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La rosa de la nada

Escoto Erígena y la manifestación de lo invisible


Olivier Boulnois*

Uno de los más bellos poemas de Paul Celan es aquel que ha dado título a la
colección Niemandsrose, La rose de personne. Este poema lleva un título
eminentemente religioso porque se titula “Salmo”. Es un salmo paradójico, que no
implora ningún rescate divino, ni proclama ninguna gloria de Dios, sino que afirma
simplemente la nada. Se puede leer al mismo tiempo como la inversión del texto del
Éxodo 3, 14, “Yo soy el que soy”, y de su interpretación neotestamentaria: “aquel que
es, que era y que será” (Apocalipsis 1, 8).
Ein Nicht
Waren wir, sind wir, werden
Wir bleiben, blühend:
Die Nichts, die
Niemandsrose.

Una nada
Éramos, somos,
Quedaremos, en flor:
La rosa de la nada, la
Rosa de nadie1.

No somos nada, nunca hemos sido nada y permaneceremos en la nada. Pero


como la rosa sin porqué de Angelo Silesius, florecemos porque florecemos.
Aparecemos de la nada, sin poder ser, sin llegar a la personalidad.
He tomado este poema para epígrafe, porque precisamente, Juan Escoto es un
pensador de la nada por excelencia. No ciertamente como la pura privación evocada por
Celan, sino como una trascendencia sobreeminente. En efecto, Juan Escoto piensa a
Dios como nada. “Me parece que este término designa la claridad inefable,
incomprensible e inaccesible de la divina bondad, desconocida a todo intelecto, sea
humano, sea angélico –ella está en efecto encima de la esencia (superessentialis) y de la

* Traducción del francés del artículo “La Rose du Néant. Scot Erígène et la manifestation de l’invisble”,
de Olivier Boulnois, publicado en: Philosophie et Théologie chez Jean Scot Erigène, Isabelle Moullin
(ed.), Paris, Vrin, 2016, pp. 55-82, realizada por Soledad Ale para la cátedra de Historia de la Filosofía
Medieval de la UNT, febrero de 2018.
1
Paul Celan, “Psaume”, La Rose de personne, 1963.
naturaleza (supernaturalis). Si la pensamos en sí misma, no podemos decir de ella ni
que ella es, ni que ella era, ni que ella será. Ella no es en ningún existente, porque les
excede a todos.”2 Sin dudas pensar a Dios fuera del ser es una de las apuestas de la
filosofía contemporánea. Pero ya era el centro del pensamiento de Juan Escoto. Para él,
Dios se manifiesta, Dios florece fuera del ser.
En la medida en que el fin no es nada sin el camino al que le conduce, ¿qué es lo
que el acto de considerar a Dios fuera del ser cambia al pensamiento? ¿Cuáles son
entonces las consecuencias del pensamiento de la nada sobre el concepto de Dios?
¿Sobre el camino teológico y filosófico? ¿Sobre el concepto de lo divino?
Examinaré con este fin cinco cuestiones: 1. Si Dios es nada, ¿qué significa su
carácter de incognoscibilidad? 2. Si Dios es absolutamente sin forma, ¿la visión
bienaventurada es posible? 3. Si Dios es absolutamente invisible, ¿cómo comprender el
concepto de revelación, o de manifestación de Dios? 4. Si Dios se manifiesta en las
imágenes, ¿cuál es el lugar del símbolo y del mito en las Escrituras? 5. Si no conocemos
a Dios sino a través de representaciones, ¿nuestras representaciones de Dios son
figurativas o no figurativas?
De la nada de Dios a la incognoscibilidad de Dios
Si Dios es nada, ¿cómo comprender su incognoscibilidad? ¿Él es incognoscible
para nosotros solamente, o también en sí? Y a la inversa, ¿qué es lo que un pensamiento
tal cambia al conocimiento de sí?
Juan Escoto es el teórico de un acuerdo fundamental entre razón y religión. No
duda en señalar que en Agustín mismo, el principio: “la verdadera filosofía, es la
verdadera religión”, puede invertirse especulativamente: “la verdadera religión, es la
verdadera filosofía”3.
Ello sin embargo plantea el problema de la validez del lenguaje religioso, y en
particular de los predicados atribuidos a Dios: si Dios está más allá de todo, ¿los
nombres divinos no son vanos? Para Juan Escoto, el lenguaje y sus categorías no

2
Juan Escoto Erígena, Peri. III, 680 CD; cf. E. Jeanneau, “Néant divin et théophanie (Erigène disciple de
Denys)”, Langages et philosophie. Hommage à Jean Jolivet, ed. A. de Libera, E. Elamarani-Jamal, A.
Galonnier, Paris, 1997, p. 331-337.
3
Juan Escoto Erígena, Praed., p. 5: “Porque si, como dice san Agustín, creemos y enseñamos –aquello
que es el comienzo de la salvación de los hombres- que la filosofía, es decir, el amor a la sabiduría, no es
otra cosa que la religión, (…) ¿qué es tratar la filosofía, sino exponer las reglas de la verdadera religión,
por la que veneramos humildemente y examinamos racionalmente a Dios, la causa soberana y principal
de todas las cosas? Deducimos de ahí que la verdadera filosofía es la verdadera religión, y
recíprocamente, que la verdadera religión es la verdadera filosofía.” (Juan Escoto cita aquí a Agustín, La
verdadera religión, 1, 1; BA 8, 22). El primado de la razón es afirmado igualmente en el Periphyseon:
“Todo tipo de autoridad que no es confirmada por una razón verdadera parece ser débil. (…) Me parece
que la autoridad verdadera no es otra que aquella que coincide con la verdad descubierta en virtud de la
razón, incluso si se trata de una autoridad recomendada y transmitida por los santos Padres para la
posteridad” (Peri. I, 513 BC). Ver también: “Que ninguna autoridad te intimide ni te distraiga sino
aquella que te hace comprender la persuasión obtenida por una contemplación recta y racional. En efecto,
la autoridad auténtica no contradice jamás la justa razón, no más que esta última no puede jamás
contradecir una verdadera autoridad. La una y la otra provienen sin ninguna duda de una única fuente, que
es la sabiduría divina.” (Peri. I, 511 B). Y el comentario de B. Goebel, “La autoridad viene de la razón.
La teología como filosofía en Juan Escoto Erígena (810-877) y la cultura carolingia”, Philosophie et
Théologie au Moyen Âge, Anthologie, tome II, O. Boulnois (dir.), Paris, Cerf, 2009, p. 89-95.
pueden significar a Dios de manera adecuada. Lo que conocemos no es lo que Dios es,
sino solamente lo que él no es, puesto que todo conocimiento es a la medida de nuestra
experiencia de lo creado. En lugar de una teología afirmativa, de un discurso positivo
sobre la divinidad, Juan Escoto defiende una teología de la eminencia, que combina y
luego excede la afirmación y la negación, a fin de indicar la trascendencia de Dios4.
Incluso la esencia de cada cosa escapa a nuestro saber: estando nuestro conocimiento
determinado por el espacio y por el tiempo, aquel que conoce no puede percibir la
esencia de la cosa en sí: todo lo que conocemos, es en nosotros mismos lo que vemos.
Solo Dios puede conocer la esencia de las cosas en su razón (su logos): “Ninguna
sustancia o esencia de una creatura visible o invisible puede ser comprendida por el
intelecto o la razón”5. Sobre el plano de lo finito, ninguna ciencia del ser es posible.
¿Esta imposibilidad se refleja sobre la ciencia de Dios? ¿Una teología es
posible? En primer lugar, Dios está más allá del ser, no está sujeto a las categorías que
se predican del ser. Tampoco hay ciencia de Dios por Dios, no hay entonces más
conocimiento de Dios por el hombre: “Dios no se conoce en lo que él es (quid est),
porque no es una cosa cualquiera (quid)”6. Para ser cognoscible, es necesario ser alguna
cosa, pero Dios no es una cosa. Él es nada. Ein Nichts. “¿Cómo entonces la naturaleza
divina podría ser pensada en lo que es (quid sit), puesto que no es nada? Ella supera en
efecto todo lo que es, porque no es ella misma ser, sino que todo ser es por ella, que
excede eminentemente toda esencia y toda sustancia en virtud de su excelencia. (…)
Dios no se conoce entonces en lo que él es, porque no es alguna cosa, y permanece
incomprensible en lo que es, a la vez para él mismo y para todo intelecto” 7. Juan Escoto
subraya la imposibilidad de toda ciencia divina de Dios: Dios es incognoscible en sí,
incluso para sí mismo.
Puesto que toda ciencia supone una definición, una forma, un límite: “Si Dios se
conociera a sí mismo en lo que él es (quid sit), ¿no se definiría él mismo? Porque todo
lo que podemos pensar que él es, puede ser definido por sí mismo o por otro. Y si Dios
no podría ser definido por la creatura, sino que podría serlo por sí mismo, no sería más
universalmente infinito, sino particularmente, -o, en otros términos, sería finito por sí e
infinito por la creatura”8. Dios es por esencia más allá de toda inteligibilidad, y no en
razón de un límite inherente al acto de pensar: es incognoscible para sí mismo porque es
incognoscible en sí.
Como lo señala una nota marginal, probablemente autográfica, en el margen de
un manuscrito de trabajo de Juan Escoto, este primado de la negatividad se inspira en
Máximo el Confesor. Aquél afirmaba: “Todo lo que está alrededor de la esencia, no
manifiesta lo que ella es (ti estin, quid est), sino que muestra lo que ella no es (ti ouk
estin, quid non est), como ‘inengendrado’, ‘anarkhon’ (es decir, sin principio),
‘infinito’, ‘incorpóreo’ y todo lo que es de este tipo, alrededor de la esencia, muestra lo
que no es (to ti mè einai, quod quid non esse), pero no aquello que es (to ti einai autèn,

