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Introducción
¿Por qué y cómo recurrir a los comentarios patrísticos del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de Nicea-
Constantinopla?
Hasta donde yo sé, si bien existen han existido innumerables estudios sobre el Símbolo de los Apóstoles, sus
orígenes, su sentido, y otros trabajos sobre los orígenes del Credo de Nicea-Constantinopla, no existe todavía
ninguna monografía sintética sobre los comentarios que los Padres de la Iglesia nos han dejado de estos dos
textos fundamentales. Sin duda en parte porque el interés que había en los orígenes históricos de estos dos
resúmenes de la fe cristiana, desvió, de alguna manera, la tención de los comentarios posteriores de los
Padres.
Hoy día, nuevas circunstancias favorecen una nueva mirada sobre la manera en la que los padres
comprendieron estas dos profesiones de fe. La mayor parte de las confesiones cristianas, en el seno del
movimiento ecuménico, buscan en conjunto el objeto y las condiciones de una profesión de fe común. Las de
Occidente, utilizaron todas el Símbolo de los Apóstoles, las de Oriente no lo ignoran pero prefieren recurrir al
Credo de Nicea-Constantinopla, igualmente conservado por las liturgias de numerosas Iglesias cristianas de
Oriente y de Occidente, desde el siglo VII.
Recordemos, brevemente, las razones de reconocer una importancia particular a estos dos textos. El Símbolo
de los Apóstoles ya no es considerado como un producto directo de los Doce, sino “como el resumen fiel de
su fe. Es el antiguo símbolo bautismal de la Iglesia de Roma. Su gran autoridad le viene de este hecho: es el
símbolo que guarda la Iglesia romana, donde Pedro fijó su sede, el primero de los Apóstoles, y a donde llevó
la sentencia común”, siguiendo la anotación de Ambrosio de Milán (Explanatio Symboli 7; CIC 194).
Mientras que “el Símbolo llamado de Nicea Constantinopla conserva su gran autoridad por el hecho de haber
emanado de los primeros concilios ecuménicos (325 y 381). Permanece común a todas las grandes Iglesias de
Oriente y Occidente” (CEC 195).
Por este motivo la comisión Fe y constitución (del concilio ecuménicos de las Iglesias) decidió servirse, a guisa
de herramienta teológica y metodológica, del Símbolo de Nicea-Constantinopla de 381 para señalar las
afirmaciones fundamentales de la fe apostólica que es necesario explicar” a nuestros contemporáneos: este
texto, más que cualquier otro, “fue universalmente reconocido como expresión normativa del contenido de
la fe apostólica, forma parte de la herencia histórica del cristianismo contemporáneo, es utilizado en la
liturgia desde hace siglos para expresar la fe única de la Iglesia” (Confesar la fe común, Introducción, & 12).
Este “símbolo conciliar, extensamente aceptado se convirtió en el símbolo ecuménico de la unidad de la
Iglesia en la fe. Esta función de Símbolo le fue reconocida a partir de 1927 por Fe y Constitución”, dice
también el mismo texto. Los dos Símbolos son, por los demás, largamente convergentes, pero como es
comprensible, los Padre latinos comentaron preferentemente – cuando lo hicieron – el símbolo occidental,
emanado; los Padres orientales hicieron lo propio con el de Nicea. En ambos casos, lo hicieron en función de
la profesión de fe hecha con ocasión del bautismo, articulando las verdades de este Símbolo bautismal
“según su referencia a las tres personas de la Santa Trinidad. El símbolo es, por tanto, dividido en tres partes.
Primero se ocupa de la primera persona divina y de la obra admirable de la Creación; enseguida de la
segunda persona divina y del misterio de la Redención de los hombres; finalmente se ocupa de la tercera
persona divina, fuente y principio de nuestra santificación. Estas tres partes distintas, vinculadas entre sí, las
llamamos artículos. Tal como en nuestros miembros hay articulaciones que los distinguen y separan, de la
misma manera, en esta profesión de fe, se ha dado con precisión y razón el nombre de artículos a las
verdades que debemos creer en particular y de una manera distinta” (CEC 189-191).
Así pues, en armonía con el orden bautismal dado por Cristo (Mt 28, 19), el Símbolo de los Apóstoles es ante
todo un símbolo bautismal de la fe en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu Santo, que constituyen – Ireneo lo
decía ya – los tres “artículos y capítulos de la fe cristiana.
Hay que reconocerlo: si numerosos Padres latinos comentaron el Símbolo de los Apóstoles frente a los
candidatos al bautismo, a menudo en un lenguaje más alusivo que metódico, pocos Padres griegos han
expusieron su manera de comprender el de Nicea. El último de ellos – casi -, San Juan Damasceno, nos
ofreció, sin embargo, su tratado de la Fe Ortodoxa, el cual – subrayaba Jugie - “no es otra cosa que una
explicación desarrollada del Símbolo de Nicea- Constantinopla”. La explicación es, por momentos tan técnica
que se vuelve incomprensible en varios puntos, incluso para muchos lectores teológicamente cultivados.
Salvo que una u otra vez, no la emplearemos muchos, a pesar de la gran admiración que nos inspira.
En general, los Padre, en su comentarios del Credo o del Símbolo de Nicea no estaban preocupados en saber
lo que estos textos querían decir para los contemporáneos de sus autores, sino más bien, estaban
preocupados de su significación para aquellos que los escuchaban. Cada cual leía el resumen de la fe a la luz
de los problemas de su tiempo.
Rainiero Cantalamessa lo comprendió bien y analizó esta evolución histórica de sentidos sucesivos
presentados por los artículos del Credo. Siguiendo a Lonergan, subraya que las definiciones dogmáticas de la
Iglesia son estructuras abiertas, capaces de acoger las elongaciones que un dogma determinado recibe con el
correr de los tiempos, gracias al aumento de la fe de la Iglesia. El dogma se acrecienta con la lectura de la
Iglesia.
Pero, ¿en qué consiste esta “lectura espiritual de los dogmas? Dicha lectura considera su sentido
permanente, mientras que su lectura crítica, histórica o filosófica tiene en cuenta, sobre todo la diversidad de
los horizonte culturales de las épocas de formulación y de interpretación, con el riesgo de ver disolverse al
dogma, porque esta relectura crítica hace abstracción de su elemento perdurable: el Espíritu Santo, luz de los
dogmas (dice un Padre). Semejante lectura crítica puede ser calificada, a la luz de la oposición paulina entre
letra y espíritu – de literal.
La lectura espiritual de los dogmas se diferencia, además, de toda lectura crítica porque no es una obra
individual sino eclesial, la obra de la Tradición. Esta lectura espiritual es eclesial. No convierte en inútil la
lectura crítica sino la supone y la trasciende. Como la lectura espiritual de la Escritura no anulo son sentido
literal, sino que lo preserva y le asegura un valor perdurable, analógicamente la lectura espiritual de los
dogmas no destruye su significación original, sino que le garantiza un interés durable.
Estas explicaciones de R. Cantalamessa (Credo in Spiritum Sanctum, Roma, 1983, I, 109-111) juntan a todas
luces – a propósito del Credo – la doctrina del Concilio Vaticano II sobre “la Tradición apostólica que se sigue
en la Iglesia con la asistencia del Espíritu Santo”. (Dei Verbum, § 8, para ser leído) entero, desmenuzando y
desarrollando las múltiples conexiones del Credo.
En la actualidad, los comentadores de estos dos Credo, manifiestan la misma preocupación de responder a
las dificultades que suscitan en el momento actual. Por tanto, nos pareció que podríamos, sin inconveniente
alguno, e incluso con pertinencia para una mejor inteligencia de los pensamientos de los Padres, evocar
también las apreciaciones de los comentadores de nuestro tiempo, no sólo católicos, sino también ortodoxos
y protestantes. El contraste entre estos puntos de vista antiguos y recientes, permite percibir mejor las
orientaciones fundamentales de unos y otros. Así, hemos utilizado y citado:
el volumen publicado por los autores de una “catequesis ortodoxa” bajo el título Vocabulario de teología
ortodoxa, precedida por una carta y bendición del metropolita Meletías (Ed. Cerf, 1985).
Dos vive, por el P. Cirilo Argenti animador del equipo que dio vida al volumen precedente (Ed. Cerf, 1979);
Kart Barth, Credo, Ginebra, Labor et Fide, 1969 (2ª edición), traducción francesa del original alemán,
aparecida en Zurich en 1936. El Teólogo de Bâle es un poco, para el mundo protestante de hoy, lo que los
Padres de la Iglesia son para los católicos y ortodoxos. Igualmente, en 1972, W. Pannenberg nos entregaba
Fe de los apóstoles;
Confesar la fe común. Explicación ecuménica de la fe apostólica tal como es confesada en el Símbolo de
Nicea Constantinopla (381), redactada bajo la responsabilidad de la comisión Fe y Constitución del Consejo
ecuménico de las Iglesias, con un prefacio de J.- M. R Tillard (Ed. Cerf, 1993). La obra presenta
pensamientos que recogieron la adhesión de numerosos teólogos ortodoxos, protestantes y católicos.
En general, no hemos retenido, al citar estas obras, sino las opiniones con las que nos sentimos
personalmente de acuerdo porque, especialmente, se nos muestran conciliables con las doctrinas de la
Iglesia católica.
Igualmente hemos citado abundantemente el Catecismo de la Iglesia católica, porque sigue “el Símbolo de
los Apóstoles que constituye, por así decirlo, el más catecismo romano” – lo expuesto `por el CI”está
completado por referencias constantes al símbolo de Nicea-Constantinopla, a menudo más explícito y más
detallado” (CIC 196; volumen publicado por Mame – Plon, Librería Ed. Vaticana, 1992) – y utilizado también J.
Ratzinger, la Fe cristiana ayer y hoy (1968).
De esta manera, esperamos favorecer, en los lectores cristianos la tendencia a una profesión cada vez más
común de la fe de los apóstoles.
En otros términos, perseguimos aquí el mismo fin que animó a los sucesores de los apóstoles, los obispos en
comunión con la Sede apostólica, durante los siglos III y IV, cuando estaban preocupados por profesar
conjuntamente una fe común. Con un matiz; además, deseamos más explícitamente que ellos continuarlo en
comunión con todas las comunidades de bautizados, al límite con todos los bautizados.
De ahí nuestro interés particular por los comentarios patrísticos del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de
Nicea: fueron precisamente los Padres de la Iglesia los que colaboraron en el génesis mismo del texto
definitivo de estos dos símbolos. Los padres del Occidente latino, Ambrosio y Agustín, por ejemplo,
comentaron un enunciado del símbolo roano menos completo que nuestro texto actual, el texto recibido,
que se remonta a la primera mitad del siglo VIII, trescientos años después. Igualmente, el principal
comentador en lengua griega del símbolo de Nicea, el obispo Cirilo de Jerusalén, escribía treinta años antes la
edición de este Símbolo
Los problemas que se presentaron a Cirilo, Ambrosio y Agustín cuando quisieron hacer comprender a sus
ovejas cada uno de estos símbolos y la manera como los resolvieron, resultan estimulantes en el horizonte de
nuevos esfuerzos orientados hacia una profesión de fe común católica y ecuménica, sea en el contexto de
una inteligencia común de estos dos símbolos de parte de las Iglesias y comunidades eclesiales en el seno del
Consejo ecuménico de las Iglesias, sea incluso (caso poco probable) con miras a una redacción nueva.
Además, habría que remarcar que en esos primeros siglos de la Iglesia cristiana, la existencia de una Iglesia
“indivisa” (periódicamente perturbada, por lo demás, por rupturas de comunión entre obispos de
Constantinopla y Roma) no impedía de ninguna manera grandes divisiones al interior de lo que se llamaría
hoy la “cristiandad”. A los ojos de los católicos, como lo han subrayado numerosos Padres, el bautismo dado
por los arrianos en el nombre del Padre, del Hijo inferior y del espíritu aun menor es inválido. Sin embargo, ya
cuando se preparaba el primer concilio de Constantinopla, poco antes de 381, tendencias “ecuménicas”
influenciaron la redacción del tercer artículo del Credo de Nicea-Constantinopla, cuando se evitó,
provisionalmente, mencionar explícitamente la divinidad del Espíritu santo, aun cuando el segundo artículo
había proclamado tan claramente la del Hijo, en 325. Se había querido luchar contra el arrianismo, se quería
ahora depurarse de los semi-arrianos, finalmente condenados por el canon I. Il. Los comentarios patrísticos
de estos dos símbolos, ambos introducidos en el culto, nos manifiestan la importancia de una “teología
transfigurada en doxología”, siguiendo la feliz expresión de Olivier Clément. Por un lado, para un creyente,
conviene que el conocimiento y el reconocimiento de Dios creador y salvador culminen en alabanza amante
de Aquel que es nuestro origen y nuestro fin; por otro lado, la admiración respecto de Dios reconciliador
debe culminar en una participación en su obra reconciliadora, especialmente entre comunidades de
bautizados. A falta de plena comunión en la expresión de la fe y en la celebración de la eucaristía, y con miras
a prepararnos y a disponernos, podemos ya decir y repetir juntos credo et credimus, creo, creemos en el
padre, en el hijo y en su Espíritu Santo. Creyendo en cada uno de los tres que son uno, les pedimos que nos
consuma en la participación de su unidad.
La recitación del Credo, en la esperanza y con amor, nos prepara al martirio. “Porque creo en Dios vivo y en
su Cristo cuyo espíritu me imprimió el sello, he aprendido a no temer nada, incluso la muerte”. Tal es, nos lo
recuerda el cardenal Henri de Lubac - la declaración por la cual Nicetas de Remesiana, obispo en la Serbia de
principios del siglo V, termina su explicación del Credo, exhortando a todos los fieles a hacerla suya, cuando
fuesen víctimas de las persecuciones.
Y el teólogo francés de agregar: si es cierto que este símbolo contiene en resumen todo el conjunto del
dogma, él mismo se resume en la fórmula sorprendente del signo de la Cruz”: “en el nombre del Padre y del
Hijo y del espíritu santo, signo que el cristiano debe siempre trazar sobre él con el más grande respeto.”
20 de octubre de 1996.
La bibliografía está indicada en parte en la Introducción y en parte en las notas década capítulo. Citamos especialmente: P.- Th
Camelot, “Profession de foi baptismale et Symbole des Aportes, La Maison-Dieu 134 (1978), 19-30.; J.N.D. Nelly, Early Christian
Creeds, Londres, 1960; J. de Ghellinck, Patristique et Moyen Âge, t. I, París, 1946 ; Holstein, Formules de Symbole dans Irenée,
RSR 34 (1947), 457 s. ; V. Grossi, Regula Veritatis dans Irenée , Augustinianum 12 (1972) 437-463 ; D. Van den Eynde, Les
normes de l’enseignemenmt chrétien dans la litterature patristique de trois premiers siècles, París 1933 ; P. Benoît, Les origines
du Symbol des Apôtres dans les Nouveau testament , Exégèse et théologie, T. II, París, 1961, 193-211 ; C. Eichenseer, Das Symb.
Apost. Beim Heil. Augustinus, St. Ottilien, 1960
En un estudio destacable (The Sitz im Leben of the Old Roman Creed, Studia Patristica XIII, 409-421, TU, Berlín, 1975. P.
Smulders piensa haber mostrado que el origen del segundo artículo del Credo se sitúa en Asia Menor, durante el siglo II; según
él, el resumen de Evangelio contenido en este egundo artículo, compuesto por siete miembros, se remonta a Melitón y
Policarpo; se trata de una secuencia glorificadora”, mediante la cual se confiesa al Padre en tanto que glorifica al Hijo y por Él
vendrá a juzgar al mundo: el origen del Símbolo no consiste, pues, en un resumen de enseñanza ni en un texto polémico
agnóstico, aunque haya servido después pariambos usos; mostraría la influencia sobre la Iglesia de Roma de una confesión de
Cristo señor que circulaba en Asia Menor.
M. Jugie, art. S. Jean Damascène, Dictionnarire de théologie catholique VIII, 1 (1924), 698.
Ver A. de Halleux, “Por una profesión común de la fe según el espíritu de los Padres”, Revue Théologique deLouvaine 15 (1984),
275-296 (especialmente 278-280).
O. Clément, Préface à Dieu est vivant. Cathechisme pour les familles, Paris, ed. du Cerf, 1979, 11.
Ya las antiguas Iglesias orientales, las Iglesias ortodoxas y la Iglesia católica pueden decir conjuntamente, en griego, el Credo de
Nicea Constantinopla; el agregado explicativo del Filioque no figura más que en el texto latino.
H de Lubac, La foi chrétienne, Essai sur la structure du Symbole des Apôtres, París, 1969, 78-80
El Símbolo de los Apóstoles expresa la fe de las Iglesias cristianas. Aparece alrededor de 170 después de
Cristo. Sus diferentes versiones comienzan invariablemente por una afirmación de fe, individual (Credo) o
colectiva (Credimus): creo, creemos. Ninguna contradicción: el bautizado cree en el misterio de Cristo en
tanto que miembro de la Iglesia, gracias a ella, a causa de su testimonio; mucho antes, San Agustín, podía
decir: sin la Iglesia, no creería en el Evangelio”.
La primera palabra del Símbolo, Credimus, supone ya la última, especialmente en su formulación agustiniana
y africana: per sanctam Ecclesiam catholicam: la Iglesia particular cree, a través de la Iglesia universal, por
medio de ella, en el Padre, en el Hijo y en el Espíritu.
Mucho antes que Agustín, en Cirilo de Jerusalén, a partir de 348, remarcamos el nexo entre profesión de fe
de la Iglesia particular – “creemos” y su objeto: “la Iglesia universal”: “creemos […] en una sola santa Iglesia
católica”. Dicho de otra manera; nosotros, que escuchamos unos frente a otros nuestras profesiones de fe,
vemos con “los ojos de la fe” lo que nuestros sentidos no nos permiten ver o escuchar: la fe de la Iglesia
universal, esta Iglesia que condiciona todas las Iglesias particulares.
Cirilo de Jerusalén, precisamente, nos describe claramente las características de esta fe de la Iglesia en la que
participa la fe de cada creyente bautizado: siempre como correspondencia analógica al fundamento de toda
vida social, la fe cristiana es inseparablemente dogmática y pascual, confiante, carismática, operacional y
todopoderosa. Retomemos el pensamiento de Cirilo sobre estos diferentes aspectos, en su quinta catequesis.
Ante todo, la fe rige la vida de todas las sociedades naturales; en tanto que significa e implica confianza
recíproca, está presente en todos lados, “todo lo que se hace en el mundo, incluso por aquellos que son
ajenos a la Iglesia, se realiza por la fe”: y el obispo pone ejemplos: matrimonio (contrato nupcial), agricultura,
navegación: por la fe de los navegantes, poniendo su confianza en una miserable construcción de madrea,
cambiando contra la agitación incesante de las olas el elemento firmísimo que es la tierra, exponiendo sus
personas por esperanzas invisibles y conduciendo con ellos la fe, más segura que cualquier ancla”.
La vida humana, familiar y profesional reposa sobre la fe-confianza; es. Pues, manifiesto que la fe cristiana,
en su prolongación no es irracional. La fe en la sociedad divina de la Trinidad, a través de la sociedad humana,
divinizada que es la Iglesia, prolonga las relaciones de fe al interior de la sociedad humana.
Fe dogmática: para Cirilo, la fe dogmática es aquella por la cual el alma “da su asentimiento sobre tal verdad”
(por ejemplo que Jesucristo es señor y que Dios lo resucitó de entre los muertos, Rm 10, 9) Ella salva el alma.
El buen ladrón, “convertido en creyente en un instante”, es su modelo.
En otros términos, para Cirilo, la fe no es solamente confianza en otro, sino también adhesión a su Palabra. Es
objetiva y no solo intersubjetiva. No sólo la de los sanados por Jesús en los sinópticos, sino también aquella
que pregunta Cristo en el evangelio de san Juan: “creen que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios” (20, 31). Esta
fe dogmática puesta en la divinidad y en la Resurrección de Cristo por Dios: retiene la fórmula paulina: “si
crees que Dios ha resucitado a cristo de entre los muertos” (fue así que fue constituido Señor). Para Cirilo,
esta fe pascual prolonga y actualiza la de Abrahán, quien ofrece a Dios a su único hijo, creyendo que Dios
puede resucitar muertos” (ver He 11, 19). Es, pues, una fe sacrificial, puesta sobre el sacrificio pascual de
Jesús, poniendo el acento sobre la Resurrección.
Por consecuencia es fácil comprender que, para Cirilo, que hacía eco al Nuevo testamento, esta fe dogmática
y pascual se convierte en operacional, que tiene “la virtud de realizar lo que excede al humano poder”
porque “es la fe que transporta montañas”: “en el alma, en un abrir y cerrar de ojos realiza los más grandes
proezas. Cirilo señala que el alma, de esta manera iluminada por la fe, abarca los confines del universo”; sin
duda quiere decir que anuncia el misterio de Cristo en el mundo entero. Creyendo en la omnipotencia de
Dios, participa en ella. Esta fe carismática, operadora de milagros, es obtenida por el creyente teniendo “la fe
que depende de ti”; es decir de él mismo.
Haciendo eco a las epístolas pastorales de Pblo (1 Tm 6, 20; etc), Cirilo termina su presentación de la fe
explicando que es un depósito, manifestando la confianza de la Iglesia en los bautizados, un “tesoro de vida”,
del que pedirá cuentas el Maestro cuando se manifieste gloriosa su segunda venida. Se tratar pues de “velar”
para no ser “despojado” de este tesoro por el enemigo a través de cualquier herejía” que un herético no
falsifique ninguna de las verdades a ustedes transmitidas”. El bautizado debe pues conservarlas
cuidadosamente, sabiendo que Dios les pedirá cuentas de nuestro depósito”.
Por tanto, la fe no implica, solamente, la confianza del creyente en Cristo, sino también la de la Iglesia en el
creyente. Es, pues, reciprocidad de confianza, a la espera de la devolución del depósito confiado. Cirilo es
incorporado, sobre diferentes puntos, en su comprensión del acto de fe solicitado al catecúmeno por su
admisión al bautismo, por Agustín. Ya para el obispo de lengua griega, la “fe, ojo que ilumina toda
consciencia, es también la fuente de la inteligencia” (Is 7, 9) porque el profeta dice “si no creen, no
comprenderán” (una de las bases del pensamiento agustiniano sobre la fe que abre el acceso a la
comprensión). Además, el prólogo de De Fide et symbolo de Agustín (siempre en la evocación de Is 7, 9) no es
menos que su predecesor hierosolimitano preocupado de preservara los fieles de interpretaciones heréticas
del Símbolo. Las perfidias subtituladas de los heréticos podrían alterar en nosotros esta fe esta fe si una
piadosa y prudente vigilancia no subviniese. La fe católica es llevada al conocimiento de los fieles por medio
del símbolo, que la confía a la memoria en un texto tan breve como la materia lo permitía… Bajo esos
términos lacónicos del Símbolo, la mayor parte de los herejes esparció su veneno… La exposición de la fe (a la
cual los hombres espirituales se entregan) sirve para defender el Símbolo, contra los lazos de la herejía, la
protección de la autoridad católica.
Es necesario, según Agustín, contar de antemano con las tentativas (de origen diabólico) que apuntan a
corromper la fe de los cristianos y su expresión normativa: el Símbolo. El rol de los hombres espirituales (de
los teólogos ortodoxos, diríamos hoy día) es el de ayudarlos a una comprensión correcta de ese “tesoro”.
Se percibe en las reflexiones sucesivas y convergentes de Cirilo y de Agustín la existencia de una tensión
entre dos peligros: por una parte el símbolo debe ser breve para ser útil, por otra parte, si es tal los herejes
podrían deslizar sus interpretaciones heterodoxas en los espíritus. El único medio de escapar
simultáneamente a todos los peligros consistirá en la adhesión a la interpretación de los sucesores de los
apóstoles, es decir de la santa Iglesia católica, mencionada al final del “tesoro”.
San Agustín, aún como simple sacerdote, expresaba su comentario del Símbolo en octubre de 393, para un
Concilio celebrado en hipona, menos de cincuenta años después las catequesis bautismales de Cirilo. Cuatro
siglos y el gran Doctor árabe-griego, san Juan Damasceno, retoma en su Fe ortodoxa las imágenes de Cirilo y
algunos pensamientos de Agustín sobre la fe-confianza base de la sociedad humana, no sin subrayar de una
manera más nerviosa estos dos puntos: por una parte, la ortodoxia se consuma en la ortopraxis, la “fe se
consuma en la acción de aquel que cultiva la piedad y la obediencia a los preceptos”. Sobreentendido: sería
difícil perseverar en la fe despreciando los mandamientos. Por otro lado, “es infiel, creyente, aquel que no
cree según la Tradición de la Iglesia”.
La interpretación del Credo-Credimus en los Padres griegos y latinos manifiesta, pues, con constancia el
carácter eclesial de la fe personal como la implicación para las persona de la fe eclesial. Mi “creo” de la
Iglesia, y ese “creemos” se despliega en cada uno de los “creo”.
Dato fundamental, siempre presente hoy día en los comentadores modernos del Credo. Escuchemos entre
ellos al gran teólogo protestante Barth: “Decir Credo es confesar. Ahora bien, el sujeto que confiesa es la
Iglesia… Cuando la Iglesia reconoce la realidad de Dios dirigiéndose a los hombres bajo la forma de ciertas
verdades recibidas de la Revelación divina, este acto de reconocimiento público y responsable se expresa en
una confesión, un símbolo un dogma, un catecismo, en los artículos de fe. Cuando un individuo dice Credo, se
asocia a un reconocimiento público y responsable proclamado por la Iglesia… En la confesión, la Iglesia sólo
habla y escucha verdaderamente”.
El autor había corregido anteriormente el exceso manifiesto del adjetivo “sólo” precisando así su
pensamiento. “Credo, a la cabeza del símbolo, significa ante todo el acto por el cual el hombre reconoce la
realidad de Dios que se dirige a él. La fe es una decisión; el acto mismo que excluye la incredulidad y triunfa
sobre lo que se opone a una realidad que se afirma por el contrario viva y verdadera: El hombre toma esta
decisión: Credo… La fe vive del llamado al que ella responde… por esta decisión, el hombre se somete a la
decisión de Dios en el que cree”.
Barth pone particularmente de relieve el doble aspecto volitivo del acto de la fe: “éste es un acto de
inteligencia puesta bajo el imperio de la voluntad libre que se adhiere a la voluntad libre del Dios creador y
salvador: una decisión de sumisión a la decisión de Dios”, queriendo colocarme en el ser y salvarme.
De la misma manera, los comentaristas católicos y recientes insisten sobre el rol de la voluntad libre en el
acto de fe: así P. Lippert entre las dos guerras mundiales: “la fe, adhesión de la inteligencia, es también amor,
don del ser entero”.
Más recientemente, el Catecismo de la Iglesia católica, citando a Agustín y Cirilo de Jerusalén, presenta, a
veces con matices importantísimos, las enseñanzas sobre la fe y sobre la comprensión del Credo que hemos
encontrado en los Padres. Citemos:
“Mediante la fe, el hombre somete completamente su inteligencia y su voluntad Dios… La Escritura (Rm 1,5;
16, 26) llama obediencia de la fe a esta respuesta del hombre al Dios que revela” (143);
Abraham es el modelo de esta obediencia, la Virgen María es su realización más perfecta” (144-149); siempre
retomando con precisión la analogía social de la fe, es decir la confianza intersubjetiva en la vida cotidiana, el
CIC acentúa con fuerza el carácter trascendente del acto de fe, cuya certidumbre absoluta sobrepasa las
confianzas relativas de las ínter subjetividades humanas: “adhesión personal a Dios y asentimiento a la
verdad que ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiar
totalmente en dios y creer absolutamente en lo que dice. Sería vano y falso poner una fe tal en una criaturas
(ver Jr 17, 5-6; Ps 40, 5 y 146, 3-4)”, dice el CIC (154 y 150); “la fe busca comprender, es inherente a la fe que
el creyente desee conocer mejor a Aquel en quien ha puesto su y comprender lo que ha revelado; un
conocimiento más penetrante llamará, a su turno, a una fe más grande, cada vez más abrasada de amor” y el
CIC cita aquí (§158) a san Agustín; creo para entender y entiendo para creer” (sermón 43, 7 y 9).
Finalmente, como los Padres, el CIC subraya la reciprocidad entre fe personal y fe eclesial (166-169); “creo”:
es la fe de la Iglesia profesada personalmente para cada creyente… es también la Iglesia nuestra Madre que
nos enseña a decir: “creo”, “creemos”… La Salvación viene de Dios solo, pero porque recibimos la vida de la
fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre. El CIC cita aquí a un Padre del siglo V, Fausto de Riez: Creemos
en la Iglesia como la madre de nuestro nuevo nacimiento y no en la Iglesia como si ella fuese el autor de
nuestra salvación”.
San Cirilo de Jerusalén, Catéchès; trad. Bouvet, Namur, 1962; cat V, citando sucesivamente las alinéas III, X, V, XI, XIII en el
curso de las páginas siguientes. En esta alinéa, III, Cirilo de Jerusalén expone brevemente el argumento que san Agustín
desarrollara con precisión y profundidad en su pequeño tratado De Fide rerum quae non videntur, primera parte.
Kart Barth, Credo, Ginebra, 1969, 10-11; traducido de la edición alemana original de 1936, por P. y J. Jundt.
Ibid., 8-9
Ver CEC 155 citando a santo Tomás de Aquino y el primer concilio del Vaticano.
Artículo Primero. Creo en Dios Padre Señor de todo, Creador
del cielo y de la tierra
En la actualidad, los creyentes cultivados están conscientes de profesar, ante todo, su fe en un Dios que es
primeramente Padre de un Hijo único, el Cristo, antes de ser el nuestro, y en el que creó el cielo y la tierra.
Sin embargo, en los espíritus de algunos cristianos de nuestro tiempo, el horizonte trinitario, tan familiar a los
primeros cristianos, parece haber desaparecido largamente y sobre todo el fondo de un cuadro familiar de
toda su reflexión y concepción del mundo. Los comentarios de los Padres de la Iglesia, tan llenos de la
Trinidad, no podrían, pues, más que sorprenderlos. ¡Tanto mejor!
Nuestro itinerario será, pues, el siguiente; en una primera parte, analítica, interrogaremos, sobre todo a Cirilo
de Jerusalén Agustín y Juan Damasceno sobre las distintas significaciones de las palabras “Padre”, Señor de
todo”, “Creador”, “cielo” y “tierra”; luego nuestra segunda parte abordará la visión sintética del conjunto del
primer artículo en los mismos Padres. Terminaremos este primer artículo recogiendo algunas opiniones
recientes.
En la cuarta catequesis bautismal san Cirilo de Jerusalén (pensando especialmente en los gnósticos, en los
maniqueos y en los arrianos) se expresa en lo que llama él mismo un “breve resumen de los dogmas
esenciales”: “Que nuestra alma reciba primeramente el dogma fundamental que concierne a Dios, no hay
más que un Dios, uno solo, sin nacimiento, sin comienzo, sin cambio ni mutación. No ha sido engendrado por
otro, no existe otro ser para tomar la sucesión de su vida. No ha comenzado a vivir en el tiempo, no existe,
tampoco, fecha en la que termine. Es a la vez bueno y justo. Aquel que hace las almas y los cuerpos, el único
autor del cielo y de la tierra. Autor de una multitud de criaturas, pero Padre de uno solo antes de todos los
siglos, de uno solo que es Jesucristo, por quien hizo todas las cosas, las visibles y las invisibles”.
Queda claro que este texto quiere situar la fe en Dios único, en Dios Padre con referencia a un “politeísmo
gnóstico” rechazado: el Padre sin nacimiento no tiene un Padre, no ha sido engendrado por otro. Su hijo no
es un sucesor que lo reemplazaría, porque no tiene fin, no muere, a diferencia de los padres terrestres.
Contra los maniqueos, Cirilo afirma que este Dios Padre hizo los cuerpos, como la tierra y el cielo, es decir la
materia y los espíritus que son los ángeles; no es contrario a la dignidad de este Dios crear la materia. Contra
los arrianos, más recientes (las catequesis se sitúan a partir de 348), el obispo de Jerusalén proclama este
Dios solo, el Padre, es Padre de uno solo, Jesucristo, y es por él que crea el universo.
