Kiotu salió de la cabaña y miró al otro lado del patio.
¿Dónde se había metido el pequeño Sam? Todo estaba demasiado tranquilo. De repente, su madre oyó ruidos sospechosos procedentes de la choza almacén. Cuando empujó silenciosamente la puerta entreabierta y se asomó a la oscuridad de la cabaña, se rió a carcajadas. El pequeño Sam estaba sentado sobre un saco de harina a medio abrir, completamente espolvoreado de harina blanca. "¿Qué haces aquí?", preguntó su mamá. "Quiero que mi piel sea tan blanca como la del misionero. No quiero tener la piel negra", respondió el pequeño Sam. "Sam, no puedes cambiar de piel. Dios en el cielo te dio una piel negra. Pero puedas obtener un corazón blanco". "¿Cómo es posible?", preguntó Sam con asombro. Se levantó, se sacudió y se quitó la harina de los brazos y las piernas. La madre cogió al pequeño de la mano y lo llevó a la sombra del gran árbol de mango. Allí se sentaron uno al lado del otro en el suelo. "La gente", le explicó la madre, "tiene la piel negra o blanca o incluso marrón. Pero eso no es lo que importa a los ojos de Dios. Él ve el corazón. El corazón de todas las personas, ya sean de piel blanca, negra o morena, es negro, oscuro, por el mal, por el pecado. - También tu corazón es negro como la noche. Pero si le pides al Señor Jesús que limpie tu negro corazón, que lo haga completamente blanco con Su sangre, entonces Él lo hará ahora mismo. Quien tenga un corazón que haya sido lavado, podrá ir un día al Salvador al cielo y verlo tal como es". El pequeño Sam juntó sus manitas: "Salvador, no quiero tener una piel blanca, quiero un corazoncito blanco como la harina. Lava mi corazoncito puro con Tu sangre". Sam se levantó de un salto y corrió por el patio. El sol lucía mucho más brillante, las cabañas eran mucho más bonitas, el mundo parecía completamente diferente. La cara de Sam estaba radiante de alegría y seguía cantando para sí mismo: "Sé que el Salvador ha lavado también mi corazoncito, está blanco como la harina".