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— BIBLIOTECA DE PENSAMIENTO & SOCIEDAD, 84 KEES KOONINGS y DIRK KRulir (cels.

Los trabajos recogidos en este volumen examinan un aspecto


que ha recibido relativamente poca atención: el persistente legado de
conflictos, violencia y terrorismo en buena parte de los países
de Latinoamérica.
LAS SOCIEDADES DEL MIEDO
El legado de la guerra civil, la violencia y el terror
El capítulo inicial considera las distintas formas de violencia
existentes en la Latinoamérica contemporánea y sus implicaciones en América Latina
para la reconstrucción de la sociedad civil y la consolidación de la
gobernabilidad democrática. En la primera parte, las contribuciones
examinan los recientes conflictos civiles en el sur de México,
Centroamérica y Perú, con especial atención a los aspectos étnicos
que han configurado dichos conflictos. En la segunda parte se revisan
las dimensiones histórica, política y cultural de algunos conflictos
específicos –México, Argentina y Colombia–. En la parte final, se
avanzan algunas hipótesis sobre los procesos de transición en deter-
m inados países.

ft,

Ediciones Universidad

Salamanca

ISBN: 84-7800-867-5 LA LLIBRERIA


DE LA UN VERSITAT
Ediciones Universidad
LAS SOCIEDADES DEL MIEDO
KEES KOONINGS Y DIRK KRUIJT (EDS.)

LAS SOCIEDADES DEL MIEDO


El legado de la guerra civil, la violencia y el terror
en América Latina

Traducción de:
Jesús Torres del Rey
MI. Rosario Martín Ruano
Jorge J. Sánchez Iglesias

EDICIONES UNIVERSIDAD DE SALAMANCA


ACTA SALMANTICENSIA
BIBLIOTECA DE PENSAMIENTO Y SOCIEDAD, 84

de esta edición:
Ediciones Universidad de Salamanca
y los autores

de la traducción:
Jesús Torres del Rey,
Ma Rosario Martín Ruano
y Jorge J. Sánchez Iglesias

ia edición: noviembre, 2002


I.S.B.N.: 84-7800-867-5
Depósito legal: S. 1.445 2002

Ediciones Universidad de Salamanca


Apartado Postal 325
37080 Salamanca

Impreso en España-Printed in Spain


IMPRENTA CALATRAVA, SOC. Com
Pol. Ind. El Montalvo
Tel. y Fax 923 19 02 13
Salamanca

Todos los derechos reservados.


Ni la totalidad ni parte de este libro
puede reproducirse ni transmitirse
sin permiso escrito
de Ediciones Universidad de Salamanca..

4
CEP. Servicio de Bibliotecas

Las SOCIEDADES del miedo : el legado de la guerra civil, la violencia y el


terror en América Latina / Kees Koonings y Dirk Kruijt (eds.), ; traducción,
Jesús Torres del Rey, M. Rosario Martín Ruano, Jorge J. Sánchez Iglesias. — La
ed. Salamanca : Ediciones Universidad de Salamanca, woi

17 x 24 cm.—(Acta Salmanticensia. Biblioteca de Pensamiento y Sociedad ; 84)


Actas de congreso
t. Violencia-América Latina-Congresos- 2- Revoluciones-Aspecto social-
América Latina-Siglo 2o.a-Congresos. I. Koonings, Kees. II. Kruijt, Dirk.

323.27/.28(8)"19"(061.3)
ÍNDICE

PREÁMBULO 13
AGRADECIMIENTOS 15
SOBRE LOS AUTORES 17
NOTA DE LOS TRADUCTORES 19

I. INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN


AMÉRICA LATINA
Dirk Kruijt y Kees Koonings 21

LA VIOLENCIA Y EL DESARROLLO DE LAS NACIONES EN AMÉRICA


LATINA 24
LA VIOLENCIA EN EL ORDEN TRADICIONAL 27
POLÍTICA DE MASAS, VIOLENCIA POLÍTICA Y «GUERRAS INTERNAS» 28
LA VIOLENCIA EN LA AMÉRICA LATINA POST-AUTORITARIA 32
LAS AMENAZAS AL ORDEN SOCIAL PACÍFICO: POBREZA, MARGINA-
LIDAD Y EXCLUSIÓN 34
LAS SOCIEDADES DEL MIEDO: CAUSAS Y CONSECUENCIAS 37
Los CONTENIDOS DEL LIBRO

PRIMERA PARTE:
LAS DIMENSIONES SOCIALES, POLITICAS
Y ÉTNICAS DE LA GUERRA CIVIL

II. EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAM-


PAÑAS CONTRARREVOLUCIONARIAS EN GUATE-
MALA Y PERÚ
Dirk Kruijt 53

PERÚ: LA GUERRA CIVIL, SENDERO LUMINOSO Y LAS FUERZAS


ARMADAS 54
GUATEMALA: BA JO EL FUEGO PERMANENTE DE BA JA INTENSIDAD 64
8 INDICE

APUNTES FINALES 75
APÉNDICE I. EJECUTIVOS NACIONALES EN PERÚ (193o-2cm) 78
APÉNDICE II. EJECUTIVOS NACIONALES DE GUATEMALA (193o-2ooi) 79

III. COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPE-


SINAS' Y LA DERROTA DE SENDERO LUMINOSO EN
AYACUCHO
Carlos Iván Degregori 81

LOS JÓVENES RURALES Y EL CAMPESINADO 81


LA ORGANIZACIÓN DE LA PRODUCCIÓN 84
EL NUEVO PODER 85
RACIONALIDAD ANDINA FRENTE A RACIONALIDAD SENDERISTA 87
LA SEGURIDAD DE LA POBLACIÓN 92
ADAPTACIÓN-EN-RESISTENCIA 93
EXTERIORIZACIÓN 94
RESISTENCIA CAMPESINA Y RONDAS CAMPESINAS 95
PUNTOS CIEGOS Y DERROTA DE SENDERO LUMINOSO 99
ESENCIAS EN ACCIÓN Too
CONCEPCIONES DEL TIEMPO Y EL ESPACIO
LA CULTURA ANDINA lo'

IV. «BIENVENIDOS A LA PESADILLA»: REFLEXIONES


SOBRE LOS GUERREROS SIN ROSTRO DE LA RE-VUEL-
TA DE LACANDONA (CHIAPAS, MÉXICO, 1994)
Arij Ouweneel 105

PERSPECTIVA ENDÓGENA, PERSPECTIVA EXóGENA io5


VOCES DE LA SELVA io8
VOCES DE LA MONTAÑA
LA RESTAURACIÓN DEL ORDEN 115

SEGUNDA PARTE:
LAS CONSECUENCIAS A LARGO PLAZO
DE LA VIOLENCIA, EL TERROR Y EL MIEDO

V. VIOLENCIA POLÍTICA EN EL MÉXICO POST-REVO-


LUCIONARIO
Alan Knight 121
INDICE 9

VI. EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE


LOS COMBATIENTES SOBRE LA IDENTIDAD POLÍ-
TICA DE LOS CIVILES DURANTE LA GUERRA SUCIA
ARGENTINA
Antonius Robben 141

LA APARICIÓN DE LA VIOLENCIA POLÍTICA EN ARGENTINA 142


LA ESTRUCTURA DE LA RIVALIDAD DURANTE LOS SETENTA 146
RIVALIDAD, ALIANZA E INDIFERENCIA 149
Los INDECIDIBLES Y LO SINIESTRO 153
VIOLENCIA Y MORALIDAD 155

VII. DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR


REAL: EL CASO DE COLOMBIA
Daniel Pécaut 15 7

LA CONEXIÓN ENTRE LOS DISTINTOS TIPOS DE VIOLENCIA 159


LA VIOLENCIA COTIDIANA: LA TRAYECTORIA DE LOS INDIVIDUOS Y
LA LÓGICA DE LA PROTECCIÓN 164
LAS FORMAS DE TERROR 169
EL TERROR SILENTE 175
CONCLUSIÓN 181

TERCERA PARTE
¿TRANSICIONES DEMOCRÁTICAS PACÍFICAS?
PERSPECTIVAS Y PROBLEMAS

VIII. MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICO-


LOGÍA POLÍTICA DE LA TRANSICIÓN DEMOCRÁTICA
EN CHILE
Patricio Silva 1 85

EL PERSISTENTE RECUERDO DEL PASADO 187


La amenaza del otro 188
Una sociedad saturada 189
LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL MIEDO 190
Protección ante la inseguridad 190
Entre la gratitud' el temor 192
Consumismoy apatía 193
TRANSICIÓN A LA INCERTIDUMBRE 195
El despertar de la sociedad civil 195
Renovación ideológica 197
El plebiscito de 1988y sus consecuencias 198
'10 INDICE

200
MIEDO, CONFIANZA Y CONSENSO
La vigencia del pasado: la cuestión de los derechos humanos 2o3
REFLEXIONES FINALES
2o6
POST SCRIPTUM 2o6

IX. SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA


EN BRASIL: DEL RÉGIMEN MILITAR AL GOBIERNO
DEMOCRÁTICO
211
Kees Koonings

212
ASCENSO Y CAÍDA DEL AUTORITARISMO MILITAR
212
La militarización de la política
215
La consolidación del régimen militar
Violencia' represión bajo el régimen militar 216
La lógica del miedo controlado: la transición democrática" el eje'rcito 221
226
EjÉRCITO Y POLITICA DESDE 1985
El problema de la tutela 227
El legado de represióny la cuestión de los derechos humanos 23o
DIMENSIONES POLÍTICAS E INSTITUCIONALES DE LA NUEVA
232
DEMOCRACIA
232
Política civil tras 08f
La consolidación de la democracia: balance provisional 236
LA AMENAZA ACTUAL DE LA VIOLENCIA 239
Conflictos sociales" violencia 240

La nueva guerra: crimen contra la sociedad 243


245
CONCLUSIÓN

X. TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL


CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO
Wil Pansters 2 47

Los PILARES DEL AUTORITARISMO MEXICANO 249


252
AUTORITARISMO Y CAMBIO
INTERROGANDO LA TRANSICIÓN MEXICANA 255
25 6
ELECCIONES
CORPORATIVISMO 26o
EL HORIZONTE TEMPORAL 262
EL UNIVERSO DE LEALTADES PRIMORDIALES 264
TRANSICIÓN, VIOLENCIA Y MIEDO 268
APUNTES FINALES 272
ÍNDICE I1

XI. UN PAIS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICION EN CUBA


Gert Oostindie 275

EL OCASO DE LA REVOLUCIÓN 276


LAS CRISIS REGISTRADAS A MEDIADOS DE LOS NOVENTA 277
DECLIVE ECONÓMICO 278
DISIDENCIA Y REPRESIÓN 279
LA CRISIS INTERNA 28o
EL RESURGIR DE LA «RAZA» 283
LA CRISIS INTERNA: SUFRIMIENTO, IRA Y MIEDO 286
LA HABANA VIEJA 287
LA RESISTENCIA DEL RÉGIMEN 289
ESCENARIOS PARA LA TRANSICIÓN 291
FIN DE SIÉCLE 293
POST SCRIPTUM, 1998 295

XII. EPÍLOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA


VIOLENCIA, EL MIEDO Y LA DEMOCRACIA
Edelberto Torres-Rivas 297

LA DEMOCRACIA NO ES IRREVERSIBLE 297


LA VIOLENCIA NO TIENE PUNTO DE PARTIDA EN LA HISTORIA 298
LA UBICUIDAD DE LA VIOLENCIA 299
EL TERRORISMO DE ESTADO 301
LA TRIVIALIZACIÓN DEL HORROR 303
TRANSICIONES CON MIEDO 306
DEMOCRACIA Y PODER SIN VIOLENCIA 308
POST SCRIPTUM 312

BIBLIOGRAFÍA 313
REALIDADES LATINOAMERICANAS:
¿EN QUÉ MANOS ESTÁ EL PODER?

Ustedes me piden unas garantías específicas para las que yo no puedo darles res-
puestas adecuadas. No está en mi mano prometerles una solución inequívoca
siguiendo sus finos parámetros europeos. He sido un destacado periodista durante
los arios de la represión y la dictadura militar. Estuve amenazado y tuve que huir al
extranjero para ponerme a salvo. Ahora soy el vicepresidente, incluso presidente en
funciones de este país. He redactado las partes fundamentales de nuestra Constitu-
ción. Aparentemente estoy investido con todo el poder político. Pero, en realidad,
amigos míos, me veo en la necesidad de compartir el poder con otras muchas ins-
tancias, alguna de ellas invisible. En este país todavía mandan los militares. Esto es
Guatemala, amigos, y no se puede poner en marcha un proyecto de gobierno sin con-
tar con su autorización implícita. Por otra parte están, por supuesto, las fuerzas para-
militares o los escuadrones de la muerte, como ustedes los llaman. ¿Pueden
sugerirme qué se puede hacer con ellos? Están presentes y ausentes al mismo tiempo.
Están por todas partes y en ninguna; y piden lo que les corresponde. También están
los narcotraficantes con sus mafias. Naturalmente, podría negar su existencia, y lo
mismo podría hacer con los militares, con la policía, con los criminales y con los
capos de la droga. Pero estamos en Guatemala y la presencia de todos ellos es una
cruda realidad. Y a esto se añade el problema de la CACIF, la Cámara Nacional
de Comercio e Industria, que tilda de comunismo cualquier mínimo incremento de
impuestos de un 2 o un 3 por ciento, ¡y los militares les creen! La CACIF controla
toda la economía nacional. Así pues, reconsiderando estos hechos, ¿qué clase de
garantías piden ustedes?
UN EX-VICEPRESIDENTE DE GUATEMALA
AGRADECIMIENTOS

Este volumen surge como colofón del congreso internacional que organizamos
los editores en colaboración con el profesor de la Universidad de Leiden Raymond
Buve y que se celebró en la Universidad de Utrecht en septiembre de 1995. El obje-
tivo del congreso era analizar el influjo de los distintos tipos de violencia social y
política, especialmente la guerra civil y el terrorismo de Estado, en el desarrollo
social y político de América Latina. El interés, en nuestra opinión, estaba más que
justificado, pues el debate sobre la situación latinoamericana actual por lo general
se ha centrado en las perspectivas que tiene la democracia para afianzarse y en cues-
tiones relativas a lo que se ha dado en llamar «ajuste y gobernabilidad».
Una vez caída la mayoría de los regímenes militares de la zona, y prácticamen-
te concluida la formalización de los acuerdos de paz en Centroamérica tras la firma
del ambicioso tratado de paz en diciembre de 1996 en Guatemala, uno se siente ten-
tado a pensar que la violencia, la represión y la guerra civil forman parte del pasado
latinoamericano. Sin embargo, no parece que vaya a borrarse de un plumazo la
estela de varias décadas de violencia, terrorismo de Estado y guerra civil. El con-
greso de Utrecht, titulado «Las sociedades del miedo», pretendía evaluar hasta qué
punto afectan las diversas formas que ha tomado y toma la violencia en el marco más
amplio de la dinámica política y social de la zona, especialmente en lo que se refiere a
la cuestión primordial de la gobernabilidad en un contexto democrático. En total,
en el congreso se presentaron veintiocho ponencias, cuyos autores procedían de
países tan diversos como Alemania, España, los Estados Unidos, Francia, Gran
Bretaña, Guatemala, Holanda, México, Perú o Surinam. Éstas se agruparon en redes
temáticas, por ejemplo, sobre las guerras civiles étnicas, las transiciones políticas, la
violencia y la sociedad civil, y en sesiones centradas en los distintos países o zonas,
como las dedicadas a Argentina, Centroamérica, México y Surinam. En este volu-
men se ofrece una selección de diez artículos, que en todos los casos se han revisa-
do substancialmente o se han reescrito por completo. Tres de ellos tuvieron que
traducirse al inglés para la edición originalmente publicada por Zed Books. El
capítulo que versa sobre Brasil no se presentó como ponencia en el congreso; se
escribió con posterioridad a él específicamente para incluirse en el libro. Finalmen-
te, añadimos un primer capítulo que hace las veces de introducción a la obra.
En un proyecto tan amplio como éste, los organizadores del congreso y los edi-
tores del volumen contraen deudas de todo tipo, no siempre de carácter académico.
En primer lugar, queremos expresar nuestra gratitud a una serie de instituciones
que hicieron viable el congreso desde un punto de vista económico: la Fundación
Holandesa para el Fomento de Investigaciones Tropicales (WOTRO), la Real
16 AGRADECIMIENTOS

Academia Holandesa de Ciencias y Letras (KNAW), la Asociación Holandesa


de Estudios Latinoamericanos y del Caribe (NALACS), la Junta de Gobierno de
la Universidad de Utrecht, la Facultad de Ciencias Sociales de la Universidad
de Utrecht y su Departamento de Antropología, el Centro de Investigación CERES,
el Centro de Estudios Latinoamericanos y Caribeños de la Universidad de U trecht, el
Departamento de Estudios Latinoamericanos de la Universidad de Leiden y el Cen-
tro de Investigación y Estudios no Occidentales de la Universidad de Leiden.
En segundo lugar, queremos hacer constar nuestro reconocimiento a un
número considerable de personas que pusieron a nuestra disposición su tiempo y su
esfuerzo antes del congreso, durante la celebración del mismo y a la hora de preparar
este volumen. Estamos inmensamente agradecidos a Raymond Buve, con quien fue
un placer coordinar conjuntamente el encuentro. Asimismo, contamos en todo
momento con el apoyo de Lieteke van Vucht-Tijssen, miembro de la Junta de
Gobierno de la Universidad de Utrecht. Suzette de Boer, Camie van de Brug y Mach-
tel Ooijens nos proporcionaron una ayuda incalculable en lo relativo a la organiza-
ción, al ocuparse de la vorágine de los detalles del congreso.
Respecto a la preparación de este volumen, debemos expresar nuestra gratitud a
los autores por aceptar nuestras indicaciones a la hora de revisar los artículos, y por
concedernos un amplio margen de maniobra sobre el texto final. Chris Follett, Mario
Fumerton, Helen Hintjens, J o Kingsfield, Patrick Loftman y John Schaechter hicie-
ron un esfuerzo considerable y una excelente labor de traducción y corrección lin-
güística. Flora de Groot nos ayudó con la bibliografía en un momento crucial. Petra
Nesselaar se encargó del procesamiento del texto con suma destreza y paciencia.
Finalmente, debemos agradecer la amabilidad y la eficiencia que demostraron Robert
Molteno y sus colegas de Zed Books en la fase final de preparación y edición del
libro.
KEES KOONINGS, DIRK KRUIJT
Utrecht, diciembre de 1998
SOBRE LOS AUTORES

CARLOS IVÁN DEGREGORI es profesor de Antropología en la Universidad de


San Marcos e investigador del Instituto de Estudios Peruanos (IEP) de Lima. Sus
publicaciones comprenden una amplia gama de temas: la sociedad andina, la etnici-
dad, los orígenes de Sendero Luminoso, las rondas campesinas y la situación de
Perú tras la guerra.
ALAN KNIGIIT es profesor de Historia latinoamericana en la Universidad de
Oxford. Sus numerosas obras y artículos se centran en la revolución mexicana y en
la vida social y política de México tras la revolución.
KEES KOONINGS es profesor asociado de Desarrollo latinoamericano en la
Universidad de Utrecht. Es antropólogo y sociólogo, y ha escrito sobre cuestiones
relativas al desarrollo, la industrialización de Brasil y el militarismo en América
Latina.
DIRK KRU1JT es profesor de Estudios del Caribe en la Universidad de Utrecht.
Desde los ámbitos en los que es experto, la sociología política y la antropología
social, sus publicaciones se centran fundamentalmente en la pobreza y la marginali-
dad, la guerra y la paz, y los gobiernos militares.
GEERT OOSTINDIE es profesor de Estudios del Caribe en la Universidad de
Utrecht y Director del Departamento del Real Instituto de Lingüística y Antropo-
logía, en Leiden. Es historiador y antropólogo social, y sus numerosas publicaciones
se centran en las sociedades dependientes de las plantaciones, en la etnicidad y en la
construcción del concepto de nación en el Caribe.
ARJ OUWENEEL es investigador principal en el Centro de Estudios y Docu-
mentación Latinoamericana de Amsterdam (CEDLA), y profesor de Historia de
los pueblos indígenas en la Universidad de Utrecht. Ha escrito sobre diferentes cues-
tiones relacionadas con la población indígena de México, Guatemala y los países
andinos durante los periodos colonial y poscolonial.
WILPANSTERS es profesor asociado de Estudios latinoamericanos en la Univer-
sidad de Utrecht. Es especialista en geografía humana, y sus obras se centran en la
historia de las regiones, el desarrollo regional y la cultura política en México.

2
18 SOBRE LOS AUTORES

DANIEL PÉCAUT es profesor de Estudios latinoamericanos en la Ecole des Hau-


tes Etudes en Sciences Sociales, de París. Es sociólogo, y ha publicado numerosas
obras sobre cuestiones relacionadas con la violencia política en América Latina,
especialmente en Colombia.
ANTONIUS ROBBEN es profesor de Estudios latinoamericanos en la Universidad
de Utrecht. Desde el enfoque de la antropología cultural, ha publicado sobre las
comunidades locales en Brasil y los efectos psicoantropológicos de la violencia en
América Latina.
PATRICIO SILVA es profesor asociado de Relaciones políticas latinoamericanas
en la Universidad de Leiden. Desde el ámbito de las ciencias políticas, tiene nume-
rosas publicaciones sobre los regímenes (post)totalitarios del Cono Sur, especial-
mente en relación con la democratización y el papel de los tecnócratas.
EDELBERTO TORRES-RIVAS es en la actualidad investigador principal del Insti-
tuto de Investigaciones de las Naciones Unidas para el Desarrollo Social (UNRISD).
Es sociólogo, ocupó el cargo de secretario general de la Facultad Latinoamericana
de Ciencias Sociales (FLACSO) y sus numerosas publicaciones abarcan todo tipo de
cuestiones relacionadas con la política latinoamericana, la historia política y social
de Centroamérica y la guerra civil y el proceso de paz en Guatemala.
NOTA DE LOS TRADUCTORES

Desde la aparición del texto original, Societies of Fear. The Legag of Civil War,
Violente and Terror in Latin America, en 1999, son muchos los cambios que se han pro-
ducido en las distintas sociedades latinoamericanas. El tiempo se ha encargado de
hacer realidad las predicciones que apuntaban algunos de los trabajos recogidos
en este volumen. En otros casos se ha considerado la oportunidad de actualizar el
contenido de los artículos gracias a la generosa disposición de los autores, que se han
brindado a añadir observaciones y comentarios adicionales cuando lo han creído
necesario.
De igual modo, nos gustaría agradecer la atenta ayuda y amabilidad de los
editores, Kees Koonings y Dirk Kruijt, profesores de la Universidad de Utrecht,
durante la labor de traducción y documentación.
Por último, queremos expresar nuestro reconocimiento a los profesores Román
Álvarez y Africa Vidal, de la Universidad de Salamanca, por su valiosísima colabo-
ración y asesoramiento a lo largo de este proyecto; y a José M. Bustos Gisbert,
Director del Servicio de Publicaciones de la misma Universidad, por depositar su
confianza en este equipo.
JESÚS TORRES DEL REY
M. ROSARIO MARTÍN RUANO
JORGE j. SÁNCHEZ IGLESIAS
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO
EN AMÉRICA LATINA
Dirk Kruijt y Kees Koonings

4 N SEPTIEMBRE DE 1989 UNO DE LOS AUTORES, en calidad de miembro de una


F misión negociadora con el gobierno democratacristiano de Guatemala, par-
ticipó en una larga conversación con el entonces vicepresidente del país, el
licenciado Roberto Carpio Nicolle. El gobierno nacional, el primer gobierno civil
tras un largo período de dictadura militar, intentaba conseguir de los países euro-
peos ayudas de carácter técnico y financiero. Guatemala podía hacerse perfecta-
mente con esas ayudas: por un lado, porque necesitaba ser reconstruida después de
la terrible guerra civil y de la crisis de los años ochenta; por otro, porque, después
de muchos años de haber sido un país paria para la comunidad internacional, de
alguna manera ahora se le veía como un destinatario que estaba de moda en términos
políticos. Carpio había presidido el comité de reforma constitucional durante la
transición de un gobierno militar a otro civil. Como vicepresidente constitucional,
estaba al frente del sector público de la nación y, en el momento de la entrevista, era
además presidente en funciones. Al término de la última ronda negociadora, en
la que se abordaba su propuesta de ayuda para un ambicioso programa de erradica-
ción de la pobreza y de fomento de la pequeña empresa, surgió el delicado asunto
de los derechos humanos. Cuando el jefe de la delegación insistió en la necesidad de
garantizarlos frente a las fuerzas paramilitares y los escuadrones de la muerte duran-
te el tiempo de ejecución del proyecto, el vicepresidente de Guatemala enrojeció y,
un tanto sofocado, comenzó a enhebrar las siguientes argumentaciones:
Ustedes me piden unas garantías específicas para las que yo no puedo darles respues-
tas adecuadas. No está en mi mano prometerles una solución inequívoca siguiendo sus
finos parámetros europeos. He sido un destacado periodista durante los años de la repre-
sión y la dictadura militar. Estuve amenazado y tuve que huir al extranjero para
ponerme a salvo. Ahora soy el vicepresidente, incluso presidente en funciones de este
país. He redactado las partes fundamentales de nuestra Constitución. Aparentemen-
te estoy investido con todo el poder político. Pero, en realidad, amigos míos, me veo
en la necesidad de compartir el poder con otras muchas instancias, alguna de ellas
22 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

invisible. En este país todavía mandan los militares. Esto es Guatemala, amigos, y no
se puede poner en marcha un proyecto de gobierno sin contar con su autorización
implícita. Por otra parte están, por supuesto, las fuerzas paramilitares o los escuadro-
nes de la muerte, como ustedes los llaman. ¿Pueden sugerirme qué se puede hacer con
ellos? Están presentes y ausentes al mismo tiempo. Están por todas partes y en ningu-
na; y piden lo que les corresponde. También están los narcotraficantes con sus
mafias. Naturalmente, podría negar su existencia, y lo mismo podría hacer con los mili-
tares, con la policía, con los criminales y con los capos de la droga. Pero estamos en
Guatemala y la presencia de todos ellos es una cruda realidad. Y a esto se añade el pro-
blema de la CACIF ', la Cámara Nacional de Comercio e Industria, que tilda de comu-
nismo cualquier mínimo incremento de impuestos de un z o un 3 por ciento, ¡y los
militares les creen! La CACIF controla toda la economía nacional. Así pues, reconsi-
derando estos hechos, ¿qué clase de garantías piden ustedes?

De este modo, en pocas palabras, dejó claro el problema que constituye el prin-
cipal objeto de este estudio. América Latina arrastra un legado de terror, miedo y
violencia. De todos los países del continente, Guatemala es uno de los ejemplos que
más claramente ilustran la situación de las «sociedades del miedo». La constitución
de este tipo de sociedad y la pervivencia de sus características (en otras palabras, las
consecuencias a largo plazo de la violencia, la represión y la arbitrariedad) son recu-
rrentes en el panorama político latinoamericano. Por desgracia, estos problemas no
han desaparecido de la escena social y política del continente a pesar de casi dos déca-
das de esfuerzos por erradicar el autoritarismo y las guerras fratricidas, y a pesar de
los intentos por restaurar la democracia y legitimar un gobierno civil.
Desde finales de los arios setenta, América Latina ha experimentado profundos,
y con frecuencia dolorosos, procesos de cambio económico, político y social. La
zona tuvo que hacer frente a un doble desafío: combatir la peor crisis económica des-
de los años treinta y, al mismo tiempo, caminar por la senda de la transición y con-
solidación democráticas. Y estos cambios se vieron complicados por la presencia de
numerosos conflictos y contradicciones internos, tanto sociales como políticos. No
resulta, pues, sorprendente que los avances por esa senda hayan sido en muchos
casos ambiguos, parciales e inestables. En la mayoría de las ocasiones la transición
hacia la «normalidad» ha tenido una trayectoria zigzagueante. La recuperación eco-
nómica llegó tarde, resultó frágil y no produjo el resultado tan esperado de reducir
con rapidez la pobreza y las desigualdades. En teoría la democratización ha tenido un
desarrollo impresionante en algunos aspectos, pero en la práctica el proceso se ha vis-
to continuamente complicado por la confusión institucional, por las turbulencias
políticas, los conflictos y la violencia.
En las postrimerías del siglo xx la región se encuentra en una encrucijada y
marcada por un dilema fundamental. Por un lado, la mayoría de los países se han
esforzado durante los últimos diez o quince años para establecer gobiernos civiles y
democráticos que reemplazaran a los regímenes autoritarios que, en mayor o menor
medida, se habían sustentado en la arbitrariedad y en la violentia institucionalizada.
La que se ha dado en llamar «consolidación democrática» ha estado acompañada, en
algunos países, de una aparente recuperación económica que ha puesto fin al ciclo
de estancamiento, deuda y empobrecimiento de los años ochenta. Pero, por otra

t La CACIF aglutina a la burguesía terrateniente, comercial y financiera.


INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 23

parte, muchos problemas sociales y políticos siguen amenazando América Latina.


Estos problemas no pasan inadvertidos y generan serias dudas acerca de si en reali-
dad se trata de una prometedora zona de «nuevas democracias» y de «mercados
emergentes» 2 , si bien aún se ven ignorados en el reciente cúmulo de publicaciones en
torno a la redemocratización de América Latina.
Los debates académicos acerca del desarrollo de la América Latina de nuestros
días se han centrado fundamentalmente hasta el momento en la economía política de
ajustes, en los mecanismos de transición y consolidación democráticas, o en las rela-
ciones entre ambas vertientes (sobre todo a través de las nociones de buen gobierno
y gobernabilidad) 3 . Mucha menos atención se ha venido prestando a las actuales
manifestaciones del conflicto, la violencia, la represión y el terror, y a sus conse-
cuencias, así como a las condiciones sociales, políticas y culturales existentes. Estos
fenómenos parecen estar en contradicción con la habitual imagen de gradual des-
arrollo económico y político, supuestamente emprendido en pos de un estatus de
«modernidad» liberal y democrática. No es ni mucho menos seguro que las formas
de gobierno y de integración social cívicas y estables vayan a perdurar y prevalecer
en América Latina. Esta sospecha se fundamenta en el legado de las guerras civiles y
las dictaduras represoras, sin olvidar la presencia de signos de pobreza, desigualdad
y exclusión política y social. Estas últimas son el telón de fondo de nuevas e inquie-
tantes formas de violencia que parecen cobrar nuevo impulso en las sociedades post-
autoritarias latinoamericanas.
Este volumen intenta poner de relieve un aspecto especialmente angustioso
del problema: las formas pasadas y presentes de violencia, conflicto y terror. En
los siguientes capítulos, varios autores abordan la violencia de los conflictos tanto
sociales como políticos que se producen en América Latina, y analizan la diversi-
dad de sus orígenes, manifestaciones y consecuencias. En este capítulo introduc-
torio trataremos de enmarcar las cuestiones relativas a los conflictos, a la violencia
y al miedo que han asediado a las sociedades latinoamericanas en el pasado y que
siguen haciéndolo en el presente. En realidad, sostenemos que la violencia social y
política ha sido endémica y de carácter permanente en la configuración de las
naciones latinoamericanas y en los conflictos consustanciales a este proceso. Suge-
rimos una distinción tipológica entre tres tipos de violencia a lo largo de la his-
toria: la violencia relacionada con el mantenimiento del orden social tradicional,
rural y oligárquico; la violencia derivada de la modernización del Estado y de la
incorporación de las masas a la política; y, finalmente, la violencia relacionada con
las dificultades actuales a la hora de consolidar la estabilidad democrática, el pro-
greso económico y la participación social. Después abordaremos dos características

a Véase Tbe Economist, 30 de noviembre de 1996, págs. z 3-16. The Economist aplaude la «la victoria
de las políticas razonables y juiciosas frente al populismo» (en referencia a las políticas de ajuste estructu-
ral promovidas por casi todos los gobiernos de la zona), pero llama la atención acerca de los problemas
endémicos de pobreza, exclusión social y violencia generalizada. •
3 Acerca de los complejos problemas a la hora de combinar la democratización y los ajustes eco-
nómicos, véanse Stallings y Kaufman, Debt and Democrag; Haggard y Kaufman, Political Economy; y
Smith, Acuña y Gamarra, Latin American Political Econom_y. Uno de los problemas básicos que surgen es
el de la amenaza que suponen las políticas de ajuste socialmente insostenibles para la viabilidad de la
democracia política, teniendo en cuenta los parámetros de pobreza y desigualdad existentes en América
Latina.
24 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

que, a nuestro modo de ver, subyacen a la persistencia de la violencia social y polí-


tica en América Latina, y la vertebran. En primer lugar, esta violencia se nutre de
los patrones tradicionales que generan la exclusión social de grandes sectores de la
población. Se ha puesto de relieve que Améric,a Latina ha sufrido relativamente pocas
revoluciones sociales importantes, a pesar del carácter «pre-revolucionario» casi
permanente que ha marcado las profündas divisiones sociales operadas en el tejido
social de la zona 4. Puede ser cierto que las actuales desigualdades sociales raras
veces desembocan en masivas reacciones violentas protagonizadas por los más des-
favorecidos; las protestas violentas suelen estar muy localizadas, centrarse en obje-
tivos muy claros y ser de corta duración 5. Aun así, estas fisuras conducen a lo que
llamamos la «informalización» de la sociedad y a la subsiguiente erosión de la
noción de ciudadanía. Creemos que esta tendencia va en contra de la posibilidad
de institucionalizar y pacificar la vida política. En segundo lugar, nos fijaremos en
el legado de la violencia arraigada en la propia dinámica del Estado y de la polí-
tica. Nos referiremos de manera especial a la institucionalización de la violencia
arbitraria dentro del propio Estado y al modo en que esta generalización del
terror afecta a la política y a la vida social en general. Finalmente, exponemos las
líneas generales del libro, utilizando nuestras ideas sobre la violencia y el miedo a
modo de marco conceptual para situar los temas que se tratan en cada uno de los
restantes capítulos.

LA VIOLENCIA Y EL DESARROLLO DE LAS NACIONES EN AMÉRICA LATINA


Por supuesto, el problema de la violencia y la presencia continua de conflictos
violentos que frustran el sentido de la democracia y la estabilidad de las institu-
ciones, y que, en última instancia, terminan por socavar el orden social, no son una
novedad en la gestación y desarrollo de los estados modernos. Tampoco son fenó-
menos específicos de América Latina. En realidad, la pasada década fue testigo de
una nueva ola de violencia, algo consustancial a las múltiples maneras en que se
manifiestan los conflictos sociales, regionales, étnicos o religiosos que han desafia-
do las formas establecidas de la legítima autoridad «nacional». Estas tendencias se
oponen a las imágenes convencionales de «construcción nacional», que acentúan la
pacificación y la resolución institucional paulatina de los conflictos en el seno de
las sociedades modernas. Se supone que el Estado encarna este tipo de progreso,
no sólo haciéndose cargo del monopolio de los medios legítimos de violencia colec-
tiva, sino también instaurando un marco de referencia en el que asentar la noción de

4 Véase Touraine, Aniérka Latina.


5 Podrían mencionarse aquí los llamados disturbios del pan en contra de las políticas de ajustes
estructurales que tuvieron lugar en países como Argentina, Brasil y Venezuela durante los años ochenta
y principios de los noventa. Otros ejemplos podrían ser las sublevaciones indígenas en Ecuador a comien-
zos de los noventa o el movimiento de los sin tierra en Brasil. Es discutible hasta qué punto el movi-
miento del Ejército Zapatista de Liberación Nacional (EZLN) en Chiapas, México, puede ser
considerado como una reacción violenta, limitada y puntual, puesto que no sólo demandaba cuestiones de
carácter específico para las poblaciones indígenas de Chiapas y de otras regiones, sino que también pro-
ponía una reforma del sistema político mexicano. Solamente las guerras de guerrillas en Centroamérica,
Perú y, en menor medida, Colombia en los años ochenta, se acercan a lo que podría denominarse
«proyectos revolucionarios».
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 25

ciudadanía y hallar una solución pacífica para las diferencias sociales dentro de la
sociedad civi16.
Desde esta perspectiva, resulta tentador, aunque erróneo, contemplar las
recientes formas de violencia bien como una «desviación», es decir, como algo depen-
diente del subdesarrollo o de una modernidad aún incompleta, bien como algo
transitorio que implicaría el retorno en un futuro próximo al orden civil legítimo y
«normal» una vez reinstauradas las condiciones básicas. En realidad, un buen núme-
ro de investigadores ha centrado su atención en el estudio de la violencia especí-
fica que lleva aparejada la construcción del mundo moderno. Moore, siguiendo
a los clásicos, ha demostrado que la llamada «modernización», es decir, el paso de las
sociedades agrícolas a los estados-nación urbanizados, por lo general se acompaña
de determinadas formas violentas de eliminación y reajuste de las clases sociales.
Los complejos procesos de formación de los estados modernos se basaron, en bue-
na medida, en el despliegue de la violencia militar por parte de los gobiernos, como
ha demostrado Tilly. Sin embargo, para él esto supone una fase previa a la moder-
nidad en la que prevalece «una ausencia relativa de violencia en la vida civil». Keane,
por el contrario, nos ofrece una imagen trascendental del delicado equilibrio entre
lo «cívico» y la violencia que subyace en toda la historia moderna desde la Ilustra-
ción hasta después de la guerra fría 7. A la luz de estas explicaciones, parece que
la persistencia de la violencia en América Latina no es un fenómeno único, si bien
ha tenido características específicas, como demostraremos más adelante.
La violencia social y la violencia política han sido elementos recurrentes en el
cambio social de América Latina. Esto es particularmente relevante porque el carác-
ter con frecuencia violento de la sociedad latinoamericana ha de ser contrastado con
el telón de fondo de las normas «modernas» del consenso civil y la estabilidad insti-
tucional, aspectos ambos a los que oficialmente se adscriben las naciones latinoame-
ricanas. La violencia ha estado presente en todas partes. Pero durante la primera
mitad del siglo xx en Europa (Occidental), por ejemplo, ha asumido la forma de
conflictos armados entre naciones diferentes. Últimamente, en algunos lugares
de la Europa del Este, en Africa y Asia, la violencia ha surgido ante la ausencia o
el colapso de las instituciones, y de las normas sociales y políticas aceptadas. Por el
contrario, la violencia en América Latina ha sido algo endémico, a pesar de la esta-
bilidad de los sistemas políticos y de la existencia de estructuras institucionales ofi-
ciales que, al menos sobre el papel, debieran garantizar el orden, la estabilidad y las
bases del consenso.
En realidad, la violencia ha sido la característica histórica fundamental en el des-
arrollo y evolución de las sociedades de América Latina. La conquista de esta zona
por parte de los europeos se basó sobre todo en la destrucción de los esquemas

6 Para una revisión muy atinada de los elementos intrínsecos que condicionan la formación de los
estados modernos, véase la obra de Giddens Nation-State and Violence,-en la que, entre otras cosas, alude
a la importancia de la organización militar en la gestación de los estados modernos y al papel de las gue-
rras modernas en el fortalecimiento interno de las sociedades y ciudadanías nacionales. En los estados-
nación consolidados, la ciudadanía es el principal ámbito de oposición donde las clases y los intereses
contrapuestos se negocian por canales legítimos y regulados. Véase Turner, Citkenship and Capitalism,
como una introducción útil para el debate del concepto de ciudadanía.
7 Véanse Moore, Social Origine; Tilly, Coercion (la cita es de la pág. 68); y Keane, Reflections
Violence.
26 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

sociales existentes y en el uso sistemático de la violencia (tanto física como psico-


lógica) contra los pueblos indígenas, a fin de lograr imponerles el nuevo orden
colonial. La represión fue un factor esencial a la hora de someter a los esclavos, los
campesinos y los trabajadores forzados; fue también un instrumento de expresión del
malestar social y del deseo de cambio que se percibía en parte de la población, mani-
festados de forma paradigmática en las rebeliones indígenas, en las sublevaciones
de los campesinos y artesanos y en la resistencia de los esclavos. La sociedad colonial,
si bien teóricamente estructurada en un orden jerarquizado y un fuerte control
monopolístico, presentaba en la práctica una textura más bien frágil. La indepen-
dencia latinoamericana conoció a menudo episodios de violencia. En la América
hispana (y sobre todo en Haití) la formación de estados independientes hubo de ser
conquistada en los campos de batalla. Después de la independencia la violencia fue
una pieza clave en la lucha entre los distintos aspirantes al poder: los caudillos de la
zona, las facciones políticas, los grupos insurgentes, o las distintas clases y elites en
liza. La consolidación de un estado nacional era un proceso lento, dados los conti-
nuos desafíos y peligros que surgían por doquier para su integridad institucional y
para el monopolio del uso legítimo de la violencia. A lo largo del siglo x x, el empleo
de la fuerza militar y política para lograr o para conservar el poder ha sido una
constante en múltiples sistemas políticos, regímenes y movimientos: desde los regí-
menes caudillistas a principios de siglo hasta los años de la depresión, siguiendo con
los regímenes militares burocrático-autoritarios hasta llegar a los movimientos
revolucionarios de los años sesenta y setenta.
La violencia, sin embargo, no se ha visto reducida de modo exclusivo al ámbi-
to del poder político y de las instituciones gubernamentales, aunque sea ésta la
clase a la que se ha dedicado mayor atención. Tampoco las formas más claras y
abiertas de violencia física son las únicas que inciden en las relaciones sociales de
América Latina. La desigualdad socioeconómica y la miseria, la discriminación
étnica, la violencia asociada a la delincuencia, los escuadrones de la muerte, los
secuestros, etc., van en paralelo con los típicos pronunciamientos, cuartelazos y
golpes perpetrados por los militares, a los que acompañan los habituales asesinatos
políticos, represiones, torturas y desapariciones, luchas armadas revolucionarias e
intervenciones externas que tan frecuentemente se asocian a la política de Améri-
ca Latina. En conjunto, estas formas representan un amplio abanico de amenazas
para lo que puede denominarse la «seguridad de la propia supervivencia». La fal-
ta sistemática de ciertos parámetros básicos de esa seguridad conduce a la instau-
ración del miedo como condición endémica. Ese miedo es un fenómeno, latente
unas veces, palpable otras, que ha afectado a una gran parte de la población has-
ta nuestros días. Aquí no vamos a abordar lo que algunos denominan la «violencia
estructural», sino la violencia y el miedo directamente relacionados con el modo de
utilización del poder político. En realidad, vamos a sugerir tres amplios tipos o
ciclos de violencia que pueden distinguirse en la historia social y política de Amé-
rica Latina desde mediados del siglo xix. Estos tres ciclos se caracterizan no sólo
por la propia naturaleza de la violencia ejercida, sino, sobre todo, por la manera en
que se relacionan con las pautas de interacción y dominación política y social.
Estas son también históricas, pero no resulta fácil ponerlas en un orden cronoló-
gico, como veremos a continuación.
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 27

LA VIOLENCIA EN EL ORDEN TRADICIONAL

El primer ciclo hace referencia al tipo de violencia implícita, y casi presupuesta,


en el dominio social y político que ejercen unas elites cerradas gracias a la exclusión
sistemática de las «masas, castas y clases». Este tipo de violencia, que hunde sus raí-
ces en la historia colonial, hizo su aparición en el siglo xix. Y como tal, venía imbui-
do de la básica ambivalencia que ha constituido la característica distintiva de las
sociedades latinoamericanas hasta nuestros días. Por un lado, apreciamos afinidades
de estas elites con las sociedades burguesas, con el progreso y el liberalismo de la
Europa civilizada; por otro, esta civilidad se inspiraba en jerarquías sociales muy
acusadas y sustentadas en la lógica de la exclusión. Después de medio siglo, tras la
década independentista de 1810-20, cuajada de violencia (guerras civiles, cuestiona-
mientos al caudillaje y sublevaciones populares de carácter disperso), la formación de
los estados se estabilizó bajo la fórmula del orden oligárquico y en muchos países lati-
noamericanos se buscó el consenso entre los grupos más importantes de la esfera
política. Algunos hablan incluso de una situación de hegemonía oligárquica 8 . Apro-
ximadamente entre 1870 y 1930 en la mayoría de los países latinoamericanos aparen-
temente prevalecía el estado de derecho y el orden interno (México después de 1910
sería la gran excepción). Incluso Colombia experimentó bajo el gobierno del par-
tido conservador un período de relativa tranquilidad política, interrumpida tan sólo
por la Guerra de los Mil Días (1899-1902).
No obstante, este orden estaba marcado por la violencia. La fuerza y la coac-
ción se ponían de manifiesto en diferentes niveles y de formas variadas. En la
interacción entre protectores y protegidos a través de la división jerárquica de las cla-
ses con frecuencia se daban por igual la lealtad (basada en la extensión de recursos) y
la alianza conseguida mediante la coacción. El clientelismo se ha identificado como
un importante mecanismo de reproducción de las jerarquías de clase en América
Latina 9 Los sistemas laborales, sobre todo en el campo, comportaban a menudo
.

métodos coercitivos de reclutamiento, contrataciones abusivas e incluso trabajos


forzados. A las huelgas convocadas por las incipientes clases urbanas se les solían
aplicar medidas fuertemente represivas'. El adagio más popular entre los políticos
de la República Vieja en Brasil era: «el problema social es un problema policial».
La represión violenta de las insurrecciones sociales, regionales y étnicas fue algo
normal durante todo el siglo xix y comienzos del xx. Podríamos destacar las rebe-
liones regionales anteriores a 18 5 o en Brasil, las sublevaciones campesinas en Méxi-
co y en los países andinos, las insurrecciones provocadas por políticas étnicas (como
la del Oriente en Cuba) o por fervores religiosos populares (como la campaña de
Canudos en Bahía, Brasil) ". Quizás sea una característica común a este tipo de vio-
lencia sociopolítica el hecho de que las movilizaciones de las clases «peligrosas» se
percibieran como una amenaza para el frágil proceso de consolidación del Estado.
Como las grandes masas de población quedaban social y culturalmente excluidas de

8 Véase Nun, «Middle Class Military Coup».


9 Véase Flynn, «Class, Clientelism and Coercion».
tu Véase Koonings, Kruijt y Wils, «Very Long March».
i Véase Baud et al., F.tairidad como estrategia.
28 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

los proyectos nacionales de las elites criollas, éstas no eran capaces de ver en las
expresiones colectivas populares sino un enorme peligro para el estado oligárquico.
Además, a pesar de la hegemonía a veces atribuida al poder de las oligarquías, éstas
no dudaban en pedir ayuda a los militares para reforzar el sistema siempre que
fuera necesario: el Porfiriato mexicano, la República Vieja en Brasil, la Pax Conser-
vadora en Colombia, la República aristocrática en Perú y las dictaduras personales en
Venezuela, Nicaragua, Cuba o la República Dominicana se asentaron en estrechas
alianzas entre la oligarquía y el ejército. Como consecuencia, sólo unos pocos goza-
ban del privilegio acorazado de una vida cívica, mientras que la violencia contra las
masas desfavorecidas constituía un hecho habitual. El concepto de ciudadanía era
inexistente.
Resulta tentador considerar esta clase de violencia como «tradicional», como
algo propio del siglo xix y de las primeras décadas del xx. Sin embargo, no es nece-
sario asumir en su conjunto el argumento determinista de Wiarda '2, entre otros,
para darse cuenta de que persiste en la actualidad bajo diferentes formas. En rea-
lidad, al reconocer la trayectoria específica del recorrido de América Latina en
pos de la modernidad, Wiarda considera que esta violencia ya viene culturalmen-
te predeterminada. Sostiene que está arraigada en el legado ibérico, católico y gue-
rrero, en el sentido patrimonial y en la autonomía corporativa de las Fuerzas
Armadas, entre otros factores. Sin ánimo de entrar aquí en el debate, nos parece
más relevante considerar este tema como una cuestión de pervivencia de la «apro-
piación privada del poder público» y la problemática que ello plantea. Si bien algu-
nas de sus raíces quizá se hundan en el patrimonialismo colonial ibérico, se ha
reproducido bajo condiciones cambiantes, echando mano al mismo tiempo de viejos
y nuevos artefactos y justificaciones de carácter tanto social como politico. Hagopian
indica que muchas de las prácticas del denominado «gobierno tradicional» se
han modernizado constantemente para poder adaptarse a las nuevas condiciones
sociales y políticas, inclusive a las recientes oleadas de transiciones democráticas '5.

POLÍTICA DE MASAS, VIOLENCIA POLÍTICA Y «GUERRAS INTERNAS»

El segundo ciclo de violencia que querríamos señalar viene determinado por


lo que Weffort denomina «el problema de la incorporación de las masas» al pro-
ceso político latinoamericano 14. El auge de nuevas elites antioligárquicas y el
aumento de presiones procedentes de sectores populares organizados que desean
participar en la configuración del poder cuestionan el orden oligárquico estable-
cido '5. La transición —abrupta unas veces y gradual otras— hacia una mayor par-
ticipación popular en la política llevó al poder a regímenes populistas caracterizados
por el corporativismo y por una democracia limitada, sólo oficial 16. Pero, con

12 Véase Wiarda, Corporatism; y también Poli tics.


i 3 Véase Hagopian, «Traditional Power Structures».
14 Véase Weffort,
Una de las primeras formulaciones acerca de esta cuestión fue adelantada por Tella en «Populism
and Reform».
i6 Para una distinción esclarecedora entre las variedades de populismo democrático y autoritario
en América Latina, véase Dix, «Populismo».
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 29

independencia del modo en que los regímenes populistas alcanzaran el poder o sus
características consiguientes, siempre se registró algún grado de violencia, bien fue-
ra como resultado del derrocamiento del sistema anterior o, como en el caso de
Argentina y Perú en los años treinta, para mantener el populismo reformista aparta-
do de la contienda política. Lo importante para nuestro debate, sin embargo, es que
la violencia social se politizó y se tiñó de ideología al tiempo que se producía la aper-
tura del ámbito político.
El típico ciclo de violencia entre los años treinta y setenta, aproximadamente, se
inicia con los que Touraine llama «regímenes nacional-populares» y sus aliados, pasa
por un período de inestabilidad y cambios, y culmina con el surgimiento de los
regímenes autoritarios «contrarrevolucionarios», respaldados por las Fuerzas
Armadas 17 Este ciclo es típico, aunque no característico, de todos y cada uno de
.

los países de América Latina. No en vano, Colombia, Costa Rica, México, Perú y
Venezuela se desvían considerablemente en algunos aspectos de esta pauta generali-
zada. Por otro lado, esa trayectoria típica se trasluce en las experiencias históricas de
Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Guatemala, Honduras y Uruguay. El populismo
clásico no se manifestó de igual modo en todos los países, pero sí se abordaron en
mayor o menor medida los problemas de la participación popular y la reforma polí-
tica, que en un momento dado desencadenaron una reacción en la que la lógica de la
violencia política llegó a sus últimas consecuencias. Analicemos en detalle la violen-
cia desatada dentro de ese círculo nefasto de populismo y autoritarismo.
Con la excepción de México, la violencia que se desató en paralelo a la ascensión
de los regímenes populistas fue limitada tanto en extensión como en duración. En paí-
ses como Chile, Costa Rica y Uruguay, el proceso fue paulatino e institucional a la
vez. En Argentina, el ascenso de Perón vino acompañado de un cierto número de
altercados urbanos y protestas contra sus oponentes. En Brasil, el movimiento revo-
lucionario liderado por Vargas en 193o llegó al poder tras una breve campaña
militar. En Colombia el fin de la Pax Conservadora reavivó la violencia social y polí-
tica ya existente, ante lo cual algunas facciones del Partido Liberal se adhirieron a la
plataforma populista-reformista. En Costa Rica tuvo lugar en 1948 una breve gue-
rra civil que trajo consigo la abolición del ejército, lo cual tuvo unas implicaciones
políticas que han llegado haáta nuestros días. En Bolivia y Guatemala los inten-
tos reformistas de los años cincuenta marcaron el inicio de un largo período de vio-
lencia y represión de baja intensidad que en el caso de Guatemala explotó en los
años setenta, dando lugar a uno de los conflictos civiles más brutales del siglo.
Tal vez la novedad resida en que la finalidad de la violencia consistía en alcan-
zar y conservar el poder político. El sustrato ideológico era cada vez más «naciona-
lista», pero dentro de este nacionalismo latinoamericano surgieron distintas
variedades, contrapuestas entre sí. Bajo el populismo, los sentimientos naciona-
listas se orientaron hacia la formación de una amplia e inclusiva alianza que trató de
impulsar un cambio en el sentido de la nación y que abrió un espacio político para
nuevos sectores sociales (urbanos sobre todo), como el industrial, las clases medias
profesionales o la mano de obra organizada. Los militares se incorporaron de forma
activa en el seno de estas alianzas y comenzaron a asumir un papel de árbitros del
orden nacional, de la estabilidad y el progreso. En muchos casos, el proceso político

17 Véase Touraine, América Latina.


30 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

logró incorporar hasta cierto punto unos mecanismos democráticos. Pero en el fon-
do, y por lo que nos atañe en el presente debate, sobrevoló siempre la sombra del
conflicto político y de la violencia. Todo esto tiene que ver con una de las caracte-
rísticas más notables de estos modelos políticos inclusivos (generalmente denomi-
nados «estados de compromiso»), a saber: la falta de un consenso a largo plazo y la
inestabilidad real y potencial que lleva aparejada inevitablemente esta circunstan-
cia. Esta inestable fragilidad se relaciona con la falta de confianza entre los principa-
les responsables políticos y sociales que actúan dentro del populismo. Los intereses
eran a menudo contrapuestos —continuismo frente a reforma, lucha entre los dife-
rentes sectores económicos, entre el elitismo y el incremento de la participación
popular, etc.—; de ahí que los principales protagonistas parecieran sumidos en un esta-
do de perpetuo anquilosamiento. Todo esto se vio agravado por el papel determi-
nante del Estado a la hora de definir y mediar en las relaciones entre los diferentes
grupos sociales. En otras palabras, todos los sectores políticos y sociales implica-
dos consideraban fundamental acceder al poder político. De ahí que se tuviera la
impresión generalizada de que todo lo que ganaban unos era a costa de otros, lo que
solía interpretarse en términos absolutos, cuando no con catastrofismo. La pérdida
del control político se consideraba como una auténtica amenaza para la situación
ocupada por los grupos o clases en el marco de la nación '8.
Resulta significativo que México, el país que mejor supo resolver el problema de
la inestabilidad política derivada del populismo, haya sido también el que sufrió la
irrupción más violenta de las masas en la contienda política. La Revolución mexica-
na supuso un despliegue masivo y prolongado de violencia social y política, cuyas
complejidades se han visto a menudo oscurecidas por las implicaciones que ha
tenido a largo plazo `9. De todos modos, lo reseñable es que, como colofón a dos
décadas de guerra intestina y violencia política generalizada, se hiciera un esfuerzo
prolongado para tratar de dar cauce a la institucionalización política y a las reformas
sociales. Las condiciones del compromiso mexicano fueron establecidas, tanto en
lo oficial como en lo oficioso, bajo los auspicios del PRI, y constituyen un ejemplo
único; en parte a ellas hay que atribuir la relativa ausencia de violencia política en el
ámbito nacional hasta 1994. Como resultado, México ha sido una excepción al para-
digma propuesto por O'Donnell, según el cual los procesos relativamente avan-
zados de desarrollo industrial y modernización en América Latina han desembocado
en el establecimiento de regímenes burocrático-autoritarios represivos y, por tan-
to, violentos w. No es necesario repetir aquí los argumentos que refutan la formula-
ción inicial de esa tesis z' para colegir que las tensiones insertas en las alianzas
populistas propiciaron en muchos casos la subida al poder de dictaduras militares y
civiles que recurrieron a la violencia sistemática para mantenerse, para neutralizar a
sus oponentes y para llevar a cabo determinados proyectos de desarrollo económico
y social. De nuevo afloraba la lógica de la exclusión social, que en este caso reside
en las inclinaciones estructurales de los modelos de desarrollo adoptados por los

18 Este aspecto lo trata en profundidad Lechner en «Some People Die of Fear», en especial en las
págs. 28-19.
19 Véase Knight, Mexican Revolution.
zo Véase O'Donnell, Modernization.
zi Véanse los distintos colaboradores en el volumen de Collier, New Autboritarianion.
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 3I

regímenes autoritarios, es decir, en el cierre del sistema político a todo grupo o inte-
rés opuesto al régimen o a los proyectos que éste promueve.
Independientemente de las diferencias entre los distintos «proyectos» burocrá-
tico-autoritarios (como, por ejemplo, las existentes entre Brasil y Chile), todos
ellos tenían en común una cierta noción conservadora de lo que constituía el «inte-
rés nacional» o los «objetivos nacionales inmutables», que se percibían bajo la
amenaza de los enemigos internos más radicales, a saber, los comunistas. A estos ene-
migos (los populistas de antes y los izquierdistas que posteriormente encontraron su
inspiración en la revolución cubana) se les respondió con la lógica de la guerra inter-
na, sin que tuviera demasiado peso la valoración real de las fuerzas enemigas 22. Des-
de Guatemala hasta Argentina las dictaduras declararon la guerra a sus ciudadanos
en nombre de la libertad y de la necesidad de conservar la cultura cristiana occiden-
tal 23 . Esta violencia se basó en directrices muy claras y en nociones estratégicas, lo
mismo que en una guerra convencional, pero sus efectos perversos fueron inevita-
bles en el sentido de que la guerra interna desembocó en el terrorismo de Estado.
Una de sus características fundamentales es la multiplicación de las arbitrarieda-
des. Ningún principio de seguridad nacional ni ningún concepto de «democracia
fuerte» serán nunca capaces de conseguir que los ejecutores de la violencia de Esta-
do se limiten a las prácticas habituales de «guerra sucia». El estratega más relevan-
te del régimen militar brasileño, el general Golbery do Couto e Silva, aludía a este
problema como «el agujero negro» del sistema de seguridad de Brasil, es decir, algo
fuera de todo control y sin dirección aparente, algo que a la postre podía incluso ame-
nazar la estabilidad del propio régimen militar 24 .

Como veremos más adelante, la continuidad de la lógica de la represión arbitra-


ria por parte de las fuerzas de seguridad es uno de los problemas candentes que aún
perviven como legado de los regímenes autoritarios del pasado reciente. Esto no

z z Para un detallado análisis de las revoluciones armadas durante la segunda mitad del siglo xx,
véase Wickham-Crowley, Guerrillas and Revolution. La lucha armada de la izquierda latinoamericana cons-
tituyó a la larga un fracaso, pero hizo posible la entrada de la izquierda en las fuerzas pro-democráticas de
muchos países a partir de 1980. Véase también Angell, «lncorporating the Left».
z3 En esta obra ponemos énfasis en la dimensión interna de los regímenes autoritarios y represivos
de los años sesenta, setenta y ochenta. Esto no quiere decir que las influencias externas no sean relevantes
para el auge y consolidación de estos regímenes, así como para la puesta en marcha de sus prácticas repre-
sivas. Durante los años sesenta y setenta era habitual referirse a la todopoderosa influencia de los Estados
Unidos como responsables de una larga lista de dictaduras militares, así como de la orquestación de cam-
pañas para hacer frente a los insurgentes. No hay duda de que los Estados Unidos respaldaron de varias
maneras a los militares por medio de programas de ayuda, de cooperación para el desarrollo, de alianzas
diplomáticas y de complicidades con los servicios de inteligencia. Sin embargo, Rouquié señala que esto
no quiere decir que los regímenes militares latinoamericanos fueran el «sexto lado del Pentágono» (véa-
se Rouquié, Militar)). Sobre todo en Brasil y en los países del cono Sur lo que los Estados Unidos ofre-
cieron fue el nihil obstat a la militarización de una política asentada en un pensamiento geopolítico
desarrollado en el ámbito nacional y en las doctrinas relacionadas con el papel del ejército en la política
(véase Child, «Geopolitical Thinking»). Por otro lado, se puede ver claramente la mano norteamericana
en el Caribe y en América Central. Desde las aventuras de William Walker en la Nicaragua del siglo xix
hasta las intervenciones en Panamá y Haití a principios de los noventa, los Estados Unidos han manteni-
do una práctica constante y sistemática de interferencias tanto en los aspectos políticos como en las gue-
rras civiles. A partir de los años ochenta el Pentágono y la CIA han ido dejando paso a la DEA, cuyas
actividades requieren la colaboración de los ejércitos de varios países (especialmente en la región Andina)
para llevar a cabo su «guerra contra las drogas».
24 Véase Alves, Estado e oposifdo.
DIRK KRUIJT Y KEES KOONINGS
32

quiere decir que el proceso de restauración de la democracia, y en algunos casos el


final de la guerra civil sellado mediante pactos de reconciliación y tratados oficiales
de paz, no se haya culminado con éxito. Al contrario, lo que resulta evidente es que
las experiencias anteriores de represión y violencia han generalizado la convicción
de que el sistema democrático puede y debe resolver a largo plazo los problemas de
América Latina. En este sentido, es notorio el progreso experimentado cara a la
consolidación de marcos democráticos y en lo relativo al consenso entre las fuerzas
políticas que es necesario para la consecución de esos principios. Con todo, ello no
significa necesariamente que se hayan cumplido todas las condiciones precisas para
un gobierno estable 25. El buen gobierno se ve amenazado por un gran número de
enemigos, uno de los cuales es, sin duda, la pervivencia de la violencia y de los con-
flictos sociales.

LA VIOLENCIA EN LA AMÉRICA LATINA POST-AUTORITARIA

La llegada de la democracia, que oficialmente reina ahora en todos los países


salvo Cuba, no implicó necesariamente el fin de la violencia entendida como pro-
blema político y social. Muy al contrario, podría decirse que ahora la violencia se ha
democratizado en América Latina. Ya no es el recurso de los que fueran otrora los
todopoderosos o los guardianes armados de la nación. Ahora la violencia se pre-
senta como una opción para todos los que persiguen unos fines determinados.
El ejemplo paradigmático al respecto es Colombia, por supuesto, donde el recur-
so a la violencia se ha hecho tan habitual que el propio Estado colombiano ha deja-
do de existir en el sentido weberiano del término, es decir, como monopolizador
legítimo del uso de la violencia. No sólo los militares, los paramilitares, las gue-
rrillas y los carteles de la droga recurren a ella de modo sistemático; también en los
estratos inferiores de la sociedad la violencia se convierte en una forma de vida o en
un instrumento de movilidad social, o incluso en un medio de transformación del
orden jerárquico tradicional. Por ejemplo, en la ciudad de Medellín la expansión
de la violencia no sólo posibilitó el progreso de jóvenes «marginales» desde los
tugurios, sino que creó nuevos espacios para que las asociaciones de vecinos se enfren-
taran a una administración municipal tradicional y conservadora 26. Brasil ofrece
otros muchos ejemplos en este sentido. Este país muestra una situación ambivalen-
te en la cual la redemocratización parece haber avanzado considerablemente y goza
de apoyos y legitimidad. A lo largo de las últimas décadas la sociedad brasileña se
ha politizado considerablemente y ha permitido el desarrollo de una sociedad civil
muy dinámica. Pero, al mismo tiempo, la violencia y las injusticias sobreviven y
forman parte de la existencia habitual.
Estas formas de violencia, tanto en Brasil como en cualquier otra parte, no son nue-
vas, pero se han hecho más palpables en los últimos diez arios. Además, impregnan

2.5 Nos referimos a la cuestión del buen gobierno no en el sentido estricto aplicado, entre otros, por
el Banco Mundial (la capacidad para llevar a cabo programas de ajuste razonables y crear a largo plazo las
condiciones necesarias para el desarrollo de los mercados), sino como algo que permite fomentar la par-
ticipación democrática, la responsabilidad y la legitimidad.
26 Así lo sostiene Roldán en «Citizenship, Class and V iolence».
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 33

el ambiente general, especialmente en lo que concierne a la aplicación cotidiana de las


leyes, y, a pesar de la desaparición de los regímenes autoritarios, persisten en forma
de actos esporádicos. Este tipo de violencia no sólo afecta a los delincuentes comu-
nes, sino también a los activistas sociales, a los sin tierra cuando ocupan una pro-
piedad estatal, a los trabajadores del metal en huelga, a los garimpeiros a los que se
expulsa de sus terrenos, etc. En la zona fronteriza de la Amazonia brasileña, sobre todo,
la violencia cotidiana es algo endémico y demuestra la incapacidad del Estado a la
hora de garantizar y legitimar el orden interno. Todo ello propicia un clima general
(cuyas raíces se encuentran en las arbitrariedades cometidas por las dictaduras pasa-
das) en el que la violencia pasa a ser una opción normal como forma de defender
una serie de intereses, como método para alcanzar el poder o como vía de resolución
de conflictos.
La «nueva violencia» en América Latina enfrenta los instintos represivos de las
elites tradicionales y de las fuerzas de seguridad a la cada vez mayor variedad de
actores que también recurren a ella aun cuando oficialmente esté vigente un régi-
men democrático. Este nuevo tipo de inseguridad social y política está, en primer
lugar, exacerbado por la fragmentación social que se ha venido acentuando en casi
toda América Latina durante las dos últimas décadas; en segundo lugar, el fin de las
dictaduras militares no abolió las prerrogativas y el papel que las Fuerzas Armadas se
atribuyeron como garantes del orden ante cualquier «amenaza», según ha demos-
trado sobradamente Lovemann 17 . Esto quiere decir que los coletazos violentos
ante cualquier «levantamiento» o movilización social siguen siendo una caracte-
rística generalizada en la América Latina post-autoritaria. Además, los años y
décadas de dominio autoritario y abusivo han hecho que reine un clima de impu-
nidad entre quienes componen las fuerzas de seguridad (sobre todo la policía y las
unidades especiales antisubversivas) que con frecuencia han logrado que se cum-
pliera la ley en las nuevas democracias por métodos dudosos, cuando no delictivos.
Somos testigos de cómo los representantes estatales recurren a la violencia indiscri-
minada a pesar de la instauración de la democracia y de la adopción de políticas en
favor de los derechos humanos por parte de los gobiernos respectivos. Vemos cómo
prolifera la violencia organizada e indiscriminada al mismo ritmo que se crean pla-
taformas cívicas y pacifistas. El peligro radica en que la ambigüedad estructural
que, como decíamos anteriormente, caracteriza a América Latina se pueda reprodu-
cir una y otra vez: los avances democratizadores y el fortalecimiento del poder de
la ciudadanía corren parejos con la erosión de la legitimidad del Estado debido a
que éste no puede garantizar ni la participación social ni el imperio de la ley. Esto
provoca «vacíos de gobierno» que son ocupados por quienes propugnan la ley del
más fuerte. Y como resultado pueden aparecer de nuevo reacciones autoritarias, o
desvirtuarse las formas de gobierno civil. En los dos apartados que siguen abor-
daremos con mayor detalle ambos componentes en el seno de las denominadas
«sociedades del miedo».

27 Véase Lovemann, «Protected Democracies».

3
34 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

LAS AMENAZAS AL ORDEN SOCIAL PACIFICO: POBREZA,


MARGINALIDAD Y EXCLUSIÓN

El empobrecimiento, la miseria generalizada, la marginalidad y la exclusión


social se han convertido en fenómenos crecientes como secuela de las dictaduras
militares de principios de los ochenta. Estos elementos se extendieron como resul-
tado de la crisis económica y se agravaron muy pronto a causa de las medidas de
ajuste estructural que tuvieron que adoptar la mayoría de los países latinoamerica-
nos. Históricamente caracterizada por una pobreza endémica y por condiciones
extremas de desigualdad, América Latina ha visto cómo a los que tradicionalmente
vivían en la miseria se les han unido los «nuevos pobres», las clases trabajadoras y las
clases medias bajas, que últimamente se han visto afectadas por la crisis económica y
por las políticas de ajuste llevadas a cabo a mediados y finales de los ochenta. Los
nuevos pobres proceden de la clase trabajadora y de las clases medias urbanas, a
las que ahora se suman los pequeños terratenientes y los campesinos.
Desde los años setenta la pobreza en América Latina se ha hecho cada vez más
urbana, lo cual incrementa las posibilidades de que se originen conflictos sociales y
desórdenes, o de que se radicalice la política. Sin embargo, si una cosa hay que des-
tacar de las estrategias de los pobres que viven en emplazamientos urbanos es su
naturaleza ingeniosa y pacífica a la hora de asegurarse la supervivencia cotidiana. La
pobreza se asocia al «sector marginal», todo un complejo dentro de la economía y
de la sociedad estatal. Desde Monterrey, en México, hasta Puerto Mont, en Chile, ese
sector ha crecido y se ha visto reflejado en una ingente cantidad de actividades a
pequeña escala que han copado las capitales y los grandes núcleos urbanos. La mitad
de la población de ciudades de México, América Central y los países andinos se
inscribiría en esta economía marginal. Vista desde dentro, esa «marginalidad» fun-
ciona ajena a las instituciones sociales y económicas establecidas, y por tanto a los
derechos civiles elementales que a ellas se asocian, es decir, sin tener en cuenta el
empleo y los salarios regulados, las organizaciones sindicales y la legislación
social; y se encuentra fuera de instituciones tales como la sanidad pública, la edu-
cación o la vivienda. Visto desde fuera, «el sector privado de los pobres» de Amé-
rica Latina (el ámbito de la pobreza y la exclusión social) crece a un ritmo
vertiginoso y supone una seria amenaza para los gobiernos, sea cual fuere su com-
posición e ideología.
Si bien esto no lleva necesariamente a la violencia, sí puede decirse que este
largo proceso de marginalidad y exclusión social socava la legitimidad del orden
civil, político y gubernamental oficialmente vigente, al contribuir a la creación de
instituciones paralelas y a la «privatización» de las administraciones públicas. Por
ejemplo, durante los arios ochenta en América Central y en la región andina, las
Cámaras de Comercio, los gremios, las asociaciones de abogados y de otras profe-
siones típicas de la clase media, y las otrora poderosas organizaciones sindicales,
vieron mermados tanto el número de afiliados como su presencia política 28. En
Argentina, Brasil y México tuvo lugar el mismo proceso, si bien a una escala más

z8 Véase Koonings, Kruijt y Wils, «Very Long March»; también Kruijt et aL,Changing Labour
Relations.
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 35

reducida. A principios de los ochenta, el antropólogo peruano Matos Mar "escribió


un ensayo profético acerca de «la otra cara de la sociedad». En él se describe el
ocaso de las organizaciones que sustentan la sociedad civil y se apunta la aparición,
tímida todavía, de toda una gama de organizaciones relacionadas con la pequeña
empresa: cámaras locales y regionales de artesanos, institucionalización de los come-
dores de beneficencia y otras organizaciones similares que abastecen de alimentos
económicos los suburbios metropolitanos, etc.; iniciativas todas ellas ligadas a orga-
nizaciones de desarrollo de carácter privado, iglesias e instituciones de beneficencia
fundadas por sociedades privadas y sin conexión alguna con las autoridades locales
o nacionales.
La marginalidad comienza a percibirse igualmente en la escena política. Duran-
te los arios ochenta, en Perú y en otros países latinoamericanos los partidos políticos
perdieron la confianza de sus votantes. Ante la gravedad de la crisis económica y
social, y como respuesta al desgaste de los partidos políticos tradicionales, el pueblo
puso sus miras en «los políticos sin partido» que entraron en escena ofreciendo la for-
mación de gobiernos eficaces y laboriosos. La primera señal electoral de este nuevo
cambio de rumbo fue la elección del alcalde de Lima, un empresario del sector tele-
visivo. Durante las elecciones presidenciales de 199o, Mario Vargas Llosa, afamado
escritor completamente apolítico, creó todo un movimiento a su alrededor y se pre-
sentó a sí mismo como candidato. Sin embargo, su llegada a la escena política fue
precipitada, y durante la campaña se le llegó a asociar al sistema de partidos oficia-
les debido a las alianzas con los partidos tradicionales. En el último minuto otro
candidato hizo acto de presencia: el desconocido Alberto Fujimori, sin programa
político y sin candidatos para las carteras ministeriales. La elección de Fujimori fue
la expresión, aún incipiente, del sentir de todo un país, el modo de manifestar su
rechazo a los partidos políticos. Pero también contribuyeron otros factores, no
sólo en Perú sino también en Guatemala, donde se repitió el fenómeno del desco-
nocido que llega a la presidencia; tal fue el caso de Serrano. Resulta curioso que en
ambas naciones el candidato ganó con el apoyo de los sectores marginales y de las
nuevas iglesias evangélicas, las cuales habían aglutinado a muchos seguidores per-
tenecientes a los sectores menos favorecidos de la población urbana.
El peligro que para la consolidación democrática supone ese incremento del
poder político por parte de los sectores marginales se manifiesta en la tendencia
denominada neopopulista, apreciable en toda América Latina. Esos «antipolíticos»
que reniegan del sistema político y llegan al poder con el apoyo directo de las
masas logran incluso dejar de lado las instituciones democráticas y reinstaurar
una modalidad de poder excepcional. La naturaleza plebiscitaria de su legitimidad se
puede ver reforzada mediante la alianza con las fuerzas de seguridad en un inten-
to por solucionar los problemas más acuciantes. Está claro que el autogolpe que
protagonizó Fujimori en 1992 en connivencia con el ejército —especialmente con los
servicios de inteligencia controlados por el ex-capitán Vladimiro Montesinos— pue-
de ejemplificar ese peligro al que nos estamos refiriendo. Con esa actuación, Fujimori
neutralizó al parlamento, a la judicatura y a los partidos políticos con el pretexto de
«poner fin a la corrupción y a la ineficacia», y así de paso tener las manos libres para

29 Véase Matos Mar, Desborde popular.


36 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

imponer planes de austeridad y acosar a Sendero Luminoso. En consecuencia, Fuji-


mori se granjeó el apoyo generalizado de las masas urbanas limeñas.
El crecimiento de la marginalidad en la sociedad también implica la rees-
tructuración de las fuerzas de orden público. En Perú, por ejemplo, se han semi-
institucionalizado las «rondas campesinas» como cuerpo armado anejo a la policía
y al ejército. Cuando a principios de los noventa se convirtieron en una especie de
ejército privado, lo hicieron siguiendo el mismo sistema que las bandas armadas
de trabajadores que actuaban en los barrios pobres o al servicio de los sindicatos lega-
les de izquierdas; primero con palos, después con armas de fabricación casera y final-
mente con armamento convencional. En paralelo a estos grupos populares de
autodefensa y pacificación, se fueron formando otros cuerpos privados de parecida
estructura. Se trata de compañías privadas de seguridad cuyos miembros proceden
tanto de los sectores reconocidos como marginales de la sociedad, cuando no del
ejército o de la policía, una vez que abandonan el cuerpo por jubilación u otros moti-
vos. Estos vigilantes privados encuentran trabajo custodiando bancos, casas,
barrios, supermercados e incluso ministerios y otros edificios públicos. También
hay que mencionar las bandas paramilitares, a veces muy próximas a los partidos
políticos y en ocasiones vinculadas también a complejas redes de narcotraficantes. Y,
finalmente, deben ser tenidas en cuenta las consecuencias derivadas de la introduc-
ción en Lima del «serenazgo», es decir, una policía de barrio formada por ciudadanos
armados. Estos cuerpos armados los componen gentes de clase media y tienen como
fin proteger los bienes y propiedades; en su funcionamiento complementan al res-
to de las fuerzas policiales de la capital.
En Colombia los «milicianos», o vigilantes armados cuyos miembros proceden
de la guerrilla, se han hecho también un hueco en los últimos años, y actúan en los
barrios pobres de las grandes ciudades, allí donde ni la policía ni el ejército se atreven
a entrar 30 Uno de los problemas más conflictivos es el de los «escuadrones de la
.

muerte». ¿Quién conoce con todo detalle los vínculos entre las fuerzas de la ley y el
orden y esas siniestras organizaciones paramilitares y cuasi-policiales que operan en
Brasil, Colombia, El Salvador y Guatemala? Cada vez es mayor su poder, se esta-
blecen en los intersticios del enfrentamiento con la contrainsurgencia y combaten
el delito eliminando no sólo a los enemigos del Estado sino también a los peque-
ños delincuentes, aun cuando no se trate sino de jóvenes o incluso de niños. Para com-
pletar el cuadro, no debemos olvidar el papel desempeñado por los «narcos», cuyas
bandas armadas administran y controlan provincias y departamentos en varios paí-
ses latinoamericanos.
Tal vez resulte cínico decir que en América Latina se ha producido una cierta
«democratización de la violencia». Antiguamente el uso de la violencia estaba reser-
vado a unos sectores determinados: la aristocracia, las elites, el ejército, la policía.
Ahora la mayor parte de las sociedades urbanas (y ciertos sectores de la sociedad
rural) tienen acceso a las armas. La proliferación de la violencia, incluso en sus for-
mas más anómicas, ha alcanzado el estadio de la producción y el consumo masivos.

30 Para la situación en Colombia, véase el séptimo capítulo de este libro, escrito por Daniel Pécaut.
Entre las publicaciones en lengua española más recientes se encuentran también Betancourt y García, Con-
trabandistas; Guerrero, Años del olvido; Lara, Siembra vientos; Palacio, Irrupción; Salazar, No nacimos pa semi-
lla; Salazar, Mujeres; Salazar y Jaramillo, Medellín; Torres Arias, Mercaderes.
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 37

LAS SOCIEDADES DEL MIEDO: CAUSAS Y CONSECUENCIAS

El miedo es la repercusión psicológica, cultural e institucional de la violencia. Se


trata de una respuesta a la desestabilización de las instituciones, a la exclusión social,
a la ambigüedad y la incertidumbre de los individuos. En América Latina existe
una cultura del miedo latente, y a veces declarada, que ha alcanzado dimensiones ins-
titucionales inducida por una violencia indiscriminada pero sistemática; violencia
que a menudo se gesta en los propios aparatos del Estado o se organiza desde las
mismas autoridades y se reproduce en el seno de las fuerzas del orden. Así pues,
como sostiene Edelberto Torres-Rivas en el último capítulo de este libro, la cultura
del miedo está inserta en un clima general caracterizado por la «trivialización del
horror». El segundo ciclo de la violencia política y de las contiendas internas al que
anteriormente hacíamos referencia está marcado por el perfeccionamiento del terro-
rismo de Estado y la proliferación de una represión indiscriminada pero sujeta a una
lógica sistemática. Sin el apoyo de las doctrinas de la guerra de baja intensidad con-
tra los enemigos internos del Estado, no podría haberse dado en América Latina ni
la «cosecha de violencia» 31 ni tampoco el «psicoanálisis de la violencia» 32. El ambien-
te casi anómico de ansiedad, característico del tercer ciclo de violencia que anterior-
mente hemos señalado, sería mucho menos agudo sin el apogeo de una represión
basada en el terror y la tortura. Varios capítulos de este volumen se ocupan de la
maquinaria y del legado de la «guerra sucia» en Argentina, Chile y Brasil, de las gue-
rras civiles de Guatemala, de las campañas de la guerrilla y de la contrainsurgencia
en Perú.
La creación de un aparato de represión sistemática con el consiguiente clima de
miedo, sancionado por las Fuerzas Armadas y consentido por los gobiernos y las
administraciones de justicia, fue el resultado de una combinación de políticas explí-
citas y de rutinas implícitas. Aunque provenientes del proceso de formación de
los estados allá por la segunda mitad del siglo xix, los principios de un estado poli-
cial en el que las fuerzas de la ley y el orden se transformaron en batallones de bruta-
lidad y represión se asentaron durante el ciclo de autoritarismo, es decir, entre los
años sesenta y ochenta. Así es como se formó la columna vertebral de estas «socie-
dades del miedo» en las que el clima de inseguridad, ansiedad y suspense se super-
puso a cualquier otro sentimiento. En último extremo, el centro de la maquinaria
del terror se situó en el funcionamiento independiente, legitimado y a veces legali-
zado de las Fuerzas Armadas y en otras instancias correlativas aun más siniestras: los
servicios de inteligencia, las fuerzas de seguridad, las organizaciones paramilitares,
los variopintos y subordinados cuerpos de la policía local y los escuadrones de la
muerte 33. Después de las transiciones oficiales hacia formas de gobierno democrá-
ticas, una parte sustancial de todo el aparato represivo permaneció inalterado. Love-
mann señala con gran acierto la amenaza que para el fortalecimiento de las
democracias supuso la continua supervisión de la vida política y social por parte de
los militares que, acogidos a legislaciones de carácter excepcional, se erigieron en

31 Harvest of Violence es el título de un magnífico libro de Carmack sobre la tragedia de Guatemala.


3z Véase Rodríguez Rabal, Violencia.
35 Véase Garretón, «Fear in Military Regimes»; igualmente Alves, Estado e oposirdo, págs. 166 y ss.
38 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

guardianes de los objetivos nacionales inmutables: «El mantenimiento de las


líneas generales de la legislación sobre la seguridad nacional [...] contribuyó a
alterar de manera significativa el sentido de la democracia en América Latina,
pues se impusieron graves limitaciones, tanto psicológicas como legales, al desarro-
llo de la vida pública en lo tocante a protestas, competencia electoral y oposición
a los gobiernos» 34.
Pero no sólo los mecanismos constitucionales y jurídicos en los que se asienta la
tutela militar ensombrecen la democracia y la vida civil en general; el hecho de que,
de facto, las fuerzas de seguridad sean autónomas y la aplicación del derecho civil
deba someterse a las directrices del ejército sobre la seguridad ayuda también a per-
petuar esa sensación de violencia y miedo. A la hora de desmantelar, con infinitos
cuidados y esfuerzos, la maquinaria del terror (tarea tan sólo acometida muy recien-
temente) es preciso tener siempre en cuenta la ubicua presencia de los poderes mili-
tares que por sistema se oponen a todo mecanismo de control civil 35 .
La superioridad de las fuerzas de seguridad sobre la sociedad civil latinoameri-
cana durante décadas de dictaduras civiles-militares o estrictamente militares se basó
en la lógica interna de la organización castrense y en la noción de «nuevo profe-
sionalismo» surgida tras la Segunda Guerra Mundial. Ésta supuso la apropiación
moral por parte de los ejércitos de los valores fundamentales y del destino de las
naciones, y animó al ejército a capitanear un acercamiento tecnocrático a la plani-
ficación nacional (de corte «estratégico») y a la administración pública (de factu-
ra «jerárquica») 36 . Estas estrategias se basaron en doctrinas abarcadoras relativas a la
seguridad y estabilidad de las naciones; doctrinas ideadas por los intelectuales mili-
tares y difundidas por instituciones dedicadas a la formación castrense. Es preciso
hacer notar que en tres de los países que padecieron gobiernos militares durante las
décadas pasadas, Brasil, Guatemala y Perú, se crearon centros de estudios de pos-
grado sumamente influyentes en los que investigó, enseñó, escribió y prosperó la
intelectualidad militar. Concluidas las dictaduras, la influencia de esas escuelas
para la guerra se desvaneció casi completamente en Brasil y Perú, pero su papel fue
asumido por los herederos directos: los servicios de inteligencia. En Brasil el Ser-
vicio Nacional de Inteligencia (SNI) desempeñó un importantísimo papel en la polí-
tica durante el último gobierno militar de Joáo Figueiredo (1979-85) y el gobierno
civil de José Sarney (3985-9o). El jefe de la inteligencia peruana, Montesinos, ha
sido clave para el gobierno de Fujimori. En Guatemala se fundó a finales de los
ochenta el Centro ESTNA (Centro de Estudios de la Estabilidad Nacional). Con-
trariamente a lo sucedido en otros países, este centro tiende más al desarrollo de una
doctrina de referencia para las relaciones post-autoritarias entre militares y civiles
que a apuntalar el anómalo gobierno de las Fuerzas Armadas. Aun así, en Guate-
mala está plenamente institucionalizado el papel de los militares como supervisores
de la consolidación democrática.
Como consecuencia de todo lo anterior, los militares mantienen un control
importante sobre la política en determinadas áreas consideradas «delicadas»; y para
ello adoptan los servicios de inteligencia como principal vehículo. Salvo en el caso

34 Véase Lovemann, «Protected Democracies», pág.


35 Véase Stepan, Rethinking Military Politits; también Kruijt, «Politicians in Uniform».
36 Véase Rial, «Armed Forces»; y Lovemann, «Protected Democracies».
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 39

excepcional de México 37, son muy estrechos los vínculos entre la inteligencia civil y
la militar, generalmente en los casos en los que hay un claro predominio del ejército.
Debido al concepto del «enemigo interno», tanto la inteligencia militar como la civil
orientan sus investigaciones hacia las hipotéticas «fuerzas subversivas» que se hallan
dentro del territorio nacional. En países como Brasil, Chile, Guatemala y Perú (al
menos hasta 1989), los presidentes electos o designados son rehenes de sus respec-
tivos asesores en temas de inteligencia. En Chile el comité de enlace con el jefe
supremo de las Fuerzas Armadas mantiene una relación fluida con el presidente y los
miembros del gabinete. En Brasil los ministros da casa, entre los que se encuentra el
ministro-chefe de la inteligencia nacional, ejercieron una influencia decisiva tanto
durante la dictadura militar que se extendió entre los arios 1964 y 198 5 como duran-
te el régimen civil de Sarney (198 5 -9o). En Guatemala los ministros de defensa tienen
siempre a un general como asesor presidencial y jefe del Estado Mayor. Los presi.:
dentes civiles Cereso, Serrano, De León Carpio y Arzú recibieron «informes con-
sultivos» de sus obligados asesores de inteligencia acerca del futuro de la nación y de
las prioridades en materia de seguridad, tal y como las entendía el ejército. El pre-
sidente peruano Fujimori, que en 1990 resultó elegido sin haber adelantado ni la lis-
ta de miembros del gabinete ni las directrices de su plan de gobierno, fue obsequiado
con la cálida hospitalidad del Círculo Militar durante el período de transición y
las primeras semanas de su mandato. Allí la inteligencia militar le instruyó en mate-
ria de tácticas antiguerrilla, derechos humanos, estrategias de desarrollo y toda una
serie de objetivos políticos y económicos prioritarios a largo plazo. Su mentor Mon-
tesinos, presidente del recién creado Consejo Estratégico de Estado, ha venido
actuando como jefe virtual del servicio nacional de inteligencia. La inteligencia mili-
tar proporciona los resultados de las encuestas de opinión que cada dos semanas
pulsan la popularidad presidencial: voxpopu/i, vox Dei.
Otro legado de la militarización de la política en la mayor parte de los países lati-
noamericanos, esta vez con la excepción de Chile, es la supeditación de la policía a las
Fuerzas Armadas. Es habitual que los mandos militares ostenten puestos clave en el
organigrama de la policía, así como que la responsabilidad política de la policía
nacional sea objeto de reparto entre el poder civil y el militar. A veces un general
del ejército es nombrado ministro del interior o de la seguridad nacional. En otros
casos el viceministro o el director de la policía sólo es un antiguo militar. En ocasio-
nes, como en Guatemala, tanto la policía nacional como la regional o la local están
subordinadas al ejército; así, la policía local tiene que coordinarse con el comandan-
te militar del lugar y depende por completo de los servicios de inteligencia e infor-
mación de las Fuerzas Armadas. Resulta evidente que esta situación está en la base de
la inmunidad e impunidad de que gozan las fuerzas de seguridad. En el caso de los
militares existe una base legal. La yuxtaposición oficial de las Fuerzas Armadas y la
ciudadanía, la mera existencia de tribunales militares y la excusa precaria, aunque
siempre válida, de la «situación de emergencia» impiden todo conato de iniciar cual-
quier tipo de investigación sobre las violaciones de los derechos humanos perpetra-
das en el pasado. La inviolabilidad de los altos cargos durante las campañas contra la

37 Aunque las Fuerzas Armadas están incorporadas oficialmente a una estructura corporativa
supervisada por el PRI, la influencia del ejército mexicano ha ido en aumento desde que el monopolio del
PRI se viera erosionado por la rebelión de Chiapas. Véase Piheyro, «Fuerzas Armadas».
40 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

guerrilla y los narcotraficantes en las últimas décadas en Colombia, El Salvador,


Guatemala y Perú ilustra a la perfección con qué tipo de obstáculos crónicos se topa
cualquier intento de reforma. En la América Latina post-autoritaria la implicación
de la policía en brutales actos de violencia y el fracaso de las autoridades civiles a la
hora de proponer sanciones son factores importantes que afianzan la sensación de
miedo hacia las autoridades entre la ciudadanía 38 .
El problema del miedo, tanto en su dimensión social como individual, ha
comenzado a abordarse muy recientemente. La investigación académica al respecto
se limita a estudios comparativos entre distintos casos concretos. Algunos estudios
han llegado a describir con detalle el desarrollo de los instrumentos y la dinámica del
terrorismo de Estado, así como la respuesta de las víctimas 39 . El estudio de las con-
secuencias traumáticas de experiencias tales como la intimidación y la tortura, las des-
apariciones, ejecuciones y arrestos indiscriminados, así como la minuciosa
descripción de situaciones violentas padecidas, ayudan a elaborar una fenomenolo-
gía de respuestas individuales ante situaciones de violencia colectiva 4° Sin embargo,.

las respuestas subjetivas e inicialmente individuales pasan a ser colectivas durante las
etapas siguientes del terrorismo de Estado, y a la larga adoptan la forma de caracte-
rísticas sociales 41 Los registros domiciliarios, los arrestos basados en acusaciones
.

infundadas y rodeados de una desinformación total sobre el paradero de los deteni-


dos, las torturas y la difusión generalizada de noticias acerca del sufrimiento que
por estos medios se inflige a las víctimas, etc., todo ello contribuye a generar en los
individuos un clima permanente de inseguridad y vigilancia al que es imposible sus-
traerse, un ambiente de impotencia colectiva, de falta de control sobre la vida coti-
diana y el futuro inmediato, de percepción distorsionada de la realidad, en suma. Los
hechos y las certezas se difuminan, las noticias se tornan amenazadoras y las fronte-
ras entre el bien y el mal se esfuman. La felicidad y la esperanza se sustituyen por fan-
tasías sobre el sufrimiento, por sensaciones de vulnerabilidad, por angustias, fobias
y sentimientos de culpa. A la culpabilidad le sigue la autocensura y la instauración de
una cultura del silencio, el recelo hacia el debate y el secretismo en torno a triviali-
dades. El horror se convierte en un fenómeno social rutinario.
Un reciente estudio antropológico de la vida diaria en una Guatemala devastada
por la guerra describe al detalle cómo la rutina del terror y la socialización de la vio-
lencia condicionan la vida diaria en los municipios indios del departamento de Chi-
maltenango 42 La rutina, como apunta el autor del trabajo, hace que el pueblo
.

viva en un estado permanente de miedo tras una fachada de normalidad. El mie-


do aflora en los sueños y en las enfermedades crónicas. Circulan cuchicheos, insi-
nuaciones y rumores de listas de ejecutados; se institucionaliza la ambigüedad. La gente
vive en perpetua vigilia. El campamento militar camuflado se asienta en una colina
próxima. Espías, comisarios y patrullas de civiles conforman el organigrama de
la supervisión militar. Las autoridades tradicionales de las localidades dependen

38 Véase Nada, «lnjustice for All».


39 Véase Weiss Fagen, «Repression»; igualmente Rial, «Makers and Guardians of Fear».
40 Véase Norstrom y Robben, Fieldwork tender Fire.
41 Tal como han señalado Salimovich, Lira y Weinstein en «Victims of Fear», pág. 72, refi-
riéndose a sus análisis de las experiencias en Chile durante la dictadura y también en el período post-
autoritario.
42 Véase Green, «Living in a State of Fear».
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 41

ahora del comandante militar de la zona. El terror se filtra por medio de mensajes
muy sutiles, y mediante el lenguaje y los símbolos se mitiga la todopoderosa presen-
cia militar. La militarización mental afecta incluso a los niños. El uso de tejidos con
motivos de camuflaje en la ropa habitual, carteras militares, llaveros, cinturones,
gorras e incluso helicópteros de juguete pone de manifiesto esa mezcolanza de aspec-
tos militares y civiles en el día a día. Antiguos soldados de ascendencia maya, reclu-
tados a la fuerza, vuelven a la escena en calidad de comisarios militares, informadores
a sueldo o cabecillas de patrullas civiles. Las lealtades familiares se quiebran aunque
en apariencia se mantenga la frágil unidad de los poblados. El silencio y el secretismo
sirven de escudos protectores, y transforman los pueblos en una especie de micro-
cosmos del miedo.
No resulta fácil superar el legado de violencia y miedo en la América Latina post-
autoritaria, y no sólo porque la permanente situación de inestabilidad política e
institucional amenace con el resurgir de regímenes arbitrarios en cualquier momen-
to. Los gobiernos democráticos y civiles actuales encuentran serias dificultades para
borrar los rastros de esa violencia arbitraria e institucionalizada tan incrustada en
el propio Estado. Además, las desigualdades sociales, cada vez más profundas, y
la aparición de vacíos de gobierno a la hora de mantener el orden, la paz social y el
imperio de la ley alimentan el rescoldo de la violencia y del miedo latentes en toda
América Latina.

LOS CONTENIDOS DEL LIBRO


Los capítulos aquí reunidos abordan distintos aspectos relativos a los diver-
sos problemas hasta ahora mencionados. Como ya hemos dicho, los casos concretos
de violencia y miedo en América Latina no pueden ser resumidos en una tipología de
la violencia como la que hemos apuntado anteriormente. Aunque existen razones
de peso para establecer ciclos temporales, en la práctica los distintos tipos de vio-
lencia, al igual que sus causas y consecuencias, se superponen unos a otros: aparecen
nuevas formas que coexisten con las anteriores, y las alteran. Esto quiere decir que el
espectro de la violencia en América Latina se ha complicado mucho, sobre todo en
las últimas décadas. Por esta razón, los contenidos de este libro se orientan hacia
una gran variedad de casos y características sobresalientes del problema que consti-
tuye nuestro objeto de estudio, adoptándose en la mayoría de las ocasiones una pers-
pectiva histórica que permite dilucidar las actuales dimensiones del miedo y la
violencia.
En vez de utilizar nuestra tipología de la violencia como modo de estructura-
ción de los contenidos del libro, hemos optado por un enfoque algo distinto basado
en la distinción empírica entre los diferentes escenarios actuales. En la primera
parte, el libro estudia varios ejemplos extraídos de las guerras civiles. Estas situa-
ciones son únicas en cuanto implican el enfrentamiento bélico por el control del
Estado entre dos partes perfectamente identificadas. La segunda parte analiza casos
en los que la violencia sistemática resulta menos evidente, bien sea porque oficial-
mente se la ignora o se niega su existencia, o porque las confrontaciones tienen lugar
entre unas fuerzas estatales contrainsurgentes de carácter más o menos secreto y
un oponente poco definido, a veces elusivo, tal vez incluso imaginario. La tercera
42 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

parte del libro se centra en casos en los que los regímenes de transición, actuales o
futuros, dan la impresión de encaminarse por la senda institucional. Los colabora-
dores indagan en las posibilidades y problemas que supone la eliminación del fan-
tasma del miedo y la violencia mediante la instauración de gobiernos democráticos
civiles y el consiguiente imperio de la ley.
A lo largo del libro, los distintos capítulos mostrarán diferentes modos de
enfrentarse a las cuestiones que se abordan. Algunos se basan en investigaciones
de campo o en reinterpretaciones minuciosas de las fuentes secundarias. En otros capí-
tulos se adopta un enfoque más ensayístico, derivado del exhaustivo conocimiento
que de las circunstancias y situaciones tienen sus autores. En lo que resta de este
capítulo introductorio trataremos de explicar brevemente el porqué de la selección
a la que nos acabamos de referir.
La primera parte del libro trata de las múltiples dimensiones que se aprecian en
las recientes guerras civiles de América Latina. Una de las características más rele-
vantes de este tipo de conflictos es que se aprecia un cambio gradual entre los
años setenta y noventa, durante los cuales la clásica confrontación entre los gobier-
nos conservadores y autoritarios de derechas, por un lado, y las fuerzas de las gue-
rrillas revolucionarias socialistas, por otro, desembocó en un tipo de conflicto mucho
más complejo. Los tres capítulos se centran en las dimensiones cada vez más diver-
sificadas del conflicto en el sur de México, en América Central y Perú, tanto desde el
punto de vista social como cultural y político. En lo referente a las fuerzas del Esta-
do observamos cómo en las guerras civiles de Centroamérica se ha operado un cam-
bio gradual que va desde la intransigencia autoritaria hasta posiciones de mayor
compromiso; tal es el caso de El Salvador y Guatemala. Esto ha tenido lugar como
resultado del proceso de paz y de democratización que en paralelo se ha ido abrien-
do paso poco a poco en la zona. Al mismo tiempo, la oposición armada ha dejado
un poco de lado su orientación revolucionaria para adoptar una nueva platafor-
ma basada en conceptos tales como el de democracia civil, derechos humanos, justi-
cia social y multiculturalismo. El resultado ha sido una convergencia gradual entre
las partes en litigio y la firma de tratados de paz bajo los auspicios de la comunidad
internacional.
El caso de Perú es muy distinto. Allí surgió una guerrilla muy poderosa en 198o,
precisamente cuando en el país se había instalado un gobierno de civiles; una guerri-
lla intransigente que no era partidaria del diálogo con el Estado. Como respuesta, los
gobiernos electos democráticamente de Belaúnde, García y Fujimori recurrieron a
turbias tácticas antiguerrilla, dando rienda suelta a las fuerzas contrainsurgentes. El
segundo capítulo, escrito por Dirk Kruijt, establece una comparación entre los ejem-
plos peruano y guatemalteco. En él se centra especialmente en las estrategias emplea-
das por las fuerzas de seguridad para demostrar cómo a pesar de las diferencias
constatables en la dinámica política de cada una de estas guerras civiles la autonomía
virtual de las fuerzas de seguridad permite establecer sospechosos paralelismos en
ambos casos en lo que a brutalidad y violaciones de los derechos humanos se refiere.
Otra de las similitudes entre lo acontecido en Perú y en Guatemala tiene que
ver con la importancia del factor étnico. Últimamente ha sido habitual destacar el
papel del componente étnico en los conflictos violentos de casi todo el planeta. Por
lo que respecta a América Latina, las desigualdades socioeconómicas han coinci-
dido en muchos países con la subordinación de las categorías étnicas, definidas por
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 43

lo general en términos de «color». Curiosamente, las profundas divisiones étnicas


apreciables en las distintas sociedades latinoamericanas muy pocas veces han sido
las causantes de revueltas étnicas. Durante los años sesenta y setenta las principales
vías de conflicto asumidas por las guerrillas rebeldes tenían que ver con cuestio-
nes socioeconómicas o de clase social; de ahí que las plataformas reivindicativas
adoptadas fueran las del socialismo o el anti-imperialismo. Tan sólo durante los últi-
mos diez o quince años han saltado a la palestra en las confrontaciones armadas los
componentes étnicos. En Perú y Guatemala el elemento étnico ha sido introducido,
en parte, desde fuera de las propias comunidades indígenas, que, si bien funda-
mentalmente ocupan el papel de víctimas, también se han convertido en protago-
nistas, bien porque se han visto obligadas a ello por parte del Estado bien a modo
de autodefensa. En el tercer capítulo, Carlos Iván Degregori estudia el papel de los
ejércitos que se han dado en llamar las «rondas campesinas» durante el período de
la guerra civil peruana. Hay que resaltar que Sendero Luminoso nunca llegó a aban-
donar sus rígidas doctrinas maoístas revolucionarias, entre las que se incluía un
cierto desdén hacia las poblaciones indígenas. Esto contradice las frecuentes afir-
maciones referidas al carácter indígena de la rebelión liderada por Sendero Lumino-
so; afirmaciones que muy posiblemente tuvieron su fundamento en los esfuerzos de
los rebeldes por instaurar sus propias estructuras de control y apoyo político y mili-
tar en las comunidades campesinas. En cambio, los grupos armados formados por
campesinos indígenas entraron en el conflicto como enemigos de Sendero Lumino-
so debido en buena medida a la intensificación de la violencia, justificada por la
propia guerrilla como un fin en sí misma, y también porque el movimiento guerri-
llero no supo asumir e integrar algunos aspectos de vital importancia para la cultu-
ra de las comunidades andinas.
El componente netamente étnico de la oposición armada está mucho más claro
en el caso del levantamiento del EZLN que se inició en Chiapas en enero de 1994. Si
bien en un principio se invocaron razones de opresión imperialista y capitalista, los
rebeldes esgrimieron muy pronto argumentos que resaltaban las dimensiones socia-
les y culturales de la exclusión de la población indígena de Chiapas. Además, los
zapatistas reclamaban la «democratización» del sistema político mexicano como paso
previo para la emancipación del campesinado indígena. Hasta ahora la mayor parte
de las publicaciones en torno al conflicto de Chiapas ha hecho hincapié en el contex-
to socioeconómico de la rebelión y en sus implicaciones políticas, cuestionando, al
mismo tiempo, la dimensión étnica del asunto. No en vano, esta vertiente étnica
suele verse como un argumento estratégico acuñado por una serie de revoluciona-
rios profesionales de extracción urbana, clase media y formación intelectual que se
comunican por fax o por internet con sus numerosos simpatizantes en la comunidad
internacional. En el cuarto capítulo, Arij Ouweneel parte de posiciones muy distin-
tas para explorar las relaciones existentes entre la plataforma reivindicativa y el dis-
curso del EZLN, de un lado, y el legado del simbolismo y la cosmología maya, de
otro. Este autor sostiene que la cosmología y el simbolismo han sido decisivos en la
toma de posturas por parte del EZLN, que con estos elementos ha adaptado y asu-
mido otras doctrinas revolucionarias más convencionales, tales como el marxismo o
la teología de la liberación. La violencia actual en Chiapas, desde esta perspectiva,
no es más que una manifestación del vaivén cíclico entre el bien y el mal, el orden y el
caos, la destrucción y la reconstrucción, que ya contemplaba la clásica cosmovisión
44 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

de los mayas. Ouweneel concluye que esta fusión de doctrinas forma parte del pro-
ceso de construcción de una nueva identidad emancipadora para la cultura maya, tan-
to en Chiapas como en Guatemala.
La segunda parte del libro consta de tres capítulos que abordan situaciones
de conflictos y violencia muy específicas de cada nación. El denominador común de
estos escenarios es la ausencia de una guerra civil abierta y declarada en la que el
bando armado opositor tenga posibilidades reales de derrocar al régimen en el poder.
Más bien, el uso de la violencia, ya sea para denunciar los conflictos políticos y socia-
les existentes ya para mantener el orden establecido, es —o ha sido— mucho menos
evidente y está más disimulado en países como Argentina, Colombia y México, en
los que el poder del régimen nunca se ha visto seriamente amenazado a pesar del con-
siderable grado de violencia imperante. Sin embargo, estas tres naciones permiten
postular la existencia de una posible continuidad entre la violencia, el terror y la
presencia de una guerra no declarada. El impacto de esta violencia se ha infravalo-
rado o encubierto sistemáticamente, como en México, cuando no se ha disfrazado de
mero problema coyuntural de «seguridad interna», como en el caso de la guerra
sucia en Argentina. En Colombia, los enfrentamientos entre el Estado y los movi-
mientos revolucionarios se acercan más a lo que podría calificarse de guerra civil
declarada, aunque el Estado colombiano y sus dirigentes nunca han retirado su adhe-
sión oficial a los fundamentos democráticos ni a la «normalidad» institucionalizada.
Por tanto, los conflictos violentos permanecen de algún modo relegados al lado
oscuro de la vida nacional.
En México el PRI siempre ha alardeado de la naturaleza pacífica, regulada y
civil de un gobierno legitimado por el legado revolucionario y por las estructuras
que han permitido la incorporación popular. No obstante, como demuestra Alan
Knight en el quinto capítulo, este modelo de partido único que ejerce el poder de
un modo corporativista está basado en formas de violencia por lo general poco evi-
dentes, y manifiestas por el contrario en los estallidos rebeldes, sobre todo después
de la consolidación oficial del movimiento revolucionario bajo el mandato de Calles
y Cárdenas en los años treinta. Knight resalta las complejas interrelaciones entre
los diversos tipos de violencia mencionados anteriormente. Los «caciques», deten-
tores del poder local, han seguido recurriendo a la coacción para mantener sus posi-
ciones, aun cuando hayan acatado los procesos de pacificación sellados en el nivel
federal. El Estado central, por su parte, consiguió arreglárselas para mantener una
apariencia de pacífica normalidad (al menos hasta los años ochenta), si bien al mismo
tiempo establecía un discreto aparato represivo. A la postre, determinadas instan-
cias locales y regionales decidieron recurrir a la acción armada en los intersticios de
la pax priísta.
Al contrario que México, Argentina ha experimentado una continua inestabili-
dad política desde los años treinta. El origen de esta situación se remonta a la cada vez
más profunda fractura que se dio entre los sectores sociales más comprometidos
políticamente. En realidad, Argentina ofrece un panorama sorprendente, pues en
ella se combinan desde finales del siglo xix el legado económico, social y cultural de
corte europeo —que incluye, al menos en apariencia, una sociedad civil regulada— con
la herencia de una polarización social y política especialmente agudizada tras la
Segunda Guerra Mundial. Este proceso desembocó en un periodo de represión esta-
tal denominado «guerra sucia» (1976-82), cuya brutalidad y número de víctimas
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 45

probablemente tan sólo han sido superados por la barbarie de las guerras civiles de
El Salvador y Guatemala. En el sexto capítulo, Antonius Robben analiza hasta
qué punto la guerra sucia ha contribuido a la formación de un clima generalizado de
ansiedad y miedo en el país. Su estudio demuestra que los límites aparentes del con-
flicto se fueron rebasando a medida que la brutalidad y la contumacia de los que se
enfrentaban en el conflicto iban eliminando los espacios de neutralidad en la esfera
social y cultural. La obcecación de los contendientes amenazó con engullir todo ves-
tigio de neutralidad ciudadana en medio de un torbellino de temores y espantos,
todo lo cual dificultó sobremanera la restauración de la democracia y del imperio de
la ley en Argentina.
El caso de Colombia nos presenta un ejemplo en el que la violencia continua y
rutinaria ha calado en todos los niveles de la vida política y social. Desde el mismo
momento de su independencia, Colombia ha estado permanentemente sacudida por
periodos recurrentes de desórdenes y violencia. El país ha estado siempre al borde de
la anarquía y la guerra civil, si exceptuamos un interludio de relativa estabilidad pos-
terior a la Guerra de los Mil Días (1899-1902), tras el cual la violencia renació con
fuerza como resultado de las tensiones entre liberales y conservadores durante
los arios cuarenta. Los liberales adoptaron posturas reformistas y populistas, mien-
tras que los conservadores defendían los intereses de las elites en el poder. La guerra
civil consiguiente, conocida como La Violencia, enfrentó a los partidarios de una y
otra causa, pero además se caracterizó por el establecimiento de feudos familiares, el
antagonismo entre las distintas comunidades y el bandidaje 43. Una vez se decretó
el fin de las hostilidades en 195 8, el estandarte de la resistencia violenta ante los
gobiernos del Frente Nacional fue enarbolado por diferentes movimientos guerri-
lleros de tendencia marxista-castrista-maoísta 44. Pero a partir de los setenta, y espe-
cialmente después de los ochenta, la violencia en Colombia fue adquiriendo una
morfología cada vez más compleja. En el séptimo capítulo, Daniel Pécaut demues-
tra con exactitud cómo la violencia se ha generalizado y, al mismo tiempo, se ha
diversificado de tal modo que cada vez resulta más difícil establecer unas pautas que
expliquen el conflicto colombiano. Pécaut llama a este fenómeno «la banalidad de la
violencia», y en él incluye a la guerrilla, a los carteles de la droga, a las bandas urba-
nas de delincuentes, a los escuadrones de la muerte, a las fuerzas paramilitares que
defienden a los hacendados y a las fuerzas de seguridad del Estado. La violencia ha
escogido sus víctimas entre opositores políticos, señores de la droga, fiscales y
jueces, líderes sindicales, campesinos e indígenas, periodistas e incluso viandan-
tes anónimos que caen víctimas de los atentados con coche bomba que preparan los
narcotraficantes cuando inician sus campañas para disuadir al gobierno de todo pro-
pósito de extraditar a los capos de la droga que se encuentran detenidos. El gobier-
no colombiano ha perdido en este proceso una buena parte del control sobre su
propio territorio, así como el monopolio del uso legítimo de la violencia. En conse-
cuencia, la nación contempla impotente el desgaste de las instituciones públicas, la
mordaza de la opinión pública y la rutina del terror de cada día.

43 Véase Guzmán Campos, Fals Borda y Umaña Luna, Violencia en Colombia.


44 Los más importantes que aún están operativos son las Fuerzas Armadas Revolucionarias de
Colombia (FARC), el Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y el Ejército de Liberación Nacional
(ELN).
46 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

La tercera parte de este volumen se ocupa de las perspectivas y problemas de las


transiciones democráticas supuestamente pacíficas. El éxito que han tenido una serie
de países a la hora de consolidar la democracia en su dimensión política e institucio-
nal después de haber salido de situaciones de autoritarismo (militar) nos indica que
la inestabilidad y la violencia no son, ni mucho menos, los únicos factores que con-
figuran la realidad de América Latina. Ciertos países, a los que nos hemos referido
anteriormente, que han atravesado por dictaduras civiles o militares en las que se ha
recurrido al terror y a la violencia que encajan en el segundo tipo de nuestra clasifi-
cación no sólo han reinstaurado el estado de derecho, sino que a lo largo de las dos
últimas décadas también han ido reformando las instituciones políticas y a la vez
han conseguido dar cauce al pluralismo, las elecciones y cambios pacíficos de gobier-
no. Una modesta cuota de estabilidad política ha sido el resultado inmediato. Brasil,
los países del cono Sur (Argentina, Chile y Uruguay), Bolivia y Ecuador pertenecen
a ese grupo de naciones que parecen haber llevado a cabo con cierto éxito una tran-
sición pacífica a la democracia. La tercera parte del libro aborda las perspectivas de
cambio pacífico desde tina situación de dictadura y represión en dos de los países cita-
dos (Chile y Brasil), y también estudia los casos de México y Cuba. En todos ellos la
transición es, o ha sido, imparable.
Las publicaciones cada vez más abundantes en torno a las transiciones y a la
consolidación democráticas se han centrado por lo general en los mecanismos que
socavan los regímenes autoritarios a la vez que promueven alternativas viables
democráticas basadas en un amplio consenso político y social 45 . En este sentido, se
han identificado diferentes trayectorias y estadios en estos procesos de transición, así
como distintas posibilidades y combinaciones que afectan al ámbito de la liberali-
zación y la democratización 4° Una vez llevada a cabo la restauración de la demo-
.

cracia, los análisis comenzaron a orientarse hacia las condiciones que determinan a
largo plazo la consolidación democrática (el problema de la pobreza y la exclusión
social, la incorporación de las elites conservadoras al proyecto democrático, el papel
del ejército, etc.) sin olvidar el mayor grado de implicación de la ciudadanía en los
movimientos populares 47 También se ha prestado atención a otros obstáculos rela-
.

tivos a la estructura de los partidos, las instituciones y la cultura política 48. En este
sentido, creemos que no es preciso entrar en detalles sobre el ingente número de tra-
bajos realizados en torno a todos estos temas. Con todo, en nuestra opinión apenas
se ha prestado atención a la cuestión de la violencia, la incertidumbre y el miedo, del
pasado o actual, en los trabajos teóricos y en los estudios concretos que se han
ocupado del proceso de democratización.
La tercera parte del libro intenta cubrir esta laguna. Los cuatro capítulos estu-
dian los casos de Chile y Brasil, dos de los países convencionalmente considerados
como ejemplos de democratización. Así mismo, proponen interpretaciones de

45 Véase en particular el documentado trabajo de O'Donnell, Schmitter y Whitehead, Transiciones:


América Latina; O'Donnell, Schmitter y Whitehead, Transiciones: Perspectivas comparadas; y O'Donnell y
Schmitter, Transiciones: Conclusiones tentativas; véase también Higley y Guenther, Elites and Democratic
Consolida tion.
46 Véase López y Stohl, «Liberalization»; y Baloyra, «Democratic Transitions».
47 Véase Diamond, Linz y Lipset, Democrag: Latin America; y también Domínguez y Lowenthal,
Constructing Democratie Governance (3 vols.).
48 Véase Alcántara y Crespo, Límites.
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 47

los casos de México y Cuba como posibles «transiciones futuras». Chile y Brasil han
pasado por un tipo de transición muy nítida que los ha llevado desde la dictadura
militar a gobiernos civiles y democráticos. México y Cuba hasta ahora han tenido en
común un ordenamiento político relativamente estable sustentado en un proyecto
de revolución nacional y en su consiguiente discurso, así como el gobierno de un
partido único. Aunque en ambos países el régimen existente ya estaba marcado por
la represión, la transición que parece avecinarse como colofón al actual proceso
de erosión política y desintegración del relativo consenso social puede exacerbar,
al menos a corto y medio plazo, tanto el clima de inestabilidad y violencia como los
miedos y ansiedades que tal situación comporta.
El caso chileno, estudiado por Patricio Silva en el capítulo octavo, indica que el
país parece haber recobrado aquella estabilidad democrática que había sido ejemplo
y punto de referencia en toda América Latina hasta 1973. Las fuerzas políticas fueron
surgiendo desde la autocracia del régimen militar mantenido por Pinochet entre los
años 1973 y 1990 para reconstruir un consenso civil y democrático aparentemente
ejemplar. Sin embargo, Silva sostiene que el camino hacia ese consenso ha pasado
por momentos de angustia y miedo que han resultado ser muy importantes en el des-
enlace final. Pero el ansiado consenso ha tenido que superar el legado de miedo y
de las violaciones de los derechos humanos que había dejado tras de sí el régimen
militar. En Chile (al menos hasta finales de los arios noventa) las circunstancias se
habían ido complicando debido al mantenimiento por parte del general Pinochet
de especiales prerrogativas para los militares. Los gobiernos democráticos esta-
blecidos a partir de 1990 han tenido muy en cuenta este factor, especialmente en
asuntos tan delicados como las conculcaciones de los derechos humanos perpetradas
durante la dictadura.
En Brasil el legado que han dejado la represión y las violaciones de estos dere-
chos no ha desempeñado un papel tan importante en el proceso de consolidación
democrática. Tal y como demuestra Kees Koonings en el capítulo noveno, los
gobiernos militares brasileños (1964-85) se asentaron básicamente sobre una com-
pleja reestructuración de las instituciones políticas sometidas a un férreo control
militar. Si bien esta militarización de la política y el Estado a partir de 1964 se basó,
en buena medida, en la lógica de la guerra interna, la magnitud de los conflictos y el
número de víctimas está muy por debajo de los registrados en Argentina o Chile.
Como resultado, los militares brasileños acometieron una serie de medidas aper-
turistas, controladas y limitadas, en un estadio relativamente temprano; esto trajo
consigo un prolongado período de transición durante el cual destacaron la reconfi-
guración de las fuerzas políticas y la introducción del pluralismo político civil como
sustituto de las medidas represivas. Desde 198 5 hasta ahora los distintos gobiernos
han ido supervisando el imparable proceso de re-democratización de la vida políti-
ca, a pesar de las debilidades e incertidumbres que lo han caracterizado. La parado-
ja de Brasil reside en el hecho de que, a pesar de haber tenido una transición
democrática relativamente afortunada, no se ha disipado del todo el clima de terror
y de violencia. Por el contrario, en opinión de numerosos observadores, el fenóme-
no incluso se ha intensificado tras la reinstauración del estado de derecho. A la vio-
lencia ya existente, generada por elementos próximos al Estado que ponen en
entredicho las intenciones del gobierno, se han sumado el crimen organizado, cier-
tos enfrentamientos políticos de menor importancia, desórdenes generalizados y la
48 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS

brutal represión de los movimientos sociales. Brasil parece ser el más claro ejemplo
de que la violencia del tercer tipo, es decir, la violencia post-autoritaria, está en auge.
Los esfuerzos por ampliar el consenso democrático y extender el imperio de la ley, así
como la verdadera participación social y política implícita en el concepto de ciuda-
danía, están lastrados por la rémora de una violencia y un miedo incontrolados.
México acaba de descubrir el concepto de ciudadanía participativa en medio de
una situación de incertidumbre cara al futuro de un sistema político dominado por el
Partido Revolucionario Institucional (PRI)". Will Pansters argumenta en el décimo
capítulo que México se enfrenta a múltiples y complejos dilemas para poder reformar
sus estructuras políticas civiles (autoritarias a pesar de todo) y así verse libre de unas
pautas muy arraigadas de exclusión social y violencia cotidiana. Tanto los inte-
lectuales como los políticos que se oponen al PRI se esfuerzan por introducir con-
ceptos de nuevo cuño, como el de ciudadanía, que reemplacen las rancias nociones de
patria y revolución, que siguen dominando en la escena política mexicana. Pocos
dudan de la inminencia de una transición política que ya se vislumbra próxima,
pero también son pocos los que darían por sentado que el cúmulo de intereses que
sustenta al PRI dejará el paso libre a un auténtico pluralismo de partidos y permitirá
los cambios electorales necesarios para el control efectivo del gobierno. El escenario
mexicano, como señala Pansters, se caracteriza por los avances de la oposición y el
atrincheramiento del PRI. Una de las consecuencias más evidentes es que esa diná-
mica puede poner en peligro la paz política que, al menos en el ámbito federal e
institucional, viene reinando desde algún tiempo. Panters lleva un paso más adelan-
te los argumentos que postula Knight en el quinto capítulo al mostrar que la vio-
lencia política se ha generalizado, sobre todo a partir de 1988. México podría
enfrentarse a un proceso de desestabilización progresiva si la actual situación de
«transición estancada» se prolonga por mucho tiempo.
El caso de Cuba es muy especial, porque el régimen comunista ha resistido todos
los intentos que han tratado de acelerar el cambio desde principios de los noven-
ta. Como sostiene Gert Oostindie en el undécimo capítulo, el caso cubano com-
bina la continuidad del partido único y sus lealtades revolucionarias entre un sector
de la población con la desintegración económica y la insatisfacción cada vez más
acusada, especialmente entre las jóvenes generaciones. El régimen se muestra intran-
sigente ante estos avances, a pesar incluso de las crecientes presiones externas.
Oostindie estudia el trasfondo de la caída del modelo revolucionario cubano, es
decir, la desintegración del sistema soviético, por un lado, y la crisis económica
que atenaza a Cuba, por otro. Además del descontento generalizado, el régimen
debe hacer frente a otros complicados dilemas. El aumento de la represión no logrará
contrarrestar la imparable caída del sistema; pero, por otra parte, el desarrollo de vías
de apertura con toda probabilidad precipitaría el desplome del régimen. En este
prolongado limbo político los cubanos tienen que hacer frente a una situación eco-
nómica cada vez más dura y, además, al reto de la desintegración social, moral y cul-
tural. Por todo ello, lo que parece imponerse en la realidad cubana de cada día es el
miedo a un futuro incierto, pero también el miedo a perder el legado revolucionario.

