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“La poesía del soldado”

Nicolás Fernández Aranda


Constantina
“La poesía del soldado”
Nicolás Fernández Aranda

Corría el año de 1954. En Constantina, en la Sierra Norte de Sevilla, disfrutaban de un


hermoso mes de Julio.

Muchos jornaleros se hallaban en las fincas, acampados como legionarios romanos, en plena
temporada del corcho. Por las calles paseaban las muchachas con sus novios y acompañante.
En la terraza de Carlitos Corral, entre vino y vino, algunos señoritos hablaban de cómo iba el
campo o de los toros, otros, más ilustrados, de la muerte de Jacinto Benavente, o de Dien
Bien Phu y la pérdida francesa de Indochina.

Mientras, ajenos a la actualidad, Don Juan y Aurora volvían a La Carlina desde el olivar,
tras presenciar otro precioso ocaso.

- He visto atardecer en muchos lugares – dice Don Juan, con aire melancólico, pero sin dejar
de sonreír-…en las Ardenas, en los Alpes, en la estepa rusa, en la Península del
Yucatán…en muchos sitios…y siempre me siento privilegiado de contemplarlo. Dios muere
cada día ante nosotros, para dejar paso a la oscuridad… que vencerá al amanecer.

- Sí – dice Aurora - Somos privilegiados de ser testigos y, además, conscientes, de esta bella
tragedia... ¡Qué bien huelen los jazmines! ¿Se ha fijado Don Juan?

- Sí – responde inspirando fuertemente Don Juan- ¡Qué maravilla de noche! Esta noche es
para los jóvenes enamorados…

A lo lejos, se oye la voz de Manolo, capataz de los obreros que estaban trabajando en la
construcción de la cochera:

- Buenas tardes nos dé Dios - grita Manolo. A lo que contestaron ambos en la distancia,
alzando cada uno la mano.

- Buenas tardes Manuel - dice Don Juan al aproximarse - ¿Qué sucede? ¿Se ha dejado
alguna herramienta?

- No señor. Es que, como esta tarde estaba usted en Sevilla, y la señorita Aurora en La
Galera…no pudimos dar novedades de lo que hemos encontrado cavando los cimientos para
la cochera. Nosotros no hemos dicho ni pío en el pueblo. Les dije a los hombres: “Aquí no
dice nadie nada, hasta que lo sepa Don Juan”.

- Vamos a ver. Enséñame.

Caminaron siguiendo al buen hombre, que los condujo a las excavaciones de los cimientos
de las futuras cocheras.

Manolo les mostró el hallazgo sin decir palabra. Aurora palideció ligeramente, y miró el
rostro de Don Juan en busca de apoyo. Don Juan miraba con seria y tranquila curiosidad en
la dirección que les mostraba el buen hombre. Levantó los ojos hacia sus acompañantes y
sonrió tranquilizador:

- Este hombre debe llevar bastantes décadas muerto.

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- ¡Ay por Dios! - dice todavía inquieta, Aurora - Pero si aquí nunca se ha enterrado a la
gente. Al menos, que a mí me conste.

- Yo soy de Lora del Río, señorita – añade Manolo – Y no conozco más cementerio en
Constantina, que el que está entre la ermita del Robledo y Las Navas.

- No. Además está el Cementerio Viejo, junto a la iglesia de Nuestro Padre Jesús - apunta
Aurora.

- Es evidente que a este caballero no le han dado cristiana sepultura, y puede ser que esté
aquí aislado…No era del pueblo. Tampoco era español. Era francés.

- ¿Y eso cómo lo sabe usted? – pregunta Manuel, abriendo los ojos asombrado.

- Pues mire usted - dijo señalando a unos botones sobre las raídas y ennegrecidas ropas que
cubrían el cadáver - esta corneta de cazador, con el número ocho en su interior, es un
distintivo de las compañías de infantería de Napoleón…Se trataría de la octava compañía de
un regimiento de infantería. Páseme usted una brocha limpia… o un cepillo… que no sea
muy basto.

Manolo buscó entre los útiles amontonados en una esquina.

- Aquí tiene: Un cepillo blando.

- En los hombros – proseguía Don Juan, limpiando con delicadeza de restaurador y un


extraño brillo en la mirada - hay restos de lo que parece ser un par de charreteras.
Y…¡Miren! ¡Un águila de la Grande Armée ! – exclamó Don Juan, con su fuerte acento
valón - . El tejido del chaleco es claro, y el de la chaqueta, oscuro… los colores originales
eran blanco y azul, correspondientemente… Parece cosido a puñaladas… el sombrero, si lo
llevaba, se ha perdido… o lo robaron… o anda por aquí enterrado.

- ¿Y hay que dar parte de esto, Don Juan?

- Mañana. Ahora llamo a Sevilla, a ver si pueden venir dos expertos que conozco, y
acompañar a las autoridades pertinentes en el levantamiento…De momento, Manuel:
vacaciones hasta el lunes que viene. Entonces, les diré si se puede continuar construyendo
aquí, o en otra parte de La Carlina.

