Está en la página 1de 14

Di Girolamo, Constanzo, (1985). “Lingüística y semiótica“ en La cultura del 900(2). México, Siglo XXI Editores.

Premisas

Resumir, a grandes rasgos, las etapas principales de los estudios lingüísticos del siglo XX no sólo significa trazar el
perfil de una disciplina que se ha renovado profundamente, y casi reconstituido, en relación con la historia milenaria
que deja de tras de sí. Es cierto más bien, y sobre este punto convendrá llamar la atención que la investigación
lingüística ha captado en nuestro siglo una serie de intereses, en el ámbito de otras disciplinas, que en la práctica no
tiene precedentes. Por tanto, además de los cambios internos que la lingüística comienza a vivir desde principios del
siglo, es su colocación misma la que cambia, haciéndole asumir un nuevo papel y un relieve impensable cien años
atrás.

En las raíces de este emerger de la lingüística dentro de la cultura contemporánea, hay que identificar sin duda el
vuelco en sentido teórico impreso por la lección de Ferdinand de Saussure: aunque hay que agregar que actualmente
se tiene, si no a redimensionar, por lo menos a contextualizar el alcance de la revolución saussuriana, destacando sus
nexos con la problemática dieciochesca de los estudios sobre el lenguaje; por lo demás no ha faltado quien, como
Chomsky, retrocediera conscientemente a un pasado más remoto para buscar justificaciones y fundamentos teóricos
de sus hipótesis. El capítulo del siglo XX, si bien es el más sustanciosos por densidad y variedad de la materia, no
puede mantenerse sin embargo completamente separado, en la historia ideal de la lingüística, de los capítulos
precedentes, como si el adjetivo “moderna“ junto a “lingüística“ permitiese comenzar desde la nada su tratamiento.

Habiendo asentado lo anterior, es después del vuelco saussuriano, como decíamos, y gracias a éste, que la
lingüística empieza a asumir el papel de disciplina modelo.
Es así que antropólogos, psicólogos y psicoanalistas, lógicos, críticos literarios, etc., llegaron a plantear delicadas
preguntas a los lingüistas o se apropiaron de sus instrumentos y métodos; mientras que a su vez la lingüística
extendía sus dominios, organizándose en ramas que tomaban en préstamo la perspectiva de otras ciencias
(sociolingüística, psicolingüística, etnolingüística, etc.) absorbiendo sus procedimientos y problemáticas. Agréguese a
esto que, en tiempos recientes, apelaron a la lingüística las propias instituciones: la lingüística (“aplicada“, como suele
llamarse) fue convocada para resolver los candentes problemas del bilingüísmo y el aprendizaje rápido de lenguas
extranjeras, o para verificar la eficiencia de los canales de comunicación. En contextos sociales donde la organización
del consenso adquiere una importancia creciente, y en una situación mundial en que el imperialismo tiene la
necesidad de superar todo tipo de fronteras, el control (más o menos logrados) sobre los mecanismos de la
comunicación resulta irrenunciable, como lo confirman, por ejemplo, las conspicuas inversiones de las estructuras
militares estadounidenses en la lingüística teórica y aplicada.

Ubicada, pues, en el centro de una cerrada trama interdisciplinaria, así como de intereses que, como se acaba de
decir, nada tienen de fines en sí mismos, la lingüística moderna se encontró además en una peculiar relación con una
disciplina que es a un mismo tiempo su hija y su madre, es decir, con la semiología o semiótica (términos
equivalentes, aunque diversamente connotados, en el nivel metalingüístico, pero que en algunos sistemas
terminológicos adquieren diferentes valores). La semiótica, como ciencia de los signos, es en efecto una disciplina
más amplia que comprende entre otras cosas, la lingüística: pero precisamente a partir de la lingüística se ha ido

1
modelando la semiótica, prescindiendo del filón de la semiótica “filosófica“, hermanastra mayor de la semiología de
ascendencia saussuriana , que en sustancia ha llevado una vida aparte, al menos hasta los recientes intentos de
síntesis.

Lingüística y semiótica, pues, permearon de sí, en años más o menos cercanos a nosotros y con mayor o menor
profundidad según los contextos culturales en que eran acogidas, vertientes no periféricas de las ciencias humanas y
de las disciplinas humanísticas. Desde Ginebra hasta Moscú, Praga, París, Londres, Copenhague, Estados Unidos de
América, Alemania e Italia, a través de recuperaciones, redescubrimientos, y fenómenos de poligénesis, las
investigaciones lingüística y semióticas conocieron un itinerario que a menudo las convirtió en protagonistas del
debate cultural: y ello a pesar del estado filológicamente precario en que nos fueron transmitidas algunas obras
capitales, lo incompleto de algunos proyectos teóricos, los retrasos y dificultades de circulación que demoraron el
conocimiento de ciertos textos. Más aún, en las décadas de los sesenta y los setenta, el creciente interés primero por
la lingüística y más tarde por la semiótica, asumió claramente en ciertos ambientes las formas de una moda cultural,
provocando aplicaciones a veces apresuradas, difusión de terminologías incontroladas, proliferación de obritas
divulgativas más o menos recomendables. En resumen, existe la impresión, confirmada además por los especialistas
más directos, que últimamente se ha atribuido a la lingüística, y en muy mayor medida a la semiótica,
responsabilidades probablemente excesivas, en la esperanza tal vez de que el recurso a estas disciplinas “científicas“
pudiese servir para renovar y formalizar ciertos dominios humanísticos. En un balance provisorio, esto último parece
haberse cumplido sólo en raros casos; mientras se generalizó la tendencia, en el ámbito aplicativo, a aceptar los
principios centrales de las disciplinas inspiradoras en forma acrítica y a menudo marcadamente esquemática. Pero
será preferible, antes de esbozar balances, compendiar los momentos y tendencias principales de la historia de la
lingüística y la semiótica de nuestro siglo, para volver más tarde a sus aplicaciones, y en especial a sus aplicaciones
en el campo de las investigaciones literarias, abierto, más que ningún otro, a su influencia.