Bien entendido, Cirilo, no pretende de ninguna manera que los autores antiguos del Símbolo hayan tenido ya
en perspectiva a los gnósticos, los maniqueos y los arrianos; quiere subrayar las implicaciones lógicas de las
afirmaciones: “creo en un solo Dios Padre, “hacedor” y “demiurgo” de las cosas visibles e invisibles.
En la sexta catequesis, el autor nos entrega un comentario más extendido. La principal opinión es netamente
antiarriana: el nombre del Padre hace pensar inmediatamente en el Hijo” y, luego de haber concedido que
“en un sentido largísimo Dios es Padre de la multitud de los seres”, subraya en especial que “por naturaleza”
y “en realidad”, Dios es el Padre del Hijo único y solo engendrado, Nuestro Señor Jesucristo, sin haber tenido
que emplear el tiempo, sino desde siempre”.
Cirilo insiste: “No comenzó a existir sin hijo, mientras que, más tarde, a consecuencia de un cambio de
decisión, se habría convertido en Padre; sino ante toda sustancia, antes de los tiempos, Dios posee la
dignidad paternal y es designado por ella más que por todas las otras dignidades. Su paternidad no está
acompañada de relaciones sexuales, ni de ignorancia ni de una disminución: es el Padre perfecto que
engendró un Hijo perfecto, que dio todo a Aquel que engendró. Digámoslo de pasada: estos pensamientos de
Cirilo evocan un texto, un poco posterior, de Gregorio Nacianceno: “El Padre es más Padre de una manera
propia y singular, no corporal: “singulari modo Pater. Solo: es Padre, sin consorte: Solus pater. Es Padre de
uno solo: solius, el Monógeno. Sin haber sido nunca hijo anteriormente: solum Pater. Es Padre en todo y
totalmente, lo que no se puede afirmar de nosotros: totius Pater. Es Padre desde el principio y sin fin”.
Cirilo y Gregorio nos ayudan conjuntamente a comparar paternidad divina y paternidad humana, para
percibir mejor su analogía y su diferencia. Un hombre puede esperar varios años antes de engendrar e
incluso no tenr nunca un hijo. Convertido en padre, su paternidad sigue siendo, respecto de él, como
cualidad accidental, distinta de su naturaleza humana. Ni paternidad ni filiación forman parte de la naturaleza
humana. Si pierdo a mi padre o a mi hijo, sigo siendo la misma persona, distinta de cualquier otra. No cambio
radicalmente.
Mientras que en Dios Padre es eternamente Padre, solamente Padre (y por consiguiente Expirador del
Espíritu), totalmente Padre, no accidentalmente sino esencialmente Padre. En Dios, la relación es una
persona que se entrega eternamente de una manera a la vez necesaria y libre.
La presentación de Dios, Padre perfecto de un Hijo perfecto, que nos ofrece Cirilo está en tan grande
armonía con el símbolo de Nicea I y la reacción antiarriana que no está prohibido pensar que tenga en ella su
origen, al menos parcial. El obispo de Jerusalén relee el Símbolo de los Apóstoles en una óptica nicena,
aunque no haya conservado el “consusbtancial” niceno.
Sin embargo, a los ojos de nuestro catequista obispo, el Padre único de un Hijo único ¿no es también el Padre
de una multitud de hijos y por medio de este Hijo de este hijo único? Sí, tal es el pensamiento de Cirilo,
desarrollado a partir del Evangelio: “si el nombre del Padre es único, variado, por el contrario, es su poder de
significación. Por este motivo, Cristo mismo dice con seguridad: voy hacia mi Padre y vuestro Padre”; no dijo
“hacia nuestro Padre”, sino que destacó la distinción anunciando primeramente lo que le concernía
personalmente: “hacia mi Padre” – por naturaleza – agregando “y vuestro Padre” – por adopción. “Si en
efecto, nos fue concedido decir, principalmente en nuestra oración: Padre Nuestro que estás en los cielos, sin
embargo es pura munificencia de misericordia. No es por ser nacidos según la naturaleza del Pare de los
cielos que lo llamamos “Padre”, sino transferidos por gracia del Padre, por la acción del Hijo y del Espíritu
Santo, de la esclavitud a la adopción, hemos sido admitidos, por indecible misericordia, para emplear este
nombre. Cirilo aquí hace, manifiestamente, alusión a Rm 8, 15-16. A diferencia de Cristo, Hijo único por
naturaleza, somos hijos de Dios por la gracia de una adopción misericordiosa. Diferencia radical que
fundamenta la “estupefacción” de Cirilo “ante la ingratitud de los hombres” que estigmatiza con estas
palabras: “Dios se ha dignado por una inefable misericordia ser llamado padre de los hombres… padre de
aquellos que están sobre la tierra como saltamontes (Is 40, 22). Y El hombre dejó a su padre de los cielos y
dijo al leño: Tu eres mi padre” y a la piedra: “Tú eres quien me ha engendrado” (Jr 2, 27). He aquí por qué el
Salmista dice a la humanidad”: “olvida a tu pueblo y la casa de tu padre” (Sal 44, 11). Algunos hombres han
elegido como Dios hasta a Satán mismo, el matador de las almas, padre de los hombres no según la
naturaleza, sino según la mentira (Jn 8, 44)”.
Luchando contra una lectura maniquea del Símbolo y luchando contra ella con las armas que le suministra la
Escritura, Cirilo subraya que la adopción misericordiosa es querida, no solamente por Dios Padre (Jn 1, 12),
sino también por aquellos que la aceptan libremente. De esta manera se muestra que los hijos adoptivos de
Dios deben consentir a su adopción para pudiese tener lugar, si se trata de adultos.
Destaquemos un punto importante; la séptima catequesis bautismal de Cirilo termina de esta manera: que el
Padre de los cielos teniendo por agradable nuestra buena voluntad nos juzgue dignos de brillar como el sol
en el reino de nuestro Padre (Mt 13, 43)”.
Finalmente, se ve que para Cirilo, el Padre confesado por el Símbolo es inseparablemente el Padre único del
Hijo único Jesús, el Cristo, y el Padre de los justos creados y adoptados en Él y por Él. Parece, pues, que para
Cirilo, el Padre al que los cristianos entregan su fe en su primer artículo del Credo debe ser comprendido a la
luz de los evangelios de Mateo y de Juan. Para el primero, la expresión “vuestro Padre” se refiere siempre a
los justos, discípulos de Cristo, el Hijo por excelencia (11, 27); para el segundo, el Padre de Jesús se convirtió,
gracias al misterio pascual, Padre de los discípulos (20, 17: el Hijo único liberó a sus hermanos de la esclavitud
del pecado 8, 34-37). “Creo en Dios Padre de un hijo único y Padre, en él, de una multitud de hijos adoptados.
En su octava catequesis bautismal, Cirilo comenta la afirmación del Símbolo: el Padre es Pantokratôr, Señor
de todo. En armonía con el sentido de la palabra en la Setenta y en Apocalipsis, el obispo de Jerusalén
declara: la divina escritura y los dogmas de la verdad conocen un Dios único, que ejerce su poder sobre todo
el universo y tolera muchas cosas porque bien lo quiere. Su poder se extiende a las idolatrías, al diablo, pero
su paciencia los tolera: si tolera, no es por impotencia… [sino] para permitir dos resultados: que su derrota lo
humille mucho más y que los hombres sean coronados. ¡Oh todo sabia Providencia de Dios, que toma la mala
voluntad como base de la salvación de los creyentes! Permite al diablo luchar para que los vencedores sean
coronados y para que el diablo reciba una gran vergüenza de ser vencido por alguien más débil que él”.
¿Cuál es el sentido del primer artículo concerniente a Dios Padre Pantokratôr? No se trata tanto de confesar
lo que Dios puede o podría hacer como de proclamar que ejerce actualmente su poder sobre todo el
universo. Las primeras formulaciones del Símbolo y en la actualidad su texto griego nos presenta un Dios que
domina el universo, el Todo-teniente, que tiene todo entre sus manos.
De esta manera, la Epístola de los Apóstoles hacia 160-70 nos dice: Credo in Patrem dominatorem universi
(DS1). Se puede decir que la afirmación de la omnipotencia de Dios, en el texto latino del Símbolo, representa
un desarrollo, por otro lado legítimo y necesario, con respecto a la afirmación del gobierno del universo por
Dios, pero se puede decir también que esta afirmación de omnipotencia divina está contenida explícitamente
en Lc 1, 37: “nada es imposible para Dios”.
Lo que es destacable, es que Cirilo se esfuerza en responder a la objeción espontánea: si Dios domina todo,
cómo explicar la idolatría, el pecado y demonio, que parecen implicar una negación de su dominación? Lo
hace introduciendo la noción de la paciencia de Dios que no es impotencia; la paciencia divina tolera por el
momento, lo que el Señor podrá castigar más tarde. “Dios domina todos los seres y en razón de su paciencia
soporta incluso a los asesinos, ladrones y fornicarios”.
Los Padres latinos no han ignorado en su sentido literal el concepto del dios Pantokratôr: Agustín nos habla
del Dios omnitenens. Dios tiene todo en sus manos omnipotentes.
E Rufino de Aquilea (tan influenciado por Cirilo de Jerusalén) encontramos un comentario original y
netamente cristocéntrico del Padre Pantokratôr: Dios nos ha hablado por el hijo que lo ha establecido
heredero de todas las cosas, porque Él hizo los siglos. Por él, pues, retiene su dominación sobre todo
[potentatum omnium tenet] … Uno solo es el Señor Jesús, por el cual Dios Padre retiene la dominación de
todo. El autor insiste nuevamente: [tent omnia Pater per Filium], el Padre retiene todo a través de su Hijo”.
Dicho de otra forma, y en armonía con el pensamiento de Pablo (1 Co 15, es por el sacrificio pascual de su
Hijo que el Padre todopoderoso ejerce y conserva su dominación sobre el mundo. Destacable transición, a la
vez, hacia la proclamación del Dios creador (por el Verbo) y hacia el artículo segundo, sobre el Hijo.
La cúspide de estas palabras concernía a los gnósticos antes de ser extendida a los maniqueos. Cirilo de
Jerusalén consagra su sexta catequesis bautismal a la denuncia de los errores de Manes. Precede a las
catequesis 7, 8 y 9 sobre “Dios Padre”, Dominador de todo, creador del cielo y de la tierra”.
Agustín, sobre todo, que había pasado por el maniqueísmo, nos presenta contra el al Creador del cielo y de la
tierra, en su discurso de 393 ante el concilio de Hipona por el cual comenta el Símbolo. Su experiencia le
permitía conocer mejor que Cirilo las doctrinas maniqueas. Según él, los maniqueos negaban implícitamente
la omnipotencia de Dios Padre. Sigamos su razonamiento: “Cuando admiten la existencia de un elemento que
Dios no habría creado sino del que habría hecho este mundo en el que reconocen un orden perfecto, niegan
la omnipotencia de Dios, al punto de creer que no habría.
Podido hacer el mundo, si para construirlo, no se hubiese servido de otro elemento que existía ya y que él
mismo no había hecho. En lo que obedecen a la costumbre de ver a los fraguadores, los albañiles y otros
obreros que, sin el auxilio de los materiales ya listos, no pueden ejecutar los trabajos de su arte. Pero, si
conceden que el dios todopoderoso es el autor del mundo, deben necesariamente concluir que lo hizo de la
nada… Aun si sacó un ser de otro, como el hombre del limo, no lo hizo de algo que no hubiese hecho, puesto
que la tierra de donde viene el limo había sido hecha por él de la nada”.
Agustín, en este sermón conciliar, bastante erudito por cierto, toca un problema siempre actual. La polémica
entre catolicismo y maniqueísmo se prolongo hasta nuestros días en el contexto del evolucionismo. Éste sería
incompatible con la doctrina católica de la creación a partir de la nada (ex nihilo) si negara la creación
inmediata del alma humana o si significara que Dios habría creado el cuerpo humano a partir de especies
animales, cuerpo del que no sería, al menos inmediatamente el autor. Otra cosa muy distinta es si se admite
que el gesto creador del cuerpo humano implica la posición en el ser, por Dios, de las realidades más iniciales
a partir de la nada (DS 3896-3897).
Esto es lo que emerge claramente de la secuencia del discurso de Agustín y de su rechazo de la versión
maniquea de la creación: “Si el cielo mismo y la tierra habían sido hechos de una materia cualquiera, tal
como está escrito: ‘Tú que has hecho el mundo de una materia informe’ (Sab 11, 17), no hace falta pensar
que esta materia de la que fue hecha el mundo, por informe que se quiera… haya podido existir por sí misma,
como si fuese coeterna y coexistente a Dios. Nosotros creemos que Dios hizo todo de la nada. Aun si el
mundo fue hecho de una materia determinada, esta misma materia fue hecha de la nada. Por un don de Dios
perfectamente ordenado, fue creado primero un elemento capaz de recibir, y luego fueron formados los
seres formados. Hemos dicho esto para nadie pueda estimar mutuamente contradictorias las afirmaciones de
las divinas escrituras en las que se hallan y que Dios hizo todo de la nada y que El mundo fue hecho de una
materia informe”.
La creación del mundo “a partir de una materia informe” manifiesta la influencia del pensamiento platónico
(Timeo 51a) sobre el autor del libro de la Sabiduría. Pero la expresión no significa una orientación a una
escuela filosófica particular, porque ella había pasado a las escuelas más diversas de pensadores, incluidas la
de los poetas. El autor inspirado de la Sabiduría no habla de creatio prima (paso de la nada a la materia
indistinta), sino de la creatio secunda (formación de los seres a partir de una materia primera) hace alusión a
Génesis 1,2 y quiere traducir en lenguaje inteligible el caos primitivo: “la tierra estaba vacía y vaga
[tohûwabohu].
Agustín presentaba así a los Padres del concilio de Hipona una síntesis notable, en clima platónico, entre los
datos contrastantes, en una misma época (poco antes de Cristo) del judaísmo palestino (2 Mc t, 28: creatio ex
nihilo) y del judaísmo alejandrino (Sap 11, 17); y el pensamiento del teólogo de Hipona sería retomada por
San Gregorio el Grande. Para Agustín, “Dios hizo el mundo de la nada y formó al hombre del limo de la tierra
[quia tu ex terra factus es, terra vero ex nihilo, tu es creatus ex nihilo]”.
El paso de Agustín por el maniqueísmo como su fe en la unidad de las Escrituras divinas le permitieron llegar
a un profundo conocimiento del designio divino presentado en el Símbolo. Conviene, sin embargo, al
sostener la creación por el Padre todopoderoso, no desconoce que es la obra de la Trinidad entera, sin
olvidar que cada persona brilla en su modalidad propia; un solo mundo fue hecho por el Padre, a través del
Hijo, en el Espíritu” Ya en 382, diez años antes del concilio de Hipona, un concilio romano declaraba hereje a
aquel que negara que “el Padre creó por el Hijo y del Espíritu el universo visible e invisible” (DS 171):
relectura antiarriana del Símbolo de los Apóstoles y de son inicial redacción romana.
Cuatro siglos más tarde, San Juan Damasceno, en el oriente grego-árabe, sería igualmente sensible a la
necesidad de subrayar la unión del Verbo y del Espíritu con el Padre en el único y mismo creador, visto
explícitamente como un fruto del amor sobreabundante de las personas divinas: “Dios bueno y súper bueno
no se contentó con la contemplación de sí mismo, quiso que algunos [seres] participen de su bondad: por
esta razón, produjo, a partir del no ser hacia el ser, el universo invisible y visible y al hombre compuesto de
realidades visibles e invisibles. Creó pensando, y su pensamiento causa su obra, colmada por su Verbo y
terminada por el Espíritu.”
La influencia del Pseudo Dionisio (posterior a Agustín) viene a colorear la arista antiarriana pero la necesidad
de continuar la lucha antimaniquea invita al Doctor damasceno a expresiones explícitas respecto de los
ángeles: esa “llamas inmateriales” (Ps 103, 4) lejos de ser “los creadores de alguna sustancia” – como lo
sostienen los que son “las bocas del diablo mentiroso” (Jn 8) – son criaturas de la Trinidad.
Para los maniqueos, en efecto, el diablo era el creador de la materia, realidad malvada cuyo origen no se
podía, pensaban ellos, atribuir al Dios bueno. En el Oriente que habitaba Juan Damasceno, el dualismo
maniqueo no había muerto aún.
Kattenbusch (luterano que exploró el Símbolo en su contexto histórico) comprendió bien que una
consideración analítica de los términos no bastaba para la obtención de una comprensión global; hace falta
además captar sus relaciones recíprocas. Para los primeros cristianos, Dios es, todavía, más el Padre
dominador de todo el universo que el Creador. Es el Padre del Mesías, el Cristo, en que se reúnen judíos y
griegos, superando sus diferencias; por otro lado, la versión romana del Símbolo fue compuesta por
cristianos que conocían el Antiguo Testamento.
El “Padre Pantokratôr” evoca a la vez un contexto familiar y la trascendencia del Padre respecto a los Estados
que domina: Dios, que es Padre, gobierna todo por el cumplimiento de sus voluntades soberanas.
Si la versión griega del Símbolo fue la primera, hay lugar para pensar que la elección de la expresión “Padre
Pantokratôr” fue concebida en el contexto y del Apocalipsis y de las persecuciones, con la voluntad de
subrayar que los pe5rsecutores no escapaban de ninguna manera a la dominación del Dios todo poderoso.
Esta elección no resulta solamente de una voluntad antignóstica.
Prolegómenos modernos
Kart Barth desarrolla bien las implicaciones del artículo primero: “El cielo y la tierra no son, ellos mismos,
Dios; no han brotado ni emanado de Dios… Del hecho que Dios creó el mundo, resulta también que la creó
buena. El mundo es bueno para el hombre; es decir que le permite servir a Dios: tal es el contenido concreto
de la fe en Dios Creador. Pero, diciendo que Dios es el Creador, reconocemos que, en su relación de
desigualdad con Dios, el mundo posee una realidad propia, querida y puesta por Dios, mantenida, sostenida y
conducida por Él. Coexistencia desigual del Creador y de la criatura: esto significa que Dios no existe más sólo
en sí mismo sino también con y en el mundo, porque este mundo es creado en la medida en que esté.
Reconociendo a Dios Creador, no reconocemos solamente su trascendencia sino también su inmanencia…
Dios no es sólo libre frente al mundo, también está ligado al mundo”.
En otros términos, cuando confesamos nuestra fe en el único Dios creador, afirmamos al mismo tiempo la
presencia de Dios en el mundo, presencia igualmente permanente que el gesto creador. Presencia también
escondida, que escapa a los sentidos, pero no a la razón bien forma a o a la fe.
Más recientemente otro teólogo conocido, salido también del mundo protestante, el luterano W.
Pannenberg, nos presentó sus comentarios sobre el artículo primero del Credo. “En la boca de Jesús, el
nombre del Padre indica el modo particular bajo el cual – en la misión misma que dio a Jesús – el
todopoderoso Dios de Israel fue revelado como Aquél que quiere salvar a los hombres antes del juicio hacia
el cual se encaminan. Por este motivo el nombre de Padre está esencialmente ligado a la bondad
misericordiosa de dios. Es así como la realidad divina que conduce y determina todas las cosas fue abierta a
través de Jesús”.
“Pero ‘cielo y tierra’ implican la permanencia de las leyes científicas con miras a la salvación humana. La
naturaleza humana no tiene en ella misma la unidad de su historia. Aquella no es vista más que por el
hombre. Sobre el fondo de la contingencia que afecta en su conjunto el único curso del devenir, las
conexiones que traducen las leyes de la naturaleza aparecen como la expresión de una voluntad divina de
permanencia, como la expresión de una fidelidad de Dios que, la primera, nos hace posible la existencia en
este mundo (fe de los apóstoles, 42-43 y 52-53).
Estas reflexiones nos ayudan a comprender los nexos que unen creación contingente, leyes científicas (asidas
como una expresión de fidelidad divina) con la paternidad adoptiva de Dios trascendente. Dios creó el cielo y
la tierra, y los gobierna con constancia y sabiduría por medio de leyes puestas al servicio de la felicidad, de la
adopción filial y de la salvación eterna del género humano.
Sin duda, bajo la influencia de las Iglesias ortodoxas, los teólogos preocupados de “confesar la fe común”
llaman nuestra atención sobre el contexto bíblico del Pantokratôr, el Padre todopoderoso. Da testimonio de
su victoria sobre sus enemigos, sobre las formas del caos, su triunfo final sobre sus enemigos: potencia de
Dios manifestada en actos: esto es lo que el Antiguo Testamento muestra en numerosos pasajes. En el Nuevo
testamento, el término, utilizado en el Apocalipsis, cargado de solemnidad, de espera y de algarabía, es un
grito de alabanza y de esperanza lanzado a lo más profundo de un mundo oscuro y terriblemente ambiguo
que parece ser la presa del Anticristo. Se encuentra esta misma confianza serena en el único pasaje del
Nuevo Testamento (fuera del Apocalipsis) donde el término Patokratôr es empleado: “seré para ustedes un
Padre y ustedes serán para mí hijos e hijas, dice el Señor todopoderoso”. Patokratôr es, pues, en el Nuevo
Testamento doxológico y escatológico, da testimonio de la fidelidad y de la última soberanía de Dios,
fundamentos de la fe, de la confianza y de la certidumbre.
En el Evangelio, se trata de un poder tan trascendente que Dios pudo, en la Encarnación, penetrar en su
creación y por esto mismo afirmar victoriosamente que era el Amo por aquello que parecía ser la negación
absoluta y definitiva de su poder: la crucifixión del Hijo encarnado: 1 Co 1, 24-25. En la Resurrección de
Cristo, Dios revela su poder capaz de vencer el pecado y la muerte. En este sentido es que Dios es
Pantokratôr, Aquél que sostiene todas las cosas, cuyas manos sujetan firmemente al mundo y su destino, a
pesar de la realidad del mal, del pecado, del sufrimiento y de la muerte (CFC 46-48).
Excelente comentario que presenta el doble mérito de ser profundamente bíblico y de mostrar en el segundo
artículo del Credo la clave de la inteligibilidad del primero.
El documento Confesar la fe común nos ofrece hoy complementos destacables a los comentarios anteriores.
“Los cristianos confiesan que el Dios único es el Padre todopoderoso. Proclaman así su seguridad que su vida
y su muerte son el objeto de la solicitud parental de un Dios cuyo amor se manifestó al mundo en su Hijo
Jesucristo y permanece con nosotros en la comunión del Espíritu santo. La vida, la realidad y la historia no
están abandonadas a ellas mismas ni a las potencias y principados de este mundo, sino que tienen por base y
sostén un Dios cuyo poder es igual de ilimitado que el amor.
“[…] Dios Padre es Aquél que rige toda la creación, es el Todopoderoso. El Pantokratôr, literalmente: Aquél
que sostiene y gobierna todas las cosas, con sus manos, a las que pertenecen todas las cosas. Es menos la
descripción de una omnipotencia absoluta que la de una Providencia universal. El universo entero está entre
las manos del Padre; no lo abandona y no lo abandonará nunca.
“Al mismo tiempo, esto vuelve, al menos en principio, a destronar a todos los otros pretendientes a la
soberanía universal, al gobierno y a al dominio del mundo, de su historia y de su destino. La Iglesia proclama
el poder ilimitado que tiene Dios para realizar los designios benéficos y misericordiosos que tiene para la
humanidad y para el mundo, Las potencias de este tiempo, sean políticas, económicas, científicas,
industriales, militares, ideológica o incluso religiosas, no prevalecerán contra la omnipotencia de Dios. El
Señorío del Todopoderoso las relativiza y las juzga a las juzga a todas; cuestiona todas las formas de
esclavitud” (CFC 36, 57-59).
Excelente comentario que responde perfectamente a la dificultad que experimentan muchos cristianos hoy
delante la expresión “Dios todopoderoso”.
El Catecismo de la Iglesia católica, profundiza también el primer artículo de nuestro Credo. El primer artículo
sitúa la fe cristiana en la prolongación de la de Israel.
Este punto fue bien destacado por el cardenal Joseph Ratzinger. El primer artículo del Símblo es la
transcripción cristiana de la profesión de fe cotidiana de Israel: “Escucha, Oh Isarel, Yaveh, tu Dios es único”
(Dt 6,4). La lucha de Israel para Dios se vuelve así dimensión interior de la fe cristiana. Hoy como ayer, Israel y
la Iglesia se rehúsan a adorar al pan, al pacer, al poder. El Dios escondido de la zarza ardiente, llamando a
Moisés, le revela su Nombre (Ex 3, 14). Yahvé significa un Dios personal, vuelto hacia el hombre es El, el Dios
de los Padres, Abraham, Isaac y Jacob. No un dios local, determinado por un lugar. Sino el Dios omnipresente,
el Dios de las personas, el Dios de todos.
Yahvé es el Dios supremo, Poder soberano que domina todas las cosas, por encima de todas las potencias
particulares a las que engloba. Orienta al hombre hacia el eterno reinicio del ciclo cósmico, sino hacia el
futuro, hacia fines definitivos, por medio de promesas. Es el Dios que promete (Foi chrétienne, hier et
aujourd’hui, 1969, 60-76).
El Catecismo de la Iglesia católica retoma y prolonga reflexiones análogas. Dios se ha revelado haciendo
conocer su Nombre. No es una fuerza anónima. Entregando su Nombre, Dios se entregó a sí mismo, al punto
de que lo podemos llamar, conocer más íntimamente. Dios se ha revelado bajo diversas formas, pero la
revelación a Moisés, en la zarza ardiente constituye una Alianza: “Yo soy el que soy”. Nombre misterioso, a la
vez Nombre revelado y rechazo de un Nombre, que expresa Dios como infinitamente superior de todo lo que
podamos decir.
Es el Dios de los Padres (Ex 3,6), fiel en el pasado pero también fiel en el porvenir: “Estaré contigo” (Ex 3, 12)
Dios siempre ahí, siempre presente delante de su pueblo para salvarlo. Dios que escucha la intercesión de
Moisés a favor de su pueblo. Es el Dios que perdona.
En el curso de los siglos Israel (especialmente en sus profetas y salmistas) tomó conocimiento más explícito
de las riquezas contenidas en su Nombre divino. Dios es Aquél que es desde siempre y por siempre la
plenitud del ser y de toda perfección; es sólo su ser mismo y es de sí mismo todo lo que es. En esta
profundización, la traducción de la Setenta, influenciada por la filosofía griega, jugó un rol. En sentido
absoluto, Dios sólo ES. En la traducción griega (Setenta) de los libros del Antiguo Testamento, el nombre
innombrable bajo el cual Dios se reveló a Moisés, Yahvé (Ex 3, 14) traduce por Kyrios, Señor, nombre que se
vuelve desde entonces el Nombre más habitual para designar la divinidad misma del Dios de Israel, Solo Dios
es Señor (ver CIC 200-213; 446; 2666).
“Dios Padre”: si porque “la invocación de Dios como Padre es conocida en muchas religiones. La divinidad es
a menudo considerada como Padre de los dioses y de los hombres. En Israel Dios es llamado Padre en tanto
que Creador del mundo (Dt 32, 6; Mt 2, 10) Dios es Padre más aún en razón de la Alianza y del don de la Ley a
Israel su hijo primogénito (Ex 4, 22). Es también llamado padre del Rey de Israel (2 S 7, 14). Es más
especialmente el Padre de los pobres, del huérfano y de la viuda (Ps 68, 6) que están todos bajo su
protección amorosa”.
Pero la imagen de Dios Padre debe ser purificada de ciertas asociaciones ligadas a nuestra historia personal o
cultural. Dios nuestro Padre trasciende las categorías del mundo creado. Designando a Dios con el nombre de
Padre, el lenguaje de la fe indica principalmente dos aspectos: Dios origen primero de todo y autoridad
trascendente, Dios bondad y solicitud amante para todos sus hijos.
Esta ternura paternal de Dios puede también ser expresada mediante la imagen de la maternidad que indica
más la inmanencia de Dios, la intimidad de Dios y su criatura. El lenguaje de la fe saca de la experiencia
humana a los padres, que son los primeros representantes de Dios para el hombre. Pero esta experiencia
dice también que los padres humanos son falibles y que pueden desfigurar el rostro de la paternidad y de la
maternidad. Ahora bien, Dios trasciende la distinción humana de los sexos. No es ni hombre ni mujer. Es Dios.
Trasciende también la paternidad y la maternidad humanas, siendo su origen y su medida (Ep 3, 14; Is 49,
15). Nadie es Padre como lo es Dios.
Jesús reveló que Dios es Padre en un sentido inaudito: eternamente Padre en relación a su Hijo único, que
recíprocamente no es Hijo más que en relación con el Padre (Mt 11, 27; CIC 239-240).
Así, aparece – según las palabras de Juan Pablo II, en su carta a propósito del Jubileo del año 2000 (§49) que
la perspectiva del Padre que está en los cielos es la perspectiva misma de Cristo, enviado por el Padre y que
regresa hacia Él (Mt 5, 45; Jn 16, 28). Toda la vida cristiana es un peregrinaje hacia la casa del Padre, de quien
encontramos cada día el amor incondicional para todas las criaturas humanas y en particular para el hijo
perdido (Lc 15, 11-32).
Este peregrinaje concierne a la vida interior de cada persona, implica la comunidad creyente y finalmente
incluye la humanidad entera.
Resumamos: el primer artículo del Credo, alabanza del Padre, proclama y confiesa que venimos del Padre, a
la vez que sacados de la nada, gobernados por Él con un poder infinito, sello de amor, con miras a operar
nuestro retorno hacia Él.
Creados por el Padre en el Hijo, gobernados por el Padre y el Hijo, nos orientamos hacia el Padre por el Hijo y
en Él, confesando nuestra fe en su Providencia amante.
En la gnosis cristiana heterodoxa, la divinidad está concebida como una plenitud de virtualidades, una pléroma de potencias o
eones que se desarrollan en revelación intemporal. Ver Cirilo, cat. VI, 17.
Ver Bertrand de Margerie, La Trinité chrétienne dans l`histoire, Paris, 1975, 211, n. 11.
Cirilo, cat VII, 13; MG 33, 620; ver VII, 10: en dos oportunidades, Cirilo dice ahí que Dios es impropiamente (katakrestikôs)
llamado padre de los hombres, mientras que “para el único Cristo, Dios es Padre según la naturaleza, no según la adopción”; sin
embargo, en una visión menos inspirada por la polémica antiarriana, y más preocupada de fidelidad a la totalidad del dato
bíblico, Cirilo habría podido decir, en lugar de “impropiamente”, “analógicamente”; y creo que esto habría correspondido mejor
a su pensamiento profundo como lo muestran los textos: Cat. VII, 13 y VII, 16, citando a Jn 1, 12 y Mt 13, 43. Ver también J.N.
Nelly, Early Christian Creeds, Londres, 1960, 2134.
Ver cat. VII, 7: Cristo mismo dice con seguridad: voy hacia mi Padre y vuestro Padre”, pero no dijo “hacia nuestro Padre” Jn 20,
17). Sobre este pasaje, ver las explicaciones de Dom Calmet y de monseñor Catherinet (B. de Margerie, La trinité chrétienne
dans l’histoire, 30-31); ver D. Holland (citado aquí p. 37; n. 1), 264.
Ver Bertrand de Margerie, Les Perfections du Dieu de Jésus-Christ, Paris, 1981, 290. en la Setenta, los profetas emplean 247
veces la palabra Pantokrâtor para designar al Señor soberano del cielo y de la tierra, sobre todo cuando se trata de combatir la
influencia de la religión astral de Babilonia y de expresar el imperio de FDios sobre los astros que no son dioses, sino servidores
de único verdadero Dios.
Ver D. Holland, Pantokratôr in N.T. and Creed”, Studia Evanagelica VI, Berlin, 1973, 256 – 266 (ver especialmente 261 y 263); a
partir de la afirmación del gobierno efectivo del universo por Dios, la omnipotencia de Dios a sido estudiada, ab esse ad posse
vallet illatio; Ireneo, ya en su lucha antignóstica contra el demonio kosmokratôr (Ep 6, 12) dios de este mundo siguiendo a
Marcion, utiliza varias veces la expresión Pantokratôr (AH I, 3, kosmokratôr.- Ver también A. de Halleux, “El Padre
todopoderoso”, RTL 8 (1977), 401-422.
