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Primer día en "mi" escuelita

La gran lección

La escuela EEP Nº 256, del paraje Pampa Guanaco,


Departamento de Pampa del Infierno, en el corazón del
Chaco, desde el jueves pasado lleva mi nombre.

No sé si lo merezco realmente, y además yo soy de una época


en la que homenajes de este tipo no se hacían en vida del tipo;
había que esperar a que muriese. Y tampoco sé si esta
designación parecerá bien o no; yo no la pedí y de todos
modos siempre hay quienes se encargan de cuestionarlo todo,
por lo menos en las redes sociales electrónicas, movidos por
envidia o resentimiento o lo que fuere que los enferma. De
manera que paso y veo lo que sigue. Y lo que sigue es este
relato que siento necesidad de hacer de una jornada de la que
no me voy a olvidar mientras viva y hoy quiero compartir con
mis lectores y amigos.

Me acompañaron mi hija Celeste y Lucía Rivoira, que desde hace diez años es voluntaria de la
Fundación y una de mis más fieles y tenaces colaboradoras. Salimos a las 7 de Resistencia y
llegamos en tres horas a Pampa del Infierno. Ahí, en la estación de servicio de YPF, nos esperaba
Marta Elisa López, una veterana maestra chaqueña y autora de la idea de ponerle mi nombre a la
escuelita. Nos presentamos, le agradecí y partimos hacia el monte chaqueño, donde ella enseñó por
más de veinte años. Nos siguió un grupo de jóvenes maestros, estudiantes del instituto de formación
docente local, donde Marta es profesora. En minutos dejamos el pavimento y el camino empezó a ser
como todos los de El Impenetrable: tierra dura y reseca, y vastos guadales, esa arena como azúcar
impalpable, polvo como talco que cuando llueve se vuelve barro cenagoso.

A marcha lenta y a los tumbos, a los lados la vegetación parece luchar por mostrarse todavía
enhiesta, con algunos bosques macizos de quebrachos y algarrobos que se alternan con los campos
ya abiertos por las topadoras y los incendios. Pienso en la fauna autóctona que andará huyendo para
morir por ahí, y en cómo la mano dizque tecnológica es capaz de matar con hipocresía y sin culpa.
Ver todo eso una vez más me duele, me enoja. Igual que cada vez que recorro mi provincia, me
desespera ver a los costados de los caminos
cómo preparan los campos para la soja
transgénica y las lluvias de agroquímicos. Y
para discursos que pretenden convencer de que
es inocuo lo que es venenoso. Siento bronca,
resignación, dolor mientras me aferro al
volante de mi vieja y noble camioneta.

Y después de andar 40 kilómetros por esos


caminos, en los que solamente nos cruzamos
con dos o tres camiones cargados de rollizos
recién cortados y sobre ellos hacheros que no
saben que son llevados a destruir su mundo,
llegamos a la escuelita. Un abra en el monte,
de unas tres hectáreas y con canchita de fútbol al fondo. Y adelante la escuela, una construcción
bastante digna con techo a dos aguas.

Allí trabajan dos maestras que de sólo verlas resultan conmovedoras: Laudelina es maestra de
primaria y directora a cargo (la titular es Marta, con problemas de salud desde hace varios meses); y
Patricia es la maestra jardinera. Trabajan en las dos únicas aulas, una para nivel inicial, otra para
nivel primario. Son espacios chiquitos, con mesita y sillas y biblioteca para los de jardín y sólo dos
hileras de bancos para los primarios. Bien aseadas, se iluminan con la luz natural que entra por la
ventana y Laudelina y Patricia las mantienen con dignidad y limpieza dentro de lo que permiten el
Viento Norte y el aire seco, sofocantes más de la mitad del año.

Es una escuela pequeña, humildísima, que existe desde hace décadas en el mismo emplazamiento,
sobre un camino que recorre chacras, y cuya población escolar ha ido disminuyendo a la par del
éxodo que producen los desmontes. Llegaron a tener más de 20 alumnos; hoy tienen 9. Y como casi
todas las escuelas de El Impenetrable, tiene dos anexos: uno en Pampa Quimilí, a 25 kilómetros de
Pampa Guanaco y 35 de Pampa del Infierno y a cargo del Maestro Ángel, con pinta de hombre serio
y estudioso; allí asisten otros 9 chicos. Y el otro anexo se llama El Silencio, a 12 kilómetros de allí y
a 51 desde Pampa, como todos llaman a la cabecera departamental, que tiene unos 10.000 habitantes.
En El Silencio enseña el Maestro Javier, un santiagueño bajito y lleno de sonrisas, que vive allí
mismo de lunes a viernes, forzado por la distancia. "Es que lleva casi tres horas de bici llegar hasta la
escuela", me dice sonriendo.

Y eso es lo que más me impresiona de estos docentes: el buen espíritu y mejor humor que tienen.
Observo una similar energía en la gente que se acercó al acto que está por empezar. Hay una Karina,
de Pampa Juanita, y otra de Concepción del Bermejo. Paola es de Pampa Grande. Silvana de Pampa
Bolsa. Otra Patricia enseña en el anexo de Pampa Grande. La mayoría son jóvenes, lindas por
luchadoras, ciudadanas ejemplares. Me cuesta contener la emoción que me producen.