2
1.1 La crisis de la lingüística del siglo XIX y Ferdinand de Saussure

Con Ferdinand de Saussure, como decíamos, se abre el capítulo del siglo XX de toda historia de la lingüística. Nacido
en Ginebra en 1857 y fallecido en Vaud en 1913, estudio en su ciudad, en Leipzig y en Berlin, y enseño en la École
des Hautes de París, y más tarde en la Universidad de Ginebra. Autor, a los veintiún años, de un fundamental estudio
sobre el vocalismos primitivo de las lenguas indoeuropeas (Mémoire sur le système primitif des voyelles dans les
langues indo-européennes, Leipzig, 1879), su nombre queda ligado al Cours de linguistique générale (París, 1916; 1ª
trad. Esp. De Amado Alonso, Buenos Aires, 1947), editado póstumo por C. Bally y A. Sechehaye, que asumieron la
tarea de recopilar los apuntes de varios discípulos durante tres cursos impartidos por Saussure en Ginebra entre 1906
y 1911. A partir de este texto, no firmado por el autor y filológicamente incierto, se marca el inicio de la lingüística
moderna.

Pero la “revolución“ de Saussure sólo adquiere un sentido (incluso más allá del discutido problema de las fuentes de
su pensamiento) si se la remite al contexto de los estudios lingüísticos de los últimos años del siglo XIX:
especialmente a la crisis de la lingüística positivista y a la incapacidad, o mejor dicho al voluntario rechazo, por parte
de la naciente lingüística idealista , de organizarse en una teórica orgánica del lenguaje. De la concepción naturalista
y darwiniana de la lengua de un August Schleicher (Die darwinche Theorie und die Sprachwissenschalt, Weimar,
1863) a las leyes fonéticas de los neogramáticos (cuyo manifiesto metodológico puede leerse en el prefacio al primer
volumen de sus Morphologische Untersuchungen, 1878, aunque la obra más clásica de la escuela siga siendo los
afortunados Principien der Sprachgeschichte, Halle 1880, del germanista Hermann Paul), la lingüística positivista
había sido renovarse, más no sustraer a las insidias que, involuntariamente, se había ido separando con sus propias
manos. Si efectivamente todos los esfuerzos tendían a dar cuenta de las anomalías del desarrollo fonético, la
introducción de los métodos experimentales de grabación de los sonidos, las investigaciones de campo, las
incipientes búsquedas dialectológicas, la geografía lingüística, acababan por brindar una imagen de la lengua mucho
más dinámica e inasible de lo que los lingüistas darvinianos y los neogramáticos pretendían hacer creer.

Al respecto es sintomático el caso del romanista Hugo Schuchardt (1842-1927). Alumno de Schleicher, escribía en
1866, en el primer volumen de una obra dedicada a la reconstrucción del latín vulgar ( Das Vokalismus del
Vulgärlateins, Leizig, 1866-1868), que “como todos los organismos, también la lengua está sometido a la ley de
diferenciación, que se basa en dos factores: la mutación eterna (Heráclito), y la diferencia universal (Leibniz)“, salvo
para introducir después, en el mismo trabajo, el componente psicológico como explicación última del cambio fonético:
si bien la lengua es un organismo, son sin embargo los individuos quienes dirigen las peripecias de su desarrollo. Con
el paso de los años, la separación de Schuchardt de su matriz naturalista se acento, y no es casual que haya sido él
precisamente el critico más áspero del cientificismo neogramatical: en un escrito sobre las leyes fonéticas y “contra
los neogramáticos“ (Über die Lautgesetze. Gegen die Junggrammatiker, Berlín, 1885) Schuchardt niega que las leyes
fonéticas sean en cierta forma asemejables a las leyes de las ciencias naturales, porque las primeras a diferencia de
las segundas, son imprevisibles y su validez está circunscrita en el tiempo y en el espacio. Pero al articular esta
crítica, Schuchardt termina por adoptar una concepción pulviscular, atomista del lenguaje: el concepto de
diferenciación se aplica por último al propio individuo, y la imagen de la lengua resulta fragmentada en una multitud de
idiomas individuales, inestables incluso dentro de un mismo hablante, ya que sería imposible admitir, en un análisis
fonético riguroso, la absoluta invariabilidad y estabilidad aun de un mismo idiolecto.

3
A parte del caso de Hugo Schuchardt, también desde otros frentes se lanzaban impugnaciones de hecho y ataques
teóricos al positivismo lingüístico. Las consecuencias externas debía extraerlas, en Italia, Benedetto Croce, quien, en
su Estetica come scienza dell´espressione e lingüística generale (Bari, 1902), incluía a la lingüística, identificada con
la estética, entre las ciencias del espíritu: hecho perennemente creativo, el lenguaje es expresión, y se presenta como
un todo inanalizable. De esto deriva (y las consecuencias para los estudios lingüísticos en Italia serían graves) la
reducción de las categorías lingüísticas a mero instrumento pedagógico, exento del valor cognitivo.

Tal vez se logre comprender, a través de las breves ojeadas que se ha intentado ofrecer hasta aquí, cuál era la
situación académica de la lingüística a fines del siglo pasado: o sea de una disciplina que vivía la paradoja de
disponer ya de técnicas e instrumentos refinados y de un notable bagaje de datos, pero que veía vacilar o
desmantelarse sistemáticamente sus postulados teóricos, y que, en resumen, no lograba ya coordinar sus propias
ramas en una síntesis teórica de cierto alcance.

