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Demonología en la edad media

Se conoce como demonología a la doctrina concerniente a


los demonios. La verdadera doctrina acerca de los demonios
o espíritus malignos, trata de la creación y la caída de los ángeles rebeldes y de
las diferentes maneras en que estos espíritus caídos

tienen permiso para tentar y afligir a los hijos de los hombres. Estas ideas han
jugado un papel importante en el curso de la historia humana, de su influencia
religiosa y moral en la vida social de los pueblos.

Durante los tiempos Cristianos de la Edad Media y bajo el manto Católico


había menos oportunidad de los cultos o acercamiento a ideas demoníacas. Las
primeras herejías eran expulsadas, y las especulaciones teológicas corregidas.
El Quinto Concilio Ecuménico (545) por ejemplo condenó los errores Origenistas
en la materia de demonios. Mientras que los teólogos de aquel
periodo académico se preparaban y dilucidaban la doctrina Católica en
referencia a los ángeles y demonios, había por otro lado un oscuro en las
supersticiones populares y en los hombres que continuaban practicando las artes
de magia negra, brujería y contactos con el diablo.

Esta enseñanza se expresaba mejor, no obstante, bajo la fórmula directa y


positiva de una afirmación que hay que creer. San Agustín, al comienzo de su De
Genesi ad litteram, decía así:

«La doctrina católica obliga a creer que la Trinidad es un solo Dios que ha hecho y
creado todos los seres existentes en cuanto existentes, de manera que toda
creatura, ya sea intelectual, ya sea corpórea, o, para decirlo brevemente, según
los términos de las divinas Escrituras, visible o invisible, no pertenece a la
naturaleza divina, sino que ha sido
Demonología. Rama de la teología y de la mitología que se encarga del
estudio e investigación sistemática de los demonios, los malos espíritus y
sus relaciones, haciendo alusión a sus orígenes y naturaleza.

Contenido
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 1 Orígenes
 2 Demonología y religión
 3 Curiosidades
 4 Enlaces externos
 5 Fuentes

Orígenes
La manifestación más importante de la demonología cristiana occidental
es el Malleusmaleficarum (1486) (del latín: Martillo de las Brujas), de
los dominicos inquisidores Jakob Sprenger y Heinrich Kramer, que
demuestran de manera muy singular la existencia y el poder de
labrujería como parte integral de la fe católica romana y de un peligro real
para los fieles, aparte de ofrecer en su tratado toda clase de formas de
reconocer y procesar una bruja, convirtiéndose así durante dos siglos en
el manual para procesos de brujería.
En otro sentido, la demonología confecciona listados que intentan
nombrar y establecer una jerarquía de espíritus maléficos. Así, la
demonología es el opuesto de la angelología, que intenta recopilar la
misma información al respecto de los buenos espíritus. En la tradición
cristiana, los demonios son ángeles caídos,es por eso que la
demonología se considera como una rama de la angelología.
Sin embargo, muchas bases de datos demonológicas son conocimientos
capturados a aquellos supuestamente capaces de invocar tales
entidades, incluyendo las instrucciones sobre cómo convocarlos y en el
mejor de los casos someterlos a la voluntad del conjurador.
Losgrimorios de magia oculta son aquellos tomos que contienen los
conocimientos acerca de esta faceta de la demonología, más de una vez
estudiada con morboso deleite por aquellos que debían perseguir y
juzgar a diabolistas y brujas.

