con su madre), el doctor Terufumi Sasaki, cirujano del hospital pre esa mañana, y si hubiera tenido que esperar algunos minu-
UN RESPLANDOR SILENCIOSO 25
24 HIROSHIMA

emig o sól o había


to s que p asara el tranvía, h abría estado m ucho más cerca del
a El doct or S as aki, c onv encido de que el en
centro al mom en t o de l a expl osión, y pr ob a blem ente esta ría alcanz ado el edificio en el cual
s e encontraba, consiguió vendas
e estaban dentr o del
muerto.) Llegó al hospital a las siete y cuarenta y s e presentó ante y comenzó a envolver las heridas de los qu
a , c iudadanos muti­
el ciruj ano je fe. Pocos mi nutos después s ubió a una h abitación hospital; mientras tanto, afuera, en Hiroshirn
s vacilantes haci a el
del primer piso y obtuvo una mu estra de s angre de un hombre l ados y agonizantes comenz aban a dar paso
u na i nvasión que h arí a
p ar a r ealiz ar un tes t de Wasserm ann. Los incubadores para el hospital de la Cruz Roja, dando inicio a
adilla por mucho, mucho
test est ab a n en un l a boratori o del ter cer pis o. Co n la muestra que el doctor S asaki se olvidara de su pes
en la ma n o izq uierda, sumido en es a esp eci e de distra cción q ue tiempo.
había sentido toda la mañana -acaso debida a la pes adilla y a
la mala noche que había pasado-, comenzp a caminar a lo lar­
g o del corredor principal haci a las es ca leras. Acababa de pasar El día en que cayó la bomba, la señorita Toshiko Sasaki, emplea­
junto a una ventan a abierta cuando el resplandor de la bomba da de la Fábrica Oriental de Estaño (y que no era pariente de l
se reflejó en el co rredor como un gigantesco flash fotográfico. Se doctor S asaki), se desp ertó a las tres de la mañ ana. Tení a más
a poyó s obr e un a r odill a y se dijo, como sólo un japonés se diría : que haceres q ue de costumbre. S u herman o Akio, de once años,
"Sasaki, gambare! iSé vali ente !" Justo entonces (el edificio estaba ha bía lleg ado el día ant erior a quej ado de s erias molesti as est o­
a 1.508 me tros del centr o) el estallido irrumpió en el hospi tal. macales; su madre lo había llevado al h ospital pediátrico de Tamu­
Sus lentes v olaron ; sus sandalias japonesas salieron disparadas ra y se había quedado a acompañarlo. La señorita Sasaki, de poco
de sus pies. Pero aparte de eso, gracias a dond e se encontraba, no más de veinte años, tuvo que preparar desayuno p ara · su padre,
sufrió d año alguno. un hermano, una hermana y p ara ell a misma; y -puesto que,
El doctor Sasaki ll amó a gritos al cirujano jefe, corrió a buscarlo debido a la guerra, al hospital no le era posible dar comidas- tuvo
en s u oficin a y lo enco ntró terrible mente he rido por los vidrios. que preparar l as de un día entero para su madre y su h ermano
La confusión e n el hospital era espantosa: tabiques pesados y tro­ menor, y todo eso a tiempo para q ue su padre, que trabaj a ba en
z os d el t ec ho habían caído sobr e los pa ci entes, las camas ha ­ una fábrica haciendo tapones plásticos para los oídos de los a rti-
bían sido volteadas, habí a sangre en las p ar edes y en el suelo, . lleros, se llevar a la comida de camino a la planta. Cuando hubo
los instrumentos estab an por todas partes, los pacientes corrían t erminado, limpi ado y guardado los utensilios de cocina, eran
de aq uí p a ra allá, grit ando, y otros y acían muertos. (Un colega casi las siete. La familia vivía en Koi, y a la señor:ita Sas aki le espe­
que tr abaj aba en el laboratorio al cual se dirigía el doctor Sasa­ ra ba un tra y ec to de cuarenta y cinco minutos hasta la fáb ri ca
ki estaba muerto ; un p aciente al cual el doctor Sasaki acababa de de estaño, ubicada en una parte de la ciudad llamad a Kannon­
deja r, que p oco ant es ha bía tenido un miedo terrible a contraer machi (e lla estaba a carg o de los registros de personal en la f ábri­
l a sífilis, estaba m uerto.) El doctor Sasaki era el único doctor en ca). Salió de Koi a las sie te; tan pronto como llegó a la planta, fue

el hospi tal que no estaba herido. con otr as chicas al audi tori o. Un co nocido marino loc al, anti-
26 HIROSHIMA

gua empleado, se había suicidado el día anterior arrojándose a


las vías del tren -una muerte considerada lo suficientemente hono­ EL FUEGO
lI

rable como para merecer un servicio funerario que tendría lugar


a las diez de la mañana en la fábrica de estaño-. En el amplio
zaguán, la señorita Sasaki y las otras arreglaban los preparati­
vos para la reunión. Esta labor les llevó unos veinte minutos.
La señorita Sasaki regresó a su oficina y tomó asiento frente a
su escritorio. Estaba bastante lejos de las ventanas a.su izquie�­
da; detrás de ella había un par de altas estanterías que conte­ Lmediatamente después de la explosión, tras escapar corrien­
nían todos los libros de la biblioteca de la fábrica: el personal do de la propiedad de Matsuo y de haber visto con asombro los
del departamento las había organizado. Se acomodó, metió algu­ soldados sangrando en la boca del refugio que estaban. escavan­
nas cosas en �n cajón y movió unos papeles. Pensó que antes do, el reverendo Kiyoshi Tanimoto se unió a una anciana que
de comenzar a hacer entradas en sus listas de contrato� despidos caminaba, sola y aturdida, sosteniéndose la cabeza con la mano
y alistamientos en el ejército, conversaría un rato con la chica izquierda, llevando a su espalda a un niño de tres o cuatro años
de su derecha.Justo al girar la cabeza y dar la espakl.a a la ven­ y gritando: "iEstoy herida! iEstoy herida! iEstoy herida!". El señor
tana, el salón se llenó de una luz cegadora. Quedó paralizada Tanimoto cargó al niño, tomó de la mano a la mujer y la con­
de miedo, clavada en su silla durante un largo momento (la plan­ dujo a través de una calle oscurecida por lo que parecía ser una
ta estaba a 1.462 metros del centro). columna de polvo. Llevó a la mujer a una escuela no lejos de allí,
Todo se desplomó, y la señorita Sasaki perdió la conciencia. previamente designada para servir como hospital en caso de emer­
El techo se derrumbó de repente y la planta superior de made­ gencia. Mediante esta acción servicial, el señor Tanimoto se libe­
ra se hizo astillas y los que estaban sobre ella se precipitaron hacia ró del miedo. En la escuela lo sorprendió encontrar vidrios en
abajo, lo mismo que el tejado. Pero lo principal y lo más impor­ el suelo y cincuenta o sesenta personas esperando ya para ser
tante fue que las estanterías que estaban justo detrás de ella se atendidas. Pensó que, aunque la sirena había sonado y no se
volcaron haciá delante, los libros la derribaron y ella quedó con habían escuchado aviones, varias bombas habían debido de caer.
su pierna izquierda horriblemente retorcida, partiéndose bajo Recordó un pequeño montículo en el jardín del hombre de los
su propio peso. Allí, en la fábrica de estaño, en el primer momen­ rayones desde el cual se podía ver todo Koi -de hecho, toda Hiro­
to de la era atómica, un ser humano fue aplastado por libros. shima- y corrió de vuelta a la propiedad.
Desde el montículo, el señor Tanimoto vio un panorama que
lo dejó estupefacto. No sólo una zona de Koi, como había creí­
do, sino también la parte entera de Hiroshima que podía ver a
través del aire turbio despedían un efluvio denso y espantoso.
EL FUEGO 29
28 HIROSHIMA