Tras acompañarlos cuesta abajo hasta la Alameda, Manuel se despidió de Don Juan y Doña
Aurora. Don Juan dejó a Aurora en su casa y se apresuró de vuelta para llamar a dos
conocidos sevillanos: un notable catedrático de historia, y un médico forense militar. La
centralita de La Telefónica consiguió con éxito su misión, y ambos amigos fueron avisados
del interesante suceso y de que se requería su presencia en la sierra, lo antes posible. Con un
poco de suerte, en dos días, Don Juan tendría a su lado la ayuda que necesitaba para
desenmarañar la historia de aquél soldado.

A la luz de un candelabro de plata antiguo, y junto a una botella abierta de Borgoña que le
había regalado un antiguo camarada del frente del Este, Don Juan pensaba en voz alta en su
lengua materna. Miraba reflexivamente los restos de aquel soldado. En aquel cielo de
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plenilunio juliano brillaban pocas estrellas, testigos indolentes de las pasiones y los ajetreos
humanos desde su belleza sideral. Los grillos entonaban su serenata nocturna mientras subía
del valle un leve murmullo desde las pocas terrazas y los paseos del pueblo.

-Qui eté tu, camarade? Qui eté ton assasin? (¿Quién eras, amigo? ¿Quién fue tu asesino?).

Él estaba solo, a miles de kilómetros de su patria, al igual que aquel soldado francés. Pero
había amado, había vivido, había creado, y aún le quedaba mucho por hacer…¿Y aquel
hombre? ¿Con qué edad habría muerto? ¿Habría sido su vida sesgada en flor, como lo
fueron las de aquellos voluntarios de diecisiete años que caían ante las ametralladoras rusas
o aplastados bajo los T34? ¿O sería un joven veterano como él, que había visto medio
mundo y vivido mil aventuras antes de llegar a los treinta?

Los rayos de plata de la hermosa Luna llena, alumbraban ahora a los dos soldados francos,
haciendo superflua la luz del candelabro.

Don Juan miró el satélite que enloquecía a los licántropos, removía las mareas, inspiraba los
sueños de Verne, y, ahora, de rusos y americanos.

Cuando su mente regresó de la abstracción, sus ojos se volvieron a posar sobre el pecho
apuñalado de su camarada. Entonces, notó algo, hasta ahora desapercibido. Se acercó a los
restos del soldado y descubrió, palpando con cuidado la entretela, el pico de una especie de
cartera. Con mucho cuidado, tiró del cuero hasta sacarlo completamente del bolsillo roto en
el que se hallaba.

Parecía una especie de portadocumentos rectangular. Muy sencillo, hecho de cuero fino. En
una esquina tenía bordadas tres letras: L. L.R.

-(Parece que has decidido contármelo) –dijo Don Juan, retomando su monólogo en francés-
(¿Podré saber algo más de ti, camarada?)

Abrió las solapas de la bolsa y pudo ver un sólo papel. Comenzó a tirar de él…pero... ¡No!
¡El papel se deshacía en sus dedos! Estaba plegado sobre sí mismo. Antes de que se
desmenuzara pudo ver escrito en una de las caras exteriores: Pour Ana María, mon nouvelle
Heloïse.

El papel se hizo pedazos y sólo quedó en sus manos un clavel seco y aplanado, que había
estado pegado a la parte oculta del papel. Las lágrimas brotaron de los ojos del otro soldado,
el que aún seguía vivo, ya sin uniforme…

-Alors…tu aimas. Je suis content pour toi… (Entonces…amaste. Me alegro por ti...)

Posó el clavel seco sobre el pecho de huesos y tela desgarrada, como, en otro tiempo, había
impuesto la Cruz de Hierro a un suboficial muerto sobre su guerrera ametrallada. Entró en el
castillo triste pero conforme con el destino que tanto le había dado y tanto le había
arrebatado…y durmió profundamente.

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La Luna gobernaba el silencio de la madrugada. De pronto, los grillos callaron. En la


parroquia de Nuestra Señora de la Encarnación, el reloj de la torre se paró. Una pareja
atrevida, que aprovechando el sueño de sus parientes se habían citado en secreto, se quedó
congelada en el primer beso. Una estrella fugaz y su cola vaporosa quedaban impresas
inmóviles en el firmamento. La noche y el Universo mismo, se petrificaron. Todas las cosas
se trasladaron a otra dimensión, argéntica y helada.

La historia de otro siglo representaba de nuevo su función para servir de recuerdo a dos
muertos, que esta noche habían decidido recordar…Desaparecían calles, edificios y
empedrados, y en su lugar reaparecían huertas y corrales, caminos y olivares.

Por el Cerro del Almendro, junto al castillo que reconstruyó Don Rodrigo Ponce de León,
bajaban las tropas de Napoleón, victoriosas frente a las guerrillas constantinenses. Habían
sometido a los de Castro, a los Gómez de Avellaneda, a los Fernández de Córdoba, a los de
Aranda y a otros muchos hidalgos y señores, que, con sus hombres, les habían plantado cara.
Ahora se enfrentaban al pueblo y en él tomaban represalias.

