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Las Sociedades Del Miedo PDF
Las Sociedades Del Miedo PDF
ft,
Ediciones Universidad
Salamanca
Traducción de:
Jesús Torres del Rey
MI. Rosario Martín Ruano
Jorge J. Sánchez Iglesias
de esta edición:
Ediciones Universidad de Salamanca
y los autores
de la traducción:
Jesús Torres del Rey,
Ma Rosario Martín Ruano
y Jorge J. Sánchez Iglesias
4
CEP. Servicio de Bibliotecas
323.27/.28(8)"19"(061.3)
ÍNDICE
PREÁMBULO 13
AGRADECIMIENTOS 15
SOBRE LOS AUTORES 17
NOTA DE LOS TRADUCTORES 19
PRIMERA PARTE:
LAS DIMENSIONES SOCIALES, POLITICAS
Y ÉTNICAS DE LA GUERRA CIVIL
APUNTES FINALES 75
APÉNDICE I. EJECUTIVOS NACIONALES EN PERÚ (193o-2cm) 78
APÉNDICE II. EJECUTIVOS NACIONALES DE GUATEMALA (193o-2ooi) 79
SEGUNDA PARTE:
LAS CONSECUENCIAS A LARGO PLAZO
DE LA VIOLENCIA, EL TERROR Y EL MIEDO
TERCERA PARTE
¿TRANSICIONES DEMOCRÁTICAS PACÍFICAS?
PERSPECTIVAS Y PROBLEMAS
200
MIEDO, CONFIANZA Y CONSENSO
La vigencia del pasado: la cuestión de los derechos humanos 2o3
REFLEXIONES FINALES
2o6
POST SCRIPTUM 2o6
212
ASCENSO Y CAÍDA DEL AUTORITARISMO MILITAR
212
La militarización de la política
215
La consolidación del régimen militar
Violencia' represión bajo el régimen militar 216
La lógica del miedo controlado: la transición democrática" el eje'rcito 221
226
EjÉRCITO Y POLITICA DESDE 1985
El problema de la tutela 227
El legado de represióny la cuestión de los derechos humanos 23o
DIMENSIONES POLÍTICAS E INSTITUCIONALES DE LA NUEVA
232
DEMOCRACIA
232
Política civil tras 08f
La consolidación de la democracia: balance provisional 236
LA AMENAZA ACTUAL DE LA VIOLENCIA 239
Conflictos sociales" violencia 240
BIBLIOGRAFÍA 313
REALIDADES LATINOAMERICANAS:
¿EN QUÉ MANOS ESTÁ EL PODER?
Ustedes me piden unas garantías específicas para las que yo no puedo darles res-
puestas adecuadas. No está en mi mano prometerles una solución inequívoca
siguiendo sus finos parámetros europeos. He sido un destacado periodista durante
los arios de la represión y la dictadura militar. Estuve amenazado y tuve que huir al
extranjero para ponerme a salvo. Ahora soy el vicepresidente, incluso presidente en
funciones de este país. He redactado las partes fundamentales de nuestra Constitu-
ción. Aparentemente estoy investido con todo el poder político. Pero, en realidad,
amigos míos, me veo en la necesidad de compartir el poder con otras muchas ins-
tancias, alguna de ellas invisible. En este país todavía mandan los militares. Esto es
Guatemala, amigos, y no se puede poner en marcha un proyecto de gobierno sin con-
tar con su autorización implícita. Por otra parte están, por supuesto, las fuerzas para-
militares o los escuadrones de la muerte, como ustedes los llaman. ¿Pueden
sugerirme qué se puede hacer con ellos? Están presentes y ausentes al mismo tiempo.
Están por todas partes y en ninguna; y piden lo que les corresponde. También están
los narcotraficantes con sus mafias. Naturalmente, podría negar su existencia, y lo
mismo podría hacer con los militares, con la policía, con los criminales y con los
capos de la droga. Pero estamos en Guatemala y la presencia de todos ellos es una
cruda realidad. Y a esto se añade el problema de la CACIF, la Cámara Nacional
de Comercio e Industria, que tilda de comunismo cualquier mínimo incremento de
impuestos de un 2 o un 3 por ciento, ¡y los militares les creen! La CACIF controla
toda la economía nacional. Así pues, reconsiderando estos hechos, ¿qué clase de
garantías piden ustedes?
UN EX-VICEPRESIDENTE DE GUATEMALA
AGRADECIMIENTOS
Este volumen surge como colofón del congreso internacional que organizamos
los editores en colaboración con el profesor de la Universidad de Leiden Raymond
Buve y que se celebró en la Universidad de Utrecht en septiembre de 1995. El obje-
tivo del congreso era analizar el influjo de los distintos tipos de violencia social y
política, especialmente la guerra civil y el terrorismo de Estado, en el desarrollo
social y político de América Latina. El interés, en nuestra opinión, estaba más que
justificado, pues el debate sobre la situación latinoamericana actual por lo general
se ha centrado en las perspectivas que tiene la democracia para afianzarse y en cues-
tiones relativas a lo que se ha dado en llamar «ajuste y gobernabilidad».
Una vez caída la mayoría de los regímenes militares de la zona, y prácticamen-
te concluida la formalización de los acuerdos de paz en Centroamérica tras la firma
del ambicioso tratado de paz en diciembre de 1996 en Guatemala, uno se siente ten-
tado a pensar que la violencia, la represión y la guerra civil forman parte del pasado
latinoamericano. Sin embargo, no parece que vaya a borrarse de un plumazo la
estela de varias décadas de violencia, terrorismo de Estado y guerra civil. El con-
greso de Utrecht, titulado «Las sociedades del miedo», pretendía evaluar hasta qué
punto afectan las diversas formas que ha tomado y toma la violencia en el marco más
amplio de la dinámica política y social de la zona, especialmente en lo que se refiere a
la cuestión primordial de la gobernabilidad en un contexto democrático. En total,
en el congreso se presentaron veintiocho ponencias, cuyos autores procedían de
países tan diversos como Alemania, España, los Estados Unidos, Francia, Gran
Bretaña, Guatemala, Holanda, México, Perú o Surinam. Éstas se agruparon en redes
temáticas, por ejemplo, sobre las guerras civiles étnicas, las transiciones políticas, la
violencia y la sociedad civil, y en sesiones centradas en los distintos países o zonas,
como las dedicadas a Argentina, Centroamérica, México y Surinam. En este volu-
men se ofrece una selección de diez artículos, que en todos los casos se han revisa-
do substancialmente o se han reescrito por completo. Tres de ellos tuvieron que
traducirse al inglés para la edición originalmente publicada por Zed Books. El
capítulo que versa sobre Brasil no se presentó como ponencia en el congreso; se
escribió con posterioridad a él específicamente para incluirse en el libro. Finalmen-
te, añadimos un primer capítulo que hace las veces de introducción a la obra.
En un proyecto tan amplio como éste, los organizadores del congreso y los edi-
tores del volumen contraen deudas de todo tipo, no siempre de carácter académico.
En primer lugar, queremos expresar nuestra gratitud a una serie de instituciones
que hicieron viable el congreso desde un punto de vista económico: la Fundación
Holandesa para el Fomento de Investigaciones Tropicales (WOTRO), la Real
16 AGRADECIMIENTOS
2
18 SOBRE LOS AUTORES
Desde la aparición del texto original, Societies of Fear. The Legag of Civil War,
Violente and Terror in Latin America, en 1999, son muchos los cambios que se han pro-
ducido en las distintas sociedades latinoamericanas. El tiempo se ha encargado de
hacer realidad las predicciones que apuntaban algunos de los trabajos recogidos
en este volumen. En otros casos se ha considerado la oportunidad de actualizar el
contenido de los artículos gracias a la generosa disposición de los autores, que se han
brindado a añadir observaciones y comentarios adicionales cuando lo han creído
necesario.
De igual modo, nos gustaría agradecer la atenta ayuda y amabilidad de los
editores, Kees Koonings y Dirk Kruijt, profesores de la Universidad de Utrecht,
durante la labor de traducción y documentación.
Por último, queremos expresar nuestro reconocimiento a los profesores Román
Álvarez y Africa Vidal, de la Universidad de Salamanca, por su valiosísima colabo-
ración y asesoramiento a lo largo de este proyecto; y a José M. Bustos Gisbert,
Director del Servicio de Publicaciones de la misma Universidad, por depositar su
confianza en este equipo.
JESÚS TORRES DEL REY
M. ROSARIO MARTÍN RUANO
JORGE j. SÁNCHEZ IGLESIAS
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO
EN AMÉRICA LATINA
Dirk Kruijt y Kees Koonings
invisible. En este país todavía mandan los militares. Esto es Guatemala, amigos, y no
se puede poner en marcha un proyecto de gobierno sin contar con su autorización
implícita. Por otra parte están, por supuesto, las fuerzas paramilitares o los escuadro-
nes de la muerte, como ustedes los llaman. ¿Pueden sugerirme qué se puede hacer con
ellos? Están presentes y ausentes al mismo tiempo. Están por todas partes y en ningu-
na; y piden lo que les corresponde. También están los narcotraficantes con sus
mafias. Naturalmente, podría negar su existencia, y lo mismo podría hacer con los mili-
tares, con la policía, con los criminales y con los capos de la droga. Pero estamos en
Guatemala y la presencia de todos ellos es una cruda realidad. Y a esto se añade el pro-
blema de la CACIF ', la Cámara Nacional de Comercio e Industria, que tilda de comu-
nismo cualquier mínimo incremento de impuestos de un z o un 3 por ciento, ¡y los
militares les creen! La CACIF controla toda la economía nacional. Así pues, reconsi-
derando estos hechos, ¿qué clase de garantías piden ustedes?
De este modo, en pocas palabras, dejó claro el problema que constituye el prin-
cipal objeto de este estudio. América Latina arrastra un legado de terror, miedo y
violencia. De todos los países del continente, Guatemala es uno de los ejemplos que
más claramente ilustran la situación de las «sociedades del miedo». La constitución
de este tipo de sociedad y la pervivencia de sus características (en otras palabras, las
consecuencias a largo plazo de la violencia, la represión y la arbitrariedad) son recu-
rrentes en el panorama político latinoamericano. Por desgracia, estos problemas no
han desaparecido de la escena social y política del continente a pesar de casi dos déca-
das de esfuerzos por erradicar el autoritarismo y las guerras fratricidas, y a pesar de
los intentos por restaurar la democracia y legitimar un gobierno civil.
Desde finales de los arios setenta, América Latina ha experimentado profundos,
y con frecuencia dolorosos, procesos de cambio económico, político y social. La
zona tuvo que hacer frente a un doble desafío: combatir la peor crisis económica des-
de los años treinta y, al mismo tiempo, caminar por la senda de la transición y con-
solidación democráticas. Y estos cambios se vieron complicados por la presencia de
numerosos conflictos y contradicciones internos, tanto sociales como políticos. No
resulta, pues, sorprendente que los avances por esa senda hayan sido en muchos
casos ambiguos, parciales e inestables. En la mayoría de las ocasiones la transición
hacia la «normalidad» ha tenido una trayectoria zigzagueante. La recuperación eco-
nómica llegó tarde, resultó frágil y no produjo el resultado tan esperado de reducir
con rapidez la pobreza y las desigualdades. En teoría la democratización ha tenido un
desarrollo impresionante en algunos aspectos, pero en la práctica el proceso se ha vis-
to continuamente complicado por la confusión institucional, por las turbulencias
políticas, los conflictos y la violencia.
En las postrimerías del siglo xx la región se encuentra en una encrucijada y
marcada por un dilema fundamental. Por un lado, la mayoría de los países se han
esforzado durante los últimos diez o quince años para establecer gobiernos civiles y
democráticos que reemplazaran a los regímenes autoritarios que, en mayor o menor
medida, se habían sustentado en la arbitrariedad y en la violentia institucionalizada.
La que se ha dado en llamar «consolidación democrática» ha estado acompañada, en
algunos países, de una aparente recuperación económica que ha puesto fin al ciclo
de estancamiento, deuda y empobrecimiento de los años ochenta. Pero, por otra
a Véase Tbe Economist, 30 de noviembre de 1996, págs. z 3-16. The Economist aplaude la «la victoria
de las políticas razonables y juiciosas frente al populismo» (en referencia a las políticas de ajuste estructu-
ral promovidas por casi todos los gobiernos de la zona), pero llama la atención acerca de los problemas
endémicos de pobreza, exclusión social y violencia generalizada. •
3 Acerca de los complejos problemas a la hora de combinar la democratización y los ajustes eco-
nómicos, véanse Stallings y Kaufman, Debt and Democrag; Haggard y Kaufman, Political Economy; y
Smith, Acuña y Gamarra, Latin American Political Econom_y. Uno de los problemas básicos que surgen es
el de la amenaza que suponen las políticas de ajuste socialmente insostenibles para la viabilidad de la
democracia política, teniendo en cuenta los parámetros de pobreza y desigualdad existentes en América
Latina.
24 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS
ciudadanía y hallar una solución pacífica para las diferencias sociales dentro de la
sociedad civi16.
Desde esta perspectiva, resulta tentador, aunque erróneo, contemplar las
recientes formas de violencia bien como una «desviación», es decir, como algo depen-
diente del subdesarrollo o de una modernidad aún incompleta, bien como algo
transitorio que implicaría el retorno en un futuro próximo al orden civil legítimo y
«normal» una vez reinstauradas las condiciones básicas. En realidad, un buen núme-
ro de investigadores ha centrado su atención en el estudio de la violencia especí-
fica que lleva aparejada la construcción del mundo moderno. Moore, siguiendo
a los clásicos, ha demostrado que la llamada «modernización», es decir, el paso de las
sociedades agrícolas a los estados-nación urbanizados, por lo general se acompaña
de determinadas formas violentas de eliminación y reajuste de las clases sociales.
Los complejos procesos de formación de los estados modernos se basaron, en bue-
na medida, en el despliegue de la violencia militar por parte de los gobiernos, como
ha demostrado Tilly. Sin embargo, para él esto supone una fase previa a la moder-
nidad en la que prevalece «una ausencia relativa de violencia en la vida civil». Keane,
por el contrario, nos ofrece una imagen trascendental del delicado equilibrio entre
lo «cívico» y la violencia que subyace en toda la historia moderna desde la Ilustra-
ción hasta después de la guerra fría 7. A la luz de estas explicaciones, parece que
la persistencia de la violencia en América Latina no es un fenómeno único, si bien
ha tenido características específicas, como demostraremos más adelante.
La violencia social y la violencia política han sido elementos recurrentes en el
cambio social de América Latina. Esto es particularmente relevante porque el carác-
ter con frecuencia violento de la sociedad latinoamericana ha de ser contrastado con
el telón de fondo de las normas «modernas» del consenso civil y la estabilidad insti-
tucional, aspectos ambos a los que oficialmente se adscriben las naciones latinoame-
ricanas. La violencia ha estado presente en todas partes. Pero durante la primera
mitad del siglo xx en Europa (Occidental), por ejemplo, ha asumido la forma de
conflictos armados entre naciones diferentes. Últimamente, en algunos lugares
de la Europa del Este, en Africa y Asia, la violencia ha surgido ante la ausencia o
el colapso de las instituciones, y de las normas sociales y políticas aceptadas. Por el
contrario, la violencia en América Latina ha sido algo endémico, a pesar de la esta-
bilidad de los sistemas políticos y de la existencia de estructuras institucionales ofi-
ciales que, al menos sobre el papel, debieran garantizar el orden, la estabilidad y las
bases del consenso.
En realidad, la violencia ha sido la característica histórica fundamental en el des-
arrollo y evolución de las sociedades de América Latina. La conquista de esta zona
por parte de los europeos se basó sobre todo en la destrucción de los esquemas
6 Para una revisión muy atinada de los elementos intrínsecos que condicionan la formación de los
estados modernos, véase la obra de Giddens Nation-State and Violence,-en la que, entre otras cosas, alude
a la importancia de la organización militar en la gestación de los estados modernos y al papel de las gue-
rras modernas en el fortalecimiento interno de las sociedades y ciudadanías nacionales. En los estados-
nación consolidados, la ciudadanía es el principal ámbito de oposición donde las clases y los intereses
contrapuestos se negocian por canales legítimos y regulados. Véase Turner, Citkenship and Capitalism,
como una introducción útil para el debate del concepto de ciudadanía.