Demonología y religión
La existencia de una entidad sobrenatural maléfica que actúa en
contraposición a la voluntad de un Dios benévolo es uno de los ejes
centrales tanto del cristianismo como del Islam. Dichos credos adoptan la
figura de Satán del judaísmo, que para el islamismo es Shaytáno Iblís.
El Nuevo Testamento afirma explícitamente la existencia de espíritus
adversos menores, así como también lo hace el Corán, si bien este
último hace mención a una tercera raza creada (ni ángeles ni demonios),
los yinnūn (plural de yinn), de carácter amoral y conocidos en Occidente
como genios, aunque no siempre son malignos.
El Antiguo Testamento presenta a Satán como un ángel bajo la autoridad
de Dios, que actúa a modo de tentador, buscando la duda sobre la virtud
y provocando todos los males. Esto es debido a que el mismo concepto
del monoteísmo , así como el judaísmo proviene del mismo ámbito de
influencia cultural que otras culturas semíticas y el politeísmo que
compartieron hasta que fueron conocidos como el pueblo elegido y
abrazaron el culto único.
El territorio denominado Seol, equivalente al infierno, es, de hecho,
bastante moderno en la sistemática rabínica. Hay que entender al Seol
más en el sentido de tumba (en cuanto última morada que como el
infierno). Algunas ramas del budismo postulan la existencia de infiernos
habitados por demonios que atormentan a los pecadores y tientan a los
mortales, o actúan para perturbar su iluminación. También
el hinduismo contiene narraciones de combates entre dioses y una serie
de adversarios.
En ambos casos citados no hay una especial atención a la organización
de las huestes que encarnan el Mal, por lo que no se puede hablar de
demonología como tal, si bien su historia sagrada es tanto o más rica que
las tres grandes religiones monoteístas.
hecha de la nada por Dios»

En cambio en la etapa de la baja edad media,eran más permisivos en cuanto a las


tradiciones paganas de las personas, de tal forma que se acudís con brujos y
magos para resolver sus problemas. Durante este período, destacar también el
trato humanitario que los enfermos mentales recibían en los múltiples
monasterios; quedando fuera de este trato humanitario todos aquellos enfermos
que presentaran conductas violentas o muy desagradables. A medida que fue
transcurriendo el tiempo, la Iglesia católica fue escalando puestos hasta llegar a
ser la rectora absoluta de la vida de los ciudadanos, y la estricta moral
cristiana chocó con la tradición popular apegada a costumbres paganas más
liberales. Llegando también a la investigación de las posesiones demoníacas y la
enfermedad del alma.

Las posesiones se dividían en dos tipos:

Entendida como una enfermedad mental: el demonio poseía a su víctima en


contra de su voluntad, bien por el abandono de su alma, o bien por el castigo de
sus pecados.

El poseso estaba aliado con el demonio, y en el acto de posesión había


intervenido un brujo; aunque la diferencia entre este segundo tipo de posesos y los
brujos no estaba clara.
Para atender las posesiones, utilizaban los exorcismos que consistían en curar el
alma arrancando el espíritu inmundo que la enfermaba y así devolver la paz
espiritual al cuerpo de la persona. Este tratamiento incluía símbolos religiosos (fe).
Agua bendita, santos óleos, oraciones y tomar extrañas pócimas, entre otras.
l mal es una fuerza poderosísima que, a lo largo de la historia, ha sido
atribuida a la acción de espíritus malignos que acechan al hombre para
destruir su moral y conducirlo hacia el camino de la perdición. Eso sí,
siempre se ha dicho –en nuestro contexto judeocristiano– que es Dios
quien mediante la tentación del mal pone a prueba al ser humano. En ese
caso, el demonio –palabra derivada del griego daimon– no dejaría de ser un
instrumento usado por el Creador para llevar a cabo sus inescrutables
designios. Leemos en el Catecismo de la Iglesia católica: “Aunque Satán
actúe en el mundo por odio contra Dios y su reino en Jesucristo, y aunque
su acción cause graves daños en cada hombre y en la sociedad, esta
acción es permitida por la divina providencia que con fuerza y dulzura
dirige la historia del hombre y del mundo. El que Dios permita la actividad
diabólica es un gran misterio”. Y una gran contradicción, añadiría yo, pues
¿cómo se puede concebir que el Dios todopoderoso y bondadoso incluyera
en su creación a un enemigo tan destructivo que se rebela contra el Padre
y ejerce la iniquidad contra los hombres?

Dejando a un lado este irresoluble dilema teológico, lo cierto es que, desde


los inicios del Cristianismo, monjes, eremitas y hasta obispos no tardaron
en sufrir las tentaciones del maligno, a veces en forma de bellas y
seductoras mujeres desnudas –Lilith, demonio de origen sumerio y el más
antiguo de los súcubos, también seducía con sus encantos a los hombres–.
Fue el caso de san Hipólito, Clemente de Alejandría y del abad Equitio, por
citar algunos ejemplos. Como siempre, el sexo es una de las armas más
utilizadas por Satán –cuya primera mención aparece en Job I, 6– y sus
secuaces para tentar al hombre, sobre todo a quienes hacen votos de
castidad y renuncian a los placeres de la carne, mortificando sus cuerpos
con castigos autoinfligidos para purgar sus pecados –es evidente que los
diablos son símbolos que personifican los elementos no sublimados de
nuestra vida instintiva–. Sea como fuere, la Edad Media se convirtió en la
era dorada de la brujería, los aquelarres –del euskera aker, cabrón, y larre,
prado: “prado del macho cabrío”– y los pactos con el diablo. Las brujas
invocaban a las huestes infernales para conseguir sus favores y, de paso,
tener comercio carnal.

