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RESENTIMIENTO
EN LA MORAL
PO R
M A X SCHELER
MAX S C H E L E R
EL RESENTIMIENTO
EN LA MORAL
Unica edición en América autorizada por la
R E V IST A DE OCCIDENTE
Queda hecho el depósito que previene la ley Nv H Ti$
Copyright by d a . Editora Espaea-Calpe Argentina, S. A s
Bueno$ Aires, 1998
(1) La idea de la «justicia*, como tal» no exige la igualdad, sino oólo una
conducta equivalente ante valores ¡guales. Cuando G. Rathenau, en sus
RefUxiones, dice: «Lu idea de la justicia descansa en la envidia»» la frase
es cferUi pero solamente aplicable a la faltifleación de la Idea de la «justi*
da» por el resentimiento, no a la genulna esencia de la justicia.
lidad es un conjunto de seres y sucesos» exentos
de valor (1).
Este principio moderno conduce a dos conse
cuencias, que han constituido sendos puntos de
partida para la moral moderna: a la justificación
de una anarquía total en las cuestiones del juicio
moral — tanto que no parece poder establecerse
aquí nada «fijo» — o a la admisión de algo que
sustituya la verdadera objetividad de los valores,
una llamada «conciencia genérica», universal'
mente válida, que hace sentir su fuerza sobre el
individuo en la forma de una voz — el deber — ca
tegóricamente imperativa. El reconocimiento o la
posibilidad del reconocimiento de una voluntad
o de una acción como «buena» viene a reemplazar
la inexistente objetividad de los valores.
También en el origen de esta idea, ha sido el
resentimiento decisivo. El hombre resentido, so
bre cuya insuficiencia gravita pesado, atormen
tado y angustioso, el juicio adverso que él mismo
pronuncia sobre su propia existencia, fundándo-
(1) N o puede darse aquí una demostración positiva de que ios «valores»
son fenómenos últimos, independientes, que no tienen nada que ver con
los «sentimientos» o las «disposiciones» para ellos (aunque se nos presentan
en la función del sentimiento, como los colores se nos ofrecen en la función
de la vista)) ni tampoco son «abstracciones» con referencia a los actos de
juicio. U n análisis de estas cuestiones, con una crítica de todas las teorías
reinantes sobre los valores, que contradicen a nuestra tesis anterior, halla
el lector en la parte II de mi libros El formalismo en la ética y la ética m<u
terial de los valores, Nicmeycr, Halle, 1914* CL también mi artículo Ética
en los Anales filosóficos» año II, 1913, editados por Frischeiscn'Kohlcr*
se en el orden objetivo de los valores; ese hombre
que a la vez se da cuenta» en secreto, de la arbi
trariedad o trastrocamiento de sus propias valo
raciones (1); ese hombre «valora» la idea misma
de valor, y la transforma, negando el orden obje
tivo de los valores. He aquí otra vez la tendencia
de este movimiento interior reducida a palabras:
«Tus (vuestros) valores (esto es, los valores de
aquellos que subsisten como justificados, como
«buenos», ante el orden objetivo de los valores),
no son «más», ni son «mejores» que nuestros
valores (que nosotros mismos sentimos como
«arbitrarios», como «subjetivos»). ¡Abajo con
ellos! ¡Todos los valores son «subjetivos»! He
aquí un proceso que percibimos con frecuencia:
el hombre resentido empieza con el propósito,
natural a todo hombre, de dirigir su voluntad
hacia el «bien». No corrompido aún por motivos
determinados de engaño, considera «en un prin
cipio» el bien como algo objetivo, eterno, inde
pendiente de la sutileza y albedrío humanos.