Es en este contexto donde algunas soluciones saussurianas resultan decisivas, y en primer lugar la drástica distinción
entre langue y parole1 La langue es para Saussure el sistema abstracto, el código común a todos los hablantes que se
sirven de un idioma dado: la parole es la utilización concreta e individual que se hace de tal código en cada acto
lingüístico. “La lengua existe en la colectividad –afirma Sausurre– bajo la forma de una suma de improntas
depositadas en cada cerebro, aproximadamente como un diccionario cuyos ejemplares, todos idénticos, estuvieran
repartidos entre los individuos. Es, por tanto, algo que está en cada uno de ellos siendo común a todos y estando
situado al margen de la voluntad de los depositarios“: el uso, por parte de los sujetos hablantes, de este patrimonio
común constituye los actos de parole: “No hay, por tanto, en el habla nada colectivo; sus manifestaciones son
individuales y momentáneas. Aquí no hay más que la suma de los casos particulares […]“. 2 La ciencia del lenguaje,
pues, si desea captar su objeto como un sistema de signos donde todo se relaciona, y no como un conglomerado de
fenómenos inconexos, no puede más que limitarse al estudio de la langue, aislando de tal modo la constancia, la
invariancia, más allá de las manifestaciones, diversas e imprevisibles de la parole. Pero esto no basta: la óptica en
que se ubica el estudioso no puede considerarse neutra, porque esto comprometería los resultados mismos de la
investigación. Es decir que es preciso escoger, preliminarmente, entre una consideración sincrónica del lenguaje, en
que se examina un estado determinado de lengua, y una consideración diacrónica (o histórica) que necesariamente
deberá reducirse, según Saussure, a la descripción de aspectos y hechos particulares, extirpados de su sistema. Si la
lingüística quiere darse un estatuto de disciplina científica, y desea realmente apuntar a una teoría general del
lenguaje, el único punto de vista admisible es el de la sincronía. En resumen, la lingüística saussuriana es una
lingüística sincrónica del langue.

Puesto que para Saussure la lengua es un sistema de signos, el signo lingüístico será concebido como una entidad
de dos caras, formada por dos partes inseparables (como el anverso y el reverso de una hoja de papel): el significante
y el significado. El significante es una imagen acústica que remite, no a la “cosa“, a una realidad “externa“, sino a un
concepto, esto es, al significado. La relación que se establece entre significante y significado es además “arbitraria“, o
sea que el significante no está motivado en absoluto por el significado al que está asociado, a tal punto que el mismo

1
En español: lengua y habla [T]

2
F. de Saussure, Curso de lingüística general, Madrid, Akal Universitaria, 1980, pp. 46-47

4
significante puede estar asociado, en diferentes idiomas, a significados diferentes (cf. Por ejemplo it. burro/
mantequilla/ con esp. burro/ asno/) y que incluso las onomatopeyas cambian de idioma a idioma (cf. esp. quiquiriquí
con ingl. cocka-doodle-doo). Arbitrariedad del signo no equivale, obviamente, a inestabilidad del lazo significante-
significado: este lazo está garantizado y fijado, para todo estado lingüístico, por la langue como hecho social, y por lo
tanto no puede ser alterado por los hablantes individuales.

En la langue “no hay más que diferencias, sin términos positivos“: los signos lingüísticos son pues entidades que se
oponen recíprocamente en el interior del sistema.
De aquí la noción de “valor“ (del significante, del significado y del signo en su conjunto): como los valores económicos,
también los valores lingüísticos deben remitirse siempre al sistema de que entran a formar parte. Las relaciones que
se establecen entre los signos son de dos tipos: sintagmáticas y paradigmáticas. Las relaciones sintagmáticas son
relaciones de contigüidad, y por tanto in praesentia: en razón de carácter lineal del significante, es decir, de la
sucesión (no simultaneidad) de cada uno de los elementos, el valor del signo se determina por los signos contiguos.
Las relaciones paradigmáticas (el término de Saussure es “asociativas“: “paradigmáticas“ es una corrección
terminológica de Hjelmslev, generalmente aceptada) son en cambio relaciones in absentia: o sea que la referencia se
establece con otros signos (semejantes u opuestos) pertenecientes al sistema, y que forman una “serie mnemónica
virtual“.

Puede decirse que la penetración del Cours de linguistique générale, en la cultura lingüística del siglo XX, ha sido
relativamente lenta, y variable de país en país: en Italia los primeros ecos se produjeron no antes del comienzo de la
década de los sesenta (a pesar de la importancia de la traducción, con amplio comentario, a cargo de T. De Mauro en
1967). Sólo recientemente se ha abordado en toda su complejidad, el problema filológico, con los estudios de R.
Godel sobre las fuentes manuscritas del Cours (Fuentes manuscritas y estudios criticos del Cours linguistique
générale de Ferdinand de Saussure, Ginebra, 1957; trad. esp. Siglo XXI), y con la primera edición realmente critica de
la obra, preparada por R. Engler, que ha publicado una sinopsis de los apuntes en que se había basado el texto de
Bally y Sechehaye (Wiesbaden, 1967 s.). Pero aun queda en pie el problema, no menos complejo, de la organización
historiográfica de Saussure.
Como se menciono anteriormente, en los últimos años los historiadores de la lingüística apuntaron, más que a
disminuir la importancia del pensamiento al panorama de la cultura de su tiempo: la “revolución“ saussuriana
consistiría, pues, en haber responsabilizado a apremiantes preguntas que en su tiempo flotaban en el ambiente,
distinguiendo problemas y métodos en una síntesis teórica que, aunque confinada casi exclusivamente a la
enseñanza oral, aún hoy en día resulta de capital importancia para los sucesivos desarrollos.

5
1.2 El círculo de Praga

La noción saussuriana de la lengua como sistema de cuyos componentes se definen, no sustancialmente, sino en su
mutuo condicionamiento, así como el concepto mismo de langue, están en la base de la gran parte de la reflexión
lingüística contemporánea o, con una expresión que en los años sesenta conociera su máxima fortuna, de la
lingüística “estructural“ (adjetivo que actualmente se considera semánticamente débil, y que por tanto convendrá
reservar solamente a aquellos estudiosos o grupos que hayan aceptado conscientemente la etiqueta). Pero sería
demasiado cómodo, y erróneo, ver en toda la lingüística post-saussuriana una derivación directa y automática de
Saussure: en realidad, si bien algunas escuelas presentan rasgos en común con el pensamiento de Saussure, y
toman prestados algunos de sus conceptos clave, no por ello Saussure constituye su maestro inmediato o su fuente
exclusiva. Es éste especialmente el caso del Círculo lingüístico de Praga.