49 Esta situación de tradicional dominio del PRI ha dado un vuelco tras las últimas elecciones en
las que el partido dominante ha sido desbancado del poder por vez primera, acontecimiento que ha teni-
do lugar con posterioridad a la preparación de este volumen (N. de los T.).
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 49

En el capítulo duodécimo y último del libro, el Epílogo, Edelberto Torres-


Rivas ofrece un análisis de la trascendencia a largo plazo de la violencia y el miedo
en la sociedad y la política latinoamericanas. Este autor aconseja prudencia antes de
asumir que la democratización de América Latina es ya un hecho y que, por tanto, la
violencia es cosa del pasado. La presencia del miedo como ingrediente social y cul-
tural es uno de los efectos de la violencia correlativa al ejercicio del poder. La «tri-
vialización del horror», como Torres-Rivas la denomina, va más allá de la caída
oficial del autoritarismo. Como se ha señalado a lo largo del libro, la «trivializa-
ción del horror» se ha extendido a otros ámbitos de la vida social, en las cuales el
legado de terror del pasado se entremezcla con sensaciones nuevas de angustia e
inseguridad. Esto constituye un grave obstáculo cara a una verdadera consolidación
de la democracia y al establecimiento de una política que se desmarque de la vio-
lencia. Para poder acercarse a este ideal, los latinoamericanos (y no sólo ellos) debe-
rán dar prioridad a la protección de los derechos humanos y al castigo de quienes los
han violado tanto en el pasado como en el presente, de tal modo que pueda prevale-
cer un verdadero sentido de ciudadanía política.
PRIMERA PARTE

LAS DIMENSIONES SOCIALES, POLÍTICAS Y


ÉTNICAS DE LA GUERRA CIVIL
II

EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS


CAMPAÑAS CONTRARREVOLUCIONARIAS EN
GUATEMALA Y PERÚ*
Dirk Kruijt

i L PROPÓSITO DE ESTE CAPITULO es presentar un estudio comparativo sobre los


factores políticos y militares que se dieron cita en las guerras civiles de Gua-
FI temala y Perú, dos de los conflictos más sangrientos y devastadores de Amé-
rica Latina en el último medio siglo. El marco de análisis lo compone la narración
cronológica de las operaciones político-militares de guerrilla y de las estrategias y
tácticas contrarrevolucionarias en estos dos países. El escenario de las «guerras revo-
lucionarias» y las «guerras del pueblo» se sitúa, en Guatemala, en las remotas zonas
rurales e indígenas del Quiché y el Petén, y, en Perú, en los departamentos de Aya-
cucho y Junín. Estos conflictos se pueden interpretar como guerras civiles étnicas.
Se originaron en nombre de la clase indígena, que acabó incorporándose a las colum-
nas guerrilleras, las organizaciones paramilitares de «defensa» y el ejército regular. Y
sin embargo, el resultado final de estas guerras ha sido la aniquilación de la misma
población india. En ambos países, las tensiones locales y regionales hundían sus raí-
ces en una ideología clasista y de lucha de clases de lo más ortodoxo. Posteriormente,
estos conflictos se extendieron al ámbito nacional hasta convertirse en guerras
civiles de baja intensidad con una fuerte dimensión étnica.
El análisis de Guatemala y Perú parte del contexto histórico surgido tras las
revoluciones militares de Arbenz y Velasco, los años de gobierno militar nacionalista
de izquierda'. Durante ese tiempo, el gobierno trató de llevar a cabo un programa de
reforma agraria amén de otros de carácter social y económico; acabar con la base polí-
tica y económica de la oligarquía en el poder; integrar a la población indígena en el
estado-nación; y modernizar la economía, la sociedad y el orden político para crear

* Desearía expresar mi agradecimiento a Mario Fumerton, Henri Gooren y Simone Remeynse, que
revisaron los detalles de los escenarios bélicos de Perú y Guatemala.
Véase Gleijeses, Shattered Hope, sobre la revolución guatemalteca; y Kruijt, Revolution by Decree,
sobre la peruana.
54 DIRK KRUI JT

un estado fuerte y un sector de desarrollo público eficiente y con presencia en las


zonas más remotas del territorio nacional. En Guatemala el movimiento guerrillero
surgió durante el periodo posterior de restauración, en el que se estancó o se redu-
jo la iniciativa del gobierno con respecto a reformas como la agraria y en el que
se derrumbaron las esperanzas de toda una generación de campesinos indios y de las
clases urbanas trabajadoras. En Perú, las guerrillas de Sendero Luminoso se mani-
festaron en el preciso momento del restablecimiento del régimen civil. En los dos
países, el poder militar tardó bastante tiempo en formular una estrategia contrarre-
volucionaria «eficaz» y sólo comenzó a llevar la iniciativa estratégica después de
incorporar a las organizaciones paramilitares «voluntarias» de defensa campesinas
(las «patrullas de autodefensa civil», en Guatemala, y las «rondas campesinas», en
Perú). Finalmente, sin embargo, las campañas antiguerrilleras, en especial en Gua-
temala, consiguieron aniquilar brutal y despiadadamente el movimiento guerrillero
pero tambie'n a sus supuestos aliados indios.
Durante la mayor parte del periodo de guerrilla y contraguerrilla, los dos países
sufrieron el estigma del aislamiento político internacional. Tanto en Guatemala
como en Perú, estas campañas se llevaron a cabo en la sordidez más remota y mísera:
en las regiones más impenetrables y recogidas del país, sin ningún tipo de interven-
ción o apoyo externo destacable, con armamento casero y sin tecnología sofisticada.

PERÚ: LA GUERRA CIVIL, SENDERO LUMINOSO Y


LAS FUERZAS ARMADAS a

La población indígena del Perú se caracteriza normalmente por ser extrema-


damente tranquila y pacífica. Hubo, no obstante, algunos periodos destacados de
alzamiento y resistencia relacionados con este grupo étnico 3. Durante el siglo xvi,
tras la conquista española y las posteriores guerras civiles, se sucedieron, una tras
otra y de manera prolongada, distintas campañas guerrilleras indígenas. El movi-
miento de sublevación de Tupac Amaru II, por ejemplo, al final del siglo xvili, tuvo
repercusiones en la mayoría de los países latinoamericanos. El último de los muchos

Para facilitar nuestro análisis, en este capítulo sólo trataremos el caso de Sendero Luminoso. Si
bien es cierto que en i984 surgió otro movimiento guerrillero, el Movimiento Revolucionario Tupac
Amaru (MRTA), su importancia no es comparable a la de Sendero Luminoso. Si en las guerras de gue-
rrillas se pudiera hablar de oficialidad, el MRTA formaría parte del «sector formal», con sus uniformes,
mando de tipo militar y comportamiento «normal» (entre lo que cabría incluir las apariciones públicas y
la romántica gallardía de sus líderes). Al ser el más pequeño, el menos fuerte, el más predecible y «civi-
lizado» de los dos movimientos guerrilleros, Tupac Amaru causaba un impacto menor con sus actua-
ciones, según la mayoría de los analistas, en comparación con el enorme misterio que producía Sendero
Luminoso. Véase, para más detalles, Kruijt, «Perú». Y entonces, cuando se declaró oficialmente des-
aparecido y disuelto, con sus líderes encarcelados, el MRTA resurgió con su espectacular toma de la
Embajada japonesa en Lima, donde retuvieron un número importante de rehenes de la primera línea
política, empresarial y diplomática. Después del asalto también espectacular de la embajada por parte de
los cuerpos de elite peruanos, se volvió a declarar «prácticamente inexistente». ¿Un fénix que remonta el
vuelo tras renacer?
3 Véase Fisher, Last Inca Revolt; O'Phelan Godoy, Rebellions and Revolts; Golte, Repartos, rebe-
liones; Klaiber y Jeffrey, Religion and Revolution; Lockhart, Spanisb Peru; Martínez Peláez, Patria; y Stern,
Resistance.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 55

movimientos rurales de protesta de los siglos xix y xx (previo a la Primera Guerra


Mundial) fue la rebelión de Rumi Maqui, dirigida en 1914 por un antiguo mayor del
ejército y que se extendió por más de ocho departamentos del sur de Perú antes de
su brutal aplastamiento por las tropas capitalinas.
En los años sesenta del siglo xx, tres movimientos guerrilleros inspirados en el
Che Guevara y liderados (aunque sin mucha coordinación) por intelectuales limeños
trataron de llevar a cabo una revolución del pueblo y el campesinado en el altiplano
indio 4 El ejército peruano, que había infiltrado muchos agentes de los servicios de
.

inteligencia s , barrió a estos tres incipientes ejércitos guerrilleros de la zona norte, sur
y central de los Andes en unas campañas sorprendentemente cortas y sin mucho
derramamiento de sangre. Pero las operaciones antiguerrilleras dejaron huella en los
oficiales del ejército, que tuvieron que luchar contra adversarios a los que, en reali-
dad, no veían como enemigos. Existía la creencia de que la aparición de los movi-
mientos guerrilleros hundía sus raíces en el subdesarrollo de la economía y la
sociedad peruanas; que había fracasado el sistema político; y que sólo habría que
esperar un tiempo para que se extendiera por todo el país una nueva ola de guerri-
llas y levantamientos 6 . El programa de reformas del «Gobierno Revolucionario
de las Fuerzas Armadas» de Velasco, fue proyectado por un grupo de oficiales que
intervino activamente en las campañas antirrevolucionarias. De hecho, este plan,
puesto en práctica durante el periodo de gobierno de Velasco (1968-75), fue conce-
bido como una estrategia coherente de desarrollo nacional y freno a la pobreza para
evitar un nuevo alzamiento guerrillero a corto y medio plazo. Entre 1975 y 198o, un
segundo gobierno militar llevó a cabo lo que se consideró la «segunda fase» de la
revolución. Durante esos años, la mayor parte del paquete reformista quedó conge-
lado o se reestructuró para adquirir «proporciones realistas». Hay que decir, sin
embargo, que durante el benévolo gobierno de Velasco y el periodo militar poste-
rior, más dictatorial y derechista, el sector público fue omnipresente en el país.
De hecho, la última reforma militar llegó a contemplar la creación de ministe-
rios de Desarrollo Regional en las capitales provinciales que controlaran los pro-
yectos locales para las áreas menos desarrolladas.
Con la vista puesta en los sucesos posteriores, este capítulo se centra fundamen-
talmente en los puntos fuertes del programa de reforma militar: la construcción

4 Para un análisis de los movimientos guerrilleros en América Latina, véase Wickham-Crowley,


«Terror and Guerrilla Warfare»; Wickham-Crowley, Cuerillas and Revolution; y Masterson, Militarism and

5 El general Jorge Fernández Maldonado, co-fundador del sistema de inteligencia militar, co-
autor del programa de reforma de Velasco, Plan Inca, y encargado de la mayor parte de las campañas con-
trarrevolucionarias durante los años sesenta, recordaba: «El ímpetu guerrillero duró poco; tenían
infiltrados nuestros por todas partes. Además, los tres frentes operaban sin ninguna coordinación. Uno
de los tenientes de Hugo Blanco trabajaba para Inteligencia. También teníamos gente en el grupo de De
la Puente. No era dificil técnicamente eliminar la guerrilla. De tan idealistas eran casi suicidas. No eran más
que un puñado de idealistas que se metieron en los Andes sin conocerlos, sin haber operado allí antes, y
nunca se hicieron al lugar. Venían de Lima y querían confraternizar con los campesinos sin conocerlos. La
guerrilla no atraía. Hoy todo es diferente con Sendero; tiene su base allí, conoce la zona y surgió al menos
en parte del campesinado. En aquellos tiempos era fácil, cada grupo tenía infiltrados nuestros». Citado en
Kruijt, ROVOlidi011 by Decree, pág. 5 5 (la entrevista se realizó en junio de 1986).
6 Payne proporciona algunas de las claves del pensamiento reformista militar peruano en su inte-
resante estudio, Peruvian Coup d'Esas.
56 DIRK KRUI JT

nacional por medio de programas de desarrollo y la contención de las guerrillas a tra-


vés del buen gobierno. Al sanear y «peruanizar» la economía mediante expropiacio-
nes y nacionalizaciones, los militares de Velasco pudieron dirigir el país de forma
autoritaria y paternalista con una fuerte intervención del gobierno, el instrumento
necesario para su «revolución desde arriba». A través del sector público se dirigía el
«desarrollo» y la «participación del pueblo». Por medio de esta estructura, los mili-
tares trasladaron la seguridad a la capital, el resto de ciudades y las provincias; pro-
porcionaron agua y alcantarillado a los poblados chabolistas urbanos; llevaron jueces
de paz a las comunidades indígenas; lanzaron las campañas nacionales de alfabetiza-
ción; pagaron el salario de las enfermeras de los pueblos del altiplano; y supervisaron
la labor de los trabajadores sociales en las comunidades de la selva. Además, utiliza-
ron el sector público para mantener la ley y el orden en todo el país y para todos. Tra-
taron a los sindicatos con simpatía, a los pobres con compasión y a los indios con
reverencia, y se reconoció el quechua como la segunda lengua oficial del país.
Desde las altas instancias gubernamentales se dio prioridad absoluta a «reasociar
a los ya organizados y organizar a los marginados» 7. Los delegados del gobierno
colaboraron en la creación de organizaciones colectivas para el campesinado indí-
gena, ejercieron una fuerte influencia en la formación de la Confederación Nacional
Agraria (CNA), que en 1977 había unificado ya i6o ligas de campesinos con 4. 5oo
sindicatos locales y contaba con un total de 675.000 miembros. Los altos funciona-
rios del gobierno también contribuyeron a crear comunidades de trabajadores de la
industria y el comercio, y en los sectores de la minería y la pesca organizaron federa-
ciones gremiales, además de unificar localmente los movimientos de pobladores de
las villas chabolistas urbanas y metropolitanas. Los arios de gobierno militar proba-
blemente constituyeran la única década del siglo xx en la que el sector público estu-
vo presente en las zonas más remotas de Perú, los pueblos más olvidados del país.
Durante los arios siguientes, sin embargo, la infraestructura para el desarrollo
local y regional en Perú se redujo sensiblemente como consecuencia de dos factores
complementarios: para empezar, la indiferencia y falta de interés que mostraron los
nuevos gobiernos civiles (Belaúnde, primero, y García, después) hacia las cues-
tiones del desarrollo y la pobreza externas a la capital 8; y, en segundo lugar, la
estrategia de destrucción de los movimientos guerrilleros surgidos en los arios
ochenta. De éstos, Sendero Luminoso ha sido el más importante y devastador. Des-
de sus primeras apariciones públicas, dirigió su energía destructora contra los repre-
sentantes locales del estado, la policía, las universidades y, en general, las autoridades
(siempre locales) del sector público y de fomento del desarrollo.
Sendero Luminoso surgió en el departamento de Ayacucho, una región del alti-
plano andino estigmatizada por las heridas de la pobreza, el analfabetismo, la explo-
tación y el subdesarrollo 9, donde nunca llegó la reforma agraria del gobierno de

7 Según la certera descripción que hizo Stepan del proceso que tuvo lugar en esos años. Véase Ste-
pan, The .S.tate and Socie0,, págs. 58, 19o.
8 Más información en Kruijt, «Perú». Es interesante comprobar cómo los comandantes del ejército
entre i981 y x990 (con la casi totalidad de los cuales mantuve largas entrevistas) acusan de forma explíci-
ta a Belaúnde, y con algo menos de dureza a García, por su despreocupación acerca de las cuestiones de
emancipación étnica e indígena, desarrollo local y regional, las Fuerzas Armadas e incluso los aspectos
políticos de las campañas guerrilleras y la guerra civil.
9 Para un análisis general, véanse Degregori, Ayacucho; Goritti, Sendero Luminoso; Herthoghe y
Labrousse, Sentier Lumineux; Palmer, Sinning Path; Tarazona-Sevillano y Reuter, Sendero Luminoso; Tello,
E JERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 57

Velasco. La ciudad de Ayacucho, durante siglos capital de una región mísera de


haciendas medianas y comunidades indígenas olvidadas, consiguió una universidad
regional en los arios cincuenta. Muy pronto, sus licenciados empezarían a competir
con los estudiantes de veinte universidades provinciales más. La mayor parte de
los estudiantes de este segundo grupo entraba fácilmente en contacto directo con las
estructuras institucionales de generación laboral y socioeconómica, mientras que
los estudiantes indígenas regresaban, por lo general, a sus pueblos de origen. A
comienzos de los años sesenta, un filósofo provinciano, Abimael Guzmán, empezó
a enseñar en la universidad de Ayacucho, en su escuela de magisterio. Guzmán se
convirtió en el líder indiscutible de una escisión del Partido Comunista del Perú, el
Sendero Luminoso I°. Al contrario del ala pro-moscovita de la izquierda peruana,
que, aliada con el gobierno de Velasco y otros líderes neomarxistas del partido, par-
ticipó con éxito en las elecciones de los arios ochenta, la dirección de Sendero Lumi-
noso eligió el anonimato de una ágil estructura de células, los embriones que habrían
de incubar con vistas a una «guerra del pueblo» definitiva. Guzmán supo aguardar
pacientemente para fortalecer su organización y establecer profundas raíces entre el
campesinado. Finalmente, estuvo acertado al elegir el momento de su primera apa-
rición armada. Tuvo lugar en el poblado provincial de Chuschi, en Ayacucho, el 17
de mayo de 198o, durante las elecciones nacionales para elegir al primer presidente
civil, cuando el poder m ilitar estaba debilitado y el futuro gobierno civil de Lima
se vería sin capacidad de respuesta ".
Sendero Luminoso creció despacio pero sin pausa durante el periodo relativa-
mente próspero de los gobiernos militares. Guzmán se tomó su tiempo, dejando
que madurara el movimiento semiclandestino en el espacio de quince años antes de
lanzarlo a la lucha armada. La importancia que se dio a la estructura celular, la pure-
za ideológica, el lento proselitismo, la lealtad y dedicación absoluta, y la estricta
moralidad —una disciplina de hierro impuesta a los estudiantes universitarios por su
líder carismático y cuasirreligioso, Guzmán— procuró al movimiento un entorno
protector y contribuyó fundamentalmente a su impenetrabilidad durante los años
que siguieron. Sendero Luminoso había logrado finalmente hacerse con una fuerte
base popular. Así, comenzó la «guerra del pueblo» en su propia región.
Dos hechos, mencionados anteriormente, fomentaron el crecimiento sostenido
del movimiento guerrillero en el breve periodo comprendido entre i98o y 1982. En
primer lugar, el nuevo gobierno civil de Belaúnde no confiaba en el ejército perua-
no y prefirió mantenerlo al margen: las Fuerzas Armadas habían estado bajo el
mando de los generales velasquistas, y la inteligencia militar se consideraba un

Sobre el volcán; Tello, Perú. Dos excelentes ensayos sobre Sendero Luminoso son Degregori, Que' difícil es
ser Dios; y Flores Galindo, Buscando un lema, págs. 187-3 zo. Véase también el capítulo 3 de este libro, de
Degregori.
to Oficialmente denominado el «Partido Comunista del Perú, por el Sendero Luminoso de José
Carlos Mariátegui», en honor al teórico marxista más original e influyente de Perú. Letts ha descrito los
procesos de escisión de los grupos izquierdistas del país en Izquierda peruana.
11 El alto mando militar de Lima, ante la quema de las urnas electorales de Chuschi, procedió a con-
sultar al palacio presidencial y obtuvo un «no se preocupe» como respuesta. El comandante, sin embargo,
envió tropas helitransportadas para reinstaurar el orden y permitir que la población volviera a votar
(entrevista con un comandante general, anónimo a petición suya, en Kruijt, «Perú», pág. Tos).
DIRK KRUIJT
58

legado del equipo de gobierno de Velasco. Además, Belaúnde restó importancia a los
ataques armados y la revuelta campesina en los núcleos fuertes indígenas, llegando a
describir el movimiento en las sesiones ministeriales como de «pobres abigeos [cua-
trero*. En vez del ejército, se movilizó al cuerpo de policía, que carecía de la pre-
paración adecuada para la guerra de guerrillas, con lo que el frívolo presidente
transformó a la policía metropolitana, de hecho, en la principal proveedora de armas
de Sendero Luminoso. En segundo lugar, la estrategia de estos movimientos de des-
truir ciegamente la infraestructura del sector público, y expulsar, uno tras otro,
magistrados locales, maestros, oficiales de policía rurales y personal médico del cuer-
po público les concedió un verdadero monopolio de poder, violencia y legalidad en
la región de Ayacucho y los departamentos circundantes.
Otros dos hechos ayudan a explicar la consolidación de Sendero Luminoso entre
1982 y 1988/9, cuando el movimiento extendió su poder por el resto de departa-
mentos del altiplano peruano y sus columnas guerrilleras se hicieron con el control
parcial del Valle del Alto Huallaga, la región que produce el 6o% de hoja de coca
del mundo. De entrada, las oportunidades económicas derivadas de la producción de
la coca y del tráfico de la pasta de cocaína procuraron al movimiento unos recursos
financieros calculados entre los treinta y los cien millones de dólares estadouniden-
ses al año ". En segundo término, el gobierno, aún después de 1982, cuando los
militares tomaron la plaza de Ayacucho y la mayor parte de las responsabilida-
des político-militares se delegaron en el alto mando del ejército, tardó unos cuantos
años en diseñar un plan de acción coherente. Los presidentes civiles de la década de
los ochenta, Belaúnde y García, y sus consejeros, se negaron a consickrar la presen-
cia y las actividades de Sendero Luminoso como una amenaza seria. Cuando el
gobierno precisaba una intervención explícita, ordenaba a las Fuerzas Armadas la
ejecución de operaciones militares indiscriminadas en lugar de combinar un plan
local de desarrollo y fomento de la confianza mutua con las tácticas contrainsurgen-
tes militares. El general Jarama, el más joven de los estrategas geopolíticos de Perú
y director del Centro de Altos Estudios Militares a finales de los años ochenta, expre-
só este problema de la siguiente manera:
Estoy seguro de que Guzmán se ha chupado los dedos, y las manos enteras, por haber
tenido enfrente a líderes politicos como Belaúnde y García. Por tener que luchar con-
tra un gobierno que en lugar del ejército envía a la policía. Por eso dije el otro día que,
mientras que el señor Guzmán juega un partido de ajedrez, nosotros estamos jugando
un partido de tenis, un juego que tiene otras reglas, otros instrumentos, otro estilo de
puntuación, otro público, e incluso otros uniformes ".

No cabe la menor duda de que la ideología y las actividades de Sendero Lumi-


noso atrajeron a grupos diferentes de personas. La dirección del partido estaba
principalmente formada por los hijos e hijas de las elites provinciales. La mayoría de
los miembros iniciales del partido provenía de las juventudes urbanas también
regionales. Algunos habían entrado en el sistema universitario durante un par de
años y la mayoría lo había acabado dejando. El reclutamiento de los rangos inferiores

11 Palmer, «Shining Path»; Palmer, «Peru». de febrero de 1991, citada en Kruijt,


13 Entrevista del autor con el general Sinesio Jarama, el 4
«Perú», pág. 107.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 59

se produjo principalmente entre los jóvenes y los marginados, los indios, campesinos
y pobladores. Entre los componentes de las columnas guerrilleras había muchos de
catorce a dieciocho años y mujeres 14. El mensaje ideológico de Sendero Luminoso
era el crudo y simple «abracadabra» de un movimiento con base en la zona desolada
donde habitaban pobladores y campesinos indígenas en la miseria. La organización
simbolizaba: una justicia directa y violenta, desplegada por medio del asesinato selec-
tivo de personas «malas» y una moralidad cruel que proponía, entre otras cosas, el
castigo público de adúlteros y bebedores; una redistribución agraria sin contempla-
ciones, despiadada, que hacía hincapié en la necesidad de pequeñas parcelas de terre-
no y el mínimo de comida y ganado para la supervivencia; y una pedagogía desnuda
y panfletaria para educar a personas humildes y aquiescentes, con una tradición de
respeto profundo hacia los maestros y apóstoles '5. Sendero Luminoso utilizaba un
vocabulario que variaba de una región a otra, de un segmento de la población al
otro. Atrajo a sus simpatizantes y reclutó nuevos miembros mediante incentivos y
coacción, aplicando un grado cada vez mayor de violencia y terror. Los procedi-
mientos empleados por Sendero Luminoso en las provincias eran los siguientes:
Las bases rurales son verdaderas escuelas militares in situ. Sus miembros reciben tam-
bién preparación teórico-práctica con base al pensamiento de Guzmán y a las caracte-
rísticas de la zona. Se hace una identificación de sus enemigos políticos y militares. Se
les entrena en el uso de armas de corto y mediano alcance, se les capacita en el uso de la
dinamita y bombas caseras. Se les inicia en acciones de espionaje y vigilancia, de pro-
selitismo, y delación y difusión del rumor que sobrevalora su potencia para luego
hacerles participar en operaciones bélicas y de terrorismo urbano. Para las acciones
militares se constituyen grupos de 6-8 personas, donde el contacto es sólo a través de
uno de sus miembros. En el ámbito rural, la desestructuración conflictiva es más pro-
funda que en el medio urbano. Las medianas propiedades son abandonadas por sus
propietarios merced a la amenaza de Sendero, las comunidades son presionadas para
cambiar sus directivas con personas obedientes, los pequeños propietarios son indu-
cidos a pagar cuotas de apoyo. Los pequeños comerciantes son obligados a acatar las
directivas de Sendero, pues, en caso contrario, corren peligro sus vidas y sus bienes.
Los servicios técnicos de Agricultura u otras entidades públicas son impedidos de
actuar en el medio rural por la amenaza o la acción directa contra personas y bienes.
Los servicios religiosos son controlados y previamente autorizados para atender a su
feligresía. El principio fundamental es establecer áreas de seguridad político-militar
para luego controlar la producción y, con ello, el abastecimiento de los centros urba-
nos pequeños y grandes que permitan posteriormente su estrangulación y fácil captu-
ra. En este sentido se procede de la manera siguiente:

• detección de ámbitos de conflictos, sea entre directivos y socios, propietarios y asa-


lariados, dueños de parcelas y campesinos sin tierra, o entre comuneros ricos y
pobres;
• presencia militar para inclinar el conflicto favorablemente hacia grupos o personas
que son accesibles o simpatizantes de Sendero;

14 Sobre la atracción que ejercía Sendero Luminoso en chicas jóvenes, véase Kirk, Grabado en
piedra.
15 Degregori,Qué difícil es ser Dios, pág. 19, subraya el hecho de que en los manuscritos hagiográ-
ficos de Sendero Luminoso, Guzmán siempre aparece dibujado como un maestro sin armas.
DIRK KRUIIT
6o

• apoyo armado al grupo pro-senderista y marginalización progresiva de los oposi-


tores, lo cual es tonificado por la repartición de tierra y animales a título gratuito,
todo ello dentro de una reunión o Asamblea Popular vigilada u orientada por los
mandos políticos-militares;
• incorporación de «mitimaes», es decir, campesinos o militantes seguros traídos de
otras zonas ya controladas, los cuales reciben tierra gratuitamente, a veces las mejores,
y constituyen el núcleo político a partir del cual y con el cual se forman los cuadros
militares en grupos de seis combatientes en las nuevas zonas de implantación;
• transformación de la zona de implantación en una Base de Apoyo, en la que se deter-
mina el tipo de producción, la cantidad a producirse y la reglamentación de la acti-
vidad productiva, la vida social y política, así como la observancia del código ético
público y privado; '
• y consolidación de la Base, con su propio aparato político-militar de defensa
.

Éstos eran los procedimientos empleados en las provincias por Sendero Lumi-
noso. Al extender su ámbito de actuación hasta las áreas metropolitanas de Arequi-
pa, Trujillo y Lima, también se modificaron los ingredientes del «cóctel de persuasión
y terror». Las primeras zonas de infiltración seleccionadas fueron los poblados cha-
bolistas urbanos y los cinturones industriales. La primera categoría de personas en
ser intimidadas fue la de los líderes de sindicatos de izquierda o independientes, los
cabecillas de los pobladores, alcaldes y consejeros municipales, y la dirección de
las organizaciones de desarrollo local. Unas veces lograban persuadirles de que se reti-
raran; y otras, llegaban a organizar un «tribunal popular» para condenar a los repre-
sentantes más obstinados y ejecutarlos con dinamita tras el juicio. Una vez
nombradas direcciones más cooperativas, Sendero Luminoso pudo crear centros
de formación y seleccionar a los inspectores. Los altos cargos del sector público,
dirigentes de ONG, abogados, doctores y periodistas recibían visitas de advertencia
en casa o en el trabajo. Los «i.000 ojos y i.000 orejas» del movimiento eran, según los
rumores, omniscientes. Y para demostrar su potencial para el control público,
Sendero Luminoso organizaba periódicamente «paros armados» en las zonas
metropolitanas, en los que imponía castigos selectivos matando a los taxistas y
comerciantes desobedientes.
Sendero Luminoso, al menos hasta la detención de Guzmán, estaba dirigido
por un poderoso Comité Central, de carácter político, con un culto personal al líder
sacralizado, y conectado directamente con una red de comités regionales y provin-
ciales. En principio, la planificación militar y operativa se realizaba (y aún se realiza)
a escala regional. Aunque la estrategia global era cuestión nacional (es decir, de Guz-
mán), la flexibilidad y perseverancia del movimiento se pueden atribuir, en su mayor
parte, a la descentralización local y regional. Sendero Luminoso sigue siendo fuerte
allí donde el gobierno (las fuerzas militares, policiales y el sector público) es débil,
generalmente en los pueblos pobres del altiplano y los cinturones de pobreza
metropolitanos. Durante los doce años de «guerra del pueblo», Sendero Luminoso
operó, en el sentido estrictamente militar de la palabra, con prudencia. Es decir, de
manera defensiva contra las formaciones militares, evitando el contacto directo y

un extenso documento inédito escrito por un res-


16 Citado de Sendero Luminoso en el norte del país,
ponsable de las Naciones Unidas, Gerardo Cárdenas, un sociólogo con familia en los departamentos
dominados por Sendero Luminoso.
E JERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS

permitiendo sólo ataques expresamente planeados contra unidades aisladas y pues-


tos de policía provinciales.
Hasta finales de los arios ochenta, Sendero Luminoso siguió fundamental-
mente una sencilla estrategia de ataque y defensa, con una estructura informal de
columnas militares. Existían algunas formaciones no uniformadas y sin complica-
das jerarquías de mando. Un o una comandante (el porcentaje de mujeres en los ran-
gos superiores era sorprendentemente elevado) controlaba una unidad pequeña y
versátil de leales ideológicamente inmaculados y enormemente motivados. Esta
célula básica (un núcleo duro calculado en 3.000 a 7.000 personas en 1992) tenía el
apoyo de los simpatizantes y guerrilleros locales recientemente incorporados, y
reclutaba a sus miembros por lo general en las zonas «liberadas» de los departamen-
tos del altiplano o en los poblados chabolistas metropolitanos. Había una red secun-
daria de apoyo compuesta por abogados, personal médico y de ambulancia,
estudiantes y otras organizaciones afines, incluyendo una especie de representación
diplomática en el extranjero. Cuando Sendero Luminoso trató de ampliar su área
operativa a Bolivia, Ecuador y Chile en 1992, las primeras personas y organizaciones
«tanteadas» fueron las ONG y los médicos locales i7.
Durante los primeros años de «guerra del pueblo», las tácticas contrarrevolu-
cionarias partían en lo conceptual de unas cuantas ideas vagas sobre la lucha anti-
subversiva ". Además, hasta diciembre de 1984 el gobierno no mostró ningún
interés por definir una estrategia antiguerrillera concreta. Gustavo Gorrití, un inves-
tigador que tuvo acceso tanto a las declaraciones escritas de las sesiones del Comité
Político de Sendero Luminoso a comienzos de los arios ochenta como a los informes
confidenciales del gobierno del mismo periodo, cuenta un sinfín de incidentes cier-
tamente inverosímiles: luchas de poder rocambolescas dentro de la policía; órdenes
de «recopilar información acerca de los asesores cubanos, chilenos, ecuatorianos y
rusos» del movimiento guerrillero; la rotunda negativa del ministro de las Fuerzas
Aéreas a poner helicópteros a disposición de la policía en Ayacucho; y las órdenes a
los servicios de inteligencia de las Fuerzas Armadas y la policía de «utilizar los telé-
fonos públicos» para llamar a sus cuarteles i9.
Incluso después de que se culpara a las Fuerzas Armadas de la campaña anti-
guerrillera de diciembre de 1982, la situación no cambió sustancialmente. Belaúnde,
que a la vez temía y estaba profundamente resentido con el ejército, disminuyó
de manera deliberada la capacidad de su aparato de inteligencia al considerarla un
reducto velasquista. Pero como el gobierno no había formulado ninguna estrategia
antisubversiva, el poder militar no hizo más que empeorar las cosas al introducirse en
el campo de batalla contrarrevolucionario sin saber en qué consistía dicha guerra.
Obando cuenta que la base conceptual de las operaciones contra Sendero Luminoso
de los años ochenta se reducía a dos manuales antisubversivos del ejército estadou-
nidense escritos en la década de los cincuenta y traducidos al español'. A falta de un

17 Para documentarme, utilicé algunos artículos concretos de SL y entrevisté a representantes


diplomáticos y de fomento del desarrollo en septiembre y octubre de 199z.
18 La mejor descripción de la estrategia contrarrevolucionaria al uso la proporciona Obando
A rbulú, «Diez años de guerra» y «Subversion and Antisubversion». Otro documento valioso es Basom-
brío Iglesias, «Estrategia del chino».
19 Gorrití, Sendero Luminoso, págs. 7 -76, 117-111, 223, 22f , 3o8 ss.
zo Obando A rbulú, «Subversion and Antisubversion», pág. 311.
62 DIRK KRUIrT

concepto estratégico coherente, los jefes militares de las zonas de emergencia


(primero Ayacucho, y luego la mayoría de los departamentos andinos) actuaban
por su cuenta. Consecuentemente, la mayor parte de las actividades regionales y
locales se llevaban a cabo sin la mínima coordinación con los jefes militares de las
otras regiones.
De hecho, la estrategia que, desde un punto de vista empírico, empezó a predo-
minar fue el uso indiscriminado de la fuerza militar contra las guerrillas y sus
supuestos aliados civiles, en su mayor parte comuneros indígenas. A principios del año
1981, el gobierno envió a «los Sinchis» a la ciudad de Ayacucho «para restaurar el
orden». Este «batallón especial antisubversivo», creado y entrenado específicamente
para combatir la violencia urbana, el descontento laboral, las manifestaciones popula-
res y los desórdenes públicos, organizó en el espacio de diez días una orgía de violen-
cia, asesinatos y violaciones inigualable, que serviría a Sendero Luminoso como punto
de referencia para su futuro de brutalidad desaforada contra la población civil. El
general Huamán, nombrado jefe militar de la zona de emergencia de Ayacucho,
comenzó su ejercicio tratando de ganarse la simpatía de la población regional:
El gobierno había ordenado el toque de queda. Lo que significa que la gente debía
quedarse en casa después de las diez. ¿Por qué razón? me pregunté. Una de las prime-
ras cosas que hice fue retomar la normalidad. A la gente le gusta disfrutar de la músi-
ca, el baile, las fiestas, y no sentir el control. Lo que quieren es recuperar la confianza.
Y bien, si yo les devuelvo la confianza y la seguridad, empiezo a ganar la guerra " .

Pero el general Huamán solicitó nuevos fondos para proyectos de desarrollo


local. El gobierno decidió no conceder más dinero para desarrollo sino que pidió que
se mantuvieran las operaciones de acoso a las guerrillas y sus seguidores. Al criticar
esta decisión, el jefe militar de Ayacucho fue inmediatamente sustituido por un nue-
vo comandante regional que no tardó en volver a la política «normal» de destrucción
y «desapariciones» en masa de los sospechosos. Parecido trato recibió el general
Arciniega, nombrado comandante militar del Alto Huallaga, al tratar de ganarse la
confianza de los campesinos cultivadores de coca, que se encontraban bajo el control
de Sendero Luminoso. Finalmente, tuvo que dimitir al ser acusado de narcotráfico
por la DEA norteamericana. Unos meses más tarde, Sendero Luminoso pudo refor-
zar su hegemonía en la región del Alto Huallaga.
En general, la estrategia antiguerrillera llevada a cabo durante los años ochenta
consistió en el uso indiscriminado y brutal de la violencia contra la «población sub-
versiva», como se consideraba a la etnia quechua del altiplano peruano ". Los que-
chuas, a los que no tenía por qué atraer la ideología de Sendero Luminoso sino por
la fuerza, también se negaron a decantarse por el gobierno o los militares. Pero a fina-
les de la década, Sendero Luminoso comenzó a causar desafección entre la población
indígena simpatizante. Cuando para aislar Lima y otras áreas metropolitanas de sus
«graneros del interior», el movimiento senderista prohibió por primera vez la venta
de los excedentes locales, y para asegurarse la obediencia de los indígenas comenzó

21 Entrevista del autor con el general Adrián Huamán, el 4 de febrero de 1991. Citado en Kruijt,
«Perú», pág. 109.
22 Más detalles en Kruijt, «Ethnic Civil War».
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 63

una campaña de ejecuciones con el fin de aterrorizar a los campesinos que incum-
plían sus ordenanzas, la población local empezó a rebelarse. La respuesta de Sende-
ro Luminoso: exterminar comunidades enteras.
Esta estrategia probablemente supusiera, en retrospectiva, el punto de inflexión
de la guerra civil. La animosidad generalizada contra Sendero Luminoso obligó a los
campesinos a unirse en las denominadas «rondas campesinas» 23. Dichas organiza-
ciones de campesinos surgieron espontáneamente a mediados de los años setenta
durante la reforma agraria de Velasco, fundamentalmente como agrupaciones de
defensa en las regiones del norte de Perú. Desde los a 'ños ochenta, comenzaron a
actuar como organizaciones locales, y después regionales, para el ejercicio de la auto-
ridad y la autoprotección a pequeña escala. Durante las elecciones locales, la
izquierda organizada y el partido de García, APRA, se disputaron su control políti-
co. Cuando empezaron a proliferar las rondas por todas las regiones indígenas, sus
líderes, en ausencia de ninguna otra institución pública, pidieron que se les propor-
cionara armamento. El gobierno, creyéndolas unas milicias rurales, distribuyó armas
de fuego viejas por medio de los líderes campesinos.
En 199o, un recién llegado a la política, Alberto Fujimori, ganó la campaña pre-
sidencial contra todo pronóstico. El presidente electo, sin una lista de personas
para su gabinete ni un plan de gobierno coherente, se buscó aliados duraderos. El
Círculo Militar no dudó en dispensarle un cálido recibimiento durante el periodo de
transición y la primera semana de su presidencia. Se le facilitó abundante informa-
ción sobre tácticas antiguerrilleras y derechos humanos, estrategias de desarrollo y
prioridades políticas y económicas a largo plazo. Su guía político y mentor en cues-
tiones de inteligencia, Vladimiro Montesinos, presidente del Consejo Estratégico del
Estado, de nueva creación, actuó desde entonces casi como el jefe del sistema nacio-
nal de inteligencia. Una de las primeras iniciativas del nuevo gobierno fue reconocer
a las rondas campesinas como el semi-institucionalizado cuarto brazo de las Fuerzas
Armadas. Grupos de campesinos armados marchaban ahora junto al ejército regular,
la armada y las fuerzas aéreas durante el desfile del Día de la Independencia. Desde
entonces, las rondas han estado subordinadas fundamentalmente a la estructura
de mando militar regional, de la que han recibido su principal influencia.
Desde comienzos de los años noventa, Sendero Luminoso cedió la iniciativa
estratégica en el altiplano indio. Guzmán, según parece comprendiendo que la gue-
rra se le estaba escapando en los Andes, decidió concentrar sus esfuerzos en Lima. A
partir de ese momento, Sendero Luminoso intentó cercar y penetrar la capital,
haciendo visible su presencia en los poblados chabolistas metropolitanos y distri-
buyendo tierra y animales en algunos de los valles rurales de la costa de Lima. El
movimiento, sin embargo, no pudo infiltrarse fácilmente en los sindicatos y organi-
zaciones corporativas. Con todo, una ola selectiva de terror contra la izquierda lega-
lizada y el tejido de organizaciones independientes de pobladores se unió al paro
armado que llevó a Lima a la parálisis total en torno al Día de la Independencia, en
1992, incrementando la sensación de desmoralización. Entonces de repente, en sep-
tiembre de ese año, Guzmán y la mayoría de los miembros del Comité Central fueron
arrestados. Desde la detención del líder guerrillero, el carácter y la intensidad de la

23 El origen y la evolución de estas organizaciones se describen en Starn, Rondas Campesinas;


«Noches de ronda»; Id., Con los llar:quer, íd., Hablan los Ronderos.
64 DIRK KRUlyr

guerra civil han cambiado sustancialmente. El 6o% del Comité Central de Sendero
Luminoso fue capturado: de los veinticinco miembros, nueve fueron excarcelados 24 .

En el ámbito regional, la maquinaria de combate de Sendero Luminoso permaneció


en su mayoría intacta: sólo el Comité Norte resultó «neutralizado», mientras que a los
otros cuatro no se les llegó a detectar. Lo mismo se puede decir de los comités zona-
les y subzonales. Según los cálculos de DINCOTE en febrero de 1994, el número
de guerrilleros alcanzaba los 3.000, en su mayoría organizados en pequeñas colum-
nas y células.
La detención de Guzmán fue resultado de un meticuloso trabajo detectivesco lle-
vado a cabo por DINCOTE, una división policial antiterrorista creada a comienzos
de los años ochenta. Cuando Fujimori llegó a la presidencia, DINCOTE decidió
concentrarse exclusivamente en los miembros de mayor rango de Sendero Lumino-
so, lo que formaba parte de un cambio más general dentro de la estrategia antisub-
versiva. Además, esta nueva táctica, ideada por las fuerzas conjuntas «estratégicas y
de inteligencia», concedía mucha más importancia a las rondas campesinas. Los
resultados no se hicieron esperar. En primer lugar, se otorgaba una iniciativa mucho
mayor a DINCOTE y al sistema militar de inteligencia; además, se diferenciaban los
aspectos militares de los políticos (más amplios) de la guerra 25 . Los principios clave de
la nueva doctrina antisubversiva consistían en ganarse la simpatía y la confianza de la
población, establecer programas locales de desarrollo, asegurar la protección de los
ciudadanos y restaurar el orden público a escala local. Esta nueva estrategia y las insti-
tuciones que le sirvieron de base (una estructura de mando antisubversiva y un sistema
de inteligencia unificados, y la creación de un Consejo de Defensa Nacional) resultaron
eficaces sobre todo desde el golpe de estado de Fujimori en 1992. Dentro de las Fuer-
zas Armadas, se calculaba que la intervención estrictamente militar sería cuestión
de uno o dos años. Sendero Luminoso, como grupo político clandestino organizado,
se fragmentó en elementos más pequeños. Como organización militar quedó reducida
al ámbito regional, aunque algunas de sus unidades, con un nombre nuevo, siguen
mostrando la misma violencia y utilizando la táctica de la sorpresa de siempre.

GUATEMALA: BAJO EL FUEGO PERMANENTE DE BAJA INTENSIDAD

Cuando el presidente de EE.UU., Eisenhower, el vicepresidente Nixon y el


secretario de Estado Dulles autorizaron a la CIA en 19 54 a ejecutar el plan denomi-
nado «Operation Success» (Operación Éxito) con el fin de derrocar al presidente
constitucional de Guatemala, Jacobo Arbenz, no se trataba de defender los intereses
de las etnias indias de Guatemala ni los de la población criolla. La decisión de susti-
tuir al presidente constitucional de Guatemala por un régimen encabezado por un
«militar de paja» casi desconocido, llamado Castillo Armas, buscaba proteger los
intereses de una empresa frutera estadounidense, la United Fruit Corporation.
Durante los primeros años de los cincuenta, los terrenos de esta compañía en
Guatemala se vieron amenazados de confiscación con la reforma agraria de Arbenz.

24 Estos datos provienen de un informe confidencial del general Carlos Domínguez Solís, direc-
tor nacional de DINCOTE, a representantes del cuerpo diplomático, el 8 de febrero de 1994.
25 Véase Obando Arbulú, «Subversion and Antisubversion», pág. 326.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 65

Veinte años después, en 1972, la misma empresa vendió todas las posesiones que le
quedaban a la corporación Del Monte durante su no muy rentable fusión con otro
grupo, United Brands.
Toriello, embajador de Guatemala en Estados Unidos y, durante los últimos
meses del gobierno de Arbenz, ministro guatemalteco de Asuntos Exteriores, reve-
la en sus memorias la inmensa ignorancia de los líderes estadounidenses sobre la
situación de Guatemala 26. A la vista de la lamentable serie de dictaduras militares,
fraudes en la elección «constitucional» de presidentes-generales y los amargos epi-
sodios guerrilleros que al poco tiempo de la caída de Arbenz llevaron a una guerra
civil a escala nacional, la «Operación Éxito» debería haberse denominado más bien
«Operación Desastre». Un gobierno que había dado esperanza a los indígenas, que
había iniciado una reforma agraria muy necesaria y que había hecho, tímidamente,
acto de presencia en las zonas rurales, se vio sustituido por un régimen de restaura-
ción, llevando el país, como en el dicho, «de Guatemala a Guatepeor». Incluso el
historiador «oficial» del golpe, Schneider, llegó a ofrecer la siguiente conclusión:
«aunque la intervención de 1954 se vio, a corto plazo, como un éxito de Estados Uni-
dos en la Guerra Fría, con mayor perspectiva se hace cada vez más difícil mantener
esa opinión. De hecho, a la vista de los acontecimientos siguientes, sería razonable
considerarlo algo parecido a un desastre» 27.
De 1964 a 1974, el Departamento de Estado tuvo que contratar veinticinco espe-
cialistas en contrainsurgencia survietnamitas para la embajada norteamericana en
Guatemala 28. La campaña guerrillera se inició durante los últimos arios de gobierno
del sucesor de Castillo Armas, Ydígoras, a principios de los arios sesenta. Pero los
grupos guerrilleros más importantes de la época eran un reflejo del periodo de la
revolución guatemalteca ,1944-54)19. Los tres comandantes guerrilleros, Marco
Aurelio Yon Sosa, Luis Turcios Lima y Carlos Paz Tejada, eran oficiales del ejér-
cito, y el último había sido ministro de Defensa con A rbenz. Como han señalado
varios autores, la caída de Arbenz no sólo produjo frustración en la izquierda sino en
los sectores progresistas del ejército guatemalteco 3°. La influencia de Estados Uni-
dos, por medio de su embajada y con ayuda militar, pero sobre todo gracias a la CIA
y su uso no muy secreto de las instalaciones guatemaltecas para lo que más tarde se
conocería como la «Invasión de Bahía Cochinos», causó incomodidad entre los jóve-
nes graduados en la Escuela Politécnica, la academia militar. El ejército, que se esta-
ba profesionalizando lentamente desde los años cincuenta 31, mantuvo una relación

26 Toriello, Batalla. Estas afirmaciones se corroboran con las que hizo Edgar Ponce, en la época
director académico del Centro ESTNA, en una serie de entrevistas conmigo en julio de 1994.
z7 Schneider, Communism in Guatemala, citado textualmente en Schlesinger y Kinzer, Bitter Fruit,
Pág. 227.
z8 Schlesinger y Kinzer, Bitter Fruit, pág. zz8.
19 El «Frente zo de Octubre» se denominó así para conmemorar la revolución de 1944. El nombre
del otro frente, el «Movimiento Guerrillero Alejandro de León-13 de Noviembre», se inspira en los días
del levantamiento contra Ydígoras en 196o.
3o Aguilera et aL, Dialéctica del terror, págs. 3 7ss; Millett, «Central American Militaries», págs. zi 1-
zi6; Sesereses, «Guatemalan Legacy», págs. zi-zz, Sexton, Campesino, págs. 397 428; y Yurrita, «Transi-
-

tiom, págs. 77 ss.


p El mejor análisis de esta cuestión lo proporciona Aguilera, fusily el olivo; Aguilera, Propues-
tas; y Aguilera et aL, Reconvertid,: militar en América Latina. Véase también Kruijt, «Futuro», que ofrece
detalles adicionales.
66 DIRK KRUI JT

de combate nolens voleas con el incipiente movimiento guerrillero. La estrategia


básica anti-guerrilla consistía en declarar un estado de sitio, lanzar de vez en cuando
una campaña militar breve pero potente contra el movimiento y limitar el enfrenta-
miento directo a las regiones en liza de Zacapa, Izabal y la Sierra de las Minas. El inte-
rés militar se concentraba fundamentalmente en la escena política nacional.
Tras haber derrocado al impopular Ydígoras en 1963, la cúspide militar nombró
al coronel Peralta Azurdia jefe de estado, quien, por cierto, se negó a utilizar el títu-
lo de presidente. Lo principal que hizo Peralta fue tratar de reordenar la política
nacional: reorganizó la administración pública, creó nueva legislación laboral y
electoral, estableció una nueva constitución, y preparó la elección de un gobierno
civil para 1966 32 . El jefe de estado militar, un ferviente anticomunista pero también
un político militar «apolítico», puso especial interés en acabar con el uso partidista y
el clientelismo político de las Fuerzas Armadas. El gobierno militar, preocupado
desde 1954 por la posibilidad de escisiones dentro de la institución castrense, por
lo que trató de reforzar su unidad, vio cómo su supervivencia (y la de los siguientes
regímenes militares y semi-militares) dependía de un precario equilibrio con el movi-
miento guerrillero. Al gobierno de Peralta le pareció suficiente con presentarlos
como «bandidos» y no hizo ningún verdadero esfuerzo para combatirlos.
Durante este periodo, las campañas de la guerrilla parecían guiarse por un
principio de lucha limitada. Desde un punto de vista militar, sus ataques se queda-
ban en el ámbito local. La dirección estaba compuesta por antiguos militares,
estudiantes universitarios y representantes de estudiantes. Algunos de los líderes
asistían a cursos universitarios durante la semana y se embarcaban en una «guerra
de fin de semana» los viernes, sábados y domingos. Con cierta frecuencia, los
comandantes eran entrevistados en la prensa nacional y la mayor parte de los habi-
tantes de Zacapa sabía dónde encontrarlos en un bar o restaurante local. Los guerri-
lleros de a pie procedían de las zonas urbanas y las ciudades semiprovinciales, aunque
también había campesinos de las regiones ladinas del sur y el este. Yon Sosa y
Turcios Lima mantenían contactos con sus antiguos compañeros del ejército y a
veces iban a visitar a sus antiguos camaradas de la Politécnica a su casa, un cine o un
bar ". Esta actitud de caballerosidad continuaba póstumamente con honores mili-
tares. Tras la muerte en accidente de tráfico de Turcios Lima, su ataúd funerario
fue transportado por las calles de Ciudad de Guatemala y se detuvo frente a la
Politécnica para recibir el último saludo de sus compañeros de promoción y demás
oficiales militares.
Si bien es cierto que las campañas antiguerrilleras de los años sesenta fueron
tranquilas (desde un punto estrictamente militar), también lo es que esto trajo con-
secuencias en el orden social y político nacional, en particular a largo plazo con la cre-
ación de una «sociedad del miedo». Al utilizar la amenaza comunista como pretexto
o realidad virtual, las instancias militares comenzaron a dirigir todo su poder insti-
tucional contra el resto de sectores organizados de la sociedad civil: contra el sector
público, los partidos políticos y los movimientos sociales, con lo que produje-
ron gradualmente un régimen híbrido civil-militar de violencia y represión. La
solución más «natural» para un nuevo gobierno, ya fuera constitucional o impuesto,

32 Información basada en Sesereses, «Guatemalan Legacy», págs. z z ss.


33 Entrevista del autor a Edgar Ponce, el 7 de julio de 1994.
E JERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 67

resultaba ser una alianza entre los líderes políticos y militares 34. En palabras de un
gran observador de su tiempo:
Llegó hasta el extremo de que todos los partidos políticos buscaban desesperadamen-
te un general que pudiera ser su candidato presidencial. Luego, cuando los altos
mandos del ejército nombraban al sucesor militar del antiguo presidente militar, se iba
conformando un turbio proceso de fraude electoral. Después de todo, el daño direc-
to se limitaba a los miembros del cuerpo de oficiales: un militar ganaba las elecciones
presidenciales y era sustituido por otro oficial con mejores credenciales para las Fuer-
zas Armadas 3 5.

En el ámbito político, la (arraigada ya) tradición nacional del presidencialismo


militar se intensificó hasta convertirse en un paradigma político de supervisión mili-
tar. Desde 195 8 hasta 198 5, el jefe de estado de Guatemala fue un oficial del ejército;
entre 197o y 198 2, el presidente militar (electo o designado) tuvo como sucesor a otro
general, que había servido a su predecesor como ministro de Defensa. La única excep-
ción aparente fue el periodo de gobierno civil (desde un punto de vista formal) de
Méndez Montenegro (1966-7o), precisamente cuando se estableció la estructura
de supervisión y represión militar. Al proceder de una familia política de reputación
moderada, e incluso «socialista», Méndez Montenegro tuvo que probar su credo
patriótico a las Fuerzas Armadas. Al principio de su gobierno se rodeó del sector más
joven, moderado y modernizador del cuerpo de oficiales así como de la vieja guardia
de coroneles fervientemente anticomunistas 36. Montenegro llegó a un pacto con los
viejos coroneles, una alianza que en Guatemala suponía un pacto con el diablo. Des-
de mediados de los años sesenta y durante veinte años, la fórmula política y social de
Guatemala contenía una combinación de violencia, represión y miedo 37.
Las Fuerzas Armadas (un ejército modesto 38, una armada muy pequeña y una
fuerza aérea de apoyo bajo el mando unificado del jefe del Estado Mayor militar)

34 El análisis más detallado de los pactos políticos lo proporciona Villagrán Kramer, Bibliografía
política. Villagrán (un político también, que tuvo la mala fortuna de ser «compañero de candidatura» de
Lucas García convirtiéndose así en el vicepresidente civil del país durante la mayor parte del periodo
de gobierno militar más represivo de Guatemala del siglo) fue invitado a presentarse ante un tribunal mili-
tar en su tercer año de gobierno. Pero se lo pensó mejor y decidió quedarse en Estados Unidos, donde esta-
ba asistiendo a una reunión. Su sucesor como vicepresidente fue un coronel.
3 5 Entrevista del autor con el general Ricardo Peralta Méndez, el 13 de julio de 1994.
36 Entrevista del autor con Edgar Ponce y el general R icardo Peralta Méndez (véanse notas ante-
riores). Peralta Méndez, sobrino del antiguo jefe de estado, el coronel Peralta Azurdia, y fundador y pri-
mer director del Centro de Estudios Militares, llegó a ser más tarde el candidato presidencial de los
democratacristianos en la campaña electoral que disputó a Lucas García. En la actualidad es miembro del
consejo directivo del Centro ESTNA. En los años setenta, estudió en el Centro peruano de Altos Estu-
dios Militares (CAEM), donde coincidió con los generales Mercado Jarrín, Jorge Fernández Maldonado,
Ramón Miranda y otros velasquistas. En la época, Ponce era el asistente personal de Manuel Colom, el
alcalde socialdemócrata de Ciudad de Guatemala, quien sería asesinado posteriormente.
37 Basado en Barry, Guatemala; Calvert, Guatemala; Delli Sante, ~timare or Reali91; Fauriol y
Lose; Guatemala': Political Puzzle; Gleijeses, «Guatemala»; Jonas, Battle for Guatemala; Painter, Guatemala;
Plant, Guatemala; Simon, Guatemala; Torres-Rivas, Centroamérica; Torres-Rivas, Repression and Resistance.
38 En total, el número de generales de división es dos (el ministro de Defensa y el jefe del Estado
Mayor), mientras que los generales de brigada son doce. Las Fuerzas Armadas en la época preveían un
proceso gradual de reducción del ejército a partir de 1996 (entrevista del autor con el general Mario René
Enríquez Morales, ministro de Defensa, el z de septiembre de i993, y con el general Sergio Camargo,
DIRK KRU1 JT
68

ampliaron su ámbito de acción a algunas áreas esenciales del sector público 39 El sec- .

tor de la inteligencia ha mantenido durante mucho tiempo el monopolio indiscutido


de las Fuerzas Armadas. Estados Unidos proporcionaba la mayor parte de la ayuda,
pero, a finales de los setenta, los israelíes comenzaron a asesorar en temas tan sensi-
bles como la contrainteligencia y el procesamiento de la información 4° La policía .

también ha estado fuertemente militarizada, subordinándose al poder militar no


sólo a escala nacional sino también regional y local, y actuando en perfecta coordi-
nación con el comandante del ejército de la zona, además de depender por completo
de la inteligencia y la información militar 41 También la casa presidencial estaba
.

militarizada. Desde las últimas décadas del siglo xix, el ministro de Defensa nom-
braba un general del ejército como jefe del Estado Mayor presidencial y jefe del grupo
asesor presidencial. Durante el tiempo en que hubo presidentes militares, esta situa-
ción parecía «normal» en el sentido de que se prestaban servicios mutuos dentro de
las mismas Fuerzas Armadas. Sin embargo, a partir de 1986, los presidentes civiles
Cereso, Serrano, De León Carpio y Arzú también recibían de sus obligados conse-
jeros en inteligencia «informes consultivos sobre las prioridades de desarrollo y
seguridad nacional a largo plazo» según el criterio de las Fuerzas Armadas.
Al tiempo se establecía (y consolidaba) una misión crucial en los departamen-
tos rurales de Guatemala. Con la prolongación del conflicto armado y su extensión a
otros departamentos en la década de los setenta, las Fuerzas Armadas comenzaron
a comportarse, primero de facto y después de iure, como los únicos representantes
legítimos del gobierno central. Fuera de los centros urbanos, el ejército y a veces la
armada siguieron actuando como los delegados del sector público, con médicos y
enfermeros, dentistas, veterinarios, ingenieros, abogados y administradores, todos
ellos militares. Los vínculos de unión entre las funciones civiles y militares en las
regiones subdesarrolladas e indígenas quedaron reforzados gracias a una misión de
desarrollo militar «tradicional», el programa de «acción cívica militar», dispuesto
y financiado por la asistencia civil y militar estadounidense 41 y los programas de
desarrollo local para la población civil, diseñados y llevados a cabo por las Fuerzas
Armadas.
Pero el cambio institucional más violento y radical tuvo lugar con la creación
(oculta y desvelada sólo en parte) de una maquinaria de control, persecución, opre-
sión y asesinato. Este mecanismo, según parece, tenía como objetivo la «amenaza

comandante de la brigada de elite «Mariscal Zavala», el 11 de julio de 1994). Compárese con los ochenta
y ocho generales de una y tres estrellas del ejército peruano (en 1994).
39 Entrevista del autor con el capitán Rafael Rottman Chang, entonces asesor de inteligencia del
presidente Cereso y, en el momento de la entrevista (23 de marzo de 1994), presidente de la Comisión de
Defensa y la Policía del Congreso de Guatemala.
4o Mossad todavía mantiene una relación especial con la administración guatemalteca. En 1994,
por ejemplo, cuando el general Quilo (entonces viceministro de Defensa) preparaba un plan golpista, los
israelíes advirtieron del mismo a la presidencia guatemalteca.
41 Durante los primeros años de la década de los ochenta, el ejército estudió la posible incorpora-
ción formal de la Policía Nacional y la Policía de Hacienda en la estructura del ministerio de Defensa. Ade-
más de estas fuerzas del orden de carácter civil, existían en esta época otros cuerpos policiales
semi-militarizados: la Policía Militar Ambulante, los Comisionados Militares, la Guardia Nacional y el
Batallón de Reacción de Operaciones Especiales. Véase Vargas Foronda, Guatemala, págs. 86-87.
4z En Barber y Ronning, Interna! Securiy, se proporciona una descripción detallada.
E JERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 69

comunista de la guerrilla», pero de hecho acabó aplicándose a todos los sectores de


la sociedad civil que en el futuro pudieran apoyar a las guerrillas. Para conseguir un
mayor control directo sobre los campesinos y la población regional, los militares
convirtieron la función del comisionado militar (hasta entonces, un oficial en reser-
va del ejército encargado en cada pueblo y cada latifundio de velar por el ingreso
periódico de reclutas) en la del «jefe» local de una red de espionaje y control, que
informaba al representante del ejército acerca de las actividades políticas y milita-
res de la población local. En algunas localidades, el ejército comenzó a formar y
entrenar de manera experimental unidades milicianas de paramilitares campesi-
nos. Así, se creó una red de oficiales paramilitares para controlar y aterrorizar a la
supuesta estructura urbana de apoyo a la guerrilla: los partidos políticos de izquier-
da (según la denominación ultraconservadora), los movimientos sindical y uni-
versitario, los líderes estudiantiles de enseñanza secundaria, los cabecillas de los
movimientos de pobladores urbanos, etc. La tortura, las desapariciones, los asesi-
natos violentos y las matanzas en masa en determinados ámbitos locales se tenían
aquí por estrategias disuasorias efectivas.
Para cuando Méndez Montenegro accedió al poder, el gobierno y las Fuerzas
Armadas ya estaban estudiando la eliminación del movimiento guerrillero, y la estra-
tegia para suprimir su estructura de apoyo se convirtió en máxima prioridad nacio-
nal. La brutal campaña de contrainsurgencia conocida como «Operación
Guatemala» 43 causó la impresión de que las guerrillas habían resultado aniquiladas:
murieron cientos de guerrilleros, pero a costa de las vidas de miles de inocentes cam-
pesinos y de la destrucción de sus aldeas. El coronel Carlos Arana, oficial al mando
de la exitosa campaña antiguerrillera de Zacapa y las regiones del este, fue ascen-
dido a general y nombrado embajador de Guatemala en Managua. Allí, Anastasio
Somoza le ayudó a formar una coalición vencedora para su campaña presidencial de
1970 44. Tras el periodo de gobierno de Arana, la nueva fórmula estratégica de la doc-
trina de contrainsurgencia consistía en la destrucción en masa del movimiento gue-
rrillero a la vez que de su supuesta estructura de apoyo. Hubo una segunda opción
«dulce», que consistía en la puesta en práctica por parte del estado de proyectos loca-
les de desarrollo, fundamentalmente en la forma de «asentamientos estratégicos»
y otros mecanismos para controlar a los campesinos y la población regional °. No
obstante, los ingredientes básicos de la estrategia contrainsurgente fueron la intimi-
dación, los ataques, la violencia, la tortura y la destrucción ciega. Según el estudio de
un grupo independiente de financiación norteamericana:
Mientras tanto, la insurgencia continuó creciendo. Pero en lugar de reformar la estra-
tegia de contrainsurgencia que había contribuido a aumentar las filas de los guerrilleros,

43 Llamada así en referencia a la «Operación Fénix» de Vietnam, tuvo un importante apoyo de la


CIA; véase Schlesinger y Kinzer, Bitter Fruit, pág. :46.
44 ¡Pobre Guatemala! En mo, Anastasio Somoza formó en Managua el gabinete ministerial de
Guatemala. En 198z, Fidel Castro concluyó en La Habana la unificación en la Unidad Revolucionaria
Nacional Guatemalteca (URNG) de los cuatro movimientos guerrilleros que habían operado hasta enton-
ces de manera independiente. La URNG integra al EGP (Ejército Guerrillero de los Pobres), la ORPA
(Organización del Pueblo en Armas), las FAR (Fuerzas Armadas Rebeldes) y el PGT (Partido Guate-
malteco del Trabajo).
45 En Manz, Refugees, se ofrece un análisis lleno de valiosos detalles.
70 DIRK KRUI JT

el gobierno no hizo más que intensificarla. [—I Dos importantes líderes opositores
fueron asesinados: Manuel Colom [...] y Alberto Fuentes [...]. Sus muertes eran una
clara señal de que los líderes de la oposición (fueran más o menos responsables, patrio-
tas o pacíficos) eran considerados una amenaza para el «esquema político». También
engrosaban la lista de asesinados los líderes sindicales y campesinos, otros dirigentes
de partidos políticos, activistas estudiantiles, abogados, doctores y maestros. Esta lis-
ta aumentaba de una forma alarmante: en 1972, los asesinatos «políticos» llegaban a
una media de entre 3o y 5o por mes; hacia I98o, ya eran de 8o a too, y por 1[981, de 25 o
a 3 oo cada mes 46.

A partir del gobierno de Méndez Montenegro, las campañas guerrilleras y anti-


guerrilleras habían transformado Guatemala en un escenario de guerra civil de baja
intensidad. Esta situación bélica aún debía dotarse del fuerte componente étnico
que lo caracterizaría 47. A lo largo de la década de los setenta, surgieron nuevos gru-
pos guerrilleros: el EGP (1972) comenzó sus operaciones en Ixcán, la frontera nor-
te de la región maya-quiché. Muchos de sus comandantes ya habían participado
en campañas en las regiones ladinas, tenían ascendencia ladina de clase media y
habían acudido unos cuantos años a la universidad. Una segunda organización, la
ORPA (1971) se había introducido también en las regiones mayas. Al contrario de los
viejos movimientos guerrilleros de los arios sesenta, estos nuevos grupos preten-
dían formar sus filas desde un principio de indios mayas. Recibieron el apoyo de las
comunidades mayas y se involucraron fuertemente en los asuntos socioeconó-
micos y culturales de estas etnias. Tras varios años de vida entre estas comunidades,
y de lenta pero persistente incorporación india en los grupos guerrilleros, quienes a
su vez colaboraban en la economía y la sociedad local, el EGP y la ORPA se ganaron
y afianzaron la simpatía de las comunidades indias y la población regional. Desde la
segunda mitad de los arios setenta en adelante, las iniciativas guerrilleras y sus
manifiestos políticos y de reforma tenían una base fundamentalmente indígena.
Durante los arios sucesivos, estos grupos alcanzaron un ritmo impresionante en su
avance territorial por los departamentos mayas.
El crecimiento de las guerrillas, su expansión por los departamentos indios y el
éxito de sus campañas nunca hubiera sido tan sonado de no ser por el clima de resen-
timiento y agotamiento generado por las operaciones de contrarrevolución en todo
el país y la atmósfera de violencia y persecución generalizada durante los últi-
mos años de la presidencia de Laugerud y exacerbada en el periodo de gobierno de
Lucas García (1978-82). Se trataba de la época en que el presidente Lucas García lla-
maba a su homólogo estadounidense « Jimmy Castro» en sus discursos públicos, y
recibía por ello muchos aplausos. En esos años, en los que la violencia era estructu-
ral y la tortura y el asesinato se consideraban mecanismos correctores contra la insur-
gencia existente, futura y potencial, el ejército y el gobierno encizañaron
profundamente el orden social y político del país. Quien no se viera como un «leal
mo% al gobierno» era un enemigo, un insurgente, un criminal y, por lo tanto, un
comunista.

46 Report on Guatemala, págs. 26-7.


47 Véase el excelente análisis de Le Bot, marre, págs. tog ss.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 71

La fractura social que produjo la «sociedad del miedo» inducida por el gobierno
proporcionó a las guerrillas una nueva hornada de reclutas. Al término del régimen
de Lucas García, a comienzos de 1982, las unidades guerrilleras actuaban en al menos
la mitad de los veintidós departamentos de Guatemala, y controlaban una infraes-
tructura fuertemente implantada en un área compuesta de seis departamentos inter-
conectados del altiplano indígena 48 . Estas unidades operaban en columnas de hasta
200 combatientes, atacando de manera sistemática puestos de policía, militares, e
incluso a veces llegando a ocupar municipios y cabeceras departamentales enteras.
En el ministerio de Defensa, en Ciudad de Guatemala, los oficiales de mando estaban
muy preocupados por la posibilidad de que las zonas urbanas más importantes
quedaran cercadas 49 . La ORPA y el EGP juntos se componían de unos 6.000 efecti-
vos, y contaban con el apoyo de unos zso.000 civiles, en su mayoría campesinos
mayas S° . En los círculos militares se tenía la idea de que el apoyo indígena era el
resultado de un plan maestro concebido por la dirección guerrillera para proporcio-
nar ayuda logística a sus tropas:
De hecho, tenemos que darles las gracias por concebir lo que más tarde sería nuestro
sistema de Patrullas de Autodefensa Civil. Las guerrillas organizaron a los campesi-
nos en Fuerzas Irregulares Locales, las FIL [...] Pero a largo plazo, se sobreexcedie-
ron. Déjeme ponerle un ejemplo: sólo en Chimaltenango, a unos 45 minutos de la
capital, habían organizado a más de 70.000 FIL. El ejército sólo tenía 27.000 soldados
regulares. Lo que pienso es que con tanta gente perdieron la capacidad mínima de
abastecimiento, de mando y de control ".

El gobierno sólo conocía una solución: intensificar la campaña anti-insurgente,


aumentar la capacidad de destrucción y aplicar el sistema de «tierra arrasada» a las
comunidades indígenas. Entre los años 198o y 1985 (de los cuales, 1982 y 1983 fueron
los más violentos), aproximadamente loo.000 civiles resultaron asesinados; se des-
truyeron por completo 450 aldeas y caseríos; se «reubicaron» 6o.000 campesinos
indígenas en «asentamientos estratégicos» 51 ; un millón de personas eligieron el «des-
plazamiento interior»; 5oo.000 emigraron; y unos cuantos miles «desaparecieron» ".
El general Benedicto Lucas García, hermano del presidente-general Romeo Lucas
García y jefe del Estado Mayor, pidió que se triplicara el número de oficiales y reclu-
tas en las Fuerzas Armadas para lanzar una contracampaña más eficaz. Fue entonces

48 Sesereses, «Guatemalan Legacy», pág. 37.


49 Entrevista del autor con el general Alejandro Gramajo, el 13 de julio de 1994. Gramajo fue jefe
del estado mayor casi sin interrupción durante las campañas de 1982/85 y ministro de Defensa en el
gobierno de Cereso. Es el autor de la tesis sobre la seguridad («estabilidad») de Guatemala y el fundador
del Centro ESTNA. Véanse Gramajo Morales, Tesis; id., Liderazgo militar.
5 o Le Bot, La perro, pág. 195.
51 Entrevista del autor con el general Jaime Rabanales, el 1z de julio de 1994. Rabanales era el
comandante del ejército guatemalteco en el Quiché y las otras regiones mayas durante el periodo com-
prendido entre 1986 y 1988. Después, fue el director del Centro de Estudios Militares, y, posteriormente,
miembro del consejo directivo del Centro ESTNA.
5 z Véase una descripción detallada de las consecuencias que sufrieron las comunidades mayas en
Montejo, Testimony; y Stoll, Between Two Armies.
5 3 Véase las referencias de la biografía anotada de Sexton, Campesino; y Delli Sante, Nightmare or
72 DIRK KRUI JT

al final del gobierno de los Lucas García cuando un grupo de oficiales del ejército,
que se hacía llamar el Movimiento de J óvenes Oficiales, dio un golpe de estado para
sustituir a los megalómanos y bélicos hermanos por una dirección militar más
sofisticada. El general Ríos Montt 54 fue nombrado nuevo jefe de estado con el obje-
tivo de borrar la corrupción de la cúpula, quitar de la esfera nacional a los líderes
militares y políticos especialmente violentos 5 5 y granjearse mayores simpatías entre
las guerrillas y la sociedad civil.
Entonces fue cuando por fin se produjeron cambios sustanciales en las tácticas y
la estrategia contrarrevolucionaria. Ríos Montt dio los primeros pasos para alcan-
zar un proceso de negociación con las guerrillas 56. Después ofreció una amnistía a
las guerrillas (según declaraciones oficiales, cientos de guerrilleros entregaron las
armas en puestos militares o de la Cruz Roja). Tras concluir el plazo para la amnistía,
Montt instituyó un estado de sitio, seguido de leyes draconianas que aumentaron los
ya amplios poderes del ejército. A comienzos de 198 3, tras seis meses de relativa
tranquilidad, el ejército lanzó una nueva ofensiva contrainsurgente, esta vez basa-
da en un concepto distinto de lucha antiguerrillera 57. La elite militar más joven, que
se deshizo pronto de Ríos Montt debido a sus ambiciones personales y lo sustituyó
por un general más «decente», fue la que formuló la estrategia, consistente en una
combinación de ideas políticas, militares y desarrollistas. El concepto principal se
basaba en la legitimación de su presencia en las regiones en liza por medio de «accio-
nes positivas», proyectos de desarrollo local, protección de los campesinos alia-
dos, etc. El fortalecimiento de la posición político-militar hacía necesario un mayor
control de la violencia «extra-gubernamental» y del campesinado en su conjunto,
así como una presencia más amplia a través de otros medios paramilitares. Esta nue-
va estrategia tambiédrequería una mayor legitimidad en el contexto nacional e inter-
nacional, el entendimiento con Estados Unidos y otros países importantes y, por
último, un gobierno civil que comulgara con la idea global que subyacía en estos
principios. De este modo se puede comprender la lenta transición hacia los gobier-
nos de Cereso (1986-91) y sus sucesores.
En términos más militares, la estrategia de contrainsurgencia se componía de
tres elementos 58. El primero de ellos fue el incremento del número de personas

54 Ríos Montt se había presentado ya antes como candidato a la presidencia por los democrata-
cristianos. Probablemente hubiera ganado las elecciones, pero el ejército decidió que el vencedor fuera
otro general. Ríos Montt cambió de opción política para participar en otras fórmulas con diversos parti-
dos. Después resultó ser un «cristiano renacido». Su biografía política (Efraín Ríos Mayar, de Anfuso y
Sczepanski) fue distribuida por su nueva iglesia. Sea cual fuere el juicio que merezcan sus aftos de gobier-
nos, lo cierto es que Ríos Montt posee carisma. En las elecciones parlamentarias de marzo de x995 obtu-
vo con su partido más del 3o% de los votos.
55 A Benedicto Lucas García, por ejemplo, se le puso bajo arresto domiciliario, aunque más tar-
de fue nombrado jefe de las operaciones contrarrevolucionarias en el Petén; véase Sexton, Campesino,
pág. 4zo.
56 La oferta inicial para entablar negociaciones se canalizó prudentemente a través de los C.olegios
Profesionales de Abogados, Médicos e Ingenieros, que estaban representados en el nuevo Consejo del
Estado de Ríos Montt. Con todo, los portavoces guerrilleros en Nueva York declinaron la oferta. (Entre-
vista del autor con Edgar Ponce, el 7 de julio de z 994. Ponce era entonces el vicepresidente del comité polí-
tico del Consejo.)
57 Entrevista del autor con el general Alejandro G ramajo, el 3 de julio de 1994.
58 Para una descripción más detallada, véase Sesereses, «Guatemalan Legacy», págs. 41 ss.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 73

armadas, fundamentalmente reclutas, y el despliegue de unidades más reducidas y


móviles en las regiones en disputa. El segundo componente consistía en la amplia-
ción y consolidación de un sistema de fuerzas civiles de defensa con carácter
paramilitar. De este modo se crearon las denominadas Patrullas de Autodefensa
Civil (PAC), un instrumento empleado hasta tal punto dentro del territorio nacio-
nal que, en cierto momento, llegó a haber 900.000 hombres del total de 9 millones
de la población guatemalteca alistados en ellas. El tercer elemento fue la recupera-
ción de los planes cívicos de desarrollo local (distribución de alimentos, servicios y
mejora de las infraestructuras locales). En la práctica, los miembros de las PAC
eran en su mayoría los beneficiarios de los planes de acción cívica y las actividades
de desarrollo local. Aquellos campesinos que se sumaban a ellas eran recompen-
sados con comida, hogares y trabajos. Los que se negaban, «desaparecían» o acaba-
ban con un tiro.
El coste social de la guerra civil fue altísimo en número de víctimas civiles, viudas
y huérfanos, y personas desplazadas y «reubicadas». En una serie de campañas de
represión y pacificación denominadas «Fusiles y Frijoles» y «Techo, Tortillas y Tra-
bajo» el ejército ganó la iniciativa estratégica. La cantidad de civiles muertos o heri-
dos, aunque menor que en años precedentes, se calculaba en más de io.000. Se decía
que tanto el ejército como las guerrillas mataban a todo sospechoso de simpatizar
con el otro bando. Como consecuencia, estas últimas iban quedando cada vez más a
la defensiva e incapaces de proteger los pueblos amigos de las represalias militares
o de defender a sus seguidores indígenas en las zonas en disputa. Esta fue la explica-
ción que recogió un observador en cuestión de derechos humanos en una entrevista
(199o) con el general Gramajo, el principal artífice de la nueva estrategia:
R: En lugar de matar al ioo por cien, suministrábamos comida para el 7o por cien [de
los refugiados de guerra] y matábamos al 30 por ciento. Antes, la doctrina consis-
tía en [matar] el too por cien.
P: Pero ¿cuál es la diferencia [entre el upo y el 30ho por ciento] pues? Se mató a
mucha gente entre 1982 y 1984 ¿no?
R: Ah, pero menos que en 198o y 1979 [...] No vamos a volver a las matazonas, no
vamos a volver a eso.
P: ¿Cuánto tiempo más va a continuar esta fase de transición [en la que se use la fór-
mula del 30/70 por ciento]?
R: No lo sabemos. Cuando el enemigo deje de ser lo bastante significativo como para
llevar a cabo acciones contra el Estado 59 .

En retrospectiva, hizo el siguiente resumen de la campaña:


De hecho, aplicamos a Mao, pero desde el lado opuesto. Era puro Mao, contrainsur-
gencia y desarrollo. Organizamos fiestas. El sábado noche, Pajachel necesita rock
¿sabe? Pues bien, organizamos la fiesta. La feria de Mazatenango es famosa por su
carnaval. Pues bien, organizamos el carnaval. Cuando llegaron los turistas, ya había-
mos quitado los camiones quemados, las casas destruidas, habíamos vuelto a pintar la
plaza, limpiado las calles, y sólo se veía paz y tranquilidad. Así se hace, con la CACIF

59 Véase Schirmer, «The Looting», pág. 9. Veáse también Schirmer, «Guatemalan Military Pro-
¡Can y Schirmer, «Guatemala».
74 DIRK KRUIJT

(la Cámara local de Comercio e Industria), el ayuntamiento, las iglesias, con volunta-
rios. ¡Acción psicológica! Y nosotros lo financiamos, con comida, con proyectos de
desarrollo. Todo el mundo participó y todo el mundo fue partícipe de la victoria.
Después, por medio de nuestra Inteligencia, conseguimos tener acceso a informes
para MISEREOR. Como sabe, MISEREOR es la organización de obispos alemanes.
El informe afirmaba: «El ejército, y no las guerrillas, está venciendo». Y ésa era infor-
mación obtenida de fuentes independientes. Otro día me encontré por pura casualidad
con un profesor de la Universidad de Georgetown, un antropólogo. Me dijo que le
pagaba el Departamento de Estado para que diera un análisis de la situación. Y yo
le pregunté: «¿La población campesina apoya a las guerrillas o al ejército?». Me
dijo con franqueza: «Yo pienso que vosotros estáis ganando la guerra. Lo que está fun-
cionando es el sistema de los comités de autodefensa, los proyectos pequeños de
infraestructura local, el programa de alimentos por trabajo» 60.

La estrategia contrainsurgente se mantuvo durante la mayor parte del gobierno


de Cereso. Al final de su mandato, y de la década de los ochenta, el ejército consi-
deró definitiva la derrota estratégica del movimiento guerrillero, y al gobierno de
Cereso como algo transitorio.
En ese contexto de radical anticomunismo de Guatemala y [ultraconservadurismo de
las clases gobernantes], transferimos tras las elecciones del año anterior en 1986 el
poder a Cereso. En nombre de las Fuerzas Armadas le transferí a él el 17 de enero
el poder. Fue una sesión larga y tensa, llevó más de seis horas de discusión. Le hicimos
una exposición acerca de la realidad nacional y le explicamos las cuestiones de priori-
dad nacional. Obtuvo un análisis de todo: la situación social, la económica, la política,
la militar, de todo oyó. Al fin le dije: «Señor, ¿es consciente de que usted es un pre-
sidente de transición?». Cereso estaba bastante nervioso, pensaba que empezaríamos
a reducir su poder político [como en el caso de Méndez Montenegro]. Pero no sabía
que la tesis de seguridad nacional y estabilidad prescribía precisamente un lideraz-
go democrático para la nación, una democracia fuerte, protegida por las Fuerzas
Armadas. No ocultamos nada, se lo dijimos todo claramente: «Presidente, sólo quedan
de 3.000 a 3.5oo guerrilleros, incluidos todos los grupos. Tienen el apoyo de Cuba,
Nicaragua, los suecos, España, los países nórdicos. Vamos a evitar que se reagrupen y
extiendan [su ámbito de operaciones] de nuevo. Hemos hecho nuestros planes y soli-
citamos de usted su total apoyo». «De acuerdo», nos dijo. «Déjenme hacer mi trabajo,
déjenme iniciar mis tareas internacionales»61.

La década de los ochenta y el periodo de las presidencias civiles de Cereso, Serra-


no y De León Carpio, fueron los arios de un gobierno civil-militar de facto. Las cam-
pañas anti-guerrilleras comenzaron entonces a bajar en intensidad y violencia
descontrolada. Serrano inició una serie de rondas de negociación con las guerrillas;
la mayor parte de sus ministros y viceministros que participaron directamente en
dicho proceso fueron retirados más tarde a petición del mando del ejército 62. Recien-
temente, durante la presidencia de De León Carpio, ambas partes iniciaron un lento

6o Entrevista del autor con el general Alejandro Gramajo, el 13 de julio de 1994.


61 idem.
62 C.onversación privada durante una serie de entrevistas del autor con Abel Girón, viceministro
de Desarrollo en 1991 y x 99z y, junto con su ministro, encargado de diseñar la mecánica de los esperados
procesos de rendición de las guerrillas. Las entrevistas se produjeron en marzo y julio de 1994.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 75

proceso semipúblico de negociaciones de «fin de guerra». Los acuerdos de paz se


negociaron punto a punto 63 , y en el mismo periodo de gobierno se discutió un plan
formal, seguido de un proyecto de reinserción de los excombatientes a la sociedad
civil. El acuerdo de paz definitivo lo firmó el presidente Arzú, en diciembre de 1996.

APUNTES FINALES

En 1821 y 1824 tuvieron lugar dos batallas decisivas en Junín y Ayacucho, las
últimas de las guerras de liberación latinoamericanas. Allí se enfrentaron el ejército
de los «realistas españoles» y el de los «liberadores peruanos». Por supuesto, los
soldados de las dos formaciones eran reclutas indios, mientras que los oficiales eran
blancores y criollos. Lo que resulta más curioso, sin embargo, es la distribución de
nacionalidades en el cuerpo de oficiales. En el ejército de liberación, casi todos eran
extranjeros: de Argentina, Chile, Venezuela y Colombia. También había algún bri-
tánico, algún otro europeo, e incluso un oficial norteamericano. El ejército de los
realistas tenía al mando oficiales peruanos.
La pregunta que surge entonces es quién liberó a quién de qué dominación. Esta
intrigante cuestión la planteó el autor peruano José de la Riva Agüero en la déca-
da de los cuarenta, y Mario Vargas Llosa la vuelve a examinar en sus memorias polí-
ticas 64. No obstante, las batallas de Junín y Ayacucho también han dejado otro
asunto polémico sin aclarar: la posición de las tropas indias. Estas agrupaciones fue-
ron carne de cañón de las campañas militares a comienzos del siglo XIX, en las últimas
décadas del mismo siglo y en las operaciones militares y paramilitares del siglo xx.
En último término, esta cuestión apunta a una de las mayores ambigüedades de la
historia política del Perú: la nacionalidad peruana.
Perú no es el único país latinoamericano que ha separado su «alma india» de su
«cadáver político». La historia peruana parece haberse reproducido en Guatemala de
manera similar. Sólo en estos dos países latinoamericanos, Guatemala y Perú, se ha
sometido a los pueblos indígenas a unas formas de degradación tan completas y sis-
temáticas. En la mayoría de los otros países de su entorno, la herencia colonial pro-
dujo una ciudadanía de segunda clase basada en las características étnicas y el color de
piel. Las clases gobernantes de Guatemala y Perú, sin embargo, han logrado crear
una ciudadanía de tercera clase con su población maya y quechua.
Tanto la historia colonial de estos dos países como, en su mayor parte, la posco-
lonial se podría resumir con frases muy parecidas: esclavitud de la población étnica
originaria, desintegración de las civilizaciones, lenguas e identidades culturales indí-
genas. En aquellos casos en los que los indígenas se integraron en las economías
nacionales de Guatemala y Perú, lo hicieron como minifundistas comunales o cam-
pesinos dependientes sin tierra, empleados en los enormes latifundios de los altipla-
nos de Guatemala y Perú. En los dos países, surgió un poderoso sistema de

63 Entrevista del autor con Héctor Rosada-Granados, negociador del gobierno en representa-
ción del presidente, el 14 de marzo y el 8 de julio de 1994. Véase también Aguilera y Ponciano, El espejo;
y Poitevin, Guatemala.
64 Vargas Llosa, El pezen el agua. Unos años antes, Flores Galindo, Buscando un Inca, págs. ab ss,
planteaba la misma cuestión.
76 DIRK KRUI JT

segregación con complicadas estratificaciones basadas en la clase, la raza y la etnia.


A lo largo del siglo xix y la mayor parte del xx, las relaciones sociales venían deter-
minadas por la oligarquía y las Fuerzas Armadas, la primera de las cuales estaba
compuesta fundamentalmente de dinastías terratenientes. Durante las últimas déca-
das del siglo xx, sus estructuras sociales, en las que la riqueza, el poder y el prestigio
se basaban en la posesión de terrenos, suponían la perpetuación del orden colonia165.
La estructura política, basada en la economía y la sociedad ex colonial y casi inalte-
rada en Perú hasta los años del «Gobierno Revolucionario de las Fuerzas Armadas»
de Velasco, ha recibido la denominación socarrona de «república aristocrática» por
parte del historiador peruano Basadre 66. En Guatemala, se había generalizado des-
de los tiempos coloniales la estructura de relaciones sociales conocida como segre-
gación ladino-india67 . Este sistema casi de apartheidcontinúa determinando el día a día
en Guatemala. El periodo revolucionario de 1944-1954, los arios de gobierno de
Arévalo y Arbenz, no modificaron la estructura fundamental de las relaciones socia-
les en este país, a pesar de todos los intentos. Así, no resulta muy descabellada la tesis
de Solares de que Guatemala es un «estado sin ser una nación» 68. Teniendo en cuen-
ta las pretensiones oficiales con respecto a la identidad nacional en Guatemala y
Perú, estos dos países representan las culturas, los sentimientos y las esperanzas de
sociedades fragmentadas.
Cuando llegue la hora de la reconciliación y la reconstrucción nacional tras la
guerra civil, los componentes étnicos de las sociedades guatemalteco. y peruana ten-
drán un papel fundamental que desempeñar. La integración del legado étnico (la
herencia indígena) en la cultura y la sociedad nacional, y la sustitución de la ciuda-
danía racial de segunda o tercera clase por un concepto cuando menos ideológico de
la «guatemalidad» y la «peruanidad» se convertirán en algunas de las prioridades
nacionales 69. A corto plazo, la actitud de las Fuerzas Armadas (los triunfadores de la
guerra civil) tanto en Guatemala como en Perú no permiten ser muy optimista. El
comentario sardónico del general Gramajo, comandante de las decisivas campañas
de contrainsurgencia en Guatemala durante los años ochenta, es significativo: «En
Guatemala, las etnias indias todavía guardan un fuerte resentimiento por la Con-
quista. De hecho, si se para a pensar, el proceso de conquista que iniciaron los espa-
ñoles hacia 15 zo se consolidó durante el periodo de 198 z a 198 3» 7°.
Existen diferencias, no obstante, en el desarrollo del proceso de paz en los dos paí-
ses. La guerra civil en Guatemala finalizó al menos con una serie de acuerdos de paz
negociados. Ha habido un mínimo de diálogo, una participación consolidada de
los sectores civiles, públicos, la guerrilla y las Fuerzas Armadas. Se constituyó una

65 Spalding, «Class Structures», ha descrito este proceso en el caso de Perú.


66 Este término, acuñado por Basadre, lo han utilizado generación tras generación de historiado-
res para tipificar la fórmula social y política anterior a los años sesenta; véase Burga y Flores, República aris-
tocrática.
67 Véase una interpretación de este fenómeno en Adams, Crucifixion by Power; Carmack, Harvest of
Petera, Unfínisbed Conquest; Rosada Granados, Indiosy Ladinos; y Smith,
Violence; Martínez Peláez, Patria;
Guatemala,: Indians.
68 Solares, «Guatemala», págs. so ss.
69 Semejante al concepto ideológico de la «mexicanidad» de Bartra, Jaula de la melancolía y Oficio
mexicano; y de Bonfil Batalla, Me'xico profimdo.
7o Entrevista del autor con el general Gramajo, el 13 de julio de 1994.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 77

especie de foro internacional con la presencia de «países amigos» como México,


Noruega y España. Como en el caso del vecino El Salvador, la intervención del
sistema de las Naciones Unidas ha sido positiva, y la vigilancia por parte de la ONU
del tratado de paz permitirá asegurar cierta respetabilidad durante el tímido proce-
so de reconstrucción nacional y reagrupación de las principales fuerzas sociales.
En este contexto, surgen nuevas oportunidades para una nueva orientación de las
Fuerzas Armadas, la reforma de la policía y la relegitimación del estado de derecho.
Aunque el ejército tiene prevista la mayoría de los posibles escenarios de transición
y paz desde mediados de los años ochenta, es de esperar que la sociedad civil resurja
de manera gradual. En Perú, en comparación, la paz impuesta fue una Pax Fujimo-
ricana, una fórmula de gobierno civil-militar sui generis por la que un «iluminado» pre-
sidente civil dice «comprender» a las masas urbanas no organizadas y a la población
campesina con el apoyo de los escalafones superiores militares y la Inteligencia del
país. A la hora de plantearse la reconstrucción de la sociedad civil, la disolución efec-
tuada por este régimen de todas las instituciones oficiales anteriores a 1990 permite
adivinar que la futura sociedad civil conservará determinadas secuelas.
No existen respuestas plausibles sobre la cuestión de los movimientos campesi-
nos y los ciudadanos de a pie tanto en Guatemala como en Perú. ¿Cuál será el legado
de los ejércitos campesinos en los territorios indígenas mayas y quechuas? ¿Qué
efectos a largo plazo tendrá la guerra en la memoria colectiva de las masas urbanas,
los urbanizados pobladores indígenas, microempresarios y los empleados por cuen-
ta propia? La nula atención prestada a la dimensión étnica de la guerra y a las deman-
das de reconocimiento de la identidad durante las campañas revolucionarias y
contrarrevolucionarias constituye un tema latente que no será fácil olvidar en los
años futuros de paz y reconstrucción.
78 DIRK KRUI JT

APÉNDICE I. EJECUTIVOS NACIONALES EN PERÚ (193 o - zooi)

Carácter del Presidente del ejecutivo Periodo de Forma de


gobierno nacional gobierno sucesión

militar Gen. Manuel Ponce 1930-31 depuesto


militar Tte. Crnl. Luis Sánchez Cerro [I] 1931 dimitió
junta de notables Ricardo Leoncio Elías 1931 depuesto
militar Tte. Crnl. Gustavo Jiménez 1931 dimitió
junta de notables Gen. David Samanez Ocampo 1931 convocó
elecciones
constitucional Gen. Luis Sánchez C,erro [II] 1931-33 asesinado
designado por
el Congreso Gen. Oscar Benavides 1933-39 convocó
elecciones
constitucional Manuel Prado Ugarteche [I] 1939-45 completó su
legislatura
constitucional José Luis Bustamante y Rivero 1945-48 depuesto
militar, después electo Gen. Manuel Odría 1948-56 convocó
elecciones
constitucional Manuel Prado Ugarteche [II] 1956-62 depuesto
provisional Gen. Ricardo Pérez Godoy 1962-63 depuesto
provisional Gen. Nicolás Lindley 1963 convocó
elecciones
constitucional Fernando Belaúnde Terry [I] 1963-68 depuesto
militar Gen. Juan Velasco Alvarado 1968-75 depuesto
militar Gen. Francisco Morales Bermúdez 1975-80 convocó
elecciones
constitucional Fernando Belaúnde Terry [II] 1980 85- completó su
legislatura
constitucional Alán García 1985-90 completó su
legislatura
constitucional Alberto Fujimori [I] 1990-92 auto-golpe
de estado
refrendado por completó su
la cm:MI:gente Alberto Fujimori [II] 1992-95 legislatura
constitucional Alberto Fujimori [III] 1995-2000 completó su
legislatura
constitucional Alberto Fujimori [IV] 2000 dimitió
provisional Valentín Paniagua 2000-2001 convocó
elecciones
elegido por sufragio Alejandro Toledo 2001-
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 79

APÉNDICE II. EJECUTIVOS NACIONALES DE GUATEMALA (1930-2001)

Carácter del Presidente del ejecutivo Periodo de Forma de


gobierno nacional gobierno sucesión
provisional Gen. Manuel Orellana 1 93 0 dimitió
provisional José María Reina Andrade 1930-31 dimitió
dictadura Gen. Jorge Ubico y Castañeda 1931-44 dimitió
provisional Gen. Federico Ponce Vaides 1944 depuesto
triunvirato provisional Mayor Francisco Arana
Capitán Jacobo Arbenz
Jorge Toriello Garrido 1 944-45 convocaron
elecciones
constitucional Juan José Arévalo Bermejo 1945-50 completó su
legislatura
constitucional Crnl. Jacobo Arbenz 1950-54 depuesto
junta militar Crnl. Elfego Monzón
Crnl. Carlos Castillo Armas 1 954 disuelta
autoproclamado Crnl. Carlos Castillo Armas 1 954- 57 asesinado
provisional Luis Arturo González López 1 957 dimitió
provisional Guillermo Flores Avendaño 1 957- 5 8 convocó
elecciones
constitucional Gen. Miguel Ydígoras Fuentes 1958-63 depuesto
provisional Crnl. Enrique Peralta Azurdia 1963-65 convocó
elecciones
constitucional Julio César Méndez Montenegro I966-7o completó su
legislatura
elegido por sufragio Gen. Carlos Arana Osorio 1970-74 completó su
legislatura
elegido por sufragio Gen. Eugenio Kjell completó su
Laugerud García 1 974-7 8 legislatura
elegido por sufragio Gen. Romeo Lucas García 1978-8z depuesto
triunvirato militar Gen. Efraín Ríos Montt
provisional Gen. Horacio Maldonado Schaad
Crnl. Francisco Luis Gordillo 1982 disuelto
designado Gen. Efraín Ríos Montt 1982-83 depuesto
designado Gen. Oscar Humberto
Mejía Victores 1983-86 convocó
elecciones
constitucional Marco Vinicio Cerezo Arévalo 1986-91 completó su
legislatura
constitucional Jorge Serrano 1 991-93 dimitió tras
auto-golpe
fallido
designado por
el Congreso Ramiro de León Carpio 1993-96 completó su
legislatura
constitucional Álvaro Arzú 1996-1999 completó su
legislatura
constitucional Alfonso Portillo 1 999-
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS
CAMPESINAS Y LA DERROTA DE SENDERO
LUMINOSO EN AYACUCHO
Carlos Iván Degregori

CuANDO SENDER0 LUmINOSO comenzó su guerra en mayo de 198o era un par-


tido formado mayoritariamente por maestros de escuela, profesores y estu-
diantes universitarios. Su presencia entre el campesinado regional era débil.
Sin embargo, cuando las Fuerzas Armadas peruanas asumieron el control político y
militar de Ayacucho tras las navidades de 1982, Sendero Luminoso había logrado
desalojar fácilmente a las fuerzas policiales de amplias zonas rurales de las provincias
norteñas del departamento, y se preparaba para hacerse con el control de la capital del
departamento'.

Los JÓVENES RURALES Y EL CAMPESINADO


El factor clave en la rápida expansión de Sendero Luminoso fue el alto número
de jóvenes rurales con educación secundaria o, en algunos casos, de últimos años
de primaria que engrosaron las filas del partido. Este grupo constituyó el sector
más activo de los «organismos generados» por Sendero Luminoso en el campo y,

Este trabajo tiene una primera versión en español, con el mismo título, en Degregori, Las rondas
campesinas) la derrota de Sendero Luminoso. Para esta traducción, hemos intentado llegar a un nuevo punto
de confluencia entre esa primera versión y la segunda (en inglés), incluida en la edición original de este
libro (N. de los T.).
z Esa escasa presencia era, en parte, consecuencia de una opción que Sendero Luminoso fue per-
filando a lo largo de la década de 1970 y que lo convirtió en un proyecto fundamentalista en lo ideológi-
co, un «antimovimiento» social (véase Wieviorka, Societó et terrorisme) en el ámbito político y, como
organización, en una «máquina de guerra». El movimiento no daba prioridad al trabajo político en orga-
nizaciones sociales, comunidades o federaciones, sino a lo que denominaba «organismos generados» por
el partido, que constituían la «correa de transmisión» entre éste y las «masas». Sobre la composición de
Sendero Luminoso hacia 198o y la evolución del proyecto senderista, véase Degregori, Última tentación.

e
8z CARLOS IVÁN DEGREGORI

posteriormente, de los órganos de poder del «nuevo Estado» senderista en cons-


trucción. Se puede afirmar de manera inequívoca que Sendero Luminoso necesitaba a
ese colectivo. En las regiones donde no existía, le resultó muy dificil establecer vín-
culos sólidos con el campesinado.
Se trataba de jóvenes política y socialmente «disponibles», expuestos en los cole-
gios a las ideas senderistas, o a lo que al menos se ha denominado «idea crítica del
Perú», que cuestionaba el orden social y político de una manera conflictiva pero
autoritaria 3 La presencia, aunque tenue, de otros partidos de izquierdas en algunas
.

partes de la región fomentaba el radicalismo juvenil. Al mismo tiempo, los jóve-


nes rurales formaban un grupo en busca de una identidad. Tal era así que, tras verse
expuestos al «mito del progreso» que difundían la escuela y los medios de comuni-
cación, y que sus propios padres defendían, la identidad tradicional andina de éstos
comenzaba a parecerles algo lejana. Por último, eran jóvenes con pocas esperanzas de
progresar por la vía del mercado, bien a través de la emigración o de una mejor edu-
cación. A estos jóvenes se les presentó de repente la posibilidad concreta de ascender
socialmente a través de las filas del (nuevo) Estado senderista. Por lo tanto, la
militancia en Sendero Luminoso también puede ser contemplada como un canal
de movilidad social. Arturo, un joven de la comunidad de Rumi relata: «Decían que
Ayacucho iba a ser zona liberada en 1985 . Una famosa ilusión que han creado a los
muchachos era que ya, pues estamos en el 8i, para el 85 va a ser una república inde-
pendiente, ¿acaso no quieres ser un ministro? ¿acaso no quieres ser un jefe militar?
Ser algo, ¿no?».
El poder sedujo a estos jóvenes colegiales, reclutados a su vez por otros jóvenes,
los universitarios convertidos en guerrilleros, que formaban el soporte principal
de las columnas senderistas. Nicario, también de Rumi, relata su encuentro con
uno de ellos:
Cuando yo estaba en segundo año de secundaria me invitó uno que era de la Univer-
sidad de San Cristóbal. Entonces yo, bueno, fácilmente acepté [...] porque en ese
tiempo, era el 8z, ya tenía bastante acción el Sendero. A la Asamblea fue un mando
militar, que dirigía. Vino con su metralleta, yo con miedo todavía me acerqué. Se pre-
sentó y tenía voz gruesa: «sí compañero», así, con sus botas, todo, me saludó.

El poder apareció en todo su esplendor atemorizante y sedujo a la mayoría de los


jóvenes de Rumi con la promesa de investirlos con los mismos atributos. Los jóve-
nes hicieron alarde de ese poder. Sus primeras acciones fueron pintar paredes y hacer
explotar dinamita en el pueblo, alterando así la paz de las noches rurales. Según
Arturo: «reventaban por reventar no más».
Para los universitarios, que formaban el núcleo de Sendero, el partido era una
«identidad total». Un sector de los jóvenes rurales también asumió de ese modo su
militancia en Sendero Luminoso 4 Pero para muchos, el hecho de que la movilidad
.

social estuviera ligada al ejercicio concreto del poder en sus.propias localidades —con

3 Portocarrero y Oliart, Perú desde la escuela.


4 El hermano menor de Nicario, por ejemplo, se unió a la guerrilla y vivió como tuca puriq (cami-
nante de la noche) entre 1983 y 1986, hasta que, enfermo, acudió a la llamada de su familia y bajó a Lima. Sin
embargo, incluso tiempo después, cuando ya no tenía ningún vínculo orgánico con Sendero Luminoso, no
quiso decirme nada sobre su experiencia que no fuera la repetición de la línea oficial del partido.
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 83

un toque añadido de aventura juvenil, especialmente en los primeros arios, cuando la


violencia aún estaba bajo control— influyó bastante. Arturo cuenta: «eran jóvenes
que estudiaban en Cangallo. Muchachos adolescentes y que estaban desesperados de
repente por conocer las armas, por ejemplo, una metralleta, que para ellos manejar
dinamita era una gran cosa. Lo hacían únicamente los valientes [...] para ellos aga-
rrar arma era una cosa ya de otro nivel, más jerárquico».
Finalmente, desempeñaba un papel importante algo que podríamos denominar
«efecto de demostración». Los jóvenes rurales se unían a una organización en ascen-
so, prestigiosa, que se mostraba eficaz, que les daba poder y los transformaba. Con-
vertirse en un miembro de Sendero Luminoso tenía mucho de rito de tránsito o de
iniciación en una secta religiosa: la secta armada.
A partir de esa cabeza de playa juvenil, Sendero Luminoso hizo incursiones en el
campesinado, con éxito principalmente allí donde existía una significativa brecha
generacional educativa. Esa brecha situaba a los jóvenes ni tan cerca de sus padres
como para someterse a los dictados de la tradición ni tan lejos como para desintere-
sarse por la suerte de sus pueblos: Sendero quería transformarlos. Una vez que los
jóvenes rurales se habían convertido en la generación armada, en muchas regiones y
comunidades sedujeron, convencieron o sometieron a los adultos, que habían envia-
do a sus hijos a la escuela para que encontraran un modo de progresar en una socie-
dad compleja y discriminatoria. Si los «jóvenes educados» lo decían, algo de razón
tendrían. Eran tiawiyog (tenían ojos), veían cosas que sus padres, «gente ignorante», tal
vez no habían advertido S. Incluso cuando los padres rechazaban en su fuero interno
el discurso de los jóvenes, su reacción era ambigua debido a los lazos familiares y cul-
turales que unían a las generaciones.
Más allá de esos vínculos de parentesco, el partido (Partido Comunista del Perú-
Sendero Luminoso) siempre estaba dispuesto a demostrar su capacidad coercitiva,
incluyendo desde un principio dosis de terror. Sendero Luminoso ocupó así el lugar
del patrón andino tradicional, duro e inflexible pero «justo», que desplazaba a los ya
existentes, por lo general injustos o abusivos. Desde esa postura, el movimiento tra-
tó de obtener beneficios concretos para el campesinado. Por un lado, el partido se
ubicó en el eje de las contradicciones existentes en el lugar 6 y, por el otro, implantó
un código moral muy estricto.
En Ayacucho, donde seguían existiendo poderes locales mistis («seh" ores» blan-
cos) abusivos entre las ruinas del gamonalismo, Sendero Luminoso encontró un con-
texto especialmente favorable, con un campesinado relativamente dispuesto a
aceptarlo como su nuevo «patrón»; un patrón que además parecía ser más fuerte
que los viejos poderes locales o que el patrón estatal, cuyo brazo represivo, las Fuer-
zas Armadas, había sido barrido por Sendero Luminoso. Se trataba de una zona con

5 Sobre cómo asistir a la escuela y obtener una educación (en el sentido sobre todo de alfabetización
en castellano) significa para el campesino pasar de la ceguera a la visión, o de la noche al día, véanse Mon-
toya, Capitalismo;Degregori,Que'diffeil es ser Dios.
6 Berg ha hecho hincapié en cómo Sendero Luminoso aprovechó las contradicciones entre comu-
nidades y cooperativas en algunas zonas de Andahuaylas, en «Peasant Response»; I sbell se ha referido a la
manera en que Sendero colocó en el blanco de sus ataques a algunos abigeos (cuatreros) en Chuschi:
Isbell, «Shining Path»; Manrique también ha mencionado cómo Sendero Luminoso operó a partir de las
contradicciones entre el campesinado y la SAIS (cooperativa rural ampliada) Cabuide en las zonas altas de
Junín, en «Década».
84 CARLOS IVÁN DEGREGORI

un número reducido de organizaciones campesinas y una alta densidad de estudian-


tes, donde la educación gozaba además de un prestigio especial y donde el principal
movimiento social en las décadas previas no había tenido como reivindicación prin-
cipal la tierra sino la gratuidad de la enseñanza'. La aceptación de Sendero Lumino-
so por parte de los campesinos fue fundamentalmente pragmática, a cambio de
ventajas personales, familiares o comunales muy concretas . Pero a partir de esa
adhesión táctica se abrió la posibilidad de una identificación estratégica a largo pla-
zo con el proyecto senderista.
Esa aceptación generalizada parecía casi inevitable en el segundo semestre de
1982, un periodo muy especial para la región. Para el partido era un momento
de euforia. Acababa de celebrar su II Conferencia Nacional y había comenzado a des-
arrollar la última fase de su plan de «desplegar guerra de guerrillas», que consistía en
«batir para avanzar hacia las bases de apoyo» 9 . La influencia del partido se extendía
con rapidez por las zonas rurales y también crecía en la capital del departamento,
donde en marzo de 198 2 las guerrillas habían asaltado con éxito la cárcel y liberado a
decenas de sus cuadros (dirigentes) presos. Cuando la joven líder senderista Edith
Lagos fue enterrada en septiembre del mismo año, se congregaron más de io.000
personas para despedirla.
Pero como suele ocurrir, en medio de los éxitos se estaban incubando los facto-
res del fracaso. Para comenzar, ni los jóvenes ni los cuadros parecían tener una idea
concreta sobre las consecuencias a largo plazo. Vivían en un presente triunfante y
soñaban con un futuro marcado por el concepto de la utopía campesina: las Fuerzas
Armadas sufrirían deserciones masivas; los helicópteros podrían derribarse con tira-
chinas; Lima sería estrangulada y los pobres urbanos regresarían en masa a la nueva
república rural").
La idea de una «utopía campesina» se marcó a fuego en la imaginación de los cua-
dros, pero dificil y/o sólo efímeramente encendió el entusiasmo de las masas. Sende-
ro Luminoso consiguió «batir el campo» ". Sin embargo, sus problemas comenzaron
en el momento en que se dedicó a construir su nuevo poder sobre ese terreno traza-
do. Fue entonces cuando se empezaron a advertir una serie de fallas estructurales en
los distintos niveles del proyecto senderista: fisuras entre la estrategia del partido y
la dinámica de la sociedad y la economía regional y campesina.

LA ORGANIZACIÓN DE LA PRODUCCIÓN
Sendero Luminoso privilegió las formas de organización colectiva. En ese nivel
de actuación, al menos hacia finales de ¡982, en el momento de la siembra, no pare-
ció toparse con mayor resistencia. Nicario participó en la primera siembra del parti-
do en Chuschi (Cangallo), una comunidad donde el movimiento inició su lucha
armada el 17 de mayo de 1980. Su relato hace recordar los estados precolombinos o

7 Degregori, Ayacucho.
8 Como ha mostrado Berg en el caso de Andahuaylas, en Berg, «Peasant Response».
9 Gorrití, Sendero Luminoso.
lo Sucedió todo lo contrario: migración masiva a las ciudades en aquellas zonas donde se desata-
ba la violencia y empezaba la guerra sucia.
i y Véase Gorrití, Sendero Luminoso.
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 85

las mitas coloniales (trabajos forzados): las siembras en las tierras del sol, del Inca
o del terrateniente. En las ocho hectáreas de tierra comunal se congregaron 6o yun-
tas de Chuschi y de comunidades vecinas. En las cuatro esquinas de la chacra (gran-
ja) plantaron una bandera roja: «Al empezar reventó doce dinamitas, a las doce seis
dinamitas, en la tarde doce dinamitas. El trabajo era exitoso, pero no logró cosechar
el partido porque entró el ejército» (N icario). Pero en otras zonas geográficas el par-
tido sí cosechó y hubo casos en los cuales éste fue el momento de la ruptura: cuando
los campesinos se dieron cuenta de que el partido se apropiaba de lo que había
sido producido colectivamente.
En otros lugares, finalmente, los problemas surgieron cuando el partido dio
orden de que la siembra se realizara exclusivamente para el partido y la subsistencia
familiar, y procedió al cierre de las ferias. En este punto, la estrategia de conquistar
territorios y cerrarlos para bloquear el flujo de productos y asfixiar las ciudades
chocó de manera frontal con las estrategias mayoritarias que van más allá de las cues-
tiones del pago y de la comunidad y se vehiculan en amplias redes de parentesco y
paisanaje articuladas por una serie de nudos en distintas partes del campo y de la ciu-
dad '2. Las ciudades, por otra parte, no se abastecen exclusivamente y a veces ni tan
siquiera mayoritariamente de su propio entorno rural ". En otra parte mencioné
las dificultades que experimentó Sendero Luminoso al cerrar la feria de Lirio en las
alturas de Huanta, donde campesinos iquichanos, supuestamente aislados, se abas-
tecían de un surtido de productos manufacturados 14. No obstante, las fisuras a este
nivel empezaron irremediablemente a hacerse cada vez más profundas hacia finales
de la década.

EL NUEVO PODER

Fue en la construcción del nuevo poder donde Sendero Luminoso comenzó a


encontrar grandes dificultades. En la segunda mitad de 1982, y como parte de su plan
de «batir el campo», el movimiento decidió reemplazar a las autoridades comunales
por los comisarios representantes del nuevo poder.
Según el libro rojo de Mao, para llevar la guerra popular'a buen término, el par-
tido debe tomar como base a los campesinos pobres, «los más dispuestos a aceptar la
dirección del Partido Comunista». Sorprendentemente para Sendero Luminoso, los
mayores problemas se le presentaron en las zonas más pobres, que al mismo tiempo
eran las más «tradicionales». Éste fue el caso en las comunidades iquichanas donde
todavía funcionaba el sistema de varas. Se trata de un sistema de autoridad jerarqui-
zada y ritualizada en cuyo vértice superior se ubica el varayoq o alcalde vara, que per-
sonifica a la comunidad y llega al cargo a una edad avanzada, tras haber ascendido a
través de una serie de responsabilidades cívico-religiosas 15. La sustitución de esas
autoridades por los jóvenes cuadros senderistas no solamente. representaba un ataque

z Golte y Adams, Caballos de Tina; Steinhauf, «Diferenciación étnica».


13 Lima es un caso extremo, pero tampoco las ciudades medianas de la sierra dependen funda-
mentalmente de su ámbito rural (véase Gonzales, Economía regional).
14 Degregori, Sendero Luminoso.
5 Véase Vergara et al., «Culluchaca».
86 CARLOS IVÁN DEGREGORI

contra el orden comunal, sino contra toda una cosmovisión. Al partido, sin embar-
go, el mundo campesino le parecía plano, bidimensional, carente tanto de densidad
histórica como de complejidad social; dividido simplemente en campesinos ricos,
medios y pobres. Parece justo afirmar que, al adoptar ese modo de proceder, apli-
cando sus descaminadas categorías economicistas, el movimiento acabó soste-
niéndose con frecuencia en los jóvenes de los estratos medios y ricos, seduciendo
o neutralizando algunos sectores de adultos de esas mismas clases, e imponién-
dose o reprimiendo, y finalmente masacrando, a los campesinos pobres.
Fue sobre todo desde que Sendero Luminoso rechazó a las autoridades
comunales cuando se produjeron las primeras rebeliones abiertas contra la organi-
zación. Sin embargo, incluso en las comunidades donde ya no se elegían varayoq y el
gobierno local procedía de acuerdo con la legislación nacional, el ascenso al poder
de las nuevas autoridades solía resultar problemática. En algunas comunidades, los
vínculos familiares entre «el viejo y el nuevo poder» (por usar terminología sende-
rista) neutralizaron en un principio cualquier resistencia, como en Rumi, donde
«ya en esos tiempos se llegó a nombrar nuevas autoridades. Nosotros convoca-
mos [una asamblea] para nombrar nuestras autoridades verdaderas de la comunidad.
Las antiguas no protestaban porque del presidente su hijo mismo estaba ya en el
partido, decidido. También su hijo lo ha convencido a él». Pero en otras muchas
zonas, la juventud de los mandos senderistas resultó ser un duro golpe. No sólo
porque estaba en contradicción directa con las jerarquías de edad, sino porque «el pen-
samiento de Gonzalo» no bastaba para desmadejar a los jóvenes rurales, que se
hacían cargo de sus pueblos y la tupida red de relaciones de parentesco y paisana-
je (con su propia dinámica de reciprocidades, rencillas, odios y preferencias) en la que
se hallaban inmersos. Los representantes del nuevo poder se vieron envueltos con
frecuencia en disputas intracomunales. El relato de una comunidad de Tambo/La
Mar explica una de las formas en la que se desarrollaba esa dinámica:
Lo peor que habría hecho Sendero de repente es haberse confiado con gente muy
joven de cada localidad, con muy poca experiencia [...] Ellos ya tergiversaron total-
mente los planes de gobierno que tenía Sendero, entonces ya optaron por tomar acti-
tudes de venganza, de rencilla, de repente un papá con otro papá ha tenido algún lío
por cuestión de linderos en sus chacras, de animales, de robo, de pérdida, peleas de
marido y mujer; como Sendero les había dado responsabilidades a los de la localidad,
entonces comenzaron a tomar represalias, tomar venganzas, ahí es donde se producen
las matanzas, de ahí viene toda la disconformidad de la gente ( José, maestro).

Así la columna partía sin darse cuenta de que detrás de sí dejaba un avispero de
contradicciones, que luego no sería capaz de resolver.
En otros casos existía un gran descontento con los cuadros foráneos, mientras
que los milicianos locales parecían más comprensivos. Alejandro, un joven univer-
sitario de una familia de campesinos, daba su opinión sobre uno de estos casos, en el
que además se advierte la manera irresponsable en la que los cuadros se enfrentaban
a la lucha armada: «Parece que no eran buenos cuadros los que dirigían el grupo de
Allpachaka; planteaban que vamos a ganar la guerra, que vamos a quitarles sus
helicópteros, que no se preocupen, que armas va a haber para todos [...] Yo creo
que depende de la zona, en otras zonas había buenos elementos». Este comentario es
importante puesto que hace hincapié en la variedad de situaciones concretas que
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 87

se daban. Si bien es cierto que no se registraron rebeliones abiertas en esos casos, tras
la imposición de nuevas autoridades aparecieron los primeros resentimientos a la vez
que los primeros aliados campesinos de las Fuerzas Armadas: los sop/ones, siguiendo
el léxico senderista.

RACIONALIDAD ANDINA FRENTE A RACIONALIDAD SENDERISTA

Hacia198o, el gran escenario «semifeudal», en el cual Sendero Luminoso se ima-


ginaba a sí mismo como protagonista de sus batallas épicas, se había derrumbado
debido a la acción del mercado, el Estado, las presiones del campesinado, las grandes
migraciones y la Reforma Agraria de Velasco. Inspirándose en Mao, el movimiento
programó para 198o-1981 la colectivización de las cosechas e invasiones de tierras.
Los resultados fueron modestos, puesto que sólo se tomaron algunas haciendas
supérstites '6. En 198 2, en la única acción que, debido a que se produjo a gran escala
(aun cuando bajo una bandera completamente diferente), hace recordar las movili-
zaciones por la tierra de la década de 196o, los senderistas arrasaron Allpachaka,
fundo experimental de la Universidad. A continuación atacaron determinadas
cooperativas originadas por la Reforma Agraria. Sin embargo, si excluimos a la
policía (ahuyentada de sus puestos rurales a dinamitazos), los objetivos más impor-
tantes fueron más bien comerciantes abusivos, abigeos (cuatreros), jueces corruptos
y maridos borrachos.
Sin lugar a dudas, todos estos problemas eran muy reales para el campesina-
do. Pero para enfrentarse a ellos, no era necesario crear una «máquina de guerra» y,
menos aún, montar un escenario dantesco que dejara la región teñida de sangre.
Esto lo demuestran las rondas de Piura y Cajamarca que se enfrentaron con éxito, y
casi sin violencia, a problemas similares 17.
Sin embargo, Sendero Luminoso presentaba tres características que lo diferen-
ciaban de las rondas norteñas: una ideología que atribuía un valor absoluto a la vio-
lencia; una estrategia «molecular» de construcción de un contrapoder; y un proyecto
político totalitario. La ideología senderista llevaba la violencia más allá de los clási-
cos límites maoístas de la guerra popular. La violencia senderista era purificadOra
y con ella se extirparía lo viejo y el mal, haciendo uso de la sangre y el fuego. El celo
ideológico de los militantes era alimentado constantemente por los dirigentes y
el líder máximo, éste último propenso a caer en verdaderos arrebatos de éxtasis,
ensalzando las cualidades purificadoras de la violencia 's. Ante la ausencia de blancos
regionales importantes, como los grandes terratenientes, el movimiento acabó por
concentrar todo ese celo purificador en la dinámica del poder del más bajo nivel: en

16 Gorrití, Sendero Laminoso; Tapia, Autodefensa armada.


17 Starn, Hablas: los Ronderos; Huber, Después de Dior.
18 Refiriéndose a quienes dentro de Sendero Luminoso se mostraban contrarios a iniciar la lucha
armada, Guzmán afirma: «desarraiguemos las hierbas venenosas, eso es veneno puro, cáncer a los huesos,
eso nos corroería; no lo podemos permitir, es putrición y siniestra pus, no lo podemos permitir [—I
comencemos a quemar, a desarraigar esa pus, ese veneno, quemarlo es urgente»; véase Guzmán, «Nueva
bandera». Sobre el discurso senderista y la violencia purificadora en el contexto previo al inicio de la
lucha armada, véase Degregori, Última tentación; sobre la necesidad de aumentar la violencia para el avan-
ce de la revolución hacia 98z, véase Gorrití, Sendero LUfflill050, capítulo 8.
88 CARLOS IVÁN DEGREGORI

la vida cotidiana y en la «limpieza social». Por otra parte, la estrategia de Sendero


Luminoso consistía en ir «batiendo el campo» y liberar zonas para la construcción
no sólo de un nuevo Estado, sino también de una sociedad controlada por el parti-
do hasta el mínimo detalle.
Celo ideológico, estrategia militar y proyecto totalitario se conjugaron en el IV
Pleno del Comité Central, celebrado en mayo de 1981, donde Guzmán abordó el
tema de la cuota (de sangre), necesaria para el triunfo de la revolución y advirtió de la
necesidad de prepararse para el «baño de sangre» que inevitablemente tendría lugar.
Los militantes debían estar preparados para cruzar «el río de sangre» de la revo-
lución, «llevando la vida en la punta de los dedos». La IV sesión plenaria acordó
entonces «intensificar radicalmente la violencia», justificando esa escalada en los
siguientes términos: «ellos [la reacción] forman lagunas [de sangre], nosotros empa-
pamos pañuelos».
Es en este contexto donde hay que ubicar la decisión de «batir el campo», toma-
da en 1982. «En batir, la clave es arrasar. Y arrasar es no dejar nada». Se trataba de:
«descoyuntar el poder de los gamonales, descompaginar el poder de las autoridades
y golpear las fuerzas vivas del enemigo [...] limpiar la zona, dejar pampa» 19 .
Los dos siguientes testimonios, de las provincias de Huancasancos y Cangallo
respectivamente, se refieren a los «juicios populares» senderistas en los cuales la
estrategia de «batir el campo» se llevó a la práctica con resultados desgarradores:
Entonces a la mujer castigaron con cincuenta latigazos porque había hablado queján-
dose de la mala distribución de las cosechas. Era una familia pobre y le echaba tam-
bién su traguito. Y le han cortado su pelo todo cacbi y al otro también le han tirado
cincuenta latigazos y le han cortado una oreja con tijeras, hasta ahora está qoro rinri
(mocho).
Y la gente, ¿qué dijo?
Nada pues: «castiga pero no mates», eso no más han dicho (Juvenal, campesino, adulto).
Ahora la gente está descontenta porque los de Sendero Luminoso han hecho muchas
cojudezas. Han matado a la gente inocente diciendo que son soplones. Yo pienso,
¿no?, que si han cometido error le hubieran castigado no más, le hubieran tirado con
látigo, le hubieran cortado su pelo [...] pero no como han hecho, como chancho
han matado al alcalde.
Y la gente, ¿qué hizo?
Nada, pues, como estaban armados, qué cosa íbamos a hacer pues, nada. Por eso digo,
han cometido muchas cojudezas (Mariano, pequeño comerciante).