En diversas regiones españolas, francesas e italianas, se celebraron


numerosos aquelarres en la Edad Media. Pierre de Rostegny, señor de
Lancre y juez investigador sobre causas de brujería, recoge en su
obra Tableau de l’inconstance des mauvais anges et des démons, el
sumario de los procesos que él mismo presidió. En sólo cuatro años, llevó
a la hoguera a 600 mujeres acusadas de practicar la brujería y establecer
contacto con el diablo. “El aquelarre se asemeja a una feria de mercaderes,
en la que todos se entremezclan enfurecidos y medio enloquecidos,
formando una muchedumbre de hasta cien mil devotos de Satanás que
llegan de todos los rincones”, aseveró. No sabemos quién era más diabólico
en su crueldad, si el propio diablo o los inquisidores que torturaron y
asesinaron a tantísimas personas –la caza de brujas se convirtió en una
locura colectiva y cualquier extraño lunar, cicatriz o anormalidad en el
cuerpo del acusado era signo inequívoco de su trato con Satán, el sigillum
diaboli–, muchas de ellas inocentes de las acusaciones de brujería. No
obstante, encontramos pormenorizados relatos sobre visiones diabólicas e
infernales. La descripción de los demonios que leemos en algunos tratados
de demonología, como De Daemonialitate, et incubus et succubus, de
Ludovico Maria Sinistrari, sorprende sobremanera. En esa época de
oscurantismo y superstición, las bulas contra la brujería se sucedieron
para luchar contra aquellos que pactaban con el diablo y se dejaban
seducir por sus maquiavélicas artes sombrías.

En Super illius specula, elaborada por el papa Juan XXII en 1326, leemos:
“Hemos sabido con profunda pena, que muchas personas, que son
cristianas sólo de nombre, han pecado. Se relacionan con la muerte y
establecen alianzas con el infierno ya que ofrecen sacrificios a sus
demonios. Les adoran, hacen imágenes de ellos, anillos, espejos, frascos, o
cualquier otro objeto donde encierran a los demonios por arte de magia;
les interrogan, obtienen respuestas, piden ayuda para satisfacer sus
deseos perversos, se declaran esclavos fétidos en los fines más
repugnantes. ¡Oh, dolor! Es un mundo de hechos realmente insólitos que
poco a poco va contagiando a los rebaños de Cristo…”.

Tengamos presente que las visiones de seres divinos e infernales han


existido siempre, desde las culturas más arcaicas. “El perpetuo drama del
mal, de los sufrimientos y de la muerte se reflejan en mitemas demoníacos
en todas las culturas”, sostiene Alfonso M. di Nola en su documentada
obra Historia del diablo (1987). No hay religión en la que no hayan surgido
historias sobre apariciones y revelaciones sobrenaturales. Lo numinoso
forma parte intrínseca del acervo religioso y, por ende, de la naturaleza
humana. El Cristianismo es rico en este tipo de experiencias visionarias.

Místicos y endemoniados hablan de encuentros con diablos e incluso


confiesan haber viajado en espíritu a las puertas del infierno. Muchos
textos medievales de carácter teológico y demonológico narran tales
contactos con el lado oscuro.

LOS MIL ROSTROS DEL DIABLO


“Vi al pie de mi cama un pequeño monstruo de forma humana. Tenía el
cuello delgado, la cara seca, los ojos muy negros, la frente estrecha y
arrugada, la nariz chata, una boca enorme, los labios hinchados, el
mentón corto y afilado, una barba de macho cabrío, las orejas rectas y
puntiagudas, los cabellos tiesos y en desorden, unos dientes de perro, el
occipucio puntiagudo, corcovado de pecho y espalda, los vestidos sórdidos;
el monstruo se agitaba furiosamente”.

