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La Lectura Infantil y Juvenil Teresa Colomer PDF
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TERESA COLOMER
"Los libros infantiles existen para ser rotos" dijo Heinrich Hoffmann cuando su editor
discutía con él la presentación de Strwwelpeter (Pedro El Desmenuzado)". La cita sirve a
Bettina Hürlimann, autora de la historia de la literatura infantil europea más leída en nuestro
país, para poner de relieve la dificultad de los historiadores cuando buscan las antiguas
obras infantiles para poder analizarlas; o al menos así ocurre hasta que los países se dotan de
bibliotecas y de centros de documentación que conserven toda la producción editorial, algo
que lamentablemente continúa siendo inexistente en España [Hürlimann 1968]. Pero aquí
queríamos aludir a este "destrozo" como algo que sucede porque los niños y niñas han
mirado y leído tanto los libros que éstos han pasado a convertirse en memoria propia; en
experiencia vivida que los configura, en aprendizaje cultural implícito que puede olvidarse
una vez realizado. Para que esto pudiera empezar a suceder los niños y niñas tuvieron que
ser entendidos como "infancia", tuvieron que crearse libros destinados a su incipiente lectura
y alguien tuvo que ponerlos en sus manos. Este programa se ha llevado a cabo en los
distintos países occidentales durante los dos últimos siglos.
Los niños y niñas del mundo rural que habían aprendido historias, canciones, poemas o
conocimientos, mezclados con los adultos, se convirtieron progresivamente en niños
urbanizados y escolarizados. A ellos empezaron a dirigirse libros informativos o literarios
pensados y escritos especialmente para su lectura. Pensados para que los entendieran desde
su limitada capacidad de gestionar la lengua escrita, desde su reducida experiencia del mundo
y desde su escaso bagaje de lecturas anteriores.
Los adultos, en cambio, siempre han parecido tener ideas muy claras sobre cómo deben ser
los libros para niños. A veces a partir de la experiencia empírica sobre lo que sus hijos o
alumnos disfrutan y entienden; otras veces a partir de idealizaciones sobre el mundo que
desean transmitir como modelo a las nuevas generaciones; o también, en algunas ocasiones, a
partir de la difusión de estudios y reflexiones al respecto cuando esto ha creado un estado de
opinión capaz de influir en la producción. De todo ello han ido surgiendo libros infantiles
muy diferentes. Algunos idénticos a sermones morales dirigidos a los pequeños para que
aprendan a comportarse; otros, derivados del recuerdo y del deseo adulto de preservar la idea
de la infancia como una etapa vital, inocente e incontaminada; aún otros, fruto del dejarse
llevar por el gozo de la comunicación humana con los niños a través de la literatura; un cierto
número, pensados deliberadamente para intentar ajustarse a las capacidades lectoras en
formación y bastantes más proyectados y publicados como un negocio cultural cualquiera.
Los primeros libros infantiles ya fueron muy distintos entre sí. Unos, como los cuentos de
Perrault o los de los hermanos Grimm, publicados respectivamente en 1697 y 1812,
transcribieron para ellos la -antigua literatura oral que se sabía positivamente que les
gustaba. Una parte de los cuentos populares, leyendas, mitos, canciones y literatura
folclórica en general, recopilada y fijada por la escritura a lo largo del siglo XIX, fue
inmediatamente trasladada a la destinación infantil. Si las sociedades urbanas e industriales
abandonaban velozmente este tipo de literatura, la pervivencia de su transmisión durante las
primeras edades le dio una nueva forma de ser "popular". De esta manera, las historias,
motivos y personajes del folclore han continuado formando parte del imaginario colectivo de
la sociedad. Este legado literario resulta de vital importancia para la formación de los niños
en aspectos tan dispares como el de dar respuesta a sus necesidades emocionales, ampliar su
conocimiento de los usos del lenguaje, experimentar la literatura como un fenómeno de
relación con los demás o familiarizarse con las formas del relato. La transmisión
inconsciente de este tipo de literatura a lo largo de los siglos no había sido, ciertamente, fruto
de la casualidad.
Pero la literatura de tradición oral penetró también con gran rapidez en la literatura escrita
deliberadamente para los niños y aún, hoy continúa ejerciendo una gran influencia. La
ficción audiovisual ha bebido también de esas fuentes y la presencia actual al juego con los
referentes compartidos ha dado lugar a una intrincada red de relaciones entre las historias
tradicionales, audiovisuales y de creación moderna.