4
Juan Escoto se inspira sobre este punto en Dionisio, Los nombres divinos VII, 3 (PG3, 872 A; trad. fr.
M. de Gandillac, Oeuvres complètes du Psuedo-Denys l’ Aréopagite, Paris, Aubier, 1943, p. 145).
5
Peri. I, 443 B.
6
Peri. II, 589 B. Ver J. –C. Bardout y O. Boulnois, Sur la Science divine, P.U.F., Paris, 2001, p. 19-20.
7
Peri, II, 589 B. Ver J. –C. Bardout y O. Boulnois, Sur la Science divine, op. cit., p. 19-20.
8
Peri, II, 587 BC.
quia quid esse)”9. Así, las negaciones no permiten de ninguna manera identificar lo que
es divino, sino que se limitan a descartar los atributos que no le convienen: “las
negaciones significan lo divino, no en lo que es, sino en lo que no es”10.
Por la intervención de Dionisio, Juan Escoto se basa en la teología simbólica
elaborada por Proclo11. Aquella se funda en la idea de que todo lo que es sensible está
mezclado de semejanza y desemejanza. Estando Dios separado, absolutamente
trascendente y sin semejanza, no se lo puede conocer más que por la vía de la
desemejanza. Pero la imagen, como todo aquello que es sensible, es tomada en una
contradicción entre la semejanza y la desemejanza hacia el modelo. Aquello que ya
señalaba el Cratilo de Platón (432 c): la imagen perfecta de Sócrates sería otro Sócrates;
la pura semejanza se resorbería en la identidad absoluta de un modelo, igual a él sólo.
Por la vía afirmativa, el Principio divino permanece así totalmente fuera de alcance.
Toda imagen un todo pensamiento que pretenda ser adecuada sería engañoso. En
cambio, el Principio puede aparecer por una vía negativa, a través de una mezcla de
semejanza y desemejanza. No aparece jamás en sí mismo, sino siempre en la alteridad,
en una revelación mezclada con violencia, que exige siempre un trabajo de
interpretación. Así, la imagen disímil no nos engaña, puesto que ella no pretende ser
adecuada. Pero Proclo va más lejos aún: cuanto más disímil es la imagen, más nos
reenvía al original. Esto es lo que justifica la mitología: los mitos “imitan la cualidad
sobreeminente de los modelos, fabricando copias de lo divino producidas a través de
expresiones más alejadas de lo divino (…). Ellas muestran por la naturaleza contraria
aquello que, en los dioses, sobrepasa la naturaleza, por lo contrario a la razón aquello
que es más divino que toda razón, por los objetos presentados a nuestros ojos como feo
aquello que trasciende en simplicidad toda belleza particular”12. Lo simple es
manifestado por lo múltiple, aquello que excede toda forma es manifestado por lo
informe, aquello que está más allá de naturaleza por aquello que es monstruoso, aquello
que trasciende toda razón por aquello que es absurdo, la belleza por la fealdad. Es un
fenómeno oximorónico: “Todo que es pensado y sentido no es nada sino la aparición de
lo que no aparece, la manifestación de lo escondido, la afirmación de lo negado, la
comprensión de lo incomprensible, el discurso de lo inefable, el acceso de lo
inaccesible, la intelección de lo ininteligble, el cuerpo de lo incorpóreo, la esencia de lo
super esencial, la forma de lo informe, (…) el espesamiento (inccrassatio) de lo

9
Máximo el Confesor, Ambiguorum Liber, & 34 (PG 91, 1288 B); traduzco y cito entre paréntesis la
traducción efectuada por Juan Escoto, Ambigua ad Joannen juxta Ioannis Duns Scoti Eriugenae latinem
interpretationem XXX, 9-13 (ed. E. Jeauneau, Corpus Chistianorum Series Graeca [CCSG] 18, Turnhout,
Brepols, 1988, p. 167); la traducción palabra por palabra vuelve necesario recurrir al griego para traducir
el latín.
10
Máximo el Confesor, Ambiguorum Liber, & 34 (PG 91, 1288 C), trad. de Juan Escoto, Ambigua XXX,
19-20 (CCSG 18, 167-168).
11
Dionisio habla de una teología simbólica, pero o bien esa obra se ha perdido o bien sólo ha sido
proyectada. Sin embargo, la teología simbólica como disciplina ha sido ya teorizada por Proclo. Cf. O.
Boulnios, “Théologie symbolique”, Diccionarie du Moyen Âge, bajo la dirección C. Gauvard, A. de
Libera y M. Zinc, Paris, P.U.F, 2002, p. 1383-1384, y “Qu’est-ce que la théologie symbolique?”, Lire le
monde au Moyen Âge, Reveu des sciences philosophiques et thélogiques, 95 (2011/2), p. 217-250.
12
Proclus, In Rempublicam 77, 13 ss.; trad. fr. A. J. Festugière, Commentaries sur la République, Paris,
Vrin, 1970, p. 94 ss.
espiritual, la visibilidad de lo invisible, la locación de lo sin lugar, la definición de lo
infinito, la temporalización de lo intemporal, la circunscripción de lo incircunscripto”13.
Por consecuencia, el Principio se manifiesta a través de la desemejanza, no a
pesar de ella, sino gracias a ella. “Los ‘aunque’ son siempre los ‘porque’
desconocidos”, decía Proust14.
En suma, Dios es absolutamente invisible e incomprensible en sí (y no
solamente por nosotros): “La esencia divina no es comprensible en ella misma (per
siepsam) por ningún sentido corporal, por ninguna razón, ni por ningún intelecto,
humano o angélico”15. La visión de Dios no es accesible a un sentido corporal. Pero
tampoco lo es a los ángeles, puras inteligencias, ni a los hombres después de la
resurrección, cuando habrán encontrado un estado igual a los ángeles. El motivo reposa
sobre la naturaleza misma del objeto a ver: en sí mismo, Dios no es ni visible, ni
concebible –él es sin forma, más allá del ser y del pensamiento, como dice Dionisio
siguiendo a Proclo: para Proclo “todo el peso de la manifestación” reposa “sobre la sola
desemejanza”16. Si Dios es incognoscible, también es invisible.
Pero si el alma humana es imagen de Dios, no puede ser sino una imagen
invisible. No se relaciona con Dios sino por este oxímoron. Repensando a Gregorio de
Nisa sobre la idea de que Dios tiene una esencia infinita17, Juan Escoto contrasta el
dinamismo espiritual que tiende hacia la unión y la visión de Dios, de una parte, y la
trascendencia de un Dios separado e inalcanzable, de otra parte. Así puede afirmar que a
la infinidad plena propia de Dios, responde una infinidad de capacidad, de deseo y de
progreso, que es propia del hombre. Y de manera correspondiente, su imagen, el alma
del hombre, es también indefinible (como lo decía aún Gregorio de Nisa), porque ella
está indefinidamente en la búsqueda de un infinito que escapa siempre de sus capturas.
O incluso, el alma es sin forma ni esencia, y es precisamente en eso que consiste su
semejanza con Dios; sólo lo sin-forma se parece a aquel no tiene forma: “La noción de
hombre en el pensamiento (mens) divino no es nada de todo eso. Allá arriba, ella es una
noción simple, de la cual no se puede decir ni que es esto, ni que es aquello, porque
excede toda definición y toda colección de partes, ya que podemos predicar que ella es
(esse), pero no tiene sentido predicar aquello que ella es (quid sit). Porque la sola y
verdadera definición esencial (oysiades) es aquella que se limita a afirmar el ser (esse),
pero que no niega lo que ella es (quid sit)”18. El hombre es una imagen paradójica: para
ser fiel al original (Dios), necesita ser una imagen sin forma, sin figura, sin esencia19.

