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Los Padres de la Iglesia comentan el Credo.

Bertrand de Margerie S.J.

Introducción

¿Por qué y cómo recurrir a los comentarios patrísticos del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de Nicea-
Constantinopla?

Hasta donde yo sé, si bien existen han existido innumerables estudios sobre el Símbolo de los Apóstoles, sus
orígenes, su sentido, y otros trabajos sobre los orígenes del Credo de Nicea-Constantinopla, no existe todavía
ninguna monografía sintética sobre los comentarios que los Padres de la Iglesia nos han dejado de estos dos
textos fundamentales. Sin duda en parte porque el interés que había en los orígenes históricos de estos dos
resúmenes de la fe cristiana, desvió, de alguna manera, la tención de los comentarios posteriores de los
Padres.

Hoy día, nuevas circunstancias favorecen una nueva mirada sobre la manera en la que los padres
comprendieron estas dos profesiones de fe. La mayor parte de las confesiones cristianas, en el seno del
movimiento ecuménico, buscan en conjunto el objeto y las condiciones de una profesión de fe común. Las de
Occidente, utilizaron todas el Símbolo de los Apóstoles, las de Oriente no lo ignoran pero prefieren recurrir al
Credo de Nicea-Constantinopla, igualmente conservado por las liturgias de numerosas Iglesias cristianas de
Oriente y de Occidente, desde el siglo VII.

Recordemos, brevemente, las razones de reconocer una importancia particular a estos dos textos. El Símbolo
de los Apóstoles ya  no  es  considerado  como  un  producto  directo  de  los  Doce,  sino  “como  el  resumen  fiel  de  
su fe. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho: es el
símbolo que guarda la Iglesia romana, donde Pedro fijó su sede, el primero de los Apóstoles, y a donde llevó
la  sentencia  común”,  siguiendo  la  anotación  de  Ambrosio  de  Milán  (Explanatio  Symboli  7;  CIC  194).

Mientras  que  “el  Símbolo  llamado  de  Nicea  Constantinopla  conserva  su  gran  autoridad  por  el  hecho de haber
emanado de los primeros concilios ecuménicos (325 y 381). Permanece común a todas las grandes Iglesias de
Oriente  y  Occidente”  (CEC  195).

Por este motivo la comisión Fe y constitución (del concilio ecuménicos de las Iglesias) decidió servirse, a guisa
de herramienta teológica y metodológica, del Símbolo de Nicea-Constantinopla de 381 para señalar las
afirmaciones  fundamentales  de  la  fe  apostólica  que  es  necesario  explicar”  a  nuestros  contemporáneos:  este  
texto, más que  cualquier  otro,  “fue  universalmente reconocido como expresión normativa del contenido de
la fe apostólica, forma parte de la herencia histórica del cristianismo contemporáneo, es utilizado en la
liturgia  desde  hace  siglos  para  expresar  la  fe  única  de  la  Iglesia”  (Confesar  la  fe  común, Introducción, & 12).
Este   “símbolo   conciliar,   extensamente   aceptado   se   convirtió   en   el   símbolo   ecuménico   de   la   unidad   de   la  
Iglesia   en   la   fe.   Esta   función   de   Símbolo   le   fue   reconocida   a   partir   de   1927   por   Fe   y   Constitución”,   dice  
también el mismo texto. Los dos Símbolos son, por los demás, largamente convergentes, pero como es
comprensible, los Padre latinos comentaron preferentemente – cuando lo hicieron – el símbolo occidental,
emanado; los Padres orientales hicieron lo propio con el de Nicea. En ambos casos, lo hicieron en función de
la profesión de fe hecha con ocasión del bautismo, articulando las verdades de este Símbolo bautismal
“según  su  referencia  a  las  tres  personas  de  la  Santa  Trinidad.  El  símbolo  es,  por  tanto,  dividido  en  tres  partes.
Primero se ocupa de la primera persona divina y de la obra admirable de la Creación; enseguida de la
segunda persona divina y del misterio de la Redención de los hombres; finalmente se ocupa de la tercera
persona divina, fuente y principio de nuestra santificación. Estas tres partes distintas, vinculadas entre sí, las
llamamos artículos. Tal como en nuestros miembros hay articulaciones que los distinguen y separan, de la
misma manera, en esta profesión de fe, se ha dado con precisión y razón el nombre de artículos a las
verdades  que  debemos  creer  en  particular  y  de  una  manera  distinta”  (CEC  189-191).

Así pues, en armonía con el orden bautismal dado por Cristo (Mt 28, 19), el Símbolo de los Apóstoles es ante
todo un símbolo bautismal de la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, que constituyen – Ireneo lo
decía ya – los  tres  “artículos  y  capítulos  de  la  fe  cristiana.

Hay que reconocerlo: si numerosos Padres latinos comentaron el Símbolo de los Apóstoles frente a los
candidatos al bautismo, a menudo en un lenguaje más alusivo que metódico, pocos Padres griegos han
expusieron su manera de comprender el de Nicea. El último de ellos – casi -, San Juan Damasceno, nos
ofreció, sin embargo, su tratado de la Fe Ortodoxa, el cual – subrayaba Jugie - “no   es   otra cosa que una
explicación desarrollada del Símbolo de Nicea- Constantinopla”.  La  explicación  es,  por  momentos  tan  técnica  
que se vuelve incomprensible en varios puntos, incluso para muchos lectores teológicamente cultivados.
Salvo que una u otra vez, no la emplearemos muchos, a pesar de la gran admiración que nos inspira.

En general, los Padre, en su comentarios del Credo o del Símbolo de Nicea no estaban preocupados en saber
lo que estos textos querían decir para los contemporáneos de sus autores, sino más bien, estaban
preocupados de su significación para aquellos que los escuchaban. Cada cual leía el resumen de la fe a la luz
de los problemas de su tiempo.

Rainiero Cantalamessa lo comprendió bien y analizó esta evolución histórica de sentidos sucesivos
presentados por los artículos del Credo. Siguiendo a Lonergan, subraya que las definiciones dogmáticas de la
Iglesia son estructuras abiertas, capaces de acoger las elongaciones que un dogma determinado recibe con el
correr de los tiempos, gracias al aumento de la fe de la Iglesia. El dogma se acrecienta con la lectura de la
Iglesia.

Pero,   ¿en   qué   consiste   esta   “lectura   espiritual   de   los   dogmas?   Dicha   lectura   considera   su   sentido  
permanente, mientras que su lectura crítica, histórica o filosófica tiene en cuenta, sobre todo la diversidad de
los horizonte culturales de las épocas de formulación y de interpretación, con el riesgo de ver disolverse al
dogma, porque esta relectura crítica hace abstracción de su elemento perdurable: el Espíritu Santo, luz de los
dogmas (dice un Padre). Semejante lectura crítica puede ser calificada, a la luz de la oposición paulina entre
letra y espíritu – de literal.

La lectura espiritual de los dogmas se diferencia, además, de toda lectura crítica porque no es una obra
individual sino eclesial, la obra de la Tradición. Esta lectura espiritual es eclesial. No convierte en inútil la
lectura crítica sino la supone y la trasciende. Como la lectura espiritual de la Escritura no anulo son sentido
literal, sino que lo preserva y le asegura un valor perdurable, analógicamente la lectura espiritual de los
dogmas no destruye su significación original, sino que le garantiza un interés durable.

Estas explicaciones de R. Cantalamessa (Credo in Spiritum Sanctum, Roma, 1983, I, 109-111) juntan a todas
luces – a propósito del Credo – la  doctrina  del  Concilio  Vaticano  II  sobre  “la  Tradición  apostólica  que  se  sigue  
en  la  Iglesia  con  la  asistencia  del  Espíritu  Santo”.  (Dei Verbum, § 8, para ser leído) entero, desmenuzando y
desarrollando las múltiples conexiones del Credo.

En la actualidad, los comentadores de estos dos Credo, manifiestan la misma preocupación de responder a
las dificultades que suscitan en el momento actual. Por tanto, nos pareció que podríamos, sin inconveniente
alguno, e incluso con pertinencia para una mejor inteligencia de los pensamientos de los Padres, evocar
también las apreciaciones de los comentadores de nuestro tiempo, no sólo católicos, sino también ortodoxos
y protestantes. El contraste entre estos puntos de vista antiguos y recientes, permite percibir mejor las
orientaciones fundamentales de unos y otros. Así, hemos utilizado y citado:

el  volumen  publicado  por  los  autores  de  una  “catequesis  ortodoxa”  bajo  el  título  Vocabulario  de  teología  
ortodoxa, precedida por una carta y bendición del metropolita Meletías (Ed. Cerf, 1985).
Dos vive, por el P. Cirilo Argenti animador del equipo que dio vida al volumen precedente (Ed. Cerf, 1979);
Kart Barth, Credo, Ginebra, Labor et Fide, 1969 (2ª edición), traducción francesa del original alemán,
aparecida en Zurich en 1936. El Teólogo de Bâle es un poco, para el mundo protestante de hoy, lo que los
Padres de la Iglesia son para los católicos y ortodoxos. Igualmente, en 1972, W. Pannenberg nos entregaba
Fe de los apóstoles;
Confesar la fe común. Explicación ecuménica de la fe apostólica tal como es confesada en el Símbolo de
Nicea Constantinopla (381), redactada bajo la responsabilidad de la comisión Fe y Constitución del Consejo
ecuménico de las Iglesias, con un prefacio de J.- M. R Tillard (Ed. Cerf, 1993). La obra presenta
pensamientos que recogieron la adhesión de numerosos teólogos ortodoxos, protestantes y católicos.

En general, no hemos retenido, al citar estas obras, sino las opiniones con las que nos sentimos
personalmente de acuerdo porque, especialmente, se nos muestran conciliables con las doctrinas de la
Iglesia católica.

Igualmente  hemos  citado  abundantemente  el  Catecismo  de  la  Iglesia  católica,  porque  sigue  “el  Símbolo  de  
los Apóstoles que constituye, por así decirlo, el más catecismo   romano”   – lo   expuesto   `por   el   CI”está  
completado por referencias constantes al símbolo de Nicea-Constantinopla, a menudo más explícito y más
detallado”  (CIC  196;  volumen  publicado  por  Mame  – Plon, Librería Ed. Vaticana, 1992) – y utilizado también J.
Ratzinger, la Fe cristiana ayer y hoy (1968).
De esta manera, esperamos favorecer, en los lectores cristianos la tendencia a una profesión cada vez más
común de la fe de los apóstoles.

En otros términos, perseguimos aquí el mismo fin que animó a los sucesores de los apóstoles, los obispos en
comunión con la Sede apostólica, durante los siglos III y IV, cuando estaban preocupados por profesar
conjuntamente una fe común. Con un matiz; además, deseamos más explícitamente que ellos continuarlo en
comunión con todas las comunidades de bautizados, al límite con todos los bautizados.

De ahí nuestro interés particular por los comentarios patrísticos del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de
Nicea: fueron precisamente los Padres de la Iglesia los que colaboraron en el génesis mismo del texto
definitivo de estos dos símbolos. Los padres del Occidente latino, Ambrosio y Agustín, por ejemplo,
comentaron un enunciado del símbolo roano menos completo que nuestro texto actual, el texto recibido,
que se remonta a la primera mitad del siglo VIII, trescientos años después. Igualmente, el principal
comentador en lengua griega del símbolo de Nicea, el obispo Cirilo de Jerusalén, escribía treinta años antes la
edición de este Símbolo

Completada por el Concilio de Constantinopla I, en 381.

Los problemas que se presentaron a Cirilo, Ambrosio y Agustín cuando quisieron hacer comprender a sus
ovejas cada uno de estos símbolos y la manera como los resolvieron, resultan estimulantes en el horizonte de
nuevos esfuerzos orientados hacia una profesión de fe común católica y ecuménica, sea en el contexto de
una inteligencia común de estos dos símbolos de parte de las Iglesias y comunidades eclesiales en el seno del
Consejo ecuménico de las Iglesias, sea incluso (caso poco probable) con miras a una redacción nueva.

Además, habría que remarcar que en esos primeros siglos de la Iglesia cristiana, la existencia de una Iglesia
“indivisa”   (periódicamente   perturbada,   por   lo   demás,   por   rupturas   de   comunión   entre   obispos   de  
Constantinopla y Roma) no impedía de ninguna manera grandes divisiones al interior de lo que se llamaría
hoy  la  “cristiandad”.  A  los  ojos  de  los  católicos,  como  lo  han  subrayado  numerosos  Padres,  el  bautismo  dado  
por los arrianos en el nombre del Padre, del Hijo inferior y del espíritu aun menor es inválido. Sin embargo, ya
cuando   se   preparaba   el   primer   concilio   de   Constantinopla,   poco   antes   de   381,   tendencias   “ecuménicas”  
influenciaron la redacción del tercer artículo del Credo de Nicea-Constantinopla, cuando se evitó,
provisionalmente, mencionar explícitamente la divinidad del Espíritu santo, aun cuando el segundo artículo
había proclamado tan claramente la del Hijo, en 325. Se había querido luchar contra el arrianismo, se quería
ahora depurarse de los semi-arrianos, finalmente condenados por el canon I. Il. Los comentarios patrísticos
de   estos   dos   símbolos,   ambos   introducidos   en   el   culto,   nos   manifiestan   la   importancia   de   una   “teología  
transfigurada  en  doxología”,  siguiendo  la  feliz  expresión  de  Olivier  Clément.  Por  un  lado, para un creyente,
conviene que el conocimiento y el reconocimiento de Dios creador y salvador culminen en alabanza amante
de Aquel que es nuestro origen y nuestro fin; por otro lado, la admiración respecto de Dios reconciliador
debe culminar en una participación en su obra reconciliadora, especialmente entre comunidades de
bautizados. A falta de plena comunión en la expresión de la fe y en la celebración de la eucaristía, y con miras
a prepararnos y a disponernos, podemos ya decir y repetir juntos credo et credimus, creo, creemos en el
padre, en el hijo y en su Espíritu Santo. Creyendo en cada uno de los tres que son uno, les pedimos que nos
consuma en la participación de su unidad.

La recitación del Credo, en la esperanza y con amor, nos prepara al martirio.  “Porque  creo  en  Dios  vivo  y  en  
su  Cristo  cuyo  espíritu  me  imprimió  el  sello,  he  aprendido  a  no  temer  nada,  incluso  la  muerte”.  Tal  es,  nos  lo  
recuerda el cardenal Henri de Lubac - la declaración por la cual Nicetas de Remesiana, obispo en la Serbia de
principios del siglo V, termina su explicación del Credo, exhortando a todos los fieles a hacerla suya, cuando
fuesen víctimas de las persecuciones.

Y el teólogo francés de agregar: si es cierto que este símbolo contiene en resumen todo el conjunto del
dogma,  él  mismo  se  resume  en  la  fórmula  sorprendente  del  signo  de  la  Cruz”:  “en  el  nombre  del  Padre  y  del  
Hijo  y  del  espíritu  santo,  signo  que  el  cristiano  debe  siempre  trazar  sobre  él  con  el  más  grande  respeto.”

El autor París, domingo de las Misiones

20 de octubre de 1996.

La bibliografía está indicada en parte en la Introducción y en parte en las notas década capítulo. Citamos especialmente: P.- Th
Camelot, “Profession  de  foi  baptismale  et  Symbole  des  Aportes, La Maison-Dieu 134 (1978), 19-30.; J.N.D. Nelly, Early Christian
Creeds, Londres, 1960; J. de Ghellinck, Patristique et Moyen Âge, t. I, París, 1946 ; Holstein, Formules de Symbole dans Irenée,
RSR 34 (1947), 457 s. ; V. Grossi, Regula Veritatis dans Irenée , Augustinianum 12 (1972) 437-463 ; D. Van den Eynde, Les
normes  de  l’enseignemenmt  chrétien  dans  la  litterature  patristique  de  trois  premiers  siècles, París 1933 ; P. Benoît, Les origines
du Symbol des Apôtres dans les Nouveau testament , Exégèse et théologie, T. II, París, 1961, 193-211 ; C. Eichenseer, Das Symb.
Apost. Beim Heil. Augustinus, St. Ottilien, 1960

Para las siglas utilizadas, ver p. 179,

En un estudio destacable (The Sitz im Leben of the Old Roman Creed, Studia Patristica XIII, 409-421, TU, Berlín, 1975. P.
Smulders piensa haber mostrado que el origen del segundo artículo del Credo se sitúa en Asia Menor, durante el siglo II; según
él, el resumen de Evangelio contenido en este egundo artículo, compuesto por siete miembros, se remonta a Melitón y
Policarpo; se trata de una secuencia glorificadora”,  mediante  la  cual  se  confiesa  al  Padre  en  tanto  que  glorifica  al  Hijo  y  por  Él  
vendrá a juzgar al mundo: el origen del Símbolo no consiste, pues, en un resumen de enseñanza ni en un texto polémico
agnóstico, aunque haya servido después pariambos usos; mostraría la influencia sobre la Iglesia de Roma de una confesión de
Cristo señor que circulaba en Asia Menor.

M. Jugie, art. S. Jean Damascène, Dictionnarire de théologie catholique VIII, 1 (1924), 698.

Ver  A.  de  Halleux,  “Por  una  profesión  común de  la  fe  según  el  espíritu  de  los  Padres”,  Revue Théologique deLouvaine 15 (1984),
275-296 (especialmente 278-280).

O. Clément, Préface à Dieu est vivant. Cathechisme pour les familles, Paris, ed. du Cerf, 1979, 11.

Ya las antiguas Iglesias orientales, las Iglesias ortodoxas y la Iglesia católica pueden decir conjuntamente, en griego, el Credo de
Nicea Constantinopla; el agregado explicativo del Filioque no figura más que en el texto latino.

H de Lubac, La foi chrétienne, Essai sur la structure du Symbole des Apôtres, París, 1969, 78-80

Nicetas de Remesiana, De símbolo 14; ML 52, 874.


Preámbulo
La fe

El Símbolo de los Apóstoles expresa la fe de las Iglesias cristianas. Aparece alrededor de 170 después de
Cristo. Sus diferentes versiones comienzan invariablemente por una afirmación de fe, individual (Credo) o
colectiva (Credimus): creo, creemos. Ninguna contradicción: el bautizado cree en el misterio de Cristo en
tanto que miembro de la Iglesia, gracias a ella, a causa de su testimonio; mucho antes, San Agustín, podía
decir:  sin  la  Iglesia,  no  creería  en  el  Evangelio”.

La primera palabra del Símbolo, Credimus, supone ya la última, especialmente en su formulación agustiniana
y africana: per sanctam Ecclesiam catholicam: la Iglesia particular cree, a través de la Iglesia universal, por
medio de ella, en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu.

Mucho antes que Agustín, en Cirilo de Jerusalén, a partir de 348, remarcamos el nexo entre profesión de fe
de la Iglesia particular – “creemos”  y  su  objeto:  “la Iglesia  universal”:  “creemos  […]  en  una  sola  santa  Iglesia  
católica”.  Dicho  de  otra  manera;  nosotros,  que  escuchamos  unos  frente  a  otros  nuestras  profesiones  de  fe,  
vemos   con   “los   ojos   de   la   fe”   lo   que   nuestros   sentidos  no   nos   permiten   ver   o   escuchar:   la   fe de la Iglesia
universal, esta Iglesia que condiciona todas las Iglesias particulares.

Cirilo de Jerusalén, precisamente, nos describe claramente las características de esta fe de la Iglesia en la que
participa la fe de cada creyente bautizado: siempre como correspondencia analógica al fundamento de toda
vida social, la fe cristiana es inseparablemente dogmática y pascual, confiante, carismática, operacional y
todopoderosa. Retomemos el pensamiento de Cirilo sobre estos diferentes aspectos, en su quinta catequesis.

Ante todo, la fe rige la vida de todas las sociedades naturales; en tanto que significa e implica confianza
recíproca,   está   presente   en   todos   lados,   “todo   lo   que   se   hace   en   el   mundo,   incluso   por   aquellos   que   son  
ajenos a la Iglesia, se realiza por  la  fe”:  y  el  obispo  pone  ejemplos:  matrimonio  (contrato  nupcial),  agricultura,  
navegación: por la fe de los navegantes, poniendo su confianza en una miserable construcción de madrea,
cambiando contra la agitación incesante de las olas el elemento firmísimo que es la tierra, exponiendo sus
personas  por  esperanzas  invisibles  y  conduciendo  con  ellos  la  fe,  más  segura  que  cualquier  ancla”.  

La vida humana, familiar y profesional reposa sobre la fe-confianza; es. Pues, manifiesto que la fe cristiana,
en su prolongación no es irracional. La fe en la sociedad divina de la Trinidad, a través de la sociedad humana,
divinizada que es la Iglesia, prolonga las relaciones de fe al interior de la sociedad humana.

Fe dogmática: para Cirilo, la fe dogmática es aquella por  la  cual  el  alma  “da  su  asentimiento  sobre  tal  verdad”  
(por ejemplo que Jesucristo es señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos, Rm 10, 9) Ella salva el alma.
El  buen  ladrón,  “convertido  en  creyente  en  un  instante”,  es  su  modelo.
En otros términos, para Cirilo, la fe no es solamente confianza en otro, sino también adhesión a su Palabra. Es
objetiva y no solo intersubjetiva. No sólo la de los sanados por Jesús en los sinópticos, sino también aquella
que  pregunta  Cristo  en  el  evangelio  de  san  Juan:  “creen  que  Jesús  es  el  Cristo,  el  Hijo  de  Dios”  (20,  31).  Esta  
fe  dogmática  puesta  en  la  divinidad  y  en  la  Resurrección  de  Cristo  por  Dios:  retiene  la  fórmula  paulina:  “si  
crees  que  Dios  ha  resucitado  a  cristo  de  entre  los  muertos”  (fue  así  que  fue  constituido Señor). Para Cirilo,
esta fe pascual prolonga y actualiza la de Abrahán, quien ofrece a Dios a su único hijo, creyendo que Dios
puede   resucitar   muertos”   (ver   He   11,   19).   Es,   pues,   una   fe   sacrificial,   puesta   sobre   el   sacrificio   pascual   de  
Jesús, poniendo el acento sobre la Resurrección.

Por consecuencia es fácil comprender que, para Cirilo, que hacía eco al Nuevo testamento, esta fe dogmática
y   pascual   se   convierte   en   operacional,   que   tiene   “la   virtud   de   realizar   lo   que   excede   al   humano   poder”  
porque  “es la  fe  que  transporta  montañas”:  “en  el  alma,  en  un  abrir  y  cerrar  de  ojos  realiza  los  más  grandes  
proezas.  Cirilo  señala  que  el  alma,  de  esta  manera  iluminada  por  la  fe,  abarca  los  confines  del  universo”;  sin  
duda quiere decir que anuncia el misterio de Cristo en el mundo entero. Creyendo en la omnipotencia de
Dios,  participa  en  ella.  Esta  fe  carismática,  operadora  de  milagros,  es  obtenida  por  el  creyente  teniendo  “la  fe  
que  depende  de  ti”;  es  decir  de  él  mismo.

Haciendo eco a las epístolas pastorales de Pblo (1 Tm 6, 20; etc), Cirilo termina su presentación de la fe
explicando  que  es  un  depósito,  manifestando  la  confianza  de  la  Iglesia  en  los  bautizados,  un  “tesoro  de  vida”,  
del que pedirá cuentas el Maestro cuando se manifieste gloriosa su segunda venida. Se  tratar  pues  de  “velar”  
para   no   ser   “despojado”   de   este   tesoro   por   el   enemigo   a   través   de   cualquier   herejía”   que   un   herético   no  
falsifique   ninguna   de   las   verdades   a   ustedes   transmitidas”.   El   bautizado   debe   pues   conservarlas  
cuidadosamente, sabiendo que Dios  les  pedirá  cuentas  de  nuestro  depósito”.

Por tanto, la fe no implica, solamente, la confianza del creyente en Cristo, sino también la de la Iglesia en el
creyente. Es, pues, reciprocidad de confianza, a la espera de la devolución del depósito confiado. Cirilo es
incorporado, sobre diferentes puntos, en su comprensión del acto de fe solicitado al catecúmeno por su
admisión   al   bautismo,   por   Agustín.   Ya   para   el   obispo   de   lengua   griega,   la   “fe,   ojo   que   ilumina   toda  
consciencia, es también la fuente de la inteligencia”   (Is   7,   9)   porque   el   profeta   dice   “si   no   creen,   no  
comprenderán”   (una   de   las   bases   del   pensamiento   agustiniano   sobre   la   fe   que   abre   el   acceso   a   la  
comprensión). Además, el prólogo de De Fide et symbolo de Agustín (siempre en la evocación de Is 7, 9) no es
menos que su predecesor hierosolimitano preocupado de preservara los fieles de interpretaciones heréticas
del Símbolo. Las perfidias subtituladas de los heréticos podrían alterar en nosotros esta fe esta fe si una
piadosa y prudente vigilancia no subviniese. La fe católica es llevada al conocimiento de los fieles por medio
del   símbolo,   que   la   confía   a   la   memoria   en   un   texto   tan   breve   como   la   materia   lo   permitía…   Bajo   esos  
términos lacónicos del Símbolo, la mayor parte de los herejes esparció su  veneno…  La  exposición  de  la  fe  (a  la  
cual los hombres espirituales se entregan) sirve para defender el Símbolo, contra los lazos de la herejía, la
protección de la autoridad católica.
Es necesario, según Agustín, contar de antemano con las tentativas (de origen diabólico) que apuntan a
corromper la fe de los cristianos y su expresión normativa: el Símbolo. El rol de los hombres espirituales (de
los  teólogos  ortodoxos,  diríamos  hoy  día)  es  el  de  ayudarlos  a  una  comprensión  correcta  de  ese  “tesoro”.

Se percibe en las reflexiones sucesivas y convergentes de Cirilo y de Agustín la existencia de una tensión
entre dos peligros: por una parte el símbolo debe ser breve para ser útil, por otra parte, si es tal los herejes
podrían deslizar sus interpretaciones heterodoxas en los espíritus. El único medio de escapar
simultáneamente a todos los peligros consistirá en la adhesión a la interpretación de los sucesores de los
apóstoles,  es  decir  de  la  santa  Iglesia  católica,  mencionada  al  final  del  “tesoro”.

San Agustín, aún como simple sacerdote, expresaba su comentario del Símbolo en octubre de 393, para un
Concilio celebrado en hipona, menos de cincuenta años después las catequesis bautismales de Cirilo. Cuatro
siglos y el gran Doctor árabe-griego, san Juan Damasceno, retoma en su Fe ortodoxa las imágenes de Cirilo y
algunos pensamientos de Agustín sobre la fe-confianza base de la sociedad humana, no sin subrayar de una
manera   más   nerviosa   estos   dos   puntos:  por   una   parte,  la   ortodoxia   se   consuma   en   la   ortopraxis,   la   “fe se
consuma  en  la  acción  de  aquel  que  cultiva  la  piedad  y  la  obediencia  a  los  preceptos”.  Sobreentendido:  sería  
difícil  perseverar  en  la  fe  despreciando  los  mandamientos.  Por  otro  lado,  “es  infiel,  creyente,  aquel  que  no  
cree según la Tradición de la Iglesia”.

La interpretación del Credo-Credimus en los Padres griegos y latinos manifiesta, pues, con constancia el
carácter   eclesial   de   la   fe   personal   como   la   implicación   para   las   persona   de   la   fe   eclesial.   Mi   “creo”   de   la  
Iglesia,  y  ese  “creemos”  se  despliega  en cada uno de los “creo”.

Dato fundamental, siempre presente hoy día en los comentadores modernos del Credo. Escuchemos entre
ellos   al   gran   teólogo   protestante   Barth:   “Decir   Credo es confesar. Ahora bien, el sujeto que confiesa es la
Iglesia…  Cuando  la  Iglesia reconoce la realidad de Dios dirigiéndose a los hombres bajo la forma de ciertas
verdades recibidas de la Revelación divina, este acto de reconocimiento público y responsable se expresa en
una confesión, un símbolo un dogma, un catecismo, en los artículos de fe. Cuando un individuo dice Credo, se
asocia  a  un  reconocimiento  público  y  responsable  proclamado  por  la  Iglesia…  En  la  confesión,  la  Iglesia  sólo  
habla  y  escucha  verdaderamente”.

El autor había corregido anteriormente el exceso manifiesto del adjetivo   “sólo”   precisando   así   su  
pensamiento.  “Credo, a la cabeza del símbolo, significa ante todo el acto por el cual el hombre reconoce la
realidad de Dios que se dirige a él. La fe es una decisión; el acto mismo que excluye la incredulidad y triunfa
sobre lo que se opone a una realidad que se afirma por el contrario viva y verdadera: El hombre toma esta
decisión: Credo…  La  fe  vive  del  llamado  al  que  ella  responde…  por  esta  decisión,  el  hombre  se  somete  a  la  
decisión  de  Dios  en  el  que  cree”.

Barth pone particularmente   de   relieve   el   doble   aspecto   volitivo   del   acto   de   la   fe:   “éste   es   un   acto   de  
inteligencia puesta bajo el imperio de la voluntad libre que se adhiere a la voluntad libre del Dios creador y
salvador:  una  decisión  de  sumisión  a  la  decisión  de  Dios”, queriendo colocarme en el ser y salvarme.
De la misma manera, los comentaristas católicos y recientes insisten sobre el rol de la voluntad libre en el
acto  de  fe:  así  P.  Lippert  entre  las  dos  guerras  mundiales:  “la  fe,  adhesión  de  la  inteligencia,  es  también amor,
don  del  ser  entero”.

Más recientemente, el Catecismo de la Iglesia católica, citando a Agustín y Cirilo de Jerusalén, presenta, a
veces con matices importantísimos, las enseñanzas sobre la fe y sobre la comprensión del Credo que hemos
encontrado en los Padres. Citemos:

“Mediante  la  fe,  el  hombre  somete  completamente  su  inteligencia  y  su  voluntad Dios…  La  Escritura  (Rm  1,5;  
16,  26)  llama  obediencia  de  la  fe  a  esta  respuesta  del  hombre  al  Dios  que  revela”  (143);

Abraham es el modelo de esta obediencia,  la  Virgen  María  es  su  realización  más  perfecta”  (144-149); siempre
retomando con precisión la analogía social de la fe, es decir la confianza intersubjetiva en la vida cotidiana, el
CIC acentúa con fuerza el carácter trascendente del acto de fe, cuya certidumbre absoluta sobrepasa las
confianzas   relativas   de   las   ínter   subjetividades   humanas:   “adhesión   personal   a   Dios   y   asentimiento   a   la  
verdad que ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiar
totalmente en dios y creer absolutamente en lo que dice. Sería vano y falso poner una fe tal en una criaturas
(ver Jr 17, 5-6; Ps 40, 5 y 146, 3-4)”,  dice  el  CIC  (154  y  150);  “la  fe  busca  comprender,  es  inherente  a  la  fe  que  
el creyente desee conocer mejor a Aquel en quien ha puesto su y comprender lo que ha revelado; un
conocimiento  más  penetrante  llamará,  a  su  turno,  a  una  fe  más  grande,  cada  vez  más  abrasada  de  amor”  y  el  
CIC  cita  aquí  (§158)  a  san  Agustín;  creo  para  entender  y  entiendo  para  creer”  (sermón  43,  7  y 9).

Finalmente, como los Padres, el CIC subraya la reciprocidad entre fe personal y fe eclesial (166-169);  “creo”:  
es  la  fe  de  la  Iglesia  profesada  personalmente  para  cada  creyente…  es  también  la  Iglesia  nuestra  Madre  que  
nos  enseña  a  decir:  “creo”,  “creemos”…  La  Salvación  viene  de  Dios  solo,  pero  porque  recibimos  la  vida  de  la  
fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre. El CIC cita aquí a un Padre del siglo V, Fausto de Riez: Creemos
en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de
nuestra  salvación”.  

Agustín, Contra Epsitulam Fundamenti, 5, 6; CEC 119.

Agustín, Sermón 215; DS 21.

San Cirilo de Jerusalén, Catéchès; trad. Bouvet, Namur, 1962; cat V, citando sucesivamente las alinéas III, X, V, XI, XIII en el
curso de las páginas siguientes. En esta alinéa, III, Cirilo de Jerusalén expone brevemente el argumento que san Agustín
desarrollara con precisión y profundidad en su pequeño tratado De Fide rerum quae non videntur, primera parte.

San Juan Damasceno, fe ortodoxa IV 10; MG 94, 1128 A.

Kart Barth, Credo, Ginebra, 1969, 10-11; traducido de la edición alemana original de 1936, por P. y J. Jundt.

Ibid., 8-9

Ver CEC 155 citando a santo Tomás de Aquino y el primer concilio del Vaticano.
Artículo Primero. Creo en Dios Padre Señor de todo, Creador
del cielo y de la tierra

En la actualidad, los creyentes cultivados están conscientes de profesar, ante todo, su fe en un Dios que es
primeramente Padre de un Hijo único, el Cristo, antes de ser el nuestro, y en el que creó el cielo y la tierra.

Sin embargo, en los espíritus de algunos cristianos de nuestro tiempo, el horizonte trinitario, tan familiar a los
primeros cristianos, parece haber desaparecido largamente y sobre todo el fondo de un cuadro familiar de
toda su reflexión y concepción del mundo. Los comentarios de los Padres de la Iglesia, tan llenos de la
Trinidad, no podrían, pues, más que sorprenderlos. ¡Tanto mejor!

Nuestro itinerario será, pues, el siguiente; en una primera parte, analítica, interrogaremos, sobre todo a Cirilo
de  Jerusalén  Agustín  y  Juan  Damasceno  sobre  las  distintas  significaciones  de  las  palabras  “Padre”,  Señor  de  
todo”,  “Creador”,  “cielo”  y  “tierra”;  luego  nuestra  segunda  parte  abordará  la  visión  sintética  del conjunto del
primer artículo en los mismos Padres. Terminaremos este primer artículo recogiendo algunas opiniones
recientes.

Creo en Dios Padre

En la cuarta catequesis bautismal san Cirilo de Jerusalén (pensando especialmente en los gnósticos, en los
maniqueos   y   en   los   arrianos)   se   expresa   en   lo   que   llama   él   mismo   un   “breve   resumen   de   los   dogmas  
esenciales”:  “Que  nuestra  alma  reciba  primeramente  el  dogma  fundamental  que  concierne  a Dios, no hay
más que un Dios, uno solo, sin nacimiento, sin comienzo, sin cambio ni mutación. No ha sido engendrado por
otro, no existe otro ser para tomar la sucesión de su vida. No ha comenzado a vivir en el tiempo, no existe,
tampoco, fecha en la que termine. Es a la vez bueno y justo. Aquel que hace las almas y los cuerpos, el único
autor del cielo y de la tierra. Autor de una multitud de criaturas, pero Padre de uno solo antes de todos los
siglos,  de  uno  solo  que  es  Jesucristo,  por  quien  hizo  todas  las  cosas,  las  visibles  y  las  invisibles”.

Queda claro que este texto quiere situar la fe en Dios único, en Dios Padre con referencia a un  “politeísmo  
gnóstico”  rechazado:  el  Padre  sin  nacimiento  no  tiene  un  Padre,  no  ha  sido  engendrado  por  otro.  Su  hijo  no  
es un sucesor que lo reemplazaría, porque no tiene fin, no muere, a diferencia de los padres terrestres.
Contra los maniqueos, Cirilo afirma que este Dios Padre hizo los cuerpos, como la tierra y el cielo, es decir la
materia y los espíritus que son los ángeles; no es contrario a la dignidad de este Dios crear la materia. Contra
los arrianos, más recientes (las catequesis se sitúan a partir de 348), el obispo de Jerusalén proclama este
Dios solo, el Padre, es Padre de uno solo, Jesucristo, y es por él que crea el universo.

