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JUAN MONTALVO Al vicio (Quinta Catilinaria)

Cada vicio es una caída del hombre: el juego, la pasión por el juego le envilece, le expone al robo, le deshereda: el
jugador no tiene palabra, no reconoce obligaciones, no cumple con sus deberes de hijo, esposo, ni padre. Su universo es el garito,
su género humano los tahúres. Juega lo propio y lo ajeno, se empeña, pierde el alma haciendo pacto con el diablo.
Este es el vicio de los incurables; Jesucristo no lo remedia. Propongo esta impiedad con un hecho por fundamento.
“Señor, estaba diciendo un hombre, hombre viejo y de cuenta, postrado ante un crucifijo, inundados en lágrimas los ojos, Señor,
estoy arrepentido, estoy reformado: me has oído: ¡Gracias!, ¡gracias te sean dadas! Ya no juego, ya no jugaré. El juego, lo
aborrezco: bienes paternos, dote de mi mujer, nada existe: mis hijos sin estudios, mis hijas sin el arreo de su clase: yo miserable,
¡ay de mí!, fuera de casa todas las noches: llaman al salterio, y no salgo aún del garito: disputas, pendencias declaradas; tiros
muchas veces, y puñal muy pocas. Estas pestañas caídas, estos lacrimales comidos, estos párpados irritados, juego es todo: esa
lámpara criminal, esa luz del infierno me deshonran, me matan: protégeme, sostenme: ¿jugar yo?, la muerte mil veces”. Y llora
que llora el pobre viejo.
Juego, concupiscencia y embriaguez son los tres vicios que pudieran llamarse capitales: el juego arruina, pero no
socava de contado la parte moral del hombre; concupiscencia y embriaguez van a estallarse contra el entendimiento; el espíritu
y la salud son sus víctimas…
¿Pues la embriaguez? Vicio infamante, como todos, por cuanto pervierte la razón, la hurta a la locura sus más feos
perfiles. Cólera, furor, inverecundia de ella nacen, sin contar con los estragos que hace día por día en la organización física del
mísero que la lleva adelante. Bien como el opio el azote de ciertos asiáticos, así los licores fuertes son la caída de los pueblos de
occidente. Borracho no es, sino loco; y tanto más sin ventura, cuando su demencia es voluntaria. Si el ebrio es tan inútil, ¡qué
digo inútil! Si el ebrio es tan perjudicial como persona particular, como individuo privado. ¿Qué no será en cuanto ministro de
justicia, en cuanto gobernador de un pueblo?...

Los pecados capitales (Segunda Catilinaria)

Avaricia: Dicen que ésta es pasión de los viejos, pasión ciega, arrugada, achacosa: excrecencia de la edad, sedimento de la
vida, sarro ignorable que cría en las paredes de esa vasija rota y sucia que se llama vejez. Y este sarro pasa al alma, se af erra
sobre ella y le sirve de lepra. Ignacio Veintemilla no es viejo todavía; pero ni amor ni ambición en sus cincuenta y siete años de
cochino: todo en él es codicia; codicia tan propasada, tan madura, que es avaricia, y él, su augusta persona, el vaso cubierto por
el sarro de las almas puercas.

Gula: Ignacio Veintemilla da soga al que paladea un bocadito delicado, tiene por flojos a los que gustan de la leche, se ríe su risa
de caballo cuando ve a uno saborear un albérchigo de entrañas encendidas: carne el primer plato, carne el segundo, carne el
tercero; diez, veinte, treinta carnes. ¿Se llenó? ¿Se hartó? Vomita en el puesto, desocupa el vientre y sigue comiendo para beber,
y sigue bebiendo para comer.
Pereza: Ignacio Veintemilla cultiva la pereza con actividad y sabiduría; es jardinero que cosecha las manzanas de ceniza de las
riberas del Asfáltico. Ese hombre imperfecto, ese monte de carne echado en la cama, derramándosele el cogote a uno y otro lado
por fuera del colchón, es el mar Muerto que parece estar durmiendo eternamente, sin advertencia a la maldición del Señor que
pesa sobre él. Su sangre medio cuajada, negruzca, lenta, es el betún cuyos vapores quitan la vida a las aves que pasan sobre el
lago del Desierto. Los ojos chiquitos, los carrillos enormes, la boca siempre húmeda con esa baba que le está corriendo por las
esquinas: respiración fortísima, anhélito que semeja el resuello de un animal montés; piernas gruesas, canillas lanudas, adornadas
de trecho en trecho con lacras o costurones inmundos; barriga descomunal, que se levanta en curva delincuente, a modo de
preñez adúltera; manazas de gañán, cerradas aún en sueños, como quienes estuvieran apretando el hurto consumado con amor
y felicidad. Este es Ignacio Veintemilla, padre e hijo de la pereza, por obra de un misterio cuyo esclarecimiento quedará hecho
cuando la ecuación entre los siete pecados capitales y las siete virtudes que los contrarían quede resuelta.

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