Un segundo conjunto de libros infantiles se halla constituido por los libros escritos
directamente para los niños. Los primeros que se publicaron, descaradamente didácticos y
mayoritariamente de corte realista, se hallan ya, por fortuna, relegados al olvido y al estudio
de los especialistas. Compitieron ferozmente con los cuentos de hadas tradicionales durante
el siglo XIX hasta que empezaron a aparecer verdaderas obras literarias dirigidas al público
infantil. Ello no significa que la voluntad educativa no haya continuado ejerciendo de
"madrastra pedagógica" de los libros infantiles. Los libros que desean ante todo adoctrinar a
los pequeños sobre cómo deben comportarse en el mundo, a través de burdas formas
narrativas, continúan siendo legión en la actualidad. Aunque ahora traten de la
"multiculturalidad" o de la "ecología", en ellos se perpetúa la tradición de los libros
didácticos que hablaban de la "caridad con los pobres" o los "buenos modales", en el siglo
XIX.
Ello es así porque los libros ejercen, verdaderamente, una función de socialización de valores
defendidos por una cultura, de modo que la literatura infantil y juvenil relaciona
estrechamente su configuración literaria con el concepto social de la educación de la infancia
vigente en cada época histórica. El corpus de lo que se consideran libros infantiles y juveniles
está inevitablemente determinado por los límites de lo que los adultos suponen que es
comprensible para las capacidades interpretativas de los niños, niñas o adolescentes, por una
parte, y de lo que juzgan que es adecuado para sus intereses y para su educación moral, por
otra. "Qué pueden entender" y "qué es conveniente que lean" son dos interrogantes que han
condicionado constantemente la evolución de la oferta de lectura, sea cual sea su calidad
literaria, para estas etapas de vida.
El primer período de una auténtica literatura infantil se extiende desde mediados del XIX
hasta prácticamente la segunda guerra mundial en el siglo xx. A ella pertenecen las obras que
denominamos "clásicos" de esta literatura. Las primeras fueron escritas por autores que -
como Lewis Carroll, E. T. A. Hoffman, Heinrich Hoffman, etc.- querían complacer a niños
concretos. O bien, como tantas novelas del siglo XIX, fueron publicadas para el amplio
público que se estaba formando en las sociedades más industrializadas, pero una vez leídas y
apreciadas por los adolescentes, como en el caso de Stevenson o Walter Sean, estos se las
apropiaron y han pervivido en el tiempo bajo la denominación actual de "clásicos juveniles".
2. Los libros se ofrecen mayoritariamente para ser "vistos y leídos" y no para ser'''oídos o
explicados". Los autores, que escriben y editan: en, el seno de una sociedad alfabetizada y
escolarizada, han incrementado el uso de recursos propios del escrito, alejándose de las
formas orales tradicionales. Este fenómeno ha favorecido la renovación de los modelos
literarios heredados de la primera mitad de siglo, trasladando a la literatura infantil y
juvenil muchos de los modelos desarrollados por la literatura adulta, con muchos más
siglos de escritura a sus espaldas. Para apreciar estos cambios, no hay sino que pensar en
las formas de descripción de los conflictos psicológicos adoptadas por la literatura infantil
y juvenil actual (a diferencia de las requeridas para contar los problemas externos de sus
protagonistas anteriores), o en las múltiples formas de colaboración entre texto e imagen
utilizadas en la construcción de la historia.
3. Los libros cuentan con que los niños han adquirido hábitos narrativos a través de la
presencia social de los medios audiovisuales. Las formas de ficción audiovisual
desarrolladas a lo largo del siglo xx se nutren de textos literarios, comparten las formas
del relato y establecen múltiples grados de influencia y dependencia mutua entre cine,
televisión y literatura. Por ello los libros acogen aspectos como la competencia en la
lectura de la imagen, la costumbre de enfrentar unidades narrativas muy breves o la
familiaridad con la elipsis y la inferencia que se suponen propias de sus destinatarios
actuales.
