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Por: Guillermo Vassaux

Uno de los capitulos más hermosos de la inmortal novela de Lewis Wallace, es aquel en que el
Sheik Ylderim hace la presentación de sus caballos a Ben Hur.

Los árabes y los caballos han sido siempre inseparables, y su hermandad era mucho más
estrecha, por supuesto, en aquellos siglos lejanos. El filosófico camello también está
íntimamente asociado a la vida del árabe, pero la corriente de simpatía entre el camello y el
hombre es de naturaleza distinta a la inspirada y compartida por el caballo.

Al camello se le quiere como a un buen servidor, en el que puede confiarse con la seguridad de
que sus tres virtudes cardinales, la resistencia, la paciencia y la sobriedad son inquebrantables.
Como a uno de esos criados quizá un poco feos y bastante humildes, pero de corazón noble y
sencillo, dispuestos siempre a desempeñar los más rudos trabajos con estoica resignación.

El caballo es otra cosa: ágil y vigoroso, fuerte y fino, con una belleza propia que lo hace quizás
el más gallardo y gracioso de todos los animales, unidas estas cualidades a una inteligencia casi
humana y a una capacidad de cariño casi filial.

El sheik ylderim-una de las figuras más destacadas en esta historia de personajes vigorosos ama
a sus caballos tanto o más que si fueran sus hijos y, cosa que no debe extrañarnos, los caballos
lo aman a él con eterna reciprocidad.

Cuando, por la noche, ylderim dice a su invitado: _”Voy a despedirme de mis beldades”, Ben
Hur, prudentemente, hace el gesto de retirarse. “Espera”- dice el sheik- “te las voy a presentar”, y
haciendo correr la cortina del fondo de la tienda, aparecen los cuatro hermosos caballos blancos,
que se adelantan para acariciar a su amo.

-“este es Aldebarán, el más joven de todos, aquel es Antares, el otro es Rigel y el ultimo es
Altair; todos son hijos de sirio y de Mira”. Y la caballeriza de seda y alfombras, digna de
caballos príncipes, se transforma así en un trozo del cielo, en el que los astros resplandecen e se
imponen, haciendo secundario cualquier otro tema.

El árabe fue astrónomo desde los primeros tiempos, y así tenía que ser, pues el desierto sin
accidentes geográficos en los cuales fijar la mirada, y la vida nómada que imponía la necesidad
de pasar muchas noches a campo abierto, hacían inevitable la contemplación del cielo. De ahí
que muchas estrellas y constelaciones llevan nombres árabes, que los astrónomos modernos
han respetado no sólo por tradición, sino quizás por un impulso subconsciente que les hace
sentir la conveniencia de suavizar el rigor de las fórmulas matemáticas, bellas también pero sólo
para los iniciados, con un velo de poesía y de leyenda.

“a nuestros hijos y a nuestros caballos les ponemos nombres de estrellas”- dice el sheik. Es
decir, los nombres más bellos para los seres más queridos.

Seguramente para millares de lectores de la novela y espectadores de la hermosa película a la


que dio tema, los nombres de los caballos que llevaron a Ben Hur a la victoria pasaron casi
desapercibidos, sin descubrir la íntima conexión con las estrellas que, como corceles del cielo
arrastran los carros maravillosos bautizados en reciprocidad con nombres terrestres: Taurus (el
toro), Escorpión, Orión (el cazador) y el Aguila.
En las serenas noches de invierno y principios de la primavera podemos ver a Taurus, en uno
de cuyos cuernos luce una hermosa estrella roja de primera magnitud: es Aldebarán, nombre
árabe que significa “el seguidor”, pues la estrella sigue en el cielo a las Pléyades (las siete
hermanas o siete cabritas del folklore).

Aldebarán es una estrella doble, como puede apreciarse con un telescopio, siendo su
compañera de color naranja. Sesenta y ocho años tarda su luz en llegar a nosotros, a la
fantástica velocidad de trescientos mil kilómetros por segundo, o sea dieciocho millones de
kilómetros por minuto. Tal es Aldebarán, alfa de Taurus.

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Al promediar el año aparece en nuestro cielo un gigantesco escorpión, de forma tan perfecta que
no sería posible darle otro nombre menos terrorífico. Sus enormes tenazas se abren sobre la
constelación de LIBRA, amenazando despedazar sus estrellitas, y la enorme cola se extiende
por varios grados en el firmamento. En el centro de su cuerpo brilla la magnífica Antares,
cuatrocientas veces más grande que nuestro Sol, pues es una súper gigante roja, con una
compañera de color verde.

