ballena tan hermosa y perfecta, que todos aquellos que la observaban quedaban cautivados con sus gráciles movimientos y con el brillo de su escurridiza piel. Era tal la sensación que provocaba en los demás seres vivos, que no dudaban en regalarla alabanzas y palabras bonitas, haciendo con ello, y sin querer, que la ballena fuese cada vez más y más presumida y pagada de sí misma. Aquella ballena se pasaba medio día frente a su espejo en el fondo del mar, y la otra media arreglándose las barbas en la superficie, ignorando a cuantos se acercaban a ella educadamente tan solo para agradarla. Tan coqueta se volvió la ballena, que fue agriando cada vez más su carácter, adquiriendo una soberbia y un orgullo poco adecuado para convivir con los demás…: Soy el ser más precioso del mar. ¡La ballena más elegante, bella y refinada que jamás se ha visto! Soy el ser más precioso del mar…- Repetía una y otra vez la ballena presumida a modo de cancioncilla. De este modo, la ballena se alejaba cada vez más del resto del mundo, aislándose en su propio planeta lleno de egoísmo y arrogancia. Y así transcurrían los días plácidos de la ballena, hasta que un día, tuvo la mala suerte de toparse con unos pescadores desalmados que no dudaron en tender sus redes sobre ella. Tan grande era la red y tan fuerte la forma en que la ballena infravaloraba a todo el mundo, que sin ninguna dificultad consiguieron atraparla en su red. Qué asustada se veía a la ballena, que a pesar de su gran cuerpo, era incapaz de buscar la forma de zafarse de ella… Afortunadamente, todos aquellos seres vivos que la admiraban y la regalaban palabras bonitas cada día, fueron testigos de su captura y, sin dudarlo, se abalanzaron sobre la red hasta destrozarla y conseguir liberarla. La ballena quedó muy agradecida con la actitud de todos sus vecinos y aquello le sirvió para aprender a querer y para respetarlos a todos, olvidándose de los peligros del egoísmo, del orgullo y del desprecio. Fábula: La increíble Estrellita del mar Estrellita del mar era muy bella, por dentro y por fuera. Todos los demás habitantes del océano eran testigos de dicha belleza, y se lo hacían saber casi cada día al cruzarse con ella. Era muy admirada y querida bajo el fondo del mar y, sin embargo, Estrellita estaba triste. Cuando salía a la superficie del mar, Estrellita contemplaba el cielo y envidiaba el brillo y la luminosidad de aquellas estrellas. Compartían nombre, pero Estrellita se sentía mucho más fea e inferior que ellas. Cada vez que se asomaba por fuera del mar, y también cuando no, deseaba con fuerza convertirse en una de aquellas estrellas brillantes y luminosas del firmamento. Y a veces era tan fuerte el deseo, que la comía por dentro. Un pez amigo suyo, que observaba su desdicha, le dijo: Estrellita, no tienes nada que envidiar a tus hermanas del cielo, porque tu belleza es tan brillante o más que la de ellas. Tú eres valiosa por fuera y por dentro. Estrellita, aunque agradecida por las palabras de su amigo, no se convenció, y continuó triste soñando ser de otra forma. Suspiraba noche tras noche y se recreaba en su tristeza contemplando el cielo, cada vez un poquito más triste. Hasta que un día, Estrellita soñó que era una estrella del Universo, esa con la que tantas veces había soñado. Pero el mar se veía entonces muy lejos, y sus amigos quedaban atrás, no pudiendo ni siquiera saludarlos. También estaba lejos del resto de estrellas del cielo, a pesar de que desde el agua parecían amontonarse y estar todas muy unidas. Y no se sintió dichosa allí en el cielo. Al despertar de aquel sueño, Estrellita comprendió lo que aquello significaba, y es que nadie es perfecto ni puede estar siempre dichoso, y por ello tenemos que aprender a querernos como somos, no enviando nunca a los demás. Solo ese es el camino para poder ser felices, en el cielo, en el mar, o en cualquier otro lugar. Fábula corta: Don Cangrejo y Cangrejín Érase una vez dos cangrejos que vivían en la orillita del mar. Uno de los cangrejos era ya mayor, Don Cangrejo, y el peso de sus años solo podía compararse a la grandeza de su cuerpo. El otro en cambio, Cangrejín, era joven, debilucho y pequeño, pero también muy bello. A pesar de sus edades, los dos cangrejos gustaban de salir a pasear por la orilla del mar, sabedores de que muchos otros animalitos marinos se asomaban solo para poder contemplarlos. De manera que allí estaban las medusas, los peces, las estrellas de mar, los delfines…todos pendientes del desfile casi diario que realizaban estos pequeños animales. Pero la actitud a la hora del paseo era muy distinta en el cangrejo viejo que en el cangrejo joven. Estaba tan orgulloso este cangrejo de sus años, de su robustez y de su apariencia, que caminaba siempre con aires de grandeza, sintiéndose más, incluso, que su propio amigo y acompañante. Tan arrogante podía llegar a ser su actitud, que un día, ni corto ni perezoso, decidió reprocharle a su amigo los andares que llevaba por la playa, como si anduviera cojeando y de costado.