Bien entendido, Cirilo, no pretende de ninguna manera que los autores antiguos del Símbolo hayan tenido ya
en perspectiva a los gnósticos, los maniqueos y los arrianos; quiere subrayar las implicaciones lógicas de las
afirmaciones:  “creo  en  un  solo  Dios  Padre,  “hacedor”  y  “demiurgo”  de  las  cosas  visibles  e  invisibles.
En la sexta catequesis, el autor nos entrega un comentario más extendido. La principal opinión es netamente
antiarriana:  el  nombre  del  Padre  hace  pensar  inmediatamente  en  el  Hijo”  y,  luego  de  haber  concedido  que  
“en  un  sentido  largísimo  Dios  es  Padre  de  la  multitud  de  los  seres”,  subraya  en  especial  que  “por  naturaleza”  
y  “en  realidad”,  Dios  es  el  Padre  del  Hijo  único  y  solo  engendrado,  Nuestro  Señor  Jesucristo,  sin  haber  tenido  
que  emplear  el  tiempo,  sino  desde  siempre”.

Cirilo   insiste:   “No   comenzó a existir sin hijo, mientras que, más tarde, a consecuencia de un cambio de
decisión, se habría convertido en Padre; sino ante toda sustancia, antes de los tiempos, Dios posee la
dignidad paternal y es designado por ella más que por todas las otras dignidades. Su paternidad no está
acompañada de relaciones sexuales, ni de ignorancia ni de una disminución: es el Padre perfecto que
engendró un Hijo perfecto, que dio todo a Aquel que engendró. Digámoslo de pasada: estos pensamientos de
Cirilo evocan un texto,  un  poco  posterior,  de  Gregorio  Nacianceno:  “El  Padre  es  más  Padre  de  una  manera  
propia  y  singular,  no  corporal:  “singulari modo Pater. Solo: es Padre, sin consorte: Solus pater. Es Padre de
uno solo: solius, el Monógeno. Sin haber sido nunca hijo anteriormente: solum Pater. Es Padre en todo y
totalmente, lo que no se puede afirmar de nosotros: totius Pater. Es Padre desde el principio y  sin  fin”.

Cirilo y Gregorio nos ayudan conjuntamente a comparar paternidad divina y paternidad humana, para
percibir mejor su analogía y su diferencia. Un hombre puede esperar varios años antes de engendrar e
incluso no tenr nunca un hijo. Convertido en padre, su paternidad sigue siendo, respecto de él, como
cualidad accidental, distinta de su naturaleza humana. Ni paternidad ni filiación forman parte de la naturaleza
humana. Si pierdo a mi padre o a mi hijo, sigo siendo la misma persona, distinta de cualquier otra. No cambio
radicalmente.

Mientras que en Dios Padre es eternamente Padre, solamente Padre (y por consiguiente Expirador del
Espíritu), totalmente Padre, no accidentalmente sino esencialmente Padre. En Dios, la relación es una
persona que se entrega eternamente de una manera a la vez necesaria y libre.

La presentación de Dios, Padre perfecto de un Hijo perfecto, que nos ofrece Cirilo está en tan grande
armonía con el símbolo de Nicea I y la reacción antiarriana que no está prohibido pensar que tenga en ella su
origen, al menos parcial. El obispo de Jerusalén relee el Símbolo de los Apóstoles en una óptica nicena,
aunque  no  haya  conservado  el  “consusbtancial”  niceno.

Sin embargo, a los ojos de nuestro catequista obispo, el Padre único de un Hijo único ¿no es también el Padre
de una multitud de hijos y por medio de este Hijo de este hijo único? Sí, tal es el pensamiento de Cirilo,
desarrollado  a  partir  del  Evangelio:  “si  el  nombre  del  Padre  es  único,  variado,  por  el  contrario,  es  su  poder  de  
significación.  Por  este  motivo,  Cristo  mismo  dice  con  seguridad:  voy  hacia  mi  Padre  y  vuestro  Padre”;  no  dijo  
“hacia   nuestro   Padre”,   sino   que   destacó   la   distinción   anunciando   primeramente   lo   que   le   concernía  
personalmente:   “hacia   mi   Padre”   – por naturaleza – agregando   “y   vuestro   Padre”   – por   adopción.   “Si   en  
efecto, nos fue concedido decir, principalmente en nuestra oración: Padre Nuestro que estás en los cielos, sin
embargo es pura munificencia de misericordia. No es por ser nacidos según la naturaleza del Pare de los
cielos que lo llamamos “Padre”, sino transferidos por gracia del Padre, por la acción del Hijo y del Espíritu
Santo, de la esclavitud a la adopción, hemos sido admitidos, por indecible misericordia, para emplear este
nombre. Cirilo aquí hace, manifiestamente, alusión a Rm 8, 15-16. A diferencia de Cristo, Hijo único por
naturaleza, somos hijos de Dios por la gracia de una adopción misericordiosa. Diferencia radical que
fundamenta   la   “estupefacción”   de   Cirilo   “ante   la   ingratitud   de   los   hombres”   que   estigmatiza   con   estas  
palabras:   “Dios   se   ha   dignado   por   una   inefable   misericordia   ser   llamado   padre   de   los   hombres…   padre   de
aquellos que están sobre la tierra como saltamontes (Is 40, 22). Y El hombre dejó a su padre de los cielos y
dijo  al  leño:  Tu  eres  mi  padre”  y  a  la  piedra:  “Tú  eres  quien  me  ha  engendrado”  (Jr  2,  27).  He  aquí  por  qué  el  
Salmista  dice  a  la  humanidad”:  “olvida  a  tu  pueblo  y  la  casa  de  tu  padre”  (Sal  44,  11).  Algunos  hombres  han  
elegido como Dios hasta a Satán mismo, el matador de las almas, padre de los hombres no según la
naturaleza,  sino  según  la  mentira  (Jn  8,  44)”.

Luchando contra una lectura maniquea del Símbolo y luchando contra ella con las armas que le suministra la
Escritura, Cirilo subraya que la adopción misericordiosa es querida, no solamente por Dios Padre (Jn 1, 12),
sino también por aquellos que la aceptan libremente. De esta manera se muestra que los hijos adoptivos de
Dios deben consentir a su adopción para pudiese tener lugar, si se trata de adultos.

Destaquemos un punto importante; la séptima catequesis bautismal de Cirilo termina de esta manera: que el
Padre de los cielos teniendo por agradable nuestra buena voluntad nos juzgue dignos de brillar como el sol
en el reino de nuestro Padre  (Mt  13,  43)”.

Finalmente, se ve que para Cirilo, el Padre confesado por el Símbolo es inseparablemente el Padre único del
Hijo único Jesús, el Cristo, y el Padre de los justos creados y adoptados en Él y por Él. Parece, pues, que para
Cirilo, el Padre al que los cristianos entregan su fe en su primer artículo del Credo debe ser comprendido a la
luz de los evangelios de Mateo y de Juan. Para el primero, la expresión  “vuestro  Padre”  se  refiere  siempre  a  
los justos, discípulos de Cristo, el Hijo por excelencia (11, 27); para el segundo, el Padre de Jesús se convirtió,
gracias al misterio pascual, Padre de los discípulos (20, 17: el Hijo único liberó a sus hermanos de la esclavitud
del pecado 8, 34-37).  “Creo  en  Dios  Padre  de  un  hijo  único  y  Padre,  en  él,  de  una  multitud  de  hijos  adoptados.

Señor  todopoderoso  de  todo:  el  Padre  “Pantokratôr”

En su octava catequesis bautismal, Cirilo comenta la afirmación del Símbolo: el Padre es Pantokratôr, Señor
de todo. En armonía con el sentido de la palabra en la Setenta y en Apocalipsis, el obispo de Jerusalén
declara: la divina escritura y los dogmas de la verdad conocen un Dios único, que ejerce su poder sobre todo
el universo y tolera muchas cosas porque bien lo quiere. Su poder se extiende a las idolatrías, al diablo, pero
su paciencia los tolera: si tolera, no es por impotencia… [sino] para permitir dos resultados: que su derrota lo
humille mucho más y que los hombres sean coronados. ¡Oh todo sabia Providencia de Dios, que toma la mala
voluntad como base de la salvación de los creyentes! Permite al diablo luchar para que los vencedores sean
coronados y para que el diablo reciba una gran vergüenza de ser vencido por alguien más  débil  que  él”.

¿Cuál es el sentido del primer artículo concerniente a Dios Padre Pantokratôr? No se trata tanto de confesar
lo que Dios puede o podría hacer como de proclamar que ejerce actualmente su poder sobre todo el
universo. Las primeras formulaciones del Símbolo y en la actualidad su texto griego nos presenta un Dios que
domina el universo, el Todo-teniente, que tiene todo entre sus manos.
De esta manera, la Epístola de los Apóstoles hacia 160-70 nos dice: Credo in Patrem dominatorem universi
(DS1). Se puede decir que la afirmación de la omnipotencia de Dios, en el texto latino del Símbolo, representa
un desarrollo, por otro lado legítimo y necesario, con respecto a la afirmación del gobierno del universo por
Dios, pero se puede decir también que esta afirmación de omnipotencia divina está contenida explícitamente
en  Lc  1,  37:  “nada  es  imposible  para  Dios”.

Lo que es destacable, es que Cirilo se esfuerza en responder a la objeción espontánea: si Dios domina todo,
cómo explicar la idolatría, el pecado y demonio, que parecen implicar una negación de su dominación? Lo
hace introduciendo la noción de la paciencia de Dios que no es impotencia; la paciencia divina tolera por el
momento,  lo  que  el  Señor  podrá  castigar  más  tarde.  “Dios  domina  todos  los  seres y en razón de su paciencia
soporta incluso a los asesinos, ladrones y fornicarios”.

Los Padres latinos no han ignorado en su sentido literal el concepto del dios Pantokratôr: Agustín nos habla
del Dios omnitenens. Dios tiene todo en sus manos omnipotentes.

E Rufino de Aquilea (tan influenciado por Cirilo de Jerusalén) encontramos un comentario original y
netamente cristocéntrico del Padre Pantokratôr: Dios nos ha hablado por el hijo que lo ha establecido
heredero de todas las cosas, porque Él hizo los siglos. Por él, pues, retiene su dominación sobre todo
[potentatum omnium tenet]  …  Uno  solo  es  el  Señor  Jesús,  por  el  cual  Dios  Padre  retiene  la  dominación  de  
todo. El autor insiste nuevamente: [tent omnia Pater per Filium], el Padre retiene todo a través de su  Hijo”.

Dicho de otra forma, y en armonía con el pensamiento de Pablo (1 Co 15, es por el sacrificio pascual de su
Hijo que el Padre todopoderoso ejerce y conserva su dominación sobre el mundo. Destacable transición, a la
vez, hacia la proclamación del Dios creador (por el Verbo) y hacia el artículo segundo, sobre el Hijo.

Creador del cielo y de la tierra

La cúspide de estas palabras concernía a los gnósticos antes de ser extendida a los maniqueos. Cirilo de
Jerusalén consagra su sexta catequesis bautismal a la denuncia de los errores de Manes. Precede a las
catequesis  7,  8  y  9  sobre  “Dios  Padre”,  Dominador  de  todo,  creador  del  cielo  y  de  la  tierra”.

Agustín, sobre todo, que había pasado por el maniqueísmo, nos presenta contra el al Creador del cielo y de la
tierra, en su discurso de 393 ante el concilio de Hipona por el cual comenta el Símbolo. Su experiencia le
permitía conocer mejor que Cirilo las doctrinas maniqueas. Según él, los maniqueos negaban implícitamente
la omnipotencia de Dios Padre. Sigamos su  razonamiento:  “Cuando  admiten  la  existencia  de  un  elemento  que  
Dios no habría creado sino del que habría hecho este mundo en el que reconocen un orden perfecto, niegan
la omnipotencia de Dios, al punto de creer que no habría.

Podido hacer el mundo, si para construirlo, no se hubiese servido de otro elemento que existía ya y que él
mismo no había hecho. En lo que obedecen a la costumbre de ver a los fraguadores, los albañiles y otros
obreros que, sin el auxilio de los materiales ya listos, no pueden ejecutar los trabajos de su arte. Pero, si
conceden que el dios todopoderoso es el autor del mundo, deben necesariamente concluir que lo hizo de la
nada…  Aun  si  sacó  un  ser  de  otro,  como  el  hombre  del  limo,  no  lo  hizo  de  algo  que  no  hubiese  hecho,  puesto  
que la tierra  de  donde  viene  el  limo  había  sido  hecha  por  él  de  la  nada”.

Agustín, en este sermón conciliar, bastante erudito por cierto, toca un problema siempre actual. La polémica
entre catolicismo y maniqueísmo se prolongo hasta nuestros días en el contexto del evolucionismo. Éste sería
incompatible con la doctrina católica de la creación a partir de la nada (ex nihilo) si negara la creación
inmediata del alma humana o si significara que Dios habría creado el cuerpo humano a partir de especies
animales, cuerpo del que no sería, al menos inmediatamente el autor. Otra cosa muy distinta es si se admite
que el gesto creador del cuerpo humano implica la posición en el ser, por Dios, de las realidades más iniciales
a partir de la nada (DS 3896-3897).

Esto es lo que emerge claramente de la secuencia del discurso de Agustín y de su rechazo de la versión
maniquea   de   la   creación:   “Si   el   cielo   mismo   y   la   tierra   habían   sido   hechos   de   una   materia   cualquiera,   tal  
como  está  escrito:  ‘Tú  que  has  hecho  el  mundo  de  una  materia  informe’  (Sab  11,  17),  no  hace  falta  pensar  
que  esta  materia  de  la  que  fue  hecha  el  mundo,  por  informe  que  se  quiera…  haya  podido  existir  por  sí  misma,  
como si fuese coeterna y coexistente a Dios. Nosotros creemos que Dios hizo todo de la nada. Aun si el
mundo fue hecho de una materia determinada, esta misma materia fue hecha de la nada. Por un don de Dios
perfectamente ordenado, fue creado primero un elemento capaz de recibir, y luego fueron formados los
seres formados. Hemos dicho esto para nadie pueda estimar mutuamente contradictorias las afirmaciones de
las divinas escrituras en las que se hallan y que Dios hizo todo de la nada y que El mundo fue hecho de una
materia  informe”.

La  creación  del  mundo  “a  partir  de  una  materia  informe”  manifiesta  la  influencia del pensamiento platónico
(Timeo 51a) sobre el autor del libro de la Sabiduría. Pero la expresión no significa una orientación a una
escuela filosófica particular, porque ella había pasado a las escuelas más diversas de pensadores, incluidas la
de los poetas. El autor inspirado de la Sabiduría no habla de creatio prima (paso de la nada a la materia
indistinta), sino de la creatio secunda (formación de los seres a partir de una materia primera) hace alusión a
Génesis 1,2 y quiere traducir en lenguaje inteligible   el   caos   primitivo:   “la   tierra   estaba   vacía   y   vaga  
[tohûwabohu].

Agustín presentaba así a los Padres del concilio de Hipona una síntesis notable, en clima platónico, entre los
datos contrastantes, en una misma época (poco antes de Cristo) del judaísmo palestino (2 Mc t, 28: creatio ex
nihilo) y del judaísmo alejandrino (Sap 11, 17); y el pensamiento del teólogo de Hipona sería retomada por
San  Gregorio  el  Grande.  Para  Agustín,  “Dios  hizo  el  mundo  de  la  nada  y  formó  al  hombre  del  limo  de  la  tierra  
[quia tu ex terra factus es, terra vero ex nihilo, tu es creatus ex nihilo]”.

El paso de Agustín por el maniqueísmo como su fe en la unidad de las Escrituras divinas le permitieron llegar
a un profundo conocimiento del designio divino presentado en el Símbolo. Conviene, sin embargo, al
sostener la creación por el Padre todopoderoso, no desconoce que es la obra de la Trinidad entera, sin
olvidar que cada persona brilla en su modalidad propia; un solo mundo fue hecho por el Padre, a través del
Hijo, en el Espíritu” Ya en 382, diez años antes del concilio de Hipona, un concilio romano declaraba hereje a
aquel   que   negara   que   “el   Padre   creó   por   el   Hijo   y   del   Espíritu   el   universo   visible   e   invisible”   (DS   171):  
relectura antiarriana del Símbolo de los Apóstoles y de son inicial redacción romana.

Cuatro siglos más tarde, San Juan Damasceno, en el oriente grego-árabe, sería igualmente sensible a la
necesidad de subrayar la unión del Verbo y del Espíritu con el Padre en el único y mismo creador, visto
explícitamente como un fruto  del  amor  sobreabundante  de  las  personas  divinas:  “Dios  bueno  y  súper bueno
no se contentó con la contemplación de sí mismo, quiso que algunos [seres] participen de su bondad: por
esta razón, produjo, a partir del no ser hacia el ser, el universo invisible y visible y al hombre compuesto de
realidades visibles e invisibles. Creó pensando, y su pensamiento causa su obra, colmada por su Verbo y
terminada  por  el  Espíritu.”

La influencia del Pseudo Dionisio (posterior a Agustín) viene a colorear la arista antiarriana pero la necesidad
de continuar la lucha antimaniquea invita al Doctor damasceno a expresiones explícitas respecto de los
ángeles:   esa   “llamas   inmateriales”   (Ps   103,   4)   lejos   de   ser   “los   creadores   de   alguna   sustancia”   – como lo
sostienen los que son  “las  bocas  del  diablo  mentiroso”  (Jn  8)  – son criaturas de la Trinidad.

Para los maniqueos, en efecto, el diablo era el creador de la materia, realidad malvada cuyo origen no se
podía, pensaban ellos, atribuir al Dios bueno. En el Oriente que habitaba Juan Damasceno, el dualismo
maniqueo no había muerto aún.

Síntesis: Creo en Dios Padre todopoderoso, creador del cielo y de la tierra

Kattenbusch (luterano que exploró el Símbolo en su contexto histórico) comprendió bien que una
consideración analítica de los términos no bastaba para la obtención de una comprensión global; hace falta
además captar sus relaciones recíprocas. Para los primeros cristianos, Dios es, todavía, más el Padre
dominador de todo el universo que el Creador. Es el Padre del Mesías, el Cristo, en que se reúnen judíos y
griegos, superando sus diferencias; por otro lado, la versión romana del Símbolo fue compuesta por
cristianos que conocían el Antiguo Testamento.

El  “Padre  Pantokratôr”  evoca  a  la  vez  un  contexto  familiar  y  la  trascendencia del Padre respecto a los Estados
que domina: Dios, que es Padre, gobierna todo por el cumplimiento de sus voluntades soberanas.

Si  la  versión  griega  del  Símbolo  fue  la  primera,  hay  lugar  para  pensar  que  la  elección  de  la  expresión  “Padre  
Pantokratôr”   fue concebida en el contexto y del Apocalipsis y de las persecuciones, con la voluntad de
subrayar que los pe5rsecutores no escapaban de ninguna manera a la dominación del Dios todo poderoso.
Esta elección no resulta solamente de una voluntad antignóstica.

Prolegómenos modernos

Kart   Barth   desarrolla   bien   las   implicaciones   del   artículo   primero:   “El   cielo   y   la   tierra   no   son,   ellos   mismos,  
Dios;  no  han  brotado  ni  emanado  de  Dios…  Del  hecho  que  Dios  creó  el  mundo,  resulta  también  que  la  creó  
buena. El mundo es bueno para el hombre; es decir que le permite servir a Dios: tal es el contenido concreto
de la fe en Dios Creador. Pero, diciendo que Dios es el Creador, reconocemos que, en su relación de
desigualdad con Dios, el mundo posee una realidad propia, querida y puesta por Dios, mantenida, sostenida y
conducida por Él. Coexistencia desigual del Creador y de la criatura: esto significa que Dios no existe más sólo
en sí mismo sino también con y en el mundo, porque este mundo es creado en la medida en que esté.
Reconociendo a Dios Creador, no reconocemos solamente su trascendencia sino también   su   inmanencia…  
Dios  no  es  sólo  libre  frente  al  mundo,  también  está  ligado  al  mundo”.

En otros términos, cuando confesamos nuestra fe en el único Dios creador, afirmamos al mismo tiempo la
presencia de Dios en el mundo, presencia igualmente permanente que el gesto creador. Presencia también
escondida, que escapa a los sentidos, pero no a la razón bien forma a o a la fe.

Más recientemente otro teólogo conocido, salido también del mundo protestante, el luterano W.
Pannenberg,   nos   presentó   sus   comentarios   sobre   el   artículo   primero   del   Credo.   “En   la   boca   de   Jesús,   el  
nombre del Padre indica el modo particular bajo el cual – en la misión misma que dio a Jesús – el
todopoderoso Dios de Israel fue revelado como Aquél que quiere salvar a los hombres antes del juicio hacia
el cual se encaminan. Por este motivo el nombre de Padre está esencialmente ligado a la bondad
misericordiosa de dios. Es así como la realidad divina que conduce y determina todas las cosas fue abierta a
través  de  Jesús”.

“Pero   ‘cielo   y   tierra’   implican   la   permanencia   de   las   leyes   científicas   con   miras   a   la   salvación   humana.   La  
naturaleza humana no tiene en ella misma la unidad de su historia. Aquella no es vista más que por el
hombre. Sobre el fondo de la contingencia que afecta en su conjunto el único curso del devenir, las
conexiones que traducen las leyes de la naturaleza aparecen como la expresión de una voluntad divina de
permanencia, como la expresión de una fidelidad de Dios que, la primera, nos hace posible la existencia en
este mundo (fe de los apóstoles, 42-43 y 52-53).

Estas reflexiones nos ayudan a comprender los nexos que unen creación contingente, leyes científicas (asidas
como una expresión de fidelidad divina) con la paternidad adoptiva de Dios trascendente. Dios creó el cielo y
la tierra, y los gobierna con constancia y sabiduría por medio de leyes puestas al servicio de la felicidad, de la
adopción filial y de la salvación eterna del género humano.

Sin duda,   bajo   la   influencia   de   las   Iglesias   ortodoxas,   los   teólogos   preocupados   de   “confesar   la   fe   común”  
llaman nuestra atención sobre el contexto bíblico del Pantokratôr, el Padre todopoderoso. Da testimonio de
su victoria sobre sus enemigos, sobre las formas del caos, su triunfo final sobre sus enemigos: potencia de
Dios manifestada en actos: esto es lo que el Antiguo Testamento muestra en numerosos pasajes. En el Nuevo
testamento, el término, utilizado en el Apocalipsis, cargado de solemnidad, de espera y de algarabía, es un
grito de alabanza y de esperanza lanzado a lo más profundo de un mundo oscuro y terriblemente ambiguo
que parece ser la presa del Anticristo. Se encuentra esta misma confianza serena en el único pasaje del
Nuevo Testamento (fuera del Apocalipsis) donde el término Patokratôr es  empleado:  “seré  para  ustedes  un  
Padre  y  ustedes  serán  para  mí  hijos  e  hijas,  dice  el  Señor  todopoderoso”.  Patokratôr  es,  pues,  en  el  Nuevo  
Testamento doxológico y escatológico, da testimonio de la fidelidad y de la última soberanía de Dios,
fundamentos de la fe, de la confianza y de la certidumbre.
En el Evangelio, se trata de un poder tan trascendente que Dios pudo, en la Encarnación, penetrar en su
creación y por esto mismo afirmar victoriosamente que era el Amo por aquello que parecía ser la negación
absoluta y definitiva de su poder: la crucifixión del Hijo encarnado: 1 Co 1, 24-25. En la Resurrección de
Cristo, Dios revela su poder capaz de vencer el pecado y la muerte. En este sentido es que Dios es
Pantokratôr, Aquél que sostiene todas las cosas, cuyas manos sujetan firmemente al mundo y su destino, a
pesar de la realidad del mal, del pecado, del sufrimiento y de la muerte (CFC 46-48).

Excelente comentario que presenta el doble mérito de ser profundamente bíblico y de mostrar en el segundo
artículo del Credo la clave de la inteligibilidad del primero.

El documento Confesar la fe común nos ofrece hoy complementos destacables a los comentarios anteriores.
“Los  cristianos  confiesan  que  el  Dios  único  es  el  Padre  todopoderoso. Proclaman así su seguridad que su vida
y su muerte son el objeto de la solicitud parental de un Dios cuyo amor se manifestó al mundo en su Hijo
Jesucristo y permanece con nosotros en la comunión del Espíritu santo. La vida, la realidad y la historia no
están abandonadas a ellas mismas ni a las potencias y principados de este mundo, sino que tienen por base y
sostén un Dios cuyo poder es igual de ilimitado que el amor.

“[…]  Dios  Padre  es  Aquél  que  rige  toda  la  creación,  es  el  Todopoderoso.  El   Pantokratôr, literalmente: Aquél
que sostiene y gobierna todas las cosas, con sus manos, a las que pertenecen todas las cosas. Es menos la
descripción de una omnipotencia absoluta que la de una Providencia universal. El universo entero está entre
las manos del Padre; no lo abandona y no lo abandonará nunca.

“Al   mismo   tiempo,   esto   vuelve,   al   menos   en   principio,   a   destronar   a   todos   los   otros   pretendientes   a   la  
soberanía universal, al gobierno y a al dominio del mundo, de su historia y de su destino. La Iglesia proclama
el poder ilimitado que tiene Dios para realizar los designios benéficos y misericordiosos que tiene para la
humanidad y para el mundo, Las potencias de este tiempo, sean políticas, económicas, científicas,
industriales, militares, ideológica o incluso religiosas, no prevalecerán contra la omnipotencia de Dios. El
Señorío del Todopoderoso las relativiza y las juzga a las juzga a todas; cuestiona todas las formas de
esclavitud”  (CFC  36,  57-59).

Excelente comentario que responde perfectamente a la dificultad que experimentan muchos cristianos hoy
delante  la  expresión  “Dios  todopoderoso”.

El Catecismo de la Iglesia católica, profundiza también el primer artículo de nuestro Credo. El primer artículo
sitúa la fe cristiana en la prolongación de la de Israel.

Este punto fue bien destacado por el cardenal Joseph Ratzinger. El primer artículo del Símblo es la
transcripción  cristiana  de  la  profesión  de  fe  cotidiana  de  Israel:  “Escucha,  Oh  Isarel,  Yaveh,  tu  Dios  es  único”  
(Dt 6,4). La lucha de Israel para Dios se vuelve así dimensión interior de la fe cristiana. Hoy como ayer, Israel y
la Iglesia se rehúsan a adorar al pan, al pacer, al poder. El Dios escondido de la zarza ardiente, llamando a
Moisés, le revela su Nombre (Ex 3, 14). Yahvé significa un Dios personal, vuelto hacia el hombre es El, el Dios
de los Padres, Abraham, Isaac y Jacob. No un dios local, determinado por un lugar. Sino el Dios omnipresente,
el Dios de las personas, el Dios de todos.

Yahvé es el Dios supremo, Poder soberano que domina todas las cosas, por encima de todas las potencias
particulares a las que engloba. Orienta al hombre hacia el eterno reinicio del ciclo cósmico, sino hacia el
futuro, hacia fines definitivos, por medio de promesas. Es el Dios que promete (Foi chrétienne, hier et
aujourd’hui,  1969,  60-76).

El Catecismo de la Iglesia católica retoma y prolonga reflexiones análogas. Dios se ha revelado haciendo
conocer su Nombre. No es una fuerza anónima. Entregando su Nombre, Dios se entregó a sí mismo, al punto
de que lo podemos llamar, conocer más íntimamente. Dios se ha revelado bajo diversas formas, pero la
revelación  a  Moisés,  en  la  zarza  ardiente  constituye  una  Alianza:  “Yo  soy  el  que  soy”.  Nombre  misterioso,  a  la  
vez Nombre revelado y rechazo de un Nombre, que expresa Dios como infinitamente superior de todo lo que
podamos decir.

Es  el  Dios  de  los  Padres  (Ex  3,6),  fiel  en  el  pasado  pero  también  fiel  en  el  porvenir:  “Estaré  contigo”  (Ex  3,  12)  
Dios siempre ahí, siempre presente delante de su pueblo para salvarlo. Dios que escucha la intercesión de
Moisés a favor de su pueblo. Es el Dios que perdona.

En el curso de los siglos Israel (especialmente en sus profetas y salmistas) tomó conocimiento más explícito
de las riquezas contenidas en su Nombre divino. Dios es Aquél que es desde siempre y por siempre la
plenitud del ser y de toda perfección; es sólo su ser mismo y es de sí mismo todo lo que es. En esta
profundización, la traducción de la Setenta, influenciada por la filosofía griega, jugó un rol. En sentido
absoluto, Dios sólo ES. En la traducción griega (Setenta) de los libros del Antiguo Testamento, el nombre
innombrable bajo el cual Dios se reveló a Moisés, Yahvé (Ex 3, 14) traduce por Kyrios, Señor, nombre que se
vuelve desde entonces el Nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel, Solo Dios
es Señor (ver CIC 200-213; 446; 2666).

“Dios  Padre”:  si  porque  “la  invocación  de  Dios  como  Padre  es  conocida  en  muchas  religiones.  La  divinidad  es  
a menudo considerada como Padre de los dioses y de los hombres. En Israel Dios es llamado Padre en tanto
que Creador del mundo (Dt 32, 6; Mt 2, 10) Dios es Padre más aún en razón de la Alianza y del don de la Ley a
Israel su hijo primogénito (Ex 4, 22). Es también llamado padre del Rey de Israel (2 S 7, 14). Es más
especialmente el Padre de los pobres, del huérfano y de la viuda (Ps 68, 6) que están todos bajo su
protección  amorosa”.

Pero la imagen de Dios Padre debe ser purificada de ciertas asociaciones ligadas a nuestra historia personal o
cultural. Dios nuestro Padre trasciende las categorías del mundo creado. Designando a Dios con el nombre de
Padre, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: Dios origen primero de todo y autoridad
trascendente, Dios bondad y solicitud amante para todos sus hijos.

Esta ternura paternal de Dios puede también ser expresada mediante la imagen de la maternidad que indica
más la inmanencia de Dios, la intimidad de Dios y su criatura. El lenguaje de la fe saca de la experiencia
humana a los padres, que son los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia
dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar el rostro de la paternidad y de la
maternidad. Ahora bien, Dios trasciende la distinción humana de los sexos. No es ni hombre ni mujer. Es Dios.
Trasciende también la paternidad y la maternidad humanas, siendo su origen y su medida (Ep 3, 14; Is 49,
15). Nadie es Padre como lo es Dios.

Jesús reveló que Dios es Padre en un sentido inaudito: eternamente Padre en relación a su Hijo único, que
recíprocamente no es Hijo más que en relación con el Padre (Mt 11, 27; CIC 239-240).

Así, aparece – según las palabras de Juan Pablo II, en su carta a propósito del Jubileo del año 2000 (§49) que
la perspectiva del Padre que está en los cielos es la perspectiva misma de Cristo, enviado por el Padre y que
regresa hacia Él (Mt 5, 45; Jn 16, 28). Toda la vida cristiana es un peregrinaje hacia la casa del Padre, de quien
encontramos cada día el amor incondicional para todas las criaturas humanas y en particular para el hijo
perdido (Lc 15, 11-32).

Este peregrinaje concierne a la vida interior de cada persona, implica la comunidad creyente y finalmente
incluye la humanidad entera.

Resumamos: el primer artículo del Credo, alabanza del Padre, proclama y confiesa que venimos del Padre, a
la vez que sacados de la nada, gobernados por Él con un poder infinito, sello de amor, con miras a operar
nuestro retorno hacia Él.

Creados por el Padre en el Hijo, gobernados por el Padre y el Hijo, nos orientamos hacia el Padre por el Hijo y
en Él, confesando nuestra fe en su Providencia amante.

Cirilo de Jerusalén, Cathéquèses, Namur, 1962; cat. IV, 4; MG 33, 47 B.

En la gnosis cristiana heterodoxa, la divinidad está concebida como una plenitud de virtualidades, una pléroma de potencias o
eones que se desarrollan en revelación intemporal. Ver Cirilo, cat. VI, 17.

Cirilo, cat. IV; MG 33, 460.

Cirilo, cat VII, 5; MG 33, 609.

Gregorio Nazianceno, Or. Th 25, 16 ; MG 35, 1221; RJ 983; SC 284, 197.

Ver Bertrand de Margerie, La Trinité chrétienne dans l`histoire, Paris, 1975, 211, n. 11.

Cirilo, cat. VII, 7; MG 33, 613.

Cirilo, cat VII, XII y XIII; MG 33, 617.

Cirilo, cat VII, 13; MG 33, 620; ver VII, 10: en dos oportunidades, Cirilo dice ahí que Dios es impropiamente (katakrestikôs)
llamado  padre  de  los  hombres,  mientras  que  “para  el  único  Cristo,  Dios  es  Padre  según  la  naturaleza,  no  según  la  adopción”;  sin
embargo, en una visión menos inspirada por la polémica antiarriana, y más preocupada de fidelidad a la totalidad del dato
bíblico,  Cirilo  habría  podido  decir,  en  lugar  de  “impropiamente”,  “analógicamente”;  y  creo  que  esto  habría  correspondido  mejor  
a su pensamiento profundo como lo muestran los textos: Cat. VII, 13 y VII, 16, citando a Jn 1, 12 y Mt 13, 43. Ver también J.N.
Nelly, Early Christian Creeds, Londres, 1960, 2134.

Ver  cat.  VII,  7:  Cristo  mismo  dice  con  seguridad:  voy  hacia  mi  Padre  y  vuestro  Padre”,  pero  no  dijo  “hacia  nuestro  Padre”  Jn   20,
17). Sobre este pasaje, ver las explicaciones de Dom Calmet y de monseñor Catherinet (B. de Margerie, La trinité chrétienne
dans  l’histoire, 30-31); ver D. Holland (citado aquí p. 37; n. 1), 264.

Ver Bertrand de Margerie, Les Perfections du Dieu de Jésus-Christ, Paris, 1981, 290. en la Setenta, los profetas emplean 247
veces la palabra Pantokrâtor para designar al Señor soberano del cielo y de la tierra, sobre todo cuando se trata de combatir la
influencia de la religión astral de Babilonia y de expresar el imperio de FDios sobre los astros que no son dioses, sino servidores
de único verdadero Dios.

Cirilo, cat. VIII, 4.

Ver D. Holland, Pantokratôr in  N.T.  and  Creed”,  Studia  Evanagelica  VI,  Berlin,  1973,  256  – 266 (ver especialmente 261 y 263); a
partir de la afirmación del gobierno efectivo del universo por Dios, la omnipotencia de Dios a sido estudiada, ab esse ad posse
vallet illatio; Ireneo, ya en su lucha antignóstica contra el demonio kosmokratôr (Ep 6, 12) dios de este mundo siguiendo a
Marcion, utiliza varias veces la expresión Pantokratôr (AH I, 3, kosmokratôr.- Ver también A. de Halleux,   “El   Padre  
todopoderoso”,  RTL  8  (1977),  401-422.

Cirilo, cat. VIII, 5; MG 33, 629.

Rufino, Comentarium in Symbolum apost. 5; ML 21, 344 A; CCL 20, 140.

Ibid, 343 B; CLL 20, 140

Agustín, De fide et symbolo II, 2.

Ibid.

Mgr Weber, Bible pirot-Clamer, Les Sapientiaux, París, 1943, t. VI, 476 : el Dios del libro de la Sabiduría dispone absolutamente
de todo y a todo creado sin excepción alguna (1, 14; 9, 1.9; 11, 23.26; 16, 13.15). El libro no es ni panteísmo, como los estoicos,
ni dualista, como los platónicos.

Agustín, Contra felicem manichaeum II, 18; RJ 1711.

Agustín, In Jo. 20, 9; ML 35, 1561.

San Juan Damasceno, Foi orthodoxe II, 2; RJ 2349.

Ibid. II, ·; RJ 230, 2352, 2356.