Antares brilla con esplendorosa primera magnitud, a pesar de que está mucho más lejana que
Aldebarán, pues su luz necesita 170 años para llegar a la Tierra. Tal es Antares, alfa de
Escorpión.

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No hay persona culta en el mundo- o no debería de haberla- que no conozca la constelación de
Orión. Es el cuadrilátero más hermoso que pueden contemplar los ojos humanos; y está
presente ante nosotros por muchos meses en las noches más serenas del año. Todo es
maravilloso en Orión: su gran estrella Betelgeuse, en una esquina del cuadrilátero, es tan
colocal, que el Sol sería un pigmeo a su lado; la Gran Nebulosa de Orión, misteriosa nube de
polvo estelar luminoso, donde están naciendo nuevas estrellas, y cuyo enigma aún no se ha
descifrado; el cinturón de estrellas que cruzan en diagonal el cuadrilátero y que la fantasía
popular ha bautizado con el poético nombre de Las Tres Marías; y por último, en el ángulo
opuesto a Betelgeuse, contrastando con el color rojizo de ésta, brilla con divina luz azul-blanca
una de las estrellas más notables del firmamento: rigel, otra supergigante doble.

Rigel es la séptima estrella magnitud aparente del cielo, pero esa es sólo su magnitud aparente...
su brillo real es sencillamente increíble y hace de ella la reina de todas la estrellas. Si el lector se
siente capaz de imaginar lo que sería el brillo de veintiún mil soles juntos, entonces podrá saber
lo que es la luz de Rigel. ¡Veintiún mil veces más brillante que el Sol!

Esta consideración nos conduce a otro abismo ¿cómo será de inmensa su distancia para que
podamos contemplarla sin quedar instantáneamente cegados por su luz en llegar a nosotros. La
Rigel que usted contempla en estos momentos no es la que existe ahora, sino la que existió
cuando Cristóbal Colón estaba preparando su primer viaje a América. No hay no habrá nunca
cerebro humano capaz de imaginar tales distancias.

En la Mitología, Orión era un cazador que se jactaba de vencer a todos los animales. Para
castigar su orgullo Júpiter envió al Escorpión a morderle un talón, de cuya mordedura falleció el
héroe. Para evitar un nuevo accidente, las dos constelaciones ocupan en el cielo regiones
opuestas. De leyendas como ésta se encuentra poblado el cielo, pues antes que matemática las
astronomía fue poesía... y en cierto modo sigue siéndolo.

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el cuarto caballo de Ylderim llevaba el nombre de Altair. Altair es una estrella de primera
magnitud en la constelación de Aquila (El Aguila), bien destacada en las noches serenas la
singularidad de Altair radica en su relativa proximidad a la Tierra, pues su luz emplea sólo
dieciséis años en hacer el viaje. Pocas estrellas (como Alpha Centauro y Sirio) están más
cercanas a nuestro sistema planetario que Altair.

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“Mis caballos son hijos de Sirio y de Mira”, explico con orgullo el sheik ¡Espléndidos padres! Sirio
es la estrella de mayor brillo aparente en todo el cielo y una de las más próximas a nosotros (8.6
años luz). Es muy fácil encontrarla en la constelación de Canis Major (Can Mayor), uno de los
perros que acompañan a Orión, el cazador. Mira, “la estrella maravillosa”, se encuentra en la
constelación de Cetus (la Ballena) y es particularmente notable porque su brillo cambia
periódicamente, bajando de la segunda magnitud hasta la décima, para subir nuevamente a la
segunda magnitud.

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Aldebarán, Antares, Rigel y Altair, nombres que ligan los cuatro hermosos caballos árabes a
otras tantas estrellas del cielo, en aquella historia de los tiempos de Cristo. De los esplendores
materiales del Imperio Romano sólo queda el recuerdo y unas cuantas ruinas, pero en cambio
nos ha llegado, con fuerza indestructible, la palabra del humilde galileo que predicó el amor entre
los hombres.

Y como la pasión del hombre por lo bello es eterna e insaciable, cada vez que levantemos los
ojos hacia el firmamento en las noches serenas, gozaremos contemplando sus innumerables
maravillas. Y allí estarán siempre, corriendo en vertiginosa carrera hacia una meta situada en el
infinito, los cuatro corceles de Ben Hur: Aldebarán, Antares, Rigel y Altair.

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