7 Véanse Moore, Social Origine; Tilly, Coercion (la cita es de la pág. 68); y Keane, Reflections
Violence.
26 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS
los proyectos nacionales de las elites criollas, éstas no eran capaces de ver en las
expresiones colectivas populares sino un enorme peligro para el estado oligárquico.
Además, a pesar de la hegemonía a veces atribuida al poder de las oligarquías, éstas
no dudaban en pedir ayuda a los militares para reforzar el sistema siempre que
fuera necesario: el Porfiriato mexicano, la República Vieja en Brasil, la Pax Conser-
vadora en Colombia, la República aristocrática en Perú y las dictaduras personales en
Venezuela, Nicaragua, Cuba o la República Dominicana se asentaron en estrechas
alianzas entre la oligarquía y el ejército. Como consecuencia, sólo unos pocos goza-
ban del privilegio acorazado de una vida cívica, mientras que la violencia contra las
masas desfavorecidas constituía un hecho habitual. El concepto de ciudadanía era
inexistente.
Resulta tentador considerar esta clase de violencia como «tradicional», como
algo propio del siglo xix y de las primeras décadas del xx. Sin embargo, no es nece-
sario asumir en su conjunto el argumento determinista de Wiarda '2, entre otros,
para darse cuenta de que persiste en la actualidad bajo diferentes formas. En rea-
lidad, al reconocer la trayectoria específica del recorrido de América Latina en
pos de la modernidad, Wiarda considera que esta violencia ya viene culturalmen-
te predeterminada. Sostiene que está arraigada en el legado ibérico, católico y gue-
rrero, en el sentido patrimonial y en la autonomía corporativa de las Fuerzas
Armadas, entre otros factores. Sin ánimo de entrar aquí en el debate, nos parece
más relevante considerar este tema como una cuestión de pervivencia de la «apro-
piación privada del poder público» y la problemática que ello plantea. Si bien algu-
nas de sus raíces quizá se hundan en el patrimonialismo colonial ibérico, se ha
reproducido bajo condiciones cambiantes, echando mano al mismo tiempo de viejos
y nuevos artefactos y justificaciones de carácter tanto social como politico. Hagopian
indica que muchas de las prácticas del denominado «gobierno tradicional» se
han modernizado constantemente para poder adaptarse a las nuevas condiciones
sociales y políticas, inclusive a las recientes oleadas de transiciones democráticas '5.
independencia del modo en que los regímenes populistas alcanzaran el poder o sus
características consiguientes, siempre se registró algún grado de violencia, bien fue-
ra como resultado del derrocamiento del sistema anterior o, como en el caso de
Argentina y Perú en los años treinta, para mantener el populismo reformista aparta-
do de la contienda política. Lo importante para nuestro debate, sin embargo, es que
la violencia social se politizó y se tiñó de ideología al tiempo que se producía la aper-
tura del ámbito político.
El típico ciclo de violencia entre los años treinta y setenta, aproximadamente, se
inicia con los que Touraine llama «regímenes nacional-populares» y sus aliados, pasa
por un período de inestabilidad y cambios, y culmina con el surgimiento de los
regímenes autoritarios «contrarrevolucionarios», respaldados por las Fuerzas
Armadas 17 Este ciclo es típico, aunque no característico, de todos y cada uno de
.
los países de América Latina. No en vano, Colombia, Costa Rica, México, Perú y
Venezuela se desvían considerablemente en algunos aspectos de esta pauta generali-
zada. Por otro lado, esa trayectoria típica se trasluce en las experiencias históricas de
Argentina, Bolivia, Brasil, Chile, Guatemala, Honduras y Uruguay. El populismo
clásico no se manifestó de igual modo en todos los países, pero sí se abordaron en
mayor o menor medida los problemas de la participación popular y la reforma polí-
tica, que en un momento dado desencadenaron una reacción en la que la lógica de la
violencia política llegó a sus últimas consecuencias. Analicemos en detalle la violen-
cia desatada dentro de ese círculo nefasto de populismo y autoritarismo.
Con la excepción de México, la violencia que se desató en paralelo a la ascensión
de los regímenes populistas fue limitada tanto en extensión como en duración. En paí-
ses como Chile, Costa Rica y Uruguay, el proceso fue paulatino e institucional a la
vez. En Argentina, el ascenso de Perón vino acompañado de un cierto número de
altercados urbanos y protestas contra sus oponentes. En Brasil, el movimiento revo-
lucionario liderado por Vargas en 193o llegó al poder tras una breve campaña
militar. En Colombia el fin de la Pax Conservadora reavivó la violencia social y polí-
tica ya existente, ante lo cual algunas facciones del Partido Liberal se adhirieron a la
plataforma populista-reformista. En Costa Rica tuvo lugar en 1948 una breve gue-
rra civil que trajo consigo la abolición del ejército, lo cual tuvo unas implicaciones
políticas que han llegado haáta nuestros días. En Bolivia y Guatemala los inten-
tos reformistas de los años cincuenta marcaron el inicio de un largo período de vio-
lencia y represión de baja intensidad que en el caso de Guatemala explotó en los
años setenta, dando lugar a uno de los conflictos civiles más brutales del siglo.
Tal vez la novedad resida en que la finalidad de la violencia consistía en alcan-
zar y conservar el poder político. El sustrato ideológico era cada vez más «naciona-
lista», pero dentro de este nacionalismo latinoamericano surgieron distintas
variedades, contrapuestas entre sí. Bajo el populismo, los sentimientos naciona-
listas se orientaron hacia la formación de una amplia e inclusiva alianza que trató de
impulsar un cambio en el sentido de la nación y que abrió un espacio político para
nuevos sectores sociales (urbanos sobre todo), como el industrial, las clases medias
profesionales o la mano de obra organizada. Los militares se incorporaron de forma
activa en el seno de estas alianzas y comenzaron a asumir un papel de árbitros del
orden nacional, de la estabilidad y el progreso. En muchos casos, el proceso político
logró incorporar hasta cierto punto unos mecanismos democráticos. Pero en el fon-
do, y por lo que nos atañe en el presente debate, sobrevoló siempre la sombra del
conflicto político y de la violencia. Todo esto tiene que ver con una de las caracte-
rísticas más notables de estos modelos políticos inclusivos (generalmente denomi-
nados «estados de compromiso»), a saber: la falta de un consenso a largo plazo y la
inestabilidad real y potencial que lleva aparejada inevitablemente esta circunstan-
cia. Esta inestable fragilidad se relaciona con la falta de confianza entre los principa-
les responsables políticos y sociales que actúan dentro del populismo. Los intereses
eran a menudo contrapuestos —continuismo frente a reforma, lucha entre los dife-
rentes sectores económicos, entre el elitismo y el incremento de la participación
popular, etc.—; de ahí que los principales protagonistas parecieran sumidos en un esta-
do de perpetuo anquilosamiento. Todo esto se vio agravado por el papel determi-
nante del Estado a la hora de definir y mediar en las relaciones entre los diferentes
grupos sociales. En otras palabras, todos los sectores políticos y sociales implica-
dos consideraban fundamental acceder al poder político. De ahí que se tuviera la
impresión generalizada de que todo lo que ganaban unos era a costa de otros, lo que
solía interpretarse en términos absolutos, cuando no con catastrofismo. La pérdida
del control político se consideraba como una auténtica amenaza para la situación
ocupada por los grupos o clases en el marco de la nación '8.
Resulta significativo que México, el país que mejor supo resolver el problema de
la inestabilidad política derivada del populismo, haya sido también el que sufrió la
irrupción más violenta de las masas en la contienda política. La Revolución mexica-
na supuso un despliegue masivo y prolongado de violencia social y política, cuyas
complejidades se han visto a menudo oscurecidas por las implicaciones que ha
tenido a largo plazo `9. De todos modos, lo reseñable es que, como colofón a dos
décadas de guerra intestina y violencia política generalizada, se hiciera un esfuerzo
prolongado para tratar de dar cauce a la institucionalización política y a las reformas
sociales. Las condiciones del compromiso mexicano fueron establecidas, tanto en
lo oficial como en lo oficioso, bajo los auspicios del PRI, y constituyen un ejemplo
único; en parte a ellas hay que atribuir la relativa ausencia de violencia política en el
ámbito nacional hasta 1994. Como resultado, México ha sido una excepción al para-
digma propuesto por O'Donnell, según el cual los procesos relativamente avan-
zados de desarrollo industrial y modernización en América Latina han desembocado
en el establecimiento de regímenes burocrático-autoritarios represivos y, por tan-
to, violentos w. No es necesario repetir aquí los argumentos que refutan la formula-
ción inicial de esa tesis z' para colegir que las tensiones insertas en las alianzas
populistas propiciaron en muchos casos la subida al poder de dictaduras militares y
civiles que recurrieron a la violencia sistemática para mantenerse, para neutralizar a
sus oponentes y para llevar a cabo determinados proyectos de desarrollo económico
y social. De nuevo afloraba la lógica de la exclusión social, que en este caso reside
en las inclinaciones estructurales de los modelos de desarrollo adoptados por los
18 Este aspecto lo trata en profundidad Lechner en «Some People Die of Fear», en especial en las
págs. 28-19.
19 Véase Knight, Mexican Revolution.
zo Véase O'Donnell, Modernization.
zi Véanse los distintos colaboradores en el volumen de Collier, New Autboritarianion.
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 3I
regímenes autoritarios, es decir, en el cierre del sistema político a todo grupo o inte-
rés opuesto al régimen o a los proyectos que éste promueve.
Independientemente de las diferencias entre los distintos «proyectos» burocrá-
tico-autoritarios (como, por ejemplo, las existentes entre Brasil y Chile), todos
ellos tenían en común una cierta noción conservadora de lo que constituía el «inte-
rés nacional» o los «objetivos nacionales inmutables», que se percibían bajo la
amenaza de los enemigos internos más radicales, a saber, los comunistas. A estos ene-
migos (los populistas de antes y los izquierdistas que posteriormente encontraron su
inspiración en la revolución cubana) se les respondió con la lógica de la guerra inter-
na, sin que tuviera demasiado peso la valoración real de las fuerzas enemigas 22. Des-
de Guatemala hasta Argentina las dictaduras declararon la guerra a sus ciudadanos
en nombre de la libertad y de la necesidad de conservar la cultura cristiana occiden-
tal 23 . Esta violencia se basó en directrices muy claras y en nociones estratégicas, lo
mismo que en una guerra convencional, pero sus efectos perversos fueron inevita-
bles en el sentido de que la guerra interna desembocó en el terrorismo de Estado.
Una de sus características fundamentales es la multiplicación de las arbitrarieda-
des. Ningún principio de seguridad nacional ni ningún concepto de «democracia
fuerte» serán nunca capaces de conseguir que los ejecutores de la violencia de Esta-
do se limiten a las prácticas habituales de «guerra sucia». El estratega más relevan-
te del régimen militar brasileño, el general Golbery do Couto e Silva, aludía a este
problema como «el agujero negro» del sistema de seguridad de Brasil, es decir, algo
fuera de todo control y sin dirección aparente, algo que a la postre podía incluso ame-
nazar la estabilidad del propio régimen militar 24 .
z z Para un detallado análisis de las revoluciones armadas durante la segunda mitad del siglo xx,
véase Wickham-Crowley, Guerrillas and Revolution. La lucha armada de la izquierda latinoamericana cons-
tituyó a la larga un fracaso, pero hizo posible la entrada de la izquierda en las fuerzas pro-democráticas de
muchos países a partir de 1980. Véase también Angell, «lncorporating the Left».
z3 En esta obra ponemos énfasis en la dimensión interna de los regímenes autoritarios y represivos
de los años sesenta, setenta y ochenta. Esto no quiere decir que las influencias externas no sean relevantes
para el auge y consolidación de estos regímenes, así como para la puesta en marcha de sus prácticas repre-
sivas. Durante los años sesenta y setenta era habitual referirse a la todopoderosa influencia de los Estados
Unidos como responsables de una larga lista de dictaduras militares, así como de la orquestación de cam-
pañas para hacer frente a los insurgentes. No hay duda de que los Estados Unidos respaldaron de varias
maneras a los militares por medio de programas de ayuda, de cooperación para el desarrollo, de alianzas
diplomáticas y de complicidades con los servicios de inteligencia. Sin embargo, Rouquié señala que esto
no quiere decir que los regímenes militares latinoamericanos fueran el «sexto lado del Pentágono» (véa-
se Rouquié, Militar)). Sobre todo en Brasil y en los países del cono Sur lo que los Estados Unidos ofre-
cieron fue el nihil obstat a la militarización de una política asentada en un pensamiento geopolítico
desarrollado en el ámbito nacional y en las doctrinas relacionadas con el papel del ejército en la política
(véase Child, «Geopolitical Thinking»). Por otro lado, se puede ver claramente la mano norteamericana
en el Caribe y en América Central. Desde las aventuras de William Walker en la Nicaragua del siglo xix
hasta las intervenciones en Panamá y Haití a principios de los noventa, los Estados Unidos han manteni-
do una práctica constante y sistemática de interferencias tanto en los aspectos políticos como en las gue-
rras civiles. A partir de los años ochenta el Pentágono y la CIA han ido dejando paso a la DEA, cuyas
actividades requieren la colaboración de los ejércitos de varios países (especialmente en la región Andina)
para llevar a cabo su «guerra contra las drogas».
24 Véase Alves, Estado e oposifdo.
DIRK KRUIJT Y KEES KOONINGS
32
2.5 Nos referimos a la cuestión del buen gobierno no en el sentido estricto aplicado, entre otros, por
el Banco Mundial (la capacidad para llevar a cabo programas de ajuste razonables y crear a largo plazo las
condiciones necesarias para el desarrollo de los mercados), sino como algo que permite fomentar la par-
ticipación democrática, la responsabilidad y la legitimidad.
26 Así lo sostiene Roldán en «Citizenship, Class and V iolence».
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 33
3
34 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS
z8 Véase Koonings, Kruijt y Wils, «Very Long March»; también Kruijt et aL,Changing Labour
Relations.
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 35
muerte». ¿Quién conoce con todo detalle los vínculos entre las fuerzas de la ley y el
orden y esas siniestras organizaciones paramilitares y cuasi-policiales que operan en
Brasil, Colombia, El Salvador y Guatemala? Cada vez es mayor su poder, se esta-
blecen en los intersticios del enfrentamiento con la contrainsurgencia y combaten
el delito eliminando no sólo a los enemigos del Estado sino también a los peque-
ños delincuentes, aun cuando no se trate sino de jóvenes o incluso de niños. Para com-
pletar el cuadro, no debemos olvidar el papel desempeñado por los «narcos», cuyas
bandas armadas administran y controlan provincias y departamentos en varios paí-
ses latinoamericanos.
Tal vez resulte cínico decir que en América Latina se ha producido una cierta
«democratización de la violencia». Antiguamente el uso de la violencia estaba reser-
vado a unos sectores determinados: la aristocracia, las elites, el ejército, la policía.
Ahora la mayor parte de las sociedades urbanas (y ciertos sectores de la sociedad
rural) tienen acceso a las armas. La proliferación de la violencia, incluso en sus for-
mas más anómicas, ha alcanzado el estadio de la producción y el consumo masivos.
30 Para la situación en Colombia, véase el séptimo capítulo de este libro, escrito por Daniel Pécaut.
Entre las publicaciones en lengua española más recientes se encuentran también Betancourt y García, Con-
trabandistas; Guerrero, Años del olvido; Lara, Siembra vientos; Palacio, Irrupción; Salazar, No nacimos pa semi-
lla; Salazar, Mujeres; Salazar y Jaramillo, Medellín; Torres Arias, Mercaderes.
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 37
excepcional de México 37, son muy estrechos los vínculos entre la inteligencia civil y
la militar, generalmente en los casos en los que hay un claro predominio del ejército.