Aquí y allá, nubes de humo habían comenzado a abrirse paso a La señora Nakamura abandonó a Mye ko, que al menos podía
través del polvo. Se preguntó cómo de un cielo silencioso podía respir ar, y empezó frenéticamente a retirar escombros. Los niños
haber llovido semejante destrucción; incluso unos pocos aviones habían estado_ durmiendo a más de tre s metros el uno del otro,
volando alto habrían si do detectados. Las casas v ecinas ardían·, pero ahora sus voces parecían provenir del mismo lugar. El niño,
cu ando comenzaron a caer gotas de agua del tamaño de cani­ Toshio, tenía al par ecer cierta libertad de movimiento, porque
cas, el señ or Tanimoto cr e yó que v enían de las mangueras de su madre lo podía escu char moverse bajo la montaña de made­
los bomberos que luchaban contra el incendio. (En realidad, eran ra y baldosas al tiempo que ella trabajaba desde arriba. Cuando
gotas de humedad condensada que caían de la turbulenta torre por fin 'vio su cabeza tiró de ella para sacarlo. Un mo squitero se
d e polvo, aire caliente y fragmentos de fisión que ya se había ele­ había enredado intrincadamente en sus pies como si alguien los
vado varios kilómetros sobre Hiroshima.) hubiera envue lto con.cuidado. Dijo que había saltado por los aires
a través de la habitación, y que bajo los escombr os había per­
El s eñ or Tanimoto se ale jó de la escena cuando escuchó que
lo llamaba el s eñ or Matsuo, p reguntando si se encontraba bien. manecido sobre su hermana Yaeko. Ahor a ella decía, desde aba­
El se ñor Mat suo había permanecido a salvo d ent ro de la casa j o, que no podía mov erse p orque había algo sobre sus piernas .
que se caía, p rotegido por la ropa de cama que guardaba en el Escarbando un poco más, la se ñora Nakamura abrió un agujero
v e st íbulo, y había conseguido abrirse paso hacia el exterior. El sobre la niña y empezó a tirar de su br azo. "ltai!i Duele !", excla­
señ or Tanimoto apenas contestó. Pensaba en su esposa y su bebé, mó Yaeko. La señora Nakamur a gritó: "No hay tiempo de decir
su igl esia, su hogar, sus parroquianos, todo s hundido s en aque­ si duele o no", y tiró de la niña mientras ésta lloriqueaba. Enton­
lla o scuridad horrible. Una v ez más echó a co rr er de miedo·, ces liberó a Myeko. Lo s niños estaban sucios y magullado s, pero
e sta v ez haci a la ciu dad. no tenían ni un corte, ni un rasguño.
La señora Nakamura los sacó a la calle . No llevaban nada enci-
ma, salvo su r opa interior, y, aunque e l día era cálido, confusa­
Desp ués de la explosión, la señora Hatsu yo Nakamura, la viuda mente se preocupó de que fueran a pasar frío, así que regresó a
d el sastre, salió con gran esfuerzo de entre las ruinas de su casa, los escombro s y hurgó en e llos buscando un atado de ropas que
y al ver a Myeko, la menor de sus tre s hijo s, enterrada hasta el había empacado para una emergencia, y vistió a los niños con
pecho e incapaz de moverse, s e arrastró e ntre los escombros y pantalones, camisas, zapatos, cascos anti bombardeo s forrado s
emp ezó a t irar de maderos y a retir ar te jas en un esfuerzo por de algodón llamados bokuzy.ki e incluso, absurdamente,. con abri­
lib erar a la niña. Entonces escuchó dos voces pequeñas que pare­ go s. Los niños estaban callados, salvo Myeko, la de cinco años,
cían salir de las profundidades: "Tasukete.' Tasukete/iAuxilio! iAuxi­ que no paraba de hacer preguntas: "¿Por qué se ha hecho de
lio !". Pronunció los nombres de su hijo de diez años, de su hija noche tan temprano ? ¿Por qué se ha caído nuestra casa? ¿Qué ha
de ocho : "iToshio ! iYaeko !". pasado ?". La señora Nakamura, que ignorab_a qué había p asado
Las voces que v enían de abajo respondieron. (facaso no había sonado la sirena d e despej e ?), miró a su al re-
30 HIROSHIMA EL FUEGO 31

dedor y a través de la oscuridad vio que todas las casas de su barrio parque con sus hijos y la señora Hataya, llevando su atado de
se habían derrumbado. La casa vecina, la que estaba siendo demo­ ropa de emergencia, una sábana, un paraguas y una maleta con
lida por su dueño para abrir un carril cortafuegos, había sido com­ cosas que había escondido en su refugio antiaéreo. Al pasar
pletamente demolida (si bien de forma algo rudimentaria); el due­ junto a varios escombros oyeron gritos ahogados de auxilio. El
ño, que había querido sacrificar su hogar por la comunidad, yacía único edificio que estaba aún de pie era la casa de la misión jesui­
muerto. La señora Nakamoto, esposa del jefe de la Asociación de ta, que quedaba junto al jardín de infancia católico al cual la seño­
Vecinos local, cruzó la calle hacia ella con la cabeza cubierta de ra Nakamura había enviado a Myeko durante largo tiempo. Al
sangre, y dijo que su niño tenía cortes graves; ¿tenía la señora pasar junto al edificio vio al padre Kleinsorge salir corriendo,
Nakamura algún tipo de vendas? La señora Nakamura no tenía en calzoncillos cubiertos de sangre y con una maleta pequeña en
vendas, pero volvió a los restos de su casa y sacó de entre los la mano.
escombros una tela blanca que había utilizado en su trabajo como
costurera, la cortó en tiras y se la dio a la señora Nakamoto. Al
buscar la tela, vio por casualidad su máquina de coser; regresó Justo después de la explosión, mientras el padre Wilhelm Klein­
por ella y la arrastró afuera. Pero, obviamente, no podía llevar­ sorge, SJ., deambulaba por el huerto en ropa interior, el padre
la consigo, así que arrojó el símbolo de su sustento en el reci­ superior La Salle dobló a oscuras una esquina del edificio. Su
piente que duranté semanas había sido el símbolo de su seguri­ cuerpo, y en particular su espalda, sangraban; el resplandor le
dad: un tanque de agua frente a su casa, el tipo de tanque que había hecho apartarse de la ventana y había sido alcanzado por
se le había ordenado construir a todas las familias en previsión trozos de cristal. El padre Kleinsorge, todavía perplejo, alcanzó
de un probable ataque aéreo. a preguntar: "¿Dónde están todos?". Entonces aparecieron los
La señora Hataya, una nerviosa vecina, le propuso a la seño­ otros dos sacerdotes que vivían en la misión -el padre Cieslik,
ra Nakamura escapar hacia los bosques del parque Asano, una ileso, sostenía al padre Schiffer, muy pálido y cubierto por la san­
propiedad junto al río Kyo perteneciente a la familia Asano, los gre que manaba de un corte en su oreja izquierda-. El padre Cies­
adinerados dueños de la línea de vapores Kisen Kaisha. El par­ lik estaba bastante orgulloso de sí mismo: después del resplan­
que había sido señalado como zona de evacuación para su vecin­ dor se había protegido bajo el marco de una puerta -el lugar que,
dario. Pero la señora Nakamura había visto un incendio en unos según había pensado previamente, seria el más seguro del edifi­
escombros cercanos (excepto en el centro, donde la bomba había cio-, y la explosión no le había causado heridas. El padre La Salle
causado algunos incendios, casi todas las conflagraciones en Hiro­ le dijo al padre Cieslik que llevara al padre Schiffer a un doctor
shima fueron causadas por destrozos inflamables que caían sobre antes de que muriera desangrado, y sugirió dos posibilidades:
estufas y cables eléctricos), y sugirió acudir a apagarlo. La seño­ el doctór Kanda, que vivía en la esquina, o el doctor Fujii, a seis
ra Hataya dijo: "No seas tonta. ¿y si vienen más aviones y arro­ calles de allí. Los dos hombres salieron del complejo y camina­
jan más bombas?". Así que la señora Nakamura se dirigió al ron calle arriba.
EL FUEGO 33
32 HIROSHIMA