La frase «castiga pero no mates» marca el límite de la aceptación campesina, al


menos en el ámbito de los llamados juicios populares. Era un límite que condujo a
algunos mandos senderistas a la desesperación, como demuestra el siguiente testi-
monio de una comunidad de Cangallo, que aporta un joven profesor que, por enton-
ces, participaba también en un «organismo generado» por Sendero Luminoso:
Entonces una persona había recolectado dinero a nombre de Sendero Luminoso y
lo habían capturado. A estas personas le han hecho juzgamiento en la plaza del pue-
blo. Ahí recién han preguntado al pueblo: «Estos señores han hecho esto, esto,

19 En Gorrití, Sendero Luminoso, pág. 283; el autor cita el documento del PCP-Sendero Luminoso,
Pensamiento militar del partido, de diciembre de 1982.
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 89

esto», diciendo, «qué dicen ustedes, ¿vamos a matarlos o vamos a castigarlos?». Recién
la comunidad habló: «Por qué pues van a matarlos, que se someta a castigo», dijo la
comunidad. «Ah, ustedes siempre están con esas ideas arcácas de defenderse todavía.
De acá en lo posterior ya no vamos a preguntar, ya sabíamos que ustedes iban a defen-
der. Nosotros tenemos que bajarle la cabeza, porque a la mala yerba hay que extermi-
narla total, porque si nosotros vamos a estar perdonando a la mala yerba nunca vamos
a triunfar, nunca vamos a superarnos», así dijeron (Cesáreo, maestro).
Este testimonio deja entrever uno de los trágicos desencuentros entre el ansia de
«superarnos» de los jóvenes cuadros y lo que ellos consideraban «ideas arcaicas»
de la comunidad, es decir, entre el proyecto senderista y la racionalidad andina. Los
senderistas, sumidos en su ideología de una manera fundamentalista, dispuestos a
matar y morir por su proyecto, no conocen ni respetan los códigos campesinos.
La suya era una utopía para cuadros, que no logra ser de las masas; eran sacerdotes de
un dios que hablaba, a veces literalmente, chino.
En este punto es necesaria una explicación. En un contexto donde el gamona-
lismo, aunque en declive, sigue presente (propocionando, en cierta medida los códigos
de dominación y subordinación; en una región con pocas organizaciones campe-
sinas nuevas, escaso desarrollo del mercado y carente de oportunidades para explo-
rar los espacios democráticos abiertos en otras partes del país a partir de 198o gracias
a las elecciones municipales), los campesinos parecían dispuestos a aceptar a un nue-
vo patrón, e incluso sus castigos. Ni la violencia estructural ni la política bronca les
eran ajenas. Los castigos corporales, los azotes, los cortes de pelo son la continua-
ción de la vieja sociedad andina señorial y del viejo poder misti. Los campesinos
estaban acostumbrados a soportarlos y sabían cómo combatirlos. Por el contrario, la
violencia política hiperideológica de Sendero Luminoso, que contradecía los códi-
gos tradicionales, sí les era ajena. En el testimonio que acabamos de citar, el diálogo
con Cesáreo continúa así: «Pero si eran delincuentes, ¿por qué la gente se negaba a
que los maten? ¿Y sus hijos? ¿Quién se iba a hacer cargo de sus familias?». En otras
palabras, la muerte es considerada el límite del castigo, pero no solamente porque
los campesinos tengan una «cultura de vida». Las razones principales son más
bien de índole pragmática, características de una sociedad cuya base económica
es precaria; que establece intrincadas redes de parentesco y complejas estrategias de
reproducción, una sociedad que tiene que velar apasionadamente por su propia
mano de obra. Matar, eliminar un nudo de esas redes, tiene repercusiones que
van más allá del núcleo familiar del condenado. Como ya hemos mencionado ante-
riormente en este capítulo, cuando Sendero Luminoso comenzó su guerra, los terra-
tenientes prácticamente ya habían desaparecido de Ayacucho. Por lo tanto, en
muchos casos, los «blancos de la revolución» fueron pequeños explotadores locales,
prepotentes y muchas veces abusivos, pero ligados por vínculos de parentesco, pai-
sanaje y cotidianedidad a sus comunidades, o por lo menos a determinados grupos
dentro de la comunidad. Un comentario sobre Allpachaka, recogido después de su
destrucción, lo corrobora: «En Allapchaka había muchos abigeos y los han matado.
Entonces sus familiares se han vuelto antisenderistas y han comenzado a denun-
ciar y a indicar a gente inocente como senderista. Yo creo que no han debido de
matarlos sino castigarlos para que se corrijan» (Alejandro, universitario, hijo de cam-
pesinos). «Castigarpara corregin> es uno de los poderes fundamentales de la autori-
dad legitimada, sea de la comunidad o de los mistis. Al matar, Sendero Luminoso
90 CARLOS IVÁN DEGREGORI

desgarra un tejido social muy delicado y abre una caja de Pandora que es incapaz de
controlar.
Empleando jerga de moda hoy en día, podríamos decir que en lo que se refiere a
la economía de la violencia, los supuestos macroeconómicos del partido no estaban
en sintonía con la conducta microeconómica de los agentes. El punto de partida del
análisis macroeconómico de la violencia llevado a cabo por Sendero es que la vio-
lencia «estructural» resulta más mortífera. Criticando el discurso de Monseñor Dam-
mert en la inauguración del Consejo por la Paz, Guzmán comenta:
Predica la paz de los muertos por hambre [...] En el Perú, por el inicuo sistema domi-
nante mueren anualmente 6o.000 niños menores de un año según datos del 9o, cifra
que obviamente ha sido mayor por el azote del cólera. Compárese con las cifras de
muertos reconocidos oficialmente; en diez años de guerra popular ha muerto la terce-
ra parte del total de niños menores de un año muertos en un solo año. ¿Quién asesina
niños en la cuna? Fujimori y el viejo Estado reaccionario z`).

Sendero Luminoso afirmaba que su modelo era más eficaz y, a medio plazo,
menos costoso en vidas humanas, hasta el punto de que la revolución eliminaría la
pobreza, el hambre y la violencia «estructural» en general. Desde el punto de vista de
los campesinos, sin embargo, la violencia política se sumaba a la violencia estructu-
ral (que ya en sí era más que suficiente) haciendo intolerable el corto plazo mientras
que, como dijo Keynes, en el largo plazo (el de la utopía senderista) todos estare-
mos muertos.
Por otra parte, en términos legales, las penas que imponía Sendero Luminoso
eran cada vez más desproporcionadas con respecto a los supuestos delitos. Es más,
dichos crímenes se tipificaban conforme a un código legal creado por el propio
movimiento y totalmente ajeno tanto a las normas consuetudinarias como a la legis-
lación nacional. Según Gálvez a', en lo que él llama (con una finalidad meramente
descriptiva) «derecho campesino», las penas incluyen con frecuencia la coacción
física, pero muy rara vez la muerte. Esta última solamente se tiene en considera-
ción cuando se cree que peligra la seguridad de todo el grupo, especialmente en
relación con el abigeato, e, incluso en ese caso, solamente como último recurso. La
base del llamado derecho consuetudinario andino es la persuasión, es decir, con-
vencer al culpable para realizar una reparación y restituir la unidad del grupo '2. Por
tal razón, al nombrar a las autoridades comunales y a los jueces de paz (que son pro-
puestos por la comunidad y reconocidos por el Estado), la asamblea comunal toma
sobre todo en cuenta a quienes considera «justos», «rectos» y que son reconocidos
como tales por todo el grupo. Las autoridades son personas que conocen a sus pue-
blos y las costumbres de éstos.
Se trata, naturalmente, de una situación algo idealizada que, además, quedó ero-
sionada, entre otras cosas, por los conflictos derivados de la expansión del mercado,
las cada vez más numerosas distinciones entre los campesinos, el creciente peso de los

zo Guzmán, «Nueva bandera», pág. 17.


21 Gálvez, «El derecho».
az Muchas veces, los conflictos se resolvían mediante competiciones o incluso batallas ritualizadas,
por ejemplo, en carnavales. En el fondo de esta tendencia restitutoria de la unidad tras el conflicto se halla-
ba el concepto de tirsksy. Véase Ansión, «Violencia y cultura».
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 91

intereses familiares frente a los comunales y la consolidación de grupos de poder den-


tro de la comunidad. Pero en ese mismo terreno, Sendero Luminoso se mostró tan
ajeno a la realidad que lo rodeaba que, en vez de aprovechar esas contradicciones, se
tropezaba con ellas y quedaba atrapado en conflictos intra o intercomunales. Por otra
parte, las grietas que habían aparecido en la sociedad rural no eran tan profundas
como para anular los principios de la vida comunal campesina y la cultura andina.
Existían, sin embargo, otras razones de igual o mayor peso para el rechazo del
proyecto senderista por parte de los campesinos, más allá de las cuestiones econó-
micas. Nicario narra un episodio durante la destrucción de Allpachaka que revela la
complejidad del asunto:
Del ganado hemos matado lo que hemos podido. Pero cuando estábamos matando, las
campesinas empezaron a llorar: «al pobre ganado por qué lo matan así, qué culpa tie-
ne.» Como empezaron a llorar las señoras, pobrecito, que esto que lo otro, lo dejamos
[...] Era nuestra intención matar todos los ganados, pero no hemos podido, porque
empezaron a llorar las campesinas.

La imagen de las pastoras abrazadas a vacas y toros para evitar su muerte no es


sólo romántica y bucólica. Al fin y al cabo, estas mujeres son pastoras, y la muerte del
ganado es para ellas el equivalente de lo que significaría para un obrero el cierre de la
fábrica en la que trabaja. Pero las pastoras no sólo eran vitalistas personajes «de
égloga», sino también seres humanos que valoraban la vida de sus animales.
Tanto en Umaro como en Purus (Huanta), he visto llorar desconsoladamente a
ancianos, antiguas autoridades, cuando recordaban la manera aterradora, insopor-
table en la que los senderistas asesinaban; como si se tratara de un cerdo, hacían
que la víctima se arrodillara, la degollaban, dejando que su sangre corriera y, a veces,
le machacaban el cráneo con una piedra. En el lenguaje del partido se trataba de
«aplastar como sapo con piedra». Esto se llevaba a cabo con el pretexto enfermizo
de «ahorrar municiones». Además, muchas veces no permitían el entierro de las víc-
timas, negándoles así los universales rituales del duelo. Si tenemos en cuenta la
violencia ejercida por las Fuerzas Armadas que, en el periodo de 1983 a 1985 y
en muchos sitios hasta el año 1988, superó con creces la violencia senderista, nos
podemos ir haciendo una idea del infierno que vivió la región 23 . Hay que tener pre-
sente en todo momento que si todo el Perú hubiera sufrido el mismo nivel de
violencia que Ayacucho, el número de peruanos muertos en el conflicto hubiera
alcanzado los 45.00o, y no «solamente» los 25.00o.
Pero es Ponciano del Pino quien nos presenta el caso más extraordinario de
rechazo campesino hacia Sendero Luminoso por razones que van más allá de la mera
«elección racional». Es el caso de los evangélicos pentecostales del valle del río Apu-
rímac, que se enfrentaron a Sendero Luminoso desde la perspectiva de otra «identi-
dad total». El resultado: una guerra no tan santa que se selló con la victoria de los
evangélicos y que, aunque no era su intención, resultó ser también una victoria para
el negocio de la coca.

13 Escapa también a los límites de este capítulo el análisis de la violencia de las Fuerzas Arma-
das. Un testimonio sobre la violencia irracional y de tintes racistas, ejercida por miembros de las Fuer-
zas Armadas en ese mismo periodo, se encuentra en un manuscrito no publicado de Degregori y
López Ricci.
92 CARLOS IVÁN DEGREGORI

La frecuencia de los ajusticiamientos, la proximidad de las víctimas con el resto de


la comunidad debido a los vínculos de parentesco y el trauma que representaban esas
muertes también afectó a los jóvenes rurales, que se hallaban entre la sumisión ideoló-
gica del partido y sus lazos familiares, sus vínculos con la comunidad, su sentido común:
Claro, los familiares tenían pena, [...] pero no sabían [...] cuándo se hacía esta clase de
ajusticiamientos, era de un momento a otro [...] La gente miraba y decía, «si en caso
nos enteramos de algo o si vemos a alguien que está haciendo algo del partido, es
mejor quedarnos callados. Si los policías vienen, nuestra palabra tiene que ser: «no
sabemos, no sabemos». Nosotros también teníamos que dar esa recomendación.
Algunos no estaban de acuerdo, pero se aguantaban, no decían nada, se quedaban
callados y algunos campesinos, algunas campesinas se iban llorando. Siempre daba
miedo y pena cuando se mataba delante de la gente.

En los siguientes años, el dolor y la pena fueron dos de los cabos sueltos median-
te los que la familia numerosa y posteriormente las rondas empezaron a deshilachar
el tejido del proyecto senderista hasta mostrarlo en toda su desnudez. Nicario,
por ejemplo, vacilante entre su hermano menor, que lo animaba a integrarse en la
organización, y sus otros hermanos, que lo llamaban desde el otro sendero en Lima, se
decidió en 198 3 por esta segunda opción y comenzó una carrera como microempre-
sario 24. Durante los siguientes años surgieron casos aislados de arrepentidos, hasta
convertirse en toda una oleada con la masificación de las rondas.

LA SEGURIDAD DE LA POBLACIÓN

La entrada de las Fuerzas Armadas mostró una cuarta fisura en la estrategia


empleada por Sendero Luminoso con el campesinado, producto de las discrepan-
cias entre las estrategias tradicionales de dominación y la estrategia de la guerra
popular. Según las leyes de la guerra maoísta: «cuando el enemigo avanza, retroce-
demos». Por lo tanto, cuando las Fuerzas Armadas entraron en Ayacucho, Sendero
Luminoso se replegó para proteger a sus dirigentes. No obstante, al obrar así, se
contradijo con el papel del patrón tradicional que protege a sus clientes. Por tal
razón, cuando el movimiento se retiró, la decepción en muchos lugares fue enorme.
El siguiente relato de lo sucedido en un distrito del valle de Huanta se repite con
ligeras variaciones en otros testimonios: «A nosotros nos decían: "hay que estar
preparados para la guerra, para derrotar al enemigo". Nosotros estábamos creí-
dos, pero una vez han atacado a Huanta, y después de atacar y matar a dos guardias
se han escapado por aquí y a nosotros nos han jodido, nos han entregado, práctica-
mente nos han vendido; eso no es de hombres, pues» (Walter, campesino).
Para aquellos sectores de la población a los que Sendero Luminoso fue incapaz
de proteger, las Fuerzas Armadas se convirtieron poco a poco en el «mal menor»
o, en todo caso, en un patrón todavía más poderoso que el partido, con el que era
preferible mantener buenas relaciones. La ofensiva genocida de 1983-1984 tenía
como objetivo interiorizar esa lección: secar el agua del pez senderista aterrorizando

24 El otro sendero se refiere al título del libro The Other Path, de Hemando de Soto, que destaca los
méritos del sector no institucional de Lima (nota de los editores).
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 93

al campesinado e inhibiendo el apoyo que prestaba a Sendero Luminoso. Lo que


resulta sorprendente es que, a pesar de su dureza, en muchos lugares, esa estrategia
tampoco alcanzó los objetivos deseados.
La principal consecuencia de la estrategia de las Fuerzas Armadas en esos años,
si bien hizo visibles del todo las fisuras ya existentes, fue bloquear el desarrollo de las
contradicciones entre Sendero Luminoso y el campesinado. Los senderistas fue-
ron capaces de reabsorber ese primer punto de quiebra, puesto que, al desatar un ver-
dadero genocidio, las Fuerzas Armadas convirtieron el campo ayacuchano en un
Armagedón en el cual muchas veces el partido resultaba el «mal menor». Tal fue el
caso del valle de Huanta, como argumenta José Coronel. En palabras de Sendero
Luminoso: ellos encendieron la pradera y «la reacción atizó el fuego».

ADAPTACIÓN-EN-RESISTENCIA

Sin embargo, el «mal menor» era considerado externo y no generaba un sentido


de identidad, sino lo que Stern denomina «adaptación-en-resistencia» 25 Jamás se .

pasó de la aceptación pragmática de los primeros años a una identificación a largo


plazo con Sendero Luminoso. Salvo en algunos bolsones (aldeas remotas y empo-
brecidas), la relación se congeló en esa adaptación-en-resistencia, entre la acepta-
ción y la rebeldía abierta. El siguiente testimonio, de una comunidad de la provincia
de Sucre, es un ejemplo claro de lo que se entiende por «adaptación-en-resistencia»:
El teniente gobernador [autoridad estatal] sigue pero clandestino, o sea, cuando vie-
nen los compañeros decimos que no tenemos teniente, que no tenemos hace tiempo,
que nos han quitado nuestros sellos, así [...] y cuando viene la reacción, bueno, las
autoridades salen para que no haya problemas con el pueblo, o sea clandestinamente
nada más están (Pedro, adulto joven).

El concepto es afín, en cierta medida, a lo que Scott llama «las armas de los débi-
les», que, en la situación límite de esos años, eran las únicas de las que disponía el
campesinado 26 . En el siguiente relato de una campesina de 6t años de Acos-Vinchos,
recogido por Celina Salcedo 17 la astucia de la adaptación-en-resistencia adquiere ras-
,

gos picarescos:
Cuando han venido los tuta puriq nos han dicho: «mañana en la tarde se van a formar
y allí vamos a saber», nos han dicho y todos estábamos con miedo, pensando, ¿qué
nos harán? Seguramente nos van a matar. Cuando se fueron nos hemos reunido
todos, hombres y mujeres, grandes y chicos; y hemos dicho: «vamos a formarnos
como nos han dicho y luego diremos que vamos a vigilar, y después, cuando estén
todos, gritaremos: «¡vienen los cabitos!» 28 y así se irán», nos dijeron. Así, al día
siguiente, tal como quedamos, los que vigilaban empezaron a gritar: «¡vienen los tubi-
tos!, ¡vienen los cabitos!». Entonces los ruta puriq empezaron a correr, escapar alocada-
mente. Desde entonces ya no vienen.

zj Stern, «Nuevas aproximaciones».


z6 Scott, Weapons of tbe Weak.
27 En idedogía, lo de septiembre de 1987, Ayacucho.
z8 Cabitos es el nombre que recibían los soldados de la región. Dicho nombre se tomó de la guar-
nición Los Cabitos, situada a las afueras de la capital departamental.
94 CARLOS IVÁN DEGREGORI

EXTERIORIZACIÓN 29

Un episodio estremecedor simboliza, una vez más, el retroceso de Sendero


Luminoso a la condición de actor externo: la masacre de más de 8o campesinos en la
comunidad de Lucanamarca (Víctor Fajardo) en abril de 1983, revindicada por el
propio Abimael Guzmán:
Frente al uso de mesnadas y la acción militar reaccionaria le respondimos contunden-
temente con una acción: Lucanamarca. Ni ellos ni nosotros la olvidamos, claro,
porque ahí vieron una respuesta que no se imaginaron, ahí fueron aniquilados más
de 8o, eso es lo real, y lo decimos, ahí hubo exceso [.. 1 nuestro problema era dar un
golpe contundente para sofrenarles, para hacerles comprender que la cosa no era
tan fácil. En algunas ocasiones, como en ésa, fue la propia Dirección General la que
planificó la acción y dispuso las cosas, así ha sido [.. 1 reitero, ahí lo principal fue hacer-
les entender que éramos un hueso duro de roer, y que estábamos dispuestos a todo,
todow.

Sendero Luminoso decidió competir de igual a igual con las Fuerzas Armadas en
el ejercicio de la violencia sobre la población rural para derrotarlas también en ese
terreno. Siguiendo esa lógica, el propio Guzmán comenzó a proclamar años después
que «el triunfo de la revolución costará un millón de muertos».
Así, salvo excepciones, de 1983 en adelante, la región fue devastada por dos
ejércitos objetivamente externos. No obstante, ambos marchaban hacia el campo de
batalla desde extremos opuestos. Uno de los principales eslóganes senderistas decía:
«el partido tiene mil ojos y mil oídos». En esos tiempos, para ponerlo en términos
más brutales, Sendero Luminoso sabía generalmente a quién matar, incluso en Luca-
namarca; y si los campesinos se sometían a sus dictados, podrían sobrevivir. Pero
mientras el partido tenía mil ojos y mil oídos, las Fuerzas Armadas eran ciegas
o, mejor dicho, daltónicas. Al haber llegado hace poco a la región, y tratando de
reproducir en los Andes estrategias que habían resultado eficaces en el Cono Sur, no
tenían medios para distinguir al enemigo de la demás gente de la zona y, donde
veían piel oscura, disparaban.
La trayectoria de los jóvenes rurales en los arios posteriores a la intervención
militar puede servir como hilo conductor para comprender el curso seguido por
Sendero Luminoso. Estos jóvenes, el eslabón clave para la expansión senderista en
el campo, siempre vacilaban entre dos lógicas y entre dos mundos. En Allpachaka se
debatían entre la orden del partido de sacrificar el ganado y el llanto de las pastoras.
En La Mar vacilaban entre la lógica de gobierno del partido, las lealtades locales y las
venganzas familiares. En general, se mostraban indecisos entre el partido y el mer-
cado como posibles vías hacia el «progreso» y la movilidad social. La entrada en
escena del ejército aumentó esas tensiones, y cuando el partido decidió responder al
Estado con sus mismas armas en el terreno militar, reproduciendo como en un espe-
jo la violencia del ejército, se consumó el decisivo desencanto de los jóvenes.

29 En la primera versión de este artículo, el autor utiliza el término «externalización» para referir-
se a este fenómeno, en Degregori, Las rondas campesinas) la derrota de Sendero Luminoso (N. de los T.).
3o Guzmán, «Presidente Gonzalo».
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS
95

Lo que sucedió con los jóvenes de Rumi nos muestra una parte de ese proceso de
desencanto. Nicario dijo «basta», pero otros, incluyendo su hermano menor, opta-
ron por formar parte del partido, convirtiéndose así en la semilla que permitía, entre
otros factores, que Sendero Luminoso se extendiera por diferentes zonas del país.
En este proceso, Sendero Luminoso perdió a sus masas campesinas pero ganó cua-
dros integrados por jóvenes. Una vez más convirtió un retroceso social en victoria
política 31 . Pero en ningún otro lugar del Perú se repetiría el escenario ayacuchano de
principios de los años ochenta, que representa la época más «social» y consensual
de Sendero Luminoso. En años posteriores, conforme la organización se extendía a
otras zonas, su inclinación por el empleo del terror y su carácter de «antimovimien-
to social» tenderían a potenciarse.
En Ayacucho, Sendero Luminoso permaneció en una especie de limbo, en las
lindes de una sociedad campesina que o se adaptaba al movimiento guerrillero o
le oponía resistencia o las dos cosas a la vez. Dadas estas circunstancias, el parti-
do se comportó bien como un actor más, armado y, por lo tanto, poderoso, pero
carente de la hegemonía de la primer etapa; bien como facción firmemente implan-
tada en algunas comunidades enfrentadas a otras dentro de un área más amplia,
inmerso en contradicciones que a veces se remontaban a la época prehispánica. En
determinados casos, también como facción, capturaba y sometía poblaciones, obli-
gándolas a convertirse en «bases de apoyo» que, a medio plazo, pudieron revelar su
carácter artificial y coercitivo.

RESISTENCIA CAMPESINA Y RONDAS CAMPESINAS

Esta atmósfera cambiante y de inseguridad se mantuvo durante unos cinco años


en la región. Lo que para grandes sectores de la población local era una guerra de des-
gaste destructiva y agotadora, para el movimiento no era más que el desarrollo nor-
mal de la estrategia de guerra prolongada:
El 8 3 y 84 son años de lucha en tomo al [proceso del restablecimiento-contraestableci-
miento, esto es, de la guerra contrarrevolucionaria por aplastar al Nuevo Poder y res-
tablecer el Viejo y de la guerra popular por defender, desarrollar y construir el Poder
Popular recién surgido [...I Del 8 5 a hoy [nos hemos dedicado a] la continuación de la
defensa, desarrollo y construcción para el mantenimiento de las bases de apoyo y
la expansión de la guerra popular a todo el ámbito de nuestras serranías de Norte a Sur 32.

Así presenta la situación de esos años el folleto Desarrollar la guerra popular sir-
viendo a la revolucio'n mundial, que hace un recuento de seis años de violencia, en los que
desaparecen las contradicciones anteriormente mencionadas. Bien es cierto, sin
embargo, que Sendero Luminoso seguía disputándose partes de la región con las
Fuerzas Armadas, e incluso logró extenderse a otras zonas del país, especialmente al
valle del Huallaga, principal productor de hoja de coca del mundo, y a Lima. En
1988, el partido celebró su I Congreso. Poco tiempo después consideró llegado el
momento de conquistar el «equilibrio estratégico». Según Mao (en interpretación de

Sobre esa dinámica en la década de 197o, véase Kruijt, Sendero


32 PCP, «Documentos fundamentales».
96 CARLOS IVÁN DEGREGORI

Guzmán), la «guerra prolongada» debía desarrollarse en tres grandes fases estraté-


gicas: defensiva, equilibrio y ofensiva. A partir de 1989, Sendero Luminoso creyó
llegado el momento de pasar de la fase defensiva al equilibrio ". Para alcanzarlo, era
necesario reclutar más combatientes, y Sendero podía conseguirlos de la franja juve-
nil que siempre había constituido su vivero o mediante la fuerza en las zonas rurales
donde se había establecido. Además, el movimiento necesitaba más y mejores armas,
que también podía adquirir a través de sus asentamientos en el valle del Huallaga y
sus relaciones con el narcotráfico.
Sin embargo, si (como decía Mao) el ejército guerrillero debía moverse entre las
masas como «pez en el agua», entonces Sendero Luminoso no sólo necesitaba la
neutralidad o la aceptación pasiva del campesinado, sino su consenso activo. Y es en
este punto donde comenzaron los problemas de Sendero con la población, puesto
que, al aumentar sus exigencias, puso en peligro el frágil equilibrio de la adapta-
ción-en-resistencia que prevalecía en muchos lugares. El reclutamiento de un mayor
número de jóvenes, la entrega de más víveres, una mayor participación popular en
acciones militares, y la intensificación de la disciplina senderista, propensa a la apli-
cación sumaria de la pena de muerte, constituían nuevos requerimientos que hacían
más dificil la adaptación campesina a la vez que favorecían la resistencia. El rechazo
se volvió aún más contundente de 1989 a 1990, cuando a la crisis económica nacional
se sumó una prolongada sequía 34 .
Entonces, Sendero Luminoso incrementó la violencia contra el campesinado.
Pero lo único que consiguió fue que las rondas se fueran multiplicando, hasta que,
con el comienzo de la nueva década, Sendero se vio atrapado en una suerte de guerra
de trincheras con los Comités de Defensa Civil. Fue la primera victoria estratégi-
ca que obtuvieron las Fuerzas Armadas y la primera derrota real de Sendero Lumino-
so en toda una década de guerra, aunque el hecho quedó oscurecido por los avances
del movimiento en la Amazonía, especialmente en las zonas cocaleras, así como en
las ciudades, especialmente en Lima.
¿Por qué esta derrota senderista? Si lo analizamos desde el punto de vista del
campesinado, Sendero Luminoso y las Fuerzas Armadas siguieron trayectorias
opuestas. Mientras los primeros se distanciaban cada vez más, los segundos se vol-
vían más cercanos; mientras Sendero se hacía más externo, las Fuerzas Armadas se
convertían en una parte interna de la población.
En 198 3, las Fuerzas Armadas se adentraron en un territorio desconocido en el
que ejercieron la represión de manera indiscriminada: todo lo que se movía era un
enemigo potencial. La marina, la unidad de las Fuerzas Armadas más costeña y

33 Escapa a los límites del presente capítulo una discusión sobre el voluntarismo extremo que
llevó a Guzmán a considerar que Sendero Luminoso podía alcanzar en ese momento el equilibrio estra-
tégico. Tapia analiza en detalle las diferencias entre el equilibrio de la China de Mao y la situación del Perú
hacia 1990, en Tapia, Equilibrio estratégico; también Manrique, «Caída».
34 En Junín y otros departamentos de la sierra central, con un mayor desarrollo mercantil, los
acontecimientos siguieron un ritmo más acelerado. Hacia 1987-1988, el campesinado había observado con
estupor, no exento de simpatía, cómo destruía Sendero Luminoso las grandes SAIS (supercooperativas)
de esa región. Pero pronto la mayoría de la población se rebeló (especialmente en los valles del Mantaro,
Cunas y Tullumayo, graneros de Lima) cuando Sendero Luminoso pretendió restringir su participación
en el mercado de manera directa, o indirectamente a través de la destrucción de puentes y de carreteras;
véase Manrique, «Década».
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPL:51 NAS 97

racista, cuyos reclutas eran por lo general blancos o criollos, desempeñó durante esos
años un papel destacado en las provincias de Huanta y La Mar. Desde '98 5 , la mari-
na fue reemplazada por el ejército, con una composición más serrana. Hacia fina-
les de la década, cuando se pasó de la represión indiscriminada a la selectiva,
podemos decir que las Fuerzas Armadas se instalaron en la frontera de la sociedad
campesina para realizar incursiones en ella. Primero, el ejército utilizó como inter-
mediarios a aquellos campesinos que habían pasado algún tiempo en las Fuerzas
Armadas realizando el servicio militar obligatorio. Y, en segundo lugar, en la déca-
da de los noventa, hicieron más hincapié en las políticas asistenciales y comunitarias,
llevando a cabo obras de infraestructura en representación de un Estado que, a pesar
de sus crisis, tenía a esas alturas más «ases en la manga» que Sendero Luminoso,
que, por su parte, sólo ofrecía la austeridad más radical. Finalmente, el reclutamien-
to de jóvenes para que hicieran el servicio militar en sus propios lugares de origen y
el reparto de armas a las rondas, aun cuando sólo fueran escopetas 35, mostró que las
Fuerzas Armadas, y a través de ellas el Estado, habían conseguido la hegemonía en
la zona.
Cabe mencionar un elemento importante de esta reconquista: las Fuerzas Arma-
das no pretendían controlarlo «todo sin excepción», como Sendero Luminoso. Si
bien las visitas semanales de los «comandos» campesinos a los cuarteles, la partici-
pación en los desfiles y la atención a las necesidades de las patrullas en las comu-
nidades podían ser una incomodidad, las Fuerzas Armadas no interferían en la vida
cotidiana de la población de la manera opresiva que había caracterizado a Sendero
Luminoso.
Sendero Luminoso, en cambio, se distanciaba cada vez más del campesinado,
cuya actitud fue pasando de la aceptación pragmática a la adaptación-en-resistencia
y, posteriormente, a la abierta rebeldía contra el partido. Sucedió entonces que si en
los primeros años de la guerra se hicieron célebres nombres como Pucayacu, Acco-
marca, Umaru, Bellavista, Ccayara, poblaciones arrasadas por las Fuerzas Arma-
das, a partir de 1988 fueron las masacres perpetradas por Sendero Luminoso las
que sembraron de muertos la región. En poco más de cuatro arios, entre diciembre
de 1987 y febrero de 1992, una revisión nada exhaustiva nos da un total de dieciséis
masacres senderistas en las que se superaba la docena de víctimas 36. Si intentá-
ramos representar con un gráfico dicho horror, la curva ascendente de Sendero
Luminoso y la descendente de las Fuerzas Armadas se cruzarían definitivamente en
Ccayara. El 14 de mayo de 1988, 28 campesinos murieron en esa comunidad, en la
última matanza en masa perpetrada por las Fuerzas Armadas en la región. Pocos
días antes, Sendero Luminoso había asesinado a 18 ronderos en Azángaro, Huanta.
Embarcados en este macabro recuento, vale mencionar que mientras la represión por
parte de las Fuerzas Armadas se volvía más selectiva 37, Sendero Luminoso pasaba de
los «aniquilamientos selectivos», que los senderistas justificaban por su puesta en

3 5 Los repartos de armas comenzaron en x99o, en la fase final del gobierno de Alan García. La
situación se legalizó en 99z con el Decreto Legislativo 74i, que reconocía los Comités de Autodefensa
Civil y permitía «la tenencia y uso de armas y municiones de uso civil».
36 Véase Iddle,IDL, para más detalles.
37 La represión seguía cobrándose víctimas. Así, durante esos mismos cinco aftos de ma.sacres sen-
deristas, Perú ocupaba el primer lugar en el mundo en detenidos-desaparecidos; véase Ideele, IDL.

7
98 CARLOS IVÁN DEGREGORI

práctica «sin crueldad alguna, como simple y expeditiva justicia» 38 , a las grandes
masacres. En muchas partes, sectores decisivos del campesinado optaron enton-
ces por una alianza pragmática con las Fuerzas Armadas.
Dos hechos representan de manera gráfica esta evolución. En los primeros
años de la intervención militar se formó toda una mitología alrededor de la marina.
Se decía que contaba con mercenarios extranjeros, argentinos tal vez, porque ni
siquiera los campesinos peor pensados imaginaban que sus propios compatriotas
pudieran tratarlos de ese modo. En abril de 1994, en una camioneta que se dirigía
a la feria de Chaca, en las alturas de Huanta, conversé con un dirigente de esa comu-
nidad, que había estado en el río Apurímac en los peores años de la violencia, y que
recordaba el pánico que despertaban esos supuestos mercenarios:
Bajaban del helicóptero disparando sus ráfagas. Aunque sea una hoja que cae del árbol
y ya estaban ráfagas disparando. No sabían caminar, no conocían el monte, eran sobra
de la guerra de las Malvinas que habían pedido asesoramiento. Paraban tirados
oyendo otra música. También tenían a los Matadores. En una jaula no más paraban,
no salían. Por una ventanita les daban alimento. Eran varones pero hasta acá [señala la
cintura] tenían el pelo. Una vez a un tuco lo metieron a la jaula y le abrieron el corazón
y la sangre que salía chupaban, chupaban, «qué rico» diciendo 39 .

En Chaca nos topamos con un solitario oficial del ejército paseándose entre cien-
tos de feriantes, campesinos y comerciantes «como pez en el agua», con sólo una pis-
tola y dospiiiitas (granadas) al cinto, «por si acaso». Había llovido mucho ya. En San
José de Secce, capital de distrito, los reclutas que hacían el servicio militar en el cuar-
tel eran campesinos quechuahablantes del lugar.
Por su parte, Sendero Luminoso terminó por ser identificado en muchos sitios
con el anticristo o con el temible ñakaq o pishtaco 4 . En igual o mayor medida que
las masacres de comuneros, el hecho que mejor ejemplifica la «exteriorización»
de Sendero Luminoso en la región es el «quinteo» (ruleta rusa) a la que sometieron
hacia 1991 a los camioneros de la ruta Ayacucho-San Francisco. En uno de los fre-
cuentes bloqueos que Sendero Luminoso realizaba en dicha carretera para exigir
aranceles y saldar «cuentas de sangre», uno de los chóferes escapó e informó de la
presencia guerrillera a un destacamento militar, que cayó sobre los senderistas
produciéndoles varias bajas. Como represalia, Sendero Luminoso inició en distintas
carreteras una matanza indiscriminada de transportistas a los que escogía práctica-
mente al azar 41 Este tipo de acción refleja fue empleada por las Fuerzas Armadas
.

únicamente en el periodo de 1983 a 1984.

38 PCP, «Documentos fundamentales».


39 Si alguien cree que esos personajes, mezcla de pishtaros y Rambos de vídeo, son un mero pro-
ducto de la imaginación alucinada de nuestro interlocutor, le recomiendo la lectura del espeluznante tes-
timonio de «Pancho», infante de marina que sirvió por esos años en Ayacucho —véase en un manuscrito
de futura publicación de Degregori y López Ricci—.
4o En Purus, en el año 1994, recordando la forma en la que mataba Sendero Luminoso, un antiguo
líder comunal insistía en que los senderistas no eran humanos sino demonios.
41 TV Cultura grabó en vídeo una fila de vehículos atacados, varios de ellos incendiados, en la
carretera de «Los Libertadores» (Ayacucho-Pisco) en 1991.
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 99

PUNTOS CIEGOS Y DERROTA DE SENDERO LUMINOSO


Parece extraño que los propios senderistas no advirtieran el significado del
aumento de las rondas y la aparición de un nuevo lazo de unión entre el campesina-
do y las Fuerzas Armadas. Las guerrillas no lograron verlo como la derrota que real-
mente suponía, pues en ese mismo año proclamaban que ya estaban alcanzando el
«equilibrio estratégico».
Hasta 1991, en los documentos de Sendero Lutninoso no aparece ningún análisis
exhaustivo sobre la masificación de las rondas. Ese mismo año, en el documento titu-
lado ;Que el equilibrio estratégico rerneva más el país!, se define a las rondas como parte
de los mecanismos de la «guerra de baja intensidad» contrarrevolucionaria, desarro-
llada por Fujimori, los militares y el «imperialismo yanqui» 41. A esto le sigue un
tedioso análisis legal (¡de todos los aspectos!) del decreto que legalizaba los Comités de
Defensa Civil, por entonces aún en proceso de debate 41. La edición de fin de año del
órgano oficial de partido, El Diario,va más allá de la mera definición de las rondas para
realizar un balance muy alejado de la situación real, afirmando que estas organizacio-
nes «tocaron fondo»: «sólo el 5 % se mantiene desde que fueron creadas por la marina
o el ejército. Las demás han sido recompuestas muchas veces y últimamente decenas
se debaten sin rumbo entre disolverse o enfilarse contra sus mentores». Fue en x992
cuando Sendero Luminoso comenzó a darse cuenta del peligro que representaban las
rondas, al afirmar lo siguiente en el III Pleno del Comité Central:
EI problema es que se expresa una inflexión, ése es el problema [...] han ocupado
algunos puntos y nos han desalojado. Entonces han sometido a las masas (-1 con
amenazas hasta de muerte y ahora son masas presionadas por el enemigo. Entonces
nuestro problema aquí, ¿cuál es?, que estamos restringidos en nuestro trabajo de infil-
tración en las mesnada!" y esto debemos corregirlo para penetrarlas, desenmascaradas,
socavarlas, hasta hacerlas volar 41.
La directiva, que también hacía un mayor hincapié en la estrategia de la persua-
sión, llegó demasiado tarde.
Esta desorientación total tiene que ver con varios «puntos ciegos» dentro del
partido (que ya se han señalado al analizar el periodo de 1982 a 198 3) y que ahora
parecen haberse vuelto más agudos. Estos puntos ciegos comprendían: el culto des-
. medido a la violencia; el «fatalismo optimista» de su concepción teleológica de la
historia; su comprensión de los actores sociales y políticos como «esencias en
acción», portadores de estructuras que determinan inapelablemente su trayectoria;
su comprensión del campesinado como un actor incapaz de tomar la iniciativa; su
estrategia de guerra prolongada a través de la construcción de bases de apoyo y
zonas liberadas; su desprecio por la cultura andina 46.

42 PCP, «Equilibrio estratégico», pág. 5 2.


43 Es evidente que al menos esa parte del documento es una transcripción literal de una intervención
oral de Guzmán. El decreto se analiza casi artículo por artículo, con numerosas acotaciones muy detalladas.
44 Término empleado por Sendero Luminoso para referirse a las rondas.
45 PCP, «III Pleno del Comité Central».
46 En otras palabras, la lectura de la situación peruana y mundial llevada a cabo por Sendero
Luminoso no se ajustaba a la dinámica real del Perú y del mundo.
Ioo CARLOS IVÁN DEGREGORI

Este capítulo ya ha tratado el tema de la violencia y la discordancia entre la lógi-


ca del partido y la dinámica de la sociedad. Es obvio que, en 1982, la decisión del
aparato partidario de intensificar una violencia que no servía ningún propósito
social real y el consiguiente inicio de una campaña de «justicia» dura contribuyeron
a agrandar las fisuras entre Sendero Luminoso y la población. Hacia finales de la
década de los 8o, la escalada de la violencia contra las rondas fue un factor importante
para reafirmar las creencias de los ya convencidos, convencer a los indecisos y empu-
jar a comunidades enteras a una alianza con las Fuerzas Armadas.

ESENCIAS EN ACCIÓN

Según los documentos de Sendero Luminoso, la historia no avanza de manera


lineal, sino con zigzags y retrocesos temporales. Estos últimos se dan, no obstante,
estrictamente dentro de una trayectoria general predeterminada e inevitable: más que
un libreto, un destino.
Las Fuerzas Armadas, por ejemplo, etiquetadas una y otra vez en la documenta-
ción senderista como «especialistas en derrotas», no iban a cambiar. Más bien, sólo
podían mostrar con mayor claridad su esencia genocida y su dependencia del impe-
rialismo. En la realidad más diáfana, sin embargo, las Fuerzas Armadas dejaron a
Sendero Luminoso literalmente fuera de juego al abandonar la intensificación de
la represión indiscriminada, evitando así, en contra de lo que cabía esperar, que ésta
continuara en los años noventa. No pretendo sobrevalorar los cambios introducidos
por las Fuerzas Armadas, como tampoco olvidar el grado de desmoralización en el
que parecían estar sumidas hacia el cambio de la década. Tampoco es posible saber
lo que habría pasado si Guzmán no hubiera sido capturado. Hacia finales de la déca-
da de 1980, la actitud antisubversiva de las Fuerzas Armadas parecía abocarse hacia
una «solución guatemalteca». Afortunadamente, la historia siguió otro rumbo, y las
Fuerzas Armadas desarrollaron una estrategia que podría describirse como «autori-
taria no-genocida» 47 .

Los campesinos, por su parte, eran «la arena de contienda ente revolución y
contrarrevolución» 48, actores pasivos, ceros que sólo adquirían valor al ser suma-
dos a uno u otro bando. Sendero Luminoso era el depositario de la Verdad, con un
líder que representaba la «garantía de triunfo» en tanto que era capaz de inter-
pretar las leyes de la historia: estaban «condenados a triunfar». Tarde o temprano,
a través del ejercicio prolongado de la guerra popular, los campesinos seguirían el
camino trazado por su destino y gravitarían hacia Sendero Luminoso, como las
mariposas hacia la luz, porque «objetivamente ellos [la contrarrevolución] no
representan los intereses del pueblo, nosotros sí, ellos no pueden ganar a la masa,
tienen que forzarla, oprimirla para que los sigan y eso engendra resistencia; en
nuestro caso sí podemos ser seguidos porque podemos hacerles ver lo que es obje-
tivo, que representamos sus intereses». De ese modo no había ningún problema.
Al menos no un problema demasiado serio. Según Sendero, al establecimiento del
«nuevo poder» en una determinada zona le seguiría el restablecimiento del viejo

47 Degregori y Rivera, Perú 198o mo.


-

48 PCP, «Equilibrio estratégico», pág. 4.


COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 101

poder durante un periodo, y así sucesivamente hasta la consolidación definitiva de


las zonas liberadas y del Nuevo Orden. El aumento de las rondas como organiza-
ciones de masas se consideró simplemente un episodio más del «restablecimiento»
(temporal).

CONCEPCIONES DEL TIEMPO Y EL ESPACIO

Sendero Luminoso no se dio cuenta de que el carácter prolongado de la guerra


y su estrategia de construir bases de apoyo se hallaban en contradicción directa con
las concepciones del tiempo y el espacio del campesinado, porque, de todos modos,
esas creencias le importaban poco o nada. El desenlace de la historia de Nicario es en
cierta medida paradigmática de un campesinado cuya reproducción, a pesar de su
pobreza, depende en gran parte del mercado. Los jóvenes (especialmente) tienen
aspiraciones de movilidad social que les habían sido inculcadas a través de la escue-
la y los medios de comunicación. Los plazos en los que las familias se marcan planes
tienen que ver con su propio ciclo vital y el crecimiento de sus hijos, no con una
«guerra popular» que hacia finales de los años ochenta parecía alargarse en ciclos
interminables de establecimiento, restablecimiento y contrarrestablecimiento. Cuan-
do Sendero Luminoso trató de imprimirle un ritmo todavía más duro a la guerra,
precisamente en arios de sequía y crisis económica, el hilo de la adaptación acabó
de romperse.
Por otro lado, los espacios de reproducción del campesinado son extensos,
incluyendo, a través de redes de parentesco y paisanaje, tanto la ciudad como
el campo, e incluso las minas en las punas y los cocales en la selva. Esto no podía
sino chocar con la estrategia senderista de imponer su dominio sobre zonas cir-
cunscritas, obligándolas a convertirse en bases de apoyo que, necesariamente,
tenderían a aislarse. Tras los primeros años y, especialmente, cuando las Fuerzas
Armadas entraron en acción, los campesinos quedaron atrapados entre dos fue-
gos, y todos los que podían huían. En muchas partes, Sendero Luminoso acaba-
ba siendo el dueño de espacios prácticamente vacíos, en los cuales sólo quedaban
los más débiles: campesinos pobres monolingües sin vínculos urbanos, miem-
bros de la minoría étnica asháninka, sujetos a la «dominación omnímoda» de Sen-
dero Luminoso.

LA CULTURA ANDINA

El choque de Sendero Luminoso con las nociones del tiempo y el espacio del
campesinado forma parte de un conflicto más amplio con la cultura andina. Me
refiero en este punto a un conjunto de instituciones de gran importancia para el
campesinado quechua ayacuchano, en especial la familia numerosa, la comunidad,
las reglas de reciprocidad, la jerarquización por edad, los rituales, las fiestas y la
dimensión religiosa en general. Los senderistas aborrecían las creencias de la reli-
gión andina nativa y del catolicismo popular (que consideraban arcaicas) y los
rituales y las fiestas (que trataron de suprimir). Los cuadros lo justificaban por su
elevado coste.
102 CARLOS IVÁN DEGREGORI

Sin embargo, el partido también parecía sentirse incómodo con los aspectos de
la «inversión del mundo» que caracterizaban esas fiestas. El «poder total» no podía
tolerar esas oportunidades potenciales de descontrol. No les faltaba razón. En varios
lugares (Huancasancos, Huaychao) la población aprovechó dichas fiestas para
rebelarse contra Sendero Luminoso. En una comunidad de Vilcashuamán, los sen-
deristas suprimieron las fiestas «"porque de repente cuando estamos en la fiesta nos
pueden traicionar, puede pasar problemas", dicen ellos» (Pedro).
El desprecio senderista por las manifestaciones culturales del campesinado que-
chua tiene una base teórica: «el maoísmo nos enseña que una cultura dada es el
reflejo, en el plano ideológico, de la política y la economía de una sociedad dada»
decía El Diario, el 13 de septiembre de 1989. Si esto es así, entonces las manifesta-
ciones artísticas y culturales andinas son apenas rezagos del pasado: «[...] reflejo de
la existencia del hombre bajo la opresión terrateniente, que refleja el atraso tecnoló-
gico y científico del campo, que refleja las costumbres, creencias, supersticiones,
ideas feudales, anticientíficas del campesinado, producto de siglos de opresión y
explotación que lo han sumido en la ignorancia» 49.
Partiendo de esa teoría y esa práctica, sigue pareciendo válido caracterizar a los
senderistas como nuevos mistis, influidos por la escuela y el marxismo 5° En un tra- .

bajo anterior 5 comparé a los senderistas con un tercer hermano de los Aragón de
Peralta, protagonistas de Todas las Sangres. Si tomamos como ejemplo otra novela de
Arguedas, Yawar Fiesta, es fácil identificar a don Bruno con los mistis tradicionalis-
tas ( Julián Arangtiena, por ejemplo) que están a favor de la «corrida india»; a don
Fermín con las autoridades nacionales y con los mistis «progresistas» que se oponen a
la corrida india y tratan de «civilizarla» llevando a Puquio un torero español. Este
grupo incluiría a los estudiantes universitarios cholos que buscan «el progreso del
pueblo» y ayudan a contratar al torero. Pero los indios del ayllu Qayau logran cap-
turar al feroz toro Misitu; los universitarios cambian de opinión, cautivados por la
fuerza de los comuneros, y se llenan de alegría y orgullo, olvidando así sus «ansias
de progreso»; el español fracasa en la corrida y son los indios los que se lanzan al
ruedo para alegría de los propios mistis progresistas. En la última línea de la novela,
el alcalde le dice al oído al subprefecto: «eVe Vd., señor Subprefecto? Éstas son nues-
tras corridas. Elyawar fiesta verdadero!».
De haber estado allí el tercer hermano, a quien sería fácil identificar con deter-
minados estudiantes o profesores senderistas, que no hubieran sucumbido ante la
fuerza de los runas de Qayau, el final seguramente hubiera sido otro. Si el partido
hubiera estado presente, posiblemente habría matado a Misitu y prohibido la fies-
ta. Si la hubiera permitido, habría sido una decisión estrictamente táctica y el

49 Márquez, «(Cuál arte alienante?».


5o Resulta interesante analizar de cerca la utilización de la lengua quechua, la música ayacu-
chana y la música «chicha» por parte de los senderistas. El uso del quechua parece ser instrumental.
Los buenos, con un simple cambio de letra, quedaban convertidos en «arte de nuevo tipo». Pero no se
sabe aún en qué medida tras el arte nuevo se ocultaba el cholo que disfrutaba de su música «sin querer
queriendo». En todo caso, los hermanos Montoya, grandes intérpretes de las canciones quechua, han
señalado certeramente: «extraño y terrible país el nuestro; la clase dominante que desprecia y abusa de
los indios se sirve de la lengua de éstos para expresar sus mayores emociones».Véase Montoya, Sangre
de los ceros, pág. 40.
Degregori,Qué difícil es ser Dios.
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS C"."AMPESINAS 103

acontecimiento no hubiera estado acompañado por el orgullo que se apoderó de


los estudiantes puquianos.
Es impactante advertir cómo en los arios ochenta en la sierra peruana se repro-
duce en cierta medida el conflicto entre mistis e indios de Yawar Fiesta y cómo, una
vez más, los mistis convertidos en revolucionarios son derrotados por los indios
transformados en muleros.
IV

«BIENVENIDOS A LA PESADILLA»:
REFLEXIONES SOBRE LOS GUERREROS SIN
ROSTRO DE LA REVUELTA DE LACANDONA
(CHIAPAS, MÉXICO, 1 994)
Arij Ouweneel

P
• OR QUÉ SE PRODUCE EL ALZAMIENTO ARMADO DE LOS CAMPESINOS?, se
preguntan sociólogos e historiadores desde hace décadas. Cuando se invi-
ta a un(a) mexicanista, cualquiera que sea, a dar una charla, no le queda
mas remedio que abordar este problema ya clásico y responder a preguntas sobre
el levantamiento de Chiapas de Año Nuevo de 1994'. Chiapas, que ya ha recibido
a más antropólogos que comunidades tiene, se ha convertido en un objeto de
moda editorial comparable con las revoluciones cubana y nicaragüense, las gue-
rrillas centroamericanas o los aniversarios de Bolívar y Colón hace unos años a. A
simple vista, parece fácil encontrar una explicación a la revuelta y los orígenes de
la misma ; .

PERSPECTIVA ENDÓGENA, PERSPECTIVA EXÓGENA

Con todo, se aprecian discrepancias en la literatura existente sobre el levan-


tamiento. Se pueden identificar dos bloques de analistas: los que adoptan una pers-
pectiva «endógena» y los que se decantan por la «exógena». El primer grupo
construye su narrativa de la revuelta en torno a la Selva Lacandona, el bosque

r Para más información, véanse Ouweneel, Alveer die lidian" y Gosner y Ouweneel, Indigenoas
Revolts.
z Véanse, entre otros, A ubry, «Lenta acumulación»; (A utonomedia), ¡Zapatistas!; Camú, Urzúa y
Tótoro Taulis, EZLN; Collier, Basta!; Guillermoprieto, «Letter from Mexico»; Harvey, Rebellion; Rome-
o Jacobo, Altos de Chiapas; Ross, Rebellion; Rovira, ¡Zapata vive!, Rus, «Local Adaptatioru>.
Una de las mejores historiografias recientes, de poderosa brevedad, es la de Alma Guillermo-
prieto: «The Shadow War».
o6 ARI J OUWENEEL

tropical en la frontera con Guatemala, y dirige su análisis a los problemas del cam-
pesinado en esta zona de frontera real: en el oeste del Lacandón se halla la región de
Las Cañadas, uno de los focos principales de este movimiento; y cerca de la ciudad
de Simojovel se encuentra otra de las áreas revolucionarias más importantes, la loca-
lizada al norte de San Cristóbal de Las Casas 4 Los analistas «endógenos» hacen un
.

repaso general a los factores de pobreza y superpoblación, y finalizan con una narra-
ción detallada de los orígenes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
(EZLN). Por su parte, los estudiosos del bloque «exógeno» centran su visión histó-
rica en los desastres económicos de las décadas pasadas en el conjunto del estado de
Chiapas y, más en concreto, pintan un cuadro desolador del avance de la pobreza y la
explotación en todos sus municipios rurales, presentando la revuelta zapatista como
una de sus principales consecuencias. Hojeando la literatura sobre el tema, se obser-
va que el primer grupo prefiere hablar de «la revuelta de la Selva Lacandona»,
mientras que el segundo tiende a quedarse con la denominación del «levantamiento
de Chiapas».
En este capítulo he adoptado la perspectiva «endógena». Después de todo, los
rebeldes surgieron de la selva tropical nororiental y no de la altiplanicie, o Los Altos,
como los llaman en Chiapas. Según parece, Los Altos sí fue en cierta época la zona de
origen de los rebeldes: los campesinos de la Selva Lacandona son inmigrantes o
hijos de inmigrantes que dejaron las comunidades superpobladas de los Altos entre
las décadas de los cincuenta a los setenta. Fue una diáspora de tzeltales y tzotziles, que
tuvieron que hacer de la selva su hábitat y acabaron aceptándola como último recur-
so. Su tierra prometida. Así y todo, parece poco adecuado titular un libro sobre el
levantamiento Los Altos de Chiapas, como ha hecho Romero Jacobo, porque de esa
manera se ignora el meollo de la cuestión.
La decisión radical de declarar la guerra fue exclusiva del Lacandón. Es cierto que
había empeorado el estado de miseria en todo Chiapas. Las desigualdades y la cruel-
dad de las injusticias vividas en esta zona ponen los pelos de punta: Chiapas tiene las
tasas de mortalidad infantil y analfabetismo más altas, yen ningún otro estado son tan
precarias el agua corriente y la electricidad. La pobreza y la represión hacen de la vio-
lencia algo cotidiano. Según Guillermoprieto: «Este estado, de abundantes ríos,
proporciona una quinta parte de la electricidad del país y un tercio de la producción
de café, pero ni una gota de esta riqueza revierte a los diferentes pueblos mayas» S A .

pesar de ser «vergonzosamente, los pobres más ignorados de todo México», los habi-
tantes de los Altos de Chiapas no tomaron la decisión extrema de entrar en guerra. En
vez de ello, se aferraron a los mecanismos legales para hacer frente a sus problemas:
litigios, elecciones, protestas y marchas políticas. Algunas comunidades disponían de
armas pero no llegaron a utilizarlas. Tuvieron que soportar la ocupación de sus con-
sistorios sin disparar una sola bala. De hecho, durante el segundo ataque armado
de enero y febrero de 1995, el EZLN no recibió ayuda militar de las comunidades de
los Altos. Antes bien, en la mayor parte de los pueblos que pudieron visitar los perio-
distas, ondeaban banderas blancas en las diminutas chabolas de los campesinos. La
pobreza por sí sola, ya lo sabemos, no ocasiona un levantamiento armado.

4 Conversación privada de Jan de Vos con el autor.


5 Guillermoprieto, «The Shadow War», pág. 34.
«BIENVENIDOS A LA PESADILLA»: REFLEXIONES SOBRE LOS GUERREROS 107

Al leer la mayoría de las obras del segundo grupo de analistas, y a pesar de lo


correcto de su narración de los sucesos de Chiapas, no puedo sino discrepar cada vez
más de su presentación de los mismos. Da la impresión de que falta algo, como si sus
análisis estuvieran excesivamente centrados en lo económico. Los sociólogos «endó-
genos» serían los estudiosos que mejor conocen Chiapas. Tienen listas extensas de
publicaciones, conocen personalmente a familias enteras, y han vivido allí duran-
te años consecutivos. Pero, ante todo, su atención se ha dirigido a las comunidades
asentadas en la parte central del altiplano, la zona montañosa de Los Altos. Así, por
ejemplo, George Collier, Neil Harvey y Jan Rus, entre otros, apuntan a los proble-
mas generales del desarrollo: el crecimiento demográfico, la distribución desigual de
los recursos nacionales, el desmoronamiento de los precios del café y la anulación por
parte de la administración de la reforma agraria 6 . También prestan la atención nece-
saria ala política del presidente Carlos Salinas de Gortari (1988-94) en favor del des-
arrollo neoliberal de México y su integración oficial en la economía norteamericana
a través del Acuerdo de Libre Comercio Norteamericano (NAFTA) para explicar los
problemas rurales de todo México y de Chiapas en particular. Afortunadamente, de
estos trabajos no hay apenas ninguno basado en el discurso de la «leyenda negra»
que tan popular fue en tiempos de autores como Gerrit Huizer o Ernest Feder, quie-
nes hace más de treinta años buscaron el origen de todos los problemas de las zonas
rurales mexicanas en el periodo de la Conquista y los hacendados, o en algún con-
flicto entre latifundistas y minifundistas, lo que teóricamente constituiría la esencia
de la herencia recibida por México 7 .
A pesar de su enfoque moderno (se considera América Latina como una sociedad
en su evolución, pero tampoco se descuidan aspectos como la desigualdad y la repre-
sión que forman parte del México de la actualidad), estos análisis dejan sin contestar
una pregunta crucial: ¿ se produjo la sublevación de los campesinos de La Selva
Lacandona para luchar contra NAFTA o la globalización de la economía mexicana?
¿Cuáles fueron sus motivos? ¿Por qué no participaron sus supuestos compañeros de
armas de fuera de la selva? Para responder a estas preguntas acude en mi ayuda el
boom editorial sobre Chiapas anteriormente mencionado. La mayor parte de los
libros escritos están elaborados a partir de recortes de prensa, reportajes sobre la
vida en la selva y entrevistas con algún miembro de los rebeldes. Cientos de pági-
nas del periódico de Ciudad de México, La Jornada, publicadas durante los primeros
meses de 1994, se pueden utilizar también como documentación histórica. Sus perio-
distas, todavía conmocionados por lo ocurrido en ese periodo, se introdujeron en
las profundidades de la selva para entrevistar a todo indio con el que se toparan, y
escribieron páginas y más páginas repletas de sus impresiones. Reprodujeron las
declaraciones de los campesinos y publicaron todos los comunicados del EZLN y el
gobierno. Pocas veces encuentran los historiadores semejante volumen de informa-
ción acerca de un grupo tan pequeño de personas. El investigador dispone así de la
mejor oportunidad de leer el material de forma crítica y hacer cotejos y confronta-
ciones documentales.

6 Por ejemplo, Collier, Basta!; íd., «Background»; Rus, «Local Adaptation»; Harvey, Rebellion.
7 Feder, Rape ofthe Peasantry; Huizer, «Emiliano Zapata». Sobre este tema, véase Ouweneel, Ondee-
broker; groel in Anáhuac.
io8 ARIJ OUWENEEL

VOCES DE LA SELVA

El EZLN era algo más que un ejército. Un importante número de sus jóvenes
soldados hizo afirmaciones semejantes a la siguiente de la capitana Elisa: «cuando yo
vivía en mi casa con mi familia, yo no sabía nada. No sabía leer, no fui a la escuela,
pero cuando me integré al EZLN, aprendí a leer y a escribir, todo lo que sé hablar
español, escribir y me entrené para hacer la guerra» 8 .

Los guerrilleros ofrecían una educación, centrada sobre todo en el idioma, la his-
toria y la política. Según una mujer que dijo haber sido reclutada cuando estaba en la
selva trabajando la tierra: entonces «llegaban asesores para el estudio y entendimos
y avanzamos». No se conoce el tipo de educación ofrecida, pero podemos deducir de
las declaraciones y «leyes» del EZLN que tenía un carácter radical y utópico, aun-
que también muy mexicano y nacionalista. Al cabo, todos los guerrilleros decían
haber aprendido que tenían que luchar por los denominados «Diez Puntos»: tierra,
trabajo, techo, sanidad, educación y pan dignos, libertad, democracia, paz y justicia.
Las declaraciones realizadas en la selva en relación con los Diez Puntos dejaban
muy clara la naturaleza utópica de las voces indígenas. No cabe duda de que para
sobrevivir en entornos difíciles hacen falta visiones utópicas. Pero en el Lacandón
existían tres grupos que estaban intensificando o, cuando menos, instituyendo ese
carácter utópico. En primer lugar, los diáconos y voluntarios seglares inscritos en
la teología de la liberación se habían adentrado en la tierra baja de la selva a iniciati-
va del obispo de San Cristóbal, Samuel Ruiz García. Desde finales de los sesenta en
adelante, este obispo fue uno de los principales teólogos de la liberación en México,
si no de América Latina. En octubre de 1974 organizó un Congreso Indígena en San
Cristóbal para conmemorar el 5oo aniversario del nacimiento de Fray Bartolomé de
Las Casas. Desde entonces, una red de seglares ha venido trabajando con los pione-
ros en la selva para construir una teología de la liberación y ayudar a los pobres. El
mensaje que se quería enviar era que la «salvación» sólo sería alcanzable mediante un
igualitarismo radical. Los seglares esperaban crear una sociedad libre de lo que deno-
minaban el pecado social de la sociedad mexicana.
Después, llegaron los maoístas a iniciativa del catedrático de la Universidad
de Ciudad de México, Adolfo Orive Berlinguer 9 . Estos voluntarios políticos dedi-
caron una década (de 1974 a 1984) a organizar las comunidades de colonos con el
fin de ganar batallas burocráticas, presionar para la obtención de créditos, sub-
venciones, educación y tierra. Fue una lucha sin armas. Los voluntarios maoístas
también establecieron un sistema de toma de decisiones en el queparticipara cada
una de las voces de la comunidad, incluidas las de niños y niñas. Este es el sentido
de la «democracia» contemplado en los Diez Puntos. No obstante, las propues-
tas se preparaban desde las asambleas chicas, compuestas de entre cinco y diez líde-
res pertenecientes a la vanguardia maoísta. Evidentemente, algunos líderes eran
«más iguales» que otros: los maoístas señalaban en un principio el camino a los

8 La Jornada, i8 de enero de 1994.


9 Es curioso comprobar cómo, más tarde, Orive colaboró con el gobierno de Salinas en el puesto
de coordinador de los consejeros expertos en políticas sociales y rurales, e incluso después con el gobier-
no de Zedillo.
«BIENVENIDOS A LA PESADILLA»: REFLEXIONES SOBRE LOS GUERREROS 109

campesinos 1°, porque de otro modo sólo se tomarían decisiones tras semanas o
meses de debate. En resumidas cuentas, los maoístas habían inculcado una men-
talidad política particular a los habitantes de la Selva Lacandona.
Los seglares católicos y los grupos maoístas crearon la Unión de Uniones (UU),
una organización destinada a coordinar su lucha sociopolítica. Pero en el transcurso
de los años, la organización se escindió más de una vez. Una facción, dominada por
los seglares y con el apoyo de la Iglesia, consideraba que su principal demanda debía
ser la tierra. Desconfiaba completamente del gobierno y se manifestó a favor del
camino de «salvación» más radical. La otra facción más importante pensaba que,
dada la tasa de crecimiento de la población, sería imposible solucionar los problemas
únicamente con la tierra, y tendrían que utilizar mecanismos de marketing y crediti-
cios a la vez que sus habilidades negociadoras con el gobierno. Los maoístas, que
encabezaban esta escisión, suponían que estas acciones reformistas eran las que lle-
varían a la «salvación», y reorganizaron a sus miembros dentro de la Asociación
Rural de Interés Colectivo (ARIC) " . Posteriormente, la UU se dividió de nuevo,
esta vez con respecto a la opción de la resistencia violenta. En opinión de Guiller-
moprieto, el grupo más radical, que optó por la lucha armada en 1989, aglutinaba a
un 6o% de la población de esta zona 12 .
Para entonces, un tercer grupo, que llevaba un tiempo instituyendo o intensifi-
cando el carácter utópico de las comunidades, ya había hecho su trabajo. Estaba for-
mado por guerrilleros y, en la actualidad, lideran el EZLN. Eran y continúan
siendo independientes de la UU y la ARIC y se componen de un pequeño grupo
de doce —o cinco, como insistió el subcomandante Marcos— activistas políticos
procedentes de la parte central del altiplano mexicano. Desde el año 1983 en ade-
lante, se ofrecieron para entrenar a la población local para la guerra de guerrillas y
proclamaron la necesidad de una nueva revolución armada en México. Aguarda-
ron en el interior del área montañosa de la selva tropical hasta que los líderes indí-
genas se manifestaron dispuestos a entrar en guerra. Tuvieron que esperar casi
una década entera porque durante los años setenta y ochenta los campesinos lucha-
ron por un futuro mejor con la ayuda foránea de los maoístas y la Iglesia. Sólo una
vez pasado el año 1992, con el Movimiento 3oo Años de Resistencia Indígena, y
tras las conmemoraciones del aniversario del viaje de Colón y las reformas del
gobierno de Salinas —en especial la revisión del artículo 27 de la Constitución lle-
vada a cabo a principios de 1992, con la que se pretendía «modernizar» la agricultu-
ra mexicana y abolir el sistema de ejidos de agricultura colectiva porque, según los
tecnócratas del gobierno de Salinas, a finales del siglo xx era un anacronismo que
impedía el progreso económico en las zonas rurales';— se unieron los jóvenes a los
guerrilleros, cuando se hacía dificil el futuro en la selva y la expansión era imposi-
ble. Y lo hicieron con la facción más radical de las escindidas de la UU. Sólo un 4o %

io Oficialmente, la máxima autoridad zapatista recibe el nombre de Comité Clandestino Revolu-


cionario Indígena - Coordinadora General (CCRI—CG). La impresión que tengo al leer los periódicos es
de que cada comunidad tiene varios representantes en este órgano.
11 En algún momento, la ARIC recibió el nombre de Asociación Rural de Iniciativa Colectiva o
incluso de Asociación Regional Indígena Campesina. Acerca del discurso de la «salvación», véase una
ponencia presentada por Jan de Vos, «Encuentro de los Mayas de Chiapas».
iz Guillermoprieto, «The Shadow War», pág. 38.
13 Véase Ouweneel, «Away from Prying Eyes».
I 10 ARI J OUWENEEL

de los miembros restantes de la ARIC y los minúsculos grupos protestantes rehu-


saron votar a favor de la guerra.
A finales de la década de los ochenta la posición de los campesinos se había exa-
cerbado aún más como consecuencia de otras dos medidas anteriores. Ya en 1972, el
presidente Luis Echeverría había presentado un decreto por el que se concedía a
setenta familias mayas del Lacandón el control de una gran extensión de la selva
tropical. Se pretendía así tomar una medida ecológica para preservar la selva, pero lo
que se consiguió fue impedir a los primeros colonos su expansión a otros terrenos.
Unos quince años más tarde, el gobierno de Salinas declinó subvencionar los pre-
cios del café tras su descalabro de 1989 en todo el mundo. Esto supuso un golpe a los
pequeños cultivadores de café de Chiapas, productores de un tercio de las exporta-
ciones cafeteras del país. Qué duda cabe de que ciertos acontecimientos internacio-
nales como NAFTA y las políticas neoliberales tenían mucho que ver en esto, pero
a los ojos de los campesinos se trataba sencillamente de otro ejemplo de «mal gobier-
no». Tras décadas de apoyo, se sintieron traicionados. Se había traicionado a la revo-
lución. La reforma contemplada en el artículo 27, por la que se sacaban a la venta los
ejidos, no hizo sino confirmarlo: se aproximaba el «caos». Así y todo, la respuesta
utópica a esta situación sólo podía producirse, dentro del contexto mexicano, en las
comunidades del Lacandón. La educación revolucionaria apeló, frente a la desespe-
ración del pueblo, al pasado glorioso de los aztecas y los mayas, al triste presente del
rincón olvidado de México en el que vivían, y al futuro inexistente. Al mismo tiem-
po, extendió el sentimiento de indignación ante las últimas derrotas y humillaciones
sufridas en la capital.

VOCES DE LA MONTAÑA

El movimiento zapatista no sólo es de carácter utópico en el plano político.


Además, es abiertamente indígena. Al principio esto no se hizo muy explícito en
las proclamaciones del EZLN, pero existía una conciencia clara de ello entre los
mismos combatientes. El primer día de la revuelta, uno de los guerrilleros declaró
a un periodista: «No olviden esto: somos un movimiento étnico» 14 En realidad, los
.

nuevos integrantes indígenas habían modificado el carácter del EZLN original de


Marcos, y sus líderes blancos tuvieron que ajustar sus puntos de vista. Los tzeltales,
tzotziles, tojolabales y mames no presentaban su lucha en términos de «burgueses y
proletarios», sino de «mal y bien».
Esto se aprecia claramente en una cita (a continuación) de un comunicado que
hizo el Comité Clandestino Revolucionario Indígena—Coordinadora General
(CCRI—CG) el 27 de febrero de 1994. El CCRI—CG estaba compuesto por líderes
indígenas procedentes de las comunidades del Lacandón. En su declaración,
mencionan a los líderes no indígenas, seglares maoístas y guerrilleros del EZLN
que acudieron en su socorro en tiempos de caos (que describen como la noche):
Cuando el EZLN era tan sólo una sombra arrastrándose entre la niebla y la oscuridad
de la montaña, cuando las palabras «justicia», «libertad» y «democracia» eran sólo eso:

(Autonomedia), /Zapatillas!, pág. 71.


«BIENVENIDOS A LA PESADILLA»: REFLEXIONES SOBRE LOS GUERREROS III

palabras. Apenas un sueño que los ancianos de nuestras comunidades, guardianes


verdaderos de la palabra de nuestros muertos, nos habían entregado en el tiempo jus-
to en que el día cede su paso a la noche, cuando el odio y la muerte empezaban a crecer
en nuestros pechos, cuando nada había más que desesperanza. Cuando los tiempos se
repetían sobre sí mismos, sin salida, sin puerta alguna, sin mañana, cuando todo era
como injusto, hablaron los hombres verdaderos, los sin rostro, los que en la noche
andan, los que son montaña [...]
Es el mundo otro mundo, no gobierna ya la razón y voluntad de los hombres verda-
deros, pocos somos y olvidados, encima nuestro caminan la muerte y el desprecio,
somos pequeños, nuestra palabra se apaga, el silencio lleva mucho tiempo habitando
nuestra casa, llega ya la hora de hablar para nuestro corazón y para otros corazones, de
la noche y la tierra deben venir nuestros muertos, los sin rostro, los que son montaña,
que se vistan de guerra para que su voz se escuche, que calle después su palabra y
vuelvan otra vez a la noche y a la tierra, que hablen a otros hombres y mujeres que
caminan otras tierras, que lleve verdad su palabra, que no se pierda en la mentira 'S.

Las principales revueltas mayas (la sublevación tzeltal de 1712, la de Cuzcat de


1868-89, la Guerra de Castas del Yucatán de 1848-1901) se han visto caracterizadas
todas ellas por importantes elementos sagrados o sobrenaturales ' . Se trataba siem-
pre de restaurar el orden sagrado por el que luchaban estos guerreros, entre lo que se
encontraba el «buen» ordenamiento de la sociedad, y evitar y luchar contra el mis-
mo «caos» ' 7 . El «caos», lógicamente, se presentaba en forma de: hambruna, enfer-
medades (neumonía, gripe, anemia), falta de una educación y de ropa digna,
desesperación e indignación, y una política gubernamental que excluía a los
pobres del Lacandón. «Bienvenido a la pesadilla», escribió el subcomandante Mar-
cos, del EZLN, al nuevo presidente de México, Ernesto Zedillo Ponce de León,
justo antes de su toma de posesión en diciembre de 1994. Los indios del Lacandón
comprendieron exactamente lo que eso significaba.
Pero ¿por qué «los sin rostro»? Según el antropólogo Munro Edmonson, conoci-
do por haber publicado dos de los documentos indígenas más importantes acer-
ca de la fe maya, el Popol Vub y el Libro de Chitan Balan: de Cbumayel, el rostro es
l• para ellos elyo visible de cada individuo ' 8. No es solamente la fisonomía y el ropaje
de una persona, sino su actitud ante el mundo. Es la proyección más importante del
ego de cada uno, y ha de protegerse bien de los insultos, las críticas y el ridículo.
Destruir al enemigo es destruir su rostro. En el arte maya, los rostros aparecen a
menudo destruidos; literalmente se borra la faz de los retratos de los gobernantes-
divinizados al final de una dinastía. Al percibirse la apariencia y el habla como las
manifestaciones externas del alma dentro de la fe maya, existe una íntima unión entre
rostro y boca. La importancia de las máscaras y las vestimentas en los rituales mayas,
sigue diciendo Edmonson, y el rígido formulismo y formalismo discursivos entran

15 «Comunicado del Comité Clandestino Revolucionario Indígena - Coordinadora General del


Ejército Zapatista de Liberación Nacional (CCRI-CG del EZLN)», hecho público por fax, correo
electrónico y en papel el 27 de febrero de 1994. También se publicó en Cultural Survival Quarterly 18(1)
1 994, pág. la.
16 Véanse los ensayos incluidos en Gosner y Ouweneel, Indigenoms Revoltr, véanse también Bricker,
Indico Christ; Vogt, «Possible Sacred Aspects»; Ouweneel, «Verleden leefde voort».
17 Acerca de esta mentalidad, véase la obra de Gossen.
Edmonson, «Mayan Faith», pág. 71.
1i2 ARI J OUWENEEL

en oposición frontal con el lugar común de que las cosas son lo que parecen. La
ausencia de rostro y la presencia de las máscaras no sólo sirven de escudo frente al
insulto y el ridículo, o contra las agresiones; mediante estos artilugios los mayas
también pueden transformarse ritualmente en guerreros-divinizados. Estos guerre-
ros son hombres sacrificados ante Dios y los Santos, que son los poderes espiritua-
les que gobiernan la vida y la muerte, la existencia misma de las familias humanas y
el renacer de la sociedad. El sacrificio de los guerreros es una parte central de la fe
maya. En el lenguaje ancestral maya, no existe una palabra unitaria para designar
el sacrificio, concluye Edmonson, porque es el lugar de la nada, el punto en el que el
cero de la muerte equivale al uno de la vida.
El hombre, según los mayas, no es capaz de asumir la opacidad que caracteriza
el acceso humano a la realidad 19 Forma parte de la condición humana que, en la
.

gran ordenación general, las personas no tengan nunca la entrada franca al «verda-
dero orden de las cosas». El hombre sólo puede responder a una aproximación de
la realidad. Los mayas creen que siempre hay algo más allá y afuera. Por tanto, es
de vital importancia comprender que el concepto de azar o accidente les es ajeno. A
pesar de la educación utópica recibida para luchar contra el «pecado social», y a pesar
de la formación maoísta y las tácticas guerrilleras, los inmigrantes del Lacandón
también saben que cualquier suceso se puede interpretar desde una perspectiva espi-
ritual. Es como si escrutaran el mundo tras una ventana empañada.
De este modo llego a la conclusión de que puedo estar interpretando incorrec-
tamente algunas de las expresiones del EZLN por mi modo de entendimiento occi-
dental. Por ejemplo, el EZLN no sólo tiene su base en la selva tropical, sino que ante
todo la tiene en una montaña. Sus soldados no cesaron de repetir: «La montaña nos
protege, la montaña ha sido nuestra compañera durante años» Una montaña en
la cosmovisión indígena no es únicamente un sitio estratégico para ocultarse de
los helicópteros del ejército federal mexicano. Antes al contrario, muchos soldados
entrevistados por la prensa afirmaban continuamente que en la montaña no podían
ser localizados. Según la información militar del bando opuesto, esto no es verdad:
el ejército mexicano publicó fotografías de sus campamentos de la montaña. Pero
los indios insisten en que la montaña, una criatura femenina, es como su madre en la
infancia. Es la fuente de toda vida, e incluso la puerta del «cielo». De su vientre, nun-
ca saldrán derrotados. En la misma montaña, los hombres sobreviven.
Así llegamos a la figura de Emiliano Zapata, introducida por la comandan-
cia blanca del EZLN. ¿Tiene algún poder de invocación para los indígenas del
movimiento del Lacandón este símbolo de la revolución mexicana de I9To? El
antropólogo Evon Zogt se extrañaba de que aún no se hubiera encontrado ninguna
capilla en la selva que contenga la imagen de un nuevo santo con la forma de Zapa-
ta y que se llame San Emiliano 21 . Entre mis fuentes sólo di con una referencia per-
sonal: el guerrillero Ángel, un maya tzeltal, estaba orgulloso de haber leído la

19 Extraído de Tedlock, Breatb on tbe Mirror; también Gossen, «Who is the Comandante»; y Gos-
sen, «Maya Zapatistas».
:o Del segundo dosier-comunicado que dio el EZLN a la prensa. Se trata de un dosier que circu-
la entre un gran número de periodistas e incluso científicos. Contiene cartas y documentos fechados entre
el i7 y el 26 de enero de 1994.
Vogt, «Possible Sacred Aspects», pág. 34.
«BIENVENIDOS A LA PESADILLA»: REFLEXIONES SOBRE LOS GUERREROS I 13

traducción al español del libro de John Womack sobre Zapata. Le había costado
tres años acabarlo ". Es posible que, para los comandantes no indígenas, Zapata
fuera una especie de encarnación apoteósica de la ideología revolucionaria del
siglo xx, pero no para los indios. Pudiera ser que el libro de Womack se hubiera
difundido de la mano de la comandancia mestiza del EZLN, y que ésta hubiera uti-
lizado el símbolo de Zapata para desacreditar a la administración presidencial de Ciu-
dad de México: cada presidente recién elegido se presentaba como una fase nueva de
la revolución, pero los zapatistas, al apropiarse de los mismos símbolos, invalidaron
dicho ritual. En general, supongo que este símbolo está vacío de significación para
los habitantes de la Selva Lacandona. Al referirse Marcos al patrimonio histórico de
México, apenas me percaté de que se aludiera a Zapata como el héroe revolucionario
de cualquier guerrillero.
Sin embargo, en una declaración colectiva oficial del CCRI-CG del so de abril de
5994, sí surgió Zapata como el principal guerrero-divinizado del EZLN. De hecho,
se materializa en la misma fuente de la vida:
Votán Zapata, luz que de lejos vino y aquí nació en nuestra tierra. Votán Zapata, nom-
brado nombre de nuevo entre nuestras gentes. Votán Zapata, tímido fuego que en
nuestra muerte vivió 5o1 años. Votán Zapata, nombre que camina, hombre sin rostro,
tierna luz que nos ampara. Nombre sin nombre. Votán Zapata miró con los ojos de
Miguel, anduvo con los pies de José María, fue Vicente, se hizo llamar con el nom-
bre de Benito, pasó volando como pájaro, gritó con la voz de Francisco, visitó a
Pedro. Es y no es todo en nosotros. Uno y muchos es. Ninguno y todos. Estando vie-
ne. Sin nombre se hace nombrar, cara sin rostro, todo y nadie, uno y muchos, estando
muerto. Tapacamino, siempre frente a nosotros. Votán, guardián y corazón del pue-
blo, señor de la montaña 13 .

También descubrimos que este Votán Zapata llegó a «nuestra montaña»


para renacer. Fue Votán Zapata quien adoptó la faz de los sin rostro. Gracias a su
presencia, según el CCRI-CG, una paz injusta se transformó en una guerra justa: la
muerte que nace. Se trata del orden vuelto a nacer del caos, un tema clásico de la cul-
tura mesoamericana 24 .

az Womack, Zapata. Pese a su antigüedad (1969), está considerado aún como el estudio más impor-
tante sobre Emiliano Zapata.
23 La Jornada, ii de abril de 1994. Se mencionan los nombres de Miguel Hidalgo, José María
Morelos y Vicente Guerrero, héroes del movimiento de independencia de 18io a 1821. También se hace
referencia a Benito Juárez, del movimiento de reforma de la década de 1870, el gran héroe de la nación
mexicana, y a Emiliano Zapata y Francisco Villa. El nombre de Votán se conoce a partir de la obra de fray
Ramón de Ordóñez y Aguilar. En 1773, este canónigo de la ciudad catedralicia de Ciudad Real de Chia-
qm, pas (en la actualidad, San Cristóbal de Las Casas) visitó Palenque. Las ruinas le causaron tal impacto que
decidió escribir un libro sobre el lugar y su historia. Según él, había tomado el material de un libro escri-
to por el mismo Votán en Quiché. Se decía que Votán se había desplazado desde la tierra de Chivim, en
alguna parte de Oriente Próximo, hasta las Américas, y que se había establecido en Palenque. También que
había subyugado a los indios y fundado las ciudades cuyas ruinas quedan hoy. Según Ordóñez, Chivim
sería la ciudad de Trípoli en Fenicia. Esta historia intrigó a escritores especulativos como Constance
Irwin, Fair Gods and S tome Faces (1963) y Peter Tompkins, Mysteries of the Mexicali Pyraniids (1976). Es
curioso comprobar cómo los indios de la región mantuvieron el nombre de Votáis; o quizá lo conocieran
allí antes e inspirara la excéntrica narrativa de Ordóñez.
24 Tedlock, Breath on the Mirror; también los ensayos incluidos en Danien y Sharer, New Theories.



I 14 ARI J OUWENEEL

Las referencias al «momento justo» de las acciones destinadas a «vencer a la


noche» se refieren a lo que el antropólogo Gari Gossen denomina la «tiranía del
tiempo» ". El gobierno divino de los ciclos solares y lunares, y de Venus, combina-
do con los ciclos del calendario de 26o días, influían poderosamente en la manera en
que se presentaba cada día para cada individuo y para la comunidad en el antiguo
mundo maya. Esta perspectiva cronovisionaria no supone una divinización del tiem-
po, sino el reconocimiento de que todas las cosas, tanto humanas como naturales,
están programadas con valencias cambiantes de causa y efecto según el dictado de
los ciclos divinos, que son externos al cuerpo. A los seres humanos no les queda más
alternativa que ajustar su forma de actuar en consecuencia. De este modo, Gossen
llega a la conclusión de que así se abre «una posibilidad casi ilimitada en el ejercicio
de las destrezas interpretativas y el control político de los shamanes y los líderes
seculares que dicen tener una visión menos opaca que la gente convencional».
No debería extrañarnos que estos líderes sean blancos, según dice Gossen en
otro ensayo 26 . Y es que, de acuerdo con la cosmología tzotzil de Chamula (ciudad
materna de muchos colonos de la Selva Lacandona), los creadores de la vida, la
Luna/Virgen María y el Sol/Cristo, son de raza blanca; los vigilantes y guardianes
de la vida, los Santos, también lo son; del mismo modo que los Señores de la Tierra,
que controlan tierra y agua. Gossen nos muestra cómo los propios indios apenas
recuerdan a los líderes de antiguos movimientos indígenas, al contrario de lo que
ocurre con los comandantes mestizos. Esto es así, nos previene, no porque Chamu-
la deba interpretarse como una creación colonial: «el argumento no puede ser tan
simple». Una respuesta viable puede encontrarse en la concepción cíclica del tiem-
po, ya que esto permite la incorporación y la comprensión selectiva de nuevos
actores y nuevas ideas mediante su emplazamiento moral en el pasado. O, más apro-
piadamente, en un ciclo pretérito. Cada destrucción en tiempo de caos y cada res-
tauración del orden produce una nueva realidad, mejor y más auténticamente
indígena. Los hombres de raza blanca de una época anterior se han transformado
en Sol y Luna, Santos y Señores de la Tierra. Estos «antiguos hombres y mujeres»
son formulados históricamente para resaltar y encuadrar un presente indígena siempre
emergente. Es una renovación temporal que se equipara al renacer del presente indí-
gena. En resumen, durante el periodo de caos, ya se ha instalado la destrucción y, por
lo tanto, ha puesto en constelación unos hombres históricos, como aquellos hombres
convertidos en Santos tras un ciclo previo.
Así, llegamos al mismo subcomandante Marcos. El subcomandante transmi-
tió los comunicados escritos al mundo exterior y se enzarzó en un fuerte debate con
la prensa mexicana. Según parece, sus reacciones se produjeron tras leer todo lo
publicado en el país acerca del movimiento. Marcos se consideraba un servidor
del CCRI-CG y, de hecho, puede que no fuera más que eso. En algunas entrevis-
tas, otros comandantes del EZLN confirmaron su posición. Sin embargo, hubo
guerrilleros que le describieron como un gato capaz de escapar de los ataques mili-
tares a través de la selva; o, en forma de águila, alzándose en el aire para evaluar el
desarrollo de la lucha. Obviamente, en consonancia con la metafísica maya de la per-
sonalidad, Marcos era a la vez el líder militar y su «co-esencia». La co-esencia de la

25 Gossen, «Who is the Comandante».


26 Gossen, «Other in Chamula Tzotzil Cosmology», pág. 462-468.
«BIENVENIDOS A LA PESADILLA»: REFLEXIONES SOBRE LOS GUERREROS I1 5

persona consistía en la compañía espiritual externa a su cuerpo y que se suele


identificar con un animal. Estos espíritus son recibidos al nacer y acompañan a
cada individuo en su trayectoria vital, desde el nacimiento hasta la muerte 27 El .

hombre comparte su destino con su co-esencia, que quizá sea conocedora del mis-
mo. Por tanto, un subcomandante Marcos «sin rostro» se vería como un ser espiri-
tual que comprende el mundo «más allá» de los sentidos accesibles de forma
inmediata. Blancos «no-humanos» como Marcos eran indispensables para guiar a los
«sin rostro» a este combate divino. Dado que la realidad es opaca, es indispensable
que haya intérpretes y líderes de confianza para que puedan influir o incluso alterar
dicha realidad. En consecuencia, los hombres blancos del ciclo previo, que operan en
tiempos de caos, son los siguientes en volver.
Ahora bien, para poder regresar, estas personas de confianza han de «conocer» la
realidad escondida, incluida la «sagrada tiranía del tiempo». Pueden hacerlo porque
al ser hombres blancos históricos, ya pertenecen al ciclo anterior. En resumen, el
subcomandante Marcos no hubiera tenido tanto éxito si no se le hubiera formulado
como algo destinado a ocurrir, en primer lugar, y a recibir su iniciación de la mano de
una comandancia espiritual del mundo sobrenatural. La derrota del «caos» y la recre-
ación del «orden» se presentaban como parte de un combate mágico y trascendental
en el que las personas involucradas en la lucha se transformaban en guerreros-divi-
nizados. Estos mismos guerreros son parte del ciclo que se destruye en la transición
del caos al orden. Se funden en el otro mundo cuando el nuevo orden ya no los nece-
sita. No hay más que recordar las palabras del CCRI-CG, citadas anteriormente:
de la noche y la tierra deben venir nuestros muertos, los sin rostro, los que son mon-
taña, que se vistan de guerra para que su voz se escuche, que calle después su palabra
y vuelvan otra vez a la noche y a la tierra, que hablen a otros hombres y mujeres que
caminan otras tierras, que lleve verdad su palabra, que no se pierda en la mentira.

Aquí se produce una curiosa coincidencia entre el destino predestinado y sagra-


do indígena y la teoría maoísta de la transición del socialismo al comunismo. Según
ambos constructos ideológicos, Marcos y sus guerreros sin rostro terminarán sien-
do superfluos también.

LA RESTAURACIÓN DEL ORDEN


Desde este punto de vista, podríamos afirmar con Gossen que la operación zapa-
tista no es sino uno de los actos dramáticos de un movimiento general pan-maya
de afirmación político-cultural que está ya bien avanzado en México y Guatema-
la 18 «Sólo en ocasiones excepcionales», escribe Gossen, «los movimientos políticos
.

y religiosos indios [...] han atravesado barreras étnicas y lingüísticas en sus movili-
zaciones militares y la composición de sus comunidades» 29 . Eso es lo que ocurre
en la actualidad en Chiapas y Guatemala. Según Gossen: «los grupos pan-indios van

27 A este respecto, véase el resumen de Gossen, «Who is the Comandante».


28 Iba
29 Gossen, «Maya Zapatistas», pág. 536.
r6 ARI J OUWENEEL

desde organizaciones intelectuales, educativas y religiosas hasta gremios artesanales


[...] dedicados al sector turístico y la exportación. También hay numerosas coopera-
tivas de escritores y artistas en las que sus miembros están tratando de crear un corpus
de literatura en los idiomas mayas a la vez que arte gráfico y dramático que represen-
te temas tradicionales y contemporáneos mayas» 3° . El movimiento pan-indio está
buscando un nuevo orden social indígena, una disciplina y jerarquía renovadas. Gua-
temala está yendo hacia la creación de un sistema educativo indígena paralelo.
Como quedó claro desde el principio, el programa de los zapatistas —es decir, el
movimiento en general, no sólo su brazo militar, el EZLN— es de un marcado carác-
ter político. Si nos remontamos a mediados de marzo de 1994, vemos cómo llegaron
a Palenque, la antigua ciudad del Señor Pacal (Escudo Solar), los shamanes en repre-
sentación de los cinco principales grupos mayas de Chiapas. Pacal fue enterrado
en el conocido Templo de las Inscripciones en el año 683. Más de 1.300 años des-
pués, estos shamanes formaron un trono sagrado con cirios multicolores, incienso
de pom de copal (considerado como «el corazón del cielo y el corazón de la tierra»
y el «alimento para los ancestros del interior de la montaña») y plantas silvestres. El
Quinto Sol había terminado, dijeron después; el hambre y la enfermedad acabarían
pronto. Había comenzado el Sexto Sol, una era de esperanza y unidad para los pue-
blos indios 3' .
Con independencia de esto, pero con obvias conexiones, tuvo lugar la Decla-
ración de Autonomía el 12 de octubre de 1994, Día de la Raza o de Colón. En la
declaración se hablaba de la proyección de los denominados «grupos parlamentarios
regionales». De hecho, y lo que es muy importante y se repitió constantemente, el
EZLN exige un estatus diferenciado para las comunidades indígenas. En diciembre
de 1994, más de cuarenta comunidades mayas, la mayoría fuera de la zona del EZLN,
habían respondido ya a ese llamamiento con la formación de cuatro regiones autó-
nomas, que habrían de gobernarlas un consejo de grupos indígenas locales proce-
dentes de varios municipios.
Pero ¿por qué dar tanta importancia a esta cuestión política, y legitimarla con
rituales sagrados, cuando los principales problemas son la superpoblación, la
pobreza y el abandono? Ante todo, el regreso de los tradicionales pueblos de indios
supone la vuelta del orden y la derrota del caos. El orden trae instituciones de gobier-
no autogestionadas, una distribución «justa» de la tierra, una sanidad moderna y una
buena educación. Pero el orden también significa el establecimiento de centros de
comercio para que los campesinos puedan comprar y vender a un «precio justo», y
centros de esparcimiento en los que reposar «dignamente», sin cantinas ni burdeles.
Uno de los miembros del CCRI-CG declaró a La Jornada en febrero de 1994 que no
hay por qué «llevarnos de la mano. Estamos convencidos de que nuestra gente
es capaz de gobernarse a sí misma porque son conscientes. Por eso no necesitamos
un gobierno que sólo quiere manipulamos, tenernos bajo sus pies. Como indios,
necesitamos nuestra propia autonomía, necesitamos esa identidad, esa dignidad» 32 .
El pueblo es autonomía, identidad y dignidad; es orden social. Esas mismas pala-
bras se habían oído en el siglo xvi I.

30 /bid.
31 Vogt, «Possible sacred aspects».
31 La Jornada, 4defebrerode '994.
«BIENVENIDOS A LA PESA D I LLA»: REFLEXIONES SOBRE LOS GU ERREROS I 17

El CCRI-CG está encargado del establecimiento del orden en las comunidades ".
Hay un profundo eco del tradicional cabildo de indios del periodo colonial en las
tareas que se ha marcado este comité gobernante. Sus miembros tienen que resolver
los problemas que surjan en sus propias comunidades. Se preocupan de que la gen-
te asista a las asambleas de su municipio. Los comités prohibieron el alcohol en toda
la zona y no permiten a sus compañeros emborracharse. Castigan a los hombres que
maltratan a sus mujeres multándoles u obligándoles a realizar actividades como cor-
tar leña. Los actos homosexuales deben seguirse de una autocrítica pública.
En enero de 1994, el EZLN instituyó una serie de leyes y reglamentos válidos
para «todo el territorio nacional». Estas «leyes» también tienen resonancias de vie-
jas regulaciones de los pueblos: la propiedad comunal de toda la tierra y la distribución
de pequeñas parcelas entre todos los miembros de la organización. La Ley de Refor-
ma Agraria estableció que todas las propiedades de más de roo hectáreas en terreno
de mala calidad o de más de 5 o de buena calidad entrarían en el proceso de redistri-
bución. Los propietarios tuvieron derecho a permanecer como minifundistas y se les
aconsejó que se asociaran a las cooperativas que quería establecer el EZLN. En
resumen, se trata de la autodeterminación en el ámbito de la gestión y distribución
de la tierra.
Un libro sobre la revuelta del Lacandón comenzaba con la frase: «el tiempo de la
revolución no ha pasado» 54 . Por cierto que sea, sin embargo, tengo mis dudas
acerca del caso mexicano. Es verdad que el descontento general con el gobierno
mexicano, la ira por la represión y la desesperación tras muchos años de crisis eco-
nómica estuvieron en la raíz de los movimientos rurales, organizados o no, del esta-
do de Chiapas. Pero estos factores sólo condujeron a la resistencia armada en la Selva
Lacandona. La situación de aislamiento de esta selva tropical la convirtió en un labo-
ratorio para que determinados grupos radicales transformaran la mentalidad de la
gente. La ideología maoísta, la teología de la liberación y la fe tradicional maya en
el tiempo predestinado se conjugaron en una postura única con respecto al miedo al
caos y al fin del mundo. Así salieron a la palestra los guerreros sin rostro del EZLN.
Jóvenes, hombres y mujeres pobres, estaban dispuestos a «transformarse» (según su
expresión) para derrotar a la noche y fundirse en el «ciclo pasado». Esta combinación
ideológica única no tiene lugar en ninguna otra zona de Chiapas. La decisión de
optar por una solución radical se realizó en el micronivel de la Selva Lacandona.

33 (Autonomedia), ¡Zapatistas!, pág. 283-289. Por razones metodológicas y de crítica histórica, he


dejado aparte, por lo general, las declaraciones de Marcos acerca del CCRI-CG y la vida en la selva, y
me he centrado por completo en entrevistas con otras personas, preferiblemente en ocasiones en las que
Marcos no estaba involucrado. El papel de Marcos, que tan bien ha tratado Guillermoprieto en su
«The Shadow Wan>, requiere un análisis aparte. Acerca del Cabildo de Indios, véase Ouweneel, Shadows
over Anáhuac.
34 (Autonomedia), iZapatistari, pág. 11.
SEGUNDA PARTE:

LAS CONSECUENCIAS A LARGO PLAZO


DE LA VIOLENCIA, EL TERROR Y EL MIEDO
V

VIOLENCIA POLÍTICA EN EL MÉXICO


POST-REVOLUCIONARIO
Alan Knight

H ISTÓRICAMENTE, EL GRADO DE VIOLENCIA POLÍTICA y su incidencia en los


países latinoamericanos ha sufrido bruscos virajes. Es posible que la vio-
lencia en la sociedad haya mostrado una mayor uniformidad. Pero, aunque la
conexión entre violencia política y violencia en la sociedad posee una gran signi-
ficación, su relación es muy compleja '. Sin embargo, si nos limitamos a la violencia
política (es decir, violencia perpetrada con objetivos políticos) 2, su irregularidad
temporal se antoja sorprendente y, como mínimo, pondría en tela de juicio aque-
llas teorías que otorgan una predisposición profunda y determinista a la violencia
(o a su opuesto: el pacifismo político, ¿o civismo?); una violencia sanguínea que rezu-
maría, dentro de las arterias del organismo político, un ADN profundamente
determinador de las personalidades.
A lo largo del siglo xix, México y Venezuela estuvieron marcados por la inesta-
bilidad y la violencia, y por ser víctimas de constantes guerras civiles e intervencio-
nes foráneas. En el siglo xx, se volvieron más estables y menos violentas, lo que
no significa que pudieran presumir de una democracia impecable. En México, el

1 En este capítulo no pretendo abordar el complicado problema de la violencia en la sociedad: lo


que Romanucci-Ross denomina violencia «desvinculada» (unbound), es decir, una violencia (como las
reyertas de bar) en la que «los individuos actúan exclusivamente por su cuenta y no como miembros de
una unidad o grupo mayor» (véase Romanucci-Ross, Confliet, págs. 28-29). Se trata de una cuestión muy
importante en México, que cuenta con una extensa bibliografía. Habría que señalar, no obstante, que no
se puede establecer una separación nítida entre violencia en la sociedad o «desvinculada» y violencia «polí-
tica» o «vinculada». Las animosidades políticas siempre pueden interrelacionarse y confundirse con las
personales, y, como demuestran fehacientemente muchas pruebas documentales, una gran parte de la vio-
lencia política tiene lugar tras unas copas de más.
a De nuevo hay que decir que los límites de lo que sería «político» son discutibles. Mi definición de
trabajo es lo suficientemente amplia para incluir aquellos conflictos en los que participan partidos y fac-
ciones políticas, sindicatos y grupos de clase, étnicos, religiosos y residenciales. Por falta de espacio y de
familiaridad con el tema, no incluyo la violencia «patriarcal» (como el maltrato doméstico a las mujeres),
que algunas personas podrían considerar también «política».
122 ALAN KNIGHT

proceso comenzó con la institucionalización del gobierno revolucionario a partir del


año 1917, y en Venezuela con el acuerdo nacional de Punto Fijo de 1958. Ambos paí-
ses evitaron el gobierno pretoriano y la consiguiente escalada de la violencia «cupu-
lar» (de arriba abajo) oficial que caracterizó a gran parte del continente en las décadas
de los sesenta y setenta. Por el contrario, entre los principales representantes del
modo pretoriano, o «burocrático-autoritario» se encontraban Chile y Uruguay, reco-
nocidos desproporcionadamente durante gran parte de su historia como países esta-
bles, pacíficos y civiles. Y sin embargo, Uruguay, la antigua «Suiza de Sudamérica»,
tenía a comienzos de los años setenta el mayor número relativo de presos políticos de
todo el mundo 3 . En la actualidad, Chile y Uruguay están considerados como las
democracias civiles más estables y consolidadas, mientras que Venezuela ha coque-
teado con la insurgencia militar en diversas ocasiones y México ha vivido toda una
serie de magnicidios políticos. ¿Estarán volviéndose las tornas de nuevo?
En el caso mexicano, no podemos negar el descenso de la violencia política des-
de 1920, pero sí debemos matizar. Es cierto que la última insurrección armada que se
saldó con éxito tuvo lugar en 1920 (la rebelión de Agua Prieta, que instauró la dinas-
tía sonorense); también que pudieron contener la sublevación de De la Huerta en
1923-24, aunque con apuros; que sofocaron el proyecto de levantamiento militar
de 1927 y la revuelta ya montada de 1929; que consiguieron detener a los cristeros,
que se mantuvieron sublevados durante tres años y que, pese a tener fuerza y contar
con numerosos apoyos en sus bastiones del centro-oeste, nunca llegaron a poner en
un aprieto al gobierno nacional. Desde entonces, las amenazas insurgentes al régi-
men fueron relativamente pocas y tímidas. Fue fácil deponer a Cedillo en 1938 y
eliminar a un puñado de rebeldes almazanistas, espoleados por su jefe desde el exilio,
en 1940. La conspiración quijotesca de Celestino Gasca en 1961 constituyó casi el
último estertor del largo ciclo de pronunciamientos revolucionarios 4 . Aunque las
sublevaciones populares continuaron después de 1961, sobre todo en el rebelde esta-
do de Guerrero, pocas objeciones se le pueden formular a la imagen que se ha pro-
yectado de un régimen que, al contrario de sus predecesores, ha logrado alcanzar la
estabilidad y resolver el problema sucesorio.
De hecho, los «defenestrados» de la dite política se convencieron de que, en
este nuevo régimen de gobierno, el conformismo era la solución más sabia. Al
contrario de quienes, tras ver frustrada su esperanza presidencial, se rebelaron en
1920, 1923, 1927 y 1929, lo normal después fue que los perdedores aceptaran gene-
rosamente su derrota política, asegurando así su supervivencia física y, quizá, posi-
bilitando su posterior rehabilitación política. Así, de 1934 a 1952 (una fase clave en la
evolución del sistema político), la amenaza electoral al partido dominante provino de
tránsfugas del PNR/PRM/PRI, que habían improvisado partidos electoreros de oposi-
ción: Villarreal en 1934, Almazán en 1940, Padilla en 1946 y Henríquez Guzmán en
19 5 2 3 . Todos resultaron derrotados, aunque Almazán y Henríquez Guzmán, en lo
que fueron unas elecciones particularmente duras, llegaron a poner nervioso al
partido gobernante, y acabaron sufriendo el acoso oficial junto con todos sus mili-
tantes. En contraposición a sus predecesores de la década de 1920 (De la Huerta,

3 Lowenthal, Partners in Conflict, pág. 4.


4 Martínez Assad, «Nava», pág. 6i.
5 Molinar Horcasitas, Tiempo de legitimidad.
VIOLENCIA POLITICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 123

Gómez, Serrano, Escobar), aquéllos no quisieron constituir una amenaza armada a


un régimen que había conseguido ya establecer, en términos weberianos, un duro
«monopolio de violencia coercitiva», particularmente en el ámbito nacional. El pro-
pio régimen reconoció este cambio: la eliminación brutal de los conspiradores de
1927 por parte de Calles (con el fusilamiento de catorce altos mandos en los bosques
cercanos a Huitzilac al atardecer) contrastó con el trato firme pero benévolo por
parte de Cárdenas al propio Calles nueve años después, cuando el antiguo jefe máxi-
mo, en lugar de saludar al alba con los ojos vendados y la espalda contra la pared, fue
expedido en un avión hacia Estados Unidos y un agradable exilio. Más tarde volve-
ría para posar hombro con hombro junto a Cárdenas y Ávila Camacho en el balcón
del Palacio Nacional durante el desfile militar de 1943.
En consecuencia, podemos distinguir tres etapas en la evolución del partido ofi-
cial, que logró su consolidación con el apogeo del PRI de los años cincuenta y sesen-
ta: en primer lugar, un periodo darwiniano (8917-1929) de conflicto interno, jalonado
de sublevaciones desde las mismas filas del ejército revolucionario; una época en la
que la recurrencia de las victorias del gobierno central permitió reducir las filas de los
disidentes y disuadir a la insurgencia potencial. Después hubo un largo periodo de
transición (1929-52), en el que las revueltas fueron pocas y tímidas, y los disidentes
del PNR/PRM/PRI constituyeron una importante (aunque fallida) amenaza electo-
ral para el candidato oficial. En tercer lugar, el apogeo del PRI (1952-1987), en el que
la maquinaria del partido, manejada por fuertes grupos de financiación, mantuvo la
cohesión interna, evitó escisiones y derrotó a los verdaderos partidos de oposi-
ción con relativa facilidad 6 . La división del PRI en 1987, seguida de las muy dispu-
tadas elecciones de 1988, supuso, en algunos aspectos, una vuelta a la segunda
fase, aunque en circunstancias socioeconómicas muy diferentes. Mientras tanto,
dicha evolución se tradujo en cambios estructurales evidentes: se profesionalizó y se
puso bajo control el poder militar, un proceso ya iniciado en los años veinte y con-
sumado en los cuarenta; y como contrapunto, surgió una nueva elite política y tec-
nocrática de carácter civil que suplantó a la antigua generación de altos cargos
militares revolucionarios. Entre aquéllos se encontraban Pani, Gómez Morín y el
resto de tecnócratas callistas de los años veinte; en los treinta, el «segundo poder» de
los expertos civiles cardenistas (de los que Ramón Beteta es un ejemplo clásico); y, a
finales de los cuarenta, el organigrama de jóvenes y civiles sobradamente preparados
que saltaron al poder con el también «joven civil» Miguel Alemán. Además, se modi-
ficaron las facultades requeridas para el gobierno: los militares se vieron sustituidos
por abogados y, posteriormente, economistas. México se convirtió, a escala estatal,
en un lugar más amable y agradable.
Pero éste era un fenómeno nacional o cuputar. Como he señalado en otra parte,
esta estabilización y «civilización» progresiva no llegó de forma uniforme al México

6 Al establecer el «apogeo» del PRI entre 1952 y 1987 se alarga dicho periodo de forma muy dis-
cutible. 1952, con la derrota del henriquismo y el inicio del desarrollo estabilizador,es un punto de arranque
apropiado, pero el fin del apogeopriísta presenta más dudas: ¿1968 (Tlatelolco)? ¿1976 (la crisis de «fin de
sexenio»)? ¿1982 (la crisis de «fin de sexenio»), económica? ¿1987 (la escisión interna del PRI que llevó a las
elecciones de 1988)? ¿O incluso 994 1995 (Chiapas, Colosio, nueva crisis económica)? Está claro que se
-

trata de una caída política gradual aunque nada homogénea, y que la elección de una fecha de terminación
posiblemente requiera más tiempo, perspectiva e investigación.
ALAN KNIGHT
12 4

Las nuevas reglas políticas afectaron tam-


profundo y tradicional o a las provincias 7 .
bién, claro está, a estos últimos sectores. Pero las mismas reglas, aunque vetaban la
violencia a escala nacional, la permitían e incluso a veces la fomentaban en el ámbi-
to local. El quinto mandamiento perdía su fuerza más allá de los límites del distrito
federal. De hecho, se podría llegar a sugerir que la eliminación de la violencia en el
contexto nacional comportó su desplazamiento a las provincias. Los provincianos se
batían para que la aristocracia nacional pudiera retozar en la civilidad más estable.
Es cierto que la alta incidencia de violencia local fue, en gran medida, conse-
cuencia de la revolución armada de 1910-1917. Pero aquí, como en todo, debemos
tener cuidado para no exagerar el factor causal de la revolución. Puede que el Porfi-
riato no hubiera sido tan pacífico. Y es verdad que en algunas regiones la violencia
de la década de 1910 (violencia «revolucionaria») se quedó chica al lado de la de los
años veinte y treinta (violencia «post-revolucionaria»). El Porfiriato cultivó delibe-
de los ochenta y noventa pro-
radamente una imagen de paz y estabilidad (y el PRI
yectó rasgos «neoporfirianos» no sólo en su política económica, neoliberal y
«neocientífica», sino también, y con bastante éxito, en sus llamamientos retóricos a
la paz y la estabilidad social). fueron ejemplares
A los ojos de los países extranjeros, por ejemplo, los rurales
en su labor porfiriana de mantenimiento y consolidación de la paz (comparables,
como se ha dicho irónicamente, al «Irish Constabulary o [...] ese cuerpo tan esplén-
La Pax Porfiriana fue tal que se podía viajar por
dido de la Guardia Civil española» 8 .
casi todo México sin el miedo a los bandidos y asaltadores de caminos que había sido
endémico las décadas anteriores del siglo xIx. Pero si la violencia delictiva y popular
había disminuido, esto era en parte porque la violencia estatal había aumentado.
La Pax Porfiriana fue, en cierto modo, una paz romana: el régimen porfiriano
—que disponía de ferrocarriles, telégrafos, ametralladoras, artillería e incluso caño-
neras (de hecho, la mayoría del armamento típico de los estados coloniales de la
tenía mejores medios de represión que cualquier otro gobierno anterior:
sometió— a yaquis y mayas con métodos violentos; frenó las protestas esporádicas de
época)
campesinos y trabajadores; e incluso, cuando iba demasiado lejos, la clase media
también probaba el sabor de los sables de la caballería (por ejemplo, en Monterrey, en
Es imposible calcular el grado de violencia porfiriana, o calibrar el punto
19oequilibrio
de 3) 9 .
entre la mayor seguridad de la que disfrutaban las clases acomodadas y
la coacción (real o potencial) que sufrían las clases bajas. En los panegíricos que
dedicaban a la Pax Porfiriana los observadores (especialmente extranjeros) más bené-
volos con el régimen se hacía la vista gorda al aparato de coacción y amenazas que se
daba sobre todo en las zonas rurales. La imagen de un Porfiriato amable, bucólico y
paternalista —una proyección de las comedias rancheras y parte de la historiografía
es, si no totalmente falsa, cuando menos, muy exagerada. Y es
revisionista reciente — contraponer haciendas
que a modelos de fincas campestres como La Gavia hay que iones del Valle
rudas y coercitivas como La Guaracha, por no hablar de las plantac
. Pero no hacía falta que estas últimas fueran
Nacional o las monterías de Chiapas' o

7 Véase también Knight, «Habitus and Homicide». (vol. i), pág. 33


8 Hans Gadow, citado en Knight, Mexican Revolution
pág. 49.
9 Knight, Mexican Revolution (vol. págs. 80.
z44-24$; Gledhill, Casi nada, págs.
7z -

o Véanse Avila Palafox, Revolución,


VIOLENCIA POLÍTICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 125

mayoría para que se produjeran graves tensiones sociales, tanto dentro de las hacien-
das como, lo que es más importante, entre haciendas y comunidades vecinas. De
ahí, según mi análisis, la repentina e inesperada caída del régimen en 1910-1911,
que, por entonces, dependía en muchas regiones de dicha estructura de coacción y de
una forma de imposición ya tambaleante —una combinación muy poco legitimadora
y escasamente duradera—.
La revolución —huelga decir- utilizó exhaustivamente el recurso de la violencia,
que acabó propagándose por todo el país en múltiples formas: guerras de guerrillas
y otras formas bélicas convencionales, bandidismo social y antisocial, tumultos y
acciones delictivas urbanas ". La más que evidente transformación de la Pax Porfi-
riana en un huracán revolucionario se produjo de modo radical: no sólo supuso un
salto cuántico en el grado de violencia, sino también una nueva direccionalidad, ya
que ahora la cúspide social no sólo perpetraba sino que también sufría la violencia; o,
dándole la vuelta a este argumento, durante un tiempo los grupos populares devol-
vían todo lo que recibían. En efecto, los campesinos ocupaban terrenos en acciones
«espontáneas» y aisladas ' 2 ; los bandidos se metamorfoseaban en opositores políticos;
los artesanos de las decadentes ciudades del Bajío causaban tumultos, en los que
saqueaban las casas de empeño y atacaban a los mandatarios locales y tenderosgachu-
pines. Los terratenientes se dieron cuenta de que les era imposible resistir y, en
muchos casos, emprendieron la huida a las ciudades y Estados Unidos. El ejército
federal, resurgente y reforza-do por Huerta, había acabado derrotado y en desban-
dada en 1914. En su lugar gobernaba una hueste de caudillos con sus bandas de esbi-
rros. No existía un Estado, ni mucho menos un monopolio estatal de la violencia.
Incluso los líderes liberales de la revolución, comenzando por Madero, se desenten-
dieron de las consecuencias de sus acciones; empezaron a recordar a Sarmiento y
sus lamentos sobre el barbarismo que subyacía en el tenue barniz de civilización
mexicana ' 3 , y fueron dando su apoyo a las medidas más duras, que coartaban los
principios liberales para acabar con sus oponentes conservadores y controlar a
sus seguidores (reclutamientos a la fuerza, ejecuciones sumarias, censura de prensa,
amaño de elecciones). El liberalismo dulce de 1911-13 dio paso a una amarga real-
politik que infectó la política mexicana de arriba abajo 14 Madero se rendía así al
.

modelo político de Maquiavelo ' 5 .

Las víctimas del periodo revolucionario fueron, claro está, numerosísimas, aun-
que, como en gran parte de las guerras, la mayoría se produjo, más que en el comba-
te directo, por la conjunción de las enfermedades y la desnutrición durante la fase

11 Knight, Mexican Revolution (vol. 1), págs. 208-227 y 333-38i.


►2 En realidad, es difícil decir que las formas de protesta campesinas fueran «espontáneas» en el sen-
tido de repentinas e inesperadas. Normalmente, se gestaron durante míos o décadas, en los que fueron
agotándose las manifestaciones más pacíficas. Pero sí fueron «espontáneas» en el sentido de ser autóno-
mas, basarse en los recursos específicos de cada lugar y momento, y tener muy poco que ver con «grupos
organizados de vanguardia» o «agitadores externos» — variables exógenas que tanto les gustan a los ana-
listas de izquierda y derecha, respectivamente —.
13 Además de Madero, también se quejaron de lo mismo José Vasconcelos y Martín Luis Guzmán.
Véase Knight, Mexican Revolution (vol. 2), págs. 29 ► , 297.
►4 Knight, Mexican Revolution (vol. z), págs. 13, 102.
i5 De ahí la presencia de Maquiavelo a la vez como una referencia émica y un modelo ético para
Friedrich, Princes of Naranja, pág. ► 95.
26 ALAN KNIGHT

última del conflicto'. Si el pueblo llano sufrió, no lo hizo (desde mi punto de vista
en cierto modo «tradicional») totalmente en vano, dado que la revolución supuso
una movilización «espontánea» del pueblo con unos objetivos populares genuinos.
El reclutamiento revolucionario, al menos hasta los últimos años (alrededor de 5915-
20), era voluntario; y si el ejército revolucionario (un concepto de cuño específico)
atrajo una buena parte de reclusos, oportunistas e incluso psicópatas (como Marga-
17 la mayoría de los
rito de Los de Abajo o José Inés Chávez García, el azote del Bajío)
,

combatientes luchó por razones políticas, a menudo relacionadas con agravios socia-
les y políticos locales. La violencia revolucionaria, por lo tanto, fue más racional
que gratuita ' 8 ; y también tuvo cierta cualidad democrática, como en las guerras civi-
les de mediados del siglo xix 19 . Esto fue fruto, esencialmente, de las circunstancias
políticas (el desmoronamiento del Estado, la movilización generalizada de las fuer-
zas populares y locales) y, en segundo lugar, de las necesidades militares de la época:
un caballo y una 303 eran los desiderata principales (lo que no significa que fuera
fácil conseguirlos); el poder aéreo era incipiente; el naval, casi irrelevante; la artille-
ría, el armamento fundamental, más caro y de más alta tecnología que necesitaban
(pero del que a menudo no disponían) las fuerzas revolucionarias.
Esta «democratización» de la violencia continuó vigente durante el periodo de
reconstrucción e institucionalización posterior a 1917. Como dijo Cobb de la Revo-
lución Francesa: «siempre ha de pasar un tiempo para que lasz° personas abandonen su
disposición revolucionaria cuando ya no se las necesita» . Lo mismo ocurrió en
México después de 1917. Sencillamente, había demasiada población armada para que
el Estado pudiera reafirmar rápidamente el monopolio de la violencia. Cuando la ciu-
dad huasteca de Pisaflores se vio sometida a un ataque rebelde en octubre de 1922, a
la guarnición local se unieron, como recuerda un testigo presencial, «muchos de
nuestros propios hijos, que aún tenían pistolas de la Revolución» ". Armas aparte, la
revolución dejó cierto legado psicológico y político. Un sector de la generación más
joven, la «generación del volcán» de San José de Gracia, que se crió entre la violen-
cia y los tumultos, era irrespetuosa, chulesca y ruda ". Los difíciles tiempos de la
revolución, hoy retratados graciosamente en decenas de narraciones orales, se con-
fabularon con las infancias más miserables para crear una raza de hombres duros

16 La población de México en 1910 era de 15,2 millones; en 1921, de 14,3, cuando debería haber ron-
dado los 17 millones si se hubiera mantenido la tasa de natalidad de la primera década del siglo XX. No
obstante, es muy probable que el censo de 1921 hubiera excluido a una gran parte de la población. La revo-
lución podría haber causado un descenso en la población de unos dos millones. Las enfermedades, la
pobreza y la desnutrición, sobre todo en los últimos años, fueron las principales causantes de las muertes
y abortos. Véase Knight, Mexican Revolution (vol. z), págs. 419-422.
17 Véase Knight, Mexican Revolution (vol. 2), págs. 397-402, sobre la figura de Chávez García,
de Azuela, pareció ser un bandido especialmente antisocial
quien, al igual que Margarito de Los de abajo,
y sanguinario.
18 En general, la fase armada de la revolución, aunque causara muchas muertes, no parece haber
producido mucha violencia gratuita ni sádica, como en la Primera Guerra Mundial. Por el contrario, la
violencia endémica (y fundamentalmente rural) de los años veinte y treinta sí fue de este último tipo, qui-
zá porque atrajo a pistoleros mercenarios, los equivalentes mexicanos de los sanguinarios pajaros colom-
Princes of Narairja, págs. 7, 156; Knight, «Habitus and Homicide».
bianos: véanse, por ejemplo, Friedrich,
19 Buve, «Peasant Movements», pág. 118.
zo Cobb, Police, pág. 85.
21 Schryer, Rancheros, pág. 79.
2z González y González, San José de Gracia, págs. 128-138.
VIOLENCIA POLÍTICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 127

que, como los «príncipes de naranja» de Paul Friedrich, se sumaron a una ética bru-
tal de lucha e interés personal 23 . La política revolucionaria más dura podría decirse
que era la del bien limitado, fundada en el concepto de que «la vida es una lucha» 24 .