Debido al concepto del «enemigo interno», tanto la inteligencia militar como la civil
orientan sus investigaciones hacia las hipotéticas «fuerzas subversivas» que se hallan
dentro del territorio nacional. En países como Brasil, Chile, Guatemala y Perú (al
menos hasta 1989), los presidentes electos o designados son rehenes de sus respec-
tivos asesores en temas de inteligencia. En Chile el comité de enlace con el jefe
supremo de las Fuerzas Armadas mantiene una relación fluida con el presidente y los
miembros del gabinete. En Brasil los ministros da casa, entre los que se encuentra el
ministro-chefe de la inteligencia nacional, ejercieron una influencia decisiva tanto
durante la dictadura militar que se extendió entre los arios 1964 y 198 5 como duran-
te el régimen civil de Sarney (198 5 -9o). En Guatemala los ministros de defensa tienen
siempre a un general como asesor presidencial y jefe del Estado Mayor. Los presi.:
dentes civiles Cereso, Serrano, De León Carpio y Arzú recibieron «informes con-
sultivos» de sus obligados asesores de inteligencia acerca del futuro de la nación y de
las prioridades en materia de seguridad, tal y como las entendía el ejército. El pre-
sidente peruano Fujimori, que en 1990 resultó elegido sin haber adelantado ni la lis-
ta de miembros del gabinete ni las directrices de su plan de gobierno, fue obsequiado
con la cálida hospitalidad del Círculo Militar durante el período de transición y
las primeras semanas de su mandato. Allí la inteligencia militar le instruyó en mate-
ria de tácticas antiguerrilla, derechos humanos, estrategias de desarrollo y toda una
serie de objetivos políticos y económicos prioritarios a largo plazo. Su mentor Mon-
tesinos, presidente del recién creado Consejo Estratégico de Estado, ha venido
actuando como jefe virtual del servicio nacional de inteligencia. La inteligencia mili-
tar proporciona los resultados de las encuestas de opinión que cada dos semanas
pulsan la popularidad presidencial: voxpopu/i, vox Dei.
Otro legado de la militarización de la política en la mayor parte de los países lati-
noamericanos, esta vez con la excepción de Chile, es la supeditación de la policía a las
Fuerzas Armadas. Es habitual que los mandos militares ostenten puestos clave en el
organigrama de la policía, así como que la responsabilidad política de la policía
nacional sea objeto de reparto entre el poder civil y el militar. A veces un general
del ejército es nombrado ministro del interior o de la seguridad nacional. En otros
casos el viceministro o el director de la policía sólo es un antiguo militar. En ocasio-
nes, como en Guatemala, tanto la policía nacional como la regional o la local están
subordinadas al ejército; así, la policía local tiene que coordinarse con el comandan-
te militar del lugar y depende por completo de los servicios de inteligencia e infor-
mación de las Fuerzas Armadas. Resulta evidente que esta situación está en la base de
la inmunidad e impunidad de que gozan las fuerzas de seguridad. En el caso de los
militares existe una base legal. La yuxtaposición oficial de las Fuerzas Armadas y la
ciudadanía, la mera existencia de tribunales militares y la excusa precaria, aunque
siempre válida, de la «situación de emergencia» impiden todo conato de iniciar cual-
quier tipo de investigación sobre las violaciones de los derechos humanos perpetra-
das en el pasado. La inviolabilidad de los altos cargos durante las campañas contra la
37 Aunque las Fuerzas Armadas están incorporadas oficialmente a una estructura corporativa
supervisada por el PRI, la influencia del ejército mexicano ha ido en aumento desde que el monopolio del
PRI se viera erosionado por la rebelión de Chiapas. Véase Piheyro, «Fuerzas Armadas».
40 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS
las respuestas subjetivas e inicialmente individuales pasan a ser colectivas durante las
etapas siguientes del terrorismo de Estado, y a la larga adoptan la forma de caracte-
rísticas sociales 41 Los registros domiciliarios, los arrestos basados en acusaciones
.
ahora del comandante militar de la zona. El terror se filtra por medio de mensajes
muy sutiles, y mediante el lenguaje y los símbolos se mitiga la todopoderosa presen-
cia militar. La militarización mental afecta incluso a los niños. El uso de tejidos con
motivos de camuflaje en la ropa habitual, carteras militares, llaveros, cinturones,
gorras e incluso helicópteros de juguete pone de manifiesto esa mezcolanza de aspec-
tos militares y civiles en el día a día. Antiguos soldados de ascendencia maya, reclu-
tados a la fuerza, vuelven a la escena en calidad de comisarios militares, informadores
a sueldo o cabecillas de patrullas civiles. Las lealtades familiares se quiebran aunque
en apariencia se mantenga la frágil unidad de los poblados. El silencio y el secretismo
sirven de escudos protectores, y transforman los pueblos en una especie de micro-
cosmos del miedo.
No resulta fácil superar el legado de violencia y miedo en la América Latina post-
autoritaria, y no sólo porque la permanente situación de inestabilidad política e
institucional amenace con el resurgir de regímenes arbitrarios en cualquier momen-
to. Los gobiernos democráticos y civiles actuales encuentran serias dificultades para
borrar los rastros de esa violencia arbitraria e institucionalizada tan incrustada en
el propio Estado. Además, las desigualdades sociales, cada vez más profundas, y
la aparición de vacíos de gobierno a la hora de mantener el orden, la paz social y el
imperio de la ley alimentan el rescoldo de la violencia y del miedo latentes en toda
América Latina.
parte del libro se centra en casos en los que los regímenes de transición, actuales o
futuros, dan la impresión de encaminarse por la senda institucional. Los colabora-
dores indagan en las posibilidades y problemas que supone la eliminación del fan-
tasma del miedo y la violencia mediante la instauración de gobiernos democráticos
civiles y el consiguiente imperio de la ley.
A lo largo del libro, los distintos capítulos mostrarán diferentes modos de
enfrentarse a las cuestiones que se abordan. Algunos se basan en investigaciones
de campo o en reinterpretaciones minuciosas de las fuentes secundarias. En otros capí-
tulos se adopta un enfoque más ensayístico, derivado del exhaustivo conocimiento
que de las circunstancias y situaciones tienen sus autores. En lo que resta de este
capítulo introductorio trataremos de explicar brevemente el porqué de la selección
a la que nos acabamos de referir.
La primera parte del libro trata de las múltiples dimensiones que se aprecian en
las recientes guerras civiles de América Latina. Una de las características más rele-
vantes de este tipo de conflictos es que se aprecia un cambio gradual entre los
años setenta y noventa, durante los cuales la clásica confrontación entre los gobier-
nos conservadores y autoritarios de derechas, por un lado, y las fuerzas de las gue-
rrillas revolucionarias socialistas, por otro, desembocó en un tipo de conflicto mucho
más complejo. Los tres capítulos se centran en las dimensiones cada vez más diver-
sificadas del conflicto en el sur de México, en América Central y Perú, tanto desde el
punto de vista social como cultural y político. En lo referente a las fuerzas del Esta-
do observamos cómo en las guerras civiles de Centroamérica se ha operado un cam-
bio gradual que va desde la intransigencia autoritaria hasta posiciones de mayor
compromiso; tal es el caso de El Salvador y Guatemala. Esto ha tenido lugar como
resultado del proceso de paz y de democratización que en paralelo se ha ido abrien-
do paso poco a poco en la zona. Al mismo tiempo, la oposición armada ha dejado
un poco de lado su orientación revolucionaria para adoptar una nueva platafor-
ma basada en conceptos tales como el de democracia civil, derechos humanos, justi-
cia social y multiculturalismo. El resultado ha sido una convergencia gradual entre
las partes en litigio y la firma de tratados de paz bajo los auspicios de la comunidad
internacional.
El caso de Perú es muy distinto. Allí surgió una guerrilla muy poderosa en 198o,
precisamente cuando en el país se había instalado un gobierno de civiles; una guerri-
lla intransigente que no era partidaria del diálogo con el Estado. Como respuesta, los
gobiernos electos democráticamente de Belaúnde, García y Fujimori recurrieron a
turbias tácticas antiguerrilla, dando rienda suelta a las fuerzas contrainsurgentes. El
segundo capítulo, escrito por Dirk Kruijt, establece una comparación entre los ejem-
plos peruano y guatemalteco. En él se centra especialmente en las estrategias emplea-
das por las fuerzas de seguridad para demostrar cómo a pesar de las diferencias
constatables en la dinámica política de cada una de estas guerras civiles la autonomía
virtual de las fuerzas de seguridad permite establecer sospechosos paralelismos en
ambos casos en lo que a brutalidad y violaciones de los derechos humanos se refiere.
Otra de las similitudes entre lo acontecido en Perú y en Guatemala tiene que
ver con la importancia del factor étnico. Últimamente ha sido habitual destacar el
papel del componente étnico en los conflictos violentos de casi todo el planeta. Por
lo que respecta a América Latina, las desigualdades socioeconómicas han coinci-
dido en muchos países con la subordinación de las categorías étnicas, definidas por
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 43
de los mayas. Ouweneel concluye que esta fusión de doctrinas forma parte del pro-
ceso de construcción de una nueva identidad emancipadora para la cultura maya, tan-
to en Chiapas como en Guatemala.
La segunda parte del libro consta de tres capítulos que abordan situaciones
de conflictos y violencia muy específicas de cada nación. El denominador común de
estos escenarios es la ausencia de una guerra civil abierta y declarada en la que el
bando armado opositor tenga posibilidades reales de derrocar al régimen en el poder.
Más bien, el uso de la violencia, ya sea para denunciar los conflictos políticos y socia-
les existentes ya para mantener el orden establecido, es —o ha sido— mucho menos
evidente y está más disimulado en países como Argentina, Colombia y México, en
los que el poder del régimen nunca se ha visto seriamente amenazado a pesar del con-
siderable grado de violencia imperante. Sin embargo, estas tres naciones permiten
postular la existencia de una posible continuidad entre la violencia, el terror y la
presencia de una guerra no declarada. El impacto de esta violencia se ha infravalo-
rado o encubierto sistemáticamente, como en México, cuando no se ha disfrazado de
mero problema coyuntural de «seguridad interna», como en el caso de la guerra
sucia en Argentina. En Colombia, los enfrentamientos entre el Estado y los movi-
mientos revolucionarios se acercan más a lo que podría calificarse de guerra civil
declarada, aunque el Estado colombiano y sus dirigentes nunca han retirado su adhe-
sión oficial a los fundamentos democráticos ni a la «normalidad» institucionalizada.
Por tanto, los conflictos violentos permanecen de algún modo relegados al lado
oscuro de la vida nacional.
En México el PRI siempre ha alardeado de la naturaleza pacífica, regulada y
civil de un gobierno legitimado por el legado revolucionario y por las estructuras
que han permitido la incorporación popular. No obstante, como demuestra Alan
Knight en el quinto capítulo, este modelo de partido único que ejerce el poder de
un modo corporativista está basado en formas de violencia por lo general poco evi-
dentes, y manifiestas por el contrario en los estallidos rebeldes, sobre todo después
de la consolidación oficial del movimiento revolucionario bajo el mandato de Calles
y Cárdenas en los años treinta. Knight resalta las complejas interrelaciones entre
los diversos tipos de violencia mencionados anteriormente. Los «caciques», deten-
tores del poder local, han seguido recurriendo a la coacción para mantener sus posi-
ciones, aun cuando hayan acatado los procesos de pacificación sellados en el nivel
federal. El Estado central, por su parte, consiguió arreglárselas para mantener una
apariencia de pacífica normalidad (al menos hasta los años ochenta), si bien al mismo
tiempo establecía un discreto aparato represivo. A la postre, determinadas instan-
cias locales y regionales decidieron recurrir a la acción armada en los intersticios de
la pax priísta.
Al contrario que México, Argentina ha experimentado una continua inestabili-
dad política desde los años treinta. El origen de esta situación se remonta a la cada vez
más profunda fractura que se dio entre los sectores sociales más comprometidos
políticamente. En realidad, Argentina ofrece un panorama sorprendente, pues en
ella se combinan desde finales del siglo xix el legado económico, social y cultural de
corte europeo —que incluye, al menos en apariencia, una sociedad civil regulada— con
la herencia de una polarización social y política especialmente agudizada tras la
Segunda Guerra Mundial. Este proceso desembocó en un periodo de represión esta-
tal denominado «guerra sucia» (1976-82), cuya brutalidad y número de víctimas
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 45
probablemente tan sólo han sido superados por la barbarie de las guerras civiles de
El Salvador y Guatemala. En el sexto capítulo, Antonius Robben analiza hasta
qué punto la guerra sucia ha contribuido a la formación de un clima generalizado de
ansiedad y miedo en el país. Su estudio demuestra que los límites aparentes del con-
flicto se fueron rebasando a medida que la brutalidad y la contumacia de los que se
enfrentaban en el conflicto iban eliminando los espacios de neutralidad en la esfera
social y cultural. La obcecación de los contendientes amenazó con engullir todo ves-
tigio de neutralidad ciudadana en medio de un torbellino de temores y espantos,
todo lo cual dificultó sobremanera la restauración de la democracia y del imperio de
la ley en Argentina.
El caso de Colombia nos presenta un ejemplo en el que la violencia continua y
rutinaria ha calado en todos los niveles de la vida política y social. Desde el mismo
momento de su independencia, Colombia ha estado permanentemente sacudida por
periodos recurrentes de desórdenes y violencia. El país ha estado siempre al borde de
la anarquía y la guerra civil, si exceptuamos un interludio de relativa estabilidad pos-
terior a la Guerra de los Mil Días (1899-1902), tras el cual la violencia renació con
fuerza como resultado de las tensiones entre liberales y conservadores durante
los arios cuarenta. Los liberales adoptaron posturas reformistas y populistas, mien-
tras que los conservadores defendían los intereses de las elites en el poder. La guerra
civil consiguiente, conocida como La Violencia, enfrentó a los partidarios de una y
otra causa, pero además se caracterizó por el establecimiento de feudos familiares, el
antagonismo entre las distintas comunidades y el bandidaje 43. Una vez se decretó
el fin de las hostilidades en 195 8, el estandarte de la resistencia violenta ante los
gobiernos del Frente Nacional fue enarbolado por diferentes movimientos guerri-
lleros de tendencia marxista-castrista-maoísta 44. Pero a partir de los setenta, y espe-
cialmente después de los ochenta, la violencia en Colombia fue adquiriendo una
morfología cada vez más compleja. En el séptimo capítulo, Daniel Pécaut demues-
tra con exactitud cómo la violencia se ha generalizado y, al mismo tiempo, se ha
diversificado de tal modo que cada vez resulta más difícil establecer unas pautas que
expliquen el conflicto colombiano. Pécaut llama a este fenómeno «la banalidad de la
violencia», y en él incluye a la guerrilla, a los carteles de la droga, a las bandas urba-
nas de delincuentes, a los escuadrones de la muerte, a las fuerzas paramilitares que
defienden a los hacendados y a las fuerzas de seguridad del Estado. La violencia ha
escogido sus víctimas entre opositores políticos, señores de la droga, fiscales y
jueces, líderes sindicales, campesinos e indígenas, periodistas e incluso viandan-
tes anónimos que caen víctimas de los atentados con coche bomba que preparan los
narcotraficantes cuando inician sus campañas para disuadir al gobierno de todo pro-
pósito de extraditar a los capos de la droga que se encuentran detenidos. El gobier-
no colombiano ha perdido en este proceso una buena parte del control sobre su
propio territorio, así como el monopolio del uso legítimo de la violencia. En conse-
cuencia, la nación contempla impotente el desgaste de las instituciones públicas, la
mordaza de la opinión pública y la rutina del terror de cada día.
cracia, los análisis comenzaron a orientarse hacia las condiciones que determinan a
largo plazo la consolidación democrática (el problema de la pobreza y la exclusión
social, la incorporación de las elites conservadoras al proyecto democrático, el papel
del ejército, etc.) sin olvidar el mayor grado de implicación de la ciudadanía en los
movimientos populares 47 También se ha prestado atención a otros obstáculos rela-
.
tivos a la estructura de los partidos, las instituciones y la cultura política 48. En este
sentido, creemos que no es preciso entrar en detalles sobre el ingente número de tra-
bajos realizados en torno a todos estos temas. Con todo, en nuestra opinión apenas
se ha prestado atención a la cuestión de la violencia, la incertidumbre y el miedo, del
pasado o actual, en los trabajos teóricos y en los estudios concretos que se han
ocupado del proceso de democratización.