Pero si este esfuerzo no tiene éxito; si con envi
dia y odio contempla ese hombre a aquellos que
se afirman como «buenos» ante el orden objetivo
de los valores, entonces crecerá en él la tendencia
a derrocar la idea del «bien» mismo, rebajándola
(1) Cf. el capítulo X de este ensayo» donde se habla de la «trasparencia»
de los valores auténticos a través de los «valores aparentes*.
hasta convertirla en la mira de su efectivo apeti*
to, de su estado real. Una voluntad positivamen
te afanosa de reforma se daría a conocer en que
su poseedor, en lugar de percibir y mantener el
contenido del bien objetivo, reconocido hasta en
tonces, ve y mantiene otro contenido, al que de
dica su vida y actividad, como «tínico bien». Otra
cosa, empero, sucede con el resentimiento. El re
sentido se venga de la idea, ante la cual no puede
afirmarse, rebajándola hasta convertirla en un es*
tado subjetivo. La conciencia de sus pecados y
de su nulidad, hace saltar el bello edificio del
mundo de los valores y rebaja la idea hasta sí
mismo, para conseguir así una ilusoria salva
ción. «Todos los valores son «sólo subjetivos»,
relativos al hombre, al apetito, a la raza, al pue
blo, etc...»
Pero pronto se hace de nuevo perceptible la
necesidad de formas que constriñan el juicio. El
hombre resentido es un débil; no le basta su solo
juicio; es la antítesis absoluta del que realiza el
bien objetivo, aunque esté solo a verlo y sentir
lo, contra un mundo de oposiciones. La «univer
salidad» o «validez universal» de la valoración,
resulta, pues, el sustitutivo necesario de la au
téntica objetividad de los valores. El resentido no
investiga lo que sea el bien; busca un apoyo en
las preguntas: «¿Qué piensas tú? ¿Qué piensan
todos? ¿Cuál es, en conclusión, la tendencia «uni
versal» del género humano? O ¿cuál es el sentido
de la «evolución», a fin de que, viéndolo, pueda
yo introducirme en su «corriente»?, etc. Lo que
nadie es capaz de ver y descubrir, eso es lo que
ahora todos han de ver. La acumulación de mu>
chos conocimientos iguales a cero, ha de dar por
resultado un conocimiento positivo. Lo que jamás
es «bueno» por sí mismo, ha de resultar bueno
porque era bueno ayer o proviene de ayer, en
línea recta.
Los niños y las naturalezas serviles tienen la
costumbre de disculparse diciendo: «¿No han he
cho también los demás lo que he hecho yo?» La
comunidad en el mal — que según la auténtica
moral aumenta la maldad de lo malo, puesto que
la maldad de la imitación y del espíritu servil se
suman a la maldad del objeto querido — se convier
te ahora en el aparente «derecho» a transformar
lo malo en «bueno». Así es como los rebaños de
los resentidos multiplican su número y toman su
conciencia gregaria por un sucedáneo del «bien
objetivo», que empezaron por negar. Y también
en la teoría, la objetividad del bien es reemplaza
da por la «ley universalmente válida de la volun-
tal humana» (Kant) o — todavía mucho peor —
por una identificación de lo «bueno» con la «vo
luntad de la especie» (1).
(1) N o desconocemos en modo alguno la diferencia que existe enere la
Ya la filosofía de la «ilustración» llevó a su
mayor extremo esta sustitución de la idea de
«objeto», por la de lo «universal», o lo «univer
salmente válido». En todos los problemas de va
lor — trátese del derecho, del Estado, de la reli
gión, de la economía, de la ciencia, del arte — otór
gase a las dotes para producirlo y a las normas
de apreciación, comunes a todos los hombres, el
sentido de un «ideal», con arreglo al cual deben
medirse los productos concretos, positivos de la
cultura. «Universalmente humano» es una pala
bra a cuya significación se asocia un valor supre
mo. Pero psicológicamente no se descubre en ella
nada más que odio y negativismo contra toda
forma positiva de vida y de cultura, que es siem
pre una denodada superación de lo «universal
mente humano» — y que por tanto, medida por lo
común a todos los hombres, se desvanece forzo
samente en la nada (1). Mientras el objeto, y sin
gularmente ese objeto que llamamos valor, sea
tomado en el llano sentido del auténtico objeti
vismo, según el cual la posibilidad de que los
hombres coincidan en reconocerlo, puede ser a lo
tcorfa kantiana y la «le la «conciencia de la especie»* Pero la auténtica obje
tividad de los valores queda negada también cuando e« definida como la
X de una posible voluntad «universalmente válida». Pues aun cuando el
«bien» es umversalmente válido, no puede ser definido en modo alguno co*
m o la máxima apta para convertirse en principio universaImcnte válido*
(I) Por eso el título de la obra de Nietssche» Humano» demasiado humano*
significa ya un camino de perfeccionamiento.