Vinieron también algunos paisanos de la comarca, madres y papás de los alumnos, vecinos de un par
de chacras, criollos casi todos, alguno de ascendencia checa, otros alemanes. Visten sus mejores
ropas y con maestros y alumnos se tratan como si fueran familiares. Todos los papás y mamás de la
colonia ayudan en la escuela. No hay cooperadora, ni cuota a pagar, pero todos cooperan. Todos,
todas. Y, agradecidos, dicen que también la Municipalidad de Pampa del Infierno los ayuda. Con
pinturas, por ejemplo. Y también algunas empresas, y algunos anexos tienen padrinos urbanos.

Al fondo y detrás de un tinglado se está asando un chivito en mi honor, han preparado una exquisita
ensalada de repollos y otra mixta que alguien trajo de Pampa, y hay gaseosas y pan casero recién
horneado. Para el postre, una enorme torta blanca que los chicos miran como a un circo y que
devorarán hasta las migas durante la posterior, extensa sobremesa conversada.

Me cuentan que antes todo esto era monte, y se trabajaban la madera y el algodón en los espacios
abiertos. Ahora todo es desmonte y soja. Y últimamente girasol. Y topadoras y agroquímicos a
rolete.

Se fumiga mucho, dice uno que tiene su campito allá adelante. Vienen con los mosquitos a fumigar,
dice, y luego me explica que llaman mosquitos a los tractores o camionetas cerradas que lanzan su
lluvia de veneno por atrás. Y también padecen fumigaciones aéreas. "Hace años que pasan y no
podemos más que putearlos", dice una de las chicas y se ríe. Otra cuenta que después siempre hay
gente con diarreas, vómitos, mareos. "Los pudientes fumigan así y quién les va a decir algo",
comenta un chacarero. Esos vuelos criminales los llevan a pronunciar las únicas groserías de toda la
jornada. Cambio de tema, es evidente que no les gusta hablar de eso.

Un alemán grandote me explica que ahora todo es siembra directa: única manera de que crezca algo,
dice, porque la sequía es tan grande que cuando llueve se acumula el agua debajo del barbecho,
como llaman a la tierra con malezas. Y esa humedad permite la germinación.

La sequía es todo un tema. "Ayer llovió hasta cerca de Sáenz Peña", comenta un paisano como
envidiando lo que sucedió a más de 100 kms. de distancia. Patricia la maestra jardinera recuerda la
última lluvia como una fiesta, y parece que eso fue: "Llovió 75 milímetros y no lo podíamos creer".
Laudelina completa: "Fue exactamente el 18 de Mayo y fue de noche, y el 19 fue sábado y siguió
lloviendo de a ratos".

El agua es uno de los dos más grandes problemas que tienen. Por la sequía, el tanque del techo está
vacío. Y tienen un aljibe que también. El agua de pozo, que aquí no hay, sabe estar a más de 30
metros de profundidad y es salada y con alto contenido de arsénico. Apenas sirve para lavar los
platos, bañarse de vez en cuando. El agua potable se compra en bidones, carísima. La paga cada
docente y se reparte a los alumnos. Igual el gas, que hay que traer en garrafas de diez kilos. Cada una
cuesta 35 pesos en Pampa y dura dos semanas. También lo pagan ellos.

El otro gran problema es la electricidad. Ya lo he visto en otras escuelas: en Taco Pozo, en Monte
Quemado, arriba de Miraflores, en la zona de Castelli, Río Bermejito, no tienen luz. Sí hay un par de
paneles solares, pero todos sabemos que eso no alcanza. Es muy poca la energía que pueden
almacenar las baterías. Alcanza para algunos foquitos algunas horas, sobre todo cuando es invierno y
hace frío. Algún maestro tiene su radio, su ventilador de mesa. Pero no da para tener heladera, ni
mucho menos frízer, ni computadora. Aunque en la 256 tienen una PC desde hace como siete años,
nunca funcionó. Es un modelo ya obsoleto, le han puesto un mantelito encima.

¿Y cómo hacen con la comida? "Como podemos", se ríen a coro. Y nuevamente me impacta el
humor que tienen. Porque entre esta gente no hay quejas, no hay lamentación. Es como que saben
que lo que hacen, lo que pueden hacer, siempre es superior al gasto de energía inútil de los quejosos.
Pienso en la gente de ciudad, en ciertos lamentosos urbanos, lo que aprenderían viendo esto. Suerte
que traje a mi hija, que ya hizo un par de amigas y andan por ahí, de la mano, como caminan las
chicas. Es admirable: aquí nadie se queja. Ponen el hombro, ponen el cuerpo y se las ingenian, estos
maestros se me antojan como gladiadores. No sé por qué me acuerdo de Kirk Douglas en
"Espartaco", el clásico film de Stanley Kubrik.