La tercera parte del libro intenta cubrir esta laguna. Los cuatro capítulos estu-
dian los casos de Chile y Brasil, dos de los países convencionalmente considerados
como ejemplos de democratización. Así mismo, proponen interpretaciones de
los casos de México y Cuba como posibles «transiciones futuras». Chile y Brasil han
pasado por un tipo de transición muy nítida que los ha llevado desde la dictadura
militar a gobiernos civiles y democráticos. México y Cuba hasta ahora han tenido en
común un ordenamiento político relativamente estable sustentado en un proyecto
de revolución nacional y en su consiguiente discurso, así como el gobierno de un
partido único. Aunque en ambos países el régimen existente ya estaba marcado por
la represión, la transición que parece avecinarse como colofón al actual proceso
de erosión política y desintegración del relativo consenso social puede exacerbar,
al menos a corto y medio plazo, tanto el clima de inestabilidad y violencia como los
miedos y ansiedades que tal situación comporta.
El caso chileno, estudiado por Patricio Silva en el capítulo octavo, indica que el
país parece haber recobrado aquella estabilidad democrática que había sido ejemplo
y punto de referencia en toda América Latina hasta 1973. Las fuerzas políticas fueron
surgiendo desde la autocracia del régimen militar mantenido por Pinochet entre los
años 1973 y 1990 para reconstruir un consenso civil y democrático aparentemente
ejemplar. Sin embargo, Silva sostiene que el camino hacia ese consenso ha pasado
por momentos de angustia y miedo que han resultado ser muy importantes en el des-
enlace final. Pero el ansiado consenso ha tenido que superar el legado de miedo y
de las violaciones de los derechos humanos que había dejado tras de sí el régimen
militar. En Chile (al menos hasta finales de los arios noventa) las circunstancias se
habían ido complicando debido al mantenimiento por parte del general Pinochet
de especiales prerrogativas para los militares. Los gobiernos democráticos esta-
blecidos a partir de 1990 han tenido muy en cuenta este factor, especialmente en
asuntos tan delicados como las conculcaciones de los derechos humanos perpetradas
durante la dictadura.
En Brasil el legado que han dejado la represión y las violaciones de estos dere-
chos no ha desempeñado un papel tan importante en el proceso de consolidación
democrática. Tal y como demuestra Kees Koonings en el capítulo noveno, los
gobiernos militares brasileños (1964-85) se asentaron básicamente sobre una com-
pleja reestructuración de las instituciones políticas sometidas a un férreo control
militar. Si bien esta militarización de la política y el Estado a partir de 1964 se basó,
en buena medida, en la lógica de la guerra interna, la magnitud de los conflictos y el
número de víctimas está muy por debajo de los registrados en Argentina o Chile.
Como resultado, los militares brasileños acometieron una serie de medidas aper-
turistas, controladas y limitadas, en un estadio relativamente temprano; esto trajo
consigo un prolongado período de transición durante el cual destacaron la reconfi-
guración de las fuerzas políticas y la introducción del pluralismo político civil como
sustituto de las medidas represivas. Desde 198 5 hasta ahora los distintos gobiernos
han ido supervisando el imparable proceso de re-democratización de la vida políti-
ca, a pesar de las debilidades e incertidumbres que lo han caracterizado. La parado-
ja de Brasil reside en el hecho de que, a pesar de haber tenido una transición
democrática relativamente afortunada, no se ha disipado del todo el clima de terror
y de violencia. Por el contrario, en opinión de numerosos observadores, el fenóme-
no incluso se ha intensificado tras la reinstauración del estado de derecho. A la vio-
lencia ya existente, generada por elementos próximos al Estado que ponen en
entredicho las intenciones del gobierno, se han sumado el crimen organizado, cier-
tos enfrentamientos políticos de menor importancia, desórdenes generalizados y la
48 DIRK KRUI JT Y KEES KOONINGS
brutal represión de los movimientos sociales. Brasil parece ser el más claro ejemplo
de que la violencia del tercer tipo, es decir, la violencia post-autoritaria, está en auge.
Los esfuerzos por ampliar el consenso democrático y extender el imperio de la ley, así
como la verdadera participación social y política implícita en el concepto de ciuda-
danía, están lastrados por la rémora de una violencia y un miedo incontrolados.
México acaba de descubrir el concepto de ciudadanía participativa en medio de
una situación de incertidumbre cara al futuro de un sistema político dominado por el
Partido Revolucionario Institucional (PRI)". Will Pansters argumenta en el décimo
capítulo que México se enfrenta a múltiples y complejos dilemas para poder reformar
sus estructuras políticas civiles (autoritarias a pesar de todo) y así verse libre de unas
pautas muy arraigadas de exclusión social y violencia cotidiana. Tanto los inte-
lectuales como los políticos que se oponen al PRI se esfuerzan por introducir con-
ceptos de nuevo cuño, como el de ciudadanía, que reemplacen las rancias nociones de
patria y revolución, que siguen dominando en la escena política mexicana. Pocos
dudan de la inminencia de una transición política que ya se vislumbra próxima,
pero también son pocos los que darían por sentado que el cúmulo de intereses que
sustenta al PRI dejará el paso libre a un auténtico pluralismo de partidos y permitirá
los cambios electorales necesarios para el control efectivo del gobierno. El escenario
mexicano, como señala Pansters, se caracteriza por los avances de la oposición y el
atrincheramiento del PRI. Una de las consecuencias más evidentes es que esa diná-
mica puede poner en peligro la paz política que, al menos en el ámbito federal e
institucional, viene reinando desde algún tiempo. Panters lleva un paso más adelan-
te los argumentos que postula Knight en el quinto capítulo al mostrar que la vio-
lencia política se ha generalizado, sobre todo a partir de 1988. México podría
enfrentarse a un proceso de desestabilización progresiva si la actual situación de
«transición estancada» se prolonga por mucho tiempo.
El caso de Cuba es muy especial, porque el régimen comunista ha resistido todos
los intentos que han tratado de acelerar el cambio desde principios de los noven-
ta. Como sostiene Gert Oostindie en el undécimo capítulo, el caso cubano com-
bina la continuidad del partido único y sus lealtades revolucionarias entre un sector
de la población con la desintegración económica y la insatisfacción cada vez más
acusada, especialmente entre las jóvenes generaciones. El régimen se muestra intran-
sigente ante estos avances, a pesar incluso de las crecientes presiones externas.
Oostindie estudia el trasfondo de la caída del modelo revolucionario cubano, es
decir, la desintegración del sistema soviético, por un lado, y la crisis económica
que atenaza a Cuba, por otro. Además del descontento generalizado, el régimen
debe hacer frente a otros complicados dilemas. El aumento de la represión no logrará
contrarrestar la imparable caída del sistema; pero, por otra parte, el desarrollo de vías
de apertura con toda probabilidad precipitaría el desplome del régimen. En este
prolongado limbo político los cubanos tienen que hacer frente a una situación eco-
nómica cada vez más dura y, además, al reto de la desintegración social, moral y cul-
tural. Por todo ello, lo que parece imponerse en la realidad cubana de cada día es el
miedo a un futuro incierto, pero también el miedo a perder el legado revolucionario.
49 Esta situación de tradicional dominio del PRI ha dado un vuelco tras las últimas elecciones en
las que el partido dominante ha sido desbancado del poder por vez primera, acontecimiento que ha teni-
do lugar con posterioridad a la preparación de este volumen (N. de los T.).
INTRODUCCIÓN: LA VIOLENCIA Y EL MIEDO EN AMÉRICA LATINA 49
* Desearía expresar mi agradecimiento a Mario Fumerton, Henri Gooren y Simone Remeynse, que
revisaron los detalles de los escenarios bélicos de Perú y Guatemala.
Véase Gleijeses, Shattered Hope, sobre la revolución guatemalteca; y Kruijt, Revolution by Decree,
sobre la peruana.
54 DIRK KRUI JT
Para facilitar nuestro análisis, en este capítulo sólo trataremos el caso de Sendero Luminoso. Si
bien es cierto que en i984 surgió otro movimiento guerrillero, el Movimiento Revolucionario Tupac
Amaru (MRTA), su importancia no es comparable a la de Sendero Luminoso. Si en las guerras de gue-
rrillas se pudiera hablar de oficialidad, el MRTA formaría parte del «sector formal», con sus uniformes,
mando de tipo militar y comportamiento «normal» (entre lo que cabría incluir las apariciones públicas y
la romántica gallardía de sus líderes). Al ser el más pequeño, el menos fuerte, el más predecible y «civi-
lizado» de los dos movimientos guerrilleros, Tupac Amaru causaba un impacto menor con sus actua-
ciones, según la mayoría de los analistas, en comparación con el enorme misterio que producía Sendero
Luminoso. Véase, para más detalles, Kruijt, «Perú». Y entonces, cuando se declaró oficialmente des-
aparecido y disuelto, con sus líderes encarcelados, el MRTA resurgió con su espectacular toma de la
Embajada japonesa en Lima, donde retuvieron un número importante de rehenes de la primera línea
política, empresarial y diplomática. Después del asalto también espectacular de la embajada por parte de
los cuerpos de elite peruanos, se volvió a declarar «prácticamente inexistente». ¿Un fénix que remonta el
vuelo tras renacer?
3 Véase Fisher, Last Inca Revolt; O'Phelan Godoy, Rebellions and Revolts; Golte, Repartos, rebe-
liones; Klaiber y Jeffrey, Religion and Revolution; Lockhart, Spanisb Peru; Martínez Peláez, Patria; y Stern,
Resistance.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 55
inteligencia s , barrió a estos tres incipientes ejércitos guerrilleros de la zona norte, sur
y central de los Andes en unas campañas sorprendentemente cortas y sin mucho
derramamiento de sangre. Pero las operaciones antiguerrilleras dejaron huella en los
oficiales del ejército, que tuvieron que luchar contra adversarios a los que, en reali-
dad, no veían como enemigos. Existía la creencia de que la aparición de los movi-
mientos guerrilleros hundía sus raíces en el subdesarrollo de la economía y la
sociedad peruanas; que había fracasado el sistema político; y que sólo habría que
esperar un tiempo para que se extendiera por todo el país una nueva ola de guerri-
llas y levantamientos 6 . El programa de reformas del «Gobierno Revolucionario
de las Fuerzas Armadas» de Velasco, fue proyectado por un grupo de oficiales que
intervino activamente en las campañas antirrevolucionarias. De hecho, este plan,
puesto en práctica durante el periodo de gobierno de Velasco (1968-75), fue conce-
bido como una estrategia coherente de desarrollo nacional y freno a la pobreza para
evitar un nuevo alzamiento guerrillero a corto y medio plazo. Entre 1975 y 198o, un
segundo gobierno militar llevó a cabo lo que se consideró la «segunda fase» de la
revolución. Durante esos años, la mayor parte del paquete reformista quedó conge-
lado o se reestructuró para adquirir «proporciones realistas». Hay que decir, sin
embargo, que durante el benévolo gobierno de Velasco y el periodo militar poste-
rior, más dictatorial y derechista, el sector público fue omnipresente en el país.
De hecho, la última reforma militar llegó a contemplar la creación de ministe-
rios de Desarrollo Regional en las capitales provinciales que controlaran los pro-
yectos locales para las áreas menos desarrolladas.
Con la vista puesta en los sucesos posteriores, este capítulo se centra fundamen-
talmente en los puntos fuertes del programa de reforma militar: la construcción
5 El general Jorge Fernández Maldonado, co-fundador del sistema de inteligencia militar, co-
autor del programa de reforma de Velasco, Plan Inca, y encargado de la mayor parte de las campañas con-
trarrevolucionarias durante los años sesenta, recordaba: «El ímpetu guerrillero duró poco; tenían
infiltrados nuestros por todas partes. Además, los tres frentes operaban sin ninguna coordinación. Uno
de los tenientes de Hugo Blanco trabajaba para Inteligencia. También teníamos gente en el grupo de De
la Puente. No era dificil técnicamente eliminar la guerrilla. De tan idealistas eran casi suicidas. No eran más
que un puñado de idealistas que se metieron en los Andes sin conocerlos, sin haber operado allí antes, y
nunca se hicieron al lugar. Venían de Lima y querían confraternizar con los campesinos sin conocerlos. La
guerrilla no atraía. Hoy todo es diferente con Sendero; tiene su base allí, conoce la zona y surgió al menos
en parte del campesinado. En aquellos tiempos era fácil, cada grupo tenía infiltrados nuestros». Citado en
Kruijt, ROVOlidi011 by Decree, pág. 5 5 (la entrevista se realizó en junio de 1986).
6 Payne proporciona algunas de las claves del pensamiento reformista militar peruano en su inte-
resante estudio, Peruvian Coup d'Esas.
56 DIRK KRUI JT
7 Según la certera descripción que hizo Stepan del proceso que tuvo lugar en esos años. Véase Ste-
pan, The .S.tate and Socie0,, págs. 58, 19o.
8 Más información en Kruijt, «Perú». Es interesante comprobar cómo los comandantes del ejército
entre i981 y x990 (con la casi totalidad de los cuales mantuve largas entrevistas) acusan de forma explíci-
ta a Belaúnde, y con algo menos de dureza a García, por su despreocupación acerca de las cuestiones de
emancipación étnica e indígena, desarrollo local y regional, las Fuerzas Armadas e incluso los aspectos
políticos de las campañas guerrilleras y la guerra civil.
9 Para un análisis general, véanse Degregori, Ayacucho; Goritti, Sendero Luminoso; Herthoghe y
Labrousse, Sentier Lumineux; Palmer, Sinning Path; Tarazona-Sevillano y Reuter, Sendero Luminoso; Tello,
E JERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 57
Sobre el volcán; Tello, Perú. Dos excelentes ensayos sobre Sendero Luminoso son Degregori, Que' difícil es
ser Dios; y Flores Galindo, Buscando un lema, págs. 187-3 zo. Véase también el capítulo 3 de este libro, de
Degregori.
to Oficialmente denominado el «Partido Comunista del Perú, por el Sendero Luminoso de José
Carlos Mariátegui», en honor al teórico marxista más original e influyente de Perú. Letts ha descrito los
procesos de escisión de los grupos izquierdistas del país en Izquierda peruana.
11 El alto mando militar de Lima, ante la quema de las urnas electorales de Chuschi, procedió a con-
sultar al palacio presidencial y obtuvo un «no se preocupe» como respuesta. El comandante, sin embargo,
envió tropas helitransportadas para reinstaurar el orden y permitir que la población volviera a votar
(entrevista con un comandante general, anónimo a petición suya, en Kruijt, «Perú», pág. Tos).
DIRK KRUIJT
58
legado del equipo de gobierno de Velasco. Además, Belaúnde restó importancia a los
ataques armados y la revuelta campesina en los núcleos fuertes indígenas, llegando a
describir el movimiento en las sesiones ministeriales como de «pobres abigeos [cua-
trero*. En vez del ejército, se movilizó al cuerpo de policía, que carecía de la pre-
paración adecuada para la guerra de guerrillas, con lo que el frívolo presidente
transformó a la policía metropolitana, de hecho, en la principal proveedora de armas
de Sendero Luminoso. En segundo lugar, la estrategia de estos movimientos de des-
truir ciegamente la infraestructura del sector público, y expulsar, uno tras otro,
magistrados locales, maestros, oficiales de policía rurales y personal médico del cuer-
po público les concedió un verdadero monopolio de poder, violencia y legalidad en
la región de Ayacucho y los departamentos circundantes.