a y una con-
La hija del señor Hoshijima, catequista de la misión, corrió a viario' los libros de contabilidad de la diócesis enter
nte a la misión
b uscar al padre Kleinsorge y le dijo que su madre "y su hermana 11iderable cantidad de dinero en efectivo pertenecie
cas a y depo-
estaban enterradas bajo las ruinas de su casa, detrás del complejo y del cual él era responsable. Salió corriendo de la
jesuita , y al mismo tiempo los sacerdotes se percataron de que 8Íló la maleta en el refugio antiaéreQ de la misión.
el padre Schif­
la casa de la profesora del jardín de infancia católico, en la par­ . Más o menos al mismo tiempo, el padre Cieslik y
es- regresa­
te delantera del complejo, le había caído encima a su propieta­ fcr -de cuya herida todavía salía sangre a borboton
a en ruinas y que
ria . Mientras el padre La Salle y l a señora Murata, el ama de ron diciendo que la casa del doctor Kanda estab
cía ser el círculo
ll aves de la misión, sacaban a la profesora de entre los escom­ el fuego les había impedido salir de lo que pare
do del doctor
bros, el padre Kleinsorge se dirigió a la casa del catequista y empe­ local de destrucción para llegar al hospital priva
zó a quitar cosas de la parte superior de la pila. No salía sonido Fujii, sobre la orilla del río Kyo.
alguno de debajo; estaba seguro de que las Hoshijima estaban
m uertas. Por fin, bajo lo que había sido una parte de la cocina,
vio l a cabez a de la señora Hoshijim a. Empezó a tirarla de los r El hospital del doctor Masakazu Fujii ya no estaba sobre la ori­
cabellos, convencido de que estaba muerta, pero de repente ella lla del río Kyo; estaba dentro del río. Tras la caída, el doctor
grit ó: "Itai! Itai! iDuele! iDuele!". Escarbó un poco más y logró Fujii quedó tan estupefacto y aprisionado tan firmemente entre
s acarla. Tambié n logró encontrar a su hija entre los escombros las vigas que tenía sobre el pecho que al principio fue incapaz
y l a l iberó. Ninguna de las dos tenía heridas graves. de moverse, y durante veinte minutos permaneció allí, en la maña­
J unt o a la misió n, un baño público se había incendiado; pero, na oscurecida. Entonces algo se le ocurrió -que muy pronto la
p uesto que allí el viento soplaba del sur, los sacerdotes confia­ corriente entraría por los estuarios y su cabeza quedaría sumer­
ro n en qu e l a casa se salvaría. Como medida de precaución, sin gida-, y esto lo llenó de energía temerosa; se volteó, retorció y
emb argo, el padre Kleinsorge entró buscar algunas cosas que
a ejerció tanta fuerza como pudo (aunque su brazo izquierdo, debi­
quería rescatar. Su h abitación estaba en un estado de extraña, iló­ do al dolor en el hombro, no le servía de nada), y poco después
gica confusión. Un botiquín de primeros auxilios colgaba de un ya se había liberado de la tenaza. Tr as un rato de descanso esca ­
gancho en la pared, tal cual había estado siempre; pero sus ropas, ló la pila de maderos y, al encontrar uno que se inclinaba hacia
que colgab an de otros ganchos cercanos, ha bían desaparecido. la orilla, trepó, dolorido, sobre él.
S u escritorio estaba roto en pedazos y desparramado por la habi­ El doctor Fujii estaba en ropa interior, y ahora se encontraba
t aci ó n, pero una simple maleta de papier-máché que había escon­ sucio y empapado. Su camiseta estaba rota, la sangre manaba de
dido bajo el escritorio estaba junto a l a p uerta, a la vista, con la su s heridas graves en el mentón y en la espalda. Confundido, salió
manija h acia arriba y sin un rasguño. Desp u és, el padre Klein ­ al puente Kyo, junto al cual había estado su hospital. El puente no
sorge empezó a considerar est os hechos como una especie de se había caído. Sin sus lentes, el doctor veía mal, pero sí lo sufi­
interferencia divina, en cuanto a que la maleta contenía su bre- ciente como para sorprenderse de la cantidad de casas caídas que
34 HIROSHIMA EL FUEGO 35

había alrededor. En el puente se encontró con un amigo, un dantes y liberó a ambas. Por un momento creyó escuchar la voz
doctor llamado Machii, y le preguntó desconcertado: "lQué de su sobrina, pero no pudo encontrarla; nunca volvió a verla.
crees que ha sido eso?". Cuatro de sus enfermeras y dos de sus pacientes también murie­
El doctor Machii dijo: "Debió de ser un Molotojfano hanakago", ron. El doctor regresó al agua y esperó a que el fuego cediera.
una canasta de flores Molotov, delicado nombre japonés para la
bomba de dispersión automática.
Al principio el .doctor Fujii podía ver dos incendios, uno cru­ La suerte que corrieron los doctores Fujii, Kanda y Machii -y, pues­
zando el río desde el terreno de su hospital y el otro bastante lejos to que sus casos son típicos, la que corrió la mayoría de los médi­
hacia el sur. Pero al mismo tiempo, el doctor y su amigo obser­ cos y cirujanos de Hiroshima-, con sus oficinas y hospitales des­
varon 'algo que los dejó perplejos y que, en tanto que médicos, truidos, sus equipos dispersos, sus cuerpos incapacitados en grados
discutieron: aunque todavía hubiera pocos incendios, gente heri­ diversos, explicó por qué no se atendió a muchos ciudadanos heri­
da atravesaba el puente en un interminable desfile de miseria, y dos y por qué muchos que habrían podido salvarse murieron.
muchos de ellos presentaban quemaduras terribles en la cara y De ciento cincuenta doctores en la ciudad, sesenta y cinco falle­
en las manos. "lA qué crees que se deba?", preguntó el doctor cieron, y los demás resultaron heridos. De 1.780 enfermeras, 1.654
Fujii. Incluso una hipótesis bastaba ese día para reconfortarlos, murieron o estaban demasiado graves para trabajar. En el hospi­
y el doctor Machii se aferró a ello. "Quizá fue un cóctel Molo­ tal más grande, el de la Cruz Roja, sólo seis doctores de treinta
tov", dijo. eran capaces de trabajar, lo mismo que sólo diez enfermeras entre
No había soplado la brisa esa madrugada (cuando el doctor más de doscientas. El único médico ileso del personal de la Cruz
Fujii había llegado a la estacion a despedir a su amigo) pero Roja fue el doctor Sasaki. Tras la explosión, se dirigió a toda pri­
ahora soplaban vientos rápidos en todas las direcciones; aquí, sa al almacén para buscar vendajes. Como todas las que había vis­
en el puente, el viento soplaba del este. Brotaban nuevos fuegos to mientras corría por el hospital, esta habitación estaba en total
y se propagaban con velocidad, y en poco tiempo ráfagas terri­ caos: botellas de medicina despedidas desde las estanterías y rotas,
bles de aire caliente y lluvias de ceniza hicieron imposible per­ ungüentos salpicados sobre las paredes, instrumentos desparra­
manecer sobre el puente. El doctor Machii corrió hacia el lado mados por todas partes. Cogió varios vendajes y una botella de
opuesto del río y por una calle que aún no se había encendido. mercurocromo que no estaba rota, volvió junto al cirujano jefe y
El doctor Fujii descendió al río y se refugió en el agua bajo el le vendó sus heridas. Entonces salió al corredor y comenzó a aten­
puente, donde una veintena de personas �ntre ellas sus sirvientes, der a los pacientes heridos, a las enfermeras y a los doctores.
que habían escapado de los destrozos- ya se habían refugiado. Pero cometía tantos errores que tomó un par de lentes de la cara
Desde allí, el doctor Fujii vio a una enfermera colgando por las de una enfermera herida, y, aunque sólo compensaban parcial­
piernas de los maderos de su hospital, y otra inmovilizada dolo­ mente los defectos de su visión, eran mejor que nada. (Habría
rosamente por un madero sobre su pecho. Reclutó a varios ayu- de depender de ellos durante más de un mes.)
EL FUEGO 37
36 HIROSHIMA