Así describe el monje Raoul Glaber en su libro Histoires, escrito a finales


del siglo X, su visión de un demonio. Relatos de este tipo no son nada
infrecuentes. Hoy, los casos de apariciones al borde de la cama, sean de
rasgos angelicales o diabólicos, son interpretados desde la psicología como
alucinaciones hipnagógicas durante la fase crepuscular. “La ciencia actual,
sobre todo la psicológica, trata de buscar una causa explicable para todo
fenómeno. Y, en este sentido, se deduce que la aparición de Satán y de sus
demonios a los anacoretas podría ser una especie de alucinación,
producida por ciertos estados orgánicos de agotamiento físico o por un
excesivo celo religioso y una represión a ultranza”, afirma Frederik Koning,
especialista en demonología.

Quizá sea así, o quizá no… ¿quién sabe? Hay visiones muy complejas,
bastante vívidas, que vienen acompañadas de fenomenología paranormal.
Pero, al margen de posibles explicaciones racionales, lo cierto es que las
descripciones son tan detalladas, contienen tantos elementos arquetípicos
y generan una intensidad emocional tan considerable que, tengan el origen
que tengan, el perceptor vive dichas visiones como si fuesen reales. El
terror que les produce es absoluto. “Los ojos del Diablo son como la
estrella matutina. Del hueco de su boca salen lámparas encendidas y
hogares de fuego. El humo de un horno inflamado por las brasas de fuego
llamea en las ventanas de su nariz. Su aliento es de carbón y de su boca
salen llamas”, narra el obispo Atanasio en su obra Vida de Antonio, de
enorme difusión gracias a una traducción al latín en el año 388. Este libro,
que gozó de una gran influencia durante la Edad Media, relata visiones y
ataques diabólicos sufridos por el célebre ermitaño san Antonio. El diablo
se le manifestaba, en ocasiones, con el aspecto de una mujer lasciva.
Aunque había veces que le atacaba una jauría de demonios zoomorfos –
serpientes, lobos, leones, toros…–: Otros eremitas como Macario y Evagrio
Póntico también fueron asaltados por pequeños y pérfidos diablos que
habitan en el aire. San Cesario, prior del monasterio de Heisterbach,
fallecido en 1240, aseguraba que “el diablo puede aparecer en forma de
caballo, gato, perro, buey, simio y oso, pero también puede adoptar los
rasgos de un hombre bien vestido, de un soldado elegante, de un
campesino vigoroso o de una hermosa muchacha”.

Aunque en los primeros siglos del Cristianismo, Satán –el príncipe de este
mundo que mantendrá su dominio hasta el retorno de Cristo al final de los
tiempos– es representado generalmente como lo que es, un ángeln
expulsado del cielo –según ciertas versiones medievales, los ángeles caídos
alcanzaron la cifra de 133.306.668 y estaban divididos en jerarquías–, no
es hasta el siglo X, coincidiendo con ciertos conflictos sociales, brotes de
fanatismo religioso, expectativas escatológicas y temores milenaristas que
recorrieron toda Europa, cuando ya se fueron configurando sus rasgos
más horripilantes, adoptando la apariencia de una figura monstruosa,
híbrida entre humano deforme y animal, con mirada amenazante,
colmillos afilados, cuernos y demás atributos repulsivos. Un ser con
especial fijación hacia la lujuria. Ya decía Freud que el diablo personifica
pulsiones inconscientes y remueve los componentes sexuales.

Como a veces el demonio solía manifestarse a modo de figura humana,


había que buscar ciertos rasgos para identificarlo. El jesuita belga Martin
Antoine del Río, en su obra Disquisitionum Magicarum (1599), nos los
detallaba: “El hombre debe ser negro, viejo rijoso y mal oliente. Ha de ser
gigantesco, y si tiene alguna malformación, mucho mejor. También puede
ser muy moreno y barbudo, con la nariz deforme, o al menos muy
aguileña. La boca ha de estar abierta y muy rasgada. Los ojos han de ser
brillantes y muy hundidos, manos y pies ganchudos como los de los
animales, brazos y muslos delgados y peludos, piernas de asno o de cabra,
pies como pezuñas y estatura o demasiado alta o demasiado pequeña, y
contrahecho”.
En la Edad Media era frecuente que los delitos menores
fueran castigados con amputaciones de distintas partes del
cuerpo. Las infracciones más graves eran penadas con la
muerte. Hacia finales del siglo XIV los que estaban acusados
de traición directamente eran descuartizados y los
falsificadores hervidos en aceite.