Fundado en 1926 por V. Mathesius, el Círculo de Praga constituyó un punto de coágulo para los mayores lingüistas
europeos de aquellos años, adquiriendo desde sus inicios una apertura internacional. Dos rusos, en particular,
desempeñaron allí un papel de primer plano: Trubetskoi y Jacobson; mientras que colaboraron en las publicaciones
del Círculo el filósofo alemán K. Bühler, los lingüistas franceses E. Benveniste y A. Martinet, el inglés D. Jones, y
otros. Los intereses del Círculo se extendían de la fonología a la eslavística, de la filosofía del lenguaje a la teoría
literaria y a la estética. Tal variedad de orientaciones encontró un momento e síntesis en las Tesis, colectivas,
presentadas en 1929 en el primer Congreso de filólogos eslavos, y publicadas en el primer volumen de “Travaux du
Cercle linguistique de Prague“, aparecido en el mismo año (trad. esp., El Círculo de Praga, Barcelona, Anagrama,
1980).

Los polos originales a cuyo alrededor gravitan las Tesis son la teoría fonológica, y el problema del análisis de la
lengua poética, tema heredado de la escuela del formalismo ruso. Pero es nuevo también el enfoque general del
estudio lingüístico, que en primer lugar apunta a atenuar la distinción entre sincronía y diacronía.

Diez años después de la publicación de las Tesis, aparecen, póstumos, los Grundzüge der Phonologie (en los
“Travaux“ de Praga, 1939; trad. esp. Principios de fonología, Madrid, Ed. Cincel, 1973) de N.S. Trubetskoi. Noble ruso
(1890-1938) que había abandonado la Unión Soviética para establecerse, desde 1922, en Viena, donde enseño
filología eslava hasta su muerte.

La “fonología“, en la aceptación de Trubetskoi, se entiende el estudio funcional de los sonidos de una lengua, como
opuesta al estudio físico, del cual se ocupa la fonética. El objeto de esta última es, pues, la descripción de los sonidos
concretos tal como pueden registrarse en cada acto de la parole; mientras que el objeto de la fonología son las clases
abstractas de sonidos, pertinentes al código langue. De aquí la distinción entre el “sonido“ de los fonetistas, y el
“fonema“ de los fonologistas: los sonidos no son más que manifestaciones concretas, materiales, y como tales
variables, de esas entidades abstractas que son los fonemas. Encuentran así una solución el que era, tal vez, el
problema más espinoso de la lingüística del siglo XIX: la necesidad de establecer algunas constantes, invariantes,
dentro de la enorme variedad de las manifestaciones fonéticas relevables. Tales constantes sólo pueden captarse a
condición de distinguir claramente entre modelo “abstracto“ y fenómeno “concreto“.

6
El inventario de fonemas, pues, varia de lengua en lengua. De aquí otra diferencia fonética y fonologíca: mientras la
descripción fonética puede abarcar todas las lenguas, desde el momento en que la cantidad de sonidos emitibles por
el aparato fonador humano es amplia, más no limitada, la descripción fonológica debe referirse en cada ocasión a una
lengua en particular, observada en un momento preciso de su historia.

Del fonema no se da una descripción física, sino funcional: su identidad se realiza en la serie de oposiciones
fonológicas que se establecen dentro del sistema; donde por “oposición fonológica“ se entiende toda oposición fónica
que diferencia los significados. En italiano estándar, por lo que /e/ (e cerrada) y /E/ (e abierta) son dos fonemas
distintos, porque existen “pares mínimos“ (es decir, pares de palabras que se diferencian semánticamente
precisamente con base en esta oposición fonológica) como pésca (pesca)/ pèsca (durazno), mientras que en el
español [e] y [E] son variantes (o alófonos) de un único fonema /e/ (convencionalmente los fonemas se indican entre
dos barras / /, y las unidades fonéticas consideradas como tal entre corchetes [ ]).

Aunque para Trubetskoi el fonema es “la mínima unidad fonológica“ de una lengua, inanalizable en elementos
menores sucesivos, éste sin embargo puede descomponerse en rasgos simultáneos: esto significa que los fonemas
se oponen entre sí sólo con base en algunos rasgos “distintivos“ (o “pertinentes“), mientras que otros rasgos serán
idénticos. En la serie /p/, /t/, /h/, por ejemplo, en una lengua como el italiano, lo que varía es el punto de articulación
(labial, dental, velar), mientras que los otros rasgos (consonánticos, oclusivo, sordo) son iguales. 3

No menos central dentro del Círculo, es la personalidad de Roman Jakobson, en cuya biografía científica, sin
embargo, Praga representa sólo una importante etapa transitoria. Nacido en Moscú en 1896, fue, junto con V.
Shklovski y Yuri Tynianov, uno de los padres del formalismo ruso. Tras sus estudios en Moscú, Brno, Oslo, Uppsala;
más tarde, habiendo emigrado a Estados unidos de América en 1942, en Nueva York y por último, simultáneamente,
en Harvard University y en el Massachussets Institute of Technology. Con su monumental producción, ha dejado
huellas históricas, no solo en la lingüística sino también en los dominios de la eslavística, la retórica, la métrica, la
teoría literaria.4

De Jakobson lingüista hay que recordar, en primer lugar, sus contribuciones a la fonología diacrónica. Elaboradas en
su periodo praguense, representan la superación de la oposición saussuriana entre sincronía y diacronía, y de la
premisa, más tarde radicalizada en los ambientes del estructuralismo americano y de la escuela de Copenhague, de
que todo tipo de señalamiento histórico debe permanecer al margen de la descripción científica de un sistema
lingüístico. En un ensayo sobre la evolución fonológica del ruso (Remarques sur eévolution phonologique du russe
comparée à celle des autres langues slaves, en los Travaux de Praga, 1929) y más tarde en Principien der
historischen Phonologie (ibid, 1931. Trad. esp. Principios de fonología histórica, en El Círculo de Praga, cit.),
Jakobson plantea la exigencia de una consideración histórica, pero al mismo tiempo sistemática, de los hechos
lingüísticos, muy diferente, en todo caso, del tratamiento episódico e inconexo de la lingüística del siglo pasado. Para
Jakobson, en efecto, el estudio sincrónico y el diacrónico se presuponen mutuamente, ya que los cambios lingüísticos
no se producen de manera aislada y caótica, sino que inciden siempre en el sistema lingüístico en su conjunto. Se va
abriendo camino así una nueva concepción de la diacronía (más tarde desarrollada por Martinet), que ya no se
3
En castellano: labial, alveolar, velar. El ejemplo sigue siendo válido. [T]
4
Roman Jakobson murió en Cambridge el 18 de julio de 1982. [T]

7
entiende como historia de fenómenos particulares, sino como sucesión de sistemas, cuyas diversas fases deben
captarse y estudiarse, no estáticamente, sino en su dinámico organizarse.