13
Peri, III, 663 AB.
14
M. Proust, À l’ombre des jeunes filles en fleur, À la recherche du temps perdu, ed. P. Clarac, “Pléiade”,
Paris, Gallimard, I, 1954, p. 438.
15
Peri, I, 447 C.
16
J.- L. Chrétien, Lueur du secret, Paris, Éditions de Lerne, 1985, p. 145; cf. J. Troullard, “Les
fondements du mythe selon Proclos”, Le Mythe et le Symbole. De la connaissance figurative de Dieu, ed.
S. Breton, D. Dubarle, J. Greisch, Paris, Beauchesne, 1977, p. 11-37.
17
Ver B. Mc Ginn, “The negative element in the anthropology of John the Scot” en Jean Scot Érigene et
l’histoire de la philosophy, Paris, Éditions du CNRS, 1977, p. 315-325.
18
Peri, IV, 768 C. Cf. IV, 771 A: la sustancia del hombre “conserva sin embargo su incompresibilidad”,
cf. 771 C.
19
Ver B. Mc Ginn, “The negative element in the anthropology of John Scot”, en Jean Scot Érigene et la
histoire de la philosophie, Paris, Éditions du CNRS, 1997, p. 315-325.
La esencia divina no es pues comprensible por nadie: ni por Dios mismo, ni por
la inteligencia angélica, ni por la razón humana. Y la esencia del hombre no lo es
tampoco.
De la incongnoscibilidad de Dios a la invisibilidad absoluta
Sin Dios es absolutamente incognoscible, ¿es posible la visión de Dios? Esta es
a la vez aquello a lo que el hombre aspira, en el nombre de la trascendencia de Dios
(“Nadie puede verme y vivir”, Éxodo 33, 20).
En el siglo IX, un debate sobre la posibilidad de una visión de Dios en el más
allá ha opuesto a los teólogos: ¿hay que tomar el sentido propio o en sentido figurado el
pasaje del libro de Job donde es dicho “en mi carne, veré a mi Dios” 20? Gottschalk
defiende la idea de una visión corporal de Dios, mientras que Loup de Ferrières y
Hincmar de Reims niegan esa hipótesis21. Por detrás de este debate se perfila la
autoridad de Agustín, comparada a aquella de Dionisio: Agustín afirma la posibilidad de
una visión intelectual de Dios en la visión beatífica, pero no aquí abajo, mientras que
Dionisio sostiene la invisibilidad absoluta de Dios, lo que quiere decir que sólo tenemos
que lidiar, aquí abajo, con teofanías, las manifestaciones finitas de Dios, proporcionales
a nuestro grado de perfección y a nuestra capacidad de conocerlo22. El concepto de
teofanía presenta la manifestación de Dios como una donación de origen divino,
propone entonces una conciliación entre las categorías griegas de la intelección
(proporcional a la capacidad del vidente), y las categorías judías de la libre revelación
(de Dios por sí mismo).
Para Agustín, la visión espiritual condiciona la visión sensible, y la visión
intelectual, la visión sensible como la visión espiritual. Sin la imagen en el alma, los
sentidos no podrían percibir los objetos exteriores, mientras que la recíproca no es
verdadera: la visión espiritual puede producirse sin visión corporal, mientras las
imágenes de los cuerpos aparecen en el espíritu (in spiritu) en la ausencia de cuerpos23.
Y sin las nociones espirituales, las imágenes espirituales serían imposibles. El tercer
tipo de visión es entonces la condición de las otras dos. Por consiguiente, para Agustín,
la cima del alma es de orden intelectual, y más allá de la imagen. En su progresión, el
espíritu recorre todos los grados de las visiones espirituales para arribar a la cima de la
visión, a su forma perfecta, la visión intelectual evidente et infalible: “La visión
intelectual no falla (non fallitur)”24. La visión intelectual es “la inefable visión de la
verdad”, la presencia transparente de lo inteligible al intelecto, una evidencia sin
imagen. –Según Agustín, también es posible “ver” lo invisible, por una visión

20
“In carme mea, videbo Deum meum” (Job 19, 26); ver P. Richard “De ma chair, je verrai Dieu”,
Relecture contemporaine d’un texte carologien sur la vision béatifique”, en Lire le monde au Moyen Âge,
Reveu des sciences philosophiques et théologiques 95, 2011, p. 287-301.
21
Loup de Ferrières, Correspondance, “Au moine Gottschalk” (ed. y trad. Francesa L. Levillain, Paris,
1964, t. 2, p. 42-54). Ver también el tratado De videndo Deo (842), atribuido a Raban Maur (PL 112,
1281-1282). Cf. M. Cappuyns, “Note sur le problème de la visión béatifique au XI siècle”, Recherches de
théologie annciene et médiévale 1, 1929, p. 104-106.
22
Cf. E. Falque, “Jean Scot Érigène: la théophanie comme mode de la phénoménalité”, Revue des
sciences philosophiques et théologiques, 86, 2002, p. 387-421.
23
Spiritus designa aquí un soplo corporal, el pneuma de los estoicos, distinto de la mens (alma o espíritu
pensante).
24
Agustín, Génesis en sentido literal, XII, 14, 29. Cf. XII, 14, 30.
puramente intelectual. Ella implica un largo camino noético, por el que el alma se
desprende de las imágenes y se concentra sobre su actividad más interior y más
inteligible. Ella “descubre [al final] de qué luz ella es bañada (quo lumine
aspergeretur)”25.
Por otra parte, Agustín, Dios es sin imagen adecuada, a excepción del Hijo.
Tiene una forma, pero es una forma inteligible. Reconocemos entonces a Dios en su
invisibilidad: “A Dios, jamás nadie lo ha visto”, porque la plenitud de la divinidad, que
reside en Dios, nadie jamás la ha percibido, nadie la ha comprendido por el espíritu o
los ojos –en efecto, “ser visto” se vincula con los ojos. Entonces cuando luego se añade
“el Hijo único lo ha conocido (enarravit)” [Juan 1,18], ello designa una visión de los
espíritus más que de los ojos. En efecto, la forma (species) es vista, pero la potencia
(virtus) es dicha; la primera es comprendida por los ojos, la segunda por el espíritu”26.
Dios es incomprensible; él es igualmente invisible. Pero en Dios, los Hijos presentan un
verbo (o concepto), que puede ser pensado por la inteligencia, y una imagen o una
forma, que por lo tanto no puede ser vista. Hablar de la visión de Dios es pues usar una
metáfora: aquí, ver, no es acceder a una visión sensible de la forma divina, sino a la
captura intelectual de su Verbo.
Para Juan Escoto, que bebe de las dos fuentes, la posición de Agustín se opone a
la de Dionisio. Es precisamente esta a la que decide vincularse. Para Erígena, la visión
de Dios es inaccesible a los sentidos (contra Gottschalk), e incluso a un intelecto puro
(según Dionisio y contra Agustín). Es imposible ver la esencia divina en una forma
inteligible, como lo creía Agustín: Dios no tiene forma, y tal visión no es sino la
metáfora de un acto intelectual, mientras que Dios está más allá del intelecto. Ver a
Dios, no es pues contemplar su esencia, sino considerar una teofanía; pero lo que
aparece, son sus creaturas, visibles e invisibles; y por tanto, a través de ellas, es Dios
quien se manifiesta. Como Gregorio de Nisa en la Vida de Moisés, Juan Escoto muestra
que Dios está más allá de su manifestación; si no comprendemos que la teofanía
permanece debajo de Dios, lo transformamos en un ídolo27.
Hablando de teofanía, Juan Escoto pone el acento sobre el origen divino de la
visión, de la cual el hombre no es sino el receptor. Ella es una manifestación finita, la
aparición de Dios en aquello que él no es. Juan Escoto comenta así el texto de Dionisio:
“Es como si dijera para convencernos: si el secreto de Dios, nadie lo ha visto ni lo verá,
¿cómo alguien podrá afirmar que las teofanías no son manifestadas o se manifestarán
inmediatamente, por la divinidad, a ciertos santos? Las teofanías son manifestadas y se
manifestarán a los santos: no es entonces por ellos mismos, sino por la economía
(administratio) de los ángeles, que ellas fueron, que son y que serán. Es esta
comprensión que sostiene Ambrosio y Agustín en su exposición de la frase del
Evangelio: “A Dios, jamás nadie ha visto”; porque aquello que sigue: “el Hijo único,
que está en el seno del Padre, lo expresa” (Juan 1, 18) no lo obstaculizará. En efecto, no