F. Kattenbusch, Das Apostolische Symbol, Leipzig, 1900, t. II, 526-535; D. Holland, 262 s.

El Apocalipsis emplea el término Pantokratôr nueve veces: 1, 8; 4, 8;11,17; 15,3; 16, 7; 16, 14; 19,6; 19,15; 21, 22; matices
diferentes diversifican estos usos

K. Barth, Credo, Ginebra, 1960 (2ª edición)., 48-49.

Benedicto XVI
Artículo segundo. Creo en Jesucristo su único Hijo. El
Misterio de Cristo: Encarnación, Nacimiento, Pasión,
Muerte, Resurrección, Segunda venida como Juez

El texto inicial del segundo artículo, hacia el año 170 (?), expresaban, como el conjunto del Símbolo, la fe de
la Iglesia frente a las corrientes gnósticas. De ahí la insistencia sobre la carne de Cristo. La persistencia de esas
corrientes, en el maniqueísmo siempre vivo en la época de san Juan Damasceno (VIII-IX siglos), permite
comprender que el texto recibido haya tenido y a veces enriquecido ese texto inicial.

Examinaremos, pues, algunos comentarios griegos (Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, Cirilo de
Alejandría) y latinos (Agustino y Rufino), del Símbolo romano y del Credo de Nicea, como las opiniones de
nuestros contemporáneos.

Preámbulo: convergencia del Símbolo romano y del Credo de Nicea-Constantinopla (ver R. Cantalamessa,
Credo in spiritum sanctum, I, 104-107):  la  frase  “nacido  del  Espíritu  Santo  y  de  la  Virgen  María”  está  presente
en esos dos textos, aun cuando el Símbolo de Nicea no contenía todavía esta afirmación. Se encontraba ya en
Hipólito y en Cirilo de Jerusalén (cat. IV, 9 y XII, 3) como más tarde en Epifanio de Salamina.

En la literatura cristiana anterior al siglo III, esta afirmación ayuda a los apologistas cristianos a subrayar,
frente a los paganos, la divinidad de Jesús, y frente a los judíos, su mesianismo (ver Is 7, 14).

Inicialmente, no se hablaba más que de la Virgen María en este lugar, pero se vino a hablar también del
Espíritu Santo, con una finalidad cristológica, para subrayar la divinidad de Jesús al momento en que
exaltaba, contra los gnósticos, su humanidad hablando – contra los valentinianos – de su nacimiento, no a
través de la Virgen (per virginem) sino de ella (ex Virgine). Sin querer insistir sobre la tercera persona de la
Trinidad o sobre María, se quería subrayar, en la prolongación de Ireneo de Lyon y de Melitón de Sardes, el
doble   nacimiento   divino  y   humano   de   Jesús,   “Hijo   de   David   según   la   carne,   hijo   de   Dios   según   el   Espíritu”  
(Ireneo, Demostración § 30). Se operaba así una fusión de muchos textos cristológicos del Nuevo Testamento
(Lc 1, 35; Mt 1, 20; Rm 1, 3-4; Jn 1, 14).

El Espíritu Santo no significa aquí una persona (como en el tercer artículo), sino la naturaleza divina (ver Jn 4,
24:  “Dios  es  Espíritu”)
Los griegos
Sección primera
Cirilo de Jerusalén, 348

Su texto es - de lejos - el comentario más extendido. Presenta para nosotros, actualmente, una destacable
particularidad, pronunciado en Jerusalén, frente a las ruinas del Templo, se preocupa constantemente de los
judíos que solicitan el bautismo. Además, el catecismo de 348 nos ayuda hoy a renovarnos en la presentación
de los misterios de Navidad y del Viernes Santo, a percibir mejor el alcance de esos dos días para una mejor
comprensión de la castidad cristiana y de la penitencia vivida a la imagen del buen ladrón, bajo el signo de la
Cruz.

El Hijo eterno

Cirilo toma en cuenta a sus oyentes venidos del arrianismo o tentados por él cuando   escribe:   “Tengamos,  
pues, fe en el Hijo de dios, nacido, Dios verdadero, del Padre, porque el verdadero no engendra la mentira.
Tampoco dudó, engendró: pero engendró eternamente y más rápidamente que producimos palabras y
pensamientos…   Nosotros   que   hablamos en el tiempo, empleamos el tiempo, mientras que para la fuerza
divina,  la  generación  traspasa  el  tiempo”  (cat.  XI,  16).

Luego,  Cirilo  nos  ofrece  un  sugestivo  comentario  de  Jn  10,  30:  “El  Padre  y  yo  somos  uno”  (cat.  XI,  16).   Uno
por causa de la gloria que conviene a la divinidad: Dios ha engendrado a Dios. Uno por causa de la Realeza: el
Padre no tiene unos súbditos y el Hijo otros súbditos, como Absalón oponiéndose a su padre: sino los
súbditos del Padre son igualmente los súbditos del Hijo. Uno, puesto que las obras de Cristo no son de clase y
de otra las del Padre; no hay sino una creación universal, hecha por e Padre a través del Hijo (tou patros dia
huiou pepoièkotos).

Además,   contra   la   tentación   moralista,   Cirilo   precisa:   “no   es   Padre   quie   se   ha encarnado,   sino   el   Hijo…   El  
Padre  no  sufrió  por  nosotros  sino  que  el  Padre  envió  a  Aquél  que  sufrió  por  nosotros”.  No  se  puede  excluir  
aquí una alusión a Orígenes para corregirlo. Así se expresa Cirilo en su onceava catequesis bautismal (17).

El misterio bautismal

En la misma catequesis, el obispo de Jerusalén nos presenta el misterio de Navidad. Condenando


anticipadamente   falsas   interpretaciones   posibles   del   pesebre,   subraya   que   “el   Hijo   único   no   comenzó   a  
existir cuando nació en Belén, sino antes de todos los siglos, e insiste además: No te detenga Aquél que nace
ahora  en  Belén  sino  adora  a  Aquél  que  desde  toda  la  eternidad  ha  nacido  del  Padre…  El  Padre  es  su  origen  
extra-temporal: el origen sin origen del Hijo es el Padre (cat. XI, 20)

Para Cirilo, Navidad, no es inicialmente el nacimiento (del Hijo encarnado) en la pobreza, sino en primer lugar
su   venida   al   mundo   mediante   una   Virgen:   “si   aquel   que   ejerce   dignamente   el   sacerdocio   para   Jesús   se  
abstiene de la mujer, cómo atenerse a eso que Jesús mismo vino del hombre y del hombre y de la mujer?  “  
(cat   XII,   25).   Destaquémoslo   bien,   Cirilo   no   dice;   “la   concepción   virginal   de   Jesús   por   medio   de   María”  
constituye una indicación a favor del celibato del clero, pero sin negar ese punto – subraya la vista inversa: la
práctica del celibato por los sacerdotes nos dispone a creer en la concepción virginal del Salvador.

Una serie de anotaciones conexas nos muestra la similitud de los problemas pastorales y psicológicos
afrontados por la Iglesia en el siglo IV y en la actualidad: la naturaleza humana no cambia, la permanencia de
la revelación sobrenatural que se dirige a ella le plantea los mismos desafíos.

Así   “nosotros,   otros   hombres   no   estamos   excluidos   de   la   gloria   de   la   castidad”   (cat.   XII,   33)   Corramos   la  
carrera de la castidad, evitando toda impureza. La pureza es la hazaña sobrehumana. Respetemos nuestros
cuerpos  destinados  a  brillar  como  el  sol”  (Mt  13,  43)  No  vayamos,  por  un  placer  mediocre,  a  ensuciar  nuestro  
cuerpo tan noble. Pecar no es más que una acción de una hora mientras que la deshonra es eterna. Los
artesanos de la castidad son los ángeles que se pasean; las vírgenes tienen su parte con la Virgen María. Que
sean eliminados todo vestido de lujo o todo propicio para engendrar la voluptuosidad (nos dice cat. XII, 34).

Cirilo no se apoya sólo sobre el evangelio lucano, sino también sobre el maestro de Lucas, Pablo: Dios ha
enviado a su Hijo, dice Pablo, nacido no de un hombre y de una mujer, sino de una Virgen. De una Virgen, en
efecto, nació quien virginiza  las  almas”  (cat.  XII,  31).

Se ve: para Cirilo de Jerusalén, la doctrina sobre el misterio de Cristo no es separable de la práctica de las
virtudes: naciendo de una Virgen, Jesús quiso estimular en sus discípulos el ejercicio de la virtud de castidad y
aun, en sus sacerdotes, la renuncia al matrimonio o a su uso.

Todo esto no es sorprendente, si se recuerda que la Navidad está orientada hacia el Viernes Santo, la
Encarnación hacia la Cruz.

El triunfo de la Cruz

Para   Cirilo,   “toda   acción”,   todos   los   milagros de su vida pública – y detalla: multiplicación de los panes,
resurrección de Lázaro, etc – son  “un  orgullo  para  la  Iglesia  católica”  pero  sus  beneficios  locales,  aislados  no  
pueden   compararse   “a   la   gloria   de   las   glorias   que   es   la   Cruz”   porque   el   triunfo de la Cruz desató a todos
aquellos   que   retenía   la   culpa,   y   rescató   a   toda   la   humanidad”.   Por   ese   motivo   la   decimotercia   catequesis  
bautismal – que acabamos de citar (XIII,1) – está totalmente consagrada al misterio de la Cruz.

Cirilo  dice  sin  dudar:  “Cristo por elección a su Pasión, feliz de su hazaña, sonriendo a la corona, encantado de
salvar a la humanidad – y no avergonzándose de la Cruz porque salvaba la tierra entera. El hombre que
abordaba el sufrimiento no era un hombre ordinario, sino un Dios hecho  hombre”  (XIII,6).

Destaquémoslo de pasada: las liturgias de la Iglesia católica continúan transmitiendo a sus fieles esta visión
de la Cruz como victoria, triunfo y por tanto fuente de gozo. Durante los primeros siglos de la historia
cristiana, los bautizados reaccionaron contra la tentación de tener vergüenza de la Pasión de Jesús
exaltándola;  el  conjunto  de  la  vida  cristiana  era  considerada  como  una  “exaltación  de  la  Cruz;  había  ahí  un  
factor dominante de la espiritualidad patrística; siguiendo un término muy usado del teólogo Reginald
Garrigou-Lagrange,   o.p.,   la   Resurrección   era   percibida   como   el   “signo   visible   de   la   invisible   victoria   de   la  
Cruz”;  actualmente,  por  el  contrario,  numerosos  cristianos  parecieran  considerar  su  cruz  cotidiana  como  una  
derrota, como un fardo muy pesado para cargar, más que como un yugo ligero para ser llevado en acción de
gracias; nada parece pues más urgente que ayudar, apoyándose en los Padres y las liturgias, a los discípulos
del Crucificado a retomar conciencia de cuánto, ya antes de la Resurrección que condiciona y merece, la Cruz
es   victoria.   “Cuando   tengas   que   discutir  con   los   incrédulos   sobre   la   Cruz   de   Cristo   no  tengas   vergüenza,   la  
Cruz  es  gloria,  no  un  deshonor”.

En otros términos, los Padres, en su catequesis sobre la Pasión, nos ayudan a considerar, más allá de las
apariencias, los efectos reales de la Pasión en el destino de cada uno y de la humanidad entera. De ahí el
interés  de  Cirilo  por  el  buen  ladrón.  “Uno  de  los  ladrones  se  unía  a  las  injurias  de  los  judíos mientras que el
otro reprendía al ofensor; para él era el fin de la vida, pero el comienzo de su enderezamiento; entregaba el
alma   y   recibía   la   salvación.   Luego   de   haber   reprendido   al   otro,   dijo   “Acuérdate   de   mi,   Señor”,   no   pongas  
atención a aquello porque  los  ojos  de  su  inteligencia  están  ciegos,  sino  “acuérdate  de  mi,  tu  compañero  de  
ruta,  heme  aquí  tu  compañero  de  ruta  hacia  la  muerte:  “acuérdate  de  mi,  tu  compañero  de  viaje;  no  digo  
ahora,  sino  “cuando  estés  en  tu  reino”.

Cirilo se vuelve entonces hacia  el  ladrón:  “¿Qué  potencia  te  iluminó,  oh  ladrón?  ¿Quién  te  enseñó  a  adorar  al  
ser  despreciado  y  crucificado  contigo?  ¡Oh  Luz  eterna  que  ilumina  las  tinieblas!”.

Luego  Cirilo  continua  representándose  el  diálogo  de  Cristo  con  el  ladrón:  “Ten  valor,  no  que   tus obras sean
capaces de darte valor sino porque aquí está el Rey que te favorece. La pregunta admitía una larga espera,
pero   la   gracia   fue   rapidísima:   “En   verdad   te   digo,   hoy   día   estarás   conmigo   en   el   Paraíso”,   porque   hoy   día  
escuchaste mi voz y no endureciste tu corazón. Estuve presto a condenar a Adán, estoy presto a darte mi
favor…  Para  ti,  que  hoy  obedeciste  a  la  fe,  hoy  la  salvación  es  tu  heredad…  ¡Oh  gracia  inmensa  e  inexplicable:  
Abraham, el creyente por excelencia no había entrado todavía, y el ladrón entra, el hombre de la hora
undécima…  No  presto  atención  a  la  obra  sino  que  me  contenté  con  acoger  la  fe  (XIII,  31).

Para Cirilo, el buen ladrón se vuelve, pues, un ejemplo elocuente de la doctrina paulina de la justificación por
a fe, operante bajo el imperio de la caridad (ver Ga 3, 9; 5, 6). Interpretación aceptable si no se olvida que
Lucas, narrador del incidente relativo al buen ladrón, era un discípulo de Pablo.

La contemplación creyente de la Pasión de Jesús hace de Cirilo un apóstol del signo de la Cruz, al menos en
dos  oportunidades:  “No  nos  ruboricemos  de  la  Cruz  de  Cristo,  aun  si  otro  la  esconda,  tu  márcala  visiblemente  
sobre tu frente con el fin de que los demonios, a la vista de este signo real, huyan lejos, aterrorizados. Traza
este signo al momento de comer y de beber, de levantarte, de caminar, en fin, en toda acción. Porque quien
fue  crucificado  aquí  está  en  los  cielos…  Cuando  los  demonios  ven  la  cruz,  recuerdan  al  Crucificado.  Temen  a
Aquél  que  aplastó  las  cabezas  del  dragón”  (IV,  14; XIII, 36).

En Cirilo, la explicación del Símbolo se convierte en pedagogía con miras a un crecimiento en la fe, como en la
caridad hacia el Señor crucificado y sus amigos en humanidad, frente a los cuales hace falta dar testimonio
para atraerlos a la fe.
El   catequista   de   Jerusalén   suscita   en   sus   oyentes   el   deseo   de   ser   crucificados   con   Cristo:   “Jesús   fue  
crucificado por ti a pesar de su inocencia, ¿no serás crucificado por Aquél que fue crucificado por ti? No
concedes un favor, pagas tu deuda a Aquél que fue   crucificado   por   ti   sobre   el   Gólgota”   (XIII,   23).   Cirilo  
menciona, además, la sepultura de Jesús y su descenso a los infiernos (IV, 11: XIII, 35)

La glorificación de Cristo: Resurrección, Ascensión, sentado a la derecha del Padre, segunda


venida como Juez de vivos y muertos

Cirilo pasa revista a todos estos artículos del Símbolo. Enumera largamente los testigos de la Resurrección: en
la catequesis XIV, nuestro catequista hace desfilar delante de nosotros a los Doce, los quinientos, Santiago,
Pablo, las santas Mujeres, los lienzos, los soldados; pero no distingue, al parecer, entre los testigos oficiales
que son los apóstoles y los simples testigos de hecho, como las mujeres; el lector (y el oyentes de antaño)
presienten oscuramente que Cirilo mira a los testigos particulares en el seno del testimonio de la Iglesia
universal que encarna y continua. En suma, fue a través de la Iglesia, que Cirilo, como Agustín, recibió el
Evangelio de Cristo y continúa su adhesión.

Su manera de comprender a Cristo sentado a la derecha del padre merece una mayor atención por parte
nuestra   atención   “no   suframos   a   aquellos   que   afirman   erróneamente   que   el   Hijo   comenzó   a   sentarse   a   la  
derecha del Padre sólo después de la Cruz, la Resurrección y la Ascensión. No es, en efecto, como
consecuencia de un progreso, sino desde que existe – porque es desde siempre engendrado – que se sienta
también  con  su  Padre…  No  entró  en  posesión  de  esta  dignidad  del  trono  como  consecuencia  de  su  venida  en  
la carne, sino antes de todos los siglos, Él el Hijo único, engendrado de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, que
desde  siempre  posee  el  trono  a  la  derecha  del  Padre”  (XIV,  27-30)

Sin impugnar la verdad fundamental de esta afirmación, queda claro que constituye una explicación post-
arriana. Sin Arrio, Cirilo, sin duda, no habría tenido la ocasión de afirmar claramente que el Hijo eterno, en
tanto que engendrado eternamente por el Padre, esta ya anteriormente a la creación, sentado a la derecha
del Padre, en una beatitud infinita, gobernando el mundo con Él en la ocupación-posesión del mismo y único
trono y de la misma y única naturaleza divina. Cirilo nos dice así que cree que el Hijo es, con el Padre, el
Todopoderoso y Todoteniente que creó y gobierna el cielo y la tierra. Relee el artículo segundo del Credo a la
luz del artículo primero. Se comprenderá mejor, bajo este ángulo, que el Hijo sea llamado al principio de este
segundo   artículo:   “Nuestro   Señor”   y   que,   Creador   de   los   vivos   y   los   muertos   como   Hijo   eterno,   sea  
proclamado el Juez de cada uno de ellos en tanto que Dios y en tanto que hombre.

En  la  sorprendente  decimoquinta  catequesis,  Cirilo  desarrolla,  a  la  luz  de  Pablo,  una  teología  del  ínterin”,  es  
decir de los signos anunciadores de la segunda venida de Cristo: impostores, guerras, enfriamiento de la
caridad (visible especialmente en los conflictos entre obispos), evangelización universal, extensa apostasía,
reino del Anticristo, expresada en términos sobre todo negativos en la decimoquinta catequesis, se
encontrará completa de manera más positiva en el tercer artículo, sobre el Espíritu Santo.

Para Cirilo, oponiéndose si nombrarlo, a Marcelo de Ancira (Ankara), el juicio pronunciado por Cristo
vencedor, lejos de estar seguido por una disolución moralista del Hijo en una divinidad unipersonal, será, por
el contrario, el principio de su reino eterno: poco después de la catequesis de Cirilo, el concilio local de
Jerusalén, en 350, integrará en el Credo de esta Iglesia esas palabras lucanas que la Iglesia universal
conservará   definitivamente:   “y   su   reino   no   tendrá   fin”   (Lc   1,   33).   Cirilo   es   aquí   vehemente:   “¿Entonces,  
impíos, ustedes las criaturas de Cristo permanecerán, mientras Cristo, por quien existen, lo mismo que todas
las  cosas,  morirá?  Esta  palabra  es  una  blasfemia”,  exclama  Cirilo  (XV,  30).

El comentario de Cirilo del segundo artículo termina así, en la proclamación de la eternidad de Cristo-Hijo, sin
comienzo ni fin: su reino no termina puesto que no ha comenzado, es eterno (XV, 32).

Hacia 385, Gregorio de Niza, en su gran Discurso catequético, a menudo más filosófico que bíblico, reunirá
estas afirmaciones de Cirilo sobre la plena y eterna divinidad de Cristo: el nacimiento y la muerte de Cristo
que significan el comienzo y el fin de su vida terrestre, sin disminuir en nada su persona eterna de Hijo único
(XIII,4).

Sección segunda

Teodoro de Mopsuestia

En sus Homilías catequéticas, entre 381 y 392, el obispo Teodoro de Mopsuestia, cuya vocación sacerdotal
parece haber sido salvada por Juan Crisóstomo, nos dejó comentarios metódicos del Símbolo de Nicea.
Retomemos aquí lo que concierne al artículo segundo, a partir de la tercera homilía.

“Creo  en  un  solo  Señor,  Jesucristo”.  El  texto,  subraya  el  obispo,  quiere  enseñarnos  a  la  vez,  al  Padre,  al  Hijo  y  
al  Espíritu  Santo…  En  otras  palabras,  nos  hace  conocer a Dios el Verbo, Hijo verdadero, connatural a su Padre,
que con derecho llama Señor, para hacernos comprender que es de la naturaleza divina de Dios Padre. El
Padre, en efecto, no es llamado un solo Dios, como si el Hijo no fuese Dios, ni el Hijo es llamado  Señor  único”.

Aquel  que  dice:  “único  es  Dios”  indica  también  que  el  Señor  es  único…  para  distinguir  las  hipóstasis.  De  cada  
una de ellas afirma que es única, con el fin de que las dos hipóstasis sean conocidas como siendo una sola
naturaleza divina y esta es en verdad Señor y Dios.

Un   solo   Señor   Jesucristo:   “es   el   nombre   mismo   del   hombre   del   que   Dios   se   revistió,   según   la   palabra   del  
Ángel:   será   llamado   con   el   nombre   Jesús”   (Lc   1,   31).   Pero   agregaron   Cristo   con   el   fin   de   dar   a   conocer   al  
Espíritu santo:  Jesús  Nazareno,  que  Dios  ungió  con  el  Espíritu  Santo  y  con  su  fuerza”  (Ac  10,  38).”

Sin  ser  muy  severos  por  la  expresión  “se  revistió”,  que  se  inclinaba  hacia  el  nestorianismo,  que  se  reprochará  
más tarde a Teodoro, subrayaremos sobre todo la intención del obispo: confesar las dos naturalezas, divina y
humana, presentes en el único Señor Jesús.

Teodoro  subraya,  seguidamente  “que  no  es  una  sola  naturaleza  que  ellos [los Padres de Nicea] llaman Único
y Primogénito de todas las criaturas, ya que no se puede decir estas dos cosas de una sola naturaleza. Hay, en
efecto, mucha diferencia entre un Hijo único y un primogénito; porque primogénito se dice de hermanos
numerosos,  pero  único  es  aquel  que  no  tiene  hermanos…  el  Hijo  único  [es]  aquél  que  sólo  es  por  generación
del Padre y es sólo Hijo y siempre existe con su Padre y es conocido con Él, porque en verdad es Él el Hijo
nacido   del   Padre…   Es   llamado   “primogénito”   de   todas   las   criaturas”   porque   él   mismo   en   primer   lugar   fue  
renovado (resurrección de entre los muertos)  y  enseguida  renovó  a  las  criaturas”  (hom.  III,  9).

“[Los   Padres   de   Nicea]   dijeron  con   todo   derecho   “único”   y   a   continuación   “primogénito”   porque   convenía  
que primero nos indicaran que es Aquél que nació en la forma de Dios y por su misericordia asumió nuestra
naturaleza y que enseguida nos hablaran de la forma de esclavo asumida para nuestra salvación (hom. III,
10).   Nacido   de   Dios,   no   fue   hecho.   Es   de   la   naturaleza   de   Dios   y   no   es   “obra”.   Luego,   Teodoro   subraya   e  
motivo de la Encarnación: por causa de nosotros los hombres y por nuestra salvación, dicen los Padres (de
Nicea): no fue sólo por causa de los hombres, sino es el fin de su venida lo que nos enseña: vino para salvar a
los hombres, con el fin de que aquellos que estaban perdidos y entregados al mal, por una gracia y una
misericordia   inefables,   los   vivificaba   y   liberaba   del   mal.   He   aquí   por   qué   descendió   del   cielo”   (hom.V,3).
“Descendit: no fue desplazándose de un lugar a otro. Porque no nos hace falta pensar que la naturaleza
divina, que está en todo lugar, se deslace de un lugar a otro, porque no es posible que la naturaleza divina,
siendo incorpórea, esté encerrada en un lugar y que es imposible que se desplace de un lugar a otro lo que
está   en   todo   lugar…”   Citando   Jn   1,   10-11, Teodoro agrega; lo que llama descenso de Dios es la
condescendencia  de  Dio:  elevado  por  encima  de  todos,  condescendió  para  salvarlos  de  la  tribulación”  (hom.  
V, 4).

Teodoro – contra el apolinarismo – ve en asunción por el Hijo de un alma humana, un aspecto esencial del
carácter salvífico del misterio de la Encarnación: No fue [sólo] un cuerpo que [el hijo] debía asumir, sino
también  un  alma  inmortal”  (hom.  V,  10)

Es en este sentido que Teodoro habla de la sunción, por el Verbo, de un hombre perfecto, es decir provisto
de   un   alma   racional.   El   obispo   de   Mopsuestia   cree   que   el   Verbo   “asumió   todo   el   hombre   para   nuestra  
salvación  y  por  el  operó  la  salvación  para  nuestra  vida”  (hm.  V,  19).

Destaquemos de pasada que la Iglesia, condenando, después de su muerte algunos pensamientos atribuidos
a Teodoro, no expresó ningún juicio negativo sobre sus homilías catequísticas (consideradas en su conjunto) y
esta permitido pensar, con el cardenal A. Grillmeir, que las formulaciones de Teodoro prepararon las del
Concilio de Calcedonia sobre la unión perfecta de las dos naturalezas de Cristo en su única persona.

Sección tercera

Cirilo de Alejandría (414-423)

En sus Cartas festales – escritas cada año con ocasión de la fiesta de Pascua – Cirilo manifiesta, por su manera
de comentar las grandes verdades de la fe, algunas convergencias sorprendentes con Teodoro de
Mopsuestia.
Así,  en  la  octava  carta  vestal,  en  420,  Cirilo  dice:  “Cristo  es  idénticamente  Monógeno  y  primogénito  entre  una  
multitud de hermanos en tanto que hombre, y, de otro lado Monógeno en tanto que Verbo nacido de Dios
Padre”  (6).  Aquí,  Cirilo  com  Teodoro,  dependen  de  Orígenes  (In Jo. 11,50; SC 385, 139).

Como  los  otros  Padres,  Cirilo  subraya  fuertemente,  en  el  contexto  del  relato  “tipológico”,  sobre  Abraham  e  
Isaac,  que  “no  es  el poder humano ni el orgullo de aquellos que le eran hostiles que condujeron a Nuestro
señor Jesucristo a la Cruz sino la voluntad del Padre, por así decirlo, la que permitió, según la economía, que
sufriese la muerte por todos. He aquí lo que significa de manera simbólica el hijo conducido al sacrificio por
su  padre”  (carta  Vª,  417,  7).

Cirilo concluye magníficamente la decimoprima carta vestal, en 423, por una presentación resumida de la fe
cristológica de la Iglesia que conviene citar aquí largamente:

Creador de todas las cosas visibles e invisibles, Dios Padre es también, por querer, Padre. Es en este sentido
que decimos que todo viene de Dios.

Pero de Aquél que engendra personalmente no es el Creador sino el Padre por naturaleza. Porque engendró
verdaderamente no por emanación, cortadura o pasión, como justamente, seguramente, se puede constatar
en lo que nos concierne: en efecto, si un cuerpo proviene de un cuerpo, es que ha habido un fraccionamiento;
no, Dios no ha engendrado de esta manera porque no es corporal y no está en un lugar, no tiene forma o
límites, sino una manera que escapa a la comprensión y al discurso porque es Dios. Porque no se podría
admitir que la naturaleza que supera todas las cosas esté afectada por nuestras pasiones.

El Padre, pues, engendró de sí mismo al Hijo, luz nacida de la Luz huella y radiación de su propia hipóstasis,
como está escrito.

Entonces, estábamos en la peor de las situaciones: la muerte reinaba, el dragón malo y rebelde ejercía su
imperio sobre la tierra, el pecado era más fuerte; se hizo hombre para sustraernos de todos los males que han
sido numerados.

Ahora bien, esto se convirtió en verdad y habiendo tomado carne de una mujer, es decir de la Santa Virgen
María,  conforme  a  las  Escrituras,  “Fue  visto  sobre  la  tierra  y  vivió  entre  los  hombres”  (Baruch  3,  38).  Lo  que  se  
veía era un hombre según la naturaleza de la carne y verdaderamente perfecto respecto de la humanidad.
Pero era Dios con mayor verdad.

Por este motivo, si nuestro pensamiento es ortodoxo, afirmamos que no hay dos hijos, ni mucho menos dos
cristos o señores, sino un solo Hijo y Señor, tanto antes de la Encarnación como cuando tuvo la envoltura de
la Carne.

…El  Señor  brilló  verdaderamente  sobre  nosotros  que  marchábamos  en  la  noche  de  las  tinieblas;  iluminando
por medio de palabras que conducían el corazón de sus oyentes a la piedad, alentaba vivamente a lanzarse
sobre Dios, mostrando, por otro lado, por medio de sus prodigios que sobrepasan la razón, que era Dios por
naturaleza.
…Él,  siendo  la  vida  por naturaleza, aceptó que su carne sufriese la muerte, en razón de la economía a causa de
nosotros, para ser el Señor de muertos y vivos (Rm 14,9).

Descendió en el Hades, anunció la buena nueva a lo espíritus que estaban ahí, abrió a los de abajo las puertas
que estaban siempre cerradas, vació el antro insaciable de la muerte y resucitó al tercer día, y subió al Padre,
con la carne que había asumido como primicias de nuestra naturaleza, Primogénito, nacido de entre los
muertos, con el fin de tener, en todo, el primer rango (Col 1,18).

Vendrá nuevamente por nosotros, desde el cielo, como juez, para retribuir a cada uno según sus obras,
porque juzgará la tierra con justicia (Ps 95, 13).

En esta profesión de fe, Cirilo de Alejandría prefigura su próximo combate contra Nestorio insistiendo sobre
la unidad de Cristo y rechazando explícitamente toda dualidad no unificada en él y afirma tajantemente su
“intuición  fundamental”:  la  trascendencia  de  la  naturaleza  divina  de  Cristo  sobre  la  naturaleza  humana:  no  
están en pie de igualdad, ya que aquella creó a ésta a partir de la nada.

Comentando con muchos Padres el artículo segundo del Símbolo, argumentando sobre el Hijo, hemos podido
constatar que los padres estuvieron condicionados por la necesidad de luchar contra las herejías, es decir
contra las falsas interpretaciones del misterio del Hijo encarnado en su doble relación con el Padre y con el
mundo. En los griegos, los comentarios subrayan sobre todo la igualdad del hijo con el Padre. La vida
terrestre del Hijo – como también en los latinos – está resumida en su nacimiento y su muerte glorificada de
futuro Resucitado.

Los Latinos

Sección primera

San Agustín

Encontramos en Agustín dos tipos muy diferentes de comentarios del Símbolo: las explicaciones homiléticas y
litúrgicas de una parte, las presentaciones doctrinales y teológicas por otra.

Las primera se sitúan en el contexto de la Semana Santa. Están dirigidas al pueblo, especialmente a los
catecúmenos que se preparan al bautismo. Agrupamos aquí los textos en el orden del Símbolo mismo más
que en el de los sermones.

Concepción y nacimiento de Cristo

En  el  sermón  214,  Agustín  profundiza  la  afirmación:  “El   Hijo  nació  del  Espíritu  Santo  y  de  la  Virgen  María”.  
Escuchémosle:  “Decimos  que  nació  del  Espíritu  y  de  la  Virgen  María porque, cuando la Virgen santa preguntó
al  Ángel:  “¿y  esto  cómo  puede  ser?”,  el  Ángel  le  respondió:  El  Espíritu  santo  vendrá  y  la  fuerza  del  Altísimo  te  
cubrirá  con  su  sombra.  Por  eso  el  Santo  que  nacerá  de  ti  será  llamado  hijo  del  Espíritu  Santo…  Debido a esta
concepción santa, en el seno de la Virgen, realizada por consecuencia del fuego de la concupiscencia de la
carne, sino en función del fervor de la caridad creyente, se dice Cristo nacido del Espíritu Santo y de la Virgen
María, de tal suerte que la naturaleza humana es relativa a aquella que concibe y engendra, la naturaleza
divina   al   Espíritu   Santificador:   “Santo”   viene   de   la   Virgen   María;   lo   mismo   que   el   Hijo   de   Dios   es   el   Verbo  
hecho carne. En tanto que Verbo, es igual al Padre; en tanto que hombre,  su  Padre  es  más  grande”  (214,6).

Hay que remarcar muchas cosas aquí. Destaquemos, primeramente el cuidado con el cual Agustín, que -por
otro lado sigue la tradición anterior- quiere mostrar en el evangelio de Lucas el fundamento y el alcance de la
afirmación de la fe sobre la concepción virginal del Salvador.

Luego, subrayemos la sutil distinción entre el error rechazado (Cristo, hijo del Espíritu Santo) y la verdad
profesada: Cristo nacido del Espíritu, es decir de la acción del Espíritu. Volveremos sobre este punto
presentando las vistas de Agustín teólogo.

En otro lugar, en el sermón 215, Agustín evoca también este nacimiento virginal de Cristo por el Espíritu para
subrayar que las dos generaciones de Cristo y según la divinidad y según la humanidad son todas objetos de
fe, que sobrepasan los alcances de la razón humana. Para Agustín, la fe prodigiosa de María, luego de su
diálogo con el Ángel, ilumina y estimula nuestra fe, más fácil, en el misterio del doble nacimiento de Jesús:
“Creemos  en  Nuestro señor Jesucristo, nacido de la Virgen María por la acción del Espíritu, porque la misma
bienaventurada María concibió en la fe a aquél que ella engendró en la fe. En efecto, un único modo de
engendrar fue conocido por ella, no por experiencia personal, sino aprendido por ella por frecuentar a otras
mujeres; es decir, el nacimiento de un ser humano a partir de un hombre y de una mujer; ella recibió la
respuesta  angélica:  “El  Espíritu  Santo  vendrá  a  ti…  El  santo  que  nacerá  en  ti  será  llamado  Hijo  de  Dios”  (Lc1,
34-35). Frente a estas palabras del Ángel, María, llena de fe, concibió a Cristo en su espíritu antes de concebir
en  su  vientre  y  respondió  al  Ángel:  “He  aquí  la  esclava  del  Señor,  hágase  en  mí  según  tu  palabra”  (Lc  1,38).  Es  
decir: que el Hijo de Dios   sea   concebido   sin   simiente   viril   en   una   Virgen…   María   creyó   y   lo   que   creyó  
aconteció   en   ella   “Christum   prium   mente   quem   ventre   concipiens…   credidit   Maria   et   in   ea   quod   credidit  
factum est”.

San Agustín, como se ve, no se limitó a enraizar la fe de la Iglesia concerniente al nacimiento de Cristo en el
evangelio lucano; quiso subrayar más que el consentimiento de María al misterio no sólo había sido libre sino
que además había sido dado con plenitud de fe en la Palabra de Dios transmitida por el Ángel Gabriel.
Considerando la participación de María, desde la Anunciación, en la obra de salvación, Agustín nos la muestra
como una Virgen prudente, creyente y amante.

En Agustín, el artículo cristológico (Jesús nacido del Espíritu santo y de la Virgen María) se vuelve mariológico
y eclesial.

Definiendo el nacimiento histórico de Cristo como un nacimiento espiritual (“por  obra  del  Espíritu”)  y  virginal
(de María virgen), el artículo del Símbolo se vuelve, para él y para los Padres posteriores, el fundamento del
nacimiento sacramental de Cristo por obra del Espíritu Santo y de la Iglesia virgen y también del nacimiento
moral o místico del alma creyente, siempre por obra del mismo Espíritu. Conservando toda su significación
cristológica, nuestro artículo – dice R. Cantalamesa (Credo in Spiritum Sanctus, I, 111) – cobra también un
sentido mariológico y sobre todo especial. Como Jesús nació de una madre virgen por obra del Espíritu Santo,
así  los  cristianos  “han  nacido  de  Dios  y  del  corazón  de  la  madre  Iglesia  por  el  Espíritu  Santo”  (sermón  359,  4).  
La virginidad de María simboliza la apertura de la Iglesia a la acción del Espíritu.

Pasión, muerte y sepultura de Jesús crucificado

En sus homilías pascuales, el obispo de Hipona nos ofrece también proposiciones sugestivas sobre esta parte
central del segundo artículo del Credo.