De no menor importancia son los estudios sobre la afasia y el lenguaje infantil, fechados en las décadas de los años
cuarenta y cincuenta, en los cuales Jakobson hace amplio uso de categorías retóricas para analizar las
perturbaciones y la formación de la expresión: puntos de partida que más tarde serían retomados y articulados en el
pensamiento neofreudiano de J. Lacan. Rica en aplicaciones al análisis fonológico es por último, la teoría de las
oposiciones binarias, que encuentran su definitiva formulación en el ensayo Phonology and phonetics de 1956
(después en Essais de linguistique générale, París, 1963; trad. esp., Ensayos de lingüística general, Barcelona, Seix
Barral): para Jakobson, todos los fonemas de cualquier lengua pueden analizarse a partir de doce oposiciones
binarias, es decir, a partir de una tabla de doce rasgos distintivos binarios.

Volveremos, en su oportunidad, a los escritos de Jacobson sobre poética.

1.3 La lingüística estadounidense

El estructuralismo norteamericano, tampoco directamente vinculado con la lección saussuriana, presenta numerosos
caracteres originales respecto de la lingüística europea contemporánea. Ante todo, el enfoque prevalentemente
sincrónico que adoptaron los lingüistas estadounidenses deriva, no sólo de opciones teóricas, sino también de la
necesidad de describir lenguas sin historias, esto es, las lenguas indígenas de América, de cuyos estadios pasados
no sobreviven testimonios escritos. La “diversidad“ de estas lenguas respecto de aquellas (sobre todo las lenguas
romances, germánicas y eslavas) que había proporcionado en Europa la materia prima para el debate lingüístico
durante todo el siglo XIX, imponía además un continuo experimentalismo y un enfoque ampliamente empirista, que
prescindiese de categorías y modelos de análisis que con una antigüedad de dos milenios, debían su supervivencia
en la lingüística europea al hecho de aplicarse todavía a objetos no demasiados disímiles de aquel para el cual se
habían concebido originalmente.

Es en este contexto donde debe encuadrarse la obra de los dos mayores estructuralistas estadounidenses, Eward
Sapir y Leonard Bloomfield.
Rico en intereses interdisciplinarios, Sapir (1884-1939, al igual que Bloomfield de origen judío alemán) concibe la
lengua como “una actualización vocal de la tendencia a ver simbólicamente la realidad“ ( Selected writings in
language, culture, and personality, Barkekey, 1951). En tal sentido la lengua no es una mera nomenclatura de las
cosas, sino que “forma“ el pensamiento y constituye en sí misma una visión del mundo: concepto más tarde
desarrollado por un discípulo de Sapir, B.L. Whorf (Language, thought, and reality, Cambridge, Mass., 1956; trad. esp.
., Lenguaje, pensamiento y realidad, Barcelona, Barral, 1971) y que aún hoy se conoce como “hipótesis Sapir- Whorf“.
Language de Sapir (Nueva York, 1921; trad. esp., El lenguaje, México, Fondo de Cultura Económica, 1954)
representa una de las síntesis más amplias de la lingüística del siglo XX. Y es significativo recordar que también Sapir
había llegado, desde 1925, a la noción de fonema independientemente de las investigaciones contemporáneas del
Círculo de Praga (Sound patterns in language, en “Language“, 1925).

8
Aunque la obra de Sapir se ha mantenido como constante punto de referencia para los lingüistas estadounidenses,
fue Bloomfield (1887-1949) quién dominó, hasta el vuelco chomskiano, la escena de la lingüística estadounidense.
Con su voluminoso Language (Nueva York, 1933; trad. esp., Lenguaje, Lima, Univ. De San Marcos, 1964) se han
formado generaciones de jóvenes lingüistas. El objetivo de Bloomfield no consiste en proporcionar un modelo teórico
para la definición de la lengua como un sistema (incluso falta en su obra la distinción saussuriana entre langue y
parole), sino el de elaborar un procedimiento de descripción de los actos lingüísticos tal como éstos son accesibles
para el investigador. El punto de partida es por tanto el enunciado, analizable en constituyentes inmediatos, esto es,
en segmentos de enunciados, a su vez segmentables hasta llegar a los constituyentes últimos (o morfemas, que son
las unidades significativas mínimas de la lengua); pero además el léxico en el significado de una expresión lingüística
entran también otros hechos, como el orden de las palabras, la modulación, etc. Las premisas metodológicas de que
parte Bloomfield son mecanicistas (es decir, opuestas al mentalismo sapiriano) y marcadas por la psicología
conductista: el lenguaje (por ejemplo la frase dame la manzana que X dice a Y) es una reacción sustitutiva de otras
reacciones posibles (X toma por sí mismo la manzana), dependiente de ciertos estímulos sensoriales (X tiene
hambre), y como tal es condición de la división del trabajo en la sociedad: “el espacio entre el cuerpo de quien habla y
el de quien escucha (la discontinuidad de los dos sistemas nerviosos) es cubierto por las ondas sonoras“ (Language).
El de Bloomfield es probablemente el último intento de fundar una lingüística basada en la concepción “materialista“
(“macanicista y no dialéctica, acaso sea útil agregar“, precisa) G.C. Lepschy, La lingüística estructural, Barcelona,
Anagrama, 1971), apelando al rigor del método científico , identificado con el conductismo.