4. La literatura infantil y juvenil se ha ido reestructurando en distintos tipos de oferta y,
en la actualidad, se aproxima a la variedad existente en el mercado de la literatura para
adultos. De este modo, aunque se continúa hablando de "literatura infantil y juvenil" o de
"libros para niños", estas etiquetas enmascaran una enorme diversidad de calidades,
funciones o circuitos de distribución que responden a la complejidad de la comunicación
literaria en las sociedades modernas. Así, en el centro del conflicto se produce un
desarrollo más fuerte y deliberado de una literatura de calidad que busca el
reconocimiento de otros sistemas culturales y que moderniza y renueva los modelos
literarios. En la periferia, el consumo masificaclo se nutre de productos estereotipados y
edulcorados. La novela juvenil, por ejemplo, permite apreciar la superposición de estos
subsistemas. Por una parte, su aparición ha incorporado formas literarias más elaboradas
y próximas a la literatura canónica adulta; pero, al mismo tiempo, esta ficción ha
intentado captar a los reacios lectores adolescentes a través de la exposición de temáticas
de moda o de la explotación de recursos habituales en la paraliteratura adulta y la
filmografía de consumo.
5. Los libros se ofrecen en colecciones cada vez más segmentadas según la edad de los
destinatarios. En cada una de estas franjas funcionan unas fórmulas literarias más
homogéneas y más complejas que las de las edades anteriores.
En realidad, los libros para niños siempre han partido, lógicamente, de la idea de que sus
lectores crecen, de forma que sus posibilidades de entender el mundo y el texto escrito se
amplían progresivamente y sus intereses de lectura varían. La pregunta de "y esta obra ¿para
qué edad es?" no es ninguna novedad. Lo nuevo es el haber empezado a fijarse en la
evolución de las capacidades comprensivas (tal como hizo Piaget desde la psicología
cognitiva) y en la progresión del aprendizaje literario que los niños y niñas realizan a través
de sus lecturas (tal tomo se proponen las recientes disciplinas educativas). Y también es
nuevo que este interés se haya visto reforzado, tanto por la entrada de esta literatura en el
circuito escolar, que tiende a ser clasificado todo por ciclos y cursos, como por las
necesidades comerciales, que buscan siempre sectores muy concretos de consumidores
potenciales. La clasificación por edades viene también, finalmente, a suplantar la escasa
presencia de una crítica que pudiera orientar a los padres y otros adultos en la compra de
libros infantiles.
Por todo ello, en el último tercio de siglo, aquello que se había entendido siempre como un
genérico "libros para niños" ha ido circunscribiendo su oferta a las edades intermedias,
empujada por la sucesiva aparición de nuevos tipos de libros: para primeros lectores, para
adolescentes, para niños que no saben leer y para bebés. Conocer estas divisiones permite
saber lo que los adultos presuponen que es adecuado para los diferentes estadios del
desarrollo infantil. Pero, naturalmente, este funcionamiento puede ser de una rigidez
engañosa, ya que no hay dos niños iguales, y además poseemos aún muy poca información
sobre el acierto de estos a priori sociales según los diferentes tipos de público infantil
(sectores de entorno más o menos culturalizado, por ejemplo) o según las distintas
situaciones de lectura (autónoma o acompañada de adultos, pongamos por caso).
Una última consideración a tener en cuenta sobre el corpus de libros infantiles es la que hace
referencia a su división en dos conjuntos que intentan satisfacer dos tipos de lectura distinta:
la lectura informativa y la lectura de ficción. Es una distinción que puede remontarse también
a los inicios de este tipo de edición, ya que fue en 1658 cuando Comenius publicó el primer
libro infantil de conocimientos, el Orbis Sensualium Pictus, mientras que en 1697 se editaron
los cuentos de Perrault.
La diferenciación parece obvia, pero queremos señalar que deja múltiples espacios de
intersección en la lectura dirigida a una etapa de formación. Así, a tradiciones específicas de
la edición en este campo, como los "abecedarios ilustrados" o los "libros de contar", se han
unido, en las últimas décadas, nuevas formas que se proponen atender a la vez a ambos tipos
de lectura. Ello resulta especialmente claro en los libros para las primeras edades, con su
exploración de los colores, las estaciones del año, la vida animal, etc. Pero también prolifera
la divulgación de conocimientos a través de formas narrativas, como en reIatos juveniles de
temas actuales muy próximos al documental, novelas históricas, biografías de personajes,
narraciones a partir de cuadros pictóricos o movimientos artísticos, etc.
A esta zona ambivalente se ha unido también el deslizamiento de las formas literarias hacia
las propuestas de juego.
LA LECTURA ESCOLARIZADA
A lo largo del siglo xx tanto el tiempo de escolarización como el contacto social con el
lenguaje escrito no han hecho sino ampliarse. Desde la implantación oficial de la escuela
obligatoria, primero hasta los 10 años, después hasta los 12, los 14 y, muy recientemente,
hasta los 16, y desde su extensión real a todos los sectores sociales, las nuevas generaciones
han ido pasando cada vez más tiempo en la escuela e incorporándose a ella de un modo más
generalizado. Un fenómeno de tal magnitud tenía forzosamente que ejercer un gran impacto
en los libros de lectura infantil y juvenil.