Agustín nos muestra, primeramente, (sermón 212) el presupuesto común al conjunto de afirmaciones que
integran  el  artículo  segundo:  la  asunción  por  el  Hijo  de  Dios  de  la  “condición  de  esclavo”  (Ph  2,  7). Es decir de
la naturaleza en su condición herida por el pecado.

“Por   esta   condición,   el   Invisible   fue   visto…   en   esta   condición   de   esclavo,   el   Todopoderoso   fue   debilitado  
porque padeció bajo Poncio Pilato. Por esta condición de esclavo, el Inmortal murió: porque fue crucificado y
sepultado. En esta condición de esclavo, el rey de los siglos resucitó al tercer día. En esta condición de
esclavo, Aquél que es el brazo del Padre se sienta a la diestra del Padre. En esta condición de esclavo, vendrá
a juzgar a los vivos y a los muertos: en ella quiso compartir [la misma suerte de los] muertos, siendo la vida
de  los  vivos”.

Lo que Agustín quiere subrayar, es que la debilidad, la Pasión, la muerte, la crucifixión, la sepultura de Cristo,
luego su Resurrección, su Ascensión, su entronización a la derecha del padre su regreso como Juez,
conciernen a su naturaleza humana y la presuponen; y sin embargo, cada vez, es el Hijo de Dios, en su
humanidad, que es crucificado, sufre, muere, sube al cielo y se sienta a la derecha del Padre y juzgará a los
vivos y a los muertos.

En su tercer sermón Guelferbytanus (ed. S. Poque, SC 116, 200-209) sobre la Pasión del Señor, Agustín aborda
en profundidad una objeción frecuente en la época patrística: los que nos lanzan como un insulto que
honramos  un  Señor  crucificado…  no  comprenden  en  lo  más  mínimo  lo  que  creemos  y  afirmamos.

Porque nosotros no afirmamos que en Cristo murió lo que era Dios, sino lo que era hombre [quod Deus erat
sed quod homo erat]. En efecto, cuando muere, no importa quien, en lo que es esencialmente hombre, es
decir lo que los separa de la bestia, el hecho que tiene inteligencia, que discierne lo humano de lo divino, lo
temporal de lo eterno, la falso de lo verdadero, es decir, su alma racional, esta alma no sufre la muerte como
su cuerpo; sino cuando muere, permanece viva, lo abandona y sin embargo se dice un hombre esta muerto.

“¿Por  qué  no  se  diría,  también:  Dios  murió,  sin  que  se  entienda que pueda morir lo que es Dios, sino la parte
mortal que Dios había asumido por los mortales?
“En  efecto,  cuando  un  hombre  muere,  el  alma  que  está  en  su  carne  no  muere;  de  la  misma  manera,  cuando  
Cristo murió, la divinidad que estaba en el hombre no murió.

“…Dios,  que  es  espíritu  (Jn  4,  24)  pudo  unirse  con  una  unión  espiritual, no a un cuerpo sin espíritu, sino al
hombre  que  poseía  un  espíritu.”

Aquí, Agustín recurrió a la imagen antropológica del misterio de la Encarnación: la unión entre alma inmortal
y el cuerpo mortal en el ser humano ayuda a comprender la unidad entre la persona divina del Verbo y su
humanidad mortal: más precisamente, entre la naturaleza divina (quod Deus erat). Como el alma huma
conserva su inmortalidad no muere cuando muere el cuerpo que animaba, así la naturaleza divina conserva
su eternidad y no muere cuando Jesús muere. La continuación de nuestra exposición mostrará que Agustín
no subrayó demasiado la persona del Verbo.

En   el   sermón   213,   pronunciado   con   ocasión   de   la   “tradición   del   Símbolo”,   fue   introducido   un   matiz  
importante:   “el   hombre   fue   crucificado, el hombre fue sepultado; en Dios no hubo cambio, a Dios no lo
mataron,  pero  sin  embargo  murió  en  tanto  que  hombre”.  En  el  lenguaje  actual  de  la  Iglesia  (que  desde  Éfeso  
afirmaba claramente que María, Madre de Dios, no es madre de la divinidad), diríamos: la divinidad no está
muerte, no estaba crucificada, sino la persona divina del Hijo está muerto en su humanidad. La Iglesia no
había   aprobado   explícitamente,   todavía,   el   adagio   de   los   monjes   escitas:   “uno   solo   de   la   Trinidad   fue  
crucificado.”   Agustín   parece experimentar cierta incomodidad delante de una admisión perfectamente
coherente  de  “la  comunicación  de  los  idiomas”  y  emplear por turnos formulaciones contradictorias, diciendo
tanto que Dios murió, como que no murió. Pero el pensamiento es suficientemente claro.

La incomodidad se explica, en parte, por el recurso a la imagen ambigua de la vestimenta para designar la
humanidad del Hijo encarnado, en el mismo sermón: Si alguien escinde tu túnica sin lesionar tu carne, te
injuria, pero no gritas una protesta  respecto  de  tu  vestido,  al  punto  de  decir:  “has  escindido  mi  túnica”,  dice,  
más  bien,  me  has  rasgado”. Dices la verdad y sin embargo, el que te lesionó nada tomó de tu carne.

“Así,  Cristo  Señor  fue  crucificado.  Es  el  Señor,  y  es  único  para  su  Padre. Es nuestro Salvador, es el Señor de
gloria (1 Co 2, 8).

“Y  sin  embargo  fue  crucificado,  pero  en  la  carne  sola  [sepultus in sola].

“Porque  su  alma  no  estaba  ahí  donde  estuvo  sepultado  y  cuando  lo  fue.  Yacía  en  la  sepultura  por  su  carne  
sola y sin embargo lo  confiesas  como  Jesucristo  nuestro  Señor,  el  Hijo  único…

“Solo  su  carne  esta  en  el  suelo  y  ¿tu  dices,  sin  embargo:  nuestro  Señor?

Te digo con toda claridad: porque veo el vestido, adoro también a Aquél que está revestido [vestem intueor,
vestitum adoro]. Esta carne fue su vestido. Tomando la forma de esclavo se revistió con un comportamiento
de hombre (Ph 2, 6-7)”.
Lo que Agustín quería decir a sus oyentes se hace más claro en su respuesta a la pregunta 73 entre las 83
cuestiones que lo agitaron entre su conversión  y  su  elevación  al  episcopado:  “La  humanidad  fue  asumida  de  
manera que fuese transformada para mejor y a recibir [del verbo] una formalidad inefablemente más
perfecta y más íntima que el hábito revestido por el hombre.

Así pues, por el término habitus el  Apóstol  destacó  suficientemente  en  qué  sentido  dijo  “habiéndose  vuelto  
semejante a los hombres (Ph 2, 6-7): no por una transformación en hombre sino por lo que se manifestaba,
habitu, cuando se revistió de la humanidad para, adjuntándosela y adaptándosela, asociarla a [su]
inmortalidad  y  eternidad…  El  Verbo  no   fue  alterado  por  la  asunción  de  la  humanidad  de  la  misma  manera  
que los miembros no se alteran cuando se les recubre con hábitos. Sin embargo, esta asunción unió
inefablemente lo que estaba unido  a  lo  que  lo  asumía”.

Se podría resumir las limitaciones de la imagen del hábito para significar la humanidad del Verbo, diciendo
que un vestido no es una libertad; ahora bien es la libertad humana asumida por el Verbo divino la que opera
el misterio de nuestro rescate, reparando los abusos pecaminosos de las libertades creadas.

En sentido inverso, la ventaja de esta imagen es su fundamentación en el texto griego de la epístola a los
Filipenses  (2,7),  como  lo  subraya  san  Agustín:  “el  texto  griego  contiene schémati para el cual tenemos habitus
en  latín.”

Además, la imagen del vestido es más fácilmente inteligible (siempre que estén expuestos los contrasentidos)
por los simples, que otras explicaciones que ponen en relieve la misteriosa relación entre libertad divina y
libertad humana en Dios hecho hombre.

En el sermón 214 (§7), Agustín insiste en la relación entre la persona divina del Hijo y los diferentes misterios
de su vida humana: tristeza de su alma (en el jardín de Getsemaní) crucifixión, sepultura para subrayar en el
Dios  hecho  hombre  la  unidad  y  la  totalidad.  “Como  Nuestro  Señor  Jesucristo  es  entero,  el  Hijo  único  de  Dios,  
Verbo y hombre, y, por decirlo más expresamente: Verbo, cuerpo y alma; a esta totalidad se remite la tristeza
de su alma sola hasta la muerte, la crucifixión en su humanidad sola, la sepultura en su sola carne [ad totum
refertur  quod  in  sola  anima  tristis  fuit…  in  solo  homine  crucifixus  est…  in  sola  carne  sepultus]”.

Agustín   toma   una   imagen   para   hacerse  comprender   mejor:   “Decimos   en efecto que el único Hijo de Dios,
Nuestro Señor Jesucristo, fue sepultado. Como por ejemplo decimos que el Apóstol Pedro yace hoy en una
tumba, mientras que decimos que se regocija reposando en Cristo. Se trata del mismo apóstol; no hay dos
apóstoles Pedro, sino uno solo. Es el mismo del que decimos que en su solo cuerpo yace en el sepulcro y que,
en  su  solo  espíritu,  se  regocija  en  Cristo”.

En el extracto que acabamos de citar, constatamos que Agustín se aproxima al lenguaje que la Iglesia
terminará por hacer  suyo,  asumiendo  la  fórmula  de  los  monjes  escitas,  evocada  líneas  arriba:  “uno  solo  de  la  
Trinidad   fue   crucificado”.   Precisa   mejor   que   los   actos   realizados   por   el   Verbo   encarnado   en   su   naturaleza  
humana están infinitamente realizados por su persona divina.
Concluye  legítimamente;  “no  tengas  vergüenza  de  la  ignominia  de  la  Cruz,  que  por  ti  Dios  mismo  no  dudó  en  
recibirla  y  di  con  el  Apóstol:  “que  jamás  me  gloríe  sino  en  la  cruz  de  Nuestro  señor  Jesucristo”  (Ga  6,  14)  y  el  
Apóstol  mismo  te  responde:  “no  he  querido  saber  nada  entre  ustedes  sino  Jesucristo  crucificado”  (1  Co  2,  2)”.

La resurrección del Hijo único, su Ascensión, su entronización a la derecha del Padre

En   el   sermón   214   (§8),   Agustín   presenta   de   esta   manera   la   Resurrección:   “El   tercer   día,   Él   resucitó en una
carne verdadera, que no debía morir jamás. Esto fue verificado por los discípulos, con sus ojos y sus manos;
una  bondad  tan  grande  nos  los  habría  engañado,  ni  extraviado  tan  grande  verdad…  Estuvo  cuarenta  días  con  
sus discípulos, temeroso de que el gran misterio de su resurrección, si se hubiese sustraído a sus ojos
inmediatamente, no fuese considerado una mistificación [ludificatio].”

Frente a una posible duda, Agustín reaccionó en el sermón 216 (§6), en estos términos: Cuando se te ha
dicho, creo que Jesús nació, sufrió, fue crucificado, muerto, sepultado, creíste más fácilmente, como si se
tratara de un hombre; ahora, porque se te dice, el tercer día resucitó de entre los muertos, ¿dudas, oh
hombre? Considera a Dios, piensa en su omnipotencia y no dudes más. Entonces, ¿si pudo, a ti que no
existías, hacerte a partir de la nada, ¿por qué no pudo despertar de entre los muertos a su hombre [hominum
suum]   que   ya   tenía   hecho?   Crean   pues,   mis   hermanos…   es   esta   fe   la   única   que   distingue   y   separa   a los
cristianos de los otros hombres. Porque, y lo Paganos creen hoy, y los Judíos entonces vieron que Jesús murió
y  fue  sepultado;  pero  que  haya  resucitado  de  los  muertos  el  tercer  día  ni  el  Pagano  ni  el  Judío  lo  admiten…  
Creamos pues, hermanos míos, y eso que creemos sucedido en Cristo, esperemos que nos suceda. En efecto,
Dios  que  ha  prometido,  no  engaña  nunca”.

Destaquemos aquí que el Símbolo romano antiguo – a diferencia del de Nicea – no decía nada explícito sobre
la finalidad salvífica de la muerte de Cristo; es cierto, sin embargo, que en el sermón 215 (4, sub fine), Agustín
recuerda  que  el  Señor  “se  hizo  hombre  para  los  servidores  impíos  y  pecadores”  y  agrega  incluso  un  poco  más  
lejos: Dios amó de tal manera a los hombres pecadores que murió por amor  a  ellos”.  Agustín  cita  a  Pablo:  
“Cristo   murió   por   los   impíos…   Entonces,   como   éramos   pecadores,   Cristo   murió   por   nosotros…   Fuimos  
reconciliados  con  Dios  por  la  muerte  de  su  Hijo  (Rm  5,  6.8.10;  sermón  215,  5)”.

Agustín sabía, pues, y creía que la integralidad del misterio pascual – no sólo la Resurrección, sin también la
Pasión ofrecida como sacrificio – constituía el objeto de la de distintiva de los cristianos, separándolos del
saber solamente histórico de los paganos y de los judíos a propósito de Jesús Crucificado. Los cristianos no
sólo saben con los paganos y los judíos, sino creen que hizo de su muerte un sacrificio de expiación del
pecado del mundo. Desde este punto de vista, la fe en la ofrenda sacrificial de Jesús sobre la Cruz a su padre
a favor del mundo es todo, tanto como la certidumbre de su Resurrección un elemento esencial de las
convicciones cristianas. Incluso se podría decir también: la muerte de Jesús, en tanto que implica un
sufrimiento ofrecido por amor, es un objeto de fe cristiana más específica, tal vez, que la Resurrección;
incluso habría que ayudar que es la muerte de Aquel que debía resucitar, para aplicarnos los méritos de su
Pasión.
A los ojos de Agustín, como de los Padres en general, la fe en Cristo resucitado permite comprender mejor la
primera parte del artículo segundo: el nacimiento virginal de Jesús. En el Sermón 215, 4 el predicador de
Hipona  decía:  “Nació  en  esta  carne  [de  María]  con  el  fin  de  salir  pequeñito  a  través  de  las  entrañas  cerradas,  
carne en la cual, resucitado y  grande,  entraría  en  las  puertas  del  infierno”  [per  clausa  viscera  parvu  exiret…  
resuscitatus per clausa ostia magnus intraret]”.   El   carácter   sobrenatural   y   milagroso   del   mundo   de   la  
Resurrección de Jesús, entrando en el Cenáculo cuyas puertas estaban cerradas, hacía inteligible el carácter
milagroso del mundo de su nacimiento, saliendo del seno cerrado de su madre sin violar su virginidad.

Uno no puede –sea dicho de paso- no quedar sorprendido por la virtuosidad con la que los Padres en general,
Agustín en particular, subrayan las conexiones internas entre los diferentes artículos del símbolo de los
apóstoles e incluso entre los diferentes elementos del mismo artículo. Entre la omnipotencia creadora del
Hijo – idéntica a la de su Padre- y su nacimiento virginal por una parte, su Resurrección corporal por otra,
entre estas dos últimas, finalmente.

En su sermón 214 (§8), Agustín nos revela el sentido de la entronización a la derecha del Padre. Simboliza
para él la habitación en la alturas inefables en la que el dijo dominar (habitatio in excelsa et ineffabili
beatitudine). La derecha de Dios nos indica (en el lenguaje bíblico) una indecible elevación de honor y de
felicidad.

Sensible a las transiciones, Agustín nos sugiere (sermón 215, 7) que la fe en esta beatitud del Resucitado-
Subido  al  cielo  debe  prepararnos  a  esperar  su  regreso  como  Juez:  “presta  atención,  teme  que  Aquél,  en  cuya  
Resurrección no quieres creer, venga como juez y tengas que resentirlo [vide nequem non vis credere, sentias
vindicantem]. Aquel que no cree ya está juzgado (Jn 3, 18). Porque Aquél que domina ahora a la derecha del
Padre, como abogado por nosotros, debe venir de allí para juzgar a los vivos y a los muertos. Creamos, pues,
con el fin de pertenecer al Señor, sea durante la vid, sea a  la  hora  de  la  muerte.”

Pensamiento   magníficamente   desarrollado   en   otra   homilía   para   la   “tradición   del   Símbolo”   (213,   5.5):  
“Confesemos  al  Salvador  para  no  temer  al  Juez;  aquel  que  cree  ahora  en  él  cumple  los  preceptos,  y  el  alma  
no temerá su venida para juzgar a los vivos y a los muertos; no sólo no la temerá, sino deseará su venida;
¿qué puede hacernos más dichosos que la venida de Aquél que deseamos; que la venida de Aquél que
amamos?

“Pero  temamos  porque  será  nuestro  juez.  Aquél  que  ahora  es  nuestro  abogado – será entonces – nuestro
juez. Si tenías una causa que defender delante de algún juez, y llevabas un abogado, eras apoyado por este
abogado que te defendería tu causa con todo su poder; y si no la llevaba a término, y tomabas conocimiento
que este mismo abogado vendría como juez, ¡cómo te alegrarías de que tu juez podría ser aquel, que poco
antes, era tu abogado! Y ahora esa misma ruega por nosotros. Le tenemos por abogado y ¿le temeremos
como juez? Porque lo enviamos sin inquietud delante de nosotros, pongamos nuestra esperanza en Él,
nuestro  juicio  futuro”

En todo este parágrafo, Agustín lee el fin del segundo artículo del Credo a luz de la primera carta
(explícitamente citada) de san Juan (1 Jn 1, 8-2,   2):   “si   alguien   tiene   un   pecado,   tenemos   como abogado
delante  del  Padre  a  Jesucristo,  el  justo.”  Sintetiza  dos  imágenes  jurídicas  (distintas  pero  complementarias)  de  
la misión de Cristo: Para los sinópticos y para Pablo, Jesús volverá como Juez, para San Juan esta proposición
se complementa mediante la presentación de Cristo como Abogado, misión actual que prepara su visión
futura.

He aquí como Agustín comentaba el Credo romano para el pueblo africano. Agreguemos ahora las
perspectivas que desarrolló delante de los intelectuales luego del concilio de Hipona, e 393 y en el manual
sobre la fe, la esperanza y la caridad, mucho tiempo después, hacia 420, a propósito de este mismo artículo
segundo del Credo.

En  su  discurso  de  393,  Agustín  exalta  la  humildad  de  Cristo  “modelo  para  nuestra  vida,  vía  segura  para llegar
a Dios. No podíamos, en efecto regresar a Él sino por la humildad, desde que caímos por orgullo (Gn 3, 5). N,
Nuestro  Salvador  se  dignó  dar  ejemplo  de  esta  humildad,  Él  que  se  “anonadó  tomando  la  forma  de  esclavo”  
(Ph 2, 6-7)…  Él,  en  tanto  que  hijo único no tuvo hermanos, pero en tanto que primer nacido quiso de buen
grado dar el nombre de hermanos (He 2,11) a los que, seguidamente y mediante su prioridad (Col 1, 18),
renacen en la gracia de Dios que los adopta como sus hijos (Ga 3,5). Así, el hijo natural de Dios, nacido de la
sustancia paterna, es única; Él es lo que es el Padre, Dios [salido] de Dios, Luz [salida] de la Luz. En cuanto a
nosotros, no somos la luz por naturaleza; somos iluminados por esta luz [del Verbo], con el fin de poder
brillar  por  la  sabiduría”  (De fide et símbolo IV,6).

Encontramos acá, bajo la pluma de Agustín, las distinciones y nexos ya observados en Orígenes, Cirilo de
Jerusalén y Cirilo de Alejandría. Agustín también puso lo suyo: la insistencia sobre la humildad, Cristo y el
cristianismo; una humildad que condiciona la orientación hacia la salvación eterna. Al tiempo de decir – y
encontraremos este aspecto poco después – que el artículo segundo está orientado por Agustín (y por los
Padres en general) hacia su consumación escatológica esbozada en el artículo tercero, con el don del Espíritu.

San Agustín tratará de profundizar, un cuarto de siglo más tarde, la naturaleza de esta humildad del salvador,
en  su  manual:  “El  género  humano  estaba  afectado  por  una  justa  condenación, todos eran hijos de la cólera
(ver   Ep   2,   3):   “éramos,   por   naturaleza,   hijos   de   la   cólera   como   los   otros.   Todos   los   hombres   estaban  
condenados a esta cólera por el pecado original de una manera tanto más grave y más funesta, pecados a los
que habían agregado otros más pesados y numerosos; le hacía falta un mediador; es decir un reconciliador
que apaciguara esta cólera mediante la ofrenda del sacrificio único, frente al cual todos los sacrificios de la
Ley  y  los  Profetas  eran  sombras”.

La humildad del Verbo encarnado, que culmina (ver Ph 2,6-10) en su obediencia hasta la muerte de la Cruz,
es, pues, vista por San Agustín como un elemento esencial de su sacrificio de reconciliador y mediador.
Prosigue  diciendo:”  Si aun cuando éramos enemigos, nos reconciliamos con Dios por la muerte de su hijo,
con mayor razón, una vez reconciliados en su Sangre, seremos salvados de su cólera por Él (Rm 5, 9-10).
“Cuando,  por  otro  lado,  Dios  monta  en  cólera,  no  se  trata  de  una  perturbación  tal  que  agite  el  corazón  de  un  
hombre irritado: en virtud de una metáfora orientada a las pasiones humanas, damos el nombre de cólera a
su  justicia  vindicativa”  (X,  33)
Subrayando que el Cristo es a la vez el Dios reconciliador y el Mediador, el Sacerdote hombre que opera la
reconciliación mediante su sacrificio, Agustín se preocupa mucho de no causar perjuicio a la unidad de Cristo:
Hay un solo Hijo de Dios, no hay dos Hijos de Dios, Dios y el hombre, pero un solo hijo de Dios, Dios y el
hombre, Dios sin comienzo, hombre desde su comienzo determinado,  Nuestro  señor  Jesucristo”  (X,35)

Sección segunda: Rufino de Aquilea

Hacia el año 400, este antiguo compañero (en Egipto) de Dídimo el Ciego y (en Jerusalén) de Jerónimo
compuso un comentario del Símbolo, en parte tributario del de Cirilo de Jerusalén.

Su Credo deriva a su vez de la formula romana y del Credo oriental comentada por Cirilo de Jerusalén.
Retendremos los comentarios más significativos referidos al artículo segundo.

Rufino no ignora que, a los ojos del paganismo y especialmente de los gnósticos es indigno de Dios tener
contacto con la carne humana. Bajo la influencia de Agustín, responde: ¿reprocharás a un salvador por
haberse ensuciado retirando del barro a un niño que agonizaba? Por lo demás, Dios no se ensucia, no más
que el sol iluminando   las   basuras   o   el   fuego   consumiéndolas.   O,   entonces   habría   que   decir   que   “Dios   se  
ensució  creando  al  mundo”.

Estas reflexiones de Rufino no parecen deberle nada a Cirilo de Jerusalén. Hemos evocado, líneas arriba, las
respuestas de Cirilo a las objeciones contra la Encarnación virginal del Hijo de Dios. Cosa sorprendente, éste
no hacía ninguna alusión (salvo error de mi parte) a la pretendida inconveniencia de una asunción de la carne
humana por el Creador; sus dificultades eran sobretodo relativas a la concepción virginal. Problemática
diferente.

La diferencia radica, sin duda, en parte, en el hecho que Cirilo era sobre todo sensible – en el contexto del
lugar en que hablaba, Jerusalén – a las objeciones de los judíos, mientras que Rufino, siguiendo a Agustín,
estaba más inclinado a considerar las dificultades opuestas por los maniqueos. Destaquemos, de pasada, a
propósito de la Encarnación en el seno virginal de María, tan claramente afirmada tanto por el Símbolo
romano como por el de Nicea, un hecho importante: si la maternidad divina de María se encontraba
implícitamente proclamada, ninguno de los dos símbolos lo confesaba explícitamente. Así se hizo posible el
nestorianismo (Vicente de Lérins, en su Commonitorium, cap. XV, ver capítulo XIII) precisaba, en 434, poco
después de Éfeso, en el sentido del artículo segundo del Credo:  “debemos  proclamar  a  María  la  Theotokos,  la  
Madre de Dios, no en el sentido en que lo emplea una herejía impía que sostiene que no es un simple título,
porque engendró un hombre que después se convirtió en Dios, de la misma manera que decimos la madre de
un sacerdote o la madre de un obispo o la madre de un obispo; ahora bien, esas mujeres no trajeron al
mundo más que hombres que después se convirtieron sacerdotes u obispos. No, no es así como Santa María
es Madre de Dios. Sino como ya lo dije, porque en su seno sagrado se realizó este misterio sacrosanto, y que
en razón de esta unidad particular y única de persona el Verbo es carne en la carne y el hombre es Dios en
Dios”  (RJ 2171).
Entonces, si Rufino no sintió la necesidad de dejarnos un comentario sobre la maternidad divina, estamos
más sorprendidos de ver con qué insistencia se explica sobre la virginidad de María, no sólo en la
concepción, sino también de su nacimiento. Haciéndolo, preparaba los matices de la fórmula galicana que
habría de retener, definitivamente, el textus receptus debido   del   Símbolo   romano:   “concebido   del   Espíritu  
Santo, nacido de   la   Virgen   María”.   Citemos,   pues,   esas   afirmaciones   tan   firmes   que   engloban numerosos
textos  anteriores  y  posteriores  de  los  Padres:  “No  hay  ninguna  corrupción  en  la  concepción  de  la  virgen.  Una  
concepción nueva fue ofrecida este siglo, y no sin razón. Aquél que en el cielo es Hijo único, y por
consiguiente, incluso en la tierra,   único,   nació   de   una   manera   única”.   Después   de   haber   citado Is 7, 14,
nuestro  Rufino  prosigue  “nombrando  a  María  de  una  manera  figurada,  la  ‘puerta  del   Señor’,  por  la  cual  el  
Señor   entró   en   el   mundo”,   la   puerta   anunciada   con   antelación   por   el   profeta   Ezequiel, indicando, de esta
manera  “el  modo  admirable  de  esta  concepción:  ‘la  puerta  exterior  del  santuario  estaba  cerrada…  Yahvé  me  
dijo.  Esta  puerta  será  cerrada,  porque  el  Dios  de  Israel  pasó  por  ahí.  Así  es  como  será  cerrada’  (Ezequiel  44,  1-
2).”  

Rufin insiste  en  este  tema:  “esta  puerta  de  la  virginidad  fue  cerrada,  a  través  de  ellas  entró  el  Señor  Dios  de  
Israel, a través de ella pasó del seno de la Virgen en este mundo y la puerta de la Virgen permanece
eternamente  cerrada,  la  virginidad  salvada”.

Naturalmente, se puede discutir la exégesis de Ezequiel brindada por Rufino siguiendo a Ambrosio de Milán;
no implica, pensamos, y no pretende indicar el sentido literal del texto profético, pero no su sentido
tipológico, y constituye una bella imagen que esclarece una convicción ya existente de la Iglesia universal, en
su comprensión de los alcances de Is 7, 14. Ambrosio y Rufino elaboran un razonamiento por analogía:
creyendo con la Iglesia que María fue virgen durante la concepción con una virginidad distinta de aquella que
ejercía en la concepción de Cristo, encuentran que el texto de Ezequiel ilustra admirablemente este artículo
de fe.

Para Rufino, el relato lucano de la Anunciación afirmaría la cooperación de las tres personas divinas en el
cumplimiento del misterio de la Encarnación; Rufino reunía así una exégesis clásica durante los primeros
siglos,  y  según  la  cual  el  hijo  de  Dios  proponía,  a  través  del  Ángel  Gabriel,  su  propia  Encarnación:  “Se  nos  dice  
que el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen y que la virtud del Altísimo la cubre con su sombra. ¿Cuál es
esta Virtud del Altísimo, sino Cristo mismo, Virtud de Dios y Sabiduría de Dios (1 Co 1, 24)? ¿Y de quién es la
virtud? Del Altísimo. Así pues, el Altísimo está presente, y la Virtud del Altísimo y el Espíritu Santo. Es la
Trinidad oculta en todos lados y siempre presente en todo, la Trinidad distinta en nombres y en personas,
pero inseparable por la sustancia de la Deidad; sólo nace el Hijo, pero el Padre está presente y también el
Espíritu Santo, para  santificar  la  concepción  de  la  Virgen  y  también  su  nacimiento”.

En otros términos, Rufino (y otros) interpretan el relato lucano a la luz de los relatos del bautismo como la
Transfiguración de Cristo, y de la cristología paulina de la primera carta a los Corintios: Cristo es el Poder y la
Sabiduría  de  Dios”.
Aun si no la identificación no está contenida en el relato de la Anunciación, entre Virtud-Poder el Altísimo y
Cristo, sigue siendo verdad que es en nombre de la Trinidad que el Ángel habla a María para proponer la
Encarnación: esto basta `para afirmar que habla en nombre del Hijo. A través del ángel, el Hijo se anuncia.

Rufino, a propósito de Cristo Juez de los vivos y de los muertos, nos presenta una interpretación que no es
más  usual:  “Cristo  juzgará  simultáneamente  la  salmas  y  los  cuerpos”;  porque  el  Símbolo  califica  “de  vivos  a  
las almas y de muertos a los cuerpos y no quiere decir que algunos llegaran vivos al juicio mientras que otros
serán   juzgados   después   de   sus   muertes”.   Es   posible   que   Rufino dependa aquí de la exégesis de Isidoro de
Pelusa (cartas I, 222; MG 78, 322) interpretando 2 TM 4, 1; en todo caso, piensa que su inteligencia de Cristo
“juez  de  vivos  y  de  muertos”  está  en  armonía  con  el  lenguaje  de  Jesús  en  el  Evangelio  (Mt  10,  28):  no teman
nada   de   aquellos   que   matan   el   cuerpo,   pero   que   podrán   matar   el   alma”   (sobreentendido:   que   se   puede  
matar a sí misma por el pecado). Sea lo que fuere, en este pasaje, (Comentario del Símbolo 33; ML 21, 369)
Rufino parece adherirse a San Agustín (De la  fe  y  del  Símbolo  VIII,  15:  “creemos  que  Cristo  juzgará  a  los  vivos  
y  a  los  muertos;  esos  términos  pueden  significar  los  justos  y  los  pecadores”).

Agustín,  sin  embargo,  admite  también  que  podría  tratarse  “de  los  vivos  encontrados  en  la  tierra  [por  Cristo
Juez]  antes  de  su  deceso  y  de  los  muertos  que  resucitarán  el  día  de  la  llegada”  de  Cristo  (ibid.). San Pablo no
había variado en su enseñanza: la última generación de los justos será revestida de inmortalidad sin pasar por
la   muerte.   “No   morimos   todos,   pero   todos   nosotros   seremos   transformados”   (1   Co   15,   51).   La   Tradición  
patrística griega (Teodoreto, Epifanio, Gregorio de Niza) y latina (Tertuliano, Jerónimo) comprendió bien a
Pablo. Pero un error de traducción de la antigua versión latina seguida por la Vulgata causó la confusión. Ella
duró muchos siglos.

Pablo   nunca   dice:   “todos   los   justos   resucitarán”.   Pero   subraya   tres verdades; esto es lo que escribe a los
Tesalonicenses (1 Th 4, 15-17): a) los justos muertos en estado de gracia resucitarán e primer lugar. B) los
muertos resucitados y los vivos sobrevivientes serán arrebatados por los aires, al encuentro de Cristo; c)
todos los justos, muertos resucitados y vivos sobrevivientes, estarán por siempre con el Señor (t. II, 443 s).

El Apóstol nada dice sobre los pecadores, vivos o muertos; no se ocupa sino de los justos y de los justos vivos
de la parusía. El “misterio”   develado   a   los   Corintios   (1   Co   15,   51-53) consiste en esto: aun los justos
perdonados por la muerte deben ser transformados (afirmación repetida). Jerónimo (Epis. 57 ad Marcellam)
lo  había  comprendido  perfectamente:  “los  santos,  sorprendidos  en  sus  cuerpos  por  la  venida  del  Salvador,  
irán a su encuentro con este mismo cuerpo, luego no obstante que haya sufrido la transformación gloriosa y
que de  corruptible  y  mortal,  se  habrá  revestido  de  la  incorrupción  y  la  inmortalidad”.

Transformación física que acompaña una transformación espiritual de la libertad, incapaz, en delante de
realizar un acto meritorio o de demérito: se puede decir que este límite marca la entrada del alma inmortal
en su estado definitivo.

Siguiendo, pero con menos precisión, las huellas de Cirilo de Jerusalén, y de una manera más sintética y
resumida,  Rufino  previene  a  su  fieles  respecto  del  regreso  de  Cristo:  “debemos  saber  que el enemigo (Satán)
se esfuerza por imitar mediante una falsedad pérfida este acontecimiento salvador de Cristo para engañar a
los creyentes; y en lugar del Hijo del hombre, cuya venida es esperada en la majestad de su Padre, prepara a
los hijos de la perdición por medio de prodigios y de signos mentirosos con miras a introducir en lugar de
Cristo, al Anticristo, respecto del cual el Señor predijo en el Evangelio : vine en nombre de mi Padre y no me
recibieron;  otro  vendrá  en  nombre  propio  y  lo  recibirán”  (Jn 5, 43). Aquí, retomando a Cirilo de Jerusalén (cat.
XI, 2), Rufino nos propone una interpretación del evangelio de Juan a la que no estamos habituados
actualmente;   “el   otro”   es   el   impostor.   El   Anticristo.   De   ahí,   una   alerta,   que   pide   a   los   cristianos   no
equivocarse creyendo como advenimiento de Cristo lo que en verdad es el del Anticristo (ver Mt 24,4).

En otros términos, la insistencia sobre el retorno y la segunda venida de Cristo quiere preservarnos del
Anticristo preparado por Satán: por eso Rufino cita extensamente al Apóstol Pablo en su segunda carta a los
Tesalonicenses (2, 3-9).

Terminemos estas indicaciones sobre el artículo segundo en los comentarios latinos del Símbolo evocando las
respuestas de san Pedro Crisólogo a una objeción ya mencionada:   “El   nacimiento   de   Cristo   fue   honor,   no  
ultraje, misterio del amor y no degradación de la divinidad. Restauró la salvación de los hombres sin
menoscabar la sustancia divina. Que Dios sea encontrado en la carne no es un deshonor para el Creador, sino
un honor  para  la  criatura…  Oh  hombre,  ¿por  qué  eres  tan  vil  a  tus  propios  ojos,  cuando  eres  tan  precioso  a  
los  ojos  de  Dios?”

Resumamos: los autores latinos, en sus formas de comentar el Credo, fueron influenciados por sus
predecesores griegos, y como se podía esperar, la originalidad de Agustín de Hipona fue única.

Prolongaciones modernas: Barth, el catecismo de la Iglesia Católica

Kart   Barth   se   expresa,   aquí,   de   manera   particularmente   sorprendente:   “El   segundo   artículo   comienza  
designando a un hombre, Jesús, como objeto del Credo: llama Cristo a este hombre para identificarlo con el
profeta, el sacrificador y el rey del fin de los tiempos, aquel que esperaba el pueblo de Israel; luego, lo califica
de Hijo único de Dios. El primer artículo nos hablaba del Dios escondido; aquí, nos dice que posee una forma
determinada. Nos dice que Dios es el Creador: nos declara, aquí, que es al mismo tiempo criatura. No es sólo
el  amo  de  nuestra  existencia;  la  comparte  con  nosotros  aquí  abajo.”

“La  confesión  de  fe  no  juzgó  necesario que precediera a la cristología una doctrina del pecado y de la muerte,
destinada a ser, a la vez, su fundamento y explicación. Jesucristo es la Luz que ilumina la miseria y la
desesperación humanas y no a la inversa. Es necesario que la gracia sea primera para que el pecado se nos
muestre como pecado y la muerte como muerte. Nuestra miseria y nuestra culpabilidad se nos muestran en
Cristo”.