25
Agustín, Confesiones, VII, 18, 23.
26
Agustín, La visión de Dios, &18 (Trad. J. Lagouanère, Paris, Seul, 2010, p. 60-65), citando Ambrosio,
Sur saint Luc 1,25 (SC 45,59).
27
Gregorio de Nisa, Vida de Moisés, II, 165: “Todo concepto formado por el entendimiento para intentar
de alcanzar e identificar la naturaleza divina no logra sino formar un ídolo de Dios, no a hacerlo
conocido” (trad. J. Daniélou, Paris, Cerf, 1968, SC 1, 213).
es por sí mismo, es decir por su propia divinidad, que hay que creer que él se
manifiesta, sino por la criatura que le es sumisa”28. Erígena concluye con Dionisio
(contra Agustín) que la esencia no se manifiesta en sí, sino en la criatura finita, por un
intermediario, donde se encuentran la transparencia y el obstáculo, la interposición y la
mediación. Esta forma que Dios no es, es transmitida por la jerarquía de los ángeles,
según la economía divina, y no según una teología de la esencia. La tensión económica
de la revelación cristiana (entre el Antiguo y Nuevo Testamento, o entre judaísmo y
paganismo) ha sido totalmente reabsorbida: el intelecto deviene el lugar de la revelación
divina, es decir también la vía de su encarnación.
Juan Escoto saca todas las consecuencias de la posición de Dionisio. La esencia
divina es para siempre inaccesible, pero siempre dada en las teofanías. No existe visión
inmediata, sino una pluralidad de teofanías, porque Dios se revela en una forma finita,
extranjera, y por la mediación de los ángeles. Las teofanías aparecen en la economía de
lo visual –en la administratio de los ángeles que (re)presentan una forma finita de un
Dios infinito y sin forma. Dios se revela entonces en la forma que él no es. La teofanía
funda una iconología negativa.
Este análisis se enfrenta a primera vista a una autoridad bíblica: “le veremos cara
a cara” (I Corintios 13, 12). Pero el versículo debe ser interpretado teológicamente, en el
sentido de mantener la trascendencia, según el espíritu de la filosofía de Proclo (y
Dioniosio): el “rostro” de Dios que percibimos no es otro que aquel que él nos revela;
no es lo infinito de su esencia, sino una mediación finita de su potencia trascendente:
“Llamo rostro a una cierta aparición comprensible de la potencia divina al intelecto
humano, [potencia] que no es contemplada en sí misma por ninguna criatura”29. Esta
forma merece bien el nombre de rostro, porque indica el frente que Dios vuelve a cada
hombre proporcionalmente a su grado de perfección. Todas las manifestaciones son de
la misma naturaleza, incluso si son de grados diferentes. Hay entonces una continuidad
entre la visión de Dios a la que llegan los bienaventurados y aquella alcanzan los
condenados: “Para los unos y los otros [los bienaventurados y los condenados] las
apariciones (phantasiae) serán como ciertos rostros expresados. Pero para los justos,
serán los rostros de las contemplaciones divinas; porque no es por sí mismo (non per
seipsum) que Dios será visto, sino por ciertas apariciones de él mismo, correspondientes
a la altura de la contemplación de cada santo”30. Esta teología de la proporcionalidad
integra precisamente la racionalidad filosófica griega (la visión es proporcional a los
méritos), en el seno de una lógica escrituraria (la revelación viene de Dios).
Dios no es visto por sí mismo, sino por una forma sensible. En consecuencia,
todo encuentro del hombre con Dios se hace en la phantasia –la “imaginación”, es decir
la función de presentación de los fenómenos al alma de una imagen. La teo-fanía
supone una doctrina del aparecer (phanein), es decir, de la phantasia: “La fantasía es
una cierta imagen y una cierta aparición de lo visible o de lo invisible impreso por una

28
EIC IV, 392-418, p. 75; cf. Ambrosio, Expositio Evangelii secundum Lucam I, 24-27 (ed. M. Adriaen,
CCL 14, 18-20; PL 15, 1543-1545); Agustín, Epistula 147 (De videndo Deo) 17-18 (ed. A. Goldbacher,
CSEL 44, p. 288-292; PL 33, 603-604; trad. J. Lagouanère, La visión de Dieu, p. 60-65).
29
Peri. V, 926 CD.
30
Peri. V, 945 C.
especie en la memoria”31. Ella es una “aparición en imagen” que sobrepasa el simple
concepto de imaginación; de una parte, tiene un origen objetivo (ella es la manifestación
de un fenómeno, y no la fabricación de una ficción); de otra parte, su origen puede ser
tanto visible como invisible. En el primer caso, se trata de una representación sensible:
siendo inaccesible la esencia de la cosa en sí, es necesario que una manifestación
parezca la cosa para proporcionar la imagen. Pero en el segundo caso, la phantasia es la
aparición visible de una forma invisible, una suerte de encarnación de los inteligibles:
las fantasías dan a ver las formas “como espesado en ciertos cuerpos”32. Y es de sí
mismo que lo inteligible se vuelve visible en la imagen mental, la phantasia.
La imaginación tiene una parte siempre relacionada con el deseo. No más que
las imágenes finitas de Dios no agotan nuestro conocimiento, ellas no sacian el deseo,
sino que lo redoblan: “cada criatura racional o intelectual deseará y buscará eternamente
y sin fin ver a Dios. Pero porque el Dios que la creatura racional o intelectual busca es
un Dios infinito, la creatura racional o intelectual deberá entonces necesariamente
buscarlo por una búsqueda infinita.33” El espíritu desea a Dios para alcanzarlo, y lo
alcanza para desearlo todavía.
La doctrina de la teofanía reposa entonces sobre la doctrina de la épectase, cara a
Gregorio de Nisa34: dado que aquello que el alma “busca y desea (…) permanece
infinito e incomprensible a toda creatura, necesariamente ella [el alma] lo busca
siempre, y ella es siempre movida por aquello que busca. Y de una manera
sorprendente, de alguna manera ella encuentra aquello que busca, y en alguna manera
no lo encuentra, porque no puede ser encontrado. Ella encuentra a Dios en las teofanías,
pero no llega a encontrarlo en una contemplación de la naturaleza divina tomada en sí
misma”35. El movimiento no es jamás completado. Cuanto más el alma alcanza a Dios,
más le busca; más íntimo se vuelve Dios, y ella más lo conoce trascendiendo. Sólo esta
tensión infinita puede mantener la diferencia entre un Dios infinitamente trascendente y
su creatura, entre la donación reveladora y su recepción, entre la realización
escatológica de la salvación y el alcance progresivo de ella.
La teofanía, manifestación de lo invisible36

31
Peri. V, 962 C; cf. J. Cl. Foussard, “Apparence et apparition: la notion de “phantasia” chez Jean Scot”,
Jean Scot Érigène et l’histoire de la philosophie, Paris, Éditions de CNRS, p. 337-348.
32
Peri, III, 657 D: “Phantasiis veluti quibusdam corporibus incrassatos”. Al contrario, los nombres
“subsisten en sí mismos en la simplicidad de su naturaleza incorporal que permanece aun desnuda de todo
fantasma”.
33
EIC. VI, 1, p. 87-88. Juan Escoto se inspira aquí de la “epectase” de Gregorio d Nisa; cf. M.
Cappunyns, “Le “De imagine” de Grégoire de Nysse traduit par Jean Scot Érigène”, Recherches de
Théologie Ancienne et Médiévale 32, 1965, p. 205-262, aquí, p. 240-244.
34
Gregorio de Nisa, Vida de Moisés, & 233: “Es en aquello que consiste la verdadera visión de Dios, en
el hecho que aquel que eleva los ojos hacia Él no cesa jamás de desearlo”, trad. fr. De J. Daniélou, Paris,
1968 (SC 1, 267); Homilias sobre el Cantar de los Cantares XII: “El hombre que desea ver a Dios quiere
aquello que busca en el hecho mismo de seguirlo siempre; la contemplación de su rostro, es la marcha sin
cesar hacia Él, que es exitosa si marchamos siguiendo al Verbo.” (trad. C. Bouchet, Le Cantique des
cantiques, Paris, Migne, 1992, p. 246).
35
Peri, V, 919 C.
36
Estas observaciones retoman y profundizan mis análisis en Au-delà de la image. Une archéologie du
visuel au Moyen Âge (V-XVI siècles), Paris, Seuil, 2008, p. 140-171.
Si Dios es nada, si es invisible e incognoscible, ¿cómo comprender el concepto
de manifestación de Dios? ¿Es una revelación posible? ¿Se puede pasar del mundo
visible? ¿Se puede pasar de las imágenes? Es el problema de la relación entre phantasia
y theophania.
Toda manifestación de Dios (teofanía) es una suerte de phantasia: “la esencia
divina por sí misma es incomprensible, pero, unida a la creatura intelectual, aparece de
una manera prodigiosa”37. Henos aquí en las antípodas de Agustín, que afirmaba el
acceso a Dios en una visión transparente de su esencia, y que negó todo fantasma y toda
sensibilidad en este acto inteligible. Para Juan Escoto, Dios es alcanzado “en los espejos
de la imagen de Dios (in speculo divinae phantasiae)”38- lo que traduce el griego
teofanía (theou phania)39. Ver a Dios cara a cara es imposible; es precisamente por qué
es necesario rehabilitar la imagen. Toda visión de Dios pasará por una imagen: una
forma finita, distinta de él, pero necesaria para alcanzarlo. De este hecho, la ruptura
metafísica entre lo sensible y lo inteligible es superada: lo uno y lo otro se manifiestan
en la misma meditación imaginativa. El modo de nuestro conocimiento no hace sino
reflejar la continuidad de la naturaleza: la esencia divina deviene cuerpo en la naturaleza
e imagen en el espíritu.
Pero recíprocamente, toda phantasia es una teofanía. Porque toda realidad
creada es una imagen de Dios. No hay ruptura, sino una continuidad entre la visión del
más allá y la visión de Dios aquí abajo. Ambas captan a Dios a partir de las figuras que
lo cubren. La belleza inteligible es percibida en las formas inteligibles como a través de
las realidades sensibles: “La belleza angelical es imitada, todo lo posible, en las figuras
y los símbolos sensibles. El Señor Jesucristo les enseña por la presencia de su
contemplación, nos educa incluso por los símbolos, hasta que alcancemos la unidad”40.
La desemejanza está presente en lo sensible y lo inteligible, en grados diversos, y ella
no desaparecerá totalmente mientras no seamos totalmente unificados por su unión a la
divinidad. Pero es precisamente eso lo que salva: las imágenes, o teofanías, son el lugar
de la manifestación. El símbolo es una hierofanía, una manifestación de lo sagrado. La
unificación suprema ha devenido accesible. En lugar de la tensión entre la letra y el
espíritu, que caracteriza en Pablo una oposición entre la Ley y el acontecimiento de la
salvación, Juan Escoto propone una hermenéutica donde la letra deviene símbolo, es
decir signo sensible que contiene en sí mismo el Espíritu. Y la creatura misma, devenida
fantasía, es a su vez escritura viviente de Dios.
Hay entonces una equivalencia entre phantasia y theophania, la primera insiste
sobre el acto, la segunda sobre el contenido de la manifestación: “las fantasías, quiero
decir las teofanías (phantasias, imo etiam theophaneias), porque no hay que dudar que
todo lo que es formado en la memoria a partir de la naturaleza de las cosas, deben su
origen a Dios”41. Dios está presente en todas las cosas42. La diferencia entre descifrar el