Los problemas que Bloomfield y su escuela dejaron abiertos eran variados y complejos: en especial, el modelo de
análisis elaborable en términos de estímulo y respuesta, a parte de las dificultades en a descripción, parecía ignorar
aspectos importantes de la actividad lingüística; en segundo lugar, el atolladero del Bloomfieldismo consistía en la
teoría semántica, o mejor dicho, en la ausencia de toda teoría semántica. En efecto, para quien se finja observador
“ingenuo“ del evento comunicativo, los significados sólo podrán definirse en términos de situaciones en que ocurren
ciertas formas lingüísticas pero queda en pie el hecho, admitido por el propio Bloomfield, de que “la descripción del
significado es […] el punto débil del estudio del lenguaje“. Tampoco obtuvieron resultados más afortunados los
intentos de los distribucionalistas, que, basándose en criterios estadísticos, trataron de identificar los significados en la
distribución de las formas lingüísticas (por tanto serían sinónimos dos palabras con idéntica distribución y tendrían
diferentes significado voces con distinta distribución). La dificultad de esta solución es que todo criterio estadístico
resulta inadecuado ante la infinita creatividad de la lengua, y que la ocurrencia de un contexto inusual (mas no
imposible)impugna todo el procedimiento.

Precisamente de la critica de Bloomfield y al distribucionalismo de los posbloomfieldianos arranca la teoría lingüística


de Noam Chomsky (nacido en Filadelfia en 1928 y profesor de Massachussets Institute of Technology), expuesta
sobre todo en Syntactic structures (L´Aia, 1957; trad. esp., Estructuras sintácticas, México, Siglo XXI, 1ª ed., 1974) y,
con correcciones importantes en Aspects of the theory of syntax (Cambridge, Mass., 1965; trad. esp., Aspectos de la
teoría de la sintaxis, Madrid, 1970). El Modelo de análisis del lenguaje propuesto por Chomsky se remite en parte a
5
distinciones saussurianas básicas (langue/ parole, concebidas esta vez en términos de competence/ performance,
sincronía/ diacronía), en parte a concepciones innatistas y a la problemática (ya presenta en los gramáticos de Port
Royal) de la gramática universal (tradición indagada en el ensayo Cartesian Linguistics, Nueva Cork, 1968; trad. esp.
5
En español competencia/ actuación [T]

9
Lingüística cartesiana, Madrid, Gredos, 1972): todo ello fusionado en una presentación rigurosa que toma en
préstamo métodos y procedimientos de la lógica matemática.

Según Chomsky, solo recurriendo a la competencia del hablante, es decir, a su innata capacidad de comprender y
usar la lengua, es posible distinguir entre frases gramaticales y frases no gramaticales: todo criterio estadístico, en
efecto, es inadecuado, a causa de la ilimitada productividad del lenguaje. La teoría lingüística se ocupa, pues, de un
“hablante-oyente ideal, en una comunidad lingüística completamente homogénea, el cual conoce perfectamente su
lenguaje, y no se ve influido por condiciones gramaticalmente irrelevantes, como las limitaciones de memoria, las
distracciones, los cambios de atención y de interés, los errores (causales o característicos) en la aplicación del propio
conocimiento de la lengua en el transcurso de la actuación efectiva“ (Aspects). Más aún: es sólo con el recurso a la
competencia del hablante como se logra penetrar más allá de la estructura superficial de la frase, de modo que, por
ejemplo, en el amor de Laura puedan verse dos construcciones diferentes: Laura ama a alguien, y Laura es amada
por alguien, idénticas sólo en la superficie. Una gramática generativa transformacional se presenta pues como una
“gramática de listas“ de los distribucionalistas: es efectivamente a través de ciertas transformaciones (reglas de
reescritura) como se llega a la estructura profunda de la frase, a esa estructura, pues, que es “proyectada“ (“mapped“)
sobre la estructura superficial; y es en la estructura profunda, descuidada, según Chomsky, por la lingüística
positivista y por el mismo estructuralismo, donde se funda la interpretación semántica de la frase. La gramática
chomskiana niega además la legitimidad de análisis de compartimientos estancos: el componente fonológico y el
semántico representan interpretaciones concretas (en forma de representaciones fonéticas y semánticas) de la
estructura abstracta generada por el comportamiento sintáctico, y como tales deben ser remitidos a este último.

La gramática generativa transformacional (de la cual no se han proporcionado aquí más que algunas coordenadas
externas) constituye hoy en día el modelo lingüístico más difundido en América como en Europa, a pesar de las
repetidas críticas de quienes lo impugnaron radicalmente, y del revisionismo de los poschomskianos, más atentos al
problema del significado. En la base de su éxito internacional, es innegable que existe el atractivo de un
procedimiento riguroso, donde repercute el de la lógica y las ciencias exactas. Pero el complejo formalismo de la
teoría no logra ocultar algunas ambigüedades de fondo de la lingüística chomskiana, a la cual se la ha objetado desde
diversos sectores un vicio de “idealismo“, tanto por los postulados innatistas de que parte, como por la problemática
de la universalidad de la gramática. Más allá de las polémicas y las disputas teóricas, queda aún por hacer un balance
global de la productividad de las hipótesis generativistas en el ámbito de la lingüística descriptiva y aplicada, amás de
veinte años de sus primeras formulaciones.

2.1 Saussure, Pierce y los signos

10
Como se ha dicho, la historia de la lingüística contemporánea está en buena parte entrelazada con las vicisitudes de
la semiótica, la cual, precisamente en el momento en que asiste (la década de los sesenta) a su apogeo, parece vivir
una crisis de identidad. Pero esbocemos aquí, un trayecto sumario sobre esta disciplina.

Reconocido como “fundador“ de la lingüística moderna, también se atribuye a Saussure el mérito de haber fundado la
ciencia de los signos. Sin embargo, retrospectivamente más cuidadosas demuestran que la semiótica tiene en
realidad más de un padre, o incluso un tropel de progenitores, comenzando desde la antigüedad griega, a través de la
patrística y la escolástica, pasando luego por el siglo XVII en Inglaterra y otros. Fundador o refundador, de todos
modos será Saussure y más exactamente una breve página del Cours de linguistique générale, el punto de referencia
de los estudiosos del siglo a partir de la década de los cuarenta.