Ibid.
Mgr Weber, Bible pirot-Clamer, Les Sapientiaux, París, 1943, t. VI, 476 : el Dios del libro de la Sabiduría dispone absolutamente
de todo y a todo creado sin excepción alguna (1, 14; 9, 1.9; 11, 23.26; 16, 13.15). El libro no es ni panteísmo, como los estoicos,
ni dualista, como los platónicos.
F. Kattenbusch, Das Apostolische Symbol, Leipzig, 1900, t. II, 526-535; D. Holland, 262 s.
El Apocalipsis emplea el término Pantokratôr nueve veces: 1, 8; 4, 8;11,17; 15,3; 16, 7; 16, 14; 19,6; 19,15; 21, 22; matices
diferentes diversifican estos usos
Benedicto XVI
Artículo segundo. Creo en Jesucristo su único Hijo. El
Misterio de Cristo: Encarnación, Nacimiento, Pasión,
Muerte, Resurrección, Segunda venida como Juez
El texto inicial del segundo artículo, hacia el año 170 (?), expresaban, como el conjunto del Símbolo, la fe de
la Iglesia frente a las corrientes gnósticas. De ahí la insistencia sobre la carne de Cristo. La persistencia de esas
corrientes, en el maniqueísmo siempre vivo en la época de san Juan Damasceno (VIII-IX siglos), permite
comprender que el texto recibido haya tenido y a veces enriquecido ese texto inicial.
Examinaremos, pues, algunos comentarios griegos (Cirilo de Jerusalén, Teodoro de Mopsuestia, Cirilo de
Alejandría) y latinos (Agustino y Rufino), del Símbolo romano y del Credo de Nicea, como las opiniones de
nuestros contemporáneos.
Preámbulo: convergencia del Símbolo romano y del Credo de Nicea-Constantinopla (ver R. Cantalamessa,
Credo in spiritum sanctum, I, 104-107): la frase “nacido del Espíritu Santo y de la Virgen María” está presente
en esos dos textos, aun cuando el Símbolo de Nicea no contenía todavía esta afirmación. Se encontraba ya en
Hipólito y en Cirilo de Jerusalén (cat. IV, 9 y XII, 3) como más tarde en Epifanio de Salamina.
En la literatura cristiana anterior al siglo III, esta afirmación ayuda a los apologistas cristianos a subrayar,
frente a los paganos, la divinidad de Jesús, y frente a los judíos, su mesianismo (ver Is 7, 14).
Inicialmente, no se hablaba más que de la Virgen María en este lugar, pero se vino a hablar también del
Espíritu Santo, con una finalidad cristológica, para subrayar la divinidad de Jesús al momento en que
exaltaba, contra los gnósticos, su humanidad hablando – contra los valentinianos – de su nacimiento, no a
través de la Virgen (per virginem) sino de ella (ex Virgine). Sin querer insistir sobre la tercera persona de la
Trinidad o sobre María, se quería subrayar, en la prolongación de Ireneo de Lyon y de Melitón de Sardes, el
doble nacimiento divino y humano de Jesús, “Hijo de David según la carne, hijo de Dios según el Espíritu”
(Ireneo, Demostración § 30). Se operaba así una fusión de muchos textos cristológicos del Nuevo Testamento
(Lc 1, 35; Mt 1, 20; Rm 1, 3-4; Jn 1, 14).
El Espíritu Santo no significa aquí una persona (como en el tercer artículo), sino la naturaleza divina (ver Jn 4,
24: “Dios es Espíritu”)
Los griegos
Sección primera
Cirilo de Jerusalén, 348
Su texto es - de lejos - el comentario más extendido. Presenta para nosotros, actualmente, una destacable
particularidad, pronunciado en Jerusalén, frente a las ruinas del Templo, se preocupa constantemente de los
judíos que solicitan el bautismo. Además, el catecismo de 348 nos ayuda hoy a renovarnos en la presentación
de los misterios de Navidad y del Viernes Santo, a percibir mejor el alcance de esos dos días para una mejor
comprensión de la castidad cristiana y de la penitencia vivida a la imagen del buen ladrón, bajo el signo de la
Cruz.
El Hijo eterno
Cirilo toma en cuenta a sus oyentes venidos del arrianismo o tentados por él cuando escribe: “Tengamos,
pues, fe en el Hijo de dios, nacido, Dios verdadero, del Padre, porque el verdadero no engendra la mentira.
Tampoco dudó, engendró: pero engendró eternamente y más rápidamente que producimos palabras y
pensamientos… Nosotros que hablamos en el tiempo, empleamos el tiempo, mientras que para la fuerza
divina, la generación traspasa el tiempo” (cat. XI, 16).
Luego, Cirilo nos ofrece un sugestivo comentario de Jn 10, 30: “El Padre y yo somos uno” (cat. XI, 16). Uno
por causa de la gloria que conviene a la divinidad: Dios ha engendrado a Dios. Uno por causa de la Realeza: el
Padre no tiene unos súbditos y el Hijo otros súbditos, como Absalón oponiéndose a su padre: sino los
súbditos del Padre son igualmente los súbditos del Hijo. Uno, puesto que las obras de Cristo no son de clase y
de otra las del Padre; no hay sino una creación universal, hecha por e Padre a través del Hijo (tou patros dia
huiou pepoièkotos).
Además, contra la tentación moralista, Cirilo precisa: “no es Padre quie se ha encarnado, sino el Hijo… El
Padre no sufrió por nosotros sino que el Padre envió a Aquél que sufrió por nosotros”. No se puede excluir
aquí una alusión a Orígenes para corregirlo. Así se expresa Cirilo en su onceava catequesis bautismal (17).
El misterio bautismal
Para Cirilo, Navidad, no es inicialmente el nacimiento (del Hijo encarnado) en la pobreza, sino en primer lugar
su venida al mundo mediante una Virgen: “si aquel que ejerce dignamente el sacerdocio para Jesús se
abstiene de la mujer, cómo atenerse a eso que Jesús mismo vino del hombre y del hombre y de la mujer? “
(cat XII, 25). Destaquémoslo bien, Cirilo no dice; “la concepción virginal de Jesús por medio de María”
constituye una indicación a favor del celibato del clero, pero sin negar ese punto – subraya la vista inversa: la
práctica del celibato por los sacerdotes nos dispone a creer en la concepción virginal del Salvador.
Una serie de anotaciones conexas nos muestra la similitud de los problemas pastorales y psicológicos
afrontados por la Iglesia en el siglo IV y en la actualidad: la naturaleza humana no cambia, la permanencia de
la revelación sobrenatural que se dirige a ella le plantea los mismos desafíos.
Así “nosotros, otros hombres no estamos excluidos de la gloria de la castidad” (cat. XII, 33) Corramos la
carrera de la castidad, evitando toda impureza. La pureza es la hazaña sobrehumana. Respetemos nuestros
cuerpos destinados a brillar como el sol” (Mt 13, 43) No vayamos, por un placer mediocre, a ensuciar nuestro
cuerpo tan noble. Pecar no es más que una acción de una hora mientras que la deshonra es eterna. Los
artesanos de la castidad son los ángeles que se pasean; las vírgenes tienen su parte con la Virgen María. Que
sean eliminados todo vestido de lujo o todo propicio para engendrar la voluptuosidad (nos dice cat. XII, 34).
Cirilo no se apoya sólo sobre el evangelio lucano, sino también sobre el maestro de Lucas, Pablo: Dios ha
enviado a su Hijo, dice Pablo, nacido no de un hombre y de una mujer, sino de una Virgen. De una Virgen, en
efecto, nació quien virginiza las almas” (cat. XII, 31).
Se ve: para Cirilo de Jerusalén, la doctrina sobre el misterio de Cristo no es separable de la práctica de las
virtudes: naciendo de una Virgen, Jesús quiso estimular en sus discípulos el ejercicio de la virtud de castidad y
aun, en sus sacerdotes, la renuncia al matrimonio o a su uso.
Todo esto no es sorprendente, si se recuerda que la Navidad está orientada hacia el Viernes Santo, la
Encarnación hacia la Cruz.
El triunfo de la Cruz
Para Cirilo, “toda acción”, todos los milagros de su vida pública – y detalla: multiplicación de los panes,
resurrección de Lázaro, etc – son “un orgullo para la Iglesia católica” pero sus beneficios locales, aislados no
pueden compararse “a la gloria de las glorias que es la Cruz” porque el triunfo de la Cruz desató a todos
aquellos que retenía la culpa, y rescató a toda la humanidad”. Por ese motivo la decimotercia catequesis
bautismal – que acabamos de citar (XIII,1) – está totalmente consagrada al misterio de la Cruz.
Cirilo dice sin dudar: “Cristo por elección a su Pasión, feliz de su hazaña, sonriendo a la corona, encantado de
salvar a la humanidad – y no avergonzándose de la Cruz porque salvaba la tierra entera. El hombre que
abordaba el sufrimiento no era un hombre ordinario, sino un Dios hecho hombre” (XIII,6).
Destaquémoslo de pasada: las liturgias de la Iglesia católica continúan transmitiendo a sus fieles esta visión
de la Cruz como victoria, triunfo y por tanto fuente de gozo. Durante los primeros siglos de la historia
cristiana, los bautizados reaccionaron contra la tentación de tener vergüenza de la Pasión de Jesús
exaltándola; el conjunto de la vida cristiana era considerada como una “exaltación de la Cruz; había ahí un
factor dominante de la espiritualidad patrística; siguiendo un término muy usado del teólogo Reginald
Garrigou-Lagrange, o.p., la Resurrección era percibida como el “signo visible de la invisible victoria de la
Cruz”; actualmente, por el contrario, numerosos cristianos parecieran considerar su cruz cotidiana como una
derrota, como un fardo muy pesado para cargar, más que como un yugo ligero para ser llevado en acción de
gracias; nada parece pues más urgente que ayudar, apoyándose en los Padres y las liturgias, a los discípulos
del Crucificado a retomar conciencia de cuánto, ya antes de la Resurrección que condiciona y merece, la Cruz
es victoria. “Cuando tengas que discutir con los incrédulos sobre la Cruz de Cristo no tengas vergüenza, la
Cruz es gloria, no un deshonor”.
En otros términos, los Padres, en su catequesis sobre la Pasión, nos ayudan a considerar, más allá de las
apariencias, los efectos reales de la Pasión en el destino de cada uno y de la humanidad entera. De ahí el
interés de Cirilo por el buen ladrón. “Uno de los ladrones se unía a las injurias de los judíos mientras que el
otro reprendía al ofensor; para él era el fin de la vida, pero el comienzo de su enderezamiento; entregaba el
alma y recibía la salvación. Luego de haber reprendido al otro, dijo “Acuérdate de mi, Señor”, no pongas
atención a aquello porque los ojos de su inteligencia están ciegos, sino “acuérdate de mi, tu compañero de
ruta, heme aquí tu compañero de ruta hacia la muerte: “acuérdate de mi, tu compañero de viaje; no digo
ahora, sino “cuando estés en tu reino”.
Cirilo se vuelve entonces hacia el ladrón: “¿Qué potencia te iluminó, oh ladrón? ¿Quién te enseñó a adorar al
ser despreciado y crucificado contigo? ¡Oh Luz eterna que ilumina las tinieblas!”.
Luego Cirilo continua representándose el diálogo de Cristo con el ladrón: “Ten valor, no que tus obras sean
capaces de darte valor sino porque aquí está el Rey que te favorece. La pregunta admitía una larga espera,
pero la gracia fue rapidísima: “En verdad te digo, hoy día estarás conmigo en el Paraíso”, porque hoy día
escuchaste mi voz y no endureciste tu corazón. Estuve presto a condenar a Adán, estoy presto a darte mi
favor… Para ti, que hoy obedeciste a la fe, hoy la salvación es tu heredad… ¡Oh gracia inmensa e inexplicable:
Abraham, el creyente por excelencia no había entrado todavía, y el ladrón entra, el hombre de la hora
undécima… No presto atención a la obra sino que me contenté con acoger la fe (XIII, 31).
Para Cirilo, el buen ladrón se vuelve, pues, un ejemplo elocuente de la doctrina paulina de la justificación por
a fe, operante bajo el imperio de la caridad (ver Ga 3, 9; 5, 6). Interpretación aceptable si no se olvida que
Lucas, narrador del incidente relativo al buen ladrón, era un discípulo de Pablo.
La contemplación creyente de la Pasión de Jesús hace de Cirilo un apóstol del signo de la Cruz, al menos en
dos oportunidades: “No nos ruboricemos de la Cruz de Cristo, aun si otro la esconda, tu márcala visiblemente
sobre tu frente con el fin de que los demonios, a la vista de este signo real, huyan lejos, aterrorizados. Traza
este signo al momento de comer y de beber, de levantarte, de caminar, en fin, en toda acción. Porque quien
fue crucificado aquí está en los cielos… Cuando los demonios ven la cruz, recuerdan al Crucificado. Temen a
Aquél que aplastó las cabezas del dragón” (IV, 14; XIII, 36).
En Cirilo, la explicación del Símbolo se convierte en pedagogía con miras a un crecimiento en la fe, como en la
caridad hacia el Señor crucificado y sus amigos en humanidad, frente a los cuales hace falta dar testimonio
para atraerlos a la fe.
El catequista de Jerusalén suscita en sus oyentes el deseo de ser crucificados con Cristo: “Jesús fue
crucificado por ti a pesar de su inocencia, ¿no serás crucificado por Aquél que fue crucificado por ti? No
concedes un favor, pagas tu deuda a Aquél que fue crucificado por ti sobre el Gólgota” (XIII, 23). Cirilo
menciona, además, la sepultura de Jesús y su descenso a los infiernos (IV, 11: XIII, 35)
Cirilo pasa revista a todos estos artículos del Símbolo. Enumera largamente los testigos de la Resurrección: en
la catequesis XIV, nuestro catequista hace desfilar delante de nosotros a los Doce, los quinientos, Santiago,
Pablo, las santas Mujeres, los lienzos, los soldados; pero no distingue, al parecer, entre los testigos oficiales
que son los apóstoles y los simples testigos de hecho, como las mujeres; el lector (y el oyentes de antaño)
presienten oscuramente que Cirilo mira a los testigos particulares en el seno del testimonio de la Iglesia
universal que encarna y continua. En suma, fue a través de la Iglesia, que Cirilo, como Agustín, recibió el
Evangelio de Cristo y continúa su adhesión.
Su manera de comprender a Cristo sentado a la derecha del padre merece una mayor atención por parte
nuestra atención “no suframos a aquellos que afirman erróneamente que el Hijo comenzó a sentarse a la
derecha del Padre sólo después de la Cruz, la Resurrección y la Ascensión. No es, en efecto, como
consecuencia de un progreso, sino desde que existe – porque es desde siempre engendrado – que se sienta
también con su Padre… No entró en posesión de esta dignidad del trono como consecuencia de su venida en
la carne, sino antes de todos los siglos, Él el Hijo único, engendrado de Dios, Nuestro Señor Jesucristo, que
desde siempre posee el trono a la derecha del Padre” (XIV, 27-30)
Sin impugnar la verdad fundamental de esta afirmación, queda claro que constituye una explicación post-
arriana. Sin Arrio, Cirilo, sin duda, no habría tenido la ocasión de afirmar claramente que el Hijo eterno, en
tanto que engendrado eternamente por el Padre, esta ya anteriormente a la creación, sentado a la derecha
del Padre, en una beatitud infinita, gobernando el mundo con Él en la ocupación-posesión del mismo y único
trono y de la misma y única naturaleza divina. Cirilo nos dice así que cree que el Hijo es, con el Padre, el
Todopoderoso y Todoteniente que creó y gobierna el cielo y la tierra. Relee el artículo segundo del Credo a la
luz del artículo primero. Se comprenderá mejor, bajo este ángulo, que el Hijo sea llamado al principio de este
segundo artículo: “Nuestro Señor” y que, Creador de los vivos y los muertos como Hijo eterno, sea
proclamado el Juez de cada uno de ellos en tanto que Dios y en tanto que hombre.
En la sorprendente decimoquinta catequesis, Cirilo desarrolla, a la luz de Pablo, una teología del ínterin”, es
decir de los signos anunciadores de la segunda venida de Cristo: impostores, guerras, enfriamiento de la
caridad (visible especialmente en los conflictos entre obispos), evangelización universal, extensa apostasía,
reino del Anticristo, expresada en términos sobre todo negativos en la decimoquinta catequesis, se
encontrará completa de manera más positiva en el tercer artículo, sobre el Espíritu Santo.
Para Cirilo, oponiéndose si nombrarlo, a Marcelo de Ancira (Ankara), el juicio pronunciado por Cristo
vencedor, lejos de estar seguido por una disolución moralista del Hijo en una divinidad unipersonal, será, por
el contrario, el principio de su reino eterno: poco después de la catequesis de Cirilo, el concilio local de
Jerusalén, en 350, integrará en el Credo de esta Iglesia esas palabras lucanas que la Iglesia universal
conservará definitivamente: “y su reino no tendrá fin” (Lc 1, 33). Cirilo es aquí vehemente: “¿Entonces,
impíos, ustedes las criaturas de Cristo permanecerán, mientras Cristo, por quien existen, lo mismo que todas
las cosas, morirá? Esta palabra es una blasfemia”, exclama Cirilo (XV, 30).
El comentario de Cirilo del segundo artículo termina así, en la proclamación de la eternidad de Cristo-Hijo, sin
comienzo ni fin: su reino no termina puesto que no ha comenzado, es eterno (XV, 32).
Hacia 385, Gregorio de Niza, en su gran Discurso catequético, a menudo más filosófico que bíblico, reunirá
estas afirmaciones de Cirilo sobre la plena y eterna divinidad de Cristo: el nacimiento y la muerte de Cristo
que significan el comienzo y el fin de su vida terrestre, sin disminuir en nada su persona eterna de Hijo único
(XIII,4).
Sección segunda
Teodoro de Mopsuestia
En sus Homilías catequéticas, entre 381 y 392, el obispo Teodoro de Mopsuestia, cuya vocación sacerdotal
parece haber sido salvada por Juan Crisóstomo, nos dejó comentarios metódicos del Símbolo de Nicea.
Retomemos aquí lo que concierne al artículo segundo, a partir de la tercera homilía.
“Creo en un solo Señor, Jesucristo”. El texto, subraya el obispo, quiere enseñarnos a la vez, al Padre, al Hijo y
al Espíritu Santo… En otras palabras, nos hace conocer a Dios el Verbo, Hijo verdadero, connatural a su Padre,
que con derecho llama Señor, para hacernos comprender que es de la naturaleza divina de Dios Padre. El
Padre, en efecto, no es llamado un solo Dios, como si el Hijo no fuese Dios, ni el Hijo es llamado Señor único”.
Aquel que dice: “único es Dios” indica también que el Señor es único… para distinguir las hipóstasis. De cada
una de ellas afirma que es única, con el fin de que las dos hipóstasis sean conocidas como siendo una sola
naturaleza divina y esta es en verdad Señor y Dios.
Un solo Señor Jesucristo: “es el nombre mismo del hombre del que Dios se revistió, según la palabra del
Ángel: será llamado con el nombre Jesús” (Lc 1, 31). Pero agregaron Cristo con el fin de dar a conocer al
Espíritu santo: Jesús Nazareno, que Dios ungió con el Espíritu Santo y con su fuerza” (Ac 10, 38).”
Sin ser muy severos por la expresión “se revistió”, que se inclinaba hacia el nestorianismo, que se reprochará
más tarde a Teodoro, subrayaremos sobre todo la intención del obispo: confesar las dos naturalezas, divina y
humana, presentes en el único Señor Jesús.
Teodoro subraya, seguidamente “que no es una sola naturaleza que ellos [los Padres de Nicea] llaman Único
y Primogénito de todas las criaturas, ya que no se puede decir estas dos cosas de una sola naturaleza. Hay, en
efecto, mucha diferencia entre un Hijo único y un primogénito; porque primogénito se dice de hermanos
numerosos, pero único es aquel que no tiene hermanos… el Hijo único [es] aquél que sólo es por generación
del Padre y es sólo Hijo y siempre existe con su Padre y es conocido con Él, porque en verdad es Él el Hijo
nacido del Padre… Es llamado “primogénito” de todas las criaturas” porque él mismo en primer lugar fue
renovado (resurrección de entre los muertos) y enseguida renovó a las criaturas” (hom. III, 9).
“[Los Padres de Nicea] dijeron con todo derecho “único” y a continuación “primogénito” porque convenía
que primero nos indicaran que es Aquél que nació en la forma de Dios y por su misericordia asumió nuestra
naturaleza y que enseguida nos hablaran de la forma de esclavo asumida para nuestra salvación (hom. III,
10). Nacido de Dios, no fue hecho. Es de la naturaleza de Dios y no es “obra”. Luego, Teodoro subraya e
motivo de la Encarnación: por causa de nosotros los hombres y por nuestra salvación, dicen los Padres (de
Nicea): no fue sólo por causa de los hombres, sino es el fin de su venida lo que nos enseña: vino para salvar a
los hombres, con el fin de que aquellos que estaban perdidos y entregados al mal, por una gracia y una
misericordia inefables, los vivificaba y liberaba del mal. He aquí por qué descendió del cielo” (hom.V,3).
“Descendit: no fue desplazándose de un lugar a otro. Porque no nos hace falta pensar que la naturaleza
divina, que está en todo lugar, se deslace de un lugar a otro, porque no es posible que la naturaleza divina,
siendo incorpórea, esté encerrada en un lugar y que es imposible que se desplace de un lugar a otro lo que
está en todo lugar…” Citando Jn 1, 10-11, Teodoro agrega; lo que llama descenso de Dios es la
condescendencia de Dio: elevado por encima de todos, condescendió para salvarlos de la tribulación” (hom.
V, 4).
Teodoro – contra el apolinarismo – ve en asunción por el Hijo de un alma humana, un aspecto esencial del
carácter salvífico del misterio de la Encarnación: No fue [sólo] un cuerpo que [el hijo] debía asumir, sino
también un alma inmortal” (hom. V, 10)
Es en este sentido que Teodoro habla de la sunción, por el Verbo, de un hombre perfecto, es decir provisto
de un alma racional. El obispo de Mopsuestia cree que el Verbo “asumió todo el hombre para nuestra
salvación y por el operó la salvación para nuestra vida” (hm. V, 19).
Destaquemos de pasada que la Iglesia, condenando, después de su muerte algunos pensamientos atribuidos
a Teodoro, no expresó ningún juicio negativo sobre sus homilías catequísticas (consideradas en su conjunto) y
esta permitido pensar, con el cardenal A. Grillmeir, que las formulaciones de Teodoro prepararon las del
Concilio de Calcedonia sobre la unión perfecta de las dos naturalezas de Cristo en su única persona.
Sección tercera
En sus Cartas festales – escritas cada año con ocasión de la fiesta de Pascua – Cirilo manifiesta, por su manera
de comentar las grandes verdades de la fe, algunas convergencias sorprendentes con Teodoro de
Mopsuestia.
Así, en la octava carta vestal, en 420, Cirilo dice: “Cristo es idénticamente Monógeno y primogénito entre una
multitud de hermanos en tanto que hombre, y, de otro lado Monógeno en tanto que Verbo nacido de Dios
Padre” (6). Aquí, Cirilo com Teodoro, dependen de Orígenes (In Jo. 11,50; SC 385, 139).
Como los otros Padres, Cirilo subraya fuertemente, en el contexto del relato “tipológico”, sobre Abraham e
Isaac, que “no es el poder humano ni el orgullo de aquellos que le eran hostiles que condujeron a Nuestro
señor Jesucristo a la Cruz sino la voluntad del Padre, por así decirlo, la que permitió, según la economía, que
sufriese la muerte por todos. He aquí lo que significa de manera simbólica el hijo conducido al sacrificio por
su padre” (carta Vª, 417, 7).
Cirilo concluye magníficamente la decimoprima carta vestal, en 423, por una presentación resumida de la fe
cristológica de la Iglesia que conviene citar aquí largamente:
Creador de todas las cosas visibles e invisibles, Dios Padre es también, por querer, Padre. Es en este sentido
que decimos que todo viene de Dios.
Pero de Aquél que engendra personalmente no es el Creador sino el Padre por naturaleza. Porque engendró
verdaderamente no por emanación, cortadura o pasión, como justamente, seguramente, se puede constatar
en lo que nos concierne: en efecto, si un cuerpo proviene de un cuerpo, es que ha habido un fraccionamiento;
no, Dios no ha engendrado de esta manera porque no es corporal y no está en un lugar, no tiene forma o
límites, sino una manera que escapa a la comprensión y al discurso porque es Dios. Porque no se podría
admitir que la naturaleza que supera todas las cosas esté afectada por nuestras pasiones.
El Padre, pues, engendró de sí mismo al Hijo, luz nacida de la Luz huella y radiación de su propia hipóstasis,
como está escrito.
Entonces, estábamos en la peor de las situaciones: la muerte reinaba, el dragón malo y rebelde ejercía su
imperio sobre la tierra, el pecado era más fuerte; se hizo hombre para sustraernos de todos los males que han
sido numerados.
Ahora bien, esto se convirtió en verdad y habiendo tomado carne de una mujer, es decir de la Santa Virgen
María, conforme a las Escrituras, “Fue visto sobre la tierra y vivió entre los hombres” (Baruch 3, 38). Lo que se
veía era un hombre según la naturaleza de la carne y verdaderamente perfecto respecto de la humanidad.
Pero era Dios con mayor verdad.
Por este motivo, si nuestro pensamiento es ortodoxo, afirmamos que no hay dos hijos, ni mucho menos dos
cristos o señores, sino un solo Hijo y Señor, tanto antes de la Encarnación como cuando tuvo la envoltura de
la Carne.
…El Señor brilló verdaderamente sobre nosotros que marchábamos en la noche de las tinieblas; iluminando
por medio de palabras que conducían el corazón de sus oyentes a la piedad, alentaba vivamente a lanzarse
sobre Dios, mostrando, por otro lado, por medio de sus prodigios que sobrepasan la razón, que era Dios por
naturaleza.
…Él, siendo la vida por naturaleza, aceptó que su carne sufriese la muerte, en razón de la economía a causa de
nosotros, para ser el Señor de muertos y vivos (Rm 14,9).
Descendió en el Hades, anunció la buena nueva a lo espíritus que estaban ahí, abrió a los de abajo las puertas
que estaban siempre cerradas, vació el antro insaciable de la muerte y resucitó al tercer día, y subió al Padre,
con la carne que había asumido como primicias de nuestra naturaleza, Primogénito, nacido de entre los
muertos, con el fin de tener, en todo, el primer rango (Col 1,18).
Vendrá nuevamente por nosotros, desde el cielo, como juez, para retribuir a cada uno según sus obras,
porque juzgará la tierra con justicia (Ps 95, 13).
En esta profesión de fe, Cirilo de Alejandría prefigura su próximo combate contra Nestorio insistiendo sobre
la unidad de Cristo y rechazando explícitamente toda dualidad no unificada en él y afirma tajantemente su
“intuición fundamental”: la trascendencia de la naturaleza divina de Cristo sobre la naturaleza humana: no
están en pie de igualdad, ya que aquella creó a ésta a partir de la nada.
Comentando con muchos Padres el artículo segundo del Símbolo, argumentando sobre el Hijo, hemos podido
constatar que los padres estuvieron condicionados por la necesidad de luchar contra las herejías, es decir
contra las falsas interpretaciones del misterio del Hijo encarnado en su doble relación con el Padre y con el
mundo. En los griegos, los comentarios subrayan sobre todo la igualdad del hijo con el Padre. La vida
terrestre del Hijo – como también en los latinos – está resumida en su nacimiento y su muerte glorificada de
futuro Resucitado.
Los Latinos
Sección primera
San Agustín
Encontramos en Agustín dos tipos muy diferentes de comentarios del Símbolo: las explicaciones homiléticas y
litúrgicas de una parte, las presentaciones doctrinales y teológicas por otra.
Las primera se sitúan en el contexto de la Semana Santa. Están dirigidas al pueblo, especialmente a los
catecúmenos que se preparan al bautismo. Agrupamos aquí los textos en el orden del Símbolo mismo más
que en el de los sermones.
En el sermón 214, Agustín profundiza la afirmación: “El Hijo nació del Espíritu Santo y de la Virgen María”.
Escuchémosle: “Decimos que nació del Espíritu y de la Virgen María porque, cuando la Virgen santa preguntó
al Ángel: “¿y esto cómo puede ser?”, el Ángel le respondió: El Espíritu santo vendrá y la fuerza del Altísimo te
cubrirá con su sombra. Por eso el Santo que nacerá de ti será llamado hijo del Espíritu Santo… Debido a esta
concepción santa, en el seno de la Virgen, realizada por consecuencia del fuego de la concupiscencia de la
carne, sino en función del fervor de la caridad creyente, se dice Cristo nacido del Espíritu Santo y de la Virgen
María, de tal suerte que la naturaleza humana es relativa a aquella que concibe y engendra, la naturaleza
divina al Espíritu Santificador: “Santo” viene de la Virgen María; lo mismo que el Hijo de Dios es el Verbo
hecho carne. En tanto que Verbo, es igual al Padre; en tanto que hombre, su Padre es más grande” (214,6).
Hay que remarcar muchas cosas aquí. Destaquemos, primeramente el cuidado con el cual Agustín, que -por
otro lado sigue la tradición anterior- quiere mostrar en el evangelio de Lucas el fundamento y el alcance de la
afirmación de la fe sobre la concepción virginal del Salvador.
Luego, subrayemos la sutil distinción entre el error rechazado (Cristo, hijo del Espíritu Santo) y la verdad
profesada: Cristo nacido del Espíritu, es decir de la acción del Espíritu. Volveremos sobre este punto
presentando las vistas de Agustín teólogo.
En otro lugar, en el sermón 215, Agustín evoca también este nacimiento virginal de Cristo por el Espíritu para
subrayar que las dos generaciones de Cristo y según la divinidad y según la humanidad son todas objetos de
fe, que sobrepasan los alcances de la razón humana. Para Agustín, la fe prodigiosa de María, luego de su
diálogo con el Ángel, ilumina y estimula nuestra fe, más fácil, en el misterio del doble nacimiento de Jesús:
“Creemos en Nuestro señor Jesucristo, nacido de la Virgen María por la acción del Espíritu, porque la misma
bienaventurada María concibió en la fe a aquél que ella engendró en la fe. En efecto, un único modo de
engendrar fue conocido por ella, no por experiencia personal, sino aprendido por ella por frecuentar a otras
mujeres; es decir, el nacimiento de un ser humano a partir de un hombre y de una mujer; ella recibió la
respuesta angélica: “El Espíritu Santo vendrá a ti… El santo que nacerá en ti será llamado Hijo de Dios” (Lc1,
34-35). Frente a estas palabras del Ángel, María, llena de fe, concibió a Cristo en su espíritu antes de concebir
en su vientre y respondió al Ángel: “He aquí la esclava del Señor, hágase en mí según tu palabra” (Lc 1,38). Es
decir: que el Hijo de Dios sea concebido sin simiente viril en una Virgen… María creyó y lo que creyó
aconteció en ella “Christum prium mente quem ventre concipiens… credidit Maria et in ea quod credidit
factum est”.
San Agustín, como se ve, no se limitó a enraizar la fe de la Iglesia concerniente al nacimiento de Cristo en el
evangelio lucano; quiso subrayar más que el consentimiento de María al misterio no sólo había sido libre sino
que además había sido dado con plenitud de fe en la Palabra de Dios transmitida por el Ángel Gabriel.
Considerando la participación de María, desde la Anunciación, en la obra de salvación, Agustín nos la muestra
como una Virgen prudente, creyente y amante.
En Agustín, el artículo cristológico (Jesús nacido del Espíritu santo y de la Virgen María) se vuelve mariológico
y eclesial.