El doctor Sasaki trabajaba sin método, atendiendo primero a comportarse como UQ cirujano habilidoso y un hombre com­
los que tenía más cerca, y pronto notó que el corredor parecía prensivo; se transformó en un autómata que mecánicamente lim­
ll e narse más y más. Mezcladas con las excoriaciones y las lace­ piaba, untaba, vendaba, limp iaba, untaba, vendaba.
raciones que la m ayoría de pacientes había sufrido, e l doctor
empe zó a encontrar qu em aduras espantosas. Se percató enton­
ces de que empe zaban a llegar del exterior avalanchas de vícti­ Algunos de los heridos de Hiroshima no' pudieron d isfrutar del
m as. Eran tantas que el doctor come nzó a postergar a los he ri­ dudoso lujo de la hospitalización. En lo que había sido la oficina

dos más le ves; de cidió que lo único que podía hacer e ra e vitar de pe rsonal de la Fábrica Oriental de Estaño, la se ñorita Sasaki

que la gente muriera desangrada. Poco después había pacientes yacía inconsciente, aplastada por la tremenda pila de libros, made­

acuclillados sobre el suelo de la sala, en los laboratorios y en todas ra, hierro retorcido y yeso. Permaneció completame nte incons­
ciente (según calculó después) durante unas tres horas. Su prime­
las otras habitaciones, y e n los corredores, y en las escaleras, y
ra sensación fue de un terrible dolor en la pierna izquierda. Estaba
en e l zaguán de entrada, y bajo la puerta cochera, y sobre las esca­
tan osruro debajo de los libros y los escombros que la frontera entre
le ras d e pi edra del frente, y e n la entrada y en el patio, y a lo
conciencia e inconsciencia era muy tenue; debió de cruzarla varias
largo de varias manzanas en ambas direcciones de la calle. Los
veces, porque el dolor pare cía ir y venir. 'En los momentos de dolor
h eridos ayudaban a los mutilados; familiares desfigurados se apo­
más agudo, sentía que le habían cortado la pierna por debajo de
yaban los unos en los otros. Muchos vomitaban . Numerosas alum-
la rodilla. Después, escuchó que alguien caminaba sobre los des­
nas -al gunas de aquellas que habían salido de sus clases para tra­
trozos, sobre ella, y voces de angustia comenzaron a gritar a su
bajar en l a apertura de corredor es cortafuegos- lle gaban al
alrededor: "iAuxilio, por favor! iSáquennos de aquí!".
hospi tal arrastrándose. En una ciudad d� doscientos cuarenta y {
cinco mil habitantes, cerca de cien mil hab ían mue rto o recibi-
do h eridas mortales en un solo ataque; cien mil más estaban heri­
das . Al me nos die z mil de los heridos se las arreglaron para lle- Con al gunas vendas que el doctor Fujii le había dado unos días

gar a l mejor hospital de la ciudad, que no estaba a la altura de antes, el padre Kleinsorge contuvo como pu do la hemorragi a
de la herida del padre Schiffer. Cuando terminó, corrió a la misión
seme jante invasión, pues tenía sólo seiscientas camas, y todas esta-
ban ocu padas . En l a multitud sofocante del hospital los heridos y encontró la chaqueta de su uniforme militar y un viejo par de

lloraban y gritaban, buscando ser escuchados por el doctor Sasa- p antalones grises. Se los puso y salió. Una ve cina se le acercó
ki: "Sensei.' iDoctor!". Los más leves se acercaban a él y le tira- corrie ndo y le dijo que su marido estaba enterrado bajo su casa
ban d e la manga para qu e fu era a atender a los más graves. Arras­ y su casa se incendiaba; el padre Kleinsorge tenía que venir a sal­
trado de aquí para allá sobre sus pies descalzos, apabullado por varlo.
la cantidad de gente, p asmado ante tanta carne viva, d doctor El padre Kleinsorge, que ya comenzaba a sentirse apático y

Sasaki perdió por completo el sentido de la profesión y dejó de aturdido por las desgracias acumuladas, dijo: "No tenemos mu cho
38 EL FUEGO 39
HIROSHIM.A

tiempo". A su alrededor las casas se quemaban, y el viento sopla­ te de teología, tomó al señor Fukai por los pies y el padre Klein­
ba con fuerza. "lSabe exactamente en qué parte de la casa se sorge lo tomó de los hombros, y juntos lo transportaron escale­
encuentra enterrado?", preguntó. ras abajo. "iNo puedo caminar!", gritó el señor Fukai. "iDéjenme
aquí!" El padre Kleinsorge tomó su maleta de dinero y llevó al
. "Sí, sí", dijo ella. "Venga, dese prisa."
Rodearon la casa, cuyos restos llameaban con violencia, pero señor Fukai a cuestas, y el grupo se dirigió a la Plaza de Armas
cuando llegaron resultó que la mujer no tenía idea alguna de dón­ del Oriente, la "zona segura" de su barrio. Al cruzar el portón
el señor Fukai, golpeaba como un niño pequeño la espalda del
de estaba su marido. El padre Kleinsorge gritó varias veces: "lHay
padre Kleinsorge y decía: "No me iré. No me iré". El padre Klein­
alguien ahí?". No hubo respuesta. El padre Kleinsorge dijo a la
sorge se giró hacia el padre La Salle y, sin que viniera al caso,
mujer:. "Tenemos que irnos o moriremos todos". Regresó al com-
le dijo: "Hemos perdido todo lo que teníamos, salvo el sentido
, piejo católico y le dijo al Padre Superior que el fuego se acercaba
del humor".
llevado por un viento que había cambiado de dirección y ahora
.. La calle estaba atestada con restos de casas, con cables y pos­
soplaba del norte; era tiempo de que todos se fueran.
tes de teléfono caídos. Cada dos o tres casas les llegaban las voces
En ese instante, la profesora del jardín de infancia señaló al
de gente enterrada y abandonada que invariablemente gritaba,
señor Fukai, secretario de la diócesis, que estaba de pie junto a
con cortesía formal: "Tasukete kure!iAuxilio, si son tan amables!".
su ventana del segundo piso, de cara al lugar de la explosión,
Los sacerdotes reconocieron varias ruinas: eran hogares de ami­
llorando. El padre Cieslik, pensando que las escaleras del edifi­
gos pero, debido al fuego, era ya demasiado tarde para ayudar.
cio habían quedado inservibles, corrió a la parte trasera de la
Durante todo el camino el señor Fukai se quejaba: "Dejen que me
misión para buscar una escalera de mano. Escuchó gritos de ayu­
quede". El grupo dobló a la derecha al llegar a un bloque de casas
da que venían desde debajo de un tejado desplomado. Pidió ayu­
caídas que formaba una gran llamarada. En el puente Sakai, que
da para levantarlo a los transeúntes que corrían por la calle,
les permitiría cruzar hacia la Plaza de Armas del Oriente, vieron
pero nadie le hizo caso, y tuvo que dejar que los enterrados murie­
que la comunidad entera del otro lado del río era una cortina de
ran. El padre Kleinsorge entró corriendo a la misión, subió con
fuego; no se atrevieron a cruzar y decidieron refugiarse en el
dificultad por las escaleras torcidas y cubiertas de yeso y made­
parque Asano, a su izquierda. El padre Kleinsorge, que en los últi­
ra, Y llamó al señor Fukai desde la puerta de su habitación.
mos días se había sentido debilitado por la diarrea, comenzó a
El señor Fukai, un hombre pequeño de unos cincuenta años, se
trastabillar bajo el peso de su quejumbrosa carga, y, mientras inten­
volvió lentamente y dijo, con una mírada extraña: "Déjeme aqw"'.
taba escalar los destrozos de varias casas que bloqueaban su cami­
El padre Kleinsorge entró en la habitación, asió al señor Fukai
no al parque, tropezó, dejó caer al señor Fukai, y se fue de bru­
por el cuello de su abrigo y le dijo: "'Venga conmigo o rriorirá".
"Déjeme morir aquí", dijo el señor Fukai. ces contra la orilla del río. Cuando logró levantarse, vio al señor
Fukai escapar corriendo. El padre Kleinsorge llamó a doce sol­
El padre Kleinsorge comenzó a empujar y a arrastrar al señor
dados que estaban junto al puente para que lo detuvieran. Cuan-
Fukai para sacarlo de la habitacióIL Entonces llegó el estudianº
40 HIROSHIMA EL FUEGO 41