Como se ha dicho, la langue es para Saussure un sistema de signos: como tal, puede compararse a otros sistemas
de signos (escritura, alfabeto de los sordomudos, ritos simbólicos, formas de cortesía, señales militares, etc.): “Puede
por tanto concebirse una ciencia —profetiza Saussure— que estudie la vida de los signos en el seno de la vida social;
formaría una parte de la psicología social, y por consiguiente, de la psicología general; la denominaremos semiología
(del griego ´signo´). Ella nos enseñaría en qué consisten los signos, qué leyes los rigen. Puesto que todavía no existe,
no puede decirse lo que será; pero tiene derecho a la existencia, su lugar está determinado de antemano. La
lingüística no es más que una parte de esa ciencia general, las leyes que descubra la semiología serán aplicables a la
lingüística, y de ese modo, ésta se hallará vinculada a un ámbito perfectamente definido en el conjunto de los hechos
humanos.6

Pero la profecía de Saussure ya había encontrado una de sus actuaciones en las especulaciones del estadounidense
Charles Sandres Pierce, nacido en 1839 y fallecido un año después que el lingüista ginebrino, con el que tiene común
la asistematicidad de la obra (sus Collected papers, Cambridge, Mass., 1931 ss., fueron reordenados en buena parte
después de su muerte). En efecto, encontramos en Pierce algo más que una fundación o una profecía. La semiótica
(éste es su término, ya registrado antes en la obra de Locke) es para Pierce una especie de modelo teórico del cual
no puede prescindir ninguna disciplina. “No me ha sido posible estudiar argumento alguno — en matemáticas, moral,
metafísica, gravitación, termodinámica, óptica, química, anatomía comparada, astronomía, psicología, fonética,
economía, historia de las ciencias, whist, hombres y mujeres, vino, metrología— a no ser como estudio de semiótica“.
De esta palabras se desprende el proyecto de una metaciencia, cuyo dominio acaba por no tener confines. “Soy por lo
que sé, un pionero, o más bien un explorador —escribe Pierce—, en la actividad de dilucidar e iniciar lo que yo llamo
semiótica, es decir, la doctrina de la naturaleza esencial y de las variedades fundamentales de toda semiosis“, donde
por “semiosis“ Pierce entiende “una acción, una influencia que sea, o que involucre, una cooperación entre tres
sujetos, como por ejemplo un signo, su objeto, y su interpretante, no siendo tal influencia tri-relativa en caso alguno
resoluble en una acción entre pares“.

Si por tanto Saussure proporciona solamente una definición formal del signo lingüístico, y se limita a proyectar una
disciplina que estudie “la vida de los signos en el cuadro de la vida social“. Pierce es mucho más explicito sobre los
propios mecanismos de la semiosis y sobre la naturaleza del signo. Este último de define como “una cosa que está
6
F. De Saussure, Curso… cit., pp. 42-43. [T]

11
para alguien en lugar de otra cosa bajo ciertos aspectos o capacidades“, de esta relación “estar para“ es mediada por
un interpretante, que puede entenderse como el “sentido“ del signo. La relación entre los tres elementos en juego
(signo o representamen, interpretante y objeto) puede esquematizarse con un triángulo cuyos lados superiores son
segmentos punteados: en los ángulos de la base se ubica el representamen y el objeto, en el ángulo superior, el
interpretante.

interpretante

Signo o
representamen objeto

El interpretante, que no debe confundirse con el intérprete, es, como “interpretación“ del signo, otro signo, que a su
vez posee su interpretante, y así en adelante, dando lugar a una semiosis ilimitada.
Pierce llega a establecer por último una auténtica tipología de los signos, diferenciados en símbolos, iconos e índices.
En los primeros la relación con el referente es arbitraria, convencional (por tanto los signos lingüísticos son símbolos).
El icono establece una relación de semejanza con el objeto a que se refiere (son iconos los dibujos, las fotografías,
los esquemas, las fórmulas lógicas, etc.). En el índice, la relación con el objeto es en cambio, de naturaleza física (por
ello son índices los síntomas de una enfermedad, un dedo señalando algo, etc.). Como se ve la noción peirciana del
signo no implica necesariamente la intencionalidad y la artificialidad, mientras que el signo saussuriana (el signo
lingüístico en primer lugar, pero también los otros tipos que Saussure adopta como ejemplo: escritura, señales
militares, etc.) sólo puede ser intencional y artificial, es decir, socialmente codificado.

2.2 Semiología de la comunicación y semiología de la significación

12
Insisten en el carácter intencional y artificial del signo tal como aparece claramente en la página recordada del Cours,
E. Buyssens (Le langage et le discours, Bruselas, 1943)y, aún hoy día, aquellos semiólogos que conciben lla
semiótica como teoría de los actos comunicativos (por ejemplo, C. Segre, I segni e la critica, Turín, 1969). A esta
escuela, más apegada a la tradición saussuriana, se opone otra, de ascendencia peirciana (y morrisiana: C. Morris,
Foundations of the theory of signs, Chicago, 1938) que tiende a establecer, en palabras de U. Eco “una teoría
semiótica que sea capaz de considerar una serie más amplia de fenómenos signicos, incluyendo los signos no
producidos con fines comunicativos (Trattato de semiótica generale, Mián, 1975; trad. esp., Tratado de semiótica
general, México, Nueva Imagen, 1978).