Definiendo el nacimiento histórico de Cristo como un nacimiento espiritual (“por obra del Espíritu”) y virginal
(de María virgen), el artículo del Símbolo se vuelve, para él y para los Padres posteriores, el fundamento del
nacimiento sacramental de Cristo por obra del Espíritu Santo y de la Iglesia virgen y también del nacimiento
moral o místico del alma creyente, siempre por obra del mismo Espíritu. Conservando toda su significación
cristológica, nuestro artículo – dice R. Cantalamesa (Credo in Spiritum Sanctus, I, 111) – cobra también un
sentido mariológico y sobre todo especial. Como Jesús nació de una madre virgen por obra del Espíritu Santo,
así los cristianos “han nacido de Dios y del corazón de la madre Iglesia por el Espíritu Santo” (sermón 359, 4).
La virginidad de María simboliza la apertura de la Iglesia a la acción del Espíritu.
En sus homilías pascuales, el obispo de Hipona nos ofrece también proposiciones sugestivas sobre esta parte
central del segundo artículo del Credo.
Agustín nos muestra, primeramente, (sermón 212) el presupuesto común al conjunto de afirmaciones que
integran el artículo segundo: la asunción por el Hijo de Dios de la “condición de esclavo” (Ph 2, 7). Es decir de
la naturaleza en su condición herida por el pecado.
“Por esta condición, el Invisible fue visto… en esta condición de esclavo, el Todopoderoso fue debilitado
porque padeció bajo Poncio Pilato. Por esta condición de esclavo, el Inmortal murió: porque fue crucificado y
sepultado. En esta condición de esclavo, el rey de los siglos resucitó al tercer día. En esta condición de
esclavo, Aquél que es el brazo del Padre se sienta a la diestra del Padre. En esta condición de esclavo, vendrá
a juzgar a los vivos y a los muertos: en ella quiso compartir [la misma suerte de los] muertos, siendo la vida
de los vivos”.
Lo que Agustín quiere subrayar, es que la debilidad, la Pasión, la muerte, la crucifixión, la sepultura de Cristo,
luego su Resurrección, su Ascensión, su entronización a la derecha del padre su regreso como Juez,
conciernen a su naturaleza humana y la presuponen; y sin embargo, cada vez, es el Hijo de Dios, en su
humanidad, que es crucificado, sufre, muere, sube al cielo y se sienta a la derecha del Padre y juzgará a los
vivos y a los muertos.
En su tercer sermón Guelferbytanus (ed. S. Poque, SC 116, 200-209) sobre la Pasión del Señor, Agustín aborda
en profundidad una objeción frecuente en la época patrística: los que nos lanzan como un insulto que
honramos un Señor crucificado… no comprenden en lo más mínimo lo que creemos y afirmamos.
Porque nosotros no afirmamos que en Cristo murió lo que era Dios, sino lo que era hombre [quod Deus erat
sed quod homo erat]. En efecto, cuando muere, no importa quien, en lo que es esencialmente hombre, es
decir lo que los separa de la bestia, el hecho que tiene inteligencia, que discierne lo humano de lo divino, lo
temporal de lo eterno, la falso de lo verdadero, es decir, su alma racional, esta alma no sufre la muerte como
su cuerpo; sino cuando muere, permanece viva, lo abandona y sin embargo se dice un hombre esta muerto.
“¿Por qué no se diría, también: Dios murió, sin que se entienda que pueda morir lo que es Dios, sino la parte
mortal que Dios había asumido por los mortales?
“En efecto, cuando un hombre muere, el alma que está en su carne no muere; de la misma manera, cuando
Cristo murió, la divinidad que estaba en el hombre no murió.
“…Dios, que es espíritu (Jn 4, 24) pudo unirse con una unión espiritual, no a un cuerpo sin espíritu, sino al
hombre que poseía un espíritu.”
Aquí, Agustín recurrió a la imagen antropológica del misterio de la Encarnación: la unión entre alma inmortal
y el cuerpo mortal en el ser humano ayuda a comprender la unidad entre la persona divina del Verbo y su
humanidad mortal: más precisamente, entre la naturaleza divina (quod Deus erat). Como el alma huma
conserva su inmortalidad no muere cuando muere el cuerpo que animaba, así la naturaleza divina conserva
su eternidad y no muere cuando Jesús muere. La continuación de nuestra exposición mostrará que Agustín
no subrayó demasiado la persona del Verbo.
En el sermón 213, pronunciado con ocasión de la “tradición del Símbolo”, fue introducido un matiz
importante: “el hombre fue crucificado, el hombre fue sepultado; en Dios no hubo cambio, a Dios no lo
mataron, pero sin embargo murió en tanto que hombre”. En el lenguaje actual de la Iglesia (que desde Éfeso
afirmaba claramente que María, Madre de Dios, no es madre de la divinidad), diríamos: la divinidad no está
muerte, no estaba crucificada, sino la persona divina del Hijo está muerto en su humanidad. La Iglesia no
había aprobado explícitamente, todavía, el adagio de los monjes escitas: “uno solo de la Trinidad fue
crucificado.” Agustín parece experimentar cierta incomodidad delante de una admisión perfectamente
coherente de “la comunicación de los idiomas” y emplear por turnos formulaciones contradictorias, diciendo
tanto que Dios murió, como que no murió. Pero el pensamiento es suficientemente claro.
La incomodidad se explica, en parte, por el recurso a la imagen ambigua de la vestimenta para designar la
humanidad del Hijo encarnado, en el mismo sermón: Si alguien escinde tu túnica sin lesionar tu carne, te
injuria, pero no gritas una protesta respecto de tu vestido, al punto de decir: “has escindido mi túnica”, dice,
más bien, me has rasgado”. Dices la verdad y sin embargo, el que te lesionó nada tomó de tu carne.
“Así, Cristo Señor fue crucificado. Es el Señor, y es único para su Padre. Es nuestro Salvador, es el Señor de
gloria (1 Co 2, 8).
“Y sin embargo fue crucificado, pero en la carne sola [sepultus in sola].
“Porque su alma no estaba ahí donde estuvo sepultado y cuando lo fue. Yacía en la sepultura por su carne
sola y sin embargo lo confiesas como Jesucristo nuestro Señor, el Hijo único…
“Solo su carne esta en el suelo y ¿tu dices, sin embargo: nuestro Señor?
Te digo con toda claridad: porque veo el vestido, adoro también a Aquél que está revestido [vestem intueor,
vestitum adoro]. Esta carne fue su vestido. Tomando la forma de esclavo se revistió con un comportamiento
de hombre (Ph 2, 6-7)”.
Lo que Agustín quería decir a sus oyentes se hace más claro en su respuesta a la pregunta 73 entre las 83
cuestiones que lo agitaron entre su conversión y su elevación al episcopado: “La humanidad fue asumida de
manera que fuese transformada para mejor y a recibir [del verbo] una formalidad inefablemente más
perfecta y más íntima que el hábito revestido por el hombre.
Así pues, por el término habitus el Apóstol destacó suficientemente en qué sentido dijo “habiéndose vuelto
semejante a los hombres (Ph 2, 6-7): no por una transformación en hombre sino por lo que se manifestaba,
habitu, cuando se revistió de la humanidad para, adjuntándosela y adaptándosela, asociarla a [su]
inmortalidad y eternidad… El Verbo no fue alterado por la asunción de la humanidad de la misma manera
que los miembros no se alteran cuando se les recubre con hábitos. Sin embargo, esta asunción unió
inefablemente lo que estaba unido a lo que lo asumía”.
Se podría resumir las limitaciones de la imagen del hábito para significar la humanidad del Verbo, diciendo
que un vestido no es una libertad; ahora bien es la libertad humana asumida por el Verbo divino la que opera
el misterio de nuestro rescate, reparando los abusos pecaminosos de las libertades creadas.
En sentido inverso, la ventaja de esta imagen es su fundamentación en el texto griego de la epístola a los
Filipenses (2,7), como lo subraya san Agustín: “el texto griego contiene schémati para el cual tenemos habitus
en latín.”
Además, la imagen del vestido es más fácilmente inteligible (siempre que estén expuestos los contrasentidos)
por los simples, que otras explicaciones que ponen en relieve la misteriosa relación entre libertad divina y
libertad humana en Dios hecho hombre.
En el sermón 214 (§7), Agustín insiste en la relación entre la persona divina del Hijo y los diferentes misterios
de su vida humana: tristeza de su alma (en el jardín de Getsemaní) crucifixión, sepultura para subrayar en el
Dios hecho hombre la unidad y la totalidad. “Como Nuestro Señor Jesucristo es entero, el Hijo único de Dios,
Verbo y hombre, y, por decirlo más expresamente: Verbo, cuerpo y alma; a esta totalidad se remite la tristeza
de su alma sola hasta la muerte, la crucifixión en su humanidad sola, la sepultura en su sola carne [ad totum
refertur quod in sola anima tristis fuit… in solo homine crucifixus est… in sola carne sepultus]”.
Agustín toma una imagen para hacerse comprender mejor: “Decimos en efecto que el único Hijo de Dios,
Nuestro Señor Jesucristo, fue sepultado. Como por ejemplo decimos que el Apóstol Pedro yace hoy en una
tumba, mientras que decimos que se regocija reposando en Cristo. Se trata del mismo apóstol; no hay dos
apóstoles Pedro, sino uno solo. Es el mismo del que decimos que en su solo cuerpo yace en el sepulcro y que,
en su solo espíritu, se regocija en Cristo”.
En el extracto que acabamos de citar, constatamos que Agustín se aproxima al lenguaje que la Iglesia
terminará por hacer suyo, asumiendo la fórmula de los monjes escitas, evocada líneas arriba: “uno solo de la
Trinidad fue crucificado”. Precisa mejor que los actos realizados por el Verbo encarnado en su naturaleza
humana están infinitamente realizados por su persona divina.
Concluye legítimamente; “no tengas vergüenza de la ignominia de la Cruz, que por ti Dios mismo no dudó en
recibirla y di con el Apóstol: “que jamás me gloríe sino en la cruz de Nuestro señor Jesucristo” (Ga 6, 14) y el
Apóstol mismo te responde: “no he querido saber nada entre ustedes sino Jesucristo crucificado” (1 Co 2, 2)”.
En el sermón 214 (§8), Agustín presenta de esta manera la Resurrección: “El tercer día, Él resucitó en una
carne verdadera, que no debía morir jamás. Esto fue verificado por los discípulos, con sus ojos y sus manos;
una bondad tan grande nos los habría engañado, ni extraviado tan grande verdad… Estuvo cuarenta días con
sus discípulos, temeroso de que el gran misterio de su resurrección, si se hubiese sustraído a sus ojos
inmediatamente, no fuese considerado una mistificación [ludificatio].”
Frente a una posible duda, Agustín reaccionó en el sermón 216 (§6), en estos términos: Cuando se te ha
dicho, creo que Jesús nació, sufrió, fue crucificado, muerto, sepultado, creíste más fácilmente, como si se
tratara de un hombre; ahora, porque se te dice, el tercer día resucitó de entre los muertos, ¿dudas, oh
hombre? Considera a Dios, piensa en su omnipotencia y no dudes más. Entonces, ¿si pudo, a ti que no
existías, hacerte a partir de la nada, ¿por qué no pudo despertar de entre los muertos a su hombre [hominum
suum] que ya tenía hecho? Crean pues, mis hermanos… es esta fe la única que distingue y separa a los
cristianos de los otros hombres. Porque, y lo Paganos creen hoy, y los Judíos entonces vieron que Jesús murió
y fue sepultado; pero que haya resucitado de los muertos el tercer día ni el Pagano ni el Judío lo admiten…
Creamos pues, hermanos míos, y eso que creemos sucedido en Cristo, esperemos que nos suceda. En efecto,
Dios que ha prometido, no engaña nunca”.
Destaquemos aquí que el Símbolo romano antiguo – a diferencia del de Nicea – no decía nada explícito sobre
la finalidad salvífica de la muerte de Cristo; es cierto, sin embargo, que en el sermón 215 (4, sub fine), Agustín
recuerda que el Señor “se hizo hombre para los servidores impíos y pecadores” y agrega incluso un poco más
lejos: Dios amó de tal manera a los hombres pecadores que murió por amor a ellos”. Agustín cita a Pablo:
“Cristo murió por los impíos… Entonces, como éramos pecadores, Cristo murió por nosotros… Fuimos
reconciliados con Dios por la muerte de su Hijo (Rm 5, 6.8.10; sermón 215, 5)”.
Agustín sabía, pues, y creía que la integralidad del misterio pascual – no sólo la Resurrección, sin también la
Pasión ofrecida como sacrificio – constituía el objeto de la de distintiva de los cristianos, separándolos del
saber solamente histórico de los paganos y de los judíos a propósito de Jesús Crucificado. Los cristianos no
sólo saben con los paganos y los judíos, sino creen que hizo de su muerte un sacrificio de expiación del
pecado del mundo. Desde este punto de vista, la fe en la ofrenda sacrificial de Jesús sobre la Cruz a su padre
a favor del mundo es todo, tanto como la certidumbre de su Resurrección un elemento esencial de las
convicciones cristianas. Incluso se podría decir también: la muerte de Jesús, en tanto que implica un
sufrimiento ofrecido por amor, es un objeto de fe cristiana más específica, tal vez, que la Resurrección;
incluso habría que ayudar que es la muerte de Aquel que debía resucitar, para aplicarnos los méritos de su
Pasión.
A los ojos de Agustín, como de los Padres en general, la fe en Cristo resucitado permite comprender mejor la
primera parte del artículo segundo: el nacimiento virginal de Jesús. En el Sermón 215, 4 el predicador de
Hipona decía: “Nació en esta carne [de María] con el fin de salir pequeñito a través de las entrañas cerradas,
carne en la cual, resucitado y grande, entraría en las puertas del infierno” [per clausa viscera parvu exiret…
resuscitatus per clausa ostia magnus intraret]”. El carácter sobrenatural y milagroso del mundo de la
Resurrección de Jesús, entrando en el Cenáculo cuyas puertas estaban cerradas, hacía inteligible el carácter
milagroso del mundo de su nacimiento, saliendo del seno cerrado de su madre sin violar su virginidad.
Uno no puede –sea dicho de paso- no quedar sorprendido por la virtuosidad con la que los Padres en general,
Agustín en particular, subrayan las conexiones internas entre los diferentes artículos del símbolo de los
apóstoles e incluso entre los diferentes elementos del mismo artículo. Entre la omnipotencia creadora del
Hijo – idéntica a la de su Padre- y su nacimiento virginal por una parte, su Resurrección corporal por otra,
entre estas dos últimas, finalmente.
En su sermón 214 (§8), Agustín nos revela el sentido de la entronización a la derecha del Padre. Simboliza
para él la habitación en la alturas inefables en la que el dijo dominar (habitatio in excelsa et ineffabili
beatitudine). La derecha de Dios nos indica (en el lenguaje bíblico) una indecible elevación de honor y de
felicidad.
Sensible a las transiciones, Agustín nos sugiere (sermón 215, 7) que la fe en esta beatitud del Resucitado-
Subido al cielo debe prepararnos a esperar su regreso como Juez: “presta atención, teme que Aquél, en cuya
Resurrección no quieres creer, venga como juez y tengas que resentirlo [vide nequem non vis credere, sentias
vindicantem]. Aquel que no cree ya está juzgado (Jn 3, 18). Porque Aquél que domina ahora a la derecha del
Padre, como abogado por nosotros, debe venir de allí para juzgar a los vivos y a los muertos. Creamos, pues,
con el fin de pertenecer al Señor, sea durante la vid, sea a la hora de la muerte.”
Pensamiento magníficamente desarrollado en otra homilía para la “tradición del Símbolo” (213, 5.5):
“Confesemos al Salvador para no temer al Juez; aquel que cree ahora en él cumple los preceptos, y el alma
no temerá su venida para juzgar a los vivos y a los muertos; no sólo no la temerá, sino deseará su venida;
¿qué puede hacernos más dichosos que la venida de Aquél que deseamos; que la venida de Aquél que
amamos?
“Pero temamos porque será nuestro juez. Aquél que ahora es nuestro abogado – será entonces – nuestro
juez. Si tenías una causa que defender delante de algún juez, y llevabas un abogado, eras apoyado por este
abogado que te defendería tu causa con todo su poder; y si no la llevaba a término, y tomabas conocimiento
que este mismo abogado vendría como juez, ¡cómo te alegrarías de que tu juez podría ser aquel, que poco
antes, era tu abogado! Y ahora esa misma ruega por nosotros. Le tenemos por abogado y ¿le temeremos
como juez? Porque lo enviamos sin inquietud delante de nosotros, pongamos nuestra esperanza en Él,
nuestro juicio futuro”
En todo este parágrafo, Agustín lee el fin del segundo artículo del Credo a luz de la primera carta
(explícitamente citada) de san Juan (1 Jn 1, 8-2, 2): “si alguien tiene un pecado, tenemos como abogado
delante del Padre a Jesucristo, el justo.” Sintetiza dos imágenes jurídicas (distintas pero complementarias) de
la misión de Cristo: Para los sinópticos y para Pablo, Jesús volverá como Juez, para San Juan esta proposición
se complementa mediante la presentación de Cristo como Abogado, misión actual que prepara su visión
futura.
He aquí como Agustín comentaba el Credo romano para el pueblo africano. Agreguemos ahora las
perspectivas que desarrolló delante de los intelectuales luego del concilio de Hipona, e 393 y en el manual
sobre la fe, la esperanza y la caridad, mucho tiempo después, hacia 420, a propósito de este mismo artículo
segundo del Credo.
En su discurso de 393, Agustín exalta la humildad de Cristo “modelo para nuestra vida, vía segura para llegar
a Dios. No podíamos, en efecto regresar a Él sino por la humildad, desde que caímos por orgullo (Gn 3, 5). N,
Nuestro Salvador se dignó dar ejemplo de esta humildad, Él que se “anonadó tomando la forma de esclavo”
(Ph 2, 6-7)… Él, en tanto que hijo único no tuvo hermanos, pero en tanto que primer nacido quiso de buen
grado dar el nombre de hermanos (He 2,11) a los que, seguidamente y mediante su prioridad (Col 1, 18),
renacen en la gracia de Dios que los adopta como sus hijos (Ga 3,5). Así, el hijo natural de Dios, nacido de la
sustancia paterna, es única; Él es lo que es el Padre, Dios [salido] de Dios, Luz [salida] de la Luz. En cuanto a
nosotros, no somos la luz por naturaleza; somos iluminados por esta luz [del Verbo], con el fin de poder
brillar por la sabiduría” (De fide et símbolo IV,6).
Encontramos acá, bajo la pluma de Agustín, las distinciones y nexos ya observados en Orígenes, Cirilo de
Jerusalén y Cirilo de Alejandría. Agustín también puso lo suyo: la insistencia sobre la humildad, Cristo y el
cristianismo; una humildad que condiciona la orientación hacia la salvación eterna. Al tiempo de decir – y
encontraremos este aspecto poco después – que el artículo segundo está orientado por Agustín (y por los
Padres en general) hacia su consumación escatológica esbozada en el artículo tercero, con el don del Espíritu.
San Agustín tratará de profundizar, un cuarto de siglo más tarde, la naturaleza de esta humildad del salvador,
en su manual: “El género humano estaba afectado por una justa condenación, todos eran hijos de la cólera
(ver Ep 2, 3): “éramos, por naturaleza, hijos de la cólera como los otros. Todos los hombres estaban
condenados a esta cólera por el pecado original de una manera tanto más grave y más funesta, pecados a los
que habían agregado otros más pesados y numerosos; le hacía falta un mediador; es decir un reconciliador
que apaciguara esta cólera mediante la ofrenda del sacrificio único, frente al cual todos los sacrificios de la
Ley y los Profetas eran sombras”.
La humildad del Verbo encarnado, que culmina (ver Ph 2,6-10) en su obediencia hasta la muerte de la Cruz,
es, pues, vista por San Agustín como un elemento esencial de su sacrificio de reconciliador y mediador.
Prosigue diciendo:” Si aun cuando éramos enemigos, nos reconciliamos con Dios por la muerte de su hijo,
con mayor razón, una vez reconciliados en su Sangre, seremos salvados de su cólera por Él (Rm 5, 9-10).
“Cuando, por otro lado, Dios monta en cólera, no se trata de una perturbación tal que agite el corazón de un
hombre irritado: en virtud de una metáfora orientada a las pasiones humanas, damos el nombre de cólera a
su justicia vindicativa” (X, 33)
Subrayando que el Cristo es a la vez el Dios reconciliador y el Mediador, el Sacerdote hombre que opera la
reconciliación mediante su sacrificio, Agustín se preocupa mucho de no causar perjuicio a la unidad de Cristo:
Hay un solo Hijo de Dios, no hay dos Hijos de Dios, Dios y el hombre, pero un solo hijo de Dios, Dios y el
hombre, Dios sin comienzo, hombre desde su comienzo determinado, Nuestro señor Jesucristo” (X,35)
Hacia el año 400, este antiguo compañero (en Egipto) de Dídimo el Ciego y (en Jerusalén) de Jerónimo
compuso un comentario del Símbolo, en parte tributario del de Cirilo de Jerusalén.
Su Credo deriva a su vez de la formula romana y del Credo oriental comentada por Cirilo de Jerusalén.
Retendremos los comentarios más significativos referidos al artículo segundo.
Rufino no ignora que, a los ojos del paganismo y especialmente de los gnósticos es indigno de Dios tener
contacto con la carne humana. Bajo la influencia de Agustín, responde: ¿reprocharás a un salvador por
haberse ensuciado retirando del barro a un niño que agonizaba? Por lo demás, Dios no se ensucia, no más
que el sol iluminando las basuras o el fuego consumiéndolas. O, entonces habría que decir que “Dios se
ensució creando al mundo”.
Estas reflexiones de Rufino no parecen deberle nada a Cirilo de Jerusalén. Hemos evocado, líneas arriba, las
respuestas de Cirilo a las objeciones contra la Encarnación virginal del Hijo de Dios. Cosa sorprendente, éste
no hacía ninguna alusión (salvo error de mi parte) a la pretendida inconveniencia de una asunción de la carne
humana por el Creador; sus dificultades eran sobretodo relativas a la concepción virginal. Problemática
diferente.
La diferencia radica, sin duda, en parte, en el hecho que Cirilo era sobre todo sensible – en el contexto del
lugar en que hablaba, Jerusalén – a las objeciones de los judíos, mientras que Rufino, siguiendo a Agustín,
estaba más inclinado a considerar las dificultades opuestas por los maniqueos. Destaquemos, de pasada, a
propósito de la Encarnación en el seno virginal de María, tan claramente afirmada tanto por el Símbolo
romano como por el de Nicea, un hecho importante: si la maternidad divina de María se encontraba
implícitamente proclamada, ninguno de los dos símbolos lo confesaba explícitamente. Así se hizo posible el
nestorianismo (Vicente de Lérins, en su Commonitorium, cap. XV, ver capítulo XIII) precisaba, en 434, poco
después de Éfeso, en el sentido del artículo segundo del Credo: “debemos proclamar a María la Theotokos, la
Madre de Dios, no en el sentido en que lo emplea una herejía impía que sostiene que no es un simple título,
porque engendró un hombre que después se convirtió en Dios, de la misma manera que decimos la madre de
un sacerdote o la madre de un obispo o la madre de un obispo; ahora bien, esas mujeres no trajeron al
mundo más que hombres que después se convirtieron sacerdotes u obispos. No, no es así como Santa María
es Madre de Dios. Sino como ya lo dije, porque en su seno sagrado se realizó este misterio sacrosanto, y que
en razón de esta unidad particular y única de persona el Verbo es carne en la carne y el hombre es Dios en
Dios” (RJ 2171).
Entonces, si Rufino no sintió la necesidad de dejarnos un comentario sobre la maternidad divina, estamos
más sorprendidos de ver con qué insistencia se explica sobre la virginidad de María, no sólo en la
concepción, sino también de su nacimiento. Haciéndolo, preparaba los matices de la fórmula galicana que
habría de retener, definitivamente, el textus receptus debido del Símbolo romano: “concebido del Espíritu
Santo, nacido de la Virgen María”. Citemos, pues, esas afirmaciones tan firmes que engloban numerosos
textos anteriores y posteriores de los Padres: “No hay ninguna corrupción en la concepción de la virgen. Una
concepción nueva fue ofrecida este siglo, y no sin razón. Aquél que en el cielo es Hijo único, y por
consiguiente, incluso en la tierra, único, nació de una manera única”. Después de haber citado Is 7, 14,
nuestro Rufino prosigue “nombrando a María de una manera figurada, la ‘puerta del Señor’, por la cual el
Señor entró en el mundo”, la puerta anunciada con antelación por el profeta Ezequiel, indicando, de esta
manera “el modo admirable de esta concepción: ‘la puerta exterior del santuario estaba cerrada… Yahvé me
dijo. Esta puerta será cerrada, porque el Dios de Israel pasó por ahí. Así es como será cerrada’ (Ezequiel 44, 1-
2).”
Rufin insiste en este tema: “esta puerta de la virginidad fue cerrada, a través de ellas entró el Señor Dios de
Israel, a través de ella pasó del seno de la Virgen en este mundo y la puerta de la Virgen permanece
eternamente cerrada, la virginidad salvada”.
Naturalmente, se puede discutir la exégesis de Ezequiel brindada por Rufino siguiendo a Ambrosio de Milán;
no implica, pensamos, y no pretende indicar el sentido literal del texto profético, pero no su sentido
tipológico, y constituye una bella imagen que esclarece una convicción ya existente de la Iglesia universal, en
su comprensión de los alcances de Is 7, 14. Ambrosio y Rufino elaboran un razonamiento por analogía:
creyendo con la Iglesia que María fue virgen durante la concepción con una virginidad distinta de aquella que
ejercía en la concepción de Cristo, encuentran que el texto de Ezequiel ilustra admirablemente este artículo
de fe.
Para Rufino, el relato lucano de la Anunciación afirmaría la cooperación de las tres personas divinas en el
cumplimiento del misterio de la Encarnación; Rufino reunía así una exégesis clásica durante los primeros
siglos, y según la cual el hijo de Dios proponía, a través del Ángel Gabriel, su propia Encarnación: “Se nos dice
que el Espíritu Santo desciende sobre la Virgen y que la virtud del Altísimo la cubre con su sombra. ¿Cuál es
esta Virtud del Altísimo, sino Cristo mismo, Virtud de Dios y Sabiduría de Dios (1 Co 1, 24)? ¿Y de quién es la
virtud? Del Altísimo. Así pues, el Altísimo está presente, y la Virtud del Altísimo y el Espíritu Santo. Es la
Trinidad oculta en todos lados y siempre presente en todo, la Trinidad distinta en nombres y en personas,
pero inseparable por la sustancia de la Deidad; sólo nace el Hijo, pero el Padre está presente y también el
Espíritu Santo, para santificar la concepción de la Virgen y también su nacimiento”.
En otros términos, Rufino (y otros) interpretan el relato lucano a la luz de los relatos del bautismo como la
Transfiguración de Cristo, y de la cristología paulina de la primera carta a los Corintios: Cristo es el Poder y la
Sabiduría de Dios”.
Aun si no la identificación no está contenida en el relato de la Anunciación, entre Virtud-Poder el Altísimo y
Cristo, sigue siendo verdad que es en nombre de la Trinidad que el Ángel habla a María para proponer la
Encarnación: esto basta `para afirmar que habla en nombre del Hijo. A través del ángel, el Hijo se anuncia.
Rufino, a propósito de Cristo Juez de los vivos y de los muertos, nos presenta una interpretación que no es
más usual: “Cristo juzgará simultáneamente la salmas y los cuerpos”; porque el Símbolo califica “de vivos a
las almas y de muertos a los cuerpos y no quiere decir que algunos llegaran vivos al juicio mientras que otros
serán juzgados después de sus muertes”. Es posible que Rufino dependa aquí de la exégesis de Isidoro de
Pelusa (cartas I, 222; MG 78, 322) interpretando 2 TM 4, 1; en todo caso, piensa que su inteligencia de Cristo
“juez de vivos y de muertos” está en armonía con el lenguaje de Jesús en el Evangelio (Mt 10, 28): no teman
nada de aquellos que matan el cuerpo, pero que podrán matar el alma” (sobreentendido: que se puede
matar a sí misma por el pecado). Sea lo que fuere, en este pasaje, (Comentario del Símbolo 33; ML 21, 369)
Rufino parece adherirse a San Agustín (De la fe y del Símbolo VIII, 15: “creemos que Cristo juzgará a los vivos
y a los muertos; esos términos pueden significar los justos y los pecadores”).
Agustín, sin embargo, admite también que podría tratarse “de los vivos encontrados en la tierra [por Cristo
Juez] antes de su deceso y de los muertos que resucitarán el día de la llegada” de Cristo (ibid.). San Pablo no
había variado en su enseñanza: la última generación de los justos será revestida de inmortalidad sin pasar por
la muerte. “No morimos todos, pero todos nosotros seremos transformados” (1 Co 15, 51). La Tradición
patrística griega (Teodoreto, Epifanio, Gregorio de Niza) y latina (Tertuliano, Jerónimo) comprendió bien a
Pablo. Pero un error de traducción de la antigua versión latina seguida por la Vulgata causó la confusión. Ella
duró muchos siglos.
Pablo nunca dice: “todos los justos resucitarán”. Pero subraya tres verdades; esto es lo que escribe a los
Tesalonicenses (1 Th 4, 15-17): a) los justos muertos en estado de gracia resucitarán e primer lugar. B) los
muertos resucitados y los vivos sobrevivientes serán arrebatados por los aires, al encuentro de Cristo; c)
todos los justos, muertos resucitados y vivos sobrevivientes, estarán por siempre con el Señor (t. II, 443 s).
El Apóstol nada dice sobre los pecadores, vivos o muertos; no se ocupa sino de los justos y de los justos vivos
de la parusía. El “misterio” develado a los Corintios (1 Co 15, 51-53) consiste en esto: aun los justos
perdonados por la muerte deben ser transformados (afirmación repetida). Jerónimo (Epis. 57 ad Marcellam)
lo había comprendido perfectamente: “los santos, sorprendidos en sus cuerpos por la venida del Salvador,
irán a su encuentro con este mismo cuerpo, luego no obstante que haya sufrido la transformación gloriosa y
que de corruptible y mortal, se habrá revestido de la incorrupción y la inmortalidad”.
Transformación física que acompaña una transformación espiritual de la libertad, incapaz, en delante de
realizar un acto meritorio o de demérito: se puede decir que este límite marca la entrada del alma inmortal
en su estado definitivo.
Siguiendo, pero con menos precisión, las huellas de Cirilo de Jerusalén, y de una manera más sintética y
resumida, Rufino previene a su fieles respecto del regreso de Cristo: “debemos saber que el enemigo (Satán)
se esfuerza por imitar mediante una falsedad pérfida este acontecimiento salvador de Cristo para engañar a
los creyentes; y en lugar del Hijo del hombre, cuya venida es esperada en la majestad de su Padre, prepara a
los hijos de la perdición por medio de prodigios y de signos mentirosos con miras a introducir en lugar de
Cristo, al Anticristo, respecto del cual el Señor predijo en el Evangelio : vine en nombre de mi Padre y no me
recibieron; otro vendrá en nombre propio y lo recibirán” (Jn 5, 43). Aquí, retomando a Cirilo de Jerusalén (cat.
XI, 2), Rufino nos propone una interpretación del evangelio de Juan a la que no estamos habituados
actualmente; “el otro” es el impostor. El Anticristo. De ahí, una alerta, que pide a los cristianos no
equivocarse creyendo como advenimiento de Cristo lo que en verdad es el del Anticristo (ver Mt 24,4).
En otros términos, la insistencia sobre el retorno y la segunda venida de Cristo quiere preservarnos del
Anticristo preparado por Satán: por eso Rufino cita extensamente al Apóstol Pablo en su segunda carta a los
Tesalonicenses (2, 3-9).
Terminemos estas indicaciones sobre el artículo segundo en los comentarios latinos del Símbolo evocando las
respuestas de san Pedro Crisólogo a una objeción ya mencionada: “El nacimiento de Cristo fue honor, no
ultraje, misterio del amor y no degradación de la divinidad. Restauró la salvación de los hombres sin
menoscabar la sustancia divina. Que Dios sea encontrado en la carne no es un deshonor para el Creador, sino
un honor para la criatura… Oh hombre, ¿por qué eres tan vil a tus propios ojos, cuando eres tan precioso a
los ojos de Dios?”