Otros dos hechos ayudan a explicar la consolidación de Sendero Luminoso entre
1982 y 1988/9, cuando el movimiento extendió su poder por el resto de departa-
mentos del altiplano peruano y sus columnas guerrilleras se hicieron con el control
parcial del Valle del Alto Huallaga, la región que produce el 6o% de hoja de coca
del mundo. De entrada, las oportunidades económicas derivadas de la producción de
la coca y del tráfico de la pasta de cocaína procuraron al movimiento unos recursos
financieros calculados entre los treinta y los cien millones de dólares estadouniden-
ses al año ". En segundo término, el gobierno, aún después de 1982, cuando los
militares tomaron la plaza de Ayacucho y la mayor parte de las responsabilida-
des político-militares se delegaron en el alto mando del ejército, tardó unos cuantos
años en diseñar un plan de acción coherente. Los presidentes civiles de la década de
los ochenta, Belaúnde y García, y sus consejeros, se negaron a consickrar la presen-
cia y las actividades de Sendero Luminoso como una amenaza seria. Cuando el
gobierno precisaba una intervención explícita, ordenaba a las Fuerzas Armadas la
ejecución de operaciones militares indiscriminadas en lugar de combinar un plan
local de desarrollo y fomento de la confianza mutua con las tácticas contrainsurgen-
tes militares. El general Jarama, el más joven de los estrategas geopolíticos de Perú
y director del Centro de Altos Estudios Militares a finales de los años ochenta, expre-
só este problema de la siguiente manera:
Estoy seguro de que Guzmán se ha chupado los dedos, y las manos enteras, por haber
tenido enfrente a líderes politicos como Belaúnde y García. Por tener que luchar con-
tra un gobierno que en lugar del ejército envía a la policía. Por eso dije el otro día que,
mientras que el señor Guzmán juega un partido de ajedrez, nosotros estamos jugando
un partido de tenis, un juego que tiene otras reglas, otros instrumentos, otro estilo de
puntuación, otro público, e incluso otros uniformes ".
se produjo principalmente entre los jóvenes y los marginados, los indios, campesinos
y pobladores. Entre los componentes de las columnas guerrilleras había muchos de
catorce a dieciocho años y mujeres 14. El mensaje ideológico de Sendero Luminoso
era el crudo y simple «abracadabra» de un movimiento con base en la zona desolada
donde habitaban pobladores y campesinos indígenas en la miseria. La organización
simbolizaba: una justicia directa y violenta, desplegada por medio del asesinato selec-
tivo de personas «malas» y una moralidad cruel que proponía, entre otras cosas, el
castigo público de adúlteros y bebedores; una redistribución agraria sin contempla-
ciones, despiadada, que hacía hincapié en la necesidad de pequeñas parcelas de terre-
no y el mínimo de comida y ganado para la supervivencia; y una pedagogía desnuda
y panfletaria para educar a personas humildes y aquiescentes, con una tradición de
respeto profundo hacia los maestros y apóstoles '5. Sendero Luminoso utilizaba un
vocabulario que variaba de una región a otra, de un segmento de la población al
otro. Atrajo a sus simpatizantes y reclutó nuevos miembros mediante incentivos y
coacción, aplicando un grado cada vez mayor de violencia y terror. Los procedi-
mientos empleados por Sendero Luminoso en las provincias eran los siguientes:
Las bases rurales son verdaderas escuelas militares in situ. Sus miembros reciben tam-
bién preparación teórico-práctica con base al pensamiento de Guzmán y a las caracte-
rísticas de la zona. Se hace una identificación de sus enemigos políticos y militares. Se
les entrena en el uso de armas de corto y mediano alcance, se les capacita en el uso de la
dinamita y bombas caseras. Se les inicia en acciones de espionaje y vigilancia, de pro-
selitismo, y delación y difusión del rumor que sobrevalora su potencia para luego
hacerles participar en operaciones bélicas y de terrorismo urbano. Para las acciones
militares se constituyen grupos de 6-8 personas, donde el contacto es sólo a través de
uno de sus miembros. En el ámbito rural, la desestructuración conflictiva es más pro-
funda que en el medio urbano. Las medianas propiedades son abandonadas por sus
propietarios merced a la amenaza de Sendero, las comunidades son presionadas para
cambiar sus directivas con personas obedientes, los pequeños propietarios son indu-
cidos a pagar cuotas de apoyo. Los pequeños comerciantes son obligados a acatar las
directivas de Sendero, pues, en caso contrario, corren peligro sus vidas y sus bienes.
Los servicios técnicos de Agricultura u otras entidades públicas son impedidos de
actuar en el medio rural por la amenaza o la acción directa contra personas y bienes.
Los servicios religiosos son controlados y previamente autorizados para atender a su
feligresía. El principio fundamental es establecer áreas de seguridad político-militar
para luego controlar la producción y, con ello, el abastecimiento de los centros urba-
nos pequeños y grandes que permitan posteriormente su estrangulación y fácil captu-
ra. En este sentido se procede de la manera siguiente:
14 Sobre la atracción que ejercía Sendero Luminoso en chicas jóvenes, véase Kirk, Grabado en
piedra.
15 Degregori,Qué difícil es ser Dios, pág. 19, subraya el hecho de que en los manuscritos hagiográ-
ficos de Sendero Luminoso, Guzmán siempre aparece dibujado como un maestro sin armas.
DIRK KRUIIT
6o
Éstos eran los procedimientos empleados en las provincias por Sendero Lumi-
noso. Al extender su ámbito de actuación hasta las áreas metropolitanas de Arequi-
pa, Trujillo y Lima, también se modificaron los ingredientes del «cóctel de persuasión
y terror». Las primeras zonas de infiltración seleccionadas fueron los poblados cha-
bolistas urbanos y los cinturones industriales. La primera categoría de personas en
ser intimidadas fue la de los líderes de sindicatos de izquierda o independientes, los
cabecillas de los pobladores, alcaldes y consejeros municipales, y la dirección de
las organizaciones de desarrollo local. Unas veces lograban persuadirles de que se reti-
raran; y otras, llegaban a organizar un «tribunal popular» para condenar a los repre-
sentantes más obstinados y ejecutarlos con dinamita tras el juicio. Una vez
nombradas direcciones más cooperativas, Sendero Luminoso pudo crear centros
de formación y seleccionar a los inspectores. Los altos cargos del sector público,
dirigentes de ONG, abogados, doctores y periodistas recibían visitas de advertencia
en casa o en el trabajo. Los «i.000 ojos y i.000 orejas» del movimiento eran, según los
rumores, omniscientes. Y para demostrar su potencial para el control público,
Sendero Luminoso organizaba periódicamente «paros armados» en las zonas
metropolitanas, en los que imponía castigos selectivos matando a los taxistas y
comerciantes desobedientes.
Sendero Luminoso, al menos hasta la detención de Guzmán, estaba dirigido
por un poderoso Comité Central, de carácter político, con un culto personal al líder
sacralizado, y conectado directamente con una red de comités regionales y provin-
ciales. En principio, la planificación militar y operativa se realizaba (y aún se realiza)
a escala regional. Aunque la estrategia global era cuestión nacional (es decir, de Guz-
mán), la flexibilidad y perseverancia del movimiento se pueden atribuir, en su mayor
parte, a la descentralización local y regional. Sendero Luminoso sigue siendo fuerte
allí donde el gobierno (las fuerzas militares, policiales y el sector público) es débil,
generalmente en los pueblos pobres del altiplano y los cinturones de pobreza
metropolitanos. Durante los doce años de «guerra del pueblo», Sendero Luminoso
operó, en el sentido estrictamente militar de la palabra, con prudencia. Es decir, de
manera defensiva contra las formaciones militares, evitando el contacto directo y
21 Entrevista del autor con el general Adrián Huamán, el 4 de febrero de 1991. Citado en Kruijt,
«Perú», pág. 109.
22 Más detalles en Kruijt, «Ethnic Civil War».
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 63
una campaña de ejecuciones con el fin de aterrorizar a los campesinos que incum-
plían sus ordenanzas, la población local empezó a rebelarse. La respuesta de Sende-
ro Luminoso: exterminar comunidades enteras.
Esta estrategia probablemente supusiera, en retrospectiva, el punto de inflexión
de la guerra civil. La animosidad generalizada contra Sendero Luminoso obligó a los
campesinos a unirse en las denominadas «rondas campesinas» 23. Dichas organiza-
ciones de campesinos surgieron espontáneamente a mediados de los años setenta
durante la reforma agraria de Velasco, fundamentalmente como agrupaciones de
defensa en las regiones del norte de Perú. Desde los a 'ños ochenta, comenzaron a
actuar como organizaciones locales, y después regionales, para el ejercicio de la auto-
ridad y la autoprotección a pequeña escala. Durante las elecciones locales, la
izquierda organizada y el partido de García, APRA, se disputaron su control políti-
co. Cuando empezaron a proliferar las rondas por todas las regiones indígenas, sus
líderes, en ausencia de ninguna otra institución pública, pidieron que se les propor-
cionara armamento. El gobierno, creyéndolas unas milicias rurales, distribuyó armas
de fuego viejas por medio de los líderes campesinos.
En 199o, un recién llegado a la política, Alberto Fujimori, ganó la campaña pre-
sidencial contra todo pronóstico. El presidente electo, sin una lista de personas
para su gabinete ni un plan de gobierno coherente, se buscó aliados duraderos. El
Círculo Militar no dudó en dispensarle un cálido recibimiento durante el periodo de
transición y la primera semana de su presidencia. Se le facilitó abundante informa-
ción sobre tácticas antiguerrilleras y derechos humanos, estrategias de desarrollo y
prioridades políticas y económicas a largo plazo. Su guía político y mentor en cues-
tiones de inteligencia, Vladimiro Montesinos, presidente del Consejo Estratégico del
Estado, de nueva creación, actuó desde entonces casi como el jefe del sistema nacio-
nal de inteligencia. Una de las primeras iniciativas del nuevo gobierno fue reconocer
a las rondas campesinas como el semi-institucionalizado cuarto brazo de las Fuerzas
Armadas. Grupos de campesinos armados marchaban ahora junto al ejército regular,
la armada y las fuerzas aéreas durante el desfile del Día de la Independencia. Desde
entonces, las rondas han estado subordinadas fundamentalmente a la estructura
de mando militar regional, de la que han recibido su principal influencia.
Desde comienzos de los años noventa, Sendero Luminoso cedió la iniciativa
estratégica en el altiplano indio. Guzmán, según parece comprendiendo que la gue-
rra se le estaba escapando en los Andes, decidió concentrar sus esfuerzos en Lima. A
partir de ese momento, Sendero Luminoso intentó cercar y penetrar la capital,
haciendo visible su presencia en los poblados chabolistas metropolitanos y distri-
buyendo tierra y animales en algunos de los valles rurales de la costa de Lima. El
movimiento, sin embargo, no pudo infiltrarse fácilmente en los sindicatos y organi-
zaciones corporativas. Con todo, una ola selectiva de terror contra la izquierda lega-
lizada y el tejido de organizaciones independientes de pobladores se unió al paro
armado que llevó a Lima a la parálisis total en torno al Día de la Independencia, en
1992, incrementando la sensación de desmoralización. Entonces de repente, en sep-
tiembre de ese año, Guzmán y la mayoría de los miembros del Comité Central fueron
arrestados. Desde la detención del líder guerrillero, el carácter y la intensidad de la
guerra civil han cambiado sustancialmente. El 6o% del Comité Central de Sendero
Luminoso fue capturado: de los veinticinco miembros, nueve fueron excarcelados 24 .
24 Estos datos provienen de un informe confidencial del general Carlos Domínguez Solís, direc-
tor nacional de DINCOTE, a representantes del cuerpo diplomático, el 8 de febrero de 1994.
25 Véase Obando Arbulú, «Subversion and Antisubversion», pág. 326.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 65
Veinte años después, en 1972, la misma empresa vendió todas las posesiones que le
quedaban a la corporación Del Monte durante su no muy rentable fusión con otro
grupo, United Brands.
Toriello, embajador de Guatemala en Estados Unidos y, durante los últimos
meses del gobierno de Arbenz, ministro guatemalteco de Asuntos Exteriores, reve-
la en sus memorias la inmensa ignorancia de los líderes estadounidenses sobre la
situación de Guatemala 26. A la vista de la lamentable serie de dictaduras militares,
fraudes en la elección «constitucional» de presidentes-generales y los amargos epi-
sodios guerrilleros que al poco tiempo de la caída de Arbenz llevaron a una guerra
civil a escala nacional, la «Operación Éxito» debería haberse denominado más bien
«Operación Desastre». Un gobierno que había dado esperanza a los indígenas, que
había iniciado una reforma agraria muy necesaria y que había hecho, tímidamente,
acto de presencia en las zonas rurales, se vio sustituido por un régimen de restaura-
ción, llevando el país, como en el dicho, «de Guatemala a Guatepeor». Incluso el
historiador «oficial» del golpe, Schneider, llegó a ofrecer la siguiente conclusión:
«aunque la intervención de 1954 se vio, a corto plazo, como un éxito de Estados Uni-
dos en la Guerra Fría, con mayor perspectiva se hace cada vez más difícil mantener
esa opinión. De hecho, a la vista de los acontecimientos siguientes, sería razonable
considerarlo algo parecido a un desastre» 27.
De 1964 a 1974, el Departamento de Estado tuvo que contratar veinticinco espe-
cialistas en contrainsurgencia survietnamitas para la embajada norteamericana en
Guatemala 28. La campaña guerrillera se inició durante los últimos arios de gobierno
del sucesor de Castillo Armas, Ydígoras, a principios de los arios sesenta. Pero los
grupos guerrilleros más importantes de la época eran un reflejo del periodo de la
revolución guatemalteca ,1944-54)19. Los tres comandantes guerrilleros, Marco
Aurelio Yon Sosa, Luis Turcios Lima y Carlos Paz Tejada, eran oficiales del ejér-
cito, y el último había sido ministro de Defensa con A rbenz. Como han señalado
varios autores, la caída de Arbenz no sólo produjo frustración en la izquierda sino en
los sectores progresistas del ejército guatemalteco 3°. La influencia de Estados Uni-
dos, por medio de su embajada y con ayuda militar, pero sobre todo gracias a la CIA
y su uso no muy secreto de las instalaciones guatemaltecas para lo que más tarde se
conocería como la «Invasión de Bahía Cochinos», causó incomodidad entre los jóve-
nes graduados en la Escuela Politécnica, la academia militar. El ejército, que se esta-
ba profesionalizando lentamente desde los años cincuenta 31, mantuvo una relación
26 Toriello, Batalla. Estas afirmaciones se corroboran con las que hizo Edgar Ponce, en la época
director académico del Centro ESTNA, en una serie de entrevistas conmigo en julio de 1994.
z7 Schneider, Communism in Guatemala, citado textualmente en Schlesinger y Kinzer, Bitter Fruit,
Pág. 227.
z8 Schlesinger y Kinzer, Bitter Fruit, pág. zz8.
19 El «Frente zo de Octubre» se denominó así para conmemorar la revolución de 1944. El nombre
del otro frente, el «Movimiento Guerrillero Alejandro de León-13 de Noviembre», se inspira en los días
del levantamiento contra Ydígoras en 196o.
3o Aguilera et aL, Dialéctica del terror, págs. 3 7ss; Millett, «Central American Militaries», págs. zi 1-
zi6; Sesereses, «Guatemalan Legacy», págs. zi-zz, Sexton, Campesino, págs. 397 428; y Yurrita, «Transi-
-
resultaba ser una alianza entre los líderes políticos y militares 34. En palabras de un
gran observador de su tiempo:
Llegó hasta el extremo de que todos los partidos políticos buscaban desesperadamen-
te un general que pudiera ser su candidato presidencial. Luego, cuando los altos
mandos del ejército nombraban al sucesor militar del antiguo presidente militar, se iba
conformando un turbio proceso de fraude electoral. Después de todo, el daño direc-
to se limitaba a los miembros del cuerpo de oficiales: un militar ganaba las elecciones
presidenciales y era sustituido por otro oficial con mejores credenciales para las Fuer-
zas Armadas 3 5.
34 El análisis más detallado de los pactos políticos lo proporciona Villagrán Kramer, Bibliografía
política. Villagrán (un político también, que tuvo la mala fortuna de ser «compañero de candidatura» de
Lucas García convirtiéndose así en el vicepresidente civil del país durante la mayor parte del periodo
de gobierno militar más represivo de Guatemala del siglo) fue invitado a presentarse ante un tribunal mili-
tar en su tercer año de gobierno. Pero se lo pensó mejor y decidió quedarse en Estados Unidos, donde esta-
ba asistiendo a una reunión. Su sucesor como vicepresidente fue un coronel.
3 5 Entrevista del autor con el general Ricardo Peralta Méndez, el 13 de julio de 1994.
36 Entrevista del autor con Edgar Ponce y el general R icardo Peralta Méndez (véanse notas ante-
riores). Peralta Méndez, sobrino del antiguo jefe de estado, el coronel Peralta Azurdia, y fundador y pri-
mer director del Centro de Estudios Militares, llegó a ser más tarde el candidato presidencial de los
democratacristianos en la campaña electoral que disputó a Lucas García. En la actualidad es miembro del
consejo directivo del Centro ESTNA. En los años setenta, estudió en el Centro peruano de Altos Estu-
dios Militares (CAEM), donde coincidió con los generales Mercado Jarrín, Jorge Fernández Maldonado,
Ramón Miranda y otros velasquistas. En la época, Ponce era el asistente personal de Manuel Colom, el
alcalde socialdemócrata de Ciudad de Guatemala, quien sería asesinado posteriormente.