sumo un criterio social para el derecho social a
afirmar que existe, pero nunca un criterio para la
verdad de la afirmación, ni menos un criterio
para la esencia de la objetividad — es claro que el
hecho de que la comprensión y el reconocimiento
de cierta esfera de valores quede limitado a un
pueblo o a un grupo (por pequeño que sea) no
podrá ser jamás objeción válida contra su auten
ticidad, contra su fundamento real. Hay proble
mas y teorías matemáticas que sólo muy pocas
personas son capaces de comprender. Otro tanto
puede acontecer también en las cosas morales y
religiosas. Actitudes espirituales de cierta índole
religiosa, por ejemplo, la fe, el presentimiento, et
cétera — actos cuya posibilidad de realización se
halla acaso ligada a maneras y formas de vida
muy determinadas y que además necesitan un
ejercicio sistemático (ascetismo) — pueden muy
bien ser condiciones subjetivas necesarias para la
experiencia de ciertas esferas de la realidad, para
las cuales otros hombres, que no poseen esos ac
tos y maneras de vida, son «ciegos», porque jus
tamente el «entendimiento humano», que repre
senta una «disposición universal», no constituye
un órgano suficiente para la aprehensión de esas
realidades. No la auténtica, sino la falsa idea del
ser y del objeto es la que puede negar esto.
El concepto de la «revelación» significa en el
sistema del objetivismo — con entera independen-
cía del sentido que le den las religiones positi*
vas — que ciertas verdades y valores objetivos pue
den ser comunicados por seres dotados de dispo'
siciones cognoscitivas o de capacidades sensibles
más ricas, y ofrecidos a otros que no poseen nin
gún órgano para el conocimiento primario de
aquellos objetos. Estos últimos han de «creer» lo
que aquéllos «ven». En este sentido formal, la
«revelación» es un concepto fundamental en la
teoría del conocimiento y en toda auténtica cul
tura humana. Este concepto se presenta con rigU'
rosa necesidad cuando lo que decide en el reparto
social del conocimiento de la verdad y del conocí'
miento del valor, es la pericia y la competencia y
no el principio de que lo afirmado responda a una
«disposición universal» (1).
Otra cosa sucede cuando el resentimiento fal
sea la idea del objeto, convirtiéndola en la de «va*
lide: universal», o posibilidad de un reconocí»
miento universal. Entonces, naturalmente, ha de
considerarse como «figuración subjetiva» todo lo
que no sea «comunicable», o lo sea sólo en una
medida limitada, o a base de cierto género de vida;
todo lo que no sea «demostrable», en suma, todo
lo que no pueda entrarle por los sentidos y por el
(I) Sobre ct hecho de que el conocimiento «inmediato» de un ser y objeto
antecede • toda* tas cuestione* posible* acerca Jet «criterio» umversalmente
válido para afirm ar este ser» cf. mi trabajo sobre los Ensayo* de «na filosofía
de (a vida.
intelecto al último imbécil. Y así es como, para
este moderno desvarío, el mero hecho de las dife
rencias entre los valores, entre los sistemas mora*
les y estéticos, religiosos y jurídicos, etc., existen'
tes en el mundo de los pueblos, significa, natural'
mente, una prueba de que los valores no están
fundados en las cosas, sino sólo en las «necesida
des humanas, subjetivas y mudables» — natural'
mente, según aquel hermoso criterio que pone la
convención gregaria sobre la «verdad» y el «bien»,
y que, nacido del resentimiento contra lo que per
manece inasequible al mero rebaño, no represen'
ta sino una fórmula lógica de este mismo resentí'
miento.
Excluir la «revelación» de entre las especies
constitutivas de conocimiento, que existen con in
dependencia de la experiencia sensible y de la ra
zón, es la obra del «resentimiento», que quiere
convertir la «cognoscibilidad humana universal»
en la medida de lo verdadero y lo existente.
FIN