Resumamos: los autores latinos, en sus formas de comentar el Credo, fueron influenciados por sus
predecesores griegos, y como se podía esperar, la originalidad de Agustín de Hipona fue única.
Kart Barth se expresa, aquí, de manera particularmente sorprendente: “El segundo artículo comienza
designando a un hombre, Jesús, como objeto del Credo: llama Cristo a este hombre para identificarlo con el
profeta, el sacrificador y el rey del fin de los tiempos, aquel que esperaba el pueblo de Israel; luego, lo califica
de Hijo único de Dios. El primer artículo nos hablaba del Dios escondido; aquí, nos dice que posee una forma
determinada. Nos dice que Dios es el Creador: nos declara, aquí, que es al mismo tiempo criatura. No es sólo
el amo de nuestra existencia; la comparte con nosotros aquí abajo.”
“La confesión de fe no juzgó necesario que precediera a la cristología una doctrina del pecado y de la muerte,
destinada a ser, a la vez, su fundamento y explicación. Jesucristo es la Luz que ilumina la miseria y la
desesperación humanas y no a la inversa. Es necesario que la gracia sea primera para que el pecado se nos
muestre como pecado y la muerte como muerte. Nuestra miseria y nuestra culpabilidad se nos muestran en
Cristo”.
Barth dice incluso: “solamente”. El Antiguo Testamento desmiente semejante exageración. Pero permanece
cierto que la transmisión hereditaria del pecado original no fue revelada sino después de su expiación en y
por la Sangre del nuevo y segundo Adán (sin duda, por eso el Credo del pueblo de Dios, pronunciado por
Pablo VI en 1968, no habla de aquello hasta después de haber confesado la justicia original y a Cristo
crucificado).
“Nunca se cuestionó, verdaderamente, en la Iglesia el nombre de Señor concedido a Jesucristo, prosigue
Barth. Ser Señor, en el sentido en que Pablo lo dice de Cristo (1 Co 8, 6), es decir Creador con el mismo título
que el Padre: ver Ph 2, 10 s.: toda lengua debe confesar que Jesucristo es el Señor. Esto sobrepasa
claramente el sentido que podía tener el epíteto de Señor concedido a la divinidad por los fieles de las
religiones helenísticas o al Emperador romano por el Imperio. El Señorío de Jesucristo significa su divinidad.”
Las palabras “Jesucristo nuestro Señor” definen el contenido del término Credo como el reconocimiento de
una decisión que Dios tomó, concerniente a la existencia del hombre, pero le dan también la forma de una
decisión religiosa, moral, incluso política del hombre que declara simplemente: Credo… La Encarnación de la
Palabra de Dios depende de la decisión divina que da a la vez su contenido y hace posible, al mismo tiempo
una decisión humana.
La palabra “nuestro” afirma que la soberanía de Cristo no es una relación individual entre Cristo y el creyente,
sino más bien el reino de Cristo en su Iglesia. Es en la asamblea de aquellos que son llamados a la fe cristiana,
y nada más que en ella, que Cristo es reconocido y honrado como el Señor; que es reconocido
individualmente por ellos… No puedo tener un Evangelio para mi solo. Una sola vez, por todos, el verdadero
se hizo verdadero hombre en Jesucristo… El hombre no subió hacia Dios, sino Dios descendió hacia el
hombre: tal es el sentido de la Encarnación.
“Padeció bajo Poncio Pilatos”: cuando habla de la muerte de Cristo, Pablo sobreentiende también en un
resumen expresivo, el resto de su vida. Esto vuelve a aparecer con claridad en Ph 2, 6 s. No hablando
únicamente de la crucifixión y de la muerte de Jesucristo, sino mencionando ante todo su Pasión, el Símbolo
no omite el resto de la historia de la vida de Jesús: remite al tiempo en que vivía sobre la tierra y lo menciona
en su conjunto como un tiempo de sufrimiento.”
Estos comentarios de Barth presentan, a nuestros ojos, la ventaja de explicar lo que parecía implícito en los
Padres, estando profundamente en la línea de su pensamiento. En efecto, no conozco textos patrísticos que
subrayen tan claramente la importancia del señorío colectivo y eclesial de Cristo Jesús, ni el carácter redentor
de toda la vida del Salvador. Especialmente Cirilo de Jerusalén parece saltar de la Encarnación a la Cruz. Es
probable, sin embargo, que Agustín haya precedido a Barth en esta presentación de la vida oculta y pública
de Jesús como vida sufriente.
Barth subraya también el sentido del “descenso a los infiernos” que menciona el Símbolo de Nicea: anuncia
que Jesús “predicó a los espíritus en prisión” (1p 3, 19). No se reduce pues, pura y simplemente a la
sepultura, como parece decirlo Rufino de Aquilea (Comentario del Símbolo 18). Implica la idea de una
sociedad de los muertos en la cual Cristo, en su alma, se insertó al punto de poder ofrecerle la Buena Nueva
de la salvación (IX, 120).
Luego, Barth nos presenta el “milagro único de la Resurrección… reside en dos hechos conexos que no
pueden explicarse, según todos los testigos neotestamentarios, ni con un engaño, ni mediante una ilusión, ni
mediante una simple visión: la tumba de Jesús se encontró vacía al tercer día y Jesús mismo se apreció a sus
discípulos como una persona viva que se puede ver, escuchar y tocar. Verdaderamente resucitó y por
verdaderamente se debe entender corporalmente. Así, el don que Dios hizo de sí mismo a la naturaleza y al
destino humanos realmente llegó a su culminación, es decir como la soberanía de Dios sobre esta naturaleza
y sobre este destino” (X, 131 s.).
Para Barth, la Ascensión es una “transición natural entre la Resurrección de Cristo y el lugar que ocupa a la
derecha de Dios”. Nos invita a “buscar en este conjunto la razón de su mención entre los artículos principales
de la fe cristiana” (XI, 138). “Nuestra fórmula expresa mediante una imagen una verdad invisible
naturalmente: la identidad en poder, en soberanía de Dios y de Aquél que, verdadero Dios, se hizo hombre y
murió sobre la cruz”. Imagen simbólica, la expresión “Jesucristo está sentado ‘designa’ la duración, la
permanencia de esta función: no es un acontecimiento del pasado, es un estado que permanece: el reino de
Dios es también el de Cristo… La Confesión de fe subraya así que el hecho que la gloria, el poder y la fuerza
que atribuye a Cristo son verdaderos, eternos y únicos. La soberanía de Jesucristo se ejercerá con los plenos
poderes del dios Creador (Mt 28, 18)” (XI, 138-139).
Adhiriéndose, sin citarlo, a Santo Tomas de Aquino, Barth dice magníficamente: Jesucristo, Hijo eterno de
Dios, no recibió este poder al momento de su Resurrección solamente o al momento de su Ascensión,
porque Dios mismo, no dejó un solo instante, en su Encarnación, en su Pasión, en su muerte, de estar
sentado a la derecha de Dios Padre […] Es en tanto que hombre, solidario con nuestra raza y con nuestra
naturaleza, compañero de nuestro destino, que Cristo está sentado a la derecha de Dios […]. La
manifestación de su elevación se realiza en su Resurrección entre los muertos […]. Es la omnipotencia de Dios
Padre y del Hijo […]. En aquello que Dios hace, vemos lo que Dios quiere y mediante esto lo que Dios puede;
vemos la totalidad de su poder. Aquí, y sólo aquí, vemos lo que Dios puede, quiere y hace en tanto que
Creador: poder de salvación, Omnipotencia divina” (XI, 139-140).
El Catecismo de a Iglesia católica nos ofrece, igualmente, comentarios riquísimos y variados del artículo
segundo del Símbolo: sobre la cooperación de la Virgen con el espíritu, el sacrificio pascual del Hijo único, su
descenso al infierno, su asiento a la diestra del Padre.
A propósito del Hijo único “concebido por el Espíritu Santo y nacido de la Virgen María”, el CEC (485) subraya
que “la misión del Espíritu Santo va siempre unida y ordenada a la del Hijo (Jn 16, 14-15). Desde las primeras
formulaciones de la fe, la Iglesia confesó que Jesús fue concebido por el solo poder del Espíritu Santo en el
seno de la Virgen María, afirmando así el aspecto corporal de este acontecimiento. Los padres ven en la
concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios venido en una humanidad como la
nuestra. Los relatos evangélicos entienden la concepción virginal como e cumplimiento de la promesa divina
dada por el profeta Isaías, a partir de la traducción griega de Mt 1, 23” (CEC 496-497).
Comentando la cristología del Símbolo de Nicea, el documento del Consejo ecuménico de las Iglesias observa:
la aproximación nicena es doxológica y confesional…
“Desde los principios, la aproximación adoptada por los Padres seguía la tendencia confesional. Se la
encuentra ya en los himnos del Nuevo Testamento. Los Padres aceptaron la historia de Jesús tal como la
atestiguan los evangelios y os otros libros del Nuevo Testamento, leyéndola, particularmente, en la óptica del
evangelio de Juan. El marco de referencia [del Símbolo de Nicea] es el prólogo Joánico.
“La aproximación moderna [exégesis histórico crítica] no excluye, como es lógico, la aproximación patrística
confesional.
Estados dos aproximaciones son compatibles y pueden enriquecerse mutuamente, en la medida en que no
aleja la posibilidad de que ya haya estado presente, de manera implícita desde lo inicios de la tradición, que
no fue sino formulada por la sucesión. El Hijo y el Verbo eterno de Dios no hacían sino uno con la realidad
humana de Jesús desde el comienzo” (CFC 107-109, poco antes [106] el texto decía: “la divinidad” de Jesús y
su preexistencia” son consideradas por la exégesis histórico crítica como expresiones de la importancia de la
persona humana de Jesús de Nazareth”).
La expresión subrayada podría chocar a aquellos que están adscritos a la perspectiva evangélica, patrística y
confesional que reconoce en Cristo una única persona divina; La Santa Sede, especialmente, en una
declaración de 1972, rechaza la idea según la cual el “misterio de Jesucristo consistiría en el hecho de que el
Dios que se revela estaría soberanamente presente en (La Documentation catholique 69, 1972, 309).
Sin embargo, la expresión “persona humana” de Jesús fue empleada en un contexto de fe ortodoxa por
muchos Padres y Doctores de la Iglesia: Agustín (Contra Maximinum II, 10, 2; ML 52, 765) y sobre todo León
Magno, en su carta dogmática al patriarca Flaviano (§ 18; DS 295): en este documento solemne, el papa
hablaba de la existencia en Cristo de una sola persona divina y humana (in Christo una Persona Dei et
hominis), es decir: hay en Cristo un solo sujeto y de la naturaleza divina y de la naturaleza humana (donde, si
prefiere, una sola persona teándrica). En otros términos, la misma persona es a la vez divina y humana, pero
no es humana sino porque preexiste como divina. Recordemos aquí que Jn 8, 58 (“antes que Abraham fuera
yo Soy”) implica la exclusión de un yo creado en Cristo, de una persona a la vez humana y creada.
A los ojos de un católico, hay pues una cierta ambigüedad en la manera de expresarse del documento CFC;
pero una explicación que satisfaga la ortodoxia católica y a las Iglesias ortodoxas greco-rusas sigue siendo
posible.
El documento del Consejo ecuménico distingue en seguida tres interpretaciones del misterio de la muerte de
Cristo y de su Pasión que encuentra compatibles: la muerte victoria liberadora, la muerte ofrenda expiatoria,
la muerte de fiel obediencia a la misión (143). Se podría hablar de una expiación fiel, obediente y victoriosa.
Un poco más adelante, “la explicación ecuménica de la fe apostólica” subtítulo del documento) dice: “el
sacrificio de sufrimiento y de muerte ofrecido por Jesús, que se sustituyó a los otros por amor a ellos, se
convirtió en salvación del mundo por fue de esta manera que Dios reconciliaba al mundo con Él” (145).
De ahí la importante conclusión: “el sufrimiento y la muerte de Cristo son la Buena Nueva para nosotros…
Especialmente para aquellos que sufren” (152-153).
¿Es decir, que no hace falta luchar contra el sufrimiento? El documento no lo cree: “En el sufrimiento y la cruz
de Jesús… Dios manifestó su solidaridad con los seres humanos y su compasión por sus sufrimientos…
particularmente cuando su sufrimiento no tiene razón aparente… La solidaridad de Dios los ayuda a luchar
contra el sufrimiento y la muerte bajo todas sus formas. Cuando los humanos son víctimas de la opresión,
tienen la seguridad que Dios vela sobre los derechos de los oprimidos. Se podría, tal vez conciliar estas dos
orientaciones contrastantes (por un lado el sufrimiento de Cristo por nosotros es “buena nueva”, por otra
parte hay que luchar contra el sufrimiento) diciendo: Dios quiere que luchemos contra los sufrimientos que
no forman parte de su plan y que ofrezcamos aquellos que si lo son, con obediencia y compasión a favor de
los prójimos (ver Col 1, 24; 1 Co 10, 13).
El Catecismo de la Iglesia católica nos ofrece, igualmente, comentarios riquísimos y variados del artículo
segundo del Símbolo; sobre la cooperación de la Virgen con el Espíritu, el sacrificio pascual del Hijo único, su
descenso a los infiernos, entronización a la diestra del Padre.
A propósito del Hijo único “concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María”, el CIC (485) subraya
que “la misión del Espíritu Santo es siempre conjunta y ordenada a la del Hijo” (Jn 15, 14-15). Desde la
primeras formulaciones de la fe, la Iglesia confesó que Jesús fue concebido por el solo poder del Espíritu
Santo en el seno de la Virgen María, afirmando, también, el aspecto corporal de este acontecimiento. Los
Padres ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios venido en una
humanidad como la nuestra. Los relatos evangélicos comprenden la concepción virginal como una obra
divina que sobrepasa toda posibilidad y toda comprensión humanas (Mt 1, 20), y la Iglesia ve en ella el
cumplimiento de la promesa divina dada por el profeta Isaías, a partir de la traducción griega de Mt 1, 23 (CIC
496-497).
La pasión: si el Símbolo de los Apóstoles no dice explícitamente que Jesús sufrió por nosotros, el Símbolo de
Nicea recordaba claramente que este elemento capital del Nuevo Testamento, que en su momento, el CIC
evoca extensamente. Quiere, de esta manera, responder a muchas objeciones de nuestros contemporáneos.
Menos sensibles que los Antiguos a los aspectos ignominiosos de la Pasión, tienen mayor dificultad en
admitir que forma parte del designio eterno del Padre sin dejar de ser el fruto de la malicia de los hombres:
“La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en un conjunto desafortunado de circunstancias. Pertenece
al misterio del designio de Dios… Los que entregaron a Dios no fueron ejecutantes pasivos, “sino que Dios”
permitió los actos emanados de su enceguecimiento con miras a realizar su designio de salvación” (CIC 599-
600). El designio divino de la salvación mediante la muerte del Servidor Justo” es, también, un designio de
amor bienaventurado (respecto de nosotros) que precede todo mérito de nuestra parte (601-604); pero,
contrariamente al pensamiento de algunos protestantes del siglo XVI y de los católicos posteriores, “Jesús no
conoció la reprobación como si hubiese pecado. Sino en el amor redentor que lo unía siempre al Padre, nos
asumió en el extravío de nuestro pecado respecto de Dios al punto de poder decir en nombre nuestro, sobre
la Cruz: “Dios mío, Dios mío, por qué me has abandonado?” (Mc 15, 34; Ps 22, 1; CIC 602).
Subrayando que Jesús retomaba la palabra de un salmista en nuestro nombre y en el amor que lo unía al
Padre, el CIC quiere rechazar toda idea de desesperación en el Cristo moribundo que, por el contrario, “quiso
humanamente en la obediencia a su Padre todo lo que decidió divinamente con el Padre y el Espíritu Santo
para nuestra salvación” (475). La muerte de Cristo es “el sacrificio pascual de la nueva Alianza”, un “don de
Dios Padre que entrega a su hijo para reconciliarnos con Él, y “la ofrenda del Hijo de Dios hecho hombre que,
libremente y por amor, ofrece su vida a su Padre mediante el Espíritu Santo para reparar nuestra
desobediencia” (CEC 613-614).
Cristo descendió a los infiernos: las frecuentes afirmaciones del Nuevo Testamento según las cuales Jesús
resucitó de entre los muertos presuponen, previamente a la Resurrección, que Jesús permaneció en la
estancia de los muertos. Jesús no descendió a los infiernos para liberar a los condenados. Aquellos que allí se
encuentran están privados de la visión de Dios (Seol, Hades). Jesús no descendió a los infiernos para liberar a
los condenados ni para destruir el infierno de la condenación, sino para liberar a los justos que los habían
precedido: descendió como Salvador, proclamando la Buena Nueva a los espíritus que estaban detenidos. La
Buena Nueva fue igualmente anunciada a los muertos (1 p 4, 6). El descenso a los infiernos es el
cumplimiento, hasta la plenitud, del anuncio evangélico de la salvación. Última fase de la misión mesiánica de
Jesús, está concentrada en el tiempo, pero inmensamente vasta en su significación real de extensión de la
obra redentora a todos aquellos que fueron salvados, que fueron hechos partícipes de la Redención” (CIC
632-634).
El CIC quiso responder, de esta manera, en parte, a los asuntos concernientes a la salvación eterna de los
seres humanos muertos sin conocimiento explícito del misterio de Cristo. Adivinando una dificultad frecuente
en el nivel del vocabulario, recuerda que el descenso a los infiernos, parte integrante del misterio pascual,
debe ser cuidadosamente distinguido de todo descenso al infierno de los condenados. En suma, siguiendo al
CIC (636-637), la expresión “Jesús descendió a los infiernos” significa que: Jesús murió realmente; mediante
su muerte, por nosotros, venció a la muerte y al diablo (He 2, 14); muerto, descendió, en su alma unida a su
persona divina, a la estancia de los muertos, hacia los lugares interesados, hacia los seres en espera de su
pleno cumplimiento; abrió a los justos anteriores las puertas del cielo.
La fe en la resurrección tiene por objeto un acontecimiento histórico atestiguado por los discípulos que se
reencontraron con el Resucitado, y misteriosamente trascendente en tanto que entrada de la humanidad de
Cristo en la gloria de Dios, en la vida más allá del tiempo y del espacio. Acontecimiento histórico constatable
por el signo de la tumba vacía y por la realidad de los reencuentros de los apóstoles con Cristo resucitado, la
Resurrección sobrepasa la historia; es objeto de fe en tanto que es una intervención trascendente de Dios
mismo en la creación y en la historia (CEC 656, 647, 648), Cristo, primogénito entre los muertos (Col 1, 18) es
“el príncipe de nuestra propia resurrección, desde ahora por la justificación de nuestra alma, más tarde por la
vivificación de nuestro cuerpo” (658).
Ningún ser humano “fue testigo ocular del acontecimiento mismo de la Resurrección y ningún evangelista lo
describe. Nadie puede decir cómo se produjo físicamente”, según el CIC 647. En este caso también,
sobrepasa la historia.
“Jesús sentado a la derecha del Padre, de donde vendrá a juzgar a los vivos y a los muertos” Por derecha del
Padre, entendemos, con Juan Damasceno (Fe ortodoxa IV, 2), “la gloria y el honor de la divinidad en la que
existía antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre se sienta corporalmente después de su
Encarnación y de la glorificación de su carne” (CIC 663). Estar sentado a la derecha del Padre significa la
inauguración del reino del Mesías, el cumplimiento de la visión del profeta Daniel concerniente al Hijo del
Hombre (7, 14), Cristo reina ya por la Iglesia. Presente en su Iglesia, el reino de Cristo, sin embargo, no ha
sido todavía concluido. El tiempo presente, marcado por la angustia, es un tiempo de espera y vigila.
El triunfo de Dios sobre la rebelión del mal tomará la forma de Juicio último. Siguiendo a los profetas y a Juan
el Bautista, Jesús anunció en su predicación el Juicio del último día. Viniendo a juzgar a los vivos y a los
muertos al final de los tiempos, Cristo glorioso revelará la disposición secreta de los corazones y retribuirá a
cada hombre según sus obras y según su acogida o rechazo de su gracia. “Por el rechazo de la gracia en esta
vida, cada uno se juzga a sí mismo, recibe según sus obras y puede incluso condenarse por la eternidad
rechazando al Espíritu de Amor” (CEC 679)
Orígenes, Hom. Sobre Ezequiel VI, 6: “el Padre tiene piedad y compasión. Sufre una pasión de amor”. Sin embargo, por otro
lado, Orígenes enuncia el dogma de la impasibilidad divina (ver H. de Lubac, Histoire et Esprit, París, 1950, 241-243).
Ver santo Tomás de Aquino, Suma Teológica III, 58: el Hijo está sentado a la derecha del Padre en tanto que Dios y en tanto que
hombre
Ver Ap 3, 31
Teodoro de Mopsuestia, Homélies catéchétiques, éd. Tonneau-Devresse, Vaticano, 1949, coll. “Studi e Testi”, 145
Desde el segundo concilio de Constantinopla (DS 424-426 y 434); sin embargo santo Tomás de Aquino reconoce la presentación
d ela humanidad de Cristo como vestimenta (Suma Teológica, III, 2, 6 y ad Im) “en el sentido que el Verbo se hace visible por
medio de la naturaleza humana a la manera en que el cuerpo de un hombre se nos muestra por su vestido y también en el
sentido en que la naturaleza se encuentra ennoblecida por el Verbo de Dios, de la misma manera que el vestido se adhiere al
cuerpo sin cambiarlo” a la vez que se rechaza toda idea de unión accidental entre el Verbo y su humanidad. Remite a San
Agustín, q. 73 (83 questiones)
Para el cardenal Grillmeir, Teodoro de Mopsuestia preparó la doctrina de Calcedonia sobre las dos naturalezas de Cristo, Logos-
hombre y no sólo Logos-carne: Das Konzil von Chalkedon, I, 1951, 129-1962, t. III, 585.
Parece que se tratara aquí de la paternidad adoptiva con relación a los Hijos adoptivos, y no a la paternidad de naturaleza
respecto del Hijo único, ver DS 71 y 526 (9). Esta interpretación está confirmada por otros textos de Cirilo, citados por RJ 2066 y
2106..
Ver G. Jouassard, Revue des études byzantine 11 (1953), 175-186; Melanges M. Jugie y B. de Margerie, Introducción a l’histoire
de l’exégèse, Paris, 1981, t. I, Les Pères grecs, cap. X, 283 s.
La fórmula natus de Spiritu Sancto ex Maria Virgine figura ya (según la recensión latina del Credo) en la Tradición apostólica de
Hipólito hacia 215-217.
ML 38, 1073. La cita siguiente ha sido extraída del mismo sermón, § 4 Siguiendo a M. Villain (RSR, 1945, 142, n. 3) la idea de
Agustín según la cual María habría, primeramente, concebido a Cristo por la fe antes de concebirlo corporalmente, sería
inspirada por Orígenes, De principiis II, 6, 3: el alma de María sería mediadora entre la naturaleza divina del Verbo y su cuerpo
humano. Sobre el hecho que Cristo nació del Espíritu Santo sin ser su Hijo, ver Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles
IV, 46-47. La filiación supone una comunidad de sustancia natural. Hace falta aquí: la naturaleza humana de Cristo es distinta de
la naturaleza divina del Espíritu; la primera es creada por el Espíritu pero no engendrada por el.
Utilizamos la traducción de S. Poque, Sermons de Saint Agustin sur la Pâque (SC 116)
Es decir, Dios murió en tanto que había asumido una naturaleza y en ella
Imagen ambigua, porque, cuando estoy desnudo despojado de vestido, mi cuerpo siempre forma parte de mi ser; pero Pablo,
sin embargo, parece recurrir a ella (2 Co 5, 4-8).
Ver el Apéndice.
Agustín, Enchiridion X, 33; ver santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles I, )1, sub fine.
Ver J. Quasten, Initiation aux Pères de l’Eglise, t. IV, Les pères latins, 322-329, con bibl. (Paris, 1986); M. Villain, “Rufin d’Aquilée,
commentateur du Symbole des Apôtres”, RSR 31 (1944), 129-156.
Ibid.
Se adivina aquí la influencia de San Ambrosio (de institutione virginis 8, 52; RJ 1327)
Ver J.A. de Aldama, María en la patrística, Madrid, BAC, 1970, 140-146 (Justino).
En Lc 1,35, parece que Cristo es llamado Hijo de Dios en el sentido soteriológico de una manera directa; pero el sentido
ontológico (filiación eterna) está en un segundo plano
Se sabe que San Pablo afirma en varios lugares que los justos, testigos de la parusía no morirán sino serán transformados (1Th
4, 15-17; 1 Co 15, 51-53; ver Prat, La Théologie de S. Paul, París, 1923, t. 90-92 y t. II, 443 s.) Prat dice: el texto de Rufino es tan
oscuro que no se puede sacar nada de él. En lugar de buscar en los muertos y los vivos, los pecadores y los justos, se entiende
simplemente (hoy día) por muertos y vivos, los muertos y los vivos que la llegada del Juez supremo encontrará sobre la tierra. El
artículo séptimo del Símbolo tomado de 2 Tm 4, 1 o de P 4, 5 era uno de los puntos fundamentales d ela predicación
apostólica” (Ac 10, 42). Todas las formas del Símbolo, tanto griego como latino, contienen este artículo, que pasó más tarde al
Símbolo de Nicea”, agrega Prat (t.I, 92).
Ibid, VII, 83.; sin duda Barth, mediante estas palabras, quiere aludir al aspecto voluntario del acto de fe.
Hoy día muchos autores se inclinan a interpretar estas afirmaciones como simples alusiones a la concepción
virginal de Jesús por María, sin referencia distinta al nacimiento virginal.
En realidad, la formulación posterior del Credo romano (“concebido por el Espíritu Santo, nacido de la Virgen
María”), datando siempre de los siglos VI y VII, corresponde perfectamente con el pensamiento de los Padres
de los siglos IV y V, especialmente de san Ambrosio, de san Agustín, de Teodoreto de Ancira, de León Magno.
Hemos evocado a Ambrosio a propósito de Rufino. Conviene citar aquí, explícitamente a Teodoro y León,
porque ambos conocieron el honor de ver sus textos, no solo citados sino también hechos suyos por dos
concilios ecuménicos; Éfeso retuvo a Teodoreto, Calcedonia a León.
Teodoreto, obispo de Ancira, en sus homilías incluidas en las actas del concilio de Éfeso y citadas por santo
Tomás de Aquino (Summa de teología III, 28, 2) escribía: “la naturaleza, después de la concepción, no conoce
más una virgen. Pero la gracia mostró una madre que engendra sin atentar contra su virginidad… La mujer
que engendra una carne pura, deja de ser virgen. Pero el Verbo de Dios, nacido en una carne, guardó la
virginidad de su Madre, demostrando mediante esto que era verdaderamente el Verbo. ¿Nuestro Verbo
corrompe nuestro espíritu que lo produce? De la misma manera, Dios, Verbo sustancial, no destruyó la
virginidad de su Madre, de quien había resuelto nacer” (MG 77, 1349).
Destaquémoslo: en este texto, la virginidad en su concepción es presentada más como acción del Verbo que
como privilegio de María. Algunos años más tarde, el concilio de Calcedonia hacía suya la carta doctrinal de
León I al patriarca Flaviano de Constantinopla: el Papa distinguía en ella, expresamente, el nacimiento virginal
de la concepción virginal (DS 291).
En el siglo IV, la doctrina no era, por otro lado, una novedad: ya los Capadocios la consideraban como
enraizada en la Escritura – Is 7, 14: “una virgen concebirá y parirá”; el profeta diferenciaba concepción y
nacimiento. Además, los Doctores del siglo IV, preocupados por el misterio trinitario, la ausencia de
sufrimiento de Cristo mediante María, remiten a la generación impasible del Verbo eterno por su Padre. Los
misterios se esclarecen mutuamente, como lo dirá, más tarde el concilio Vaticano I (DS 3016).
Hacia el fin del IV siglo, para Epifanio de Salamina, la virginidad in partu prefigura la universal transfiguración
de los cuerpos al final de los tiempos (Ap 21, 4). Para él, además, la negación de la virginidad perpetua de
María tiene un alcance trinitario: ofende al Padre diciendo que Cristo es hijo de José, al Hijo diciendo que su
santuario (María) está contaminado por simiente viril y al Espíritu pretendiendo históricamente incumplida
su profecía (Is 7, 14).
Se podría preguntar cómo los Padres de los siglos IV y V alcanzaron una conciencia tan firme de esta verdad a
la vez cristológica y marial que parece no haber sido percibida tan claramente con anterioridad.
Reflexionando sobre el desarrollo del dogma realizado por el Espíritu Santo en la Iglesia, el célebre
historiador alemán de las doctrinas, Leo Scheffczyk, piensa que su punto de partida fue la afirmación del
Credo: “nacido de la Virgen María”. Esta contenida en sus más antiguas presentaciones del Símbolo
apostólico; significa que la Iglesia descubrió en la tradición apostólica (mencionada por los Sinópticos) la
concepción virginal de Jesús por María bajo la acción, no de un hombre sino del Espíritu divino. A partir de
esto, la Iglesia comprendió un punto al que se refiere claramente el evangelio de Lucas (2, 8-20): el
nacimiento humano de un Dios.
Siguiendo su reflexión sobre los “presupuestos” y las implicaciones de este “nacido de la Virgen María”, la
Iglesia, bajo la orientación de los sucesores de los Doce, los obispos, percibió en el seno de la fe que el Hijo,
en su nacimiento, no podía “violar” ni profanar el santuario que había llegado a ser siendo su Madre; y que
ninguna otra persona podía violarla ni profanarla. Porque la Virgen, Madre de Dios, no podía – después del
nacimiento de Jesús- comportarse como un esposo y una mujer ordinaria, procreando otros hijos siguiendo
las leyes ordinarias.
Profundizando aún más estas últimas opiniones, el historiador alemán de los dogmas nos dice que Lucas y
Pablo ven la figura de María y de su virginidad en el interior del misterio de la Salvación. Acentuando la
importancia de la virginidad de María para nuestra salvación, Ignacio de Antioquia, Justino e Ireneo de Lyon
(se podría decir también: Melitón de Sardes) comprendieron que no había podido ser puramente transitoria,
sino que brillaría como un efecto permanente de la Encarnación, perteneciendo siempre a lo que hay de más
íntimo en ella: a su Corazón.
Se puede decir entonces: la fe en la concepción virginal del Salvador se desarrolló, bajo la influencia del
Espíritu, en fe en su nacimiento virginal y en la perpetua virginidad de su Madre. Esta fe condujo a la
“identificación” simbólica entre las dos Vírgenes Madres (María y la Iglesia), preparada por Ireneo y tan
manifiesta en Ambrosio y Agustín. María y a Iglesia son, cada una, la nueva Eva que contribuyen a la salvación
del mundo, como la primera había contribuido a su pérdida.
Scheffczyk nos hace comprender, de esta manera, que la doctrina de la Iglesia sobre la virginidad de María
antes durante y después del nacimiento de Jesús se enraíza en el principio bien conocido de la asociación de
María, nueva Eva, con el Nuevo Adán, doctrina clarísima a los ojos de los Padres del siglo II, y enraizada en la
Tradición apostólica.
Todo esto está magníficamente resumido por el segundo concilio de Vaticano en esta afirmación cargada de
implicaciones: “esta unión de la Madre con su Hijo en la obra de salvación es manifiesta desde el momento
de la concepción virginal de Cristo hasta su muerte” (LG 57: in opere salutari conjunctio). El texto insinúa que
María, concibiendo virginalmente a Cristo para nuestra salvación, participó en su muerte salvífica por el
género humano. Por otro lado, ¿Ignacio de Antioquia no ligaba ya, en su carta a los Efesios, desde comienzos
del siglo II o incluso antes, la virginidad de María con la muerte de Cristo (, 2; RJ 39)? Ambas eran a sus ojos
(antignósticos) no sólo aparentes sino reales.