37 Basado en Barry, Guatemala; Calvert, Guatemala; Delli Sante, ~timare or Reali91; Fauriol y
Lose; Guatemala': Political Puzzle; Gleijeses, «Guatemala»; Jonas, Battle for Guatemala; Painter, Guatemala;
Plant, Guatemala; Simon, Guatemala; Torres-Rivas, Centroamérica; Torres-Rivas, Repression and Resistance.
38 En total, el número de generales de división es dos (el ministro de Defensa y el jefe del Estado
Mayor), mientras que los generales de brigada son doce. Las Fuerzas Armadas en la época preveían un
proceso gradual de reducción del ejército a partir de 1996 (entrevista del autor con el general Mario René
Enríquez Morales, ministro de Defensa, el z de septiembre de i993, y con el general Sergio Camargo,
DIRK KRU1 JT
68
ampliaron su ámbito de acción a algunas áreas esenciales del sector público 39 El sec- .
militarizada. Desde las últimas décadas del siglo xix, el ministro de Defensa nom-
braba un general del ejército como jefe del Estado Mayor presidencial y jefe del grupo
asesor presidencial. Durante el tiempo en que hubo presidentes militares, esta situa-
ción parecía «normal» en el sentido de que se prestaban servicios mutuos dentro de
las mismas Fuerzas Armadas. Sin embargo, a partir de 1986, los presidentes civiles
Cereso, Serrano, De León Carpio y Arzú también recibían de sus obligados conse-
jeros en inteligencia «informes consultivos sobre las prioridades de desarrollo y
seguridad nacional a largo plazo» según el criterio de las Fuerzas Armadas.
Al tiempo se establecía (y consolidaba) una misión crucial en los departamen-
tos rurales de Guatemala. Con la prolongación del conflicto armado y su extensión a
otros departamentos en la década de los setenta, las Fuerzas Armadas comenzaron
a comportarse, primero de facto y después de iure, como los únicos representantes
legítimos del gobierno central. Fuera de los centros urbanos, el ejército y a veces la
armada siguieron actuando como los delegados del sector público, con médicos y
enfermeros, dentistas, veterinarios, ingenieros, abogados y administradores, todos
ellos militares. Los vínculos de unión entre las funciones civiles y militares en las
regiones subdesarrolladas e indígenas quedaron reforzados gracias a una misión de
desarrollo militar «tradicional», el programa de «acción cívica militar», dispuesto
y financiado por la asistencia civil y militar estadounidense 41 y los programas de
desarrollo local para la población civil, diseñados y llevados a cabo por las Fuerzas
Armadas.
Pero el cambio institucional más violento y radical tuvo lugar con la creación
(oculta y desvelada sólo en parte) de una maquinaria de control, persecución, opre-
sión y asesinato. Este mecanismo, según parece, tenía como objetivo la «amenaza
comandante de la brigada de elite «Mariscal Zavala», el 11 de julio de 1994). Compárese con los ochenta
y ocho generales de una y tres estrellas del ejército peruano (en 1994).
39 Entrevista del autor con el capitán Rafael Rottman Chang, entonces asesor de inteligencia del
presidente Cereso y, en el momento de la entrevista (23 de marzo de 1994), presidente de la Comisión de
Defensa y la Policía del Congreso de Guatemala.
4o Mossad todavía mantiene una relación especial con la administración guatemalteca. En 1994,
por ejemplo, cuando el general Quilo (entonces viceministro de Defensa) preparaba un plan golpista, los
israelíes advirtieron del mismo a la presidencia guatemalteca.
41 Durante los primeros años de la década de los ochenta, el ejército estudió la posible incorpora-
ción formal de la Policía Nacional y la Policía de Hacienda en la estructura del ministerio de Defensa. Ade-
más de estas fuerzas del orden de carácter civil, existían en esta época otros cuerpos policiales
semi-militarizados: la Policía Militar Ambulante, los Comisionados Militares, la Guardia Nacional y el
Batallón de Reacción de Operaciones Especiales. Véase Vargas Foronda, Guatemala, págs. 86-87.
4z En Barber y Ronning, Interna! Securiy, se proporciona una descripción detallada.
E JERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 69
el gobierno no hizo más que intensificarla. [—I Dos importantes líderes opositores
fueron asesinados: Manuel Colom [...] y Alberto Fuentes [...]. Sus muertes eran una
clara señal de que los líderes de la oposición (fueran más o menos responsables, patrio-
tas o pacíficos) eran considerados una amenaza para el «esquema político». También
engrosaban la lista de asesinados los líderes sindicales y campesinos, otros dirigentes
de partidos políticos, activistas estudiantiles, abogados, doctores y maestros. Esta lis-
ta aumentaba de una forma alarmante: en 1972, los asesinatos «políticos» llegaban a
una media de entre 3o y 5o por mes; hacia I98o, ya eran de 8o a too, y por 1[981, de 25 o
a 3 oo cada mes 46.
La fractura social que produjo la «sociedad del miedo» inducida por el gobierno
proporcionó a las guerrillas una nueva hornada de reclutas. Al término del régimen
de Lucas García, a comienzos de 1982, las unidades guerrilleras actuaban en al menos
la mitad de los veintidós departamentos de Guatemala, y controlaban una infraes-
tructura fuertemente implantada en un área compuesta de seis departamentos inter-
conectados del altiplano indígena 48 . Estas unidades operaban en columnas de hasta
200 combatientes, atacando de manera sistemática puestos de policía, militares, e
incluso a veces llegando a ocupar municipios y cabeceras departamentales enteras.
En el ministerio de Defensa, en Ciudad de Guatemala, los oficiales de mando estaban
muy preocupados por la posibilidad de que las zonas urbanas más importantes
quedaran cercadas 49 . La ORPA y el EGP juntos se componían de unos 6.000 efecti-
vos, y contaban con el apoyo de unos zso.000 civiles, en su mayoría campesinos
mayas S° . En los círculos militares se tenía la idea de que el apoyo indígena era el
resultado de un plan maestro concebido por la dirección guerrillera para proporcio-
nar ayuda logística a sus tropas:
De hecho, tenemos que darles las gracias por concebir lo que más tarde sería nuestro
sistema de Patrullas de Autodefensa Civil. Las guerrillas organizaron a los campesi-
nos en Fuerzas Irregulares Locales, las FIL [...] Pero a largo plazo, se sobreexcedie-
ron. Déjeme ponerle un ejemplo: sólo en Chimaltenango, a unos 45 minutos de la
capital, habían organizado a más de 70.000 FIL. El ejército sólo tenía 27.000 soldados
regulares. Lo que pienso es que con tanta gente perdieron la capacidad mínima de
abastecimiento, de mando y de control ".
al final del gobierno de los Lucas García cuando un grupo de oficiales del ejército,
que se hacía llamar el Movimiento de J óvenes Oficiales, dio un golpe de estado para
sustituir a los megalómanos y bélicos hermanos por una dirección militar más
sofisticada. El general Ríos Montt 54 fue nombrado nuevo jefe de estado con el obje-
tivo de borrar la corrupción de la cúpula, quitar de la esfera nacional a los líderes
militares y políticos especialmente violentos 5 5 y granjearse mayores simpatías entre
las guerrillas y la sociedad civil.
Entonces fue cuando por fin se produjeron cambios sustanciales en las tácticas y
la estrategia contrarrevolucionaria. Ríos Montt dio los primeros pasos para alcan-
zar un proceso de negociación con las guerrillas 56. Después ofreció una amnistía a
las guerrillas (según declaraciones oficiales, cientos de guerrilleros entregaron las
armas en puestos militares o de la Cruz Roja). Tras concluir el plazo para la amnistía,
Montt instituyó un estado de sitio, seguido de leyes draconianas que aumentaron los
ya amplios poderes del ejército. A comienzos de 198 3, tras seis meses de relativa
tranquilidad, el ejército lanzó una nueva ofensiva contrainsurgente, esta vez basa-
da en un concepto distinto de lucha antiguerrillera 57. La elite militar más joven, que
se deshizo pronto de Ríos Montt debido a sus ambiciones personales y lo sustituyó
por un general más «decente», fue la que formuló la estrategia, consistente en una
combinación de ideas políticas, militares y desarrollistas. El concepto principal se
basaba en la legitimación de su presencia en las regiones en liza por medio de «accio-
nes positivas», proyectos de desarrollo local, protección de los campesinos alia-
dos, etc. El fortalecimiento de la posición político-militar hacía necesario un mayor
control de la violencia «extra-gubernamental» y del campesinado en su conjunto,
así como una presencia más amplia a través de otros medios paramilitares. Esta nue-
va estrategia tambiédrequería una mayor legitimidad en el contexto nacional e inter-
nacional, el entendimiento con Estados Unidos y otros países importantes y, por
último, un gobierno civil que comulgara con la idea global que subyacía en estos
principios. De este modo se puede comprender la lenta transición hacia los gobier-
nos de Cereso (1986-91) y sus sucesores.
En términos más militares, la estrategia de contrainsurgencia se componía de
tres elementos 58. El primero de ellos fue el incremento del número de personas
54 Ríos Montt se había presentado ya antes como candidato a la presidencia por los democrata-
cristianos. Probablemente hubiera ganado las elecciones, pero el ejército decidió que el vencedor fuera
otro general. Ríos Montt cambió de opción política para participar en otras fórmulas con diversos parti-
dos. Después resultó ser un «cristiano renacido». Su biografía política (Efraín Ríos Mayar, de Anfuso y
Sczepanski) fue distribuida por su nueva iglesia. Sea cual fuere el juicio que merezcan sus aftos de gobier-
nos, lo cierto es que Ríos Montt posee carisma. En las elecciones parlamentarias de marzo de x995 obtu-
vo con su partido más del 3o% de los votos.
55 A Benedicto Lucas García, por ejemplo, se le puso bajo arresto domiciliario, aunque más tar-
de fue nombrado jefe de las operaciones contrarrevolucionarias en el Petén; véase Sexton, Campesino,
pág. 4zo.
56 La oferta inicial para entablar negociaciones se canalizó prudentemente a través de los C.olegios
Profesionales de Abogados, Médicos e Ingenieros, que estaban representados en el nuevo Consejo del
Estado de Ríos Montt. Con todo, los portavoces guerrilleros en Nueva York declinaron la oferta. (Entre-
vista del autor con Edgar Ponce, el 7 de julio de z 994. Ponce era entonces el vicepresidente del comité polí-
tico del Consejo.)
57 Entrevista del autor con el general Alejandro G ramajo, el 3 de julio de 1994.
58 Para una descripción más detallada, véase Sesereses, «Guatemalan Legacy», págs. 41 ss.
EJERCICIOS DE TERRORISMO DE ESTADO: LAS CAMPAÑAS 73
59 Véase Schirmer, «The Looting», pág. 9. Veáse también Schirmer, «Guatemalan Military Pro-
¡Can y Schirmer, «Guatemala».
74 DIRK KRUIJT
(la Cámara local de Comercio e Industria), el ayuntamiento, las iglesias, con volunta-
rios. ¡Acción psicológica! Y nosotros lo financiamos, con comida, con proyectos de
desarrollo. Todo el mundo participó y todo el mundo fue partícipe de la victoria.
Después, por medio de nuestra Inteligencia, conseguimos tener acceso a informes
para MISEREOR. Como sabe, MISEREOR es la organización de obispos alemanes.
El informe afirmaba: «El ejército, y no las guerrillas, está venciendo». Y ésa era infor-
mación obtenida de fuentes independientes. Otro día me encontré por pura casualidad
con un profesor de la Universidad de Georgetown, un antropólogo. Me dijo que le
pagaba el Departamento de Estado para que diera un análisis de la situación. Y yo
le pregunté: «¿La población campesina apoya a las guerrillas o al ejército?». Me
dijo con franqueza: «Yo pienso que vosotros estáis ganando la guerra. Lo que está fun-
cionando es el sistema de los comités de autodefensa, los proyectos pequeños de
infraestructura local, el programa de alimentos por trabajo» 60.
APUNTES FINALES
En 1821 y 1824 tuvieron lugar dos batallas decisivas en Junín y Ayacucho, las
últimas de las guerras de liberación latinoamericanas. Allí se enfrentaron el ejército
de los «realistas españoles» y el de los «liberadores peruanos». Por supuesto, los
soldados de las dos formaciones eran reclutas indios, mientras que los oficiales eran
blancores y criollos. Lo que resulta más curioso, sin embargo, es la distribución de
nacionalidades en el cuerpo de oficiales. En el ejército de liberación, casi todos eran
extranjeros: de Argentina, Chile, Venezuela y Colombia. También había algún bri-
tánico, algún otro europeo, e incluso un oficial norteamericano. El ejército de los
realistas tenía al mando oficiales peruanos.
La pregunta que surge entonces es quién liberó a quién de qué dominación. Esta
intrigante cuestión la planteó el autor peruano José de la Riva Agüero en la déca-
da de los cuarenta, y Mario Vargas Llosa la vuelve a examinar en sus memorias polí-
ticas 64. No obstante, las batallas de Junín y Ayacucho también han dejado otro
asunto polémico sin aclarar: la posición de las tropas indias. Estas agrupaciones fue-
ron carne de cañón de las campañas militares a comienzos del siglo XIX, en las últimas
décadas del mismo siglo y en las operaciones militares y paramilitares del siglo xx.
En último término, esta cuestión apunta a una de las mayores ambigüedades de la
historia política del Perú: la nacionalidad peruana.
Perú no es el único país latinoamericano que ha separado su «alma india» de su
«cadáver político». La historia peruana parece haberse reproducido en Guatemala de
manera similar. Sólo en estos dos países latinoamericanos, Guatemala y Perú, se ha
sometido a los pueblos indígenas a unas formas de degradación tan completas y sis-
temáticas. En la mayoría de los otros países de su entorno, la herencia colonial pro-
dujo una ciudadanía de segunda clase basada en las características étnicas y el color de
piel. Las clases gobernantes de Guatemala y Perú, sin embargo, han logrado crear
una ciudadanía de tercera clase con su población maya y quechua.
Tanto la historia colonial de estos dos países como, en su mayor parte, la posco-
lonial se podría resumir con frases muy parecidas: esclavitud de la población étnica
originaria, desintegración de las civilizaciones, lenguas e identidades culturales indí-
genas. En aquellos casos en los que los indígenas se integraron en las economías
nacionales de Guatemala y Perú, lo hicieron como minifundistas comunales o cam-
pesinos dependientes sin tierra, empleados en los enormes latifundios de los altipla-
nos de Guatemala y Perú. En los dos países, surgió un poderoso sistema de
63 Entrevista del autor con Héctor Rosada-Granados, negociador del gobierno en representa-
ción del presidente, el 14 de marzo y el 8 de julio de 1994. Véase también Aguilera y Ponciano, El espejo;
y Poitevin, Guatemala.
64 Vargas Llosa, El pezen el agua. Unos años antes, Flores Galindo, Buscando un Inca, págs. ab ss,
planteaba la misma cuestión.
76 DIRK KRUI JT
Este trabajo tiene una primera versión en español, con el mismo título, en Degregori, Las rondas
campesinas) la derrota de Sendero Luminoso. Para esta traducción, hemos intentado llegar a un nuevo punto
de confluencia entre esa primera versión y la segunda (en inglés), incluida en la edición original de este
libro (N. de los T.).
z Esa escasa presencia era, en parte, consecuencia de una opción que Sendero Luminoso fue per-
filando a lo largo de la década de 1970 y que lo convirtió en un proyecto fundamentalista en lo ideológi-
co, un «antimovimiento» social (véase Wieviorka, Societó et terrorisme) en el ámbito político y, como
organización, en una «máquina de guerra». El movimiento no daba prioridad al trabajo político en orga-
nizaciones sociales, comunidades o federaciones, sino a lo que denominaba «organismos generados» por
el partido, que constituían la «correa de transmisión» entre éste y las «masas». Sobre la composición de
Sendero Luminoso hacia 198o y la evolución del proyecto senderista, véase Degregori, Última tentación.
e
8z CARLOS IVÁN DEGREGORI
social estuviera ligada al ejercicio concreto del poder en sus.propias localidades —con
5 Sobre cómo asistir a la escuela y obtener una educación (en el sentido sobre todo de alfabetización
en castellano) significa para el campesino pasar de la ceguera a la visión, o de la noche al día, véanse Mon-
toya, Capitalismo;Degregori,Que'diffeil es ser Dios.
