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Abril en la memoria: De regreso a la casa

Leonardo Mercedes Matos


Jamás podré borrar de mi memoria las imágenes y recuerdos emotivos del día cuando los
barahoneros que acudimos al llamado de la patria para defenderla de la acción traidora de hijos
renegados y de la agresión abusiva del Gran Imperio del Norte, salimos de la “trinchera del honor”
para volver de regreso a la casa, terminada la contienda el 30 de agosto con la firma del Acta
Institucional que selló su fin.
Los combatientes constitucionalistas asistimos a nuestra última cita en la “Plaza de la Constitución”,
(fortaleza Ozama) el 3 de septiembre, convocados por el Presidente de la República en Armas,
Coronel Caamaño Deñó, para renunciar y dar paso al Gobierno Provisional del Dr. Héctor García
Godoy, surgido de los acuerdos logrados con la Comisión Negociadora de la ONU.
A las 6 de la mañana, y como casi todos los días de esa gloriosa jornada, la voz estentórea de Jesús
Torres Tejeda a través de la Radio Constitucionalista nos levantó con el grito inolvidable de “Un día
más dominicanos, un día más…”.
Era la última vez que unidos y al calor de las consignas revolucionarias enarboladas por las masas
armadas, escucharíamos la voz de nuestro Comandante en Jefe, esta vez agradeciéndonos el gesto de
haberle acompañado y expuesto junto a él nuestras vidas en defensa de la patria, a la vez que
reiterando el compromiso de honor, sellado con sangre, de continuar la lucha hasta lograr la
verdadera independencia y soberanía nacional.
El cuerpo se me estremece aún al recordar, como si estuviera oyéndole decir, las célebres palabras
con que Caamaño inició aquel histórico discurso: “Pueblo Dominicano: Porque me dio el pueblo el
poder, al pueblo vengo a devolver lo que le pertenece. Ningún poder es legítimo si no es otorgado
por el pueblo, cuya voluntad soberana es fuente de todo mandato público…”.

Y como lo concluyó, pidiendo a los presentes levantar su mano derecha junto con él para hacer el
siguiente juramento: “Juramos luchar por la retirada de las tropas extranjeras que se encuentran en
el territorio de nuestro país./ Juramos luchar por la vigencia de las libertades democráticas y los
derechos humanos y no permitir intento alguno para restablecer la tiranía./ Juramos luchar por la
unión de todos los sectores patrióticos para hacer a nuestra nación plenamente libre, plenamente
soberana, plenamente democrática.”

Ese mensaje penetró profundamente en nuestras conciencias; salimos de allí con el corazón henchido
de patriotismo, agitando con orgullo la bandera nacional por toda la calle El Conde. Pero después de
la dispersión frente al Altar de la Patria, la incertidumbre se apoderó de nuestras mentes, pues el
futuro se tornaba borrascoso: teníamos que entregar las armas con las que defendimos la patria y
abandonar la trinchera.

Hubo conatos de rebeldía, eso no agradaba; pero mucho menos algo peor aún: teníamos que regresar
a nuestros pueblos bajo control del enemigo y sometidos a un estado de terror. Regresar para
“continuar la lucha contra el imperialismo y la reacción a nivel nacional”, según el decir de los
dirigentes, pero desarmados. No teníamos la más mínima idea de la cacería que nos esperaba, en la
cual seríamos la presa.

Ese día memorable, unos 6 autobuses de 55 pasajeros nos esperaban desde temprano frente a la
Puerta del Conde para llevarnos de regreso adonde habíamos dejado nuestros familiares con el
corazón entre las manos durante 5 largos y angustiantes meses y donde cada mañana al rayar el sol
miles de rodillas besaban el suelo frío e igual número de brazos se extendían hacia “El altísimo”,
elevando plegarias por las vidas y el pronto regreso, sanos y salvos, de los seres queridos.

Procedentes del Comando Barahona, de la Av. Mella (dirigido hasta su trágica muerte por el
destacado deportista, cantor y fundador del movimiento estudiantil en Barahona, Ireno Olivero), del
comando del 1J4 y del MPD (Escuela Argentina), afluían hacia el punto de partida, mochila al
hombro, más de 300 combatientes listos a abordar los autobuses cansados de esperar.

Fue después del mediodía cuando las naves terrestres arrancaron, giraron alrededor del parque, como
para permitir que sus ocupantes observaran con nostalgia la Zona de la Dignidad y el Decoro que les
albergó y les dieran su último adiós; mientras en lo alto del Altar de la Patria, a su vez, la bandera
tricolor, flamante y orgullosa pero herida, ondeaba a los 4 vientos en saludo de despedida a unos
hijos que la habían defendido con ardor y valentía.