do se disponía a regresar para buscar ai señor Fukai, lo llamó el liares o vecinos más próximos, porque no podían ni tolerar ni
padre La Salle: �iApúrese! iNo pierda tiempo!". Así que el padre abarcar un círatlo de miseria más amplio. Los heridos se aleja­
Kleinsorge se limitó a pedirle a los soldados que cuidaran del señor b an coje ando de los gritos, y el señor Tanimoto pasó corriendo
Fukai. Dijeron que lo harían, pero el destrozado hombrecito logró junto a ellos. Como cristiano, se sintió lleno de compasión por
escapar, y la última vez que los sacerdotes lo vieron estaba corrien­ los que estaban atrapados, y como japonés se sintió abrumado
do hacia el fuego. por la vergüenza de estar ileso, y rezaba mientras corría: "Dios
los ayude y los salve del fuego".
Pensó que bocdearía el fuego por la izquierda. Corrió de vuelta
El señor Tanimoto, temiendo por su familia y su iglesia, corrió hacia Í al puente Kannon y durante un tramo siguió el recorrido de uno
ellos por la ruta más corta: la autopista Koi. Era la única persona de los ríos. Intentó pasar por varias c.alles transversales, pero todas
que entraba a la ciudad; se cruzó con cientos y cientos que esca­ estaban bloqueadas; así que dobló a la izquierda y empezó a correr
pab an de ella, y cada uno parecía estar herido de algun a forma. hacia Yokogawa, una estación sobre una línea ferroviaria que rodea­
Algunos tení an las cejas quemadas y la pielles colgaba de la cara ba la ciudad en un amplio semicírculo, y siguió los rieles hasta
y de las manos. Otros, debido al dolqr, llevaban los brazos lev an­ llegar a un tren incendiado. Para entonces estaba tan impresiona­
tados, como si cargaran algo en amb as manos.Algunos iban vomi­ do por el alcance de los daños que corrió más de tres kilómetros
tando. Muchos iban desnudos o en harapos. Sobre algunos cuer­ hacia el norte, hacia Gion, un suburbio al pie de las colinas. Duran­
pos desnudos, las quemaduras habían trazado dibujos que pa¡ecían te todo el camino se cruzó con gente terriblemente quemaday lace­
prendas de vestir, y, sobre la piel de algunas mujeres -puesto que rada, y eran tales sus remordimientos que se giraba a derecha y a
el blanco reflejaba el calor de la bomba y el negro lo absorbía y izquierda para decirles: "Perdonen que no lleve una carga como
lo conducía a la piel- se veían las formas de las flores de sus kimo­ la suya". Cerca de Gion empezó a encontrar gente de campo que
nos. A pesar de sus heridas, muchos ayudaban a los parientes se dirigía a la ciudad para prestar su ayuda y que al verlo excla­
que peor estab an. Casi todos inclinab an la cabeza, mirando al fren- maron: "iMiren! Uno que no está herido". En Gion, se abrió paso
te y en silencio, sin expresión alguna en el rostro. hacia la orilla derecha del río principal, el Ota, y siguió su curso
Tras cruzar el puente Koi y el puente Kannon, después de haber hasta encontrar nuevos incendios. No había fuego en el otro lado
corrido todo el camino, el señor Tanirnoto vio al aproximarse del río, así que se quitó la camisa y los zapatos y se zambulló. A
al centro que todas las casas habían sido aplastadas y muchas esta­ medio camino, donde era más fuerte la corriente, el cansancio y el
ban en llamas. Los árboles no tenían hojas y sus troncos esta­ miedo le dieron alcance -había corrido unos once kilómetros-,
ban carbonizados. El señor Tanimoto trató en diversos puntos de su cuerpo se volvió fláccido y se dejó llevar por el agua. "Por favor,
penetrar las ruinas, pero las llamas se lo impidieron eri todos Dios, ayúdame a cruzar", rezó. "Seria absurdo que me ahogara, yo
los casos. Bajo muchas casas la gente pedía auxilio a gritos, pero que soy el único que no está herido." Dio unas brazadas más y
nadie ayudaba; en general, los supervivientes asistían a sus fami- logró llegar a un banco de arena río abajo.
42 HIROSHIMA EL FUEGO 43