La nueva elite revolucionaria, formada en la guerra, también se diferenciaba clara-


mente de la generación precedente de tecnócratas porfirianos y licenciados: Amaro, un
general surgido por sí mismo de la oscuridad provincial que hubo de salir a calmar
los ánimos del ejército revolucionario en la década de los veinte, no tenía ningún
reparo en castrar a sus rivales de amoríos, y arrojarlos por las esquinas de Ciudad de
México 25 . Zuno, el cabecilla revolucionario de Jalisco, participó personalmente en
algunos de los interrogatorios policiales más violentos 2'. Los caciques locales (unos
surgidos de la plebe mexicana, otros peces gordos que lograban afectar maneras y
aspecto populares) hacían uso frecuente de la violencia, la intimidación e incluso la
tortura para conseguir sus objetivos 27. Si sus predecesores porfirianos habían hecho
lo mismo, probablemente había sido a menor escala, y habían ocultado mejor sus
propias huellas. De hecho, el recurso porfiriano a la intimidación camuflada fue
menos necesario y más discreto.
No es que los caciques porfirianos fueran unos santos comparados con sus
sucesores revolucionarios. Más bien, lo cierto es que los tiempos habían cambiado
y la política se había vuelto más violenta, canallesca y camorrista. La intimida-
ción, a veces pública y ejemplar, desempeñaba una función importante en estos
nuevos aires políticos. De todos modos, la publicidad quedaba garantizada por el
gran despliegue de la prensa y la rumorología política, que contaban con menos
trabas y estaban más generalizadas que en la época anterior a 1910 28 Por todo el .

país, y de forma local, proliferaron las fuerzas de «seguridad» denominadas defen-


sas sociales. Creadas para proteger a las comunidades de los ataques de los «bandi-
dos» (algo que sí llegaron a hacer en alguna ocasión), las defensas sociales se
convirtieron en instituciones clave en el proceso de socialización, promoción y
lucha política. Algunas de las carreras políticas más brillantes (como la de Jesús Anto-
nio Almeida, gobernador de Chihuahua de 1924 a 1927) comenzaron en las filas de las
defensas. El principal rival de Almeida, Ignacio Enríquez, aunque no surgió pre-
cisamente de estas instituciones, «basó su fuerza política en el control de las defen-
sas sociales [. . en las sierras occidentales» 29 . Los cacicazgos más duraderos, como
los de la familia Prado en la región de Chilchota, en Michoacán, también depen-
dían del control de la defensa local, cuyos miembros a veces casi no se distinguían de
la población más amplia de pistoleros (esbirros políticos a sueldo) que rodeaban a los

23 Friedrich, Princes of Naranja; Romanucci-Ross, Conflict, págs. 14-zo; González y Patino, Memo-
ria campesina, págs. 23, 69 ss.
24 Foster, Tztintzuntxdh, pág. 94.
25 De sobra es conocido que el protagonista de La sombra del caudillo, de Guzmán, está basado en
la figura de Amaro.
z6 Acta levantada de Genovevo Alatorre, 22 de marzo de 1927, Dirección General de Información
Política y Social (Gobernación), caja 34.095.0-62, Archivo General de la Nación, Ciudad de México.
27 Schryer, Rancheros, págs. 89 92, 99-zoo.
-

28 La cobertura informativa de la prensa fue, sin lugar a dudas, más completa después de 191o; la
rumorología política es, lógicamente, más dificil de medir. Pero hay buenas razones (aunque algo intui-
tivas) para creer que la transformación sociopolítica forjada por la revolución supuso una mayor activi-
dad y participación políticas, y (es de suponer) más rumorología asociada.
29 Wasserman, Persistent Oligarchs, págs. 37, 45, 96, 127.
128 ALAN KNIGHT

caciques locales 3° . No es sorprendente que los protagonistas de esta forma de


dominación política fueran — independientemente de sus denominaciones ideoló-
gicas formales, de derecha o izquierda " — crueles paquidermos políticos. Las
denuncias de analfabetismo, brutalidad e inmoralidad fueron legión 32 . En el
México más profundo y tradicional, practicaron un tipo de juego sucio, la política
cochina 33 , ofensiva para la opinión pública más respetable pero muy dificil de erra-
dicar. La política cochina local consistía, entre otras cosas, en el uso recurrente de
la fuerza y la intimidación; en asesinatos, emboscadas y «expediciones punitivas»;
en un vocabulario especial, muy alejado de la retórica progresista y de intencio-
nes elevadas de la revolución, y plagado de azotes, atropellos balaceados, chanchullos,
esbirros, mangoneadores, mozos de confianza, puñaladas y zafarranchos; en una casta de
villanos (siempre hombres), cada cual con un apodo significativo y evocador
(Huesos, Caracortada, el Muerte, el Sapo, Mano Negra); incluso un sentido del
humor malsano —elementos que pueden encontrarse en las picarescas páginas de las
memorias de Gonzalo N. Santos -34.
Durante los años veinte y treinta, esta política cochina no se limitó a las zonas rura-
les más apartadas, sino que caracterizó toda la política nacional y estatal. Chihuahua,
un estado mestizo norteño, relativamente «moderno», sufrió repetidos actos de
violencia, rebeliones, golpes de Estado y asesinatos de altos cargos ". A lo largo y
ancho de México, las elecciones estatales causaban frecuentes conflictos, enfrenta-
mientos, duplicidad de gobiernos y, muchas veces, la intervención federal 36. Ni
siquiera el gobierno central era inmune a todo esto. Es cierto que pudo capear la
importante revuelta de 1923 (en parte gracias al reclutamiento generalizado para las
Fuerzas Armadas en cada localidad, y de defensas, agraristas y batallones rojos, que,
por supuesto, continuaron el ciclo de violencia local) y que, en años sucesivos, nun-
ca llegó a ver amenazado su poder por la fuerza de las armas. Pero la política nacio-
nal tampoco tenía mucho de civil, elegante o decorosa. Obregón fue asesinado en
1928. Pascual Ortiz Rubio recibió un disparo en la boca según salía del Palacio Nacio-
nal su primer día al frente del gobierno (lo que fue reflejado con deliciosa ironía en el
epígrafe del capítulo de Dulles: «Triste Día de Estreno para el Presidente Ortiz

3o Acerca de los Prado, véanse Jiménez Castillo, Iltiáncito, págs. 137-165; y la correspondencia de
AGN, Fondo Presidentes-Lázaro Cárdenas, 541/1783.
31 El caciquismo fue sobre todo una forma de dominación local que se basaba en la violencia, el
personalismo y el clientelismo: podía disponer de los medios a su alcance para fines políticos muy dife-
rentes. Los caciques, por lo tanto, eran, desde un punto de vista político, de lo más variopinto: algu-
nos eran populares, agraristasy de izquierdas (como Cárdenas); muchos, conservadores y próximos a los
terratenientes. Los caciques más avispados se dejaban llevar por el viento político que más fuerte sopla-
ba. La coherencia ideológica no era una virtud característica de estas personas.
3 2 AGN, Fondo Presidentes-Lázaro Cárdenas, 541/1783 (Ernesto Prado de Chilchota y Heliodo-
ro Charis de Juchitán).
33 Schryer, Rancheros, p 95.
Santos, Memorias.
34 Knight, «Habitus and Homicide»;Menciono

35 Wasserman, Persistent Oligarchs. este caso, por una parte, porque está bien docu-
mentado y, por otra, para refutar la idea de que la violencia y el caos políticos eran características fun-
damentalmente del «viejo» México, «tradicional», «atrasado» e «indígena» del centro y el sur. Este
prejuicio se asienta a veces en los débiles cimientos de la teoría de la modernización, y aún lo sacan a
menudo a colación, entre otros, muchos priístas que tratan de justificar los apaños electorales en Michoa-
cán, por ejemplo.
36 Gruening, Mexico, págs. 399 ss.
VIOLENCIA POLÍTICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO I 29

Rubio») 37 . La violencia provincial también se contagió a la capital federal, en parte


porque los caciques y jefes locales, en su carrera por conseguir codiciados puestos en
el Congreso, se llevaban consigo las disputas provinciales al corazón del distrito
federal. En 1936, dos agraristashuastecas (uno de ellos, diputado federal) fueron ase-
sinados a balazos en un restaurante de Ciudad de México al que habían ido para soli-
citar una entrevista con Cárdenas; el mismo año, el radical de Veracruz, Manlio
Fabio Altamirano, murió en el chic Café Tacuba por los disparos de los pistoleros a
sueldo de la familia Armenta 38 .
Al cabo de un tiempo, como ya he señalado, el gobierno federal dejó, poco a
poco, de estar expuesto a la amenaza de la violencia. Aún se produjeron algunos
incidentes esporádicos: el priísta Jorge Meixueiro se saltó la tapa de los sesos mien-
tras estaba en el estrado durante el congreso del partido en 1943; en los años setenta,
los priístas todavía iban armados con pistolas al Congreso 39 . Pero, al menos
hasta hace poco, el grado de violencia nacional «cupular» siguió siendo bajo. Tras la
década de los cuarenta, una nueva generación de tecnócratas políticos civiles saltó
a la palestra. Incluso los caciques provinciales que llegaban a la política nacional (el
caso más típico es el de Gonzalo Santos) parecían escindir su personalidad política de
forma esquizofrénica: civilizados y cultos cuando se codeaban con presidentes y
políticos nacionales en la capital, y rústicos y despiadados cuando regresaban a
sus patrias chicas políticas para amasar dinero, aumentar su clientela y gastar bromas
de mal gusto o eliminar a sus oponentes 4° Por tanto, un aspecto clave en este pro-
.

ceso de «civilización» nacional fue la relación entre el gobierno central y sus aliados
de provincias. No cabe la menor duda de que la balanza se inclinó radicalmente a
favor del primero a partir de los años treinta. Esto no quiere decir que desde enton-
ces reinara la paz, o que se instaurara un estado de derecho en lugar del explosivo
sistema de la década de los veinte y treinta. Los caciques provinciales tuvieron
que adaptarse al creciente auge del gobierno central si, como descubrió Cedillo
en 1938-9, no querían que los eliminaran. Pero lograron sobrevivir negociando inte-
ligentemente su posición, actualizando sus cacicazgos e incluso explotando el dila-
tado poder federal en su propio beneficio. Los caciques más hábiles se dieron cuenta
enseguida de que había que trabajar con el gobierno federal, y no contra él: uno de
los pioneros fue Gabriel Barrios, en Puebla; otro ejemplo generacional colectivo lo
proporcionan los Figueroa, de Guerrero, quienes tras no haber conseguido recrear
un cacicazgo decimonónico del estilo del de Juan Álvarez, se conformaron con un

37 Dulles, Yesterday in México, pág. 481.


38 Schryer, Rancheros, pág. 91.
39 El suicidio de Meixueiro fue una forma de protestar contra el apoyo prestado por el PRI a un
candidato rival (independiente) en una elección de Oaxaca. La situación más reciente está reflejada en
Sanderson, Agraria,: POPIlliSM, pág. 173: Fernando Amilpa, secretario general de la CTM, «se dio una
mala imagen» durante las elecciones presidenciales de 1946 al «dejar inconsciente de un golpe al presi-
dente de un colegio electoral, quien le había pedido que depusiera su pistola antes de entrar» (Dickin-
son, Ciudad de México, z 5 de mayo de 1948, registro del Departamento de Estado, Asuntos Internos
de México, 81z.3043/5 "1348). Hace mucho menos tiempo, se conoció que un popular político mexica-
no se vio envuelto en un incidente similar en el aparcamiento del edificio de las Naciones Unidas en
Nueva York.
4o En el Congreso, Santos «se movía como pez en el agua», y gozaba de la estima y el respeto del
presidente Ruiz Cortines, que no era nada ingenuo. Loret de Mola, Caciques, págs. 43 Y 55.

a
130
ALAN KNIGHT

reparto de poder pactado con el creciente gobierno federal 41 . Santos llegó a las mis-
mas conclusiones tras la caída de su predecesorpotosino, Cedillo 42 .
La expansión del poder central, manifiesta en las pacíficas sucesiones presiden-
ciales y el aumento del número de funcionarios federales, no acabó, por lo tanto, con
los caciques locales, sino que los «modernizó». De este modo, los caciques, y la serie
de intereses y prácticas que representaban, se ajustaron al nuevo orden, lo colonizaron
y canibalizaron. Una característica fundamental de este proceso dialéctico fue la
continuidad de la violencia, sobre todo (aunque no exclusivamente) en las zonas
rurales 43 . Los treinta, en los que el gobierno federal mostró un gran poder de ini-
ciativa, también fueron años de violencia endémica que enfrentaron a agraristascon
terratenientes yguardias blancas, a la población rural entre sí, anticlericales con católi-
cos, sinarquistas con jacobinos, facciones sindicales y ejidianas con sus rivales locales.
Muy lejos de crear un nuevo Leviatán, como querrían hacernos pensar algunos
analistas, el gobierno central sólo ejerció un control limitado sobre una sociedad civil
desbocada. Sus agentes de vanguardia, tales como los maestros federales, fueron
menos un instrumento de control totalitario que víctimas de una ambición federal
desmesurada, que se topó con una obstinada, y a veces violenta, resistencia local. De
ahí la interminable cantidad de sangre derramada en esta década, en la que ardie-
ron escuelas, se asesinó, violó y desorejda maestros; una época en la que las comuni-
dades se enzarzaron en guerras sin cuartel con sus vecinos, y las facciones, en conflictos
intestinos; en la que las guardias blancas hacendistas lanzaron una represión indiscri-
minada de retaguardia para frenar al agrarismo; y en la que se produjeron luchas .inter
e intra sindicales (especialmente en las regiones textiles de Orizaba y Atlixco) 44
El crecimiento del Estado creó, así, nuevas formas y escenarios de conflicto: el
agrarismo cardenista llevó el conflicto a regiones que hasta entonces, al menos direc-
tamente, habían sido relativamente tranquilas. Si no introdujo la manzana de la dis-
cordia en paraísos rurales pre-existentes (como parecen pensar algunos revisionistas
románticos), al menos generalizó la violencia, quizás en parte «democratizándola» y
poniendo, literalmente, las armas en manos de los pobres que nunca antes las habían
empuñado. Pero el agrarismo también permitió el establecimiento de unos cacicazgos
duraderos —algunos verdaderamente populares, otros completamente amorales,
pero todos dependientes en parte de la continuación de la violencia local—. La esco-
larización federal (un motor a largo plazo de integración nacional) fue muchas
veces, a corto plazo, fuente de conflictos y divisiones. El aumento del poder de
los sindicatos, especialmente de la CTM, también propagó la violencia, como ocu-
rrió con el intento de la CTM de eliminar a la competencia (sobre todo la CROM)

41 Brewster, «Caciquismo»; Jacobs, «Rancheros», págs. 76-91.


42 Márquez, «Gonzalo N. Santos», págs. 385-394.
43 El caciquismo forma parte de una estructura política nacional, tanto en las ciudades (por ejem-
plo, en el gobierno municipal y los sindicatos) como en el campo. No es, por lo tanto, una regresión atá-
vica o los vestigios de una «cultura» primitiva moribunda, condenada a desaparecer por la urbanización
y la modernización. Si sus aspectos más endémicos — y violentos — parecen hallarse en el ámbito rural es
debido al sistema de equilibrios de las fuerzas políticas rivales, la atención mediática y, como propone-
mos en este capítulo, la tendencia del gobierno federal a preocuparse más por su imagen urbana y metro-
politana que por la rural y provincial.
Burt, Veracruz, 3 de febrero de 1938, SD 812.504/1703 ofrece un buen
44 Raby, Educación, cap. 5;
retrato de una fábrica textil particularmente violenta: Cocolapán, Veracruz.
VIOLENCIA POLÍTICA EN EL MÉXICO POST•REVOLUCIONARIO I 31

y con la ofensiva de los políticos y grupos de poder locales (el grupo de Monterrey,
gobernadores como Yocupicio, de Sonora y Ávila Camacho, de Puebla) para
mantener a raya a Lombardo y la CTM; acciones que solían tener bastante éxito 45 .
Incluso las Juntas de Conciliación y Arbitraje, premonitorias de un mayor control
central de los trabajadores, solían fomentar —tanto como inhibir— las tensiones, debi-
do a que los grupos locales de influencia (sindicatos, caciques y políticos) luchaban
por imponer su autoridad a estos receptáculos incipientes de poder.
Las manifestaciones de poder federal, aunque consiguieron su objetivo a largo
plazo, se vieron zancadilleadas frecuentemente por la resistencia local o, de forma
más insidiosa, por cooptación. A veces, por lo tanto, no hay que imaginar que el
Estado absorba a determinados grupos sociales (la típica fórmula mexicana), sino
más bien que los grupos sociales incorporen al Estado para sus propios intereses.
No cabe duda de que deshacerse de un cacique tan importante (y poco sutil) como
Cedillo, que sirvió su propia caída en bandeja de plata, fue todo un éxito. Pero los
caciques más hábiles pervivieron durante décadas, desarrollando el tipo de perso-
nalidad política escindida que, como he sugerido, podía disipar la incomodidad de la
presidencia federal 46, demostrando de vez en cuando su utilidad ante el gobierno
central. Cárdenas, por ejemplo, necesitaba el apoyo caciquil incluso de personajes
tan indeseables como Ernesto Prado (al igual que Felipe Carrillo Puerto durante su
breve mandato radical del Yucatán) 47 Durante las décadas de los cuarenta y cin-
.

cuenta, el gobierno federal también toleró a los enrocados caciques locales: de mane-
ra positiva, porque eran agentes útiles de control y movilización electoral; y
negativamente, porque su eliminación hubiera sido engorrosa y polémica. Los caci-
ques, por supuesto, acabaron desapareciendo, pero de una manera cíclica, casi rít-
mica y regular: se prolongaron en el tiempo más allá de su utilidad, provocaron la
oposición local (a menudo de las clases medias y los estudiantes) y, al final, acabaron
arrojados a los lobos por un gobierno central que hacía gala de una legendaria y
pragmática realpolitik. Como consecuencia, el periodo histórico de post-guerra de
México está salpicado de episodios, en parte violentos, de derrocamientos de viejos
caciques. El sistema incorpora, de este modo, una cuota necesaria de violencia, el
inevitable producto de un caciquismo que se perpetuó de forma obstinada 48.
El caciquismo afianzó así la violencia como un rasgo definitorio de la política
nacional mucho después de que se hubiera acabado con el pretorianismo en el país.
Los caciques la empleaban — era parte tradicional de su arsenal político, con el que
aseguraban el reclutamiento regular de jóvenes pistoleros 49 — y, además, su caída com-
portaba un grado de violencia que, aunque no lograra el objetivo inmediato de
derrocar al cacique, al menos atraía hacia sí la atención del gobierno federal. (Esto
se puede aplicar al caciquismo provincial político y, quizá también, sindical: por

45 Saragoza, Monterrey Elite, págs. 186-191; Bantjes, Política, caps. 6 y 7; Pansters, Politics and
Power, cap. 3.
46 Loret de Mola, Caciques, cap. 1. Un ejemplo colectivo de supervivencia nos lo proporciona el
célebre grupo Atlacomulca, del Estado de México, que se ha proyectado con éxito en la política nacional
y local, y ha producido un puñado de caciques y miembros de gabinetes ministeriales.
47 Véase Gilbert, «Caciquismo».
48 Juchitán es un clásico ejemplo de los ciclos de caciquismo, descontento y renovación.
49 El reclutamiento de pistoleros lo trata Schryer, Ethnicity, págs. 124, 140, 143; y Greenberg,
Blood Ties, págs. 193-196.
ALAN KNIGHT
132

ejemplo, a los electricistas, maestros e incluso los célebres telefonistas.) La violencia,


lejos de ser una desviación psicopática de la normalidad política, era parte inte-
grante de la cultura política mexicana, sobre todo en sus ámbitos más tradicionales,
fomentando actitudes cínicas hacia las autoridades
donde prevalecía la política cochina,
y, quizá, surtiéndose de un amplio caudal latente de machismo (apolítico) 5° De .

hecho, la legitimidad del gobierno federal probablemente se viera aumentada por


medio de ocasionales ataques estratégicos contra los caciques más debilitados (en los
que se ponía de manifiesto tanto la mayor fuerza como la superioridad moral del eje-
cutivo nacional) y que a veces se edulcoraban con repartos reformistas (compárese el
de Cárdenas en San Luis, en 1938-39, y el de Echeverría en Sonora, en 1976). Si en
el México de 5968 el gobierno federal podía parecer una fuerza represiva y reaccio-
naria, en las provincias — Chiapas en los años treinta, Sonora en los setenta, La
Huasteca en los ochenta — se mostraba de una guisa más progresista y pacificadora.
Sin embargo, la eliminación de un cacique importante no modificaba todo el sis-
tema: en los sindicatos al igual que en los municipios, los nuevos «reformistas» a
veces comenzaban a reproducir los pecados de sus predecesores caciquistas.
Pero la violencia posterior a 1945 iba más allá de esta estructura política especí-
fica. Se apoyaba en una justificación socioeconómica diferenciada y, en algunos sen-
tidos, novedosa. Durante las décadas de los veinte y treinta, la agricultura comercial
atravesó una época de vacas flacas (sobre todo desde 1926). El agrarismo amenazaba
los derechos a la propiedad; la Cristiada devastó el centro-oeste; la depresión eco-
nómica mundial rebajó los precios y también disminuyó el coste de oportunidad de
la reforma agraria. Como consecuencia, las expropiaciones cardenistas de finales
de los treinta tuvieron un rechazo menor de lo que hubiera sido normal unos quin-
ce años antes. Además, el mismo gobierno mostraba una mayor predisposición a
la confiscación de propiedades (por ejemplo, las plantaciones de algodón de Laguna,
que estaban al borde de la ruina). A partir de los años cuarenta, el panorama se modi-
ficó: con el eclipse del cardenismo, la reforma agraria perdió su ímetu; p la guerra
promovió el acceso a los mercados extranjeros; y la Guerra Fría ma nchó aún más
la reputación del agrarismo. Con ello, se produjo el regreso político, económico e
incluso ideológico de los terratenientes comerciales. En el momento en que los eji-
dos colectivos (como el intento de Cárdenas por socializar la agricultura comercial)
se encontraron con la hostilidad externa y la división interna (por ejemplo, Zacate-
pec, Atencingo, La Laguna), resurgió la agricultura comercial capitalista: en el
noroeste, facilitada por la irrigación y por el vasto mercado que ofrecía Estados Uni-
dos; en la Huasteca, con el crecimiento de la producción del café y los frutos tro-
picales; en el sur y sureste, donde (de nuevo) prosperaba el negocio del café y del
ganado; y, finalmente, por toda la columna dorsal occidental de Sierra Madre, en la
que florecía el comercio de la marihuana y las amapolas como respuesta a la deman-
da norteamericana. La agricultura comercial pronto chocó con las comunidades
campesinas, que habían recibido un nuevo aliento con las reformas cardenistas. El

5o No pretendo sumergirme en las cenagosas profundidades del machismo, ni valorar su influen-


Valga decir que las actitudes «macho-viriles» —independientemente de que
cia en la violencia políticaper se. con la política cochina de la
puedan ser causa o efecto de las condiciones previas — encajan perfectamente Conflict, págs. 76-78; Friedrich,
que hablo. Sobre el machismo y la violencia, véanse Romanucci-Ross,
Princes of Naranja, págs. 18z-183; Greenberg, Blood Ties, pág. 63-64.
VIOLENCIA POLITICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 1 33

resultado fue una fase prolongada de «compresión» (por utilizar el término de Tuti-
no) agraria, un encontronazo entre la agricultura capitalista y la campesina, en el
que se repitieron algunas características de la anterior fase porfiriana de «compre-
sión» 51 . Pero también hubo diferencias. En primer lugar, habían cambiado los cul-
tivos y los hábitos locales: el pastoreo había aumentado en importancia, al igual que
el cultivo del café, la fruta, las verduras y, posteriormente, las drogas, mientras
que los cultivos industriales, como la goma y el henequén, eran ya productos del
pasado; y las actividades no agrícolas, como el turismo, también contaban. En
segundo lugar, se estaban incorporando rápidamente a los mercados capitalistas las
zonas hasta entonces marginales, algunas de las cuales eran «regiones de refugio»
indígenas 52 : partes de Oaxaca, Nayarit, la Huasteca y la Selva Lacandona de Chiapas.
Los conflictos resultantes, por tanto, solían adquirir un carácter étnico y racista. En
tercer lugar, y teniendo en cuenta la variación tan acusada en la ratio «tierra/mano de
obra» producida desde el Porfiriato, a los agricultores capitalistas normalmente
no les faltaban trabajadores, pero codiciaban determinados recursos campesinos
como la tierra y el agua. De ahí el progresivo ataque al ejido (y la comunidad cam-
pesina en general) perpetrado en forma de enajenaciones ilegales de terrenos, ventas,
subarriendos y, más directamente, expropiaciones. O, en una estrategia que tuvo
lugar por toda América Latina, los compradores e intermediarios monopsonistas se
aprovechaban del trabajo de los productores campesinos que sobrevivían sólo a
costa de convertirse en cuasiproletarios trabajando a destajo 53 . En cuarto lugar, cabe
destacar la diferencia más visible: el sistema político se había transformado, y aun-
que el régimen «revolucionario» cada vez parecía menos «revolucionario» e incluso
más «neoporfiriano», hasta finales de los años ochenta no se atrevió a concluir la
reforma agraria y finiquitar el ejido. La reforma, por lo tanto, se mantuvo en pie
como un constante incentivo para los campesinos, una amenaza para los terrate-
nientes y una tentación para los políticos. Algunos de estos últimos la secundaron
con un idealismo genuino (aunque confuso); otros se rindieron a la presión popular;
y otros cuantos vieron en ella un instrumento útil para controlar los votos de los
campesinos y, quizá, desgastar a sus oponentes del colectivo de terratenientes,
quienes ya no disfrutaban en el ámbito político del mismo cheque en blanco que
durante el Porfiriato H. Ahora tenían que esforzarse para conseguir favores polí-
ticos: competir personalmente por los puestos de mando, promover a sus amigos,
compadres y clientes, presionar para obtener el apoyo del Estado y los peces gor-
dos nacionales, colonizar los organismos federales que proliferaron por todas las
zonas rurales, sobre todo durante los años setenta 55 . También tuvieron que utilizar

51 Tutino, Insurreetion.
5 z Aguirre Beltrán, Regiones de refugio.
f; Paré, Proletariado.
54 Quizás esté exagerando un poco, pero no demasiado. El régimen porfiriano fue en gran medi-
da un gobierno de terratenientes, por los terratenientes y para los terratenientes. O, dicho de otro modo,
el Estado porfiriano dispuso de una «autonomía relativa» muy limitada frente a la clase dominante. La
revolución de ningún modo instituyó un Estado «proletario-campesino», pero sí debilitó fuertemente el
ascendiente político de la clase terrateniente y, en cierto grado, aumentó la autonomía relativa de todas las
clases sociales dentro del Estado.
5 5 La relación entre los terratenientes locales y el aparato político merecería un estudio más
detallado: en algunos casos, los terratenientes continuaron disponiendo del control a través de inter-
mediarios; en otros, mantenían el poder ellos mismos; en algunas ocasiones, acabaron marginados
ALAN KNIGHT
1 34

formas de represión mercenarias: como no había rurales ni un ejército al estilo


guatemalteco a su disposición, tuvieron que confiar en sus propios pistoleros y guar-
dias blancas.
Debido a la variedad de motivos y experiencias locales, también se consiguieron
resultados muy diversos. Sheridan, en su estudio de una comunidad campesina fron-
teriza en el norte de Sonora, identifica una atmósfera de tensión, pero también la
ausencia de violencia significativa o de conflictos étnicos, además de cierta movilidad
social y un sistema político que permitió algún espacio para la protesta y las rei-
vindicaciones 56 . En contraposición, tanto el distrito de Juquila, en el sur de Oaxa-
ca, según las investigaciones de Greenberg, como la Huasteca Hidalguense de
Schryer, se han convertido en hervideros de violencia en décadas recientes. La Huas-
teca fue el escenario de expropiaciones generalizadas de tierras, conflictos políticos
y represión en los años ochenta (reflejando en parte lo que había ocurrido en el sur
de Sonora y otras regiones del noroeste una década antes). Los pueblos de Juquila se
vieron atrapados en una guerra hobbesiana de todos contra todos (comunidad con-
tra comunidad, facción contra facción, familia contra familia) donde, aunque no
hubo una única causa principal, tuvo gran parte de culpa el aumento del cultivo del
café ". Así, aunque la sublevación zapatista de 1994 fue excepcional por sus pro-
porciones, su éxito y su sofisticación, también formaba parte de un síndrome bien
conocido: la creciente tensión étnica y clasista, caracterizada por la comerciali-
zación agraria; la desposesión y el embargo de tierras de los campesinos; el pistole-
rismo; y la incidencia cada vez mayor de la violencia y las protestas. En Chiapas, la
legendaria capacidad de mediación del PRI fracasó estrepitosamente, principalmen-
te porque el partido estaba maniatado por una serie de grupos e intereses locales
(los ganaderos chiapanecos y sus aliados políticos) que se opusieron a la reforma
con el beneplácito del distante gobierno central, al que sólo le preocupaba el tro-
feo de NAFTA. Esta situación es diametralmente opuesta a la de la Huasteca o
Sonora, donde en los años setenta y ochenta coexistieron la reforma y la represión,
y el PRI se mostró capaz de generar medidas intervencionistas progresistas en lugar
de limitarse a apuntalar el poder de los núcleos duros provinciales.
La alternancia de ciclos de protesta y represión hizo que nunca imperara la
paz en las zonas rurales. Al remitir parcialmente el conflicto endémico de la déca-
da de los treinta y consolidarse el gobierno central, se pudo evitar graves cismas

pág. 138, muestra cómo por los años setenta los adinerados rancheros
políticamente. Schryer, Rancheros,
de la Huasteca Hidalguense ya no tenían que ensuciarse las manos en la política local porque el sistema res-
petaba sus intereses de todos modos. Acerca de las reacciones locales ante las organizaciones y organismos
federales, véase Jiménez Castillo, 1-lude:cito, págs. 267 288.
-

56 Sheridan, Wbere the Done Calls, págs. 143 La existencia de cultivos cafeteros en Juquila (al igual
- 145.
57 Schryer, Ethoici9; Greenberg, Blood Ties.
que en la Huasteca Hidalguense de Schryer) plantea algunos análisis comparativos interesantes si tenemos
en cuenta la correlación entre dicho cultivo y las regiones más afectadas por la violencia colombiana, y la
importancia del café en el valle de La Convención de Perú. El café es un cultivo apropiado para el trabajo
campesino: crece bien en las laderas de clima suave y solía ser marginal en la agricultura de labranza. Es,
en cierto modo, un cultivo de frontera que disfrutó de la bonanza de los mercados durante los años cuarenta
y cincuenta. Parece razonable inferir que estos factores podían generar graves tensiones entre campesinos
cultivadores, ricos terratenientes rivales e intermediarios comerciales en el contexto de las (a veces poco
definidas) zonas de asentamiento recientes.
VIOLENCIA POLITICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 135

nacionales (como en las elecciones presidenciales de 1940 y 1952) al menos hasta


1987-1988. México se convirtió así en un ejemplo típico de gobierno civil y estable
frente a los regímenes autoritarios del Cono Sur. Pero la estabilidad mexicana, aun-
que no era un mito, se asentaba en unos cimientos poco sólidos. Dicha estabilidad
nacional coexistía con la violencia y la represión endémicas, y a veces dependía de
ellas. Esto último, en mi opinión, contribuyó a mantener la disciplina interna del PRI
a la vez que servía para advertir tanto al pueblo como a las elites de los peligros del
conflicto social. El miedo a la revuelta civil no procedía solamente del recuerdo cada
vez más difuminado de la revolución o el caso centroamericano, sino también de los
sucesos (periféricos y anónimos) del propio México. El llamamiento del PRI a la
paz social se aprovechó de este miedo, que había aumentado claramente por los últi-
mos acontecimientos. Además, el gobierno central sacó partido de los conflictos
locales, algo que de todas formas no podía atajar completamente. Mediante inter-
venciones muy selectivas del ejecutivo, a veces del ejército federal, se recordaba a
los miembros de las localidades quién tenía el control. El presidente se conver-
tía en el árbitro supremo de las disputas locales, unos conflictos que podían llegar
precisamente hasta ese ámbito, aunque no se les permitía ir más allá (en concreto,
sospecho que las disputas de los estados del norte no podían llegar tan lejos como
las de los sureños: el mantenimiento de unas buenas relaciones con Estados Uni-
dos exigía que se redujeran los abusos políticos y los choques armados, por ejem-
plo, en Sonora, mientras que se despreocupaban de Chiapas por completo). Así, se
toleraba una pequeña licencia contra el teórico monopolio de la violencia que tenía
el gobierno central porque, al fin y al cabo, esto reforzaba el poder de discreción
del ejecutivo.
A la luz de estas observaciones, podríamos atrevemos a trazar algunas breves
comparaciones con otros regímenes latinoamericanos, y quizá ponderar la signi-
ficación de los sucesos más recientes en México. Como apunté al comienzo, México
evitó, al contrario que Argentina, Brasil, Chile y Uruguay en las décadas de los
sesenta y setenta, que se produjeran golpes militares y un régimen «burocrático-
autoritario». El gobierno mexicano presumía de su carácter civil e institucional,
y el país se convirtió en un santuario para refugiados políticos del Cono Sur.
México también evitó la rebelión popular y la represión militar tan prolongadas
que caracterizaron a El Salvador y Guatemala, y, de nuevo, desempeñó una fun-
ción moderadamente progresista en sus relaciones con América Central. ¿Cómo se
puede interpretar, a la vista de lo expuesto anteriormente, este compromiso (rela-
tivo) por mantener un gobierno civil (algunos dirían democrático) y sus institu-
ciones, sobre todo si tenemos en cuenta que el México de Santa Anna, Díaz e
incluso Obregón y Calles no tenía un aspecto muy civilizado, institucional o demo-
crático en comparación, digamos, con la Argentina de Sarmiento e Irigoyen, o el
Uruguay de Batlle?
De entre los muchos argumentos que se pueden proponer, hay en mi opinión
que distinguir el punto de vista positivo del negativo. El positivo, que se correspon-
dería con la línea oficial (y que no habría que descartarlo simplemente por serlo),
pondría especial énfasis en la peculiaridad de la cultura política de México, produc-
to de la revolución y comprometida con la reforma social, la participación popular y
el gobierno institucional. Comparada con la «fobia roja» y el racismo que caracteri-
zó la política de la cúpula gobernante en Guatemala, o la doctrina de la seguridad
136 ALAN KNIGHT

nacional que, en consonancia con las antiguas tradiciones culturales 58 , justificó la


guerra sucia en Argentina, la ideología oficial mexicana era relativamente progre-
sista, iluminada, inclusiva y reformista. Esta ideología, por supuesto, está contenida
en el «guión público» oficial del país, enunciado hasta la extenuación en discursos,
prensa y medios electrónicos. Su puesta en práctica ya es otro asunto (como comen-
taré enseguida). Pero, como la mayoría de los «guiones públicos», no es algo com-
pletamente hipócrita: a veces se traduce en actuaciones (por ejemplo, algún impulso
de reforma social) y también puede, hasta cierto punto, disuadir a los agentes polí-
ticos de llevar a cabo acciones del tipo de la masacre de Tlatelolco de 1968, que, al
ir contra el guión público, pueden acabar deslegitimándolo. (Dicho de otro modo,
la discordancia entre la política y el guión público no puede ser excesivamente
amplia durante demasiado tiempo a riesgo de que la última pierda toda su legiti-
midad, como ocurrió, por ejemplo, en Europa del Este) 99 . Así, durante su apo-
geo, aproximadamente entre 195o y 197o (un apogeo más corto de lo que suele
parecer), el PRI consiguió hacer valer alguno de los ideales que profesaba; pero a la
vez se desdijo, sin ningún reparo, de otros. Aun con Salinas, el Programa Nacional
de Solidaridad, pese a su retórica fanfarrona, su sesgo político y discrecionalidad,
supuso un intento, no del todo fallido, de reducir el impacto de las políticas macro-
económicas neoliberales y recomponer el maltrecho esqueleto de la autoridad presi-
dencial 6°. Así, aunque no concedería una importancia desmesurada a este factor, sí
opino que la ideología de la revolución y su influencia en la acción política contri-
buyeron a mantener a México fuera del franco autoritarismo militar de, por ejemplo,
Argentina o Guatemala.
Pero también hay un argumento negativo, quizá de mayor fuerza. En térmi-
nos generales, México no experimentó un giro burocrático-autoritario, con su con-
siguiente violencia y represión, porque no le hacía falta: ya poseía un sistema más
discretamente autoritario, «inclusivo», civil e institucional; pero, con todo, autori-
tario. Una «dictablanda» a la mexicana era el mejor antídoto contra una «dictadura»
a la argentina (recuérdese el famoso comentario de Vargas Llosa) 65 . No quiero entrar
en la espinosa cuestión de los orígenes históricos de los regímenes «burocrático-
autoritarios» del Cono Sur. La tesis de O'Donnell (de que el autoritarismo buró-
cratico representa una alternativa al callejón sin salida del capitalismo cuando
llega a su fin la cómoda fase de industrialización basada en el modelo de sustitución
de importaciones) se antoja excesivamente esquemática y funcional, y posiblemente
sea incierta desde un punto de vista empírico". Sin embargo, no parece que sea una
coincidencia que la opción autoritaria se ejerciera en los países del Cono Sur más
«desarrollados», que habían disfrutado de un sistema político electoral competitivo
desde comienzos del siglo xx (algo que no había ocurrido en México). El proble-
ma de incorporar el movimiento sindical al sistema político se hizo urgente ya en
tiempos de la Primera Guerra Mundial. En Argentina el advenimiento posterior

5 8 Shumway, Invention of Argentina.


59 Przeworski, Democracy, págs. z-6.
6o Dresser, «Bringing the Poor Back In», págs. ,43-166.
61 Insinuaba que el PRI era la «perfecta dictadura». Esta frase «para la galería» no da cuenta del
hecho de que, aun cuando el régimen mexicano fuera una «dictablanda», la «dictablanda» seguiría siendo
muy diferente de la «dictadura».
6z Collier, New Autboritarianism.
VIOLENCIA POLITICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 1 37

del peronismo convirtió la cuestión en algo aparentemente insoluble. En Brasil y


Chile, la tardía incorporación pública del campesinado en los años cincuenta y sesen-
ta aumentó la rivalidad, polarización, tensión e inestabilidad políticas. Y estos fenó-
menos, a su vez, agravaron el viejo dilema inversión/consumo: los contendientes, en
su búsqueda de apoyos electorales en un escenario político cada vez mayor, acaba-
ban, por lo general, fabricando más dinero e impulsando el empleo en el sector públi-
co más allá de lo que dictaba la lógica económica. En México, por el contrario, la
revolución y su institucionalización tuvieron el efecto inusual de producir un
régimen que incorporaba un amplio sector de la sociedad civil (y, en particular, los
sindicatos y el campesinado) a su enorme conglomerado. La participación de los tra-
bajadores (la clave explicativa de Collier) 63 fomentó la estabilidad y permitió con-
trolar las demandas salariales. Lo temprano de la incorporación del campesinado, en
los años veinte y treinta, impidió una crisis tardía de la misma, como la que ocurrió
en Brasil o Chile en los sesenta y setenta. La ideología inclusiva de la revolución
mexicana tenía, de este modo, su equivalente organizativo, y el régimen de la revo-
lución, aunque marginó a importantes sectores de la población 64, tenía suficiente
monopolio de poder político y de patronazgo para mantener una coalición amplia
y mayoritaria. Por decirlo de algún modo, congregaba a los partidos liberal y
conservador de Colombia en una amplia iglesia única, y enterraba el peronismo
potencial en las mismas entrañas del partido, bajo la forma de la CTM.
Sin embargo, mantener esta coalición comportó una fuerte dosis de violencia
(real y potencial). Como Díaz, el PRI no sólo puso la zanahoria delante sino que
también manejó el palo. Así, como he insinuado sucintamente, el régimen perpetró
o toleró un grado constante de violencia política: contra los grupos políticos disi-
dentes (almazanistas, henriquistas), contra los sindicatos independientes (ferrovia-
rios a finales de los años cincuenta, electricistas a mediados de los setenta), contra
periodistas (el más célebre fue Manuel Buendía), contra estudiantes (en 1968, como
ejemplo más llamativo) y, de manera incesante, ubicua y endémica, contra los cam-
pesinos, individual y colectivamente. En este breve capítulo me resulta imposible
calcular todas las manifestaciones de la violencia y compararlas, por ejemplo, con
los niveles de represión del Cono Sur. La violencia política mexicana parece menos
extrema y significativa, pero esto se explica en parte porque es más discreta, anó-
nima, prolongada y cotidiana. Se produce en numerosos actos de violencia menor (y
a menudo locales), en lugar de campañas masivas y centralizadas de represión. La lle-
van a cabo especialistas contratados para la ocasión (pistoleros, guardias blancas, halco-
nes) más que el ejército federal, que en ocasiones puede actuar como una fuerza de
mantenimiento de la paz. Y dado que contradice el guión público, no se proclama
desde los altares políticos, sino que se niega, denuncia, evade e ignora oficialmente.
Los generales argentinos pueden justificar públicamente su guerra sucia. Los mexi-
canos, sin embargo, se mantienen callados y dejan a los poderes civiles (puede que
verdaderamente comprometidos como Jorge Carpizo) a cargo de los discursos y
los gestos políticos. En México, el debate público acerca de Tlátelolco se ha conver-
tido en un «pasarse el muerto» oficial de unos a otros; en algunos países y culturas
(por ejemplo, China) sería una cuestión de orgullo más que de cargar con la culpa. En

63 Collier y Collier, Sbaping the Political Arena.


64 Por ejemplo, a políticos católicos y liberales de clase media.
Iba
138 ALAN KNIGHT

resumidas cuentas, el sistema mexicano ha dado con mecanismos sutiles para intimi-
dar a los disidentes sin tener que recurrir a una represión a gran escala que dañaría
profundamente la menguante legitimidad del régimen: Echeverría trató desespera-
damente de construir puentes con la oposición a partir de 1969; y después de su inicial
respuesta chapucera a la sublevación zapatista, la administración de Salinas optó por
el diálogo antes que la represión. Pero 1968 y 1994 fueron excepciones a la regla, grie-
tas de un sistema — por otra parte sólido — del «palo y la zanahoria». Durante la mayor
parte de su larga vida institucional, el PRI, al sancionar la violencia a gotitas, tapada,
anónima, provincial, ha conseguido disuadir a la oposición, apuntalar su monopolio
político nacional y evitar el uso de una forma de represión brutal y draconiana. La
toma periódica y discreta de una aspirina de violencia al día ha contribuido a ahuyen-
tar el riesgo de parada cardiaca del autoritarismo burocrático.
Es imposible, en conclusión, pasar por alto los recientes episodios de violencia
en México: Chiapas (y otras manifestaciones menores en otros lugares como
Guerrero) y los magnicidios de Colosio y Ruiz Massieu, entre otros. Chiapas y, a for-
tiori, Guerrero son casos extremos de un problema recurrente: «compresión» agra-
ria, protesta popular y represión. La utilización por parte del subcomandante Marcos
de fax y módem puede amplificar el efecto de la publicidad y seducir a la nueva
izquierda americana, pero las raíces de la revuelta chiapaneca se hunden mucho
tiempo atrás, e incluso la denominación elegida (Ejército Zapatista) apunta a prece-
dentes y tradiciones históricas. En cierta medida, por lo tanto, el régimen se encuen-
tra con una variable conocida. La novedad de la situación reside, en parte, en la
escala y duración de la revuelta (ninguna fuerza rebelde había conseguido tal éxito
desde la de los cristeros en los años veinte) y, también, en el carácter del régimen que
le hace frente. (Por crear cierta polémica, se podría decir que los revolucionarios
de los noventa no son los zapatistas, sino los salinistas.) Mientras que los anterio-
res gobiernos podían responder a la protesta popular con la combinación tradicional
de represión, cooptación y reforma social (véase cómo finalizó la rebelión de los
cristeros, en 1929: con un nuevo reparto de tierras, una táctica que Echeverría emuló
en Sonora, en 1976), el gobierno actual lo tiene más difícil, y quizá sea incapaz de apli-
car dichos métodos. Ha detenido la reforma agraria, ha privatizado el ejido, ha pues-
to toda su fe en NAFTA y el neoliberalismo, y ha llevado a cabo una alianza con
la gran empresa y el capital transnacional. La lógica política de la macroeconomía
neoliberal exige sacrificar el tradicional voto campesino (el voto cabresto mexicano)
a favor del de las clases medias urbanas, una estrategia que tuvo éxito en agosto
de 1994. Pero al haber abrazado el neoliberalismo y enterrado el «populismo», al
régimen le resultará muy difícil combinar el paloy la zanahoria para manejar el des-
contento rural. Como indican Chiapas, Guerrero, El Barzón y toda la lógica de
NAFTA, la insatisfacción podría aumentar más que remitir. Así, Chiapas sería la
prueba de fuego de la política oficial: ¿resucitará el PRI sus políticas tradicionales
(«populistas»), incluso en un periodo de nueva austeridad, aliviando el descontento
sin recurrir a la represión generalizada? O, como parece sugerir Riordan Roett,
¿requiere el nuevo modelo económico una respuesta dura, más palo que zanahoria?
La solidaridad demostró, en mi opinión, que las políticas neopopulistas fueron, en
cierta medida y por un tiempo, compatibles con una economía neoliberal 65 . Pero

65 Dresser, «Bringing the Poor Back In»; Knight, «Obrigo», págs. 69-72.
VIOLENCIA POLITICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 1 39

hacia 1995, con la reaparición de la crisis económica y la permanente tensión social,


se ha hecho más difícil cerrar el círculo. Es probable, por lo tanto, que el palo se
muestre más que la zanahoria.
Esta conclusión tan pesimista se ve corroborada por los últimos asesinatos polí-
ticos. Entre 192o y 195o, se redujo seriamente la violencia política entre las elites del
poder, y los presidentes comenzaron a gobernar y elegir sus sucesores sin miedo a la
rebelión; incluso, los gobernadores estatales y los legisladores federales, víctimas y
culpables de la violencia regular de los años precedentes, comenzaron a ver sus
puestos como algo relativamente seguro, civilizado y firme 66 . Los políticos podían
tomarse un café en el Tacuba sin tener que mirar a todos los lados. La violencia se
había desplazado de las cúpulas a las bases, de las capitales a las provincias. En la
actualidad, sin embargo, las cúpulas han vuelto a conocer la violencia, y los políticos
tienen que mirar a su alrededor cuando salen de los hoteles de Ciudad de México.
Las causas de esta fase (si es que es sólo una fase) son evidentemente oscuras y quizá
no se conozcan nunca. Ni siquiera está claro si hay que buscar el porqué dentro de
la misma elite política (el hecho de que los «dinosaurios» traten de repeler las refor-
mas) o si los tratos faustianos de la elite política con los narcotraficantes exigen aho-
ra un precio mayor por la connivencia y tolerancia política. En cualquiera de los
dos casos (y, por supuesto, ninguna de las dos explicaciones excluye a la otra), se
produce una ironía macabra: si los miembros de la elite cruzan disparos por razo-
nes políticas, no hacen más que ponerse a la altura de sus bases, que lo llevan hacien-
do durante décadas. «Los soldados mueren, los generales viven», le dijo el viejo
cacique «Caracortada» a Paul Friedrich 67: ahora también mueren los generales. Y si
los capos del negocio de la droga están haciendo uso de una violencia selectiva (para
eliminar amenazas reales o alejar las potenciales), lo hacen, en cierto sentido, siguien-
do una manida receta del manual político mexicano.
Aun si estos sucesos implican una forma perversa de equidad, son preocupantes
para el PRI: son una amenaza para la seguridad individual, alarman a la opinión
pública e indican una ruptura de la disciplina de la elite del partido, que siempre fue
uno de los pilares del régimen. La deslegitimación externa se combina de este modo
con el fraccionamiento interno. Durante años, la violencia ha ido perforando gota a
gota, como lava, afectando principalmente las faldas más bajas del volcán político,
mientras que el cráter de la cima se había mantenido dormido. Ahora se pueden ver
las erupciones en la cumbre, aunque la columna de humo nos impide discernir su
escala o su importancia. No queda claro, por lo tanto, si el volcán volverá a la laten-
cia o entrará en una autodestructora erupción final.

66 Hubo, por supuesto, algunos accidentes de avión y coche desafortunados. Carlos Madrazo y
Manuel Clouthier fueron algunas de la víctimas más notables. Las pruebas con las que se cuenta no nos
permiten presumir que se tratara de asesinatos políticos, aunque se ha denunciado dicha posibilidad.
67 Friedrich, Princes of Naranja, pág.
VI

EL MIEDO A LA INDIFERENCIA:
LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES SOBRE
LA IDENTIDAD POLÍTICA DE LOS CIVILES
DURANTE LA GUERRA SUCIA ARGENTINA
Antonius Robben

obcecados en la violencia,
T
, OS COMBATIENTES DE UN CONFLICTO ARMADO,
esperan que los civiles tomen partido por uno de los bandos. Confían en que
la población defina claramente sus simpatías políticas y determine quién está
en posesión de la verdad, la justicia y la moralidad. Como suele ocurrir siempre
que estalla un conflicto de envergadura, también las partes enfrentadas en la Argen-
tina de los años setenta creían que estaba justificado el empleo de la fuerza. Tanto
para los mandos del ejército como para las organizaciones de la guerrilla, lo inmo-
ral precisamente era no pronunciarse. Ambos bandos trataron de llevarse a su
terreno a los argentinos y de convencerlos de que el recurso a la violencia era una
necesidad histórica. La fuerza con que se difundió este discurso público consiguió
eclipsar el agudo temor que les inspiraba la indecisión de los civiles a quienes se dis-
putaban el poder.
Se ha escrito mucho sobre el terrorismo de Estado y las culturas del miedo de
América Latina, si bien apenas hay nada publicado sobre los miedos y temores que
asaltaron a quienes ejercieron la violencia. Ciertamente, estos miedos y temores
son insignificantes en comparación con el sufrimiento, incalculablemente mayor,
que padecieron los civiles que fueron víctimas del terrorismo de Estado. No obs-
tante, también deben analizarse los sentimientos de los verdugos, pues el estudio de
las complejas y ambiguas relaciones que mantienen las fuerzas contrincantes y la
población civil añade una perspectiva más a nuestra visión de las sociedades del mie-
do latinoamericanas.
Durante el enfrentamiento que mantuvieron en la década de los setenta las fuer-
zas gubernamentales y la guerilla revolucionaria argentinas, los civiles que parecían
mantenerse indiferentes despertaban en ambos bandos sentimientos de desprecio y
ansiedad, amén de un cierto temor e intranquilidad. El miedo que sentían no era al
142 ANTONIUS ROBBEN

terror —del que, en otro orden, eran maestros—; era más bien un miedo a la derrota,
que se acrecentaba por la inseguridad que les causaba el elevado número de civiles no
comprometidos. A los protagonistas de la situación argentina, efectivamente, les
preocupaban quienes se resistían a batallar activamente a favor de uno de los dos ban-
dos. No en vano, los imparciales no encajaban en ninguna de las categorías sociales
que habían quedado establecidas tras tanto derramamiento de sangre. De hecho,
minaban la estructura de rivalidad característica de un conflicto violento que se
había presentado como una necesidad histórica. Según pensaban los combatientes,
el hecho de que se mantuvieran al margen podía determinar, por defecto, su derro-
ta. Estos civiles se situaban en el extremo opuesto a los hombres de acción, los
militares y los revolucionarios que habían tomado en las propias manos su destino y
el del resto. El neologismo acuñado por Derrida indecidible describe, en mi opinión,
a estos civiles'. Particularmente, prefiero este término a «indeciso» porque la
indecibilidad no implica necesariamente la indecisión, la pasividad ni la parálisis.
La indecibilidad también puede nacer de una actitud moral activa contra la violen-
cia. La mayoría de los argentinos puede catalogarse de «indecidible no comprome-
tida». Por su parte, los activistas argentinos que lucharon en pro de los derechos
humanos y que se opusieron enérgicamente a los medios violentos empleados por
los militares y las fuerzas de la guerrilla representan el sector de los «indecidibles
comprometidos».

LA APARICIÓN DE LA VIOLENCIA POLÍTICA EN ARGENTINA


Según Elaine Scarry, «La guerra», según Elaine Scarry, «es [...] una estructura
que persigue la desrealización de los constructos culturales y, simultáneamente, su
reconstitución final. Con la guerra se trata de determinar en último extremo cuál de
esos dos constructos culturales enfrentados va a gozar de la autorización de ambas
partes para convertirse en real» 2 . La revolución que los guerrilleros argentinos tra-
taron de culminar en los setenta y las instituciones culturales y políticas que defen-
dían los militares eran constructos culturales antagónicos 3 La suya no era una .

lucha por el poder, sino por el espacio de la cultura, por determinar los márgenes
y las condiciones culturales en los que iba a desarrollarse la vida de los argenti-
nos. Éstos se manifestaban en instituciones sociales, convenciones, costumbres,

Véase Derrida, La diseminación; Posiciones.


2 Véase Scarry, The Body in Pain, pág. 137.
5 La violencia política de los setenta o, por decirlo más claramente, el régimen militar vigente en
Argentina entre 1976 y 1983 ha recibido denominaciones muy diferentes, que remiten a concepciones dis-
tintas sobre las presuntas causas, las condiciones y las consecuencias. Los militares han utilizado términos
como «guerra sucia», «guerra contrarrevolucionaria», «lucha contra la subversión» o «Proceso de Reor-
ganización Nacional». Los grupos que luchan a favor de los derechos humanos han preferido hablar de
«terrorismo de Estado», «represión» o «dictadura militar». Las primeras organizaciones revolucionarias
emplean los términos utilizados por estos grupos a favor de los derechos humanos, y además hablan de
«guerra civil», «guerra de liberación» o «lucha anti-imperialista». Para los grupos implicados son funda-
mentales los términos con que se hace referencia a la violencia política acaecida en Argentina durante los
años setenta (ya sea «guerra contrarrevolucionaria», «guerra civil» o «terrorismo de Estado»), pues cada
una de estas designaciones lleva implícita una serie de juicios morales e históricos que puede convertir
a los patriotas en opresores, a las víctimas en ideólogos o a los héroes en subversores.
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 1 43

creencias, símbolos y significados. En palabras del general Díaz Bessone: «Yo sos-
tengo que cuando los valores son totalmente opuestos sobreviene la guerra. No
hay más remedio. No se puede convivir. Por eso sobreviene la guerra en el medio,
porque hay valores contrapuestos. [...] La subversión significa el cambio de los
valores, el cambio de la cultura nacional. La cultura no es solamente el arte y la pin-
tura. No, no. La cultura es todo» 4 . Los mandos militares y los revolucionarios
argentinos arriesgaron sus vidas por imponer un molde cultural determinado en la
sociedad. Sólo con mucho sacrificio podía conseguirse la victoria, porque ambas
partes estaban convencidas de que los males que aquejaban a Argentina estaban
muy arraigados.
Los orígenes de la estructura de rivalidad característica de la oposición polí-
tica argentina se remontan a la primera mitad del siglo xix, cuando las guerras civi-
les asolaron un país que, a la vez, se encontraba en plena Guerra de la Independencia
contra España. Los caudillos de las distintas regiones se opusieron a la hegemonía de
que gozaba la elite poscolonial bonaerense; de igual modo, las luchas por las condi-
ciones que debían respetar el gobierno y los representantes políticos enfrentaron
durante décadas a federalistas y centralistas. Argentina iba a sufrir varios estallidos de
violencia más durante el siglo xx, ya fuera en virtud de los golpes de Estado o por
causa de la represión con que se sofocaron las huelgas sindicales y las manifestacio-
nes estudiantiles. La violencia política alcanzó unos niveles sin precedente durante
los setenta, un periodo que sólo puede compararse al de las guerras civiles del siglo
anterior. La tensión política que había ido en aumento desde el golpe de Estado que
derrocó en 195 5 al presidente populista Juan Domingo Perón fue degenerando en
una rivalidad antagónica a lo largo de los sesenta, a medida que los dictadores mili-
tares endurecieron el control sobre la clase obrera y los estudiantes. Este conflicto
político dio paso a la lucha abierta durante los setenta.
Tras la salida del poder de Perón, se generalizó en Argentina un sentimiento de
insatisfacción política '. La persistencia de la frustración entre la clase obrera por
la proscripción del movimiento peronista y la aparición de una generación más
joven con conciencia de clase que deseaba tomar parte activa en la política se fun-
dieron entre 1969 y 1973, engendrando una fuerza de oposición imparable al gobier-
no militar que entonces ocupaba el poder. Los sindicatos convocaron huelgas
generales. Las asociaciones de jóvenes peronistas se manifestaron en las calles. Ani-
mados por Perón, ciertos grupitos paramilitares bombardearon las sedes de las gran-
des compañías extranjeras y se hicieron durante unas horas con el control de
pequeñas ciudades, creando una sensación general de inseguridad en el país. Esta
movilización popular dio sus frutos. A finales de 1972, el gobierno militar negoció
con Perón la cesión del poder mediante la convocatoria de elecciones generales, que
se celebraron en marzo de 1973.
Algunos grupos marxistas sacaron partido de la ola de protesta del movimiento
peronista, logrando atraer a un sector de población pequeño pero muy vigoroso. En
su opinión, la conciencia revolucionaria de las masas populares había alcanzado
unos niveles decisivos. El Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) —el brazo arma-

4 Entrevista del autor con el general Díaz Bessone, u z de junio de 1989.


5 Véanse Crassweller, Perón and tbe Enigmas; James, Resistente and Integration; Munck, Argentina;
Page, Perón: A Biograpby.
144 ANTON1US ROBBEN

do del Partido Revolucionario de los Trabajadores (PRT)— surgió a principios de los


setenta y se convirtió en la organización más importante de la guerrilla 6 . Esta orga-
nización siguió perpetrando ataques armados, incluso después de que la dictadura
permitiera en 1973 la subida al poder de un gobierno democrático peronista. Sus
dirigentes estaban convencidos de que era posible lograr una insurrección popular,
aunque sabían que la victoria definitiva podía retrasarse aún varios años. El opti-
mismo que demostraban estas organizaciones marxistas emanaba de lo que para
ellos era una evaluación objetiva y científica de las fuerzas políticas de Argentina 7 .

Pedro Cazes Camarero, un ex—dirigente del ERP, hablaba dos décadas más tarde de
este marco político de la siguiente manera:
Lo que pasa es que adicionalmente a eso [a este escenario], nosotros teníamos una
dialéctica de acumulación de fuerzas. Esta dialéctica de acumulación de fuerzas pasa-
ba en parte porque la lucha contra un enemigo tendía a fortalecernos, no a debilitamos,
porque aunque algún golpe recibiésemos nosotros producíamos un efecto político
demostrativo que tendía a polarizar las fuerzas políticas alrededor de nuestra propia
fuerza s .

Esta seguridad sobre lo inevitable de un proceso político dialéctico y la certeza


sobre un desenlace revolucionario se transmitió a las Fuerzas Armadas y la población
argentina: «Debemos atacar al ejército enemigo ya, ahora, siempre, hasta destruirlo
para poder tener entonces un verdadero gobierno obrero y popular» 9 .

Las Fuerzas Armadas se tomaron estas amenazas en serio. Desde la revolución


cubana de 1939, y especialmente desde que el argentino Ernesto «Che» Guevara
iniciara una lucha de guerrilla en Bolivia a mediados de los sesenta, los militares
argentinos habían comenzado a plantearse la posibilidad de acometer acciones pare-
cidas en su tierra. El ataque de la guerrilla del ERP en septiembre de 1973 a una
base militar situada cerca de Buenos Aires terminó por convencer a las Fuerzas
Armadas de que el viraje hacia la democracia no había instaurado la paz en la
sociedad argentina.
El ambiente político estaba muy enrarecido a finales de 1973. Perón no podía
garantizar la estabilidad política que le exigían los militares y la clase dominante. El
movimiento peronista estaba dividido en varias facciones, y esto se traslucía en toda
una serie de maquinaciones políticas, luchas intestinas en el propio gobierno, pro-
testas callejeras, huelgas, campañas de intimidación dirigidas contra los sindicalistas
y asesinatos en masa '°. Así las cosas, la organización marxista PRT-ERP anunció

6 Véanse Mattini, Hombresy Mujeres; Santucho, Los últimos guevaristas; Seoane, Todo o nada.
7 La crítica de la ideología que hace Hannah Arendt (Arendt, Los orígenes del totalitarismo. 3. Tota-
litarismo, pág. 694) se aplica en este caso tanto a los revolucionarios como a los mandos militares que jus-
tificaron el golpe de Estado de 1976 por entenderlo como un nuevo comienzo: «Las ideologías pretenden
conocer los misterios de todo el proceso histórico —los secretos del pasado, las complejidades del presen-
te, las incertidumbres del futuro— merced a la lógica inherente a sus respectivas ideas. Las ideologías
nunca se hallan interesadas por el milagro de la existencia. Son históricas, se preocupan del devenir y del
perecer, de la elevación y de la caída de las culturas, incluso si tratan de explicar la Historia por alguna ley
de la Naturaleza'» (Trad.: Guillermo Solana).
8 Entrevista del autor con el ex-dirigente del ERP Pedro Cazes Camarero, 29 de mayo de 1991.
9 El Combatiente 6 (63), 1973, pág. 4.
te Véase Robben, «Deadly Alliance».
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 145

su decisión de crear una zona liberada en la provincia norteña de Tucumán, y de


continuar atacando las bases militares del resto del país. Al sentirse cada vez más vul-
nerables, las Fuerzas Armadas comenzaron a prepararse para el contraataque.
La espiral de violencia se intensificó tras el fallecimiento de Perón, acaecido el
de julio de 3974. Entre julio de 1974 y marzo de 1976, se registraron más de dos mil
actos violentos y más de mil personas perdieron la vida víctimas de la violencia polí-
tica ". Mientras las Fuerzas Armadas concentraron su lucha en las organizaciones
marxistas, la derecha peronista y la policía se enfrentaron a la izquierda peronista, en
particular a una organización paramilitar muy poderosa llamada los Montoneros".
Los militares recrudecieron las acciones contrainsurgentes a mediados de 1974, pro-
cediéndose a la captura, la tortura y la ejecución de los guerrilleros. En represalia, el
Ejército Revolucionario Popular (ERP) anunció la matanza indiscriminada de man-
dos militares. La muerte de un capitán del ejército y de su hija de tres años en diciem-
bre de 3974 impresionó a los militares, y convenció a los altos mandos de que había
llegado el momento de abordar acciones más decisivas. En numerosas de las entre-
vistas que, quince años más tarde, mantuve con los mandos del gobierno militar, aún
se dejaba sentir el tremendo temor, por no decir pánico, que asaltaba a mis entrevis-
tados sólo de pensar que sus familias podían haber sido los objetivos de estas repre-
salias. El asesinato en 1976 del general Cardozo, jefe de la Policía Federal, víctima
de la explosión de una bomba colocada debajo de su lecho por una compañera de cla-
se de su hija es uno de los terroríficos ejemplos que mejor ilustra este miedo. El con-
traalmirante Horacio Mayorga recordaba que estaba obligado a cambiar de
residencia cada quince días tras retirarse de la Marina en 1974:
Lo que ustedes los europeos no van a entender jamás es que nos era tan agobiante la
guerra antisubversiva, nos era tan agobiante. Usted está hablando con un almirante
que es del montón. A mí me trataron de secuestrarme una hija mía, la fueron a buscar
al colegio. En la guardia acá le pegaron un tiro a un custodia mío, y me mandaron a
avisar de Puerto Belgrano que mi mucama en una clase de catequismo en esta igle-
sia que está acá al lado se le había levantado un guerrillero del ERP para que pusiera
como a Cardozo una bomba [debajo de la cama]';.

La beligerancia de las partes combatientes eclipsaba las llamadas a la modera-


ción que hacían ciertos personajes destacados de la sociedad tanto de uno como
del otro lado de la línea divisoria. En los panfletos revolucionarios se fraguó un
discurso público en el que se denominaba explotadores, gusanos, sabandijas y pará-
sitos de la población a los militares; los revolucionarios, por su parte, aparecían
presentados en los periódicos nacionales como salvajes, subversores, terroristas,
nihilistas, nómadas de la crueldad e impulsores de la destrucción. Con el uso de tér-
minos peyorativos se buscaba deshumanizar al enemigo y presentar el bando propio
como el más humano, a pesar de toda la violencia que entrañaba esa humanidad.
Estos términos establecieron un tono irreconciliable .que alcanzó su culmen con

ir t Véase Marín, Los hechos armados, págs. 1 io, 11 4.


iz Para una perspectiva crítica de los Montoneros desde dentro, véanse Gasparini, Montoneros;
Giussani, Montoneros. Para un relato desde el punto de vista del ejército, véanse Díaz Bessone, Guerra revo-
lucionaria y Orsolini, Montoneros. Gillespie, Soldiers of Perón, ofrece una perspectiva externa.
13 Entrevista del autor con el contraalmirante Horacio Mayorga, 3 de octubre de 199o.

'o
146 ANTONIUS ROBBEN

la llamada a las armas. El vocabulario incendiario cosificaba al oponente, que


quedaba convertido en poco más que un peligroso obstáculo que entorpecía la lle-
gada de un futuro glorioso. Los responsables de la inestabilidad que caracterizaba el
ambiente de los años anteriores al golpe de Estado de 1976 arropaban sus actos de
violencia con un discurso beligerante plagado de connotaciones apocalípticas. La
combinación de este discurso bélico, los actos de violencia y el antagonismo ideoló-
gico con el miedo de cada bando por el potencial militar del otro dio lugar a ese
complejo contexto en el que comenzó a definirse el enemigo y a establecerse los
objetivos. En 1975, el conflicto armado culminó en la oposición hostil de dos ban-
dos: las Fuerzas Armadas y la policía, por un lado, y, por otro, la frágil alianza que
formaban los grupos revolucionarios con el ERP y los Montoneros. Ambas partes
estaban dispuestas a luchar hasta el final.

LA ESTRUCTURA DE LA RIVALIDAD DURANTE LOS SETENTA


Algunos agentes y analistas políticos han presentado las Fuerzas Armadas argen-
tinas y las organizaciones revolucionarias como dos demonios enfrentados en una
dialéctica feroz de destrucción mutua, totalmente aislados del contexto histórico y
político más amplio en el que se hallaban T4 La activista en pro de los derechos huma-
.

nos Graciela Fernández Meijide hace la siguiente puntualización:


En esta sociedad siempre se intenta todo dividirlo por dos; en dos posiciones. Enton-
ces vos tenés la teoría de los dos demonios, las dos veredas, los dos bandos, que para
mí es maniqueísta, absolutamente maniqueísta, y no ayuda para nada a un desenvol-
vimiento de una posición tercera si se pudiera que seguramente comprende a la mayo-
ría de los argentinos ".

Fernández Meijide subraya el carácter maniqueo de la cultura argentina, que


sigue generando nuevos conflictos y oposiciones sin resolver los existentes. Por esta
razón, sería demasiado simplista describir la compleja situación política que se vivió
en Argentina durante los setenta como un conflicto armado entre los militares y los
revolucionarios. Desde luego, las organizaciones revolucionarias argentinas no eran
análogas a las Brigadas Rojas italianas o a la Facción del Ejército Rojo alemán, que
operaron en un vacío político ajenas a las preocupaciones de las clases obreras ita-
liana y alemana. Más bien, los revolucionarios argentinos actuaban en un clima
generalizado de conmoción popular. «La violencia de arriba genera la violencia de
abajo», rezaba un lema popular en aquella época. Efectivamente, se produjeron
enfrentamientos en fábricas, universidades, parroquias, cuarteles militares y en las
calles de las principales ciudades industriales. Los militares denunciaban la agitación
alimentada por los comunistas y la infiltración de extranjeros, y las organizaciones
.

revolucionarias, por su parte, apuntaban como causas de la violencia la explotación


que sufría la clase obrera a consecuencia del imperialismo de las potencias interna-
cionales y de la burguesía nacional. Estas denuncias de gran calado dejaban entrever

14 Véase Schiller et al., ¿Hubo dos terrorismos?


15 Entrevista del autor con Graciela Fernández Meijide, 16 de mayo de 1990.
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 1 47

1
la sensación de amenaza que suscitaban los parámetros culturales que trataba de
imponer mediante el uso de la fuerza cada bando en la sociedad argentina.
El análisis del discurso público muestra que esta sensación de amenaza persistió
a lo largo de los setenta —el comunismo frente al imperialismo capitalista—, si bien el
blanco de las operaciones fue variando con el transcurrir de los años en consonancia
con los cambios experimentados por las diferentes fuerzas políticas'. Los enemi-
gos cobran existencia cuando el miedo que causa lo que se percibe como una ame-
naza deriva en una acción violenta dirigida contra un objetivo específico. La
amenaza se interpretaba en términos geopolíticos, pero el enemigo se identifica-
ba en el seno de la nación, no tanto como una quinta columna que colaboraba con
una potencia extranjera, sino más bien como un enemigo interno al servicio de una
ideología que miraba por intereses ajenos, bien capitalistas bien comunistas. La per-
cepción de un enemigo nacional determinó la selección de los objetivos, convirtió
a casi todo el mundo en un sospechoso potencial y transformó el conflicto en una
lucha encubierta por definir la cultura y la identidad nacional. Esta situación recuer-
da la obra de Ernesto Sábato Sobre héroes), tumbas, un relato fascinante sobre la para-
noia y la conspiración: «Todos estaban recelosos de todos, las gentes hablaban
lenguajes diferentes, los corazones no latían al mismo tiempo (como sucede en cier-
tas guerras nacionales, en ciertas glorias colectivas): había dos naciones en el mis-
mo país, y esas naciones eran mortales enemigas, se observaban torvamente, estaban
resentidas entre sí» ' 7 . El rencor de las organizaciones revolucionarias nacía de
un odio de clase que se tradujo en acciones paramilitares. Entre las organizaciones
revolucionarias peronistas, sobre todo la que había pasado a ser la más importan-
' te, los Montoneros, y las guerrillas de orientación marxista, especialmente el PRT-
ERP, cundía la misma sensación de amenaza: «el imperialismo, las empresas
monopolísticas, las oligarquías nativas, los gorilas activos, los traidores al Frente y
al Movimiento, los restos de la camarilla militar proimperialista» ' 8 . Todo el que no
estaba con el pueblo era una amenaza, porque «donde no está el pueblo, sólo está el
antipueblo» ' 9 . El Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y los Montoneros se
consideraban la encarnación del pueblo argentino, e imputaban al imperialismo y al
capitalismo la dependencia económica que sufría Argentina a escala internacional.
Las dos organizaciones tenían fines políticos distintos, pero hubo de cambiar la
situación para que se hicieran notar sus diferencias ideológicas. En aras de sus
respectivas metas, ambos grupos dirigieron sus ataques contra compañías multi-
nacionales, bancos, empresas nacionales de envergadura y la policía. En lugar de
jl atacar a los militares, entre 1973 y 5974 los Montoneros centraron su lucha contra
la derecha peronista, pero secundaron al ERP en 1975 en su ataque contra lo que lla-
maban la guardia pretoriana de la clase dominante. A finales de 1975, los Monto-
1• neros comenzaron a atacar bases militares e instalaciones de la Marina y las Fuerzas

16 En «Military's Perception», Perelli confunde la sensación de amenaza con la definición de riva-


lidad en un artículo por otra parte muy interesante sobre el papel de los militares en tanto agentes políti-
cos. Pion-Berlin (Ideology, págs. 3-7) sugiere que la reacción violenta de los militares argentinos al
movimiento contrainsurgente no partía de una evaluación objetiva de la verdadera magnitud de la ame-
naza, sino que tuvo su origen en las ideas que presuponían la existencia de una amenaza.
17 Sábato, Sobre be'roes y tumbas.
18 El Descamisado 1(4), 1973, pág. 3.
tq Ibid.
148 ANTONIUS ROBBEN

Aéreas. Esta coordinación entre las dos organizaciones revolucionarias a la hora de


llevar a cabo sus acciones armadas resultaba, a ojos de los militares, un paso deci-
sivo, fatídico, que exigía la represión total.
El inicio de este ataque sistemático contra la izquierda revolucionaria se pro-
dujo en febrero de 1975, cuando un decreto difundido en secreto entre los militares
ordenó la aniquilación de los campamentos que los insurrectos marxistas tenían en
Tucumán. En lo que constituye un ejemplo de considerable dramatismo histórico,
la campaña recibió el nombre de Operación Independencia. La decisión de empren-
der acciones militares fue estratégica. El jefe de la operación, el general Vilas, creía
que la forma más eficaz de erradicar las guerrillas no era atacarlas en las colinas y
la selva de Tucumán, sino más bien aislar a los combatientes de las gentes que los
ayudaban El general Vilas daba así la vuelta a la conocida sentencia de Mao Tse
Tung según la cual un luchador de la guerrilla tiene que moverse como pez en el
agua. La estrategia de los represores consistía en matar al pez al dejarle sin agua. Los
llamados grupos de tarea allanaron casas y secuestraron a los sospechosos; por su
parte, las unidades contrainsurgentes regulares, uniformadas, peinaron las zonas
rurales poco pobladas. Esta táctica resultó tan eficaz que decidió emplearse en todo
el país un año más tarde.
La nueva estrategia aplicada por las fuerzas contrainsurgentes transformó el
teatro de la contienda en un ambiente cargado con las brumas de la sospecha, en
el que cualquier persona podía ser acusada de colaboración con el enemigo. La fron-
tera que otrora separara a los aliados de los enemigos se vio drásticamente alterada.
La tortura era el juez que decidía el destino de la población, y el miedo fue el castigo
impuesto a todos sin distinción.
Las colinas de Tucumán dejaron paso a las calles de Buenos Aires, Córdoba,
Rosario y La Plata una vez se ordenó secretamente extender la represión en octubre
de 1975 con el fin de «aniquilar el accionar de los elementos subversivos en todo el
territorio del país»". El Decreto ponía en marcha un plan coherente de acción con
claros objetivos que permitía al ejército sistematizar las acciones que venía reali-
zando de forma encubierta al menos desde finales de 1974. Se había polarizado el
enfrentamiento, quedando así dos bandos: las Fuerzas de Seguridad y las Fuerzas
Armadas, por un lado, y, por otro, la frágil alianza de las organizaciones de la gue-
rrilla revolucionaria. Estos dos bandos no estaban en absoluto al mismo nivel, pero
sí igual de convencidos de que iban a salir victoriosos de la lucha.
Esta división en dos facciones enfrentadas caracteriza la mayoría de los con-
flictos armados. Según Scarry, «los combatientes se introducen en una estructura de
dualidad autoexcluyente. Se engranan en una dualidad categórica, aun cuando
todos la consideren provisional e inadmisible» ". Cada bando trata de causar más
daño que su contrario, de forma que el vencedor pueda imponer sus condiciones al
vencido. Por otra parte, no procede suponer que cada bando se encuentra dividido
rigurosamente en mandos y combatientes; ambas partes tratan de involucrar al res-
to de la sociedad en el conflicto. El apoyo físico, político e ideológico prestado por

lo Véanse FAMUS, Operación Independencia, y C JE, Ejército de hoy, para una exposición de la lucha
desde el punto de vista de las Fuerzas Armadas.
zi Poder Ejecutivo Nacional, Decreto z77o-7z, 6 de octubre de 1975.
zz Scarry, The Body in Pain, pág. 87.
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 149

la mayoría de la población —que en muchos casos preferiría simplemente seguir


plácidamente el curso de la vida— puede resultar decisivo a la hora de garantizar la
victoria. Nadie queda a salvo de la violencia, pues incluso los que logran sustraerse
de participar activamente en el conflicto pueden terminar siendo sus víctimas. Las
sociedades que se ven divididas en dos bandos irreconciliables, como ocurrió duran-
te los setenta en Argentina, invalidan la posibilidad de mantenerse neutral.
Las organizaciones guerrilleras veían esta división de la sociedad argentina en
dos bandos enemigos como el resultado inevitable de la lucha revolucionaria. No
existía un término medio legítimo entre las partes enfrentadas donde situarse: «La
agudización de la represión y la entrada a una situación de guerra civil generaliza-
da polarizará los campos desterrando las posiciones intermedias» 23 . La violencia
política trataba de acelerar la polarización de la sociedad argentina. Las Fuerzas
Armadas también pensaban que el enfrentamiento violento era inevitable.
Aun admitiendo que la definición que da Scarry de la guerra como una dualidad
autoexcluyente es importante a la hora de entender la pugna entre mundos cultura-
les opuestos, esta propia estructura de la rivalidad es a su vez un producto social, que,
ciertamente, se trasluce en los temores que infunde la existencia de indecidibles. En
efecto, los indecidibles cuestionan los constructos culturales, ya existentes ya utópi-
cos, al no suscribir ninguno, y ponen en entredicho la supuesta inevitabilidad de la
estructura de la rivalidad. De ahí que el gran número de argentinos que decidieron
mantenerse al margen en la incipiente guerra civil que comenzó a gestarse durante
los setenta preocupara tanto a los bandos enfrentados.

RIVALIDAD, ALIANZA E INDIFERENCIA

Las organizaciones que luchaban en pro de los derechos humanos suscitaban una
reacción ambigua entre la guerrilla argentina. Por un lado, se les aplaudía por sacar
a la luz pública las conculcaciones de los derechos humanos y civiles en que incu-
rrían las fuerzas gubernamentales, pero, por otro, en el fondo se las consideraba ins-
tituciones burguesas incapaces de percibir lo justificada que estaba para la revolución
la necesidad de recurrir a la violencia. En esta línea, por ejemplo, increpaba el escri-
tor y periodista Osvaldo Bayer a sus coetáneos intelectuales. En su opinión, el éxito
de la dura represión acometida por los militares se debía a que la mayoría de los
argentinos los apoyaba fervorosamente, era cómplice con su silencio o ejercía «una
oposición constructiva» al entablar un diálogo con la dictadura. Denunciaba, por el
contrario, «la línea neutralista» de ciertos políticos e intelectuales que se declaraban
«contra la violencia de cualquier signo» y que trataban de demostrar «que tienen el
chaleco libre de manchas con sospechas de ideas subversivas o comunistas» 24 El .

ex presidente Raúl Alfonsín y el escritor Ernesto Sábato se mencionaban como


ejemplos de esta neutralidad reprobable. Se diría, por tanto, que las partes enfrenta-
das no podían tolerar las llamadas a la moderación y al diálogo que ansiaban poner
fin a las hostilidades.

z3 El Combatiente, 9 (221), 1976, pág. ti.


24 Bayer, «Pequeño recordatorio», págs. 20;, zo8.
I 5O ANTONIUS ROBBEN

En el discurso oficial del gobierno también empezó a quebrarse ese convenci-


miento de que la polarización de la sociedad argentina resultaba inevitable. Si bien
en 1975 los combatientes armados aún se veían como el enemigo principal, a partir
de 1976 los militares comenzaron a incluir entre sus objetivos a los llamados ideólo-
gos y simpatizantes. El general Vilas, que había abandonado Tucumán para insta-
larse en la provincia de Bahía Blanca, en la Patagonia, declaraba lo siguiente en
agosto de 1976: «La lucha contra la subversión [...] se ha llevado hasta ahora contra
la cabeza visible que es el delincuente subversivo, pero no contra el ideólogo que
genera, que forma y moldea esta nueva clase de delincuentes» ".
Los objetivos se encontraban, pues, tanto en los frentes armados como en
los ideológicos. La doctrina militar, muy influida por las acciones contrainsurgen-
tes puestas en práctica por los franceses durante las guerras de independencia de
Argelia e Indochina, inculcaba al ejército argentino que la lucha contra la guerrilla
siempre se libraba en estos dos frentes. En un documento de 1967 puede leerse que
«si bien es cierto que el objetivo de la subversión es la mente del hombre, no es
menos cierto que para su conquista se emplean las armas además de las ideas. En
consecuencia, quedan marcados dos campos en lo que hace al desarrollo de la
subversión: el de la lucha mental y el de la lucha armada» 26 Los militares eran cons-
.

cientes de que esta ampliación de la definición de rival requería un ajuste considera-


ble en el ámbito de la opinión pública, en el que la guerra aún se configuraba como
un enfrentamiento entre dos ejércitos regulares. Los miembros de la Junta Militar
subrayaron una y otra vez a lo largo de 1976, 1977 y 1978 que «no solamente es
considerado como agresor el que agrede a través de la bomba, del disparo o del
secuestro, sino también aquél que en el plano de las ideas quiere cambiar nuestro sis-
tema de vida» 27 . En 1977, se acusaba a los ideólogos de ser más peligrosos que los
propios combatientes: «A mí me preocupa mucho más un ideólogo que un hom-
bre que está en el combate; el hombre que está en el combate tiene peligrosidad
porque destruye, porque su bomba puede cegar muchas vidas. Pero el ideólogo
es el que envenena, el que roba los hijos, el que destruye la familia, el que puede
crear el caos» 28 .
¿Qué diferencia había entre los ideólogos y los simpatizantes? ¿Se referían a los
estrategas políticos de las organizaciones de la guerrilla o a los editores de publica-
ciones clandestinas como El Combatiente, Estrella Roja o Evita Montonera, quienes
trataban de incitar, con sus incendiarias plumas, a las masas a protagonizar un
levantamiento general? Jaime Swart, ministro del gobierno de la provincia de Bue-
nos Aires, especificaba que los ideólogos eran «políticos, sacerdotes, periodistas,
profesores de todas las categorías de la enseñanza» 29 . Todo el que participara en
cualquier tipo de activismo político, todo el que hiciese un llamamiento público a la
justicia social y al respeto de los derechos humanos y civiles podía considerarse un
ideólogo. Los simpatizantes eran los que sentían afinidad por algunos de los ideales
utópicos de la izquierda revolucionaria. Una aplastante mayoría de los de entre

25 La Nación, 5 de agosto de 1976.


z6 Masi, «Lucha contra la subversión», pág. 38.
27 General Videla, citado en La Nación, 18 de diciembre de 1977.
2 8 General Chasseing, citado en La Nación, 19 de septiembre de 1976.
29 Citado en La Nación, i 2 de diciembre de 1976.
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 151

io.000 y 30.000 «desaparecidos» durante los años de la represión estaban catalogados


como ideólogos y simpatizantes; de hecho, la mayoría de ellos jamás había empuñado
un arma ni había participado en un ataque armado. Los militares los consideraban
peligrosos porque creían que eran los responsables de difundir ideas subversivas, de
distribuir panfletos ilegales y de dar cobijo y apoyo a los guerrilleros, o simplemen-
te porque se consideraba que engrosaban los amplísimos grupos de gente entre los
que la guerrilla reclutaba a sus combatientes.
Se entendía que todo el que no se manifestaba claramente a favor de los militares
apoyaba al enemigo: «El enemigo no son sólo los terroristas, también son enemi-
gos de la República los impacientes, los que ponen por encima del país los intereses
del sector, los asustados, los indiferentes» 5° . Toda la nación argentina se incorpo-
raba al conflicto, hasta el extremo de que el general Ibérico Saint- Jean, el gobernador
de la provincia de Buenos Aires, declaró en mayo de 1976: «Primero mataremos a
todos los subversores; luego a sus colaboradores; luego [...] a sus simpatizantes, y
después [...] a los que permanecen indiferentes; finalmente mataremos al cobarde» 3 '.
Meter en el mismo saco a los indiferentes, a los asustados, a los acobardados por
los combatientes enemigos, a los ideólogos y a los colaboradores fue un intento bru-
tal de imponer la estructura de la rivalidad sobre un amplio sector de la sociedad
argentina que no encajaba en la dualidad autoexcluyente. A ojos de los combatientes,
los indiferentes se negaban a tomar partido en el conflicto armado; los asustados y los
cobardes, por su parte, se evadían de las hostilidades abiertas al encerrarse en una
esfera privada hermética. Los indiferentes, los cobardes y los asustados no consti-
tuían una amenaza política o militar, sino más bien moral y conceptual; una amena-
za implícita en la estructura polar de la rivalidad y en la moralidad partisana que
traía consigo. Ponían de manifiesto que la violencia no era inevitable, sino el resul-
tado de una elección y una acción humanas. Mientras el enemigo podía ser definido
y definible por la violencia política, los indiferentes escapaban a la lógica de la dife-
rencia, para hacerse inclasificables. Se habían convertido así, para decirlo con Dou-
glas, en «anomalías», y, con Derrida, «indecidibles» que minaban la oposición no
cuestionada entre enemigo y aliado 32 En este sentido, apunta Bauman lo siguiente:
.

Son ese «tercer elemento» que no debería ser. Los verdaderos híbridos, los mons-
truos; no sólo inclasificados, sino inclasificables. No cuestionan, por tanto, esta opo-
sición concreta [entre aliado y enemigo]; cuestionan las oposiciones como tales, el
propio principio de la oposición, la admisibilidad de la dicotomía que lleva aparejada.
Desenmascaran la frágil artificialidad de la división —destruyen el mundo ". —

Los indiferentes minaban, al mantenerse al margen, una dualidad que se había


proclamado como un fundamento de la sociedad y, lo que es aún más peligroso,
socavaban esa jerarquía moral que separa el bien del mal implícita en la oposición
entre aliado y enemigo.
Derrida sostiene que las dicotomías —como las que oponen vida y muerte, bien
y mal, cultura y naturaleza, alma y cuerpo, masculino y femenino, habla y escritura,

30 Almirante Massera, citado en La Nación, 4 de diciembre de 1976.


31 General Ibérico Saint- Jean, citado en Simpson y Bennett, Tbe Disappeared, pág. 66.
32 Véanse Douglas, Purity and Danger; Derrida, La diseminación.
33 Bauman, «Modernity and Ambivalence», pág. 148-9.
I52 ANTONIUS ROBBEN

amo y esclavo, interior y exterior— son siempre construcciones culturales jerarqui-


zadas en las que el primer término se considera superior al segundo. Frente a estas
dicotomías, Derrida plantea los que denomina indecidibles, que albergan valores con-
tradictorios cuyos significados sólo pueden extraerse de su sintaxis. Los indeci-
dibles tienen propiedades «falsas» que obstaculizan su inclusión en las oposiciones
binarias, sin llegar a constituir por separado un tercer término. Más bien, desmante-
lan estas dicotomías al residir en ellas 34 . Basándose en la reveladora interpretación de
Freud de das Unheimliche (lo siniestro, lo ominoso), Derrida resalta otras palabras
que combinan significados antitéticos. Por ejemplo, el vocablo griego pharmakon
significa veneno, bebedizo y maleficio, y a la vez remedio, medicina y filtro. Su
ambivalencia es comparable a la voz inglesa drug, que en lenguaje coloquial se utili-
za para referirse tanto a los medicamentos beneficiosos como a los narcóticos más
nocivos. Del mismo modo, el sustantivo alemán Gift significa tanto veneno como
regalo, presente ".
La desconstrucción léxica que lleva a cabo Derrida con el vocablo griego
pharmakon le lleva hasta la voz pharmakos, que significa brujo, mago, envenenador y
chivo expiatorio. El brujo es el señor de lo oculto que vive entre la oscuridad y la
luz, en la frontera entre la realidad y la imaginación. Puede curar y envenenar. El chi-
vo expiatorio también vive en los márgenes de la sociedad. Es la encarnación del
pharmakon: «Benéfico en tanto que cura —y por eso venerado, rodeado de cuidados—,
maléfico en tanto que encarna los poderes del mal, y por eso temido, rodeado de pre-
cauciones» 36 . En la antigua Grecia, los esclavos, los criminales, los indigentes y
los deformes eran utilizados como chivos expiatorios. Las autoridades de Atenas
mantenían a los parias y los marginados con dinero público para sacrificarlos como
chivos expiatorios cuando la ciudad se veía asolada por plagas, hambrunas o
sequías 37 . El chivo expiatorio era la víctima inocente que supuestamente iba a
restaurar el orden social y natural con su muerte. «El chivo expiatorio sugiere tanto
la inocencia de las víctimas, la polarización colectiva que surge por oposición a
ellas, y el fin colectivo que resulta de esa polarización», afirma Girard 38 . A la asus-
tada población de a pie no se la acusa de causar la violencia, aunque, puesto que no
declaraba abiertamente su condición de aliada o de enemiga, se la acusa de situar-
se al margen de la estructura dicotómica establecida, de desestabilizar con ello el
reparto de la sociedad en bandos antagónicos al dejar al descubierto que se trata de
una construcción social y de hacer peligrar también el (des)orden social con su posi-
ción ambivalente e indeterminada: «La diferencia que existe fuera del sistema es
terrorífica porque revela la verdad de dicho sistema, su relatividad, su fragilidad y la
moral que lo rige» 39 . Cabría sostener que los argentinos indiferentes fueron utiliza-
dos como chivos expiatorios del conflicto político, si no fuera porque no se les
perseguía para restaurar la paz al orden existente sino para mantener un orden pola-
rizado de destrucción.

34 Véanse Derrida, La diseminación, pág. 333; Posiciones, pág. 54.


3 5 Véase Mauss, The Gift, págs. 59 - 62.
36 Derrida, La diseminación, pág. 201.
37 Frazer, Golden Bough, págs. 670-2.
38 Girard, The Scapegoat, pág. 39.
39 Ibid., pág. 21.
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 1 53

LOS INDECIDIBLES Y LO SINIESTRO

Una vez los indecidibles pasaron a considerarse enemigos de la sociedad argen-


tina, cada vez resultó más complicado para las partes enfrentadas a partir de media-
dos de los setenta distinguir a los aliados de los enemigos, e incluso descubrir si no se
habría subvertido la identidad propia que habían adoptado en la contienda. El ene-
migo se hizo tan difuso que las Fuerzas Armadas argentinas empezaron a dudar de
sí mismos, y a definirse a través de los contornos de sus oponentes. Uno era todo lo
que no era el otro. El Brigadier general Agosti proclamó en 1978: «Ahora identi-
ficamos a nuestros enemigos, sabemos cómo actúan y conocemos sus objetivos.
Constatamos que son fundamentalmente diferentes a nosotros, unos en su proceder,
otros conceptual e ideológicamente. En aquellas oportunidades en que tengamos
dudas sobre nuestra identidad podemos encontrarla analizando la identidad de nues-
tro enemigo» 4° . El enemigo había avanzado hasta situarse en el perímetro del
«nosotros». No era sólo el que atacaba o subvertía la sociedad, el que se infiltraba
para envenenar a la familia propia, sino la negación del «nosotros». Un «nosotros»
que sólo podía evitar derrumbarse por completo manteniéndose unido. La pobla-
ción tuvo que hacer fuerza común contra la subversión, de manera que «quisiéramos
ver a cada ciudadano vistiendo, en lo íntimo de su corazón, el uniforme de combate
que la gravedad de la hora nos exige a todos» 41 .
Las organizaciones revolucionarias de orientación marxista también comen-
zaron a tener dudas sobre su identidad según aumentó el número de víctimas a
medida que se desarrollaba el conflicto. Las pérdidas se justificaban esgrimiendo
la dudosa lealtad o pureza ideológica y el sospechoso bagaje de clase que tenían tan-
to algunos miembros de las organizaciones como sus líderes. La alianza marxista del
PRT y el ERP fomentaba el ascenso a las posiciones de poder de los miembros que
provenían de la clase obrera. El prototipo de identidad comenzó a ser el individuo
de padres de clase obrera curtido por la lucha revolucionaria.
La cuestión de la identidad también era motivo de preocupación para los
Montoneros peronistas. De hecho, trataron de infundir en sus adeptos un espíritu
revolucionario, e instituyeron tribunales con el fin de garantizar el cumplimien-
to de su doctrina política. Un caso notable es la suerte corrida por Tulio Valen-
zuela, un mando de los Montoneros que fue capturado por el ejército argentino en
1978. Para salvar su propia vida y la de su mujer, fingió acatar un plan para asesi-
nar a Mario Firmenich, el principal dirigente de los Montoneros. Valenzuela
debía conducir a un infiltrado al lugar donde se escondía Firmenich en México.
Estando ya en este país, Valenzuela escapó de sus captores, informó a Firmenich
del plan y evitó así su muerte. Pero los dirigentes de los Montoneros comenzaron
a dudar de Valenzuela. ¿Quién era? ¿Era un miembro leal que, luchando contra
todos los obstáculos, había arruinado el plan de acabar con la cabeza del movi-
miento o era un desertor? ¿De qué lado estaba realmente? Valenzuela fue someti-
do a un consejo de guerra y condenado por traición. No fue ejecutado, dados los
evidentes atenuantes, pero se le aplicó la pena de degradación, pasando de oficial

40 Agosti, Discursos, págs. 66-8.


41 Almirante Massera, citado en La Nacida, 4 de marzo de 1 977.
154 ANTON1US ROBBEN

mayor a subteniente, y fue obligado a autoinculparse. Valenzuela se autoinculpó


por la arrogancia de creer que podía combatir por sí solo al enemigo desde dentro,
de quebrantar la doctrina revolucionaria y de intentar fusionar sus intereses per-
sonales con los del movimiento revolucionario. Tratando de demostrar su lealtad
a la organización guerrillera en una misión cuasi-suicida, cruzó la frontera argen-
tina con documentación falsa para proseguir la resistencia contra la dictadura.
Poco tiempo después, fue apresado y asesinado ".
Según los militares y la guerrilla, la sociedad debía estar por encima de uno
mismo para que ambos pudieran sobrevivir. Un individuo sólo tenía garantiza-
da la salvación del derrumbamiento total si la sociedad se mantenía unida, bien a la
izquierda bien a la derecha. Hombres y mujeres tenían que movilizarse en esta gue-
rra e ingresar en las fuerzas nacionales de defensa o, en el caso de los líderes de la
guerrilla, en una milicia popular. Si cualquiera de las dos partes lograba esa unión
nacional, el oponente estaría ante una fuerza invencible.
El discurso de la rivalidad era en realidad una narrativa sobre la diferencia,
que surgió de la oposición entre dos concepciones culturales sobre el individuo y
la sociedad, y de la oposición entre dos modos diferentes de entender qué camino
debía tomar Argentina, sus instituciones políticas y la identidad nacional. La vio-
lencia se convirtió en el lenguaje con el que conseguir la sociedad que, según man-
tenían ambos bandos haciendo gala de un talante mesiánico y utópico, deseaba tener
la población. Esta narrativa debió alentarse durante el conflicto armado, no sólo
para justificar el uso de la fuerza, sino también para obligar a las partes a actuar, a
recrudecer sus opiniones políticas, a mantener vivo el deseo de matar a los congé-
neres que se definían como la negación de la propia existencia.
El filósofo político alemán Carl Schmitt, un defensor reconocido del nazismo,
definía al enemigo como un Otro tan diferente desde un punto de vista existencial que
hace inviable la posibilidad de que un tercero imparcial arbitre los conflictos que pue-
dan surgir con él. Schmitt afirmó que «la guerra surge del antagonismo porque es la
negación existencial de otro ser» 43 . Esta concepción del enemigo como la negación
del yo aboca a la conclusión fatal de que la rivalidad es consustancial a la sociedad y de
que todos los enemigos deben eliminarse para garantizar la supervivencia.
La presencia de una mayoría indecidible en Argentina, que parecía ser indife-
rente a la lucha política, intensificó los temores por la posibilidad de la derrota. Por
lo menos al enemigo beligerante se le podía hacer frente, porque su visión del mun-
do era la diametralmente opuesta a la propia. Pero los indiferentes y los activistas que
luchaban en pro de los derechos humanos, por el contrario, sembraban el caos en el
orden paradoxal del antagonismo. Como dice Langer, «el hombre puede adaptarse
de algún modo a todo lo que pueda concebir su imaginación, pero no puede hacer
frente al Caos. Dado que su función característica y su principal baza es el entendi-
miento, su mayor miedo es encontrarse con algo que no puede interpretar, lo 'sinies-
tro', como se dice comúnmente» 44 . Los indecidibles no estaban ni a favor de un
bando ni en contra del otro. No eran ni diferentes ni iguales. Resultaban familiares y,

42 Véanse Bonasso, Recuerdo de la muerte, págs. 185-99, 217-27; Gasparini, Montoneros, págs. 219-2o.
43 Véase Carl Schmitt, Der Begriff des Politiscben, págs. 27, 35. Véase también Schmitz, Frenad-
Feind Theorie.
44 Langer, Philosopby, pág. 233.
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 155

ala vez, extraños. No sólo hacían peligrar la estructura de la rivalidad que enfrenta-
ba a enemigos y aliados, sino que ponían de manifiesto una identidad ambigua y
oscura. Esta indeterminación y rareza suscitaba un sentimiento que Langer deno-
mina «lo siniestro», das Unheimliche.
Unheimlich significa terrible, horrible, pavoroso y raro. En muchos de sus sig-
nificados coincide con su opuesto, das Heimliche. Heimlich significa doméstico, ínti-
mo, familiar, privado, pero también escondido, secreto y oculto. Das Unheimliche
«es esa clase de sentimiento estremecedor que remite a lo conocido, a lo acostum-
brado, a lo familiar» 45 En este sentido, los indecidibles suscitan sentimientos de
.

ansiedad, extrañeza y pavor, porque revelan lo que supuestamente debería perma-


necer escondido, a saber, que las estructuras sociales, ya sean de rivalidad o de orden,
son construcciones culturales.
Julia Kristeva ha sugerido que el extranjero suscita el asombro porque es la encar-
nación de nuestro yo oculto. El otro es mi propio subconsciente°, afirma esta auto-
ra. Los indecidibles producen tanto temor y desprecio porque los demás proyectan
sobre ellos su propio subconsciente. Aquéllos no separan el yo de su contrario, ni
parecen elegir entre el bien y el mal. Aparentemente borran las fronteras de un uni-
verso moral, minan la fe de las personas en las verdades absolutas, en la ética y la jus-
ticia, y por tanto parecen ser extranjeros en la sociedad.

VIOLENCIA Y MORALIDAD

Ser indecidible no significa necesariamente permanecer pasivo frente a la vio-


lencia política, porque en tal situación no pueden retrasarse las cuestiones relativas
a la moral. Por el contrario, éstas se hacen más urgentes en los momentos de con-
flicto, precisamente porque entonces se abandonan los códigos y las prácticas socia-
les habituales, y la moral que llevan implícita. La mayoría de los civiles trata de
seguir el curso de la vida en épocas de violencia aceptando las condiciones que le son
impuestas. En el fondo, pueden tener afinidades con algunos de los involucrados
en el conflicto, si bien no se sienten lo suficientemente comprometidos para tomar
parte activa en él. Los indedicibles no comprometidos eran aquéllos que los milita-
res argentinos denominaban los asustados, los cobardes, los indiferentes. El hecho
de que se incluyan en la categoría de los enemigos revela la aprehensión inconscien-
te que causa una oposición proclamada como fundamental. Los indiferentes ocupa-
ban una posición inclasificable. Minaban así la oposición no cuestionada entre
enemigo y aliado al poner en entredicho su inevitabilidad.
Sin embargo, los indecidibles también pueden luchar contra las condiciones
que la sociedad trata de imponerles. En Argentina, algunos de ellos, hartos de la
violencia, decidieron unirse activamente a organizaciones en pro de los derechos
humanos, arriesgando sus vidas por tal causa. Estos valientes se convirtieron en
indecidibles declarados, que eligieron situarse entre ambos bandos. Condenaron el
sinsentido de la violencia, y solicitaron el respeto de los derechos humanos y civiles
de los ciudadanos.

45 Freud, «The uncanny», pág. z ro.


46 Kristeva, Étrangers, pág. r71.
156 ANTONIUS ROBBEN

Las luchas sociales y el sufrimiento humano son inevitables, pero sigue estando
en manos de los seres humanos causarlos y solucionarlos. La decisión de permanecer
como indecidible en un conflicto armado no convierte a quienes la toman en meros
espectadores, sino que los implica en la violencia en tanto cuestiona la destrucción
totalizadora en que se engrana la diferencia en una sociedad presa del miedo. Los
militares y los revolucionarios lo sembraron, pero tampoco estaban libres de sentir-
lo. No en vano, los indecidibles despertaban en ellos temores y siniestros senti-
mientos, que amenazaban con socavar el uso no cuestionado de la violencia en el
seno de la sociedad argentina. La mayoría de la población civil fue criticada por fal-
ta de patriotismo, y los activistas que luchaban en pro de los derechos humanos,
por su parte, fueron acusados de sabotear una guerra justa. Estos grupos recordaban
a las partes enfrentadas que toda interacción social, incluida la violencia, siempre tie-
ne una dimensión moral, y que incluso el enemigo es una construcción social. Si
estas desmistificaciones suscitaban sentimientos tan pavorosos en los combatien-
tes, no era tanto porque corroboraran lo esencial de su diferencia, sino precisa-
mente porque revelaban lo que tenían en común.
VII

DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA
AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA
Daniel Pécaut

ESDE 1980, COLOMBIA HA SUFRIDO DE NUEVO el azote de la violencia. La

D media nacional de homicidios es una de las más elevadas del mundo, con fre-
cuencia por encima de los 7o muertos por cada mo.000 habitantes. En cier-
tas localidades y regiones, el índice asciende hasta las 400 bajas por cada ioo.000
personas. Entre 198o y 1995, la cifra total superó las 300.000 muertes '. Son nu-
merosas las matanzas que se cobran más de cinco vidas; sólo entre 39__ R R y 1993, se
registraron casi 900 incidentes de ese tipo, con un total de 5.000 víctimas 2. Otros
índices también confirman esta tendencia. Miles de sindicalistas y activistas polí-
ticos han muerto asesinados. Un partido político, la Unión Patriótica (UP), se vio
diezmado a causa de los asesinatos, y estuvo a punto de desaparecer del mapa políti-
co. El número de secuestros denunciados oficialmente aumentó del millar regis-
trado en 1990 a los 1.717 de 1991. En total, más de medio millón de personas se han
visto obligadas a huir de su lugar de residencia. En amplias franjas del país, las prác-
ticas chantajistas y las actividades delictivas se han convertido en moneda corriente.
En muchas áreas urbanas y rurales, este tipo de violencia ha degenerado en una
serie de manifestaciones particulares del terror. Así ocurre especialmente en el valle
medio del río Magdalena o en Urabá, donde varios grupos armados compiten por
el mismo territorio ; En estas zonas, la población civil está sujeta ala ley del silencio,
.

y las masacres, el éxodo de los civiles, la brutalidad, las atrocidades, el miedo y la sos-
pecha siguen siendo la norma. Es más, de 1987 a 1993 se registró una intensificación
de los actos terroristas, bien dirigidos contra personas concretas bien aleatorios, que
llevan a cabo los narcotraficantes y sus truculentos aliados.

1 Esta cifra resulta de la suma de los homicidios registrados oficialmente, según los datos de la poli-
cía. Véase Policía Nacional, Criminalidad 19y f (Bogotá). Estas cifras parecen aproximarse a la situación
«normal» en Colombia. Ni siquiera durante los sesenta solía situarse el índice de homicidios por debajo de
las 15 víctimas por cada ioo.000 habitantes.
a Véase Uribe y Vásquez, Enterrary callar.
3 El número de muertos en Urabá oscila entre los 1.5 oo y los 3.000, según los datos.
158 DANIEL PÉCAUT

Dadas las circunstancias, resulta realmente sorprendente que la situación no


haya suscitado una reacción más contundente de la opinión pública, nacional e inter-
nacional. Sí es cierto que determinados acontecimientos, como el asesinato de des-
tacadas figuras políticas o algunas masacres particularmente sangrientas, causan
una profunda impresión. Sin embargo, este tipo de reacción es efímero, sin que
haya indicios de que, en general, la situación esté alimentando la ira que, por ejem-
plo, ha desatado este tipo de atrocidades en Argentina, El Salvador o Guatemala.
Esta relativa falta de reacción, este silencio, puede imputarse a varios facto-
res. En este capítulo resaltaré uno en especial: la banalidad o cotidianeidad de la
violencia, que tiende a ocultar la existencia de situaciones de terror. Cuando me
refiero a la «banalidad de la violencia», no pretendo remitirme a esa idea de una «cul-
tura de la violencia» que a menudo utilizan los analistas de la situación colombiana.
El hecho de apelar a la cultura como marco explicativo, y más si cabe en el caso de la
violencia, puede ser reflejo de una cierta pereza, y asumir un carácter tautológico. Es
cierto que Colombia tiene una larga historia de acontecimientos violentos. En la
época contemporánea, el recuerdo de La Violencia de la década de los cincuenta aún
sigue vivo entre la población, y a menudo se invoca como justificación por parte de
los que continúan ejerciendo la violencia en el presente. Sin embargo, no pueden
ignorarse las nuevas características de la violencia. Su trivialidad y cotidianidad
están vinculadas a una serie de factores específicos de la coyuntura actual: en parti-
cular, la naturaleza extremadamente heterogénea de la violencia impide que pueda
articularse en torno a un solo eje vertebrador del conflicto. Entre estas peculiari-
dades podrían citarse las siguientes: la falta de conexión con formas preexistentes de
identidad grupal; las redes de control que establece; las numerosas oportunidades
que brinda; y la compatibilidad con el imperio de la ley que rige oficialmente en el
Estado. De esta manera, tanto la continuidad como la discontinuidad están presen-
tes en esta transición que va desde la violencia diaria, banal, hasta el terror. En este
capítulo trataré de demostrar en qué medida ha generado la marcada continuidad
de las diversas formas de violencia la percepción de ella como algo preexistente, y no
como algo nuevo. Ningún marco ni disciplina académicos o políticos puede explicar
aisladamente esta violencia, ni mucho menos encontrarle sentido.
No voy a detenerme una vez más en el contexto en el que se originó la vio-
lencia actual 4 . Más bien, en la primera sección de este artículo me ocuparé de las
relaciones que se establecen entre sus múltiples y variadas formas. En la siguiente
sección estudiaré con más detalle algunos rasgos de su carácter banal, y en la ter-
cera consideraré las condiciones específicas en las que se produjo la transición a
una situación de terror. En la última, trataré de averiguar por qué el terror, que
por otra parte es real, carece de historia y por qué no ha suscitado una profunda
indignación moral '.

4 De obligada referencia son los libros de la Comisión de Estudios sobre la Violencia, incluido el
de Deas y Gaitán Daza, Colombia, violencia) democracia: dos ensayos especulativos. Véanse así mismo los dos
volúmenes de la publicación Controversia, titulados Un país en construcción. Véase también Pécaut, «Présent,
passé, futur de la violente».
5 Sobre la noción de mire en intrigue, véase Ricoeur, Temps et reí*.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA I 59

LA CONEXIÓN ENTRE LOS DISTINTOS TIPOS DE VIOLENCIA

Como ya se ha apuntado, la gama de hechos violentos que se da en Colombia es


particularmente compleja y variada. Entre ellos cabría mencionar el enfrentamiento
armado entre las guerrillas y el ejército, las acciones que acometen los paramilita-
res y los narcotraficantes, el chantaje a cambio de protección por parte de las mili-
cias urbanas, las operaciones de «limpieza social», los asesinatos políticos, el crimen
organizado y los delitos menores, la guerra entre bandas juveniles, las reyertas, las
revanchas y los ajustes de cuentas. Todos estos tipos de violencia, en diferente medi-
da, son responsables del aumento en el índice de homicidios.
En apariencia, a la violencia política sólo puede atribuírsele un reducido núme-
ro de la cifra total de homicidios que se producen en Colombia. De los datos regis-
trados en 1987 se deduce que sólo el 7% del total de víctimas se debe a muertes de
ese tipo 6 Pero, en realidad, ¿cómo establecer la frontera entre la violencia política
.

y otras de distintos tipos? Podría argumentarse que, por naturaleza, los narcotrafi-
cantes no están relacionados con la política. Sin embargo, ¿acaso no se erigen en
agentes políticos cuando intervienen en los procedimientos judiciales y en los pro-
cesos electorales alimentando con sus métodos la corrupción, y cuando obligan a
fortiori al Estado a ceder bajo presión tras haber sembrado de manera indiscrimina-
da el terror? Por su parte, parece más evidente que las guerrillas son actores políti-
cos. Sin embargo, ¿hasta qué punto lo son cuando practican de forma desmedida la
extorsión y el secuestro, o cuando recurren incluso a los servicios del crimen orga-
nizado o de asesinos a sueldo para conseguir sus objetivos? Asimismo, en muchos
casos puede decirse también que la violencia cotidiana, que se manifiesta en críme-
nes horribles, en ajustes de cuentas y en asesinatos vengativos, tiene una dimensión
política, en tanto en cierta medida puede ser la expresión de un sentimiento de
indignación social, que probablemente nace como respuesta a la debilidad de la
policía y el sistema judicial.
Por otra parte, ¿no será discutible también la distinción rígida entre las for-
mas organizadas y desorganizadas de violencia? Los grupos como las guerrillas y los
narcotraficantes sólo gozan de una cohesión relativa. Las primeras son muy nume-
rosas, y cada una de ellas tiene múltiples alianzas. Por citar sólo una de esas organi-
zaciones guerrilleras, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)
aúnan más de sesenta grupos que están lejos de ser homogéneos en cuanto a sus
enfoques y estrategias. Por su parte, incluso cuando estaban en el momento culmi-
nante de su poder, los conocidos «carteles» de Medellín, Cali, Bogotá y la Costa
Atlántica en realidad eran poco más que frágiles coaliciones de varios grupitos '.

Tras el desmantelamiento de los carteles, estos grupos tienen ahora más autonomía
incluso que en el pasado. En el caso de los paramilitares y de las milicias urbanas, aun-
que están bastante centralizados, han empezado a crearse grupos de ámbito depar-
tamental. Por lo general éstos se han caracterizado por una inestabilidad mayor que
los carteles, y también han estado más íntimamente relacionados con la comunidad

6 Según las cifras que ofrecen Deas y Gaitán Daza (Colombia, violemiay democracia). Esta cifra se ha
repetido recurrentemente, aunque no se ha confirmado su exactitud.
7 Véase Bétancourt y García, «Colombie: les mafias de la drogue».
6o DANIEL PÉCAUT

ilegal. Del mismo modo, la delincuencia no remite únicamente a una serie de indivi-
duos aislados o a bandas dispersas, sino a inmensas organizaciones, con todo lo que
ello acarrea. Por ilustrarlo con un mero ejemplo, durante algún tiempo, la policía,
con gran destreza y pericia, controlaba el mercado de coches robados.
La corrupción afecta a todas las organizaciones y a todos los sectores de la socie-
dad, lo que hace imposible establecer distinciones claras entre los diferentes agentes
que ejercen la violencia. A tenor de las estadísticas, parece que puede establecerse un
correlato entre la existencia de grupos violentos «organizados», que incluyen las
guerrillas, y un aumento de la violencia «desorganizada». Una de las razones por
las que cada vez son más permeables las fronteras que separan las formas políticas
y apolíticas de violencia, y el crimen organizado del desorganizado, es que los gru-
pos armados se han hecho con el poder suficiente para controlar los principales sec-
tores económicos y productivos de la economía nacional.
La expansión de la economía de la droga —la marihuana durante los setenta, la
cocaína a partir de 1975 y la heroína en la actualidad— ha sido un factor importante en
la transformación de las coordenadas de la violencia. La producción de cocaína y
heroína ha estado particularmente atrincherada en las regiones en las que están esta-
blecidas o se han instalado recientemente las FARC. La guerra de guerrillas ha for-
mado una especie de escudo protector, tras el cual se ha llevado a cabo el
narcotráfico, el cultivo de productos relacionados con la droga y su posterior pro-
cesamiento en los laboratorios sin demasiado riesgo de que pudieran irrumpir las
Fuerzas Armadas. A cambio de esta protección efectiva, las FARC han disfrutado de
un capital llovido del cielo, obtenido principalmente de los impuestos recaudados a
los agricultores y a los distribuidores de la droga. Sin ir más lejos, así consiguió este
movimiento de guerrilla doblar su número de frentes y aumentar su poder a fina-
les de los ochenta. Y de esta manera se explica en buena medida el aumento del cul-
tivo de la adormidera registrado desde principios de los noventa.
El objetivo del conflicto pronto pasó de ser el de controlar el mercado de la dro-
ga a abarcar la mayoría de productos básicos. Otra organización, el Ejército de Libe-
ración Nacional (ELN), casi aniquilado en los setenta, volvió a resurgir de sus
cenizas principalmente en virtud del control que ejercía en las principales regio-
nes petroleras y del dinero que consiguió recaudar por la fuerza. El mismo proceso
se produjo también en otras zonas mineras, incluidos los centros de producción de
níquel y carbón, y en áreas dedicadas a las actividades agropecuarias, como el culti-
vo del plátano en Urabá, la industria de la palmera africana o la ganadería. El chan-
taje y los secuestros pasaron a ser moneda corriente; incluso las zonas dedicadas a la
producción de café, que habían permanecido relativamente al margen de la vio-
lencia organizada, se vieron tomadas por los narcotraficantes y las guerrillas, y
comenzaron a registrar niveles elevados de delitos menores, desorganizados. Cier-
tamente, la alta concentración de grupos de autodefensa en las zonas productoras de
esmeralda ha conseguido mantener alejadas a las guerrillas, si bien no ha logrado aca-
bar con la propia violencia 8 . En términos generales, las actividades de la guerrilla y

8 Dependiendo de las circunstancias, las esmeraldas constituyen el segundo o tercer tipo de expor-
taciones más importantes del país. Durante siglos, las zonas dedicadas a la producción de esmeraldas han
estado azotadas por un problema crónico de violencia. Gran parte de los delincuentes más conocidos del
país procedía de estas zonas. Actualmente las minas están cedidas a compañías privadas por contrato, pero
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 161

los delitos perpetrados con violencia en el país, tanto organizados como desorgani-
zados, suelen darse en las zonas dedicadas a los productos básicos 9 .
La estrategia de la guerrilla, que ha convertido en su objetivo prioritario la
extensión de su control a los centros de la actividad económica, ha transformado las
relaciones que anteriormente mantenían los grupos armados. En las zonas de culti-
vo y procesamiento de los estupefacientes, resulta esencial que exista una cierta coo-
peración entre las guerrillas y los narcotraficantes. Hasta cierto punto, también es
necesaria la complicidad implícita de otras fuerzas locales, incluidos el ejército, la
policía y la clase política. Evidentemente, tampoco las relaciones entre las guerrillas
y los narcotraficantes están totalmente exentas de conflictos. Así quedó de manifiesto
cuando se produjo la ruptura del acuerdo tácito que mantenían las FARC y los
traficantes, que fue el origen de un enfrentamiento despiadado entre las primeras y
los grupos paramilitares establecidos por Gonzalo Rodríguez Gacha 1°. Así mismo,
también puede estallar el conflicto entre las guerrillas y las Fuerzas Armadas cuando
el precio del soborno que exigen éstas es excesivo ".
Excepto en las zonas productoras de cocaína, donde se hace necesaria su coope-
ración, los grupos guerrilleros y las bandas relacionadas con la droga general-
mente tienen intereses encontrados. Puesto que los narcotraficantes suelen invertir
en terrenos y en ganadería (se calcula que ya han adquirido más de cinco millones de
hectáreas de las mejores tierras), pasan a convertirse, como el resto de los terrate-
nientes, en objetivos de los grupos de la guerrilla, cuya táctica se basa en la recauda-
ción del impuesto revolucionario o en la confiscación de los bienes de los
hacendados. En las zonas en las que se da esta situación, se produce sistemáticamen-
te un enfrentamiento entre estos dos grupos. En otras partes del país, donde hay ade-
más otras fuentes de riqueza, las relaciones se caracterizan tanto por la cooperación
como por el conflicto. Las fuerzas de la guerrilla en ningún momento han paraliza-
do la producción, lo que parece indicar que tienen interés por seguir conservando
sus fuentes de financiación. Incluso llegan a ofrecer protección a las compañías y a
los terratenientes que no se retrasan en el pago de los «impuestos» que les obligan
a abonarles. Además de estas formas de interacción, también destacan el cohecho
entre la clase política y los narcotraficantes o las presiones que ejercen los grupos
guerrilleros sobre el gobierno ". De esta manera se va redefiniendo el marco en el

la mayoría de las exportaciones son de contrabando. Esta combinación de actividades legales e ilegales en
una zona próxima a Bogotá, que a pesar de todo está bastante aislada, deja entrever que la zona desempe-
ña un papel decisivo en las estrategias de la violencia. Gonzalo Rodríguez Gacha, muy relacionado con
Pablo Escobar, procedía de esta región. A finales de los ochenta, como resultado de una encarnizada dis-
puta entre dos bandos rivales por el control de la zona, se registraron varios miles de muertos.
9 Véase Echandia, «Colombie: dimensiones économiques».
,o Las FARC lograron destruir a los grupos paramilitares establecidos en Putumayo, un departa-
mento que tiene un papel decisivo en las actividades relacionadas con la droga. Sin embargo, en otras
regiones, y especialmente en el Magdalena Medio, los paramilitares de Rodríguez Gacha lograron elimi-
nar a los colaboradores y los aliados de las FARC, incluidos los militantes de la UP.
No es casual que las emboscadas más sanguinarias que prepararon las guerrillas al ejército tuvie-
ran lugar en Putumayo y Cagueta, principales centros de la producción de cocaína, junto con Guaviare.
tz En los últimos tiempos, los grupos de la guerrilla han tratado de hacerse con el control de las
inversiones locales; para ello han intentado imponer su influencia sobre los alcaldes, independientemen-
te de su credo político.

11
I62 DANIEL PÉCAUT

que tienen lugar estas interacciones estratégicas en función de una serie diversa y
variable de condiciones.
Esta situación genera fundamentalmente una fragmentación del territorio nacio-
nal colombiano en la que se trasluce el poder relativo de los diversos actores impli-
cados. La reorganización del territorio nacional, que refleja la interacción entre los
grupos armados, respeta los límites de las fronteras en buena medida invisibles que
separan las zonas controladas por cada uno de esos grupos. Por encontrarse bajo
el control de éstos y por ser el escenario de sus enfrentamientos, una serie de regio-
nes como Urabá o el bajo valle del Cauca se ha forjado una identidad particular.
De esto se deduce que la violencia parece haber adoptado un carácter marcada-
mente prosaico. En realidad, en semejante conflicto queda escaso margen para las
ideologías políticas o la disparidad de creencias. Ciertamente, los grupos de la gue-
rrilla siguen operando en la esfera política; de hecho, lo garantizan con su presen-
cia militar, que a su vez les permite tener una presencia simbólica en la mitad de los
municipios del país, inclusive en las afueras de Bogotá '; Sin embargo, la credibili-
.

dad política que inspiran estos grupos es mínima. Su prestigio se ha ido desgastando
paulatinamente desde 198 S, y la opinión pública cada vez está más hastiada de su cau-
sa, aparentemente limitada a la sucesión de amenazas y sin visos de que, a la larga,
vaya a llegarse a ninguna parte. Incluso mucho antes de que finalizara la Guerra
Fría, ya habían perdido estos grupos de la guerrilla la capacidad de transmitir sus aspi-
raciones para mejorar el futuro. Su silencio incita a pensar que creen que sus acciones
bastan para indicar claramente sus pretensiones y lo que representan. La violencia
organizada, por su parte, nunca ha suscitado demasiada controversia politica. Inclu-
so en las zonas en que están bien establecidos y gozan de considerable influencia,
estos grupos se han mostrado reticentes a presentarse a las urnas. Sin duda esto se
debe en parte al clima de terror y violencia existente, pero en cierta medida también
refleja el temor que les produce la perspectiva de no conseguir los votos de los que
supuestamente les apoyan 14 Todavía es posible establecer una diferencia entre la
.

violencia organizada y la esporádica, pero ambas han entrado en una relación recí-
proca que ha degenerado en una situación de violencia generalizada. Ésta afecta a
las relaciones sociales e interpersonales desde el momento en que altera el funcio-
namiento tanto de las instituciones como de los valores establecidos y cierra la puer-
ta a cualquier elemento externo, incluida, por tanto, la intervención de terceros. La
interacción entre los diversos tipos de violencia alimenta su propia lógica, sus
propias modalidades de conflicto y los sistemas que regulan sus relaciones. Esta
violencia no está basada en las divisiones de clase o en otras formas colectivas de
identidad social.
En cualquier caso, en la actualidad persiste una serie de tensiones sociales, que se
da en todas las regiones del país. De hecho, quizá hoy sea más visible que nunca. En
su momento, la economía del café garantizaba en buena medida la estabilidad del

13 Para un análisis del punto de vista de un estratega militar, véase Rangel Suárez, «Colombia: la
guerra irregular».
14 En muchas zonas que están bajo el control de la guerrilla, las listas políticas vinculadas a estos
grupos han logrado cada vez menos votos en los últimos diez años aproximadamente. Atribuir esto sólo
al terror supondría ignorar la desconfianza del electorado ante estos partidos políticos en cierta medida
ambiguos. Las guerrillas sacan partido de esta situación apoyando a los candidatos de los partidos tradi-
cionales y ejerciendo un férreo control sobre ellos una vez resultan elegidos.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 163

régimen colombiano, pero la producción de café parece encontrarse estancada en un


estado de crisis permanente y de declive a largo plazo. Tampoco el resto del sector
agropecuario ha corrido mejor suerte, especialmente desde que la liberalización del
mercado llevada a cabo con cierta improvisación en 1991 dejara todos los productos
del país a merced de la competencia extranjera. Durante los dos últimos años, el des-
empleo urbano ha aumentado de manera constante, acompañándose esta cir-
cunstancia del estancamiento o incluso del descenso de los salarios en términos
reales. Una vez ha tocado a su fin el auge económico que trajo consigo la droga, el
gobierno se ha visto así mismo obligado a adoptar medidas de austeridad. Todos
estos factores han agravado la propensión al enfrentamiento. Cada vez son más esca-
sos los grupos sociales organizados, que siguen desintegrándose en parte por razo-
nes que también se dan en otros países pero también como reacción a la violencia
generalizada. Los actores sociales sufren la manipulación a manos de los grupos
armados o bien simplemente se ven arrastrados por la ola de violencia. La industria
platanera de Urabá ilustra una situación en la que el profundo malestar social no se
ha traducido en ninguna iniciativa pública encabezada por los grupos sociales o
los sindicatos. Durante mucho tiempo, la represión sufrida por estos últimos fue
muy severa, y su influencia, por tanto, muy débil. Oficialmente vieron incrementa-
da su capacidad de negociación y representación a partir de 198 5, con la firma de una
serie de acuerdos que fueron muy favorables para todos los grupos de presión de
Colombia. Sin embargo, en realidad los sindicatos se encuentran totalmente supe-
ditados a los dos movimientos de guerrilla que están establecidos en la región de Ura-
bá. Por esta razón, están expuestos a sufrir tanto las posibles repercusiones de las
luchas intestinas que mantienen los dos grupos guerrilleros como los actos de terror
que llevan a cabo los paramilitares 15 .

Las identidades culturales son incluso más vulnerables que los movimientos
sociales. Ciertamente, siempre han sido algo inestables en un país de las característi-
cas de Colombia, donde son frecuentes las relaciones mixtas y notable la influencia de
la emigración. Aun así, sin ninguna duda se atisban diferencias culturales importan-
tes entre las regiones. En cualquier caso, si bien estas diferencias pueden ser el origen
de una serie de prejuicios, apenas influyen en la situación de la violencia. Quizá la
única excepción se localice en las regiones que tienen una población indígena consi-
derable, especialmente en Cauca. Ahí precisamente surgió el grupo guerrillero
indígena «Quintín Lame». Sin embargo, resulta dificil asegurar que esta organiza-
ción refleja una política de identidad concreta y no está vinculada al empleo táctico
e inteligente de la identidad cultural para otros fines. En otros lugares de Colombia
se mantienen bastante estables las identidades políticas y partisanas cuyo origen se
remonta al siglo xix y que se fortalecieron durante La Violencia de los años cin-
cuenta. Éstas son en la actualidad las únicas formas de identidad que puede adoptar
gran parte de la población. Ciertamente, es evidente que estas formas de identidad
están muy definidas. Sin embargo, la forma que cobran actualmente depende del
tipo de vínculos que mantengan con las autoridades locales o con otras fuerzas socia-
les que operen a ese nivel, puesto que en último extremo no son sino un tipo de leal-
tad que fácilmente se puede trasladar de un dirigente o clan a otros. No obstante, ni

1 5 Para unas explicaciones sobre las relaciones sociales en Urabá, véanse Martín, Desarrollo econó-
mico; Botero, Urabá: Colonización; García, Urabá: regida, actores) conflicto.
164 DANIEL PÉCAUT

siquiera estas alianzas partisanas impiden necesariamente la formación de una red


local de poder basada en los grupos armados. Esta labor de infiltración cada vez
resulta más sencilla, dada la crisis que asola el sistema de partidos tradicional.

LA VIOLENCIA COTIDIANA: LA TRAYECTORIA DE LOS INDIVIDUOS


Y LA LÓGICA DE LA PROTECCIÓN

El concepto de violencia generalizada también lleva aparejado el hecho de que,


al menos en un principio, la violencia no se identifique con la guerra, ni con algo
catastrófico. Tampoco se percibe como la consecuencia de actuaciones incorrectas
de ciertos individuos. Como todo proceso normalizado, la violencia que se da en
estas circunstancias parece brindar una serie de oportunidades, incluida la perspec-
tiva de comprometerse con una causa, y de generar unos criterios y normas pro-
pios. La cotidianeidad de esta violencia reside no sólo en la baja estofa de quienes la
abanderan, sino también en la escasa originalidad de la mayoría de las relaciones
políticas, así como en la falta de innovación a la hora de imaginar el futuro.
Hasta hace poco la violencia apenas había interrumpido la marcha de la econo-
mía de mercado ' 6. Colombia puede enorgullecerse de haber salido mejor parada de
la década perdida de los ochenta que el resto de los países latinoamericanos, incluido
Chile. La rápida expansión de la economía de la droga ciertamente causó muchos
trastornos, pero también hizo posible eludir el déficit de la balanza de pagos. En ese
clima de violencia, los mercados no estaban «liberalizados» en el sentido habitual del
término, sino que estaban supeditados a unas condiciones impuestas por la fuer-
za, por lo que muchos contratos no eran vinculantes desde el punto de vista legal.
Sin embargo, esta situación no era del todo nueva, puesto que, ya de antemano, la
precariedad del Estado había fomentado el aumento de las actividades clandesti-
nas, incluidas el contrabando, el chantaje a cambio de protección política y el
clientelismo, lo que, desde luego, interfiere en el funcionamiento normal de la eco-
nomía 17 Por supuesto, la violencia aumentó los costes adicionales de las opera-
.

ciones, si bien como contrapartida se produjo un inmenso aumento de la liquidez.