En un momento determinado, las cartillas del primer aprendizaje, las novelas morales
escolares (como la italiana Cuore) o las antologías de fragmentos literarios borraron sus
fronteras con la literatura infantil y juvenil. La escuela abrió las puertas a los libros
"exteriores", a los "libros de biblioteca". Por contra, la producción continuó teniendo muy
presente las necesidades de uso educativo de los libros propias de su principal cliente, de
manera que los libros resultaron menos "exteriores" de lo que podía suponerse.
Así, por ejemplo, si todos los adolescentes permanecían ahora en las aulas, resultaba
imprescindible disponer de un abanico amplio de obras que no se limitara a aquellas que
habían conquistado la lectura del sector juvenil en el siglo XIX, por lo que se desarrollaron
rápidamente las colecciones de novela juvenil en todos los países occidentales. Si los valores
sociales cambiaban, los enseñantes querían cuentos que les facilitaran la transmisión a través
de su planteamiento de los nuevos temas y actitudes, tal como ocurre en la actual demanda
de libros sobre los "valores transversales" propuestos por la LOGSE. Si esas obras podían
suplantar los textos trabajados antes en las aulas, era necesario rodearlas de dispositivos
didácticos y guías de lectura. Y si la escuela transformaba la forma de enseñar a leer y
pasaba a pensar que los pequeños debían hacerla rodeados de libros "normales", era preciso
crear libros lo bastante accesibles e interesantes para la lectura autónoma de los primeros
lectores. Vamos a detenemos en este último ejemplo para resaltar la influencia escolar en la
oferta de lectura infantil.
Hasta hace pocas décadas la escuela enseñaba a leer a través de las cartillas mientras los
niños "oían" leer o explicar los cuentos. Los libros infantiles se escribían para lectores que ya
habían realizado el primer aprendizaje de la lectura. Pero la instauración de los "parvularios"
y de la "etapa infantil" coincidió con cambios educativos en este terreno. Se necesitaban
libros para crear un entorno lector, libros para manejar, mirar y leer por parte de los
pequeños. Sin embargo, hacer buenos libros para estas edades no era sencillo, puesto que los
niños podían entender historias mucho más complejas si las oían, que si dependían de su
escaso dominio del escrito. Así que los autores tenían que crear historias que fueran
suficientemente interesantes para la mentalidad de niños de cinco o siete años a partir de
textos muy breves y de recursos literarios limitados.
La discusión educativa sobre los criterios para confeccionar o seleccionar estos libros
(¿vocabulario reducido? ¿esquemas narrativos simples? ¿imágenes explicativas del texto?
¿tipo de letra? ¿aplicación de fórmulas de legibilidad? etc.) fue larga y difícil. Bettelheim y
Zelan, por ejemplo, denunciaron, en el área norteamericana, la excesiva pedagogía y
artificiosa "cientificidad" de esos nuevos libros en perjuicio de su interés literario y de su
capacidad de motivación lectora [Bettelheim y Zelan 1982]. En esta búsqueda de nuevos
caminos, la ilustración resultó un buen aliado e impulsó definitivamente los "álbumes" para
niños, es decir, libros donde texto e imagen no son redundantes, sino que se reparten la
información y colaboran entre sí para establecer el significado. Con la ayuda de la imagen,
el texto queda aligerado y las historias pueden ser más complejas.
También fue polémica la creación de series sobre el descubrimiento del mundo dirigidas a los
pequeños ¿eran necesarios, realmente, libros para enseñar qué es "abajo" y qué "arriba" o
para aprender los colores, como si los libros pudieran sustituir la experiencia directa del
mundo? Con mayor o menor acierto, con un resultado que va desde el simple material
didáctico hasta la obra plenamente artística, los libros para primeros lectores y para las
primeras edades se han ido imponiendo y, hoy en día, álbumes y libros-juego son una de las
realidades más interesantes y experimentales de la literatura infantil moderna.
El segundo punto del debate, los valores morales, ha sido, en realidad, el más apasionado,
ya que a sociedad acostumbra a estar más preocupada por la educación moral que por la
educación literaria de los niños. Los más de cien años transcurridos desde la censura a The
Adventures of Tom Sawyer, cuando apareció la obra en 1876, por subvertir el orden
imperante, hasta su acusación actual por contener expresiones racistas no "políticamente
correctas" muestran la evolución de los valores sociales... y también cuánta gente ha habido
siempre dispuesta a velar por ellos en la lectura infantil.