El señor Tanimoto trepó al banco de arena y corrió por él has­ vemente heridas que no podían ponerse de pie para alejarse de
ta que encontró fuego de nuevo,junto a un templo Shinto; al dar­ la ciudad en llamas. Cuando veían a un hombre ileso y ergui­
se la vuelta para flanquearlo se topó, en un golpe de suerte increí­ do, el canto comenzaba de nuevo: "Mizu, mízu, mizu". El señor
ble, con su esposa. Ella llevaba a su niña en brazos. El señor Tanimoto no podía soportarlo; les llevó agua del río, lo cual fue
Tanimoto estaba emocionalmente tan agotado que nada podía un error, pues eran aguas turbias y salobres. Dos o tres botes
sorprenderlo. No abrazó a su esposa; simplemente le dijo: "Ah, pequeños transportaban a los heridos por el río desde el parque
estás a salvo". Ella le contó que había regresado de Ushida jus­ Asano, y, cuando uno de ellos llegó al banco de arena, el señor
to a tiempo para la explosión; había quedado enterrada bajo la Tanimoto pronunció de nuevo sus excusas y se subió al bote.
parroquia con el bebé en sus brazos. Contó cómo los destrozos En el parque, entre la maleza, encontró a varios de sus compa­
la habían aplastado, cómo había llorado la niña. Había visto ñeros de la Asociación de Vecinos, que habían llegado allí siguien­
una grieta de luz y con una mano la alcanzó y la fue agrandan­ do sus instrucciones, y vio a muchos conocidos, entre ellos el
do poco a poco. Después de una media hora, le llegó el chispo­ padre Kleinsorge y los demás católicos. Pero echó en falta a Fukai,
rroteo de la madera quemándose. Al fin logró ampliar la aper­ que había sido un buen amigo suyo. "¿Dónde está Fukai-san?"
tura lo suficiente para sacar al bebé, y enseguida salió también "No ha querido venir con nosotros", dijo el padre Kleinsorge.
ella, arrastrándose. Dijo que ahora se dirigía de nuevo a Ushi­ "Se ha regresado."
da. El señor Tanimoto dijo que quería ver su iglesia y ayudar a
la gente de la Asociación de Vecinos. Se despidieron con la mis­
ma naturalidad con la que se habían saludado. Cuando la señorita Sasaki escuchó las voces de los que estaban atra­
La ruta que siguió el señor Tanimoto alrededor del fuego lo lle­ pados con ella en las ruinas de la fábrica de estaño, empezó a hablar­
vó a la Plaza de Armas del Oriente, la cual, al ser una zona de les. Descubrió que su vecino más próximo era una joven estudiante
evacuación, era ahora escenario de un espectáculo atroz: fila tras de bachillerato que había sido preparada para trabajos de fábrica,
fila de quemados y ensangrentados. Los quemados genúan: "Mi;:µ, y que decía tener la espalda rota. La señorita Sasaki repuso: "Yo
mizu!iAgua, agua!". El señor Tanimoto encóntró un tazón en una no me puedo mover. Me han amputado la pierna izquierda".
calle vecina y localizó una llave de agua que todavía funciona­ Poco tiempo después volvió a oír que alguien caminaba sobre
ba en la estructura aplastada de una casa, y comenzó a llevar agua los escombros, enseguida se movía hacia un lado y -quien quie­
a los desconocidos. Cuando hubo dado de beber a unos treinta ra que fuese- empezaba a escarbar. El excavador liberó a varias
de ellos, se percató de que aquello le tomaba demasiado tiem­ personas, y cuando hubo descubierto a la estudiante, ella des­
po. "Discúlpenme", dijo en voz alta a los que ya alargaban la cubrió que su espalda no estaba rota, y que podía arrastrarse hacia
mano hacia él gritando de sed. "Tengo mucha gente que cui­ fuera. La señorita Sasaki le habló al socorrista, y él empezó a
dar." Entonces fue de nuevo al río, con el tazón en la mano, y sal­ abrirse paso hacia ella. Quitó una buena cantidad de libros has­
tó a un banco de arena. Allí vio a cientos de personas tan gra- ta que logró abrir un túnel. Ella vio entonces la cara sudorosa que
44
HIROSHIMA
EL FUEGO 45
le dij o : "Salg a, señorita". Lo
intentó. "N o puedo moverme
El h ombre exc avó un poc o ", dij o. t:J antiguo jefe de l a Asoci ación de Vecinos de Nob ori-cho a l a
más y le dijo que intentar a sal
tod as sus fuerzas. Pero l os lib ir c on cual pertenecían los s acerd otes c atólicos er a un hombre enérgi­
r os s obre sus caderas eran mu
do s, Y el hombre ac abó por y pes a­ co llamado Yoshid a. Cuando estab a a c argo de l as defens as antiaé­
ver que un a estanterí a se inc
s obre l os libr os y un a viga pe lin ab a reas del barrio, se h abí a j act ado de que el fueg o podría consu­
s ad a hacía presión sobre la
terí a. "Espere", dij o ent�nces estan­ mir tod a Hiroshim a per o no lleg arí a nunc a a N ob ori-cho. L a
. "Voy a busc ar un a palanc a."
El hombre estuvo ausente un bomb a echó su c asa ab ajo, y un a vig a s obre sus piern as lo dejó
buen tiempo, y estab a de mal
cuand o regresó, como si l a situ humor paralizado con un panorama perfecto de l a c asa de l a misión jesui­
ación de l a señorita
Sasaki fuera cul­ t a y de l a gente que c orrí a por l a calle\ En medi o de la c onfu­
p a de ell a. "iNo tenemos per
son al p ara ayud arl a !", le gritó
a tr a­ sión, la señora Nakamura, sus niños y el padre Kleinsorge con
vés del túnel. "Tendrá que arr
eglárselas usted misma para sal
"Es impo sible", dijo ell a. "Mi ir." el señor Fukai a cuestas, estuvieron a punto de no verlo al p asar;
piern a izquierd a ... " Pero el h o
bre y a se h abía ido. m­ Yoshida era apeo� una parte d�l borroso escenario de miseria a
Much o después, varios h omb través del cual se movían. Sus gritos de auxili o n o obtuvieron res­
res lleg ar on y l a arr astr aron fue
r a. Su p iern a izquierd a n o h ­ puesta; h abía tanta gente pidiend o auxilio a gritos, que los suyos
a bía sid o amputad
a, per o tení a c or­
tes gr aves Y c olg ab a, torcid no se distinguían. Igual que ellos, los demás siguieron su cami­
a, de l a rodill a h a
ci a ab aj o. L a lle­ no. Nobori-cho quedó absolutamente desierto, barrido p or el fue­
v ar on a un p atio. Lloví a. Ell
a se sentó s o bre l
a tierr a , b a jo l a
lluvi a. Cu and o empezó a llo go. El señor Y oshid a vi o la misión de m ader a -el únic o edificio
ver más fuerte, al uien dio ins
ciones a los heridos par a que g truc­ en pie de l a z on a- ar der en un a ll am ar ad a, y sintió un cal or
se protegieran en los refugios anti
re os de l a fábric a
aé­ terrible en l a car a. Entonces l as llamas �leg aron a l a acera en l a
. "Veng a", le dijo un a mujer
desgarr ad a . "Pue­ que se encontr ab a y entr aron a su c asa. En un p aroxismo de fuer­
de caminar con un solo pie
." Per o l a señ orita S asaki 00 p
odía z a producto del miedo se liberó y c orrió p or l os callejones de
moverse, Y se limitó a espe
rar en medio de l
a lluvi a. Ent onces
un h o mb re ap oyó Nobori-cho, cercado por el fuego que, según h abía dicho, no lle­
un a gr an planch
a de hierro ret orcid
la p ared p ara utilizarl a a m o sobre garía nunca. C omenzó de inmediato a comp ortarse como un anci a­
od o de refugi o, y
tomó a la señorita no. D os meses después, su pelo estab a completamente blanc o.
Sasaki en br a zo s y l a llevó
h asta állí. Ell a le estuvo agr
adecid a
hasta que el hombre tr aj
o también a dos pe
rs on as h orriblement
herid as -un a mujer a l a cu e
al le h a bía sid o arranc ado un
un h o mb re cuy a
sen o y Mientr as el doctor Fujii permanecí a en el río con el agua al cue­
c ar a est ab a en c arne viv a p
or un a quem adu­
ra- p ara que comp artieran llo p ara evitar el calor del fuego, el viento empezó a sopl ar c on
l a c abañ a c on ell a'. N adie regr
Cesó la lluvi a, la t arde nu esó. más y más fuerz a, y muy pronto, aunque l a extensión de a gu a
blad a era caliente; antes de
cer, l os tres grotesc os pers l an oche­ no era demasi ado amplia, l as ol as crecieron tanto que a l a gen­
on ajes b aj o el tro
zo de hierro inclin ado
empez aron a oler b astante te bajo el puente le fue difícil conserv ar el equilibrio. El doctor
m a l.
Fujii se acercó a la orill a, se ag achó y abrazó un a piedr a gr a nde
46 HIROSHIMA EL FUEGO 47