Barth  dice  incluso:  “solamente”.  El  Antiguo  Testamento  desmiente  semejante  exageración.  Pero  permanece  
cierto que la transmisión hereditaria del pecado original no fue revelada sino después de su expiación en y
por la Sangre del nuevo y segundo Adán (sin duda, por eso el Credo del pueblo de Dios, pronunciado por
Pablo VI en 1968, no habla de aquello hasta después de haber confesado la justicia original y a Cristo
crucificado).
“Nunca   se   cuestionó,   verdaderamente,   en   la   Iglesia   el   nombre   de   Señor   concedido   a   Jesucristo,   prosigue  
Barth. Ser Señor, en el sentido en que Pablo lo dice de Cristo (1 Co 8, 6), es decir Creador con el mismo título
que el Padre: ver Ph 2, 10 s.: toda lengua debe confesar que Jesucristo es el Señor. Esto sobrepasa
claramente el sentido que podía tener el epíteto de Señor concedido a la divinidad por los fieles de las
religiones helenísticas o al Emperador  romano  por  el  Imperio.  El  Señorío  de  Jesucristo  significa  su  divinidad.”

Las  palabras  “Jesucristo  nuestro  Señor”  definen  el  contenido  del  término  Credo como el reconocimiento de
una decisión que Dios tomó, concerniente a la existencia del hombre, pero le dan también la forma de una
decisión religiosa, moral, incluso política del hombre que declara simplemente: Credo…  La  Encarnación  de  la  
Palabra de Dios depende de la decisión divina que da a la vez su contenido y hace posible, al mismo tiempo
una decisión humana.

La  palabra  “nuestro”  afirma  que  la  soberanía  de  Cristo  no  es  una  relación  individual  entre  Cristo  y  el  creyente,  
sino más bien el reino de Cristo en su Iglesia. Es en la asamblea de aquellos que son llamados a la fe cristiana,
y nada más que en ella, que Cristo es reconocido y honrado como el Señor; que es reconocido
individualmente  por  ellos…  No  puedo  tener  un  Evangelio  para  mi  solo.  Una  sola  vez,  por  todos,  el  verdadero  
se   hizo   verdadero   hombre   en   Jesucristo…   El   hombre   no   subió   hacia   Dios, sino Dios descendió hacia el
hombre: tal es el sentido de la Encarnación.

“Padeció   bajo   Poncio   Pilatos”:   cuando   habla   de   la   muerte   de   Cristo,   Pablo   sobreentiende   también   en   un  
resumen expresivo, el resto de su vida. Esto vuelve a aparecer con claridad en Ph 2, 6 s. No hablando
únicamente de la crucifixión y de la muerte de Jesucristo, sino mencionando ante todo su Pasión, el Símbolo
no omite el resto de la historia de la vida de Jesús: remite al tiempo en que vivía sobre la tierra y lo menciona
en su conjunto  como  un  tiempo  de  sufrimiento.”

Estos comentarios de Barth presentan, a nuestros ojos, la ventaja de explicar lo que parecía implícito en los
Padres, estando profundamente en la línea de su pensamiento. En efecto, no conozco textos patrísticos que
subrayen tan claramente la importancia del señorío colectivo y eclesial de Cristo Jesús, ni el carácter redentor
de toda la vida del Salvador. Especialmente Cirilo de Jerusalén parece saltar de la Encarnación a la Cruz. Es
probable, sin embargo, que Agustín haya precedido a Barth en esta presentación de la vida oculta y pública
de Jesús como vida sufriente.

Barth  subraya  también  el  sentido  del  “descenso  a  los  infiernos”  que  menciona  el  Símbolo  de  Nicea:  anuncia  
que   Jesús   “predicó   a   los   espíritus   en   prisión”   (1p 3, 19). No se reduce pues, pura y simplemente a la
sepultura, como parece decirlo Rufino de Aquilea (Comentario del Símbolo 18). Implica la idea de una
sociedad de los muertos en la cual Cristo, en su alma, se insertó al punto de poder ofrecerle la Buena Nueva
de la salvación (IX, 120).

Luego,   Barth   nos   presenta   el   “milagro   único   de   la   Resurrección…   reside   en   dos   hechos   conexos   que   no  
pueden explicarse, según todos los testigos neotestamentarios, ni con un engaño, ni mediante una ilusión, ni
mediante una simple visión: la tumba de Jesús se encontró vacía al tercer día y Jesús mismo se apreció a sus
discípulos como una persona viva que se puede ver, escuchar y tocar. Verdaderamente resucitó y por
verdaderamente se debe entender corporalmente. Así, el don que Dios hizo de sí mismo a la naturaleza y al
destino humanos realmente llegó a su culminación, es decir como la soberanía de Dios sobre esta naturaleza
y  sobre  este  destino”  (X,  131  s.).

Para  Barth,  la  Ascensión  es  una  “transición  natural  entre  la  Resurrección de Cristo y el lugar que ocupa a la
derecha  de  Dios”.  Nos  invita  a  “buscar  en  este  conjunto  la  razón  de  su  mención  entre  los  artículos  principales  
de   la   fe   cristiana”   (XI,   138).   “Nuestra   fórmula   expresa   mediante   una   imagen   una   verdad   invisible  
naturalmente: la identidad en poder, en soberanía de Dios y de Aquél que, verdadero Dios, se hizo hombre y
murió   sobre   la   cruz”.   Imagen   simbólica,   la   expresión   “Jesucristo   está   sentado   ‘designa’   la   duración,   la  
permanencia de esta función: no es un acontecimiento del pasado, es un estado que permanece: el reino de
Dios  es  también  el  de  Cristo…  La  Confesión  de  fe  subraya  así  que  el  hecho  que  la  gloria,  el  poder  y  la  fuerza  
que atribuye a Cristo son verdaderos, eternos y únicos. La soberanía de Jesucristo se ejercerá con los plenos
poderes  del  dios  Creador  (Mt  28,  18)”  (XI,  138-139).

Adhiriéndose, sin citarlo, a Santo Tomas de Aquino, Barth dice magníficamente: Jesucristo, Hijo eterno de
Dios, no recibió este poder al momento de su Resurrección solamente o al momento de su Ascensión,
porque Dios mismo, no dejó un solo instante, en su Encarnación, en su Pasión, en su muerte, de estar
sentado   a   la   derecha   de   Dios   Padre  […]   Es   en   tanto   que   hombre,   solidario   con   nuestra   raza   y   con   nuestra  
naturaleza, compañero de nuestro   destino,   que   Cristo   está   sentado   a   la   derecha   de   Dios   […].   La  
manifestación  de  su  elevación  se  realiza  en  su  Resurrección  entre  los  muertos  […].  Es  la  omnipotencia  de  Dios  
Padre  y  del  Hijo  […].  En  aquello  que  Dios  hace,  vemos  lo  que  Dios  quiere  y  mediante esto lo que Dios puede;
vemos la totalidad de su poder. Aquí, y sólo aquí, vemos lo que Dios puede, quiere y hace en tanto que
Creador:  poder  de  salvación,  Omnipotencia  divina”  (XI,  139-140).

El Catecismo de a Iglesia católica nos ofrece, igualmente, comentarios riquísimos y variados del artículo
segundo del Símbolo: sobre la cooperación de la Virgen con el espíritu, el sacrificio pascual del Hijo único, su
descenso al infierno, su asiento a la diestra del Padre.

A  propósito  del  Hijo  único  “concebido  por  el  Espíritu  Santo  y  nacido  de  la  Virgen  María”,  el  CEC  (485)  subraya  
que  “la  misión  del  Espíritu  Santo  va  siempre  unida  y  ordenada  a  la  del  Hijo (Jn 16, 14-15). Desde las primeras
formulaciones de la fe, la Iglesia confesó que Jesús fue concebido por el solo poder del Espíritu Santo en el
seno de la Virgen María, afirmando así el aspecto corporal de este acontecimiento. Los padres ven en la
concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios venido en una humanidad como la
nuestra. Los relatos evangélicos entienden la concepción virginal como e cumplimiento de la promesa divina
dada  por  el  profeta  Isaías,  a  partir  de  la  traducción  griega  de  Mt  1,  23”  (CEC  496-497).

Comentando la cristología del Símbolo de Nicea, el documento del Consejo ecuménico de las Iglesias observa:
la  aproximación  nicena  es  doxológica  y  confesional…

“Desde   los   principios,   la   aproximación   adoptada   por   los   Padres   seguía   la   tendencia   confesional.   Se   la  
encuentra ya en los himnos del Nuevo Testamento. Los Padres aceptaron la historia de Jesús tal como la
atestiguan los evangelios y os otros libros del Nuevo Testamento, leyéndola, particularmente, en la óptica del
evangelio de Juan. El marco de referencia [del Símbolo de Nicea] es el prólogo Joánico.

“La  aproximación  moderna [exégesis histórico crítica] no excluye, como es lógico, la aproximación patrística
confesional.

Estados dos aproximaciones son compatibles y pueden enriquecerse mutuamente, en la medida en que no
aleja la posibilidad de que ya haya estado presente, de manera implícita desde lo inicios de la tradición, que
no fue sino formulada por la sucesión. El Hijo y el Verbo eterno de Dios no hacían sino uno con la realidad
humana  de  Jesús  desde  el  comienzo”  (CFC  107-109,  poco  antes  [106]  el  texto  decía:  “la  divinidad”  de  Jesús  y  
su  preexistencia”  son  consideradas  por  la  exégesis  histórico  crítica  como  expresiones  de  la  importancia  de  la  
persona humana de  Jesús  de  Nazareth”).

La expresión subrayada podría chocar a aquellos que están adscritos a la perspectiva evangélica, patrística y
confesional que reconoce en Cristo una única persona divina; La Santa Sede, especialmente, en una
declaración  de  1972,  rechaza  la  idea  según  la  cual  el  “misterio  de  Jesucristo  consistiría  en  el  hecho  de  que  el
Dios que se revela estaría soberanamente presente en (La Documentation catholique 69, 1972, 309).

Sin   embargo,   la   expresión   “persona   humana”   de   Jesús   fue   empleada en un contexto de fe ortodoxa por
muchos Padres y Doctores de la Iglesia: Agustín (Contra Maximinum II, 10, 2; ML 52, 765) y sobre todo León
Magno, en su carta dogmática al patriarca Flaviano (§ 18; DS 295): en este documento solemne, el papa
hablaba de la existencia en Cristo de una sola persona divina y humana (in Christo una Persona Dei et
hominis), es decir: hay en Cristo un solo sujeto y de la naturaleza divina y de la naturaleza humana (donde, si
prefiere, una sola persona teándrica). En otros términos, la misma persona es a la vez divina y humana, pero
no es humana sino porque preexiste como divina. Recordemos aquí que  Jn  8,  58  (“antes  que  Abraham  fuera  
yo  Soy”)  implica  la  exclusión  de  un  yo  creado  en  Cristo,  de  una  persona  a  la  vez  humana  y  creada.

A los ojos de un católico, hay pues una cierta ambigüedad en la manera de expresarse del documento CFC;
pero una explicación que satisfaga la ortodoxia católica y a las Iglesias ortodoxas greco-rusas sigue siendo
posible.

El documento del Consejo ecuménico distingue en seguida tres interpretaciones del misterio de la muerte de
Cristo y de su Pasión que encuentra compatibles: la muerte victoria liberadora, la muerte ofrenda expiatoria,
la muerte de fiel obediencia a la misión (143). Se podría hablar de una expiación fiel, obediente y victoriosa.
Un   poco   más   adelante,   “la   explicación   ecuménica   de   la   fe   apostólica”   subtítulo   del documento)   dice:   “el  
sacrificio de sufrimiento y de muerte ofrecido por Jesús, que se sustituyó a los otros por amor a ellos, se
convirtió  en  salvación  del  mundo  por  fue  de  esta  manera  que  Dios  reconciliaba  al  mundo  con  Él”  (145).

De ahí la importante conclusión:  “el  sufrimiento  y  la  muerte  de  Cristo  son  la  Buena  Nueva  para  nosotros…  
Especialmente  para  aquellos  que  sufren”  (152-153).
¿Es  decir,  que  no  hace  falta  luchar  contra  el  sufrimiento?  El  documento  no  lo  cree:  “En  el  sufrimiento  y  la  cruz  
de   Jesús…   Dios   manifestó   su   solidaridad   con   los   seres   humanos   y   su   compasión   por   sus   sufrimientos…  
particularmente  cuando  su  sufrimiento  no  tiene  razón  aparente…  La  solidaridad  de  Dios  los  ayuda  a   luchar
contra el sufrimiento y la muerte bajo todas sus formas. Cuando los humanos son víctimas de la opresión,
tienen la seguridad que Dios vela sobre los derechos de los oprimidos. Se podría, tal vez conciliar estas dos
orientaciones  contrastantes   (por   un   lado  el   sufrimiento   de   Cristo   por   nosotros   es   “buena   nueva”,   por   otra
parte hay que luchar contra el sufrimiento) diciendo: Dios quiere que luchemos contra los sufrimientos que
no forman parte de su plan y que ofrezcamos aquellos que si lo son, con obediencia y compasión a favor de
los prójimos (ver Col 1, 24; 1 Co 10, 13).

El Catecismo de la Iglesia católica nos ofrece, igualmente, comentarios riquísimos y variados del artículo
segundo del Símbolo; sobre la cooperación de la Virgen con el Espíritu, el sacrificio pascual del Hijo único, su
descenso a los infiernos, entronización a la diestra del Padre.

A  propósito  del  Hijo  único  “concebido  del  Espíritu  Santo  y  nacido  de  la  Virgen  María”,  el  CIC  (485)  subraya  
que   “la   misión   del   Espíritu   Santo   es siempre   conjunta   y   ordenada   a   la   del   Hijo”   (Jn   15,   14-15). Desde la
primeras formulaciones de la fe, la Iglesia confesó que Jesús fue concebido por el solo poder del Espíritu
Santo en el seno de la Virgen María, afirmando, también, el aspecto corporal de este acontecimiento. Los
Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios venido en una
humanidad como la nuestra. Los relatos evangélicos comprenden la concepción virginal como una obra
divina que sobrepasa toda posibilidad y toda comprensión humanas (Mt 1, 20), y la Iglesia ve en ella el
cumplimiento de la promesa divina dada por el profeta Isaías, a partir de la traducción griega de Mt 1, 23 (CIC
496-497).

La pasión: si el Símbolo de los Apóstoles no dice explícitamente que Jesús sufrió por nosotros, el Símbolo de
Nicea recordaba claramente que este elemento capital del Nuevo Testamento, que en su momento, el CIC
evoca extensamente. Quiere, de esta manera, responder a muchas objeciones de nuestros contemporáneos.
Menos sensibles que los Antiguos a los aspectos ignominiosos de la Pasión, tienen mayor dificultad en
admitir que forma parte del designio eterno del Padre sin dejar de ser el fruto de la malicia de los hombres:
“La  muerte  violenta  de  Jesús  no  fue  fruto  del  azar  en  un  conjunto  desafortunado  de  circunstancias.  Pertenece  
al misterio del designio  de  Dios…  Los  que  entregaron  a  Dios  no  fueron  ejecutantes  pasivos,  “sino  que  Dios”  
permitió  los  actos  emanados  de  su  enceguecimiento  con  miras  a  realizar  su  designio  de  salvación”  (CIC  599-
600). El designio divino de la salvación mediante la muerte del Servidor  Justo”  es,  también,  un  designio  de  
amor bienaventurado (respecto de nosotros) que precede todo mérito de nuestra parte (601-604); pero,
contrariamente  al  pensamiento  de  algunos  protestantes  del  siglo  XVI  y  de  los  católicos  posteriores,  “Jesús  no  
conoció la reprobación como si hubiese pecado. Sino en el amor redentor que lo unía siempre al Padre, nos
asumió en el extravío de nuestro pecado respecto de Dios al punto de poder decir en nombre nuestro, sobre
la  Cruz:  “Dios  mío,  Dios  mío,  por  qué  me  has abandonado?”  (Mc  15,  34;  Ps  22,  1;  CIC  602).

Subrayando que Jesús retomaba la palabra de un salmista en nuestro nombre y en el amor que lo unía al
Padre,  el  CIC  quiere  rechazar  toda  idea  de  desesperación  en  el  Cristo  moribundo  que,  por  el  contrario,  “quiso
humanamente en la obediencia a su Padre todo lo que decidió divinamente con el Padre y el Espíritu Santo
para  nuestra  salvación”  (475).  La  muerte  de  Cristo  es  “el  sacrificio  pascual  de  la  nueva  Alianza”,  un  “don  de  
Dios Padre que entrega a su hijo para reconciliarnos  con  Él,  y  “la  ofrenda  del  Hijo  de  Dios  hecho  hombre  que,  
libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre mediante el Espíritu Santo para reparar nuestra
desobediencia”  (CEC  613-614).

Cristo descendió a los infiernos: las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las cuales Jesús
resucitó de entre los muertos presuponen, previamente a la Resurrección, que Jesús permaneció en la
estancia de los muertos. Jesús no descendió a los infiernos para liberar a los condenados. Aquellos que allí se
encuentran están privados de la visión de Dios (Seol, Hades). Jesús no descendió a los infiernos para liberar a
los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que los habían
precedido: descendió como Salvador, proclamando la Buena Nueva a los espíritus que estaban detenidos. La
Buena Nueva fue igualmente anunciada a los muertos (1 p 4, 6). El descenso a los infiernos es el
cumplimiento, hasta la plenitud, del anuncio evangélico de la salvación. Última fase de la misión mesiánica de
Jesús, está concentrada en el tiempo, pero inmensamente vasta en su significación real de extensión de la
obra   redentora   a   todos   aquellos   que   fueron   salvados,   que   fueron   hechos   partícipes   de   la   Redención”   (CIC  
632-634).

El CIC quiso responder, de esta manera, en parte, a los asuntos concernientes a la salvación eterna de los
seres humanos muertos sin conocimiento explícito del misterio de Cristo. Adivinando una dificultad frecuente
en el nivel del vocabulario, recuerda que el descenso a los infiernos, parte integrante del misterio pascual,
debe ser cuidadosamente distinguido de todo descenso al infierno de los condenados. En suma, siguiendo al
CIC (636-637),  la  expresión  “Jesús  descendió  a  los  infiernos”  significa  que:  Jesús  murió  realmente; mediante
su muerte, por nosotros, venció a la muerte y al diablo (He 2, 14); muerto, descendió, en su alma unida a su
persona divina, a la estancia de los muertos, hacia los lugares interesados, hacia los seres en espera de su
pleno cumplimiento; abrió a los justos anteriores las puertas del cielo.

La fe en la resurrección tiene por objeto un acontecimiento histórico atestiguado por los discípulos que se
reencontraron con el Resucitado, y misteriosamente trascendente en tanto que entrada de la humanidad de
Cristo en la gloria de Dios, en la vida más allá del tiempo y del espacio. Acontecimiento histórico constatable
por el signo de la tumba vacía y por la realidad de los reencuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, la
Resurrección sobrepasa la historia; es objeto de fe en tanto que es una intervención trascendente de Dios
mismo en la creación y en la historia (CEC 656, 647, 648), Cristo, primogénito entre los muertos (Col 1, 18) es
“el  príncipe  de  nuestra  propia  resurrección,  desde  ahora  por la justificación de nuestra alma, más tarde por la
vivificación  de  nuestro  cuerpo”  (658).

Ningún  ser  humano  “fue  testigo  ocular  del  acontecimiento  mismo  de  la  Resurrección  y  ningún  evangelista  lo  
describe.   Nadie   puede   decir   cómo   se   produjo   físicamente”,   según el CIC 647. En este caso también,
sobrepasa la historia.

“Jesús  sentado  a  la  derecha  del  Padre,  de  donde  vendrá  a  juzgar  a  los  vivos  y  a  los  muertos”  Por  derecha  del  
Padre, entendemos, con Juan Damasceno (Fe ortodoxa IV,  2),  “la  gloria  y  el  honor  de  la divinidad en la que
existía antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre se sienta corporalmente después de su
Encarnación   y   de   la   glorificación   de   su   carne”   (CIC   663).   Estar   sentado   a   la   derecha   del   Padre   significa   la  
inauguración del reino del Mesías, el cumplimiento de la visión del profeta Daniel concerniente al Hijo del
Hombre (7, 14), Cristo reina ya por la Iglesia. Presente en su Iglesia, el reino de Cristo, sin embargo, no ha
sido todavía concluido. El tiempo presente, marcado por la angustia, es un tiempo de espera y vigila.

El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio último. Siguiendo a los profetas y a Juan
el Bautista, Jesús anunció en su predicación el Juicio del último día. Viniendo a juzgar a los vivos y a los
muertos al final de los tiempos, Cristo glorioso revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a
cada  hombre  según  sus  obras  y  según  su  acogida  o  rechazo  de  su  gracia.  “Por  el  rechazo  de  la  gracia  en  esta  
vida, cada uno se juzga a sí mismo, recibe según sus obras y puede incluso condenarse por la eternidad
rechazando  al  Espíritu  de  Amor”  (CEC  679)

Orígenes, Hom.  Sobre  Ezequiel  VI,  6:  “el  Padre  tiene  piedad  y  compasión.  Sufre  una  pasión  de  amor”.  Sin  embargo,  por  otro  
lado, Orígenes enuncia el dogma de la impasibilidad divina (ver H. de Lubac, Histoire et Esprit, París, 1950, 241-243).

Ver santo Tomás de Aquino, Suma Teológica III, 58: el Hijo está sentado a la derecha del Padre en tanto que Dios y en tanto que
hombre

Ver Ap 3, 31

Juan Crisóstomo, Carta a Teodoro; SC 117.

Teodoro de Mopsuestia, Homélies catéchétiques, éd. Tonneau-Devresse,  Vaticano,  1949,  coll.  “Studi  e  Testi”,  145

Desde el segundo concilio de Constantinopla (DS 424-426 y 434); sin embargo santo Tomás de Aquino reconoce la presentación
d  ela  humanidad  de  Cristo  como  vestimenta  (Suma  Teológica,  III,  2,  6  y  ad  Im)  “en  el  sentido  que  el  Verbo  se  hace  visible  por
medio de la naturaleza humana a la manera en que el cuerpo de un hombre se nos muestra por su vestido y también en el
sentido en que la naturaleza se encuentra ennoblecida por el Verbo de Dios, de la misma manera que el vestido se adhiere al
cuerpo   sin   cambiarlo”   a   la   vez   que   se   rechaza   toda   idea   de   unión   accidental   entre   el   Verbo   y   su   humanidad.   Remite   a   San  
Agustín, q. 73 (83 questiones)

Para el cardenal Grillmeir, Teodoro de Mopsuestia preparó la doctrina de Calcedonia sobre las dos naturalezas de Cristo, Logos-
hombre y no sólo Logos-carne: Das Konzil von Chalkedon, I, 1951, 129-1962, t. III, 585.

Parece que se tratara aquí de la paternidad adoptiva con relación a los Hijos adoptivos, y no a la paternidad de naturaleza
respecto del Hijo único, ver DS 71 y 526 (9). Esta interpretación está confirmada por otros textos de Cirilo, citados por RJ 2066 y
2106..

Ver G. Jouassard, Revue des études byzantine 11 (1953), 175-186; Melanges M. Jugie y B. de Margerie, Introducción  a  l’histoire  
de  l’exégèse, Paris, 1981, t. I, Les Pères grecs, cap. X, 283 s.

Ver p. 67, n.1.

Ver p. 69, n.1.

La fórmula natus de Spiritu Sancto ex Maria Virgine figura ya (según la recensión latina del Credo) en la Tradición apostólica de
Hipólito hacia 215-217.

ML 38, 1073. La cita siguiente ha sido extraída del mismo sermón, § 4 Siguiendo a M. Villain (RSR, 1945, 142, n. 3) la idea de
Agustín según la cual María habría, primeramente, concebido a Cristo por la fe antes de concebirlo corporalmente, sería
inspirada por Orígenes, De principiis II, 6, 3: el alma de María sería mediadora entre la naturaleza divina del Verbo y su cuerpo
humano. Sobre el hecho que Cristo nació del Espíritu Santo sin ser su Hijo, ver Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles
IV, 46-47. La filiación supone una comunidad de sustancia natural. Hace falta aquí: la naturaleza humana de Cristo es distinta de
la naturaleza divina del Espíritu; la primera es creada por el Espíritu pero no engendrada por el.

Utilizamos la traducción de S. Poque, Sermons de Saint Agustin sur la Pâque (SC 116)

Es decir, Dios murió en tanto que había asumido una naturaleza y en ella

Imagen ambigua, porque, cuando estoy desnudo despojado de vestido, mi cuerpo siempre forma parte de mi ser; pero Pablo,
sin embargo, parece recurrir a ella (2 Co 5, 4-8).

Utilizamos la traducción contenida en BA 10: Mélanges doctrinaux, 325.

Destaquemos esta cristología arcaica que no elimina

Ver el Apéndice.

Agustín, Enchiridion X, 33; ver santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles I, )1, sub fine.

Ver  J.  Quasten,  Initiation  aux  Pères  de  l’Eglise,  t.  IV,  Les  pères  latins,  322-329, con bibl. (Paris, 1986); M. Villain,  “Rufin  d’Aquilée,  
commentateur  du  Symbole  des  Apôtres”,  RSR  31  (1944),  129-156.

Rufino, Commentaire du Symbole, ML 21, 351 A, B; chap. 12 (CCL 20, 149).

Ibid.

Se adivina aquí la influencia de San Ambrosio (de institutione virginis 8, 52; RJ 1327)

Ver J.A. de Aldama, María en la patrística, Madrid, BAC, 1970, 140-146 (Justino).

En Lc 1,35, parece que Cristo es llamado Hijo de Dios en el sentido soteriológico de una manera directa; pero el sentido
ontológico (filiación eterna) está en un segundo plano

Rufino, Commentaire du Symbol 9; ML 21, 349 D-350 A: CCL 20, 146-147.

Se sabe que San Pablo afirma en varios lugares que los justos, testigos de la parusía no morirán sino serán transformados (1Th
4, 15-17; 1 Co 15, 51-53; ver Prat, La Théologie de S. Paul, París, 1923, t. 90-92 y t. II, 443 s.) Prat dice: el texto de Rufino es tan
oscuro que no se puede sacar nada de él. En lugar de buscar en los muertos y los vivos, los pecadores y los justos, se entiende
simplemente (hoy día) por muertos y vivos, los muertos y los vivos que la llegada del Juez supremo encontrará sobre la tierra. El
artículo séptimo del Símbolo tomado de 2 Tm 4, 1 o de P 4, 5 era uno de los puntos fundamentales d ela predicación
apostólica”  (Ac  10,  42).  Todas  las  formas  del  Símbolo,  tanto  griego como latino, contienen este artículo, que pasó más tarde al
Símbolo  de  Nicea”,  agrega  Prat  (t.I,  92).

San Pedro Crisólogo, Sermón 148; ML 52, 596.598.

K. Barth, Credo V, 58.

Pablo VI, Credo del pueblo de Dios, 1988, § 12 y 16

K. Barth, Credo VI, 70.

Ibid, VII, 83.; sin duda Barth, mediante estas palabras, quiere aludir al aspecto voluntario del acto de fe.

Ibid. VII, 81.

Ibid. VIII, 99.


Apéndice al artículo II. María Virgen en el nacimiento de
Jesús. El milagro de Navidad.
En el siglo III el antiguo Credo de la Iglesia romana, luego en el siglo IV el Símbolo de Nicea Constantinopla
dicen que Jesucristo nació de  la  Virgen  María  o  “tomó  carne  de  María”  por  obra  del  Espíritu  (DS  150).

Hoy día muchos autores se inclinan a interpretar estas afirmaciones como simples alusiones a la concepción
virginal de Jesús por María, sin referencia distinta al nacimiento virginal.

En  realidad,  la  formulación  posterior  del  Credo  romano  (“concebido  por  el Espíritu Santo, nacido de la Virgen
María”),  datando  siempre  de  los  siglos  VI  y  VII,  corresponde  perfectamente  con  el  pensamiento  de  los  Padres  
de los siglos IV y V, especialmente de san Ambrosio, de san Agustín, de Teodoreto de Ancira, de León Magno.
Hemos evocado a Ambrosio a propósito de Rufino. Conviene citar aquí, explícitamente a Teodoro y León,
porque ambos conocieron el honor de ver sus textos, no solo citados sino también hechos suyos por dos
concilios ecuménicos; Éfeso retuvo a Teodoreto, Calcedonia a León.

Teodoreto, obispo de Ancira, en sus homilías incluidas en las actas del concilio de Éfeso y citadas por santo
Tomás  de  Aquino  (Summa  de  teología  III,  28,  2)  escribía:  “la  naturaleza,  después  de  la  concepción,  no  conoce  
más una virgen. Pero la gracia  mostró  una  madre  que  engendra  sin  atentar  contra  su  virginidad…  La  mujer  
que engendra una carne pura, deja de ser virgen. Pero el Verbo de Dios, nacido en una carne, guardó la
virginidad de su Madre, demostrando mediante esto que era verdaderamente el Verbo. ¿Nuestro Verbo
corrompe nuestro espíritu que lo produce? De la misma manera, Dios, Verbo sustancial, no destruyó la
virginidad  de  su  Madre,  de  quien  había  resuelto  nacer”  (MG  77,  1349).

Destaquémoslo: en este texto, la virginidad en su concepción es presentada más como acción del Verbo que
como privilegio de María. Algunos años más tarde, el concilio de Calcedonia hacía suya la carta doctrinal de
León I al patriarca Flaviano de Constantinopla: el Papa distinguía en ella, expresamente, el nacimiento virginal
de la concepción virginal (DS 291).

En el siglo IV, la doctrina no era, por otro lado, una novedad: ya los Capadocios la consideraban como
enraizada en la Escritura – Is   7,   14:   “una   virgen   concebirá   y   parirá”;   el   profeta   diferenciaba   concepción   y  
nacimiento. Además, los Doctores del siglo IV, preocupados por el misterio trinitario, la ausencia de
sufrimiento de Cristo mediante María, remiten a la generación impasible del Verbo eterno por su Padre. Los
misterios se esclarecen mutuamente, como lo dirá, más tarde el concilio Vaticano I (DS 3016).

Hacia el fin del IV siglo, para Epifanio de Salamina, la virginidad in partu prefigura la universal transfiguración
de los cuerpos al final de los tiempos (Ap 21, 4). Para él, además, la negación de la virginidad perpetua de
María tiene un alcance trinitario: ofende al Padre diciendo que Cristo es hijo de José, al Hijo diciendo que su
santuario (María) está contaminado por simiente viril y al Espíritu pretendiendo históricamente incumplida
su profecía (Is 7, 14).
Se podría preguntar cómo los Padres de los siglos IV y V alcanzaron una conciencia tan firme de esta verdad a
la vez cristológica y marial que parece no haber sido percibida tan claramente con anterioridad.

Reflexionando sobre el desarrollo del dogma realizado por el Espíritu Santo en la Iglesia, el célebre
historiador alemán de las doctrinas, Leo Scheffczyk, piensa que su punto de partida fue la afirmación del
Credo:   “nacido   de   la   Virgen   María”.   Esta   contenida   en   sus   más   antiguas   presentaciones   del   Símbolo  
apostólico; significa que la Iglesia descubrió en la tradición apostólica (mencionada por los Sinópticos) la
concepción virginal de Jesús por María bajo la acción, no de un hombre sino del Espíritu divino. A partir de
esto, la Iglesia comprendió un punto al que se refiere claramente el evangelio de Lucas (2, 8-20): el
nacimiento humano de un Dios.

Siguiendo  su  reflexión  sobre  los  “presupuestos”  y  las  implicaciones  de  este  “nacido  de  la  Virgen  María”,  la  
Iglesia, bajo la orientación de los sucesores de los Doce, los obispos, percibió en el seno de la fe que el Hijo,
en  su  nacimiento,  no  podía  “violar”  ni  profanar  el  santuario  que  había  llegado  a  ser  siendo  su  Madre;  y  que  
ninguna otra persona podía violarla ni profanarla. Porque la Virgen, Madre de Dios, no podía – después del
nacimiento de Jesús- comportarse como un esposo y una mujer ordinaria, procreando otros hijos siguiendo
las leyes ordinarias.

En otros términos, es una percepción sobrenatural de la santidad de María de la santidad extraordinaria


incluida en su divina maternidad que condujo a la Iglesia a la afirmación del nacimiento virginal de Jesús y de
la  perpetua  virginidad  de  su  Madre.  Ambas  estaban  contenidas  en  el  “nacido  de  la Virgen  María”,  como  dos  
explicaciones de la concepción virginal misma, tan explícitamente Afirmada por los evangelistas y la Tradición
apostólica. Aunque ni el nacimiento virginal ni la perpetua virginidad no pudiesen ser reducidos a la
concepción virginal, la proclamación consciente de ésta constituye el origen del reconocimiento de aquella.

Profundizando aún más estas últimas opiniones, el historiador alemán de los dogmas nos dice que Lucas y
Pablo ven la figura de María y de su virginidad en el interior del misterio de la Salvación. Acentuando la
importancia de la virginidad de María para nuestra salvación, Ignacio de Antioquia, Justino e Ireneo de Lyon
(se podría decir también: Melitón de Sardes) comprendieron que no había podido ser puramente transitoria,
sino que brillaría como un efecto permanente de la Encarnación, perteneciendo siempre a lo que hay de más
íntimo en ella: a su Corazón.

Se puede decir entonces: la fe en la concepción virginal del Salvador se desarrolló, bajo la influencia del
Espíritu, en fe en su nacimiento virginal y en la perpetua virginidad de su Madre. Esta fe condujo a la
“identificación”   simbólica   entre   las   dos   Vírgenes   Madres   (María   y   la   Iglesia),   preparada   por   Ireneo   y   tan  
manifiesta en Ambrosio y Agustín. María y a Iglesia son, cada una, la nueva Eva que contribuyen a la salvación
del mundo, como la primera había contribuido a su pérdida.

Scheffczyk nos hace comprender, de esta manera, que la doctrina de la Iglesia sobre la virginidad de María
antes durante y después del nacimiento de Jesús se enraíza en el principio bien conocido de la asociación de
María, nueva Eva, con el Nuevo Adán, doctrina clarísima a los ojos de los Padres del siglo II, y enraizada en la
Tradición apostólica.
Todo esto está magníficamente resumido por el segundo concilio de Vaticano en esta afirmación cargada de
implicaciones:  “esta  unión  de  la  Madre  con  su  Hijo  en  la  obra  de  salvación  es  manifiesta  desde  el  momento  
de  la  concepción  virginal  de  Cristo  hasta  su  muerte”  (LG  57:  in opere salutari conjunctio). El texto insinúa que
María, concibiendo virginalmente a Cristo para nuestra salvación, participó en su muerte salvífica por el
género humano. Por otro lado, ¿Ignacio de Antioquia no ligaba ya, en su carta a los Efesios, desde comienzos
del siglo II o incluso antes, la virginidad de María con la muerte de Cristo (, 2; RJ 39)? Ambas eran a sus ojos
(antignósticos) no sólo aparentes sino reales.

Es pues, en plena fidelidad a la continua Tradición divino apostólica y patrística como a los concilios
ecuménicos de Éfeso y de Calcedonia que Vaticano II, siguiendo inmediatamente el texto citado líneas arriba,
agrega:  “el  nacimiento  del  Hijo  primogénito  de  María  no  disminuyó  sino  consagró  su  integridad  virginal”  (LG  
57).

A pesar de la posibilidad de elegir otros textos patrísticos (menos claros) para justificar esta afirmación, el
Concilio prefirió citar a pie de página los sólidos textos de san León y de san Ambrosio que hemos recordado
línea arriba. De esta manera Vaticano II nos dice que el nacimiento virginal no implica, solamente, una
realidad espiritual en María, sino, también, su integridad corporal y biológica significando físicamente su
virginidad espiritual y total.