Una de las polémicas más intensas en este campo se ha lidiado en el terreno de los cuentos
populares. Ya hemos aludido a su pugna con los primeros libros didácticos, cuando la
fantasía fue expulsada a las tinieblas exteriores como algo realmente muy poco edificante.
Pero su triunfo a finales del XIX fue sólo momentáneo. Pronto el folclore sufrió una nueva
marginación, procedente ahora del realismo pedagógico, racionalista y civilizador
dominante en los medios educativos entre los años 30 y 70 del siglo xx. Una época, por
ejemplo, en la que la abuelita de Caperucita tuvo que esconderse, en el armario para evitar
la violenta escena de su devoración. La visión del folclore empezó a cambiar a partir del
análisis de los cuentos tradicionales por parte de formalistas y estructuralistas, quienes
ofrecieron la primera justificación "científica" de la importancia de esos relatos en la
educación de los niños. Sin embargo, fue el psicoanálisis, a mitad de los años 70; el que
impactó de modo decisivo en la valoración del folclore, ahora contemplado como ayuda a
la construcción de la personalidad infantil. Tras estos logros, los nuevos aires culturales del
último tercio del siglo completaron el triunfo, y aún la exaltación, del folclore y de la
fantasía hasta situar la ficción fantástica en su lugar actual, es decir, ocupando alrededor de
los dos tercios de la producción de libros infantiles y juveniles modernos [Colomer 1998].
Sin embargo, los problemas de los cuentos populares no habían terminado. Los libros
dirigidos a los niños son un material especialmente transparente para apreciar la ideología
dominante en una sociedad y para ver qué imagen de sí misma desea proyectar. Así, pues,
algunos estudios sobre las ideologías sociales se mostraron muy interesados por el análisis
de este tipo de discurso y al poco denunciaron la visión patriarcal y jerárquica del mundo
que reflejaban. Al igual que antes hemos señalado que la escuela -o las ciencias educativas
y las aplicadas al estudio de comprensión del escrito- condiciona el tipo de libros
producidos, aquí tenemos un claro ejemplo de que lo mismo ocurre con el análisis de
valores.
En la década de los 80, los cuentos populares sufrieron, pues, todo tipo de modificaciones a
favor de nuevas versiones que potenciaban especialmente la inversión de los estereotipos
de género: los modelos progresistas de conducta configuraron los nuevos relatos para niños
y niñas.
EL FOMENTO DE LA LECTURA
Todo el mundo estará de acuerdo en que para que los niños y niñas lean se necesitan
buenos libros que motiven su interés y justifiquen su esfuerzo. Pero también parece
conveniente que alguien "haga las presentaciones" entre los libros y sus destinatarios Al
principio esta tarea era transparente, de tan obvia. Los niños de las minorías ilustradas
crecían con los libros. Madres, institutrices, familia o visitas, el círculo social en que vivían
no se hubiera entendido sin las referencias a los libros. En la escuela aprendían el código
ganaban, velocidad, leían a los autores canónicos y atendían a la explicación de los
profesores sobre el sentido de los textos. Cuando se empezaron a alfabetizar los demás
niños y niñas, la escuela pretendió continuar haciendo lo mismo mientras se extendía la
idea de que, si la institución escolar ya se encargaba de enseñar el instrumento, bastaba con
llevar los libros a los lectores. Pero lo cierto es que, tan pronto como empezaron a abrirse
las primeras bibliotecas infantiles, comenzaron a desarrollarse actividades como "la hora
del cuento" para acercar los libros a todos esos" nuevos" niños.
La necesidad de esta mediación fue sintiéndose cada vez con mayor fuerza. A mediados de
siglo, las encuestas de lectura dieron muestras evidentes de que la confianza depositada en
el tándem escuela-biblioteca para la alfabetización social no había producido los resultados
esperados. Los jóvenes no leían tal como se esperaba, ni en cantidad ni en calidad.
Convencer a los niños y niñas para que leyeran se convirtió entonces en el nuevo reto.
Había aparecido la "animación a la lectura".
Sin embargo, en los últimos años, una gran cantidad de estudios sobre la lectura y el
aprendizaje han ido cuestionando muchas de estas prácticas. A partir de ellos se insiste
ahora, por ejemplo, en la necesidad de la lectura en el ámbito familiar, ya que sabemos, por
ejemplo, que un niño al que se le han leído y explicado cuentos en el hogar tiene el doble
de posibilidades de convertirse en lector y parte con ventaja en su itinerario escolar.