Pero incluso dentro de la semiología de tradición “lingüística“ no han faltado intentos de dilatar la noción saussuriana
de signo, hasta el punto que comúnmente se distingue entre una “semiología de la comunicación“ y una “semiología
de la significación“ (o “de la conotación“). Entre los responsables más directos de tal dilatación, está ante todo R.
Barthes que en sus Élémens de semiologie de 1964 (trad. esp., Madrid, Alberto Corazón, 1970) escribe que la
semiología se ocupa de “todos los sistemas de signos, cualesquiera que sean las sustancias y límites de estos
sistemas“. En resumen, para Barthes también se tornan “signos“ aquellos fenómenos como la moda o la comida, es
decir, todo lo que aun sirviendo a propósitos precisos (como vestirse o alimentarse), constituyen al mismo tiempo un
“sistema de significación“: “todo uso se convierte en signo de uso“. La “liberación“ que ha intentado Barthes en el
concepto de semiología, granjeándose, a menudo con razón, las críticas de quienes lo acusaron de un uso
excesivamente elástico de algunos autores, está en la base, hay que recordarlo, del auge de la semiología en años
recientes, y de su aplicación en los campos más dispares. Por otra parte, Barthes, al cumplir su operación, no hacía
otra cosa que extraer ciertas consecuencias del uso, ya corriente, de la lingüística en campos más dispares. Por otra
parte, Barthes, al cumplir su operación, no hacía otra cosa que extraer ciertas consecuencias del uso, ya corriente, de
la lingüística en campos como la antropología, la psicología, la crítica literaria, etc.: el lugar de la lingüística pasaba a
ser ocupado entonces por una disciplina de pos í aún más versátil, y dispuesta a acoger, en la práctica, cualquier
objeto.

Un intento más riguroso (y que toca a Barthes divulgar entre el gran público, no sin algún malentendido) de ampliar la
noción de sistema semiótico, aunque manteniéndose en el surco saussuriana, se debe a Hjelmslev, en la parte
conclusiva de Prolegomena.

El signo es para Hjelmslev, como lo era para Saussure, una entidad de dos caras, compuesta por una parte
significante y una parte significada, definidas como “expresión“ y “contenido“: la relación entre estas dos partes
(funtivos) es una función, la función signica. Sin embargo el signo no se agota en esta función, sino que remite, en la
medida en que es signo de algo, a ese algo que es la materia (“o sentido“) de la expresión y del contenido. La forma
de la expresión forma la materia de la expresión convirtiéndola en “sustancia de la expresión“: la forma del contenido
forma la materia del contenido convirtiéndola en “sustancia del contenido“. La misma materia puede estructurarse de
manera diferentes en las distintas lenguas (piénsese en el número variable de fonemas en los diferentes idiomas, o
en el modo diverso en que cada lengua analiza en unidades semánticas la misma realidad). La materia, por tanto,
“sigue siendo, en cada ocasión, sustancia para una nueva forma, no posee otra existencia posible, más allá de su ser
sustancia para esta o aquella forma“. Hasta aquí, Hjelmslev se refiere al signo lingüístico.

13
Pero la lengua, en la medida en que es un sistema de signos, no es más que una entre muchas posibles semióticas,
aunque diferenciándose de cualquier otra semiótica por el hecho de que cualquier otra semiótica es traducible a una
lengua (natural), mientras que no se da el caso inverso. En toda semiótica puede reconocerse un plano de la
expresión (E) y un plano del contenido (C): pero el proceso sémico no se reduce a esta función de base. La semiótica
denotativa E:C, en efecto, pude constituir, a su vez el plano de la expresión de una semiótica connotativa (E:C):CÑ al
hablar, necesariamente debo servirme de un cierto tono, estilo, idioma (dialecto, lengua, lengua extranjera) etc., que
son en sí mismos “contenidos“, y que como tales deben ser analizados. El caso inverso al de la semiótica connotativa
es el de la matasemiótica E:(E:C), donde el plano del contenido es dado por una semiótica denotativa: éste es el
caso del metalenguaje, es decir, de la misma lingüística, en donde nos servimos de una lengua para hablar de una
lengua: la expresión es la expresión de un contenido que a su vez es una semiótica (denotativa).

Dejando de lado cierto uso, ilícito según quien escribe, que se ha dado a estos conceptos glosemáticos,
especialmente en el ámbito de la estética y la teoría literaria, la teoría de Hjelmslev de la connotación intenta sobre
todo recuperar (por parte del lingüista o el semiólogo: ambas funciones acaban por confundirse) todo aquello que, en
la práctica, la lingüística saussuriana y postsaussuriana habían apartado del lenguaje, reduciéndose en la práctica a
trabajar sobre un modelo simplificado: limitación aceptable, según Hjelmslev, sólo si, una vez elaborado el
procedimiento de análisis, se retoman “también aquellos aspectos de la totalidad global del habla humana que en
principio se había dejado de lado“.

La distinción entre semiología de la comunicación (en la acepción de Buyssens) y semiología de la significación (en la
acepción de Barthes) se vuelve a plantear hoy en día en términos diferentes, gracias sobre todo a algunas
puntualizaciones de L. J. Prieto (Messages et signaux, París, 1966; trad. esp., Mensajes y señales, Barcelona, Seix
Barral, 1966; Pertinence et pratique. Essai de sémiologie, París, 1975). Según Prieto, denotación (o, como prefiere,
“notación“) y connotación son solamente dos modos de concebir objeto: “dado un modo connitativo de concebir un
objeto, el otro modo de concebirlo que queda presupuesto por el primero es siempre un modo (de)notativo […] Se
tendía entonces connotación cuando se trata con una concepción de u objeto que puede decirse “subsidiaria“
respecto de otra concepción del mismo objeto […]: en otros términos, la connotación regresa siempre, en nuestra
opinión, sobre lo (de)notado“ (Pertinente et pratique). De tal modo, también la connotación queda remitida, en
sustancia, aun proceso comunicativo, con una dilatación del campo semiótico, aunque siempre dentro de una
semiología de la comunicación.

Ya hemos referido de pasada, poco más arriba, al proyecto semiótico de Eco, que rebasa los límites de la semiología
de la comunicación. También para Eco, sin embargo, semiótica de la comunicación y semiótica de la significación son
inconciliables, pero es más bien la primera que se subordina a la segunda. Puesto que para Eco un código es un
“sistema de significación“, la significación es inmanente a todo acto comunicativo: “es posible, pues (aunque no del
todo deseable), establecer una semiótica de la significación que sea independiente de una semiótica de la
comunicación; mas es imposible establecer una semiótica de la comunicación independiente de una semiótica de la
significación“ (Trattato).

14

También podría gustarte