37
Peri. I, 450 B.
38
Peri. V, 946 A –que es una glosa sobre 1 Cor 13, 12 (“per speculum et in aenigmate”).
39
Igualmente traducido “divina uisio”, “divina aparitio”, (EIC, 246 y 251, p. 7, “Dei apparitio uel Dei
illuminatio” (IV, 480-481, p, 77; cf. Peri, I, 446 D: “Qui modus a graecis theopania (hoc est dei
apparitio) solet appellari”, p. 9.
40
EIC, VIII, 547-558, p. 133.
41
Peri. III, 661 B.
42
Peri. III, 683 C: “omnia in omnibus”.
mundo y conocer a Dios no es pues una diferencia de naturaleza, sino de grado. El
mundo es la letra de Dios, un espacio alegórico infinito, lleno de su Espíritu. El ser en
su conjunto es una teofanía. El mundo es una metáfora divina, que nos reconduce a su
fundamento si lo sabemos descifrar43.
Por lo tanto, atenerse a la phantasia, como si ella no fuera manifestación de
alguna cosa, y en último análisis manifestación de Dios (teofanía), es repetir el error de
la idolatría. Es atenerse a la imagen sin el original, a los fantasmas vanos y falsos,
porque separados de la verdad. Es entonces una falta. Pero la falta contiene en sí misma
su castigo: aquellos que se atienen a los fantasmas sólo tendrán lo que tienen- los
fantasmas (phantasmata) vacíos, sin consistencia44. La pena consistirá pues para el
hombre en poseer aquello que desea: la nada. La condena, no es otra cosa que ser
destinado (por sí mismo) al fenómeno de la nada.
En el otro extremo de esta continuidad, sólo los ángeles que custodian el santo
Rostro de Dios lo ven sin imagen. Pero son las inteligencias más elevadas, y el alma
humana no llegará a ese nivel sino al término de un largo movimiento de purificación:
“No es en las imágenes devenidas sagradas, es decir no en los símbolos como nos
formamos por Dios en una forma plana que ellos [los ángeles del Rostro] figuran, o,
mejor dicho, reforman en sí mismos la semejanza deífica. Pero nosotros [que somos]
todavía como niños pequeños en los símbolos y las santas ficciones, formamos en
nosotros la semejanza divina, por la cual somos ahora deificados en la fe y seremos
deificados en la forma (species)”45. En esta observación discreta, Juan Escoto supera la
oposición entre la veneración de íconos, defendida por el concilio de Niza II, y su
condenación por los Libri Carolini. Incluso si el hombre representa lo divino por los
íconos (mesa de “forma plana”), “símbolos” creados y por lo tanto vueltos sagrados por
su reenvío al original santo (la otra mitad del símbolo), puede superar el estadio de las
imágenes por la vía de la belleza y de la divinidad, porque los ángeles del santo Rostro
ven a Dios sin mediación, y los bienaventurados tienden hacia esta visión pura cara a
cara. Y si las inteligencias que contemplan a Dios forman necesariamente en ellas una
imagen, esta no es otra que ellas mismas: reenvían a la forma divina con la que han sido
creados. Se vuelven la pura imagen de Dios que ellos eran en el origen. Juan Escoto
reconcilia así la teología del ícono con el aniconismo. Más allá de los íconos, las solas
imágenes pertinentes no son más las imágenes hechas por la mano del hombre, sino la
imagen que es el hombre mismo, la imagen que ha sido creada por Dios.
Así, toda la figura del mundo no es sino aparición de Dios, pero Dios no se
parece nunca a ninguna de sus manifestaciones. De ahí el carácter dramático de la
imaginación y de la teofanía. Si se olvida de referir las apariciones a aquello que
aparece en ellas, nos atenemos al no ser. Todo es teofanía, pero la manifestación
deviene tramposa si el espíritu no la remonta para ver a través de ella al Dios escondido.
Tomada con un fin en sí, la aparición es vaciada de su sentido: ella deviene una simple

43
Cf. W. Beierwaltes, “Negati affirmatio: Welt als Metapher. Zum Grundlegung einer mittelaterlichen
Ästhetik durch Johannes Eriugena”, Jean Scot Érigène et l’histoire de la philosophie, Paris, Éditions du
CNRS, 1977, p. 262-276.
44
Peri. V, 949 C: “non invenient ea quibus hic intemperanter inihabant, sed eorum uanas falsasque
phantasias uidebunt”, p. 124 y 997 A: “impiorum poena erit (…) tristitia de absentia et perditione rerum
quibus in hac uita delactabantur, quarum phantasias simper ueluti prae oculis habebunt”, p. 163.
45
EIC VII, 540-546, p. 105.
apariencia –es la culpa. Al contrario, es necesario superar la aparición para atender lo
que ella manifiesta –de tal suerte que nada más aparece sino Dios mismo. La aparición
volverá a ser teofanía.
La teología simbólica
Si Dios se manifiesta en imágenes en el mundo, ¿qué necesidad tenemos de las
Escrituras? ¿Cómo comprender sus escritos, o abundantes contradicciones, mitos y
símbolos?
Juan Escoto pensó ya el mundo como un símbolo de lo inteligible: el corazón del
mundo es invisible e incognoscible. Ya, cuando consideramos el conjunto de lo visible
(la figura del mundo, los rostros presentados sobre los íconos), entramos en el orden de
lo simbólico. Nuestro mundo es el símbolo de la verdad absoluta. El universo,
“manuducción material”46, nos reconduce hacia lo divino: las formas visuales son las
imágenes de la belleza invisible. El espíritu del hombre accede a Dios por los símbolos
desemejantes establecidos por la Providencia47.
Pero la Escritura es a su vez una teofanía. Juan Escoto sitúa, en efecto, una
equivalencia entre imagen literaria y la imagen visible como figura de lo absoluto.
Como en el arte poético, en el medio de mitos forjados y de semejanzas alegóricas,
elabora una enseñanza moral o física para exceder los espíritus humanos –porque ello es
lo propio de los poetas heroicos, que celebran de manera figurada las acciones y la
conducta de los héroes –así, la teología, como una suerte de poética (veluti quaedam
poetria), se sirve de imágenes fabricadas para adaptar la santa Escritura a la capacidad
de nuestro espíritu, para reconducirla desde los sentidos corporales exteriores hasta el
conocimiento perfecto de las realidades inteligibles, como de la infancia imperfecta a la
madurez del hombre interior”48. Aquí, la teología es tomada en el sentido que este
término reviste en Dionisio: este término designa en él la palabra inspirada por Dios
(theologia), es decir, la Escritura revelada. Para Juan Escoto, la Escritura es una poética.
El Erígena asocia primero el simbolismo bíblico y la alegoría de los poetas: la teología
es una poética. Los autores inspirados de la Biblia han fabricado imágenes o similitudes
verbales, exactamente como los poetas en sus fábulas. El mito es un símbolo
desarrollado en el espacio de la narración, mientras que la imagen es una narración
envuelta en sí misma. Como la narración mítica, la Biblia, bajo un velo fabuloso,
encierra una enseñanza racional, moral o física. Así, el texto, como los símbolos,
encierra una enseñanza teórica velada bajo los meandros del discurso.
Como Dionisio, Juan Escoto hace un elogio de la imagen: ella permite entrever
aquello que está más allá de lo visible. Pero Dionisio se atenía a los símbolos de la
Biblia para representar a Dios y la jerarquía angelical, mientras que Juan Escoto
extiende el estatus de símbolo a la creación misma. Ya no son sólo las figuras del
lenguaje y las similitudes textuales, es el mundo como tal que conduce al conocimiento