Es pues, en plena fidelidad a la continua Tradición divino apostólica y patrística como a los concilios
ecuménicos de Éfeso y de Calcedonia que Vaticano II, siguiendo inmediatamente el texto citado líneas arriba,
agrega: “el nacimiento del Hijo primogénito de María no disminuyó sino consagró su integridad virginal” (LG
57).
A pesar de la posibilidad de elegir otros textos patrísticos (menos claros) para justificar esta afirmación, el
Concilio prefirió citar a pie de página los sólidos textos de san León y de san Ambrosio que hemos recordado
línea arriba. De esta manera Vaticano II nos dice que el nacimiento virginal no implica, solamente, una
realidad espiritual en María, sino, también, su integridad corporal y biológica significando físicamente su
virginidad espiritual y total.
Se comprende, pues, que los comentarios recientes de este texto conciliar y de sus referencias hayan
subrayado su interés en el contexto actual de las enseñanzas de la Iglesia sobre la virtud de la castidad.
Aunque algunos parecen no conceder ninguna importancia al cuerpo como factor moral, la integridad física
de María en el seno de la creación nueva nos recuerda que Dios no desprecia la biología. No desdeña el
orden material del que es Creador, como nos lo recuerda el primer artículo del Credo. Para los padres y para
el Vaticano II, el nacimiento virginal de Jesús es una declaración inseparablemente espiritual y biológica.
Significa, también, que la virginidad agrega alguna cosa al celibato consagrado.
En suma, las menciones del Símbolo de los Apóstoles (con el texto paralelo del Credo de Nicea-
Constantinopla) a propósito de Cristo “concebido del Espíritu Santo y nacido de la Virgen María” afirman una
cooperación personal de María, en tanto que Virgen, a la economía de la Redención, punto central del
segundo artículo.
Además, en el contexto del primer artículo, estas menciones nos hacen ver el en nacimiento virginal de Cristo
un misterio de Cristo Creador todopoderoso, capaz de nacer, en su omnipotencia, de una manera
extraordinaria; implican, también, el misterio de Cristo santificador de María, inspirándole la voluntad de una
virginidad interior y exterior y recompensándola por medio de una nacimiento privilegiado; permiten
entrever la Asunción corporal de María en el horizonte del tercer artículo, sobre el espíritu, la Iglesia y la
Escatología.
El tema de la Virginidad de María in partu fue recientemente retomado en u contexto patrístico muy
acentuado por el papa Juan Pablo II, en medio de un discurso pronunciado en Capua, el 24 de mayo de 1992,
con ocasión del decimosexto centenario del concilio plenario habido en esta villa. Retendremos muchos
puntos que constituyen un comentario profundizado de esas palabras del segundo artículo de nuestro Credo:
“nacido de la Virgen María”. Citemos:
Los Padre de la Iglesia había ya visto claramente que la virginidad de María es un tema cristológico antes de
ser un tema mariológico. La virginidad de la Madre es una exigencia de brota de la naturaleza divina del Hijo.
Se discierne una importante relación entre el principio y el fin de la vida terrestre de Cristo, es decir entre su
concepción virginal y su resurrección de entre los muertos, dos verdades en estrecha conexión con la fe, en la
divinidad de Jesús… Muchos Padres de la Iglesia establecieron un paralelo significativo entre la generación de
Cristo ex intacta virgine (de una virgen intacta) y su resurrección ex intacto sepulcro (de una tumba intacta).
Todos los Padres dan testimonio con la convicción que entre estos dos acontecimientos salvíficos – la
generación-nacimiento de Cristo y su resurrección de entre los muertos – existe una conexión intrínseca que
corresponde a un plan preciso de Dios; una conexión que la Iglesia, dirigida por el Espíritu, ha descubierto
pero no ha creado.
Para san Pedro Crisólogo, Aquél que una virginidad cerrada había traído a esta vida (terrestre), un sepulcro
cerrado lo restituye a la vida eterna eterna. Es propio de la divinidad dejar a la Virgen sellada después del
nacimiento y es también propio de la divinidad salir con su cuerpo de la tumba sellada (Sermón 75, 5).
Los obispos que participaron en el concilio de Capua en 392 comprendieron que la cuestión de la virginidad
de María no es secundaria, ni limitada a la humilde persona de la Esclava del Señor, sino concierne, más bien,
a los aspectos fundamentales de la fe: el misterio mismo de Cristo, su obra salvífica, y el servicio del Reino.
Si se lee Is 7, 14 el contexto exegético del método de Antioquia, se pude admitir que la profecía conoce una primera realización
parcial en la persona de Exequias, bajo la antigua Alianza, y una realización plena en el nacimiento de Jesús, hijo de la virgen
María; ver LG 55; MT 1, 22-23 (trad. Osty); Pío VI, carta 1779 (Enchiridium Biblicum 2, 74): H Caselles, art. “Emmanuel”, t. IV
(1956) de Catholicisme.
Recordemos que los Padre, afirmando la virginidad in partu, proclaman también el nacimiento del hijo sin dolor: así Gregorio de
Nisa, Hom. 1 in Resurr.; MG 46 (601-603), citando Is 66, /.
Ver en sentido contrario san Jerónimo, De Perpetua virginitate B. Mariae adversus Helvidium § 19; RJ 1361: “dices que María n o
permaneció virgen; afirmo por el contrario mucho más, a saber que José mismo era virgen por María, con el fin de que de un
matrimonio virginal naciera un hijo virgen.”
L. Scheffcczyk, “Natus ex Maria Virgine”, Communio, éd. Fse, enero 1978, 20-31
Siguiendo a Orígenes (In Mt 10, 17; GCS X, 21, 19 s.), Epifanio afirma en varios lugares (ver D. Fernández, Marianum 20, 1958,
142-143) que el cuerpo de la Virgen, domicilio de Dios, permaneció sagrado: Ambrosio seguirá a ambos diciendo: cuando Lucas
enseña que José fue justo, declara suficientemente que no pudo violar el seno del misterio, el templo del Espíritu Santo, la
Madre del Señor” (In Lucam 2,6; CSEL 32 44).
W.B. Smith, “The Theology of the Virginity in partu and its Consequences for the Church’s Teaching on Chastity”, Marian Studies
31 (1980), 99-110; J.T. O’Connor, “Ambroise and K. Rahner”, Marian Library Studies 17-23 (1985-1991), 726-752 (mélanges T.
Koehler)
Este punto emerge también del canon 4 del concilio de Letrán en 649 (DS 504); ver B. de Margerie, “Saint Martin Ier confirme la
virginité corporelle de Marie dans son enfantement”, Agustinianum, 1997.
Artículo III. El Espíritu, la Iglesia y la vida Eterna
Más o menos en la época en que fue elaborado el Credo de la Iglesia romana, Atenágoras expresaba en un
texto célebre su ardiente deseo trinitario: “Estamos aquí abajo guiados por el solo deseo de conocer al solo
Dios verdadero y a su Verbo, de saber cuál es la unidad del Hijo con su Padre, la comunidad del Padre con el
Hijo, lo que es el Espíritu, cuál es la unión y la distinción entre Espíritu, el Hijo y el Padre” (Apología § 12).
El autor no se limitaba a confesar los tres, respondía ya de manera inicial a su propia pregunta: “El Hijo está
en el Padre y el Padre en el Hijo por la unidad y el poder del Espíritu” (§ 10).
El Espíritu, habiendo sido confesado en y por la Iglesia el Padre y el Hijo, quiso, además, a través de ella,
manifestarse, como el vínculo de su unidad.
Empresa que se extendió sobre muchos siglos, a partir de su brillante comienzo con Atenágoras. Porque hacía
falta que fuese precedida por la manifestación a la Iglesia de la divinidad del Espíritu Santo. Manifestación
inseparable de aquella de la actividad del espíritu del Padre y del Hijo en la Iglesia misma, en la remisión
bautismal de los pecados, que orienta hacia la resurrección de la carne y hacia la vida eterna.
Examinaremos, aquí, las opiniones de Cirilo de Jerusalén sobre los nexos entre el Espíritu y la Iglesia; Basilio y
Crisóstomo lo completarán en el mundo griego; en los Latinos, Hilario ya nos había dejado entrever por qué
es al Espíritu que la Iglesia atribuye, de una manera particular, nuestra orientación hacia la vida eterna
mientras que Agustín y Rufino nos harán sondear, respectivamente, al Espíritu como profundidad de Dios, de
un lado, y profundidad de la escritura, por el otro.
Sección primera. Cirilo de Jerusalén: aquello que el Espíritu único e indivisible no es y lo que
opera en la Iglesia
El orgullo humano parece inclinar a ciertos bautizados (influenciados por el demonio) a identificarse con el
Espíritu Santo: Simon, Manes, Montano, según Cirilo (cat. XVI, 6-9).
Cirilo subraya la oposición entre sus acciones respectivas: “el inmundo demonio, cuando va al alma de un
hombre, se lanza sobre la oveja como un lobo bebedor de sangre […]. La inteligencia se cola de tinieblas;
injustos esta agresión y este rapto de un extraño; el demonio hace violencia, en efecto, sobre un cuerpo que
no es suyo. Arroja por tierra a aquel que se mantenía de pie, porque es la casa de aquel que cayó del cielo;
hace desviar la lengua, tuerce los labios, el hombre está en la negrura, el ojo abierto no ve nada y el
desventurado hombre, frente a la muerte, se estremece de miedo. Los demonios son verdaderamente
enemigos de los hombres”.
Se ve: es a partir de los relatos evangélicos de posesión que Cirilo considera los peligros que amenazan la
condición humana, sea en su aspecto intelectual y espiritual, sea corporalmente: Tinieblas, negrura, miedo”.
Sobre este fondo tan sombrío, Cirilo describe la luminosa acción del Espíritu: Viene a salvar, curar, enseñar,
aconsejar, fortificar, esclarecer la inteligencia, primero de aquel que lo recibe, luego, mediante él, de los
otros también.
“Aquel que ha sido honrado por la visita del Espíritu Santo al alma iluminada, ve de una manera
sobrehumana lo que no sabía. Su cuerpo está sobre la tierra, su alma ve, sin embargo los cielos como en un
espejo… Esa nada que es el hombre, ve el comienzo y el fin del mundo y el medio de los tiempos, conoce las
cosas que no estudió: en efecto, disfruta de la presencia del verdadero introductor a la luz” (cat. XVI, 19).
En armonía con los evangelios (ver MC 3, 22-30), Cirilo nos presenta al Espíritu bueno y santo en el contexto
de su oposición al espíritu impuro y malo. El Espíritu divino domina el tiempo y el espacio y vuelve al cristiano
partícipe de esta dominación. Al hombre, “violentado por causa de Cristo” el Espíritu Santo dice “por lo
bajo… poca cosa es lo que acontece, grandes serán las recompensas, vas a sufrir poco tiempo, pero estarás
eternamente en compañía de los Ángeles” (cat. XVI, 20).
Cirilo une claramente el tercer artículo con la presentación de los últimos tiempos y de la vida eterna.
Volveremos a encontrar este aspecto, un poco más abajo, en Hilario de Poitiers, que lo ha recibido de los
Padres griegos. Todo ocurre como si, en la explicación del Credo, el Padre fuese visto al origen de los tiempos,
al Hijo mediador al medio y al Espíritu consumador al fin. Toda la duración de la historia universal, de su
comienzo a su extremidad última, es esperada y como abrasada por los tres que son uno. (Esta distinción no
es la de Joaquín de Fiore).
Pero el Espíritu no es solamente uno – de una perfecta unidad – con el Padre y el Hijo; es, también uno en sí
mismo, único, indivisible aún cuan divide sus dones: “Nosotros no enseñamos de él sino una fe
inquebrantable. Porque el Espíritu es un solo y mismo ser, el que repartía los carismas a cada uno de manera
especial según su voluntad (1 Co 12, 11). En cuanto a Él, es indivisible. El Paráclito no es otra persona al
costado del Espíritu santo, sino es un solo y mismo ser bajo denominaciones diferentes: viviente y
subsistente, hablando y actuando. Él también es el Santificador de todas las criaturas racionales que está
sometidas a Dios por Cristo: ángeles y hombres.”
Cirilo, profesando la unidad del Espíritu Santo al interior de la diversidad de sus nombres, reacciona – como
lo había hecho el Símbolo romano – contra las tendencias gnósticas (ya denunciadas por Ireneo: AH I, 1, 2 y
5) de acuerdo a las cuales el Paráclito era distinto del Espíritu Santo. Tal sería la opinión de los valentinianos.
Lo que permite comprender –digámoslo al pasar- que en muchas recensiones orientales del Credo (DS 41 y
51) el Espíritu Santo sea presentado como único, a semejanza del Padre y del Hijo. Manera de reaccionar
contra el símbolo politeísta propagado por los gnósticos, que exaltaba una multiplicidad de eones en el seno
de una pléroma de la divinidad.
Cirilo insiste, además, sobre la unidad del Espíritu en un contexto bíblico: “el plan salvador del que somos
objeto forma un todo estrechamente concertado y que viene del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo… El
Espíritu Santo no es otro en la Ley y los Profetas, otro en los Evangelios y los Apóstoles, sino es único y mismo
Espíritu santo, aquel que dijo las divinas Escrituras en el Antiguo y el Nuevo Testamento” (cat. XVII, 5).
No se puede no ver aquí una reacción contra las tendencias de Marción: Cirilo subraya la unidad de las
Escrituras, la unidad del Antiguo y del Nuevo Testamento, porque uno y otro son obra del único e indivisible
Espíritu que los inspira a la vez (como lo afirma DS 46). Cirilo sostiene, de esta manera, que el espíritu habló
por los profetas de la antigua y de la nueva Alianza, habla con el Padre creador y el Hijo salvador. Sondea las
profundidades de Dios Padre (1 Co 2, 10) y del Hijo y, hablándonos por las Escrituras, es al mismo tiempo su
profundidad.
Para Cirilo, el Espíritu es llamado santo en tanto que santifica los ángeles y los hombres dispuestos a
cooperar con él. Parece interesarse más en la acción del Espíritu en la Iglesia que en su relación con el Padre y
el Hijo.
En su tratado sobre el Espíritu Santo, Basilio, que no ignora que los efectos exteriores de los tres resultan de
su actividad común, atribuye a cada uno una acción correspondiente a su situación intratrinitaria: “El Señor
ordena, la Palabra crea, el Soplo afirma. Pero afirmar, qué es sino perfeccionar en santidad [volver firme],
inmutable y sólidamente fijado en el bien… No hay santidad sin el Espíritu”.
En el texto griego de su tratado, Basilio multiplica en ese parágrafo (16, 38) las referencias a la actividad
consumadora y perfeccionadora del Espíritu (seis usos del término teleioun o de palabras derivadas).
Si duda Basilio quería dar la contra a la tendencia arriana. Para ella, el Espíritu – lo hemos dicho – es inferior
al Hijo, y éste inferior al Padre. Basilio, como los padres en general, cree en la rigurosa igualdad de los tres y
en su única y común actividad santificadora; sin negar esos dos puntos, puede manifestar su oposición al
arrianismo, afirmando que el Padre causa principal y el hijo causa demiúrgico no pueden hacer nada sin la
causa “perfeccionante” que es el Espíritu.
Abramos aquí un breve paréntesis. Algunos años antes, Basilio, Hilario de Poitiers – tal vez bajo la influencia
de su estadía en Oriente, durante la cual compuso su obra sobre la Trinidad – había presentado, por la
mismas razones anti-arrianas, un punto de vista análogo: comentando el orden bautismal del Resucitado (Mt
28, 19-20), Hilario hablaba de un “solo Espíritu, Don esparcido en todo”, “Don único, fuente de la esperanza
perfecta”; ahora bien, este “Don único es ofrecido en plenitud a todos. Todo entero a nuestra disposición, es
dado en la medida en que cada uno quiera acogerlo, permanece en nosotros [en la medida en que] cada uno
quiera merecerlo. Permaneciendo con nosotros hasta la consumación de los tiempos, es la consolación de
nuestra espera. Por la acción de sus dones, él es la prenda de nuestra esperanza” (II, 1 y 34; RJ 858).
Para Hilario, en suma, el Espíritu Santo es el Don único del Padre y del Hijo, el Don que mediante sus dones
nos conduce a la visión final del Padre y del Hijo.
El punto de vista de Basilio converge con el de Hilario en esta segunda mitad del IV siglo, dominada en
Oriente y Occidente por la reflexión del Espíritu.
Ya que para Basilio, los efectos exteriores del actuar divino resultan de la actividad común de los tres, se
podría decir, también, que el Padre es causa perfeccionante y el Espíritu causa principal; esto correspondería
a la realidad; pero no se observaría entonces la doctrina que sería descubierta en la Edad Media y que Basilio
aplicaba ya, a saber: la apropiación permite poner de relieve la propiedad de la persona divina considerada;
adaptando al Espíritu la actividad que perfecciona a un ser creado, Basilio ( y su sucesor latino Agustín) nos
ayuda a comprender que la denominación de Espíritu Santo no remite a la propiedad que, al interior de la
Trinidad, distingue la tercera persona de las dos primeras.
En otros términos, ya que el Espíritu “encierra” y termina el misterio de la Trinidad, constituye una relación
eterna entre el Padre y el Hijo, es –dirá por la misma época Epifanio de Salamina, preparando el terreno a la
profundización fulgurante de Agustín de Hipona – el medio y el vínculo entre el Padre y el Hijo.
Ya que le Espíritu consuma el misterio trinitario, se comprende que Basilio le atribuye, además, (siguiendo a
Pablo en primera epístola a los Corintios) de una manera especial la unidad al interior de la Iglesia, a través
de la distribución de carismas complementarios, es decir de los dones diversos que reúnen a los fieles en la
unidad de la Iglesia: “El Espíritu se concibe como un todo en sus partes, cuando se trata de la distribución de
los dones de gracia, de los carismas. Porque somos miembros los unos de los otros pero provistos de dones
diferentes… Los miembros unidos concurren al Cuerpo de Cristo en la Unidad del Espíritu (cf. Ep 4, 1-7 y
especialmente 4,4) y se prestan mutuamente los servicios a partir de los carismas recibidos. Los miembros
tienen un cuidado idéntico los unos de los otros, según la simpatía mutua nacida de su comunicación
espiritual… Y, como parte de un todo, cada uno de nosotros están en el Espíritu porque, todos nosotros, que
no formamos sino un cuerpo, hemos sido bautizados en un solo Espíritu”.
Queda claro que el tratado de San Basilio, unificando la presentación intratrinitaria o “teológica” y la visión
“económica” o “eclesial” de la persona y de la misión del Espíritu, preparó el complemento aportado por el
primer concilio de Constantinopla al Credo de Nicea, pocos años después de la muerte de Basilio. “Creo en el
Espíritu Santo, que es Señor y vivificador. Procede del Padre; con el Padre y el Hijo recibe la misma adoración
y la misma gloria; habló por los Profetas.”
Basilio, en su comentario “carismático” que manifestaba la unidad del Espíritu a través de la multiplicidad de
carismas concedidos a los miembros del Cuerpo único, a los “profetas”, no piensa sólo en los anunciadores
del Cristo futuro que se expresaron en el antiguo Testamento, sino también – ver sobre todo – a los profetas
que en el seno de la Iglesia, en la nueva Alianza, proclaman la divinidad increada del Espíritu (1 Co 14, 2).
Poco después de Basilio y Constantinopla I, san Juan Crisóstomo, hacia 392, retomando el mismo texto
paulino sobre los miembros múltiples del Cuerpo y el único Espíritu (1Co 12, 12-27) subraya especialmente el
sentido eucarístico del decir de Pablo “hemos sido colmados de un solo Espíritu” (1 Co 12, 13): para el doctor
de Antioquía, todos bebemos el Espíritu en la comunión de la preciosa Sangre Eucarística. Lo que, por otro
lado, expresa la perfecta concordancia entre Pablo (1 Co 11: bebemos en la eucaristía la Sangre de Cristo) y
Juan (recibimos conjuntamente el Espíritu enviado por el Hijo y al Hijo enviado por el Padre: 13, 20).
Crisóstomo, manifestaba así el nexo entre la eucaristía y el Espíritu en perfecta armonía con el artículo
tercero del Símbolo en añadido constantinopolitano: el Espíritu (co-adorado y co-glorificado con el Hijo por la
Iglesia una, santa y católica) se entrega mediante Cristo en la eucaristía. La teología posterior, especialmente
en santo Tomás de Aquino, profundizará aún más estas opiniones, afirmando que las eucaristía es el
sacramento del fervor de la caridad dada por el Espíritu (ver Rm 5,5) y de de la unidad de la Iglesia, cuya alma
unificadora es la Iglesia.
Casi por la misma época, mientras que Crisóstomo contemplaba a la Iglesia bebiendo a Cristo y su Espíritu en
la eucaristía, Agustín se interrogaba extensamente, en el curso de un discurso sinodal en Hipona, en 393,
delante de numerosos obispos, sobre la propiedad que distingue al Espíritu Santo del Padre y del Hijo.
Rechazando – siguiendo a los Padres griegos – la teoría según la cual el Espíritu sería también Hijo del Padre,
porque la escritura afirma que el Hijo es único, rechazando también la idea de un Espíritu hijo del Hijo (nada
en la escritura nos muestra en el Hijo un padre del Espíritu), Agustín, bajo la influencia de los círculos
cristianos de Milán piensa que el Espíritu Santo es la caridad que Padre he Hijo se tienen mutuamente.
Agustín cita y analiza en este sentido las afirmaciones joánicas: Dios es Espíritu, Dios es Amor (Jn 4,24; 1 Jn 4,
8.16).
Posteriormente, hacia 410, Rufino traducía el comentario de Orígenes sobre el Cantar de los Cantares del
griego al latín; Agustín habría podido leer: “Ya que el Hijo es amor, nadie lo conoce sino el Padre”, y a partir
de 398, en una apología de Pánfilo sobre Orígenes, también traducida por Rufino, éste cita un pasaje de
Orígenes que pudo haber tenido una influencia decisiva sobre los exegetas milaneses y sobre Agustín y en su
interpretación pneumatológica de 1 Jn 4 7-8: “Se pregunta, tal vez, si el Hijo es Amor porque Juan relaciona
esta expresión con Dios Padre diciendo: Dios es Amor; pero él mismo enseña que el Amor es de Dios; este
amor, creo que no es otro que su Hijo único, Dios de Dios, Amor nacido del Amor”.
Orígenes operaba una cristologización muy legítima del pensamiento joánico, pasando del Padre-Amor al
Hijo-Amor; Agustín prolongó esta transposición viendo en el Espíritu al Amor mismo ligando al Padre-Amor y
al Hijo-Amor. La hizo inspirándose en las opiniones de los exegetas cristianos de Milán, ellos mismos
influenciados por Orígenes y Dídimo.
El Obispo de Hipona no sólo contempló la unidad del Espíritu entre el Padre y el Hijo, como ya lo había hecho,
lo hemos dicho, Epifanio de Salamina; pero él también contempló esta unidad a partir de la unidad de la
Iglesia, operada por este mismo Espíritu en los sacramentos de la remisión de los pecados (bautismo y
penitencia): “la sociedad de la unidad de la Iglesia de Dios, fuera de la cual no hay remisión de los pecados, es
como la obra del Espíritu Santo”.
El pensamiento es claro: para Agustín, si Cristo hizo mención del Espíritu santo confiriendo a los apóstoles el
poder de perdonar los pecados, es porque la reconciliación de los bautizados pecadores entre ellos con Dios y
con la Iglesia es como la obra propia del Espíritu Santo confiada a los apóstoles; se puede decir otro tanto de
la reconciliación de los pecadores aun no bautizados con Cristo por medio del bautismo dado por los Doce y
sus sucesores.
En este punto, Agustín reúne (conscientemente o no) los puntos de vista y los razonamientos de Orígenes y
de Basilio. Porque es a partir de la fórmula bautismal de Mt 28, 19-20 que Basilio considera la relación
intratrinitaria entre el Padre, el Hijo y el Espíritu. Es, pues, a partir de la unidad de la Iglesia que se elevó hacía
la contemplación de la unidad trinitaria de Dios. Agustín, del que no se discute, en lo absoluto, que fue
influenciado por Basilio, procede de la misma manera a partir de Jn 20, 21-22.
Vemos, pues, que los Padres más célebres de Oriente y Occidente, convergen en su manera de abordar la
teología a partir de la economía, la unidad de Dios a partir de la unidad de la Iglesia. Descubren al único
Espíritu en la única Iglesia, con ella, por ella. Se podría, igualmente, decir a la inversa: esos Padres ven a la
única Iglesia a partir del único Espíritu-. En la línea de la Epístola a los Efesios (4, 3-6).
En sus sermones sobre “la tradición del Símbolo”, Agustín, joven sacerdote, aborda los temas – ligados al
Espíritu de Iglesia y de la remisión de los pecados.
Hablando del misterio de la Iglesia, objeto de nuestra fe, Agustín exclama: “Huyan tanto como puedan,
engañadores diversos y variados, cuyo número de nombres y sectas sería largo enumerar… No encomiendo
sino una sola cosa a sus oraciones: alejen sus oídos de aquel que no es católico, con el fin de que puedan
acceder a la remisión de los pecados y a la resurrección de la carne y a la vida eterna por la única verdadera y
santa Iglesia católica [per unam veram et sanctam Ecclesiam catholicam].”
Se ve aquí que, para Agustín, comentar el Símbolo era también anunciar que sólo la Iglesia católica conducía
a la salvación eterna inseparable de la remisión de los pecados concedida por ella, y de la resurrección en el
día postrero. En otro sermón análogo Agustín precisa magníficamente: “La Iglesia recibió las llaves del Reino
de los cielos, para que en ella se realice la remisión de los pecados por la sangre de Cristo, por la gracia del
cual somos salvados”.
La Iglesia es presentada, pues, por el obispo de Hipona como el sacramento de salvación eterna: en ella,
gracias al sacrificio de Cristo y al poder del Espíritu, se puede encontrar la resurrección espiritual y, al final de
la historia, la salvación corporal.
En estos sermones del joven Agustín, no se encuentra todavía una mención explícita del “sacramento” de
penitencia (al que se referirá más tarde el Obispo de Hipona), pero el predicador desarrolla en bellísimas
imágenes el tema de la remisión de los pecados en la Iglesia: “si no hubiese en la Iglesia remisión de los
pecados, no habría ninguna esperanza de vida futura y de liberación eterna. Damos gracias a Dios que dio a
su Iglesia este don… Sus pecados son semejantes a los Egipcios que seguían y perseguían a los Israelitas hasta
el mar Rojo. ¿Qué quiere decir hasta el mar Rojo? Hasta la fuente consagrada por la Sangre y la Cruz de
Cristo… El costado de Cristo fue traspasado por la lanza y brotó nuestro precio…
“Sus pecados son sus enemigos. Los siguen, pero sólo hasta el mar. Cuando entren, los evadirán, serán
destruidos. Un poco como el agua qué cubría a los Egipcios mientras que los Israelitas se evadían a través del
desierto. ¿Y qué dice la Escritura? Ninguno de ellos sobrevivió (Salmo 105, 11).
“Hayas pecado mucho, hayas pecado poco, sean grandes tus pecados, o pequeños, el menor entre ellos
sobrevivió. Pero como tenemos que vivir en el siglo presente, en donde no se vive sin el pecado, la remisión
de los pecados no se haya sólo en el lavado del Bautismo, que deben recibir dentro de ocho días, sino
también en la oración dominical y cotidiana. En ella encontrarán su bautismo casi cotidiano, con el fin de que
den gracias a Dios que dio a la Iglesia este don que confesamos en el Símbolo; cuando hayamos dichos
“[creemos] en la santa Iglesia”, agregamos, “en la remisión de los pecados”.
¿A cuál recitación de la oración dominical hacía alusión Agustín en estos textos? A una recitación privada o
pública? Sin excluir una recitación privada, todo indica que, en los sermones de Agustín, se trataba de la
recitación pública, por el sacerdote, en el curso de la celebración eucarística cuotidiana. La asamblea cristiana
rezaba la oración del Señor antes de participar en la eucaristía de cada día. Pacto entre Dios y cada uno de los
bautizados, la oración del Señor es semejante a un bautismo cotidiano que purifica el alma cristiana de los
pecados cotidianos, con la condición que ella misma perdone lúcidamente a sus hermanos los yerros con los
que cree haber sido ofendida.
Ahora bien, esta purificación cotidiana, mediante la oración dominical emana del poder de las llaves dado a
la Iglesia, como lo deja entender claramente el sermón 149, 6. Para Agustín, el Señor dio a la Iglesia el poder
de atar y desatar y desatar y globalmente respecto de todas las formas de penitencia. Constatémoslo: en sus
sermones sobre el artículo del Símbolo relativo a la remisión de los pecados, Agustín le da su lugar a la
enseñanza sobre la penitencia cuotidiana con el mismo peso que a la que trata de la penitencia anterior al
bautismo o de la penitencia mayor, referida a pecados más graves.
Para Agustín, los pecados son remitidos en la Iglesia, en la cual solo el Espíritu Santo opera su obra de
santificación. Todos aquellos que pertenecen a la unidad de la Iglesia, están cubiertos por el poder
misericordioso de las llaves. Los pecados de pensamiento, los pecados graves puramente interiores, son
remitidos a los pecadores arrepentidos por el rito de la oración dominical, oración pública de la Iglesia, en la
medida en la que otorguen su perdón fraternal a quienes los ofendieron. Sin embargo, si la remisión de los
pecados cotidianos está ligado a la oración litúrgica de la Iglesia exclamando “Padre Nuestro… perdona
nuestras ofensas tal como nosotros perdonamos a los que nos han ofendido”, esta oración es la de toda la
Iglesia y no sólo del presidente de la asamblea eucarística (Sermo Guelf. 16, 2); rezando por los pecadores, la
asamblea cristiana está asociada a los obispos en el acto de reconciliar a los penitentes. Pedro, que recibe el
poder de atar y desatar, es la figura de toda la Iglesia. Juega el rol de la Iglesia (Sermón 295,2). Pecador
corregido, convertido, confirmado, Pedro es el garante sobre la tierra de la disciplina y de la misericordia de
toda la Iglesia (De agone christiano 30, 32).
Dicho de otra manera, Agustín inculca a los fieles a propósito y en el contexto del tercer artículo del Símbolo,
una convicción fundamental: ahí donde está el Espíritu Santo, ahí está la unidad, ahí está la remisión de los
pecados. El único pecado irremisible sería el rechazo hasta el final de la vida de abrirse al don de la remisión
de los pecados; en otras palabras, al rechazo obstinado de aceptar el perdón divino, el pecado contra la
Bondad divina, contra el Espíritu Santo (ver Mc 3, 29; Mt 12, 32). El rechazo obstinado de pedir perdón y de
perdonar.
Por el contrario, la oración dominical, durante la celebración eucarística, presenta esta doble orientación. E
fundamento de su eficacia para obtener la remisión de los pecados está precisada por Agustín en su manual:
“a aquellos que ya han sido regenerados por tal Padre mediante el Agua y el Espíritu, acaban de decir: Padre
Nuestro que estás en los cielos… Esta oración destruye enteramente los pecados pequeños cotidianos [delet
omnio]” (Enchiridion 71). La oración de los hijos adoptivos, de los bautizados, participa en la eficacia de la
oración del Hijo único, presente sobre el altar. Diríamos hoy día: la gracia sacramental del bautismo,
estimulada por el Espíritu en la oración, obtienen esta remisión.
Recapitulemos lo que enseñaba Agustín a los fieles de Hipona sobre el Espíritu Santo y la remisión de los
pecados por la Iglesia: “creen en la remisión de los pecados, es decir: creen que, bautizados, intercediendo
por los pecadores, participan en el perdón concedido por la Iglesia; que atan, alejando de la Eucaristía, a los
que pecan gravemente, y los desatan intercediendo por ellos; creen que sus propios pecados leves,
cotidianos, veniales, son perdonados cuando solicitan el perdón a la vez que perdonan las ofensas que
recibieron”.