Los hacendados reciben ofertas para que vendan sus tierras a los narcotraficantes, a
lo que generalmente acceden por una buena cantidad. Cuando los propietarios de las
industrias y minas más importantes eran víctimas de este tipo de extorsión, no resul-
taba infrecuente que traspasaran los costes a los consumidores. Estos incrementos y
la incapacidad del Estado de garantizar un nivel mínimo de protección han llevado
a la gente a «ir por libre» y evitar los riesgos que lleva aparejada la participación en
cualquier tipo de acción social o protesta política colectivas".
Aunque pueda parecer sorprendente, hasta ahora ni siquiera los miles de secues-
tros perpetrados por los diferentes grupos armados han generado protestas genera-
lizadas. Más bien, los que pueden convertirse en víctimas recurren a sistemas cada
vez más sofisticados de autoprotección, entre los que se encuentra la firma de un con-
trato de protección a modo de seguro. Esas estrategias individuales parecen más

i6 Véase Thoumi, Economía, política) narcotráfico.


17 Ésta es la tesis del libro de Edgar Reveiz, Democratitar para sobrevivir.
i8 Bejarano, en «Democracia», ilustra muy bien este problema.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 165

lógicas que las formas de protesta simbólica. Es más, los secuestros son tan nume-
rosos que se ven como una rutina, y ya no sorprenden. A pesar de que muchos
secuestros tienen un desenlace trágico, se perciben como una dimensión más de la
violencia. Todo el mundo está obligado a reconocer que nadie está libre de ser vícti-
ma. En este sentido es significativo, por ejemplo, que un político que permaneció
secuestrado durante varios meses por las FARC y que debió pagar un elevado resca-
te terminara aliándose con la Unión Patriótica (UP) durante las elecciones, a pesar de
que la UP está financiada por las FARC.
Es más, el predominio de la ilegalidad y la violencia brindan una serie de nuevas
oportunidades, que resultan evidentes dada la inmensa variedad de actividades eco-
nómicas asociadas con la economía de la droga. Se calcula que más de un millón de
personas vive directa o indirectamente de esta industria, y que muchos más están a
favor de la movilidad social que lleva aparejada. Por supuesto, esto no quiere decir
que todo el mundo se beneficie de la marcha de la economía ilegal y de los meca-
nismos de la violencia. Ciertos estudios sugieren que la violencia está unida a la
prosperidad, puesto que su incidencia coincide con las zonas que más riqueza pro-
ducen del país. La afirmación no deja de ser simplista, puesto que no tiene en cuen-
ta el inmenso sector de población que por su causa se ve desfavorecido y
empobrecido, que vive en un clima de violencia pero que no está invitado a com-
partir el botín. Por otra parte, los inmensos recursos financieros que controlan los
grupos de guerrilla dan pie a otros estudiosos a postular que la violencia puede inter-
pretarse como una forma injusta de redistribución de la renta. Sin embargo, todos los
indicios parecen señalar que, por el contrario, por causa de la violencia comienza
ahora a incrementarse la desigualdad social, tras haberse reducido en cierto modo
entre 1978 y 1985. La economía de la violencia también genera la marginación de una
serie de grupos sociales. Con todo, involucrarse en el mundo de la violencia ofrece
una serie de oportunidades particularmente atractivas para los jóvenes.
En muchos aspectos, una trayectoria de este tipo puede parecer simplemente
una de las muchas que pueden elegirse en el sector de la ilegalidad. Los ingresos
medios en este sector, según un economista, habrían subido al ritmo del 1o,5%
anual entre 1984 y 1992, en comparación con el mero 3,1% registrado en el sector
legal. Cada vez son menores las garantías de conseguir un futuro próspero con una
formación académica. Por el contrario, los beneficios obtenidos por los que toman
parte en actividades delictivas se multiplicaron por tres entre 198o y 1993. Por tan-
to, no resulta sorprendente que cada vez más jóvenes abandonen su educación para
embarcarse en actividades ilegales. Es más, dada la ineficacia del sistema jurídico
penal, muchos delitos salen impunes. Por ejemplo, sólo se investiga uno de cada tres
asesinatos de los que se tiene conocimiento oficialmente, y en sólo cuatro de cada
cien se aplica una pena. Los incentivos para probar suerte en el mundo de la ilega-
lidad son cada vez mayores, dada la suerte que corren algunos de los empresarios del
crimen más importantes. El Código Penal de 1980 redujo la condena que se reco-
mendaba aplicar a los culpables de asesinatos políticos, frente a los homicidios
comunes, entre tres y seis años ' 9.
Alistarse en las fuerzas de la guerrilla o en los grupos paramilitares es una forma
de vida como cualquier otra. No sólo en ambos sectores se obtiene una serie de

19 Los datos se han tornado de dos estudios de Rubio, Homicidios y Capital social.
I66 DANIEL PÉCAUT

ingresos y constituye un medio de vida; también permite escalar en la jerarquía, lo


que tiene su expresión simbólica en los uniformes y armas de la organización. Por
encima de todo, en esas organizaciones el individuo puede convertirse en parte de
una unidad mayor. La desarticulación de las estructuras familiares y la fractura social
hacen que sea muy atractivo formar parte de grupos que tienen un código de con-
ducta y una disciplina propios. Para los quinceañeros e incluso para otros más jóve-
nes, la autoridad de sus mandos suple la falta de autoridad de sus propios padres. Lo
mismo ocurre con las milicias urbanas que agrupan a los jóvenes de un distrito con-
creto. Además, el ingreso en las guerrillas o en los paramilitares a menudo es una
alternativa al servicio militar. De esta manera, muchas familias tienen los hijos repar-
tidos entre el ejército, los grupos de la guerrilla y el resto de organizaciones armadas.
Por tanto, los caminos que se pueden seguir son todo menos rectos. Durante los
más de veinte años que lleva reinando la violencia, se han producido una serie de
cambios. Pasar del narcotráfico a los grupos paramilitares o incluso a las activida-
des delictivas de diversos tipos resulta relativamente fácil. El camino que siguen los
guerrilleros puede ser igualmente enrevesado. Algunos operan con los narcotra-
ficantes durante un tiempo; parte de ellos vuelve a integrarse en la vida civil, y
otros cambian de bando para unirse a los paramilitares. Esto último no es del todo
infrecuente, y es la opción más interesante de todas. De hecho, buena parte de los
dirigentes y de los paramilitares proviene de los grupos de la guerrilla. En algu-
nos casos, el cambio se produce cuando una región concreta cae bajo el control de los
paramilitares; en otros, las circunstancias de cada cual, la amenaza implícita o evi-
dente de recibir un castigo y las rivalidades entre las diferentes guerrillas pueden
motivar ese cambio de lealtad. En las diferentes zonas, este trasiego de personas
simplemente prolonga y acentúa la fase del terror. Lo fácilmente intercambiables que
son todos estos caminos posibles sugiere que, en virtud de la naturaleza cotidiana
de la violencia, los individuos tienden a ir pasando de las actividades legales a las
paralegales, y de ahí a las ilegales. Ese mismo proceso se da también en los nive-
les más altos, donde la corrupción es un fenómeno generalizado.
En otros regímenes, la presencia de un grupo armado en el ámbito local no siem-
pre implica la existencia de un enfrentamiento violento, pues a menudo lo que la
motiva es la necesidad de protección. En su obra sobre la mafia siciliana 2°, Gam-
betta sostiene que estos grupos pueden considerarse como un sistema de protec-
ción, ya que garantizan que las relaciones se basen en la confianza en una situación
donde, por otro lado, impera la desconfianza. Dentro de unos límites, y en ciertos
casos, esta hipótesis podría aplicarse a las redes armadas colombianas, particular-
mente a las que tienen el control de ciertas zonas delimitadas territorialmente. Son
numerosos los lugares en los que los habitantes, por miedo al estallido de la vio-
lencia desorganizada, han solicitado voluntariamente la protección de quienes pue-
den asegurar algo parecido al imperio de la ley y el orden.
Esta situación se ha dado fundamentalmente en las zonas productoras de la dro-
ga. A principios de los ochenta, el traslado hacia esas zonas de un importante sector
de población al que le atraía la perspectiva de prosperar rápidamente se tradujo en un
acentuado incremento del número de homicidios. En estas circunstancias, tuvo muy
buena acogida la llegada de las FARC, que consiguieron establecer la ley y el orden

20 Véase Gambetta, Sicilia,, Mafia.


DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 167

reclamados y proteger los intereses de los productores agrícolas, compensando así en


cierto modo la ausencia en la práctica de estructuras estatales. Para ello, las FARC
impusieron un código regulador propio, que estipulaba las condiciones de acceso a
las tierras 21 : así, garantizaron que una parte del terreno cultivable siguiera destinán-
dose a la producción de alimentos; controlaron todos los intercambios con los nar-
cotraficantes; defendieron la zona contra los ataques de los militares. Pero los grupos
de la guerrilla no son los únicos agentes sociales que proporcionan este tipo de pro-
tección. En el valle medio del Magdalena, los grupos paramilitares que desbancaron
a las FARC a mediados de 198 5 se encargaron de proteger a aquéllos que, en lugar
de huir, tuvieron la posibilidad de quedarse en la zona. En las afueras de numero-
sas localidades, donde impera la violencia arbitraria de los sicario! y de otros grupos
delictivos, las milicias populares desempeñaron un papel semejante, al asumir la
vigilancia de la zona.
El acceso al mundo del empleo a menudo se ve supeditado a la adhesión a algu-
na de las redes que controlan el territorio, como si se tratara de un sistema hermé-
tico de afiliación sindical obligatoria. En Urabá, por ejemplo, una finca dedicada al
cultivo del plátano se considera propiedad privada de las FARC, y otra del EPL.
Lo mismo ocurre con las minas de oro, con la mayoría de explotaciones ganaderas
y de las industrias ubicadas en las localidades controladas por las guerrillas o los
paramilitares. Se espera que todos los trabajadores de estos sectores cumplan con
las normas que rigen en su propia red. El continuo sabotaje de los oleoductos por
parte del ELN, por ejemplo, no era sino un modo más de creación de empleo: de
hecho, el ELN seleccionaba de antemano a quienes iban a ocuparse de limpiar
los vertidos.
Aceptar la protección no significa automáticamente una afinidad ideológica con
quienes la proporcionan. Hay toda una gama de relaciones posibles, desde la parti-
cipación activa por parte de grupos auxiliares, como en el caso de las milicias arma-
das que disponen de armamento ligero o de los civiles que son simpatizantes ya
abiertamente ya de un modo velado, a la afiliación directa y las múltiples formas
de aquiescencia pasiva. En ciertas zonas en las que llevan algún tiempo estable-
cidos los grupos armados, como es el caso de diversos grupos guerrilleros en algu-
nas regiones, se consolidan ciertos hábitos, y la población a menudo pasa a ver el
mundo exterior con recelo. Si bien todos están supeditados a las restricciones que
les imponen sus «protectores», muchos interpretan esta relación en términos prácti-
cos. Las estrategias que emplean los individuos para acomodarse a esta situación
son muy diversas, pero no es infrecuente que sopesen racionalmente las ventajas
que extraen de la continua presencia de estos grupos armados en la zona y el cos-
te que supone obedecer sus reglas. Una evaluación negativa puede traducirse en el
cambio de adhesión a otro protector, como ha ocurrido en el valle medio del Mag-
dalena, al que ya nos hemos referido anteriormente.
La naturaleza de la «protección» no impide que cada cual idee sus propias estra-
tegias de acomodación y adaptación, pero prohibe terminantemente cualquier tipo
de acción colectiva autónoma. Ya he adelantado algo sobre el debilitamiento que

:I Incluso las FARC están supeditadas a las leyes de la acumulación de capital. En ciertos departa-
mentos, y especialmente en Guaviare, ha surgido una forma de cultivo de cocaína en amplios territorios,
en los que actualmente se genera gran parte de la producción total.
I68 DANIEL PÉCAUT

están sufriendo las categorías existentes de agencia social, que es visible incluso con
respecto a las formas tradicionales de solidaridad social. Los habitantes de las zonas
de residencia solían cooperar en la ejecución y construcción de las obras públicas ele-
mentales. Las juntas de acción comunal eran instituciones que gozaban de un evidente
prestigio. Pero estas formas de acción colectiva tienden a desaparecer, puesto que los
que toman la iniciativa a la hora de organizarlas probablemente se han visto obliga-
dos a alistarse en las Fuerzas Armadas; de otro modo, se exponen a sufrir represalias.
De ahí que el estado en que se encuentran las obras públicas, incluso en las zonas
donde abundan los recursos, sea chocante. Cada vez es más frecuente que lasjuntas de
acción comunal pasen simplemente a estar bajo el control de los grupos armados. Cier-
tamente, en algunos casos en las regiones que han sido objeto de «protección» se
experimenta el auge de formas colectivas de movilización de las masas. Entre 1987 y
1988, por ejemplo, se presenciaron unas marchas de campesinos muy concurridas.
En realidad, eran los grupos de la guerrilla los que las patrocinaban: el ELN en el
primer caso y las FARC en el segundo y más reciente. La participación en estas mar-
chas, sin embargo, ha sido todo menos voluntaria. Los agricultores se suman a ellas
espontáneamente, sin lugar a dudas, si sienten que favorecen sus propios intereses.
No obstante, ven mermar su entusiasmo cuando las marchas se repiten una tras otra,
con todo el sufrimiento y riesgo que implican para sus personas. Puede ser que
tomen parte más por obligación que por convencimiento.
Este sistema de movilización no es del todo nuevo o desconocido. Los partidos
políticos tradicionales se han comportado de un modo similar en muchas locali-
dades colombianas. Los clanes y facciones que tenían el poder a menudo coaccio-
naban a los habitantes para asegurarse su adhesión. Éste era el precio que se les
exigía pagar para acceder a los recursos, o incluso para vivir en paz, sin verse
obligados a huir. Una serie de autores hablan de la existencia de un «clientelismo
armado», para resaltar así la continuidad que tiene con otras formas preexistentes de
clientelismo. La diferencia más visible entre estas formas de «movilización por la
fuerza» reside en el grado de integración que logra cada una de ellas con las estruc-
turas oficiales de la vida política.
En cierto modo, la división del país en diversas zonas controladas por los grupos
armados y sus redes de poder puede verse como una situación común, banal. Sin
embargo, resulta imposible entender que la lógica de la protección responde mera y
simplemente a una demanda que se ha traducido en la puesta en marcha de un meca-
nismo que garantiza la confianza. Según el análisis de Gambetta, muchos expertos en
el tema de la mafia siciliana señalan que la «oferta» disponible de protección es sin
lugar a dudas mucho mayor que la «demanda» existente. Es más, dicha «oferta» se
manifiesta a través del uso de la violencia, que en lugar de poner fin a una situación
de desconfianza simplemente continúa alimentando el malestar ". Si cabe, esto se
agrava aún más en Colombia, donde las redes no se asientan sobre la tradición, y
se encuentran, además, enfrentadas entre ellas.
La lógica de la protección tiene como telón de fondo un clima de violencia gene-
ralizada y las relaciones entre los diferentes grupos armados. La noción de la «oferta»
de protección, con toda la violencia que lleva aparejada, es al menos tan importante
como la «demanda». La aceptación generalizada del control de la guerrilla en las

22 Véase Catanzaro, «La mafia».


DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 169

zonas dedicadas al cultivo de la droga no es, ni mucho menos, lo normal. En muchos


casos, la imposición de la protección no responde a ningún tipo de demanda, ni
siquiera a que se sienta su necesidad. Cuando un «protector» sustituye a otro en una
zona en concreto, no se consulta a la población. La multiplicidad de redes armadas
pone de relieve que las fronteras que las separan son complejas y fluidas al mismo
tiempo. Por ejemplo, rara vez separan esas fronteras zonas perfectamente delimita-
das unas de otras; más bien, atraviesan distritos enteros, ciudades y barrios. Barran-
cabermeja, una ciudad importante donde se encuentran unas de las principales
refinerías de petróleo, está dividida en barrios controlados, entre otros, por los para-
militares, el ELN y las FARC. Las divisiones pueden llegar incluso a atravesar los
bloques de pisos y las urbanizaciones de una sola ciudad. Esa es la situación que se
vive en Medellín y Bogotá, donde el control de cada grupo puede estar confinado a
pequeñas subáreas. En Urabá, las fincas están separadas en virtud del grupo al que
estén encomendadas. La territorialidad, por tanto, está íntimamente ligada a las
actividades de los grupos armados. De hecho, el control territorial a menudo es la
base sobre la que reside la acumulación de poder, incluido el militar. De esta mane-
ra se han establecido muchas de las milicias urbanas: el control de ciertos barrios o
zonas residenciales les ha permitido conseguir ser reconocidas y, por otra parte, esta-
blecer contactos y entablar negocios con otros grupos armados. En todos los casos,
la protección armada tiene como contrapártida la transformación del territorio en un
mosaico de microterritorios, cada uno de ellos supeditado al control de una organi-
zación concreta.
La violencia que es consustancial a esta forma de organización territorial puede
seguir siendo ordinaria y banal. Poca cosa se requiere, sin embargo, para que la
balanza se incline y degenere en terror.

LAS FORMAS DE TERROR


Como en el caso de la propia violencia, es útil distinguir dos tipos de terror. El
primero carece de base territorial; el segundo está expresamente ligado a una zona
concreta. La primera de las formas que puede tomar el conflicto no tiene nada que
ver con la lógica de la protección; la segunda es una manifestación degenerada
de dicha lógica. Me centraré fundamentalmente en ese último tipo de terror, no sin
antes referirme sucintamente al primero.
Los narcotraficantes, apoyándose en la intermediación de los grupos paramili-
tares, ponen a menudo en práctica una forma de terror que tiene una base territorial.
Con todo, la campaña de terror a gran escala que se desarrolló de 1987 a 1993 y que
fue la que registró las repercusiones más trágicas no estuvo en absoluto ligada a
una cuestión territorial. Más bien, dicha campaña trataba de desestabilizar el Estado,
y crear así un malestar en la opinión pública que forzara la abolición de las medidas
de extradición. Éste era el propósito principal de los intentos de asesinato que fue-
ron dirigidos contra toda una serie de figuras destacadas, dirigentes políticos, jueces,
e incluso de los atentados indiscriminados que emplearon la técnica del coche
bomba entre otras 25 . Sin lugar a dudas, la creciente canalización de la violencia

a; Entre éstas se encuentra la explosión de un avión a medio vuelo.


170 DANIEL PÉCAUT

facilitó que se recurriera a estos métodos. Ya en 1984, el cartel de Medellín mató a un


ministro de justicia sin que se generara un sentimiento duradero de repulsa. Esta
acción, por su parte, tampoco fue impedimento para que, al poco tiempo, ciertas
figuras preponderantes entablaran por su cuenta negociaciones con este cartel. Ade-
más, este caso puso de manifiesto que se había producido un cambio. Por primera
vez, un grupo armado hacía uso de la violencia con objeto de desestabilizar el propio
Estado. Nunca había ocurrido nada semejante en la larga historia de la violencia en
Colombia. Algunas personas clave habían sido asesinadas, como Gaitán en 1948, y
otras se habían visto obligadas a salir del país 24 pero nunca se había tratado de
,

atacar la propia marcha del Estado por medio de actos violentos de este tipo.
Además, durante bastante tiempo los grupos de la guerrilla se habían jactado de ser
distintos de cualquier otro tipo de terrorismo. Se había roto una especie de tabú, y a
raíz de aquello se reestructuró todo el ámbito de la violencia.
El terror dirigido contra los militantes de la Unión Patriótica, otras organiza-
ciones sindicales y activistas políticos tampoco tiene una base territorial. Su princi-
pal objetivo es meramente político. Ante todo, se trata de una alianza entre los
narcotraficantes, el ejército y los dirigentes políticos locales para tratar de eliminar
una fuerza de la oposición que tiene su origen en el escenario siempre cambiante de
la guerrilla. Ciertamente, los narcotraficantes tienen otros objetivos, entre ellos mer-
mar la influencia de la guerrilla en las áreas que se encuentran bajo su control. Sin
embargo, la práctica sistemática de un tipo desterritorializado de terror político des-
de luego constituye un alejamiento de las formas preestablecidas de violencia.
Las masas campesinas en buena medida imputaban la responsabilidad de ese
terror al ejército. Esta acusación general no puede achacarse únicamente a los
numerosos abusos que el ejército cometió durante sus operaciones rutinarias. Des-
de luego, es importante tener en cuenta que para muchos individuos éste era el úni-
co nexo de unión que tenían con el Estado, y que el Estado no se comportó como
era de esperar. En parte puede deberse a que el ejército tiende a realizar incursiones
militares sólo de forma ocasional, no se establece en un territorio y apenas se
esfuerza por crear redes de protección. Este modo de actuar en cierto modo buro-
crático, que se basa en el movimiento continuo de las tropas, impide que las Fuer-
zas Armadas se familiaricen con determinados grupos de habitantes de una
localidad. El ejército a menudo obra a ciegas, agrupando a las masas campesinas
y las guerrillas si resulta conveniente para sus propósitos, pero dejando de nuevo
campo abierto a las guerrillas cuando se retiran. Quienes viven en estas condicio-
nes no tienen ningún margen de maniobra. Es más, el ejército engloba también a
los paramilitares, en quienes delegan las Fuerzas Armadas la mayoría de las ope-
raciones de masacres a gran escala, así como la tarea de controlar los territorios. En
comparación con el ejército, las fuerzas de la policía urbana tienen una reputación
aún peor. Durante el curso de las operaciones en la «guerra» contra el cartel de
Medellín, apenas se diferenció su comportamiento del de los ejércitos de las zonas
rurales: llegaron a irrumpir brutalmente en las barriadas donde se sospechaba que
vivían quienes daban cobijo a los sicarios, y a asesinar y torturar sin ningún mira-
miento. Apenas cabe duda de que estos abusos de poder que cometieron las fuer-
zas de la ley y el orden están en el origen de la tolerancia que muestra la población

24 A partir de 195o, así les ha ocurrido a algunos de los principales dirigentes del partido liberal.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 1 71

hacia las peticiones y excesos de otros grupos armados mientras no vayan más allá
de lo que se considera admisible.
Ocupémonos ahora del otro tipo de terror, que está ligado a las relaciones entre
las redes y sus bases de control territorial. Ya nos hemos referido a la relación de com-
plementariedad que se entabla entre la protección y la violencia. Pero incluso cuan-
do no se dan enfrentamientos entre los grupos armados es posible que la violencia
cotidiana, banal, se vea transformada en terror.
La degeneración de los grupos armados puede venir como consecuencia de la
continuación de la violencia, y en muchos casos se manifiesta en algo más que en
mero cohecho y corrupción. Así sucede también en el caso del narcotráfico: por
ejemplo, en su fase final, el cartel de Medellín se vio envuelto con frecuencia en ajus-
tes de cuentas internos. Los grupos de la guerrilla y los paramilitares tampoco han
sido capaces de evitar esos arranques justicieros. Todo guerrillero presencia
algún violento episodio de derramamiento de sangre. Desde los setenta, Fabio Vás-
quez Castaño, el líder del ELN, estableció un precedente al matar a la mayoría de los
universitarios que se habían unido a su organización. Las FARC han sido capaces de
salvaguardarse de esas purgas. Sin embargo, los asesinatos de este tipo eran nume-
rosos y constantes, y se encargaban de ellos el secretariado central o el bloque local,
los dirigentes de primera línea. Se sabe, por ejemplo, que Braulio Herrera, a quien
se le encomendó recuperar el control del valle medio del Magdalena a finales de los
ochenta, fue responsable de tantas ejecuciones que al final fue expulsado del país.
Más recientemente, durante los enfrentamientos con los paramilitares en Urabá, un
dirigente de las FARC ordenó que se matara a todo el que no mostrara el suficiente
coraje en la lucha. El caso más intranquilizador y siniestro, sin embargo, se produjo
en 1987, cuando dos de los dirigentes del frente de Ricardo Franco (un disidente de
las FARC que durante algún tiempo había tenido relación con el M 19) ejecutaron
personalmente en Tacueyo a casi todos los miembros de sus tropas (cerca de dos-
cientos hombres), llevado por la sospecha de que entre ellos podía haber agentes
secretos infiltrados. Esta masacre provocó tal clamor e indignación que influyó en la
decisión del M 19 de entablar negociaciones con el gobierno, y también contribuyó
a que las guerrillas perdieran credibilidad.
Aunque el terror puede restringirse al interior de los propios grupos armados, y
de hecho lo hace, esto afecta aún más a la población civil. Una facción de las FARC,
atrincherada en Puerto Boyacá a principios de los ochenta, exigió indiscriminada-
mente unos impuestos desorbitados y elevadísimos rescates a los familiares de los
secuestrados, incluso a los más pobres. Ante esto, el pueblo se alió con los paramili-
tares y se supeditó a su protección, que de todos modos se basaba en el miedo y en la
práctica de la denuncia. De hecho, la existencia de informantes dispuestos a delatar
a cualquier «sospechoso» está presente en la definición misma de las redes de pro-
tección. Una vez se acostumbra a la ley del silencio, la población termina por apren-
der a no fiarse de nadie. Simplemente cruzar las fronteras que separan las redes de
protección de las del rival, incluso en las actividades cotidianas, basta para generar
una acusación de traición.
La inseguridad puede aumentar en una situación de terror. Ya hemos aludido
anteriormente al cambio de lealtades en la zona de Puerto Boyacá. También se
dan casos de desertores que cambian de bando. Esta práctica se ha hecho tan común
que ha llevado a las poblaciones de distintos lugares a desconfiar de todas las redes,
I 72 DANIEL PÉCAUT

incluso de las que aparentemente son más sólidas y están mejor establecidas. En esos
casos, los desertores pueden hacerse con ciertas informaciones que les permitirían
vengarse sin compasión si la zona se viera obligada a cambiar su adhesión. En este
sentido, destaca lo ocurrido en la pequeña localidad de La India en Santander, un
corregimiento de Cimitarra 25 Las FARC llevaban mucho tiempo en el poder en esta
.

zona, imponiendo su protección, no sin excesos. Cuando ciertos miembros


comenzaron a desertar para alistarse después con los paramilitares, el máximo cargo
se vengó intensificando los castigos contra la población civil. Algún tiempo des-
pués, sin embargo, también él desertó para unirse a las fuerzas paramilitares. Las
situaciones de este tipo fomentan la desconfianza no sólo hacia la red, sino también
hacia el vecino.
Una situación donde está instaurado el terror se hace más evidente cuando se
produce un conflicto territorial entre varios de los grupos involucrados. La «pro-
tección» puede convertirse en un modo de enfrentamiento bélico, y las «fronteras»
pueden convenirse en el lugar donde se producen conflictos y combates indiscrimi-
nados. No es casualidad que donde más ha azotado el terror, llegando a ser casi
crónico, sea la región de Urabá. Todos los grupos armados están presentes en la
región porque, además de ser un centro productor de plátano, también está estraté-
gicamente emplazado en la frontera con Panamá. Esto significa que gran parte de la
droga y las armas pasa por el puerto de Turbo y por otras rutas comerciales del lugar.
Durante algún tiempo los grupos armados rivales consiguieron el objetivo prio-
ritario de mantener el tráfico. Las FARC, las milicias, los narcotraficantes, los
paramilitares y su líder Fidel Castaño (un miembro del cartel de Medellín antes de
convertirse en el enemigo número uno de Pablo Escobar) se plegaron a una espe-
cie de modus vivendi en el propio puerto de Turbo. Pero eso no impidió que varios gru-
pos lucharan, en paralelo, por el control. El conflicto se desarrolló en torno a una
serie de ejes que fueron cambiando con el tiempo.
A principios de los ochenta, los propietarios de las plantaciones de plátano
llevaron a cabo una profunda campaña de desgaste contra las organizaciones de
trabajadores. Dos organizaciones de la guerrilla instaladas en Urabá se enzarzaron
en un enfrentamiento entre 1985 y 1987. Los sindicatos también entraron en el
conflicto, puesto que cada grupo guerrillero pretendía extender su radio de acción.
A partir de 1987, animados por los narcotraficantes y el ejército, los grupos para-
militares comenzaron a dar luz verde a la violencia. La cantidad de medios que
tenían a su disposición quedó de manifiesto al año siguiente en una serie de masa-
cres de las que fueron víctimas sobre todo los miembros del EPL. El EPL final-
mente depuso las armas en 1991, momento a partir del cual las FARC y un brazo
disidente del EPL han tratado de hacerse con el control del territorio que ante-
riormente controlaba el EPL. Las masacres se sucedieron rápidamente, a veces,
como ocurrió en agosto de 199 5, produciéndose más de una por semana. Volvieron
a las armas muchos veteranos del EPL, esta vez aliados con el ejército y los para-
militares. Desde 1995, una gran ofensiva de los paramilitares, con el nombre de las
Autodefensas Unidas de Córdoba y Urabá, reconquistó toda la región, expulsó a
las FARC (que se vieron obligadas a refugiarse en las montañas) y provocó el éxo-
do de miles de personas de la zona.

z5 Véase García, Hijos de la violencia.


DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 173

Este tipo de cambios y confluencias en los ejes en torno a los cuales se articu-
lan los conflictos y las alianzas se traduce en una serie de atrocidades. Sin lugar a
dudas, los paramilitares son los máximos responsables de ellas. Pero todos los gru-
pos armados siembran el terror, y ninguno de ellos monopoliza las frecuentes y
violentas masacres que a menudo se desatan por simple venganza. Todos los gru-
pos llegan a requerir los servicios de los sicarios para asesinar sin temor a ser des-
cubiertos. Los cambios en la situación del ejército tienden a fomentar las
deserciones, que a su vez agudizan los sentimientos de inseguridad. Durante la
ofensiva que llevaron a cabo en 1996, los paramilitares eliminaron numerosas de
las fuerzas que estaban aliadas con las guerrillas, mientras que animaron a los
miembros de otras a unirse a sus filas ofreciéndoles más del doble de la cantidad
que les pagaban aquéllas. Docenas de guerrillas abandonaron sus propias organi-
zaciones, lo que facilitó atacar con gran precisión. De esta manera, no es inusual
que los asesinos lleguen a una barriada determinada con una lista ya hecha de los indi-
viduos «condenados». Esto no es óbice para que también lleven a cabo atentados
aleatorios e indiscriminados. Como se ha adelantado en las páginas anteriores, quie-
nes forman parte de las redes están organizados en capas concéntricas. Además, los
asesinos no siempre distinguen entre los que son militantes y los civiles que por
casualidad viven en los lugares próximos. De hecho, el uso del terror trata preci-
samente de intimidar al conjunto de la población.
La intensidad que ha alcanzado el terror en Urabá no se debe únicamente a las
masacres y otros horrores del estilo. También está relacionada con las pautas hete-
róclitas de rivalidad que son consecuencia de la forma en que se intercalan los terri-
torios controlados por los diferentes grupos armados. Las fincas vecinas, las
diferentes zonas de un mismo pueblo o incluso los miembros de una sola familia
pueden pertenecer a redes diferentes. Esto crea una situación de desconfianza gene-
ralizada, incluso en el interior de las familias. Las redes no precisan imponer la
«ley del silencio»; más bien, son los propios individuos quienes la adoptan como
medida de seguridad en sus relaciones diarias con el prójimo. Poco margen de actua-
ción tienen estos individuos que prefieren «no ver ni oír nada malo». El éxodo al
que se han visto obligados los habitantes de pueblos y de barrios enteros demues-
tra que el concepto del «enemigo» puede llegar a ser muy amplio. En otras zonas,
la población tiene la posibilidad de ponerse en las manos de otro «protector». A los
paramilitares no les falta el apoyo del pueblo. Los terratenientes y la pequeña bur-
guesía de las ciudades no son los únicos que en el fondo se alegran de la expulsión
de los grupos de la guerrilla y de sus aliados. Buena parte de la población normal
también comparte este sentimiento, hastiada como está de sus exigencias y de su
enfrentamiento sin fin.
La región de Urabá no es como el resto, en primer lugar por la guerra intestina que
libran los grupos guerrilleros y en segundo lugar porque ninguno de los sectores
que recurren a la violencia puede permitirse perder el control de esta zona sumamen-
te estratégica. Sin embargo, la mezcla de terror y protección que se da en la zona es
más típica: la misma combinación se encuentra en el valle medio del Magdalena y en
otras del país. En los entornos urbanos, es común que los grupos de la milicia se trans-
formen en bandas y comiencen a practicar el chantaje y la delincuencia. A menudo
dicen estar atacando barriadas próximas, cuando en realidad están protegiendo las
suyas. En cualquier caso, el resultado es el mismo: una situación cotidiana de terror.
174 DANIEL PÉCAUT

Para evitar que la población considere siquiera la posibilidad de manifestar algún


tipo de resistencia, el terror se acompaña de terribles escenas de horror. Durante
una época, el uso de armas más sofisticadas puso fin al penoso ritual de mutilar los
cuerpos que ya caracterizó a La Violencia de los años cincuenta. El simbolismo de
los asesinatos en masa debe mucho a las series de televisión norteamericanas y mexi-
canas. De hecho, parte del entrenamiento que recibían los sicarios de Medellín con-
sistía en imitar las acciones de los protagonistas de dichas series. En este contexto, las
prácticas de la etapa anterior, como la intensificación paulatina de las amenazas o el
anuncio anticipado de las muertes con la emisión de listas negras y otros avisos pasa-
ron a ser reliquias del pasado. Sin embargo, últimamente el terror, y en particular
el que implantan los grupos paramilitares, ha reinstaurado esas antiguas prácticas.
De forma regular aparece en algún lugar público un cuerpo desmembrado, a modo
de aviso para los posibles enemigos.
Los que viven supeditados a este terror no tienen dónde volver los ojos. Las
autoridades públicas no ofrecen protección alguna. Es más, las fuerzas de la ley y el
orden también tienen un papel destacado en estos actos terroristas, y, como hemos
visto, la justicia brilla por su ausencia. En este contexto, la prohibición de empren-
der acciones colectivas es más significativa que las que imponen las redes armadas.
Un grupo de alcaldes afiliados a la UP, que en principio contaban con el apoyo de las
FARC, trataron de ofrecer servicios de apoyo a la población local. En la práctica,
sufrieron tanto las amenazas de los paramilitares como las exigencias y la interven-
ción armada de las FARC. De hecho, casi todo este grupo de alcaldes ha sido asesi-
nado. Las FARC a menudo han mostrado su escepticismo hacia la adhesión que
dicen tener estos políticos con la paz permitiéndoles que puedan ser considerados
«mártires». Hay, sin embargo, toda una serie de líderes locales que ha tratado de
movilizar a la población contra la violencia y que ha conseguido que los grupos
armados reconozcan su neutralidad. Hasta ahora, las iniciativas de este tipo han sido
inevitablemente efímeras. En 1987, los dirigentes de La India, una localidad a la
que nos hemos referido anteriormente, trataron de asumir este reto y, con el apoyo
de algunos sectores de la Iglesia, pidieron a los paramilitares y a los grupos de la gue-
rrilla que respetaran la neutralidad de su territorio. Pero el imperio del miedo volvió
a instaurarse en 1990 con el asesinato de esos líderes y de un buen número de habi-
tantes de la zona. En virtud de un acuerdo entre los principales partidos políticos,
entre los que se encontraban los comunistas, resultó elegida en 1995 en Apartado, la
capital de Urabá, una alcaldesa, Gloria Cuartas. Su designación había sido fruto de un
amplio consenso contra el terror. Como respuesta, se intensificó ese terror: los para-
militares mostraron su total indiferencia a la alcaldía con un acto de terror particu-
larmente desalmado 26 los comunistas denunciaron el acuerdo entre partidos y, al
;

final, el terror no sólo no se redujo, sino que aumentó. En Aguachica, un municipio


de César, también se intentó establecer la neutralidad apelando al apoyo moral inter-
nacional. Pero las actividades de los paramilitares se han extendido igualmente a
esta región, donde se presencian hoy en día asesinatos y masacres.
El terror puede interpretarse como un paso más en un proceso más amplio de
desinstitucionalización de la violencia. El hecho de que este análisis ponga más

z6 En el acto de barbarie mencionado se produjo la decapitación de una criatura de corta edad ante
la presencia de Gloria Cuartas y los niños de un colegio del lugar.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 17 5

énfasis en el papel de los paramilitares que en el del ejército propiamente dicho no es


gratuito. El ejército ha puesto de manifiesto repetidamente su incompetencia ope-
rativa. Si bien el presupuesto que se le destina se ha quintuplicado en los últimos
años, esto no se ha traducido en una mayor eficacia. Aun cuando en algunos casos se
hayan tomado medidas disciplinarias contra los más altos cargos, cuando se ha pro-
bado su participación en las atrocidades o su apoyo a los paramilitares, ha surgido un
problema que se ha dado en llamar en las altas esferas «el síndrome del Procurador»,
que a menudo fomenta una actitud «a la espera». El síndrome no evita, y en algunos
casos incluso fomenta, la continuidad de las actividades clandestinas de las fuer-
zas paramilitares más eficaces.
El ejército no es el único que delega en agentes particulares la tarea de combatir
las guerrillas. Desde 1995 hay un amplio consenso implícito sobre el tema, parti-
cularmente entre las asociaciones relacionadas con el sector ganadero y en el seno de
algunos movimientos políticos. Toda esta situación se ha agravado con la merma
de autoridad que han sufrido las organizaciones gubernamentales y con el consi-
guiente descrédito que se han granjeado todas las instituciones públicas.

EL TERROR SILENTE
La difusión del terror debería traducirse en el fin del carácter cotidiano y banal
de la violencia. Los afectados por ella viven experiencias intolerables. Los actos de
crueldad y barbarismo extremos son elementos importantes que emplean los dife-
rentes grupos en la persecución racional de sus metas estratégicas. Sin embargo,
dichos actos constituyen a su vez una especie de abuso que se hurta a esta raciona-
lidad. Y esto es, si cabe, más chocante por cuanto las referencias al antagonismo no
se articulan en ningún momento en torno a conceptos de «idealismo» (idéalités) 27 que ,

a su vez están integrados en la naturaleza más común de la violencia y que ponen en


entredicho tanto cualquier forma de relación social como una naturaleza común a los
individuos. Así, lejos está de ser cierto que la instauración del terror lleva necesaria-
mente aparejado el final de la banalidad de la violencia. En esta última sección,
expondré las razones que lo explican.
La primera razón se halla en el contexto institucional más amplio, donde se inte-
gran dos aspectos que coadyuvan a lograr la invisibilidad del terror. Por una par-
te, las normas institucionales han sufrido los efectos de la violencia. La ineficacia de
la ley y de la justicia penal, a la que ya nos hemos referido, colabora en la banalización
del terror, si bien no es el único factor. Puesto que el sistema judicial penal se ha vis-
to supeditado a las reglas de la negociación y el regateo, las normas legales y jurídi-
cas han perdido su función reguladora. El sistema de reducción de las penas, que se
implantó en 1991, pasó pronto a encubrir una sutil forma de pactar con los narcotra-
ficantes. Ni que decir tiene, el hecho de que a éstos se les aplicaran, al menos duran-
te un tiempo 28 , unas penas irrisorias, alimentó el sentimiento generalizado de

27 Este tipo de conflicto (en torno a las idlalités) es crucial en la reflexión de Balibar en su trabajo
«Violencia: idéalité et cruauté». Para este autor, es importante establecer una conexión entre la expresión
de los ideales de la violencia y la propia violencia.
28 A los principales miembros del cartel de Medellín, como los hermanos Ochoa, se les impusieron
penas de sólo dos años. A una figura fundamental del cartel del norte del Valle del Cauca, sospechoso de
176 DANIEL PÉCAUT

impotencia. En 1993 fue revisado el Código Penal, previo acuerdo con los represen-
tantes legales de los narcotraficantes. De un modo más general, la corrupción de
la clase política incluso en las instancias más altas, da prueba de que la ilegalidad y la
iniquidad son la norma en las instituciones públicas. De todo ello se deduce que
estas instituciones están implicadas en la violencia.
Por otra parte, Colombia sigue insistiendo en que se le reconozca como un país
donde gobierna el imperio de la ley. La Constitución de 1991 avanzó mucho en lo que
se refiere a la ampliación y consolidación de los mecanismos necesarios para la pro-
tección de la cultura democrática. Las organizaciones que luchan en pro de los dere-
chos humanos han comenzado a estar presentes en todas las instituciones de las
autoridades públicas, incluido el ejército. Aunque éste tiene un amplio margen de
maniobra a la hora de elegir las tácticas y estrategias que sigue, no puede eludir el
control de esas autoridades 19 . Como ya se ha adelantado, se han impuesto medidas
disciplinarias a algunos altos mandos del ejército; también la policía ha sido objeto de
una depuración. Durante los dos últimos años, las actividades de la Fiscalía han ser-
vido, cuando menos, para minar el grado de aceptación social de que gozaban los
narcotraficantes y para arrojar luz sobre los niveles que alcanza la corrupción políti-
ca en el país. El Tribunal Constitucional, amparándose en la ley, ha impugnado la
declaración del estado de emergencia. Podría decirse que este tipo de medida no es
usual en los países latinoamericanos, a pesar de la batalla que se libra contra la «sub-
versión». Tanto el gobierno como los medios de comunicación tienen prohibido el
empleo de la palabra «guerra» en sus declaraciones. Desde 198 2, el gobierno ha dia-
logado con los representantes de la guerrilla en varias ocasiones. Estas charlas, ade-
más de conseguir que el M 19, el ELN y el grupo guerrillero Quintín Lame aceptasen
decretar un alto el fuego y deponer las armas, también trajeron como consecuencia,
cuando menos, una pérdida de la credibilidad política de los grupos de la guerrilla
que siguieron utilizándolas. La opinión pública rechaza de plano un enfrentamiento
frontal contra las guerrillas y otros grupos armados. A veces esto deja entrever el
deseo de que se alcance una solución pacífica y negociada, pero en muchas ocasiones
tiene su origen en el miedo que suscita la perspectiva de un enfrentamiento militar

haber llevado a cabo varios asesinatos masivos, al principio se le impuso una pena de prisión de sólo tres
años, que más tarde se ampliaron hasta seis. A finales de 1996, ante la perspectiva de la desautorización de
los Estados Unidos, el gobierno y el Congreso colombianos aumentaron estas penas y tomaron medidas
para confiscar los bienes a los narcotraficantes. No parece que, a corto plazo, la última medida haya teni-
do mucho efecto, dada la sofisticación del sistema que emplean para poner sus propiedades a nombre de
diversos testaferros para ocultar su verdadero valor.
29 Algunos autores sugieren que el ejército colombiano es casi «autónomo». Uno de ellos es Leal
Buitrago, en El oficio de la guerra. Aunque el término «autonomía» no es demasiado claro, es necesario dis-
tinguir entre las fuerzas militares con capacidad para imponer su propio programa social a las autoridades
civiles (como, por ejemplo, el ejército argentino o brasileño), y una autonomía operativa directa. El ejér-
cito ha sido incapaz de lograr hacerse un puesto en la vida política, al pesar sobre sí el desprecio de las eli-
tes encarceladas durante la tradición civilista. La formación geopolítica del ejército se limita a la que se
proporciona en las academias militares, y su presupuesto, que durante mucho tiempo ha sido muy redu-
cido, debe ser aprobado por el Congreso Nacional. Como contrapartida, las elites le concedieron toda la
libertad necesaria para realizar sus operaciones militares. Esto fue un cáliz envenenado, puesto que, sin un
programa político claro, el ejército actuó desorientado, viéndose obligado a improvisar día a día su res-
puesta ante los acontecimientos. La referencia a la «seguridad nacional» es puramente retórica. Ninguno
de los cargos militares parece haber dado una definición clara de lo que significa esta «seguridad».
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 177

definitivo, con todas las consecuencias que ello podría acarrear en lo relativo a las
libertades civiles. Pero este respeto «teórico» al imperio de la ley no puede acabar
con la violencia. Al contrario, deja la puerta abierta a que se extienda aún más su
lógica, dado que «orden» y «violencia» llegan a verse como si estuvieran inextri-
cablemente relacionados 3° Y, sobre todo, una situación como la actual empaña la
.

visibilidad tanto de la violencia como del terror, que terminan por asumirse como los
últimos e inevitables reductos del imperio de la ilegalidad.
La segunda de las razones que explican por qué el terror no pone fin a la banali-
dad o cotidianidad de la violencia radica en el hecho de que el terror no puede
explicarse únicamente a través de relaciones de alianza y hostilidad. Indudablemen-
te, en ciertas zonas y momentos puede darse la situación descrita. Los enfrenta-
mientos entre las guerrillas y los paramilitares se configuran como una guerra frontal
despiadada que interrumpe toda la normalidad de las actividades comerciales. Esos
conflictos reflejan así mismo un problema de polarización social. En otras regiones,
sin embargo, prosiguen las relaciones entre los diversos grupos armados, como de
hecho requiere el funcionamiento ininterrumpido de la economía de la droga. No
obstante, es posible que esté disminuyendo la rentabilidad de este sector económico.
Entre las causas pueden apuntarse la variación que han sufrido los precios internos
como resultado de la desorganización de las redes de la droga a raíz de la detención
de un buen número de jefes de los diferentes carteles, y la diversificación del tráfico
hacia otros países, particularmente hacia México. Sin embargo, los datos no indican
que se haya producido una reducción de la superficie destinada al cultivo de coca, y
sí una ampliación de la dedicada al cultivo de la adormidera. El influjo de las FARC
en estas tendencias es considerable. En realidad, el cultivo de coca está bajo su con-
trol, y son los campesinos a pequeña escala, que tradicionalmente se han visto muy
afectados por la influencia de la guerrilla, los que han empezado a producir heroína.
Así continúa, pues, este juego de múltiples vertientes, en el que los traficantes y las
FARC son socios en ciertos sitios y enemigos en otros. Ni siquiera el terror pone en
duda la naturaleza prosaica de la violencia. Hay muchos intereses ocultos tras las
intervenciones de los paramilitares. Tras la recuperación de los terrenos invadidos,
el terror se rentabiliza, en la medida en que el precio de la tierra y de los negocios en
tales regiones sufre siempre un aumento considerable.
Las relaciones de rivalidad y alianza, aunque se den en ciertos lugares, general-
mente no establecen una frontera definida entre los grupos armados y los que los
apoyan. En las zonas azotadas por el terror, la población sin lugar a dudas se encuen-
tra atrapada entre dos bandos antagónicos. La mayor parte de las veces, sin embar-
go, estos dos bandos no se diferencian claramente en términos políticos. Las
distinciones políticas han perdido casi todo su significado para el pueblo. Las tasas de
abstención en los comicios, que ya han alcanzado el 8o%, lo indican claramente. El
escaso valor que se otorga a la vida política lo ponen de manifiesto las guerrillas
cuando tratan de movilizar a la población sin asegurarse todo su apoyo, o cuando
renuncian una y otra vez a proponer a candidatos en su línea y apoyan, en lugar de
eso, a los candidatos de los partidos tradicionales (aunque sólo sea para tenerlos bajo
su control). En muchos sentidos, nos encontramos ante una sociedad en la que se
encuentran en proceso de desaparición muchos de los aspectos institucionales de la

30 El lector puede remitirse a mi propio estudio, L'Ordre et la violente.

12
178 DANIEL PÉCAUT

cultura política moderna. En ciertos aspectos, se perciben vestigios de las formas


políticas del siglo xix, basadas en las identidades colectivas y en las relaciones de
clientelismo 31 La única diferencia estriba en que en muchas áreas estos dos rasgos
.

se mantienen en la actualidad simplemente gracias a la coerción. Los conflictos y


las relaciones de poder en el ámbito local son una realidad que estructura la sociedad.
Éstos no hacen referencia alguna a una realidad imaginaria, ni tampoco presentan el
conflicto político como algo irremediable e inevitable.
La tercera de las razones por las que la violencia puede seguir siendo banal, a
pesar de la instauración del terror, está relacionada con el recuerdo de la violencia de
otros periodos, especialmente el de La Violencia, de 1946 a 1964, cuyos aconteci-
mientos perviven en la memoria colectiva de diversas formas. En primer lugar se
encuentra el recuerdo de la guerra civil entre dos bandos establecidos, cuyas rela-
ciones se enmarcan en una imaginería de amor y odio. Por causa de los horrores que
trajo consigo este conflicto, dicha memoria pervive en la actual oposición que des-
pierta cualquier posibilidad de que vuelva a producirse un enfrentamiento frontal. A
la vez, esta memoria colectiva no se plasma en ninguna forma socialmente recono-
cida. Con el acuerdo que en 1958 puso fin al conflicto y dio paso a un gobierno
del Frente Nacional, se corrió un tupido velo sobre lo sucedido. A lo sumo, se llegó
a admitir que había prosperado una forma determinada de la barbarie. De hecho, esta
idea de la barbarie sirvió para exonerar a las elites del papel fundamental que habían
desempeñado en la generalización de la violencia, que se atribuyó casi por completo
a la supuesta inmadurez de la clase obrera y los campesinos. Estos últimos, de hecho,
sólo sacaron del conflicto el sabor amargo de la humillación y la derrota. Se habían
enfrentado entre sí para los Otros (es decir, las elites), en un marco que los ataba a
aquéllos. La mayoría de las bajas del combate pertenecía a la clase obrera y al cam-
pesinado, para acabar en el banquillo de los acusados. Su experiencia formaba parte
de una historia sin sentido. Pasó a integrarse en la «intrahistoria», la historia oculta
que no podía contarse a las claras.
No es casualidad que el recuerdo de la Violencia se manifieste de tres formas
diferentes, que apenas guardan parecido entre sí. La primera es la oposición que
suscitan los dos partidos políticos. Esta explicación permite rebajar la importancia
del resto de los factores, incluidos los intereses socioeconómicos, y también per-
mite eclipsar la subordinación de la clase obrera y los campesinos a las elites. Las
posturas políticas ligadas a un partido han perdido parte de su importancia, pues-
to que el sufrimiento de aquellos tiempos ya resulta algo arcano. La segunda for-
ma en que se manifiestan estos recuerdos es en el modo en que cada cual articula su
experiencia particular, que no forma parte de ninguna reconstrucción colectiva
del periodo de La Violencia. Esta situación deriva de la naturaleza fragmentada y
singularizada de estas experiencias individuales. Sin embargo, también ilustra que
no se ha conseguido construir un marco más amplio para explicar los hechos, en los
que podrían, al menos parcialmente, integrarse los puntos de vista particulares. En
su lugar, sólo constan los relatos privativos de cada individuo, que están mezclados
con los detalles empíricos de los propios sucesos. La tercera forma en que emerge
la memoria del periodo es a través de una reelaboración mítica de su significado,
que es la única forma posible para que se configuren las experiencias compartidas.

31 Véanse Guerra, Le Mexique; Demélas, politique.


DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 179

Las víctimas, en este sentido, resaltan la continuidad de la violencia, y subrayan


que «siempre ha existido». Desde esta perspectiva, la violencia de 1946 fue una
extensión de la que se vivió en 193 2 y 1933, que, por su parte, fue una continuación
de la Guerra de los Mil Días (1899-1902), a su vez un conflicto que prosiguió la vio-
lencia de las guerras civiles del siglo xlx.. La Violencia, de este modo, llega a ver-
se como una circunstancia azarosa, o como un tipo de desastre, un desastre natural.
Todo lo que les ha ocurrido a las víctimas desde entonces —migraciones, cambio
de las pautas de trabajo y transformación de los valores— se achaca a la violencia de
este periodo. En este caso, la violencia ha tomado las características de un mito.
Este recuerdo fragmentario del pasado es determinante a la hora de estructurar
la forma de percibir los acontecimientos actuales. Se nota todavía la pervivencia
de un sentimiento de humillación perceptible en la ira de las clases obreras y de
los jóvenes campesinos involucrados en la violencia de una forma u otra. Esta ira les
impulsa a retomar el curso de los acontecimientos previos, tanto para conseguir un
resultado final diferente, como para ahondar más en las veredas ocultas de la intra-
historia del pasado. La desconfianza que les inspira el Estado y los dirigentes políti-
cos se asienta sobre unos sentimientos muy enraizados de resentimiento. A pesar de
todo, las antiguas divisiones políticas entre los partidos siguen moviendo las con-
ciencias de gran parte de la población. Es notoria la fragmentación de opiniones. Las
formas de acción colectiva han quedado desbancadas por la violencia, y esto obliga
a la población a encerrarse en sí misma, una vuelta ésta a la interioridad que también
está relacionada con el amplio legado de la disolución de los lazos sociales. En este
contexto, las representaciones míticas del pasado pierden parte de su prestancia y
de su atractivo. Si acaso, ahora más que nunca goza de aceptación la idea de que la
violencia actual no difiere de la del pasado, y la de que la sociedad está basada fun-
damentalmente en relaciones de fuerza.
A este tipo de recuerdo puede responsabilizársele en parte del proceso de la bana-
lización de la violencia, pues hace que ésta se perciba como si siempre hubiera existi-
do en unas formas más o menos parecidas a las actuales, como si formara parte de
la naturaleza misma de las cosas. Esto es una complicación añadida cuando se trata
de decidir qué es novedoso en la situación actual y a la hora de hacerse una idea de
qué ocurre realmente. Esta confusión es generalizada en Colombia: no sólo en las
regiones donde sólo recientemente se ha asentado la población, en las que el Estado
apenas ejerce control, si es que lo ejerce, sino también en las principales ciudades y en
otras regiones que ya llevan algún tiempo plenamente integradas en la economía
comercial. Un ejemplo muy ilustrativo es el de la pequeña localidad de Trujillo, al
norte del departamento de Valle, situada muy cerca de una de las principales rutas
de transporte y de un centro muy importante de producción de café 32 , que no puede
ilustrar mejor las continuidades y discontinuidades que caracterizan los fenómenos
violentos en Colombia.
El municipio de Trujillo se fundó en 1931. Al principio estaba controlado por
grupos liberales elitistas que se aseguraron que la mayoría de los habitantes perte-
neciese a su partido, llegando incluso hasta el extremo de reclutar miembros entre los
presos. Los primeros conflictos sociales surgieron cuando una persona notable

32 La crónica que sigue a continuación se basa en gran medida en el excelente trabajo de Leon Ate-
horma Cruz, El podery la sangre.
18o DANIEL PÉCAUT

reclamó un terreno que se consideraba hasta entonces propiedad pública, alegando


una serie de títulos de propiedad que databan de la época colonial. A partir de 1942,
los dirigentes conservadores trataron de establecer una red de relaciones basada en
el clientelismo. Los años de La Violencia les brindaron la oportunidad que necesita-
ban para ello, y una serie de incidentes en los que se produjeron masacres y se ins-
tauró el terror permitió al conservadurismo apoderarse de toda la localidad. La
mayoría de la población se vio obligada a huir o a unirse al partido conservador. Uno
de sus dirigentes adquirió las tierras «abandonadas» a un precio irrisorio, de suerte
que amasó una fortuna y a la vez acumuló el poder que le permitió mantener su posi-
ción indiscutible como el mayor terrateniente y optar más tarde a ocupar puestos en
la política a nivel departamental y nacional. Aunque el 9o% del electorado local
seguía apoyando a los conservadores por estas fechas, la violencia seguía siendo la
norma, y pasó a asociarse con las luchas internas entre las diversas facciones conser-
vadoras. El terrateniente local pudo mantener su posición privilegiada alimentando
constante y estratégicamente el terror. Dependiendo de las ocasiones, él mismo ase-
sinaba a los miembros de la oposición, o contrataba los servicios de mercenarios
para eliminarlos, logrando así que los partidarios de la oposición huyeran y que su
control siguiera siendo absoluto en la zona. A pesar de estas fechorías, los dirigentes
nacionales del partido le homenajearon en 1978. Sin embargo, a partir de 5980, apa-
recieron una serie de fuerzas en el municipio de Trujillo avaladas por nuevas formas
de violencia. Un frente del ELN se instaló en la zona, granjeándose el apoyo de
numerosos campesinos. A la vez, un poderoso narcotraficante, instalado en un
municipio vecino, comenzó a acumular tierras.
Los sucesores de aquel gran terrateniente emplearon todos los medios a su
alcance para mantener su dominio en la zona. La presencia del ejército y un sacer-
dote del lugar también trataron de mantener el modus vivendi. Sin embargo, el miedo
se hizo una realidad omnipresente; todos eran conscientes de que podía desencade-
narse el terror en cualquier momento. Tres incidentes, sin embargo, consiguieron
cambiar la situación drásticamente. Una rama disidente del M 59 llegó a la zona en
I990, asegurando tener secuestrados a los narcotraficantes. Al mismo tiempo, el
ELN organizó una marcha a la Playa de Trujillo, a la que se obligó a ir a los campe-
sinos. Finalmente, a principios de 5995, un miembro del ejército colombiano murió
en una emboscada. Durante los días siguientes, todos los «sospechosos» murieron
uno a uno a manos del ejército y de los grupos paramilitares vinculados a los nar-
cotraficantes. Como consecuencia de una acción del ejército y de los paramilitares se
registraron más de 120 muertos, entre los que se encontraba el sacerdote local.
Estos hechos se mantuvieron en secreto durante algún tiempo, pero terminaron
saliendo a la luz. Por primera vez, el Estado se ha visto obligado a asumir res-
ponsabilidades por la situación.
A la luz de este ejemplo, cabe hacer una serie de observaciones generales:
s. Se observan claras diferencias en las sucesivas décadas en lo que se refiere a los
objetivos de la violencia y los agentes que han tomado parte en ella: en los años
treinta, en los cincuenta, los sesenta y los noventa. Los episodios de violencia se
han sucedido con la suficiente regularidad como para producir una sensación
general de continuidad. La ausencia de signos claros o de hitos históricos compli-
ca la reconstrucción social de la memoria y su inserción en una secuencia histórica
de acontecimientos.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 1 81

a. La violencia explícita ha pasado claramente a estar presente en todas las relaciones


de poder que rigen en la sociedad colombiana. Estas relaciones de violencia están
por encima de las instituciones existentes. En 1978, cuando el gobierno del Fren-
te Nacional llevaba en el poder veinte años, no se consideró que los asesinatos
organizados por un líder local conculcaran el imperio de la ley.
3. Peligra incluso el umbral mínimo de derechos civiles ya alcanzado. A título ilus-
trativo basta señalar que el procedimiento para conseguir los derechos sobre la
propiedad es complejo, y que la violencia surte el efecto de limitar el alcance de
la legislación a los que tienen en su poder títulos de propiedad acreditados, por
ejemplo a los hacendados de las zonas productoras de café. Como consecuencia,
otros campesinos se encuentran en un estado de inseguridad permanente en sus
vidas cotidianas.
4. La ciudadanía política es tan frágil como los derechos civiles: no tiene protección
alguna. Ocurre lo mismo con las formas colectivas de identidad, que están supe-
ditadas al control de las diferentes redes y que han pasado a estar caracterizadas por
una completa heterogeneidad. Apenas hay diferencias entre las relaciones que vin-
culan a determinados pueblos con un terrateniente, con los grupos de la guerrilla
o con cualquier otro grupo.
5 . Aunque el terror es el que acapara los titulares, la transición de la violencia común
al terror tiene lugar de una forma bastante paulatina, sin excesivas discontinuida-
des. La masacre sucedida en 1991 se reconoció oficialmente, pero esto no es sino
una excepción. Es más frecuente que se considere que este tipo de incidentes es
ajeno a toda secuencia firmemente trabada de acontecimientos.
6. En un municipio como Trujillo, se hace dificil hablar de la existencia de fronteras,
aun invisibles, en relación con la violencia. La población está permanentemente
atrapada en las relaciones que mantienen los diferentes grupos armados.
7. El terror que se da a este nivel ciertamente se engrana en un fenómeno más amplio
de alcance nacional. Con todo, el entorno global apenas es significativo para
los que están inmersos en la realidad diaria del terror. Este dato ayuda a explicar
por qué el terror no puede integrarse sin problemas en una secuencia más
amplia de acontecimientos históricos. La representación del terror no termina de
materializarse.

CONCLUSIÓN

Algunos de los principales aspectos que he tratado de recalcar son la banalidad de


la violencia y la imposibilidad de construir una representación significativa del terror.
Entre los efectos colaterales de estas características, destacaría dos: la fragmentación
de la percepción del individuo y el carácter deslavazado de la opinión pública.
Este trabajo se ha centrado en la experiencia que los individuos tienen de la vio-
lencia y el terror. Ahora bien, ¿de qué individuos estamos hablando? Todos se
encuentran en la confluencia de una serie de fuerzas contrapuestas. El individuo, a un
mismo tiempo, está encerrado en las redes de control y a la vez obligado por una
estrategia de supervivencia; es escéptico en cuanto a las instituciones públicas, pero
por otra parte también busca «amparo estatal». Estas diversas presiones no llegan a
fundirse. Como consecuencia, ni siquiera puede darse por supuesta la permanen-
cia de la identidad individual ". No es de extrañar que la única forma en que se

33 Sobre este tema, véase Ricoeur, Soi-méme comete Autre.


I82 DANIEL PÉCAUT

manifiesta una identidad estable es en una concepción de las cosas en la que la pasi-
vidad del individuo le lleva de una situación a otra.
La situación en que se encuentra la opinión pública es algo mejor. La población
reacciona ante los acontecimientos cuando éstos tienen una importante dimen-
sión simbólica. Pero incluso en estos casos los sucesos pronto caen en el olvido,
pues se suceden entre sí a gran velocidad. El sentimiento colectivo vuelve a su
estado inicial. Excepto en momentos muy trágicos, apenas ha habido signos de
malestar social. La opinión pública sobre una diversidad de temas (incluido el narco-
tráfico), y las políticas adoptadas con respecto a las guerrillas, la violencia y la corrup-
ción, bien no se manifiestan de ninguna manera especial, bien van cambiando según
las circunstancias (lo que viene a ser lo mismo). También van variando sus exigen-
cias, pasándose de la defensa acérrima de las negociaciones a la solicitud de que se
recurra a la fuerza. Ocurre lo mismo, afortiori, con relación al terror. En este sentido,
los que manejan la opinión pública apenas están expuestos a él. El recuerdo de los
asesinatos colectivos en serie que ocurren en Urabá se vuelve muy nebuloso. Si bien
los primeros incidentes impactaron mucho a la gente, según fueron sucediéndose
han ido reduciéndose a articulitos en la sección de «noticias breves» del periódico. La
implantación de la violencia en las ciudades aumenta el desorden y socava todos los
puntos de referencia tradicionales. La nula reacción a los avances de los paramilita-
res y a la estela de horrores que van dejando que se percibe en la actualidad demues-
tra a qué niveles llegan el desorden y la desorientación.
Según se ha expuesto, la violencia se convierte en un modo de operar que soca-
va los cimientos de todas las instituciones sociales establecidas. Aunque legalmen-
te el Estado sigue existiendo, parece que tiene escaso control, o ninguno, sobre el
curso de los acontecimientos. La intervención de los Estados Unidos introdujo a la
fuerza un tercer elemento en los conflictos de la zona, al forjar una imagen en la que
los grupos armados locales se configuraban como una comunidad de delincuentes.
Y el empleo del ultimátum también tiene sus límites: puede alterar la percepción de
la situación, pero a menudo significa introducir un elemento más en el conflicto.
Independientemente del poder militar que pueda demostrar, cabe preguntarse has-
ta qué punto los Estados Unidos pueden erigirse en representantes del imperio de
la ley, y menos imponerlo en Colombia, por muchas deficiencias que presente el
orden legal vigente.
TERCERA PARTE

¿TRANSICIONES DEMOCRÁTICAS PACÍFICAS?


PERSPECTIVAS Y PROBLEMAS
VIII

MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO:


PSICOLOGÍA POLÍTICA DE LA TRANSICIÓN
DEMOCRÁTICA EN CHILE
Patricio Silva

Desde hace varios años, Chile está dividido en dos países claramente definidos que no
se miran, no se tocan y no se conocen; pero se intuyen y se temen. Esta situación encie-
rra —sin duda— un enorme riesgo, porque pasar del miedo al odio y del odio a la
agresión es una evolución casi natural que nos lleva inevitablemente a la lógica de
la guerra, como sucedió en septiembre de 1973'.

-1- 4 a transición democrática chilena es considerada como una de las más exitosas
de la ola democratizadora que experimentó América Latina en la década de los
ochenta. Desde un punto de vista político, el traspaso de poder de un gobier-
no militar a otro civil surgido de las urnas se llevó a cabo de forma ordenada y sin
convulsiones políticas o sociales. A esto hay que añadir el alto grado de consenso
alcanzado entre las principales fuerzas políticas del país tras la restauración demo-
crática 2. A su vez, en lo referido al crecimiento y la estabilidad fiscal, la evolución
económica de Chile ha recibido continuas alabanzas por parte de los organismos
financieros internacionales 3 . En el ámbito social, los gobiernos democráticos han
desarrollado, con evidente éxito, sendos programas para ampliar el acceso a la salud,
la educación y la vivienda de los sectores sociales de menores recursos. Además, la
eliminación de la extrema pobreza ha sido declarada objetivo prioritario del país, y su
consecución, se ha previsto para el año 2010, cuando se cumpla el bicentenario de
su independencia.
No obstante, bajo la urdimbre de esta prometedora escena política se adivina
un profundo y dificil proceso de aprendizaje que, marcado por una batería de
factores psicológicos y emocionales, ha dado lugar a un comportamiento y una

Politzer, Miedo en Chile, pág. u.


z Véanse Allamand, Centroderecha; Foxley, Economía política.
3 Véase Bosworth et al. Chileno Econoney.
,
186 PATRICIO SILVA

serie de actitudes fácilmente identificables entre los principales actores de este pro-
ceso de cambio. Se podría decir que la sociedad chilena en su conjunto sigue trau-
matizada por su historia política más reciente. No obstante, este trauma nacional
tiene un rostro diferente según la tendencia política e ideológica de cada perso-
na. Entre los sectores derechistas, el recuerdo de la radicalización del conflicto
social, las huelgas, la violencia callejera, la escasez de alimentos y bienes de consumo,
y la amenaza comunista (real o imaginaria) que constituía el gobierno de Unidad
Popular tuvo un fuerte impacto psicológico. Desde fuera es muy difícil com-
prender su apoyo incondicional, apasionado y explícito al gobierno militar si no se
tienen en cuenta los efectos políticos de este trauma. Por su parte, el recuerdo
imborrable del martes 11 de septiembre de 1973 no ha dejado de causar una tris-
teza y una amargura profundas entre los entusiastas partidarios de Allende. La
«irreversibilidad del proceso socialista», de la que todos estaban convencidos,
quedó hecha trizas de un cruel plumazo. Tras ello, la persecución, los maltratos y
la tortura física, la inseguridad laboral, la represión ideológica y, para muchos, la
dolorosa experiencia del exilio que siguieron al golpe acabaron por conmocionar
a la izquierda chilena.
En este capítulo nos proponemos analizar los componentes principales del mie-
do político en Chile y de qué formas ha influido este factor psicológico en las acti-
tudes y el comportamiento de los actores políticos más importantes de la transición
democrática. En mi opinión, la búsqueda casi obsesiva de acuerdos y consenso entre
la coalición democrática y la oposición —que, de hecho, ha sido fundamental en el éxi-
to del camino a la democracia— revela la profunda aprehensión arraigada en ambas
partes, producto no sólo de las experiencias pasadas sino de las muchas incertidum-
bres que suelen generarse en los procesos de transición. No pretendo, claro está,
reducir la explicación de la transición democrática chilena a la lógica del miedo
porque es obvio que dicho proceso se ha visto condicionado por numerosos facto-
res políticos, institucionales, económicos y culturales 4 Sencillamente, quiero subra-
.

yar el papel que desempeñan los componentes psicológicos en los cambios de


régimen; un papel que hasta ahora no ha recibido suficiente atención en el estudio
de la transición a la democracia en Chile.
En la primera parte del capítulo, indago en la memoria colectiva de la experien-
cia democrática que concluyó bruscamente con el golpe militar y que está presen-
te en diversos sectores de la sociedad chilena. Me centraré en dos aspectos del
miedo producido por la crisis del sistema político chileno en los primeros años de los
setenta: la «percepción de amenaza» y el «llamamiento a la autoridad». Por otro lado,
mencionaré el arduo y amargo debate producido en el seno de la izquierda chilena
sobre las causas de la debacle de la experiencia del gobierno de Allende. En la segun-
da parte del capítulo, comento los principales mecanismos utilizados por el gobier-
no militar para mantener el sentimiento de temor instalado en la población como
base de su propia legitimación ante sus afines y como un instrumento de disuasión
contra sus adversarios. En la tercera parte, analizo el comportamiento político de los
seguidores del régimen militar durante los años que precedieron a la restauración
demócrática; unos años en los que los recuerdos y temores del pasado condiciona-
ron su actitud frente a Pinochet y las fuerzas democráticas. En la parte final de este

4 Véase Drake y Jaksic, Struggiefor Democrag.


MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 187

capítulo, describo el esfuerzo realizado por los gobiernos democráticos para acabar
con las ansiedades y convencer a los grupos financieros, las Fuerzas Armadas y los
partidos políticos de derecha de su capacidad para gobernar el país y de la bondad de
sus objetivos.

EL PERSISTENTE RECUERDO DEL PASADO

En su influyente estudio sobre la aparición de regímenes burocrático-autori-


tarios en el Cono Sur, O'Donnell centra su atención en las profundas crisis econó-
micas y políticas que precedieron la toma de poder de los militares en Brasil (1964)
y Argentina (1966) f . Este elemento de interpretación se aplicó posteriormente
a los golpes de Estado de Chile (1973), Uruguay (1973) y, de nuevo, Argentina
(1976), en los que se descubre un periodo previo de conflicto sociopolítico gene-
ralizado que se vio acompañado de una grave crisis económica y fiscal. Esta situa-
ción produjo una aguda «percepción de amenaza» entre las élites económicas, que
pensaron que la crisis ponía en peligro el orden político y económico existente.
Según O'Donnell:
Cuanto más se siente la amenaza, mayor es la polarización y la explicitud del conteni-
do de clase de los conflictos anteriores a la implantación de los regímenes burocrático-
autoritarios. Esto, a su vez, suele aumentar la cohesión de las clases dominantes y la
subordinación a ellas de la mayor parte de las clases medias, ahondando el sentimien-
to y los efectos de la derrota de la clase popular y sus aliados. La explicación es múlti-
ple: en primer lugar, una percepción mayor de amenaza otorga, dentro de las Fuerzas
Armadas, mayor peso a los sectores duros no preocupados [. . 1 por la consecución
inmediata de la «integración social»; en segundo lugar, y muy en relación con lo ante-
rior, el aumento de la sensación de amenaza hace crecer el apoyo al uso sistemático de
métodos represivos para lograr la desactivación política de las clases populares y la
subordinación de sus organizaciones de clase, fundamentalmente los sindicatos 6 .

La percepción de amenaza constituye un factor clave para entender la for-


mación de una coalición golpista en Chile que acabó derivando en el golpe de
Estado de septiembre de 1973. No obstante, sus repercusiones van más lejos. Para
empezar, el sentimiento de amenaza no se limitaba a los grupos sociales domi-
nantes, sino que era percibido también por las clases medias y algunos sectores de
la popular. Además, se trata de un elemento importante no sólo para entender el
golpe militar, sino también el comportamiento político de los seguidores de Pino-
chet durante su régimen en general, y durante el periodo de transición en particular.
Dicho de otro modo, la percepción de amenaza se convierte en una experiencia
histórica que hace que se generen y reproduzcan durante mucho tiempo senti-
mientos de lealtad y desconfianza, impidiendo la formación de un clima de con-
senso nacional.

5 O'Donnell, Modernization.
6 O'Donnell, «Reflections», pág. 7.
88 PATR ICIO SI LVA

La amenaza del otro

Si nos remontamos a los últimos días de la democracia chilena previa a Pino-


chet, nos encontramos con una nación muy dividida, excesivamente politizada y
polarizada, en la que un gobierno de izquierda tenía la firme determinación de esta-
blecer un modelo socialista en el país, algo a lo que una amplia oposición interpuso
por todos los medios una resistencia encarnizada'. Si lo comparamos con otros
casos similares del subcontinente, nos damos cuenta de que el grado de crisis pre-
golpista y la percepción de amenaza fueron altísimos en Chile. En palabras de Rem-
mer, «no hay otro lugar en el Cono Sur donde haya habido una percepción de crisis
más generalizada, ni haya sido tan palmaria la 'amenaza ejercida desde abajo' como
en Chile» 8 .
Al contrario de otros países del Cono Sur, en Chile este sentimiento no sólo lo
provocaron determinados sectores políticos y sociales, sino también el propio gobier-
no al tratar de cambiar de forma explícita el orden sociopolítico y económico exis-
tente. Además, la percepción de amenaza de las élites económicas no sólo se debió
al temor a que se actuara contra sus intereses, algo que ya había ocurrido con las
expropiaciones de tierras, empresas y bancos. Lo que realmente estaba en juego era su
propia supervivencia como clase social así como la del sistema capitalista. La lucha
entre Unidad Popular y las fuerzas antiallendistas fue especialmente virulenta en las
zonas rurales, donde el proceso de expropiación de tierras generó un clima de con-
frontación total entre los terratenientes y los campesinos 9 .
Las clases medias fueron clave en la caída de Allende. Aunque al principio el
gobierno de Unidad Popular contó con el apoyo de un sector de este amplio grupo
social, hacia fines de 1971 se hacía patente el desencanto de la clase media con el
gobierno. La radicalización, movilización y combatividad crecientes de las capas
urbanas marginales intimidaron claramente a la clase media, que vio en la agitación
popular una verdadera «rebelión de las masas». Por otra parte, la profunda crisis
económica y el consiguiente desabastecimiento de alimentos y productos de consu-
mo habían causado un gran temor en los sectores pudientes, que veían sus hábitos de
consumo y su forma de vida seriamente amenazados I°.
Más importante aún, dicha percepción se había propagado hacia el interior del sec-
tor uniformado, que temía el establecimiento de un poder militar paralelo desde de los
sectores más radicalizados de la izquierda. Así mismo, los líderes militares tenían mie-
do a que se infiltraran en su institución agitadores izquierdistas y a que se produjera una
insurrección desde las mismas filas del ejército y la marina. Por último, las Fuerzas
Armadas estaban especialmente sensibilizadas ante la idea de su propia participación en
el gobierno de Unidad Popular, como había pedido Allende en noviembre de 1972, ya
que esto podía conducir a la politización de las instituciones militares I.

7 Véase Garretón y Moulian, Unidad Popular.


8 Remmer, Military Rule, pág. x 16.
9 Véase Silva, «The State, Politics and the Peasant Unions».
lo Véase Vylder, Allende', Chile. En este sentido, la prensa, que estaba en su mayoría en manos de
las fuerzas opositoras, llegó a desempeñar un papel decisivo al generar, e intensificar, los temores de las
clases medias. (Véase también Dooner, Periodismoy política.)
II Valenzuela, Breakdounsof Democratie Regimes, págs. 98-103.
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLITICA 189

Una sociedad saturada

Desde una perspectiva sociológica más amplia, la crisis generalizada del país
produjo un clima de inseguridad colectiva en toda la población. Tironi, siguiendo un
enfoque durkheimiano, define el problema de la siguiente manera:
La efervescencia, la desestabilización de la vida ordinaria, el desvanecimiento del lími-
te entre individuo y colectividad, no pueden ser sino transitorios; a la larga producen
agotamiento, hastío, y después de un tiempo, una reacción imprevisible. En Chile,
hacia 1973, en vastos sectores de la sociedad cundió un incontenible cansancio. Ante
la falta de canales capaces de ritualizar la efervescencia, para que así la sociedad recu-
perara la unidad y la rutina, ella se trastocó abruptamente en una fuerte demanda auto-
ritaria. Desde el punto de vista político, en efecto, la situación chilena parecía sin
salida [...1. A mediados del año 1973, mucha gente comenzó a inclinarse por buscar
una salida, la que fuese, a una situación psicológica angustiante. Las salidas, lógica-
mente, eran extraconstitucionales".

De un lado, los sectores izquierdistas más radicalizados exigieron a Allende


mano dura contra la oposición sediciosa para restablecer su autoridad presidencial.
Del otro, la oposición adoptó una estrategia claramente putchista diseñada para el
derrocamiento violento del gobierno por parte de las Fuerzas Armadas, para poner
fin a lo que se consideraba una situación de anarquía y para reponer el principio de
autoridad. Al final, no quedó espacio en Chile para aquellos sectores moderados
que apoyaban una solución negociada entre las principales fuerzas políticas que evi-
tara el desmoronamiento de la democracia chilena.
El gobierno de Salvador Allende y su triste final son de amargo recuerdo tanto
para adversarios como partidarios, ya que supuso el fracaso de la sociedad chilena en
su conjunto. Este sentimiento es más agudo aún en la izquierda, que tras el golpe de
Estado inició un largo y doloroso debate para descubrir las causas de la caída de Allen-
de —un debate que se convirtió en un verdadero ejercicio de terapia colectiva—. Los
primeros ensayos al respecto, en su mayoría informes de partidos en el exilio, tuvie-
ron un carácter excesivamente ideológico y recriminatorio, ya que los partidos
izquierdistas se acusaban los unos a los otros del trágico final. De puertas afuera,
la izquierda utilizaba la palabra derrota para hablar del golpe de Estado, resaltando así
el carácter netamente militar de la caída de Allende y con la intención de presentar las
instituciones armadas como un diabulus ex machina que interrumpió de manera ines-
perada la consolidación del socialismo en Chile. Con el paso del tiempo, sin embargo,
tuvo lugar un proceso de desmitificación y secularización de la experiencia de Unidad
Popular, con lo que los análisis empezaron a centrarse en los errores y falencias del
gobierno de Allende. Llegado un momento, algunos líderes políticos comenzaron a
hablar abiertamente de fracaso en relación con el experimento de Unidad Popular,
poniendo el acento en la responsabilidad que tuvo la propia coalición en la debacle' ; .

Hubo numerosos líderes políticos de izquierda que no sólo constataron los errores

z Tironi, Autoritarismo, págs. z x5 1z6.


-

13 Véanse Garretón, «Evolución política»; Silva, «Social Democracy».


190 PATRICIO SILVA

colectivos, sino que asumieron el golpe de Estado como un fracaso personal. De esta
experiencia traumática había una lección muy importante y dolorosa que aprender: el
día en que llegara el final de la dictadura habría que evitar a toda costa que se repitie-
ran los errores que condujeron a esta tragedia colectiva. Las profundas marcas deja-
das por esta página de la historia no cesaron de salir a flote en las palabras y los
pensamientos de los líderes de izquierda durante el periodo de transición y tras la
restauración de la democracia en 1990 14.
Como veremos a continuación, el temor al retorno de la crisis política y econó-
mica del periodo pre-golpista condicionó el comportamiento político de la mayor
parte de los actores políticos chilenos. También en la actualidad continúa ejerciendo
una fuerte influencia.

LA INSTITUCIONALIZACIÓN DEL MIEDO

Tras el golpe de Estado, el poder militar comenzó una brutal campaña de repre-
sión de todos los sectores sociales y políticos que habían apoyado al depuesto gobier-
no de Unidad Popular. Nunca antes en América Latina se había producido una ola de
represiones parecida tras la toma del poder por parte de los militares. Miles de chile-
nos fueron encarcelados, torturados y asesinados por las fuerzas de seguridad. El
increíble grado de violencia empleado por las Fuerzas Armadas generó un profundo
sentimiento de terror entre quienes anteriormente habían apoyado al gobierno de
Unidad Popular ".

Protección ante la inseguridad


Con vistas a otorgar legitimidad al nuevo gobierno militar, las autoridades ini-
ciaron una amplia campaña de información mediática contra el anterior régimen, al
que acusaron de la inestabilidad social y política de los años precedentes '. Como
recuerdan Constable y Valenzuela:
La propaganda oficial dio una relevancia especial a la violencia y el caos de los años de
gobierno de Allende, y presentó el golpe como un acto glorioso de liberación. En
cierto folleto se mostraba una fila de personas aguardando al racionamiento de pan

14 El ministro secretario general del gobierno de Aylwin, Enrique Correa, figura de gran rele-
vancia dentro del partido socialista chileno, expresó sin ambigüedades este sentimiento en una entrevis-
ta: «Hemos hecho muchas concesiones, pero por esas concesiones hemos ido construyendo la democracia
que tenemos [...] Hemos construido un orden político y económico que será muy estable. Y el aporte del
socialismo quedará vinculado a este éxito, así como antes estuvo vinculado al fracaso de la experiencia
del `70. Los socialistas del futuro serán herederos del éxito de esta coalición, no del fracaso del pasado»,
El Mercurio, a de febrero de 1 99a.
5 Politzer, en Fear la Chile, reproduce las historias y las palabras de algunos ciudadanos chilenos,
de los que se desprende el profundo miedo creado por la dictadura militar.
16 También para legitimar el golpe de Estado y extender el miedo entre la población, el gobierno mili-
tar anunció la existencia del denominado «Plan Z», mediante el cual el gobierno depuesto habría planeado
el asesinato de algunos líderes destacados de la oposición, empresarios y altos mandos militares influyentes,
y sus familias. A pesar de que no se aportaron datos convincentes sobre d citado plan, muchos chilenos esta-
ban más que dispuestos a creer cualquier tipo de acusación contra el gobierno de Allende.
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLITICA 191

mientras Allende amontonaba whisky y pornografía en escondites secretos. En otro


libro se confrontaban escenas del pasado y el presente de Chile, utilizando textos hiper-
bólicos: ayer había escasez, «caos, ambulancias, violencia», y hoy hay orden, abun-
dancia y «una nueva moralidad» ".

De este modo, el nuevo gobierno militar se presentaba como el único garante del
orden, la seguridad de los ciudadanos y la autoridad. Es lo que Samuel Valenzuela ha
denominado la «legitimación inversa» del gobierno militar. El propósito era otorgar
validez al nuevo régimen e incluso recabar apoyo para el mismo, señalando los defec-
tos reales o exagerados del anterior 18 . De hecho, la propuesta de restablecimiento
del orden tras un periodo de intensos cambios y movilizaciones sociales fue muy
bien recibida al principio por numerosos chilenos como una alternativa al periodo
anterior de polarización y confrontación social. En este contexto, la dictadura se
veía como un «mal menor» en comparación con las incertidumbres y el miedo pro-
ducidos por el gobierno de Unidad Popular ' 9.
Aunque los militares utilizaron su supuesta capacidad para garantizar la segu-
ridad a la ciudadanía como una de sus bases de legitimación, en realidad las nuevas
autoridades generaron de forma consciente el temor y la inseguridad entre la
población a través de diversos mecanismos. El gobierno trató así de convencer a los
chilenos de que la existencia y la continuidad de un régimen autoritario eran nece-
sarias para enfrentarse adecuadamente a las persistentes amenazas del pasado. En
lugar de intentar normalizar la situación política lo antes posible, las Fuerzas
Armadas trataron de institucionalizar el estado de emergencia inicial otorgando a
la «amenaza comunista» un carácter permanente en la vida nacional. La idea era que
el enemigo había perdido una batalla pero no la guerra, y que estaba aguardando el
momento preciso para volver a atacar a la nación. Como consecuencia, el país
permaneció en estado de guerra durante un año, a lo que siguieron dos años más de
estado de sitio. Posteriormente, además, se consolidó esta situación de excepción
institucionalizada en un estado de conmoción nacional. Durante muchos años se aplicó
el toque de queda en las principales ciudades para mantener la sensación de anoma-
lía y amenaza entre la población 2°. Con el objetivo de despertar el patriotismo
chileno y el apoyo al gobierno, se apuntó al «comunismo internacional», personi-
ficado por Cuba y la Unión Soviética, como la principal amenaza para el país.
Según el gobierno, estos países nunca perdonarían a Chile que hubiera terminado
con la dominación comunista en el país y, por lo tanto, permanecerían al acecho ante
una nueva oportunidad para atacar.
En junio de 1974, Pinochet creó la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA),
para coordinar las actividades represivas de las secciones de seguridad de los diver-
sos cuerpos de las Fuerzas Armadas. Las facultades otorgadas a la DINA eran casi
ilimitadas, al operar sin cortapisas en la represión de los disidentes. Fue la organiza-
ción responsable de la mayor parte de los casos de «desaparecidos» durante el perio-
do de gobierno militar. La DINA se convirtió rápidamente en el principal

17 Constable y Valenzuela, Nation of Enemies.


18 Valenzuela, «Democratic Consolidation», págs. 78 79.
-

19 Lechner, Patios interiores, pág. toz.


zo Véase Tapia, Terrorismo de estado.
192 PATRICIO SILVA

instrumento de Pinochet para la consolidación de su mandato personal. Como seña-


la Arriagada:

Sería difícil llegar a exagerar sobre el grado de poder que adquiría el Jefe del Estado
mediante el control de la DINA. Desde mediados de 1974 [. 1 la DINA se convirtió
en la columna vertebral del régimen. Ningún otro órgano chileno tenía mayor
influencia en la vida nacional. La autoridad absoluta del presidente sobre la DINA
anulaba de forma efectiva cualquier ilusión de paridad entre aquél y quienes en los
meses inmediatamente posteriores al golpe de Estado habían sido sus compañeros de
armas e iguales...

En 1977, tras una amplia serie de condenas internacionales y críticas de la Igle-


sia católica chilena, la DINA fue sustituida por la Central Nacional de Inteligen-
cia (CNI) con el objetivo de «legalizar» la represión. Es importante subrayar que
tanto la DINA como la CNI tenían como misión el mantenimiento del miedo
entre la población. Según Garretón, tras la creación de la DINA:
La represión se hizo más selectiva, combinando actos encubiertos de asesinato o
secuestro con acciones espectaculares que, presenciadas por la totalidad de la pobla-
ción, estaban destinadas a crear miedo [...] [L]a CNI siguió a la DINA en casi todos sus
métodos [...] Entre 1977 y 198o, mientras estaba siendo definido el modelo político, la
represión fue más dirigida y destinada a provocar temor y quebrar la moral. Predo-
minaron las detenciones masivas, las deportaciones internas, las expulsiones y la tor-
tura, aunque hubo también algunas ejecuciones, llevadas a cabo con el pretexto de
enfrentar resistencia armada ".

El mismo Pinochet también mencionaba sistemáticamente los peligros a los que


se enfrentaba la nación. En un amplio estudio, Munizaga señala la incitación al mie-
do como un tema recurrente en los discursos públicos de Pinochet. Según ella:
El discurso de Pinochet tiene como finalidad la intensificación del sentimiento de
inseguridad y temor [...] La inseguridad, el miedo y la ansiedad —que son elementos
que acompañan siempre y ejercen una profunda influencia en la vida de los hombres y
en la sociedad, así como en las incertidumbres creadas en todo proceso de crecimien-
to económico y cambio social— son los pilares en los que el gobierno militar pretende
sustentarse obteniendo la adhesión incondicional de sus seguidores 13 .

Entre ingratitud" el temor

El miedo fue también un factor decisivo en la actitud de los empresarios chi-


lenos hacia el gobierno militar. Los empresarios industriales y agrícolas fueron los
más proclives a aceptar los sacrificios contenidos en el plan del gobierno para rees-
tructurar la economía en conformidad con los principios del libre mercado. Dos
gestos fueron suficientes para que pudieran expresar su confianza y optimismo hacia
las medidas adoptadas por la junta militar: la nueva seguridad que lograban con

zi Arriagada, Pinocbet, págs. i8- 9.


az Garretón, «Evolución política», pág. 161.
23 Munizaga, Discurso público, págs. 19-20.
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 193

respecto a sus tierras y la desarticulación de los sindicatos y el movimiento campesi-


no. A pesar de los riesgos evidentes de las nuevas medidas económicas (reducción de
aranceles, supresión de la protección estatal, etc.), los empresarios chilenos acep-
taron el nuevo modelo económico sin reservas 24 Esta actitud no sólo se debía a su
.

gratitud hacia las Fuerzas Armadas por haberles librado de un «régimen castrista»,
sino también a sus propios temores a una recuperación de las fuerzas de izquierda
y su eventual vuelta al poder. Como señala Stepan:
La persistencia del temor en la alta burguesía fue un factor importante que contribu-
yó a que la burguesía aceptara las decisiones políticas que iban contra las clases altas
[...] pero eran, a sus ojos, el coste necesario para proteger sus intereses generales. Es
imposible comprender la pasividad del sector industrial de la burguesía chilena (una
Mar pasividad que, por supuesto, incrementó la autonomía política del Estado) si no es
dentro el contexto del temor ".

Al retirarse de forma incondicional la clase empresarial de la gestión política y


económica del país, surgió inesperadamente una nueva estructura de toma de deci-
siones en torno a los denominados «Chicago Boys», una tecnocracia civil de corte
neoliberal que a menudo mostraba un total desinterés por la opinión de los empre-
sarios 26 . Cuando, al cabo de un tiempo, las organizaciones empresariales empezaron
a criticar tímidamente algunos aspectos de la política económica, siempre trataron de
mantener diferenciada a la tecnocracia civil neoliberal de los militares al frente del
gobierno. Cada vez que protestaban por una determinada medida económica,
dirigían la crítica explícitamente a los «Chicago Boys» mientras reafirmaban su
apoyo al «honorable gobierno de las Fuerzas Armadas». Sin embargo, esta dualidad
en su discurso no dio los resultados esperados. La alianza entre el poder militar y los
tecnócratas neoliberales se había hecho muy estrecha y los uniformados no tenían
ninguna intención de interferir en la formulación y ejecución de las medidas econó-
micas 27 Según Constable y Valenzuela:
.

Los empresarios respondían con deferencia a las críticas que pudieran proceder de
los nuevos gobernadores. La memoria del reciente trauma les hacía permanecer leales
a sus liberadores, y ni siquiera los empresarios más influyentes se atrevían a ofender a
los militares por miedo a quedar marcados como disidentes o traidores. A pesar del
papel tan relevante que desempeñaron en su oposición a Allende, los líderes empresa-
riales se encontraron con que contaban muy poco para los altos cargos militares y sus
poderosos colaboradores en materia económica 28 .

Consumismoy apatía

La aplicación de las duras medidas económicas y financieras llevadas a cabo


durante el periodo de 1975 a 1977 por los «Chicago Boys» (reducción de funcionarios

24 Campero, Gremios empresariales., y Campero, «Entrepreneurs».


z 5 Stepan, «State Power», pág. 3 21.
26 Véase Silva, «Technocrats and Politics».
27 Véase Moulian y Vergara, «Estado, ideología y políticas».
z8 Constable y Valenzuela, Nation of Enemies, pág. zoz.

19
1 94 PATRICIO SILVA

del Estado, rebajas salariales y arancelarias, supresión de subvenciones, incre-


mentos de precio, etc.) se vio acompañada de una escalada represiva por parte de los
servicios de seguridad para evitar las manifestaciones de descontento entre la pobla-
ción. Sin embargo, con el paso del tiempo, la reducción del peligro de «subversión»
desbarató una de las formas más importantes de justificar la represión necesaria para
el control político de la clase popular. La desaparición del temor planteó un grave
problema para el gobierno al tener que buscar nuevas formas de legitimación para
mantener el apoyo de una parte de la sociedad. Como indica Kaufman, tarde o
temprano todos los regímenes militares del Cono Sur tuvieron que hacer frente a
este problema:
La «disminución del temor» es una característica secular de la dominación burocráti-
co-autoritaria, o al menos que ese temor no puede persistir de manera indefinida con
la misma prominencia e intensidad que tuvo durante el periodo mismo de crisis. Es
más probable que disminuya con máxima rapidez entre los sectores medios, que arries-
gan menos y que pueden ganar más que sus aliados militares y capitalistas si se aflojan
los controles autoritarios. A medida que se restaura un cierto grado de «normalidad»
en los ritmos de vida cotidiana social, puede incrementarse también el sentimiento de
seguridad, al menos entre algunos sectores pertenecientes al propio orden militar y
capitalista establecido 29.

A finales de la década de los setenta, el gobierno militar tuvo que buscar formas
de legitimación distintas de la «amenaza comunista». Las encontraron en las prome-
sas del nuevo modelo neoliberal en una época en la que la economía chilena comenzó
a mostrar claros signos de recuperación tras años de recesión. En 1978, por ejemplo,
la tasa de inflación alcanzó bajos históricos, desapareció el déficit fiscal, el superávit
en la balanza de pagos era cada vez mayor, y la economía en general gozaba de un
robusto dinamismo 3 °. El gobierno militar había comprendido claramente la impor-
tancia política del consumo. De hecho, el consumismo se convirtió en un elemento
clave para el régimen en su intento por aumentar el grado de legitimación y conso-
lidar su gestión autoritaria en el país. Como se ha señalado antes, la propaganda
antiallendista que siguió al golpe de Estado hizo especial hincapié en la cuestión del
desabastecimiento, sin duda uno de los recuerdos más traumáticos y odiosos que per-
manecían del periodo de gobierno de Unidad Popular, en particular para las clases
alta y media. Hacia el final de la década, los medios de comunicación tuvieron un
papel estratégico en el fomento de un (todavía) mayor consumo de masa en el país.
En este sentido, entre los años 1978 a 1981, se produjo un «boom consumista» en Chi-
le al ponerse al alcance de las clases medias y altas la mayoría de los bienes produ-
cidos en los países desarrollados. Como consecuencia del fuerte aumento del crédito
al consumo, ciertos sectores de la clase popular tuvieron también acceso a algunos de
los «placeres» del mundo desarrollado al poder comprar productos extranjeros
que simbolizaban la modernidad. Se podría decir que el gobierno militar pretendía
convertir a los «ciudadanos» en «consumidores». De este modó, el consumismo se
transformó en el sustitutivo de la libertad política y la participación ciudadana". Sin

29 Kaufman, «Liberalización y democratización», págs. 14 8-1 49.


3o Véase Edwards y Cox-Edwards, Monetarism and Liberatitation.
31 Véase Silva, «Modernization, Consumerism and Politics».
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 195

embargo, el elevado grado de consumo de las clases alta y media durante el


gobierno militar creó nuevos miedos en estos mismos grupos sociales, unos temo-
res que nada tenían que ver ya con el pasado, sino con el miedo a perder su nivel de
vida, que en no pocos aspectos era mucho mayor que el que habían tenido jamás
antes del periodo de gobierno de Allende.
Con el transcurso del tiempo, el miedo se convirtió en apatía, indiferencia moral
y, finalmente, política. Brunner habla de lageneracio'n del conformismo, una generación
que aceptaba la fragmentación social y el individualismo causados por el mercado
y que sentía grandes suspicacias ante la política debido a las incertidumbres que ésta
generaba". Como veremos en el apartado siguiente, las incertidumbres provoca-
das por la contienda política tuvieron mucho que ver con la reaparición de los temo-
res de la transición democrática.

TRANSICIÓN A LA INCERTIDUMBRE

La gran importancia otorgada al crecimiento y la estabilidad económica como


formas de legitimación del régimen se convirtió en el talón de Aquiles del mismo. Al
contrario de otros conceptos ideológicos menos claros, como los usados tradicio-
nalmente por los regímenes populistas, los objetivos económicos del gobierno se
podían medir fácilmente y habían sido reducidos a unas variables muy precisas: alto
crecimiento del PNB, baja tasa de inflación, aumento de las exportaciones, etc.
Por ello, hacia finales de los setenta, en algunos círculos de izquierda se dio por
hecho que con la primera crisis económica se produciría la caída del gobierno mili-
tar. Pero este análisis economicista de la realidad social olvidaba al menos dos facto-
res importantes. En primer lugar, la población chilena no estaba dispuesta a que
cayera el gobierno militar aun en el caso de una crisis económica si no había una
alternativa política aceptable. Y en segundo lugar, una crisis económica profun-
da no sólo sembraría el descontento entre las clases alta y media sino también la
agitación social y la movilización política entre las clases populares. Esto último se
toparía con la intransigencia de los grupos dominantes, para los que esta «amenaza
ejercida desde abajo» vendría a revivir los viejos temores de los primeros años de
la década de los setenta. Como argumentaré a continuación, esto queda confirmado
por la situación política chilena al comienzo de los años ochenta.

El despertar de la sociedad civil

El repentino descalabro de uno de los principales grupos financieros en 1981


produjo una onda expansiva de especulación que, a su vez, provocó el pánico
general en los círculos empresariales. Fue el comienzo de lo que se convertiría en una
profunda crisis económica. Durante los meses siguientes, muchas financieras y empre-
sas entraron en bancarrota, la producción cayó dramáticamente y el desempleo
alcanzó niveles críticos. Hacia fines de año, el PNB había descendido un 14% 33 .

32 Brunner, «Cultura política».


53 Véase Angell, «Chile since 195 8», págs. 189 ss.
196 PATRICIO SILVA

El desencadenamiento de esta crisis económica hizo «resucitar» el multipartidismo


en el país. Después de casi una década, los ilegalizados partidos políticos comenzaron
a restablecer paulatinamente sus actividades de forma cada vez más abierta, a la vez
que el gobierno militar, que mostraba signos evidentes de debilidad, procedía a
buscar una fórmula para afrontar la nueva situación política 34 . Una protesta masi-
va contra el gobierno, el 11 de mayo de 1983, marcó la reactivación de la sociedad
civil chilena. Tras la histórica manifestación, se organizaron «días de protesta nacio-
nal» cada mes en las principales ciudades chilenas para pedir la restauración de la
democracia. Al principio, el movimiento de protesta consiguió movilizar no sólo
a los sectores populares, sino también a una parte importante de las clases medias
urbanas que ya sentían las consecuencias de la recesión económica.
Sin embargo, los «días de protesta nacional» tomaron rápida e inesperadamente
un cariz radical al ser incapaz la oposición democrática de canalizar y guiar al movi-
miento de masas. Esto ocurrió sobre todo en los barrios marginales (poblaciones) de la
periferia de Santiago, donde por momentos las protestas antigubernamentales alcan-
zaron el carácter de insurrección. Las facciones radicales de la oposición, como el
Partido Comunista y el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), apoyaron
de forma activa las violentas acciones de los pobladores, unas operaciones que forma-
ban parte de una estrategia de «insurrección popular» para derribar la dictadura. El
gobierno reaccionó ante este desafio popular con la movilización de fuerzas milita-
res en las poblaciones, dando muerte a decenas de sus habitantes. Esta demostración
de poder militar provocó una fuerte conmoción entre los pobladores al recordarles
los métodos utilizados por las fuerzas militares inmediatamente después del golpe
de 1973 35 .
Como señala Tironi, «la violencia que estalló con las 'protestas' de los años
1983/84, automáticamente reavivó en la memoria colectiva el recuerdo de la cri-
sis traumática de 1973» 36 . El gobierno militar utilizó hábilmente los medios de
comunicación de masas para transmitir la imagen de la violencia de los pobladores y
resucitar los miedos de las clases medias al caos y la insurrección. A finales de 1984, las
protestas, que habían comenzado en los barrios de clase media de Santiago, casi
habían desaparecido. Tanto la «amenaza desde abajo» como la fuerte recuperación
económica experimentada en Chile desde mediados de 1984 habían calmado las
protestas de la clase media, con lo que Pinochet pudo recuperar el control de la
situación.
La oposición democrática había aprendido lecciones importantes de las «jorna-
das de protesta», unas lecciones que serían decisivas en la posterior estrategia políti-
ca para acabar con el orden militar en el país. En primer lugar, las protestas habían
demostrado que la movilización de masas no podía acabar con la dictadura, que
aún tenía fuerza y podía contar con un apoyo muy importante de la población en
general. Tras esta experiencia, los partidos de oposición democrática optaron por
un manejo cupular (de arriba abajo) buscando acuerdos en el seno de las más
altas instancias políticas en lugar de la movilización política de las masas. En segun-
do lugar, el fomento de la violencia resultó contraproducente porque también

34 Véanse Valenzuela, Militar) Rale; Cavarozzi y Garretón, Muerte), resurrección.


35 Martínez, «Miedo al estado»; Salazar, Violencia política.
36 Tironi, Autoritarismo, pág. lb.
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 1 97

legitimaba la represión militar y reavivaba el miedo al regreso de las antiguas formas


de confrontación. Las protestas colectivas también dejaron muy claro que la idea de
formar un frente unido anti-Pinochet era poco realista: las fuerzas extremistas
de izquierda habían elegido, sin lugar a dudas, el camino armado y de la violencia,
mientras que el resto del movimiento de oposición había optado por una solución
política. En tercer lugar, la oposición democrática se dio cuenta de que su prioridad
era formar lo antes posible una coalición de partidos que pudiera ofrecer una alter-
nativa moderada y creíble al régimen militar. Por último, era muy improbable que el
gobierno militar estuviera dispuesto a abandonar la estructura institucional impues-
ta por el mismo y contenida en la Constitución de 1980. Esto significaba que antes o
después la oposición democrática tendría que aceptar la validez de esta polémica
Constitución, y hacer uso del reducido espacio político que aún permitía dicha for-
ma de legislación autoritaria.

Renovación ideológica
Nos equivocaríamos, no obstante, si dijéramos que la intención de la oposición
de desarrollar una estrategia política moderada tuvo únicamente que ver con lo
aprendido de las protestas. Más bien, esta experiencia sirvió de catalizador del lar-
go y penoso proceso de acercamiento entre democratacristianos y socialistas. Indi-
caré brevemente aquí los principales rasgos de este fenómeno, dado que se vio
fuertemente influido por el trauma golpista y la subsiguiente represión.
Como he señalado anteriormente, lo primero a lo que tuvo que enfrentarse la
izquierda chilena fue a su propia responsabilidad en la caída de Unidad Popular. Los
debates en el exilio sobre la dictadura y la democracia a la luz de lo sucedido con el
golpe de Estado y el gobierno autoritario de Pinochet tampoco fueron nada fáciles.
La brutalidad del golpe y las atrocidades cometidas por los militares dejaron una
profunda huella en la conciencia de los partidos de izquierda y sus seguidores. Esto
tuvo consecuencias ideológicas. La eliminación de determinados derechos huma-
nos fundamentales y de las garantías de la ciudadanía fue algo totalmente nuevo
para los chilenos. Cuando los militantes de izquierda luchaban por el estableci-
miento de una dictadura del proletariado en Chile, muy pocos de ellos habían
llegado a plantearse cuál era el verdadero significado y las consecuencias en la
práctica del concepto «dictadura». Desde septiembre de 1973, los chilenos tuvie-
ron la amarga oportunidad de comprobar lo que significaba vivir realmente bajo
una dictadura. El régimen militar hizo que muchos chilenos tanto dentro como fue-
ra del país adoptaran una posición firmemente antiautoritaria. Aunque al princi-
pio se trató de una reacción directa al régimen de Pinochet, pronto tuvo lugar
una reformulación sustancial de las actitudes acerca de temas fundamentales como
la libertad, la democracia, la dictadura, el pluralismo y la tolerancia política. La
restauración de la democracia se convirtió en la principal demanda de la oposición
chilena. Muchos se dieron cuenta de que esta exigencia no podía utilizarse sólo
para acabar con Pinochet. Así, numerosos socialistas abandonaron su antigua pos-
tura de considerar la democracia simplemente como un instrumento para alcanzar el
poder, y empezaron a verla como un fin en sí misma. Como consecuencia de lo que
se denominaría un proceso de «renovación», los socialistas chilenos comenzaron a
I 98 PATRICIO SILVA

considerar la democracia, según Arrate, como «el espacio y límite de la acción


política» 37 .

A principios de la década de los ochenta, muchos líderes socialistas empezaron


a ver la creación de una alianza de centro-izquierda con los democratacristianos
como la única manera de formar un gobierno amplio, sólido y estable con mayoría
electoral. Así mismo, se dieron cuenta de que dicha alianza sólo sería posible si sus
objetivos políticos se limitaban a la restauración de la democracia (el principal obje-
tivo común), lo que significaba que habría que evitar toda demanda socialista que
pudiera poner en peligro esta alianza 38. En el interior del Partido Demócrata Cris-
tiano (PDC) se produjo en esa época un proceso similar de «renovación ideológica».
Esto activó la autocrítica en cuestiones como la decisión de gobernar como «partido
único» durante el gobierno de Eduardo Frei Montalva (1964-70) por no haber
agotado todas las posibilidades de diálogo con el gobierno de Unidad Popular para
evitar la desintegración del sistema democrático, y por su propia responsabilidad en
la caída de Allende. El PDC también llegó a la conclusión de que una alianza con los
sectores moderados de los socialistas chilenos era una postura factible y deseable si se
quería que la izquierda tomara el camino de la democracia 39.

El plebiscito de 1981y sus consecuencias

La Constitución de 1980 establecía que en 1988 se llevaría a cabo un plebiscito


para que los chilenos decidieran si querían que se prolongara o no el mandato de
Pinochet durante otros ocho años. Cuando se aprobó la Constitución, en 198o, la
economía chilena estaba en fuerte progresión y la confianza del régimen y el triun-
falismo se hallaban en su apogeo. El gobierno había previsto que para 1988 Chile
estaría disfrutando de un mayor nivel de prosperidad económica y que, por lo tan-
to, la población apoyaría con entusiasmo la continuidad del régimen militar 49.
Nadie hubiera esperado que unos años más tarde el modelo neoliberal sufriría una
grave crisis, y que el gobierno militar tendría que hacer frente a una creciente
oposición política.
En agosto de 1983, democratacristianos, socialistas y otros partidos políticos
pequeños formaron la Alianza Democrática (AD), de centro-izquierda, con el

37 Arrate, Fuerza democrática, pág. 2 34.


38 Walker, «Nuevo socialismo»; Silva, «Social Democracy».
39 Véase Huneeus, «Partidos políticos». Algunos líderes democratacristianos como Alejandro
Foxley comenzaron a hablar en esa época de la necesidad de dibujar un «proyecto nacional», aunque éste
se dio cuenta que no sería fácil debido a los muchos temores que dividían al pueblo chileno: «La expe-
riencia traumática de los últimos años ha dejado demasiadas heridas. Impide a algunos olvidar para
ponerse así a disposición de los requerimientos del futuro. Bloquea a otros por el miedo y la incerti-
dumbre ante lo que viene. Dificulta para la sociedad en su conjunto la concreción de un acto racional
colectivo: tomar la decisión de convivir pacíficamente y de construir a partir de todos un país» (Foxley,
Democracia estable, pág. 35).
4o En aquellos años, el profesor Arnold Harberger, uno de los principales mentores intelectuales
de los «Chicago Boys», había afirmado: «se puede predecir que dentro de diez años los chilenos disfruta-
rán de un nivel de vida similar al de España, que tiene en la actualidad un producto interior que duplica el
de Chile, y dentro de 20 años los chilenos posiblemente gozarán de los mismos niveles de vida de Holan-
da» (Citado en O'Brien y Roddick, chile, pág. 68).
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 199

objetivo de ser la base para un futuro gobierno democrático. Exactamente dos años
más tarde, tras la exitosa mediación de la Iglesia católica, la mayoría de las fuerzas de
oposición, incluidos sectores de la derecha, firmó un «Acuerdo Nacional para la
Transición a la Plena Democracia». Sin embargo, fue la cercanía cada vez mayor del
propio plebiscito (programado para el 5 de octubre de 1988) lo que verdaderamen-
te movilizó a las fuerzas democráticas con vistas a esta histórica prueba de fuerza
entre el gobierno militar y la oposición. Paradójicamente, el que sólo hubiera un
candidato (Pinochet) y que la gente sólo pudiera decir «sí» o «no» facilitó la unidad
de las fuerzas democráticas de oposición en torno a una única cuestión común: el
«no» a Pinochet. Esto llevó a la formación del «Comando por el No» en febrero de
1988, que aglutinó a la mayoría de los grupos opositores, con la excepción de los
comunistas, que rechazaron la idea de participar en un plebiscito organizado por el
gobierno militar.
En los meses previos al plebiscito de octubre, aumentó el miedo al cambio y la
incertidumbre entre la población en general. Las fuerzas de oposición del pasado
temían también la reacción de Pinochet en caso de que venciera el «no». Les preocu-
paba que pudiera utilizar medios fraudulentos para no aceptar su derrota o, lo que
sería peor, restaurar en toda su intensidad la represión del pasado.
La televisión tuvo un papel fundamental en las campañas tanto del gobierno
como de la oposición. De hecho, esta prueba de fuerza se presentó como un «acon-
tecimiento electrónico». Para darle cierta credibilidad a la contienda electoral, el
gobierno militar permitió que, por primera vez en quince años, las fuerzas de la
oposición pudieran comunicarse libremente con el pueblo chileno por medio de un
espacio televisivo diario de quince minutos durante las tres semanas previas al ple-
biscito. La mayoría de los analistas convienen en la gran importancia de este hecho
en la victoria de la oposición en el histórico referendo 4 '.
Como indica Hirmas, el miedo tuvo un papel muy destacado en la campaña
oficial por televisión a favor del «sí», mientras que la campaña de la oposición tuvo
como objetivo neutralizar el temor del pueblo a las consecuencias que podría tener
la victoria del «no» 42 . Durante años, Pinochet había afirmado una y otra vez que
no había ninguna alternativa viable a su mandato, y lo había hecho con el eslogan
«Yo o el caos». En tanto que la campaña por el «sí» fue tremendamente negativa y
basada en el pasado, la del «no» se centró en la esperanza, el optimismo y la reconci-
liación. Los anuncios del «sí» alternaron escenas de un Chile brillante y próspero con
imágenes de archivo que mostraban colas de racionamiento y escenas de violen-
cia durante el gobierno de Allende. En una desagradable «recreación» aparecían
una madre y su hijo escapando de una turba con palos y banderas rojas: «si regresa-
mos al pasado, la primera víctima inocente podría ser de tu familia», advertía la voz
del anuncio a la vez que la cámara congelaba la imagen de rotura de cristales y del gri-
to mudo de la mujer ". Este material contrastaba fuertemente con los anuncios
de la oposición, superiores técnicamente y en contenido. Los fragmentos del «no»,
con su gran fuerza y creatividad, capturaron la imaginación del país. Todas las

41 Véanse Angell, «Chile since 1958», pág. 194; Constable y Valenzuela, Nation of Enernies, pág. 307;
Portales y Sunkel, Política en pantalla, pág. ,o8.
42 Hirmas, Franja, pág. 110.
43 Constable y Valenzuela, Nation of Sirimiri, pág. 3o5.
200 PATRICIO SILVA

noches, un caleidoscopio de chilenos, desde conductores de autobús a bailarinas, se


movían al ritmo de la sintonía «¡La alegría ya viene!». El mensaje era una llamada sen-
cilla y optimista a la dignidad y la democracia, y Patricio Bañados, un importante pre-
sentador de informativos que había abandonado la televisión estatal como protesta
contra la censura, pedía: «sin odio, sin miedo, vota por el No». Constable y Valen-
zuela concluyen de forma categórica: «el gobierno había perdido el control de la
verdad y la oposición se había fugado con ella de la mano»".
El triunfo de la oposición demostró que un considerable sector de la población
chilena se había sacudido el temor que tan influyente había sido antes, y había
optado por la restauración democrática. Los partidos democráticos de la oposición
habían obtenido la confianza del pueblo con la promesa de que no deseaban una
vuelta al pasado. Tras el plebiscito, los once partidos que formaban el «Comando por
el No» decidieron establecer la coalición electoral Concertación de Partidos por la
Democracia para disputar las elecciones generales programadas para diciembre de
1989. El que no se produjera caos ni violencia tras el plebiscito y la actitud de recon-
ciliación adoptada por la oposición ante el derrotado régimen convencieron a
muchas personas de que la coalición de Concertación era de confianza y de que
diciembre de 1989 podría marcar el comienzo de una transición pacífica a la demo-
cracia en el país.

MIEDO, CONFIANZA Y CONSENSO

Tras la victoria de Concertación en las elecciones generales de diciembre de


1989, Chile comenzó un nuevo capítulo de su historia política. El sentimiento de opti-
mismo y alivio se apoderó de un país en el que, sólo unos años antes, era inconce-
bible que el régimen de Pinochet pudiera llegar a su fin por medios pacíficos. Existía
la impresión de que la nación tenía una oportunidad única para construir una demo-
cracia moderna sobre los cimientos de un sólido sistema económico.
Uno de los aspectos más sobresalientes de la nueva democracia chilena fue la
buena disposición por parte de gobierno y oposición para llegar a acuerdos amplios
y soluciones negociadas en asuntos económicos, políticos y sociales. Como aciertan
a señalar Tulchin y Varas:
Después de diecisiete años de dictadura militar, los líderes chilenos de todo el espectro
político empezaron a poner fin a una larga tradición de amarga confrontación, y a valo-
rar cada vez más la estabilidad democrática a costa de sacrificios políticos. Ya durante
el régimen autoritario se había producido cierta modernización con un enfoque políti-
co más pragmático y menos ideológico y con un compromiso por el mantenimiento
de las reglas democráticas. El trauma del golpe militar y el largo periodo posterior de
violencia fueron poderosamente disuasivos para que ningún sector político recreara las
condiciones que llevaron al fin de la democracia 45 .

44 lbíd, pág. 307.


45 Tulchin y Varas, Dictatorsbip to Dernocrag, pág. 4. Como apuntó Alejandro Foxley, ministro de
Finanzas en el gobierno de Aylwin: «Hoy vivimos una coyuntura histórica excepcional: nos aferramos a
una experiencia nueva de paz social, de ánimos constructivos, de optimismo; condiciones que se
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 201

El gobierno democrático, y en particular el mismo presidente Patricio Aylwin,


tuvo muchísimo cuidado en cada paso que daba para no poner en peligro la delicada
estabilidad política que el país había logrado desde marzo de 199o.
Es cierto que Chile, al contrario que otros países de la región, había inaugura-
do el orden democrático en circunstancias bien halagüeñas. Durante años, la
economía del país había crecido sin interrupción mientras que la situación finan-
ciera estaba relativamente saneada. Por otra parte, O'Donnell y Schmitter señalan
que aquellos países que ya habían tenido una larga experiencia democrática pre-
via, y, por lo tanto, estaban familiarizados con el funcionamiento de sus institucio-
nes, poseen muchas ventajas con respecto a otros que tienen que construir un
orden democrático por primera vez 46. Tanto los políticos como el ciudadano
medio en Chile veían como algo suyo el ritual democrático y confiaban en su res-
tablecimiento, algo que fue como la «vuelta a las raíces de la nación». Sin embargo,
en el caso particular de Chile, permanecían en la memoria los dolorosos recuerdos
del periodo que concluyó con la caída del antiguo sistema democrático. Como
apunta Valenzuela:
Estos casos de reconsolidación de la democracia se ven [. . .] entorpecidos por el
recuerdo pasado de la crisis que llevó al fracaso democrático, unas imágenes que
los detractores del proceso democrático casi siempre tratan de subrayar. Para que los
intentos de redemocratización tengan éxito, por lo tanto, es necesario un esfuerzo
consciente por parte de los principales actores de dicho proceso para evitar que rea-
parezcan los símbolos, las imágenes, las conductas y los programas políticos asociados
con los conflictos que llevaron a la quiebra democrática 47 .

Como ya hemos mencionado, uno de los recuerdos más dolorosos del periodo
pre-golpista fueron los efectos de la crisis económica (hiperinflación, desabasteci-
miento de alimentos, etc.). Entre las principales preocupaciones de la nueva era
democrática se encontraba la duda de si el gobierno de Aylwin sería capaz de man-
tener la estabilidad económica y financiera heredada del gobierno militar. Había
miedo en particular a la postura que adoptarían los sindicatos frente al gobierno y los
empresarios al tener libertad en el ejercicio de sus derechos (incluido el de huelga)
para reclamar mejoras salariales y laborales. El gobierno, no obstante, tenía la inten-
ción declarada de controlar la economía eficazmente. La coalición de Concertación
quería acabar con el mito de que los gobiernos autoritarios tienen mayor capaci-
dad que los democráticos para promover el crecimiento económico y el desarro-
llo. Si el gobierno de Aylwin podía mostrar su habilidad para llegar a niveles de
desarrollo social y económico aún mayores, no sólo conseguiría legitimar el
orden democrático sino también despejar el temor que planeaba entre los chilenos
a una posible vuelta al pasado. El fervor y el trabajo intensivo que pusieron el
ministro de Hacienda, Alejandro Foxley, y su equipo para preservar y aumentar la

impusieron casi por necesidad de supervivencia, luego de vivir por un periodo prolongado en una socie-
dad profundamente escindida e inestable. El momento debe ser aprovechado y proyectado hacia adelan-
te» (Foxley, Economía política, pág. 4z).
46 Véase O'Donnell y Schmitter, Transiciones: conclusiones tentativas, págs. 40-43.
47 Valenzuela, «Democratic Consolidation», pág. 79.
202 PATRICIO SILVA

prosperidad económica son incomprensibles si no se toma en consideración la cues-


tión de la memoria colectiva. Como señala Oppenheim:
Los chilenos se acordaban muy bien del caos y la turbulencia que precedieron la caída
de Salvador Allende y la violencia subsiguiente. El país había sufrido un trauma colec-
tivo, lo que hacía que los chilenos fueran extremadamente sensibles a las situacio-
nes que parecieran que podían recrear las crisis pasadas. Por ejemplo, muchos chilenos
asociaban la inflación y el caos económico con el gobierno de Allende; como conse-
cuencia, el gobierno de Aylwin hizo del monitoreo diario de la estabilidad económica
una prioridad
El gobierno de Aylwin inauguró la costumbre de llevar a cabo consultas regu-
lares con los partidos de la oposición, organizaciones empresariales y sindicatos
para obtener un apoyo político y social amplio a su política económica. Esta prácti-
ca, que ha continuado el gobierno de Eduardo Frei Ruiz-Tagle, ha contribuido cla-
ramente a reducir el tradicionalmente alto grado de desconfianza en la política
chilena. La política de acuerdos, como se la denominó, posibilitó, entre otras cosas,
subidas de impuestos para financiar programas sociales, el aumento del salario
mínimo y mejoras en la legislación laboral 0 . El consenso alcanzado entre gobierno,
oposición y empresarios con respecto a la política económica tiene una relación
indudable con el hecho de que el gobierno de Concertación continuara aplicando
políticas neoliberales s'. De hecho, los gobiernos de Aylwin y Frei aceptaron postu-
lados económicos importantes que habían introducido los «Chicago Boys», como el
rol subsidiario del Estado en las actividades económicas, el replanteamiento de la
importancia e incidencia del capital extranjero y el sector privado nacional en el des-
arrollo económico, la adopción de mecanismos de mercado y de criterios de eficien-
cia económica como los instrumentos principales para la distribución de recursos o
la importancia de mantener las finanzas públicas en orden y de consolidar la esta-
bilidad macroeconómica. Así, los partidos de derechas y los círculos empresariales
permanecieron, en general, satisfechos con el rumbo económico promovido por
los gobiernos civiles. Además, estos grupos tampoco eran proclives a adoptar una
postura de mayor oposición al gobierno, ya que temían que esto condujera al forta-
lecimiento de los sectores más radicales de Concertación, que, a su vez, provocaría
un abandono parcial o absoluto de las políticas económicas neoliberales.
El gobierno de Concertación se dio cuenta, sin embargo, de que no se podría
alcanzar la estabilidad política garantizando la estabilidad financiera y el crecimien-
to económico solamente. También había que hacer algo para mejorar las condiciones
de vida de millones de chilenos que habían sido excluidos de los beneficios del cre-
cimiento económico. No obstante, había que abordar esta cuestión con gran cuida-
do porque los círculos derechistas podían interpretar las iniciativas del gobierno
para combatir la pobreza como un plan encubierto para llegar a objetivos populistas
e incluso socialistas. Los gobiernos de Concertación habían desp9litizado el proble-
ma social chileno de forma consciente para evitar la radicalización o incluso la con-
frontación en este asunto. En oposición al periodo pre-golpista, las desigualdades

48 Oppenheim, Politits in Chile, pág. 207.


49 Foxley, Economía política; Cortázar, Política laboral.
so Petras y Leiva, Democrary and Poverty.
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGI A POLÍTICA 203

sociales no se interpretarían en este momento en términos ideológicos extre-


mos, sino desde la perspectiva de la modernización. Las coincidencias entre el
gobierno y la oposición se basan en que un país como Chile, que está pasando por un
importante proceso de crecimiento y modernización, sencillamente no puede per-
mitirse dejar amplios sectores de la población en la indigencia. La extrema pobreza
ya no sólo se ve como éticamente deplorable, sino también inaceptable desde un
punto de vista técnico para la estrategia global de desarrollo del país. De este modo,
se presenta la justicia social como la eliminación eficaz de la pobreza, y se une este
principio a los objetivos de eficiencia económica y estabilidad política.
El buen ejercicio económico del país con la democracia ha convencido a muchos
chilenos de que el miedo a una crisis económica tras el fin de la dictadura era infun-
dado. La confianza en la solidez de la economía chilena y sus previsiones de futuro es
generalizada. Así, en los últimos años, el temor a una nueva radicalización política y
la vuelta de la violencia y la crisis económica casi ha desaparecido. Algunos espera-
ban que esto fuera suficiente para enterrar el pasado definitivamente. Sin embargo,
para muchos el dolor y el sufrimiento del pasado no podían enterrarse mientras no se
tratara adecuadamente el legado de terror del periodo autoritario.