Fue ese el momento en el que, cual si hubiese sido coordinado y dirigido por un José Delio
Gautreaux, de las gargantas truncadas por el dolor y la tristeza de la despedida comenzaron a brotar
al unísono, mezclados con lágrimas que caían a raudales de adustos rostros varoniles, los versos del
himno constitucionalista, compuesto al calor del combate por nuestro coterráneo Aníbal de Peña: “A
luchar soldados valientes, que empezó la revolución, a imponer los nobles principios que reclama la
constitución…”

Los autobuses giraron y cayeron al malecón para luego enfilar hacia el sur profundo, buscando la
tierra rebelde del glorioso cacique Enriquillo. Tras la primera interpretación y como siguiendo un
programa impensado, brotó la canción de la patria: “Quisqueyanos valientes alcemos nuestro canto
con viva emoción y del mundo a la faz ostentemos nuestro invicto y glorioso pendón…”. Detrás el
himno del 1J4.

Luego... el silencio, como si los himnos sabidos se hubiesen agotado; pero una voz de rebeldía se
alzó con el canto “Arriba los pobres del mundo, de pie los esclavos sin pan, y gritemos todos unidos
¡Viva la internacional!...” El coro disminuyó, voces callaron, pocos eran comunistas, y menos lo
sabían, a duras penas llegaron a la última estrofa: “…Agrupémonos todos en la lucha final y se alcen
los pueblos con valor por la internacional”.

No lo canté, no lo sabía. Además, yo era socialcristiano, del PRSC, el que en enero de 1965 firmó
con Juan Bosch-PRD el histórico Pacto de Río Piedras para luchar por el retorno a la
constitucionalidad, incorporándonos a la conspiración que derrocó al Triunvirato e hizo estallar la
insurrección del 24 abril del mismo año, en la cual nos enrolamos desde el llamado “A las calles a
apoyar a los militares levantados contra el Triunvirato”, lanzado por el Dr. Peña Gómez.

La fase patriótica del trayecto concluyó con la declamación del poema “Canto a Santo Domingo
Vertical”, del poeta Papo Vicioso, que yo había aprendido en medio del batallar, los entrenamientos
en la Academia Militar “24 de abril”, las guardias en los Comandos Barahona y del PRSC, del
patrullaje y las escaramuzas, los cursos de capacitación y actividades políticas y culturales que en La
Zona se realizaban para los combatientes.

Tras ella vino la mezcla patriótico-romántica: “Quisqueya”, “Espera quisqueyana”, “Libertad”,


“Nathalie”, “La pared” y otras de la vieja trova: “La despedida”, “La última copa”, “Las 40” y así,
hasta llegar al cruce de Vicente Noble, donde nos alcanzaron dirigentes que informaron de unidades
militares que nos esperaban en el cruce de Palo Alto. Se ordenó a todos los que portaran cualquier
artefacto bélico, despojarse de ellos. Al llegar allí fuimos detenidos por patrullas mixtas que nos
conminaron a bajar de los autobuses a punta de ametralladoras. Nos revisaron uno por uno, lo mismo
que los autobuses, tras lo cual nos permitieron seguir.

Una avanzada del recibimiento que nos tenía preparado el pueblo llegó al cruce e informó que las
masas, desafiando el terror militar, habíase tirado a las calles y ocupado la ciudad. Con evidente
emoción contaron, que en Blanquizales había ocurrido un incidente digno de epopeya: Teseo
Ramírez, dirigente local del 1J4, en un acto de extremo coraje embistió su camión contra el jeep de
Marmolejos, con la intención de matarlo. Mas, la acción fracasó, el gorila salió ileso. Teseo, apoyado
en su destreza, conocimiento del terreno y apoyo, escapó, lo que enfureció al oficial, pero a nosotros
nos disparó el ánimo, y así arribamos a Barahona.

Confieso, que jamás había visto semejante muestra de apoyo e identidad, tan masivo desbordamiento
de entusiasmo mezclado con orgullo, como el que a través de la ventanilla del autobús veían mis ojos
aquella tarde del regreso de los constitucionalistas a Barahona. Era todo un pueblo bravío recibiendo
a sus hijos que tan dignamente le habían representado en La Trinchera del Honor. Mujeres y
hombres de todas las edades y clases sociales, de acera a acera de las avenidas y calles, dejando
apenas un pequeño trecho para el avance de los autobuses que llevaron casi en hombros hasta el
parque central.

Cuando los combatientes comenzamos a descender de los autobuses frente al palacio del
Ayuntamiento, el pueblo se abalanzó sobre nosotros y aquello se convirtió en una lluvia de besos y
abrazos en un mar de lágrimas. “¡Llegaron, están vivos!”, era el grito interior de las madres, esposas
y novias al abrazar a sus seres queridos que día tras día llevaron colgados de su alma durante 5 largos
y dolorosos meses.