Fuente: diarioelnorte@diarioelnorte.com.ar

Foto 1/1 Durante la Edad Media


miles de personas fueron juzgadas y ejecutadas por herejía
En la Edad Media los castigos tenían como blanco de ejecución el cuerpo del
condenado. Las penas incluían mutilaciones, la muerte del acusado, y largos
padecimientos físicos.
Las mutilaciones eran aplicadas a los acusados de haber cometido delitos, que
en la época eran considerados de menor gravedad. A los blasfemos y perjuros
se les cortaba la cabeza o arrancaba la lengua.
El sistema empleado generalmente consistía en colocar al condenado, de pie,
sobre una silla. Se le clavaba en la lengua un gancho que previamente se
había suspendido en una cuerda, se retiraba la silla, el individuo caía al suelo,
y la lengua quedaba colgada del gancho.
A los ladrones o a los cazadores furtivos se les aplicaba la más corriente de las
mutilaciones, la amputación de la mano. La versión más grave de este tipo de
ejecución era la de pies y manos. Se amputaba el pie izquierdo, por ser el más
necesario (con éste se pisaba el estribo), y normalmente la mano derecha.
También se vaciaban los ojos, se amputaban las orejas y en casos muy
contados se realizaba la castración. La amputación de la nariz era poco
frecuente (se podían evitar dichos castigos si el condenado pagaba la fianza
conveniente, de ahí que los mismos se aplicaran a la clase baja).
Las penas mortales eran aplicadas por la realización de delitos mayores. Los
herejes, hechiceros y homosexuales eran ahogados y quemados (siendo la
quema más propia del sexo femenino).
Los ladrones eran ahorcados o decapitados. A los judíos (indiferentemente del
delito que cometiesen) les era impuesto el castigo de ser colgados por los pies.
Los asesinos eran decapitados, lo mismo que ciertos ladrones y algunos
nobles (al ser esta condena “la menos dura” poseía dicho privilegio debido a su
rango dignatario).
Los falsificadores de monedas eran hervidos en agua, aceite o vino.

Traición

Hacia finales del siglo XIV los que estaban acusados de traición eran
descuartizados.
Al que dañaba un haya se le arrancaban las tripas, se le sujetaba con ellas y
era obligado a correr dando vueltas alrededor del árbol en cuestión hasta que
quedara enroscado en el mismo.
Si uno talaba un roble se encontraría con la cabeza separada del resto del
cuerpo e insertada en el mismo. Incendiarios, ladrones y asesinos importantes,
eran ejecutados tras sufrir el tormento de la rueda (imagen a la derecha).
También era frecuente el castigo de ser enterrado con vida. “El delincuente era
colocado en una fosa que se cubría de tierra. Para alargar el sufrimiento del
reo se le colocaba en la boca una caña hueca que comunicaba con el exterior”.
Otros castigos

El sambenito: Era un tipo de camisa amarilla con una cruz roja de San Andrés.
El ofensor necesitaba llevar el hábito todo el tiempo, como una señal para el
público de que era un Marrano. Este sambenito destruyó las probabilidades de
encontrar trabajo o un lugar con estabilidad para la familia.
El cinturón de castidad: Se usaba para garantizar la fidelidad de las esposas
durante los períodos de largas ausencia de los maridos, y sobre todo de las
mujeres de los cruzados que partían para Tierra Santa. Quizás alguna vez,
aunque no como utilización normal, la "fidelidad" era de éste modo "asegurada"
durante períodos breves de unas horas o un par de días, nunca por tiempo
más dilatado. No podía ser así, porque una mujer trabada de ésta manera
perdería en breve la vida a causa de las infecciones ocasionadas por la
acumulación tóxica no retirada, las abrasiones y las laceraciones provocadas
por el mero contacto con el hierro.