La vigencia del pasado: la cuestión de los derechos humanos

A pesar de que en los últimos años los chilenos han logrado llegar a un alto gra-
do de consenso sobre asuntos fundamentales como la forma de alcanzar el desarro-
llo y su compromiso por la democracia, aún existe una profunda división acerca de las
causas y la importancia de la crisis del anterior sistema democrático. Como señala
Tironi, no es sólo cuestión de heridas —porque las heridas acaban cerrándose— sino
también de la ausencia de una interpretación común de la historia. Tradicional-
mente, la evocación de un pasado común alimenta el sentimiento colectivo de
pertenecer a una comunidad nacional. En el caso chileno, sin embargo, el pasado
todavía constituye una causa de conflicto latente para la población ". De ahí que, tras
la restauración de la democracia, los chilenos evitaran casi de forma instintiva
hacer mención al pasado, dado que así sería más difícil alcanzar el objetivo de
reconciliación nacional.
Al ser el último país del Cono Sur en restablecer la democracia, Chile tuvo la
oportunidad de valorar los pros y los contras de cada una de las formas en que los paí-
ses vecinos habían tratado el problema de las violaciones de los derechos humanos
perpetradas durante los regímenes militares. Las opciones de no hacer nada (Brasil)
o llevar el asunto a un referendo (Uruguay), o aprobar una «ley de punto final»
(Argentina) no eran viables en Chile porque ni los socialistas de la coalición de Con-
certación gobernante ni importantes sectores de la población están dispuestos a dejar
los crímenes impunes. El gobierno de Aylwin tuvo que andar con pies de plomo
debido al carácter específico de la transición chilena. De este modo, resultaba
muy difícil encontrar una solución satisfactoria para el problema de los derechos
humanos sin que tuviera repercusiones negativas en las relaciones entre las fuer-
zas militares y las civiles, y, de hecho, en el apoyo que profesaban al gobierno

5i Tironi, Liberalismo real, págs. 147-148.


204 PATRICIO SILVA

diversos sectores de la población. Una parte de ella, incluidas las Fuerzas Armadas y
las clases sociales que estuvieron a favor de la dictadura, aún mantenían la tesis de
que, desde el 1 i de septiembre de 1973, Chile se encontraba en «estado de guerra
interna». Así, todo lo ocurrido durante aquellos años fue la consecuencia inevitable
de la guerra llevada a cabo por las Fuerzas Armadas contra grupos subversivos. La
otra parte de Chile —incluidos los partidos de Concertación, el movimiento de
izquierda, las organizaciones de derechos humanos y el resto de la población— con-
sideraban a las Fuerzas Armadas responsables de la violación sistemática de los dere-
chos humanos más elementales.
Al contrario de otros países de la región, los militares chilenos regresaron a los
cuarteles en un ambiente de total confianza y cierto triunfalismo. Pensaban que
habían demostrado su capacidad y habilidad al haber llevado a cabo un programa
político claro y haber respetado sus consecuencias: la derrota en el referendo de 1988
y en las elecciones de 1989. Además, también estaban orgullosos de haber moderni-
zado la economía y la sociedad chilenas. Estaban convencidos de que las autoridades
democráticas no les podrían llevar a la justicia, ya que, entre otras cosas, Pinochet
había dictado una ley de amnistía en 1978 para todos los crímenes pasados. La
mayor parte de las violaciones más flagrantes de los derechos humanos perpetradas
durante el régimen de Pinochet (incluidas las tristemente famosas «desapariciones»)
habían ocurrido entre 1973 y 1978, y la Corte Suprema de Chile ya había confirmado
la validez de la ley de amnistía de 1978.
Una de las primeras decisiones tomadas por el presidente Aylwin fue la de usar
su prerrogativa para poner en libertad a la mayoría de los presos políticos. Quienes
habían sido condenados en los tribunales militares por delitos graves (asesinato de
militares y civiles) consiguieron la celebración de un nuevo juicio en tribunales
civiles. El siguiente paso sería establecer qué les había pasado de verdad a las vícti-
mas del gobierno militar. Con este propósito, el gobierno de Aylwin anunció en
abril de 1990 la formación de la «Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación»
para investigar todos los casos de violaciones de derechos humanos que habían
acabado en muerte. La Comisión, presidida por Raúl Rettig, un respetado jurista, se
componía de abogados e individuos de alto prestigio moral de diversas tendencias
políticas. Las Fuerzas Armadas expresaron su disconformidad con esta investiga-
ción al considerarla una contravención de la ley de amnistía de 1978. El gobierno
rechazó esta objeción argumentando que la Comisión Rettig no estaba juzgando a
nadie, sino que solamente trataba de esclarecer la verdad. El 4 de marzo de 1991, el
presidente Aylwin se dirigió a la nación en un discurso televisivo histórico en el que
informó al pueblo chileno acerca de las principales conclusiones de la Comisión
Rettig. La comisión determinó, entre otras cosas, que 2.279 personas habían perdi-
do la vida víctimas de violaciones de los derechos humanos. Aylwin finalizó su alo-
cución pidiendo a los familiares de las víctimas que supieran perdonar en nombre de
toda la nación chilena s= .

El denominado caso Letelier supuso una prueba de la vuelta de las Fuerzas


Armadas al estado de derecho. En septiembre de 1976, Orlando Letelier, ex ministro
de Relaciones Exteriores durante el gobierno de Allende y un importante líder de la
oposición chilena en el exilio, fue asesinado con coche bomba en una céntrica calle de

5z Véase Oppenheim, Politics in Chile, págs. z to-z az.


MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 205

Washington. La investigación penal encontró pruebas que conducían directamente


al jefe del organismo chileno de inteligencia (DINA), el general Manuel Contreras.
Estados Unidos solicitó la extradición de Contreras, pero Pinochet se negó. El caso
Letelier ha seguido constituyendo desde entonces un obstáculo fundamental en la
total normalización de las relaciones diplomáticas entre EE.UU. y Chile. La pre-
sión ejercida por EE.UU. a Chile fue tal que Pinochet se vio obligado a excluir el
caso Letelier de la ley de amnistía de 1978. Tras la vuelta a la democracia, el gobierno
puso en su lista de prioridades la resolución de este caso. Aunque no podía interferir
directamente en el curso normal de la justicia, el gobierno presionó a la Corte Supre-
ma para que hiciera un esfuerzo por llevar a juicio a los culpables. En septiembre de
1991, un juez solicitó el arresto del general Manuel Contreras y su colaborador Pedro
Espinoza. A principios de 1993 fueron procesados, pero más tarde salieron en liber-
tad bajo fianza.
A lo largo de 1993, el problema de los derechos humanos comenzó a perder
fuerza. Algunos sectores de la población pensaban que la publicación de las con-
clusiones de la Comisión Rettig y el juicio a Contreras eran suficientes. Así, el
gobierno del sucesor de Aylwin, Eduardo Frei, decidió que la cuestión de los
derechos humanos dejaba de ser la base de su programa político. Las principales pre-
ocupaciones de Frei han estado dirigidas a la eliminación de los restos de autoritaris-
mo (en algunas partes de la Constitución, la composición del Senado, la autonomía
del ejército, etc.) y la internacionalización de la economía chilena con la posible
participación en acuerdos como NAFTA, Mercosur, APEC (Cooperación Eco-
nómica Asia-Pacífico), etc.
A pesar de los buenos resultados económicos y las mejoras evidentes en la
situación de los más pobres durante la década de los noventa, los asuntos del pasado
permanecieron en la mente de la población chilena. Resurgieron de forma crítica
a partir de junio de 199 5 tras la condena final a siete años de prisión impuesta por
la Corte Suprema a Contreras y Espinoza. El anuncio de dicho veredicto reactivó el
debate nacional sobre el legado de represión y violaciones de los derechos humanos,
y reabrió las profundas heridas psicológicas de los anteriores veinticinco años. Tam-
bién produjo un fuerte deterioro de las relaciones entre el gobierno y las Fuerzas
Armadas, ya que éstas temían que el veredicto fuera el comienzo de una oleada de jui-
cios y encarcelamientos de uniformados.
En un acto de desafio sin precedentes, Contreras ignoró la sentencia y declaró
que nunca iría a prisión. Para evitar que le detuviera la policía, buscó refugio en un
hospital militar del sur de Chile so pretexto de que necesitaba atención médica.
Durante un tiempo, ni el sistema judicial ni el gobierno fueron capaces de llevarle a
la cárcel, a la vez que el ejército reiteraba el apoyo a su antiguo camarada. Al final,
Contreras depuso su actitud de resistencia y fue encarcelado. Este hecho puso al
gobierno en una situación delicada ya que quedaba de manifiesto que las Fuerzas
Armadas aún no reconocían la autoridad del gobierno democrático y del estado
de derecho. El aumento de las situaciones de conflicto desde mediados de la década de
los noventa ha reactivado la división fundamental de la sociedad civil. Los políticos
de derecha argumentan que la adopción de una forma de «ley de punto final» se ha
hecho indispensable porque, si no, Chile permanecerá dividida con respecto a su
pasado. El gobierno de Concertación decidió en agosto de 1995 presentar tres nue-
vas propuestas en el parlamento con el objetivo de poner fin a la cuestión de los
206 PATRICIO SILVA

derechos humanos y el proceso de transición 53 . Sin embargo, esto ha malogrado el


consenso entre el gobierno y la oposición, ya que ésta se ha encontrado con profun-
das divergencias internas al respecto, que ponen en peligro su apoyo al proyecto del
gobierno. Chile se enfrenta en la actualidad a la difícil tarea de evaluar su propio pasa-
do y encontrar soluciones duraderas para el problema de los derechos humanos, algo
que no puede demorarse por más tiempo.

REFLEXIONES FINALES
La transición chilena a la democracia demuestra que la prosperidad económica,
las mejoras sociales y la estabilidad política no son por sí solas suficientes para ente-
rrar los recuerdos traumáticos de la represión y la violencia. La superación de los
traumas políticos, que permanecen en ambos sectores de la sociedad chilena, ha sido
una tarea bastante ardua, lenta e incompleta porque se han visto resucitados de for-
ma espontánea o deliberada en determinados momentos críticos del periodo de tran-
sición. Paradójicamente, la creación de un «equilibrio de miedo» entre ambas partes
de la sociedad chilena parece haber facilitado la consecución de acuerdos de trabajo
y de un consenso entre los principales líderes políticos del país para evitar una situa-
ción de franca confrontación. No obstante, es evidente que ningún consenso que se
base en el miedo puede constituir una base sólida para garantizar la estabilidad polí-
tica a largo plazo.
Aunque la actual clase política chilena habla con un impresionante sentido de
realismo y racionalidad tecnocrátíca sobre la manera de afrontar los retos económi-
cos y sociales del presente y el futuro cercano, casi nadie puede ocultar sus emocio-
nes cuando sale a debate el tema de la represión y la violencia pasadas. El viejo
dicho de que el pasado sobrevive en el presente es tristemente cierto en el Chile
actual, donde el objetivo de la reconciliación nacional se mezcla con un temor, una
desconfianza y un odio que se remontan al gobierno de Unidad Popular y la dic-
tadura de Pinochet. La superación de los traumas colectivos de la sociedad chilena
dependerá, en gran medida, de la autenticidad del esfuerzo de políticos, intelectuales,
líderes espirituales y profesores para conciliar las dos versiones diametralmente
opuestas de la historia política más reciente de la nación que mantienen viva la ame-
naza de una confrontación futura.

POST SCRIPTUM
Este capítulo se escribió con anterioridad a la detención del general Pinochet
en Londres, el 16 de octubre de x998. Debido a la enorme importancia política
de este suceso, analizaré brevemente sus repercusiones con respecto a los temas
arriba tratados 54 .

53 Para una descripción del contenido de dichas propuestas, véase I..afin American Weekly Report,
31 de agosto de 1995, WR-95-33, pág. 388.
54 El autor residió en Chile en noviembre y diciembre de 1998 y siguió de cerca los acontecimien-
tos diarios relacionados con el caso Pinochet.
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 207

No es exageración decir que la noticia de la detención del general en Londres


causó un verdadero terremoto político en Chile. Desde ese día el consenso relati-
vo que había caracterizado la transición democrática chilena se ha visto seriamen-
te resquebrajado. Por una parte, los opositores a Pinochet pusieron todos los
medios para manifestar su satisfacción con este «regalo celestial»; por otra, sus segui-
dores quedaron conmocionados por las «terribles noticias» procedentes de Gran
Bretaña. Casi al instante, resurgió con toda su fuerza la antigua división entre pino-
chetistas y anti-pinochetistas que muchos creían ya relegada al olvido. Desde enton-
ces, ambos grupos defienden con ardor sus versiones contrapuestas de las causas
que llevaron al golpe militar de 1973, acusándose mutuamente del mismo. No hay
duda de que el arresto de Pinochet ha producido la revitalización de las diferentes
lecturas del pasado y del papel del general Pinochet en la reciente historia política
del país.
Una de las consecuencias más importantes de la detención de Pinochet ha sido
la reunificación de la derecha chilena. Desde la vuelta de la democracia en 1990, la
derecha ha estado dividida en dos frentes antagónicos. Por un lado, la Unión Demo-
crática Independiente (UDI), núcleo duro del pinochetismo, ha defendido sin fisu-
ras el antiguo gobierno militar y hasta ahora ha hecho una oposición intransigente a
los gobiernos de Concertación. Por el otro, Renovación Nacional (RN), que agluti-
na al sector más moderado y de vocación democrática de la derecha, comenzó a
distanciarse de la facción pinochetista desde los primeros años noventa. Por ejemplo,
Renovación Nacional constituyó una oposición muy constructiva durante el gobier-
no de Aylwin, y llegó a apoyar en varias ocasiones la adopción de leyes para el
fortalecimiento del orden democrático en el país. Desde la restauración de la demo-
cracia, el enfrentamiento entre ambos partidos ha sido feroz para ganarse el apoyo
del electorado conservador.
Tras el arresto de Pinochet, sin embargo, estos grupos rivales cerraron filas
espontáneamente en defensa del general. A la vez, comenzaron a utilizar contra
los sectores de izquierda una retórica agresiva que recordaba la empleada durante
el referendo de 1988. La primera reacción de los seguidores de Pinochet fue culpar al
gobierno de Concertación y especialmente a la izquierda de lo ocurrido. Sin prueba
alguna, acusaron al gobierno y a la izquierda en general de haber enviado conscien-
temente señales erróneas hacia Europa, en el sentido de que Chile estaría encanta-
do de que se procesara al ex dictador en el viejo continente. Más tarde, sin embargo,
la derecha comenzó a hacer una distinción dentro del gobierno de Concertación
entre los democratacristianos y los socialistas, concentrando sus críticas en este últi-
mo sector. Según los conservadores, la detención del senador Pinochet demostraba
que la renovación ideológica de la izquierda había sido una farsa y que su verdadero
objetivo no era la reconciliación sino el revanchismo. Los grupos derechistas tam-
bién rescataron la antigua idea, surgida durante el gobierno militar, de que Chile era
una víctima del «comunismo internacional». La detención de Pinochet se presentó
como un acto de agresión contra el país por parte del «socialismo internacional»,
dentro de una conspiración maliciosa de los gobiernos socialdemócratas de Europa
occidental.
Las reacciones de la derecha fueron viscerales y no mostraron ninguna preocu-
pación por su posible repercusión en la estabilidad política del país. Al contrario,
algunos líderes derechistas pidieron de forma agresiva a las fuerzas militares que
zo8 PATRICIO SILVA

adoptaran una postura más firme con respecto al arresto de Pinochet, mostrando tan-
to al gobierno chileno como a Europa que los militares todavía tenían la capacidad
de actuar políticamente en respuesta a este tipo de sucesos. De hecho, las Fuerzas
Armadas han reiterado siempre su total apoyo a su antiguo comandante en jefe. Al
mismo tiempo, sin embargo, las instituciones militares han mantenido una actitud
sosegada y subordinada con respecto al gobierno, dando un espaldarazo público a
los esfuerzos legales y diplomáticos de aquél para devolver a Pinochet a Chile.
Otra consecuencia importante de la detención de Pinochet ha sido la reactiva-
ción del debate nacional sobre las violaciones de los derechos humanos durante el
régimen militar. La izquierda radical y muchos grupos pro derechos humanos orga-
nizaron inmediatamente grandes campañas públicas y solicitaron a través de los
medios de comunicación de masa la reapertura de muchos procesos contra mili-
tares implicados en violaciones flagrantes de los derechos humanos durante la dicta-
dura. Mantenían que el objetivo de Concertación de conseguir la reconciliación de la
nación chilena había fracasado porque los gobiernos de Aylwin y Frei no habían
abordado satisfactoriamente la cuestión de los derechos humanos. Según ellos,
Chile pagaba ahora el precio de haber querido enterrar para siempre el pasado. Esto
parece indicar que si a Pinochet se le permitiera regresar a Chile, la presión dentro de
Chile para que se les procesara a él y a otros responsables de violaciones de los dere-
chos humanos aumentaría enormemente, lo que tendría unas consecuencias
impredecibles en la estabilidad política del país.
El arresto del general Pinochet también ha provocado tensiones graves dentro
de la misma coalición de Concertación, poniendo un interrogante sobre su futuro.
Desde el principio, el presidente Frei adoptó una posición constitucionalista, defen-
diendo la presunta inmunidad del senador por haber viajado con un pasaporte diplo-
mático chileno. Frei interpretó la detención como una afrenta de Gran Bretaña a la
soberanía nacional chilena. Esta postura oficial causó un gran revuelo en la coalición
de gobierno dado que varios líderes socialistas, incluidos algunos parlamentarios,
saludaron la detención del senador Pinochet y su posible extradición a España. El cli-
ma de creciente tensión entre democratacristianos y socialistas se ha intensificado
aún más por la cercanía de las elecciones presidenciales de diciembre de 1999. La
Concertación no había decidido aún quién sería su candidato común y tanto el par-
tido demócrata cristiano como el socialista pedían que el próximo presidente chile-
no saliera de sus propias filas. Los sondeos de opinión mostraban que el candidato
socialista, Ricardo Lagos, era mucho más popular que el democratacristiano, Andrés
Zaldívar. Por ello, los seguidores de Zaldívar intentaron utilizar la supuesta desleal-
tad de los socialistas al gobierno de Frei como prueba de que Lagos no era el candi-
dato adecuado para dirigir la coalición en las elecciones presidenciales.
Las tensiones en el seno de la coalición de gobierno se han agravado como con-
secuencia de las maniobras de sectores derechistas para causar una mayor división
entre los socios de coalición. Tenían la esperanza de que la coalición de Concerta-
ción acabara desintegrándose antes de las elecciones de 1999, de modo que el cami-
no a la presidencia quedara bloqueado para Ricardo Lagos. La derecha, igualmente,
invitó de forma velada al partido democratacristiano a formar una amplia coalición
de centro-derecha. Después de un tiempo, sin embargo, estos intentos por parte de
la derecha de dividir la coalición han resultado contraproducentes. Hicieron ver a los
miembros de la coalición que no podían permitirse tirar por la borda tanto esfuerzo
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 209

prolongado, tantos años de duro trabajo para constituir un gobierno estable de


democratacristianos y socialistas.
A pesar de este clima de pesimismo con respecto a la reconciliación de los chile-
nos generado por la detención de Pinochet en Londres, hay algunas notas de opti-
mismo que deben mencionarse. Por ejemplo, la división entre los chilenos por el
asunto Pinochet no ha provocado enfrentamientos directos violentos entre los dos
bandos. Casi todas las manifestaciones, ya fueran a favor o en contra de Pinochet, lle-
vadas a cabo desde octubre de x998, eluden de forma espontánea todo choque vio-
lento con sus oponentes. Los seguidores de Pinochet concentran sus protestas en los
barrios pudientes de Santiago y evitan de forma sistemática el centro de la ciudad,
donde sería previsible que se produjeran enfrentamientos con fuerzas anti-pinoche-
tistas. Además, sus principales objetivos no han sido las organizaciones de izquierda
u otras afines, sino las embajadas de Gran Bretaña y España. Por otra parte, muchas
personas favorables a la detención de Pinochet decidieron de forma deliberada no
festejar el acontecimiento públicamente, bien por temor a represalias reaccionarias
bien sencillamente para evitar una mayor polarización de la situación política. Es
más, tanto los pinochetistas fanáticos que quemaban llenos de ira las banderas bri-
tánica y española como los activistas de extrema izquierda que se manifestaron
contra Pinochet usando la fuerza no representan más que una minoría dentro de la
población chilena. Como muestran muchos sondeos llevados a cabo durante este epi-
sodio, la gran mayoría mantuvo una actitud de calma e incluso a veces indiferencia
hacia la detención de Pinochet. Además, las preferencias políticas de la gente parecen
no haber cambiado como consecuencia de este suceso. La mayoría se muestra mucho
más preocupada por las repercusiones negativas de la crisis financiera asiática en la
economía chilena, y, sobre todo, por conservar sus propios empleos. En mi opi-
nión, muchos chilenos se abstuvieron de airear opiniones sesgadas y contribuir así
a una mayor polarización por temor a la posibilidad de una crisis política y econó-
mica en el país.
Tras el retorno de Pinochet a Chile en marzo de z000, el movimiento de derechos
humanos y la izquierda extraparlamentaria redoblaron sus esfuerzos para lograr el
procesamiento del ex general. Pocos días después de su regreso al país, el juez Juan
Guzmán comenzaba un procedimiento legal para suspender la inmunidad parla-
mentaria del senador vitalicio, una medida que fue finalmente dictada en agosto
del mismo año. En diciembre de z000 comenzó el juicio en contra de Pinochet por su
papel en el llamado caso «caravana de la muerte», que tuvo lugar en octubre de 1973,
donde cerca de sesenta prisioneros políticos fueron asesinados en el norte del
país, presumiblemente por órdenes directas del general Pinochet. Tras un largo perio-
do de intensas gestiones legales por parte de los abogados querellantes para com-
probar la responsabilidad del general en estos acontecimientos, la justicia chilena
decidió en agosto de 2001 la suspensión del proceso por la mala salud del acusado. Si
bien esta medida imposibilita definitivamente el enjuiciamiento del general Pinochet,
su figura y su traumático legado seguirán causando aún durante mucho tiempo una
profunda división entre los chilenos.

14
IX

SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN


POLÍTICA EN BRASIL: DEL RÉGIMEN MILITAR
AL GOBIERNO DEMOCRÁTICO
Kees Koonings

H1 NTRE LOS PAÍSES DE AMÉRICA LATINA que han pasado por una de las deno-
t minadas «transiciones democráticas» durante los últimos quince años, Brasil
J destaca por lo gradual del proceso, su larga duración y el consiguiente alto
grado de continuidad entre el régimen militar y la total restauración de la democra-
cia civil. Así, aunque pocos dudan de que el sistema político brasileño ya ha adqui-
rido formas y contenidos sustancialmente democráticos (incluyendo casi todos los
derechos civiles y políticos ideales), todavía muchos observadores destacan las difi-
cultades de la consolidación democrática, a pesar del aparente éxito de la transición.
Una de las razones de esta situación ha sido la naturaleza híbrida de la propia
dictadura militar brasileña entre 1964 y 1985, y las consiguientes características y
determinantes de la transición democrática que tuvo lugar aproximadamente desde
mediados de los setenta hasta finales de los ochenta. Durante este periodo, las insti-
tuciones políticas se adaptaron a las normas y prácticas democráticas paulatinamen-
te. Los agentes sociales y políticos más importantes, que habían participado en el
régimen autoritario, permanecieron en el centro del poder después de 198 S, aunque
cada vez tuvieron más aceptación el sindicalismo, los movimientos sociales y los
partidos políticos de izquierda en la sociedad civil y en el escenario político a partir
de 198 2. Más aún, el proceso se vio sometido a una considerable tensión a causa de
la inestabilidad económica y las crecientes reivindicaciones sociales. El resultado, a
mediados de los noventa, fue la consolidación de una democracia que se enfrenta-
ba a una serie de problemas, como una reforma institucional del Estado comple-
tada a medias, una cultura política que a menudo puede estar reñida con la
transparencia democrática, y un legado de problemas sociales que pueden estallar en
una nueva fase de polarización y conflicto abierto. Especialmente el último tipo de
problemas constituye el antecedente de gran parte de la violencia que azota al Brasil
contemporáneo. Mi opinión es que, en el caso de Brasil, no es tanto el legado de un
pasado de represión y violencia política el que puede suponer una amenaza para la
21 2 KEES KOONINGS

consolidación de la legitimidad democrática, sino más bien la casi endémica natura-


leza de las formas y focos concretos de la violencia social contemporánea. En la
medida en que este problema está relacionado con el Estado brasileño, una impor-
tante dimensión de la violencia actual deriva de las dificultades para mantener el
efectivo imperio de la ley en el país. La transición brasileña, hasta ahora, ha aborda-
do los aspectos políticos e institucionales de la restauración democrática; las condi-
ciones mayores de la legitimidad democrática (es decir, justicia social, imperio de la
ley, ciudadanía efectiva generalizada) siguen siendo precarias.
El objeto de este capítulo es revisar el legado del régimen militar, la naturaleza,
amplitud y límites de la transición democrática y la fisonomía de los conflictos y la
violencia actuales. En primer lugar, consideraré los orígenes y las consecuencias del
militarismo brasileño, para explicar cómo y por qué desembocó en un régimen auto-
ritario dominado por el ejército, guiado por la lógica de la lucha, extendida pero de
baja intensidad, contra los opositores internos, especialmente entre 1968 y 1979. A
continuación, revisaré el desarrollo del proceso de transición desde 1974. Los pro-
blemas que afectaron a este proceso no sólo fueron consecuencia de la persistencia de
la tutela militar, sino también de las complejidades del sistema político brasileño y
de las monumentales tareas que tuvieron que encararse tras la restauración del
gobierno civil. La parte final del trabajo se centra en las manifestaciones contempo-
ráneas del conflicto social y de la violencia en Brasil. Trataré la cuestión de la rele-
vancia de las formas actuales de violencia e inseguridad a la hora de consolidar la
democracia y afianzar el imperio de la ley.

ASCENSO Y CAÍDA DEL AUTORITARISMO MILITAR

La militarkación de la política

Las raíces del régimen militar de 1964-8 5 y la violencia política que perpetró se
pueden encontrar en el desarrollo gradual de una institución militar intervencionis-
ta que comenzó ya en 1889, cuando el ejército derrocó la monarquía y forzó al empe-
rador Pedro 11 al exilio en Portugal. A lo largo del siglo xx, el ejército brasileño ha
sido un elemento activo en el escenario político nacional. Las Fuerzas Armadas se
convirtieron en lo que se denominó un «casi-partido». El objetivo de este «partido»
militar era influir o tomar parte en el gobierno en nombre de un proyecto de des-
arrollo y «grandeza» nacional '. Tras la proclamación de la república, el ejercitó asu-
mió la tarea de modernizar la nación, a menudo desafiando a las oligarquías
regionales dominantes 2. Con el derrocamiento militar del emperador Pedro II, en
1889, el ejército asumió el papel de poder moderador -a todos los efectos- que hasta

Véase Andrade, «Brazil, the Military in Politicsn; Rouqué, Military. Para una discusión sobre la
historia de la formación de la doctrina política del ejército, véase Hayes, Armed Nation.
z La República Vieja (1889-193o) estuvo marcada por la supremacía de las elites regionales ligadas
a la posesión de tierra y a las maquinarias políticas de nivel local y estatal. Estas oligarquías tendieron a
desconfiar del ejército federal, dando preferencia a las fuerzas paramilitares regionales que controlaban.
El ejército, por su parte, desarrolló gradualmente una postura antioligárquica, encubierta tanto en el
discurso conservador de modernización o en el reformista-izquierdista. Véase Hayes, Armed Nation;
Quartim de Moraes, Esquerda militar.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 213

entonces había correspondido al emperador. Este papel encomendaba al ejército la


tarea de garantizar la integridad de la nación y el orden constitucional contra todas
las amenazas, externas o internas, e intervenir con tal objeto si fuera necesario.
Durante la República Vieja ( 1889-193o), las intervenciones militares tuvieron lugar
fundamentalmente a petición de la elite civil, sobre todo para reprimir rebeliones
locales o regionales.
La intervención militar en la política experimentó significativos cambios a par-
tir de 1930, fundamentalmente durante el Estado Novo (1937-45) y nuevamente a
partir de 195o. La campaña armada lanzada por Getulio Vargas para derrocar al
gobierno en 1930 contaba con el apoyo de amplios sectores del ejército federal, espe-
cialmente los ligados al «movimiento de los tenientes» de los años veinte 3 . Desde
entonces, y hasta 1964, las Fuerzas Armadas ejercieron efectivamente sus prerroga-
tivas de tutela, basadas en la noción de poder moderador. Es destacable que en
distintos momentos (1937, 1945, 1955) las intervenciones militares fueron tanto res-
puesta a peticiones hechas por determinadas facciones políticas civiles, como accio-
nes inspiradas por la lógica del propio razonamiento político militar. Sin embargo,
comenzaron a definirse los rasgos de un enfoque militar más autónomo en relación con
los asuntos políticos nacionales cuando se introdujo, en la constitución de 1934, la
noción de «seguridad nacional». Durante el Estado Novo, el ejército desarrolló crite-
rios propios sobre la relación entre desarrollo económico (especialmente la
industrialización), y seguridad exterior y fuerza militar. Como consecuencia, apoyó
firmemente los esfuerzos industrializadores patrocinados por el régimen de Var-
gas 4 . En ese momento, las Fuerzas Armadas consolidaron la idea de que tenían un
interés legítimo en el desarrollo económico nacional, en la administración pública y,
por tanto, en la política.
A partir de 195o, la orientación política del ejército adquirió gradualmente una
nueva dimensión. Concretamente, tras la Segunda Guerra Mundial las Fuerzas
Armadas parecieron adherirse a los principios democráticos liberales cuando for-
zaron a Vargas a retirarse y pusieron fin a la dictadura del Estado Novo. Pero la fun-
dación de la Escola Superior de Guerra en 1949 y la vuelta de Vargas a la presidencia
—esta vez como populista elegido en 1950— acentuaron, despacio pero con firmeza,
la orientación autoritaria del ejército. Durante los años cincuenta, el concepto de
«seguridad nacional» se desarrolló como una doctrina global para guiar la estrategia
en política interior de las Fuerzas Armadas. Este proceso se ha documentado profu-
samente 5 , pero para el objeto de este trabajo, es importante notar que tuvo como
consecuencia el reforzamiento de la orientación política del ejército. El elemen-
to central de la misma era la fusión de objetivos y estrategias, políticas y militares,
en relación con las cuestiones internas. El desarrollo nacional y una administración
pública eficaz fueron considerados como elementos cruciales para la seguridad
nacional, dado que esta última se basaba necesariamente en la capacidad total para
movilizar los recursos económicos, políticos y «morales» de la nación 6 . Al mismo

3 Véase Figueiredo, Militares e a revoluesto.


4 Véase Hilton, «Armed Forces and Industrialists».
5 Véase Alves, Estado e oposirdo; Dreifuss, r964; Hayes, Armed Nation; Stepan, Militar, in Politics;
Stepan, «New Professionalism».
6 Véase Couto e Silva, Geopolitica do Brasil.
214 KEES KOONINGS

tiempo, se consideraba que este interés vital estaba amenazado por la creciente radi-
calización de los sectores populista e izquierdista. Es decir, se interpretó el concep-
to de «enemigo interno» no sólo para designar a la oposición guerrillera o armada
subversiva (que era virtualmente inexistente antes de 1964), sino para cualquier
oposición a la modernización conservadora-capitalista, a la estabilidad del Estado, y
a la integridad de quienes lo encarnaban —las Fuerzas Armadas—. Finalmente, esta
orientación llevó a la intervención militar de marzo de 1964, cuando se estimó que el
gobierno del presidente Joáo Goulart había caído definitivamente bajo la influencia
de los radicales, hasta el punto de que el propio gobierno sobrepasaba los límites de
la legalidad establecidos por el ejército. De acuerdo con la constitución de 1946, esto
daba a las Fuerzas Armadas el derecho, e incluso la obligación moral, de intervenir.
Es importante constatar que no era anticomunismo per se lo que provocó el gol-
pe. Sólo cuando el «radicalismo» pareció invadir los niveles superiores de la jerarquía
gubernamental, durante los meses iniciales de 1964, llegando incluso a las Fuerzas
Armadas, la facción intervencionista del ejército consiguió reunir suficiente apoyo
entre los oficiales de alta graduación para hacer posible el golpe. El general Gus-
tavo Moraes Rego Reis, un joven coronel en aquel momento, afirmó en 1992 que
uno de los momentos decisivos fue la participación del presidente Goulart en la
manifestación a favor de las reformas básicas ante la estación ferroviaria Central do
Brasil, en marzo de 1994, en Río de Janeiro: «Me encontraba a unos cien metros
del estrado donde estaba Jango, enfrente de la estación. Si no hubiera aparecido...
Una declaración anticomunista de Jango, una llamada en favor de la disciplina
contra la subversión y la falta de disciplina que ya estaban presentes en las Fuerzas
Armadas le habría mantenido en el cargo más tiempo» 7 . El general Ivan de Sousa
Mendes, nombrado jefe del servicio de inteligencia nacional durante el gobierno
Sarney en 1985, recordaba: «No sólo se trataba de las jerarquías nacionales. Era
la propia jerarquía de la república lo que estaba en juego. El respeto por la legíti-
ma autoridad. Todo se habría vuelto del revés» 8 .

Para muchos oficiales, el miedo a la amenaza comunista no tenía su inspiración pri-


mera en la posición ideológica conservadora predominante en las Fuerzas Armadas,
sino más bien en la idea de que la radicalización comunista pondría en peligro la
integridad de las Fuerzas Armadas y, por tanto, de la nación. El recuerdo de la parti-
cipación del ejército en la sublevación de la agrupación comunista Alianfa Libertado-
ra Nacional (ALN) de 1935 alimentó aún más estos temores. Por su parte, muchos
civiles, ligados a la antipopulista UDN y al sector empresarial, reclamaban la inter-
vención. Su esperanza era que un golpe con el «clásico» estilo de moderador pudiera
dar paso a la instauración de un gobierno civil antipopulista. En cualquier caso, entre
1964 y 1967, la decisión de los generales de intervenir maduró en la instauración de un
régimen militar a largo plazo que se utilizó para reformar el Estado con el objetivo de
conseguir tanto el desarrollo nacional como la eliminación de los enemigos internos 9 .

7 Entrevista recogida en D'Araujo et al., Visdes do golpe, pág. 4o


8 Ibid. , pág. 1 43.
9 El primer presidente militar tras el golpe, mariscal Humberto Castello Branco, era partidario de vol-
ver a la «normalidad» después de haber cubierto el periodo presidencial original de J8nio Quadros (ocupado
por Goulart tras la dimisión de Quadros en 1961). Presionado por la creciente fuerza de la oposición política
y social, y por los «duros» del ejército, Castello aceptó la continuación de los generales en la cumbre del
poder. Véase Velasco e Cruz and Martins, «De Castello a Figueiredo»; Alves, Estado e oposifdo, págs. 87-95.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLITICA EN BRASIL 215

La consolidación del régimen militar


Entre 1964 y 1969 el ejército brasileño tomó una serie de medidas para asegurarse
el control político y para preparar la eliminación de sus oponentes. Los rasgos más
destacados de los resultados de estas acciones fueron —para nuestros propósitos— dobles.
En primer lugar, el control militar sobre el gobierno y la administración pública se
consiguió no mediante la abolición de la estructura político-institucional democrá-
tica, sino mediante su purga y enmienda, así como añadiéndole componentes
militares paralelos. En relación con la transición democrática puesta en marcha a media-
dos de los setenta, esto significó que el ejército podía tratar de controlar la transición
utilizando los mecanismos institucionales que estaban bajo su dominio. En segundo
lugar, se estableció un amplio aparato de seguridad y se integró en un Estado total-
mente militarizado, al tiempo que se le dotó de un alto grado de autonomía de facto.
Más aun, como veremos más adelante, el aparato represivo adquirió enormes
dimensiones, totalmente desproporcionadas en relación con el tamaño real de la
amenaza que suponía la oposición (armada) contra el régimen'.
Para el ejército que tomó el poder en 1964, la primera preocupación era estable-
cer una base legítima para su intervención, no sólo en cuanto a la doctrina política
dominante de las propias Fuerzas Armadas, sino también en lo referente al orden
político e institucional vigente. Se infringía la legalidad con el objetivo de rescatar el
orden legal; se suspendía la democracia para asegurar su supervivencia. (Esta línea de
razonamiento sería recurrente entre las dictaduras militares instituidas en América
Latina tras 1964.) En Brasil, el ejército introdujo el artefacto del ato institucional (acto
institucional), decretos ejecutivos a los que se dio el estatus de enmienda constitu-
cional. Estos actos se utilizaron, especialmente entre 1964 y 1970, para situar la esce-
na política bajo un firme control militar y para permitir la exclusión de los oponentes
políticos. El primer acto institucional legitimó el golpe de estado como una «Revo-
lución» necesaria que prevenía la amenaza de radicalización comunista. El segundo
y tercero, promulgados en 1965 y 1966, limitaron los poderes del Congreso y modi-
ficaron el sistema de partidos y el calendario electoral. Fueron la respuesta directa a
las victorias electorales obtenidas por los oponentes al régimen militar. Las eleccio-
nes directas del presidente y los gobernadores fueron sustituidas por elecciones
en colegios electorales federales y estatales. Los partidos políticos existentes fueron
disueltos y reemplazados por dos nuevos partidos: uno que apoyaba al régimen, lla-
mado Alianfa Renovadora Nacional (ARENA) y un partido moderado de oposición,
el Movimento Democrático Brasileiro (MDB). A principios de 1967, el régimen presio-
nó al Congreso para que aceptara un conjunto de enmiendas a la constitución de 1946
que ratificaba la mayoría de los decretos promulgados desde 1964. Significativa-
mente, estas modificaciones constitucionales incorporaron los principios de la doc-
trina de la seguridad nacional al sistema político y legal de Brasil.
A la intensificación del autoritarismo a finales de los sesenta le siguió un corto
periodo de relativa apertura política favorecida por Castello Branco y su sucesor,
Costa e Silva. En 1968, en cualquier caso, creció la resistencia social y política al

lo La mejor explicación de la formación del aparato represivo la proporciona Alves, Estado e opo-
sirao; véase también Stepan, RethinkinsMilitary Politits, especialmente las págs. 25-29.
216 KEES KOONINGS

régimen. Ese año, los estudiantes y los obreros organizaron huelgas y protestas a lar-
ga escala, mientras la oposición legal e ilegal intentaba establecer una amplia coali-
ción antiautoritaria denominada Frente Ampla. Esta coalición unió a políticos de
diferentes tendencias, desde los conservadores Carlos Lacerda y Magalháes Pinto
hasta los ex presidentes Juscelino Kubitschek y Jodo Goulart, y el populista radi-
cal Leonel Brizola. Frente Ampla inspiró una postura más decidida, adoptada por el
Congreso, contra la arbitrariedad demostrada por los militares. El régimen reaccio-
nó persiguiendo a los líderes estudiantiles y sindicales, suspendiendo los derechos de
los políticos de la oposición y prohibiendo las actividades de Frente Ampla.
Este cuestionamiento del régimen militar llevó a una nueva etapa de militari-
zación de la política. A finales de 1968, la construcción del sistema de tutela culminó
con la promulgación del quinto acto institucional (AI 5). Este acto dio al ejecutivo,
por tanto al ejército, un poder casi ilimitado para coartar al Congreso, suspender los
derechos políticos, y perseguir a los adversarios políticos sin habeas corpus y bajo ley
marcial. La última disposición se desarrolló con la Ley Nacional de Seguridad de
1969, que ampliaba considerablemente la definición de las actividades tipificadas
como delitos contra la seguridad nacional ". Como resultado, se articuló una ela-
borada estructura casi legal que permitía al ejército intensificar sus acciones repre-
sivas contra los considerados como «enemigos internos». A partir de 1969, el
régimen militar entró en su fase más violenta, primero bajo la junta interina que bre-
vemente sustituyó a Costa e Silva durante su enfermedad, y después bajo la presi-
dencia del general Emilio Médici (1969-74), elegido por los generales para suceder
a Costa e Silva.

Violenciay represión bajo el régimen militar

En 1969, se creó una estructura legal para formalizar y justificar la represión (o,
desde el punto de vista del ejército, la guerra que se llevaba a cabo contra el enemigo
interno). Para ponerlo en práctica, se estableció un elaborado conjunto de órganos
antisubversivos. En el caso brasileño, el aparato represivo era desproporcionado
para el tamaño real de la oposición armada contra el régimen. No sólo era grande,
sino burocráticamente complejo y entreverado; ni siquiera era transparente para los
propios gobernantes militares. El mentor del régimen y fundador del Servifo Nacio-
nal de Informardes(SNI), el general Golbery do Couto e Silva, solía llamarlo el «mons-
truo» o el «agujero negro». Los testimonios militares confirman la falta de claridad,
la confusión jerárquica, y a veces incluso las luchas internas que se generaban en la
estructura del aparato de seguridad '=.
La esencia de este sistema era la combinación de servicios de inteligencia y capa-
cidad operativa contrainsurgente. En 1964, se creó el SNI para proporcionar al
ejecutivo toda la información referente a la «seguridad nacional». El SNI depen-
día directamente de la presidencia y el Conselho Nacional de Seguranfa (CSN), y
supervisaba las unidades de seguridad e inteligencia de diferentes ministerios, agen-
cias públicas y compañías estatales. Asimismo, el SNI contaba con sus propios

Para un análisis detallado, véase Alves, Estado e oposifdo, capítulos 3, 5 y 6.


ua Véase D'Araujo eral., Os anos de chumbo.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 217

agentes remunerados y también se servía de un gran número de informadores, remu-


nerados o no';.
En 1967 las tres armas del ejército ampliaron sus respectivos servicios de inteli-
gencia. La más importante fue el Centro de Informafjes do Exército (CIE). Esta nueva
agencia consiguió actuar aparte tanto del SN1 como de las «Ez», las secciones de inte-
ligencia de las unidades del ejército regular, e informaba directamente al ministro del
Ejército. Dos años después, se desarrolló un plan operativo antisubversivo (bajo la
supervisión de las comandancias regionales y del CIE), primero en Sao Paolo, don-
de la Operafdo Bandeirantes (OBAN) reemplazó a la policía estatal y a las Fuerzas
Armadas en la lucha contra la oposición (armada). Estaba bajo el marido militar
directo del Segundo Ejército y recibía fondos de la comunidad empresarial paulista.
La OBAN estaba facultada para llevar a cabo operaciones secretas, como arrestos e
interrogatorios, contra los sospechosos de actividades subversivas. En 1970, se con-
solidó el aparato contrainsurgente cuando se formaron los denominados Destaca-
mentos de Operafjes de Informafjes (DOI). Estas unidades eran autónomas y estaban
formadas por miembros de las Fuerzas Armadas, de la policía y del cuerpo de bom-
beros entre otros. Los Centros de Operafjes de Defesa Interna (CODI) asumieron la
supervisión operativa, para evitar las dificultades jerárquicas y de comunicación
entre las diferentes ramas del aparato de seguridad. El mando del sistema de los
DOI-CODI residía oficialmente en los comandantes de las regiones militares.
El resultado de todo esto fue que, en 1970, se había organizado un complejo apa-
rato de seguridad que estaba oficialmente controlado por la jerarquía de mando del
ejército, pero al mismo tiempo disfrutaba de considerable autonomía operativa y se
servía del personal y recursos de distintas ramas de las fuerzas de seguridad. Se esti-
ma que unas 20.000 personas estuvieron directamente empleadas por las distintas
agencias de inteligencia y seguridad; un número desconocido actuaban como infor-
madores 14 . El entramado represor se amplió con carácter preventivo como res-
puesta a la sensación de amenaza procedente de una oposición armada al régimen. Su
modus operandi era incontrolado y arbitrario, violando no sólo la legislación vigente
sino también las directivas que supuestamente regían las propias operaciones con-
trainsurgentes. Así, entre 1968 y 1974, se generó un clima de miedo como resultado
de la percibida omnipresencia del sistema y de la naturaleza arbitraria de sus opera-
ciones. Este clima de miedo se extendió más allá de la amplitud real de la represión
en el país"
La oposición armada en Brasil ni siquiera remotamente alcanzó la escala de
sus correspondientes del Cono Sur (especialmente los Tupamaros de Uruguay y

ir Véase Stepan, Rethinking Militasy Politics, especialmente el capítulo a.


14 Véase Zagorsky, Democrag vs. National SecuriD,, pág. 99. Rizzo de Oliveira, «A parelho militan>,
pág. 58, afirma que a medidados de los ochenta, el SNI «representa un legado consistente en una estruc-
tura de inteligencia presente en todos los niveles y funciones del Estado, invade la sociedad, con fondos
reservados que no están sometidos a otro control que el del propio ejecutivo y que emplea a trescien-
tos mil atentes». De acuerdo con el general Octávio Medeiros, jefe del SNI durante el gobierno Figuei-
redo, el SNI no empleaba a más de tres mil, incluyendo al personal de la Estola Nacional de Informafoes
(ENI); véase la entrevista con Medeiro en Veja, 9 de julio de 1997.
5 El proyecto Brasil Nunca Mais, desarrollado bajo el auspicio de la Archidiócesis de Sao Paolo,
hizo un esfuerzo para presentar un informe completo del aparato represivo, sus métodos, sus objetivos y
los resultados de aprisionamiento, tortura, muerte y desaparición. Volveré sobre estas cuestiones poste-
riormente. Véase Archidiócesis de Sao Paolo, Torture in Bratil.
2I 8 KEES KOONINGS

los Montoneros en Argentina), no digamos ya de los ejércitos opositores activos en


Centroamérica en los setenta y ochenta. La oposición armada brasileña fue reducida,
fragmentaria y efímera. A lo sumo, no estarían implicados más de unos cientos de
hombres y mujeres en los distintos intentos de organizar una resistencia armada
contra el régimen militar. Estaba condenada al fracaso desde el principio, no sólo por
la superioridad militar del ejército brasileño, sino también a causa de la falta de uni-
dad y claridad en las filas de la propia oposición radical '.
Básicamente, hubo tres tipos de actividades armadas opositoras 17 En primer .

lugar, los radicales populistas opositores al ejército intentaron organizar una estra-
tegia de resistencia armada con la ayuda de elementos anti-régimen en el seno de las
Fuerzas Armadas. Leonel Brizola, con anterioridad político del Partido Trabalhista
Brasilerio (PTB), ex gobernador de Rio Grande do Sul y después congresista, planeó
acciones armadas desde su exilio uruguayo utilizando fondos proporcionados por
Fidel Castro. En relación con este sistema, fueron breves las acciones del Movi-
mento Nacional Revolucionário (MNR), entre 1965 y 1967 —iniciadas por antiguos
oficiales militares que habían sido licenciados por su lealtad al gobierno de Gou-
lart—. Asimismo, las fuerzas de seguridad del régimen reprimieron rápidamente
operaciones similares de los movimientos nacionalistas militantes, como el Movi-
mento Revolucionário (MR)-21 y MR-26. En 1968, Brizola abandonó la lucha armada y
se adhirió al frente de oposición Frente Ampla, que defendía una alternativa demo-
crática al régimen militar ".
En segundo lugar, algunas pequeñas facciones disidentes escindidas del Partido
Comunista Brasileiro (PCB) durante los años sesenta respondieron con «violencia
revolucionaria» a la intensificación del autoritarismo y la represión tras la promul-
gación del AI 5. Su estrategia básica fue organizar un grupo de guerrilla urbana para
preparar focos revolucionarios en las áreas rurales. Estas acciones tuvieron su
inspiración fundamental en la doctrina de la revolución cubana y en las activida-
des del Che Guevara en Bolivia, en 1967. Especialmente en 1968, 1969 y 1970, grupos
como la Mí) Nacional Libertadora (ANL), encabezada por el antiguo líder del PCB,
Carlos Marighella, y la Vanguarda Popular Revolucionária (VPR), bajo el mando del
antiguo capitán del ejército Carlos Lamarca, se centraron en asaltos a bancos para
obtener financiación, y en una serie de secuestros de diplomáticos extranjeros
para intercambiarlos por militantes izquierdistas detenidos. La serie de secues-
tros comenzó con el espectacular rapto del embajador de EE.UU., Charles Burke
Elbrick, el 4 de septiembre de 1969. Durante los meses siguientes tuvieron lugar los
raptos del cónsul japonés en Sdo Paolo, y los embajadores de Alemania y Suiza.

16 El Partido Comunista Brasileño (PCB), hasta mediados de los sesenta el partido más impor-
tante a la izquierda del trabalbismo populista, siempre abogó por una transición pacífica al socialismo,
pasando por una fase de «democracia nacional burguesa». Su líder, Luis Carlos Prestes, que con anterio-
ridad había sido teniente, después comandante de un grupo de guerrilla conocido como la columna
Prestes activa en los años veinte, y posteriormente uno de los líderes del levantamiento comunista de 193 5,
organizado por la Alianfa Libertadora Nacional (ALN), nunca aprobó la posición de los militantes más
jóvenes que apoyaban una revolución violenta inspirada en los regímenes revolucionarios de China,
Cuba y Argelia.
17 Véase Alves, Estado e oposirdo, capítulo 6; Mir, Revolufdo impossivel; Quartim de Moraes, Dicta-
torsbip and Armed Struggle; Archidiócesis de Sic) Paolo, Torture in Bratil, capítulos 9-1z.
18 Véase Mir, Revolufdo Impossível, págs. 165 y ss; Archidiócesis de Sio Paolo, Torture in Braza,
págs. 99-loo.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLITICA EN BRASIL 219

Todos estos diplomáticos fueron posteriormente puestos en libertad a cambio


de militantes izquierdistas apresados. Pronto, sin embargo, las fuerzas de segu-
ridad consiguieron desarticular los principales grupos de guerrilla urbana. Lí-
deres como Marighella y Lamarca fueron perseguidos, capturados y asesinados.
Otros desaparecieron.
El tercer tipo de resistencia armada contra el régimen militar se inspiró en el
modelo revolucionario chino de la «guerra prolongada del pueblo» mediante el que
la lucha guerrillera rural llevaría finalmente al asedio y conquista de las ciudades.
Esta estrategia fue defendida por el Partido Comunista do Brasil (PCdoB), de orienta-
ción maoísta, que se escindió del PCB en 1962. A partir de 1966, el PCdoB organizó
una infraestructura guerrillera en la región del río Araguaia en el estado amazónico
de Para. El intento fue bastante modesto, sin embargo, y no llegó a implicar a más de
ochenta o noventa guerrilleros. En 1972, las agencias de inteligencia del régimen des-
cubrieron al grupo y desataron una campaña masiva, que involucró a toda una divi-
sión del ejército. Sin embargo, la lucha duró más de dos años y, en el proceso, se
desató la represión arbitraria contra la población rural de la región.
Los distintos esfuerzos para levantar una lucha armada contra el ejército fueron
una reacción al aumento de la represión a partir de 1968. Por su parte, las acciones
armadas llevaron a una mayor expansión del aparato de seguridad dirigido contra el
«enemigo interno». Operaciones secretas, detenciones y torturas en centros de inte-
rrogatorio clandestinos se convirtieron en práctica habitual, especialmente tras la
fundación de las unidades del OBAN y de los DOI. Pese a la relativamente limi-
tada escala de la oposición armada, la violencia contra-insurgente fue dura y a menu-
do brutal. Se difundió el uso de la tortura por parte de las instituciones, aunque al
mismo tiempo los mandos de alto nivel podían alegar su desconocimiento y mani-
festar oficialmente, en algunos casos, su oposición a estos métodos ' 9 . El ejército
estaba convencido de que se enfrentaba a severas amenazas contra la seguridad
interna planteadas por un enemigo invisible que garantizaba todo tipo de represalias.
Esta noción se mantiene intacta entre los oficiales brasileños hasta hoy. Por ejemplo,
en 5995, el general Leónidas Pires Gongalves, comandante de operaciones durante
los años setenta y posteriormente ministro del Ejército en el gobierno civil de Sarney
(598 5 9o), hizo la siguiente observación: «Creo que las operaciones del DOI-DOCI
-

fueron muy buenas. Y si son tan duramente criticadas hoy, se lo debemos a los ene-
migos que están en los medios, porque el noventa y cinco por ciento de las acciones
del DOI-DOCI fueron para defender a este país [...] Era una lucha. Era LA guerra» ".
El propio Médici, en una inusual entrevista concedida a la revista Veja en 1984,
dijo que se había visto forzado a emplear al ejército en operaciones contrainsurgen-
tes porque la policía no tenía capacidad para ello. Recordaba haberle dicho a su
ministro del Ejército, el general Orlando Geisel (hermano de Ernesto Geisel):
«eSólo mueren nuestros hombres? Cuando se invade un aparelho [un escondite de la
guerrilla urbana] hay que ir con ametralladoras. Estamos en guerra, y no podemos
sacrificar a nuestros hombres». Incluso hoy [dirigiéndose al entrevistador] no hay
duda de que era una guerra, tras la que fue posible devolver la paz a Brasil. Libré del

19 Véase los testimonios de destacados oficiales del ejército en D'Araujo et al, Os anos de chumbo.
zo Citado de su testimonio en iba, pág. 154.
220 KEES KOONINGS

terrorismo a este país. Si no hubiéramos aceptado que era una guerra, si no hubiéra-
mos actuado drásticamente, tendríamos terrorismo todavía hoy ".

La noción de guerra no sólo fue empleada por el ejército, sino también por los
miembros de los grupos de la guerrilla, que tampoco dudaron en servirse de la vio-
lencia indiscriminada. El único superviviente de los comandantes de la ALN, Carlos
Eugenio Paz, describió en una entrevista de 1996 su participación en asaltos a ban-
cos (uno de los métodos utilizados para conseguir la financiación que permitiera
organizar operaciones guerrilleras en el interior):
Normalmente disparabas la pistola para escapar del cerco policial, y no podías saber si
herías a alguien, y mucho menos si lo habías matado. Pero si mataba, era siempre para
sobrevivir [...] La lógica en la que vivíamos en ese momento era la lógica de la violen-
cia, de la guerra, y no existe ninguna guerra limpia ='.

Además, no sólo se señaló como objetivos a los elementos (conocidos) de la


oposición armada; la represión también se desató contra una amplia gama de orga-
nizaciones políticas y sociales, y contra individuos considerados como amenazas
para la seguridad nacional. En efecto, las consecuencias de la represión en Brasil, en
cuanto a la generación de un clima total de arbitrariedad y miedo, excedieron la
dimensión real de la oposición armada o la cantidad de violencia necesaria para repri-
mirla. Al mismo tiempo, muchos brasileños eran inconscientes del terrorismo de
Estado o decidieron cerrar los ojos. Los años de las más brutales operaciones del
régimen coincidieron con el denominado «milagro» económico; el apoyo al gobier-
no de Médici, especialmente entre la clase media, fue sustancial. Además, las altas
jerarquías militares siempre rechazaron que se hubiera empleado una cantidad
extraordinaria de violencia, o que hubiera tenido lugar una sistemática violación de
los derechos humanos. Los excesos fueron negados o justificados con la «guerra».
En el mejor de los casos, fueron considerados como acciones lamentables cometidas
por oficiales de bajo rango y soldados rasos.
Es notable que, en el desarrollo de este proceso, las agencias de seguridad se
hicieran progresivamente más autónomas y arbitrarias en su modus operandi. Como
señala Stepan, la represión se incrementó incluso tras 1974, cuando el propio ejérci-
to proclamó la victoria final sobre la oposición armada rural y urbana ' 3 . La intensa
polarización política de finales de los sesenta y principios de los setenta había lleva-
do al consiguiente fortalecimiento de los denominados «duros» del régimen. Éstos
utilizaron la estrategia antisubversiva para legitimar el mantenimiento del sistema
político y el abuso de los derechos humanos y civiles amparándose en el «estado de
guerra» que Brasil experimentaba en aquel momento. Esto contribuyó a la evolución
de las fuerzas de seguridad hacia lo que Stepan denomina «el aparato represivo rela-
tivamente autónomo del ejército» 24 . Esta cuestión demostró ser un importante
factor en el problema afrontado en la transición gradual, dirigida por el régimen,
hacia la democracia a partir de 1974.

z i Citado de una entrevista en Veja, n° 819, 16 de mayo de 1984, pág. 15.


21 Citado de una entrevista con Carlos Eugenio Paz en Veja, nº 1453, 31 de julio de 1996, pág. 8.
23 Stepan, Retbink.ing Militar) l'olida, pág. 28.
24 Ȓd.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 22I

La lógica del miedo controlado: la transición democráticay el ejército


Para un ejército involucrado en una lúgubre represión antisubversiva es difícil
aceptar la separación de la política y el retorno a la democracia por dos razones. Por
una parte, la lógica de guerra subyacente a la represión puede haber convencido
al ejército de que su mantenimiento en el poder es necesario para mantener a raya al
enemigo interno. Por otra, la participación en violaciones de los derechos huma-
nos puede haber infundido entre los propios militares el temor de represalias al ser
reemplazados por un gobierno civil. Los estrategas políticos del ejército brasileño
que pasaron a primer plano en 1974 eran conscientes de estos problemas. Buscaron
una estrategia que pudiera proveer a los militares de una vía de salida gradual y legí-
tima, mientras, al mismo tiempo, daban a las Fuerzas Armadas suficiente control
sobre el proceso de democratización. De ahí que suscitara temor una transición des-
de arriba, como la que tuvo lugar en Brasil. Como señala Kaufman, la disipación del
temor a la «subversión» permitió al régimen comenzar o proseguir con la liberaliza-
ción, y el retorno de la normalidade politica' S La oposición civil, al haber abandonado
.

el principio de la lucha revolucionaria y haber aceptado, en principio, las condicio-


nes del calendario de la transición, tuvo el temor constante de un retroceso o replie-
gue autoritario. Los protagonistas del régimen desarrollan nuevos temores, al menos
en el caso brasileño; en primer lugar, temían la reacción de los duros y del aparato de
seguridad, y las perniciosas consecuencias que pudiera tener para la integridad de la
corporación militar; por otra, la vuelta de un gobierno civil, que posiblemente esta-
ría formado por oponentes al régimen anterior, podía originar un proceso de peti-
ción de cuentas al ejército por el terrorismo de Estado —una situación que las Fuerzas
Armadas, como agente político, intentarían evitar a cualquier precio—.
A la vista de estos dilemas, el sucesor de Médici, el presidente Ernesto Geisel
(1974-9), se adhirió a la noción de una democracia forte, lo que significaba una vuelta
limitada a las libertades civiles garantizando alguna influencia política a los partidos
y a la sociedad civil. La estrategia de Geisel para la transición pretendía dar una
mayor representatividad a los distintos intereses de la escena política, a la vista de los
crecientes y complejos problemas económicos y sociales, fortaleciendo de esta mane-
ra la legitimidad a largo plazo del régimen militar, al tiempo que permitía el control
de los aspectos ocultos de la fase autoritaria 16 . Para conseguir este objetivo, el régi-
men permitió una gradual liberalización en el marco institucional vigente, inclu-
yendo enmiendas a las componendas legales militares. Esto último se consideraba
necesario para permitir al ejército que actuara como guardián del orden y la esta-
bilidad, con un derecho virtual al veto en el sistema político. A partir de este punto,
el proceso de distensdo (como se denominó a la estrategia de Geisel) se enfrentó a dos
peligros diferentes; por un lado, la posibilidad de que la oposición política civil
intentara utilizar el espacio abierto por el régimen para acelerar la transición demo-
crática y para ir más allá de los límites de la democracia forte; por otro, la resistencia que
probablemente presentarían los autoritarios duros del régimen, principalmente los
ligados al entramado de seguridad.

zs Véase Kaufman, «Liberalización y democratización».


z6 Véase Stepan, Rethinking Military Politics, capítulo;.
222 KEES KOONINGS

Dado que el militarismo brasileño desde 1964 había conservado, al menos nomi-
nalmente, algunas de las instituciones de la democracia (a saber, las elecciones, par-
tidos y cuerpos legislativos), la transición puesta en marcha de esta manera no sólo
fue controlada por el régimen, sino también, como señala Lamounier, dirigida
electoralmente z7 . Una de las primeras consecuencias que se pudieron notar fue
la inesperada victoria del opositor MDB en las elecciones legislativas al Congreso
de 1974. Durante los años siguientes, continuó el avance electoral del MDB (en las
elecciones municipales de 1976 y las legislativas de 1978), al tiempo que las fuer-
zas de la oposición ganaban terreno en la sociedad. Los sindicatos, la Iglesia, las
organizaciones legales (como la OAB, Orden' de Avogados Brasileiros), el movi-
miento estudiantil, las organizaciones agrarias, e incluso los industriales se convir-
tieron en activos críticos que no dudaban en denunciar al régimen militar. A finales
de los setenta, el alzamiento de nuevas y masivas formas de militancia sindical dieron
un mayor ímpetu a la movilización anti-régimen ".
Bajo la presidencia de Geisel, el régimen intentó reaccionar contra los avances
de la oposición con iniciativas represoras, como la limitación del espacio político de
la oposición mediante el uso de una legislación excepcional ad boc 29 . Geisel se negó
a abolir los artefactos legales de los años de la represión, como el AI f, la Ley de
Seguridad Nacional, y las enmiendas constitucionales autoritarias aprobadas por la
junta en 1969, durante la enfermedad de Costa e Silva. Geisel simplemente desactivó
temporalmente estos artefactos, para ser reutilizados en tiempos de «crisis» —con lo
que se refería a los progresos políticos de la oposición y la «irresponsable» agitación
por parte de líderes y organizaciones populares— 3° . Retrospectivamente, Geisel
comentaba sobre su estrategia:
En realidad, mi idea era evitar el uso del AI 5 lo más posible. Pero entonces apareció la
falta de entendimiento de la oposición. Yo demostré, en discursos y actos públicos
[-I que quería normalizar la situación del país, terminar con la censura de la prensa,
etc. Ellos pensaban que era debilidad y decidieron comenzar un ataque. Así que me
forzaron a reaccionar. Si no hubiera reaccionado, mi poder se habría debilitado clara-
mente y entonces habría sido imposible culminar una serie de proyectos que quería lle-
var a la práctica, incluyendo la abertura; '.

El sucesor de Geisel, el general Joáo Figueiredo, se comprometió oficialmente


a la abertura, una apertura política encaminada a la restauración total de la democra-
cia, con tal de que fuera gradual y se mantuviera el orden. En resumen, esta estrate-
gia fracasó: su objetivo era ceder el poder en 1985 (de la manera controlada habitual)

27 Véase Lamounier, «Autoritarias BratitRevisited».


z8 Véase para visiones de conjunto sobre la oposición creciente en diferentes sectores sociales:
Tavares de Almeida, «Novas tendéncias»; Tavares de Almeida, «Dificil caminho»; Cardoso, «Papel dos
empresários»; Cava, «People's Church»; Diniz, «Empresariado e a nova conjuntura»; Diniz, «Empresa-
riado e transigio politica»; Martins, «"Liberalización" del gobierno autoritario».
29 Como la Lei Falfdo, que restringía el acceso de la oposición a los tiempos en antena en radio y
televisión libres, y el denominado Paquete de Abril de 1997 que obstaculizaba el juego electoral, entre
otras cosas, mediante la introducción de senadores nombrados (senadores biónicos) y el incremento la
influencia de los estados del noroeste en el Colegio Electoral.
;o Velasco e Cruz y Martins, «Castello a Figueiredo», págs. 45 46.
-

31 Citado de la declaraciones del general Geisel en D'Araujo y Castro, Ernesto Ceisel, pág. 369.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 223

a otro candidato (militar) del partido del gobierno (ARENA, más tarde PDS, véase
infra). El objetivo implícito era asegurar el control del ejecutivo, al menos hasta
principios de los años noventa. Sin embargo, esta estrategia se vio frustrada a cau-
sa de la combinación de distintos factores. El principal fue la tremenda aceleración de
la movilización y activación política de la sociedad civil, proceso que fue alimentado
por un malestar generalizado con la arbitrariedad política y la falta de respeto por los
derechos civiles. Otros factores adicionales que complicaron la posición del régimen
militar se encontraban en las crecientes dificultades económicas y la agudización de
los conflictos en el seno del régimen.
La creciente insatisfacción se hizo manifiesta en el continuo progreso de los par-
tidos de la oposición en las elecciones de 1982 32 . Ese año, los partidos políticos a los
que se había garantizado cierta amplitud de libertad organizativa disputaron las pri-
meras elecciones abiertas de gobernadores de los estados desde mediados de los
sesenta, al tiempo que las elecciones legislativas federales y estatales. La oposición,
representada por los recientemente formados PMDB, PP, PDT y PT 33 casi se
aseguró la mayoría en el Congreso frente al PDS (el partido sucesor del ARENA)
y ganó gobiernos de estados clave, como Sao Paolo, Río de Janeiro, Minas Gerais y
Pernambuco. Este resultado fue crucial para la construcción de una alternativa polí-
tica viable al régimen militar. La cuidada negociación de una alianza electoral para la
sucesión presidencial de 198 5 estuvo acompañada de la intensificación de la movili-
zación social. Ésta alcanzó su apogeo en 1984, durante las manifestaciones masivas
en favor de las elecciones presidenciales directas (diretasjd). Al aglutinarse distin-
tos sectores sociales tras la bandera de la oposición (incluyendo a la clase media urba-
na y a las elites empresariales), el resultado político fue que, en la elección de 198 5 del
nuevo presidente por el Colegio Electoral (el Congreso más un número de diputados
de diferentes estados), obtuvo la mayoría el candidato del PMDB, Tancredo Neves.
Durante los meses que llevaron a esta elección indirecta, los partidos de la oposición
PMDB y Partido da Frente Liberal(PFL, una escisión del PDS) formaron la Alianfa
Democratica (AD) para dar ímpetu a la candidatura de Tancredo y llegar a un acuer-
do con el ejército.
El ejército, es decir, los gobiernos de Geisel y Figueiredo, tuvieron que hacer
equilibrios; las garantías del autoritarismo fueron consideradas necesarias pero, al mis-
mo tiempo, sólo podrían utilizarse si, contemporáneamente, se hacían unos mínimos
progresos en el frente de la transición. La política brasileña a partir de 1974 se con-
virtió en una larga transición hacia la democracia que osciló entre estas posiciones
yuxtapuestas. Aunque el proceso fue iniciado y regulado por el ejército, al final la
alianza de la oposición consiguió romper los límites fijados por los militares en el
poder. Durante el curso de la transición, en cualquier caso, los autoritarios del régi-
men y el aparato militar intentaron obstaculizar la restauración del gobierno civil

3z Véase Fleischer, Distensdo.


33 La reforma de partidos fue resultado de la legislación introducida durante las etapas iniciales
del gobierno Figueiredo. ARENA, el partido que apoyaba al régimen militar, se convirtió en el Parti-
do Democrático Social (PDS). El MDB se escindió —ese era el principal objetivo del régimen— en el Par-
tido do Movimento Democrático Brasilerio (PMDB), el Partido Popular(PP) y el Partido Democrático
Trabalhista (PDT), que incorporaba la antigua corriente populista liderada por Leonel Brizola. Además,
se legalizó el Partido dos Trabalhadores (PT), el nuevo partido formado por los militantes sindicales de
finales de los setenta.
224 KEES KOONINGS

democrático. Geisel tuvo que mantener constantemente el equilibrio entre su pro-


yecto de distensdo y la resistencia de las autoridades militares. Como el propio Geisel
explicaba retrospectivamente: «Es decir, tuve que luchar en dos frentes: contra los
comunistas y contra los que combatían a los comunistas» 34 . Esto se hizo evidente en
las disposiciones, aparentemente contradictorias, de su gobierno: una liberaliza-
ción gradual y una cierta preocupación por las violaciones incontroladas de los
derechos humanos por parte del aparato de seguridad, y al tiempo la aproba-
ción de reacciones autoritarias, como la Ley Falcdo y el Paquete de Abril. En el
equilibrio, prevaleció la estrategia de la distensdo, pese a los intentos de la facción dura
del ejército para aminorar o invertir la transición.
La línea dura estaba activa en dos frentes. Por una parte, los protagonistas de
la denominada comunidad de inteligencia continuaron con la represión arbitraria
de los considerados como opositores durante los setenta. Como sostiene Alves, la
ambivalencia de una situación en la que la liberalización política iba de la mano de
continuas olas represivas contra los «subversivos comunistas» generó una consi-
derable incertidumbre 35 . El más destacado de los casos de represión fue el arresto
y posterior asesinato del periodista Vladimir Herzog en las dependencias de las
DOI de Sáo Paolo, en octubre de 1975. En líneas generales, la represión gratuita
tuvo un efecto contrario al previsto, no sólo porque reforzaba a la oposición civil
pacífica contra el régimen, sino también porque hacía que los partidarios de una
transición gradual entre los mandos del ejército fueran más conscientes de los peli-
gros institucionales a los que se enfrentaban las Fuerzas Armadas, y por tanto la
necesidad de seguir adelante con la transición. En consecuencia, los mandos oficial-
mente responsables de las unidades en las que se daban violaciones de los derechos
humanos en ocasiones se enfrentaron a sanciones tras las pertinentes investigacio-
nes militares, pese a la resistencia de los duros 36. El desafio más importante a la
estrategia de Geisel fue el intento de presentar a su ministro de la Guerra, general
Silvio Forta, como candidato a las elecciones presidenciales de 1979. La candida-
tura de Forta estaba apoyada (o, tal vez, dirigida) por los mandos de las fuerzas
operativas de seguridad que se oponían a la distensdo y favorecían la intensificación
del autoritarismo y de la represión «antisubversiva». Geisel respondió con la des-
titución de Frota en octubre de 1977.
Al mismo tiempo, crecía la protesta social contra la represión arbitraria y era
cada vez más dificil de ignorar. Para Geisel y su sucesor, Figueiredo, estaba claro que
tenía que resolverse el problema de la represión y de los derechos humanos para
mantener el orden a lo largo del proceso de transición. En 1979, el gobierno Figuei-
redo y la oposición acordaron una ley de amnistía. Era un compromiso entre el
régimen y la oposición: los presos políticos serían liberados (si no estaban acusa-
dos de «delitos de sangre»), y las personas despedidas o exiliadas por motivos polí-
ticos podrían volver a sus puestos o regresar al país. Más aun, se permitió que los
antiguos miembros de organizaciones «ilegales» entraran en la vida política. Al mis-
mo tiempo, una ley garantizaba un indulto general a todo el personal militar y de

34 Citado de las declaraciones del general Geisel en D'Araujo y Castro, Ernesto Geisel, pág. 369.
35 Véase Alves, Estado e oposifulo, pág. zoo.
;6 Véase D'Araujo et al., Volta aos quarte'is, pág. 33. Véase también las declaraciones del general
Gustavo Morais Rego Reis en el mismo volumen, págs. 65-67.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLITICA EN BRASIL 225

seguridad implicado en la represión 37 . El año antes, en 1978, bajo el gobierno de Gei-


sel, se había revocado el infame AI 5.
Aunque oficialmente había adoptado el objetivo de la total democratización de
la vida política durante su mandato, Figueiredo demostró, al final, ser víctima del
antagonismo entre las facciones moderada y dura del régimen. El propio Figuei-
redo, antiguo cabeza del SNI, incluyó en su gabinete a elementos con fama de
autoritarios, como los generales Walter Pires y Octavio Medeiros. Al mismo tiem-
po, el general Golbery do Couto e Silva se mantuvo al frente de la casa civil de su pre-
sidencia. Con Medeiros como ministro del SNI, aumentó la influencia del servicio de
inteligencia en los asuntos políticos y en la estrategia política del régimen. De hecho,
se esperaba que el general Medeiros, responsable del SNI, fuera designado sucesor
de Figueiredo 38.
El escándalo «Riocentro», que estalló de 1981 cuando una bomba mató a un sar-
gento e hirió a un capitán enviados para colocar el dispositivo en un festival musical
de Río de Janeiro, desacreditó totalmente las aspiraciones políticas del sector de la
inteligencia; pero el asunto también debilitó fuertemente a Figueiredo por su oposi-
ción a abrir una investigación rigurosa 39 . El intento de atentado con bomba de
Riocentro también marcó el final de la subversión izquierdista contra la abertura. La
iniciativa de la transición pasó a la oposición, que gradualmente incrementó sus
apoyos tanto entre el público como entre los representantes del partido del gobier-
no 40 . Durante la votación en abril de 1984 de una enmienda constitucional presen-
tada por Dante de Oliveira, congresista del PMDB, para reestablecer las elecciones
directas a la presidencia, el ejército sitió la capital federal, Brasilia. Temían que
las anunciadas manifestaciones pudieran perturbar el clima «apropiado» para la vota-
ción; esto es, la posibilidad de presionar a los congresistas del gobernante PDS para
la votación de la enmienda. El general Newton Cruz, de la línea dura y anterior jefe
de la agencia central del SNI en Brasilia, y en ese momento a cargo de la comandan-
cia militar de Planalto, sacó los tanques a las calles y fue personalmente por las calles
de Brasilia, destrozando las capotas de los coches que se habían presentado en gran
número en las calles para dar apoyo a la enmienda con sus bocinas, desafiando la
arrogante demostración de fuerza del ejército.
El general Golbery do Couto e Silva asumió una posición claramente más mode-
rada cuando le pidieron comentar estas llamadas masivas para restaurar una demo-
cracia plena:
La gente realmente quiere elecciones directas. Votar es un fuerte deseo de la sociedad,
por muchas razones: la tradición, el deseo natural de participar, e incluso la atracción

37 Véase Alves, Estado e oposifdo, pág. 200.


38 En una reciente entrevista, el general Medeiros declaraba que él mismo nunca aspiró a ser can-
didato a la presidencia, pero que le había sido sugerido por el vicepresidente (civil) de Figueiredo, Aure-
liano Chaves. Véase la entrevista con Medeiros en Veja, 9 de julio de 1997.
39 Como resultado, Golbery do Couto e Silva dimitió como ministro del gobierno civil, dado que
él había insistido en la investigación oficial.
4o Una importante razón para el abandono de los miembros del PDS del Congreso fue la posibili-
dad de que el anterior gobernador de Sáo Paolo, el controvertido Paulo Maluf, pudiera ser elegido en la
convención del PDS como el candidato del partido para suceder a Figueiredo en las elecciones indirectas
de enero de 1985.

15
226 KEES KOONINGS

por el festejo cívico, junto a otros intereses, algunos de los cuales son difíciles de con-
fesar. Las elecciones directas presentan ventajas pero también muchos inconvenientes
y riesgos [...] El principal riesgo reside en la falsa demagogia, en el peligroso oportu-
nismo, en el carisma irresponsable y en la explotación de la buena fe y de la ingenuidad
de la población 41 .

Claramente, se puede apreciar una cierta sensibilidad respecto a la cuestión de la


soberanía popular, pero también el temor a la ruptura del orden en el caso de que
personajes irresponsables u oportunistas abusaran de la libertad política. Implíci-
tamente, la afirmación demuestra que la guía militar y las controladas reglas del jue-
go no podían alterarse pese a la democratización que se buscaba con el proceso de
abertura.
Más a escondidas, los generales de la facción dura hicieron un último y desespe-
rado intento, en septiembre-octubre de 1984, para bloquear la inminente victoria del
candidato de la oposición del PMDB, Tancredo Neves, en las elecciones indirectas
de enero de 1985. Se sospechaba que los generales del gobierno, fundamentalmente
Pires y Medeiros, apoyaban la idea de una nueva intervención militar, urna virada de
mesa, justificada por la «crisis» provocada por el fracaso del régimen para controlar
el proceso de sucesión. Parte de la maniobra consistía en difundir falsas informa-
ciones sobre los vínculos entre Tancredo y el PCB. Presuntamente, el plan era
forzar la cancelación del proceso de sucesión y prorrogar la presidencia de Figuei-
redo. La astucia política de Tancredo y sus aliados políticos para desarticular la
crisis, junto a la resistencia al intento de golpe de los comandantes legalistas en los
escalafones superiores de las Fuerzas Armadas, impidió que el golpe tuviera lugar en
septiembre de 1984. Esto permitió que se celebraran elecciones indirectas de enero de
1985. Tancredo Neves ganó con una cómoda mayoría contra el candidato del PDS,
Paulo Maluf. A continuación, sobrevino el drama de la súbita enfermedad de
Tancredo Neves. En las vísperas de su investidura en marzo de 1985, fue hospitali-
zado, y su vicepresidente electo, José Sarney, anterior presidente del ARENA, que
había cambiado de bando en 1984, asumió el cargo interinamente. Tancredo nunca
salió del hospital; murió en abril de 1985 y Sarney se convirtió en la cabeza oficial del
primer gobierno post-militar, denominado República Nueva 42 .

EJÉRCITO Y POLÍTICA DESDE 1985

Tras la restauración del gobierno civil en 1985, siguieron siendo relevantes


dos cuestiones en relación con el papel del ejército en el proceso de consolida-
ción democrática. El primero se refiere al problema del «poder tutelar» detentado
por las Fuerzas Armadas con respecto a la sociedad política, que fue de la mayor
importancia, especialmente durante la República Nueva. La segunda cuestión es
el legado de violaciones de los derechos humanos cometidas por las fuerzas de

41 Entrevista con Golbery do Couto e Silva en Veja, n2 819, 16 de mayo de 1984, pág. 9.
42 En cualquier caso, en la historiografía política de Brasil se incluye a Tancredo de Almeida
Neves como uno de los presidentes de la nación, pese al hecho de que no llegó a tomar posesión oficial-
mente. Su enfermedad y muerte provocaron una intensa pasión popular, y llevaron a un clima combina-
do de expectativas y ansiedades ya en el principio del retorno al gobierno civil.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 227

seguridad durante los años de la dictadura. Esta cuestión no ha tenido, hasta hoy, casi
repercusión alguna en la consolidación democrática.

El problema de la tutela
Pese a la restauración del gobierno civil en 1985, la influencia política del ejérci-
to se mantuvo mediante poderosos mecanismos. Especialmente durante la Repú-
blica Nueva, el ejército detentó lo que habitualmente se ha denominado «poder
tutelar» 43 Durante el gobierno de Sarney, las Fuerzas Armadas siguieron presio-
.

nando mediante su presencia y sus decisiones políticas dentro del propio gobierno,
y con declaraciones y amenazas públicas y privadas. El ejército mantuvo al menos
seis oficiales de alto rango como ministros en el gobierno e interfirieron en asun-
tos políticos concretos como la reforma de la tierra y cuestiones laborales. Los
ministros del Ejército y del SNI fueron especialmente influyentes en las decisio-
nes gubernamentales y también presionaron activamente al Congreso y la opinión
pública mediante advertencias y declaraciones públicas.
La influencia del ejército no fue cuestionada por Tancredo Neves, en la víspera
de su elección por el Colegio Electoral, por respeto a la decisión de los generales de
no apoyar el golpe contra su ascenso en 1984 44 La continuidad de la influencia mili-
.

tar también fue consecuencia de la debilidad política del gobierno de Sarney. El pro-
pio Sarney disfrutó de escaso apoyo popular por su pasado como dirigente del
ARENA, por la manera en que obtuvo la presidencia mediante los mecanismos
del régimen militar, por el hecho de que había sido el sustituto del capaz y respetado
Tancredo Neves, y por su falta de éxito al enfrentarse a los problemas económicos y
sociales del país. Sarney tuvo serios problemas para establecer una sólida base en el
Congreso. La mayor parte del tiempo, el principal partido de la coalición guber-
namental, el PMDB, actuó como oposición dejado bajo el liderazgo de Ulysses Gui-
marks, presidente del Congreso. Para compensar, el gobierno de Sarney gravitó
hacia el ejército en busca de apoyo político. Por su parte, el ejército supuso que
Sarney, que en los inicios de su carrera política había apoyado al gobierno militar,
tendría en cuenta sus puntos de vista.
Además, las estructuras de inteligencia y tráfico de influencias organizadas por
el ejército durante la dictadura (CSN, SNI, CIE, etcétera) se mantuvieron con com-
pleto vigor. Se ha sostenido que, como consecuencia de la creciente complejidad de
los problemas económicos, sociales y políticos que tuvo que encarar el gobierno
Sarney, las atribuciones del SNI y del CSN se expandieron para incluir las cuestiones
laborales, el problema de la tierra, la política exterior, la industria armamentística
y la corrupción administrativa 45 Por ejemplo, el general Ivan de Souza Mendes, res-
.

ponsable del SNI con estatus de ministro en el gobierno Sarney, observaba en rela-
ción con el interés prestado por el servicio a. las numerosas huelgas que tuvieron
lugar entre 1985 y 199o:

43 Véase concretamente Rizzo de Oliveira, «Aparelho militar»; también Góes, «Militares e políti-
c.1 ,›, págs. 2 34 ss.
44 Rizzo de Oliveira, «Aparelho militar», págs. 75 - 76.
43 Góes, «Militares e política», pág. z;6.
2 28 KEES KOONINGS

Siempre recibíamos información, pero el objetivo era seguir las huelgas sólo desde el
punto de vista de la seguridad del Estado. Las huelgas no debían representar una ame-
naza para la estabilidad del gobierno ni, por tanto, para la propia seguridad del Esta-
do. El SNI tenía que ocuparse de esos hechos y seguirlos de cerca 46.

La más destacada de las cuestiones planteadas por el ejército durante la Repú-


blica Nueva tenía que ver con la formulación del papel del ejército en la nueva cons-
titución 47 . Tradicionalmente, las constituciones republicanas de Brasil atribuían a las
Fuerzas Armadas el papel de garante del orden constitucional. En agosto de 1986, el
general Leónidas Pires Gongalves, ministro del Ejército, dejaba claro en un discur-
so, con ocasión del Día del Soldado, que las Fuerzas Armadas no aceptarían altera-
ción alguna de esta disposición en la nueva constitución que iba a elaborarse. Su
argumento recordaba la conocida identificación del ejército con la nación y sus prio-
ridades fundamentales, esta vez para proteger la frágil democracia brasileña.
Garantizar los poderes constitucionales, la ley y el orden significa asegurar el total fun-
cionamiento de los poderes ejecutivo, legislativo y judicial, para mantener la obediencia
a las disposiciones legales vigentes, y para preservar la armonía en la nación. [...Esta es]
una misión que será desempeñada por las Fuerzas Armadas en casos de extrema necesi-
dad, y sólo cuando se hayan agotado los restantes instrumentos legales [...]. No prever
esto podría significar un debilitamiento del gobierno de la Unión, y la eliminación de su
capacidad para intervenir decisivamente implicaría convertir las Fuerzas Armadas [...] en
meras espectadoras del caos y del desorden, donde quiera que ocurrieran 48 .

En noviembre de 1986, tras las elecciones al Congreso, la Asamblea Constitu-


yente comenzó a debatir la elaboración de la nueva constitución, y muchos estaban
a favor de la eliminación de la prerrogativa constitucional que, en tiempos anterio-
res, había servido para legitimar las intervenciones militares. Para el ejército, el man-
tenimiento de esta disposición era vital. No sólo recurrieron a la convencional y
legítima formación grupos de opinión y presión, sino que también amenazaron con
un retroceso, una vuelta al autoritarismo, en el caso de que la nueva constitución no
reconociera el papel establecido de las Fuerzas Armadas, el de protectoras del orden
constitucional y de los tres poderes, incluyendo el derecho y la obligación a interve-
nir a invitación de cualquiera de estos poderes. La constitución que finalmente sur-
gió en octubre de 1988 definía el papel de las Fuerzas Armadas precisamente en estos
términos. Más aún, no se redujo la presencia tradicional del ejército en el gabinete
(con las tres armas del ejército representadas). Desde entonces, no se ha vuelto a
considerar la cuestión, incluso cuando en 1993 se planteó al pueblo brasileño median-
te referéndum la posibilidad de cambiar el sistema de gobierno del país.
A partir de 199o, se eliminaron una serie de aspectos institucionales del milita-
rismo. La constitución de 1988 estipulaba la disolución del CSN y su sustitución

46 General Ivan de Souza Mendes, en D'Araujo et al., Volta aos quarte'is, pág. 157.
47 Véase Quartim de Moraes, «Fungicidas Forgas Armadas»; Rizzo de Oliveira, «Constituinte». Al
Congreso que fue elegido en noviembre de 1986 se le encargó la tarea de redactar una constitución com-
pletamente nueva. Mientras duró este proceso (de noviembre de 1986 a octubre de 1988), el Congreso Uni-
do, es decir, el Senado y la Cámara de Diputados, actuaron como Asamblea Constitucional (Assambleia
Constituinte, o resumidamente, la Constituinte).
48 General Leonidas Pires Gonsalves, citado en Senbor, n5 185, 1 de septiembre de 1986, pág. 16.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 229

por un Conselho da Republica y un Conselho de Defesa Nacional (CDN). Antes de acabar


su mandato, Sarney había decretado la formación de una Secretaria Asesora de Defesa
Nacional (SADEN) para reemplazar el CSN. El presidente Fernando Collor, en cual-
quier caso, disolvió tanto el SADEN como el SNI, nada más tomar posesión en
marzo de 199o. En su lugar, se creó la Secretaria de Assuntos Estratégicos (SAE), que
quedó (aunque no completamente) bajo control civil. El ejército expresó su protes-
ta por la eliminación de los servicios de inteligencia de la nación, pero reconoció
al tiempo que el antiguo personal y las operaciones del SNI continuaban como
tales, aunque de manera oficiosa. Además, los servicios de inteligencia de las tres
armas del ejército adquirieron mayor importancia 49.
Desde 1990 el ejército, en líneas generales, ha adoptado un papel menos rele-
vante en relación con el proceso político y con las cuestiones políticas cruciales. Fer-
nando Collor, el primer presidente por elección directa desde 196o, pudo emplear la
legitimidad obtenida mediante su victoria electoral para reducir las ambiciones polí-
ticas del ejército, si no por convicción al menos sí por razones de conveniencia. Al
mismo tiempo, las Fuerzas Armadas se orientaron en gran medida a la «antigua pro-
fesionalidad»: modernización institucional y tecnológica, defensa exterior (funda-
mentalmente, en el flanco de Calha Norte de la región amazónica) y misiones
internacionales de paz (por ejemplo, en Angola y Mozambique). Posiblemente, el
ascenso gradual de las premisas neo-liberales en las decisiones de política econó-
mica tampoco encajaba muy bien con el estatismo tradicional y la perspectiva inter-
vencionista del ejército brasileño. También estaba claro para los militares que las
crecientes complejidades de gobierno en la política y la sociedad brasileñas no se
podían abordar de manera satisfactoria con una vuelta al régimen autoritario.
Hunter señala que la creciente importancia de la política electoral comenzó a
minar el mantenimiento de importantes prerrogativas militares a partir de 199o.
Esta autora señala que los políticos civiles dieron prioridad a la adopción de posi-
ciones que estaban en línea con las preferencias populares más que con las de los
militares. Los políticos civiles mostraron una creciente habilidad para manejar el
Consejo de la República y el CDN con el objeto de disminuir la influencia militar en
el conjunto de la estrategia gubernamental. Como demuestra Hunter, fue posible
oponerse a la influencia militar en áreas como las finanzas públicas, las cuestiones
laborales y la política sobre el Amazonas, gracias a las oportunidades y los impe-
rativos que proporciona la lógica de la política democrática 5 °.
Al mismo tiempo, las Fuerzas Armadas parecieron avanzar hacia la incorpora-
ción del apoyo a la democracia como valor corporativo. Los militares mostraron
explícitamente su apoyo a la solución constitucional de las crisis por corrupción de
1992 y 1993. De igual modo, optaron por una manera más sutil y encubierta de mani-
festar sus posiciones sobre los asuntos políticos, que tendieron a hacerse más trivia-
les. Se ha señalado, por ejemplo, que el ministro del Ejército instó a Fernando
Henrique Cardoso, entonces ministro de Hacienda del gobierno de Franco, para
que moderara el errático comportamiento del presidente Franco tras el asunto

49 Véase Hunter, Eroding Military Influence, págs. 6o-69; véase también las declaraciones del
general Leónidas Pires Gonsalves y el general Ivan de Souza Mendes, en D'Araujo et al., Volta aos
quarte'is.
So Véase Hunter, Eroding Military Inflama.
230 KEES KOONINGS

calcinha durante el Carnaval de 1994 51 . El principal interés de la agitación política


militar de los noventa era el volumen del presupuesto militar y el nivel salarial de los
oficiales, pero incluso estos temas pueden mantener vivo el activismo político entre
los militares. Por otra parte, todavía no se han resuelto amplias cuestiones de las
prerrogativas militares, como la autonomía institucional, el control total de los asun-
tos de defensa, y su tutela interna. La cuestión todavía no ha llegado a un punto en el
que se pueda considerar que la opinión y la posición de las Fuerzas Armadas son irre-
levantes para la cuestión de la democracia en Brasil.

El legado de represión) la cuestión de los derechos humanos

Si consideramos el legado de represión y violaciones de los derechos humanos


que tuvieron lugar bajo los gobiernos militares (especialmente, entre 1968 y 1976),
está claro que hasta el momento ésta no ha sido una cuestión destacada en la política
brasileña, a diferencia de lo ocurrido en Argentina y Chile. Son varias las razones de
esta situación. En primer lugar, y sólo en términos absolutos, la escala e intensidad
del terrorismo de Estado, del conflicto armado y del abuso de los derechos humanos
fue limitado en comparación con Chile, Argentina e incluso, tal vez, Uruguay. El
informe de 1984 de la Conferencia Episcopal sobre tortura, asesinato y desaparicio-
nes documenta unos 125 casos de oponentes políticos desaparecidos ". Como vimos,
la campaña más significativa contra la oposición se emprendió a principios de los
setenta en el área de Araguaia-Tocatins, en el este de Amazonia, donde casi zoo gue-
rrilleros fueron fácilmente eliminados por unos 20000 efectivos. Como mencioné
antes, la tortura fue generalizada y sistemática, realizada mediante un elaborado sis-
tema de agencias secretas supervisado por la comunidad de inteligencia. Pero en
relación con las dimensiones de la población brasileña, fue limitada. Ello no dismi-
nuye la gravedad de la represión en Brasil, pero puede explicar por qué, incluso
antes de la fase final del régimen militar, se aprobó con el consenso general de la
oposición una ley de amnistía que alcanzaba no sólo a los oponentes del régimen,
sino también las «posibles» violaciones de los derechos humanos cometidas por las
propias fuerzas de seguridad. Desde entonces, un cierto número de casos concre-
tos ha sido llevado ante las autoridades judiciales por iniciativa privada, si bien el
ejército no ha permitido que estos casos fueran juzgados por el sistema de justicia
militar. Los portavoces de las Fuerzas Armadas continuaron defendiendo el «patrio-
tismo» de las acciones antisubversivas realizadas durantes los años sesenta y setenta.
Más recientemente, tras la llegada del gobierno de Cardoso, se ha vuelto a
plantear la cuestión del derecho a pensión de los oficiales que se mantuvieron leales

5 Este hilarante asunto —que recibió una desdeñosa atención internacional, fundamentalmente
a través de la CNN— implicó al presidente Itamar Franco (que estaba soltero) cuando invitó a una atrac-
tiva bailarina a su camarote durante el desfile de Carnaval de 1994. Al contrario que todos los telespecta-
dores de Brasil, el presidente no se dio cuenta de que la mujer (que según las malas lenguas no era sino una
prostituta) no tenía ropa interior. Véase para la insatisfacción de los militares, que puede incluso haber lle-
vado al punto de considerar una intervención contra el gobierno de Franco (y rechazarla rápidamente):
Dimenstein y De Souza, Histerria real, págs. 1 39-1 43.
5z Este informe fue publicado con el título Brasil: Nunca Mais por la editorial Vozes en 1984. Véa-
se la traducción inglesa, citada en este capítulo: Archidiócesis de Sao Paulo, Torture in Bratil.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 23 1

al gobierno civil de Goulart anterior al golpe de estado, y que, como consecuencia,


fueron suspendidos o licenciados. Gradualmente, el ejército ha aceptado la legiti-
midad de su reclamación (o de sus parientes) de los derechos de pensión. La cuestión
es espinosa, porque tal reconocimiento implicaría la naturaleza ilegal de los licencia-
mientos y, por tanto, la ilegitimidad de la propia intervención de 1964. Una segunda
cuestión que se ha planteado en los últimos años se refiere a las reclamaciones sobre
el reconocimiento y la compensación económica planteadas por los familiares de los
desaparecidos. El gobierno de Cardoso decidió no ignorar la cuestión, pese a la fron-
tal oposición del ejército. Ya en 1994, aún durante la administración de Franco, el
ministro de la Guerra, Zenildo Lucena, rechazó toda responsabilidad por los des-
aparecidos, alegando que eran opositores que murieron «en combate» de manera
desconocida para las Fuerzas Armadas, o que se habían convertido en informado-
res del ejército y habían recibido nuevas identidades. A mediados de 1995, el gobier-
no de Cardoso preparó un proyecto de ley que reconocería a los desaparecidos como
«muertos»; se consideró la compensación económica a los familiares, dado que era el
Estado el responsable de su suerte. Con esta ley, se puso en marcha un comité espe-
cial para los muertos y desaparecidos, y se reconocieron unos 136 casos 53 .
El ejército mantuvo su oposición a esta forma de abordar el legado de la repre-
sión. Consideraban que la ley de amnistía de 1979 debía ser la solución final del pro-
blema, sosteniendo que el uso de la fuerza durante la lucha antisubversiva estaba
justificado. Además, los militares temían que las investigaciones sobre la suerte de
los desaparecidos pudieran revelar una serie de cuestiones delicadas que podían ser
poco favorables para la posición del ejército. En parte como resultado de la presión
militar, se estipuló que sólo los familiares de los desaparecidos en prisiones o comi-
sarías de policía recibirían reconocimiento y compensación. José Gregori, conse-
jero legal del ministro de Justicia del momento, y que más tarde se convertiría
en responsable de la secretaría nacional de derechos humanos instituida por Car-
doso, afirmó: «Hicimos lo mínimo que necesitaban las familias y lo máximo que
habrían aceptado los militares» 54 .
En resumen, los militares siguen considerando el golpe de 1964 como una inter-
vención necesaria y perfectamente legítima; una revolución para salvar al país del
comunismo. El ejército, por tanto, sigue oponiéndose incluso a los esfuerzos oficia-
les equilibrados y cuidadosos para enfrentarse con las heridas dejadas por la arbi-
trariedad del pasado. Por tanto, al menos hasta el momento, ni el ejército ni las más
destacadas fuerzas políticas civiles han propiciado o apoyado ningún proceso eva-
luados de la responsabilidad nacional ni de reconciliación y verdad, o una sistemáti-
ca persecución de los abusos de los derechos humanos.

53 Véase los informes en Veja,


números 1392 (t7 de mayo de 1995), 1403 (z de agosto de 1995),
1 406 (z3 de agosto de 1995) y 1407 (3o de agosto de 1 995).
54 Véase Veja, ng 1403, z de agosto de 195, pág. 20.
232 KEES KOONINGS

DIMENSIONES POLÍTICAS E INSTITUCIONALES DE LA NUEVA DEMOCRACIA

Política civil tras 198

Se puede considerar la República Nueva (1985-9o) como la fase final de la tran-


sición brasileña. No sólo consiguió la completa restauración de las instituciones
civiles democráticas y de sus prácticas correspondientes, sino un progreso visible a
la hora de abordar los enormes problemas económicos y sociales que era esperado
por la población. Estaba claro que enfrentarse a la denominada «deuda social» sería
crucial para el éxito a largo plazo de la consolidación democrática ". Antes de las
elecciones indirectas de enero de 198 5, pero tras la derrota de los votantes a favor de
las elecciones presidenciales directas (en abril de 1984), el candidato del AD, Tan-
credo Neves, recorrió el país para recabar apoyos a su candidatura y al modesto pro-
grama de reformas que proponía. Tancredo intentaba abordar los más importantes
problemas económicos y sociales con moderación, sobre la base de un «pacto» social
explícito entre las principales fuerzas sociales. Sarney fue incapaz de construir dicho
pacto social. Los sectores sociales más destacados, especialmente el empresarial y
el sindical, recelaban de las intenciones de su gobierno y no estaban dispuestos a
aceptar pérdidas distributivas a cambio de políticas económicas y sociales titubean-
tes. Una de las primeras y más importantes iniciativas reformistas, la reforma de
la tierra, fracasó a causa de la indecisión gubernamental, las complicaciones jurídicas
y las amenazas de los terratenientes de reaccionar con violencia 56.
A medida que avanzaba la República Nueva, quedó cada vez más claro que su
actuación sería evaluada en función del éxito de su política económica. La difícil
cuestión era cómo estabilizar la economía (abordando la deuda externa y controlan-
do la inflación), al tiempo que se revitalizaba el crecimiento económico y se afronta-
ban las acentuadas desigualdades sociales. Pronto la inflación se convirtió en la
cuestión fundamental. La República Nueva presenció una serie de intentos de con-
trolar la inflación, la mayoría de ellos basados en un conjunto de propuestas hetero-
doxas, y todos fallidos. Las políticas de estabilización se subordinaron a las
consideraciones políticas del presidente Sarney y de su cada vez más reducido gru-
po de partidarios. Buen ejemplo de ello es el resultado del más ambicioso de los pla-
nes de estabilización: el plan Cruzado de 1986. Este plan congeló los precios y
salarios de tal manera que los consumidores asalariados experimentaron un consi-
derable aumento en su poder adquisitivo. El resultado (provisional) fue un enorme
aumento de la popularidad del presidente Sarney, y una victoria arrolladora para el
PMDB en las cruciales elecciones de noviembre de 1986. Inmediatamente tras las
elecciones, el plan Cruzado se derrumbó a causa de la presión de sus defectos inhe-
rentes (demanda interna disparada, huelgas de productores y crecimiento de las acti-
vidades del mercado negro para sortear la congelación de precios). El índice de
popularidad de Sarney cayó con el plan, y nunca se recuperó 57 .
55 Véase Lamounier, «Brazil: Inequality against Democracy».
56 Véase para los estados iniciales de la República Nueva Diniz st al, Modernkafio;
Corréa Leite
Cardoso, «Movimentos populares»; Sola, Estado da transifdo; Sorj, «Reforma agrária»; Tavares de Almei-
da, «Dificil caminho».
5 7 Sobre el plan Cruzado y sus resultados, véase Sola, «Heterodox Shock».
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 233

Las elecciones legislativas de 1986 fueron de vital importancia para la consoli-


dación de la democracia, dados los poderes constitucionales otorgados al nuevo
Congreso. Los debates sobre la nueva constitución dominaron la mayor parte de
1987 y 1988, con un alto nivel de participación de distintos sectores y grupos de la
sociedad brasileña 58 . Al final, se consiguió una elaborada constitución a la que
fueron incorporándose un gran número de reivindicaciones y prioridades. Como
resultado, la nueva constitución era desigual y dejaba una serie de cuestiones sin
resolver. Su tono general era nacionalista, estatalista y reformista, y tenía como
principales méritos la completa restauración oficial de las libertades civiles, una
democracia política plena y la incorporación de algunas cuestiones sociales. Sin
embargo, había mucho que poner en práctica mediante la subsiguiente legisla-
ción ordinaria, lo que resultó ser un asunto problemático.
En cualquier caso, era la situación económica lo que preocupaba a la población,
y lo que más que ninguna otra cosa erosionó la posición del gobierno de la Repú-
blica Nueva. La popularidad y legitimidad de Sarney se redujeron a la vista del errá-
tico crecimiento económico y del incremento de la inflación. La incapacidad de los
distintos ministros de Finanzas para enfrentarse a la inflación generó una descon-
fianza generalizada en el gobierno y en la política en general. Las manifestaciones de
oportunismo político (vistas por muchos como cinismo) de distintos políticos con-
tribuyó más aun a la caída de la República Nueva. Al mismo tiempo, las preferencias
políticas de la población se trasladaron bien a los candidatos populares de la izquier-
da (fundamentalmente del PT) o a los neo-populistas de derechas que atacaban a la
República Nueva y sus defectos. Esta situación quedó de manifiesto claramente en
la campaña y en los resultados de las elecciones presidenciales de 1989.
Las elecciones de 1989 se disputaron en dos vueltas, como estipulaba la nueva
constitución. Al principio, lideraban las encuestas los candidatos izquierdistas tra-
dicionales, como el antiguo populista Leone Brizola, y el líder del PT, Luis Inácio
«Lula» da Silva. Pero inesperadamente, durante el año electoral de 1989, se disparó
la candidatura de Fernando Collor de Melo. Collor abrazó un discurso populis-
ta-liberal, y prometió el final de los defectos del sistema político existente (fun-
damentalmente la corrupción y el clientelismo), y la «modernización» de Brasil
mediante una mezcla sin especificaciones de liberalización económica y reforma
social. Era opinión general que el auténtico éxito de la candidatura de Collor era resul-
tado de la cobertura prestada por el poderoso grupo de comunicación Globo. A
medida que Collor ascendía en las encuestas, la mayoría de los grupos de centro-dere-
cha se unieron a su candidatura, especialmente entre la primera y la segunda vuelta.
La segunda vuelta fue un duelo entre Collor y Lula. Collor ganó por menos del io%
del escrutinio.
La elección de Collor y la segunda posición de Lula demostraban claramente el
deseo de cambio. Ninguno de los partidos o de los políticos ligados al régimen mili-
tar o a la República Nueva consiguió obtener un apoyo significativo durante la
primera vuelta electoral de 1989. Collor, más que Lula, consiguió atraer a un amplio
abanico de votantes: de elite, de clase media, e incluso de los trabajadores y los más
desfavorecidos. Les atrajo el discurso de «cambio» y de «limpieza de la organiza-
ción», articulado por un candidato joven y atractivo con una imagen «antipolítica»

5 8 Véase Bruneau, «Brazil's Political Transition».


2 34 KEES KOONINGS

cuidadosamente diseñada. Asentado en la legitimidad electoral, Collor juró el cargo


en marzo de 1990, y estaba resuelto a hacer cambios. Sin embargo, su actuación no se
ajustó a sus pretensiones. Aunque se puso en marcha la modernización de la econo-
mía, con una importante liberalización del mercado y una primera tanda de privati-
zaciones, la reforma social fue inexistente y los fundamentales planes de
estabilización no consiguieron controlar lo que por entonces se había convertido en
hiperinflación. La desconfianza popular de Collor se vio alimentada inmediatamen-
te por su primer plan de estabilización que incluía confiscaciones a gran escala de
depósitos de ahorro privados. Pero el mayor problema de Collor fue el Congreso.
Aunque había sido legítimamente elegido presidente, Collor no tenía un partido
político representativo. Para su candidatura había utilizado el casco vacío de un
oscuro partido (el Partido da Renovafjo Nacional, PRN), con pocos escaños en el Con-
greso. Los grandes partidos fueron, en su mayor parte, hostiles a Collor y a sus pro-
yectos, que pretendían evitar las jerarquías y las lealtades políticas existentes, y
amenazaban los intereses de los distintos grupos y sectores representados por esos
partidos. Las elecciones al Congreso de 1990, menos de un año después de su llega-
da al cargo, reforzaron a los grandes partidos y agudizaron la predisposición anti-
Collor del legislativo. Especialmente el PMDB y el PFL exigieron concesiones
políticas al gobierno a cambio de su apoyo a iniciativas y planes del ejecutivo.
La caída de Collor fue tan rápida como su ascenso. En junio de 1992 todavía dis-
frutaba de la atención mundial gracias a la presencia de un gran número de líderes
políticos extranjeros durante la Conferencia de Naciones Unidas para el Medio
Ambiente y el Desarrollo (UNCED) que se celebró en Río de Janeiro. Al mismo tiem-
po, aparecieron en la prensa los primeros rumores de irregularidades en la con-
ducta presidencial. Estas alusiones pronto dieron paso al desenmarañamiento de
una trama de corrupción, alimentada por la prensa, denunciada mediante protestas
populares y acogida con entusiasmo por una comisión de investigación del Congre-
so que se constituyó con el objetivo de descubrir la verdad. El resultado fue la
acusación de Collor y su cese en espera de un proceso de destitución. En diciembre
de 1992, Collor dimitió oficialmente. La cuestión más importante del «Collorgate» no
fue tanto el propio caso, ni la dimisión del presidente, como el hecho de que el asun-
to se ajustó a los límites de los procedimientos constitucionales. Tanto el público
general como el ejército demostraron suficiente fe en las instituciones democráticas
como para esperar y aceptar el resultado de las investigaciones del Congreso.
La dimisión de Collor llevó a la presidencia a su vicepresidente, Itamar Franco.
Este político, que hasta la fecha se había mostrado poco expresivo, se propuso con-
seguir una mayor base de apoyo en el Congreso. Ya hostil a Collor cuando era vice-
presidente, Franco frenó la mayor parte de las reformas liberalizadoras, dado que era
más partidario de la convencional aproximación nacional-estatalista al desarrollo
económico que de la desregulación y la integración global. Especialmente Fran-
co responsabilizó al sector financiero, ya que se había beneficiado enormemente de
la continua subida de la inflación. Franco exhibió una actitud más conciliadora hacia
el Congreso, incluyendo en su gobierno a políticos de un amplio espectro de parti-
dos. El Congreso, sin embargo, se replegó rápidamente; en 1993 estalló un nuevo
escándalo de corrupción, involucrando en este caso a una serie de influyentes con-
gresistas que habían cobrado comisiones de compañías constructoras mientras eran
miembros de la poderosa comisión de presupuestos.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 2 35

El éxito económico sólo llegó al final del mandato de Franco y fue crucial para la
elección como presidente de Fernando Henrique Cardoso en octubre de 1994. Car-
doso había aceptado, a principios de 1993, el puesto de ministro de Asuntos Exte-
riores en el gobierno de Franco, pero pocos meses después le convencieron para
asumir la cartera de Finanzas. Entre finales de 1993 y la primera mitad de 1994, Car-
doso y su equipo diseñaron cuidadosamente el plan de estabilización que posibilitó
la introducción de una nueva moneda, el real, en julio de 1994". El aparente éxi-
to, manifestado en el rápido descenso de la inflación, facilitó el camino para la exitosa
candidatura de Cardoso a la presidencia. La adopción del real le dio la confianza popu-
lar, y la alianza política establecida con el PFL y con parte de PMDB le procuró el
apoyo necesario en el Congreso para el ambicioso programa de reformas emprendi-
do por el gobierno de Cardoso. Las reformas incluían la eliminación de los obstácu-
los constitucionales para la liberalización económica y la privatización de las
principales compañías estatales. Más aún, las reformas fiscal y de la seguridad social
solucionarían los enormes problemas financieros del gobierno federal. El final de la
estabilidad laboral en el sector público se tomó como condición para reducir la plan-
tilla del aparato estatal.
El plan reformista de Cardoso progresó lenta pero firmemente durante su pri-
mer mandato en el cargo. La oposición a las reformas vino principalmente del PT y
de los grupos sociales organizados, como los sindicalistas y el movimiento de los tra-
bajadores rurales sin tierra, que se sintieron amenazados por el «ataque del neolibe-
ralismo». Entre los sectores empresariales y las clases medias, el gobierno de Cardoso
disfrutó de un gran apoyo. A principios de 1997, Cardoso consiguió que se aceptara
otra enmienda constitucional, que permitía la inmediata reelección de los jefes del
ejecutivo en los tres niveles de gobierno: presidente, gobernador y alcalde.
Pese al hecho de que la posibilidad de la reelección añadía dificultades al ya pro-
blemático juego de alianzas políticas en apoyo de la administración de Cardoso, la
reelección del presidente en las elecciones presidenciales de 1998 fue de una facilidad
sin precedentes. Con una clara mayoría de votos obtenidos ya en la primera vuelta de
las elecciones, en octubre de 1998, Cardoso dejó al segundo candidato, Lula, clara-
mente atrás. El tercer candidato más votado fue Ciro Gomes, un antiguo aliado
político de Cardoso (y, de hecho, su sucesor como ministro de Finanzas durante
los últimos meses de la presidencia de Itamar Franco, en 1994). Esto muestra que las
elecciones de 1998 confirmaron la hegemonía política en el nivel federal de la coali-
ción social-liberal que había apoyado al gobierno de Cardoso 6°.
Al mismo tiempo las fuerzas de la oposición hicieron algún progreso en el nivel
estatal. En el estado de Rio Grande do Sul, de gran importancia desde el punto de

59 Para una exposición de la génesis política del plan sobre el real, véase Dimenstein y De Souza,
História real.
6o Cardoso ganó las elecciones presidenciales en la primera vuelta, en octubre de 1998, con el
53%de los votos válidos. Lula obtuvo cerca del 32%, mientras que Ciro Gomes quedó el tercero con
menos del 11%. Los restantes candidatos obtuvieron pocos votos obtenidos, con lo que resultaban irre-
levantes para la situación política. El cuarto fue el excéntrico médico y populista conservador Enéas, con
sólo el z%. Todas las figuras políticas destacadas de periodo posterior a 1985 estaban ausentes, por falta
de apoyo o por participar en las elecciones para gobernadores o senadores en vista de la victoria general-
mente esperada de Cardoso. Para una revisión de los resultados de las elecciones, véase Tribunal Supre-
mo Eleitoral, en: www.tse.gov.br (abril de 1999).
236 KEES KOONINGS

vista político, el aliado de Cardoso, António Brito, perdió frente al candidato de


PT, Olivio Dutra, en la segunda vuelta de las elecciones a gobernador del estado.
Asimismo, en Minas Gerais, Itamar Franco se hizo con el gobierno en la segunda
vuelta, augurando una posición crítica frente a la administración de Cardoso. Estos
políticos representaban las distintas ramas de la oposición izquierdista o populista
contra el plan reformista de Cardoso. La presión sobre su plan aumentó con el esta-
llido de una crisis financiera en enero de 1999. Considerada generalmente como par-
te de la cadena del cataclismo financiero que comenzó en el Lejano Oriente en 1997
y que afectó a Rusia en 1998, la crisis obligó a devaluar fuertemente el real, desatan-
do una vez más el temor a un nuevo incremento de la inflación. Más aún, la recesión
que la mayoría de los observadores esperaban que resultara de la devaluación y de la
aplicación de los ajustes patrocinados por el FMI como aval del paquete de ayudas de
cuarenta mil millones de dólares podía agravar los ya existentes problemas de des-
empleo y pobreza. La creciente movilización popular y la remodelación de las leal-
tades políticas constituían una prueba para el gobierno Cardoso, cara a las próximas
elecciones municipales del año z000.

La consolidación de la democracia: balance provisional


La restauración de la política democrática en Brasil desde 1985 ha progresado en
medida considerable, pero no sin complicaciones. Ya desde 1979, fueron progresi-
vamente restaurados los derechos civiles y políticos básicos. En 1982, tuvieron lugar
por primera vez desde 1965 las elecciones directas a gobernadores de los estados, jun-
to a elecciones abiertas justas para las legislaturas de los estados y para el Congreso.
A continuación, en 1985, se produjo la restauración del gobierno civil, con el obje-
tivo específico de reinstaurar la plena democracia en cinco años. En 198 5 y 1986 se
celebraron elecciones municipales y para la total renovación del Congreso. Las
siguientes elecciones legislativas federales y estatales tuvieron lugar en 1990, 1994 y
1998; las elecciones municipales en 1988, 1992 y 1996; y, por supuesto, las elecciones
presidenciales directas en 1989, 1994 y 1998.
La promulgación de la nueva constitución, terminada en octubre de 1988, pre-
paró el terreno. Esta constitución restauraba las elecciones presidenciales directas,
confirmaba la total libertad de organización de partidos y acción colectiva en la
sociedad civil, y daba mayor poder al Congreso y a los niveles de gobierno estatal y
local. El voto se extendió a los analfabetos y los jóvenes de dieciséis a dieciocho
años, se mejoró la consideración oficial de los indígenas, y se incluyeron medidas
contra la discriminación de género y étnica 61 .
Sin embargo, la constitución dejó algunos aspectos sin resolver. La primera cues-
tión que debemos mencionar fue la propia reconsideración del régimen político. La
población brasileña podía decidir en referéndum si Brasil debía ser una república pre-
sidencial o parlamentaria, o incluso la vuelta a la monarquía constitucional abolida en
1889. En abril de 1993, una vasta mayoría de electores votó a favor del mantenimien-
to del statu quo, es decir, una república federal basada en el presidencialismo 62 .

61 Véase Bruneau, «Brazil's Political Transition», págs. 267-277.


6z Para un análisis del debate brasileño sobre la forma de gobierno, con una preferencia implícita
por el sistema parlamentario, véase Lamounier, «Brazil: toward Parliamentarism?».
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 237

En cualquier caso, quedaron sin resolver otros defectos del sistema político. El
sistema de partidos era considerablemente volátil e inestable; el régimen electoral
favorecía a los pequeños estados del noreste, más atrasados y generalmente conser-
vadores, sobre los estados del sudeste y del sur, más poblados, urbanos e industria-
lizados 63 En general, las instituciones políticas de Brasil no son tan frágiles, pero sí
.

están sujetas a continuos cambios (al menos hasta 1995), hasta el punto de que
Lamounier habla de un «síndrome de parálisis hiperactiva» entre políticos y partidos;
una continua búsqueda de reformas institucionales como solución para los dilemas
políticos pese al hecho de que la fragmentación de los partidos las hace inviables 64.
La enmienda constitucional que permite la reelección presidencial (y de otros altos
cargos) fue el último ejemplo de esa voluntad continua de cambiar las institucio-
nes políticas. Además, aunque la constitución de 1988 excluía el instrumento típico
de los gobiernos arbitrarios, el decreto-lei, introducía algo similar: la medida provisikia,
que se ha utilizado para imponer las iniciativas políticas del ejecutivo sin necesidad
de la aprobación del Congreso.
Por lo que se refiere a la práctica política, han ido apareciendo una serie de ten-
dencias contradictorias. Por una parte, se ha consolidado un consenso básico demo-
crático entre las agrupaciones políticas mayores, en el sentido de que se han
establecido las estrategias, alianzas y conflictos políticos dentro de los márgenes de
las reglas institucionales. Las elecciones han sido esencialmente libres, justas y, debi-
do a la obligatoriedad del voto, con participación masiva. La extensión del voto a los
analfabetos y a la población entre dieciséis y dieciocho años ha elevado el electorado
brasileño a 78 millones de votantes en las elecciones presidenciales y legislativas de
1994 61 . Las elecciones en Brasil desde 198 5 han sido básicamente competitivas y
justas. Los candidatos y las campañas han respetado razonablemente la legislación
electoral, y nunca se han aproximado al vulgar personalismo que actualmente está
tan de moda en las elecciones de los Estados Unidos. Por ejemplo, durante la cam-
paña presidencial de 1989, el Tribunal Electoral excluyó la irregular candidatura de
un popular magnate de los medios y presentador de un talk-show que fue propuesto
por el gobierno Sarney para frenar el ascenso de Fernando Collor en las encuestas de
opinión. Resulta especialmente significativo que las dos mayores crisis institucio-
nales del periodo Collor/Franco (1990-94), es decir, el escándalo de corrupción que
afectó al propio Collor y el escándalo de corrupción que en 1993 salpicó a un grupo
de miembros del Congreso, hayan sido tratadas básicamente en términos constitu-
cionales, y sin interferencia del ejército.
Por otra parte, el proceso político se ha caracterizado, en todos los niveles, por
el personalismo y el clientelismo, un cierto grado de elitismo, varias formas de
corrupción, y en general débiles lazos entre los partidos y la sociedad en general
(con la posible excepción del PT). El patronazgo estuvo muy extendido durante la
República Nueva y se utilizó para cimentar alianzas congresuales en favor de las
ambiciones particulares del presidente Sarney, fundamentalmente para asegurarse el
cargo durante los cinco años de su mandato. El proceso político (entre partidos)

63 Véase Schneider, Erni!: Patito and Culture, pág. 131.


64 Lamounier, «Brazil: Inequality against Democracy», pág. 16o. Para un desarrollo posterior de
este concepto, véase Lamounier, «Brazil: the Hyperactive Paralysis Syndrome».
61 Véase Santos et al.„Que Brasil é este?
238 KEES KOONINGS

subyacente a los debates constitucionales demostraba una serie de lo que podrían


considerarse «imperfecciones». La postura en relación con las cuestiones más impor-
tantes ocasionó una constante remodelación de alianzas y lealtades dentro y entre las
distintas facciones del Congreso y los individuos concretos. Especialmente, el pro-
pio gobierno se sirvió del clientelismo y el favoritismo para influir en la mayoría par-
lamentaria en diversas cuestiones específicas (tales como la duración del mandato
presidencial). Las alianzas en el Congreso se fundaron más en los pactos y las lealta-
des personales que en la coherencia yen los programas de los partidos 66 Tras 1990, .

este fenómeno parecía haber declinado en cierta medida, aunque Collor intentó uti-
lizar el clientelismo en un intento de impedir su destitución en 1992. Ni siquiera
Cardoso consiguió permanecer totalmente al margen de las prácticas clientelistas
para la ejecución de su plan de sustanciales reformas administrativas y políticas,
y para ganar su reelección. En particular, el patronazgo a todos los niveles, desde la
política local hasta la forja de alianzas de votos en el Congreso, sigue siendo impor-
tante. Una razón fundamental para esta situación es la generalización del personalis-
mo, al que ya nos hemos referido, en combinación con la endémica inestabilidad de
la estructura de partidos. Esta situación crece por el constante peso político del nor-
este, donde tales prácticas son consustanciales a los partidos políticos; por ejemplo,
el poderoso cacique del PFL de Bahía, António Carlos Magalháes, ha estado impli-
cado en todos los proyectos políticos importantes desde 1985. Aun así, durante el
gobierno Cardoso, la alianza social-liberal del propio partido de Cardoso, el Partido
Social Democrático Brasilerio (PSDB), el PFL y parte del PMDB, que aglutina impor-
tantes fuerzas políticas de Sáo Paulo, del noreste (Bahía, Pernambuco, Ceara), Minas
Gerais y de los opulentos estados del sur (Paraná, Santa Catarina y Rio Grando do
Sul), pareció suficientemente sólida para seguir con su plan de reformas. En los
niveles regional y local se da una amplia gama de situaciones políticas, desde las habi-
tuales oligarquías regionales y los caciques locales hasta las alianzas regionales pro-
gresistas (como las de Ceara y Rio Grande do Sul) o la política participativa de los
gobiernos municipales del PT en importantes ciudades como Porto Alegre.
En cuanto a las bases socio-políticas del consenso democrático, se puede obser-
var que la mayor parte de los grupos y clases sociales parecen comprometidos con
los procedimientos democráticos 67. Las elites empresariales y los grandes terrate-
nientes están bien representados en las distintas facciones del Congreso. Especial-
mente, la denominada «nueva derecha» (políticos neoliberales del Partido Liberal,
propietarios de pequeñas y medianas empresas, y grandes terratenientes de la Unido
Democrática Rural, UDR, que, de hecho, dejó de existir en 1995) se ha integrado en
la política democrática y civil, y parecen distanciarse de las inclinaciones autori-
tarias 68 . La clase media y trabajadora, e incluso parte de los sectores urbanos y rura-
les menos favorecidos han conseguido incrementar su acceso a la esfera pública
mediante sindicatos y todo tipo de asociaciones cívicas de voluntarios. Los niveles de

66 Véase Campello de Souza, «Brazilian "New Republic"», págs. 370 ss.


67 Véase por ejemplo las declaraciones de destacadas figuras recogidas en DaMatta et al., Brasi-
leiro: Cidaddo? En 1993, el 6o% de los brasileños expresaron su preferencia por la democracia como sis-
tema de gobierno, pese a los varios retrasos de los años anteriores; véase Moisés, Brasileiros e a
Democracia, pág. 264.
68 Véase Campello de Souza, «Contemporary Faces».
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 2 39

organización y movilización política de la sociedad brasileña se consideran altos,


aunque se encuentran en gran medida disociados de la práctica diaria de los partidos
políticos. El movimiento sindicalista se ha debilitado últimamente en parte por la
continua crisis económica, las actividades de la economía marginal y la liberaliza-
ción 69 . Los sectores pobres del ámbito rural, especialmente los campesinos sin tie-
rras y su movimiento, mantuvieron lazos con el PT, si bien alternaron entre acciones
pacíficas e iniciativas más radicales y violentas, tales como la ocupación de hacien-
das rurales y los enfrentamientos con la policía estatal. Volveré sobre este problema
en la próxima sección.
Para resumir, entonces, en líneas generales, parece que la democracia institu-
cional (y los derechos civiles y políticos fundamentales) están firmemente asentados,
si bien se aprecian algunas deficiencias. La práctica y la cultura políticas se han hecho
congruentes con la democracia pero, al mismo tiempo, una serie de peculiaridades
tales como el personalismo, el clientelismo y el cambio ad hoc de las lealtades entre
los partidos siguen reñidas con lo que uno entiende por una democracia «madura».