Ya en 393, en su sermón conciliar de Hipona sobre la fe y el Símbolo, es decir, comentando el Credo, san
Agustín exclamaba: “creemos en la Santa Iglesia católica… Si los pecados del prójimo son, por ella, fácilmente
perdonados, es porque ella solicita para sí misma el perdón de Aquél que nos reconcilió consigo mismo,
destruyendo todas nuestras faltas pasadas y llamándonos a una vida nueva” (ver 2 Co 5, 18-19).
La Iglesia post-agustiniana, digámoslo al pasar, retuvo sus opiniones sobre la triple remisión de los pecados
que concede: por el bautismo, por medio de la recitación de la oración dominical; en lo que Agustín llamaba
“un bautismo cotidiano”, y finalmente por la absolución de los pecados mayores.
Pero una cuarta forma fue introducida: la remisión sacramental de los pecados veniales por medio de una
absolución secreta, forma cuya presencia en la Iglesia de san Agustín fue objeto de discusión.
En cuanto al “bautismo cotidiano”, atado a la recitación litúrgica y sacerdotal del Pater, uno se puede
preguntar si no corresponde, de hecho, a lo que el concilio de Trento llama una comunión espiritual, en un
lenguaje por demás agustiniano. Al menos en parte, y no sin alguna diferencia.
En efecto, en el curso de la celebración eucarística en la Iglesia de Hipona, los fieles solicitaban la remisión de
sus deudas espirituales, es decir, de sus pecados cotidianos, con miras a recibir los más dignamente posible el
pan eucarístico que deseaban: diríamos hoy que esta petición y este deseo constituían una comunión
espiritual seguida de la comunión sacramental; su deseo vivísimo del sacramento, en el contexto de una fe
operante por caridad (Ga 5, 6), era una “comunión espiritual” y sentían el fruto y la utilidad de este deseo, de
acuerdo a la expresión posterior del concilio tridentino (fruto y utilidad que consiste, precisamente, en la
remisión de los pecados cotidianos); en otros términos, la recepción deseada de la eucaristía producía, como
efecto anticipado, la remisión de esas faltas ligeras. Bajo la acción del Espíritu, las gracias sacramentales y
actuales del bautismo y de la comunión inminente, fructificaban en un acto de caridad que culminaba en la
remisión de las faltas veniales. He ahí, cómo podemos comprender, hoy día, el razonamiento de Agustín:
describía una remisión sacramental de los pecados, operada no por el sacramento de la penitencia, sino por
la eucaristía.
Parece que este punto no ha sido suficientemente analizado, en el seno de una visión de conjunto de la
historia de la teología sacramental de la Iglesia. Incluso, se podría admitir que en el curso de la celebración de
la Cena del Señor en la iglesia de Hipona, cada día, teniendo como trasfondo el bautismo de miembros de la
asamblea, se realizaban, efectivamente, una remisión sacramental de los pecados veniales y el sacrificio
eucarístico. En la hipótesis aquí presentada, una confesión colectiva y genérica habría sido incluida en la
petición de perdón dirigida al Padre en el nombre de su Hijo, durante el Padre Nuestro; su presentación
suplicante por el sacerdote habría correspondido a lo que llamaríamos una absolución deprecativa y
colectiva. En otros términos, la innovación real operada por los hieromonjes irlandeses alrededor del siglo VII
(confesión secreta, absolución individual, a menudo repetida de los pecados únicamente veniales), habría
sido precedida por absoluciones cotidianas, colectivas y públicas (siguiendo confesiones genéricas) de los
pecados veniales en las iglesias de África del Norte. Detrás de la diversidad de las modalidades, emergería la
continuidad de la realidad. Y al mismo tiempo, se comprendería más fácilmente la admisión, tan rápida, del
nuevo régimen sacramental de la penitencia en el conjunto de Europa.
Resulte lo que resultare de esta hipótesis, sometida al juicio de los lectores y de los colegas, no se altera que
los comentarios de Agustín sobre el tercer artículo del Credo presentan una originalidad profunda, no sólo,
parece ser, frente a las otras Iglesias de occidente. Más que ningún otro, nos hace comprender que el Espíritu
se entrega a la Iglesia, y por la Iglesia, en el bautismo y la remisión de los pecados, para conducir a una vida
eterna comenzada aquí abajo.
Sección cuarta. Rufino ve al único Espíritu en la totalidad unificada de las Escrituras inspiradas
Hacia 404, Rufino de Aquilea, en su comentario sobre el Símbolo, subraya el alcance bíblico del tercer
artículo; creemos en el Espíritu Santo inspirador de las Escrituras. El interlocutor de Jerónimo nos afirma que
“el Espíritu Santo es quien inspiró la Ley y a los Profetas en el Antiguo Testamento; el Evangelio y a los
Apóstoles en el Nuevo: por este motivo dice el Apóstol: “toda Escritura divinamente inspirada e sutil para
enseñar y educar (2 Tm 3, 16) … Creemos inspirados por el Espíritu los volúmenes del Nuevo y del Antiguo
Testamento, transmitidos a las Iglesias de Cristo” (Comentario del Símbolo 36).
Rufino continuaba dando la lista de los libros canónicos: “Los Padres quisieron que las aserciones de nuestra
fe estuviesen constituidas a partir de ellos”. Es decir, los obispos, especialmente en los concilios, quisieron
apoyarse sobre las Escrituras apostólicas para proclamar y transmitir nuestra fe.
En otros términos, el Espíritu habló primero por los apóstoles para transmitir al mundo la Buena Nueva; luego
asistió a sus sucesores en la obra misma de esta transmisión. Creer en el Espíritu Santo, enviado por el Padre
y el Hijo, nos inclina y lleva a crear en las Escrituras que él inspira y a las Iglesias que ellas reflejan.
Rufino (Comentario del Símbolo 39) pasa enseguida del único Espíritu a la única Iglesia: “Aquellos que
aprendieron a creer en un solo Dios bajo el misterio de la Trinidad deben creer también que hay una sola
Iglesia santa, en la que se encuentran una sola fe y un solo bautismo, en la que se cre en un solo Dios Padre,
un solo Señor Jesucristo su Hijo y un solo Espíritu Santo”.
La fe única la única Trinidad, una vez desarrollada en la Iglesia única, sin mancha ni arruga, se opone - a los
ojos de Rufino – a las manchas y arrugas de las múltiples Iglesias de la Increencia. Cada uno de los heresiarcas
que enumera, quiso reunir un “concilio de vanidad” (Concilium vanitatis). A diferencia de las manchas y de las
arrugas (Ep 5, 27) que son esos heresiarcas, la única Iglesia santa es inmaculada y bella. Ella sola “conserva
intacta la fe en Cristo… Escucha lo que dice el Espíritu en el Cantar de los Cantares (6,9): “una sola es mi
paloma”.
Para Rufino, pues, el único Espíritu habla de la única Iglesia por medio de las Escrituras. Habría podido
agregar lo que, sin duda, pensaba: el Espíritu da, entre sus carismas concedidos con miras al bien común, es
decir a la construcción de la Iglesia, el de poder distinguir la única y universal Esposa de Cristo de
comunidades parciales e imperfectas.
Saltando de nuevo por encima de los siglos, observamos, en el seno de las divisiones que entristecen al
mundo cristiano, las convergencias que hoy unen a los bautizados en su confesión común del artículo
tercero.
Para los ortodoxos – citemos aquí a Monseñor Kallistos Ware – “organismo eucarístico, la Iglesia es también
un milagro perpetuo… No perdamos nunca de vista el milagro y el misterio dela Iglesia: el hecho de que a
pesar de nuestras debilidades humanas, la Iglesia sigue siendo siempre Dios con nosotros, el icono de la
Santa Trinidad” (Contacts 122).
El domingo que sigue a Pentecostés, está consagrado en la Iglesia ortodoxa a la memoria de todos los santos.
La santidad proviene del descenso del Espíritu santo sobre la persona humana. En el santo, el milagro de
Pentecostés se realiza de nuevo. Todos los santos no dejan de interceder para que sean dados al mundo y a
nuestras almas el gran amor, según un texto litúrgico.
La palabra clave aquí es “interceder”, porque, es Él quien nos hace comprender que se trata de comunión.
Sólo se puede interceder ante Aquél con quien se está en comunión, y por aquellos con los que se está en
comunión. Ahora bien, los santos, testigos de Cristo resucitado y de la presencia del espíritu Santo en el
mundo, están en comunión con Dios, con lo hombres y entre ellos. Esta santa comunión – a la imagen de
aquella que existe entre las tres personas de la Santísima Trinidad y que refleja la santa Iglesia – es lo que
llamamos la comunión de los santos… El descenso del Espíritu Santo, el día de Pentecostés, es el nacimiento
de la comunión de los santos.
La Iglesia y sus sacramentos nos preparan para una buena defensa delante del temible tribunal de Cristo. El
destino humano está orientado, de esta manera, en un movimiento dinámico y libre, hacia un fin: el de la
perdona llamada a realizar su semejanza divina.
El cristianismo toma su fuente de la victoria de Cristo sobre la muerte, vencida, justamente la experimentó,
en tanto que persona, en la humanidad que asumió. Sin duda, la muerte sigue siendo un fenómeno físico, no
domina más al hombre en tanto que destino final (CO 67-68). Entre los protestantes, Barth es
magníficamente sensible a la continuidad entre los últimos artículos del Credo: “El tercer artículo se
corresponde magníficamente con el segundo. La Iglesia existe porque Jesucristo es nuestro Señor, sentado a
la derecha de Dios; la remisión de los pecados existe porque Jesucristo fue crucificado y muerte; existe la
resurrección de la carne porque Jesucristo resucitó de entre los muertos; la vida eterna, porque vendrá para
juzgar a los vivos y a los muertos” (XIII, 166)
Es una manera de decir que el misterio de Cristo, descrito en el artículo segundo, encuentra su finalidad en el
misterio de la Iglesia a través de la cual el Espíritu se entrega al mundo. Dicho de otra manera, la estructura
misma del Credo nos orienta hacia la aceptación de la famosa fórmula de Bossuet: la Iglesia es
inseparablemente “Cristo extendido y comunicado”, de una parte, “la Iglesia de Cristo”, de otro. O si se
prefiere, Cristo murió para entregarse, en y con su espíritu, al mundo
Pero Barth, con justa razón, es igualmente sensible a la relación inversa: “sólo se puede hablar de Cristo con
verdad, si se habla también del Espíritu Santo y de su obra más allá del hombre y de la Iglesia, de la remisión
de los pecados, de la resurrección de los muertos y de y de la vida eterna” (XIII, 167). Para Barth, el Espíritu
santo es el espíritu del Verbo, el Espíritu de la Palabra de Dios: “El Espíritu nos basta, el que nos hace ver en
las palabras y los actos, la cruz y la Resurrección de Jesús, una realidad divina que nos concierne, nos
envuelve y nos colma de bienes. El Espíritu basta a la Iglesia porque ella encuentra en Él la única respuesta a
todas sus preguntas” (XIII, 172-173).
En su comentario de 1936 sobre el Credo, Barth se opone al “protestantismo moderno”, porque habla del
“Espíritu santo como de un poder espiritual histórico que tendría todos caracteres de la criatura”. A esta
corriente se opondrá, en 1961, en Nueva Delhi, la gran mayoría del Consejo Mundial de las Iglesias, que
querían dar una base trinitaria a la pertenencia al movimiento ecuménico. En todo caso Barth no se equivoca
cuando recuerda que “el Símbolo de Nicea-Constantinopla llamó con razón al Espíritu Santo, Espíritu
Soberano, Señor” (XIII, 174). Traducción que manifiesta muy bien la trascendencia de la tercera persona
divina respecto de todas las personas angélicas y humanas y por tanto, respecto de la misma Iglesia.
¿Por qué? La Iglesia es la “Santa Iglesia católica, la Comunión de los Santos”. El adjetivo sanctus se emplea
dos veces en este pasaje del Símbolo. Insiste en la santidad de esta comunión, y por ese lado la puesta aparte
de los sancti que lo conforman. Es decir que frente a la Iglesia, a su santidad y la santidad de aquellos que le
pertenecen, existen otras asambleas, lugares y comunidades de las que difiere. Existe también una
communio del matrimonio, de la familia, del pueblo, del Estado; hay comunidades de raza y de clase; existen
asociaciones y alianzas, unas naturales, otras contractuales… La Iglesia no discute su derecho, por el
contrario. Se dijo, desde los orígenes, a los miembros de la Iglesia, que fuesen sumisos a las autoridades que
tenían poder sobre ellos. Les deben obediencia (Rm 13, 1s). Dar al César lo que es del César (Mt 22,21).
“Pero, la Iglesia se distingue de todas las comunidades. Es Communio sanctorum. Su existencia nos está ligada
a ninguna de las formas, ni a ninguno de los fines que se proponen… La Iglesia tiene su propio interés,
siempre y por todas partes el mismo. Eso es lo que el adjetivo católico pone en evidencia. Ninguna
vinculación a pueblo a pueblo, Estado o cultura. No puede ser sancta y ecclesia si quiere ser católica” (XIV,
177-178).
Asamblea santa que pone en mutua comunión, la única Iglesia universal, católica, se distingue de las familias,
de las profesiones, de los Estados y naciones. Estas asociaciones, las vemos, y no podemos decir que creemos
en ellas. La Iglesia, a la vez visible e invisible, evoca lo dicho en el artículo primero del Credo. Es objeto de
nuestra fe en tanto que ella nos comunica las realidades de salvación, al Dios salvador que es Padre, Hijo y
Espíritu Santo.
En Confesar la fe común, los teólogos del Consejo ecuménico de las Iglesias quisieron, también, ayudar a
éstas a reconsiderar el tercer artículo del Símbolo de Nicea. Retengamos algunos puntos más originales.
El señorío del Espíritu no está fundado sobre la fuerza bruta. Es liberadora frente a los espíritus malos que
oprimen. El Espíritu es un poder que da la fuerza de resistir al mal y de vencerlo (204).
El Espíritu vivifica: todas las formas de la vida son dones de Dios (Ps 104, 29-30). Comprendidas, entre ellas,
los animales. Compañeros de Dios, hombres y mujeres tienen el deber de salvaguardar la integridad de la
creación, saqueada por la explotación de la naturaleza, con el fin de expandir el don divino de la vida, en la
obediencia al Creador de todo lo es (205).
Destaquémoslo: este texto no niega el derecho del hombre de matar animales para nutrir su propia vida.
Presupone, sin afirmarlo, el deber de evitar sufrimientos inútiles a los animales.
El Espíritu Santo habló a través de los profetas: los de Israel; Jesús, cumplimiento de las profecías del Antiguo
Testamento, él mismo profeta y sobre el cual el Espíritu descansa de manera definitiva, y continua hablando
por medio de aquellos a quienes se ha concedido, hoy, los dones de profecía (por ejemplo en situaciones de
opresión o con vistas al culto). El sufrimiento de los testigos proféticos siempre formará parte de la vida de la
Iglesia y del servicio que da al mundo (213-215). La Iglesia misma recibió el don de profecía (214).
La Iglesia es la comunidad de aquellos que está en comunión con Cristo y, por medio de él, los unos con los
otros; la comunidad de los que deciden perseverar, por el poder del Espíritu, en una vida nutrida por la
Palabra de Dios y por la Eucaristía. Se entra en la fe a Cristo por el bautismo único administrado por el perdón
de los pecados.
En todas las épocas, la nuestra entre ellas, nuevos testigos, nuevos mártires, se han unido a la multitud de
aquellos que, por sus sufrimientos, terminan “lo que falta a la pasión de Cristo en favor de su Iglesia” (Col 1,
24). Su sufrimiento con y por Jesucristo obliga a la Iglesia entera a asociarse a ellos en la intercesión” (CFC
224-232).
Destaquémoslo al pasar, las estas últimas palabras evocan el tema católico de la Iglesia co-redentora. Fue de
esta manera que los teólogos del Consejo ecuménico de las Iglesias entendieron del Consejo ecuménico de
las Iglesias entendieron a la Iglesia como comunión de los santos. Poco antes W Pannemberg había
subrayado el doble sentido de la expresión: “la comunión con los santos mártires que, en el cielo, ya
participan de la salvación divina y, mediante ella, contribuyen para garantizar a todos los cristianos esta
participación de la salvación; la participación en los sacramentos que vinculan a los cristianos con la
salvación: los sancta. Espontáneamente se piensa en la Eucaristía que, en la Iglesia antigua, constituía el
centro de la vida cultual. Los dos sentidos (mártires, sacramentos) de esta mención de los santos deben ser
considerados como igualmente originales”. Pannenberg puede concluir: “la adición de las palabras comunión
de los santos”, designa, pues, a la iglesia en tanto que es la institución donde se participa de los misterios
divinos que comunican la salvación, y donde se está en comunión con los mártires que ya han participado de
esta salvación” (Fe de los apóstoles, 157).
Sección sexta. El espíritu de la Iglesia según el “Catecismo de la Iglesia católica”
El artículo segundo había celebrado el misterio pascual, la muerte y la Resurrección del Hijo único. El artículo
tercero nos manifiesta el Pentecostés: “en ese día, la Pascua de Cristo se cumple en la efusión del Espíritu
Santo, manifestada, dada, comunicada como persona divina: de su Plenitud, Cristo Señor derrama
profusamente el Espíritu Santo… Por su venida, y no deja de hacerlo, el Espíritu conduce al mundo a los
últimos tiempos, el tiempo de la Iglesia, el Reino ya heredado, pero aún no consumado” (CIC 731-732).
“Dios es amor (1 Jn 4, 8.16) y el Amor es el primer Don, contiene todos los demás… Debido a que estamos
muertos o heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. Es la
comunión del Espíritu santo que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el
pecado” (CIC 733-734).
El Espíritu Santo “trabaja con el Padre y el Hijo desde el principio hasta la consumación del designios de
nuestra salvación. Pero es en los últimos tiempos, inaugurados con la Encarnación redentora del Hijo, que ha
sido revelado y dado, reconocido y acogido como Persona. Entonces, el designio divino, consumado en Cristo,
Primogénito y Cabeza de la nueva creación, podrá tomar cuerpo en la humanidad por Espíritu derramado: la
Iglesia, la comunión de los santos, la remisión de los pecados, la resurrección de la carne, la vida eterna” (CIC
686).
Espíritu Santo: tal es nombre propio de Aquél que adoramos y glorificamos con el Padre y el Hijo. El término
“Espíritu” significa solo, aire, viento. Jesús utiliza la imagen sensible del viento para sugerir a Nicomedo la
novedad trascendente de Aquél que es personalmente el Soplo de Dios, el Espíritu divino (Jn 3, 5-8).
“Espíritu” y “Santo” son los atributos adivinos, comunes a las Tres personas divinas. Pero juntando los dos
términos, Escritura, liturgia y lenguaje teológico designan la persona inefable del Espíritu Santo, sin equívoco
posible con los otros usos del término “espíritu” y “santo” (CIC 691).
Cuando el Padre envía a su Verbo, envía siempre su Soplo; misión conjunta donde el Hijo y el Espíritu son
distintos pero inseparables” (CIC 689).
Toda la economía divina (de la salvación) es la obra comuna de las tres divinas. La Trinidad no tiene sino una
sola naturaleza, una única y misma operación. Sin embargo, cada persona divina opera la obra común según
su propiedad personal. Así, la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento, “un Dios y Padre de quien
proceden todas y por el que hemos sido creados; y un Señor, Jesucristo, por quien son todas las cosas y
nosotros por Él” (1 Co 8,6; concilio ecuménico de Constantinopla II, DS 421).
Obra a la vez común y personal, toda la economía divina hace conocer las propiedades de las personas
divinas y su única naturaleza. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las personas divinas, sin
separarlas de ninguna manera (CIC 258-259).
Cuando el Padre envía a su Verbo, envía siempre su soplo: misión conjunta donde el Hijo y el Espíritu son
distintos pero inseparables. Es Cristo quien se muestra, Él, imagen visible de Dios invisible, pero es el Espíritu
Santo quien lo revela (689).
Desde el comienzo hasta la plenitud de los tiempos (Ga 4, 4), la misión conjunta del Verbo y del Espíritu del
Padre, permanece oculta pero sigue actuando. El Espíritu de Dios prepara el tiempo del Mesías. Uno y otro,
sin ser completamente revelados, ya han sido prometidos con el fin de ser esperados y acogidos cuando se
manifiesten. Cuando la Iglesia le el Antiguo Testamento, lee y escruta lo que ese Espíritu, que ha hablado por
los Profetas, quiere decirnos de Cristo (CIC 702).
La misión de Cristo y del Espíritu santo se cumple en la Iglesia (pueblo de Dios), Cuerpo de Cristo y Templo del
Espíritu santo. Esta misión conjunta asocia, en adelante, a los fieles de Cristo a su comunión con el Padre en
el Espíritu Santo. El Espíritu: prepara a los hombres, los previene por su gracia para atraerlos hacia Cristo; les
manifiesta al señor resucitado; les recuerda su Palabra y les abre el espíritu al entendimiento de su muerte y
de su Resurrección; les convierte en presente el misterio de Cristo eminentemente en la eucaristía, con el fin
de reconciliarlos y de ponerlos en comunión con Dios, para hacerlos dar frutos abundantes (Jn 15, 5.8.16).
De esta manera, la misión de la Iglesia no se agrega a la de Cristo y a la del Espíritu Santo, pero ella es el
sacramento: por todo su ser y en todos sus miembros, es enviada para anunciar, actualizar y derramar el
misterio de la comunión de la Santa Trinidad (CIC 737-738).
La palabra “Iglesia” significa “convocación”. Designa la asamblea de aquellos convocados por la palabra de
Dios para formar el pueblo de Dios y que, nutridos del cuerpo de Cristo, se vuelven, ellos mismos, Cuerpos de
Cristo (CIC 777).
1. La Iglesia es una: tiene a un solo señor, confiesa una sola fe, nace de un sola bautismo, no sino un
solo Cuerpo, vivificado por un solo Espíritu con miras a una única Esperanza al término de la cual
serán superadas todas las divisiones;
2. La iglesia es santa: Dios santísimo es su autor; Cristo su Esposo se entregó con el fin de santificarla; el
Espíritu de santidad la vivifica. Aunque compuesta de pecadores es la “sin pecado hecha de
pecadores”. En los santos brilla su santidad; María es ya Todo-Santa;
3. La Iglesia es católica: anuncia la totalidad de la fe; lleva en sí misma y administra la plenitud de los
medios de salvación; ella ha sido enviada a todos los pueblos; se dirige a todos los hombres, abraza
todos los tiempos; es por su naturaleza misma, misionera;
4. La Iglesia es apostólica: edificada sobre cimientos durables, los doce apóstoles del Cordero (Ap 21,
14), es indestructible, infaliblemente afirmada en la verdad; Cristo la gobierna a través de Pedro y
los otros apóstoles, presentes en sus sucesores, presentes en sus sucesores, el papa y el colegio de
los obispos.
Esta única Iglesia de Cristo, de la que profesamos en el Símbolo que es una, santa, católica y apostólica, existe
únicamente en la Iglesia Católica, gobernada por el sucesor de Pedro y por los obispos que están en
comunión con él; aunque hay numerosos elementos de santificación que subsisten fuera de sus estructuras.
Es lo que en ella ya existe, será cumplido al final de los tiempos en el Reino de los cielos, el Reino de Dios
realizado en la persona de Cristo, y engrandecido en el corazón de aquellos que le han sido incorporados,
hasta su plena manifestación escatológica.
Entonces, todos los hombres rescatados por él, vueltos, en Él, santos e inmaculados en presencia de Dios en
el Amor, serán reunidos como el único pueblo de Dios, la Esposa del Cordero, la Ciudad Santa que desciende
del cielo, de Dios; y con ella la la gloria de Dios (Ep 1,4; Ap 21, 9-11; CIC 866-870 y 865).
En el Símbolo de los Apóstoles, pero no en el de Nicea, la Iglesia se definía todavía como “comunión de los
santos”. Este término tiene dos significados (estrechamente ligados): comunión con las cosas santas, sancta,
y comunión entre las personas santas, sancti.
Sancta sanctis! ¡Lo que es santo para aquellos que son santos! Proclama el celebrante en la mayoría de las
liturgias orientales luego de la elevación de los santos Dones antes del servicio de la comunión. Los fieles se
nutren del cuerpo y de la sangre de Cristo con el fin de crecer en la comunión del Espíritu santo y de
comunicarla al mundo. Los sacramentos son tanto los vínculos que unen a todos los fieles y los agregan a
Jesucristo. La comunión de los santos es la comunión de los sacramentos. Cada uno de ellos nos une a Dios.
Pero ese nombre (“comunión”) conviene mejor a la eucaristía, porque es ella, principalmente, la que
consume esta comunión (CIC 948, 950). La expresión tiene, por otra parte, una base bíblica “en la comunidad
primitiva de Jerusalén, los discípulos de mostraban asiduos a la comunión fraterna, a la fracción del Pan y a
las oraciones… Ponían todo en común… A cada uno la manifestación del espíritu es dada con miras al bien
común” (Ac 2, 42; 4, 32; 1 Co 12, 7). La comunión de los santos desemboca en una comunión de carismas y
bienes (CIC 949, 951, 952).
Para Barth, las últimas palabras del Credo significan que en medio de la historia y de la sociedad humana…
hay una promesa y una esperanza fundadas sobre todo el poder de la verdad divina… que existe para el
hombre, delante de la historia y de la sociedad, del tiempo y del mundo, una existencia por venir, del todo
diferente y enteramente nueva (XVI, 204). “Con Dios, Padre, Hijo , nosotros mismos somos objeto de la fe”;
“la fe en el Espíritu santo, en la Iglesia, en la remisión de los pecados, implica no sólo la fe en Dios, sino
también en el hombre… no en el hombre que somos, sino en aquel que seremos según la promesa y la
esperanza que nos son dadas” (XVI, 205, 207).
Es mérito de Barth haber subrayado de manera original el alcance antropológico del tercer artículo. Nos
invita, de esta manera, a reconsiderar la diferencia entre las formulaciones del Símbolo de los Apóstoles y del
Credo de Nicea-Constantinopla, en lo que concierne a sus últimas palabras. El primero afirma: “creo en la
resurrección de la carne, en la vida eterna”, es decir; mi inteligencia se adhiere a las verdades reveladas a
todos los hombres y a cada de uno de ellos sobre la resurrección final de todos los cuerpos y el llamado de
todos a la vida eterna; el segundo proclama: “espero la resurrección de los muertos y la vida del mundo por
venir”, en una espera que parece más personal e individual, y que parece decir: “espero mi resurrección
personal y gloriosa en una vida que no tendrá fin. El Credo de Nicea Constantinopla hace culminar el acto de
fe en un acto de esperanza. Nos ayuda. Nos ayuda a reflexionar –con Agustín de Hipona- sobre la inmensa
diferencia entre la fe que cree con temor en lo que Cristo nos revela sobre el infierno y la esperanza que
espera con confianza el cielo.
Para Barth, el artículo tercero del Credo significa que, “en el presente la unidad entre Cristo y los suyos es, en
su forma, una unidad provisoria; subsistirá, tanto como dure nuestro tiempo; como consecuencia, deberá dar
lugar a otra forma. Actualmente, la forma de esta unidad, Jesucristo, esta tan oculto en Dios como ella está
oculta el mundo..
“…Es La desaparición de esta forma de unidad con Jesucristo que escucha la Escritura Santa cuando habla de
la resurrección de la carne… es la nueva forma de unidad que reemplazara a la primera, que tiene lugar
cuando se habla de la vida eterna. Nos dice que Pascua y los cuarenta días no fueron un milagro inseparable
por azares de la historia humana, sino el signo de lo que será y de lo que es el fin y el sentido de toda la
historia. Después de la abolición de todos los otros reinos, el Reino de Dios será el Reino único y eterno” (XVI,
21º).
La resurrección de la carne, de la que habla el Símbolo, es pues la supresión de este estado contradictorio de
nuestra existencia compartida entre la gracia y la ausencia de la gracia. Equivaldría a la supresión de esta
cuestión: “¿quién nos separará del amor de Dios? Significa que el hombre puede ser un hombre revestido de
fuerza y de gloria, liberado, liberado de esta contradicción y de la separación del cuerpo y del alma que lo
atestigua, resucitado de los muertos en la totalidad de su existencia humana… Nuestra existencia en tanto
que existencia carnal, nuestro cielo y nuestra tierra dejarán de existir y se cambiarán por una existencia, en
un cielo y una tierra de paz con Dios, sin conflicto” (XVI, 213-214).
Hay pues, a los ojos de Barth, dos formas de unión con Cristo: la forma terrestre, al seno de la Iglesia
terrestre, con sus sacramentos, y sus Escrituras divinamente inspiradas; ya anunciadas desde las Escrituras
divinamente inspiradas; luego, ya anunciadas en el seno de la primera, la forma celeste sin conflicto alguno y
en la plenitud de la paz. El tercer artículo del Credo nos mueve a tomar la decisión de esperar en la fe, en el
seno de una unión inicial con Cristo aquí abajo, la unión perfecta con él, unión espiritual y corporal, después
de la muerte y a través de una muerte sometida a Cristo, como los insinuaba el segundo artículo,
presentando a Cristo como Juez de vivos y muertos.
Sección octava. Resurrección y vida eterna según el “Catecismo de la Iglesia católica”.
La materia es introducida por un recuerdo sintético que concierne a la esencia misma del Credo cristiano:
“profesión de fe en Dios Padre, el Hijo y el Espíritu Santo en su acción creadora, salvadora y santificadora”
(CIC 988). El cristiano es el que cree Dios es y actúa en todo el desarrollo de la historia. El Credo “culmina en
la programación” de la cumbre de esta acción: “la resurrección de los muertos y la vida eterna” (ibid).
Sin embargo el catecismo en una formulación tan simple como sabiamente estudiada – hace alusión al
ínterin, a la vida eterna de los justos antes de su resurrección gloriosa, en estas palabras: “creemos
firmemente y esperamos que, de la misma manera en que Cristo resucitó verdaderamente de los muertos y
que vive por siempre, de la misma manera, después de sus muertes, los justos vivirán por siempre con Cristo
resucitado y que Él los resucitará el último día” (CIC 989). Poco después (998) el CIC recuerda la resurrección
de los pecadores (Jn 5, 29), para la condenación.
En otros términos, el CIC recuerda dos verdades: Cristo resucitará a todos los muertos, pero sólo los justos
“vivirán por siempre con Él”, dicho de otra manera, digo los justos serán resucitados en y para una vida
gloriosa como la suya.
“Creo en la resurrección de la carne: el término “carne” designa al hombre en su condición de debilidad y de
moralidad (Gn6, 3; Ps 56,5; Is 40, 6).”
El CIC precisa el sentido del término “resurrección”: “en la muerte, separación del alma y del cuerpo, el
cuerpo del hombre en la corrupción, mientras que el alma va a reencontrarse con Dios, mientras espera ser
reunido a su cuerpo glorificado. Dios, en su Omnipotencia dará, definitivamente, la vida incorruptible a
nuestros cuerpos, uniéndolas a nuestras almas, por la virtud de la Resurrección de Jesús” (CIC 990 y 997).
El CIC subraya el nexo del tercer artículo, que concierne a la resurrección de los muertos, con los dos
primeros:
1. por un lado, “la esperanza en la resurrección corporal de los muertos se impone como una
consecuencia intrínseca de la fe en un Dios creador del hombre entero, alma y cuerpo. El creador
del cielo y de la tierra es también Aquél que mantiene fielmente su alianza con Abrahán y su
descendencia. En esta doble perspectiva comenzará a expresarse la fe en la resurrección”. He aquí
el nexo con el artículo primero que habla sobre el Creador todopoderoso;
2. por otro lado, Jesús vincula la fe de su resurrección a su propia persona: Jesús mismo resucitará a
aquellos que hayan creído en Él y que hayan comido su cuerpo y bebido su sangre (Jn 5, 24-25; 6,
40; 6, 54)”, dice el CIC (992-994). Este es nexo con el artículo segundo.
3. El tercer artículo, sea en su texto romano, sea en su versión niceo-constantinopolitana, no evacua la
muerte profesando la fe en la resurrección de la carne (mortal) y de los muertos.
El CIC deduce con toda propiedad que “el cristiano que une su muerte a la de Jesús ve la muerte como un
viaje hacia el Él y una entrada en la vida eterna” (1020).