Se comprende, pues, que los comentarios recientes de este texto conciliar y de sus referencias hayan
subrayado su interés en el contexto actual de las enseñanzas de la Iglesia sobre la virtud de la castidad.
Aunque algunos parecen no conceder ninguna importancia al cuerpo como factor moral, la integridad física
de María en el seno de la creación nueva nos recuerda que Dios no desprecia la biología. No desdeña el
orden material del que es Creador, como nos lo recuerda el primer artículo del Credo. Para los padres y para
el Vaticano II, el nacimiento virginal de Jesús es una declaración inseparablemente espiritual y biológica.
Significa, también, que la virginidad agrega alguna cosa al celibato consagrado.

En suma, las menciones del Símbolo de los Apóstoles (con el texto paralelo del Credo de Nicea-
Constantinopla)  a  propósito  de  Cristo  “concebido  del  Espíritu  Santo  y  nacido  de  la  Virgen  María”  afirman  una  
cooperación personal de María, en tanto que Virgen, a la economía de la Redención, punto central del
segundo artículo.

Además, en el contexto del primer artículo, estas menciones nos hacen ver el en nacimiento virginal de Cristo
un misterio de Cristo Creador todopoderoso, capaz de nacer, en su omnipotencia, de una manera
extraordinaria; implican, también, el misterio de Cristo santificador de María, inspirándole la voluntad de una
virginidad interior y exterior y recompensándola por medio de una nacimiento privilegiado; permiten
entrever la Asunción corporal de María en el horizonte del tercer artículo, sobre el espíritu, la Iglesia y la
Escatología.

El tema de la Virginidad de María in partu fue recientemente retomado en u contexto patrístico muy
acentuado por el papa Juan Pablo II, en medio de un discurso pronunciado en Capua, el 24 de mayo de 1992,
con ocasión del decimosexto centenario del concilio plenario habido en esta villa. Retendremos muchos
puntos que constituyen un comentario profundizado de esas palabras del segundo artículo de nuestro Credo:
“nacido  de  la  Virgen  María”.  Citemos:

Los Padre de la Iglesia había ya visto claramente que la virginidad de María es un tema cristológico antes de
ser un tema mariológico. La virginidad de la Madre es una exigencia de brota de la naturaleza divina del Hijo.

Se discierne una importante relación entre el principio y el fin de la vida terrestre de Cristo, es decir entre su
concepción virginal y su resurrección de entre los muertos, dos verdades en estrecha conexión con la fe, en la
divinidad  de  Jesús…  Muchos  Padres  de  la  Iglesia  establecieron  un  paralelo  significativo  entre  la  generación  de  
Cristo ex intacta virgine (de una virgen intacta) y su resurrección ex intacto sepulcro (de una tumba intacta).

Todos los Padres dan testimonio con la convicción que entre estos dos acontecimientos salvíficos – la
generación-nacimiento de Cristo y su resurrección de entre los muertos – existe una conexión intrínseca que
corresponde a un plan preciso de Dios; una conexión que la Iglesia, dirigida por el Espíritu, ha descubierto
pero no ha creado.

Para san Pedro Crisólogo, Aquél que una virginidad cerrada había traído a esta vida (terrestre), un sepulcro
cerrado lo restituye a la vida eterna eterna. Es propio de la divinidad dejar a la Virgen sellada después del
nacimiento y es también propio de la divinidad salir con su cuerpo de la tumba sellada (Sermón 75, 5).

Los obispos que participaron en el concilio de Capua en 392 comprendieron que la cuestión de la virginidad
de María no es secundaria, ni limitada a la humilde persona de la Esclava del Señor, sino concierne, más bien,
a los aspectos fundamentales de la fe: el misterio mismo de Cristo, su obra salvífica, y el servicio del Reino.

Si se lee Is 7, 14 el contexto exegético del método de Antioquia, se pude admitir que la profecía conoce una primera realización
parcial en la persona de Exequias, bajo la antigua Alianza, y una realización plena en el nacimiento de Jesús, hijo de la virgen
María; ver LG 55; MT 1, 22-23 (trad. Osty); Pío VI, carta 1779 (Enchiridium Biblicum 2, 74): H Caselles, art. “Emmanuel”, t. IV
(1956) de Catholicisme.

Recordemos que los Padre, afirmando la virginidad in partu, proclaman también el nacimiento del hijo sin dolor: así Gregorio de
Nisa, Hom. 1 in Resurr.; MG 46 (601-603), citando Is 66, /.

Ver  en  sentido  contrario  san  Jerónimo,  De  Perpetua  virginitate  B.  Mariae  adversus  Helvidium  §  19;  RJ  1361:  “dices  que  María  n o
permaneció virgen; afirmo por el contrario mucho más, a saber que José mismo era virgen por María, con el fin de que de un
matrimonio  virginal  naciera  un  hijo  virgen.”

L. Scheffcczyk, “Natus  ex  Maria  Virgine”, Communio, éd. Fse, enero 1978, 20-31

Siguiendo a Orígenes (In Mt 10, 17; GCS X, 21, 19 s.), Epifanio afirma en varios lugares (ver D. Fernández, Marianum 20, 1958,
142-143) que el cuerpo de la Virgen, domicilio de Dios, permaneció sagrado: Ambrosio seguirá a ambos diciendo: cuando Lucas
enseña que José fue justo, declara suficientemente que no pudo violar el seno del misterio, el templo del Espíritu Santo, la
Madre del  Señor”  (In Lucam 2,6; CSEL 32 44).

W.B. Smith, “The  Theology  of  the  Virginity  in  partu  and  its  Consequences  for  the  Church’s  Teaching  on  Chastity”, Marian Studies
31 (1980), 99-110;  J.T.  O’Connor,  “Ambroise  and  K.  Rahner”,  Marian Library Studies 17-23 (1985-1991), 726-752 (mélanges T.
Koehler)
Este punto emerge también del canon 4 del concilio de Letrán en 649 (DS 504); ver B. de Margerie, “Saint  Martin  Ier  confirme  la  
virginité  corporelle  de  Marie  dans  son  enfantement”, Agustinianum, 1997.
Artículo III. El Espíritu, la Iglesia y la vida Eterna

Más o menos en la época en que fue elaborado el Credo de la Iglesia romana, Atenágoras expresaba en un
texto  célebre  su  ardiente  deseo  trinitario:  “Estamos  aquí  abajo  guiados  por  el  solo  deseo  de  conocer al solo
Dios verdadero y a su Verbo, de saber cuál es la unidad del Hijo con su Padre, la comunidad del Padre con el
Hijo,  lo  que  es  el  Espíritu,  cuál  es  la  unión  y  la  distinción  entre  Espíritu,  el  Hijo  y  el  Padre”  (Apología  §  12).

El autor no se limitaba  a  confesar  los  tres,  respondía  ya  de  manera  inicial  a  su  propia  pregunta:  “El  Hijo  está  
en  el  Padre  y  el  Padre  en  el  Hijo  por  la  unidad  y  el  poder  del  Espíritu”  (§  10).

El Espíritu, habiendo sido confesado en y por la Iglesia el Padre y el Hijo, quiso, además, a través de ella,
manifestarse, como el vínculo de su unidad.

Empresa que se extendió sobre muchos siglos, a partir de su brillante comienzo con Atenágoras. Porque hacía
falta que fuese precedida por la manifestación a la Iglesia de la divinidad del Espíritu Santo. Manifestación
inseparable de aquella de la actividad del espíritu del Padre y del Hijo en la Iglesia misma, en la remisión
bautismal de los pecados, que orienta hacia la resurrección de la carne y hacia la vida eterna.

Examinaremos, aquí, las opiniones de Cirilo de Jerusalén sobre los nexos entre el Espíritu y la Iglesia; Basilio y
Crisóstomo lo completarán en el mundo griego; en los Latinos, Hilario ya nos había dejado entrever por qué
es al Espíritu que la Iglesia atribuye, de una manera particular, nuestra orientación hacia la vida eterna
mientras que Agustín y Rufino nos harán sondear, respectivamente, al Espíritu como profundidad de Dios, de
un lado, y profundidad de la escritura, por el otro.

Sección primera. Cirilo de Jerusalén: aquello que el Espíritu único e indivisible no es y lo que
opera en la Iglesia

El orgullo humano parece inclinar a ciertos bautizados (influenciados por el demonio) a identificarse con el
Espíritu Santo: Simon, Manes, Montano, según Cirilo (cat. XVI, 6-9).

Cirilo   subraya   la   oposición   entre   sus   acciones   respectivas:   “el   inmundo   demonio,  cuando   va   al   alma   de   un  
hombre,   se   lanza   sobre   la   oveja   como   un   lobo   bebedor   de   sangre   […].  La   inteligencia   se   cola   de  tinieblas;  
injustos esta agresión y este rapto de un extraño; el demonio hace violencia, en efecto, sobre un cuerpo que
no es suyo. Arroja por tierra a aquel que se mantenía de pie, porque es la casa de aquel que cayó del cielo;
hace desviar la lengua, tuerce los labios, el hombre está en la negrura, el ojo abierto no ve nada y el
desventurado hombre, frente a la muerte, se estremece de miedo. Los demonios son verdaderamente
enemigos  de  los  hombres”.

Se ve: es a partir de los relatos evangélicos de posesión que Cirilo considera los peligros que amenazan la
condición  humana,  sea  en  su  aspecto  intelectual  y  espiritual,  sea  corporalmente:  Tinieblas,  negrura,  miedo”.
Sobre este fondo tan sombrío, Cirilo describe la luminosa acción del Espíritu: Viene a salvar, curar, enseñar,
aconsejar, fortificar, esclarecer la inteligencia, primero de aquel que lo recibe, luego, mediante él, de los
otros también.

“Aquel   que   ha   sido   honrado   por   la   visita   del   Espíritu   Santo   al   alma   iluminada,   ve   de   una   manera  
sobrehumana lo que no sabía. Su cuerpo está sobre la tierra, su alma ve, sin embargo los cielos como en un
espejo…  Esa  nada  que  es  el  hombre,  ve  el  comienzo  y  el  fin  del  mundo  y  el  medio  de  los  tiempos,  conoce  las  
cosas  que  no  estudió:  en  efecto,  disfruta  de  la  presencia  del  verdadero  introductor  a  la  luz”  (cat.  XVI,  19).

En armonía con los evangelios (ver MC 3, 22-30), Cirilo nos presenta al Espíritu bueno y santo en el contexto
de su oposición al espíritu impuro y malo. El Espíritu divino domina el tiempo y el espacio y vuelve al cristiano
partícipe de esta dominación.   Al   hombre,   “violentado   por   causa   de   Cristo”   el   Espíritu   Santo   dice   “por   lo  
bajo…  poca  cosa  es  lo  que  acontece,  grandes  serán  las  recompensas,  vas  a  sufrir  poco  tiempo,  pero  estarás  
eternamente  en  compañía  de  los  Ángeles”  (cat.  XVI,  20).

Cirilo une claramente el tercer artículo con la presentación de los últimos tiempos y de la vida eterna.
Volveremos a encontrar este aspecto, un poco más abajo, en Hilario de Poitiers, que lo ha recibido de los
Padres griegos. Todo ocurre como si, en la explicación del Credo, el Padre fuese visto al origen de los tiempos,
al Hijo mediador al medio y al Espíritu consumador al fin. Toda la duración de la historia universal, de su
comienzo a su extremidad última, es esperada y como abrasada por los tres que son uno. (Esta distinción no
es la de Joaquín de Fiore).

Pero el Espíritu no es solamente uno – de una perfecta unidad – con el Padre y el Hijo; es, también uno en sí
mismo,   único,   indivisible   aún   cuan   divide   sus   dones:   “Nosotros   no   enseñamos   de   él   sino   una   fe  
inquebrantable. Porque el Espíritu es un solo y mismo ser, el que repartía los carismas a cada uno de manera
especial según su voluntad (1 Co 12, 11). En cuanto a Él, es indivisible. El Paráclito no es otra persona al
costado del Espíritu santo, sino es un solo y mismo ser bajo denominaciones diferentes: viviente y
subsistente, hablando y actuando. Él también es el Santificador de todas las criaturas racionales que está
sometidas  a  Dios  por  Cristo:  ángeles  y  hombres.”

Cirilo, profesando la unidad del Espíritu Santo al interior de la diversidad de sus nombres, reacciona – como
lo había hecho el Símbolo romano – contra las tendencias gnósticas (ya denunciadas por Ireneo: AH I, 1, 2 y
5) de acuerdo a las cuales el Paráclito era distinto del Espíritu Santo. Tal sería la opinión de los valentinianos.

Lo que permite comprender –digámoslo al pasar- que en muchas recensiones orientales del Credo (DS 41 y
51) el Espíritu Santo sea presentado como único, a semejanza del Padre y del Hijo. Manera de reaccionar
contra el símbolo politeísta propagado por los gnósticos, que exaltaba una multiplicidad de eones en el seno
de una pléroma de la divinidad.

Cirilo   insiste,   además,   sobre   la   unidad  del   Espíritu   en   un   contexto   bíblico:   “el   plan   salvador   del   que   somos  
objeto forma un todo estrechamente   concertado  y   que   viene   del   Padre  y   del   Hijo   y   del   Espíritu   Santo…   El  
Espíritu Santo no es otro en la Ley y los Profetas, otro en los Evangelios y los Apóstoles, sino es único y mismo
Espíritu santo, aquel que dijo las divinas Escrituras en el Antiguo  y  el  Nuevo  Testamento”  (cat.  XVII,  5).

No se puede no ver aquí una reacción contra las tendencias de Marción: Cirilo subraya la unidad de las
Escrituras, la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, porque uno y otro son obra del único e indivisible
Espíritu que los inspira a la vez (como lo afirma DS 46). Cirilo sostiene, de esta manera, que el espíritu habló
por los profetas de la antigua y de la nueva Alianza, habla con el Padre creador y el Hijo salvador. Sondea las
profundidades de Dios Padre (1 Co 2, 10) y del Hijo y, hablándonos por las Escrituras, es al mismo tiempo su
profundidad.

Es interesante observar que Cirilo de Jerusalén no menciona explícitamente – a diferencia de Atanasio de


Alejandría, de Basilio, de los dos Gregorios y de Crisóstomo – la teología arriana y semi-arriana del Espíritu.
Para ella, el Espíritu es una criatura del Hijo, él mismo creado por el Padre. Cirilo parece conocer la tendencia
teológica  (en  los  “Tropicos”  refutados  por  Atanasio  de  Alejandría  en  la  misma  época)  que  quería reducir al
Espíritu   santo   a   la   condición   de   ángel:   “vean,   dice,   las   incontables   miríadas   de   ángeles…   de   todos   esos  
espíritus, el Santificador es el Paráclito. Todos los ejércitos reunidos de los ángeles no sostienen la
comparación con el Espíritu Santo…  Los  ángeles  son  enviados  para  un  ministerio,  Él  escruta  las  profundidades  
de  Dios”  (cat.  XVI,  23).

Para Cirilo, el Espíritu es llamado santo en tanto que santifica los ángeles y los hombres dispuestos a
cooperar con él. Parece interesarse más en la acción del Espíritu en la Iglesia que en su relación con el Padre y
el Hijo.

Sección segunda: Basilio de Cesárea: el Espíritu perfecciona y unifica

En su tratado sobre el Espíritu Santo, Basilio, que no ignora que los efectos exteriores de los tres resultan de
su  actividad  común,  atribuye  a  cada  uno  una  acción  correspondiente  a  su  situación  intratrinitaria:  “El  Señor  
ordena, la Palabra crea, el Soplo afirma. Pero afirmar, qué es sino perfeccionar en santidad [volver firme],
inmutable y sólidamente fijado en el bien…  No  hay  santidad  sin  el  Espíritu”.

En el texto griego de su tratado, Basilio multiplica en ese parágrafo (16, 38) las referencias a la actividad
consumadora y perfeccionadora del Espíritu (seis usos del término teleioun o de palabras derivadas).

Si duda Basilio quería dar la contra a la tendencia arriana. Para ella, el Espíritu – lo hemos dicho – es inferior
al Hijo, y éste inferior al Padre. Basilio, como los padres en general, cree en la rigurosa igualdad de los tres y
en su única y común actividad santificadora; sin negar esos dos puntos, puede manifestar su oposición al
arrianismo, afirmando que el Padre causa principal y el hijo causa demiúrgico no pueden hacer nada sin la
causa  “perfeccionante”  que  es  el  Espíritu.

Abramos aquí un breve paréntesis. Algunos años antes, Basilio, Hilario de Poitiers – tal vez bajo la influencia
de su estadía en Oriente, durante la cual compuso su obra sobre la Trinidad – había presentado, por la
mismas razones anti-arrianas, un punto de vista análogo: comentando el orden bautismal del Resucitado (Mt
28, 19-20),  Hilario  hablaba  de  un  “solo  Espíritu,  Don  esparcido  en  todo”,  “Don  único,  fuente  de  la  esperanza  
perfecta”; ahora  bien,  este  “Don  único  es  ofrecido  en  plenitud  a  todos.  Todo  entero  a  nuestra  disposición,  es  
dado en la medida en que cada uno quiera acogerlo, permanece en nosotros [en la medida en que] cada uno
quiera merecerlo. Permaneciendo con nosotros hasta la consumación de los tiempos, es la consolación de
nuestra espera. Por la acción de sus dones, él es la prenda  de  nuestra  esperanza”  (II,  1  y  34;  RJ  858).

Para Hilario, en suma, el Espíritu Santo es el Don único del Padre y del Hijo, el Don que mediante sus dones
nos conduce a la visión final del Padre y del Hijo.

El punto de vista de Basilio converge con el de Hilario en esta segunda mitad del IV siglo, dominada en
Oriente y Occidente por la reflexión del Espíritu.

Ya que para Basilio, los efectos exteriores del actuar divino resultan de la actividad común de los tres, se
podría decir, también, que el Padre es causa perfeccionante y el Espíritu causa principal; esto correspondería
a la realidad; pero no se observaría entonces la doctrina que sería descubierta en la Edad Media y que Basilio
aplicaba ya, a saber: la apropiación permite poner de relieve la propiedad de la persona divina considerada;
adaptando al Espíritu la actividad que perfecciona a un ser creado, Basilio ( y su sucesor latino Agustín) nos
ayuda a comprender que la denominación de Espíritu Santo no remite a la propiedad que, al interior de la
Trinidad, distingue la tercera persona de las dos primeras.

En  otros  términos,  ya  que  el  Espíritu  “encierra”  y  termina  el  misterio  de  la  Trinidad,  constituye  una  relación  
eterna entre el Padre y el Hijo, es –dirá por la misma época Epifanio de Salamina, preparando el terreno a la
profundización fulgurante de Agustín de Hipona – el medio y el vínculo entre el Padre y el Hijo.

Ya que le Espíritu consuma el misterio trinitario, se comprende que Basilio le atribuye, además, (siguiendo a
Pablo en primera epístola a los Corintios) de una manera especial la unidad al interior de la Iglesia, a través
de la distribución de carismas complementarios, es decir de los dones diversos que reúnen a los fieles en la
unidad  de  la  Iglesia:  “El  Espíritu  se  concibe  como  un  todo en sus partes, cuando se trata de la distribución de
los dones de gracia, de los carismas. Porque somos miembros los unos de los otros pero provistos de dones
diferentes…   Los   miembros   unidos   concurren   al   Cuerpo   de   Cristo   en   la   Unidad   del   Espíritu   (cf.   Ep 4, 1-7 y
especialmente 4,4) y se prestan mutuamente los servicios a partir de los carismas recibidos. Los miembros
tienen un cuidado idéntico los unos de los otros, según la simpatía mutua nacida de su comunicación
espiritual…  Y,  como  parte  de  un  todo,  cada uno de nosotros están en el Espíritu porque, todos nosotros, que
no  formamos  sino  un  cuerpo,  hemos  sido  bautizados  en  un  solo  Espíritu”.

Queda  claro  que  el  tratado  de  San  Basilio,  unificando  la  presentación  intratrinitaria  o  “teológica”  y  la  visión  
“económica”  o  “eclesial”  de  la  persona  y  de  la  misión  del  Espíritu,  preparó  el  complemento  aportado  por  el  
primer concilio de Constantinopla al Credo de  Nicea,  pocos  años  después  de  la  muerte  de  Basilio.  “Creo  en  el  
Espíritu Santo, que es Señor y vivificador. Procede del Padre; con el Padre y el Hijo recibe la misma adoración
y  la  misma  gloria;  habló  por  los  Profetas.”
Basilio,  en  su  comentario  “carismático”  que  manifestaba  la  unidad  del  Espíritu  a  través  de  la  multiplicidad  de  
carismas concedidos a los miembros  del  Cuerpo  único,  a  los  “profetas”,  no  piensa  sólo  en  los  anunciadores  
del Cristo futuro que se expresaron en el antiguo Testamento, sino también – ver sobre todo – a los profetas
que en el seno de la Iglesia, en la nueva Alianza, proclaman la divinidad increada del Espíritu (1 Co 14, 2).

Poco después de Basilio y Constantinopla I, san Juan Crisóstomo, hacia 392, retomando el mismo texto
paulino sobre los miembros múltiples del Cuerpo y el único Espíritu (1Co 12, 12-27) subraya especialmente el
sentido eucarístico  del  decir  de  Pablo  “hemos  sido  colmados  de  un  solo  Espíritu”  (1  Co  12,  13):  para  el  doctor  
de Antioquía, todos bebemos el Espíritu en la comunión de la preciosa Sangre Eucarística. Lo que, por otro
lado, expresa la perfecta concordancia entre Pablo (1 Co 11: bebemos en la eucaristía la Sangre de Cristo) y
Juan (recibimos conjuntamente el Espíritu enviado por el Hijo y al Hijo enviado por el Padre: 13, 20).

Crisóstomo, manifestaba así el nexo entre la eucaristía y el Espíritu en perfecta armonía con el artículo
tercero del Símbolo en añadido constantinopolitano: el Espíritu (co-adorado y co-glorificado con el Hijo por la
Iglesia una, santa y católica) se entrega mediante Cristo en la eucaristía. La teología posterior, especialmente
en santo Tomás de Aquino, profundizará aún más estas opiniones, afirmando que las eucaristía es el
sacramento del fervor de la caridad dada por el Espíritu (ver Rm 5,5) y de de la unidad de la Iglesia, cuya alma
unificadora es la Iglesia.

Sección tercera. Agustín contempla la unidad del Espíritu en la unidad de la Iglesia

Casi por la misma época, mientras que Crisóstomo contemplaba a la Iglesia bebiendo a Cristo y su Espíritu en
la eucaristía, Agustín se interrogaba extensamente, en el curso de un discurso sinodal en Hipona, en 393,
delante de numerosos obispos, sobre la propiedad que distingue al Espíritu Santo del Padre y del Hijo.

Rechazando – siguiendo a los Padres griegos – la teoría según la cual el Espíritu sería también Hijo del Padre,
porque la escritura afirma que el Hijo es único, rechazando también la idea de un Espíritu hijo del Hijo (nada
en la escritura nos muestra en el Hijo un padre del Espíritu), Agustín, bajo la influencia de los círculos
cristianos de Milán piensa que el Espíritu Santo es la caridad que Padre he Hijo se tienen mutuamente.
Agustín cita y analiza en este sentido las afirmaciones joánicas: Dios es Espíritu, Dios es Amor (Jn 4,24; 1 Jn 4,
8.16).

Posteriormente, hacia 410, Rufino traducía el comentario de Orígenes sobre el Cantar de los Cantares del
griego  al  latín;  Agustín  habría  podido  leer:  “Ya  que  el  Hijo  es  amor,  nadie  lo  conoce  sino  el  Padre”,  y  a  partir  
de 398, en una apología de Pánfilo sobre Orígenes, también traducida por Rufino, éste cita un pasaje de
Orígenes que pudo haber tenido una influencia decisiva sobre los exegetas milaneses y sobre Agustín y en su
interpretación pneumatológica de 1 Jn 4 7-8:  “Se  pregunta,  tal  vez,  si  el  Hijo  es  Amor  porque  Juan  relaciona  
esta expresión con Dios Padre diciendo: Dios es Amor; pero él mismo enseña que el Amor es de Dios; este
amor,  creo  que  no  es  otro  que  su  Hijo  único,  Dios  de  Dios,  Amor  nacido  del  Amor”.

Orígenes operaba una cristologización muy legítima del pensamiento joánico, pasando del Padre-Amor al
Hijo-Amor; Agustín prolongó esta transposición viendo en el Espíritu al Amor mismo ligando al Padre-Amor y
al Hijo-Amor. La hizo inspirándose en las opiniones de los exegetas cristianos de Milán, ellos mismos
influenciados por Orígenes y Dídimo.

El Obispo de Hipona no sólo contempló la unidad del Espíritu entre el Padre y el Hijo, como ya lo había hecho,
lo hemos dicho, Epifanio de Salamina; pero él también contempló esta unidad a partir de la unidad de la
Iglesia, operada por este mismo Espíritu en los sacramentos de la remisión de los pecados (bautismo y
penitencia):  “la  sociedad  de  la  unidad  de  la  Iglesia  de  Dios,  fuera  de  la  cual  no  hay  remisión  de  los  pecados,  es  
como la  obra  del  Espíritu  Santo”.

El pensamiento es claro: para Agustín, si Cristo hizo mención del Espíritu santo confiriendo a los apóstoles el
poder de perdonar los pecados, es porque la reconciliación de los bautizados pecadores entre ellos con Dios y
con la Iglesia es como la obra propia del Espíritu Santo confiada a los apóstoles; se puede decir otro tanto de
la reconciliación de los pecadores aun no bautizados con Cristo por medio del bautismo dado por los Doce y
sus sucesores.

En este punto, Agustín reúne (conscientemente o no) los puntos de vista y los razonamientos de Orígenes y
de Basilio. Porque es a partir de la fórmula bautismal de Mt 28, 19-20 que Basilio considera la relación
intratrinitaria entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Es, pues, a partir de la unidad de la Iglesia que se elevó hacía
la contemplación de la unidad trinitaria de Dios. Agustín, del que no se discute, en lo absoluto, que fue
influenciado por Basilio, procede de la misma manera a partir de Jn 20, 21-22.

Vemos, pues, que los Padres más célebres de Oriente y Occidente, convergen en su manera de abordar la
teología a partir de la economía, la unidad de Dios a partir de la unidad de la Iglesia. Descubren al único
Espíritu en la única Iglesia, con ella, por ella. Se podría, igualmente, decir a la inversa: esos Padres ven a la
única Iglesia a partir del único Espíritu-. En la línea de la Epístola a los Efesios (4, 3-6).

En   sus   sermones   sobre   “la   tradición   del   Símbolo”,   Agustín,   joven   sacerdote,   aborda   los   temas   – ligados al
Espíritu de Iglesia y de la remisión de los pecados.

Hablando del misterio de la Iglesia, objeto de nuestra   fe,   Agustín   exclama:   “Huyan   tanto   como   puedan,  
engañadores  diversos  y  variados,  cuyo  número  de  nombres  y  sectas  sería  largo  enumerar…  No  encomiendo  
sino una sola cosa a sus oraciones: alejen sus oídos de aquel que no es católico, con el fin de que puedan
acceder a la remisión de los pecados y a la resurrección de la carne y a la vida eterna por la única verdadera y
santa Iglesia católica [per unam veram et sanctam Ecclesiam catholicam].”

Se ve aquí que, para Agustín, comentar el Símbolo era también anunciar que sólo la Iglesia católica conducía
a la salvación eterna inseparable de la remisión de los pecados concedida por ella, y de la resurrección en el
día  postrero.  En  otro  sermón  análogo  Agustín  precisa  magníficamente:  “La  Iglesia  recibió  las  llaves  del Reino
de los cielos, para que en ella se realice la remisión de los pecados por la sangre de Cristo, por la gracia del
cual  somos  salvados”.
La Iglesia es presentada, pues, por el obispo de Hipona como el sacramento de salvación eterna: en ella,
gracias al sacrificio de Cristo y al poder del Espíritu, se puede encontrar la resurrección espiritual y, al final de
la historia, la salvación corporal.

En   estos   sermones   del   joven   Agustín,   no   se  encuentra   todavía   una   mención   explícita   del   “sacramento”   de  
penitencia (al que se referirá más tarde el Obispo de Hipona), pero el predicador desarrolla en bellísimas
imágenes   el   tema   de   la   remisión   de   los   pecados   en   la   Iglesia:   “si   no   hubiese   en   la   Iglesia   remisión   de   los  
pecados, no habría ninguna esperanza de vida futura y de liberación eterna. Damos gracias a Dios que dio a
su  Iglesia  este  don…  Sus  pecados  son  semejantes  a  los  Egipcios  que  seguían  y  perseguían  a  los  Israelitas  hasta  
el mar Rojo. ¿Qué quiere decir hasta el mar Rojo? Hasta la fuente consagrada por la Sangre y la Cruz de
Cristo…  El  costado  de  Cristo  fue  traspasado  por  la  lanza  y  brotó  nuestro  precio…

“Sus   pecados   son   sus   enemigos.   Los   siguen,   pero   sólo   hasta   el   mar.   Cuando   entren,   los   evadirán,   serán  
destruidos. Un poco como el agua qué cubría a los Egipcios mientras que los Israelitas se evadían a través del
desierto. ¿Y qué dice la Escritura? Ninguno de ellos sobrevivió (Salmo 105, 11).

“Hayas   pecado   mucho,   hayas   pecado   poco,   sean   grandes   tus   pecados,   o   pequeños,   el   menor   entre   ellos  
sobrevivió. Pero como tenemos que vivir en el siglo presente, en donde no se vive sin el pecado, la remisión
de los pecados no se haya sólo en el lavado del Bautismo, que deben recibir dentro de ocho días, sino
también en la oración dominical y cotidiana. En ella encontrarán su bautismo casi cotidiano, con el fin de que
den gracias a Dios que dio a la Iglesia este don que confesamos en el Símbolo; cuando hayamos dichos
“[creemos]  en  la  santa  Iglesia”,  agregamos,  “en  la  remisión  de  los  pecados”.

¿A cuál recitación de la oración dominical hacía alusión Agustín en estos textos? A una recitación privada o
pública? Sin excluir una recitación privada, todo indica que, en los sermones de Agustín, se trataba de la
recitación pública, por el sacerdote, en el curso de la celebración eucarística cuotidiana. La asamblea cristiana
rezaba la oración del Señor antes de participar en la eucaristía de cada día. Pacto entre Dios y cada uno de los
bautizados, la oración del Señor es semejante a un bautismo cotidiano que purifica el alma cristiana de los
pecados cotidianos, con la condición que ella misma perdone lúcidamente a sus hermanos los yerros con los
que cree haber sido ofendida.

Ahora bien, esta purificación cotidiana, mediante la oración dominical emana del poder de las llaves dado a
la Iglesia, como lo deja entender claramente el sermón 149, 6. Para Agustín, el Señor dio a la Iglesia el poder
de atar y desatar y desatar y globalmente respecto de todas las formas de penitencia. Constatémoslo: en sus
sermones sobre el artículo del Símbolo relativo a la remisión de los pecados, Agustín le da su lugar a la
enseñanza sobre la penitencia cuotidiana con el mismo peso que a la que trata de la penitencia anterior al
bautismo o de la penitencia mayor, referida a pecados más graves.

Para Agustín, los pecados son remitidos en la Iglesia, en la cual solo el Espíritu Santo opera su obra de
santificación. Todos aquellos que pertenecen a la unidad de la Iglesia, están cubiertos por el poder
misericordioso de las llaves. Los pecados de pensamiento, los pecados graves puramente interiores, son
remitidos a los pecadores arrepentidos por el rito de la oración dominical, oración pública de la Iglesia, en la
medida en la que otorguen su perdón fraternal a quienes los ofendieron. Sin embargo, si la remisión de los
pecados cotidianos está ligado   a   la   oración   litúrgica   de   la   Iglesia   exclamando   “Padre   Nuestro…   perdona  
nuestras ofensas tal  como  nosotros  perdonamos  a  los  que  nos  han  ofendido”,  esta  oración  es  la  de  toda  la  
Iglesia y no sólo del presidente de la asamblea eucarística (Sermo Guelf. 16, 2); rezando por los pecadores, la
asamblea cristiana está asociada a los obispos en el acto de reconciliar a los penitentes. Pedro, que recibe el
poder de atar y desatar, es la figura de toda la Iglesia. Juega el rol de la Iglesia (Sermón 295,2). Pecador
corregido, convertido, confirmado, Pedro es el garante sobre la tierra de la disciplina y de la misericordia de
toda la Iglesia (De agone christiano 30, 32).

Dicho de otra manera, Agustín inculca a los fieles a propósito y en el contexto del tercer artículo del Símbolo,
una convicción fundamental: ahí donde está el Espíritu Santo, ahí está la unidad, ahí está la remisión de los
pecados. El único pecado irremisible sería el rechazo hasta el final de la vida de abrirse al don de la remisión
de los pecados; en otras palabras, al rechazo obstinado de aceptar el perdón divino, el pecado contra la
Bondad divina, contra el Espíritu Santo (ver Mc 3, 29; Mt 12, 32). El rechazo obstinado de pedir perdón y de
perdonar.

Por el contrario, la oración dominical, durante la celebración eucarística, presenta esta doble orientación. E
fundamento de su eficacia para obtener la remisión de los pecados está precisada por Agustín en su manual:
“a  aquellos  que  ya  han  sido  regenerados  por  tal  Padre  mediante el Agua y el Espíritu, acaban de decir: Padre
Nuestro  que  estás  en  los  cielos…  Esta  oración destruye enteramente los pecados pequeños cotidianos [delet
omnio]”  (Enchiridion  71).  La  oración  de  los  hijos  adoptivos,  de  los  bautizados,  participa  en  la  eficacia de la
oración del Hijo único, presente sobre el altar. Diríamos hoy día: la gracia sacramental del bautismo,
estimulada por el Espíritu en la oración, obtienen esta remisión.

Recapitulemos lo que enseñaba Agustín a los fieles de Hipona sobre el Espíritu Santo y la remisión de los
pecados  por  la  Iglesia:  “creen  en  la  remisión  de  los  pecados,  es  decir:  creen  que,  bautizados,  intercediendo  
por los pecadores, participan en el perdón concedido por la Iglesia; que atan, alejando de la Eucaristía, a los
que pecan gravemente, y los desatan intercediendo por ellos; creen que sus propios pecados leves,
cotidianos, veniales, son perdonados cuando solicitan el perdón a la vez que perdonan las ofensas que
recibieron”.

Ya en 393, en su sermón conciliar de Hipona sobre la fe y el Símbolo, es decir, comentando el Credo, san
Agustín  exclamaba:  “creemos  en  la  Santa  Iglesia  católica…  Si  los  pecados  del  prójimo  son,  por  ella,  fácilmente  
perdonados, es porque ella solicita para sí misma el perdón de Aquél que nos reconcilió consigo mismo,
destruyendo  todas  nuestras  faltas  pasadas  y  llamándonos  a  una  vida  nueva”  (ver  2  Co  5,  18-19).

La Iglesia post-agustiniana, digámoslo al pasar, retuvo sus opiniones sobre la triple remisión de los pecados
que concede: por el bautismo, por medio de la recitación de la oración dominical; en lo que Agustín llamaba
“un  bautismo  cotidiano”,  y  finalmente  por  la  absolución  de  los  pecados  mayores.

Pero una cuarta forma fue introducida: la remisión sacramental de los pecados veniales por medio de una
absolución secreta, forma cuya presencia en la Iglesia de san Agustín fue objeto de discusión.
En   cuanto   al   “bautismo   cotidiano”,   atado   a   la   recitación   litúrgica   y   sacerdotal   del   Pater, uno se puede
preguntar si no corresponde, de hecho, a lo que el concilio de Trento llama una comunión espiritual, en un
lenguaje por demás agustiniano. Al menos en parte, y no sin alguna diferencia.