LA AMENAZA ACTUAL DE LA VIOLENCIA


Una de las grandes paradojas de la transición brasileña es que el final del régimen
autoritario y la restauración de la democracia hicieron poco para disminuir los pro-
blemas de violencia, arbitrariedad e inseguridad dentro de la sociedad. Por el con-
trario, aunque es virtualmente imposible de comprobar, puede afirmarse que los
niveles y la extensión de la violencia social se han incrementado con la democracia.
Esto bien puede ser una cuestión de percepción: quienes en Brasil tienden a expresar
su saudade respecto a los años de «ley y orden» bajo el dominio del ejército obvia-
mente olvidan que los propios militares estaban entre los principales responsables de
esa violencia arbitraria. Además, el incremento de los delitos comunes comenzó
mucho antes del reciente retorno de la democracia, e incluso pudo haber recibido un
importante empuje bajo la dictadura.
En cualquier caso, lo realmente significativo en relación con este trabajo es que
la percepción de la violencia y la inseguridad se ha intensificado durante los últi-
mos diez o quince años. Probablemente, esta situación se puede explicar por el
hecho de que fue exactamente la vuelta a la democracia lo que aumentó las expec-
tativas de que mejoraran la seguridad y el imperio de la ley. A esto cabe añadir la
naturaleza aparentemente más «multiforme» de la violencia y de los conflictos
sociales. Brasil, de hecho, presenta el caso más destacado de esa «nueva violencia»
que afecta a las sociedades latinoamericanas en el periodo post-autoritario. Ya no
son los radicales de izquierda, ni los pobres (que siempre han estado sujetos a dis-
tintas formas de violencia —de Estado—) los que están expuestos a la violencia y la
inseguridad. Especialmente desde mediados de los ochenta, la violencia se ha con-
vertido en una opción habitual para propietarios de tierras, comerciantes, agentes
del orden, bandas criminales, señores de la droga y, en algunos casos, políticos del
interior.

69 Véase Costa, Tendíncias, para una revisión de los últimos desarrollos en los movimientos sindi-
calistas brasileños.
2 40 KEES KOONINGS

Se puede discutir si la actual ola de conflictos sociales amenaza la viabilidad de la


democracia en Brasil a largo plazo. En todo caso, su influencia parece ser mucho
mayor que la del legado de un pasado de represión a la hora de sembrar dudas sobre
la capacidad del Estado para mantener los derechos civiles y el imperio de la ley.
Los temores que despiertan los conflictos sociales y las distintas formas de violencia
están hoy en claro contraste con la relativa indiferencia general que suscitaban el
terror y la violencia en el pasado. Así, mientras las dimensiones institucional y
política de la democracia parecen ya firmemente establecidas en Brasil, la continua
violencia y los problemas en el campo de los derechos humanos siguen cuestionan-
do la calidad de la democracia brasileña en relación con muchos de sus ciudadanos.
Revisaré brevemente las manifestaciones fundamentales del problema en dos áreas:
violencia y conflictos sociales, y crimen y fuerzas del orden.

Conflictos sociales, violencia

En el meollo del asunto está, por supuesto, un patrón profundamente arraigado


en la sociedad brasileña de desigualdad y exclusión social. Esto se refiere no sólo al
problema de la generalizada pobreza, sino al completo síndrome de exclusión siste-
mática de los recursos básicos (tierra, trabajo, salario), de los esquemas públicos de
bienestar, de la participación política, e incluso de la nación como colectivo social y
construcción cultural. Esta exclusión se basa en distintas combinaciones de divisio-
nes de clase y étnicas, y se complica más con la importancia persistente de los víncu-
los personales que pueden determinar si uno está «dentro» o «fuera» en términos de
ciudadanía plena 70 .

De manera directa, lo que está en juego es la cuestión de la «ciudadanía social».


A largo plazo, la pobreza y la exclusión van en contra del consenso democrático y la
estabilidad 71 . No sólo instauran una «violencia estructural» visible en todas las difi-
cultades cotidianas producidas por la desigualdad y la privación 72 ; también alimen-
tan el estallido de conflictos violentos.
El papel de la violencia en los conflictos sociales, e incluso en la vida cotidiana y
la cultura, tiene, por supuesto, una larga historia en Brasil. La sociedad colonial se
basó en la coerción, representada de forma crucial en la institución de la esclavitud.
En el Brasil del siglo xix, la represión de la protesta social y de las revueltas se aña-
dió al espectro de la violencia ". Hasta el presente, la resolución de los intereses
opuestos de diferentes grupos o agentes a menudo implica el uso de la violencia,
normalmente por parte del más poderoso. Una violencia endémica prevaleció
especialmente en las áreas rurales más periféricas 74 . Por regla general, las elites

7o Véase DeMatta, Cata e a rua, págs. 71 ss; también DeMatta, Carnavais, capítulo 4.
71 Véase Lamounier, «Brazil: Inequality against Democracy». •
7z Esto se hace dolorosamente real en las vidas de los más pobres, como en el noreste, dramática-
mente analizado en Scheper-Hughes, Death without Weeping.
73 Véase Oliven, Viotti:tia e cultura, pág. 3.
74 Véase Foweraker, Struggle for Land, para un análisis de la larga historia de violencia en la frontera
agraria brasileña. Véase isto•, nº 1233, 19 de mayor de 1993, para un informe sobre la «guerra» entre pisto-
leros y ocupantes y sus defensores en la región de Bico do Papagaio, conocida por su violencia en el ámbito
rural desde principios de los años ochenta; aproximadamente mil personas murieron entre 1982 y 1992.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 24 1

privadas podían contar con el compromiso o la complicidad activa de los represen-


tantes del Estado. La violencia perpetrada tanto por los grupos de particulares como
por las denominadas «fuerzas de la ley» ha afectado a activistas sociales tales como los
campesinos sin tierra que ocupaban una propiedad, los trabajadores del metal en
huelga, las comunidades indígenas, o los mineros del oro (garimpeiros) que fue-
ron expulsados de sus emplazamientos. Especialmente en la frontera amazónica, la
violencia cotidiana es endémica, y demuestra la incapacidad del Estado para mante-
ner un orden interno legal y pacífico. Esto podría contribuir a un clima general en el
que la violencia se considera como la opción normal a la hora de defender intereses
o resolver conflictos. En particular, algunos segmentos de la dite, como los propie-
tarios de tierras que se enfrentan con ocupantes ilegales, o los comerciantes hostiga-
dos por los niños de la calle, recurren a la violencia de manera habitual.
Durante la República Nueva, fueron fundamentalmente las huelgas obreras las
que provocaron las reacciones represivas por parte de las autoridades. Ya he men-
cionado el vivo interés del SNI por los asuntos laborales. Sin embargo, el sindicalis-
mo disfrutó de mayor margen de acción durante la República Nueva que durante los
años de gobierno militar. Los sindicalistas consideraron que había llegado el
momento de reclamar compensaciones por la veloz disminución de poder adquisi-
tivo experimentada por los asalariados antes de 1985. El resultado fue una impre-
sionante oleada de huelgas durante los años del gobierno de Sarney. En algunos
casos destacados, las huelgas fueron violentamente reprimidas por las autoridades.
En marzo de 1987, el ejército y la marina se desplegaron para terminar con las gran-
des huelgas de los trabajadores portuarios y de refinerías. En noviembre de 1988, una
huelga en la planta metalúrgica estatal de Volta Redonda, en el estado de Río de
Janiero, fue violentamente reprimida por el ejército, con el resultado de tres muer-
tos y dos docenas de heridos 75 .

A partir de I990, el principal movimiento que suscitó reacciones violentas fue el


movimiento de los «sin tierra» (Movimento dos Trabalbadores Rurais Sem-Terra, MST).
Mientras las Fuerzas Armadas se mantuvieron a distancia, la tarea de controlar y
reprimir el movimiento recayó en la policía militar, que en Brasil se encarga de las
tareas habituales de la policía en el mantenimiento del orden público, bajo el mando
de los gobernadores de los estados. El movimiento comenzó a primeros de los
ochenta en Rio Grande do Sul y se fortaleció durante el breve periodo en el que el
gobierno de Sarney intentó poner en vigor la reforma de la tierra. Bajo la República
Nueva, la cuestión de la tierra animó a los terratenientes a formar grupos armados
privados contra el MST, organizados en la UDR y financiados mediante subastas de
ganado celebradas bajo sus auspicios. Durante los noventa, el MST aumentó su
militancia y recurrió a la ocupación de propiedades pertenecientes a los grandes terra-
tenientes o al Estado, pero considerados «improductivos» y por tanto expuestas a
la expropiación 76 El MST ha seguido operando a través de un delicado equilibrio
.

entre estrategias institucionales (manteniendo ciertos lazos con el PT y la Central


Única dos Trabalbadores, CUT), protestas civiles (como la marcha campesina sobre
Brasilia en abril de 1997), y ocupaciones por la fuerza de la tierra que, en los casos en
que han sido exitosas, se han visto seguidas de esfuerzos en favor del desarrollo

75 Véase Hunter, Eroding Militar, Influence, págs. 89-90.


76 Véase Navarro, Politica.
2 42 KEES KOONINGS

comunitario de dichas propiedades 77 Las ocupaciones de tierra y otras acciones


.

militantes han llevado frecuentemente a enfrentamientos violentos, especialmente


cuando se ha enviado a la policía militar para contener la situación, pero también en
los casos en que los terratenientes han enviado a pistoleros.
Durante el gobierno Cardoso, este tipo de enfrentamientos se hizo más fre-
cuente. Aunque Cardoso realizó esfuerzos para implementar la reforma de la tierra
que había prometido durante su campaña electoral de 1994, los líderes del MST con-
sideraron que la reforma no estaba progresando lo suficientemente rápido, al mismo
tiempo que se iban agudizando los problemas sociales en el ámbito rural. El MST
no rechazó la noción de diálogo en sí misma, pero las ocupaciones de tierras y las
acciones militantes se consideraron necesarias para inducir al gobierno a acelerar la
reforma de la tierra y para abandonar el «neo-liberalismo» —el principal «oponente»
político e ideológico del MST—. En agosto de 1997, el líder del MST, Joáo Pedro Ste-
dile, hablaba de la marcha sobre Brasilia de abril de 1997 y de la rebelión de Chiapas
en México en los siguientes términos:
Con la marcha, forzamos al gobierno a cambiar de táctica. Hasta entonces, habían
adoptado la política de aislar al MST. Eso se acabó. Ahora el gobierno habla y des-
pués ataca. Es una política de una de cal y otra de arena [...] Chiapas desempeñó un
importante papel histórico al mostrar al mundo que el neoliberalismo había fraca-
sado en México. Antes, las elites dentro y fuera de Brasil presentaban al país como
un modelo, pero ahora ya nadie habla de eso. En cierta manera, Chiapas fue la caída
del muro de Berlín para el capital financiero internacional 78.

A mediados de los noventa, el uso de la fuerza por parte de los miembros del
MST se hizo más frecuente, pero la reacción de las fuerzas del orden fue casi siempre
desproporcionada. En julio de 1995, la policía militar emprendió el violento desalo-
jo de un grupo «aislado» de sem-terra (trabajadores rurales sin tierra) que había
ocupado una propiedad cerca de Corumbiara, Rondónia, durante el que murieron
nueve activistas rurales y tres policías. La policía militar fue acusada de haber tor-
turado a los detenidos 79 . Menos de un año después, se desató el escándalo general
por una acción de la policía militar del estado de Para en la que murieron 19 ocupan-
tes muertos y otros 51 resultaron heridos. Para disolver a 1.5 0o sem-terra que habían
formado una barrera cerca del municipio de Eldorado do Carajás en protesta por el
lento avance de la reforma de la tierra, unos 268 policías armados con rifles y ame-
tralladoras rodearon a los manifestantes y abrieron fuego deliberadamente sobre la
multitud, en ocasiones a quemarropa. La acción se produjo tras el fracaso de las
negociaciones fallidas y ante la creciente impaciencia de las autoridades 8° En rela- .

ción con los problemas rurales, el gobierno parece estar atrapado entre la militancia
de los sem-terra y la poderosa facción del Congreso que representa a los terratenientes

77 Véase los reportajes en Veja, nº 1491, 16 de abril de 1997, especialmente «A longa marcha» (La
larga marcha), págs. 34-35; «Condenados a luta» (Condenados a la lucha), págs. 36-41; y «O radical da tra-
digio» (El radical de tradición), págs. 46-48, en el que se retrata al líder del MST, Joáo Pedro Stedile.
78 Citado de una entrevista concedida a Veja, n9 1507, 6 de agosto de 1997, págs. 12-13.
79 Véase Veja, nº 1405, t6 de agosto de 1995, págs. 37-38.
80 Véase el detallado reportaje en Veja, n° 1441, 14 de abril de :996 («Sangue em Eldorado»),
págs. 34-39.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLITICA EN BRASIL 243

e intenta evitar una modernización más rápida de las relaciones sociales en las
zonas rurales. Al mismo tiempo, los estallidos de violencia contra los manifestantes
y los ocupantes rurales ponen seriamente en duda la efectividad del imperio de la ley
en Brasil.

La nueva guerra: crimen contra la sociedad

En el Brasil urbano, los problemas de la violencia y el miedo están igualmente


ligados al problema del mantenimiento del imperio de la ley. En las ciudades, el pro-
blema de la violencia criminal ha sido muy importante durante los últimos diez o
quince años. Para los analistas, la violencia urbana en Brasil puede ser una expresión
de «dominio y resistencia de clase» en el contexto de una forma muy excluyente de
capitalismo; o podría significar un impedimento para la extensión de la ciudadanía a
los pobres y los excluidos ". Para los ciudadanos normales, pronto adquirió las pro-
porciones de una psicosis colectiva. El aspecto más desazonados de los problemas de
la criminalidad y la inseguridad no radica sólo en la aparente incapacidad del Estado
para garantizar la seguridad de los ciudadanos, ni la recurrente y deliberada violación
de los derechos de los estratos pobres de la población por las fuerzas policiales, sino
la complicidad activa de un amplio número de fuerzas del orden (posiblemente inclu-
so unidades enteras) con la desenfrenada violencia cotidiana ligada al crimen orga-
nizado. Es cierto que este problema es especialmente destacado en Río de Janeiro y
que muchos informes sobre la violencia urbana, el crimen organizado y la arbi-
trariedad policial en esta metrópoli no son necesariamente representativos de la
situación global brasileña. Sin embargo, este problema se manifiesta también en
muchas otras grandes ciudades de Brasil, y la situación de Río ciertamente contri-
buye a una sensación general de temor en el país que es compartida tanto por la cla-
se media como por los más desfavorecidos, especialmente los favelados (habitantes de
las favelas). En cualquier caso, la manera en la que estos dos grupos experimentan la
«guerra urbana» es muy diferente, y refleja la separación social fundamental que
divide a la sociedad brasileña.
La criminalidad urbana y la violencia ligada al crimen tienen una larga historia en
Brasil, no sólo en Río de Janeiro sino en todas las grandes ciudades brasileñas. La
delincuencia ligada al narcotráfico ha aumentado considerablemente desde finales de
los años setenta, cuando Brasil (especialmente Río) se convirtió en ruta de paso
para la cocaína de los países andinos a los mercados europeos, y también en merca-
do de consumo az . El aumento cuantitativo de los grupos de traficantes de cocaína en
las favelas de Río de Janeiro, cada uno encabezado por un señor de la droga local,
trajo consigo la rápida proliferación de sofisticado armamento entre los miembros
de las bandas de las favelas. Al mismo tiempo, las actividades delictivas, especial-
mente el secuestro y el tráfico de drogas, adquirieron una forma cada vez más orga-
nizada. Durante los noventa, los enfrentamientos entre las bandas y la policía en
Río de Janeiro adquirieron los perfiles de una guerra civil. Ello no sólo llevó al mar-
cado incremento de los niveles de violencia y a la generalización del sentimiento de

81 Véase Oliven, Violéneia e cultura; también Paixio, «Crime».


8z Leeds, «Cocaine and Parallel Politics», págs. 54 58.
-
244 KEES KOONINGS

temor entre la población de la ciudad, sino que también difuminó en buena medida
la distinción entre orden y violencia «oficial» y «criminal».
En primer lugar, el aumento de las actividades criminales relacionadas con la
droga incitó a la policía a incrementar su ya arraigado hábito de utilizar la violen-
cia indiscriminada contra los habitantes de lasfavelas durante las denominadas ope-
raciones relámpago contra las bandas y los señores de la droga. Tales métodos
operativos están, en parte, engranados en las prácticas policiales tradicionales y están
además estimulados por la presión de los politicos y la opinión pública de clase media
para enfrentarse al problema de la delincuencia y la ilegalidad. En segundo lugar,
lleva a una situación en la que los habitantes pobres de las favelas viven en un cons-
tante estado de temor a quedar atrapados en la violencia que surge de los enfrenta-
mientos entre bandas rivales, o entre los criminales y los garantes oficiales de la ley
y el orden. Esto, a su vez, dio a las bandas de narcotraficantes organizadas en lasfave-
las la oportunidad de instaurar en ellas estructuras alternativas de ley y orden. Leeds
ha documentado cómo los líderes de las bandas imponen su control mediante el uso
de distintas combinaciones de servicios y amenazas, dando lugar a una estructura de
poder paralela en los vecindarios pobres controlados por los líderes de la delincuen-
cia y sus bandas armadas. En algunos casos, como en la conocida favela de Roginha,
estas prácticas se extendieron a los vecindarios próximos de clase media-alta cuando
los habitantes acomodados también se dirigieron a los líderes de las bandas en bus-
ca de orden y de un cierto grado de seguridad.
Por último, en Río de Janeiro especialmente, numerosos miembros de las fuer-
zas policiales civil y militar han estado implicados en actividades delictivas como ase-
sinatos, secuestros y tráfico de drogas. Esto se hizo evidente en los resultados de la
explosión más infame de violencia de los noventa: el asesinato de veintiún habitan-
tes de lafavela Vicário Geral el 3o de agosto de 1993. Inmediatamente se sospechó que
el grupo de pistoleros fuertemente armados y enmascarados que había llevado a
cabo los asesinatos estaba formado por miembros de las fuerzas policiales militares
y civiles 83 . En el curso de la investigación, se obtuvo una serie de declaraciones que
implicaban a oficiales de la policía en asuntos de extorsión y tráfico de cocaína.
Se extendió la sensación de que la policía de Río era incapaz de cumplir con sus fun-
ciones. Se dibujaron estampas poco prometedoras (por ejemplo, en la Escota Superior
de Guerra), en las que se veía cómo, en un futuro próximo, la ciudad estaría gober-
nada por los mafiosos y sus ejércitos privados, de manera que «[1]os poderes cons-
tituidos [...] tendrán que solicitar la participación de las Fuerzas Armadas para
emprender la difícil tarea de enfrentarse a esta horda de bandidos, para neutrali-
zarlos, e incluso para aniquilarlos, de manera que se puedan mantener la Ley y
el Orden» 8q.
Un año después, en noviembre de 1994, las autoridades estatales y federa-
les decidieron lanzar una intervención federal en Río de Janeiro enviando unidades
armadas a lasfavelas para enfrentarse a las bandas de narcos. La intervención, denomi-
nada Operafdo Rio, repetía una breve experiencia anterior en la que se había utilizado

83 Véase IstoÉ, n2 1249, especialmente el reportaje «Exterminio em gotas». Véase también I,eeds,
«Cocaine and Parallel Politics», págs. 65-66, y Ventura, Cidade partida.
84 Citado de un documento no publicado del ESG en istoÉ, nº 1249, 8 de septiembre de 1993,
Págs. 34-35.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 2 45

a las tropas federales para mantener el orden durante la conferencia de la UNCED de


1992. La Operafjo Rio se realizó hasta mediados de 1995 sin tener efectos a largo pla-
zo en la lucha contra el crimen o en la reducción de la violencia. Sólo contribuyó a la
confusión en cuanto a cómo debía manejarse el problema del cumplimiento de la ley:
mediante una fuerza policial debidamente reformada bajo el control de los gobiernos
locales democráticos o mediante el ejército.
Resumiendo esta breve y en forma alguna exhaustiva revisión de la situación
actual de Brasil, se puede ver que, aunque la escalada de la violencia y la subsi-
guiente desaparición del gobierno democrático efectivo en Río de Janeiro representa
un caso extremo, está claro que el problema de la violencia, el miedo y la inseguridad
no se han planteado de manera adecuada en Brasil, especialmente en lo que se refie-
re a los segmentos pobres y de excluidos de la sociedad 85 . Esto ensombrece el avan-
ce de la democracia por la que el país ha estado luchando durante las dos décadas
anteriores. Los informes recientes sobre la situación de los derechos humanos en
Brasil confirman la paradoja de un empeoramiento en el mantenimiento efectivo de
la ley, pese a la consolidación de la democracia política en el país 86. En Brasil, la
transición democrática ha terminado con la sistemática desatención de la libertad
individual y los derechos humanos por parte del gobierno; pero también ha genera-
do formas de violencia y violaciones de los derechos humanos más difusas y tal vez
también más difundidas, en las que ya no son los oponentes al régimen autoritario
sino un fragmentado conjunto de agentes (algunos ligados al Estado) quienes apa-
recen al tiempo como autores y víctimas de un nuevo tipo de violencia que parece
haberse convertido en endémico 87.

CONCLUSIÓN

El régimen militar de Brasil fue el primero de un conjunto de gobiernos autori-


tarios que introdujeron la represión y el terrorismo de Estado como rasgo sistemá-
tico y doctrinal de gobierno en América Latina. En cualquier caso, la dictadura
brasileña conservó una curiosa naturaleza híbrida en la que se mantuvo parte de
la estructura institucional oficialmente democrática para sostener la «legalidad» del
gobierno militar. Comparado con sus vecinos del Cono Sur, la escala y la extensión

85 Véase Pinheiro, «Democracies without Citizenship».


86 Véase por ejemplo, Departamento de Estado de EE.UU., Brazil Country Repon on Human
Rights Practices for 1996 (Bureau of Democracy, Human Rights, and Labor, Enero 1997). Este informe
es en general favorable en cuanto a las dimensiones institucionales de los derechos civiles y la democracia
política, pero es crítico sobre los derechos humanos en lo que se refiere a los problemas vinculados con
la violencia policial arbitraria, escuadrones de la muerte, niños de la calle, trabajo infantil, violencia
doméstica contra las mujeres y violencia contra las poblaciones indígenas. El reconocimiento oficial por
parte del gobierno de Cardoso de la existencia de problemas en relación con los derechos humanos ha teni-
do como resultado un programa nacional global sobre esta cuestión. En el programa se presta una aten-
ción especial a aspectos relativos a la violencia policial, las competencias policiales y la reforma del sistema
judicial. Una línea de acción a cono plazo que se propone en dicho programa es «un proyecto de ley que
regule el uso de armas de fuego y munición por parte de los oficiales de policía fuera de servicio e incre-
mente el control durante las horas de trabajo» (cursivas del autor). Véase el resumen en internet,
~V/. mj.gov.brfpndh 0997), del Programa Nacional de Dereitos Humanos.
87 Véase para este concepto Panizza y Barahona de Brito, «Politics of Human Rights in Brazil».
246 KEES KOONINGS

de la violencia represiva bajo los gobiernos militares brasileños fueron limitadas,


pero esto fue en gran medida se contrarresta con el gran tamaño y el alcance del sis-
tema de seguridad del Estado. La creciente autonomía e incontrolabilidad de este
sistema fue una de las razones por las que el propio régimen decidió adoptar una tra-
yectoria de liberalización gradual a partir de mediados de los años setenta. La con-
servación de cierto grado de institucionalidad civil permitió al ejército la posibilidad
de controlar la transición en buena medida, y de asegurar una parte sustancial de sus
prerrogativas institucionales y políticas tras el retorno del gobierno civil en 198 5 . Al
adherirse a las reglas de la transición impuestas por el régimen, al tiempo que cons-
truía efectivas alianzas políticas y una fuerte base de apoyo social, la oposición al
régimen consiguió asumir el poder gubernamental contra las preferencias del ejér-
cito, terminando de ese modo con un régimen que hacía de la arbitrariedad uno de
sus recursos básicos.
Desde 198 S, el proceso de consolidación democrática ha sido exitoso en cierto
número de aspectos, especialmente en relación con la total restauración de las liber-
tades individuales y políticas y la naturaleza de las políticas electorales. Por otra
parte, los defectos persistentes en el sistema de partidos y en la cultura política, jun-
to a las continuas incertidumbres en relación con la definitiva composición institu-
cional del sistema político brasileño han contribuido a instaurar una permanente
sensación de intranquilidad respecto a la viabilidad de la política democrática, al
menos hasta 1995. Con la llegada del gobierno de Cardoso, la estabilidad políti-
ca mejoró significativamente, y la adopción de un ambicioso plan de reformas augu-
ra perspectivas favorables a largo plazo para la democracia política, pese a las
dificultades para llevar las reformas a la práctica.
A finales del siglo xx, las principales sombras proyectadas sobre el gobierno
democrático de Brasil no están fundadas en el legado de la represión pasada, al igual
que sucede en países como Argentina, Chile, El Salvador y Guatemala. Al contrario,
surgen de la combinación de los problemas de pobreza y exclusión social, por una
parte, y de la difusión de violencia cotidiana y el fracaso en la práctica del imperio de
la ley, por otra. Este doble síndrome sigue socavando la efectiva ciudadanía para sec-
tores significativos de la población brasileña. Cualquier comprobación futura del
éxito de la política democrática en Brasil necesariamente se referirá a la manera en la
que se aborda el trauma fundamental de la inseguridad.
X

TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES


SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO
Wil Pansters

¿Qué han dicho los doctores? Dicen que en lugar de curar ciertas enfermedades, hay
que aprender a vivir con ellas [...] Por lo demás, el organismo del Señor Presidente, a
pesar de su edad, tiene una capacidad asombrosa de recuperación y las crisis hasta le sir-
ven de catarsis emocional '.
N SU ÚLTIMO MENSA JE AL PAÍS, EN 1928, el presidente Plutarco Elías Calles
F anunció el final de una era: la de los caudillos; y el comienzo de otra: la de la
política institucional. Se refería así al asesinato ese mismo año del presidente
electo, Obregón, y el intento consiguiente de fundar el Partido Nacional Revolu-
cionario, precursor del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que durante
décadas fue el único partido gobernante en México. De ese modo reaccionaba la eli-
te política a la crisis que se cernía sobre ellos: tratando de unir a los miembros de
la familia revolucionaria —que durante los últimos años se había convertido en una
«fraternidad mal avenida y fraccionada»— y de evitar el mismo clima de violen-
cia por la sucesión presidencial de 1919, 1923 y 1927'. También se buscaba la incor-
poración de los caciques y los movimientos políticos provinciales a la esfera de
influencia del gobierno central. El gran empeño con el que se impulsó esta iniciati-
va chocó con la oposición de ciertas facciones hasta el punto de desembocar en una
breve revuelta militar a principios del año 1929, pero también logró reducir sustan-
cialmente y durante décadas el riesgo que suponían las ambiciones y rivalidades per-
sonales y sus formas concomitantes de violencia pretoriana.
Sesenta años después de la declaración de Calles, en diciembre de 1988, el presi-
dente Salinas de Gortari sugirió con orgullo que la era del partido único había pasado
a la historia. A continuación, presentó un ambicioso programa de liberalización

La cita proviene de la novela corta de Solís, El gran elector (pág. i 5), en la que el autor describe las
conversaciones mantenidas entre un presidente que lleva en el poder más de sesenta años y su secretario
personal.
z Knight, «Mexico's Elite Settlement», pág. 121.
248 WIL PANSTERS

económica, modernización política y reforma del Estado. Paralelamente, la oposi-


ción, que había salido fortalecida de las elecciones fraudulentas de julio de 1988, se
encontraba con muchas ganas de presentar batalla. En concreto, la coalición que había
mantenido la candidatura de Cuauhtémoc Cárdenas (y que más adelante se trans-
formaría en el Partido de Revolución Democrática, PRD) estaba, si no convencida,
al menos sí trabajando seriamente con la hipótesis de la inminente quiebra del
proceso político.
Esta coyuntura crítica marcó el nacimiento de un discurso de cambio y movi-
miento 3 . La dite en el poder encontró acomodo político tras la apología de la moder-
nización, que suponía una mayor liberalización económica, la reforma del Estado,
del partido gobernante y una reorientación de las relaciones entre el Estado y la
sociedad civil. La oposición de izquierda, a veces en consonancia con la de centro-
derecha del Partido de Acción Nacional (PAN), luchaba por consolidar la capacidad
e influencia política que acababa de adquirir. El lenguaje que estructuró su estilo y
su proyecto político fue el de la democratización o la ruptura (social) democrática,
la derrota del PRI y una reorientación de las políticas socioeconómicas. A su vez, los
discursos de la modernización y la democratización se articulaban en torno a un ter-
cero: el de la transición. Dependiendo del punto de vista ideológico con el que se eva-
luaran las causas, las consecuencias y las posibilidades de actuación política a finales
del año 1988, estos discursos proponían la necesidad del cambio y la transición
mediante el paso de un modelo de populismo estatista a otro de pluralismo basado
en el mercado, o bien de un modelo de autoritarismo y economía neoliberal a otro de
reforma democrática apoyada en una distribución más equitativa de los recursos.
Como ocurrió cuando la idea del punto de inflexión que propuso Calles se apo-
deró del discurso político, los motivos de la «modernización», la «democratiza-
ción» y la «transición» se erigieron en los puntos de referencia del debate público y
académico. El discurso de la modernización y la modernidad tuvo unos efectos tan
profundos durante el que ya parece lejano apogeo del salinismo que en 1992 uno de los
más reconocidos comentaristas mexicanos de la cultura y la política, Carlos Monsi-
váis, comentó irónicamente: «la modernidad [...] es ahora la estrella resplandecien-
te, la única meta [...] De la modernidad depende lo que en rigor nadie discute, el
porvenir nacional» 4 Es significativa la ausencia de toda forma de debate real acerca
.

de la irreversibilidad de la «modernidad».
En los últimos años se ha invertido en México un gran esfuerzo por parte tanto
de políticos e intelectuales como de periodistas (todos aquellos a los que se les
puede catalogar como los «principales definidores» del debate público) por conver-
tir la idea de la modernización y la transición en un hecho inevitable e indiscutible.
Téngase en cuenta, por ejemplo, la observación de otro de los más respetados comen-
taristas de la cultura mexicana, Héctor Aguilar Camín: «Aun para los más reacios
a inclinar la cabeza ante los hechos duros de la historia, es evidente hoy que México ha
tomado, decididamente, el rumbo de este paradigma de la modernidad» t . Los
«hechos duros» se traslucen en las características de la sociedad civil mexicana

En 1991, Fernando Pérez Correo escribió: «En México hay un debate abierto, auspiciado por la
cultura del cambio» (citado en Barros Horcasitas el al., Transición, pág. 284).
4 Monsiváis, «Duración de la eternidad», pág. 39.
5 Camín, «La obligación del mundo», pág. 49 (énfasis añadido).
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 249

(moderna, participativa, educada) y en sus relaciones con el Estado, y se ven refren-


dados por la orientación político-económica del país (NAFTA, privatización, indus-
trialización basada en las exportaciones). Sólo han pasado unos pocos años desde que
se plasmaron aquellas palabras, y ya ha quedado de manifiesto que la modernización
mexicana (también) quería decir violencia, luchas políticas intestinas, levantamien-
tos rurales armados y crisis económica.
Del mismo modo que hace casi setenta años, en la actualidad conviene no con-
fundir los hechos históricos con la interpretación política. En este capítulo describi-
ré brevemente, en primer lugar, las principales características del autoritarismo
mexicano (el punto de partida para el supuesto proceso de «transición») y los pro-
blemas con los que se ha encontrado en los últimos años. Después investigaré la
naturaleza del proceso de transición en México y en qué medida se puede considerar
como tal. Aunque ya se han avanzado algunos temas que pueden ser significati-
vos para dicho análisis, yo me centraré aquí en la importancia de los actores políticos,
sus estrategias y opciones en relación con cuestiones tales como los resultados
electorales, la legislación electoral y el corporativismo. Con el fin de ampliar nuestro
conocimiento sobre los factores que influyen en el funcionamiento del sistema polí-
tico mexicano, abarcaré gran parte de la literatura sobre la transición, criticaré sus
prejuicios institucionales y me fijaré en las dimensiones cultural y pragmática de
la política. En la sección final de este capítulo, aprovecharé esta perspectiva para
analizar los sucesos recientes que han desencadenado un notable incremento
de la violencia.

LOS PILARES DEL AUTORITARISMO MEXICANO


La gran mayoría de los autores convendría en que la característica más sobresa-
liente del régimen autoritario surgido de la conflagración revolucionaria es su natu-
raleza institucional e inclusiva 6 . Los principios fundamentales del marco político y
jurídico oficial del régimen mexicano están consagrados en la Constitución aproba-
da en 1917. En ella se recogen principios liberales que protegen los derechos políticos
individuales y, al mismo tiempo, otros que sancionan un fuerte intervencionismo
estatal. El primero de los principios es el de la soberanía popular, que se ha de con-
cretar en elecciones periódicas en todos los ámbitos del Estado. Esta estructura elec-
toral se ha mantenido vigente en México desde la aprobación de la Constitución 7 El .

principio revolucionario de la no-reelección, que expresa el rechazo popular a la


degeneración que sufrió la Constitución liberal de 185 7 durante el Porfiriato, tam-
bién ha permanecido intacto 8 . La obcecación con la que se ha mantenido esta norma
ofrece la ventaja obvia de la continua circulación de la elite. La rotación de las dife-
rentes facciones políticas ha garantizado al sistema un cierto grado de vitalidad en la

6 César Cansino publicó recientemente una lista de variaciones en las definiciones propuestas del
autoritarismo mexicano. Por lo general, México se considera un caso excepcional. Véase Cansino, Cons-
truir la democracia, págs. 171 172.
-

7 Hay elecciones casi para todas las posiciones oficiales en México, y también para puestos no
administrativos.
8 Cuando Salinas de Gortari pareció siquiera coquetear con la idea de la posible reelección, el ex
presidente suscitó inmediatamente el rechazo general.
250 WIL PANSTERS

medida en que ha movilizado las energías y abierto oportunidades para quienes bus-
can acceder a los círculos políticos. Durante las décadas inmediatamente posteriores
a la fase armada de la revolución, este principio se tradujo en que los componentes de
las hasta entonces clases subordinadas tuvieron la posibilidad de escalar a los puestos
más altos del Estado post-revolucionario 9 . Dicho grado de institucionalización
política y jurídica contrasta claramente con la eliminación de garantías constitucio-
nales ejercida frecuentemente por los gobiernos militares autoritarios en otras partes
de América Latina. También ha supuesto un dique de contención frente a lo que
Whitehead denomina «manifestaciones de inestabilidad plebiscitaria» en periodos
de transición 'o.
El espacio reservado a la soberanía popular se redujo a la mínima expresión desde
el momento mismo de su proclamación debido a la fuerza expansiva del intervencio-
nismo estatal. Los artículos constitucionales que permitían la intervención del Estado
surgieron como colofón al proyecto social de la revolución y, desde entonces, han
constituido una poderosa forma de legitimación. Durante décadas, la ideología revo-
lucionaria ha marcado de manera efectiva los límites del debate público, conteniendo
así la aparición de discursos políticos alternativos. Dicho ideario actuó como una
fuerza unificadora y supuso el fundamento de legitimación exclusiva del poder políti-
co, obstaculizando de ese modo el desarrollo del pluralismo ideológico. Para poder
materializar los derechos sociales constitucionales (en especial con respecto a la tierra,
el trabajo y la educación), el Estado se adjudicó una importante prerrogativa sobre los
recursos del país y la autoridad para redistribuirlos. El vastísimo programa de repar-
to de tierras, en particular durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, en la segunda
mitad de los años treinta, es un claro ejemplo de cómo una burocracia inmensa, con-
trolada desde la capital federal, organizó y supervisó la reforma agraria.
Los campesinos que lograron beneficiarse de la reforma agraria se organizaron
en agrupaciones corporativistas vinculadas orgánicamente al partido revoluciona-
rio. De este modo, el fortalecimiento de la posición negociadora del movimiento
sindical se debió también a su conexión con el régimen y el partido revoluciona-
rio. Sin embargo, la estructuración del campesinado, los trabajadores y otros grupos
populares en movimientos corporativistas convirtió a estos mismos grupos en recep-
tores subordinados de las políticas gubernamentales. En la medida en que estos
mecanismos de incorporación organizativa quedaban ligados a unas políticas de
reforma y distribución que también fomentaban la emancipación política y cultural,
aunque de forma paternalista, el gobierno se aseguraba el apoyo de las bases socia-
les. Pero cuando se fueron abandonando estas medidas reformistas, lo que había
comenzado como un proceso de transferencia de poder al pueblo se transformó en
un instrumento de control, con lo que las formas activas de participación ciudadana
se redujeron drásticamente.
El pacto corporativista surgido en los años veinte y treinta, y consolidado en los
cuarenta, constituye uno de los pilares del régimen autoritario mexicano, además de
ser el responsable de su carácter inclusivo y, en parte, de la longevidad del sistema.

9 Un relato ficticio de este tipo de ascensión política se puede encontrar en Camp, Memorias. La
narración encuentra su base en los amplios estudios de Camp acerca del desarrollo de la elite políti-
ca mexicana en el siglo xx.
to Whitehead, «The Peculiarities of Transition ala mexicana», pág. ri 5.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 2 5 I

A pesar de que el corporativismo ha funcionado como un mecanismo de control, tam-


bién ha servido, en la práctica, de campo de mediación. Hace medio siglo, las orga-
nizaciones corporativistas representaban los intereses de la mayor parte de los
grupos sociales. A ellas les correspondía distribuir los beneficios del crecimiento
económico. A cambio, estas agrupaciones tenían la misión de transformar dichos
beneficios en apoyos al sistema (tanto electorales como organizativos). El éxito de
esta función hizo de las elecciones meros rituales de legitimación del régimen ". La
fuerza del PRI se basaba también en la desarticulación intencionada de la oposición
(es decir, en la falta de alternativas electorales viables).
Si los colectivos organizados llegaron a desempeñar un papel subordinado
dentro del partido revolucionario, este último ocupó una posición subalterna con
respecto al ejecutivo. La consolidación de un poderosísimo sistema presidencialista,
asentado tanto en prerrogativas constitucionales como meta-constitucionales, está
íntimamente relacionada con la construcción de una base popular organizada. Esto
fue posible al crearse unos vínculos jerárquicos (mediados por el partido gubernati-
vo) entre la presidencia y las masas populares. Se trata de un sistema surgido como
consecuencia del conflictivo desplazamiento en los años veinte y treinta de bloques
de base territorial por partidos políticos definidos según estructuras sociales y cla-
sistas (corporativismo) 12 . Aunque el poder ejecutivo siempre ha prevalecido sobre
el partido gobernante, esta tendencia se ha visto acentuada durante los últimos años.
La llegada al poder de una tecnocracia administrativa a comienzos de la década de los
ochenta ha reducido la importancia del partido como foro de negociación política. El
predominio político del ejecutivo, un fenómeno que tiene su reflejo en otros nive-
les de la jerarquía administrativa (gobernadores, presidentes municipales), también
es trasladable a los órganos legislativo y judicial. Durante la mayor parte del perio-
do post-revolucionario, estas instituciones, que deberían funcionar como los prin-
cipales contrapesos al poder y a los posibles abusos del ejecutivo, estuvieron bajo
el control del presidente y del líder del partido gracias a un extensísimo sistema de
patronazgo y lealtades.
El presidencialismo ha socavado gravemente el principio del federalismo con-
sagrado en la Constitución. Técnicamente, el municipio libre es la base de la jerarquía
administrativa, pero aunque los estados federales poseen un enorme grado de auto-
nomía, la realidad es que los administradores y los órganos de gobierno locales
dependen en gran medida de la política y la financiación de las instancias superio-
res. Así, el federalismo mexicano se ha visto neutralizado en la práctica por las fuer-
zas telúricas del corporativismo y el presidencialismo, los principales pilares de uno
de los sistemas políticos más centralizados de América Latina ' 3 Al contrario de .

ti Véase el perspicaz artículo de Hernández Rodríguez «Dificil transición», págs. 238-240. Otros
autores sostienen que es dificil aceptar que las elecciones de las primeras décadas fueran meros rituales.
Véase Molinar Horcasitas, Tiempo de la legitimidad. También refrendan este argumento los estudios reali-
zados sobre procesos políticos regionales. Véase, por ej., Rubin, «Popular Mobilization»; Pansters, «Citi-
zens with Dignity».
z Como he señalado en otra parte, no se trató de un proceso de «borrón y cuenta nueva». Los blo-
ques de poder con base territorial han seguido desempeñando un importante papel en el funcionamiento
del sistema político mexicano, pero desde el final de los años treinta dejaron de ser el único pivote sobre
el que giraba el poder político. Véase Pansters, Politics and Power.
13 El desarrollo histórico del federalismo está recogido en los capítulos de Carmagnani, Federalis-
MOS latinoamericanos, dedicados a México.
252 WIL PANSTERS

lo que se ha insinuado, las recientes medidas descentralizadoras no han modificado


esta situación de manera sustancial 14 . El centralismo político y administrativo está
apuntalado por la ideología del nacionalismo revolucionario, fundamental en el
intento por conseguir la unidad y el monopolio del espacio político. La exaltación de
la raza cósmica tiene mucho que ver con la unificación de la familia revolucionaria y la
exclusión de proyectos políticos alternativos. Las ideas tan ensalzadas de la mexica-
nidad y la construcción nacional han tenido su epítome en el partido revolucionario
y, sobre todo, en la fuerza centrípeta de la presidencia. Si el ámbito preeminente de la
expresión ciudadana es el municipio, la organización centralista de facto del poder
político y la posición subordinada de las instituciones en teoría representantes de la
soberanía popular (el parlamento) y garantes de los derechos individuales y colecti-
vos (el poder judicial) son serios obstáculos para la realización de los principios libe-
rales de la Constitución. En suma, el presidencialismo ubicuo, el corporativismo
estatal, el centralismo rampante, el carácter secundario de las elecciones como forma
de legitimación política y la cerrazón discursiva (todo ello articulado por un pode-
roso partido único) han constituido, en términos generales, las piedras angulares del
autoritarismo mexicano.
Junto con el crecimiento económico sostenido, estas instituciones políticas cla-
ve han sido las artífices de la estabilidad política en el México de la posguerra. La cara
más fea del autoritarismo, la represión violenta por parte del Estado, permaneció
oculta la mayor parte del tiempo, al menos en el ámbito político nacional (véase
también el capítulo 5 de este volumen). No obstante, si la elite gobernante lo consi-
deraba necesario, se recurría a la fuerza sin dudarlo. Se reclamaba al ejército y la
policía para disolver huelgas, expulsar a campesinos y reprimir las protestas estu-
diantiles y demás formas de manifestación. También se utilizaba la violencia contra
la oposición política, por lo general en el ámbito local, y de manera especial con los
disidentes dentro del mismo PRI.
Según muestra esta panorámica del autoritarismo mexicano, el Estado colonizó
la sociedad civil hasta el punto de obstaculizar la constitución misma de actores
sociales con capacidad de expresión y representación política propias 15 . Frente al
poderoso Leviatán, la sociedad civil mexicana no parecía sino una frágil criatura.
Según Loaeza, la autonomía decisiva del Estado, frente a la posición subordinada y
dependiente de la sociedad civil, forma el núcleo del autoritarismo mexicano ' 6 .

AUTORITARISMO Y CAMBIO

La caracterización que acabamos de presentar del autoritarismo mexicano pue-


de servir de punto de partida para centrar el debate sobre los sucesos y las políti-
cas que han aumentado las presiones sobre este régimen y que han contribuido a las
quiebras del sistema de mediación y representación ' '. La paradoja más importante
del desarrollo sociopolítico de México a partir de los años cuarenta fue que el buen

14 Véase Rodríguez, «Politics of Decentralization».


15 Véase Bizberg, «Crisis», pág. 701.
16 Loaeza, «México, 1968», pág. 27.
17 Analizaré en este apartado la dimensión político-cultural que se echaba en falta en la exposición
precedente.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 2 53

funcionamiento del sistema entre aproximadamente 1940 y 1970 creara las condi-
ciones para una disfunción cada vez mayor del mismo. El éxito del modelo mexica-
no de desarrollo basado en la sustitución de importaciones, un sistema fomentado de
manera decisiva por el régimen político, tuvo un profundo impacto en la estructura
social del país. La aparición de una clase media urbana y de una burguesía fuerte-
mente protegida alteró el paisaje social en el que se había gestado el sistema político
durante el mandato de Lázaro Cárdenas. Entonces, México era todavía una socie-
dad predominantemente rural, con un número significativo de bolsas urbanas
industriales y con una memoria reciente de la confrontación civil que había destro-
zado el país.
Las instituciones corporativistas creadas en el periodo cardenista se correspon-
dían grosso modo con la estructura social existente; una ordenación que también se
veía reflejada en la consolidación de un sistema presidencial fuerte y centralizado
como respuesta a las amenazas de levantamientos militares y fragmentación política.
Pero los procesos de industrialización y urbanización del país dieron lugar a una
sociedad más diversificada y compleja. Los efectos políticos se pudieron comprobar
enseguida. Ya en 1946, el presidente Ávila Camacho incluyó al sector popular en la
organización interna del PRI, y desde ese momento su participación en el partido no
ha hecho sino crecer. El primero en experimentar los efectos de las cambiantes
relaciones entre las fuerzas sociales y políticas fue el sector del campesinado (la
Confederación Nacional Campesina, CNC). En el momento en que las políticas
desarrollistas empezaron a tener cada vez menos arraigo dentro del sector industrial
y de la agricultura comercial a gran escala, los ejidatarios y pequeños propietarios
perdieron rápidamente una gran parte de su poder de influencia y negociación. No
es de extrañar, por lo tanto, que el sindicalismo organizado se beneficiara del forta-
lecimiento del sector urbano e industrial. El cambio socioeconómico también con-
tribuyó a aumentar el nivel educativo y de alfabetismo, el acceso a la información y
mayores posibilidades para viajar.
Después de más de tres décadas de desarrollo vigoroso en el plano socioeco-
nómico, los pequeños y medianos empresarios, los profesionales, los empleados
«informales» y los desempleados entendieron que no tenían cabida en, el sistema
corporativista de mediación de intereses 18 , y que los principales receptores y bene-
ficiarios eran las clases medias urbanas. El movimiento estudiantil de 1968 se consi-
dera, por lo general, la primera expresión (violenta) de las tensiones que fueron
acumulándose entre las cada vez más diversificadas fuerzas sociales y las institucio-
nes políticas del país. Dado que en 1968 los estudiantes exigieron el reconocimiento
de sus derechos civiles y atacaron la monopolización del espacio público ordenada
por el Estado, se ha tomado esta fecha como el primer signo de emancipación de
la sociedad civil. El régimen reaccionó con la reforma política de 1977-78, que preten-
día canalizar el descontento hacia el sistema electoral. El entonces presidente Eche-
verría apuntó en aquella ocasión que la reforma trataba de «incorporar a un mayor
número de ciudadanos y fuerzas sociales al proceso político institucional» 19 .
Se esperaba que la reforma política diera fruto de una manera gradual, pero la cri-
sis económica de 1982 no sólo abortó esa posibilidad sino que agudizó sensiblemente

18 Véase Bizberg, «Crisis».


19 Citado en Rodríguez Araujo, Reforma política, pág. 5 6.
2 54 WIL PANSTERS

el descontento social. Las fuerzas sociales que habían estado fermentando durante las
décadas previas consiguieron articularse políticamente tanto dentro como fuera del
ámbito del partido gubernativo. También se multiplicaron las alternativas electo-
rales, aunque en muchos casos fueron volátiles y de carácter contestatario. Uno de
los logros más significativos fue la victoria del PAN en algunas ciudades importan-
tes del estado de Chihuahua en 198 3, lo que provocó la aparición, por todo el norte
del país, de un sector panista más agresivo con una gran influencia en el ámbito
nacional. De este modo, las elecciones se estaban empezando a convertir en la única
forma de legitimación y soberanía política para políticos y analistas, un aspecto que
se vio reflejado en las repetidas disputas post-electorales (la aceptación tranquila
de las figuras oficiales parece ser la excepción hoy en día) y en el modo en que se vio
obligado el gobierno de Salinas a negociar con la oposición algunos aspectos tras-
cendentales de la reforma electoral. Además, la insistencia de la elite gubernativa por
llevar a cabo la reforma del PRI para mejorar sus resultados en las urnas y la presen-
cia generalizada de comités ciudadanos como observadores del proceso electoral (a
veces asistidos por delegaciones extranjeras) apuntan a la creciente importancia de las
elecciones. Por otra parte, las múltiples reformas de la legislación electoral en los últi-
mos años han reducido el margen de maniobra y la posibilidad de fraude de quienes
están en el poder. Las elecciones presidenciales de 1994, y sobre todo las de 1997, en
las que el PRI perdió el control de la capital del país y su mayoría en la Cámara de los
Diputados, son una prueba fehaciente de ello. Desde este punto de vista, habría que
concluir que la creciente competitividad y la reforma electoral han contribuido a
redefinir la relación de desequilibrio entre el Estado y la sociedad civil ".
Si la emancipación de la escena electoral supone una prueba del «despertar» de la
sociedad civil, las reacciones populares ante los terremotos de 1985 han reafirmado
este argumento. La aparición espontánea de numerosas organizaciones de «autoayu-
da» como respuesta a este desastre transmitió la imagen más negativa de un Estado
mal equipado y escasamente preparado para hacer frente a este tipo de situaciones, y
reforzó la idea de que era posible resolver los problemas más graves sin su media-
ción ". Los movimientos populares surgen de cada rincón de la sociedad, muchos
de ellos con el objetivo de reivindicar determinados derechos y conseguir for-
mas más efectivas de representación política. Recientemente, Foweraker ha señala-
do que estos colectivos han dejado de rechazar el sistema político per se, y, en su
lugar, tratan de asegurarse el reconocimiento institucional. Con ese objetivo, cons-
truyen vínculos con los sistemas legal e institucional de gobierno, siempre en con-
junción con acciones directas y movilizaciones colectivas ". Según Haber, los
movimientos populares han sido parte integrante del cambiante paisaje políti-
co mexicano y su función principal ha sido de control del gobierno 23 . Estos y

zo Este artículo fue escrito originalmente en 1998. La pérdida de las elecciones presidenciales en
z000 por el PRI —la primera en más de siete décadas— no hace sino subrayarla anterior argumentación (N.
del Autorpara esta traducción).
Este y otros ejemplos de organización popular hicieron que algunos autores señalaran que la
sociedad civil se estaba organizando en realidad desde abajo. Este argumento fue refutado más tarde por
Zermeño, quien apuntó certeramente que la mayoría de estas organizaciones no fueron muy duraderas.
Véase Zermeño, «Crisis, Neoliberalism and Disorder».
zz Foweraker, Popular Movements.
23 Haber, «Cárdenas», pág. 242.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 2 55

otros procesos (a los que me referiré en el apartado siguiente) han desestabilizado, de


un modo u otro, el legado autoritario mexicano y han creado oportunidades para
proseguir el cambio. A la vez, son la materia prima con la que se han construido los
discursos de la modernización y la transición.

INTERROGANDO LA TRANSICIÓN MEXICANA

Las polémicas elecciones presidenciales de 1988 están consideradas en general


como la culminación política de un largo ciclo de cambio económico y social. La
urbanización, la diferenciación socioeconómica y demográfica, el creciente nivel
educativo y la proliferación de medios de comunicación modernos (es decir, cambios
seculares que han transformado profundamente la estructura social de México),
terminaron invadiendo el ámbito político y electoral. Dado que estas tendencias
estructurales se consideran irreversibles, parece probable que sus consecuencias polí-
ticas, como el aumento de las alternativas electorales y un mayor pluralismo, acaben
con el unipartidismo y el control corporativista. A finales de 1980, «muchas de las
verdades axiomáticas e inquebrantables acerca del sistema mexicano» habían sido
desmanteladas 24 En comparación con otros países latinoamericanos, en los que
.

los golpes militares y las guerras civiles, por ejemplo, consiguieron desestabilizar las
relaciones sociales y políticas, México llevaba décadas dando la imagen de una socie-
dad que había evolucionado sin cambios traumáticos 2 f . El autoritarismo estaba bien
arraigado y adaptado a las particularidades mexicanas. Pero desde 1988, el imagina-
rio político mexicano empezó a dinamizarse, con lo que comenzaba a ser concebible
la caída gradual o repentina de la elite revolucionaria y la subsiguiente instalación
de un sistema más democrático.
Sin embargo, el optimismo sobre la posibilidad de una transición democrática
empezó pronto a desvanecerse. Este fenómeno de «desencanto democrático» se
ha percibido más que en otro sitio, aunque por diferentes razones, en América Lati-
na, y en particular en el Cono Sur 26 . En México, comenzó con las elecciones parla-
mentarias de 1991, en las que el PRI recuperó la mayor parte del terreno perdido
en 1988. En el ámbito regional, las elecciones siguieron siendo muy disputadas, con
gobiernos del PAN en la Baja California, Chihuahua, Guanajuato y Jalisco. Pero
en el discurso académico empezaban a aparecer ya las dudas acerca del esperado fin
del PRI y, en consecuencia, el paso a una sociedad más democrática. Desde el ini-
cio de los años noventa, la idea de la transición comenzó a diluirse con numerosos
adjetivos. Las incertidumbres tenían mucho que ver con ciertas características del
sistema mexicano y con la política de reformas gubernamentales estratégica y opor-
tunamente calculadas para reducir el riesgo de una desarticulación del régimen.
Diversos analistas se han sentido obligados a definir la «transición» mexicana
con la ayuda de conceptos que reflejan ambivalencia e incertidumbre. Más de
diez años después de que Enrique Krauze pidiera que se instaurara una «demo-
cracia sin adjetivos», la mayor parte de los observadores perciben la necesidad de

24 Cornelius, «Overview», pág. 2.


25 Con la importante excepción de la revuelta estudiantil de 1968.
26 Munck, «After the Transition».
2 56 WIL PANSTERS

«adjetivar» la transición mexicana 27 Según el análisis de Neil Harvey, se trata de una


.

situación de «dificil transición», en la que las fuerzas desencadenadas por las políticas
económicas neoliberales interaccionan con otras fórmulas neocorporativistas de
representación política 28 En 1991, Sánchez Susarrey la denominó la «transición
.

incierta» y dos años más tarde apareció un libro llamado La transición interrumpida. En
1994, Whitehead enumeraba los enormes obstáculos institucionales y culturales
(inherentes a este tipo especial de autoritarismo) que dificultan la consecución de una
verdadera democratización, pero concluía que la ruptura democrática era posible.
Javier Romero se refería al pantano de la transiciónpara analizar la situación posterior
a 1991. El optimismo de 1988 dio lugar gradualmente a una interpretación mucho
más cauta de las posibilidades y limitaciones de una transición democrática. Rome-
ro señaló la debilidad del sistema de partidos mexicano y criticó la incapacidad de la
coalición disidente liderada por Cuauhtémoc Cárdenas (que posteriormente pasó
a ser el PRD) para trascender su postura radical antisistema, una actitud que le impi-
dió participar en el debate nacional para conseguir una mayor democratización y
liberalización política. Como consecuencia, el centro-izquierda, que se había cata-
pultado al centro de la escena electoral en 1988, comenzó a perder terreno mientras
el PRI y el PAN se embarcaban en una estrategia de concertación. No obstante, para
Romero, la consolidación de un partido fuerte de centro-izquierda es un prerre-
quisito para el afianzamiento del pluralismo político 29 .
El hecho de que la oposición de centro-izquierda haya rechazado participar en
negociaciones con el régimen (al menos hasta 1995) justifica implícitamente la idea de
que el régimen sí ha llevado a cabo determinadas iniciativas para crear espacios polí-
ticos desde los que construir un proceso de transición. Pero ¿cómo probar la validez
de dicha hipótesis? ¿Cómo calibrar el grado de transición? ¿De qué manera encaja el
caso mexicano en el debate general sobre la transición? O'Donnell y Schmitter han
sugerido el principio de que la instauración de un sistema político democrático sue-
le venir precedida de una serie de medidas de liberalización política 30 como, por
,

ejemplo, las de reforma del proceso electoral, la reorganización del partido guber-
nativo y la reestructuración del corporativismo. Desde este punto de vista, los acon-
tecimientos de los últimos años conceden cierta credibilidad a la idea de que México
está pasando por un proceso de liberalización. En las secciones que siguen, analiza-
ré este argumento con mayor detenimiento.

ELECCIONES

En el ámbito electoral, el régimen de Salinas demostró una mayor tolerancia


hacia la oposición de lo que habían imaginado tanto críticos como afines. El reco-
nocimiento de la victoria del PAN en las elecciones al gobierno de la Baja California
en 1989, y más tarde en Chihuahua, supuso una clara ruptura con el pasado, cuando el
PRI aún conducía un carro completo. El presidente Zedilld ha continuado con esta

27 Krauze, Democracia sin adjetivos.


28 Harvey, «Difficult Transition».
29 Véase Nexos, 176, agosto de 1992, págs. 37 -45.
30 Véase O'Donnell y Schmitter, Transiciones: Conclusiones tentativas.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLITICO EN MÉXICO 257

política, como prueba la nueva victoria del PAN en la Baja California y su espec-
tacular conquista de los importantes estados de Jalisco (que cuenta con la segunda
ciudad más grande del país, Guadalajara), Nuevo León (con la próspera Monterrey)
y Querétaro. De esta manera, ha quedado bien de manifiesto que el PAN tiene la
capacidad de penetrar políticamente en el corazón de México.
Pero este avance aparentemente claro en la dirección del pluralismo político
presenta un lado más oscuro que pone en entredicho su verdadero alcance. Las vic-
torias electorales del PAN en las provincias no se pueden disociar de los aconteci-
mientos políticos sucedidos en el ámbito nacional. En este caso, el gobierno de
Salinas se vio obligado a negociar con la dirección del PAN (algo, de suyo, salu-
dable desde un punto de vista democrático) algunas cuestiones políticas fundamen-
tales. Las largas y difíciles discusiones entre el PAN y el PRI acerca de la reforma
electoral sólo llegaron a su fin a comienzos de 1989, cuando se alcanzó un acuerdo entre
la dirección del PAN y el ministerio del Interior (pero no en el parlamento). Estas
negociaciones condujeron a la creación de la denominada «carta de intención», por
la que el gobierno suscribía las modificaciones de la ley electoral que contemplaba el
PAN. El PRI negó, en primera instancia, la existencia de tal acuerdo, que en las
filas del PAN también dio lugar a conflictos entre facciones 31 . Se cree que a cambio
del apoyo parlamentario panista a las iniciativas políticas del gobierno (que se
encontraron por lo general con el rechazo de la oposición de centro-izquierda), el
gobierno aceptó las victorias electorales del PAN tras negociar con la dirección de
este partido. Así, lo que parece aperturismo democrático es, a la vez, el resultado
de los pactos suscritos entre las elites políticas y entre bloques corporativos. Este
argumento se confirma si nos fijamos en la polvareda que se levantó entre las agru-
paciones locales de priistas por lo que éstos interpretaron como actos de traición de
la elite nacional. En 1989, los miembros del PRI de la Baja California consideraron
que el presidente del partido, Luis Donaldo Colosio, había roto las reglas (oficiosas)
del mismo al reconocer la victoria del candidato panista en las elecciones a gober-
nador, Ernesto Ruffo, cuando ellos ya habían anunciado la victoria del PRI ". El
presidente municipal de Mérida (Yucatán) fue depuesto en 1993 quince días
después de hacerse cargo de su puesto. En medio de las protestas de fraude y en un
claro intento por resaltar los esfuerzos democratizadores de México poco antes de la
entrada en vigor del NAFTA, se decidió en los despachos gubernamentales de
Ciudad de México que el candidato del PAN, Correa Mena, fuera el nuevo alcalde.
Esta decisión enfureció a los priistas locales, que organizaron una serie de concen-
traciones de protesta ". La conquista de espacios políticos por parte de la oposición
fue, por lo tanto, una transición «elitista y negociada», dirigida en último término al
mantenimiento de las condiciones y los mecanismos que permitían a la elite perma-
necer en el poder en el ámbito nacional 34 .
La política mantenida hacia la oposición no sólo dependía de los pactos entre las
elites sino que también era selectiva ". Mientras el PAN y Salinas dialogaban, el

31 Gómez y Bailey, «Transición política», pág. 83.


32 Guillén López, «Baja California», págs. 161-163.
33 Estos datos se basan en Demmers, Friends and Bitter Enemies.
34 Hurtado, «Características», págs. 136-137.
3 5 Véase Meyer, Segunda muerta, pág. 123.

17
258 WIL PANSTERS

PRD tenía que hacer frente a las viejas estrategias del PRI y de los grupos locales y
regionales de poder. Los casos de Michoacán y Guerrero, y más tarde los de Nayarit,
Chiapas y Tabasco, demuestran que el régimen aplica criterios diferentes a cada opo-
sitor político. Esta situación de ambivalencia concede veracidad a la hipótesis de
que aunque se está consolidando cierta forma de legitimidad electoral en algunas
regiones mexicanas, en general, el resultado de los comicios sigue dependiendo
de los pactos políticos. Durante la presidencia de Salinas, la lógica democrática de la
legitimidad electoral, que presupone la ocupación de un cargo únicamente en virtud
de los sufragios emitidos por los ciudadanos, seguía subordinada a la lógica de
los pactos entre los diferentes actores políticos. No es ninguna sorpresa que el
único partido opositor capaz de capitalizar sus resultados electorales haya sido el úni-
co dispuesto a alcanzar acuerdos en temas de gran importancia para el régimen. Este
argumento no pretende subestimar los esfuerzos organizativos y electorales del PAN
o el índice de apoyo popular obtenido por este partido, como tampoco sobrevalora
los resultados electorales ni el grado de seguimiento del PRD. Solamente indica que
en la trastienda del acceso de la oposición al poder se están llevando a cabo pactos
silenciosos, unas prácticas políticas que probablemente estén teniendo lugar en
los despachos del ministerio del Interior en la Ciudad de México.
La disputa electoral de San Luis Potosí, en 1991, puede arrojar más luz sobre este
particular. Allí, ni el PAN ni el PRD salieron victoriosos, sino un verdadero movi-
miento político regional, el Frente Cívico Potosino, liderado por Salvador Nava. Las
elecciones a gobernador de 1991 en San Luis Potosí y el estado vecino de Guanajua-
to coincidieron con las importantes elecciones parlamentarias intermedias (a la mitad
del sexenio presidencial). En San Luis Potosí, los comicios confrontaron al priista
Fausto Zapata con el anciano y prestigioso Nava, que había logrado crear una excep-
cional coalición con el PRD, el PAN y el PDM. Las elecciones se vieron salpicadas
por distintas formas de fraude, y la inscripción de votantes estuvo condicionada por
fuertes intereses partidistas. San Luis Potosí es un ejemplo claro de un estado en el
que las principales áreas urbanas están dominadas por la oposición, mientras que las
zonas rurales más atrasadas, sobre todo la Huasteca, votan al PRI. Como era de
suponer, los bastiones del PRI registraron, con diferencia, el número mayor de ins-
cripciones de votantes. Durante la campaña, el PRI utilizó sus conocidas estrategias
para influir en el sentido del voto: control absoluto de los medios de comunicación
locales, fondos desmesurados para propaganda electoral, acusaciones contra la opo-
sición por incitar a la violencia, etc. El fraude pre-electoral continuó con un fraude
aún mayor durante las propias elecciones 36. Sin embargo, la prensa local declaró
vencedor a Zapata incluso antes de cerrarse los colegios. Aunque había suficientes
pruebas de fraude, Nava se negó a meterse en el laberinto jurídico-electoral y, en su
lugar, organizó un movimiento de resistencia civil.
La tensa situación de San Luis Potosí cobró un inesperado interés cuando el
candidato a gobernador por el PRI en el estado vecino de Guanajuato presentó su
dimisión tras unas elecciones también fraudulentas y un panista asumió el puesto con
interinidad. Dado que el gobierno federal se mostraba dispuesto o se veía forzado a

36 Un informe de dos organizaciones independientes, que observaron las elecciones en 75o cole-
gios electorales, concluía que en más de la mitad de los colegios se había producido algún tipo de irregu-
laridad. Citado en Aziz, «San Luis Potosí», pág. t;.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLITICO EN MÉXICO 2 59

sacrificar a su candidato en Guanajuato, también aumentaron las expectativas en


San Luis Potosí. Se celebraron concentraciones y marchas silenciosas, se bloquea-
ron carreteras y, en el último discurso del gobernador saliente, las seguidoras de
Nava se manifestaron aporreando utensilios de cocina al tiempo que otros se con-
centraban de manera permanente delante del palacio de gobierno. Mientras que
Nava iba y volvía repetidamente a Ciudad de México, catapultándose a la esfera
nacional, Zapata dejó de aparecer en público. Durante una de sus visitas, Nava reci-
bió una oferta de mediación: Zapata sería el gobernador y Nava ocuparía un puesto
importante en su gobierno, o Nava se convertiría en el gobernador y los puestos
clave serían para los priistas. Nava rechazó esta solución 37 . Cuando Zapata juró
su cargo oficialmente el 26 de septiembre de 1991 en presencia del presidente Salinas,
un Nava enfermo y envejecido se embarcó en la muy publicitada «Marcha de la
dignidad» hasta la Ciudad de México. Un grupo de mujeres impidió a Zapata entrar
en su despacho. Se le exigía la dimisión. Menos de dos semanas después lo hizo.
Nava suspendió la marcha y regresó a San Luis Potosí, donde le recibieron como a
un héroe. El mismo día, el priista Gonzalo Martínez Corbalá se dirigió a la capital
potosina para hacerse cargo del gobierno. La situación de San Luis Potosí se había
vuelto tan reñida como la de Guanajuato, y el diferente desenlace sólo se puede
explicar desde una lógica externa a las relaciones de poder regionales. La presencia
del PAN en las mesas negociadoras en Ciudad de México y la renuncia de Nava a pac-
tar fueron clave en la decisión de conceder el gobierno provisional de Guanajuato al
PAN yen San Luis Potosí al PRI. Si la lógica de Guanajuato se hubiera aplicado tam-
bién a San Luis Potosí, el gobierno habría ido a parar al movimiento navista. Es
obvio que esto no interesaba ni al PRI ni al PAN 35 .
El proceso electoral mexicano lleva mucho tiempo sometido a sofisticados can-
dados jurídicos que han dificultado la participación de los grupos de oposición, la pre-
sentación de determinados candidatos y el recurso contra las decisiones arbitrarias
(o, dicho de otro modo, el ejercicio de los derechos constitucionales). No sorprende,
pues, que la reforma de la legislación electoral lleve un tiempo figurando en los pla-
nes de las fuerzas políticas opositoras. Desde que entraron en vigor las importantes
modificaciones políticas y electorales de 1977, se han ido intensificando las negocia-
ciones y los reajustes a la reforma electoral. Aunque sí hubo algunos cambios posi-
tivos, la aprobación del Código Federal Electoral en 1986 por el presidente De la
Madrid supuso el aumento del control por parte del ejecutivo y una serie de garan-
tías de que el partido gobernante seguiría teniendo una influencia fundamental en los
aspectos más importantes del proceso electoral. En muchos sentidos, la reforma de
1986 supuso un retroceso en comparación con la liberalización política de 1977.
Como elemento más destacado, esta ley otorgaba carácter constitucional al concep-
to de gobernabilidad, por la que un partido podía obtener la mayoría absoluta en
la Cámara de Diputados aun cuando hubiera obtenido menos del 5 1 % de los votos.
La importancia de esta reforma, que fue el marco legal en el que se desarrollaron
las elecciones presidenciales de 1988, no es para tomarla a la ligera. Según cierto

37 Véase Granados Chapa, ¡Nava sí, Zapata no!, pág. 168.


18 Poco después de este episodio, las relaciones entre el movimiento navista y el PAN se deterio-
ron rápidamente. Un análisis más detallado de esta situación se puede encontrar en Panster, «Citizens
ith Dignity».
260 WIL PANSTERS

analista, Salinas no hubiera podido llegar a presidente sin ella ". Tras estas eleccio-
nes, comenzaron los preparativos para una nueva reforma, que el parlamento
aprobó en 199o. Pese a que se produjeron algunos avances, como el aumento de la
financiación de los partidos y una mayor regulación del acceso partidista a los medios
de comunicación de masa, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Elec-
torales contenía muchas cláusulas que salvaguardaban el control presidencial y
priista del proceso electoral: la cláusula de gobernabilidad fue modificada pero no
eliminada; los miembros del Tribunal Federal Electoral se elegían a partir de una lis-
ta elaborada por el presidente; el Instituto Federal Electoral estaba controlado por
personas nombradas por el presidente y por delegados priistas; y los miembros de las
mesas electorales eran elegidos por los presidentes de distrito, quienes, a su vez,
dependían de un aparato burocrático controlado desde las instancias federales. Como
respuesta al aumento de alternativas políticas, el régimen introdujo una aparente
liberalización de las leyes electorales, que, sin embargo, no consistía sino en una
mayor sofisticación legislativa con el fin de reforzar «los mecanismos de seguridad
del sistema para mantener controlados los resultados electorales y garantizar al PRI
la presidencia y una mayoría en la Cámara de Diputados» 4° En 1996, después de
.

veinte meses de tensas y duras negociaciones, el gobierno de Zedillo y algunas fuer-


zas principales de oposición aprobaron otro nuevo conjunto de reformas electorales.
Entre las características más importantes de este bloque de reformas se encuentra la
que establece que las elecciones ya no las organizarían los funcionarios del gobierno
sino los ciudadanos, y que el Instituto Electoral Federal pasaría del ministerio del
Interior al poder judicial. Estas nuevas reglas dieron sus frutos en las elecciones par-
lamentarias de 1997. Pero pese a los avances logrados con las reformas electorales,
hay que tener en cuenta la otra cara de la moneda. Cansino ya señaló recientemente
lo paradójico de los efectos y las funciones del reformismo electoral continuado.
Según su acertado análisis, mientras que los sistemas políticos basados en una demo-
cracia consolidada pueden adaptar sus instituciones a un medio cambiante para per-
feccionar sus funciones (eficiencia y logros del sistema), en aquellas sociedades cuyo
sistema está inundado de prácticas antidemocráticas, como en México, el reformis-
mo institucional es, principalmente, un mecanismo de legitimación. Así, en lugar de
considerar las continuas enmiendas a los aspectos legales e institucionales del siste-
ma político como un signo de verdadera democratización, también se han de ver
como consecuencia de la necesidad que tienen las reticentes elites de obtener (pro-
visionalmente) consenso y legitimidad 41 .

CORPORATIVISMO

Tratándose de un aspecto fundamental del régimen autoritario mexicano, la


evolución del pacto corporativista debería ser un buen indicador del grado de libe-
ralización y democratización del sistema político 42 Al comienzo de su sexenio, el
.

39 Gómez Tagle, «Electoral Reform», pág. 80. Otro análisis excelente y detallado de la reforma
electoral de 1986 es el de Emilio Krieger, «Derecho electoral».
40 Gómez Tagle, «Electoral Reform», pág. 86.
41 Cansino, Construir la democracia, págs. 191-192.
42 Hurtado, «Características», pág. 13 3.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 261

gobierno de Salinas acometió un proceso de reducción de la influencia corporativista


dentro del PRI. La espectacular eliminación de dos caciques sindicalistas, particu-
larmente poderosos y corruptos, fue, qué duda cabe, un paso firme en ese sentido 43 .

Pero cuando el gobierno se dispuso a reformar el partido, algo que hubiera tenido
consecuencias institucionales a corto y largo plazo, sobre todo con respecto a la
función política del movimiento sindical organizado, la firmeza y la visión de futu-
ro dejaron lugar a las medias tintas y al pragmatismo.
Durante años, el pacto corporativista había cumplido dos funciones primordia-
les: en primer lugar, la de organizar el apoyo (electoral) para el partido en el poder a
cambio de la distribución de bienes y servicios a las capas populares; y, en segundo
lugar, la de asegurar la estabilidad económica a lo largo del periodo de industriali-
zación acelerada, en particular durante la crisis económica de los años ochenta. A
finales de esta década, se hacía patente que las organizaciones corporativistas esta-
ban fracasando en ambos aspectos, a lo que la elite en el poder respondió con cier-
tas iniciativas reformistas destinadas a reestructurar las relaciones entre el Estado, los
sectores corporativistas, el partido gubernativo, la economía y el ámbito electoral.
En 1989, el presidente del PRI, Luis Donaldo Colosio, señaló que para mantener la
fuerza electoral de su partido, los dirigentes no podían depender ya (únicamente) de
las agrupaciones corporativistas. En su lugar, había que establecer una relación más
directa entre el partido y los ciudadanos (en tanto que individuos)". El contacto con
estos últimos se organizó a través de una versión remozada de la estructura territo-
rial del partido, lo que convirtió al Sector Popular del PRI en el principal campo de
pruebas. Pero al final el proyecto fracasó. Tras unas décadas de cambio organizativo,
el Sector Popular, ahora denominado Federación Nacional de Organizaciones y
Ciudadanos, ha vuelto a la estructura básica de 1988, aunque con una burocracia
aligerada. Las prácticas políticas han continuado igual, pero los conflictos entre
modernizadores y tradicionalistas en el interior del partido se han agudizado 45 .

Mientras que, por lo general, los experimentos a los que fue sometido el Sector
Popular estaban orientados a la captación de votos y el acceso a nuevas circunscrip-
ciones, la clase trabajadora se convirtió en un objetivo prioritario por su impor-
tancia económica. La reestructuración de la economía y el sector industrial requería
una mayor efectividad, productividad y flexibilidad. Esto fomentó las privatiza-
ciones y la rescisión de los contratos laborales colectivos como soluciones más comu-
nes, algo que entraba en conflicto con la burocracia corporativista tradicional 46. Si
la elite tecnocrática gobernante quería continuar su proyecto de reestructuración
económica, parecía fundamental limitar el ascendiente político del sindicalismo den-
tro del partido. La reorganización de los sectores corporativistas se discutió en la
XIV Asamblea General del PRI en 199o, donde quedó claro que el sector sindical
no accedería a quitarse de en medio para facilitar los cambios organizativos. La CTM
amenazó con boicotear el congreso si sólo se le concedía el 8% de los delegados

43 La decisión de sacar de la circulación a estos dirigentes sindicalistas no respondía a ningún pro-


yecto democratizador. El encarcelamiento del líder de los petroleros, Hernández Galicia, tuvo mucho que
ver con su oposición activa a la candidatura presidencial de Salinas.
44 Cornelius et al., Mexim's Futures, págs. 28-29.
45 Craske, «Dismantling or Retrenchment?»
46 Los trabajos recientes de Ilán Bizberg poseen aquí una gran relevancia. Véase su «Crisis», y tam-
bién «El régimen político mexicano» y «Modernization and Corporatism».
262 WIL PANSTERS

asamblearios, como se propuso en principio. El poder de influencia del sindicato de


trabajadores fue lo suficientemente fuerte para conseguir casi el doble de delega-
dos. De este modo, la Asamblea se clausuró con ambivalencia e hibridación organi-
zativa. Los antiguos pilares corporativistas y las nuevas unidades organizativas
territoriales habían de coexistir hombro con hombro. Esto tenía poco de transición
o democratización. En su análisis de las relaciones entre Salinas y el partido guber-
nativo, Hernández Rodríguez demuestra convincentemente que la retórica de
modernización y democratización del PRI estaba, de hecho, subordinada al objetivo
general de poner todo el partido bajo el control de una elite que mantiene una rela-
ción cada vez más funcional con el partido 47 .
El descenso del grado de influencia de las organizaciones corporativistas tradi-
cionales en la escena política global (como consecuencia de su mal funcionamiento y
de la intervención política de las esferas superiores) se fue compensando con las
fases de reestructuración neo-corporativista durante el gobierno de Salinas. En
los sectores industrial y de servicios, surgió una nueva forma de sindicalismo que el
gobierno veía con buenos ojos. Al contar con una mayor autonomía, estos sindica-
tos (como claramente ilustran el de los telefonistas y los electricistas) se ocupan fun-
damentalmente de la negociación de salarios, beneficios extraordinarios y
condiciones laborales por incremento de la productividad 4a. Esta variante neo-cor-
porativista muestra a la vez una postura pragmática acerca de los derechos sindicales
fundamentales y un «deseo de aliarse con el capital en una búsqueda conjunta de
mayor productividad y calidad [que] le mereció el reconocimiento como interlocu-
tor válido en este tipo de asuntos» 49 . Fuera ya del ámbito de las relaciones laborales,
Craske destaca el Programa Nacional de Solidaridad (PRONASOL) como una
variante neo-corporativista. Según ella, a pesar de que PRONASOL se ha dedicado
a cuestiones novedosas como los servicios urbanos, el desarrollo regional, las muje-
res y las escuelas, también ha reforzado el centralismo de los sectores corporati-
vistas a la vez que ha reproducido sus jerarquías organizativas. Su análisis de los
barrios populares de Guadalajara concluía que PRONASOL «ha hecho poco por
acabar con las prácticas priistas tradicionales del clientelismo, la arbitrariedad y las
fallas del estado de derecho» 5° .

EL HORIZONTE TEMPORAL

De acuerdo con las ideas de O'Donnell y Schmitter, los cambios en el ámbito


electoral y en su legislación y la reestructuración de los pactos corporativistas pueden
verse como piezas básicas del entramado de la transición 51 . En este sentido, las polé-
micas elecciones presidenciales de julio de 1988, que llevaron al poder a Salinas de
Gortari, suelen considerarse el punto de arranque de dicho proceso. Pero 1988 no

47 Hernández Rodríguez, «What to Do with the PRI?».


48 A iniciativa del líder del sindicato de telefonistas, otras agrupaciones sindicales que formaban
parte (aunque de forma independiente) del pacto corporativista más tradicional, se unieron a esta nueva
estrategia sindical y fundaron la Federación de Servicios y Bienes.
49 Garza Toledo, «Restructuring», pág. zi4. Véase también Harvey, «Difficult Transition», págs.
19-23.
jo Craske, Corporatism Revisited, pág. 42.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLITICO EN MÉXICO 263

supuso una ruptura comparable con la retirada de los generales del poder en Sud-
américa, como tampoco se puede comparar con los dramáticos acontecimientos
que pusieron término a la guerra civil en Centroamérica. En España, el pistoletazo
de salida de la transición fue la muerte del caudillo yen Filipinas, el derrocamiento de
la dictadura. En el caso de México, no hay una opinión unánime sobre la delimita-
ción temporal. Según Cisneros, no se trata de un asunto meramente académico por-
que afecta directamente a nuestra interpretación del fenómeno de la liberalización
política y la transición ". Afortunadamente, el reciente proceso político mexicano
dispone de otros hitos para localizar el comienzo liberalizador. En un artículo ante-
rior a las espectaculares elecciones de 1988, Kevin Middlebrook situaba el arranque
del proceso de liberalización democrática en la iniciativa de reforma política del
gobierno de López Portillo entre 1977 y 1978. Esta reforma facilitaba la inscripción
de partidos opositores y, en general, ampliaba los cauces de movilización y repre-
sentación política. Se trataba también de la respuesta del gobierno y el partido
gubernativo a una serie de elementos que mermaban la capacidad y legitimación
del PRI. Aunque los efectos generales de este proceso de liberalización política fue-
ron limitados, según Middlebrook, esto «marcó un importante punto de partida
para la política mexicana» 5 3 .
En el contexto de lo que en ocasiones parece una búsqueda neurótica del
comienzo de la supuesta transición política mexicana, se ha propuesto repetidamen-
te el año 1968 como un importantísimo punto de inflexión. Según estos argumentos,
el movimiento estudiantil (con el apoyo implícito de la clase media) constituyó la pri-
mera forma de contestación abierta al sistema de gobierno de partido único. Las
demandas de una mayor participación ciudadana y de transparencia y responsabi-
lidad política por parte del gobierno plantearon un conflicto acerca de la dirección
política de la sociedad mexicana. Se trataba de un movimiento que iba mucho más
allá de las cuestiones de autonomía universitaria y que buscaba potenciar un ejerci-
cio de la ciudadanía más efectivo. Aunque el turbulento verano de 1968 acabó con
una brutal represión, sus efectos a largo plazo son tan profundos que existe, «entre
esta experiencia [1968] y la eclosión electoralista que desde julio de 1988 preten-
de poner fin a la hegemonía del partido oficial, una línea de continuidad» 54 Estas
.

consecuencias van desde la modificación de determinados valores y actitudes, pasan-


do por una reorganización de las alianzas de clase dentro de la elite gobernante (en
favor de las clases medias urbanas y en detrimento de los sectores corporativistas tra-
dicionales), hasta el afianzamiento de la opinión pública como factor político. Para
algunos, fue la violenta represión del movimiento estudiantil de 1968 la que provo-
có la aparición de ideologías y líderes de lo más diverso por toda la sociedad. En los
barrios urbanos y las comunidades campesinas, entre los profesores y los trabajado-
res, estaba oculta la semilla de una nueva cultura política que abonó el terreno para
lo que sería, en último término, el brote electoral de 1988 ". Aunque no se debe
infravalorar la importancia política y simbólica de los sucesos de 1968 ni sus conse-
cuencias en la evolución posterior, queda sujeta a debate la cuestión de si fue en

51 Véase O'Donnell y Schmitter, Transiciones: Conclusiones tentativas.


5 z Cisneros, «Modelos».
53 Middlebrook, Political Liberalization, pág. 31.
54 Loaeza, «México, 1968», pág. 16.
5 5 Ver, por ejemplo, Pérez Arce, «Enduring Struggle».
264 WIL PANSTERS

realidad el movimiento estudiantil la primera expresión de protesta que combinaba


una identidad corporativa (la autonomía universitaria) con la movilización a favor de
la demanda más general de los derechos civiles. No sería muy complicado afirmar
que los grandes movimientos sindicales de finales de los años cincuenta también
lucharon por una combinación de derechos corporativos y políticos (participación y
capacidad de decisión). En este caso como en 1968 dispusieron de la Constitución
como referente y también sufrieron la represión más despiadada. En el contexto de
los efectos polarizadores de la revolución cubana y los ajustes del bloque de poder en
el país, se podría afirmar incluso que la coyuntura política de 1958-59 supuso una
ruptura mayor que la de 1968.
Si tomamos en consideración la confluencia de circunstancias tan variadas, se pue-
den proponer para el comienzo del proceso de liberalización política y, posterior-
mente, de transición, las fechas de 19 88 , 1978, 1968 y quizá también 19S8' 6. ¿Pero
adónde nos lleva todo esto? ¿No sería más adecuado considerar todo el periodo como
una fase continua de transformaciones con determinadas coyunturas identificables
como crisis políticas o, según Cisneros, ciclos políticos? 57 El concepto de transición
lo definieron O'Donnell y Schmitter como un periodo «delimitado, de un lado, por
el inicio del proceso de disolución de un régimen autoritario, y del otro, por el esta-
blecimiento de alguna forma de democracia, el retorno a algún tipo de régimen auto-
ritario o el surgimiento de una alternativa revolucionaria». Formulado en dichos
términos, este concepto parece tener poco que ver con el caso mexicano ' 8. La cues-
tión quizá debiera ser por qué tras décadas de crisis, seguidas de procesos de libera-
lización y aperturismo político, no ha sido posible (aún) consolidar un orden
democrático. Quisiera proponer que las dificultades para determinar una cronología
y el ritmo de la transición guardan relación con la naturaleza ambivalente del mismo
sistema político mexicano. Así, parece necesario analizar el caso mexicano desde
otra perspectiva.

EL UNIVERSO DE LEALTADES PRIMORDIALES

Al prestar demasiada atención al carácter institucional del autoritarismo mexi-


cano se suele pasar por alto la existencia de otros principios organizativos que tam-
bién estructuran la sociedad y la política mexicanas. El régimen de este país inhabilita
de hecho el sistema de la tríada política, el principio de responsabilidad administra-
tiva, el control político, la soberanía electoral, el federalismo, el pluralismo ideoló-
gico y la ciudadanía. Pero si el análisis formal del autoritarismo mexicano se centra
exclusivamente en el marco legal e institucional, será imposible comprender sus

56 Después de la elección de Cárdenas como alcalde de Ciudad de México, es posible que algunos
autores establezcan 1997 como el «verdadero» punto de partida de la transición.
57 Cisneros, «Modelos», págs. 75 76.
-

58 O'Donnell y Schmitter, Transiciones: Conclusiones tentativas, pág. 19. Pérez Correa afirma que en
México no hay, en realidad, necesidad de transición (democrática) ya que si hubiera una definición
amplia de democracia que fuera de aplicación a las esferas social, económica, cultural y política, México
llevaría tiempo atravesando un prolongado proceso de «democratización gradual y sostenida». Véase
Pérez Correa, «Reflexiones». Espero poder demostrar más adelante por qué no estoy de acuerdo con esta
interpretación.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 265

reglas de funcionamiento cotidiano. Además de la estructura institucional, habría


que incluir en el análisis la praxis política. El sistema presidencial mexicano no sólo
se asienta en los amplios poderes que le otorga la Constitución, sino también, y
quizá fundamentalmente, en la posición central que ocupa en el universo de relacio-
nes personales informales. El presidente se halla en la cúspide de una red de camari-
llas piramidales interconexas que extiende su poder por los diferentes ámbitos del
sistema político y social. Las camarillas no están delimitadas institucional, ideológi-
ca, social o sectorialmente, y se sustentan gracias a las lealtades personales. Su natu-
raleza informal las hace invisibles al ojo público y consigue explicar la fluidez y
adaptabilidad de la política mexicana. La camarilla presidencial articula en torno a
sí a los líderes de un espectro amplio de sub-camarillas políticas y sociales, como las
que forman la dirección del partido, la burocracia sindical, los grupos empresaria-
les y los intelectuales. De este modo, la competencia legal del presidente de nombrar
colaboradores para los puestos clave de la administración se ve complementada y
ampliada gracias a otras prerrogativas discretas que le sitúan en el centro de un uni-
verso de lealtades personales que alcanza más allá de los ámbitos formales de la auto-
ridad presidencial.
Dos semanas después de que Ernesto Zedillo asumiera la presidencia, llegué al
remoto pueblo de Tancanhuitz, en la Huasteca Potosina, para efectuar algunas entre-
vistas. Visité la sede local del Instituto Nacional Indigenista, cuya directora había
prometido ayudarme a localizar a personas que pudiera entrevistar. Consciente de
las posibles consecuencias de un cambio presidencial, le pregunté si estaba satisfecha
con su vida en Tancanhuitz. Ella respondió afirmativamente, pero añadió ensegui-
da que unas semanas antes había presentado su dimisión, cumpliendo así con el prin-
cipio oficioso que obliga a los empleados no sindicados de una institución
gubernamental a dimitir con cada cambio de presidente. Si Zedillo mantuviera al
director general del Instituto Nacional Indígena, también continuaría el delegado en
San Luis Potosí, y la directora de Tancanhuitz tendría igualmente muchas posibili-
dades de conservar su puesto. Si, por el contrario, el nuevo presidente nombrara a un
nuevo director general, se produciría un efecto en cadena de nuevos nombramien-
tos hacia los ámbitos inferiores de la jerarquía administrativa, inclusive en aquellas
zonas más remotas de México, con lo que la carta de dimisión sería aceptada.
La significación de las reglas informales vinculadas a la presidencia de México se
presenta en toda su crudeza durante el periodo sucesorio, no sólo en la escala inferior
de la pirámide administrativa, sino especialmente en la misma cúspide. El cambio
presidencial de 1993-94 se vio acompañado desde el principio por una serie de inci-
dentes sin precedente que sacaron a la luz las consecuencias tan despiadadas que
comporta ignorar estos principios oficiosos. Cuando los líderes del PRI anunciaron
oficialmente (después de decidirlo Salinas) a Luis Donaldo Colosio como candidato
presidencial, se puso fin a meses de tensión. Pero, al contrario de lo que solía ocurrir,
su principal rival, Manuel Camacho Solís, no hizo público su apoyo inequívoco a
Colosio. En su lugar, esperó unos días antes de presentarse en público y declarar que
su candidatura había ido en serio. Así, rompía la regla de la cargada, la expresión
unánime de apoyo al candidato por parte de sus antiguos rivales y de los diversos sec-
tores del partido. Unas semanas después, se produjo el levantamiento armado de
Chiapas y Camacho Solís fue nombrado por el presidente portavoz oficial y
negociador del gobierno. Como consecuencia, fue Camacho y no Colosio quien
z66 W1L PANSTERS

monopolizó los medios de comunicación de masas, creando de ese modo serios pro-
blemas para los directores de campaña de este último. Cuando Colosio murió asesi-
nado unos meses más tarde, las tensiones entre Camacho y los líderes del partido
alcanzaron un grado desconocido. Durante el entierro de Colosio, Camacho estu-
vo a punto de sufrir el ataque (físico) de una multitud de priístas enfurecidos. En
esos momentos, abundaban los rumores acerca de su posible participación en el ase-
sinato e incluso en la revuelta de Chiapas. Al haber roto voluntariamente las reglas
informales del juego de poder, y haber intentado sobrevivir a su derrota en la can-
didatura presidencial, Camacho recibió su acta de defunción política con la muerte
de Colosio 59 .
La articulación de «intermediarios de poder» por medio de sofisticadas redes
personalistas es uno de los factores que mejor pueden explicar la falta de indepen-
dencia de los órganos legislativo y judicial, un elemento fundamental del autorita-
rismo mexicano. Los puestos clave dentro de estas instituciones (magistrados, líder
de la mayoría parlamentaria, presidentes de comités parlamentarios importantes)
recaen casi siempre en personas nombradas directamente por el presidente o con la
mediación del partido gubernamental. En ambos casos, pertenecen a los círculos de
la «familia revolucionaria». La metáfora familiar es importante aquí porque se refie-
re a un universo en el que las relaciones políticas están reguladas por el parentesco
(real o no), la amistad y las relaciones personales 6° . La lealtad personal al líder de
la camarilla o al presidente mismo, y no (necesariamente) el impersonal trabajo buro-
crático, constituyen la esencia de estas relaciones. Esto no quiere decir que la gestión
administrativa o burocrática sea irrelevante, sino simplemente una función del cum-
plimiento de las lealtades personales. Eficiente es quien lleva a cabo un trabajo que le
ha delegado su superior sin causar ningún problema político para éste, su camarilla
o facción. Si el éxito de dicha misión supone alguna vez tener que hacer algo en el
límite de la ley, o incluso fuera de ella, el funcionario puede estar seguro de que
contará con la protección de su superior. Las relaciones de lealtad personal, por lo
tanto, están basadas en último término en la reciprocidad y la confianza mutua, una
presuposición que permite a las personas mantener operaciones de intercambio en
circunstancias inciertas, cambiantes y extremas 61 .
Si las camarillas son un vehículo importante de cohesión para el régimen en el
vértice superior de la pirámide, los mecanismos que las vinculan con los órdenes
inferiores de la jerarquía social, desde la fábrica hasta el ejido y el mercado, son el
clientelismo y la «intermediación». Como mecanismo de intercambio entre personas
de diferente posición social, el clientelismo o patronazgo ha funcionado siempre en
México en circunstancias muy diversas desde un punto de vista histórico y social.
Tanto si el intercambio se producía en los años treinta entre un funcionario del
Departamento Agrario y campesinos pobres, entre pobladores urbanos y un res-
ponsable de distrito del partido gobernante en Chalco, como si lo hacía entre un
rector de universidad y sus estudiantes, en todos los casos se trataba de relaciones de

5 9 Véase el interesante —aunque parcial— relato de estos acontecimientos, en Márquez, Por que'per-
dió Camatbo.
6o Los acontecimientos de los últimos meses de gobierno de Salinas de Gortari, en los que se vio
involucrada su familia (y, en particular, su hermano Raúl y su antiguo cuñado, Ruiz Massieu) dieron ala
metáfora de la «familia revolucionaria» un nuevo sentido, más prosaico y literal.
61 Roniger, Hierarsty and Trust, pág. lo.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 267

reciprocidad desiguales, asimétricas. Quienes participan en estas redes tienen así


la oportunidad de conseguir determinadas ventajas y recursos que de otro modo
estarían fuera de su alcance. El poder de negociación dentro del espacio político y la
capacidad de acceso a los recursos se estructuran de acuerdo a las amistades (instru-
mentales) y las obligaciones mutuas. La pertenencia a un grupo se convierte así en un
bien preciado. Una persona sin conexiones y sin amigos es un don nadie. En un país
como México, con un poder político muy centralizado, la proximidad de éste es un
factor clave para quien quiera ser un líder o un pez gordo de algún tipo. El partido
gubernativo y la administración del Estado son desde hace mucho tiempo los cami-
nos principales para conseguirlo.
En el caso de México, el fenómeno del clientelismo está ligado inextricable-
mente a la figura del cacique, el hombre fuerte cuya ley informal, personalista y
a menudo arbitraria viene respaldada por un «séquito» popular. El cacique normal-
mente combina la amenaza de la violencia con alguna forma de «moralidad pri-
vada de obligaciones», como reflejaba gráficamente el personaje de Lázaro
Pizarro en la novela de Aguilar Camín sobre un cacique del sindicato de los petro-
leros 62 . En las figuras del cacique y el presidente se condensa la personalización
del poder y las ambivalencias del sistema político mexicano. El caciquismo ha pene-
trado el marco institucional del Estado pero a la vez se resiste a la institucionali-
zación 63 . Junto con el clientelismo es el elemento del que se nutre principalmente el
corporativismo, y los dos representan, por lo tanto, fenómenos clave en la estructu-
ra de las relaciones entre el Estado y la sociedad en México 64. Constituyen mecanis-
mos de mediación o intercambio tanto entre los ámbitos federal y local/regional
como entre diferentes grupos sociales (por ejemplo, la clase funcionarial y los cam-
pesinos). Las formas de intermediación político-cultural también sirvieron para defi-
nir el sistema de mediación del siglo xix, que en este caso se situaba entre el universo
de los letrados liberales y el mundo provincial de las lealtades primordiales tradicio-
nales, un ámbito poco preparado para asumir las concepciones de la ideología
i 6 .. La concentración efectiva de poder y recursos políticos en manos del eje-
cutivo (a escala nacional, regional y local) y el carácter inclusivo del autoritaris-
mo mexicano durante el siglo xx han reproducido la necesidad de intermediarios
para mantener los vínculos entre las masas y el Estado. También han (re)creado
espacios privilegiados de transmisión (intermediación), a través de los cuales cual-
quier persona puede obtener acceso a dichos recursos ". El cacique trata de mono-
polizar y proteger dichos espacios, a veces mediante el uso de la violencia. Mantiene
relaciones personales con sus seguidores, y se proyecta hasta los escalones supe-
riores de la jerarquía apoyándose en éstos, su séquito grupal (en tanto que actor
colectivo). Para obtener recursos del Estado, se mantienen relaciones grupales, cor-
porativistas y personalizadas. Según su estudio del proceso electoral, Guillén López
ha observado que los procesos de mediación corporativa y caciquista forman parte de

6a La primera parte de la definición es de Friedrich, «Legitimation of a Cacique», pág. 247; la


segunda parte es de Clapham, «Clientelism», pág. 5 . La novela de Aguilar Camín es Morir en el golfo.
6; Knighc, «Historical Continuities», pág. 96.
64 Véase Foweraker, Popular Movements, pág. 16.
65 Guerra, México, pág. 167.
66 Véase el interesante repaso que se da a las funciones de un cacique en tanto que intermediario de
poder, en Peña, «Poder local».
268 W1L PANSTERS

una cultura política que reconoce la existencia de un poder establecido indepen-


diente, con el que hay que negociar. Por el contrario, la cultura política liberal pre-
supone una relación política directa entre la ciudadanía y el Estado. De este modo, el
poder no es una entidad establecida y externa, sino determinada y regulada por
el pueblo mediante elecciones 67.
Aunque este universo de lealtades primordiales es aplicable sobre todo al Esta-
do y al partido gubernativo, el PRI, su importancia no queda ahí. La lógica perso-
nalista no remite a una ideología política, unos partidos o personas específicas, sino
a una cultura política en general. De ahí que no sorprenda que los partidos de
oposición y las organizaciones no gubernamentales reproduzcan unas prácticas muy
similares 611 . La omnipresencia de estas formas de mediación personalista ha tenido
profundas consecuencias en la constitución de la ciudadanía y en el discurso de la
transición.

TRANSICIÓN, VIOLENCIA Y MIEDO

La idea de que la lógica personalista forma parte del engranaje cotidiano del sis-
tema político no es algo exclusivo de México. Pero el hecho de que el sistema políti-
co autoritario de México esté tan centralizado, el poder tan concentrado en la
presidencia en perjuicio de las otras divisiones del poder, y que los grupos organi-
zados dominantes participen en el partido gubernativo, o estén vinculados de algún
modo a él, hace de México un país especialmente susceptible a la dinámica y las
características de la lógica personalista. Esto tiene importantes efectos en los discur-
sos de la modernización y la transición democrática. El sesgo institucionalista de
estos discursos arroja luz sobre la necesidad de que se produzcan determinados cam-
bios de carácter legal e institucional para poder construir una sociedad más plural,
abierta y democrática. Pero si así se ignora el fenómeno político de las camarillas, será
difícil lograr el objetivo democrático por completo. La efectividad del cambio y
la reforma institucional dependen tanto de los procesos socioeconómicos como
de los códigos culturales que regulan el universo de lealtades primordiales. La
pobreza de una gran parte del debate actual sobre la transición reside precisamen-
te en limitar la noción de democracia al ámbito de las elecciones y calibrar «la salud
moral de la nación únicamente teniendo en cuenta si las últimas elecciones fueron
justas y "transparentes"» 69.
A lo largo de la historia post-revolucionaria de México, el funcionamiento del
sistema político, de la economía y del repertorio cultural personalista ha conseguido
crear cierta forma estable de articulación (autoritaria). La política de camarillas se
infiltró en la burocracia del Estado, pero el ritmo electoral y el principio de «no
reelección» se ocupó de que hubiera una circulación continua de la elite, aunque
siempre dentro de los confines del partido gobernante. La latitud ideológica del
PRI permitió que se produjeran cambios pendulares de orientación en la acción polí-
tica, lo que hizo posible que los diferentes grupos y sectores adquirieran cierto

67 Guillén López, «Social Basis», pág. z5 5. Véase también su artículo «Political Culture».
68 Véase Guillén López, «Political Culture».
69 Craske, «Dismantling or Retrenchment?», pág. 90.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 269

peso político de forma periódica. Esto evitó la osificación de la administración y


explica la capacidad de la que goza el sistema para adaptarse a circunstancias varia-
bles. El movimiento de las elites también proporcionó oportunidades a los políticos
y administradores más prometedores. La centralización del poder político en la
presidencia y la articulación de grupos informales de poder en todas las institu-
ciones, organizaciones y regiones, aunque obstaculizaba el desarrollo de una lógica
administrativa impersonal, creó cierta forma de cohesión e integración en la socie-
dad, algo que estuvo ausente en muchos de los otros países latinoamericanos 7° El .

crecimiento económico generó un botín que se distribuyó, modestamente, por todo


el sistema (corporativista). Dadas estas condiciones generales, el uso de la violen-
cia política pudo eliminarse adecuadamente de los escalafones superiores del sis-
tema. Sin embargo, la estabilidad y «civilización» de la política nacional no puede
disociarse de la persistencia de los actos de violencia en los peldaños inferiores de la
sociedad. Antes bien, guardan una estrecha relación. La violencia política local
ha contribuido a conseguir la estabilidad y el civismo del sistema político gene-
ral (véase el capítulo 5 de este volumen).
Durante los últimos años, la interconexión de los pactos institucionales, la direc-
ción económica y el universo de lealtades personalistas han sufrido una cierta
erosión. La crisis económica, las drásticas reorientaciones políticas impuestas desde
arriba y respaldadas desde el exterior, la reforma institucional y la proliferación
de proyectos políticos y socioeconómicos alternativos propuestos desde abajo
han producido un fuerte aumento de las tensiones soportadas por el sistema en gene-
ral. Los cambios sociales, económicos, políticos y culturales han desatado fuerzas
difíciles de canalizar por medio de los viejos sistemas de control institucional y del
pany palo. Rogelio Fernández ha sugerido recientemente que la causa principal de la
inestabilidad mexicana se encuentra en el hecho de que, tras haber quedado inope-
rantes los mecanismos tradicionales de representación y mediación, el sistema
electoral de partidos no posee la fuerza suficiente para remplazarlos. Esto es así
porque, como he propuesto arriba, el largo monopolio del partido único impidió
la creación de un sistema sólido de partidos políticos y una ciudadanía activa y
consciente de su papel. Como consecuencia, el escenario electoral se ha convertido
en un medio de protesta en lugar de una plataforma para las distintas opciones polí-
ticas y programáticas, como también es un elemento más de presión en vez de una
solución para liberar las tensiones. Aún no ha surgido ninguna otra institución que
pueda representar de manera efectiva los diferentes intereses políticos y sociales 71 .
La combinación de los ajustes económicos neoliberales, el mal funcionamiento
institucional y la descomposición de las redes y lealtades personalistas ha causado un
aumento de la violencia en todos los ámbitos de la sociedad. La adopción de determi-
nadas medidas económicas de corte liberal creó malestar y desarraigo en los sectores
y grupos políticos asociados al anterior modelo de desarrollo. PRONASOL pro-
vocó tensiones entre los diferentes grupos políticos (sobre todo dentro del PRI)
por la distribución de los recursos gubernamehtales. La reforma política y electoral
aceleró el declive gradual de los líderes locales del PRI así como el aumento de la

7o En este sentido, sería interesante comparar los casos de México y Perú. Véase Mallon, Peasant
and Nation.
71 Véase Hernández Rodríguez, «Difícil transición», págs. 245-249.
270 WIL PANSTERS

movilización y la toma de conciencia de los grupos y partidos de oposición. Duran-


te la época de gobierno de Salinas hubo varias elecciones locales y regionales que aca-
baron con graves brotes de violencia, como en Michoacán (1989), Guerrero ( i989) y
Chiapas (1994). El PRD (de centro-izquierda) fue el partido que más sufrió la vio-
lencia de la represión, y afirma tener pruebas del asesinato de 292 activistas entre julio
de 198 8 y enero de 1995. La Comisión Nacional de Derechos Humanos confirmó la
responsabilidad de las instancias oficiales en 67 de los 140 casos de asesinato que
había denunciado el PRD 72 El gobierno de Salinas hizo h incapié en las eleccio-
.

nes como una prueba de legitimidad tanto interna como externa, pero éstas acabaron
causando aún más inestabilidad ".
Aunque la violencia relacionada con las disputas electorales parecía limitarse
a este ámbito, el levantamiento zapatista de Chiapas en enero de 1994 la proyectó a
toda la esfera nacional. En el espacio de este capítulo resulta imposible buscar los orí-
genes y antecedentes de esta revuelta (véase el capítulo 4 de este volumen). Sirva
decir aquí que el EZLN fue el primer movimiento armado de oposición desde los
años setenta. La lucha entre el EZLN y el ejército y la policía fue particularmente
virulenta durante las primeras semanas del conflicto. Tras el anuncio de un alto el
fuego, los enfrentamientos directos dejaron paso a otras formas de violencia más
encubiertas en zonas remotas del área bélica. En junio de 1996, otro movimiento
guerrillero armado, el Ejército Popular Revolucionario (EPR), se dio a conocer por
primera vez en público durante un encuentro en el estado de Guerrero para conme-
morar la masacre de diecisiete campesinos ocurrida el año anterior. Menos de dos
meses más tarde, el EPR llevó a cabo incursiones violentas en seis estados diferentes,
causando la muerte a diferentes personas 74 . El régimen respondió con «toda la
fuerza del Estado», lo que condujo a la militarización de una gran parte de los
estados del sureste 75 .
Unos meses después del comienzo de la rebelión zapatista, tuvo lugar otro acon-
tecimiento que conmocionó México. El asesinato del candidato a la presidencia por
el PRI, Luis Donaldo Colosio, el 23 de marzo de 1994, hizo temblar todo el sistema
político. Lo que es más importante, produjo una sensación entre la elite en el poder
y la sociedad en general de que la violencia podía poner en peligro la estabilidad ins-
titucional. En el interior del PRI, el asesinato creó graves tensiones porque las alian-
zas de grupos personalistas que se acababan de consolidar en torno a la candidatura
de Colosio se desintegraron rápidamente. La nominación de Ernesto Zedillo como
nuevo candidato oficial requirió ciertos ajustes y produjo en ocasiones duras dispu-
tas faccionarias en distintos escalones de la jerarquía política 76. Aunque se detuvo
inmediatamente al asesino (una sola persona) en la escena del crimen, en Tijuana, los
rumores sobre la existencia de una conspiración circularon rápidamente. En esta
coyuntura crítica, todo parecía posible: desde una reanudación del conflicto armado
en Chiapas y la escisión de un grupo del PRI encabezado por el antiguo aspirante

72 Amnistía Internacional, Alexia,. Humo; Rights in Rural Areas, pág. 3 3.


73 Gómez Tagle, «Electoral Violente»; también, Hernández Rodríguez, «Difícil transición»,
pág. 2 54.
74 La Jornada, 29 de agosto de 1996.
75 Corro, «Operativos militares». Véase también César López, «EPR reta».
76 En otra parte he analizado las consecuencias del asesinato de Colosio en la escena política regio-
nal del estado de San Luis Potosí. Véase Pansters, «El hambre».
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 27 1

presidencial, Manuel Camacho Solís, hasta un golpe militar en el que Salinas decla-
rara un estado de emergencia que le permitiera posponer las elecciones. Aunque no
se llegó a producir ninguna de estas situaciones, los sucesos del momento crearon
una sensación generalizada de inseguridad y miedo. En junio de 1994, la direc-
ción zapatista declaraba que el EZLN no estaba dispuesta a firmar los acuerdos pro-
visionales con el gobierno. Estos acontecimientos, y el sentimiento tan extendido de
inseguridad e inestabilidad que generaron, hicieron que se recordaran las elecciones
presidenciales de agosto de 1994 como «las elecciones del miedo».
Un mes después de las elecciones, el secretario general del PRI, José Francisco
Ruiz Massieu, fue asesinado en el centro de Ciudad de México. En este caso quedó
claro desde el principio que el asesinato guardaba relación con las duras disputas
entre facciones y el núcleo duro de la elite en el poder ". Como tal, la muerte de Ruiz
Massieu pone de manifiesto las fallas del sistema tradicional de regulación de con-
flictos. Además, el carácter cada vez más violento e intransigente de la política de
camarillas en el interior de la administración y del partido gubernativo socavó la cre-
dibilidad de las instituciones del país, lo que se agravó cuando las investigaciones
judiciales sobre los casos de Colosio y Ruiz Massieu derivaron en luchas, imputa-
ciones y corrupción política. Los posteriores asesinatos y desapariciones de personas
relacionadas de algún modo con estos casos, la reiterada destitución de los magis-
trados encargados de las investigaciones y las sospechosas actuaciones de la familia
de Salinas han intensificado la imagen típica de la política mexicana como un cule-
brón de sangre y corrupción, una simpática imagen caricaturesca en la que, sin
embargo, mejor es no confiar.
La desconfianza en las instituciones gubernamentales, y especialmente en cuan-
to al mantenimiento de la ley, se generalizó en diciembre de 1994 con la crisis del
peso, que hundió al país en una depresión económica, social y moral. Las conse-
cuencias económicas para la mayoría de los mexicanos fueron terribles. La des-
orientación y el descrédito de las organizaciones políticas y corporativistas y la
incapacidad de las fuerzas de la ley para hacer frente a los casos más sonados de
corrupción y crimen extendieron entre la clase media y popular un sentimiento
de frustración y de incertidumbre sobre su futuro económico y su seguridad, lo que
les puso en pie de guerra contra la elite gobernante, y muy en particular contra el clan
de los Salinas. Aunque se suele decir que es difícil establecer una relación causal
entre la crisis económica y la violencia, los acontecimientos de los últimos años en
México han supuesto, sin lugar a dudas, un aumento de las diferentes formas de vio-
lencia no organizada, en particular en las grandes ciudades. Los asaltos y robos a
mano armada, secuestros y otros muchos delitos de guante blanco se han converti-
do en algo cotidiano para muchos mexicanos. También se ha incrementado el núme-
ro de incidentes en los que ciudadanos corrientes deciden tomarse la ley por su
cuenta, lo que parece ser el resultado de una situación generalizada de crispación,
frustración y desconfianza hacia la policía y los jueces. Desde 1993 se han producido
unos 25o casos de linchamientos populares. Recientemente, un miembro de la Cor-
te Suprema de Justicia ha subrayado la gravedad de estos hechos declarando por
sorpresa que «es un claro signo de que no hay estado de derecho» 7i. De una manera

77 El concepto de «núcleo duro» procede de Zermeño, «Intellectuals and the State».


78 La cifra y la cita proceden de Proceso, 1036, 8 de septiembre de 1996, pág. i 1.
272 WIL PANSTERS

más general, parecen confirmar el argumento de Zermeño de que, como conse-


cuencia de diferentes procesos de disfunción, México corre el riesgo de hundirse en
un estado de «anomia aguda, desafección generalizada en el orden social, y debilita-
miento o desaparición de determinadas unidades sociales básicas», lo que puede pro-
vocar nuevos brotes de violencia espontánea '9 . Los llamamientos del presidente
Zedillo a las televisiones para que limiten el número cada vez mayor de programas
que tratan temas violentos reflejan, quizás, el profundo miedo existente a la vuelta
del México bronco 8° Qué duda cabe de que la situación mexicana está alejándose de lo
.

que Torres-Rivas ha identificado como un importante factor para la intensifica-


ción de todo proceso de transición: «legitimidad sostenida por una fe profunda en un
mandato, un concepto de obediencia que pueda absorber el ciudadano y que lleve al
establecimiento de instituciones públicas estables» 81 .
Por último, México se enfrenta al problema de lo que parece ser la influencia cada
vez mayor de los carteles de narcotráfico en el sistema político y la sociedad en gene-
ral. Se rumoreó que, en la mayoría de los incidentes ocurridos durante los últimos
años, estaban involucrados traficantes de droga, o que dichos sucesos estaban rela-
cionados con casos de corrupción y violencia por drogas, como, por ejemplo, los ase-
sinatos del arzobispo Posada en 1991 y de Colosio, el encarcelamiento de Raúl Salinas
y la detención del general Gutiérrez Rebollo, jefe del cuerpo mexicano anti-drogas.
En un ámbito más «mundano», se han producido tiroteos entre distintas mafias del
narcotráfico, entre traficantes y la policía, y entre diferentes fuerzas policiales. Aun-
que es dificil evaluar con precisión el impacto de este fenómeno en el sistema políti-
co mexicano actual, parece claro que, junto con las causas de violencia antes
mencionadas, las drogas suponen una amenaza fundamental para la estabilidad
institucional y la transición.

APUNTES FINALES

El autoritarismo mexicano siempre ha ocupado un lugar marginal, o excepcio-


nal, en el debate más amplio sobre el autoritarismo (burocrático) en América Latina.
Estos modelos se elaboraron en un principio de acuerdo a un contexto y unos suce-
sos que difieren sustancialmente del camino seguido por México. Por lo tanto, se
plantea la duda de si es conveniente extender o modificar un concepto hasta tal pun-
to que pueda llegar a perder su intención primigenia y su potencial analítico. Es
cierto que el concepto de autoritarismo ha logrado absorber en el discurso académi-
co más general las peculiaridades del sistema político mexicano. No obstante, el
potencial de la noción de transición podría ser mucho más limitado. Aquí he tratado
de mostrar que es posible identificar en México un proceso de liberalización políti-
ca, que, sin embargo, está plagado de contradicciones, intereses ocultos y ambiva-
lencia hasta tal extremo que quizás haya que cuestionarse seriamente la utilidad del

79 Zermeño, «Society and Politics».


8o Véase Puig y Vera, «Petición».
81 Torres-Rivas, «Democracy», pág. 49. Aunque los acontecimientos políticos de 1997 señalan la
posibilidad de una vuelta a formas más civilizadas de intercambio político, es aún demasiado pronto para
desdecir los argumentos precedentes.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO) EN MÉXICO 273

concepto de transición. Además, he mencionado el problema y lo arbitrario de deter-


minar el punto de inicio de la transición.
Los discursos de la transición y del impulso modernizador del Estado se con-
centran fundamentalmente en la reforma de los cimientos institucionales del autori-
tarismo. El «discurso de la transición» plantea el cambio institucional como un
vehículo de ruptura democrática, mientras que para el «discurso de la moderniza-
ción» es una vía hacia un «cambio sin ruptura». El análisis precedente sugería que
el carácter institucional de estos enfoques pasa por alto un elemento esencial del
autoritarismo mexicano: en efecto, el reconocimiento de la gran influencia que tienen
las relaciones personalistas y la política de camarillas plantea serias dudas con res-
pecto a una conceptualización de la transición que no incorpore factores profunda-
mente arraigados en códigos culturales. Puede que la lógica personalista salte tanto
a la vista precisamente debido a la especificidad del caso mexicano, donde la mono-
polización del espacio político por parte de una única (aunque heterogénea) fuerza ha
sido tan prominente y duradera. Esto proporciona al autoritarismo mexicano su
ambigüedad tan idiosincrásica, lo que a su vez puede explicar el porqué de la adap-
tabilidad del sistema y de su capacidad para perpetuarse, una característica a la que
nos hemos referido irónicamente en la cita inicial de este capítulo. Con el caso mexi-
cano en mente, Cansino sugirió que cuanto mayor es la ambigüedad organizativa de
un sistema, más lento y más arduo será conseguir el cambio y llegar a una transición
democrática 82 . Sin embargo, las lealtades primordiales desempeñan un papel impor-
tante en la política latinoamericana en general, por lo que parece inevitable incor-
porarlas en el análisis sobre los elementos fundamentales del discurso de la
transición, y en particular con respecto a la cuestión de la acción ciudadana 83 . De ahí
que Hernández concluyera que los representantes políticos deberían centrar sus
esfuerzos en estimular determinados procesos de aprendizaje que contribuyan a la
constitución de ciudadanos activos 84 . Elizabeth Jelin se refiere, en su estimulante
análisis de los grupos populares en Argentina y Perú, a la ardua tarea de construir la
ciudadanía en un universo en el que operan (todavía) las fuerzas clientelistas. Para
que se produzca una verdadera transición, es necesaria la adopción de actitudes y cre-
encias consistentes con la noción de democracia. Se requieren procesos de aprendi-
zaje democrático tanto para las elites como para las clases populares 81 .
El asesinato del presidente electo, Álvaro Obregón, en 1928, se produjo en la
cuna del partido revolucionario. Las disposiciones institucionales que surgieron de
esta coyuntura tenían como objetivo alejar el peligro de que las ambiciones perso-
nales y la violencia pretoriana convirtieran la revolución en «una cuna de anarquía» 86.
En décadas posteriores, la estructura del partido, el pacto corporativista y las pre-
rrogativas presidenciales sirvieron para limitar y regular la volatilidad y los riesgos
de las fuerzas personalistas. El universo de lealtades primordiales quedó bajo control
(pero no fue eliminado) en la arquitectura institucional del México post-revolucio-
nario. El asesinato del candidato presidencial, Luis Donaldo Colosio, en 1994 puede

82 Cansino, Construir la democracia, pág. 179.


83 He tratado este problema ampliamente en Pansters, «Theorizing Political Culture».
84 Hernández Rodríguez, «Dificil transición», pág. 157.
85 Jelin, «¿Cómo construir ciudadanía?». Otro estudio interesante es el de Fox, «Difficult
Transition».
86 El Universal, zz de agosto de 1928, citado en Knight, «Mexico's Elite Settlement», pág. 116.

1 11
274 W1L PANSTERS

ser indicativo de cómo están contribuyendo hoy en día las cada vez más violentas
fuerzas de la política de camarillas en el desmoronamiento de las estructuras institu-
cionales mediante un proceso de asimilación y desestabilización. El uso a discreción
de la ley y de la violencia siempre fue inherente a la lógica personalista, pero en la
actualidad tiende a subvertir el marco institucional. La alteración de importantes sec-
ciones del sistema político y socioeconómico fomenta, a la vez, diferentes formas de
violencia y desbarata los mecanismos que podrían contrarrestarla. En un país como
Chile, los debates y las medidas políticas en pro de la transición deben incorporar las
maneras en las que la violencia y el miedo asociado a los regímenes pasados pueden
ser controlados (véase el capítulo 8 de este volumen). En México, los procesos dirigi-
dos al reordenamiento de las estructuras políticas e institucionales han generado nue-
vas formas de violencia y miedo. En 1994, el antiguo aspirante a presidente, Manuel
Camacho Solís, enumeraba dos opciones de estabilidad para México. La primera
supondría el reconocimiento de los problemas básicos, distintas formas de evalua-
ción, la participación de nuevos agentes políticos y la construcción de nuevas alian-
zas. La otra opción, que reflejaba más fielmente la situación de México en ese
momento, significaba, entre otras cosas, «mantener temor en la sociedad para
que vea, en cualquier cambio o movimiento, un riesgo de tranquilidad y a su patri-
monio. Ése es un camino. Ha funcionado y puede funcionar durante algún tiempo,
¿cuánto?, ¿para qué?, ¿con qué consecuencias para México?» 87.

87 Camacho Solís, Cambio sin ruptura, pág. z i.


XI

UN PAÍS A LA DERIVA:
CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA
Gert Oostindie

D URANTE UNA ESTANCIA EN ESPAÑA en 1994, un mordaz exiliado cubano


me contó el último chiste sobre Castro. Está Fidel, con traje de luces,
toreando. La plaza está abarrotada. La muchedumbre contiene la respi-
ración al ver cómo el inmenso toro se abalanza contra el líder máximo. En el críti-
co momento, éste da un paso atrás, con absoluto control. Según pasa el toro a su
lado, Fidel inclina la cabeza hasta casi rozar la de la bestia. El toro avanza aún un
trecho y de repente se desploma en medio del ruedo, muerto. Crece la turbación.
«Fidel, ¿qué le has hecho?», le preguntan. «Sólo decirle al oído: socialismo o
muerte».
Conté este chiste una y otra vez en Cuba. Lo que me fascinaba no eran tanto
las carcajadas que suscitaba como el hecho de que los cubanos trataran insisten-
temente de explicarme la gracia del chiste. ¿Lo había entendido? Al tener que ele-
gir entre socialismo o muerte —el lema con el que suele concluir Castro los
discursos—, el toro prefirió morir. «Así estamos», concluían. A esta situación se ha
llegado.
Cuba está en crisis, y Cuba está en transición. En este capítulo trataré de resu-
mir las causas y el alcance de la situación actual, para después detenerme en la
orientación y la evolución de las transformaciones iniciadas. Además, presentaré
una serie de reflexiones sobre el legado al que tendrá que hacer frente una Cuba
post-comunista. En el capítulo se amalgaman el análisis abordado desde una pers-
pectiva académica y un enfoque más personal. Efectivamente, trataré de utilizar
mis experiencias y la percepción que tengo de la isla para mostrar algunas de las
ramificaciones menos evidentes de la crisis actual, y para justificar hasta qué pun-
to resulta pertinente el emblemático título de este volumen, Las sociedades del miedo,
en relación con el caso cubano.
276 GERT OOSTINDI E

EL OCASO DE LA REVOLUCIÓN

Cara a nuestro trabajo, bastará con resumir brevemente el ascenso de la revolu-


ción, sus conquistas y problemas iniciales, y su debilitamiento a partir de 1989 Al
contrario de lo que se piensa, Cuba era uno de los países más desarrollados de Amé-
rica Latina antes de la revolución de 1959. No obstante, su economía dependía por
completo del azúcar y de los Estados Unidos, y por otra parte mediaba un abismo
enorme entre La Habana y un mundo rural empobrecido. La historia política de la
isla, que logró la independencia bajo el protectorado de los Estados Unidos en tor-
no al cambio de siglo, había estado caracterizada por la incompetencia, la corrupción
y la violencia. Sin duda alguna, en los años 5o Cuba pedía un cambio. Aunque sus
seguidores no constituyeron en ningún momento un movimiento de masas, Castro
logró una gran popularidad tras el «triunfo de la revolución» (una expresión que aho-
ra se oye reformulada como «el accidente» en las calles cubanas). Era previsible que
las promesas de conseguir un reparto más equitativo de las riquezas, la diversifica-
ción de la economía, una política incorrupta y el rechazo de la protección de los
Estados Unidos cosecharan el apoyo del país.
Hasta 1989, el balance que podía hacerse de la revolución era ambiguo, y en
muchos casos requería sopesar diferentes aspectos. Por un lado, en términos regio-
nales, Cuba disfrutaba de un nivel de vida razonable, que estaba bastante bien repar-
tido entre la población una vez se corrigieron las que tradicionalmente habían
constituido graves desigualdades económicas y sociales. El régimen garantizó un sis-
tema sanitario y educativo impresionante. Además, la posición de la mujer y de
la población afrocubana mejoró considerablemente, al menos en lo relativo a la vida
pública. Por último, en virtud de los acontecimientos que marcaron el comienzo de
una nueva fase en 1959, Cuba se convirtió en una fuente de inspiración para los
países de la zona y otros más lejanos. La evolución del conflicto con los Estados Uni-
dos no hizo sino acentuar esta circunstancia. El embargo norteamericano, inde-
pendientemente de sus efectos en el terreno económico, contribuyó a consolidar
una imagen de Cuba en la que la isla comparecía como el orgulloso David que hace
frente a Goliat.
Por otro lado, las quejas de los críticos y enemigos de la revolución se centraban
principalmente en la extrema concentración de poder, en la militarización del país,
en las restricciones en materia de derechos civiles, en la represión completa de la
oposición política y en la dependencia del bloque soviético. El debate entre defen-
sores y detractores por lo general se caracterizó por una incomprensión mutua abso-
luta. Por su parte, la visión que defendían los observadores más imparciales, en la
mayoría de los casos ajenos al eje La Habana - Miami - Washington, normalmente se
limitaba a resaltar la oposición diametral que se establecía entre los planteamientos
de las dos perspectivas.