46
EIC. I, 506; cf. II, 341, p. 29.
47
EIC. II, 1.22, p. 20.
48
EIC. II, 142-151, p. 24. No estoy convencido por P. Dronke, que sostiene que Escoto Erígena toma la
palabra poetria en el sentido de “poetiza”: P. Dronke, “Theologia veluti quaedam poetria”: quelques
observations sur la fonction des images poétiques chez Jean Scot”, en Jean Scot Érigène et l’histoire de la
philosophie, op. cit., p. 245. El contexto hace pensar en el sentido clásico.
de Dios: “todas las especies visibles e invisibles de la creatura y todas las alegorías, que
están en las cosas o en las palabras, en toda la santa Escritura de los dos testamentos,
son los velos de radiación del Padre”49. Juan Escoto inserta en contexto dionisiano la
distinción agustiniana entre alegoría in rebús y la alegoría in verbis, entre la
interpretación histórica (donde las realidades del Antiguo Testamento prefiguran
aquellas del nuevo) y la interpretación literaria. A la alegoría en letras es necesario
adjuntar la alegoría en las cosas: Juan Escoto unifica la doctrina dionisiana de las
teofanías con la hermenéutica de la alegoría. Percibir a Dios en la naturaleza, o
conocerlo en la Escritura, se ha vuelto el mismo acto. El sentido escondido de la
Escritura está sujeto a la misma hermeneuta que la representación en imágenes de lo
divino. Lo uno y lo otro unen manifestación y disimulación: el velo esconde al mismo
tiempo que revela; las dificultades de la Escritura permiten seleccionar entre el
principiante y el creyente confirmado. Conocer a Dios, es descifrar las metáforas, tanto
como las huellas de Dios en el lenguaje; es descifrar las teofanías, sus huellas en el
dominio de lo visual. La teología permanece siempre una conjetura, por ello deviene
una tarea hermenéutica.
El Libro y el mundo conducen el uno como el otro a Dios: “La luz eterna se
manifiesta ella misma al mundo de dos maneras: por la Escritura y por las creaturas.
Porque el conocimiento divino no puede ser restaurado en nosotros sino por las letras de
la Escritura y por las formas de las creaturas. Aprende las palabras de la Escritura, y, en
tu espíritu, concibe el sentido (intellectum): ahí reconocerás un Verbo. Por tus sentidos
corporales, observa las formas y la belleza de las cosas sensibles: en ellas, tu
inteligencia reconocerá el Verbo de Dios. Y en todo eso, la Verdad no te mostrará nada
sino a Aquel que ha hecho todas las cosas; fuera de él no tendrás nada que contemplar,
porque él es en sí mismo todas las cosas”50. La Escritura y la creación son las dos
fuentes de la revelación. Aquel que comprende la Escritura forma en sí mismo un
concepto, o un verbo interior, que manifiesta en el alma el Verbo divino, la palabra
divina encarnada en el Libro. Asimismo, descifrar el mundo, es leer en él las formas
concebidas en el Verbo divino. Las dos vías nos conducen a Dios –el único origen. La
observación de Juan Escoto está en el origen del tema de los “dos libros”: el libro del
mundo y el libro de la Escritura, que son las dos vías de acceso al conocimiento de
Dios51.
Como el mito griego, la Biblia esconde lo divino bajo las narraciones
extravagantes, que nos guardan de tomar el texto literalmente: aquello que será
verdaderamente blasfematorio, será pretender tomar a Dios en una imagen o un
concepto adecuado. Dios se revela en el mejor de los casos bajo la figura más contraria:
como la imagen más desemejante, la narración más chocante es la vía más pertinente
para contemplar la verdad. La Escritura manifiesta las jerarquías celestes, no en sí

49
EIC. I, 420-423, p. 12.
50
Juan Escoto Erígena, Homilía sobre el Prólogo de Juan 289 C, ed. E. Jeauneau, Paris, 1969, (SC 151,
254).
51
Este tema es tomado de Ambigua de Máximo el Confesor, para quien el mundo visible es un libro
cuyas creaturas son tanto como letras y sílabas (PG 91, 1128 D.1129 B; trad. Juan Escoto, Ambigua ad
Iohannes Eriugenae latinam interpretationem, CCSG 18, 58, 1. 430-441). Ello ha sido magistralmente
explorado por Hugo de San Víctor, De tribus deibus; cf. D. Poirel, Libre de la nature et débat trinitate au
XII siècle. Le De Tribus deibus de Hugues de Saint-Victor, Turnhout, Brepols, 2002.
mismas, sino por los símbolos, es decir signos a veces semejantes, a veces desemejantes
de las realidades inteligibles a las que ellas reenvían52.
Pero mientras Dionisio no habla sino de símbolos (semejantes o desemejantes),
Juan Escoto hace de la hermenéutica bíblica una teología. Así, interpreta el símbolo
semejante (la imagen) como una teología afirmativa, y el símbolo desemejante como
una teología negativa53. Así como la negación triunfa sobre la afirmación cuando se
trata del sentido, así también, cuando se trata de imágenes, las formas discordantes y
deformadas son superiores a las imágenes bellas para manifestar las realidades divinas.
Como la teología negativa, el simbolismo desemejante se beneficia de un privilegio.
Más audaz aún que Dionisio, Juan Escoto elogia el símbolo monstruoso.
Ciertamente, Dionisio refiere a ciertos ejemplos de monstruos, mencionados por la
Biblia, como a símbolos desemejantes de la jerarquía celeste: los ángeles de seis alas, a
los pies numerosos o a los múltiples rostros. Pero no se tratan sino de ejemplos;
Dionisio no da un estatus privilegiado a los monstruos, entre todos los símbolos
desemejantes. –Juan Escoto, al contrario, otorga al concepto de monstruo un lugar
importante54. El problema de la distinción y de la mezcla de naturalezas es por lo tanto
fundamental en un tratado sobre las cuatro grandes divisiones de la naturaleza: “En la
Escritura divina, dice [Dionisio], las manifestaciones santas de los santos ángeles
ocurren de dos maneras. La primera es formada por ciertas imágenes aisladas
(absolutis) y adecuadas a las substancias espirituales y las virtudes inteligibles; es así
que encontramos en el Profeta: “Vi al Señor sentado en un trono” (…). Pero la segunda
es forjada por las figuras (configurationes) de bestias salvajes y nobles como aquella del
león y del caballo, o feo como los del oso y el gusano, o, aquello que aparece más
elogiado todavía, [por las figuras] de hombres locos como David en la puerta de Goliat,
borrachos como Noé y Lot, o en cólera, porque se lee seguido: “El Señor se enojó” y
“su furia se encendió”. La confusión de las formas va hasta este punto que, en una sola
y misma imagen, la forma del hombre, de carne, de león y del águila son mezcladas
monstruosamente, lo que percibimos absolutamente contrario a las formas absolutas y
naturales”55. Las imágenes concordantes (o adecuadas: convenientes) no chocan, porque
se asemejan a su modelo. Mientras que las imágenes desemejantes (e inadecuadas) se
alejan cada vez más: inicialmente inadecuadas, se vuelven feas y después monstruosas.
En sentido propio, un monstruo es un ser contra la naturaleza: como la quimera, mezcla
las especies diferentes y las naturalezas que no pueden coexistir normalmente. Juan
Escoto reconoce así dos tipos de simbolismo desemejante: el uno conserva la coherencia

52
EIC. I, 254, p. 7.
53
La superioridad de la “aphairesis” (sustracción) sobre la teología “positiva” se apoya sobre la metáfora
plotiniana del escultor, que elimina la materia superflua para hacer aparecer la forma: Dionisio, Teología
mística 2 (PG 3, 1025 B).
54
Ver R. Roques, “Tératologie et théologie chez Jean Scot Érigène”, Mélanges offerts à M. –D. Chenu,
Paris, Vrin, 1967, p. 417-437.
55
EIC. II, 403-426, p. 31. Para Juan Escoto, la belleza está ligada a las formas (según el juego de palabras
de Agustín: forma / formosa). Ella supone pues las naturalezas, teniendo en Dios su modelo, la idea. La
fealdad viene al contrario de la destrucción de las naturalezas: “todo lo que es en contra de la naturaleza
es feo (turpe) y deforme (deforme)” (II, 558-559, p. 35); cf. II 565-571, ibid.: “Así como la negación
sobrepasa a la afirmación en las significaciones, así también las formas discordantes y deformes
(deformes) son preferidas en las imágenes y las manifestaciones de las realidades divinas.” Más
precisamente, lo feo y lo monstruoso reenvían mejor a lo divino que lo bien formado; lo deforme tiene
sobre la forma el privilegio de manifestar mejor lo trascendente.
de las naturalezas, el otro la destruye mezclándolas con otras. Así, Juan Escoto percibe
tres tipos de imágenes, ahí donde Dionisio sólo reconocía dos.
El monstruo realiza al extremo la esencia del simbolismo desemejante, se opone
entonces por encima de todo a la imagen semejante: “Una manifestación por medio de
las formas desemejantes es mucho más adaptada a las oscuridad de los misterios, es
decir, de lo inefable, que una manifestación por medio de formas semejantes. Lo que
quiere decir: si en las cosas divinas, la negación es verdadera, la afirmación no es
verdadera sino metafórica; Dios es verdaderamente dicho invisible, no es dicho visible
verdaderamente y propiamente (…). ¿Qué es lo sorprendente si las imágenes de lejos
desemejantes de las formas naturales y simples, mezcladas y confusas, deformes, tienen
más valor para significar las realidades divinas e inefables, que las imágenes absolutas,
simples, depuradas de toda confusión, que constituyen las formas naturales?”56. Según
la Jerarquía celeste de Dionisio, las imágenes dotadas de una forma simple, las
imágenes más nobles y las más semejantes, no pueden designar a Dios adecuadamente;
en cambio, las imágenes innobles e inadecuadas (como la de un gusano) conviene
mejor: vinculando los opuestos, ellas corta-circuitan las mediaciones, previenen al alma
de satisfacerse, y permiten un salto hacia el principio. Pero cuando Juan Escoto comenta
esta obra, exacerba el rol de la desemejanza. Esta culmina en lo monstruoso, destruye
hasta la forma y la naturaleza, en beneficio de lo deforme. Los monstruos llevan la
contradicción en el corazón de su naturaleza. Dios es de tal manera invisible que incluso
una forma desemejante no es suficiente para evocarlo. Sólo lo deforme sugiere lo sin-
forma.
Lo monstruoso no es más una parte del simbolismo desemejante. Había allí
todavía una continuidad entre la imagen desemejante y el símbolo desemejante: ambos
se vincularon con las naturalezas. Mientras que el monstruo se sitúa fuera de la
dialéctica de lo semejanza y de lo desemejanza; destruyendo la naturaleza, destruye
también la forma: es precisamente por ello que es más pertinente para designar a Dios:
“Por la misma razón, cuando, en las santas visiones de los santos profetas, leo [cuando
se habla de] una forma (effigiem) humana, bella, absoluta, en todos los puntos natural,
para significar Aquel que subsiste en sí mismo, sobre toda forma y figura, sin forma y
sin figura (figura), corro más el riesgo de ser engañado si estimo que Dios mismo, lo
incircuscripto, puede ser circunscripto por [esta] forma (effigie) humana y si a él, lo
invisible y lo inefable, lo estimo visible y creo que podemos hablar de eso. Pero cuando,
en las mismas visiones, encuentro la imagen de un hombre alado, volador, para
significar las potencias celestes o la divinidad misma, que penetra todas las cosas como
en un vuelo rápido, no me engaño fácilmente, porque no he visto, ni leído, ni escuchado
hablar de un hombre alado y volador en la naturaleza de las cosas visibles. Ello es algo
monstruoso y enteramente extraño a la naturaleza humana”57. Lo monstruoso no
representa. Deforme, se limita a relanzar la mirada hacia lo invisible. En la imagen,
reenvía más allá de toda imagen.
El arte y la iconografía negativa