con su brazo útil. Después fue posible caminar por el borde del La gente siguió llegando en tropel al parque Asano durante todo
río, y el doctor Fujii, con sus dos enfermeras sobrevivientes' se el día. Esta propiedad privada estaba a una buena distancia de
desplazó poco menos de doscientos metros rio arriba, hasta un la explosión por lo que sus bambúes, pinos, laureles y arces se
banco de arena cerca del parque Asano. Muchos heridos yacían habían mantenido con vida, y un lugar verde como ése era una
sobre la arena. El doctor Machii y su familia estaban allí; su invitación para los refugiados: en parte porque creían que si regre­
hija, que estaba fuera de casa cuando estalJó la bomba, tenía saban los norteamericanos bombardearían sólo edificios; en par­
graves quemaduras en las manos y piernas, pero no en la cara, te porque el follaje parecía una isla de frescura y vida, y los jar­
por fortuna. Aunque el hombro le dolía cada vez más, el doctor dines de piedr a, de una precisión exquisita, con sus estanques
Fujii examinó con curiosidad las heridas de la joven. Después apacibles y sus puentes arqueados, eran muy japoneses, norma­
se recostó. A pesar de la miseria que lo rodeaba, lo avergonza­ les, seguros; y en parte debido a una urgencia irresistible y atá­
ba su aspecto, y le comentó al doctor Machii que vestido así, vica de estar debajo de hojas. La señora Nakamura y sus hijos
con su ropa interior rasgada y ensangrentada, parecía un men­ estuvieron entre los primeros en llegar, y se instalaron en el bos­
digo. Más tarde, cuando el fuego empezó a ceder, decidió ir a quecillo de bambú cerca del río. Todos estaban sedientos, y bebie­
casa de sus padres, en el suburbio de Nagatsuka. Le pidió al ron agua del río. De inmediato sintieron náuseas y comenzaron
doctor Machii que lo acompañara, pero éste respondió que su a vomitar, y todo el día sufrieron arcadas. Otros tuvieron náuseas
familia y él pasarían la noche en el banco de arena, debido a también; pensaron (probablemente debido al fuerte olor de la
las heridas de su hija. El doctor Fujii llegó caminando a Ushida ionización, un "olor eléctrico" producido por la fisión de la bom­
junto con sus enfermeras, y encontró materiales de primeros auxi­ ba) que era un gas lanzado por los norteamericanos lo que los
casa,
lios en la parcialmente dañada, de unos familiares. Las enfer­ hacía sentirse enfermos. Cuando el padre Kleinsorge y los otros
meras lo vendaron; él las vendó a ellas. Continuaron su cami­ sacerdotes llegaron al parque, saludando a sus amigos al pasar,
no. Ahora no había demasiada gente caminando por las calles, los Nakamura estaban enfermos y abatidos. Una mujer llamada
pero muchos aparecían sentados o acostados sobre el pavimen­ lwasaki, que vivía en la vecindad de la misión y estaba sentada
to, vomitando, esperando la muerte, muriendo. El número de cerca de los Nakamur a, se levantó y preguntó a los sacerdotes
cadáveres en el camino a Nagatsuka era mayor y más inquietante. si debía quedarse donde estaba o ir con ellos. El padre Kleinsorge
El doctor se preguntaba: ¿es posible que un cóctel Molotov cau­ dijo: "No sé cuál será el lugar más seguro". Ella se quedó donde
se todo esto? estaba; más tarde, aunque no tenía ni heridas ni quemaduras visi­
El doctor Fujii llegó a la casa de su familia al atardecer. La bles, murió. Los sacerdotes avanzaron junto al río y se acomo­
casa estaba a ocho kilómetros del centro de la ciudad, pero el teja­ daron entre unos arbustos. El padre La Salle se recostó e inme­
do se había desplomado y todos los cristales estaban rotos. diatamente se quedó dormido. El estudiante de teología, que
llevaba las sandalias puestas, había traído consigo un atado de
ropas en el cual había empacado dos pares de zapatos de cue-
48 HIROSHIMA EL FUEGO 49

ro. Cu ando se sentó con los demás, se percató de que el atado Fue a la orilla del río y empezó a b u scar un bote en el cu al pu die­
se había roto y dos zapatos se había n perdido: ahora sólo le ra llevar a los heridos más graves al otro lado, lejos del fuego
queda ba n los dos izquierdos. Volvió sobre sus pasos y encontró que seguía propagándose. Pronto encontró u na batea de buen
uno derecho. Cuando regresó junto a los sacerdotes, dijo: "Es gra­ tamaño arrimada a la arena, pero su interior y su s alrededores for­
ci oso ver que las cosas ya no importan. H asta ayer, estos zapa­ maban una escena horrible: cinco hombres casi desnu dos y gra­
tos fueron mis pertenencias más apreciadas. Hoy, ya no me impor­ vemente quemados q ue debían de haber m uerto más o menos
ta n. Un pa r es suficiente". al mismo tiempo, porque la posición de su s cuerpos su gería que
El padre Cieslik dijo: "Lo sé. Yo empecé a empacar mis libros, 1 entre todos habían intentado emp ujar el bote hacia el río. El señor
y después me dije: 'Éste no es momento para libros'". Tanimoto los alzó y los sacó del bote, y experimentó tal horror
Cua ndo llegó el señor T animoto, todavía con su tazón en la por d hecho de molestar a los m uertos -impidiéndoles echar su
ma no, el parque estaba repleto de gente y no era fácil distinguir nave al agua y emprender su fantasmal camino- que dijo en voz
a los vivos de los muertos, pu es la mayoría tení an los ojos abier� alta: '"Por favor, perdonen que me lleve este bote. Lo necesito para
tos y estaban inmóviles. Para un occidental como el padre Klein­ ayudar a otros qu e están vivos". Era una batea pesa da, pero el