6 Berg ha hecho hincapié en cómo Sendero Luminoso aprovechó las contradicciones entre comu-
nidades y cooperativas en algunas zonas de Andahuaylas, en «Peasant Response»; I sbell se ha referido a la
manera en que Sendero colocó en el blanco de sus ataques a algunos abigeos (cuatreros) en Chuschi:
Isbell, «Shining Path»; Manrique también ha mencionado cómo Sendero Luminoso operó a partir de las
contradicciones entre el campesinado y la SAIS (cooperativa rural ampliada) Cabuide en las zonas altas de
Junín, en «Década».
84 CARLOS IVÁN DEGREGORI
LA ORGANIZACIÓN DE LA PRODUCCIÓN
Sendero Luminoso privilegió las formas de organización colectiva. En ese nivel
de actuación, al menos hacia finales de ¡982, en el momento de la siembra, no pare-
ció toparse con mayor resistencia. Nicario participó en la primera siembra del parti-
do en Chuschi (Cangallo), una comunidad donde el movimiento inició su lucha
armada el 17 de mayo de 1980. Su relato hace recordar los estados precolombinos o
7 Degregori, Ayacucho.
8 Como ha mostrado Berg en el caso de Andahuaylas, en Berg, «Peasant Response».
9 Gorrití, Sendero Luminoso.
lo Sucedió todo lo contrario: migración masiva a las ciudades en aquellas zonas donde se desata-
ba la violencia y empezaba la guerra sucia.
i y Véase Gorrití, Sendero Luminoso.
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 85
las mitas coloniales (trabajos forzados): las siembras en las tierras del sol, del Inca
o del terrateniente. En las ocho hectáreas de tierra comunal se congregaron 6o yun-
tas de Chuschi y de comunidades vecinas. En las cuatro esquinas de la chacra (gran-
ja) plantaron una bandera roja: «Al empezar reventó doce dinamitas, a las doce seis
dinamitas, en la tarde doce dinamitas. El trabajo era exitoso, pero no logró cosechar
el partido porque entró el ejército» (N icario). Pero en otras zonas geográficas el par-
tido sí cosechó y hubo casos en los cuales éste fue el momento de la ruptura: cuando
los campesinos se dieron cuenta de que el partido se apropiaba de lo que había
sido producido colectivamente.
En otros lugares, finalmente, los problemas surgieron cuando el partido dio
orden de que la siembra se realizara exclusivamente para el partido y la subsistencia
familiar, y procedió al cierre de las ferias. En este punto, la estrategia de conquistar
territorios y cerrarlos para bloquear el flujo de productos y asfixiar las ciudades
chocó de manera frontal con las estrategias mayoritarias que van más allá de las cues-
tiones del pago y de la comunidad y se vehiculan en amplias redes de parentesco y
paisanaje articuladas por una serie de nudos en distintas partes del campo y de la ciu-
dad '2. Las ciudades, por otra parte, no se abastecen exclusivamente y a veces ni tan
siquiera mayoritariamente de su propio entorno rural ". En otra parte mencioné
las dificultades que experimentó Sendero Luminoso al cerrar la feria de Lirio en las
alturas de Huanta, donde campesinos iquichanos, supuestamente aislados, se abas-
tecían de un surtido de productos manufacturados 14. No obstante, las fisuras a este
nivel empezaron irremediablemente a hacerse cada vez más profundas hacia finales
de la década.
EL NUEVO PODER
contra el orden comunal, sino contra toda una cosmovisión. Al partido, sin embar-
go, el mundo campesino le parecía plano, bidimensional, carente tanto de densidad
histórica como de complejidad social; dividido simplemente en campesinos ricos,
medios y pobres. Parece justo afirmar que, al adoptar ese modo de proceder, apli-
cando sus descaminadas categorías economicistas, el movimiento acabó soste-
niéndose con frecuencia en los jóvenes de los estratos medios y ricos, seduciendo
o neutralizando algunos sectores de adultos de esas mismas clases, e imponién-
dose o reprimiendo, y finalmente masacrando, a los campesinos pobres.
Fue sobre todo desde que Sendero Luminoso rechazó a las autoridades
comunales cuando se produjeron las primeras rebeliones abiertas contra la organi-
zación. Sin embargo, incluso en las comunidades donde ya no se elegían varayoq y el
gobierno local procedía de acuerdo con la legislación nacional, el ascenso al poder
de las nuevas autoridades solía resultar problemática. En algunas comunidades, los
vínculos familiares entre «el viejo y el nuevo poder» (por usar terminología sende-
rista) neutralizaron en un principio cualquier resistencia, como en Rumi, donde
«ya en esos tiempos se llegó a nombrar nuevas autoridades. Nosotros convoca-
mos [una asamblea] para nombrar nuestras autoridades verdaderas de la comunidad.
Las antiguas no protestaban porque del presidente su hijo mismo estaba ya en el
partido, decidido. También su hijo lo ha convencido a él». Pero en otras muchas
zonas, la juventud de los mandos senderistas resultó ser un duro golpe. No sólo
porque estaba en contradicción directa con las jerarquías de edad, sino porque «el pen-
samiento de Gonzalo» no bastaba para desmadejar a los jóvenes rurales, que se
hacían cargo de sus pueblos y la tupida red de relaciones de parentesco y paisana-
je (con su propia dinámica de reciprocidades, rencillas, odios y preferencias) en la que
se hallaban inmersos. Los representantes del nuevo poder se vieron envueltos con
frecuencia en disputas intracomunales. El relato de una comunidad de Tambo/La
Mar explica una de las formas en la que se desarrollaba esa dinámica:
Lo peor que habría hecho Sendero de repente es haberse confiado con gente muy
joven de cada localidad, con muy poca experiencia [...] Ellos ya tergiversaron total-
mente los planes de gobierno que tenía Sendero, entonces ya optaron por tomar acti-
tudes de venganza, de rencilla, de repente un papá con otro papá ha tenido algún lío
por cuestión de linderos en sus chacras, de animales, de robo, de pérdida, peleas de
marido y mujer; como Sendero les había dado responsabilidades a los de la localidad,
entonces comenzaron a tomar represalias, tomar venganzas, ahí es donde se producen
las matanzas, de ahí viene toda la disconformidad de la gente ( José, maestro).
Así la columna partía sin darse cuenta de que detrás de sí dejaba un avispero de
contradicciones, que luego no sería capaz de resolver.
En otros casos existía un gran descontento con los cuadros foráneos, mientras
que los milicianos locales parecían más comprensivos. Alejandro, un joven univer-
sitario de una familia de campesinos, daba su opinión sobre uno de estos casos, en el
que además se advierte la manera irresponsable en la que los cuadros se enfrentaban
a la lucha armada: «Parece que no eran buenos cuadros los que dirigían el grupo de
Allpachaka; planteaban que vamos a ganar la guerra, que vamos a quitarles sus
helicópteros, que no se preocupen, que armas va a haber para todos [...] Yo creo
que depende de la zona, en otras zonas había buenos elementos». Este comentario es
importante puesto que hace hincapié en la variedad de situaciones concretas que
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 87
se daban. Si bien es cierto que no se registraron rebeliones abiertas en esos casos, tras
la imposición de nuevas autoridades aparecieron los primeros resentimientos a la vez
que los primeros aliados campesinos de las Fuerzas Armadas: los sop/ones, siguiendo
el léxico senderista.
19 En Gorrití, Sendero Luminoso, pág. 283; el autor cita el documento del PCP-Sendero Luminoso,
Pensamiento militar del partido, de diciembre de 1982.
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 89
esto», diciendo, «qué dicen ustedes, ¿vamos a matarlos o vamos a castigarlos?». Recién
la comunidad habló: «Por qué pues van a matarlos, que se someta a castigo», dijo la
comunidad. «Ah, ustedes siempre están con esas ideas arcácas de defenderse todavía.
De acá en lo posterior ya no vamos a preguntar, ya sabíamos que ustedes iban a defen-
der. Nosotros tenemos que bajarle la cabeza, porque a la mala yerba hay que extermi-
narla total, porque si nosotros vamos a estar perdonando a la mala yerba nunca vamos
a triunfar, nunca vamos a superarnos», así dijeron (Cesáreo, maestro).
Este testimonio deja entrever uno de los trágicos desencuentros entre el ansia de
«superarnos» de los jóvenes cuadros y lo que ellos consideraban «ideas arcaicas»
de la comunidad, es decir, entre el proyecto senderista y la racionalidad andina. Los
senderistas, sumidos en su ideología de una manera fundamentalista, dispuestos a
matar y morir por su proyecto, no conocen ni respetan los códigos campesinos.
La suya era una utopía para cuadros, que no logra ser de las masas; eran sacerdotes de
un dios que hablaba, a veces literalmente, chino.
En este punto es necesaria una explicación. En un contexto donde el gamona-
lismo, aunque en declive, sigue presente (propocionando, en cierta medida los códigos
de dominación y subordinación; en una región con pocas organizaciones campe-
sinas nuevas, escaso desarrollo del mercado y carente de oportunidades para explo-
rar los espacios democráticos abiertos en otras partes del país a partir de 198o gracias
a las elecciones municipales), los campesinos parecían dispuestos a aceptar a un nue-
vo patrón, e incluso sus castigos. Ni la violencia estructural ni la política bronca les
eran ajenas. Los castigos corporales, los azotes, los cortes de pelo son la continua-
ción de la vieja sociedad andina señorial y del viejo poder misti. Los campesinos
estaban acostumbrados a soportarlos y sabían cómo combatirlos. Por el contrario, la
violencia política hiperideológica de Sendero Luminoso, que contradecía los códi-
gos tradicionales, sí les era ajena. En el testimonio que acabamos de citar, el diálogo
con Cesáreo continúa así: «Pero si eran delincuentes, ¿por qué la gente se negaba a
que los maten? ¿Y sus hijos? ¿Quién se iba a hacer cargo de sus familias?». En otras
palabras, la muerte es considerada el límite del castigo, pero no solamente porque
los campesinos tengan una «cultura de vida». Las razones principales son más
bien de índole pragmática, características de una sociedad cuya base económica
es precaria; que establece intrincadas redes de parentesco y complejas estrategias de
reproducción, una sociedad que tiene que velar apasionadamente por su propia
mano de obra. Matar, eliminar un nudo de esas redes, tiene repercusiones que
van más allá del núcleo familiar del condenado. Como ya hemos mencionado ante-
riormente en este capítulo, cuando Sendero Luminoso comenzó su guerra, los terra-
tenientes prácticamente ya habían desaparecido de Ayacucho. Por lo tanto, en
muchos casos, los «blancos de la revolución» fueron pequeños explotadores locales,
prepotentes y muchas veces abusivos, pero ligados por vínculos de parentesco, pai-
sanaje y cotidianedidad a sus comunidades, o por lo menos a determinados grupos
dentro de la comunidad. Un comentario sobre Allpachaka, recogido después de su
destrucción, lo corrobora: «En Allapchaka había muchos abigeos y los han matado.
Entonces sus familiares se han vuelto antisenderistas y han comenzado a denun-
ciar y a indicar a gente inocente como senderista. Yo creo que no han debido de
matarlos sino castigarlos para que se corrijan» (Alejandro, universitario, hijo de cam-
pesinos). «Castigarpara corregin> es uno de los poderes fundamentales de la autori-
dad legitimada, sea de la comunidad o de los mistis. Al matar, Sendero Luminoso
90 CARLOS IVÁN DEGREGORI
desgarra un tejido social muy delicado y abre una caja de Pandora que es incapaz de
controlar.
Empleando jerga de moda hoy en día, podríamos decir que en lo que se refiere a
la economía de la violencia, los supuestos macroeconómicos del partido no estaban
en sintonía con la conducta microeconómica de los agentes. El punto de partida del
análisis macroeconómico de la violencia llevado a cabo por Sendero es que la vio-
lencia «estructural» resulta más mortífera. Criticando el discurso de Monseñor Dam-
mert en la inauguración del Consejo por la Paz, Guzmán comenta:
Predica la paz de los muertos por hambre [...] En el Perú, por el inicuo sistema domi-
nante mueren anualmente 6o.000 niños menores de un año según datos del 9o, cifra
que obviamente ha sido mayor por el azote del cólera. Compárese con las cifras de
muertos reconocidos oficialmente; en diez años de guerra popular ha muerto la terce-
ra parte del total de niños menores de un año muertos en un solo año. ¿Quién asesina
niños en la cuna? Fujimori y el viejo Estado reaccionario z`).
Sendero Luminoso afirmaba que su modelo era más eficaz y, a medio plazo,
menos costoso en vidas humanas, hasta el punto de que la revolución eliminaría la
pobreza, el hambre y la violencia «estructural» en general. Desde el punto de vista de
los campesinos, sin embargo, la violencia política se sumaba a la violencia estructu-
ral (que ya en sí era más que suficiente) haciendo intolerable el corto plazo mientras
que, como dijo Keynes, en el largo plazo (el de la utopía senderista) todos estare-
mos muertos.
Por otra parte, en términos legales, las penas que imponía Sendero Luminoso
eran cada vez más desproporcionadas con respecto a los supuestos delitos. Es más,
dichos crímenes se tipificaban conforme a un código legal creado por el propio
movimiento y totalmente ajeno tanto a las normas consuetudinarias como a la legis-
lación nacional. Según Gálvez a', en lo que él llama (con una finalidad meramente
descriptiva) «derecho campesino», las penas incluyen con frecuencia la coacción
física, pero muy rara vez la muerte. Esta última solamente se tiene en considera-
ción cuando se cree que peligra la seguridad de todo el grupo, especialmente en
relación con el abigeato, e, incluso en ese caso, solamente como último recurso. La
base del llamado derecho consuetudinario andino es la persuasión, es decir, con-
vencer al culpable para realizar una reparación y restituir la unidad del grupo '2. Por
tal razón, al nombrar a las autoridades comunales y a los jueces de paz (que son pro-
puestos por la comunidad y reconocidos por el Estado), la asamblea comunal toma
sobre todo en cuenta a quienes considera «justos», «rectos» y que son reconocidos
como tales por todo el grupo. Las autoridades son personas que conocen a sus pue-
blos y las costumbres de éstos.
Se trata, naturalmente, de una situación algo idealizada que, además, quedó ero-
sionada, entre otras cosas, por los conflictos derivados de la expansión del mercado,
las cada vez más numerosas distinciones entre los campesinos, el creciente peso de los
13 Escapa también a los límites de este capítulo el análisis de la violencia de las Fuerzas Arma-
das. Un testimonio sobre la violencia irracional y de tintes racistas, ejercida por miembros de las Fuer-
zas Armadas en ese mismo periodo, se encuentra en un manuscrito no publicado de Degregori y
López Ricci.
92 CARLOS IVÁN DEGREGORI
En los siguientes años, el dolor y la pena fueron dos de los cabos sueltos median-
te los que la familia numerosa y posteriormente las rondas empezaron a deshilachar
el tejido del proyecto senderista hasta mostrarlo en toda su desnudez. Nicario,
por ejemplo, vacilante entre su hermano menor, que lo animaba a integrarse en la
organización, y sus otros hermanos, que lo llamaban desde el otro sendero en Lima, se
decidió en 198 3 por esta segunda opción y comenzó una carrera como microempre-
sario 24. Durante los siguientes años surgieron casos aislados de arrepentidos, hasta
convertirse en toda una oleada con la masificación de las rondas.
LA SEGURIDAD DE LA POBLACIÓN
24 El otro sendero se refiere al título del libro The Other Path, de Hemando de Soto, que destaca los
méritos del sector no institucional de Lima (nota de los editores).
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS 93
ADAPTACIÓN-EN-RESISTENCIA
El concepto es afín, en cierta medida, a lo que Scott llama «las armas de los débi-
les», que, en la situación límite de esos años, eran las únicas de las que disponía el
campesinado 26 . En el siguiente relato de una campesina de 6t años de Acos-Vinchos,
recogido por Celina Salcedo 17 la astucia de la adaptación-en-resistencia adquiere ras-
,
gos picarescos:
Cuando han venido los tuta puriq nos han dicho: «mañana en la tarde se van a formar
y allí vamos a saber», nos han dicho y todos estábamos con miedo, pensando, ¿qué
nos harán? Seguramente nos van a matar. Cuando se fueron nos hemos reunido
todos, hombres y mujeres, grandes y chicos; y hemos dicho: «vamos a formarnos
como nos han dicho y luego diremos que vamos a vigilar, y después, cuando estén
todos, gritaremos: «¡vienen los cabitos!» 28 y así se irán», nos dijeron. Así, al día
siguiente, tal como quedamos, los que vigilaban empezaron a gritar: «¡vienen los tubi-
tos!, ¡vienen los cabitos!». Entonces los ruta puriq empezaron a correr, escapar alocada-
mente. Desde entonces ya no vienen.