En efecto, en el curso de la celebración eucarística en la Iglesia de Hipona, los fieles solicitaban la remisión de
sus deudas espirituales, es decir, de sus pecados cotidianos, con miras a recibir los más dignamente posible el
pan eucarístico que deseaban: diríamos hoy que esta petición y este deseo constituían una comunión
espiritual seguida de la comunión sacramental; su deseo vivísimo del sacramento, en el contexto de una fe
operante  por  caridad  (Ga  5,  6),  era  una  “comunión  espiritual”  y  sentían  el  fruto  y  la  utilidad  de  este  deseo,  de  
acuerdo a la expresión posterior del concilio tridentino (fruto y utilidad que consiste, precisamente, en la
remisión de los pecados cotidianos); en otros términos, la recepción deseada de la eucaristía producía, como
efecto anticipado, la remisión de esas faltas ligeras. Bajo la acción del Espíritu, las gracias sacramentales y
actuales del bautismo y de la comunión inminente, fructificaban en un acto de caridad que culminaba en la
remisión de las faltas veniales. He ahí, cómo podemos comprender, hoy día, el razonamiento de Agustín:
describía una remisión sacramental de los pecados, operada no por el sacramento de la penitencia, sino por
la eucaristía.

Parece que este punto no ha sido suficientemente analizado, en el seno de una visión de conjunto de la
historia de la teología sacramental de la Iglesia. Incluso, se podría admitir que en el curso de la celebración de
la Cena del Señor en la iglesia de Hipona, cada día, teniendo como trasfondo el bautismo de miembros de la
asamblea, se realizaban, efectivamente, una remisión sacramental de los pecados veniales y el sacrificio
eucarístico. En la hipótesis aquí presentada, una confesión colectiva y genérica habría sido incluida en la
petición de perdón dirigida al Padre en el nombre de su Hijo, durante el Padre Nuestro; su presentación
suplicante por el sacerdote habría correspondido a lo que llamaríamos una absolución deprecativa y
colectiva. En otros términos, la innovación real operada por los hieromonjes irlandeses alrededor del siglo VII
(confesión secreta, absolución individual, a menudo repetida de los pecados únicamente veniales), habría
sido precedida por absoluciones cotidianas, colectivas y públicas (siguiendo confesiones genéricas) de los
pecados veniales en las iglesias de África del Norte. Detrás de la diversidad de las modalidades, emergería la
continuidad de la realidad. Y al mismo tiempo, se comprendería más fácilmente la admisión, tan rápida, del
nuevo régimen sacramental de la penitencia en el conjunto de Europa.

Resulte lo que resultare de esta hipótesis, sometida al juicio de los lectores y de los colegas, no se altera que
los comentarios de Agustín sobre el tercer artículo del Credo presentan una originalidad profunda, no sólo,
parece ser, frente a las otras Iglesias de occidente. Más que ningún otro, nos hace comprender que el Espíritu
se entrega a la Iglesia, y por la Iglesia, en el bautismo y la remisión de los pecados, para conducir a una vida
eterna comenzada aquí abajo.

Sección cuarta. Rufino ve al único Espíritu en la totalidad unificada de las Escrituras inspiradas

Hacia 404, Rufino de Aquilea, en su comentario sobre el Símbolo, subraya el alcance bíblico del tercer
artículo; creemos en el Espíritu Santo inspirador de las Escrituras. El interlocutor de Jerónimo nos afirma que
“el   Espíritu   Santo   es   quien   inspiró   la   Ley   y a los Profetas en el Antiguo Testamento; el Evangelio y a los
Apóstoles   en   el   Nuevo:   por   este   motivo   dice   el   Apóstol:   “toda   Escritura   divinamente   inspirada   e   sutil   para  
enseñar  y  educar  (2  Tm  3,  16)  …  Creemos  inspirados  por  el  Espíritu  los  volúmenes  del  Nuevo y del Antiguo
Testamento,  transmitidos  a  las  Iglesias  de  Cristo”  (Comentario del Símbolo 36).

Rufino  continuaba  dando  la  lista  de  los  libros  canónicos:  “Los  Padres  quisieron  que  las  aserciones  de  nuestra  
fe  estuviesen  constituidas  a  partir  de  ellos”.   Es decir, los obispos, especialmente en los concilios, quisieron
apoyarse sobre las Escrituras apostólicas para proclamar y transmitir nuestra fe.

En otros términos, el Espíritu habló primero por los apóstoles para transmitir al mundo la Buena Nueva; luego
asistió a sus sucesores en la obra misma de esta transmisión. Creer en el Espíritu Santo, enviado por el Padre
y el Hijo, nos inclina y lleva a crear en las Escrituras que él inspira y a las Iglesias que ellas reflejan.

Rufino (Comentario del Símbolo 39) pasa   enseguida   del   único   Espíritu   a   la   única   Iglesia:   “Aquellos   que  
aprendieron a creer en un solo Dios bajo el misterio de la Trinidad deben creer también que hay una sola
Iglesia santa, en la que se encuentran una sola fe y un solo bautismo, en la que se cre en un solo Dios Padre,
un  solo  Señor  Jesucristo  su  Hijo  y  un  solo  Espíritu  Santo”.

La fe única la única Trinidad, una vez desarrollada en la Iglesia única, sin mancha ni arruga, se opone - a los
ojos de Rufino – a las manchas y arrugas de las múltiples Iglesias de la Increencia. Cada uno de los heresiarcas
que  enumera,  quiso  reunir  un  “concilio  de  vanidad”  (Concilium vanitatis). A diferencia de las manchas y de las
arrugas (Ep 5, 27) que son esos heresiarcas, la única Iglesia santa es inmaculada y bella.  Ella  sola  “conserva  
intacta   la   fe   en   Cristo…   Escucha   lo   que   dice   el   Espíritu   en   el   Cantar   de   los   Cantares   (6,9):   “una   sola   es   mi  
paloma”.

Para Rufino, pues, el único Espíritu habla de la única Iglesia por medio de las Escrituras. Habría podido
agregar lo que, sin duda, pensaba: el Espíritu da, entre sus carismas concedidos con miras al bien común, es
decir a la construcción de la Iglesia, el de poder distinguir la única y universal Esposa de Cristo de
comunidades parciales e imperfectas.

Sección quinta. El Espíritu de la Iglesia según Kart Barth.

Saltando de nuevo por encima de los siglos, observamos, en el seno de las divisiones que entristecen al
mundo cristiano, las convergencias que hoy unen a los bautizados en su confesión común del artículo
tercero.

Para los ortodoxos – citemos aquí a Monseñor Kallistos Ware – “organismo  eucarístico,  la  Iglesia  es  también  
un  milagro  perpetuo…  No  perdamos  nunca  de  vista  el  milagro  y  el  misterio  dela  Iglesia:  el  hecho  de  que  a  
pesar de nuestras debilidades humanas, la Iglesia sigue siendo siempre Dios con nosotros, el icono de la
Santa  Trinidad”  (Contacts 122).

El domingo que sigue a Pentecostés, está consagrado en la Iglesia ortodoxa a la memoria de todos los santos.
La santidad proviene del descenso del Espíritu santo sobre la persona humana. En el santo, el milagro de
Pentecostés se realiza de nuevo. Todos los santos no dejan de interceder para que sean dados al mundo y a
nuestras almas el gran amor, según un texto litúrgico.

La  palabra  clave  aquí  es  “interceder”, porque, es Él quien nos hace comprender que se trata de comunión.
Sólo se puede interceder ante Aquél con quien se está en comunión, y por aquellos con los que se está en
comunión. Ahora bien, los santos, testigos de Cristo resucitado y de la presencia del espíritu Santo en el
mundo, están en comunión con Dios, con lo hombres y entre ellos. Esta santa comunión – a la imagen de
aquella que existe entre las tres personas de la Santísima Trinidad y que refleja la santa Iglesia – es lo que
llamamos la comunión de  los  santos…  El  descenso  del  Espíritu  Santo,  el  día  de  Pentecostés,  es  el  nacimiento  
de la comunión de los santos.

La Iglesia y sus sacramentos nos preparan para una buena defensa delante del temible tribunal de Cristo. El
destino humano está orientado, de esta manera, en un movimiento dinámico y libre, hacia un fin: el de la
perdona llamada a realizar su semejanza divina.

El cristianismo toma su fuente de la victoria de Cristo sobre la muerte, vencida, justamente la experimentó,
en tanto que persona, en la humanidad que asumió. Sin duda, la muerte sigue siendo un fenómeno físico, no
domina más al hombre en tanto que destino final (CO 67-68). Entre los protestantes, Barth es
magníficamente   sensible   a   la   continuidad   entre   los   últimos   artículos   del   Credo:   “El tercer artículo se
corresponde magníficamente con el segundo. La Iglesia existe porque Jesucristo es nuestro Señor, sentado a
la derecha de Dios; la remisión de los pecados existe porque Jesucristo fue crucificado y muerte; existe la
resurrección de la carne porque Jesucristo resucitó de entre los muertos; la vida eterna, porque vendrá para
juzgar  a  los  vivos  y  a  los  muertos”  (XIII,  166)

Es una manera de decir que el misterio de Cristo, descrito en el artículo segundo, encuentra su finalidad en el
misterio de la Iglesia a través de la cual el Espíritu se entrega al mundo. Dicho de otra manera, la estructura
misma del Credo nos orienta hacia la aceptación de la famosa fórmula de Bossuet: la Iglesia es
inseparablemente   “Cristo   extendido   y   comunicado”,   de   una   parte,   “la   Iglesia   de   Cristo”,   de   otro.   O   si   se  
prefiere, Cristo murió para entregarse, en y con su espíritu, al mundo

Pero  Barth,  con  justa  razón,  es  igualmente  sensible  a  la  relación  inversa:  “sólo  se  puede  hablar  de  Cristo  con  
verdad, si se habla también del Espíritu Santo y de su obra más allá del hombre y de la Iglesia, de la remisión
de los pecados, de la resurrección de los muertos y de y  de  la  vida  eterna”  (XIII,  167).  Para  Barth,  el  Espíritu  
santo es el espíritu del Verbo, el Espíritu de la Palabra  de  Dios:  “El  Espíritu  nos  basta,  el  que  nos  hace  ver  en  
las palabras y los actos, la cruz y la Resurrección de Jesús, una realidad divina que nos concierne, nos
envuelve y nos colma de bienes. El Espíritu basta a la Iglesia porque ella encuentra en Él la única respuesta a
todas  sus  preguntas”  (XIII,  172-173).

En  su  comentario  de  1936  sobre  el   Credo,  Barth  se  opone  al  “protestantismo  moderno”,  porque  habla  del  
“Espíritu   santo   como   de   un   poder   espiritual   histórico   que   tendría   todos   caracteres   de   la   criatura”.   A   esta  
corriente se opondrá, en 1961, en Nueva Delhi, la gran mayoría del Consejo Mundial de las Iglesias, que
querían dar una base trinitaria a la pertenencia al movimiento ecuménico. En todo caso Barth no se equivoca
cuando   recuerda   que   “el   Símbolo de Nicea-Constantinopla llamó con razón al Espíritu Santo, Espíritu
Soberano,   Señor”   (XIII,   174).   Traducción   que   manifiesta   muy   bien   la   trascendencia   de   la   tercera   persona  
divina respecto de todas las personas angélicas y humanas y por tanto, respecto de la misma Iglesia.

¿Por  qué?  La  Iglesia  es  la  “Santa  Iglesia  católica,  la  Comunión  de  los  Santos”.  El  adjetivo  sanctus  se  emplea  
dos veces en este pasaje del Símbolo. Insiste en la santidad de esta comunión, y por ese lado la puesta aparte
de los sancti que lo conforman. Es decir que frente a la Iglesia, a su santidad y la santidad de aquellos que le
pertenecen, existen otras asambleas, lugares y comunidades de las que difiere. Existe también una
communio del matrimonio, de la familia, del pueblo, del Estado; hay comunidades de raza y de clase; existen
asociaciones   y   alianzas,   unas   naturales,   otras   contractuales…   La   Iglesia   no   discute   su   derecho,   por   el  
contrario. Se dijo, desde los orígenes, a los miembros de la Iglesia, que fuesen sumisos a las autoridades que
tenían poder sobre ellos. Les deben obediencia (Rm 13, 1s). Dar al César lo que es del César (Mt 22,21).

“Pero,  la  Iglesia  se  distingue  de  todas  las  comunidades.  Es  Communio sanctorum. Su existencia nos está ligada
a ninguna de las formas, ni a ninguno de   los   fines   que   se   proponen…   La   Iglesia   tiene   su   propio   interés,  
siempre y por todas partes el mismo. Eso es lo que el adjetivo católico pone en evidencia. Ninguna
vinculación a pueblo a pueblo, Estado o cultura. No puede ser sancta y ecclesia si  quiere  ser  católica”  (XIV,  
177-178).

Asamblea santa que pone en mutua comunión, la única Iglesia universal, católica, se distingue de las familias,
de las profesiones, de los Estados y naciones. Estas asociaciones, las vemos, y no podemos decir que creemos
en ellas. La Iglesia, a la vez visible e invisible, evoca lo dicho en el artículo primero del Credo. Es objeto de
nuestra fe en tanto que ella nos comunica las realidades de salvación, al Dios salvador que es Padre, Hijo y
Espíritu Santo.

En Confesar la fe común, los teólogos del Consejo ecuménico de las Iglesias quisieron, también, ayudar a
éstas a reconsiderar el tercer artículo del Símbolo de Nicea. Retengamos algunos puntos más originales.

El señorío del Espíritu no está fundado sobre la fuerza bruta. Es liberadora frente a los espíritus malos que
oprimen. El Espíritu es un poder que da la fuerza de resistir al mal y de vencerlo (204).

El Espíritu vivifica: todas las formas de la vida son dones de Dios (Ps 104, 29-30). Comprendidas, entre ellas,
los animales. Compañeros de Dios, hombres y mujeres tienen el deber de salvaguardar la integridad de la
creación, saqueada por la explotación de la naturaleza, con el fin de expandir el don divino de la vida, en la
obediencia al Creador de todo lo es (205).

Destaquémoslo: este texto no niega el derecho del hombre de matar animales para nutrir su propia vida.
Presupone, sin afirmarlo, el deber de evitar sufrimientos inútiles a los animales.

El Espíritu Santo habló a través de los profetas: los de Israel; Jesús, cumplimiento de las profecías del Antiguo
Testamento, él mismo profeta y sobre el cual el Espíritu descansa de manera definitiva, y continua hablando
por medio de aquellos a quienes se ha concedido, hoy, los dones de profecía (por ejemplo en situaciones de
opresión o con vistas al culto). El sufrimiento de los testigos proféticos siempre formará parte de la vida de la
Iglesia y del servicio que da al mundo (213-215). La Iglesia misma recibió el don de profecía (214).

La Iglesia es la comunidad de aquellos que está en comunión con Cristo y, por medio de él, los unos con los
otros; la comunidad de los que deciden perseverar, por el poder del Espíritu, en una vida nutrida por la
Palabra de Dios y por la Eucaristía. Se entra en la fe a Cristo por el bautismo único administrado por el perdón
de los pecados.

La comunidad de creyentes es contemplativa y activa, al servicio de Dios y de la humanidad, y lo será hasta el


fin de los tiempos. Los cristianos, constantemente, tienen necesidad de arrepentimiento y perdón. El Espíritu
sostiene y renueva la santa comunidad de Dios por medio de la palabra y del sacramento, y le da los medios
de cumplir su servicio de alabanza y de acción de gracias.

En todas las épocas, la nuestra entre ellas, nuevos testigos, nuevos mártires, se han unido a la multitud de
aquellos  que,  por  sus  sufrimientos,  terminan  “lo  que  falta  a  la  pasión  de  Cristo  en  favor  de  su  Iglesia”  (Col  1,  
24).  Su  sufrimiento  con  y  por  Jesucristo  obliga  a  la  Iglesia  entera  a  asociarse  a  ellos  en  la  intercesión” (CFC
224-232).

Destaquémoslo al pasar, las estas últimas palabras evocan el tema católico de la Iglesia co-redentora. Fue de
esta manera que los teólogos del Consejo ecuménico de las Iglesias entendieron del Consejo ecuménico de
las Iglesias entendieron a la Iglesia como comunión de los santos. Poco antes W Pannemberg había
subrayado   el   doble   sentido   de   la   expresión:   “la   comunión   con   los   santos   mártires   que,   en   el   cielo,   ya  
participan de la salvación divina y, mediante ella, contribuyen para garantizar a todos los cristianos esta
participación de la salvación; la participación en los sacramentos que vinculan a los cristianos con la
salvación: los sancta. Espontáneamente se piensa en la Eucaristía que, en la Iglesia antigua, constituía el
centro de la vida cultual. Los dos sentidos (mártires, sacramentos) de esta mención de los santos deben ser
considerados  como  igualmente  originales”.  Pannenberg  puede  concluir:  “la  adición  de  las  palabras  comunión  
de  los  santos”,  designa,  pues,  a  la  iglesia  en  tanto  que  es la institución donde se participa de los misterios
divinos que comunican la salvación, y donde se está en comunión con los mártires que ya han participado de
esta  salvación”  (Fe de los apóstoles, 157).

Sección  sexta.  El  espíritu  de  la  Iglesia  según  el  “Catecismo  de  la  Iglesia  católica”

El artículo segundo había celebrado el misterio pascual, la muerte y la Resurrección del Hijo único. El artículo
tercero  nos  manifiesta  el  Pentecostés:  “en  ese  día,  la  Pascua  de  Cristo  se  cumple  en  la  efusión  del  Espíritu  
Santo, manifestada, dada, comunicada como persona divina: de su Plenitud, Cristo Señor derrama
profusamente   el   Espíritu   Santo…   Por   su   venida,   y   no   deja   de   hacerlo,   el   Espíritu   conduce   al   mundo   a   los  
últimos tiempos, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado,  pero  aún  no  consumado”  (CIC  731-732).

“Dios  es  amor  (1  Jn  4,  8.16)  y  el  Amor  es  el  primer  Don,  contiene  todos  los  demás…  Debido  a  que  estamos  
muertos o heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. Es la
comunión del Espíritu santo que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el
pecado”  (CIC  733-734).

El   Espíritu   Santo   “trabaja   con   el   Padre   y   el   Hijo   desde   el   principio   hasta   la   consumación   del   designios   de  
nuestra salvación. Pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, que ha
sido revelado y dado, reconocido y acogido como Persona. Entonces, el designio divino, consumado en Cristo,
Primogénito y Cabeza de la nueva creación, podrá tomar cuerpo en la humanidad por Espíritu derramado: la
Iglesia,  la  comunión  de  los  santos,  la  remisión  de  los  pecados,  la  resurrección  de  la  carne,  la  vida  eterna”  (CIC  
686).

Espíritu Santo: tal es nombre propio de Aquél que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. El término
“Espíritu”   significa   solo,   aire,   viento.   Jesús   utiliza   la   imagen   sensible   del  viento   para   sugerir   a   Nicomedo   la  
novedad trascendente de Aquél que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino (Jn 3, 5-8).
“Espíritu”  y   “Santo”  son   los  atributos  adivinos,  comunes  a  las  Tres  personas  divinas.  Pero  juntando  los  dos  
términos, Escritura, liturgia y lenguaje teológico designan la persona inefable del Espíritu Santo, sin equívoco
posible  con  los  otros  usos  del  término  “espíritu”  y “santo”  (CIC  691).

Cuando el Padre envía a su Verbo, envía siempre su Soplo; misión conjunta donde el Hijo y el Espíritu son
distintos  pero  inseparables”  (CIC  689).

Toda la economía divina (de la salvación) es la obra comuna de las tres divinas. La Trinidad no tiene sino una
sola naturaleza, una única y misma operación. Sin embargo, cada persona divina opera la obra común según
su   propiedad   personal.   Así,   la   Iglesia   confiesa,   siguiendo   al   Nuevo   Testamento,   “un   Dios   y   Padre   de   quien  
proceden todas y por el que hemos sido creados; y un Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y
nosotros  por  Él”  (1  Co  8,6;  concilio  ecuménico  de  Constantinopla  II,  DS  421).

Obra a la vez común y personal, toda la economía divina hace conocer las propiedades de las personas
divinas y su única naturaleza. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin
separarlas de ninguna manera (CIC 258-259).

Cuando el Padre envía a su Verbo, envía siempre su soplo: misión conjunta donde el Hijo y el Espíritu son
distintos pero inseparables. Es Cristo quien se muestra, Él, imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu
Santo quien lo revela (689).

Desde el comienzo hasta la plenitud de los tiempos (Ga 4, 4), la misión conjunta del Verbo y del Espíritu del
Padre, permanece oculta pero sigue actuando. El Espíritu de Dios prepara el tiempo del Mesías. Uno y otro,
sin ser completamente revelados, ya han sido prometidos con el fin de ser esperados y acogidos cuando se
manifiesten. Cuando la Iglesia le el Antiguo Testamento, lee y escruta lo que ese Espíritu, que ha hablado por
los Profetas, quiere decirnos de Cristo (CIC 702).

La misión de Cristo y del Espíritu santo se cumple en la Iglesia (pueblo de Dios), Cuerpo de Cristo y Templo del
Espíritu santo. Esta misión conjunta asocia, en adelante, a los fieles de Cristo a su comunión con el Padre en
el Espíritu Santo. El Espíritu: prepara a los hombres, los previene por su gracia para atraerlos hacia Cristo; les
manifiesta al señor resucitado; les recuerda su Palabra y les abre el espíritu al entendimiento de su muerte y
de su Resurrección; les convierte en presente el misterio de Cristo eminentemente en la eucaristía, con el fin
de reconciliarlos y de ponerlos en comunión con Dios, para hacerlos dar frutos abundantes (Jn 15, 5.8.16).

De esta manera, la misión de la Iglesia no se agrega a la de Cristo y a la del Espíritu Santo, pero ella es el
sacramento: por todo su ser y en todos sus miembros, es enviada para anunciar, actualizar y derramar el
misterio de la comunión de la Santa Trinidad (CIC 737-738).

La  palabra  “Iglesia”  significa  “convocación”.  Designa  la  asamblea  de  aquellos  convocados  por  la  palabra  de  
Dios para formar el pueblo de Dios y que, nutridos del cuerpo de Cristo, se vuelven, ellos mismos, Cuerpos de
Cristo (CIC 777).

La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última.

1. La Iglesia es una: tiene a un solo señor, confiesa una sola fe, nace de un sola bautismo, no sino un
solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu con miras a una única Esperanza al término de la cual
serán superadas todas las divisiones;
2. La iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo su Esposo se entregó con el fin de santificarla; el
Espíritu de santidad la vivifica. Aunque compuesta de pecadores   es   la   “sin   pecado   hecha   de  
pecadores”.  En  los  santos  brilla  su  santidad;  María  es  ya  Todo-Santa;
3. La Iglesia es católica: anuncia la totalidad de la fe; lleva en sí misma y administra la plenitud de los
medios de salvación; ella ha sido enviada a todos los pueblos; se dirige a todos los hombres, abraza
todos los tiempos; es por su naturaleza misma, misionera;
4. La Iglesia es apostólica: edificada sobre cimientos durables, los doce apóstoles del Cordero (Ap 21,
14), es indestructible, infaliblemente afirmada en la verdad; Cristo la gobierna a través de Pedro y
los otros apóstoles, presentes en sus sucesores, presentes en sus sucesores, el papa y el colegio de
los obispos.

Esta única Iglesia de Cristo, de la que profesamos en el Símbolo que es una, santa, católica y apostólica, existe
únicamente en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos que están en
comunión con él; aunque hay numerosos elementos de santificación que subsisten fuera de sus estructuras.

Es lo que en ella ya existe, será cumplido al final de los tiempos en el Reino de los cielos, el Reino de Dios
realizado en la persona de Cristo, y engrandecido en el corazón de aquellos que le han sido incorporados,
hasta su plena manifestación escatológica.

Entonces, todos los hombres rescatados por él, vueltos, en Él, santos e inmaculados en presencia de Dios en
el Amor, serán reunidos como el único pueblo de Dios, la Esposa del Cordero, la Ciudad Santa que desciende
del cielo, de Dios; y con ella la la gloria de Dios (Ep 1,4; Ap 21, 9-11; CIC 866-870 y 865).

De estas destacables presentaciones de las notas de la Iglesia y de su misión, retendremos, especialmente,


dos puntos: la presentación de la infalibilidad de la Iglesia como una pasividad bajo la acción divina
(“infaliblemente  sostenida  en  la  verdad”;  se  sobreentiende:  por  su  maestro  infalible,  e  Cristo  que  actúa  por  
medio del Espíritu) y las múltiples alusiones a la misión conjunta del Hijo y del Espíritu; esta noción (tal vez
nueva) significa que nunca ha sido enviado sin la compañía del Espíritu (hablamos de visiones invisibles) y que
la misión de la Iglesia es el sacramento, es decir el signo visible que representa y contiene esta doble misión
invisible, al punto de desplegarse en las misiones de cada bautizado-confirmado; es en estas misiones donde
se manifiesta la invisible misión conjunta del Hijo y del espíritu. Dicho de otra manera, cuando los bautizados
confirmados son fieles a su envío; son de alguna manera el Hijo y el Espíritu que aparecen a los hombres.

En  el  Símbolo  de  los  Apóstoles,  pero  no  en  el  de  Nicea,  la  Iglesia  se  definía  todavía  como  “comunión  de  los  
santos”.  Este  término  tiene  dos  significados  (estrechamente  ligados):  comunión  con  las  cosas  santas,  sancta,
y comunión entre las personas santas, sancti.

Sancta sanctis! ¡Lo que es santo para aquellos que son santos! Proclama el celebrante en la mayoría de las
liturgias orientales luego de la elevación de los santos Dones antes del servicio de la comunión. Los fieles se
nutren del cuerpo y de la sangre de Cristo con el fin de crecer en la comunión del Espíritu santo y de
comunicarla al mundo. Los sacramentos son tanto los vínculos que unen a todos los fieles y los agregan a
Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos. Cada uno de ellos nos une a Dios.
Pero   ese   nombre   (“comunión”)   conviene   mejor   a   la   eucaristía,   porque   es   ella,   principalmente,   la   que  
consume  esta  comunión  (CIC  948,  950).  La  expresión  tiene,  por  otra  parte,  una  base  bíblica  “en  la  comunidad  
primitiva de Jerusalén, los discípulos de mostraban asiduos a la comunión fraterna, a la fracción del Pan y a
las  oraciones…  Ponían  todo  en  común…  A  cada  uno  la  manifestación  del  espíritu  es  dada  con  miras  al  bien  
común”  (Ac  2,  42;  4,  32;  1  Co  12,  7).  La  comunión de los santos desemboca en una comunión de carismas y
bienes (CIC 949, 951, 952).

Sección séptima. Resurrección y vida eterna según Kart Barth.

Para Barth, las últimas palabras del Credo significan  que  en  medio  de  la  historia  y  de  la  sociedad  humana…  
hay una   promesa   y   una   esperanza   fundadas   sobre   todo   el   poder   de   la   verdad   divina…   que   existe   para   el  
hombre, delante de la historia y de la sociedad, del tiempo y del mundo, una existencia por venir, del todo
diferente  y  enteramente  nueva  (XVI,  204).  “Con  Dios,  Padre,  Hijo  ,  nosotros  mismos  somos  objeto  de  la  fe”;  
“la   fe   en   el   Espíritu   santo,   en   la   Iglesia,   en   la   remisión   de   los   pecados,   implica   no   sólo   la   fe   en   Dios,   sino  
también   en   el   hombre…   no   en   el   hombre   que   somos,   sino   en   aquel   que   seremos   según   la   promesa y la
esperanza  que  nos  son  dadas”  (XVI,  205,  207).

Es mérito de Barth haber subrayado de manera original el alcance antropológico del tercer artículo. Nos
invita, de esta manera, a reconsiderar la diferencia entre las formulaciones del Símbolo de los Apóstoles y del
Credo de Nicea-Constantinopla,   en   lo   que  concierne   a   sus   últimas   palabras.   El   primero   afirma:   “creo   en   la  
resurrección  de  la  carne,  en  la  vida  eterna”,  es  decir;  mi  inteligencia  se  adhiere  a  las  verdades  reveladas  a  
todos los hombres y a cada de uno de ellos sobre la resurrección final de todos los cuerpos y el llamado de
todos  a  la  vida  eterna;  el  segundo  proclama:  “espero  la  resurrección  de  los  muertos  y  la  vida  del  mundo  por  
venir”,   en   una   espera   que   parece   más   personal   e   individual,   y   que   parece   decir:   “espero   mi   resurrección  
personal y gloriosa en una vida que no tendrá fin. El Credo de Nicea Constantinopla hace culminar el acto de
fe en un acto de esperanza. Nos ayuda. Nos ayuda a reflexionar –con Agustín de Hipona- sobre la inmensa
diferencia entre la fe que cree con temor en lo que Cristo nos revela sobre el infierno y la esperanza que
espera con confianza el cielo.

Para  Barth,  el  artículo  tercero  del  Credo  significa  que,  “en  el  presente  la  unidad  entre  Cristo  y  los  suyos  es,  en  
su forma, una unidad provisoria; subsistirá, tanto como dure nuestro tiempo; como consecuencia, deberá dar
lugar a otra forma. Actualmente, la forma de esta unidad, Jesucristo, esta tan oculto en Dios como ella está
oculta el mundo..

“…Es  La  desaparición  de  esta  forma de unidad con Jesucristo que escucha la Escritura Santa cuando habla de
la   resurrección   de   la   carne…   es   la   nueva   forma   de   unidad   que   reemplazara   a   la   primera,   que   tiene   lugar  
cuando se habla de la vida eterna. Nos dice que Pascua y los cuarenta días no fueron un milagro inseparable
por azares de la historia humana, sino el signo de lo que será y de lo que es el fin y el sentido de toda la
historia.  Después  de  la  abolición  de  todos  los  otros  reinos,  el  Reino  de  Dios  será  el  Reino  único  y  eterno”  (XVI,  
21º).

La resurrección de la carne, de la que habla el Símbolo, es pues la supresión de este estado contradictorio de
nuestra existencia compartida entre la gracia y la ausencia de la gracia. Equivaldría a la supresión de esta
cuestión:  “¿quién  nos  separará  del amor de Dios? Significa que el hombre puede ser un hombre revestido de
fuerza y de gloria, liberado, liberado de esta contradicción y de la separación del cuerpo y del alma que lo
atestigua, resucitado de los muertos en la totalidad de su existencia humana…  Nuestra  existencia  en  tanto  
que existencia carnal, nuestro cielo y nuestra tierra dejarán de existir y se cambiarán por una existencia, en
un  cielo  y  una  tierra  de  paz  con  Dios,  sin  conflicto”  (XVI,  213-214).

Hay pues, a los ojos de Barth, dos formas de unión con Cristo: la forma terrestre, al seno de la Iglesia
terrestre, con sus sacramentos, y sus Escrituras divinamente inspiradas; ya anunciadas desde las Escrituras
divinamente inspiradas; luego, ya anunciadas en el seno de la primera, la forma celeste sin conflicto alguno y
en la plenitud de la paz. El tercer artículo del Credo nos mueve a tomar la decisión de esperar en la fe, en el
seno de una unión inicial con Cristo aquí abajo, la unión perfecta con él, unión espiritual y corporal, después
de la muerte y a través de una muerte sometida a Cristo, como los insinuaba el segundo artículo,
presentando a Cristo como Juez de vivos y muertos.

Sección  octava.  Resurrección  y  vida  eterna  según  el  “Catecismo  de  la  Iglesia  católica”.

La materia es introducida por un recuerdo sintético que concierne a la esencia misma del Credo cristiano:
“profesión  de  fe  en  Dios  Padre,  el  Hijo  y  el  Espíritu  Santo  en  su  acción  creadora,  salvadora  y  santificadora”  
(CIC 988). El cristiano es el que cree Dios es y actúa en todo el desarrollo de la historia. El Credo “culmina  en  
la  programación”  de  la  cumbre  de  esta  acción:  “la  resurrección  de  los  muertos  y  la  vida  eterna”  (ibid).

Sin embargo el catecismo en una formulación tan simple como sabiamente estudiada – hace alusión al
ínterin,   a   la   vida   eterna   de   los   justos   antes   de   su   resurrección   gloriosa,   en   estas   palabras:   “creemos  
firmemente y esperamos que, de la misma manera en que Cristo resucitó verdaderamente de los muertos y
que vive por siempre, de la misma manera, después de sus muertes, los justos vivirán por siempre con Cristo
resucitado  y  que  Él  los  resucitará  el  último  día”  (CIC  989).  Poco  después  (998)  el  CIC  recuerda  la  resurrección  
de los pecadores (Jn 5, 29), para la condenación.

En otros términos, el CIC recuerda dos verdades: Cristo resucitará a todos los muertos, pero sólo los justos
“vivirán   por   siempre   con   Él”,   dicho   de   otra   manera,   digo   los   justos   serán   resucitados   en y para una vida
gloriosa como la suya.

“Creo  en  la  resurrección  de  la  carne:  el  término  “carne”  designa al hombre en su condición de debilidad y de
moralidad  (Gn6,  3;  Ps  56,5;  Is  40,  6).”

El   CIC   precisa   el   sentido   del   término   “resurrección”:   “en   la   muerte,   separación   del   alma   y   del   cuerpo,   el  
cuerpo del hombre en la corrupción, mientras que el alma va a reencontrarse con Dios, mientras espera ser
reunido a su cuerpo glorificado. Dios, en su Omnipotencia dará, definitivamente, la vida incorruptible a
nuestros  cuerpos,  uniéndolas  a  nuestras  almas,  por  la  virtud  de  la  Resurrección  de  Jesús”  (CIC  990  y  997).

El CIC subraya el nexo del tercer artículo, que concierne a la resurrección de los muertos, con los dos
primeros:

1. por   un   lado,   “la   esperanza   en   la   resurrección   corporal de los muertos se impone como una
consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre entero, alma y cuerpo. El creador
del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su alianza con Abrahán y su
descendencia.  En  esta  doble  perspectiva  comenzará  a  expresarse  la  fe  en  la  resurrección”.  He  aquí  
el nexo con el artículo primero que habla sobre el Creador todopoderoso;
2. por otro lado, Jesús vincula la fe de su resurrección a su propia persona: Jesús mismo resucitará a
aquellos que hayan creído en Él y que hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 5, 24-25; 6,
40; 6,  54)”,  dice  el  CIC  (992-994). Este es nexo con el artículo segundo.
3. El tercer artículo, sea en su texto romano, sea en su versión niceo-constantinopolitana, no evacua la
muerte profesando la fe en la resurrección de la carne (mortal) y de los muertos.

El CIC  deduce  con  toda  propiedad  que  “el  cristiano  que  une  su  muerte  a  la  de  Jesús  ve  la  muerte  como  un  
viaje  hacia  el  Él  y  una  entrada  en  la  vida  eterna”  (1020).

Considera, pues, la muerte no tanto en ella misma más que a la luz de la Resurrección de Cristo y de sus
miembros:  “la  muerte  pone  fin  a  la  vida  del  hombre  como  tiempo  abierto  al  acojo  o  al  rechazo  de  la  gracia  
divina manifestada en Cristo (2Tm 1, 9-10)…   El   Nuevo   Testamento   afirma,   en   varios   lugares,   la   retribución  
inmediata después de la muerte de cada  uno  en  función  de  sus  obras  y  de  su  fe”  (2  Co  5,8;  Ph  1,  23;  He  9,  27;  
12, 23).

Detengámonos particularmente esta concepción de la vida terrestre como tiempo abierto a la vida eterna
(CIC 1021) ¿Pero en que consiste?

“El  cielo  es  vida  perfecta  con  la  Santa Trinidad, comunión de vida y de amor con Ella, con María, los Ángeles y
todos los bienaventurados, fin último y realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado
de  bienestar  supremo  y  definitivo…  Este  misterio  de  comunión  bienaventurada con Dios y con todos aquellos
que  están  en  Cristo  sobrepasa  toda  comprensión  y  toda  representación…  A  causa  de  su  trascendencia,  Dios  
no puede ser visto tal como es sino cuando Él mismo abre su misterio a la contemplación inmediata del
hombre y cuando   le   da   la   capacidad.   Esta   contemplación   es   llamada   por   la   Iglesia   la   “visión   beatífica”,   es  
decir  la  visión  del  bienestar  de  Dios  que  hace  bienaventurado  al  hombre”  (CIC  1024-1028).