56
EIC. II, 517-535, p. 34.
57
EIC. II, 540-552. P. 34.
Si no conocemos a Dios sino por los símbolos y las imágenes, visibles o
literarias, que son fruto de un arte divino, ¿debemos pensar este arte como figurativo o
no figurativo?
Mejor que por la forma inteligible, lo invisible se manifiesta por la forma
desemejante, y mejor aún por la ausencia de forma (lo monstruoso). ¿Cómo pensar esta
relación? Juan Escoto es sobre este punto muy radical: “Así como en las
significaciones, la negación es preferida a la afirmación, así también las formas
(species) inadecuadas y deformes son preferidas a las formas bellas (formosis) y
adecuadas en las imágenes (imaginationes) y las manifestaciones de las realidades
divinas, que sobrepasan de manera inefable, sean los sentidos corporales, como las
potencias angelicales, sea toda inteligencia, como la divinidad misma”58. En el orden de
lo visible, lo desemejante y lo deforme es un equivalente de lo que es la teología
negativa en el orden del lenguaje.
Los monstruos son composiciones complejas, obtenidas por la “mezcla de
diversas formas de animales diferentes”59. Son los frutos de una imaginación fantástica,
de un arte capaz de representar lo que jamás hemos visto, porque no se corresponde con
ninguna naturaleza. Paradójicamente, Juan Escoto, autor que se apoya sobre el
conocimiento de las naturalezas, formas de un universo teofánico, es también un autor
que valora su destrucción60. Por ello, pone en primer plano el poder de la imaginación,
que crea destruyendo.
Con Juan Escoto, la teología simbólica es considerada como una obra de arte. En
el arte reina la polisemia, incluso la unidad de los contrarios. Contemplar una obra de
arte, es descifrar al infinito sus múltiples sentidos. Es buscar el poder de figuración y de
desfiguración que está en el origen. Así, ahí donde el texto griego de Dionisio
subrayaba de tal manera simple, sin imprimación y sin arte (atechnôs) la Biblia se
expresa para representar las inteligencias puras por las imágenes61, Escoto lee y traduce
lo contrario: “valde artificialiter” – “con mucho arte”62. Traduciendo, Juan Escoto
corrige el texto, sin duda porque lo encontró defectuoso. El texto de la Escritura
deviene entonces “una obra de gran arte, una presentación extremadamente ingeniosa,
un ‘montaje’ de los más logrados. La contradicción no puede ser más absoluta”63. En
efecto, Dionisio percibió los símbolos bíblicos como ásperos y sin arte, lo que
corresponde a su interpretación de lo monstruoso, que permanece en la forma. Descifrar
los sentidos de los símbolos bíblicos era un acto simple, sin arte y sin método
hermenéutico. La Escritura no implicaba un uso particular de la gramática y de la
lógica. Pero Juan Escoto está en una época de vuelo de las artes liberales. Las escuelas

58
EIC. II, 565-575, p. 35. Cursivas del autor.
59
EIC. II, 264, p. 27.
60
Como dice R. Roques: “Negar estas naturalezas perfectas y eternas, refutar su estructura interna,
deformarlas, divisarlas según las fantasías más aberrantes de la imaginación, hacerlas entrar, mutiladas,
en representaciones absurdas e irreales para significar a Dios y las realidades divinas, es rendirle el más
bello homenaje a la trascendencia que desafía toda expresión y todo símbolo.” (R. Roques, “Tératologie
et théologie chez Jean Scot Érigène”, Mélanges M. –D. Chenu, op. cit., p. 419-437, aquí, p. 437).
61
Dionisio, La Jerarquía celeste, cap. II, PG 3 136 A; trad. fr. M. de Gandillac, p. 188: “en toda
simplicidad”.
62
EIC. II, 124-128 (CCCM 31, p. 23).
63
R. Roques, “Valde artificialiter: le sens d’un contresens”, Libres Sentiers vers l’érigénisme, Rome,
Edizioni del Ateneo, 1975, p. 45-98.
carolingias se apoyan sobre una formación dialéctica (potente en las obras de Boecio,
Casiodoro y Marciano Capella) para leer la Biblia y construir la cienci, a los ojos de
Juan Escoto, en principio, no puede haber contradicción entre la Escritura y las artes
liberales; estas dos fuentes se unen para edificar un mismo saber. Así, Juan Escoto
traduce este pasaje de Dionisio con los anteojos de san Agustín, según quien Dios obra
“a través de un arte mucho más perfecto” (longe artificiosius) que el de los hombres,
pero que mantiene el modelo de arte humano64. “Es en efecto con mucho arte que la
teología, esta potencia naturalmente inherente a los espíritus humanos, para buscar,
examinar, contemplar y amar las razones divinas, ha usado imágenes forjadas (factitiis),
es decir imágenes santas y fintas (fictis) para significar los intelectos divinos, que están
desprovistos de toda figura y de toda forma circunscripta y sensible”65. Juan Escoto
supera así la radicalidad de Dionisio mismo. Elogia el arte escondido en la Biblia, de un
arte desplegado por su autor, y que el exégeta debe aprender a descifrar de vuelta.
Esta interpretación marca una nueva etapa en la historia de la teología. Mientras
que, para Dionisio, la teología designaba la Escritura santa, que revela la palabra divina
(el “teólogo” era el porta-palabra de Dios), para Juan Escoto, ella deviene una
disposición natural del espíritu humano, que le permite estudiar la naturaleza divina.
Para Juan Escoto, la inteligencia originalmente forma parte de las causas primordiales, y
como tal, participa de la ciencia que Dios tiene de todas las cosas en el Verbo. Pero
después de la caída, debe ahora conocer a Dios indirectamente, por la abstracción a
partir del mundo sensible, es decir también de las imágenes de la Escritura santa. Le
hace falta ahora recurrir al mundo de los símbolos. La Escritura santa está pues para
suplir los defectos de nuestra inteligencia caída: el hombre la necesita porque ha pecado.
Pero ello no es sino un último recurso, que prepara al conocimiento inteligible en lo más
allá, porque la Escritura nos revela de hecho las verdades que son inteligibles de
derecho: “El espíritu humano no ha sido creado en vistas de la divina Escritura, no
hubiera tenido ninguna necesidad de ella si no hubiera pecado; pero es en vistas del
espíritu humano que la santa Escritura ha sido tejida de diversos símbolos y enseñanzas,
a fin de que, por su iniciación, nuestra naturaleza racional, que ha caído por su culpa de
la contemplación de la verdad, sea reconducida a la cima de la contemplación pura de lo
que disfrutó en el origen”66. La Escritura ha sido revelada por la economía divina como
una llamada exterior, para que el hombre pueda recordar todo lo que había sido grabado
en el hombre interior durante su creación. En el origen, el hombre ha sido hecho para la
contemplación inteligible, y al final, regresará allí. Pero en el medio, debe recurrir a la
experiencia de los sentidos, y a la revelación de la Escritura. El hombre no ha sido
hecho para el símbolo, pero ahora debe recurrir a él. El intelecto y la ciencia (las artes
liberales) participan de la ciencia divina. Trascienden lo sensible, es decir tanto el
mundo como la Escritura. Pero en el estado presente (después de la caída), el intelecto
tiene necesidad de saberes para unirse a su principio. Así, interpretando la Escritura y el
mundo, el intelecto los excede, y reencuentra su condición primitiva, de sabiduría
anterior a la creación.