Para un análisis más detallado del periodo revolucionario, véanse Eckstein, Rack from tbe Futu-
re; Pérez-Stable, Criban Revolution; y Bengelsdorf, Probless of Densoera. Las obras de Oppenheimer, Cas-
tro's Final Hour, y de Fogel y Rosenthal, Fin de Sikk, ofrecen una excelente crónica periodística de la
situación a principios de los noventa. Entre los estudios académicos más destacados sobre este periodo se
encuentran el de Baloyra y Morris, Conflict and Change; el de Domínguez, Cuba: Order and Revolution; el
de Mesa Lago, Cuba alter the Cold War; y el de Pérez-López, Cuba ata Crossroads.
UN PAÍS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 2 77

En cualquier caso, en un momento dado comenzó a ser cada vez menos impor-
tante hacer balance de los logros de la Revolución cubana, pues los hechos tomaron
la delantera. La política estatal, basada en buena medida en el modelo soviético, no
había conseguido aún en 1970 diversificar la economía de modo significativo. El
azúcar seguía siendo el producto principal, y la relación de dependencia que se
estableció con respecto al bloque del Este llegaba a los extremos de la que anterior-
mente se había mantenido con los Estados Unidos. Las diversas políticas económi-
cas instrumentadas a partir de 1959 se caracterizaron por una reducida producción y
una mala distribución, y por una escasez crónica de bienes de consumo. Ya durante
el periodo de 1986 a 199o, con anterioridad a la desintegración del bloque soviético,
Cuba había comenzado a experimentar un crecimiento económico negativo.
Una vez cesó el apoyo que el Este de Europa había proporcionado a lo que se
había considerado un ejemplo del modelo soviético, no procedía seguir haciendo
balance de los pros y los contras. En pocos meses, excepto para los incondicionales
se hizo evidente que muchos de los logros de la revolución habían sido financia-
dos por el bloque socialista. Cuando se retiraron las ayudas recibidas, quedaron al des-
cubierto la debilidad e ineficacia palmarias de la economía planificada cubana. Hacia
1995, el volumen de la economía se había reducido a la mitad del de 1989, y a pesar de
las actuales tasas de crecimiento, aparentemente asombrosas, el ritmo al que está
produciéndose la recuperación es, en realidad, de una lentitud espantosa.

LAS CRISIS REGISTRADAS A MEDIADOS DE LOS NOVENTA


Con el desmoronamiento del bloque socialista y la consiguiente interrupción de
las ayudas soviéticas a Cuba, se hizo notoria en la isla la crisis económica que había
permanecido latente. Se generalizó el malestar social, un fenómeno que ciertamente
no había caracterizado el periodo posterior a 1959. El empobrecimiento, la frustra-
ción y la desmoralización crecientes socavaron drásticamente la legitimidad del
régimen y la del propio Fidel Castro. Aunque podía percibirse que algo estaba
pasando, las tensiones tardaron en estallar. Hasta 1994 sólo se habían registrado
incidentes aislados, casi siempre fuera de La Habana. Sin embargo, a pesar de que se
reprimieron rápidamente, los disturbios que se produjeron en la capital el 5 de agos-
to de 1994 constituyeron una novedad y una señal inequívoca. Una vez más, el régi-
men aplicó la técnica de la «válvula de seguridad»: se suspendieron los controles
costeros como ya se hiciera durante la emigración del Mariel en 198o, cuando más de
too.000 cubanos lograron salir del país. Esta vez, unos 30.000 refugiados (balseros)
aprovecharon la ocasión para cruzar el mar en todo tipo de embarcaciones.
Durante las siguiente semanas, las intensas negociaciones entre Cuba y los Esta-
dos Unidos se saldaron con un acuerdo por el que Cuba se comprometía a frenar el
éxodo. A los 30.000 balseros que se encontraban en la base militar norteamericana de
Guantánamo, en la costa del sudeste de Cuba, se les permitió establecerse en los
Estados Unidos. Sin embargo, Clinton anunció que serían los últimos admitidos sin
un visado en regla, abandonando así la línea diplomática que se había seguido duran-
te más de 3 5 años de Guerra Fría: a los refugiados cubanos ya no se les dispensaría
automáticamente el tratamiento de refugiados políticos. Si bien algunos albergaban
la esperanza de que con este acuerdo se iniciaría una etapa más pragmática en las
278 GERT OOSTINDI E

relaciones entre ambos países, no se cumplieron las expectativas. De hecho, más


bien ocurrió lo contrario, como ilustra el recrudecimiento del embargo con la
aprobación de la Ley Helms-Burton. Tras ser atacadas por las fuerzas cubanas
dos avionetas que iban desarmadas pertenecientes a la organización cubanoame-
ricana Hermanos al Rescate, el gobierno de Clinton endureció la política de relaciones
con Cuba para tratar de controlar la situación.
Al mismo tiempo, tanto en América Latina como en la Unión Europea cada vez
crece más la indignación por la intransigencia y el inmovilismo del régimen cubano.
En 1996, estos dos bloques vieron frustrarse sus respectivas políticas de «diálogo
constructivo» con Cuba por la falta de voluntad del régimen de abrazar una política
económica dirigida a la liberalización. La posición de Cuba en la toma de decisiones
mundial, de nuevo, se caracteriza por el aislamiento. El deseo de Castro de visitar el
Vaticano a finales de 1996 y el anuncio de la visita del Papa a Cuba a principios de
1998 no hacen sino resaltar dicho aislamiento. El entusiasmo que mostró el régi-
men por una visita con tanto potencial de riesgo es prueba de que Castro se ve a sí
mismo como un marginado.
En realidad, una década después de la caída del muro de Berlín, Cuba sigue atra-
pada entre los ajustes económicos parciales que provienen de los de arriba y el males-
tar creciente que emana de los de abajo, una apertura política casi inexistente y una
posición de aislamiento en la escena política mundial.

DECLIVE ECONÓMICO

El derrumbamiento que ha sufrido la economía a partir de 1989 ha sido devas-


tador para Cuba. Numerosos estudios se han ocupado de la destrucción progresi-
va de la infraestructura económica de la isla, la decadencia de la industria azucarera,
la incapacidad que han mostrado otros sectores para restablecer la economía y, por
supuesto, la disminución de los ingresos per cápita a niveles inferiores a la mitad de
los ya de por sí modestos que se registraron a mediados de los ochenta.
Las consecuencias de la crisis se dejaron sentir rápidamente en toda Cuba. Los
habitantes de la isla pronto se dieron cuenta de que las directrices oficiales se tradu-
cían en una reducción de los bienes y servicios que se habían dado por supuestos
durante mucho tiempo. La desastrosa situación alimentaria ilustra a la perfección
el fracaso de la economía planificada. Cuba es uno de los países menos poblados del
Caribe, y uno de los más fértiles. Sin embargo, los productos agrícolas que podían
conseguirse a principios de los noventa eran escasísimos, tanto en términos de can-
tidad como de variedad. Exceptuando Haití, ningún otro país del Caribe ha fracasa-
do de una manera tan estrepitosa a la hora de abastecer al pueblo de alimentos. La
apertura de mercados agropecuarios ha conseguido paliar hasta cierto punto los
peores efectos de la crisis alimentaria, aun cuando los productos continúan siendo
limitados y caros en relación con su cantidad y calidad. En los últimos años, el régi-
men ha puesto en marcha una serie de medidas que habrían sido inconcebibles
hace sólo una década, como la visible dolarización de la economía, el fomento de
consorcios empresariales con sociedades extranjeras y actuaciones innovadoras en
los mercados «capitalistas» nacionales. Ahora bien, hay muchas razones para pre-
guntarse si estas transformaciones económicas inspirarán la suficiente confianza a los
UN PAN A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 279

inversores extranjeros que Cuba está tratando de atraer por todos los medios, y a su
vez si éstos lograrán solucionar, o al menos aliviar, la crisis en un plazo relativamen-
te breve. De todos modos, hay signos de que las reformas están teniendo cierto
éxito. En 1995, las tasas de crecimiento económico indicaban una pequeña recupe-
ración, y en enero de 1997 el régimen anunció una previsión para la tasa de creci-
miento anual de casi un 8%. En cualquier caso, está por ver si las reformas y el
consiguiente crecimiento serán suficientes para calmar el malestar del pueblo.
La introducción de una «economía del dólar» paralela junto con una serie de
medidas que se asemejan a las de una economía de mercado ha conducido inevita-
blemente a la creación de una doble economía y a la división de la población entre
ricos y pobres. Quienes consiguen operar en el sector «capitalista» corren mucha
mejor suerte. Pocos siguen poniendo en duda la necesidad de ampliar las actividades
orientadas a una economía de mercado, y poquísimos los que no participan en el
sector semiclandestino extraoficial. En cualquier caso, el desarrollo de esta doble
economía suscita el lógico resentimiento de quienes constituyen todavía una mayo-
ría, que han ido acumulando más y más pérdidas desde 1989, sin que por otra parte
haya habido otras mejoras que las contrarresten.
¿Quién se beneficia de la apertura económica? Los que tienen acceso al dólar, ya
por tener familiares en el extranjero, ya por participar en esa «economía del dólar» que
se da en Cuba. Quienes conozcan la isla estarán familiarizados con la inmensa gama
de servicios legales, semiclandestinos e ilícitos que ofrecen los cubanos para hacerse
con los dólares del turismo. Menos visible es la actuación de las organizaciones esta-
tales, como el ejército cubano, que actualmente operan en estos mercados.

DISIDENCIA Y REPRESIÓN

Tras la decadente fachada de la Cuba socialista crece un malestar que, como


pusieron de relieve los acontecimientos sucedidos en 1994, puede estallar en cual-
quier momento. Sin embargo, está produciéndose un cambio más profundo. Los
cubanos nunca habían expresado sus quejas contra el régimen tan abiertamente como
ahora. El país se enfrenta al riesgo de toda una generación de jóvenes que vuelve la
espalda a la educación, a la economía de mercado y a muchos de los valores funda-
mentales de la revolución. Todo esto ha minado severamente la legitimidad y el
poder del régimen.
En este sentido, es preciso hacerse una idea de los efectos ideológicos de la crisis
económica. El «periodo especial» decretado algo después de 1989 ha sido un caldo de
cultivo para la desobediencia civil. Puesto que resulta imposible sobrevivir si no es
ignorando la letra e incluso el espíritu de las leyes, los cubanos han aprendido a com-
portarse de un modo semiclandestino, lo cual acarrea importantes implicaciones.
Socialmente, la ciudadanía se enfrenta al problema que supone tener una escala
de valores laxa. Comprar o vender un huevo en el mercado negro puede considerarse
una infracción insignificante, pero para algunos individuos abre la puerta a un com-
portamiento delictivo potencialmente grave. Desde la perspectiva del régimen, las
implicaciones políticas de este comportamiento son aún más preocupantes. La nece-
sidad de sortear la ley pone de manifiesto, de modo evidente, la incapacidad que mues-
tra el régimen para ayudar a los ciudadanos. Al mismo tiempo, el hecho de estar
280 GERT OOSTINDI E

infringiendo la ley puede llevar a muchos cubanos a tomar conciencia de que el con-
trol del Estado no es en último extremo omnipotente.
Claramente, ésta es una de las conclusiones que puede extraerse de los incidentes
de 1994 y de la crisis de los balseros. La reacción del Estado ante el mercado negro
ha sido pragmática, y se ha optado por legalizar las actividades de los ciudadanos
(para así controlarlas y gravarlas) en lugar de establecer normas obsoletas desde el
primer momento. Por el contrario, la reacción ante la disidencia política se ha carac-
terizado por todo menos por la flexibilidad. A pesar del creciente descontento que
origina la inexistencia de libertad política, es mínima la voluntad del gobierno de libe-
ralizar la actividad política. Sigue predominando el estilo totalitario. Puede que la
violencia no llegue a los extremos de otros regímenes autoritarios del mundo, pero
se mantiene una rigurosa vigilancia sobre todo tipo de instituciones que puedan ser
independientes como las iglesias, las universidades y los centros culturales. Lo mis-
mo ocurre con los individuos que tratan de formar partidos políticos o sindicatos
independientes. La oposición no encuentra espacio para organizarse, como pudo
comprobar la que iba a ser su plataforma, el Concilio Cubano, cuando se suspendió
en el último momento su asamblea pública en el culmen de la crisis desatada en 1996
por el incidente acontecido a los Hermanos al Rescate.
El régimen está sufriendo los efectos de una dicotomía que él mismo ha impues-
to. Por un lado, no hay voluntad de acabar con un sistema que no sólo favorece a las
elites confiriéndoles numerosas prerrogativas y considerable autoridad, sino que
además ha logrado con los años que gran parte de la población se sienta psicoló-
gicamente identificada con sus ideas. Por otro, las propias elites temen que, tan
pronto como se vea remitir la represión y se produzca una verdadera apertura polí-
tica, inexorablemente sobrevendrá la caída de los líderes actuales y del sistema que
representan. La historia reciente del bloque del Este da pie a pensar que estos miedos
no son infundados.

LA CRISIS INTERNA

El declive económico de la Cuba socialista tiene también una preocupante ver-


tiente social. El gradual derrumbamiento de la economía y el progresivo incumpli-
miento de las grandes ilusiones que había alimentado la revolución han originado
un sentimiento de desesperanza y una desintegración social que previsiblemen-
te seguirá atribulando a Cuba por mucho tiempo, con independencia del ritmo que
se imprima a la transición y en último extremo de su carácter. Así lo ilustran cier-
tos aspectos de la economía clandestina, del abismo generacional o de las relaciones
entre las razas y entre los géneros.
En primer lugar, los éxitos instantáneos de los nuevos «empresarios» (entre los
que cabe incluir desde prostitutas y proxenetas hasta taxistas y comerciantes ilegales)
parecen confirmar que han perdido terreno las estrategias respetables y a largo pla-
zo con las que se trataba de medrar en el pasado. La educación superior y las titu-
laciones universitarias no garantizan un empleo y, en caso de que lo hagan, se trata de
trabajos mal remunerados. Y ¿qué hay del ingreso en el cuerpo de funcionarios y en
los órganos del partido? ¿Quién cree aún en ellos? Cada vez son menos los que
lamentan la erosión del Partido Comunista y de sus instituciones. Con todo, algo
UN PAÍS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 281

que puede plantear problemas cara al futuro es el hecho de que la prolongada


situación de parálisis que se vive actualmente no sólo ha instaurado la desmoraliza-
ción, sino que probablemente implique que se eche a perder buena parte de una
generación de jóvenes, cuando menos. Muchos de los individuos que han crecido
entre las ruinas del comunismo sin tener una imagen precisa de lo que puede espe-
rarse de una sociedad capitalista terminan por dejarse llevar, al carecer por com-
pleto de ambiciones. El coste para la sociedad es evidente. En ciertos casos, el precio
que se paga puede ser aún mayor. Un ejemplo drástico serían lasjineteras, el eufemis-
mo con el que los cubanos se refieren a las mujeres que trabajan como prostitutas.
En los últimos años, el régimen ha favorecido el turismo en tanto que uno de
los principales sectores de crecimiento de la economía, aunque no sin grandes reser-
vas y preocupación por las previsibles consecuencias que lleva aparejado. De hecho,
Castro se ha quejado con frecuencia de la pérdida de la «pureza virginal» de la
revolución 2 . No le han faltado razones. El desarrollo aún modesto del turismo
inevitablemente pasaba por la convivencia con el ostentoso capitalismo de los turis-
tas, generalmente blancos y relativamente acomodados, la exotización de la cultura
local y la irremediable expansión de las actividades ilegales en los sectores margi-
nales. El fenómeno de las jineteras seguramente ha venido a corroborar los peores
temores de Fidel. Los hoteles, las discotecas y playas a los que acuden los turistas están,
sin excepción, llenos de varones y mujeres jóvenes que ofrecen su cuerpo a cambio
de dinero. Y apenas hay dudas de que no sólo los cargos cubanos, sino también cier-
tas organizaciones estatales, se están lucrando a costa del turismo sexual.
Las jineteras son una metáfora de la decadencia. No se ven a sí mismas como
prostitutas. Como afirma Carmen: «Estoy puteando, sí, pero no soy puta». Durante
el rodaje de un documental sobre estas mujeres para la televisión, tuvimos la oportu-
nidad de entrevistar y rodar no sólo a numerosas jineteras, sino también a sus abuelos,
a varones que habían conocido unos tiempos anteriores a la revolución en los que
La Habana se había convertido en un burdel para los norteamericanos, y que ahora
veían repetirse la historia. Las conversaciones, y particularmente las discusiones entre
ambas generaciones, estaban cargadas de fuertes sentimientos y de tensión. Lo tris-
te es que, en la mayoría de los casos, cada una de las partes tenía argumentos tan con-
vincentes, o al menos tan comprensibles, como los de la contraria.
Ella: «No tengo dinero / no tengo para comer / no tenemos nada / tengo que
mirar por mi hijo».
Él: «Las cosas no están tan mal / siempre hay una alternativa / te comportas
como una prostituta / estás echando a perder tu dignidad».
Y otros del estilo. En las agitadas conversaciones no sólo era palpable la acri-
tud, sino también el afecto y el cariño mutuos —una de las razones que hacen tan
penosa la situación—. Uno llegaba a preguntarse si no eran aún más deprimentes los
casos en los que los familiares cercanos admitían lo que hacían sus hijas, sus nietas
o sus hermanas.
Pero ¿por qué es tan preocupante el fenómeno de la prostitución en Cuba? El
negocio del sexo está extendido por todo el mundo. Ciertamente, a las chicas y muje-
res que merodean por los hoteles y discotecas cubanos en busca de clientes les impul-
san las mismas razones que a las de ciudades como Bangkok, Lagos, Manila o Santo

z Véase, por ejemplo, Granma, 25 de noviembre de 1993.


282 GERT OOSTINDI E

Domingo: carecen de recursos para seguir adelante; en su opinión no tienen otras


salidas; han de socorrer a sus familias, etc. Sin embargo, no es el fenómeno en sí ni sus
causas lo que agrava la presencia de las jineteras en las calles de La Habana, sino la cer-
teza de que se ha entrado en un círculo vicioso. Hoy, el lema revolucionario que
acusaba al régimen de Batista de permitir que La Habana se hubiera convertido en el
burdel de los Estados Unidos ha quedado reducido a una triste parodia de sí mismo.
¿Cuántas veces ha denominado Castro la «antigua» Cuba el prostíbulo de los
Estados Unidos durante los más de treinta y cinco años que lleva al frente de la isla?
La revolución no iba a ofrecer al país únicamente un futuro mejor, sino que además
iba a restaurar la dignidad perdida durante la pseudorrepública. Hoy en día, Cuba se
encuentra en las mismas. No hay hotel que no esté inundado de jóvenes prostitutas
y de turistas lascivos. Y si cada vez es más frecuente y menos discreto el regateo en el
vestíbulo de los hoteles de unos precios ineludiblemente elevados, no se hace con
intención de que este sector salga de la esfera de ilegalidad, sino de que otros cuantos
cubanos saquen partido de ello. No es que el fenómeno sea único. Pero el elevadí-
simo número de jineteras indica con claridad que éste es el final de una era. Se ha des-
moronado un sueño, y no hace falta haber creído en él para darse cuenta de lo trágico
del asunto. Efectivamente, se ha desmoronado un sueño, y para hacerse una idea más
clara de lo que esto significa, basta hablar con los mayores, con esos cubanos que han
vivido bajo el corrupto régimen del predecesor de Castro, de Batista, y que ahora
ven a sus nietas «haciendo la calle».
Esta prostitución semi-profesional quizá sea la manifestación más extrema de la
crisis cubana. Con todo, en un sentido más amplio, la predisposición a ofrecer un ser-
vicio siempre que haya dólares por medio no se restringe al caso de las jineteras.
Tampoco se limita la prestación a bienes materiales o servicios tangibles, como los
que ofrecen clandestinamente los taxistas o los vendedores de puros. Otros indivi-
duos, como los artistas o incluso los profesionales de la religión afrocubanos, tam-
bién buscan el mercado del dólar, poniendo así de manifiesto una mentalidad que en
ocasiones sólo difiere de la estampa cínica y desesperada que ofrecen las jineteras
en grado, y no en lo sustancial.
El «Che» Guevara solía predicar que el Hombre Nuevo nacería, o mejor dicho
se produciría, en Cuba. Se equivocaba. De todos modos, la sensación de que
muchas cosas se han echado a perder hace pensar que, efectivamente, fueron numero-
sos los logros. El declive es dolorosamente visible, como lo es, por ejemplo, la reti-
rada del apoyo institucional hacia los más desfavorecidos desde el punto de vista
económico, especialmente los ancianos. Pero hay muchas más manifestaciones. El
movimiento de liberación de la mujer es uno de ellos. Las principales conquistas
obtenidas gracias a la línea emprendida por la revolución se produjeron fundamen-
talmente en la esfera pública —los cubanos moderaron poco su machismo en la vida pri-
vada—, pero al menos se consiguió eso. En la actualidad cada vez son más las cubanas
que ven cómo sus parejas se desentienden del cuidado de la casa y de los hijos con toda
tranquilidad, quizá más que en el pasado, cuando justamente ahora resulta tan com-
plicado llevar un hogar.
De nuevo, tras todo esto se oculta un problema de fondo, reconocido oficialmen-
te incluso antes de que se iniciara la crisis actual. Según la campaña correctora iniciada
en 1986, la familia cubana era precisamente una de las áreas prioritarias cuyas «ten-
dencias negativas» debían enmendarse. Para cualquiera que estudie temas relacionados
UN PAIS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 2 83

con América Latina y el Caribe —y con la «crisis en el interior de las ciudades» de los
Estados Unidos, o con las minorías de origen caribeño en Europa— la lista de pro-
blemas le resultará penosamente familiar: embarazos de adolescentes, matrimonios
tempranos, una proporción de divorcios elevada, familias monoparentales o a cargo
de la mujer, etc. Al parecer, la revolución no ha tenido más éxito que otros sistemas
sociales. Ya por 198 7, personajes como Vilma Espín, presidenta de la Federación de
Mujeres Cubanas (además de esposa de Raúl Castro), deploraban abiertamente el
hedonismo y la falta de responsabilidad y de espíritu revolucionario de las genera-
ciones más jóvenes 3 .
Ciertamente, cabe preguntarse si tiene sentido hablar del machismo como un fenó-
meno anterior a la revolución, y no como una característica profundamente arraiga-
da en la sociedad cubana (y latinoamericana). En cualquier caso, se diría que la
revolución no ha conseguido acabar con este fantasma. Es más, todo parece indicar
que, en la situación actual, los rigores de la crisis están afectando más a las mujeres que
a los varones. Así lo manifiestan muchas cubanas, y a juzgar por ciertos detalles
se diría que no les falta razón. Por ejemplo, en relación con la situación que actual-
mente atraviesan las cubanas, no parece ser del todo anecdótico el hecho de que
entre los balseros de 1994 el grupo más numeroso estuviera compuesto por varones
jóvenes que viajaban solos, en muchos casos dejando mujer o novia e hijos en la
isla. Igualmente, es significativo que muchas de las jóvenes que trabajan como jine-
teras en las playas de La Habana o de Varadero tengan que sacar adelante a sus hijos
solas porque ya no cuentan con la ayuda del padre, si es que alguna vez la tuvieron.

EL RESURGIR DE LA «RAZA»

La raza, un problema presente en la sociedad cubana a pesar de no estar recono-


cido oficialmente, es otra esfera más de la vida que queda cubierto de preocupan-
tes enigmas en la historia anterior a la revolución y en su posterior legado, o en los
lemas y la realidad de la revolución. La tendencia dominante a partir de 1959 ha
sido la de no hacer distinciones en razón de la raza. Ciertamente, la liberación de
la comunidad afrocubana ha sido una constante en la política oficial del gobierno. Se
prohibió oficialmente la discriminación racial, y se ha producido un aumento inne-
gable del número de afrocubanos en los colegios y las universidades, así como en
los puestos ocupados tradicionalmente por blancos. Es más, está demostrado que la
redistribución de la riqueza y de las oportunidades llevada a cabo por la revolución,
en proporción, ha beneficiado más a la población afrocubana.
De todos modos, esos logros no revelan por sí mismos una preocupación espe-
cial por la suerte de la comunidad negra. De hecho, en el famoso discurso que pro-
nunció en 1953, «La historia me absolverá», Castro ni siquiera mencionó a los
afrocubanos como grupo específico. Es más, tras los primeros meses de 1959, hasta
mediados de los ochenta no volvió a aflorar en los discursos oficiales la cuestión
potencialmente explosiva del racismo 4 Más bien, la liberación socioeconómica de
.

Cf. Smith y Padula, «Cuban Family», pág. 182. Sobre la cultura de los jóvenes cubanos, véase
también el artículo de Fernández titulado «Youth».
4 Para más información, véase Moore, Castro, tbe Blacks ami Africa, pág. 28.
28 4 GERT OOSTINDIE

los negros se explica gracias al propósito de la revolución de mejorar la situación del


conjunto de las clases inferiores, entre las que «casualmente» se encontraba una pro-
porción elevada de afrocubanos. Con todo, los cargos principales seguían estando en
manos de la población blanca, y entre esa elite no se planteaba la cuestión de la raza,
ni en la esfera pública ni mucho menos en las relaciones personales. Era discutible si
los avances tenían que ser sólo cuestión de tiempo, como esperaban o prometían
muchos. De hecho, se han publicado obras muy críticas con la persistencia del
racismo en la Cuba revolucionaria, escritas tanto por exiliados afrocubanos como
por intelectuales negros norteamericanos s.
En la actual situación de profunda crisis, Fidel necesita a la población negra más
que nunca para asegurarse la supervivencia. No hay datos fiables, pero no es desca-
bellado calcular que el porcentaje de afrocubanos se encuentra en torno al 6o% de
la población total. Esto representa un incremento considerable desde 1959, en bue-
na medida porque los emigrantes han sido mayoritariamente blancos. En este
contexto, no resulta extraño que se haya instrumentado una política específicamen-
te dirigida a granjearse el apoyo de la población negra, patente por ejemplo en el
hecho de que ahora se califique de afrola tina a Cuba, se resalte la historia de la escla-
vitud en la isla y se muestre más tolerancia de la habitual hacia la cultura afrocubana.
Cierto es que con esta estrategia se ha tratado, al mismo tiempo, de ejercer un mayor
control sobre los cubanos negros.
En este sentido es muy ilustrativo el tratamiento que han recibido las religiones
afrocubanas por parte del régimen 6 . En consonancia tanto con la ortodoxia marxis-
ta-leninista como con la orientación hacia el pleno control de la sociedad y con el
modo en que la elite tradicional entendía Cuba —como una nación occidental e inclu-
so totalmente blanca—, durante gran parte del periodo revolucionario se prohibió
o al menos se trató de reprimir cualquier iniciativa que tratase de fomentar la cultu-
ra afrocubana como un tipo de cultura diferenciada de la dominante. De hecho,
todavía a principios de los ochenta la participación en ritos religiosos afrocubanos
podía considerarse un «comportamiento patológico», al mismo nivel que el consu-
mo de drogas, el abuso de menores o la delincuencia juvenil. A mediados de los
ochenta, comenzó a darse un giro radical en el tratamiento de este tema. Las religio-
nes afroamericanas como la santería pasaron a aceptarse como componentes de la
cultura cubana. Durante gran parte del periodo revolucionario, sus fieles habían
tenido serios problemas con las autoridades cada vez que trataban de exteriorizar
sus creencias, incluso en sus más discretas manifestaciones. Pero repentinamente el
Estado comenzó a acercarse a los líderes religiosos afrocubanos. Hoy en día, los

5 Véase especialmente la obra Castro, the Blacks and Africa, escrita por el exiliado afrocubano Car-
los Moore. Como no era de extrañar, sus polémicos trabajos y opiniones han provocado un acalorado
debate tanto entre los defensores del régimen como entre los anticastristas. En una breve introducción
al libro, Domínguez recalca algunos de los argumentos de Moore, pero sus propias opiniones son
más comedidas (Cf. Domínguez, Cuba: Order and Revolution, págs. 7-8, 224-225, 483 485). En Brock y
-

Cunningham, «Race», pueden encontrarse severas críticas. Alejandro de la Fuente evalúa con deteni-
miento y con mucha prudencia los avances materiales conseguidos por los cubanos negros durante la
revolución. Véase Fuente, «Race and Inequality»; Cf. Knight, «Ethniciry».
6 Cf. la referencia retórica a un pasado «compartido» de esclavitud en el discurso que Castro diri-
gió a Nelson Mandela en Matanzas (Mandela y Castro, How Far We Slave: Have Come!). Sobre la trascen-
dencia política del reconocimiento oficial de las religiones afrocubanas, véanse Moore, Castro, the Blacles
and Africa, págs. 345-345; Oppenheimer, Castrds Final Hour, págs. 337 355.
-
UN PAIS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 28 5

santeros despliegan toda su parafernalia en las calles y logran congregar a grupos bas-
tante numerosos, en los que cada vez son más los blancos. Del mismo modo, de La
Habana a Santiago de Cuba, las instituciones académicas han terminado por aceptar
las religiones afrocubanas como legítimos objetos de estudio.
Hasta cierto punto, este cambio espectacular en la política seguida trasluce la cre-
ciente necesidad que siente la elite dirigente de encontrar el apoyo espiritual que
precisa para hacer frente a la crisis actual. De hecho, se rumorea que entre los
creyentes se encuentran figuras tan sobresalientes como Raúl Castro. En cual-
quier caso, también pueden buscarse motivos menos altruistas para justificar esta
liberalización repentina de las religiones afrocubanas. Aunque pueda parecer tri-
vial, estos cultos pronto se convirtieron en una fuente de ingresos adicional, muy
lucrativa para la incipiente industria del turismo. Y, fundamentalmente, puesto que
se hacía imposible erradicar estas religiones, no sólo era práctico sino también muy
eficaz dar la vuelta a la situación para garantizar el apoyo afrocubano hacia el régi-
men, que de este modo dejaba entrever, a la vez, que estaba buscando fórmulas para
suavizar el control. En realidad, si se considera desde la perspectiva de la raison déla,
resultaba más conveniente permitir la expansión de unas religiones quizá más esca-
pistas y preocupadas por lo sobrenatural como la santería o el palo monte, apenas
organizadas y jerarquizadas en el nivel nacional y con muy pocos contactos en la
esfera internacional, que tolerar el crecimiento de la Iglesia Católica y su capacidad
de influir subversivamente en el terreno político. No en vano, la Iglesia Católica
ha desempeñado un papel crucial en la transición de diversos países latinoamericanos
y del Este de Europa.
Entretanto, a pesar de la aceptación real o fingida de la cultura afrocubana y del
relativo avance que ha experimentado la comunidad negra cubana en el aspecto
socio-económico, ésta aún coincide mayoritariamente con los estratos inferiores de
la población. Esto podría achacarse a la falta de voluntad del régimen, por no decir
su incapacidad, para poner fin a una situación de parálisis que se remonta décadas,
incluso siglos antes de 19 59. Por ahora, no obstante, basta apostillar que es amarga-
mente irónico que, si bien la comunidad negra ha sido el grupo de población que ha
experimentado, en proporción, el mayor progreso desde 1959, la crisis actual esté
neutralizando los efectos de este avance. Una de las grandes desventajas para la
población afrocubana reside en el hecho de que, comparativamente, las remesas
de dólares que les llegan son muy limitadas, pues éstas provienen fundamentalmen-
te de la comunidad cubanoamericana blanca. Las consecuencias son evidentes. Son
muy numerosos los jóvenes negros entre los que operan en las ramas ilegales de la
economía, incluida la de las jineteras. La raza y el racismo, tradicionalmente temas
tabú, se debaten ahora abiertamente en toda Cuba. Por otra parte, y para desconsue-
lo del régimen, los afrocubanos destacan en número en los círculos disidentes, como
puede ser el Concilio Cubano.
Al mismo tiempo, los cubanos negros son lógicamente a quienes más intranqui-
liza la posible vuelta de la comunidad cubana predominantemente blanca que actual-
mente reside en Miami y en la costa de Florida. Por otro lado, se diría que se está
generando una reacción de animadversión por parte de los blancos. No falta quien
identifica el fracaso de la revolución con los negros cubanos, y en este sentido pue-
den oírse comentarios manifiestamente racistas. «Con todo lo que se les ha ayudado
no han avanzado nada; simplemente no están a la altura». Otros los acusan de estar
286 GERT OOSTINDIE

muy vinculados a las actividades subversivas y a la economía ilegal. Todos estos


aspectos vienen a decir lo mismo: se trata de un componente explosivo al que tendrá
que hacer frente Cuba en el futuro.

LA CRISIS INTERNA: SUFRIMIENTO, IRA Y MIEDO


No es de extrañar, pues, que los sentimientos estén a flor de piel en la Cuba con-
temporánea, ni tampoco que, a pesar de que a menudo se apele indirectamente a ese
calor humano de los cubanos para ayudarles a superar, como en otras crisis, este perio-
do, el clima emocional esté caracterizado por el rencor. Pero ese rencor no tiene un
solo destinatario. Ciertamente, numerosos cubanos, llenos de dolor y en ocasiones de
rabia, convienen en lamentar el fracaso del experimento. Aun así, las causas apun-
tadas son muy diversas. Si bien muchos, quizá la mayoría, culpan de ello a los fraca-
sos del régimen de Fidel, no son pocos los que acusan a sus opositores, ya sean los
Estados Unidos, los exiliados cubanos o la generación de jóvenes «echada a per-
der». En el discurso actual de los cubanos, por tanto, se mezclan el sufrimiento y la
ira formando un cóctel explosivo. Es más, aunque ciertamente ha ido remitiendo con
el tiempo, aún persiste el temor que inspira la omnipotencia del Estado para reprimir
cualquier comportamiento «antisocial». Quizás algunas de mis experiencias per-
sonales ayuden a comprender los sentimientos que flotan hoy en día en el ambien-
te en Cuba, así como la perplejidad en que se ve sumido todo extranjero al tratar de
analizarlos.
En una ocasión, me disponía a hacer una fotografía de un edificio del centro
de La Habana que, a pesar de haberse considerado antiguamente un monumento, se
encuentra en un estado absolutamente ruinoso. Una mujer de mediana edad se ríe al
pasar y comenta: «chico, estás fotografiando las ruinas del socialismo». Se suceden
los comentarios como éste cuando uno trata de retratar los lugares derruidos: «Así
está toda Cuba, arruinada». En los últimos años, los periodistas han descrito el pro-
gresivo declive de Cuba de formas muy diversas. Cualquiera que haya conocido La
Habana antes de los noventa se queda impresionado por el estado de ruina de la ciu-
dad, por la falta de género en las tiendas, por la carencia de alimentos. Aun así, es difí-
cil decidir cuál es el signo que mejor describe la nueva condición cubana: las ruinas
y la pobreza o la franqueza con la que los cubanos manifiestan su desesperación. A
principios de los ochenta, también era palpable la decadencia y la modestia del
nivel de vida, y abundaban las quejas sobre la falta de «lujos» y la omnipresencia
del Estado, que para muchos no resultaba tan hostil como pesado, irritante y fas-
tidioso. Pero casi nadie se atrevía a expresar sus críticas abiertamente.
Sin duda esto ha cambiado, al menos en la mentalidad popular. La crisis de los
balseros de 1994 fue un episodio dramático en el que afloraron abiertamente la ironía,
el sarcasmo y la desesperación contenida en forma de indignación e ira. En esas
semanas se presenciaron escenas dramáticas en La Habana y alrededores, así como en
otras ciudades costeras y en mar abierto, donde fallecieron numerosas personas
ahogadas y otras sufrieron una auténtica agonía. Brotaron la rabia y la desolación, se
suscitaron violentas discusiones y se dio un fenómeno parecido a una psicosis colec-
tiva: no sólo se marchaba la gente; «algo» iba a pasar. Lo que no quedaba claro
exactamente era lo que se avecinaba. ¿Otra rebelión, altercados, las represalias del
UN PAÍS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 287

poder? ¿Cómo puede saberse en un régimen en el que las noticias son, casi por defi-
nición, anecdóticas, y en una atmósfera que tanto se acercaba a la histeria colectiva?
En plena crisis de los balseros, en agosto de 1994, nos encontrábamos filmando
en las playas de Cojímar, al lado de La Habana. Sobre las rocas de la playa se amon-
tonaban las improvisadas lanchas, diferentes cada día. Los que se marchaban, ner-
viosos, muy «machos» ellos, explicaban ante las cámaras de los periodistas llegados
de todo el mundo los motivos que les impulsaban a abandonar el país: «¡Aquí es peor
que en Haití!»'. Se trataba fundamentalmente de varones jóvenes que dejaban a sus
parejas y a sus hijos, «para venir a buscarlos después». La mayoría de los presen-
tes, no obstante, estaba formada por los que decidían quedarse y por los curiosos:
podía notarse la amargura tanto de los balseros como de los que los contemplaban,
ya aprobaran su marcha o no; los enfrentamientos, incluidos los que se producían
entre estos dos grupos; las ganas de expresar públicamente sus opiniones.
Cojímar, junió de 1995: ya no quedan vestigios de lo sucedido el año anterior;
parece como si nunca hubiera pasado nada. Para saber lo que piensa la gente, es
mejor ir a sus casas, donde todavía se explaya sobre lo sucedido. Los familiares y
los vecinos de los tres protagonistas de nuestro documental sobre los balseros del 94
nos cuentan otra vez el final de la historia. Los guardacostas estadounidenses los sor-
prendieron y los llevaron a Guantánamo, donde permanecieron muchos meses. Des-
esperado, uno de ellos escapó de la base y tuvo que ser rescatado de un campo de
minas por la marina cubana, para regresar finalmente en autobús a La Habana.
Amarga ironía. Todo para nada. No quiere hablar. A los otros dos acaban de notifi-
carles que están incluidos en el último grupo al que se le autoriza salir desde Guan-
tánamo con destino a los Estados Unidos. A los que se quedan les embargan
sentimientos contradictorios. Estos hombres no huyeron en vano, pero ya ha pasa-
do casi un año desde que se fueron, dejando a sus mujeres y familiares en una situación
ya de por sí difícil y agravada por su ausencia. Y la posibilidad de que los «acepten»
es incierta. Cada vez es mayor la cantidad que Cuba les reclama a los que se van.
Además, ya han tocado a su fin los tiempos en que los Estados Unidos recibían a los
inmigrantes cubanos con los brazos abiertos, y ya ha pasado el momento en el que
los recién llegados de la isla encontraban con facilidad un trabajo relativamente bien
remunerado. También son inciertas las esperanzas que albergan los que se quedan de
volver a ver a sus balseros. En nuestra opinión las posibilidades son aún más escasas,
aunque mejor es no decírselo.

LA HABANA VIEJA

Así las cosas, Cuba se encuentra aún en la víspera de un futuro desconocido que,
aplazado una y otra vez, no acaba de materializarse. La Habana: una ciudad plagada de
escaseces, que quizá a ojos del visitante puedan resultar curiosas o suscitar la melan-
colía, pero que han pasado a ser, para los cubanos, deprimentes e incluso ofensivas.
Una estampa más. Un limpiabotas está sentado en el descansillo de unas oscuras
escaleras en el centro histórico de la ciudad. Éste no es un fenómeno inusual en los paí-
ses vecinos, pero es bastante sorprendente en Cuba. Hasta hace poco no estaba

7 Lo que, en mi opinión, no era cierto. Pero ¿qué sentido tenía decirlo en ese momento?
288 bERT OOSTINDI E

permitido este tipo de actividades: incluso a esa escala, «negocio» significaba en


último extremo «capitalismo». Ahora que se han autorizado en el marco de la libe-
ralización económica, muchos de los que podrían beneficiarse de esta situación no
tienen ni la experiencia ni el espíritu empresarial necesarios —por no mencionar, por
supuesto, el detalle trivial de los materiales adecuados—. Trate, si no, de conseguir
betún en un país asolado por todo tipo de carencias. Por supuesto, se vende en dóla-
res, como todo, pero ¿cómo hacerse con esos dólares?
Al final le pido al señor que me limpie los zapatos, tratando, por otra parte, de
deshacerme del hombre que ha venido siguiéndome varias cuadras con la esperan-
za de que le dé algo de dinero; algo que le sonará familiar a cualquiera que haya
paseado por las calles de ciudades en las que abundan los mendigos —un fenómeno
que, por supuesto, sólo ha conocido La Habana en los últimos años—. Uno se siente
culpable si no da nada, y no mucho mejor si da algo; y muchas veces termina por sen-
tirse molesto, especialmente si el mendigo en cuestión es agresivo y pesado. Preci-
samente así es el que me sigue. Ronda los treinta y cinco años, y parece gozar de
buena salud: un «elemento antisocial», que se diría con la jerga de la revolución, no
en virtud de sus convicciones políticas sino porque no parece tener un empleo y, al
ser mendigo, es por definición una vergüenza para el país.
Trato de entablar conversación con el limpiabotas mientras hace el trabajo, pero
me cuesta mucho, porque no es muy hablador. Está desnutrido, es negro y, apa-
rentemente, ronda los ochenta años. No parece muy afable. A todo esto, el men-
digo, que no se ha dado por vencido, no se deja en el tintero ni un solo juramento o
imprecación. Cada vez está más caldeado el ambiente, yo ya he aguantado bastante y
exploto: «¿Por qué no le doy nada? ¿Qué ha hecho usted por mí? ¿Y qué ha hecho en
todo el día? ¿Por qué tenemos que daros nada los extranjeros a los que no hacéis sino
incordiar? Mire, este hombre se está molestando por mí, y por eso le pago. Usted es
más joven, pero lo único que sabe hacer es quejarse». Y añado más comentarios de
ese estilo, de los que no me enorgullezco precisamente, pero que ciertamente le per-
miten a uno calmar los ánimos. Para mi sorpresa, el limpiabotas deja de repente
de sacarme brillo a los zapatos, me estrecha firmemente la mano, sin mediar palabra,
le hace al mendigo un gesto para que se vaya —efectivamente, termina yéndose— y
prosigue su labor.
A partir de ahí comienza a contarme episodios de su vida. Empezó a trabajar de
niño (en realidad, como un esclavo) y desde entonces no ha parado. Tiene ahora
ochenta y tres años. Con la revolución la vida le iba considerablemente mejor, pero
tras el bloqueo estadounidense las cosas fueron poniéndose cada vez más difíciles.
Antes de 195 9, el racismo era espantoso; luego desapareció. Pero la revolución come-
tió un error mayúsculo: malcriar a los jóvenes de esa generación con una educación
gratuita, entre otras cosas. «Ahora no saben que hay que trabajar para comer, y eli-
gen el camino más fácil: la mendicidad, la prostitución».
Según le escucho, experimento sentimientos contradictorios. Cierto es que hace
tiempo que ya no tiene sentido, si es que alguna vez lo tuvo,.el embargo norteame-
ricano, pero es absurdo creer que dicho embargo explica el prolongado estanca-
miento de la economía cubana. Por otra parte, es una opinión generalizada, tanto
entre los cubanos como entre los observadores extranjeros, que el racismo era
mucho más agudo antes de la revolución que actualmente. Con todo, ¿significa eso
que ya no exista? Por supuesto que no. Y personalmente comprendo mejor a esa
UN PAÍS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 289

juventud cubana tan «consentida». El descontento actual es la manifestación de


un sentimiento más profundo de frustración, de pérdida de confianza en una revo-
lución que hizo más promesas de las que podía e incluso quería cumplir. Pero, a la
vez, ¿cómo no entender lo defraudado que se siente este hombre por una generación
que ha tenido muchas más facilidades que él y que no le auxiliará durante sus últimos
años? ¿Cómo llevarle la contraria? ¿De qué sirve recordarle que el régimen comu-
nista cubano ha sido incapaz de garantizarle una pensión de jubilación razonable?
Basta ver lo andrajosas que están sus ropas, su extremada delgadez, y que tiene que
trabajar a su edad para conseguir malvivir.
Como las jineteras, el limpiabotas es un símbolo de las promesas incumplidas de
la revolución; la pasmosa tragedia de los mayores, de esa gente que creyó en el ideal
y que puso mucho de su parte por que ese ideal se materializara en un futuro mejor
para todos los cubanos. Ciertamente, el sistema nunca ha funcionado como debía y
con demasiada frecuencia los dirigentes han caído en el cinismo, la ineptitud o el
engaño, pero antes al menos se confiaba en algo. Para esos cubanos que una vez cre-
yeron en él —y quizá sigan creyendo, a pesar de que tienen más elementos de juicio—,
el drama que presenta Cuba en 1997 es mucho más trágico que para la generación más
joven. Después de todo, muchos de estos jóvenes nunca creyeron en el sueño que
los mayores han visto derrumbarse.

LA RESISTENCIA DEL RÉGIMEN

Al frente de toda esta penosa situación se encuentra un régimen que ha estado en


el poder desde el inicio de la revolución, y al que en justicia se le atribuyen todas las
conquistas delproceso , pero también sus fracasos. Pueden establecerse analogías clarí-
simas con lo que ocurrió en Europa del Este en las vísperas del Wende. Cuando se
derrumbó el bloque del Este, se suponía que Cuba iba a ser la siguiente pieza del domi-
nó en caer. No en vano, con el descalabro de Europa del Este, no sólo se perdía toda
la credibilidad que pudiera inspirar el modelo comunista, sino que también se priva-
ba a Cuba de su principal apoyo económico. ¿Por qué razón fallaron estas prediccio-
nes? ¿Cómo consiguió Castro retener el poder mientras el sistema de regímenes
hermanados del bloque soviético se desmoronaba como un castillo de naipes? 8.
Son diversos los factores que explican la significativa resistencia del régimen. Los
avances visibles de la revolución garantizaron durante más tiempo que en Europa
oriental la legitimidad del proceso revolucionario. Además, aunque el apoyo de la pobla-
ción cubana al socialismo no llegase a los extremos que proclamaba el régimen, cier-
tamente no se percibía, como sí ocurría en gran parte del bloque soviético, como una
imposición dictada por el espíritu imperialista de la URSS. En el Este de Europa,
esta imposición se tradujo en el crecimiento de un sentimiento nacionalista antico-
munista. En Cuba, se diría, ocurrió exactamente lo contrario. La política de mano
dura que durante cuatro décadas han mantenido los Estados Unidos hacia Cuba
sólo ha conseguido que Castro saque partido del nacionalismo cubano a favor del

8 Para un análisis exhaustivo de la trascendencia de los casos del Este de Europa, véase la compi-
lación editada por Mesa-Lago, Cuba after tbe Cold War, especialmente los artículos de Linden, «A nalogies»
y de Mesa-Lago y Fabian, «Analogies». Véase también Radu, «Cuba's transition».

19
290 GERT OOSTINDI E

régimen. Si a esto se añade la omnipresencia de un sistema amplísimo de control


y represión, se explica que la población se encontrase más satisfecha con la situación
que en el Este de Europa. Por otra parte, el hecho de que por lo general Cuba
expatriara a los disidentes, impidiendo así la aparición de una oposición organi-
zada en torno a instituciones como los sindicatos o la Iglesia, no hacía sino fomentar
esa «satisfacción». Incluso la geografía jugaba a favor de esta circunstancia: no se dan
en Cuba crudos inviernos que hagan cundir el pánico ante la previsible escasez de ali-
mentos y combustibles, ni parece favorecer el efecto dominó el aislamiento de una
isla separada de los regímenes amigos por una enorme distancia.
Hay otros factores. Para muchos cubanos las alternativas no están claras, o les
parecen alarmantes. Mientras en el Este de Europa la oposición volvía los ojos hacia
Europa occidental, la predisposición de los cubanos hacia los Estados Unidos es
ambigua. Si bien los habitantes de la isla saben a ciencia cierta las diferencias enor-
mes que los separan de los estadounidenses en cuanto a prosperidad económica y
libertad política, el estilo de vida norteamericano les suscita por otra parte un cierto
recelo. Los medios de comunicación cubanos han destacado sistemáticamente los
aspectos más ruines del capitalismo; además, no es infundada la creencia de que la lle-
gada del capitalismo en buena medida significaría un recorte de las ayudas sociales.
Así mismo, crea un cierto desasosiego la posibilidad de que se produzca una invasión
política y económica de los cubanoamericanos, que eclipsarían totalmente a los que
residen en la isla si, entre otras cosas, se hicieran con el control de las empresas y del
gobierno o reclamaran sus antiguas viviendas. Como ya se ha comentado anterior-
mente, también desempeña un papel importante el factor racial. Aun cuando la
población afrocubana se identifique fundamentalmente con los estratos más bajos de
la sociedad, los negros cubanos sospechan, no sin razón, que su posición empeora-
ría en un sistema capitalista al estilo norteamericano. Evidentemente, también hay
intereses concretos por mantener el status quo. Los cargos oficiales temen que llegue
el día en que tengan que reconocer su colaboración con el gobierno comunista. Pero,
ante todo, la perspectiva de que caigan los actuales mandos evoca actualmente la
temible imagen de la anarquía.
Esto nos lleva a considerar un factor que hace del socialismo cubano un caso sui
generis: Fidel. Aunque se ha escrito mucho sobre su carisma, y se ha especulado inclu-
so sobre si su estilo pomposo ha perdido, como la revolución, atractivo con el tiem-
po, no cabe duda de que todavía personifica dicha revolución y de que sigue
teniendo la llave del futuro inmediato de Cuba. Aún en nuestra época suelen afirmar
los periodistas que los cubanos difícilmente se harían a la idea de una Cuba sin Fidel.
Se puede dudar hasta qué punto sigue siendo cierta esta afirmación. De nuevo, cual-
quier extranjero que visite la Cuba actual se encontrará con que algunos cubanos no
sólo se comportan de un modo «antisocial» sino que también lanzan agrias críticas
contra el barbudo. Pero quizá no sea tan importante saber si los cubanos pueden ima-
ginarse una Cuba sin Castro como averiguar hasta qué punto se atreven a expresar
sus opiniones, tanto en público como en privado. Ciertamente, nunca se habían
manifestado tan abiertamente como ahora. Aun así, los cubanos siempre tienen la sen-
sación, que en algunos casos exteriorizan, de que un policía vestido de paisano pue-
de estarles escuchando presto a tomar medidas, o de que en cualquier momento
pueden abolirse las disposiciones aperturistas aprobadas. Y mientras Fidel se man-
tenga en el poder sigue planteándose otra cuestión. Es indudable que Castro tiene
UN PAIS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 291

aún la clave de una transición más apacible, pero ¿tiene posibilidades, e incluso la
voluntad de propiciada? Llegados a este punto, parece que sobre el régimen cubano
se ciernen más oscuridad y enigmas que en el caso de Europa del Este.
Quizás en el pasado resultara eficaz la fórmula compuesta por el carisma de Cas-
tro, el comunismo y la cubanidad. Pero actualmente es dificil no atribuir a la represión
lo infrecuente que resulta oír o leer el lema «¡abajo Fidel!». En este sentido, por tan-
to, Cuba es una sociedad del miedo como lo pueden ser las que sufren el azote del
sabotaje y la ilegalidad. En cualquier caso, por supuesto, sigue siendo cierto que
el futuro inmediato depende en gran medida de la voluntad de Fidel Castro.

ESCENARIOS PARA LA TRANSICIÓN

Retrospectivamente parece relativamente sencillo explicar la caída del bloque


comunista de Europa del Este. Aun así, en 1989, en vísperas de la caída del Muro
de Berlín, pocos expertos se imaginaban la sorprendente dirección y la velocidad que
iban a tomar los cambios acontecidos en los países situados en la órbita de la Unión
Soviética. Esto nos hace tomar conciencia de lo peligroso que resulta por regla gene-
ral predecir cualquier transición, y en particular la de Cuba 9 . Así lo han comproba-
do los académicos y los periodistas —por no mencionar a la población cubana que
reside en la isla o en el extranjero—, que han revisado y debatido una y otra vez la
situación en la que se encuentra el país. En cuanto se produjo la desintegración del
bloque soviético, numerosos observadores se aventuraron a predecir la inminente
caída del régimen comunista de Fidel Castro. Algunas de las mejores obras de divul-
gación que se publicaron a principios de los noventa tenían títulos tan significativos
como Castro's Final Hour(La hora final de Castro) o Fin de tilde á la Havane (Fin
de siglo en la Habana) Sin embargo, mientras redacto este artículo, en 1997 —e
incluso mientras leo las pruebas de la traducción en castellano, en 2001-, Castro
sigue siendo el líder máximo y, a pesar de lo prolongado de la crisis que asola el país,
no hay indicios certeros que hagan pensar que la situación vaya a cambiar pronto. Se
diría, por tanto, que su hora final se alarga notablemente.
Hasta ahora la cubanología no ha sabido predecir adecuadamente cómo se resol-
verá la crisis actual. De hecho, no hay ningún planteamiento general que pronosti-
que lo que ocurrirá en los próximos años. Las predicciones varían desde las que
auguran el mantenimiento de quienes tienen el control de la economía gracias a un
incremento de la represión política, siguiendo el modelo chino-vietnamita de
socialismo de mercado, hasta otras que anuncian un proceso de democratización y
una ruptura drástica con la economía planificada. De todos modos, no parece que sea
ya viable mantener la jerarquía económica ni aumentar la represión, y de hecho
esta opción ha quedado descartada a pesar de la inflexibilidad inicial de Fidel Castro.
El régimen ha optado por introducir una serie de reformas económicas sin cambios
significativos en el sistema político y sin tokrar en ningún momento oposición de
cualquier tipo.

9 Cf. O'Donnell y Schmitter, Transiciones: Perspectivas comparadas. Sobre el caso cubano, véanse las
obras citadas en la nota n 9 . 1; Schulz, Cuba and tbe Future, y Smith, «Cuba's Long Reform».
lo Véase Oppenheimer, Castro's Final Hour, y Fogel y Rosenthal, Fin de Siécle.
292 GERT OOSTINDI E

¿Cuál será el resultado de esta política? Ya es irreversible la transición económi-


ca hacia el libre mercado y hacia un mayor capitalismo, como insiste en informar de
ello el régimen a los posibles inversores extranjeros. De esto no cabe la menor duda,
ni tampoco hay alternativa posible. Únicamente resta por determinar cuánto tiempo
hace falta para que empiecen a verse resultados tangibles y duraderos. Actualmente,
el futuro económico de Cuba parece sugerir que el proceso de desarrollo ha vuelto a
situar el país en el punto de partida. En vísperas de su fallecimiento, el historiador
cubano Manuel Moreno Fraginals, una figura destacada en el ámbito de la historio-
grafía cubana de orientación marxista que en la actualidad está exiliado en los Esta-
dos Unidos, resumía sus opiniones sobre el futuro de Cuba de manera bastante
gráfica: «país capitalista y pobre». Se entiende perfectamente el mensaje.
Más difíciles resultan de predecir las posibilidades en el terreno político, que
influirán a su vez en el ritmo de la transición económica. ¿Se puede pensar en una
transición ideal? En las circunstancias actuales, parece que lo más probable es que se
siga con el proceso de liberalización económica, para finalmente desembocar quizás
en una apertura política. La duda está, evidentemente, en si el régimen tendrá tiem-
po de rentabilizar las reformas económicas —una pregunta algo incierta—. De seguir-
se este modelo y en caso afirmativo, puede que esté todavía lejos la segunda fase de
la transición política, como queda claro en los casos de Vietnam y China. Y previsi-
blemente esta demora cause más problemas en Cuba que en estos dos países asiáticos,
simplemente dada la marcada inclinación de la isla hacia occidente por su situación
y su tradición político-cultural y por la influencia de la comunidad en el exilio. En
último extremo, volvemos a enfrentarnos a la opacidad de las relaciones de poder,
particularmente a la hora de determinar una cuestión primordial, a saber, qué suce-
derá con Castro.
Entre las posibilidades más espectaculares, se barajan las de una intervención
extranjera, un golpe de Estado, la muerte o la retirada de Castro. Las dos primeras
no son muy factibles. Si siguen dándose las condiciones «normales», casi está des-
cartada una intervención; nadie se toma en serio esta idea excepto ciertos grupos
radicales aislados de cubanos que residen en Florida. El considerable derramamien-
to de sangre que acarrearía esta opción sería en vano. Aparte de esto, a los intereses
extranjeros (dígase, de los Estados Unidos) apenas les beneficiaría una intervención
violenta en la situación actual. Por otra parte, para que se produjera un golpe de
Estado tendría que ser el ejército el que lo ejecutara o lo apoyara, lo cual tampoco
parece muy probable. Al frente del ministerio de Defensa se encuentra el número dos
de Cuba, Raúl Castro, el hermano de Fidel. Los dos hermanos ejercen una enorme
influencia sobre el ejército, en parte porque siempre los ha protegido (llegando inclu-
so a eliminar a los responsables cuando ha sido necesario) frente a la ascensión de
líderes militares populares con ideas propias y posiblemente subversivas, como el
general Ochoa a finales de los ochenta. Por lo que respecta a los miembros del parti-
do y la administración, parece que la actuación de los reformistas es muy prudente,
manteniéndose siempre dentro de los límites que impone el compromiso adquirido
de profesar una lealtad absoluta al líder máximo.
Evidentemente, Castro no vivirá eternamente. Pero mientras su salud se lo per-
mita no está dispuesto a abandonar su fuerte: en numerosas ocasiones ha reiterado que
no puede delegar el poder en unos momentos tan difíciles como los actuales, un argu-
mento que se acepta sin ningún problema en una cultura patriarcal. Probablemente
UN PAÍS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 293

las únicas alternativas para que Castro cese en sus funciones sean que se encuentre
físicamente incapaz de hacerlo o que se vea obligado a marcharse. Ninguna de las dos
parece previsible a corto plazo.
Junto a la posibilidad de que la transición se desarrolle progresivamente, surge
la de un desenlace forzado. Se producirían otra vez graves disturbios que degenera-
rían en una sublevación popular, que en último extremo obligaría al ejército y a la
policía a definir su posición. Como consecuencia, nos encontraríamos bien ante
una dura represión destinada a recuperar el control, bien con la caída del régimen. En
el primer caso, cobraría fuerza de nuevo la hipótesis de una intervención externa, que
previsiblemente se saldaría con un importante derramamiento de sangre. En el
segundo, el de la caída del régimen, se daría paso al caos y la anarquía, al menos
durante un tiempo —de nuevo, un planteamiento poco seductor—. Esperemos que
los Estados Unidos sepan mantener las distancias, y que otras zonas como América
Latina o Europa actúen como mediadores ". En cualquier caso, parece que lo más
probable es que la transición se resuelva fundamentalmente como un asunto interno.
Para terminar, falta un apunte en relación con los países de la zona. A medida que
se vaya desarrollando la transición, Cuba volverá a integrarse cada vez más en su
ambiente natural: el Caribe, América Latina, Florida. Ahora que la Guerra Fría ya ha
tocado a su fin, Cuba se antoja como una amenaza completamente nueva y bastante
más peligrosa para los países vecinos. En términos económicos, la isla se reinsertará
fundamentalmente en el ámbito de influencia estadounidense, aunque sin cortar los
lazos que ha estrechado en los últimos tiempos con América Latina y la Unión Euro-
pea. Con respecto a la situación geopolítica, por tanto, podría conseguirse un equi-
librio mayor al existente antes de 1959.Dados su potencial y su importancia, Cuba
podría eclipsar totalmente al resto de las islas caribeñas en el sector económico del
turismo. Además, los efectos de la intensa emigración (¿temporal?) y del problema de
la economía ilegal se dejarán notar más que en el pasado en otros países —especial-
mente si se produce un desenlace forzoso y se instaura el descontrol—. Por otra par-
te, un gobierno débil de transición sería un caldo de cultivo ideal para que Cuba se
convirtiera en otro centro caribeño del narcotráfico, el blanqueo de capitales y otras
prácticas mafiosas. En ese caso, tanto los Estados Unidos como las potencias meno-
res de la zona se acordarán con nostalgia de los tiempos en los que Cuba era aún la
Cuba de Castro, esa Cuba comunista perfectamente aislada.

FIN DE SIÉCLE

Durante muchos años Cuba ha sido un caso singular en América Latina. La


situación se mantiene aún hoy, ya que sus dirigentes se obstinan en seguir negán-
dose a unirse a la ola de democratización que viene sacudiendo el continente desde
los ochenta. Tanto por las conquistas que ha logrado en materia de política interior
como por la actitud solitaria y en cierto modo heroica con la que se ha enfrentado a
los Estados Unidos, Cuba ha inspirado tradicionalmente el entusiasmo y la admira-
ción de los países americanos situados al Sur del Río Grande. La red de alianzas

Véase Oostindie y Silva, «Europa en de Cubaanse crisis».


294 GERT OOSTINDI E

internacionales de Cuba, por otra parte, si bien ha sido motivo de preocupación para
los políticos de muy distinto signo, también ha elevado la isla a la categoría de poten-
cia, aunque con un programa político diferente. Ya antes del derrumbamiento del
bloque soviético, esta reputación se vio empañada, incluso ante la izquierda cari-
beña y latinoamericana 12 . Acabada ya la época de la Guerra Fría, queda poco del
modelo cubano. Las narrativas de la catástrofe económica, de la persistencia del tota-
litarismo o del malestar generalizado predominan hoy en la imaginería de la revolu-
ción cubana. Como punto de referencia y modelo que imitar, Cuba ha perdido
definitivamente toda la importancia que tuvo en su día.
Puesto que Cuba se encuentra cada vez más aislada en el plano ideológico y se ha
agravado la situación financiera, la población cubana sigue sufriendo los rigores de
la escasez económica y de la represión política. Aun así, ¿hay razones para denominar
a Cuba una «sociedad del miedo», como sugiere el título de este libro? Se puede poner
en duda. No hay campos de exterminio en Cuba, y tiene poco sentido comparar la situa-
ción del país con las matanzas que han sembrado la desgracia en América Latina tras la
guerra. Ciertamente, Cuba también ha sufrido el azote de la violencia, con ejecuciones
y desapariciones, pero las cifras no son tan espeluznantes como en otros lugares.
Por otro lado, los niveles que ha alcanzado el totalitarismo que ha caracterizado
al régimen comunista probablemente no tienen rival en la historia moderna de Amé-
rica Latina. Dentro de las fronteras cubanas, la revolución ha originado un clima
intelectual estéril, en el que sólo unos cuantos se atreven a desarrollar ideas innova-
doras y en el que no se libra casi nadie que tenga una filosofía disidente ' 3 .

No existen sindicatos independientes; el margen de actuación con el que cuen-


tan las iglesias es muy restringido; las instituciones académicas están sometidas a un
absoluto control; las ONGs son inexistentes; la mayoría de los disidentes ha sufrido
la deportación o el acoso. En definitiva, el régimen autoritario que pronto celebrará
su cuadragésimo aniversario no ha preparado el terreno para un desenlace apacible.
Al optar por la represión y la expatriación de las organizaciones y los individuos
disidentes, la revolución ha dificultado una reconciliación nacional rápida, por no decir
que ha cerrado totalmente la puerta a esta posibilidad. En el extranjero abundan
las comunidades de exiliados, que, a juzgar por las que más se hacen oír, en algunos
casos no se caracterizan precisamente por un talante tolerante y democrático. La ani-
madversión que muestran ante la perspectiva de la reconciliación no sólo causa nume-
rosos problemas sino que recuerda en gran manera la terquedad del propio Castro.
No es fácil encontrar mediadores fiables, y Castro, que debería ser quien les permitiera
iniciar esta labor, no ha mostrado ningún signo de interés hasta ahora. Por el momen-
to, en el estado actual de estancamiento y sin indicios aparentes de que se avecine una
Cuba «post-castrista», lo único que se puede esperar es que Fidel, guiado por su obse-
sión de figurar en la Historia como un Personaje con mayúsculas, arbitre una apertu-
ra negociada y gradual, pero a la vez significativa, del régimen.
Mientras tanto, Cuba sufre los efectos de un fin de sil& claramente pospuesto. El
periodo especial decretado con posterioridad a 1989 ha habituado a Cuba a una situación

z Véase Borzutzky y Pérez-López, «Impact of the Collapse».


13 Se ha escrito mucho sobre los estrechos cauces de la expresión en la Cuba revolucionaria. Pue-
de consultarse un resumen muy útil en Dopico Black, «Limits of Expresion». Los disidentes mantienen
que esta situación no ha mejorado en absoluto durante el «periodo especial».
UN PAÍS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 29 5

inmensamente perjudicial. Se perciben en el ambiente la incertidumbre, la pena y la


frustración; se ha perdido el rumbo y la dignidad. Muchos cubanos se dejan llevar
carentes de toda ambición. Se ha perdido precisamente lo que la revolución cuba-
na consiguió mantener durante décadas: un capital humano relativamente bien for-
mado y motivado, y especialmente un entimiento de solidaridad y una sensación
común de ser partícipes de un mismo destino. Apartarse de estos valores no sólo con-
duce a la desintegración social y a la desorientación actuales; también amenaza
con desembocar en la anomia social, la delincuencia y la anarquía en el caso de que se
derrumben las instituciones. Las perspectivas no pueden ser más escalofriantes.
Es evidente la importancia que reviste una transición rápida y pacífica. Cuanto
más se prolongue la zozobra actual, más serán las conquistas de la revolución en el
plano económico, educativo o moral que se echarán a perder. Cuanto más pábulo
se dé a la decadencia y a la falta de moral actuales, más probabilidades habrá de que se
produzca un desenlace trágico, y más dificil resultará después el proceso de recons-
trucción y reconciliación nacional.

POST SCRIPTUM, 1998


Los acontecimientos sucedidos en 1997 y 1998 no han hecho sino ratificar las opi-
niones expresadas en este capítulo. La visita realizada por el Papa a Cuba en enero de
1998 fue un encuentro entre dos hombres ya mayores que trataban de demostrar
ante el mundo su resistencia y la fe inquebrantable que profesan a sus respectivas cau-
sas. Es dificil determinar quién de los dos desempeñó mejor su papel. Para Castro, la
visita del Papa ya constituía en sí misma un modo de realzar su imagen en el mundo.
Al mismo tiempo, puso de manifiesto hasta qué punto necesitaba desesperadamen-
te mejorarla, tanto en Cuba como en el extranjero, así como con qué entusiasmo
aprovecharon la oportunidad numerosos cubanos para expresar pacíficamente
quizá no tanto su adhesión al catolicismo, como su deseo de que se produzcan cam-
bios fundamentales en la sociedad.
Durante el invierno de 1998, el antiguo dictador chileno Pinochet fue arrestado
en Gran Bretaña. En el momento en el que se redacta este artículo, aún no se ha
decidido si se le juzgará por las atrocidades cometidas bajo su régimen. Las reaccio-
nes suscitadas por la detención de Pinochet en Chile han sido variadas. Por su parte,
las organizaciones internacionales que luchan en pro de los derechos humanos han
acogido con satisfacción la posibilidad de que se celebre el juicio, al considerar que
éste es un modo de avisar a los dictadores de todo el mundo de que sus delitos no
quedarán impunes. Si bien es loable el intento, también tiene una parte negativa. Si
los dictadores ya no pueden contar con las garantías que se les proporcionaría en una
transición negociada, ¿por qué molestarse en ceder el poder? En las circunstancias
actuales, a Castro cada vez le resulta menos atractiva la idea de apearse del mando. De
ahí que, con independencia de la simpatía que les suscite la idea de un juicio contra
Pinochet, esta posibilidad despierte a la fuerza en los cubanos una mezcla de senti-
mientos contradictorios, en previsión de las consecuencias que puedan derivarse
para su propio país. Cuba sigue estancada en un punto muerto, y la velocidad de los
cambios es exasperantemente lenta.
XII

EPÍLOGO:
REFLEXIONES SOBRE EL TERROR,
LA VIOLENCIA, EL MIEDO Y LA DEMOCRACIA
Edelberto Torres-Rivas

LA DEMOCRACIA NO ES IRREVERSIBLE

D urante la década de los setenta y de los ochenta del siglo xx, la vida política
latinoamericana pasó por uno de los periodos de autoritarismo a los que
parece abocada en ese vaivén cíclico entre la democracia y la dictadura. Ésta
era la tercera fase de una serie de momentos recurrentes históricamente desde el final
de la Segunda Guerra Mundial. Si tenemos en cuenta el modo en que han hecho
uso de la violencia y del miedo las dictaduras militares de Argentina, Bolivia, Brasil,
Chile, El Salvador, Guatemala, Haití, Nicaragua, Perú y Uruguay, podríamos decir
que más de la mitad de las sociedades latinoamericanas (el 75 % de la población total)
ha experimentado diversas formas y grados de terror político.
Ni que decir tiene que el tipo de violencia desatada durante esos años de dictadu-
ra militar no tuvo parangón con ningún otro momento de la historia latinoameri-
cana. Las dictaduras se han sucedido una tras otra, y hasta ahora, dada la situación
reinante, no cabe descartar que no las volvamos a experimentar en el futuro si se
cumple la hipótesis de la recurrencia de los ciclos caracterizados por el autoritarismo.
Son los hechos históricos, más que la teoría, los que nos recuerdan que una
democracia estable no es irreversible, ni siquiera en el caso de los gobiernos electos
que actualmente se encuentran firmemente asentados en el continente, y en los que
el prestigio de los valores democráticos goza de una universalidad hasta ahora
desconocida.
En las páginas siguientes planteamos diversas reflexiones sobre la violencia polí-
tica que ha vivido América Latina en los últimos tiempos. Este capítulo no es un aná-
lisis de la represión por parte del Estado sino de las consecuencias de los métodos
terroristas por él adoptados. La violencia reinante durante las décadas de los setenta
y ochenta debe entenderse como una política consciente aplicada por el Estado, que
como justificación esgrimía la defensa del sistema democrático tal y como se definía
298 EDELBERTO TORRES-RIVAS

dentro del marco estratégico de la doctrina estadounidense de la seguridad nacional;


una doctrina que hicieron suya las fuerzas del «orden» latinoamericanas.
Desde el poder político, desde el propio Estado, se castigaba a la sociedad con el
fin de defenderla de «sí misma». La búsqueda del orden mediante el uso de la vio-
lencia instauró una desorganización social aún mayor, paralizó la vida cultural duran-
te un periodo importante, minó la confianza entre las personas e hizo que sociedades
enteras vivieran en un estado de miedo permanente.
Puede ser que esta actitud doblemente hipócrita no se haya manifestado con
tanta intensidad en ningún otro momento de la historia y que nunca antes haya
adquirido esas proporciones la violencia desatada contra la población civil en general
mediante la tortura, las desapariciones y las muertes. Tampoco anteriormente se había
asesinado con el avieso pretexto de que, mediante la violencia de Estado, se logra-
ba cumplir la necesidad primordial de defender la democracia. Lo cierto es que al
defenderla así los militares la pisotearon. No se puede usar ningún argumento a
favor de la democracia dentro de este círculo infernal de miedo y terror.
Puesto que la transición a la democracia tuvo lugar en momentos de crisis, y
dado que venía a reemplazar estructuras autoritarias, la herencia del pasado inmedia-
to está todavía ahí, y no se la puede entender simplemente como una experiencia que
esgrimir como ejemplo de errores pasados.
Es preciso advertir, sin embargo, de que algunas definiciones de violencia no
explican un hecho esencial, a saber, que no todos los miembros de la sociedad califi-
can los mismos actos de violentos y que, por lo tanto, esos actos se pueden justificar
de maneras diferentes e incluso contradictorias. Esta subjetividad implícita se debe
precisamente a que en este caso tratamos con una forma política de ver las cosas
que es, además, relativa, en tanto corresponde a percepciones que se encuentran
siempre determinadas por la cultura.
Es necesario, pues, concluir que, tanto desde el punto de vista teórico como
político, la clasificación de un acto violento se debe hacer —se hace siempre— desde
una perspectiva normativa. Aclarado esto, se explican mejor los sentimientos que el
tema despierta, aun cuando se sea consciente de que es impensable analizar objeti-
vamente los fenómenos relacionados con la muerte, pues no es posible olvidar la
rabia y la tristeza que la propia muerte inspira.

LA VIOLENCIA NO TIENE PUNTO DE PARTIDA EN LA HISTORIA


No basta con recordar que las sociedades latinoamericanas han pasado por diver-
sos momentos históricos en los que el modo de gobernar ha sido la violencia. Tam-
bién debe tenerse muy presente que el recurso a la fuerza no es solamente
consustancial al orden político sino que a veces es la manera más inmediata de pre-
servar el orden. En el contexto de crisis de la década de los años setenta, ciertos
fenómenos estimularon la desobediencia y el descontentó, se manifestaron a gran esca-
la y trataban de ocasionar la ruptura con el status quo; por diferentes motivos y en el
marco de distintas naciones, dichos fenómenos resultan ser la explicación del terror
desatado justificada o injustificadamente.
Los gobiernos militares autoritarios fueron dictaduras en tiempos de crisis, que
se pusieron en marcha cuando comenzaron a dejarse sentir las deficiencias del
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 299

sistema político y el desequilibrio del mercado. La finalidad de hacerse con el gobier-


no no era fomentar el capitalismo, dado que todos los gobiernos militares sin excep-
ción han demostrado su incapacidad a la hora de solucionar las crisis económicas.
También vale la pena subrayar que las insurrecciones subversivas de aquellos años
nunca llegaron a poner realmente en peligro los cimientos del sistema. Fue antes un
extremismo de medios que de fines
En las relaciones políticas cada vez se intensificó más el uso de la violencia direc-
ta: entre las clases dominantes y las dominadas, entre el Estado y la oposición políti-
ca, y como forma de expresión del malestar popular contra el Estado 2. La pérdida del
sentido del orden trajo aparejada la conversión de la política en una guerra. En
Argentina y Uruguay, el desmoronamiento del sistema político dio lugar a la crea-
ción de una guerrilla de izquierdas que respondía a la violencia con más violencia. En
Chile, un proyecto de reorganización de la sociedad mediante una transición pacífi-
ca y civilizada se vio frustrado por el brutal derramamiento de sangre y, por tanto, se
retrasó durante toda una generación. En Centroamérica, la insurrección armada
fue una respuesta desesperada a décadas de exclusión y manipulación de la sociedad
mediante el uso de la fuerza, y así sucesivamente.
En resumen, podemos decir que el terrorismo de Estado no fue un fenómeno
contingente desencadenado directamente por la insurrección popular; por el con-
trario, nació de una tradición bien asentada desde hacía ya tiempo, y fue una res-
puesta coherente con la estrategia de seguridad continental que se engranaba en el
conflicto Este-Oeste. Por otra parte, constituía la manifestación más clara del fraca-
so del orden político para solucionar la crisis, y fue una opción racional para las
Fuerzas Armadas de la región, cuya institucionalización se fue consolidando por
oposición a una sociedad civil movilizada hasta el radicalismo. Así las cosas, creemos
que la violencia no tiene punto de partida en la historia.

LA UBICUIDAD DE LA VIOLENCIA

Tal vez sea necesario recordar que las experiencias de miedo y violencia han
estado siempre presentes, generalizadas y arraigadas entre los más desfavorecidos
de América Latina. Dichas experiencias se asientan, aun implícitamente, en la incer-
tidumbre de la vida cotidiana: en la ausencia o escasez de los ingresos, en las defi-
ciencias crónicas de la dieta y el vestido, en la precariedad de la vivienda y de la
sanidad, todo lo cual lleva a la desesperanza y al dilema de elegir entre el hambre y
la delincuencia.
Se trata de una forma de represión estructural que se origina en un mundo de
extrema pobreza física y moral. Es lo que muchos especialistas llaman violencia estruc-
tural, porque se re-crea y se reproduce en las relaciones laborales (y sobre todo cuan-
do los empleos son escasos) a través de muchas formas de desempleo disfrazado, en
la segmentación educativa y en la inevitable influencia de los bajos ingresos en estas
sociedades. Es una forma de violencia que se manifiesta especialmente en la pérdida

Reinares, «Conflicto social», pág. lo,.


a Aunque hay mucho escrito sobre estas cuestiones, citaré dos de los libros más relevantes, cuales
son Utopía desarmada, de Castañeda, y Guerrillas and Revolution, de Wickham-Crowley.
300 EDELBERTO TORRES-RIVAS

de un sentimiento que se adquiere con la cultura, como es el respeto por uno mismo
y por los demás, y que por tanto degenera en un sentimiento de falta de dignidad, de
impotencia y de infravaloración personal.
Todo esto es terreno abonado para la aparición de actitudes tremendamente vio-
lentas. Es la subcultura de la pobreza, donde la frustración y el miedo dan lugar a formas
de comportamiento caracterizadas permanentemente por la agresividad. Y la bruta-
lidad de los desposeídos se vuelve continua y fatalmente contra ellos mismos, contra los
del propio grupo. Pero no es este tipo de violencia el que queremos analizar aquí.
Lo que nos interesa es la violencia política y su consecuencia más duradera, el
miedo. Este miedo se apodera de los colectivos sociales, aunque por lo general se
expresa de muy diversas formas en cada individuo y sufre procesos de adaptación
diferentes, contra los que casi siempre se desata la violencia de los más fuertes. En cuan-
to a las relaciones sociales, resulta tópico recordar que en su definición se encuentra
implícita la fuerza, sobre todo cuando analizamos las relaciones políticas que son,
casi siempre e incluso en mayor grado, formas de coacción asimétrica en el universo
de las relaciones de poder entre desiguales.
Como esto siempre ha sido así, cabe reconocer que la sociedad moderna no ha
hecho más que disfrazar la transferencia de poder, en su forma más brutal, a las auto-
ridades legítimas, que son quienes tienen en última instancia la posibilidad de hacer
uso de la fuerza. Por definición, las autoridades se reservan el derecho de emplear la
coacción para asegurar que el otro se comporte de un modo quizá contra su verda-
dera intención. La existencia de «otra voluntad» siempre implica la presencia de
fuerzas contradictorias, de enfrentamientos (que no siempre están definidos con cla-
ridad), cuyo espectro se amplía cuando nos movemos en espacios públicos de poder
en los que tienen cabida tanto el comportamiento predecible del ciudadano obe-
diente como la conducta del rebelde que desafía a la muerte.
La obediencia de quienes, aunque con miedo, acatan la ley es cualitativamente
diferente de la del ciudadano que, sin miedo a las represalias, participa en reuniones
políticas contra el gobierno, se adscribe a un sindicato muy activo políticamente o
interpone una reclamación contra el comportamiento inadecuado de un funciona-
rio de la administración. No hace falta hacer referencia aquí a las costumbres de
quienes pagan religiosamente sus impuestos, votan con más o menos entusiasmo y
depositan la basura en los contenedores correspondientes, separando el vidrio del
papel. Son ejemplos de comportamientos típicos de una sociedad moderna e inte-
grada, en la que existe un sentir común en relación con las conductas que se esperan
del ciudadano. Son ejemplos de una situación en la que no cabe hablar de miedo.
Esto es, en definitiva, lo normal en la vida cotidiana dentro de un orden polí-
tico en el que no hay miedo. En ese caso el comportamiento de los ciudadanos
—activo o no, racional y más o menos consciente y explícito— es siempre expresión de
un procedimiento legitimador. En los casos de las dictaduras, el orden no goza nece-
sariamente de esta libre adhesión del ciudadano obediente. En esas situaciones la
violencia de las autoridades constituye la primera opción para imponer el compor-
tamiento activo o pasivo necesario para mantener la gobernabilidad 3 .

3 Es discutible hablar de «gobemabilidad» en el contexto de los regímenes autoritarios, dada su fal-


ta de legitimidad. ¿Cómo denominar, por tanto, el orden conseguido mediante las dictaduras militares?
Véase Linz, Quiebra, págs. 4S ss, y Alcántara, Gobernabilidad, págs. 136 ss.
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 301

De ahí que el comportamiento de las autoridades se inscriba en un ámbito don-


de actúan diversas fuerzas de distinta significación. Lo que queremos decir es que las
causas de la rebelión y la obediencia se sitúan en el mismo plano que los factores de
la violencia que se usa en favor del orden, o que utiliza el orden como pretexto.
La historia del poder y su ejercicio está inequívocamente ligada al uso de la fuer-
za por parte de las autoridades públicas, a la violencia política y a su consecuencia
más importante, el miedo. Sin duda, es posible vivir con miedo en una versión
antropomórfica de la muerte. Lo que todavía queda por descubrir (dado que está
muy próximo a nuestra experiencia contemporánea) es qué tipo de vida democráti-
ca se puede construir con ciudadanos atemorizados. La violencia es el rasgo más
importante de las dictaduras, pero eso no quita para que esté también presente en
las democracias.

EL TERRORISMO DE ESTADO

Se suele definir la violencia como una forma de comportamiento aprendida y


socialmente construida cuyo fin es atacar física o simbólicamente a las personas o
destruir sus propiedades. Por tanto, la violencia de Estado es la utilización, toleran-
cia o amenaza sistemáticas de la fuerza por parte de los agentes del Estado o por sus
representantes, ya se exprese directa o indirectamente, práctica o simbólicamente 4 .

El concepto de fuerza, que a veces se utiliza como sinónimo de violencia, está implí-
cito, y se entiende desde una perspectiva aún más general, puesto que con este tér-
mino nos referimos al uso real o potencial de la violencia para obligar a otro a hacer
lo que de otro modo no haría. En lo que se refiere a este capítulo, ambos términos se
consideran intercambiables.
Cuando hablamos de una violencia que procede de todos los ámbitos de la socie-
dad, queremos hacer referencia de manera especial al terrorismo de Estado, dada su
omnipresencia. Por tanto, abordamos cuestiones sociales distintas a la pobreza: situa-
ciones en las que la experiencia del miedo es de otra naturaleza, puesto que afecta a
otras clases sociales sin que por ello dejen de percibirse sus secuelas en los más des-
favorecidos.
Nos interesa sobre todo la violencia política que ejercieron los gobiernos de
muchos países latinoamericanos durante las décadas de los años sesenta, setenta,
ochenta y noventa. Esta violencia de Estado es un fenómeno sociopatológico que
tiene las siguientes características: se trata de la utilización generalizada de la fuerza
contra grupos sociales determinados; es una violencia a todas luces ilegal, tanto por
los procedimientos abusivos que utiliza como por el alcance de su aplicación, pero
sobre todo porque en su ejercicio se justifica para defender una ideología.
La violencia es ilegal, de suerte que cuando el Estado la ejerce sobrepasa los
límites que le marca la ley. Estos límites están muy claros cuando ese tipo de actua-
ciones se da en un régimen democrático con una estructura legal fuerte, con una

4 Ha habido muchos intentos de definir el concepto de fuerza aplicado en un entorno humano de


un modo voluntario y consciente por parte de los agentes del Estado o sus representantes. Giddens
comenta con detalle el uso de diferentes formas de fuerza en el arte de gobernar: véase Giddens, Nation-
State and Violente.
302 EDELBERTO TORRES-R1 VAS

tipificación muy clara de los delitos, con instrumentos para llegar a juzgarlos y con
autoridad para castigarlos. La impunidad generalizada es el síntoma más visible de
esta ilegalidad, aunque no es el único. En América Latina se está llegando a definir el
régimen democrático como aquél que respeta su propia legalidad. El terrorismo
de Estado representa el fracaso de esa legalidad y la expresión directa de una pro-
funda crisis en el sistema judicial y sus instituciones.
Hemos utilizado anteriormente la palabra «ideología» porque la violencia se
emplea para destruir o neutralizar un enemigo político. Como ocurrió en muchos
casos, desde Argentina hasta Guatemala, los abusos del terrorismo de Estado empe-
zaron castigando a objetivos marcados por razones estratégicas que venían deter-
minadas por la «teoría» de la seguridad interna. Sin embargo, el desarrollo de la
violencia enseguida adoptó un ritmo propio, fluyendo de una manera casi natural
por unos derroteros definidos por motivos estrictamente ideológicos y emocionales.
Esto es lo que ocurre cuando el Estado justifica ciertos actos delictivos califi-
cándolos de acciones contra el «comunismo» o la «subversión», de castigo de los
«traidores» o de destrucción del «enemigo». De esta manera, y en una espiral ascen-
dente, el Estado autoritario desata la guerra contra objetivos cada vez más vagos, y
ataca a grupos sociales anodinos, como cuando entre las víctimas de sus excesos van
incluyéndose el ciudadano «neutral» o la familia y los amigos del «enemigo», hasta
que al final la figura del «sospechoso» acaba estando por todas partes.
Los prejuicios políticos, la falta de tolerancia para con la oposición y, en muchos
casos, el anticomunismo como prejuicio reaccionario desencadenaron en el pasado
actuaciones violentas esporádicas pero brutales; sin embargo, la ideología y las estra-
tegias de la contrainsurgencia y de la seguridad nacional introdujeron un cambio de
registro y convirtieron la justificación del terror en un sistema ideológico explícito
(las dictaduras civiles-militares las utilizaron así). Además, hay que reconocer que la
violencia, que es por definición sangrienta, dejó de ser irracional. La racionalización
del daño causado, la amenaza permanente, creó las condiciones sociales óptimas
para que se instauraran el miedo y el terror.
La estructura de los regímenes autoritarios y la vida en las dictaduras militares,
como los existentes en América Latina en los últimos tiempos, se basan en la milita-
rización de lo social. La mera existencia del «sospechoso» presupone la vigencia de
una estructura de permanente vigilancia. Los individuos terminan espiándose,
denunciando y acusándose unos a otros, para propiciar el castigo del contrario. No
puede haber castigo sin previa acusación, y puesto que el objetivo final es el castigo,
el primer paso es la vigilancia. Se construye así un círculo vicioso (e infernal)
que, empero, no siempre empieza con esa implacable lógica de observar-acusar-cas-
tigar. A veces se castiga a alguien sin que antes haya mediado una acusación, y se
acusa sin que haya habido vigilancia alguna. Y todavía peor: se observa sin aparen-
te fundamento, y todo el mundo observa al prójimo.
En el ámbito de la arbitrariedad autoritaria que padecen muchas sociedades lati-
noamericanas, encontramos la «teoría de los tres círculos» formulada por el general
Ibérico Saint Jean en Argentina en 1976. Saint Jean explicaba que la lucha contra la
subversión no se podía restringir al primer círculo —el de los subversivos— sino que
tenía que avanzar hasta el segundo —formado por sus simpatizantes—. ¿Cómo defi-
nirlos? ¿Partiendo de qué criterios? Finalmente, estaban los sospechosos, situados,
sin darse cuenta, en el tercer círculo, formado por quienes no apoyan directa o
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 303

activamente la lucha antisubversiva. Según la lógica del «quien no está conmigo


está contra mí», «los otros» entran por tanto en la misma categoría que el enemi-
go. Los otros (los integrantes del tercer círculo) son sospechosos y deben ser cas-
tigados. El orden legal merma eclipsado por una dimensión superior, en la que la
lucha contra la subversión termina instaurando la arbitrariedad política.
El sospechoso puede aparecer en cualquier momento en el curso de esta
irresponsable carrera hacia la locura. No en vano, forma parte de un escenario carac-
terizado por la imperiosa necesidad de vigilar, por la acusación gratuita y, final-
mente, por el castigo arbitrario; una situación indeterminada en la que la amenaza de
la violencia está en todas partes y puede proceder de cualquier lugar. En estas cir-
cunstancias, que analizaremos en la siguiente sección, todo el mundo es víctima del
miedo. La doble metáfora propuesta por Garretón para diferenciar los diversos sen-
timientos de peligro —el miedo a la oscuridad de una estancia y el miedo al ladrido de
un perro— es útil para clasificar sus diferentes tipos S . El primero implica un peligro
indiferenciado o total que puede concretarse en cualquier momento, un peligro con-
tra el cual no se encuentra fácilmente una respuesta racional; el segundo, en cambio,
representa un peligro perfectamente identificado contra el cual podemos elegir algún
tipo de actuación racional.

LA TRIVIALIZACIÓN DEL HORROR

Durante la década de los setenta y de los ochenta del siglo xx muchas sociedades
latinoamericanas han sido sociedades del miedo. En ellas, el uso repetido y genera-
lizado de la fuerza por parte de los agentes del Estado hizo que los ciudadanos se
acostumbraran a vivir bajo la amenaza de la muerte, a vivir con la propia muerte y
con los peores métodos para sembrarla. Una existencia insegura desde el punto de
vista político —una situación en la que la duración del estatus de ciudadano es impre-
decible, unida a una cierta sensación de peligro derivado de posibles amenazas— aca-
ba creando un síndrome socio-político generalizado que no queda bien descrito
simplemente con el término «inseguridad». A esta situación de inseguridad que
resulta de la amenaza directa hay que añadir las reacciones individuales que suscitan
las noticias que circulan reiteradamente en nuestro entorno anunciando las sucesivas
matanzas. A esto nos referimos al hablar de trivialización del horror.
Durante los años de las dictaduras militares en Argentina, Colombia 1, Guate-
mala, Haití, Perú, Uruguay, en algunas partes de Brasil, Honduras y México, y en cier-
tos momentos en Bolivia, Nicaragua y Paraguay, grandes sectores de la población
civil experimentaron en la vida cotidiana el terrorismo de Estado, cuya esencia la
encontramos eri un fenómeno que produce inseguridad y dolor en su grado máxi-
mo: el de la persona desaparecida por cuestiones políticas. El miedo y la inseguridad

j Garretón, «Fear in Military Regimes», pág. 14.


6 El caso de Colombia es discutible. Durante años, ha sido el país más violento de América Latina.
La violencia nace en el interior de una sociedad civil armada hasta unos extremos poco habituales, y en la
que la fuerza tiene una dimensión muy privada. El Estado también contribuye a esta situación, hasta el pun-
to de que se duda cada vez más de si ésta es una sociedad realmente democrática, a pesar de la existencia
de elecciones, o si es, más bien, un extraño caso de coexistencia de la democracia y la violencia. Véase
Wilde, Conversaciones, págs. 4o ss; Pécaut, Ordeny violencia. Véase también el séptimo capítulo de este libro.
304 EDELBERTO TORRES-RIVAS

que produce este fenómeno ocasionan reacciones de efectos duraderos, que aca-
so pueden parecer adaptaciones pasivas o neuróticas, como respuesta a la pre-
sencia permanente de la muerte. Son adaptaciones colectivas a situaciones en las
que, durante muchos años y en zonas muy extensas, ha sido recurrente la expe-
riencia de un terrorismo de Estado que ha tenido como consecuencia el incremen-
to de las muertes violentas o la desaparición de seres queridos y conocidos. La
desaparición puede sobrevenir bien porque se lleven a la persona detenida para
siempre, bien porque se haga necesario el exilio o la clandestinidad. En estas cir-
cunstancias, la víctima es siempre alguien conocido: un pariente, un amigo, un veci-
no, el amigo de un amigo o simplemente una cara conocida cuya ausencia en el
vecindario o en el lugar de trabajo llama de repente la atención. En nuestra cultura
judeo-cristiana, la muerte es siempre un hecho doloroso que rechazamos y que nos
conmueve. Hasta la muerte natural es una experiencia traumática, dado que no la
aceptamos como un hecho predecible de la vida. El fallecimiento de los nuestros nos
llega siempre por sorpresa, produce rabia, miedo y/o dolor, mayor o menor según lo
cercano que nos sintamos del desaparecido. Estos sentimientos adoptan manifesta-
ciones muy diversas en el terreno de las relaciones interpersonales 7 .
Para quienes están alejados de la política —y no sólo para aquéllos que se atre-
ven a tomar parte del juego de la desobediencia activa— resulta traumático tener que
acostumbrarse a vivir en condiciones extraordinariamente anormales de dolor y
miedo, inseguridad y falta de confianza. Es lo que O'Donnell ha llamado la «norma-
lización de lo anormal», que se da cuando prevalece una atmósfera de incertidumbre
generalizada: es decir, un clima que afecta a todos los niveles de la sociedad 8 Es una .

situación ilegal, en el sentido de que no se conocen las reglas del juego, o, si se cono-
cen, son ignoradas por los garantes del orden público.
Cuando se intensifica la represión política, el miedo y la ansiedad se generalizan,
y la situación se percibe cada vez más como una «situación límite», que es la que se
define por el peligro real que personifican los desaparecidos. La modalidad de los
«desaparecidos» es aún más cruel que el asesinato público, porque aumenta la sensa-
ción de peligro al situarlo en un mundo imaginario, inseguro pero probable, creado
por la posibilidad de que la persona desaparecida esté viva. Se sospecha que puede
estar muerta, pero nadie lo sabe a ciencia cierta, y la duda prolongada es una manera
muy productiva de crear miedo —un miedo que no se disipa—.
Son muchas las estrategias de represión y de terror a las que se ha acostumbra-
do la población 9 . Proliferan los cuerpos de policía con nombres diferentes; cuerpos
legales que exceden los límites legítimos del Estado y actúan ilegalmente, que se
permiten incurrir en la brutalidad en el ejercicio de sus funciones cotidianas. Están
autorizados a llevar a cabo iniciativas fuera de lo normal. También existen grupos ile-
gales conocidos con el nombre genérico de «grupos paramilitares»; un nombre que

7 Nos referimos a los ritos, actos y promesas de venganza, vendettas imaginarias y ese tipo de
cosas, que pueden darse en el seno de las culturas de la violencia, y que no es posible analizar aquí.
8 O'Donnell, «El dilema».
9 Los mecanismos que desatan el miedo son muchos y muy variados: amenazas explícitas, vigi-
lancia, registros sistemáticos en las casas, inspecciones de coches y de personas en lugares públicos y
siempre acompañados del uso de la fuerza, destrucción (ultrajes que al parecer son, deliberadamente,
parte de la operación), detenciones sin orden de arresto (que inmediatamente incorporan la tortura), ase-
sinatos en plena calle y a la luz del día, y finalmente secuestros que acaban en «desapariciones».
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 305

refleja la función que cumplen más que su estructura. Así, los grupos paramilitares
son cuerpos militares que actúan desde la inmunidad que les proporciona la ilegali-
dad generalizada y que están protegidos por el secretismo que existe en torno a sus
secuestros y asesinatos.
Las acciones de los grupos represivos se intensifican impunemente: las fuerzas
policiales, los escuadrones de la muerte o los grupos de matones que operan como si
fueran organizaciones privadas y otras variantes del mismo tipo practican asesinatos,
secuestros, desapariciones y obligan a otros a actuar de formas que afectan a gran-
des sectores de la sociedad. Nada de esto podría suceder sin la abierta complicidad de
una parte de la sociedad civil: los poderes judiciales, la prensa afín al poder, las
patronales. Hoy en día los generales no actúan sin abogados u otro tipo de profe-
sionales. Todo esto confirma la existencia de un frente represivo común, a veces
muy amplio, y en todo caso, actualmente, nunca un grupo aislado.
La banalización del miedo, que es una consecuencia de esa permanente cohabi-
tación con la muerte, no era un fin en sí mismo, sino un medio. Este desprecio por
la ley implícito en unas prácticas en las que las reglas se fijaban (y por tanto se racio-
nalizaban) desde los propios centros de poder forma parte de los mecanismos del
propio poder, como por otra parte así lo exige su ejercicio en nuestros tiempos. El
orden político, en esta cultura atrozmente autoritaria, sólo se puede garantizar
mediante la violencia. Por eso el miedo es una manera de instaurar el orden, un
elemento necesario para el poder político o necesario, al menos, para el orden tal y
como lo define ese poder. Los mecanismos psico-sociales que se ponen en marcha
en las sociedades en las que reina el terror no han sido bien estudiados en nuestro
ámbito. ¿Hasta qué punto somos conscientes de los efectos negativos y castrantes
de dichos mecanismos en un periodo en el que la ciudadanía atraviesa por un pro-
ceso de transición hacia la democracia?
Por otra parte, la política del terror siempre se acompaña de un secretismo que
en última instancia se halla tras la aparición del sospechoso, de la denuncia, del espio-
naje, la vigilancia, la traición y el castigo del prójimo. En la reproducción del terror,
quienes traicionan también mueren. De esta manera, todo el mundo termina siendo
cómplice. Al final, se impone el silencio total. Actualmente existe un doble meca-
nismo en el fenómeno de la violencia política: por un lado, la intensificación de su
eficacia; y, por otro, la disolución de la responsabilidad de quienes la administran.
La ritualización de la violencia progresa en varias direcciones hasta que se acepta
como un hecho de la vida pública y privada de la gente común: el ciudadano ate-
rrorizado que lo único que sabe es que todavía está vivo, pero no el porqué de la
muerte del otro. Investigar sobre un asesinato político significa pasar a denunciar el
poder y a convertirse en cómplice de sus enemigos. El «miedo» intenta a toda cos-
ta ser apolítico.
El uso del terror sólo resulta rentable desde el punto de vista político si los resul-
tados de esas actuaciones se hacen públicos. Esto explica la trivialización del horror.
El miedo tiene al menos dos funciones: castigar a la víctima y servir de ejemplo para
quienes le rodean. De ahí se derivan los efectos necesarios para el establecimiento del
«sentido del orden» que necesita una dictadura. Un efecto deseado es paralizar la pro-
testa: el terror fomenta la inactividad, y la consecuencia es el retraimiento y la soledad
de los individuos como forma de respuesta. Otro modo de adaptarse a las circuns-
tancias es la evasión personal, la retirada a la improductividad, el «exilio interior» del
2::
3o6 EDELBERTO TORRES-RIVAS

intelectual. El miedo, por otra parte, alimenta la «cobardía moral», la complicidad,


que es otra forma de adaptación, esta vez no por omisión sino por la acción. En esta
situación se salva la vida colaborando con quienes extienden la muerte.
Todo esto demuestra que el instinto de supervivencia es más fuerte que el senti-
miento ético de culpa. Estas sociedades han producido «héroes» y «desertores»,
«traidores» y «rebeldes», pero también una gran mayoría de ciudadanos que se han
acostumbrado al terror sin reaccionar ante él tal y como cabría esperar en una socie-
dad democrática, algo por otra parte natural puesto que la democracia fue lo pri-
mero que desapareció.
Vivir en la inseguridad, con la sensación de estar bajo la amenaza constante o
muy cerca del dolor y la muerte, contribuye a la ruptura de la solidaridad más básica
y la conmiseración con el sufrimiento de los demás. No hay peor complicidad que
la indiferencia consciente y razonada. Esta atmósfera también es caldo de cultivo
para otros tipos de comportamiento antisocial: la venganza por medio de criminales
a sueldo, la decisión de tomarse la justicia por su mano, el incremento generaliza-
do de la delincuencia, sobre todo de pandillas de jóvenes y la devaluación de la ley
y del sistema legal. En América Latina estamos entrando en una nueva era, pero
están surgiendo nuevos fenómenos de violencia ante el incremento de una inseguri-
dad que tiene su origen en la delincuencia común, el tráfico ilegal de drogas, las
«guardias blancas» y las nuevas formas de represión política.

TRANSICIONES CON MIEDO

La historia de las transiciones hacia la construcción de la democracia que han


venido ocurriendo durante los últimos años todavía es, en muchos países, una cró-
nica de «transiciones incompletas», también llamadas «transiciones hacia la incerti-
dumbre», dada la inexistencia en la dinámica socio-política de la transición de un
compromiso oficial para completar satisfactoriamente la construcción de las insti-
tuciones políticas en un periodo de tiempo determinado. En realidad no es tanto un
problema de tiempo cuanto de calidad: del vigor de las fuerzas democráticas y de
quienes por las razones más variadas se muestran favorables al cambio.
Los «residuos» del anden regime no se eliminan tan fácilmente como los escom-
bros del Muro de Berlín que muchos se llevaron como recuerdo: restos museísticos
de la crueldad. El autoritarismo tiene su origen en el comportamiento humano; se
apoya y se mantiene gracias a la presencia de fuerzas sociales vivas, de un tipo de com-
portamiento determinado, de una serie de valores y normas, del prejuicio y de la fuer-
za de un «sentido común» que valora las expresiones físicas y simbólicas de la
violencia 1°.
En América Latina las transiciones democráticas son, en algunos casos, restau-
raciones y, en otros, instauraciones ", según el grado de consolidación de la sociedad
o la profundidad hasta la que ha penetrado en ella la cultura aütoritaria. Las ciencias

so El presidente de Guatemala, el general Lucas García, al alabar la agresividad de un gobierno


«fuerte», describió la democracia en tono despectivo como «femenina». La visión «masculina» de la polí-
tica lleva precisamente a la dictadura y al miedo.
II Linz,Quiebra.
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 3 07

sociales evitan definir el autoritarismo, así que es dificil llegar a esa definición. Un
gobierno autoritario es aquél al que no pueden exigírsele explicaciones. Según la
definición genérica propuesta, un régimen político es autoritario cuando no admite
la oposición y no prevé un proceso de alternancia con otras fuerzas políticas. El
régimen autoritario se arroga una naturaleza eterna, una posición de poder sine die y
a cualquier precio ".
La impunidad es el factor que inmediatamente se asocia con la violencia política,
porque es lo que más claramente niega la legalidad y la autoridad del sistema jurídi-
co a la hora de determinar responsabilidades, juzgar y castigar. Las transiciones a
la democracia obligan a idear maneras de que el poder político controle la violen-
cia. Por otra parte, cuando el poder y la violencia se confunden, esta última se suele
tornar caótica e incontrolada, de suerte que su dinámica ya no se basa en el poder en
el sentido de autoridad, sino en la fuerza como fin en sí misma.
Muchos países están experimentando una transición real, pero con miedo; y
éste es un aspecto que sin embargo no se ha tratado lo suficiente en el gran número
de publicaciones relacionadas con el tema. Cuando el miedo ya no es personal y sub-
jetivo, sino qué por el contrario abarca grandes sectores de la sociedad, genera unas
consecuencias sociales y políticas impredecibles en lo relativo al comportamiento del
grupo. El miedo se pierde mediante un proceso de identificación paulatino, una
recuperación gradual de la confianza en la vida pública. Cada día que pasa se com-
prueba que, durante el proceso de construcción de la democracia, la herencia del
autoritarismo en el sistema político es algo difícil de superar.
En resumen, el pasado de América Latina confirma que es posible convivir con
el horror y la desesperación. La trivialización de todo esto no ayuda a la democracia,
aunque, como ha demostrado la experiencia, si bien es posible votar con miedo en los
ojos yen la mente, no lo es elegir democráticamente ni participar en la vida política.
Una sociedad democrática sólo se puede construir partiendo del respeto a los dere-
chos humanos, la tolerancia, el respeto a la ley y la restauración de la credibilidad de
las instituciones. Pero el miedo instalado en las mentes y en los corazones de los
pueblos permanece ahí durante mucho tiempo.
La construcción de la democracia participativa se enfrenta al importante dilema
de las transiciones desde las sociedades autoritarias, en las cuales no se han resuelto
todavía las relaciones que mantienen el poder y la violencia, aún vinculados. Es
necesario, pues, hacer una distinción analítica. En la tradición teórica clásica que
aún sigue siendo dominante se tiende a identificar poder y violencia como las dos
caras de una misma moneda. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, a pesar de
estar íntimamente relacionados, no son idénticos. El poder es racional y la violencia
legítima. Weber habla de la violencia legítima como un monopolio del Estado y,
por lo tanto, como un atributo que lo define. Pero en la vida real hay dudas sobre qué
tipo de violencia es el que aplica un Estado legítimo y cuál es ilegítimo. Quizá sea
más fácil identificar la naturaleza del tipo de violencia ejercida por un Estado auto-
ritario, por una dictadura militar.

la El autoritarismo que lleva aparejada la impunidad y la corrupción se relaciona inevitablemen-


te con la violencia, características éstas no sólo de las instituciones de la coacción sino también de las ins-
tituciones civiles del Estado. Véase Kalmanoviecki, «Police», págs. 47 ss.
308 EDELBERTO TORRES-RIVAS

DEMOCRACIA Y PODER SIN VIOLENCIA

Según algunos autores, la democracia empieza cuando las reglas del juego de la
participación y la competencia en las urnas son aceptadas por cuantos toman parte
en él. Deja de ser una transición, deja de tener carácter híbrido, cuando la participa-
ción política la ejercen ciudadanos que tienen las mismas posibilidades ante las ins-
tituciones o las mismas opciones colectivas. En consecuencia, la eficacia de la
democracia reside en limitar el uso de la fuerza a situaciones excepcionales. En vis-
ta de experiencias pasadas, la democracia implica la reducción de las diferentes for-
mas de violencia política.
El problema en nuestros días es la inercia que obstaculiza el abandono total del
uso de la coacción y de la fuerza en regímenes que tratan de conseguir la legitimidad
por medio de procesos electorales. Es en este estadio cuando se hace patente la debi-
lidad de las normas sociales y su papel en la tendencia a recurrir a la fuerza como fuen-
te normal de poder. En la mayoría de los países latinoamericanos no hay un sistema
político asentado, no hay comunidades de ciudadanos, y los partidos políticos sólo
ahora comienzan a organizarse. Es en este momento cuando se intensifican las apues-
tas por consolidar la sociedad civil. Y la referencia a la sociedad civil sólo significa
algo si se considera que las organizaciones sociales son la expresión de los intereses
privados que vuelven al espacio público, a la participación orgánica en referencia con
el Estado, a la formación de una opinión pública que pueda convertirse en política
para influir así en el Estado.
La violación de los derechos humanos sigue existiendo en América Latina, ya de
forma endémica ya como una rémora de la dictadura. Es el problema de las demo-
cracias en las que perviven la violencia y el miedo. Actualmente suele hacerse una dis-
tinción estrictamente formal entre lo que es legal y lo que es legítimo, algo difícil
de establecer en la historia contemporánea. No está clara la frontera que los separa,
que es igualmente la que marca los límites del poder del Estado, en el que la violen-
cia parece desempeñar un papel en relación con el funcionamiento de la sociedad.
Estas situaciones desde luego se dan en la zona y se dejan sentir en los procesos
de transición. De hecho, determinan un nuevo tipo —híbrido— de democracia, que se
sitúa en un estadio intermedio del proceso de consolidación democrática y que no
descarta por completo la violencia de Estado. La violencia ejercida en América Lati-
na por los regímenes autoritarios, en su lucha contra la subversión, era permanente
y total. Por tanto, se trataba sobre todo de una agresión contra los derechos huma-
nos y no sólo contra los políticos. En algunos momentos, esta violencia fue absolu-
ta. Por eso se entiende que en algunas de las sociedades que conocieron esos
extremos el requisito fundamental de la democracia sea el respeto incondicional de
los derechos humanos.
El ejercicio del poder en un régimen democrático exige establecer una distin-
ción entre un Estado democrático consolidado y otro que está en construcción,
pues la adherencia a la legislación vigente, la tendencia a recurrir a la violencia y la
confianza generada en la sociedad son valores variables. La sociedad moderna está
organizada para limitar el uso de la fuerza y conseguir el orden y la integración
por medio del consenso, con la fuerza de una cultura política que descansa sobre
un modo de racionalidad legitimador. Una cultura política democrática alimenta
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 309

convicciones y descansa sobre el reconocimiento implícito por parte de los ciuda-


danos de la legitimidad del orden imperante. En el contexto de esta cultura políti-
ca el comportamiento de la ciudadanía prueba que sus miembros han hecho suya la
legislación del Estado, lo cual revierte en la credibilidad de las instituciones públi-
cas y en el rechazo de comportamientos disfuncionales. Ante todo, y frente a lo
habitual en la tradición latinoamericana, esto requiere del diálogo y la negociación.
En una democracia consolidada el acuerdo y la obediencia descansan sobre este
tipo de mecanismos que, en ocasiones, se acercan a una «actitud conformista», pero
donde no existe el miedo.
Sin duda, el orden democrático depende de una creencia interiorizada de lo que
es legítimo, que no es una virtud personal, particular o individual sino más bien un
atributo de la ciudadanía, del sistema político de la colectividad y de la cultura polí-
tica democrática. El uso de la fuerza por parte del Estado, como recurso funda-
mental, fractura los mecanismos que fomentan o promueven la interiorización de
dichas creencias; la credibilidad y la confianza se ven afectadas negativamente, y
tienden a ser reemplazadas por la oposición, la sospecha y el miedo.
La violencia y el terrorismo de Estado, que son sus formas más evidentes, supo-
nen una limitación objetiva a la ciudadanía política. La violencia niega la ley porque
la ignora o la debilita, y desvirtúa la condición de ciudadano, que definimos como
igualdad ante la ley, las instituciones y las opciones colectivas. La aplicación de la vio-
lencia de Estado destruye la legitimidad de sus propias bases. Es aquí donde el poder
y la violencia se confunden. ¿Por qué? Porque el poder administra violencia (legíti-
ma) y, al ejercerla, se responsabiliza de sus resultados.
Como consecuencia de la historia vivida, en América Latina los límites de la
legitimidad se establecen en la práctica según la capacidad del poder judicial para cas-
tigar a los culpables y poner fin a la impunidad de que goza la aplicación de la vio-
lencia, que es sinónimo de comportamientos delictivos. La incapacidad de depurar
responsabilidades con respecto a los terribles resultados del empleo de la fuerza es
todavía origen de graves daños en Argentina, Chile, El Salvador, Guatemala y Perú.
Uno de los problemas que plantea la democracia como proceso en construcción
es cómo resolver adecuadamente los aspectos legales, psico-sociales y políticos de los
resultados del atroz pasado lleno de asesinatos en América Latina. Miles de perso-
nas fueron asesinadas, torturadas o se las hizo «desaparecer» '; En algunos casos .

recientes existe la necesidad de culpar a alguien, de establecer quiénes son responsa-


bles; y en otros casos hay necesidad de condenar, de dar un castigo ejemplar a los cul-
pables. Sin embargo, en todos los casos la voluntad de la mayoría es de no permitir
que ese tipo de cosas vuelva a suceder: pasar página, cerrar el libro del pasado.
No obstante, todo esto deja entrever la existencia de tensiones para la conso-
lidación de la democracia. Es la tensión entre perdonar y olvidar lo que afecta a los

13 Véase Zagorski, Defflocrag vs. Nacional Securiy, pág. 99, para el número de víctimas atribuibles
a la represión estatal y también para la magnitud de las fuerzas de seguridad involucradas en Argentina,
Brasil, Chile, Perú y Uruguay. El número de asesinatos o «desapariciones» varía de 240 en Uruguay y z 5o
en Brasil, de entre z.000 y 8.000 en Chile, de entre 3.000 y 8.000 en Perú, y de 9.0oo a ;o.000 en Argenti-
na. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que estas cantidades ofrecidas por Zagorski no reflejan ni el
tipo de violencia ni su alcance, pues los responsables de las fuentes (Amnistía Internacional y la Comisión
para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas) sólo han registrado los casos donde puede probar-
se que existe una violación de los derechos humanos.
3i o EDELBERTO TORRES-RIVAS

ciudadanos en forma de contradicción obsesiva, porque aún son perceptibles las con-
secuencias de los numerosos y patológicos crímenes perpetrados por quienes están en
el poder. Estos actos sobrepasaron con creces lo que podría denominarse «excesos
represivos». Ninguna ley de amnistía o ley de punto final, que fija un límite de tiempo
para los procesos legales, ha sido capaz de solucionar el problema, dado que sigue
habiendo, más que odio, miedo. Se trata sin duda de una consecuencia a largo plazo.
Sin embargo, al mismo tiempo existe una urgente necesidad de empezar una nueva
era, de dejar a un lado todo aquello que sea caldo de cultivo de vendettas o rencores.
De nuevo, el miedo se alimenta de odio y, juntos, estos sentimientos son los que difi-
cultan la pacificación de la sociedad.
En la violencia ejercida (en algunos casos todavía hoy) por el Estado han media-
do las Fuerzas Armadas, ejecutoras de políticas en las que la fuerza (legítima o no) es
el instrumento utilizado para instaurar el orden en la sociedad. Por eso una de las cua-
tro áreas que para muchos autores son puntos de conflicto entre el gobierno militar
y el civil (o los deseos de una parte importante de la sociedad) es la protección de
los derechos humanos y el castigo con que tarde o temprano se condenarán los abu-
sos del pasado '4 Son aspectos decisivos para la consolidación de la democracia. Por
.

tanto ¿es necesario llegar a un «ajuste de cuentas» con quienes en el pasado asesina-
ron, torturaron o hicieron «desaparecer» a miembros de la población civil? Para
muchos expertos se percibe una clara contradicción en los parámetros colectivos y
culturales del perdón y del olvido, porque significa bien aceptar que se cometieron
unos crímenes, si bien nadie será juzgado por ellos, bien entender que una vez come-
tido un crimen no hay posibilidad de juicio posterior. En cualquiera de los dos casos,
se apela a un importante objetivo político, la consolidación de la democracia. Se
renuncia al juicio con el fin de evitar ahondar en las heridas y crear nuevas tensiones
que pudieran poner en peligro las frágiles instituciones democráticas.
Por otro lado, la democracia necesita lo que en la cultura anglosajona se llama el
imperio de la ley, y las garantías necesarias para que la ley siga su curso. Asegurar
el imperio de la ley y después no aplicarla debilita considerablemente el orden y la
seguridad de la sociedad. Las autoridades civiles, en éste y otros casos, deben estar
lo suficientemente capacitadas para juzgar a quienes han cometido esos crímenes. Al
decir «capacitadas» no nos referimos a la capacidad legal sino a la capacidad polí-
tica de aplicar la ley en cualquier situación, con independencia de quién sea la perso-
na a la que se va a juzgar.
Finalmente, no ha sido posible enumerar con detalle las diversas experiencias de
diferentes países en sus intentos de castigar a los culpables. La experiencia más dra-
mática es la de Argentina, donde el gobierno democrático del presidente Alfonsín
trató de hacerlo entre 1984 y 1989, dando lugar al menos a tres rebeliones militares.
Es verdad que no había una clara intención de dar un golpe de Estado, pero fueron
expresiones claras de insubordinación militar al gobierno civil 'I. Todo ello volvía a
poner de relieve la dificultad de determinar dónde se encuentra la responsabilidad
última de los actos criminales cometidos dentro de una estructura de obediencia
jerárquica. La Ley de Obediencia Debida permitió poner en marcha en diciembre de

14 Las otras áreas son: la contrainsurgencia y la seguridad nacional, la reforma de lo militar y la


reforma del Estado. Véase Zagorski, Demotrag vs. Nacional Security, pág. 97.
5 !bid., pág. 101-109.
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 3 I 'I

1986 los procesos legales contra una veintena de cargos públicos, entre ellos nueve
generales de las tres juntas militares; la misma ley impuso una fecha límite de sesen-
ta días para la presentación de acusaciones, la conocida Ley de Punto Final. Se pre-
sentaron 17o cargos. Sin embargo, en abril de 1987 la resistencia militar al poder
civil «enseñó los dientes», y obligó al gobierno a hacer cambios sustanciales en la
política del presidente Alfonsín en materia de derechos humanos. En octubre de
1989 el presidente Menem concedió la amnistía a casi todos los implicados, entre ellos
varios líderes de la guerrilla. En esa ocasión, como en la de las revueltas militares de
1987-88, se generalizaron las protestas contra la impunidad de la que gozaban los
militares, lo que demostró una vez más que era la sociedad misma la que debía resol-
ver este problema si se quería llegar a una nueva dimensión democrática. La incapa-
cidad política para castigar a los culpables supone una importante limitación del
poder civil, del poder democrático constitucional. Hubo, no obstante, una Comisión
de la Verdad, encabezada por el escritor Ernesto Sábato, que publicó un maravi-
lloso documento, Nunca más, que sin duda representa en sí mismo una victoria moral
y política.
Muchos países envueltos en procesos de democratización libran una lucha por
el respeto de los derechos humanos. Otro ejemplo es Uruguay, donde también se
planteó la cuestión de perseguir a quienes conculcaban los derechos humanos. En
Montevideo se hizo una encuesta (el 8 5 % de los consultados estaba a favor de juzgar
a los criminales) que convenció a los partidos y al ejército de la necesidad de apro-
bar inmediatamente una ley general de amnistía para superar y evitar la crisis. El
Congreso se encontró intentando elaborar una ley que permitiría tipificar como deli-
to algunas actuaciones y exoneraría otras, algo que no dejó satisfecho a nadie. El pro-
yecto de ley fue sometido a referéndum en abril de 1989, y quienes estaban a favor de
una amnistía ganaron por un 57% frente al 43 % en el conjunto del país (si bien un
5 5 % de los votantes de Montevideo se mostraron favorables al enjuiciamiento de los
militares). Durante este proceso pudieron verse claramente signos de rebelión por
parte de los militares, así como un rechazo de las bases políticas y sociales en las que
se asentaba la amnistía, es decir, del reconocimiento previo de la culpa.
En 1991, en Chile, el gobierno democrático de Patricio Aylwin nombró una
comisión llamada la Comisión de la Verdad y Reconciliación, también conocida como
la Comisión Rettig en alusión al nombre del abogado que la presidía, que estaba
formada por ocho prestigiosas figuras públicas de diferentes opiniones políticas.
Esta Comisión elaboró un informe que denunciaba una serie de flagrantes viola-
ciones de los derechos humanos, pero sin dar nombres. En el informe se incluyeron
fechas, pruebas y otros detalles, de forma que cada cual podía actuar según consi-
derase conveniente. El ejército siempre se ha opuesto. Pero con la posterior deten-
ción del general Menéndez, en septiembre de 1995, se acabó consiguiendo un castigo
más que simbólico. Los incidentes que se registraron durante el juicio y la senten-
cia son otro ejemplo de la inmunidad legal de que gozan los militares en América
Latina.
Finalmente, en El Salvador, tras firmar los acuerdos de paz en el Palacio mexi-
cano de Chapultepec en enero de 1991, se formó una Comisión de la Verdad, de la que
ya se hablaba en los acuerdos, formada tanto por salvadoreños como por extranjeros.
El informe que publicó la Comisión se redactó una vez investigadas las 18.00o denun-
cias recibidas, de las que se pudo probar el 20%. El documento es una acusación que
312 EDELBERTO TORRES-RIVAS

da detalles, fechas y nombres de miembros las Fuerzas Armadas del país. Así mismo,
el informe también atribuía a la guerrilla la responsabilidad del lo% de esas viola-
ciones de los derechos humanos.

POST SCRIPTUM

El ensayo precedente fue terminado hacia comienzos de 1995. Desde entonces


han ocurrido cambios sustanciales en la vida política latinoamericana e internacional
en relación con el tema que aquí se trata. Ha habido un vuelco en la capacidad de
denuncia y castigo para los crímenes de lesa humanidad y, en general, para las más
groseras violaciones de los derechos humanos. Su protección, por un lado, y el cas-
tigo de los responsables, por el otro, es ahora un capítulo importante del sistema jurí-
dico internacional. El vuelco ocurrió cuando finalmente las denuncias presentadas
ante el juez Garzón, de España, se tradujeron en una solicitud de extradición del
general chileno Augusto Pinochet. Es imposible, y no es necesario aquí, hacer la cró-
nica de su juzgamiento y defensa desde Inglaterra. La conciencia internacional que-
dó satisfecha después de los dieciocho largos meses en que la figura del general
genocida fue exhibida como responsable, a quien la edad y su estado mental lo salvan
ahora de la justicia chilena. Lamentable excusa y venganza de la vida.
Al mismo tiempo, se han incrementado las denuncias en Argentina y hay dos
generales directamente incriminados en relación con recién nacidos de madres dete-
nidas, torturadas y asesinadas. No se les está castigando por estos últimos delitos
pero sí por el crimen de traficar con niños. Pareciera ser sólo el comienzo. De hecho,
hay juicios colaterales contra otros militares. Hay procesos por diversas causas en
Bélgica, Francia, España e Inglaterra; y otros, similares, se han iniciado en Uruguay
y Honduras. La premio Nobel Rigoberta Menchú ha denunciado ante la jurisdicción
española a seis generales guatemaltecos, encabezados por Efraín Ríos Montt, actual
presidente de la Asamblea de ese país. La denuncia ha sido planteada ante la inefica-
cia del sistema judicial guatemalteco, que en junio de 2001, por cierto, se atrevió a
condenar a dos militares involucrados como cómplices en el asesinato de monseñor
Gerardi. El último eslabón en esta cadena es la probabilidad de que sean juzgados los
crímenes cometidos por los últimos gobiernos mexicanos, especialmente durante el
régimen de Salinas de Gortari. En ese país, silenciosamente, se violentaron de mane-
ra grosera y reiterada los derechos humanos, especialmente del campesinado.
Un nuevo momento se experimenta con la creación de un Tribunal Internacio-
nal en La Haya, que juzga los crímenes cometidos en la guerra yugoeslava. Está
pendiente de empezar a funcionar el Tribunal Penal Internacional, boicoteado direc-
tamente por los Estados Unidos. En general, una nueva dimensión del derecho
internacional está surgiendo rápidamente. Una sensibilidad y una conciencia
extendida. Se consolidará pronto una jurisdicción mundial frente a la violación de
los derechos humanos y, entonces, el terror estatal, la violencia y el miedo que nie-
gan la calidad democrática de la vida en sociedad retrocederán. O serán castigados.
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