sorge, el silencio en el bosq uecillo j u nto al río, donde cientos señor Tanimoto se las a rregló para deslizada dentro del a gua.
de persona s gra vemente heridas su frí an ju ntas , fue u no de los No tenía remos, y lo único qu e p udo encontrar para impulsarse
fenómenos más atroces e imponentes qu e jamás había vivido. Los fue un poste seco de bambú. Llevó el bote río a rriba hasta la
heridos guardaban silencio; nadie llora ba, m ucho menos grita­ zona más poblada del parque y empezó a tr ansportar a los heri­
ba de dolor; nadie se quejaba; de los m u chos q ue m urieron, dos. Podía llenar el bote con diez o doce para cada trayecto, pero
ninguno murió ruidosamente; ni' siquiera los niños lloraban ; pocos en el centro el río era demasiado profundo, y el señor Tanimoto
hablaban siquiera . Y cuando el padre Kleinsorge dio a beber agua se veía obligado a remar con el bambú, por lo cual en cada via­
a algunos cu yas ca ras estaban cu biertas c asi por completo por las je tardaba m ucho tiempo. Así trabajó durante varias horas.
quemad u ras , bebían su ra ción y enseguida se levantaban un poco En l as primeras hora s de la tarde, el fuego irr u mpió en los
e inclinaban la cabeza en señal de gratitud. bosques del parque Asano. � señor Tanimoto se percató de ello
El señor Tanimoto dio la bienvenida a los sacerdotes y miró alre­ cu ando vio desde su bote que mu cha gente se había a cercado a
dedor, b uscando a otros amigos. Vio a la señora Matsumoto, espo­ la orilla. Apenas h ubo alcanzado la arena, su bió para investigar,
sa del director de la Escu ela Metodista, y le preguntó si tenía y al ver el fuego gritó: "iQue veng an conmigo todos los hom­
sed. Ella dijo que sí, y él le trajo agua en su tazón desde una de bres qu e no estén malheridos!". El padre Kleinsorge acercó al
las pi scinas de los jardines de piedra. Entonces decidió que inten­ padre Schiffer y al padre La Salle a la orilla y le pidió a los demás
ta ría regresar a su iglesia. Entró en Nobori-cho por el camino que los llevaran al otro lado del río si el fuego se acercaba dema­
que los sa cerdotes ha bían tomado al escapar, pero no llegó lejos; siado, y enseguida se unió a los voluntarios de T animoto. El señor
el fuego en las calles era tan feroz que se vio obligado a regresar. Tarrmoto mandó a alg unos en bu sca de baldes y cu encos y a otros
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les dijo que golpearan con sus ropas los arbustos incendiados; graves, se arrastraron bajo los arbustos y allí se quedaron hasta
cuando hubo utensilios ·a mano, Tanimoto les hizo formar una que el murmullo, evidentemente producido por una ronda de reco­
cadena de baldes desde uno de los estanques del jardín de pie­ nocinúento o de aviones meteorológicos, acabó por extinguirse.
dra. El equipo luchó contra el fuego durante más de dos horas, Comenzó a llover. La señora Nakamura mantuvo a sus niños bajo
y poco a poco apagaron las llamas. Mientras los hombres del el paraguas. Las gotas se volvieron demasiado grandes para ser nor- M?
señor Tanimoto trabajaban, en el parque la gente atemorizada males, y alguien gritó: "Los norteamericanos están arrojando gaso­
se acercaba más y más al río, y finalmente la muchedumbre lina. iNos van a quemar!". (Esta alarma nació de una de las teo­
comenzó a empujar al agua a los desafortunados que estaban en rías que circulaban en el parque acerca de las razones por las cuales
la orilla. Entre los que fueron empujados al agua y se ahogaron Hiroshima había ardido de esa manera: un solo avión había rocia­
estaban la señora Matsumoto, de la Escuela Metodista, y su hija. do gasolina sobre la ciudad y luego, de alguna forma, le había pren­
Cuando el padre Kleinsorge regresó de apagar el fuego, encon­ dido fuego en un instante.) Pero las gotas eran de agua, evidente­
tró al padre Schiffer todavía sangrando y terriblemente pálido. mente, y mientras caían el viento sopló con más y más fuerza, Y
Algunos japoneses lo rodeaban, mirándolo fijamente, y el padre de repente -quizá debido a la tremenda convección generada por
Schiffer susurró con una débil sonrisa: "Es como si ya me hubie­ la ciudad en llamas- un remolino atravesó el parque. Árboles inmen­
ra muerto". "Todavía no", dijo el padre Kleinsorge. Había traí­ sos fueron derribados; otros, más pequeños, fueron arrancados de
do consigo el botiquín de primeros auxilios del doctor Fujii, y raíz y volaron por los aires. En las alturas, un despliegue caótico
había notado que entre la multitud se encontraba el doctor Kan­ de cosas planas se revolvía dentro del embudo serpenteante: peda­
da, así que lo buscó y le pidió que vendara las heridas del padre zos de un tejado de hierro, papeles, puertas, trozos de esteras. El
Schiffer. El doctor Kanda había visto a su mujer y a su hija muer­ padre Kleinsorge cubrió con una tela los ojos del padre Schiffer,
tas en las ruinas del hospital; ahorá estaba sentado con la cabe­ para que el pobre hombre no creyera que estaba enloqueciendo.
za entre las piernas. "No puedo hacer nada", dijo. El padre Klein­ El vendaval arrastró por el terraplén a la señora Murata -el ama
sorge envolvió con más vendas la cabeza del padre Schiffer, lo de llaves de la misión, que estaba sentada cerca del río-, la llevó
llevó a un lugar empinado y lo acomodó de manera que su cabe­ contra un lugar pando y rocoso, y salió del agua con los pies des­
za quedara levantada, y pronto disminuyó.el sangrado. calzos cubiertos de sangre. El vórtice se trasladó al río, donde absor­
Entonces se oyó el rugido de aviones acercándose. Alguien en bió una tromba y finalmente se extinguió.
la multitud que estaba cerca de la familia Nakamura gritó: "iSon Después de la tormenta, el señor Tanimoto comenzó de nue­
Grummans que vienen a bombardearnos!". Un panadero llama­ vo a transportar gente, y el padre Kleinsorge le pidió al estudiante
do Nakashima se pus� de pie y ordenó: "Todos los que estén de teología que cruzara el río, fuera hasta el noviciado jesuita
vestidos de blanco, quítense la ropa". La señora Nakamura les qui­ en Nagatsuka, a unds cinco kilómetros del centro de la ciudad,
tó las camisas a sus niños, abrió su paraguas y los obligó a meter­ y pidiera a los sacerdotes del lugar que trajeran ayuda para el
se debajo. Muchas personas, incluso las que tenían quemaduras padre Schiffer y el padre La Salle . El estudiante subió al bote
52 HIROSHIMA
EL FUEGO 53

del señor Tanimoto y partió con él. El padre Kleinsorge preguntó


señor Tanimoto organizó a las mujeres con heridas más leves para
a la señora Nakamura si le gustaría ir a Nagatsuka con los curas
que se hicieran cargo de la cocina. El padre Kleinsorge le ofre­
cuando ellos vinieran . Ella dijo que tenía demasiado equipaje y
ció un poco de cal�baza a la familia Nakamura, y ellos la pro­
que s us niños estaban enfermos -aún vomitaban de vez en cuan­
baron, pero no pudieron evitar vomitarla. El arroz resultó sufi­
do, y, para ser exactos, también ella-, y temía por lo tanto que
ciente para alimentar a cien personas .
no sería capaz. Él dijo que quizá los padres del noviciado podrían
Antes de que anocheciera el señor Tanimoto se topó con una
venir a b uscarla al día siguiente con un carrito.
joven de veinte años, la señor a Kamai, vecina de los Tanimoto.
Al final de la tarde, cuando pudo quedarse durante un rato en
Estaba de cuclillas sobre la tierra con el cuerpo de su niña peque­
la orill a, el señor Tanimoto -de c uy a energía muchos ha bían
ña en los brazos. Era evidente que el bebé llevaba muerto todo
llegado a depender- oyó que h abía gente pidiendo con súplicas
el día. La señora Kamai se levantó de un brinco al ver al señor
algo de comer. Consultó con el padre Kleinsorge, y decidieron
Tanirnoto y le dijo: "¿Podría usted tratar de encontrar a mi mari­
regresar a laciudad para traer arroz del refugio de la misión y
do, por favor?".
también de la Asociación de Vecinos. El padre Cieslik y otros dos
El señor Tanirnoto sabía que el marido h abía sido reclutado por
o tres los acompañaron. Al principio, cuando se vieron entre
el Ejército el día anterior; en la tarde, los Tanimoto habían reci­
las filas de casas derribadas, no supieron bien dónde se encon­
bido a la señora Kamai, y habían intent ado h acerle olvidar lo
traban; el cambio había sido demas iado repentino: de una ciu­
sucedido. Kamai se había presentado en los Cuarteles Regiona­
d ad activa de doscientos cincuenta mil ha bitantes en la maña­
les del Ejército en Chugoku -cerca del antiguo castillo en medio
na, a un montón de residuos en la tarde. El asfalto de las calles
de la ciudad- donde unos cuatro mil soldados habían sido apos­
estaba aún tan caliente y tan blando debido a los incendios, que
tados. A juzgar por los muchos soldados mutilados que el señor
cam inar sobre él resultaba incómodo. Sólo se toparon con una
Tanimoto había vist� durante el día, supuso que los cuarteles
persona, una mujer que les dijo al pasar: "Mi marido está en
habían sufrid� daños graves a causa de lo que fuera que h abía
es as cenizas". Al llegar a la misión -aquí, el señor Tanimoto se
golpeado a Hiroshima. Supo que no tenía la más mínima posi­
separó del grupo-, el padre Kleinsorge sintió consternación al
bilidad de encontrar al marido de l a señora Kamai, inclu so si
ver el edificio arras ado. En el j ardín, de camino al refugio, se
emprendía su búsqueda. Pero quiso levantarle el ánimo. "Lo inten­
fijó en una calabaza asada sob re l a enredadera. El padre Cieslik
taré", dijo.
y él mismo la probaron, y sabía bien. Su propia hambre los sor­
"Tiene que encontrarlo", dijo ella. "Él quería mucho a nues­
prendió, y se comieron un buen pedazo. Sacaron varias bolsas
tra niña. Quiero que la vea por última vez."
de arroz y recogieron varias calabazas asadas y excavaron algu­
nas patatas qu e se habían cocinado b ajo tierr a. En el camino de
regreso los alcanzó el señor Tanimoto. Una de las personas que
lo acompañaban llevaba utensilios de cocina. En el parque, el

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