64
Agustín, 83 Questions diversis, q. 78 (BA 10, 340-342); ver O. Boulnois, Au-delà de l’image, op. cit.,
p. 167.
65
EIC. II, 129-134, p. 23-24.
66
EIC. II, 151-158, p- 23-24.
La necesidad de la teología resulta del primado de las artes liberales. Es el
resultado de una hermenéutica del símbolo, pero es una hermenéutica racional de lado a
lado. La formación ideal, según Juan Escoto, culmina en la contemplación inteligible de
Dios, pero debe pasar por la exégesis de la Escritura usando las herramientas más
rigurosas de la ciencia: “Todas las artes naturales [=liberales] acuerdan para significar el
Cristo en figura, y la totalidad de la Escritura divina se encuentra incluso en sus límites.
Porque no existe ningún escrito sagrado donde falten las reglas de las artes liberales”67.
Con esta tesis radical, estamos aquí en las antípodas de Dionisio: toda Escritura santa,
sin excepción, es inteligible para la razón. Es precisamente por ello que la razón anula la
autoridad: incluso allí donde tenemos necesidad de la autoridad (es decir, de la Escritura
santa), esta permanece sumisa a la razón que tiene las llaves de su interpretación. Las
artes liberales nos permiten descifrar las Escrituras, para encontrar en ellas el Principio.
El rol del artista es pues manifestar la estructura teofánica del ser.
Así, la inteligencia del Principio a partir de las imágenes del mundo y de los
símbolos de la Escritura culmina en la unión con él. Retomando la antigua metáfora del
hierro fundido, Juan Escoto observa: “Así como todo el hierro caliente se licúa hasta el
punto donde parece no haber otra cosa que fuego, y sin embargo las sustancias del uno y
del otro permanecen distintas, así, hay que aceptar que después del fin de este mundo,
toda la naturaleza, tanto corpórea como incorpórea, manifiesta únicamente a Dios y
permanece sin embargo íntegra de manera tal que Dios se puede entender de una cierta
manera mientras permanece incomprensible y la creatura misma sea transformada, con
una maravilla inefable, en Dios”68. El arte que poseía por sí mismo por una presencia
total y una inteligencia transparente deviene ahora una realidad cuyo espíritu depende y
que le revela desde el exterior la verdad. El intelecto se mide por figuraciones de la
Escritura y del mundo, las asimila, luego las excede, uniéndose a su condición primera
de creador, antes del mundo y antes de la Escritura.
¿Qué podemos retener de este recorrido?
El pensamiento de Juan Escoto debe afrontar tres contradicciones trágicas
fundadoras del cristianismo: un Dios-hombre, la oposición entre este mundo y el Reino
que viene, el conflicto entre la letra y el Espíritu. Él las integra y supera poniendo en
primer plano un dinamismo filosófico inspirado por el neo-platonismo, que expresa la
infinidad de Dios en el movimiento infinito de la creatura hacia él. Así, incluso si la
alteridad es fundamental en Juan Escoto, y se traduce por la diferencia entre Dios y las
creaturas, entre la gracia escatológica y la naturaleza temporal, entre el Espíritu y la
letra, esta alteridad debe finalmente ser absorbido en la unidad, al término de un
movimiento indefinido. Los cuerpos manifestarán lo invisible: las creaturas se unirán a
Dios, la gracia se revelará en cada intelecto proporcionalmente a sus capacidades, la
Escritura revelará su verdad a través de sus símbolos.
1. La nada de Dios se acompaña de una incognoscibilidad
generalizada de la substancia y de mí. Dios mismo no puede ser conocido por él

67
EIC. I, 557-560, p. 16.
68
Peri. I, 451 AB, p. 16; sobre el origen de esta imagen, cf. J. Pépin “Stilla aquae modica multo infusa
uino, ferrum ignitum, luce perfusus aer. L’origin de trois comparaisons familières à la théologie mystique
médiévale”, Divinitas 11, 1967, p, 331-375, retomado en Explatonicorum persona, Études sur les lectures
philosophiques de saint Augustin, Amsterdam, 1977, p. 271-315.
mismo. Escapa así a toda “ciencia teológica” en el sentido de Aristóteles (al
saber absoluto que el absoluto tiene de él mismo). Es así que Dios es
absolutamente infinito, indefinible e incomprensible en sí, y es por ello que el
hombre, imagen de Dios, es en sí mismo incomprensible. La ausencia de
conocimiento de Dios no proviene de una falla de nuestra capacidad, no es
negativa, proviene del estatus positivo y trascendente de Dios, de su ausencia de
forma. Simplemente no es inteligible; es por eso que es objetivamente invisible
y esquivo, incluso para los ángeles y los bienaventurados.
Juan Escoto transmite al mundo latino la posición de Máximo el
Confesor, que encontramos hasta en la Suma teológica de santo Tomás: “no
conocemos lo que es Dios, sino lo que no es”69, y lo que rodea su esencia.
Teología afirmativa y teología negativa se acumularán al infinito, en razón del
carácter insuficiente de todo conocimiento de Dios.
2. Y por tanto, un acceso inteligible a Dios es posible. Lo que
florece, lo que no es pues la esencia divina, sino una teofanía, una manifestación
de Dios. Y esta manifestación es por esencia paradójica. Porque Aquel que no es
y que sin forma se muestra a través de lo que es: se manifiesta como aquello que
él no es. Una “rosa de la nada”, pues. Las teofanías son las manifestaciones de
un principio que no es en las formas finitas que son. Y porque ninguna forma
puede corresponder a un Dios sin forma la búsqueda de Dios es infinita, como
en Gregorio de Nisa. Si el pensamiento de Juan Escoto es una fenomenología, es
antes que todo una fenomenología de la epectase.
3. Para conocer a Dios, un ser finito no puede prescindir de
imágenes. Ello resulta de una continuidad (paradójica, aún allí) entre el mundo y
Dios: todo lo que es cognoscible de Dios es una forma del mundo; todo lo que es
del mundo es una forma de Dios. Toda teofanía es un fantasma, todo fantasma
es una teofanía. En consecuencia, los justos y los condenados ven a Dios en
formas diversas porque reciben la iluminación en proporciones diversas; es
simplemente una cuestión de grado. En la querella sobre el estatus de los íconos,
Juan Escoto defiende una suerte de aniconismo intelectualista: las imágenes
pertinentes no son las imágenes planas, bidimensionales, sino la imagen misma
que nosotros somos. Porque ella es la única que puede ser verdaderamente
deiforme, por la unión a Dios. La teología más radicalmente negativa se asocia a
una comprensión positiva de la naturaleza, del hombre y de su destino.
4. El hombre no puede vivir sin símbolos. El símbolo incluye la
imagen visual y la narración mítica. Tiene una función de anagogía: permite al
hombre retornar a su origen. Pero exige una interpretación. Porque no hay
concepto adecuado a Dios, el símbolo no es la parte maldita de la exégesis, su
aspecto no-conceptualizable, la metáfora que será necesario otorgar un sentido
propio. En lugar de ser una parte de la teología, aquella que concentra las
metáforas no-conceptuales, la teología es simbólica en su totalidad. Porque no
alcanzamos jamás lo propio, no prevalece sobre lo impropio. Por vías originales,
Juan Escoto reúne las observaciones de Derrida a propósito de la metáfora: en la
Escritura, no es posible separar el sentido propio del sentido simbólico (o

69
Tomás de Aquino, Summa theologiae I, q. 3, prólogo: “Sed quia de Deo scire non possumus quid sit,
sed quid non sit, non possumus considerare de Deo quomodo sit, sed potius quodomo non sit”.
“metafórico”, para Derrida). Juan Escoto alaba ciertamente la desemejanza que
formuló ya Dionisio en la Jerarquía celeste, pero llega a transformarla en elogio
de lo monstruoso: lo que es noble y perfecto puede aún crear la ilusión y
hacernos creer que una semejanza pertinente de Dios es posible; mientras que lo
innoble, la desemejanza y lo deforme no puede hacernos creer que lo conocemos
por una forma: nos reenvía allí por un corto-circuito o por contacto.
En efecto, no podemos percibirlo directamente en imágenes, sino más
bien por su negación. Nuestra hermenéutica se basa en la estructura del objeto.
El intelecto debe pues seguir un proceso ascendente, inverso al sentido del
descenso, aquel de la emanación y del arte divino, para abolir lo múltiple y
reencontrar a la vez la unidad trascendente de Dios y aquella de la inteligencia.
Si el arte divino otorga a la vez el número de código y el principio de la
figuración, el mismo arte permite en sentido inverso decodificar el mensaje y
trascender la figura. Así, el intelecto, la imagen de Dios, parece, por la dialéctica
de las artes liberales, borrar el camino por el cual alcanza su principio. La
contemplación realiza la hermenéutica y la abole. Es un camino que borra sus
propias huellas, un camino que desaparece delante del resultado.
5. Porque el estatus de la Escritura es idéntico al de la imagen, es
necesario saber descifrar la una y la otra a la vez. El estatus de la teología es
análoga al de la iconología: porque la vía del lenguaje pasa por una teología
negativa, la vía de la imagen pasa por una iconología negativa. El primado de la
imagen deforme corresponde al primado literario del símbolo desemejante. La
revelación o la manifestación de Dios pasa por la negación y la monstruosidad.
La imagen que nos manifiesta Dios no es una imagen figurativa, sino una
imagen desfigurada, o no-figurativa.
El conjunto de estas tesis construye las condiciones de posibilidad
históricas de una disciplina todavía en gestación –la teología.

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