¡Por qué no aprendes a andar como debe ser, cangrejo tonto!- le decía el cangrejo mayor- ¡Vamos a hacer el ridículo por tu culpa! Qué tristeza sintió el cangrejo más joven al escuchar aquellas palabras. También se compadeció de su amigo, que en su afán de creerse mejor que ningún otro animal marino, ni siquiera era capaz de darse cuenta de que todos los de su especie andan de lado y con las patitas curvadas, para protegerse así de cualquier posible enemigo corriendo más veloces. Tan pendiente estaba el cangrejo viejo de sacar defectos a los demás, que no conseguía ver que él tampoco era perfecto. Y es que amiguitos, como reza un famoso refrán, es muy, muy importante que, antes de ver “la paja en el ojo ajeno”, veamos “la viga en el propio”. Fábula para niños: El buen tiempo y la lluvia “Nunca llueve a gusto de todos”. Así dice el refrán, y la historia que sigue parece darle la razón. Escuchad: Había una linda escuela en un pueblo apartado. A ella acudían tres perritos y tres ranitas. Vivían muy cerca unos de otros y eran buenos amigos. Naturalmente, iban juntos a clase, y con mucha puntualidad. A veces, antes de llegar a la escuela, comenzaban las peleas. Si el día había amanecido lluvioso, las ranitas se ponían locas de contentas. En cambio, a los perritos se les torcía el gesto. – ¡Yuuupiii! ¡Menudo chapuzón nos vamos a dar en las charcas que la lluvia está formando! ¡Ahhh, qué frescor y bienestar siento!- decía una de las ranitas. – ¡Bah! Es día perdido para mí. ¡Me deprime tanto la lluvia!- respondía uno de los perritos. Cuando el día amanecía soleado, ocurría todo lo contrario; los perritos no cabían en sí de gozo y las ranitas se sentían muy desdichadas, pues ya se imaginaban el calor y la sequedad agobiante que iba a torturarlas. Os preguntaréis que cuándo estaban contentos tanto los perritos como las ranitas. ¡Muy sencillo! Los días que amanecían grises y plomizos; pero sin lluvia, que no eran pocos en esa zona de la sierra. ¿No sería mejor, amiguitos, que aceptásemos todos la vida tal y como se presenta? De esta manera, nunca nos sentiríamos infelices. Fábula: El Egoísta Érase una vez un hipopótamo que tomaba el autobús muy, muy temprano, para acudir a su trabajo. Pero este hipopótamo, en lugar de guardar su sitio en la cola como hacían los demás, no dudaba en imponerse a todos a fuerza de empujones y manotazos hasta verse el primero de la fila. Con frecuencia este hipopótamo egoísta causaba peleas enturbiando el buen ambiente del vecindario.
No contento con situarse por la fuerza el primero, una vez se encontraba en el
autobús, el hipopótamo subía a lo bruto repartiendo sin vergüenza codazos y pescozones a sus pobres compañeros de viaje hasta que conseguía hacerse también con el asiento que mejor le pareciese. El hipopótamo no reparaba en las formas a la hora de salirse con la suya. Una vez en el asiento elegido, el hipopótamo abría un periódico amarillento y lo extendía al máximo posible con el fin de tapar la cara y agobiar a su compañero de asiento. Además, y por si esto fuera poco, le daba por toser y bostezar con la boca abierta y a un buen volumen, con el único fin de molestar y fastidiar a todo el mundo. A la hora de salir del autobús, el hipopótamo lo hacía del mismo modo que había entrado, arrollando con sus fuertes pisotones a los viajeros del autobús que se situaban delante para salir el primero. ¡Qué alivio sentían todos cuando pisaba la calle y parecía alejarse! Que mala consejera es la envidia, como muestra esta historia. Y es que, amiguitos, es importante recordar que para vivir en sociedad y no ser temidos ni rechazados, hemos de preocuparnos por el bienestar de los demás como si fuera el propio evitando molestar a nadie y mostrando en cada paso nuestra buena educación.