La jaulas colgantes

Hasta finales del siglo XVIII, en los paisajes urbanos de Europa no era extraño
encontrar abundantes jaulas de hierro y madera adosadas al exterior de los
edificios municipales, palacios ducales o de justicia, catedrales, murallas de las
ciudades o en altos postes cerca de los cruces de caminos.
Las víctimas, desnudas o semidesnudas, eran encerradas en las jaulas y
colgadas. Morían de hambre y sed; por el mal tiempo y el frío en invierno; y por
el calor y las quemaduras solares en verano. A menudo, anteriormente habían
sido torturadas y mutiladas para mayor escarmiento.
Normalmente los cadáveres se dejaban en descomposición hasta el
desprendimiento de los huesos, aunque a veces se cubrían herméticamente
con resina de pino, con el fin de retrasar los efectos de la descomposición, y se
rodeaban con correas para impedir el desprendimiento de los miembros. De
ésta manera, se utilizaban como escarmiento moral. Evidentemente, las
víctimas, una vez muertas, eran pasto de todo tipo de animales.
La edad media fue la época creativa para la creación de
instrumentos de tortura y ejecución, pues debido al ingenio
que poseían estos instrumentos convertía la agonía de sus
víctimas en una verdadera pesadilla.
Algunos de los artefactos más famosos por su crudeza vieron la
luz entre los siglos XVI y XVII, utilizados especialmente en
personas que eran acusadas de algún delito, que se les
interrogaba o juzgaba por traidores.
El potro
El mecanismo de este instrumento consistía en atar las
extremidades de la persona sobre una tabla mientras éstas eran
estiradas fuertemente hasta conseguir la dislocación de los
huesos.

Desgarrador de senos
El artefacto que lleva este nombre se trata de una pinza metálica
especialmente diseñada para triturar los pechos de las personas.
Comúnmente era utilizado con mujeres y en algunas ocasiones
con hombres. Además de tener que soportar el filo del
instrumento mientras desgarraba la carne, este objeto era puesto
al fuego con anterioridad para que también quemara la piel de la
víctima.
Pera de la angustia
Llamada así por su forma similar al de la fruta, esta herramienta
era utilizada con mujeres acusadas de algún delito, mentirosos y
homosexuales.
Su función consistía en ser insertada por la boca, el recto o la
vagina, dependiendo del caso, para después una vez adentro
comenzara a abrirse y girar desgarrando las entrañas con sus
afiladas puntas.
La sierra
Era un cruel método de tortura el cual consistía en colocar atada
a la persona al revés, mientras dos hombres usaban una sierra
para cortar a la persona en dos comenzando por la entrepierna.
En algunas ocasiones la persona no era totalmente cortada y
sólo se le dejaba hasta la mitad para que se agonía se
prolongara hasta que llegará el momento de su muerte.
Cuna de Judas
Una pirámide puntiaguda y de considerable tamaño es el objeto
que recibe el nombre de ‘Cuna de judas’.
Comúnmente era utilizado con prisioneros que se negaban a ser
interrogados o traidores.
El mecanismo de este artefacto consistía en atar a la persona y
dejarla caer justamente en la punta repetidas ocasiones,
desgarrando su recto o vagina. Personas que lograban sobrevivir
a esto normalmente terminaban con serias infecciones, pues la
pirámide nunca se limpiaba.
Toro de Falaris
Este instrumento se trata de una enorme figura hueca de un toro
construida con bronce. En su interior se colocaba al prisionero
mientras el exterior era expuesto al fuego para que comenzara a
calentarse. La víctima moría cocinado vivo dentro del animal
después de su terrible agonía que podía durar horas.
Su nombre se atribuye al tirano quién solicito la creación del
instrumento. Se dice que el inventor de este toro murió en su
propia creación por ordenes de Falaris.
Tortura de la rata
Es conocida por ser una de las más económicas, pero también
una de las más sanguinarias.
El procedimiento de esta tortura era sencillo, la persona era
acostada e inmovilizada completamente mientras se colocaba a
una rata en su estomago cubierta por una cubeta metálica.
La cubeta se exponía al fuego y a medida que se calentaba el
animal comenzaba a desesperarse por escapar, siendo su única
opción escarbar en las entrañas de su víctima para conseguir
salir.
Otro método era colocar al roedor hambriento en una jaula
especializada que conectaba con el rostro de la persona para
que comenzara a devorarlo.

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