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Padre nuestro...

»Y recorriendo nuestros asombrados ojos aclaró:


»Porque Él nos ha creado en verdad, como la ola que, sin desprenderse, se
desprende del mar...
»Que estás en los cielos...
»Y guiñándonos un ojo señaló al pecho de Santiago. Y dijo:
»En los cielos del corazón.
»Santificado sea tu nombre...
»Y todos asentimos. Pero él, sin dejar de sonreír, negó con la cabeza. Y aclaró:
»Santificado, no sólo porque lo ordene la ley. Santificado porque nunca duerme.
Santificado porque nunca hiere. Santificado porque ahora, seguramente, sonríe ante
los problemas de mamá María y de este pobre carpintero...
La Señora me traspasó con la mirada. Aquel verde hierba hubiera sido suficiente
para iluminar la estancia.
—Venga a nosotros tu reino...
»Y Santiago le interrumpió: ¿Es que Dios es rey?
»Y mi Hermano, señalando hacia el patio, alzó la voz. Y dijo:
»El único, oídme bien, capaz de armar el rojo de una rosa. ¿Podrías tú, Santiago, o
tú, Miriam, o tú, José, fabricar la geometría de las estrellas?
»Nadie replicó. Y con una seguridad que daba miedo sentenció:
»Pues ése es el reino de nuestro Padre: el de la belleza visible e invisible.
»¿Belleza invisible?, saltó Simón, que a sus siete años era tan irritantemente
curioso como Jesús.
»Sí, pequeño: la que se adivina debajo de la justicia; la que sostiene un beso de
amor; la de los hombres que jamás reclaman; la que regala al mundo sus cosechas; la
que concede antes de que se abran los labios para rogar. Ése es nuestro reino...
»Y hágase tu voluntad en la tierra y en los cielos...
»Esperó un momento. Y en plena expectación anunció lo que menos
imaginábamos:
»Ya sé que, a veces, el Padre de los Cielos parece como si se hubiera ido de viaje...
No temáis: es el único que jamás viaja...
»¿Nunca?, terció Marta con los ojos muy abiertos. Eso no es verdad... ¿Y qué me
dices de Moisés? ¿No viajó con él por el desierto?
»Atrapado, Jesús se rindió a la candidez de mi hermana.
»Lo que quiero decir, niña intrigante, es que nuestra voluntad no siempre coincide
con la suya. Pero Él, como mamá María, sabe bien lo que te conviene. Hacer la
voluntad del Padre —siempre, a cada instante, aunque no la comprendamos— es el
pequeño-gran secreto para vivir en paz.
»Y mi Hermano continuó:
»El pan nuestro de cada día, dánosle hoy...
»Pero, ¿quién nos lo da: mamá María, tú o Dios?
»El responsable y racional Santiago nunca tuvo pelos en la lengua.
»Mamá María y yo, por supuesto..., porque Él nos lo ha dado primero.
»El razonamiento, a sus once años, no le satisfizo.
»Y mi Hermano añadió solícito:
»El Padre es sabio. Conoce a cada uno de sus hijos por su nombre. Y dispone
todo lo necesario para que, en forma de trabajo, de suerte o de casualidad, ni una sola
de sus criaturas quede desamparada. La codicia, la ambición y la usura, queridos, no
son sólo pecados contra los hombres. Son estupideces, muy propias de los que han
olvidado o nunca supieron que tienen un Padre..., inmensamente rico.
»Y perdona nuestras deudas.
»Y Jesús dijo:
»Sobre todo, las que nadie conoce.
»Y tú —me atreví a preguntarle, aclaró Miriam—, ¿también tienes deudas con el
Padre?
»Se puso serio. Y me asusté.
»Tantas como virutas en mi taller...
»Pero nadie le creyó porque esas virutas estaban rizadas por el sudor de su frente.
Y es difícil hallar la maldad en alguien que lo antepone todo a su interés.
»Y no nos dejes caer en la tentación.
»Y bajando el tono de voz nos hizo partícipes de otro secreto:
»...No en la tentación de violar el sábado o las casi siempre interesadas leyes de los
hombres. Decid mejor: «no nos dejes caer en la tentación» de olvidarte, Padre de los
cielos. Si el peor de los pecados es menospreciar o ignorar a los que nos han dado la
vida terrenal, ¿qué clase de afrenta será renunciar al Padre de los padres?

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