Considera, pues, la muerte no tanto en ella misma más que a la luz de la Resurrección de Cristo y de sus
miembros: “la muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto al acojo o al rechazo de la gracia
divina manifestada en Cristo (2Tm 1, 9-10)… El Nuevo Testamento afirma, en varios lugares, la retribución
inmediata después de la muerte de cada uno en función de sus obras y de su fe” (2 Co 5,8; Ph 1, 23; He 9, 27;
12, 23).
Detengámonos particularmente esta concepción de la vida terrestre como tiempo abierto a la vida eterna
(CIC 1021) ¿Pero en que consiste?
“El cielo es vida perfecta con la Santa Trinidad, comunión de vida y de amor con Ella, con María, los Ángeles y
todos los bienaventurados, fin último y realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado
de bienestar supremo y definitivo… Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos aquellos
que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación… A causa de su trascendencia, Dios
no puede ser visto tal como es sino cuando Él mismo abre su misterio a la contemplación inmediata del
hombre y cuando le da la capacidad. Esta contemplación es llamada por la Iglesia la “visión beatífica”, es
decir la visión del bienestar de Dios que hace bienaventurado al hombre” (CIC 1024-1028).
Aquí abajo, el conocimiento de Dios permanece inmediato –mediatizado por los conceptos. No tenemos una
experiencia inmediata de Dios. La experiencia religiosa es indirecta y mediata. La fe no es la visión, sino el
conducto.
Sin embargo, la visión de Dios es un acto, el acto supremo, en la persona humana, acto dado, infuso. No
constituye el único acto del elegido sumergido definitivamente en Dios. El CIC agrega, entonces: “En la gloria
del cielo, los bienaventurados continúan cumpliendo con alegría la voluntad de Dios respecto de los otros
hombres y a la creación entera. Reinan con Cristo… La multitud de las almas reunidas en torno de Cristo y de
María en el Paraíso forma la Iglesia del cielo; están asociadas con los santos Ángeles en el gobierno divino
ejercido por Cristo en gloria, intercediendo por nosotros ayudándonos en nuestra debilidad” (CIC 1029 y
1053).
Y ese reino de los hombres elegidos por Dios coincidirá con “la realización última de la unidad del género
humano querida por Dios desde la creación, de la que la Iglesia era como el sacramento” (CIC 1045) El Reino
de Dios y de Cristo se hizo también Reino de los hombres.
El credo – el de Nicea, como el de Roma y como también el último libro de la Escritura (Ap 22,21) – se
termina con el término hebreo Amén.
En hebreo, Amén se remite a la misma raíz que el verbo “creer”. Esta raíz expresa solidez, fiabilidad, fidelidad.
El Amén puede ser dicho de la fidelidad de Dios hacia nosotros y de nuestra confianza en Él.
El Amén final del Credo retoma y confirma, pues sus dos primeras palabras: “creo”. Creer es decir Amén a las
palabras, a las promesas, a los mandamientos de Dios, es fiarse totalmente en Aquél que es el Amén del
infinito amor y de la perfecta fidelidad. Jesucristo mismo es el Amén (Ap 3, 14). Es el Amén definitivo del
amor del Padre por nosotros; asume y culmina nuestro Amén al Padre. Todas las promesas de Dios tienen, en
efecto, su sí en Él; por Él decimos nuestro Amén a la gloria de Dios: 2 Co 1, 20 (CEC 1062, 1064, 1065).
En otros términos, Cristo se presenta como un Mediador de los Amén recíprocos que atan a Dios y a los
hombres; es decir que es el Amén, es decir su Alianza; de parte de Dios Padre, es la promesa sostenida; de
nuestra parte nos hace merecedores de sostener nuestras promesas al Padre y garantiza y cauciona el
cumplimiento. Creer, en el sentido que impone Pablo (Ga 5, 6: la fe operante por la caridad y por la
esperanza) implica la adhesión de la inteligencia a las palabras del Revelador, la confianza voluntaria a las
promesas del Prometedor, el amor obediente hacia Dios legislador que manda.
Ver L. W. Barnard, Athenagora, París, 1972, 109: en dos nºs , 10 y12 de la Apología de Atenágoras,
se designa al Espíritu.
Cat. XVII, 3; ver XVI, 3: único es Dios Padre, jefe de la antigua y nueva ; único es el Salvador Jesucristo, profetizado en la antigua
y la nueva; único también es el Espíritu santo, que, por los profetas, fue heraldo de Cristo, descendió después de la venida de
Cristo y lo mostró”; ver también XI, 13.
Basilio TSE B; 7 : en su carta 189 (RJ 920). Destaquemos con C. Moreschini (SC 358, 40) que Basilio había trazado su doctrina de
tres causas para combatir a los pneumatómacos, que calificaban al Padre como causa eficiente, concedían al Hijo solamente la
función de causa material y al Espíritu la función de lugar o de tiempo (TSE 2, 4 a 3, 5)”.
Sobre la doctrina de la apropiación, ver B. de Margerie, La Trinité chrétienne dans l’histoire, París, 1975, 262 s.
Agustin, De civitate Dei 11 24; RJ 1750: proprie vocatur Spiritus Sanctus, tamquam sanctitas substantialis et consubstantialis
amborum (sc. Patris et Filii); el sentido de este texto es aclarado por el siguiente: Sive sit (Sp. Sanctus) unitas amborum, sibe
sanctitas, sive caritas… manifestem est quod non liquis duorum est quo uterque conjungitur… (De Trin. 6, 5, 7; RJ 1665).
Gregorio de Nazianzo (Disc théol. 25, 16; RJ 983) Apunta en la misma dirección: en un sentido, la santidad es la propiedad del
Espíritu Santo, si ella es extendida como caridad substancial y del Padre y del Hijo.
San Juan Crisóstomo, In Epist. I ad Cor, hom. 30, 2, 14; MG 61, 251.
Ver santo Tomás, Summa de Teología III, 73, 3, 3, 80, 4; y Agustín, RJ 1824.
Ver Bertrand de Margerie, Introduction à l’histoire de l’exégèse, t. III, S. Agustin, París, 1983, 156 s.
San Agustín, de FIDE et símbolo IX, 19; según Agustín, los sostenedores de esta concepción (sin duda Simpliciano) invocan sobre
todo Jn 3, 1; 4, 24, 1 Jn 4, 16; 1 Co 3, 22-23; Rm 11, 36.
Orígenes, Comentario sobre el Cantar de los Cantares, Prólogo 2, 47 (Sc 375, 125): Como nadie no conoce al Padre sino el Hijo, y
aquél a quien el Hijo quiera revelárselo (Mt 11, 27), así, nadie conoce la caridad sino el Hijo. Pero, igualmente, también el Hijo,
porque Él también es Caridad, nadie lo conoce sino el Padre” No se excluye que reflexionando sobre el parágrafo siguiente (48),
los exegetas milaneses y Agustín después de ellos hayan tenido la idea de prolongar el razonamiento examinando, a su luz, no
sólo la actividad del Espíritu en la Iglesia, sino también su origen en el Padre y el Hijo. Destaquemos tambiuén que en su
comentario, Orígenes cita cuatro veces conjuntamente los dos versículos: 1 Jn 4, 8 (Dios es Amor) y Jn 4,7 (el Amor es Dios); ver
Prólogo 2, 25.26.29.47; SC 375, 110 y 112. La identificación entre el Hijo y Amor está fundada sobre este nexo.
Orígenes, citado en MG 17, 579-580 por Pánfilo y en MG 39, 1798 por Dídimo el Ciego en su comentario de la primera carta de
san Juan.
“Tamquam propium opus”; agustín sabe bien que la Iglesia es la obra común de las tres personas divinas (ver De Trinitate I, 4,
7); pero la apropiación del origen de la Iglesia al espíritu Santo subraya la propiedad intratrinitaria del Espíritu, que fue uno de
los primeros en descubrir: el Espíritu es comunión de amor entre Padre e Hijo.
Ver líneas arriba los textos citados, n. 2 y 1. El Padre B. Pruche estudió la influencia posible de Basilio sobre San Agustín en lo
que concierne a la procesión del Espíritu Santo (“La originalidad del tratado de S. Basilio sobre el Espíritu Santo”, RSPT, 1948,
207-221). Basilio subraya en el contexto del Samo 32 que el Espíritu Santo procede como soplo de la boca de Dios y no por vía
de generación. Estamos aquí sobre el camino de una diferenciación entre las dos procesiones, con base bíblica. Entre Atanasio,
Gregorio y Nacianceno y Juan Damasceno (para quien el modo de procesión del Espíritu Santo sigue siendo un misterio, que no
podrá ser comprendido sino en el cielo: Fe ortodoxa I, 8), sólo Basilio se esforzó por dar cuenta de su en términos de razón
teológica, piensa Pruche. Para verificar la exactitud de este decir, habría tenido que dedicarse a investigar el uso trinitario del
Salmo 32, en los Padres anteriores.
Por ejemplo, en los sermones 351 y 352. Sobre este asunto, ver E. Amann, art. “Pénitence”, Dictionnaire de théologie
catholique XII, 1 (1933), 801-809.
Ver A.M. La Bonnardière, “Pénitence et réconciliation des pénitents d’après Saint Augustin”, REA 13 (1967), 50; y A.-G.
Martimort, L’Eglise en prières, T.II, L’Eucharistie (por R. Grabié), Tournai, 1983, 126-127: en Africa, sólo el sacerdote dice el
Pater, mientras que en los Orientales, toda la Iglesia participa. - En los parágrafos siguientes, nos inspiraremos, de cerca , de la
continuación del estudio de A.M. La Bonnardière (REA [1968], 186-204).
Introducción
Siguiendo una antigua tradición latina y alejandrina, de acuerdo a San Epifanio de Salamina y de San Cirilo de
Alejandría, seguido de San Agustín, el papa san León Magno había confesado (dogmáticamente) esta doctrina
desde 447, largamente, antes de su introducción en la liturgia, entre el siglo VIII y el siglo IX.
Ya anteriormente, en 555, cuando el concilio ecuménico Constantinopla II, los Padres retomaron según su
entender la doctrina que el emperador Justiniano les había indicado el 5 de mayo de 552, a saber: seguimos
en todo a los Santos Padres y Doctores, Ambrosio, Agustín, León [nombrados con muchos padres orientales]
y recibimos todo lo que ha sido escrito y proclamado por ellos sobre la fe ortodoxa”. Los Padres de
Constantinopla II recibían así los escritos de los cuatro Doctores latinos, todos expositores del Filioque, y
aceptaban así, implícitamente, su doctrina sobre la procesión eterna del Espíritu Santo a partir del Hijo.
La tradición oriental, reaccionando contra el error semi-arriano del “Espíritu Santo creatura del Hijo”, expresa
primeramente el carácter de orígen primero del Padre respecto del Espíritu. Afirma que éste salió del Padre
por medio del Hijo. La Tradición occidental reaccionó reacciona contra otro aspecto del arrianismo: “el Hijo
tenido por creado, no podría producir una Persona divina”, como el Espíritu. Expresa primeramente la
comunión consubstancial entre Padre e Hijo en la producción eterna del Espíritu: es, también, en tanto que
Padre de un Hijo único que el Padre está con Él, origen primero del Espíritu, único principio del que procede
el Espíritu (ver CIC 247-248)
Notas
Los cristianos de Oriente y de Occidente expresan de manera diferente su fe única en el Espíritu que
comparten e, igualmente, su manera de comprender el símbolo original único que poseen en común (CIC
210). Constatemos que en la Iglesia católica, en el Credo de Nicea dicho en griego, la formulación de 381 es
solo empleada sin la añadidura del Filioque.
Inspirándonos en un documento recientemente publicado en Roma por el Secretariado por la promoción
de la unidad de los cristianos, podemos reunir en su secuencia (sobre todo oriental) que pueden ser
consideradas como comentarios patrísticos que apuntan hacia el Filioque:
o Gregorio de Nacianceno dice que el Espíritu es un “término medio entre el Inengendrado y el engendrado”
(MG 90, 672 C);
o Máximo el Confesor escribía: “el Espíritu santo saca substancialmente su origen del Padre por medio del
Hijo engendrado” (MG 90, 672 C);
o Tarasio, patriarca de Constantinopla, desarrolla así el símbolo: El Espíritu Santo, Señor y vivificador, viene
por la ekpóresis del Padre a través del Hijo [to ek tou Patros dia tou Huiou ekporeumenon]” (Mansi XII,
1122 D). Un texto análogo de san Juan Damasceno (MG 94, 1512 B) subraya también la “mediación” del
Verbo en la venida del Espíritu, en términos casi idénticos. Ninguno de esos Padres dijo que el Espíritu
Santo salió del Padre de manera únicamente inmediata, sin ningún rol del Hijo: todos insistieron sobre el
dia del Hijo en la “ekpóresis” del Espíritu.
San Gregorio de Nacianceno caracteriza la relación de origen del Espíritu a partir del Padre mediante el
término ekporeusis que distingue del de “procesión” (proienai) que el Espíritu tiene en común con el Hijo
(Disc. 39, 12; SC 358, 175.
Retengamos, finalmente, la necesidad de examinar de cerca las opiniones del eminente patrólogo y
ecuménico que fue el franciscano belga André de Halleux, muerto recientemente:
“un análisis del texto de los decretos de los dos concilios medievales (Lyon II y Florencia) permite afirmar
que el monopatrismo ortodoxo no se encuentra de ninguna manera contradicho en su alcance auténtico.
La condenación de Lyon no alcanza a aquellos para quienes la fórmula ek monou tou Patros permanecería
conciliable con la participación del Hijo a una espiración enteramente subordinada a la causalidad
primera del Padre” (Irénikon, 1978, 460);
“la unanimidad recientemente descubierta (ver DC 1975, 7-8 y 1994, 1069) entre la Iglesia católica
romana y las [antiguas] Iglesias ortodoxas en la fe en el misterio de la Encarnación muestra que es posible
profesar la misma fe más allá de una divergencia en las fórmulas dogmáticas mismas.” Precisemos: el
Padre de Halleux hace, sin duda, alusión a los esfuerzos de Constantinopla II (DS 424-426 y 428-430) y del
concilio romano de Letrán en 649 (DS 506-508) para mostrar la no contradicción entre la fórmula de
calcedonia de los naturalezas y la fórmula ciriloalejandrina de la única naturaleza encarnada del Dios
Verbo”, precisando en cada caso el sentido de la palabra “naturaleza” (ver A. de Halleux, Proche –Orient,
1988, § 25, 16): con esos esfuerzos convergen las tentativas de nuestro tiempo señaladas por DC;
“la iglesia católica podrá restaurar el símbolo y reconocer la verdad innata del monopatrismo cuando la
Iglesia ortodoxa reconozca de manera similar la autenticidad del Filioque, entendido en el sentido de ‘di
Uiou’ [per Filium] tradicional” (Irénikon, 1978, 469).
No parece, sin embargo que hayamos alcanzado este punto; pero se han hecho progresos en el deseo de la
unión.
San Epifanio, Ancoratus 66 y 67; MG 43, 137 A, B; Ancoratus 8; MG 43, 2 (RJ 1082); Cirilo de Alejandría, Thesaurus 34.
Ver también sobre todo este asunto: A. de Halleux, Irénikon 51 (1973), 469 y “La procesión del Espíritu Santo”, Proche-Oriente
38 (1988), 6-18. L. Vischer, La teología del Espíritu Santo, en el diálogo entre el Oriente y el Occidente, Paría, 1981; B. de
Margerie, S.J. “Hacia una relectura del concilio de Florencia gracias a la reconsideración de la Escritura y de los Padres griegos y
latinos”, Revue Thomiste 86 (1986), 31-81: del mismo autor, El Espíritu viene del Padre por el Hijo”, Orientalia Cristiana
periodica 60 (1994), 337-362 – Dom Germain Leblond, “Point de vue sur la procesión du Saint –Esprit”, Revue t comiste 78
(1978), 293-302.- Clarificación del Consejo pontificio para la promoción de la unidad de los cristianos, en lo concerniente a la
procesión del Espíritu Santo, DC, 1995, 940-945.- B. Schultze, S.J., “Die Pneumatologie des Symbols von Konstantinopel” OCP 47
(1981) 5-54; el autor estudia los textos de Gregorio Nacianceno mencionados arriba; del mismo autor, “Das Filioque bei
Epiphanius von Cypern-Ancoratus, Panarion” Ostkirchliche Studien 35 (1986), 105-134 y 36 (1987), 281-300.- B. Studer, art.
“Filioque”, Dictionnaire encyclopédique du christianisme ancien, Paris, 1990, 973-974. legitimado por introducción, el Concilio
de Constantinopla (381) había modificado el Símbolo de Nicea sin preocuparse del acuerdo de los Latinos en el concilio de Éfeso
(431), que prohibía admitir una confesión de fe diferente de la de Nicea, ignoraba la versión constantinopolitana.
Conclusiones. Los dos símbolos ayer, hoy y mañana.
Hemos estudiado algunos comentarios del Símbolo de los Apóstoles y del Credo de Nicea-Constantinopla, en
su unidad, que sobrepasa sus diferencias.
Conviene, ahora, echar nuevamente una mirada sobre los orígenes bíblicos, las lagunas aparentes y las
irradiaciones futuras de esos textos.
El conjunto de las afirmaciones que nos presentan los dos símbolos constituye una elección operada en las
Escrituras del Nuevo Testamento por los sucesores de los Doce. Esta evidencia se impone a tal punto que no
es necesario mostrarla en detalle. Igualmente, las afirmaciones post-arrianas del Símbolo de Nicea presentan
un sabor escriturario: El Hijo es “Luz de Luz”, porque, Luz del Mundo (Jn 8,12), viene de Dios que es Luz (1 Jn
1,5).
En los contextos distintos y sucesivos de las persecuciones judías y paganas, de la gnosis y del arrianismo, los
proclamadores de estos símbolos, los sucesores de los Doce, han querido recopilar “lo que hay de más
importante para dar plenamente la enseñanza única de la fe […] este resumen encierra en pocas palabras
todo el conocimiento de la verdadera piedad contenida en el Antiguo y el Nuevo Testamento”.
Por una parte, como lo observaba ya Cirilo de Jerusalén, “todos no pueden leer las Escrituras”, de tal manera
que sean capaces de extraer de ellas los puntos más importantes: “unos son impedidos de conocerla bien por
su incultura, otros por sus ocupaciones”; por tanto, los obispos redujeron a algunos versículos toda la
enseñanza de la fe, la fe de la Iglesia que se apoya sobre toda la Escritura” (ibid.).
Por otra parte, las Escrituras del Nuevo testamento resultan, en sí mismas, enseñanza de los doce apóstoles,
enviados por Cristo. Durante casi un cuarto de siglo, hablaron sin escribir.
Incluso, después de la escritura de las epístolas y de los evangelios, la catequesis de los apóstoles y de sus
sucesores permaneció fundamentalmente oral. El resumen escrito de los símbolos constituía una “ayuda
memoria”. Los candidatos al bautismo debían ser iniciados no sólo a una vida individual en Cristo, sino
también en la vida colectiva de la Iglesia. El Símbolo de la fe no era para ellos, solamente, un punto de
referencia primero y fundamental, un sumario” de las verdades a creer, sino también un “signo de
reconocimiento”, gracias al cual se identificaba mutuamente como profesando en conjunto la misma fe.
Ahora bien, si abrimos el Nuevo Testamento y buscamos las huellas de las predicaciones apostólicas,
encontraremos “desde las más remotas épocas, las personas del padre y del Espíritu, vinculadas de manera
indisoluble a la obra del Hijo. Los textos abundan en el Nuevo Testamento, que asocian las Tres personas de
la Trinidad, las fórmulas que hacen presentir una tradición a la vez primitiva y común a todos”, dice
justamente el exegeta Pierre Benoît. Así, resulta que la fórmula bautismal de Mt 28, 19-20, tan
explícitamente trinitaria, es inseparable de todo un conjunto más o menos análogo, especialmente de
“fórmulas litúrgicas que traicionan la costumbre constante de mencionar conjuntamente al Padre y al Hijo”.
Citemos: 1 Co 6, 11; 12, 4-6; Ep 2, 18; 1P 1,2.
“En verdad, agrega también P. Benoît, es todo el mensaje del Nuevo Testamento el que está fundado sobre la
fe con el concurso de las Tres personas divinas para la consumación de la salvación”.
El estudio de la historia de los orígenes cristianos nos fuerza, pues, a reconocer que “la Escritura (agreguemos
incluso antes de ella, los Apóstoles) nos ha revelado las Personas divinas a través de los actos que realizaron
por realizaron por nosotros, creándonos, salvándonos y santificándonos. Es esta fe concreta y penetrada de
historia la que expresa la fórmula trinitaria”. Tomando ésta como marco de su Símbolo, la Iglesia conservó la
orientación auténtica del cristianismo primitivo.
En el mismo sentido, el documento ecuménico titulado Confesar la de común (13) dice: “el Símbolo de Nicea
no es sino uno de los numerosos símbolos cuya necesidad ha sido reconocida desde la época del Nuevo
Testamento para permitir a la Iglesia formular y definir su fe. Esos textos resumen y subrayan los alcances
esenciales de la fe apostólica. Muchos de ellos fueron elaborados en una relación estrecha con el Bautismo”.
Pero, es precisamente aquí que surgen algunas dificultades. ¿El Símbolo y el Credo son suficientes?, ¿están
completos?
En su discurso de 1993, en España, el teólogo luterano alemán insistió muchas veces sobre esta dialéctica de
lo implícito-explícito entre Símbolo de Nicea y Escritura del Nuevo Testamento que condiciona una lectura
correcta de este Símbolo. Reunían así, sin nombrarlas, las catequesis bautismales y mistagógicas de Cirilo de
Jerusalén.
Poco después de él, Epifanio de Salamina, en su Credo anterior al de Nicea-Constantinopla, pero no sin
influencia sobre él, confesaba en el tercer artículo al Espíritu santo descendido sobre el Jordán… y el
bautismo de penitencia (DS44), que unía de esta manera el bautismo de Cristo por Juan al bautismo de los
cristianos para la remisión de sus pecados. Se encuentra en las mismas menciones, en la misma época
anterior a Constantinopla I, en un símbolo armenio y otro probablemente originario de la región siro-
palestina (DS 46 y 48).
Con los historiadores de las doctrinas, tales como son los padres Orbe y Cantalamesa, se puede admitir que
en Cirilo de Jerusalén, Basilio, Ambrosio, como en Epifanio se encontraba todavía presente el punto de vista
de Ireneo (AH, 9, 3): “El Verbo de Dios por haber asumido una carne y haber sido ungido con el Espíritu por el
Padre, se convirtió en Jesucristo… El Espíritu de Dios descendió sobre Él, el Espíritu de ese Dios mismo, que,
por los Profetas había prometido conferirle la Unción – con el fin de que, recibiendo nosotros la
superabundancia de esta unción, seamos salvados”.
El Espíritu dado en Pentecostés a la Iglesia, el Espíritu que sigue siendo dado a cada bautizado en su
confirmación es el mismo que descendió sobre Jesús bautizado en las aguas del Jordán, y lo lanzó en su
misión crucificante y salvífica.
El tercer artículo, vinculado al segundo, significa, pues, que el Espíritu continúa siendo dado por el Padre y el
Hijo a la Iglesia para enviarlo al mundo conminas a su salvación. El doble mensaje, bautismal y eucarístico, de
Pablo y de Juan continúa estando presente – con una presencia implícita que nos toca explicitar en el
Símbolo de los Apóstoles que exaltan la comunión de los santos, en el Credo de Nicea Constantinopla, que
reconocen en la de de la Iglesia una, santa, católica y apostólica. Contra todos los riesgos de expresar otra fe,
Nicea-Constantinopla nos representa la unidad de la fe a través de los siglos, como lo subraya justamente
Pannenberg.
La historia de los símbolos reconocidos por la Iglesia y de los comentarios patrísticos de los dos principales,
entre ellos, es la de su lucha continua y siempre creciente para fortificar su propia unidad con la gnosis, el
arrianismo y el monofisismo. Una, única y universal en el espacio, la Iglesia lo es también en el tiempo; y la
fidelidad al don divino de sus propios Credo pasados la ayuda a tomar una conciencia cada vez más aguda.
Hoy día, sobre las personas divinas del Padre, de su Hijo único y de su Espíritu, la Iglesia nos hace participar
siempre en la fe de Atanasio, de Basilio, de los dos Cirilos, de Ambrosio y de Agustín. Sobre todo, en y por la
continua celebración de los sacramentos y del sacrificio eucarístico que esta identidad en la fe es proclamada
y manifestada.
En el presente, se podría decir que los dos Símbolos, el de los Apóstoles y el de Nicea-Constantinopla, nos
hacen oír simultáneamente la voz de los apóstoles, de sus sucesores (a partir especialmente de los Asia
Menor, diríamos con Smulders), del obispo de Roma a la cabeza, lo mismo que los dos concilios ecuménicos:
Nicea I y Constantinopla I. A todas estas voces se unen los obispos y los bautizados laicos a lo largo de
dieciséis siglos de cristianismo. Los dos símbolos constituyen, pues, hoy día una manifestación a la vez
histórica y espacial de la catolicidad de la Iglesia, que une a la vez la Tradición, la Escritura y el magisterio.
Esos dos símbolos nos hacen comprender la maravillosa meditación de la Iglesia sobre su propio magisterio,
en y por el cual Cristo salvador se propaga y se comunica, con su Padre y su Espíritu.
La Iglesia integró esos dos símbolos en la celebración de su culto, en un desarrollo a la vez tardío e
irreversible. Ciertamente, el Nuevo Testamento (a semejanza del Antiguo) nos muestra que la Iglesia jamás
vivió sin la confesión ni la profesión de su fe. La necesidad de comprenderla e incluso de escucharla siempre
fue percibida en el seno de la comunidad cristiana, aún antes de todo registro escrito. Porque, siempre, el
bautismo y (por consecuencia) la participación en la eucaristía no han sido concedidas por la Iglesia sino a los
creyentes que manifiestan la voluntad de una vida santa.
Hoy, como en los primeros tiempos, la participación en el Credo de la Iglesia es, para todo adulto, un
elemento esencial de la integración en su culto. En ese culto cotidiano, el Espíritu es co-adorado y
conglorificado con el Padre y el Hijo en el instante mismo en que suscita la adoración del Hijo y, por Él y con
Él, la del Padre. Los creyentes proclaman su deber no sólo de creer, sino también de adorarlos en y con el
Espíritu. En el texto mismo del Credo de Nicea, el “creemos” se convierte en “adoramos, glorificamos,
confesamos y esperamos”. La fe se convierte en voluntad de someterse en la adoración, en proclamación de
gloria divina, en espera de vida eterna. Los tres son amados, creídos y esperados. Esperamos la visión del
Hijo.
Proyecciones futuras
En el hoy de la Iglesia, sus miembros tienden hacia un doble futuro, temporal y eterno.
Por sí misma, la Iglesia es misterio de fe: si la Iglesia es vista en la Historia de la humanidad tal como los
hombres veían a Cristo hombre como ellos, la Iglesia cree en su propio misterio tal como los apóstoles creían
en Cristo Dios (ver Jn 20, 8.25.29: ver y creer).
En el instante en que ella proclama delante del mundo que cree ser el Templo de los tres, desde entonces, la
Iglesia espera con ardiente deseo su propia culminación, su consumación en la unidad. Ella reconoce que sus
miembros terrestres no le han sido definitivamente incorporados. Son sus miembros provisorios, en espera
de su fijación definitiva en ella.
A fortiori, no causa sorpresa percibir que algunos bautizados, perteneciéndoles ya de alguna manera, creen
poder constituir comunidades eclesiales sin símbolo de fe. Lo que no quiere decir sin fe. En otros términos,
esas Iglesias, desprovistas de símbolo en su culto habitual, no expresan por medio de una confesión y
profesión de fe aquello que, sin embargo, une entre ellos a los miembros de cada una de ellas.
Pero, encuentran, frente a sus ojos, el milagro y el misterio de una Iglesia que, confesando su fe, progresa
también en la expresión y el conocimiento de esa fe, de una Iglesia que se transmite ofreciéndose en el
sacrificio eucarístico, se proclama, se dice, se enseña y atrae hacia ella, a las comunidades de bautizados.
“Cristo ejerce continuamente su acción en el mundo para conducir a los hombres hacia la Iglesia, unírsele
mediante ella más estrechamente y hacerlos parte de su vida gloriosa en su dar y recibir para nutrir su propio
Cuerpo y su Sangre”, como lo subraya el Concilio Vaticano II (LG 50).
Es en esta Iglesia una y universal, que atrae hacia la plenitud en perpetuo progreso a las comunidades
eclesiales de bautizados con miras a formar, en la eternidad, con ellas a la Iglesia finalmente perfectamente
universal, idéntica al Reino: “todos los justos, desde Adán, desde Abel hasta el último elegido se encontrarán
reunidos delante del Padre en la Iglesia universal” (LG2).
La Iglesia de hoy cree que su fe y su esperanza, como estructuras visibles, entre ellas sus Escrituras y el
pontificado, desaparecerán el último día para dejar el lugar a su esplendor inamisible, cuando Cristo reúna a
todos los justos y su Reino, convertido en Reino del Padre, no esté compuesto sino de justos (ver Mt 13, 41-
43).
En el día del Juicio, el Símbolo de los Apóstoles y el Credo de Nicea desaparecerán: Cristo visto y amado
permanecerá como recompensa indefectible de la fe perseverante.
Destaquemos, por ejemplo, las citas bíblicas implícitamente contenidas en el tercer artículo del Credo de Nicea-Constantinopla:
El espíritu es Señor (2 Co 3, 17) y vivificador (1 Co 15, 45: 2 Co 3, 6; Jn 6, 63); procede del Padre (Jn 15, 26).
Cirilo de Jerualén, cat 3, 11 y 14; Pedro Crisólogo, Sermo 59; ML 52, 363 C: “unctio quae per reges, prophetas et sacerdotes olim
cucurrerat in figuram, in hunc regem regué, sacerdotem sacerdotum, prophetarum propheta tota se plenitudine Spiritus
divinitatis effudit ut regnun et sacerdotium quod per alios praemiserat temporaliter, in auctorem ipsum refunderet et dedderet
sempiternum”.
A. Orbe, La Unción del Verbo, Roma 1961, An. Grez. 113; R. Cantalamesa, Credo in Spiritum Sanctum, Roma, 1983, t. I, 119 s.;
San Basilio, De Spiritu Sancto, 16 CIC 536-537: “el Bautismo de Jesús, es la aceptación de la inauguración de su destino de
Servidor Sufriente. Consiente por amor a ese bautismo de muerte por la remisión de nuestros pecados… Por el Bautismo, el
cristiano está sacramentalmente asimilado a Jesús que anticipa en su Bautismo su muerte y su resurrección; debe entrar en ese
misterio de rebajamiento y de penitencia…”
CFC XX, 13: “las Iglesias llamadas “sin símbolo ni fe” comparten la fe apostólica expresada en ese símbolo de [de Nicea],” Sin
símbolo en su culto habitual, se puede esperar que al menos, en ocasiones particulares, los representantes de esas Iglesias, se
junten a los que profesan el Símbolo de Nicea” (CFC, Introducción, § 13)
Lista de abreviaturas
AH: Ireneo, Adversus haereses
BA: Bibliothèque augustinienne
BAC: Biblioteca de autores cristianos
CCL: Corpus christianorum series latina
CIC: Catecismo de la Iglesia Católica
CFC: Confesar la Fe común
CSEL: Corpus scriptorum ecclesiasticorum latinorum
DC: La Documentation catholique
DS: H. Densinger. Enchiridion symbolorum
GCS: Coll. Griechische Christliche Scriftsteller
LG: Lumen Gentium
MG: Migne, Patrologie grecque
ML: MIgne, Patrologie latine
OCP: Orientalia Christiana periodica
REA: Revue des études augustiniennes
RJ: Rouët de Journel, Enchiridion Patristicum
RSR: Recherches de sciences religieuses
RSTP: Revue des sciences philosophiques et théologiques
RTL: Revue théologique de Louvain
SC: Coll. Sources chrétiennes
TSE: Basile de Césarée, Traité du Saint Esprit.