También se intenta otorgar una nueva centralidad al aprendizaje lector y literario en la
escuela (con acciones como la instauración reciente de un tiempo semanal de lectura
silenciosa en las aulas por parte de países como Francia o Gran Bretaña, la recuperación del
espacio curricular de la literatura o la extensión progresiva de actividades de aula para
compartir y hablar sobre los libros). O bien se recomienda la formación profesional de
enseñantes y bibliotecarios sobre estos aspectos (los especialistas cifran en alrededor de
150 libros infantiles la cantidad mínima necesaria de lecturas para preparar a un buen
maestra de lectura, pongamos por caso, práctica bien alejada de las aulas de formación del
profesorado). Y el éxito de Harry Potter viene de perlas para ver que no es la longitud de
los libros, la cantidad de los personajes ni la simplicidad argumental lo que favorece la
atracción por la lectura.
En la actualidad, pues, han empezado a subrayarse tipos de acciones, tal vez menos
espectaculares, pero más sólidas y continuadas. Las nuevas líneas de enfoque se dirigen a
la observación de los lectores, al fomento de las actividades sociales para compartir los
libros, a la necesidad de comprometerse en la ayuda sostenida a los niños y niñas en su
esfuerzo por leer y a la producción de textos que merezcan realmente la pena.
Como consecuencia, la lectura infantil y juvenil -y también la de los futuros autores de esos
libros- está formada en gran parte por la producción original de otras lenguas y culturas.
Ello no implica sólo las ventajas de la comunicación cultural, sino también una nueva serie
de problemas. Si nos centramos en la literatura producida en España, uno de ellos es sin
duda la fractura existente entre la literatura infantil y la tradición literaria propia, favorecida
por la ruptura cultural que supuso el franquismo. Una obra anglosajona como Harry Potter,
por ejemplo, se basa y nutre de una tradición literaria capaz de traspasar fronteras, pero los
libros infantiles españoles no parecen entroncar con las líneas evolutivas y los clásicos de
cada una de las cuatro lenguas literarias existentes en España, ni incorporan la literatura
infantil y juvenil iberoamericana.
Otros problemas se refieren a la reciente política de traducciones entre las lenguas del
Estado. A título de ejemplo, podemos preguntamos por qué es necesario traducir las obras
castellanas si todos los niños y niñas pueden leedas en su versión original. O hasta qué edad
hay que editar obras que respeten las diferencias "dialectales" en una misma lengua, como
las valencianas y catalanas; una pregunta que, sin duda, tiene su contrapartida: ¿cómo
puede favorecerse la ampliación de la norma literaria de cada lengua para que las distintas
variantes, andaluzas, iberoamericana, valencianas, etc. no resulten marginadas? Éstas y
otras cuestiones no resultan bánales si se desea construir una sociedad diversa y
cohesionada a la vez.
Finalmente, un tercer aspecto que no puede dejar de citarse aquí es el de la presencia de las
nuevas redes y formas de comunicación. Nadie puede dudar que el siglo xx ha sido el siglo
del desarrollo de los medios de comunicación de masas y de la aparición de nuevas
tecnologías asociadas al lenguaje que están cambiando con gran rapidez muchas de las
formas de comunicación, ocio, acceso a la información y a la ficción y, tal vez incluso, de
las formas de pensamiento. La lectura de los niños y niñas ya se halla plenamente afectada
por estos fenómenos, tan nuevos para ellos, en realidad, como las formas anteriores. La
fragmentación, la rapidez, la asociación de varios códigos de representación, la posibilidad
de enlace, la interactividad, etc. son mecanismos presentes desde el inicio en su acceso a la
lectura.
La relación entre todas estas formas de comunicación y los procesos mentales propios de
los humanos para adquirir esquemas de interpretación, ampliar el uso del lenguaje y, por lo
tanto, del pensamiento, o para construir la memoria cultural, es un campo abierto hoy en
día a la observación y a la reflexión. Pero es evidente que es precisamente en las nuevas
generaciones donde van a desarrollarse estos cambios. Si esperamos que la lectura continúe
siendo un instrumento potente para la humanidad, es en la lectura de los niños y niñas
donde las sociedades actuales se juegan su futuro. Parece un motivo suficiente para
prestarle bastante atención.
REFERENCIAS
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