Aquí abajo, el conocimiento de Dios permanece inmediato –mediatizado por los conceptos. No tenemos una
experiencia inmediata de Dios. La experiencia religiosa es indirecta y mediata. La fe no es la visión, sino el
conducto.

Sin embargo, la visión de Dios es un acto, el acto supremo, en la persona humana, acto dado, infuso. No
constituye  el  único  acto  del  elegido  sumergido  definitivamente  en  Dios.  El  CIC  agrega,  entonces:  “En  la  gloria  
del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios respecto de los otros
hombres y a la creación  entera.  Reinan  con  Cristo…  La  multitud  de  las  almas  reunidas  en  torno  de  Cristo  y  de  
María en el Paraíso forma la Iglesia del cielo; están asociadas con los santos Ángeles en el gobierno divino
ejercido   por   Cristo   en   gloria,   intercediendo   por   nosotros   ayudándonos   en   nuestra   debilidad”   (CIC   1029   y  
1053).

Y   ese   reino   de   los   hombres   elegidos   por   Dios   coincidirá   con   “la   realización   última   de   la   unidad   del  género  
humano querida por Dios desde la creación, de  la  que  la  Iglesia  era  como  el  sacramento”  (CIC  1045)  El  Reino  
de Dios y de Cristo se hizo también Reino de los hombres.

Sección novena. Creo. Es decir “Amén”  (CIC  1064).

El credo – el de Nicea, como el de Roma y como también el último libro de la Escritura (Ap 22,21) – se
termina con el término hebreo Amén.

En hebreo, Amén se  remite  a  la  misma  raíz  que  el  verbo  “creer”.  Esta  raíz  expresa  solidez,  fiabilidad,  fidelidad.  
El Amén puede ser dicho de la fidelidad de Dios hacia nosotros y de nuestra confianza en Él.

El  Amén  final  del  Credo  retoma  y  confirma,  pues  sus  dos  primeras  palabras:  “creo”.  Creer  es  decir  Amén a las
palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente en Aquél que es el Amén del
infinito amor y de la perfecta fidelidad. Jesucristo mismo es el Amén (Ap 3, 14). Es el Amén definitivo del
amor del Padre por nosotros; asume y culmina nuestro Amén al Padre. Todas las promesas de Dios tienen, en
efecto, su sí en Él; por Él decimos nuestro Amén a la gloria de Dios: 2 Co 1, 20 (CEC 1062, 1064, 1065).

En otros términos, Cristo se presenta como un Mediador de los Amén recíprocos que atan a Dios y a los
hombres; es decir que es el Amén, es decir su Alianza; de parte de Dios Padre, es la promesa sostenida; de
nuestra parte nos hace merecedores de sostener nuestras promesas al Padre y garantiza y cauciona el
cumplimiento. Creer, en el sentido que impone Pablo (Ga 5, 6: la fe operante por la caridad y por la
esperanza) implica la adhesión de la inteligencia a las palabras del Revelador, la confianza voluntaria a las
promesas del Prometedor, el amor obediente hacia Dios legislador que manda.
Ver L. W. Barnard, Athenagora, París, 1972, 109: en dos nºs , 10 y12 de la Apología de Atenágoras,
se designa al Espíritu.

Cat. XVII, 3; ver XVI, 3: único es Dios Padre, jefe de la antigua y nueva ; único es el Salvador Jesucristo, profetizado en la antigua
y la nueva; único también es el Espíritu santo, que, por los profetas, fue heraldo de Cristo, descendió después de la venida de
Cristo  y  lo  mostró”;  ver  también  XI,  13.

Basilio TSE B; 7 : en su carta 189 (RJ 920). Destaquemos con C. Moreschini (SC 358, 40) que Basilio había trazado su doctrina de
tres causas para combatir a los pneumatómacos, que calificaban al Padre como causa eficiente, concedían al Hijo solamente la
función de causa material y al Espíritu la función de  lugar  o  de  tiempo  (TSE  2,  4  a  3,  5)”.

Sobre la doctrina de la apropiación, ver B. de Margerie, La  Trinité  chrétienne  dans  l’histoire, París, 1975, 262 s.

Agustin, De civitate Dei 11 24; RJ 1750: proprie vocatur Spiritus Sanctus, tamquam sanctitas substantialis et consubstantialis
amborum (sc. Patris et Filii); el sentido de este texto es aclarado por el siguiente: Sive sit (Sp. Sanctus) unitas amborum, sibe
sanctitas,  sive  caritas…  manifestem  est  quod  non  liquis  duorum  est  quo  uterque  conjungitur…  (De  Trin. 6, 5, 7; RJ 1665).

Gregorio de Nazianzo (Disc théol. 25, 16; RJ 983) Apunta en la misma dirección: en un sentido, la santidad es la propiedad del
Espíritu Santo, si ella es extendida como caridad substancial y del Padre y del Hijo.

Epifanio de Salamina, Ancoratus 8; RJ 1082 y Adv. haereses. Panarium 62, 4; RJ 1099.

Basilio, TSE 26, 61; ver 1 Co 12, 12-27.

Ver Basilio, TSE 16, 37, citando 1 Co 14, 24-25.

San Juan Crisóstomo, In Epist. I ad Cor, hom. 30, 2, 14; MG 61, 251.

Ver santo Tomás, Summa de Teología III, 73, 3, 3, 80, 4; y Agustín, RJ 1824.

Ver Bertrand de Margerie, Introduction  à  l’histoire  de  l’exégèse,  t.  III,  S.  Agustin,  París,  1983,  156  s.

San Agustín, de FIDE et símbolo IX, 19; según Agustín, los sostenedores de esta concepción (sin duda Simpliciano) invocan sobre
todo Jn 3, 1; 4, 24, 1 Jn 4, 16; 1 Co 3, 22-23; Rm 11, 36.

Orígenes, Comentario sobre el Cantar de los Cantares, Prólogo 2, 47 (Sc 375, 125): Como nadie no conoce al Padre sino el Hijo, y
aquél a quien el Hijo quiera revelárselo (Mt 11, 27), así, nadie conoce la caridad sino el Hijo. Pero, igualmente, también el Hijo,
porque  Él  también  es  Caridad,  nadie  lo  conoce  sino  el  Padre”  No  se  excluye  que  reflexionando  sobre  el  parágrafo  siguiente  (48),
los exegetas milaneses y Agustín después de ellos hayan tenido la idea de prolongar el razonamiento examinando, a su luz, no
sólo la actividad del Espíritu en la Iglesia, sino también su origen en el Padre y el Hijo. Destaquemos tambiuén que en su
comentario, Orígenes cita cuatro veces conjuntamente los dos versículos: 1 Jn 4, 8 (Dios es Amor) y Jn 4,7 (el Amor es Dios); ver
Prólogo 2, 25.26.29.47; SC 375, 110 y 112. La identificación entre el Hijo y Amor está fundada sobre este nexo.

Orígenes, citado en MG 17, 579-580 por Pánfilo y en MG 39, 1798 por Dídimo el Ciego en su comentario de la primera carta de
san Juan.

San Agustín, sermón 71.20.33; ML 38, 463-464.

“Tamquam  propium opus”;  agustín  sabe  bien  que  la  Iglesia  es  la  obra  común  de  las  tres  personas  divinas  (ver  De Trinitate I, 4,
7); pero la apropiación del origen de la Iglesia al espíritu Santo subraya la propiedad intratrinitaria del Espíritu, que fue uno de
los primeros en descubrir: el Espíritu es comunión de amor entre Padre e Hijo.
Ver líneas arriba los textos citados, n. 2 y 1. El Padre B. Pruche estudió la influencia posible de Basilio sobre San Agustín en lo
que  concierne  a  la  procesión  del  Espíritu  Santo  (“La  originalidad  del  tratado  de  S.  Basilio  sobre  el  Espíritu  Santo”,  RSPT, 1948,
207-221). Basilio subraya en el contexto del Samo 32 que el Espíritu Santo procede como soplo de la boca de Dios y no por vía
de generación. Estamos aquí sobre el camino de una diferenciación entre las dos procesiones, con base bíblica. Entre Atanasio,
Gregorio y Nacianceno y Juan Damasceno (para quien el modo de procesión del Espíritu Santo sigue siendo un misterio, que no
podrá ser comprendido sino en el cielo: Fe ortodoxa I, 8), sólo Basilio se esforzó por dar cuenta de su en términos de razón
teológica, piensa Pruche. Para verificar la exactitud de este decir, habría tenido que dedicarse a investigar el uso trinitario del
Salmo 32, en los Padres anteriores.

Agustín, sermón 215, 9; ML 38, 1076.

Agustín, sermón 214, 11; ML 38, 1071.

Por ejemplo, en los sermones 351 y 352. Sobre este asunto, ver E. Amann, art. “Pénitence”, Dictionnaire de théologie
catholique XII, 1 (1933), 801-809.

Agustín, sermón 213, 8; ML 38, 1064-1065.

Ver   A.M.   La   Bonnardière,   “Pénitence   et   réconciliation   des   pénitents   d’après   Saint   Augustin”,   REA   13   (1967),   50;   y   A.-G.
Martimort,   L’Eglise   en   prières, T.II, L’Eucharistie (por R. Grabié), Tournai, 1983, 126-127: en Africa, sólo el sacerdote dice el
Pater, mientras que en los Orientales, toda la Iglesia participa. - En los parágrafos siguientes, nos inspiraremos, de cerca , de la
continuación del estudio de A.M. La Bonnardière (REA [1968], 186-204).

Agustín, de Fide et símbolo X, 21.

Concilio de Trento, sesión XIII, art. 8; DS 1648 s.


Apéndice  El  “filioque”.
Se   sabe   que   la   doctrina   según   la   cual   el   Espíritu   “procede   del   Padre   y   del   Hijo”   (Filioque) no figura
explícitamente en el texto original del Credo de Nicea-Constantinopla, pero es confesada por la tradición
latina de ese Credo.

Introducción

Siguiendo una antigua tradición latina y alejandrina, de acuerdo a San Epifanio de Salamina y de San Cirilo de
Alejandría, seguido de San Agustín, el papa san León Magno había confesado (dogmáticamente) esta doctrina
desde 447, largamente, antes de su introducción en la liturgia, entre el siglo VIII y el siglo IX.

Ya anteriormente, en 555, cuando el concilio ecuménico Constantinopla II, los Padres retomaron según su
entender la doctrina que el emperador Justiniano les había indicado el 5 de mayo de 552, a saber: seguimos
en todo a los Santos Padres y Doctores, Ambrosio, Agustín, León [nombrados con muchos padres orientales]
y   recibimos   todo   lo   que   ha   sido   escrito   y   proclamado   por   ellos   sobre   la   fe   ortodoxa”.   Los   Padres   de  
Constantinopla II recibían así los escritos de los cuatro Doctores latinos, todos expositores del Filioque, y
aceptaban así, implícitamente, su doctrina sobre la procesión eterna del Espíritu Santo a partir del Hijo.

La tradición oriental, reaccionando contra el error semi-arriano  del  “Espíritu  Santo  creatura  del  Hijo”,  expresa  
primeramente el carácter de orígen primero del Padre respecto del Espíritu. Afirma que éste salió del Padre
por  medio  del  Hijo.  La  Tradición  occidental  reaccionó  reacciona  contra  otro  aspecto  del  arrianismo:  “el  Hijo  
tenido por creado,   no   podría   producir   una   Persona   divina”,   como   el   Espíritu.   Expresa   primeramente   la  
comunión consubstancial entre Padre e Hijo en la producción eterna del Espíritu: es, también, en tanto que
Padre de un Hijo único que el Padre está con Él, origen primero del Espíritu, único principio del que procede
el Espíritu (ver CIC 247-248)

Notas

Los cristianos de Oriente y de Occidente expresan de manera diferente su fe única en el Espíritu que
comparten e, igualmente, su manera de comprender el símbolo original único que poseen en común (CIC
210). Constatemos que en la Iglesia católica, en el Credo de Nicea dicho en griego, la formulación de 381 es
solo empleada sin la añadidura del Filioque.
Inspirándonos en un documento recientemente publicado en Roma por el Secretariado por la promoción
de la unidad de los cristianos, podemos reunir en su secuencia (sobre todo oriental) que pueden ser
consideradas como comentarios patrísticos que apuntan hacia el Filioque:
o Gregorio  de  Nacianceno  dice  que  el  Espíritu  es  un  “término  medio  entre  el  Inengendrado  y  el  engendrado”  
(MG 90, 672 C);
o Máximo  el  Confesor  escribía:  “el  Espíritu  santo  saca  substancialmente  su  origen  del  Padre  por  medio  del  
Hijo  engendrado”  (MG  90,  672  C);
o Tarasio, patriarca de Constantinopla, desarrolla así el símbolo: El Espíritu Santo, Señor y vivificador, viene
por la ekpóresis del Padre a través del Hijo [to ek tou Patros dia tou Huiou ekporeumenon]”   (Mansi   XII,  
1122  D).  Un  texto  análogo  de  san  Juan  Damasceno  (MG  94,  1512  B)  subraya  también  la  “mediación”   del
Verbo en la venida del Espíritu, en términos casi idénticos. Ninguno de esos Padres dijo que el Espíritu
Santo salió del Padre de manera únicamente inmediata, sin ningún rol del Hijo: todos insistieron sobre el
dia del  Hijo  en  la  “ekpóresis”  del  Espíritu.
San Gregorio de Nacianceno caracteriza la relación de origen del Espíritu a partir del Padre mediante el
término ekporeusis que  distingue  del  de  “procesión”  (proienai) que el Espíritu tiene en común con el Hijo
(Disc. 39, 12; SC 358, 175.
Retengamos, finalmente, la necesidad de examinar de cerca las opiniones del eminente patrólogo y
ecuménico que fue el franciscano belga André de Halleux, muerto recientemente:
 “un  análisis  del  texto  de  los  decretos  de  los  dos  concilios  medievales  (Lyon  II  y  Florencia) permite afirmar
que el monopatrismo ortodoxo no se encuentra de ninguna manera contradicho en su alcance auténtico.
La condenación de Lyon no alcanza a aquellos para quienes la fórmula ek monou tou Patros permanecería
conciliable con la participación del Hijo a una espiración enteramente subordinada a la causalidad
primera del  Padre”  (Irénikon, 1978, 460);
 “la   unanimidad   recientemente   descubierta   (ver   DC   1975,   7-8 y 1994, 1069) entre la Iglesia católica
romana y las [antiguas] Iglesias ortodoxas en la fe en el misterio de la Encarnación muestra que es posible
profesar   la   misma   fe   más   allá   de   una   divergencia   en   las   fórmulas   dogmáticas   mismas.”   Precisemos:   el  
Padre de Halleux hace, sin duda, alusión a los esfuerzos de Constantinopla II (DS 424-426 y 428-430) y del
concilio romano de Letrán en 649 (DS 506-508) para mostrar la no contradicción entre la fórmula de
calcedonia de los naturalezas y la fórmula ciriloalejandrina de la única naturaleza encarnada del Dios
Verbo”,  precisando  en  cada  caso  el  sentido  de  la  palabra  “naturaleza”  (ver  A.  de  Halleux,  Proche  –Orient,
1988, § 25, 16): con esos esfuerzos convergen las tentativas de nuestro tiempo señaladas por DC;
 “la  iglesia  católica  podrá  restaurar  el  símbolo  y  reconocer la verdad innata del monopatrismo cuando la
Iglesia ortodoxa reconozca de manera similar la autenticidad del Filioque, entendido en el sentido de ‘di  
Uiou’ [per Filium]  tradicional”  (Irénikon,  1978,  469).

No parece, sin embargo que hayamos alcanzado este punto; pero se han hecho progresos en el deseo de la
unión.

San Epifanio, Ancoratus 66 y 67; MG 43, 137 A, B; Ancoratus 8; MG 43, 2 (RJ 1082); Cirilo de Alejandría, Thesaurus 34.

Ver p. 132, n.1.

DS 284: Spiritus de utroque procedit.

Mansi 9, 178; 9. 183

Ver también sobre todo este asunto: A. de Halleux, Irénikon 51  (1973),  469  y  “La  procesión  del  Espíritu  Santo”, Proche-Oriente
38 (1988), 6-18. L. Vischer, La teología del Espíritu Santo, en el diálogo entre el Oriente y el Occidente, Paría, 1981; B. de
Margerie,  S.J.  “Hacia  una  relectura  del  concilio  de  Florencia  gracias  a  la  reconsideración  de  la  Escritura  y  de  los  Padres  griegos y
latinos”,   Revue Thomiste 86 (1986), 31-81: del mismo autor, El Espíritu viene del   Padre   por   el   Hijo”,   Orientalia Cristiana
periodica 60 (1994), 337-362 – Dom Germain Leblond, “Point  de   vue  sur   la  procesión   du   Saint   –Esprit”, Revue t comiste 78
(1978), 293-302.- Clarificación del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, en lo concerniente a la
procesión del Espíritu Santo, DC, 1995, 940-945.- B.  Schultze,  S.J.,  “Die  Pneumatologie  des  Symbols  von  Konstantinopel”  OCP  47  
(1981) 5-54; el autor estudia los textos de Gregorio Nacianceno mencionados arriba; del mismo   autor,   “Das   Filioque   bei  
Epiphanius von Cypern-Ancoratus,   Panarion”   Ostkirchliche Studien 35 (1986), 105-134 y 36 (1987), 281-300.- B. Studer, art.
“Filioque”,  Dictionnaire encyclopédique du christianisme ancien, Paris, 1990, 973-974. legitimado por introducción, el Concilio
de Constantinopla (381) había modificado el Símbolo de Nicea sin preocuparse del acuerdo de los Latinos en el concilio de Éfeso
(431), que prohibía admitir una confesión de fe diferente de la de Nicea, ignoraba la versión constantinopolitana.
Conclusiones. Los dos símbolos ayer, hoy y mañana.

Hemos estudiado algunos comentarios del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de Nicea-Constantinopla, en
su unidad, que sobrepasa sus diferencias.

Conviene, ahora, echar nuevamente una mirada sobre los orígenes bíblicos, las lagunas aparentes y las
irradiaciones futuras de esos textos.

Orígenes bíblicos, pero especialmente apostólicos

El conjunto de las afirmaciones que nos presentan los dos símbolos constituye una elección operada en las
Escrituras del Nuevo Testamento por los sucesores de los Doce. Esta evidencia se impone a tal punto que no
es necesario mostrarla en detalle. Igualmente, las afirmaciones post-arrianas del Símbolo de Nicea presentan
un  sabor  escriturario:  El  Hijo  es  “Luz  de  Luz”,  porque,  Luz  del  Mundo  (Jn  8,12),  viene  de  Dios  que  es  Luz  (1  Jn  
1,5).

En los contextos distintos y sucesivos de las persecuciones judías y paganas, de la gnosis y del arrianismo, los
proclamadores de estos símbolos, los sucesores de los Doce, han querido recopilar “lo   que   hay   de   más  
importante  para  dar  plenamente  la  enseñanza  única  de  la  fe  […]  este  resumen encierra en pocas palabras
todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo  Testamento”.

Por  una  parte,  como  lo  observaba  ya  Cirilo  de  Jerusalén,  “todos  no  pueden  leer  las  Escrituras”,  de  tal  manera  
que  sean  capaces  de  extraer  de  ellas  los  puntos  más  importantes:  “unos  son  impedidos  de  conocerla  bien  por  
su incultura, otros por   sus   ocupaciones”;   por   tanto,   los   obispos   redujeron   a   algunos   versículos   toda   la  
enseñanza  de  la  fe,  la  fe  de  la  Iglesia  que  se  apoya  sobre  toda  la  Escritura”  (ibid.).

Por otra parte, las Escrituras del Nuevo testamento resultan, en sí mismas, enseñanza de los doce apóstoles,
enviados por Cristo. Durante casi un cuarto de siglo, hablaron sin escribir.

Incluso, después de la escritura de las epístolas y de los evangelios, la catequesis de los apóstoles y de sus
sucesores permaneció fundamentalmente oral. El resumen   escrito   de   los   símbolos   constituía   una   “ayuda  
memoria”.   Los   candidatos   al   bautismo   debían   ser   iniciados   no   sólo   a   una   vida   individual   en   Cristo,   sino  
también en la vida colectiva de la Iglesia. El Símbolo de la fe no era para ellos, solamente, un punto de
referencia   primero   y   fundamental,   un   sumario”   de   las   verdades   a   creer,   sino   también   un   “signo   de  
reconocimiento”,  gracias  al  cual  se  identificaba  mutuamente  como  profesando  en  conjunto  la  misma  fe.

Ahora bien, si abrimos el Nuevo Testamento y buscamos las huellas de las predicaciones apostólicas,
encontraremos  “desde  las  más  remotas  épocas,  las  personas  del  padre  y  del  Espíritu,  vinculadas  de  manera  
indisoluble a la obra del Hijo. Los textos abundan en el Nuevo Testamento, que asocian las Tres personas de
la   Trinidad,   las   fórmulas   que   hacen   presentir   una   tradición   a   la   vez   primitiva   y   común   a   todos”,   dice  
justamente el exegeta Pierre Benoît. Así, resulta que la fórmula bautismal de Mt 28, 19-20, tan
explícitamente trinitaria, es inseparable de todo un conjunto más o menos análogo, especialmente de
“fórmulas  litúrgicas  que  traicionan  la  costumbre  constante  de  mencionar  conjuntamente  al  Padre  y  al  Hijo”.  
Citemos: 1 Co 6, 11; 12, 4-6; Ep 2, 18; 1P 1,2.

“En  verdad,  agrega  también  P.  Benoît,  es  todo  el  mensaje del Nuevo Testamento el que está fundado sobre la
fe  con  el  concurso  de  las  Tres  personas  divinas  para  la  consumación  de  la  salvación”.

El  estudio  de  la  historia  de  los  orígenes  cristianos  nos  fuerza,  pues,  a  reconocer  que  “la  Escritura  (agreguemos  
incluso antes de ella, los Apóstoles) nos ha revelado las Personas divinas a través de los actos que realizaron
por realizaron por nosotros, creándonos, salvándonos y santificándonos. Es esta fe concreta y penetrada de
historia la que expresa la fórmula trinitaria”.  Tomando  ésta  como  marco  de  su  Símbolo,  la  Iglesia  conservó  la  
orientación auténtica del cristianismo primitivo.

En el mismo sentido, el documento ecuménico titulado Confesar la de común (13)  dice:  “el  Símbolo  de  Nicea  
no es sino uno de los numerosos símbolos cuya necesidad ha sido reconocida desde la época del Nuevo
Testamento para permitir a la Iglesia formular y definir su fe. Esos textos resumen y subrayan los alcances
esenciales de la fe  apostólica.  Muchos  de  ellos  fueron  elaborados  en  una  relación  estrecha  con  el  Bautismo”.

Pero, es precisamente aquí que surgen algunas dificultades. ¿El Símbolo y el Credo son suficientes?, ¿están
completos?

¿Lagunas en Símbolo de los Apóstoles y en el Credo de Nicea?

Después de la Quinta Conferencia mundial de la Fe y Constitución, en Francisco de Compostela, en agosto de


1993,  el  teólogo  luterano  alemán  Wolfhart  Pannenberg  observaba:  “Muchos  elementos  del  testimonio  de  la  
fe (contenidos en las Escrituras) no están explícitamente mencionados en el Símbolo de Constantinopla. Éste
no menciona ni la doctrina de la justificación por la fe de Pablo, ni el culto eucarístico de la Iglesia que
conmemora   la   Cena   de   Jesús,…   ni   una   sola   palabra   sobre   su   bautismo   por   Juan…   temas   centrales   para   la  
consciencia  que  un  cristiano  tiene  de  su  fe”.

Pannenberg   responde   a   la   dificultad:   “esos   temas   no   están   verdaderamente   ausentes   en   el   Símbolo   de  


Constantinopla. Están implícitamente presentes. Toda la doctrina de la justificación por la fe esta implicada
en lo que se dice sobre el bautismo como remisión de los pecados. La Iglesia una, santa, católica y apostólica
es  impensable  sin  la  presencia  de  la  Eucaristía  en  el  centro  de  su  vida  cultual”.

En su discurso de 1993, en España, el teólogo luterano alemán insistió muchas veces sobre esta dialéctica de
lo implícito-explícito entre Símbolo de Nicea y Escritura del Nuevo Testamento que condiciona una lectura
correcta de este Símbolo. Reunían así, sin nombrarlas, las catequesis bautismales y mistagógicas de Cirilo de
Jerusalén.
Poco después de él, Epifanio de Salamina, en su Credo anterior al de Nicea-Constantinopla, pero no sin
influencia   sobre   él,   confesaba   en   el   tercer   artículo   al   Espíritu   santo   descendido   sobre   el   Jordán…   y   el
bautismo de penitencia (DS44), que unía de esta manera el bautismo de Cristo por Juan al bautismo de los
cristianos para la remisión de sus pecados. Se encuentra en las mismas menciones, en la misma época
anterior a Constantinopla I, en un símbolo armenio y otro probablemente originario de la región siro-
palestina (DS 46 y 48).

Con los historiadores de las doctrinas, tales como son los padres Orbe y Cantalamesa, se puede admitir que
en Cirilo de Jerusalén, Basilio, Ambrosio, como en Epifanio se encontraba todavía presente el punto de vista
de  Ireneo  (AH,  9,  3):  “El  Verbo  de  Dios  por  haber  asumido  una  carne  y  haber  sido  ungido  con  el  Espíritu  por  el  
Padre,  se  convirtió  en  Jesucristo…  El  Espíritu  de  Dios  descendió  sobre  Él,  el  Espíritu  de  ese  Dios  mismo,  que,
por los Profetas había prometido conferirle la Unción – con el fin de que, recibiendo nosotros la
superabundancia  de  esta  unción,  seamos  salvados”.

El Espíritu dado en Pentecostés a la Iglesia, el Espíritu que sigue siendo dado a cada bautizado en su
confirmación es el mismo que descendió sobre Jesús bautizado en las aguas del Jordán, y lo lanzó en su
misión crucificante y salvífica.

El tercer artículo, vinculado al segundo, significa, pues, que el Espíritu continúa siendo dado por el Padre y el
Hijo a la Iglesia para enviarlo al mundo conminas a su salvación. El doble mensaje, bautismal y eucarístico, de
Pablo y de Juan continúa estando presente – con una presencia implícita que nos toca explicitar en el
Símbolo de los Apóstoles que exaltan la comunión de los santos, en el Credo de Nicea Constantinopla, que
reconocen en la de de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Contra todos los riesgos de expresar otra fe,
Nicea-Constantinopla nos representa la unidad de la fe a través de los siglos, como lo subraya justamente
Pannenberg.

La historia de los símbolos reconocidos por la Iglesia y de los comentarios patrísticos de los dos principales,
entre ellos, es la de su lucha continua y siempre creciente para fortificar su propia unidad con la gnosis, el
arrianismo y el monofisismo. Una, única y universal en el espacio, la Iglesia lo es también en el tiempo; y la
fidelidad al don divino de sus propios Credo pasados la ayuda a tomar una conciencia cada vez más aguda.

Hoy día, sobre las personas divinas del Padre, de su Hijo único y de su Espíritu, la Iglesia nos hace participar
siempre en la fe de Atanasio, de Basilio, de los dos Cirilos, de Ambrosio y de Agustín. Sobre todo, en y por la
continua celebración de los sacramentos y del sacrificio eucarístico que esta identidad en la fe es proclamada
y manifestada.

En el presente, se podría decir que los dos Símbolos, el de los Apóstoles y el de Nicea-Constantinopla, nos
hacen oír simultáneamente la voz de los apóstoles, de sus sucesores (a partir especialmente de los Asia
Menor, diríamos con Smulders), del obispo de Roma a la cabeza, lo mismo que los dos concilios ecuménicos:
Nicea I y Constantinopla I. A todas estas voces se unen los obispos y los bautizados laicos a lo largo de
dieciséis siglos de cristianismo. Los dos símbolos constituyen, pues, hoy día una manifestación a la vez
histórica y espacial de la catolicidad de la Iglesia, que une a la vez la Tradición, la Escritura y el magisterio.
Esos dos símbolos nos hacen comprender la maravillosa meditación de la Iglesia sobre su propio magisterio,
en y por el cual Cristo salvador se propaga y se comunica, con su Padre y su Espíritu.

La Iglesia integró esos dos símbolos en la celebración de su culto, en un desarrollo a la vez tardío e
irreversible. Ciertamente, el Nuevo Testamento (a semejanza del Antiguo) nos muestra que la Iglesia jamás
vivió sin la confesión ni la profesión de su fe. La necesidad de comprenderla e incluso de escucharla siempre
fue percibida en el seno de la comunidad cristiana, aún antes de todo registro escrito. Porque, siempre, el
bautismo y (por consecuencia) la participación en la eucaristía no han sido concedidas por la Iglesia sino a los
creyentes que manifiestan la voluntad de una vida santa.

Hoy, como en los primeros tiempos, la participación en el Credo de la Iglesia es, para todo adulto, un
elemento esencial de la integración en su culto. En ese culto cotidiano, el Espíritu es co-adorado y
conglorificado con el Padre y el Hijo en el instante mismo en que suscita la adoración del Hijo y, por Él y con
Él, la del Padre. Los creyentes proclaman su deber no sólo de creer, sino también de adorarlos en y con el
Espíritu. En el texto mismo del Credo de   Nicea,   el   “creemos”   se   convierte   en   “adoramos,   glorificamos,  
confesamos  y  esperamos”.  La  fe  se  convierte en voluntad de someterse en la adoración, en proclamación de
gloria divina, en espera de vida eterna. Los tres son amados, creídos y esperados. Esperamos la visión del
Hijo.

Proyecciones futuras

En el hoy de la Iglesia, sus miembros tienden hacia un doble futuro, temporal y eterno.

Por sí misma, la Iglesia es misterio de fe: si la Iglesia es vista en la Historia de la humanidad tal como los
hombres veían a Cristo hombre como ellos, la Iglesia cree en su propio misterio tal como los apóstoles creían
en Cristo Dios (ver Jn 20, 8.25.29: ver y creer).

En el instante en que ella proclama delante del mundo que cree ser el Templo de los tres, desde entonces, la
Iglesia espera con ardiente deseo su propia culminación, su consumación en la unidad. Ella reconoce que sus
miembros terrestres no le han sido definitivamente incorporados. Son sus miembros provisorios, en espera
de su fijación definitiva en ella.

A fortiori, no causa sorpresa percibir que algunos bautizados, perteneciéndoles ya de alguna manera, creen
poder constituir comunidades eclesiales sin símbolo de fe. Lo que no quiere decir sin fe. En otros términos,
esas Iglesias, desprovistas de símbolo en su culto habitual, no expresan por medio de una confesión y
profesión de fe aquello que, sin embargo, une entre ellos a los miembros de cada una de ellas.

Pero, encuentran, frente a sus ojos, el milagro y el misterio de una Iglesia que, confesando su fe, progresa
también en la expresión y el conocimiento de esa fe, de una Iglesia que se transmite ofreciéndose en el
sacrificio eucarístico, se proclama, se dice, se enseña y atrae hacia ella, a las comunidades de bautizados.
“Cristo   ejerce  continuamente   su   acción   en   el   mundo   para   conducir   a   los   hombres   hacia   la   Iglesia,   unírsele  
mediante ella más estrechamente y hacerlos parte de su vida gloriosa en su dar y recibir para nutrir su propio
Cuerpo  y  su  Sangre”,  como  lo  subraya  el  Concilio  Vaticano  II  (LG  50).

Es en esta Iglesia una y universal, que atrae hacia la plenitud en perpetuo progreso a las comunidades
eclesiales de bautizados con miras a formar, en la eternidad, con ellas a la Iglesia finalmente perfectamente
universal,  idéntica  al  Reino:  “todos  los  justos,  desde  Adán,  desde  Abel  hasta  el  último  elegido  se  encontrarán  
reunidos delante del Padre en la Iglesia  universal”  (LG2).

La Iglesia de hoy cree que su fe y su esperanza, como estructuras visibles, entre ellas sus Escrituras y el
pontificado, desaparecerán el último día para dejar el lugar a su esplendor inamisible, cuando Cristo reúna a
todos los justos y su Reino, convertido en Reino del Padre, no esté compuesto sino de justos (ver Mt 13, 41-
43).

En el día del Juicio, el Símbolo de los Apóstoles y el Credo de Nicea desaparecerán: Cristo visto y amado
permanecerá como recompensa indefectible de la fe perseverante.

Destaquemos, por ejemplo, las citas bíblicas implícitamente contenidas en el tercer artículo del Credo de Nicea-Constantinopla:
El espíritu es Señor (2 Co 3, 17) y vivificador (1 Co 15, 45: 2 Co 3, 6; Jn 6, 63); procede del Padre (Jn 15, 26).

Cirilo de Jerusalén, Catequesis 5, 12; CIC 186.

P. Benoît, Exégèse et théologie, París, 1961, t. II, 208-210.

W. Pnnenberg, DC, 1993, 829-831.

Cirilo de Jerualén, cat 3, 11 y 14; Pedro Crisólogo, Sermo 59; ML 52, 363 C: “unctio  quae  per  reges,  prophetas  et  sacerdotes  olim
cucurrerat in figuram, in hunc regem regué, sacerdotem sacerdotum, prophetarum propheta tota se plenitudine Spiritus
divinitatis effudit ut regnun et sacerdotium quod per alios praemiserat temporaliter, in auctorem ipsum refunderet et dedderet
sempiternum”.

A. Orbe, La Unción del Verbo, Roma 1961, An. Grez. 113; R. Cantalamesa, Credo in Spiritum Sanctum, Roma, 1983, t. I, 119 s.;
San Basilio, De Spiritu Sancto, 16 CIC 536-537:   “el   Bautismo   de   Jesús, es la aceptación de la inauguración de su destino de
Servidor  Sufriente.  Consiente  por  amor  a  ese  bautismo  de  muerte  por  la  remisión  de  nuestros  pecados…  Por  el  Bautismo,  el  
cristiano está sacramentalmente asimilado a Jesús que anticipa en su Bautismo su muerte y su resurrección; debe entrar en ese
misterio  de  rebajamiento  y  de  penitencia…”

Vaticano II, Unitatis redintegratio (sobre el ecumenismo) 3, fin: aliquo modo.

CFC  XX,  13:  “las  Iglesias  llamadas  “sin  símbolo  ni  fe”  comparten  la  fe  apostólica  expresada  en  ese  símbolo  de  [de  Nicea],”  Sin  
símbolo en su culto habitual, se puede esperar que al menos, en ocasiones particulares, los representantes de esas Iglesias, se
junten  a  los  que  profesan  el  Símbolo  de  Nicea”  (CFC,  Introducción,  §  13)
Lista de abreviaturas
AH: Ireneo, Adversus haereses
BA: Bibliothèque augustinienne
BAC: Biblioteca de autores cristianos
CCL: Corpus christianorum series latina
CIC: Catecismo de la Iglesia Católica
CFC: Confesar la Fe común
CSEL: Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum
DC: La Documentation catholique
DS: H. Densinger. Enchiridion symbolorum
GCS: Coll. Griechische Christliche Scriftsteller
LG: Lumen Gentium
MG: Migne, Patrologie grecque
ML: MIgne, Patrologie latine
OCP: Orientalia Christiana periodica
REA: Revue des études augustiniennes
RJ: Rouët de Journel, Enchiridion Patristicum
RSR: Recherches de sciences religieuses
RSTP: Revue des sciences philosophiques et théologiques
RTL: Revue théologique de Louvain
SC: Coll. Sources chrétiennes
TSE: Basile de Césarée, Traité du Saint Esprit.

Traducido del Francés por José Gálvez Krüger


Director de la Revista de Humanidades
“Studia  Limensia”

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