También se habla de salarios, por supuesto, y de los supervisores zonales, de la burocracia del
Ministerio, de las asignaciones para comer. Pero no se quejan. Una maestra dice que les mandan
$2,19 por chico por día, para desayuno y almuerzo. Pregunto cuánto, a ver si entendí mal. Pero no,
entendí perfectamente. Dos pesos con 19 centavos por chico por día. "Y antes estábamos peor,
mucho peor", dice uno de los maestros varones. Todos asienten a coro.

"Pero nosotros estudiamos para maestros, no para magos", dice Elvira. Veterana, quizás cincuentona,
se le nota el cuarto de siglo enseñando en el monte. Ha venido desde una escuela vecina, que está a
su cargo: la EEP Nº 724 de Pampa El Mangrullo, que tiene 12 alumnos, 6 más en un anexo a 20 kms.
y otros 27 alumnos en un anexo para adultos.
"Yo tengo nueve chicos en primaria y siete en
jardín –cuenta otra de las Patricias–. Treinta y
cinco pesos por día para que desayunen y
almuercen todos. Y lo logramos". Cocinan a gas,
y cuando se acaba, a leña. Otra dice que en su
anexo necesitan una cocina nueva y la están
pidiendo desde hace dos años. Otra cuenta que a
ella le mandaron 2.000 pesos para refaccionar
pero decidió comprar una cocina y refaccionar
menos. Otra sonríe y dice que le dieron una
partida especial y con eso compró tres bicicletas,
para los chicos que viven más lejos. ¿Y cuánto de
lejos?, pregunto. "Veinte kilómetros uno, doce otro y dieciocho dos hermanitos".

¿Y cómo hacen? "Magia", se ríe una de las estudiantes del profesorado. Es lo primero que debemos
aprender. El chiste lo festejan todos y todas.

No vine para esto, les digo, pero a ver, si tuvieran que decirme qué podría pedir yo por ellos en el
ministerio, en Resistencia, ¿qué me dirían?

Ante la hipótesis, la respuesta es unánime: electrificación rural. Algunos sonríen, como si decirlo
fuera más esperanzador. Me cuentan que el tendido de luz entre Castelli y Pampa del Infierno está
detenido desde hace meses, la obra parada y no saben por qué. Y el agua potable, dice otro, pero eso
ya sería un sueño. Sueño electoral, grita desde el asador uno de los que controla los chivos al fuego.
Cada vez que va a haber elecciones todos los candidatos vienen y dicen que ellos sí harán el
acueducto para llevar agua al interior del Chaco. Entonces sí que se ríen todos. Pero los milicos no
eran mejores, defiendo yo para que no derrapemos hacia la antipolítica también aquí. No, Don,
quédese tranquilo, me dice uno, acá somos todos democráticos; hablamos desde ahí. Una de las
chicas dice que le gustaría tener un salón multiuso; otra la reprende suavemente y dice ventiladores
de techo, eso es lo que nos falta, pero primero que haya luz. Ah, y una grabadora. Y un equipo de
música. Y quizá un televisor. Y una compu, lo lindo que sería, dice otra. Pero en todos los casos,
primero la luz... El listado es sereno, preciso, cada uno escucha y agrega, ordenadamente. Allá
necesitan diez sillas. Otra pide un frízer, porque les ha llegado el tendido de luz hace poquito. Otro
quisiera zapatillas, quince pares. Otra sugiere que arroz y fideos y yerba, para ir variando.

Asumo el compromiso de la gestión. No se los digo pero nosotros en la Fundación tenemos un


programa de asistencia a comedores infantiles.

Entonces Marta invita a empezar el acto. Nos acercamos y ya los chicos están formados sobre el piso
de tierra, hay unas cuantas sillas y allí familiares y visitantes. El ambiente es delicioso.

Y en este punto no me voy a extender, pero quiero decirles que cantar el Himno Nacional en el
monte y en esa escuelita es una experiencia muy fuerte. La verdad es que no encuentro palabras ni
modo adecuado para narrar lo que se siente. Con casi 40 grados y Viento Norte, el cabrito asándose y
los chicos firmes y en silencio, y los padres serios y concentrados porque es un acto importante,
trascendente para ellos que vinieron de todos los parajes, más que un acto escolar parece una
comunión, un acto de fe. Y cuando aparece la bandera de ceremonias portada por una chiquilla de la
edad de mi hija, en zapatillas viejitas y con el empaque precioso de una novia, la letra de nuestro
himno a coro en ese monte, y Marta Elisa que llora emocionada, y Laudelina que me abraza y llora
como si fuésemos hermanos, o invitándome a serlo, a mí me quebraron.

Después hubo dos discursos para conformar el


homenaje más conmovedor que recibí en mi vida.
Y mis palabras al final, cuando no podía hablar y
ahora ni sé qué les dije aunque gracias seguro,
muchas veces gracias, gracias y entonces me dejé
abrazar por todos y cada uno de los chiquitos,
que, les juro, eran tan tiernos que se les notaba a
chorros la necesidad de afecto. Como a todos los
que estábamos ahí, que, me parece, éramos a la
vez testigos y protagonistas de una especie de
pequeño milagro marginal.

Fue el primer día en "mi" escuelita. Y fue, para mí, una maravillosa lección. •

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