Pero aquel apoteótico recibimiento duró poco. Marmolejos no podía darse el lujo de permitirlo y,
cual gorila, actuó: Por la calle 30 de mayo llegaron al parque en zafarranchos de guerra y haciendo
tronar sus fusiles y ametralladoras, decenas de soldados en camiones militares. Las masas corrieron
en estampida buscando protegerse y escapar de aquel infierno en que, de buenas a primeras, se
convirtió su gloria.

Tras varios minutos, que parecieron horas, el tiroteo cesó y allí, frente al palacio municipal y ante los
militares y sus humeantes cañones, sólo quedamos Lilo Coss (QEPD) y yo. Irritado, el dirigente
catorcista increpaba al jefe de tropas el carácter abusivo de su acción. Éste escuchaba impertérrito,
pero la firmeza y valentía del reclamante bloqueó cualquier instinto agresor. Varias personas se
acercaron solidariamente. Lilo, consciente del peligro del reagrupamiento, solicitó retirada,
obedecida al instante; su liderazgo era indiscutible.

Aunque hubo muchos atropellados, allí no cayó nadie, los muertos y desaparecidos por Marmolejos
vinieron después que las tropas de ocupación con el MAAG a la cabeza, pusieron en marcha su plan
de contrainsurgencia y exterminio de los constitucionalistas, sin que el gobierno provisional y servil
de García Godoy pudiera ni intentara detenerlos. Víctimas del mismo murieron Manolo Pérez, Tono
y otros.

Serían alrededor las 6 horas de la tarde de aquel caluroso y memorable 13 de septiembre cuando la
gente caminó hacia sus casas. Ya en el “Barrio de la Gallera” donde vivía, quienes apoyaban la
revolución me felicitaban fervorosamente, las madres me besaban, los adultos y muchachos me
abrazaban con un apretón de manos y los niños me seguían atrás cual superhéroe.
Mi madre, mi novia (hoy esposa) y mis hermanos me esperaban en la acera pletóricos de alegría.
Marcos, de apenas 2 años, no esperó, corrió a mi alcance y se me enredó entre las piernas; lo cargué
llenándolo de besos. Milagros, Juan y Nelson me abrazaron y los sentí ufanos. Mamá, me abrió sus
brazos, me abalance sobre ella y por mi rostro corrieron, cual arroyuelo, frescas sus lágrimas, que
con las que aportó la novia, se transformaron, cual Birán, en un verdadero río.

Sólo faltaba papá, quien, después de haber regresado del recibimiento, conscientemente se había
quedado atrás para darle a aquel momento la peculiaridad que entendía se merecía: Primero, puso su
mano izquierda sobre mi hombro derecho y con su callosa diestra de estibador “Rompe Sacos” del
muelle azucarero de Barahona, tomó la mía y me dio un fuerte apretón sin dejar de mirarme a los
ojos con los suyos henchidos de emoción, como queriendo decirme: “Bien hecho, usted cumplió con
su deber”.

Acto seguido me abrazó como nunca lo había hecho y yo sentí en ese abrazo, que tanto anhelé desde
pequeño, la expresión de un amor que pocas veces había sentido con gestos y con palabras, aunque si
con hechos, pero que deseoso de cariño paterno alguna vez puse en dudas por lo adusto del señor.
Sin soltarme, con ambas manos en mis hombros me sacudió y sonrió satisfecho. Yo también le
sonreí, bajé la cabeza, volví a abrazarle y así llegamos hasta el comedero, donde mamá nos tenía
servido un sabrosísimo “morir soñando” con toronjas de Polo.

Por seguridad me trasladaron a casa de tía Felicia en el Barrio de Mejoramiento Social. Ya en la


cama, en mis pensamientos volví al escenario que había dejado atrás, y las palabras del discurso del
Coronel Caamaño retumbaron en mis oídos: “No pudimos vencer, pero tampoco pudimos ser
vencidos. La verdad auspiciada por nuestra causa fue la mayor fuerza y el mayor aliento para
resistir. ¡Y resistimos! Ese es nuestro triunfo porque sin la tenaz resistencia que opusimos, hoy no
pudiéramos ufanarnos de los objetivos logrados. Nosotros cedimos, es cierto, pero ellos, los
invasores que vinieron a impedir nuestra revolución, a destruir nuestra causa, tuvieron que ceder
también ante el espíritu revolucionario de nuestro pueblo.”

Escuchándolo me quedé dormido, terminando así ese memorable e inolvidable 13 de septiembre de


1965.

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