Mataban de nuevo a Fernando Espada, frente a sus hijos adolescentes, Fernando y José, que
miraban escondidos desde un tejado.

Se imponía de nuevo la tranquilidad en la villa sojuzgada. Y llegaba de nuevo a Constantina


el voltigeur Laurent La Rochelle, natural de Bretaña. Venía agregado de un regimiento
destacado en Sevilla como escribiente en la plana del capitán Guerin, de la octava compañía
de fusileros. Volvía a pintar en las paredes de los Pozos de la Nieve, en un descanso de la
guardia.

Laurent era un soñador, muy fino para sus camaradas, que le llamaban voltigeur reveur La
Rochelle (tirador soñador La Rochelle). Sabía leer y escribir, Latín y Griego, y le gustaba la
poesía. Provenía de una familia noble venida a menos. Había leído a los revolucionarios.
Creía en una Europa unida bajo el imperio de Napoleón, en la que no habría más guerras y
donde el humanismo mejoraría al hombre, terminando para siempre con el dolor de la
existencia. Antes de alistarse a La Grande Armée, lo que sabía de España y de Sevilla, lo
sabía, sobre todo, por Beaumarchais y “Las bodas de Fígaro”. Pero en Sevilla sirvió como
asistente a un noble oficial hispanófilo, que le instruyó en el castellano y la literatura
española desde Garcilaso a Quevedo.

Laurent estaba enamorado de Ana María, una joven y casta moza del pueblo, morena, de
ojos verdes y la tez pálida como las muchachas de su Bretaña natal. La había adorado en la
distancia hasta que, un día, ella hizo algo que él creía imposible en las orgullosas españolas
de Constantina: le sonrió.

Al haberle caído en gracia al capitán Guerin, Laurent tenía ciertos privilegios, como el de
pasear sólo por el pueblo durante el día, sin misión alguna. Durante estos paseos pensaba en
Ana María, y en la sonrisa de aquél día, y las órdenes de su capitán de no confraternizar con
los españoles de esta zona. El conflicto entre amor y deber, y su trágica situación, le hicieron
pensar en Julie ou la nouvelle Heloïse, de Rousseau. Con estas ideas en la cabeza se
encontró con la criada de Ana María en una calle de la Morería.

-Mi señora quiere conocerle a usted. En la cuesta del olivar que sube al castillo. Por allí -dijo
señalando con el dedo- a las nueve de la tarde.
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Laurent no salía de su asombro. Le parecía que el corazón estaba a punto de romperle la


casaca.

Se saltó el rancho como pudo y bajó al pueblo, rezando para no encontrarse con ninguna
patrulla. En cuanto oscureciese tenía que volver a pasar lista.

En las horas previas había escrito unos versos en español, intentando expresar sus
sentimientos lo mejor posible en la lengua de Cervantes, haciéndolos rimar como lo
hubieran hecho Calderón o Góngora. El título lo dejó en la lengua común de su Francia
Eterna. Guardó el escrito junto a un clavel que recogió del suelo de los Reales Alcázares y
había secado en una edición del Quijote que le había prestado en secreto el capitán Guerin.

Cuando llegó, estaba tan nervioso que no pudo notar nada raro en la actitud de su Dulcinea.
Él intentaba hablarle del tronco común, romano y griego, del humanismo cristiano que había
impulsado la revolución…y del orden imperial que traería la paz a Europa…

Ella le indicaba el camino que subía la vaguada por el olivar, y él le miraba las finas manos.
Pensó en lo feliz que era porque estaba por encima de la guerra y las desgracias, en una
esfera superior dedicada a la belleza y la poesía, y por estar tan cerca de la que, hasta ahora,
había inspirado sus sueños.

-Siéntate aquí -dijo ella señalando un olivo cerca de un agujero.

Laurent se sentó descubriéndose. La miró, y contempló su belleza en contrasté con el cielo


rojizo del ocaso de aquella tarde de Julio.

Ella no decía nada. Sus ojos se llenaron de lágrimas.

-Me llamo Ana María Espada - dijo rompiendo en llanto.

Laurent comenzó a levantarse confuso, y recordó sonrojado que no se había presentado.


Pero no le dio tiempo, pues José y Fernando Espada, salieron de detrás de unas zarzas y
comenzaron a apuñalarlo.

Aquél lejano día en el mercado vieron a su hermana sonriendo a un soldado francés, que
vestía el mismo uniforme que los que mataron a su padre, y esa misma tarde decidieron el
mejor castigo para ambos.

La noche había desplegado su oscuro manto, iluminado por la Luna llena y unas cuantas e
indolentes estrellas. Ana María huyó sollozando a su casa. Laurent fue arrastrado aún con
vida al agujero que los dos hermanos habían cavado horas antes. Miró una estrella fugaz que
pareció pararse a ser testigo de su último instante. Pensó en los verdes prados de su Bretaña
natal, en su madre, y en lo lejos que estaba de la casa a la que ya nunca volvería.

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