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Chiras pelas

“¡Para manzanas las de Zacatlán, Manuel!” decía mi tío que murió hace un año. Tenía razón el
viejito, en ningún otro lado son tan perfumadas y jugosas. En la época de la cosecha —que toca en
las vacaciones— los chamacos trabajan por gusto y se trepan como changos a los árboles para
cortarlas y meterlas en canastas. Les pagan unos pesos que se gastan en la feria y, de pilón, reciben
unas cuatro que les regala el patrón. Cuando éste junta bien hartas se lavan bien, se secan y se
meten en cajas que se venden para fabricar sidra, la bebida más famosa del pueblo, fría y
espumosa, con sabor a campo, deliciosa en los días de calor.

Fue en unas de esas vacaciones cuando conocí a Rubén, un niño huérfano que venía de Apizaco.
Trabajábamos en el huerto de mi padre. Un día, así como que no quiere la cosa, empezamos a
hablar de toros y mulas, sacó sus canicas y me enseñó a jugar; por él supe diferenciar una bombona
y una agüita y lo que significaba “chiras pelas”. Él era el mejor de todos y nunca hacía trampa
(bueno, una vez sí, para dejarme ganar). Por eso se quedó a vivir en la hacienda. Nadábamos en el
río y correteábamos a la Pelusa, la perrita consentida de todos que a cada rato andaba cargada. Así
crecimos; yo empecé a estudiar en Puebla para veterinario y él siguió trabajando en el campo, pero
siempre que yo iba allá nos veíamos. Cuando papá ya estaba viejo y cansado dejó el negocio en mis
manos y me pidió que me encargara de él.

Un sábado que fui no encontré a Rubén. Estaba preso en la cárcel municipal y por la tarde se lo
llevarían a la de Puebla. “¿Por qué?” pregunté a Mario, el capataz, a quien yo ya había agarrado en
algunas transas. “Se perdieron dos cajas de manzanas de las buenas y se me hace que él las agarró
porque trae botas nuevas.” Cuando oí esto no dudé ni un momento. Sabía que Rubén era incapaz de
hacer algo así y las botas se las había regalado yo. No investigué ni pregunté nada más. Caminé a la
cárcel y le dije a los oficiales que soltaran a mi carnal. “Hay que pagar mil pesos de fianza” me
dijeron. Yo traía la raya semanal; sin pensarlo entregué los billetes y acompañé al policía cuando fue
a sacarlo de la celda. A Rubén le brillaron los ojos por las lágrimas. “No me vaya a chillar” le dije,
ocultando mis propias ganas de llorar.

Pasaron semanas y un día le pedí que fuera a Cholula a recoger una caja de sidra muy cara que le
dicen champaña. Rubén no sabía cuántas botellas traía, pero yo sí: tenían que ser doce. Me la
entregó, la abrí, las conté y la cifra no coincidía… Me puse bien nervioso. Conté de nuevo 1, 2, 3, 4,
5, 6, 7, 8, 9, 10, 11… ¡Ah chirrión! No eran 12, sino 13. “No se me asuste” me dijo Rubén riendo
mientras me palmeaba la espalda. “La que sobra la compré con mi lana. Es para brindar porque
confiaste en mí. Las manzanas se las clavó el Mario”. El tapón de la botella salió disparado y rompió
un vidrio. Nos tomamos un vaso frío y, como cuando éramos chamacos, nos fuimos a jugar a las
canicas.
El valor de la imaginación

Lucas pasó una noche terrible en su colchoncito de paja. El ruido que hacían los grillos no le permitió
dormir. A la mañana siguiente, se incorporó ojeroso y desvelado.
—Mi distinguido y fino primo carnal, el campo no es para mí… ¿Cómo ves si mejor te invito a mi
residencia en la ciudad?—dijo Lucas, presumido.
—Me has contado tantas cosas que se me antoja conocer —respondió Jerónimo.
Se bañaron (a jicarazos), y se vistieron. Lucas, de saco y corbata; Jerónimo, de overol y camisa a
cuadros.
—Mira qué fachas. Parece que vas a ir a vender queso en los altos de los cruceros. En fin, mi sastre
hará maravillas contigo —comentó Lucas.
Para llegar a la ciudad se subieron a la cajuela de un auto y allí empezaron las molestias de
Jerónimo. El humo le pareció insoportable y se resistió a probar la torta de jamón que hallaron entre
las maletas.
La “residencia” de Lucas era una caja de dos pisos, en el sótano de una casa. No tenía ventanas y el
ruido del televisor que un humano estaba viendo en la habitación de arriba nunca se interrumpía.
Lucas propuso que salieran a pasear. La primera escala fue en el patio trasero de un restaurante
donde le ofreció a Jerónimo sobras de los platillos.
—¡Qué pésimos cocineros! Todo está muy condimentado y sabe a refri. Necesito una sal de uvas —
se quejó Jerónimo.
—No, no, espérate a que conozcas a mis amigas. Vamos a tomar un trago —lo alentó
Lucas mientras lo conducía al interior de una sala a media luz donde se leía un aviso: el centro
nocturno carrusel presenta a sus hermosas bailarinas.
Se escondieron bajo una mesa a esperar el espectáculo, pero un mesero los vio:
—¡Ya se volvieron a meter los ratones! —gritó enojado y los sacó a escobazos.
De nuevo en casa, se pusieron a conversar:
—No aguanto la ciudad —dijo Jerónimo.
—No aguanto el campo —comentó Lucas.
—¿Y qué podemos hacer para seguir juntos? —se preguntaron.
Después de hacer cuentas decidieron ir a la playa… y tampoco les gustó: había demasiado sol,
muchas olas, demasiada agua, muchos cocos y demasiada arena. Sin embargo, se echaron un
clavado a la alberca y nadaron un rato. Saliendo, mientras bebían una piña colada, resolvieron
buscar lo mejor del campo, lo mejor de la ciudad y lo mejor de la playa para disfrutarlo juntos.

—Adaptación de una fábula atribuida a Esopo.

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