EXTERIORIZACIÓN 29
Sendero Luminoso decidió competir de igual a igual con las Fuerzas Armadas en
el ejercicio de la violencia sobre la población rural para derrotarlas también en ese
terreno. Siguiendo esa lógica, el propio Guzmán comenzó a proclamar años después
que «el triunfo de la revolución costará un millón de muertos».
Así, salvo excepciones, de 1983 en adelante, la región fue devastada por dos
ejércitos objetivamente externos. No obstante, ambos marchaban hacia el campo de
batalla desde extremos opuestos. Uno de los principales eslóganes senderistas decía:
«el partido tiene mil ojos y mil oídos». En esos tiempos, para ponerlo en términos
más brutales, Sendero Luminoso sabía generalmente a quién matar, incluso en Luca-
namarca; y si los campesinos se sometían a sus dictados, podrían sobrevivir. Pero
mientras el partido tenía mil ojos y mil oídos, las Fuerzas Armadas eran ciegas
o, mejor dicho, daltónicas. Al haber llegado hace poco a la región, y tratando de
reproducir en los Andes estrategias que habían resultado eficaces en el Cono Sur, no
tenían medios para distinguir al enemigo de la demás gente de la zona y, donde
veían piel oscura, disparaban.
La trayectoria de los jóvenes rurales en los arios posteriores a la intervención
militar puede servir como hilo conductor para comprender el curso seguido por
Sendero Luminoso. Estos jóvenes, el eslabón clave para la expansión senderista en
el campo, siempre vacilaban entre dos lógicas y entre dos mundos. En Allpachaka se
debatían entre la orden del partido de sacrificar el ganado y el llanto de las pastoras.
En La Mar vacilaban entre la lógica de gobierno del partido, las lealtades locales y las
venganzas familiares. En general, se mostraban indecisos entre el partido y el mer-
cado como posibles vías hacia el «progreso» y la movilidad social. La entrada en
escena del ejército aumentó esas tensiones, y cuando el partido decidió responder al
Estado con sus mismas armas en el terreno militar, reproduciendo como en un espe-
jo la violencia del ejército, se consumó el decisivo desencanto de los jóvenes.
29 En la primera versión de este artículo, el autor utiliza el término «externalización» para referir-
se a este fenómeno, en Degregori, Las rondas campesinas) la derrota de Sendero Luminoso (N. de los T.).
3o Guzmán, «Presidente Gonzalo».
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPESINAS
95
Lo que sucedió con los jóvenes de Rumi nos muestra una parte de ese proceso de
desencanto. Nicario dijo «basta», pero otros, incluyendo su hermano menor, opta-
ron por formar parte del partido, convirtiéndose así en la semilla que permitía, entre
otros factores, que Sendero Luminoso se extendiera por diferentes zonas del país.
En este proceso, Sendero Luminoso perdió a sus masas campesinas pero ganó cua-
dros integrados por jóvenes. Una vez más convirtió un retroceso social en victoria
política 31 . Pero en ningún otro lugar del Perú se repetiría el escenario ayacuchano de
principios de los años ochenta, que representa la época más «social» y consensual
de Sendero Luminoso. En años posteriores, conforme la organización se extendía a
otras zonas, su inclinación por el empleo del terror y su carácter de «antimovimien-
to social» tenderían a potenciarse.
En Ayacucho, Sendero Luminoso permaneció en una especie de limbo, en las
lindes de una sociedad campesina que o se adaptaba al movimiento guerrillero o
le oponía resistencia o las dos cosas a la vez. Dadas estas circunstancias, el parti-
do se comportó bien como un actor más, armado y, por lo tanto, poderoso, pero
carente de la hegemonía de la primer etapa; bien como facción firmemente implan-
tada en algunas comunidades enfrentadas a otras dentro de un área más amplia,
inmerso en contradicciones que a veces se remontaban a la época prehispánica. En
determinados casos, también como facción, capturaba y sometía poblaciones, obli-
gándolas a convertirse en «bases de apoyo» que, a medio plazo, pudieron revelar su
carácter artificial y coercitivo.
Así presenta la situación de esos años el folleto Desarrollar la guerra popular sir-
viendo a la revolucio'n mundial, que hace un recuento de seis años de violencia, en los que
desaparecen las contradicciones anteriormente mencionadas. Bien es cierto, sin
embargo, que Sendero Luminoso seguía disputándose partes de la región con las
Fuerzas Armadas, e incluso logró extenderse a otras zonas del país, especialmente al
valle del Huallaga, principal productor de hoja de coca del mundo, y a Lima. En
1988, el partido celebró su I Congreso. Poco tiempo después consideró llegado el
momento de conquistar el «equilibrio estratégico». Según Mao (en interpretación de
33 Escapa a los límites del presente capítulo una discusión sobre el voluntarismo extremo que
llevó a Guzmán a considerar que Sendero Luminoso podía alcanzar en ese momento el equilibrio estra-
tégico. Tapia analiza en detalle las diferencias entre el equilibrio de la China de Mao y la situación del Perú
hacia 1990, en Tapia, Equilibrio estratégico; también Manrique, «Caída».
34 En Junín y otros departamentos de la sierra central, con un mayor desarrollo mercantil, los
acontecimientos siguieron un ritmo más acelerado. Hacia 1987-1988, el campesinado había observado con
estupor, no exento de simpatía, cómo destruía Sendero Luminoso las grandes SAIS (supercooperativas)
de esa región. Pero pronto la mayoría de la población se rebeló (especialmente en los valles del Mantaro,
Cunas y Tullumayo, graneros de Lima) cuando Sendero Luminoso pretendió restringir su participación
en el mercado de manera directa, o indirectamente a través de la destrucción de puentes y de carreteras;
véase Manrique, «Década».
COSECHANDO TEMPESTADES: LAS RONDAS CAMPL:51 NAS 97
racista, cuyos reclutas eran por lo general blancos o criollos, desempeñó durante esos
años un papel destacado en las provincias de Huanta y La Mar. Desde '98 5 , la mari-
na fue reemplazada por el ejército, con una composición más serrana. Hacia fina-
les de la década, cuando se pasó de la represión indiscriminada a la selectiva,
podemos decir que las Fuerzas Armadas se instalaron en la frontera de la sociedad
campesina para realizar incursiones en ella. Primero, el ejército utilizó como inter-
mediarios a aquellos campesinos que habían pasado algún tiempo en las Fuerzas
Armadas realizando el servicio militar obligatorio. Y, en segundo lugar, en la déca-
da de los noventa, hicieron más hincapié en las políticas asistenciales y comunitarias,
llevando a cabo obras de infraestructura en representación de un Estado que, a pesar
de sus crisis, tenía a esas alturas más «ases en la manga» que Sendero Luminoso,
que, por su parte, sólo ofrecía la austeridad más radical. Finalmente, el reclutamien-
to de jóvenes para que hicieran el servicio militar en sus propios lugares de origen y
el reparto de armas a las rondas, aun cuando sólo fueran escopetas 35, mostró que las
Fuerzas Armadas, y a través de ellas el Estado, habían conseguido la hegemonía en
la zona.
Cabe mencionar un elemento importante de esta reconquista: las Fuerzas Arma-
das no pretendían controlarlo «todo sin excepción», como Sendero Luminoso. Si
bien las visitas semanales de los «comandos» campesinos a los cuarteles, la partici-
pación en los desfiles y la atención a las necesidades de las patrullas en las comu-
nidades podían ser una incomodidad, las Fuerzas Armadas no interferían en la vida
cotidiana de la población de la manera opresiva que había caracterizado a Sendero
Luminoso.
Sendero Luminoso, en cambio, se distanciaba cada vez más del campesinado,
cuya actitud fue pasando de la aceptación pragmática a la adaptación-en-resistencia
y, posteriormente, a la abierta rebeldía contra el partido. Sucedió entonces que si en
los primeros años de la guerra se hicieron célebres nombres como Pucayacu, Acco-
marca, Umaru, Bellavista, Ccayara, poblaciones arrasadas por las Fuerzas Arma-
das, a partir de 1988 fueron las masacres perpetradas por Sendero Luminoso las
que sembraron de muertos la región. En poco más de cuatro arios, entre diciembre
de 1987 y febrero de 1992, una revisión nada exhaustiva nos da un total de dieciséis
masacres senderistas en las que se superaba la docena de víctimas 36. Si intentá-
ramos representar con un gráfico dicho horror, la curva ascendente de Sendero
Luminoso y la descendente de las Fuerzas Armadas se cruzarían definitivamente en
Ccayara. El 14 de mayo de 1988, 28 campesinos murieron en esa comunidad, en la
última matanza en masa perpetrada por las Fuerzas Armadas en la región. Pocos
días antes, Sendero Luminoso había asesinado a 18 ronderos en Azángaro, Huanta.
Embarcados en este macabro recuento, vale mencionar que mientras la represión por
parte de las Fuerzas Armadas se volvía más selectiva 37, Sendero Luminoso pasaba de
los «aniquilamientos selectivos», que los senderistas justificaban por su puesta en
3 5 Los repartos de armas comenzaron en x99o, en la fase final del gobierno de Alan García. La
situación se legalizó en 99z con el Decreto Legislativo 74i, que reconocía los Comités de Autodefensa
Civil y permitía «la tenencia y uso de armas y municiones de uso civil».
36 Véase Iddle,IDL, para más detalles.
37 La represión seguía cobrándose víctimas. Así, durante esos mismos cinco aftos de ma.sacres sen-
deristas, Perú ocupaba el primer lugar en el mundo en detenidos-desaparecidos; véase Ideele, IDL.
7
98 CARLOS IVÁN DEGREGORI
práctica «sin crueldad alguna, como simple y expeditiva justicia» 38 , a las grandes
masacres. En muchas partes, sectores decisivos del campesinado optaron enton-
ces por una alianza pragmática con las Fuerzas Armadas.
Dos hechos representan de manera gráfica esta evolución. En los primeros
años de la intervención militar se formó toda una mitología alrededor de la marina.
Se decía que contaba con mercenarios extranjeros, argentinos tal vez, porque ni
siquiera los campesinos peor pensados imaginaban que sus propios compatriotas
pudieran tratarlos de ese modo. En abril de 1994, en una camioneta que se dirigía
a la feria de Chaca, en las alturas de Huanta, conversé con un dirigente de esa comu-
nidad, que había estado en el río Apurímac en los peores años de la violencia, y que
recordaba el pánico que despertaban esos supuestos mercenarios:
Bajaban del helicóptero disparando sus ráfagas. Aunque sea una hoja que cae del árbol
y ya estaban ráfagas disparando. No sabían caminar, no conocían el monte, eran sobra
de la guerra de las Malvinas que habían pedido asesoramiento. Paraban tirados
oyendo otra música. También tenían a los Matadores. En una jaula no más paraban,
no salían. Por una ventanita les daban alimento. Eran varones pero hasta acá [señala la
cintura] tenían el pelo. Una vez a un tuco lo metieron a la jaula y le abrieron el corazón
y la sangre que salía chupaban, chupaban, «qué rico» diciendo 39 .
En Chaca nos topamos con un solitario oficial del ejército paseándose entre cien-
tos de feriantes, campesinos y comerciantes «como pez en el agua», con sólo una pis-
tola y dospiiiitas (granadas) al cinto, «por si acaso». Había llovido mucho ya. En San
José de Secce, capital de distrito, los reclutas que hacían el servicio militar en el cuar-
tel eran campesinos quechuahablantes del lugar.
Por su parte, Sendero Luminoso terminó por ser identificado en muchos sitios
con el anticristo o con el temible ñakaq o pishtaco 4 . En igual o mayor medida que
las masacres de comuneros, el hecho que mejor ejemplifica la «exteriorización»
de Sendero Luminoso en la región es el «quinteo» (ruleta rusa) a la que sometieron
hacia 1991 a los camioneros de la ruta Ayacucho-San Francisco. En uno de los fre-
cuentes bloqueos que Sendero Luminoso realizaba en dicha carretera para exigir
aranceles y saldar «cuentas de sangre», uno de los chóferes escapó e informó de la
presencia guerrillera a un destacamento militar, que cayó sobre los senderistas
produciéndoles varias bajas. Como represalia, Sendero Luminoso inició en distintas
carreteras una matanza indiscriminada de transportistas a los que escogía práctica-
mente al azar 41 Este tipo de acción refleja fue empleada por las Fuerzas Armadas
.
ESENCIAS EN ACCIÓN
Los campesinos, por su parte, eran «la arena de contienda ente revolución y
contrarrevolución» 48, actores pasivos, ceros que sólo adquirían valor al ser suma-
dos a uno u otro bando. Sendero Luminoso era el depositario de la Verdad, con un
líder que representaba la «garantía de triunfo» en tanto que era capaz de inter-
pretar las leyes de la historia: estaban «condenados a triunfar». Tarde o temprano,
a través del ejercicio prolongado de la guerra popular, los campesinos seguirían el
camino trazado por su destino y gravitarían hacia Sendero Luminoso, como las
mariposas hacia la luz, porque «objetivamente ellos [la contrarrevolución] no
representan los intereses del pueblo, nosotros sí, ellos no pueden ganar a la masa,
tienen que forzarla, oprimirla para que los sigan y eso engendra resistencia; en
nuestro caso sí podemos ser seguidos porque podemos hacerles ver lo que es obje-
tivo, que representamos sus intereses». De ese modo no había ningún problema.
Al menos no un problema demasiado serio. Según Sendero, al establecimiento del
«nuevo poder» en una determinada zona le seguiría el restablecimiento del viejo
LA CULTURA ANDINA
El choque de Sendero Luminoso con las nociones del tiempo y el espacio del
campesinado forma parte de un conflicto más amplio con la cultura andina. Me
refiero en este punto a un conjunto de instituciones de gran importancia para el
campesinado quechua ayacuchano, en especial la familia numerosa, la comunidad,
las reglas de reciprocidad, la jerarquización por edad, los rituales, las fiestas y la
dimensión religiosa en general. Los senderistas aborrecían las creencias de la reli-
gión andina nativa y del catolicismo popular (que consideraban arcaicas) y los
rituales y las fiestas (que trataron de suprimir). Los cuadros lo justificaban por su
elevado coste.
102 CARLOS IVÁN DEGREGORI
Sin embargo, el partido también parecía sentirse incómodo con los aspectos de
la «inversión del mundo» que caracterizaban esas fiestas. El «poder total» no podía
tolerar esas oportunidades potenciales de descontrol. No les faltaba razón. En varios
lugares (Huancasancos, Huaychao) la población aprovechó dichas fiestas para
rebelarse contra Sendero Luminoso. En una comunidad de Vilcashuamán, los sen-
deristas suprimieron las fiestas «"porque de repente cuando estamos en la fiesta nos
pueden traicionar, puede pasar problemas", dicen ellos» (Pedro).
El desprecio senderista por las manifestaciones culturales del campesinado que-
chua tiene una base teórica: «el maoísmo nos enseña que una cultura dada es el
reflejo, en el plano ideológico, de la política y la economía de una sociedad dada»
decía El Diario, el 13 de septiembre de 1989. Si esto es así, entonces las manifesta-
ciones artísticas y culturales andinas son apenas rezagos del pasado: «[...] reflejo de
la existencia del hombre bajo la opresión terrateniente, que refleja el atraso tecnoló-
gico y científico del campo, que refleja las costumbres, creencias, supersticiones,
ideas feudales, anticientíficas del campesinado, producto de siglos de opresión y
explotación que lo han sumido en la ignorancia» 49.
Partiendo de esa teoría y esa práctica, sigue pareciendo válido caracterizar a los
senderistas como nuevos mistis, influidos por la escuela y el marxismo 5° En un tra- .
bajo anterior 5 comparé a los senderistas con un tercer hermano de los Aragón de
Peralta, protagonistas de Todas las Sangres. Si tomamos como ejemplo otra novela de
Arguedas, Yawar Fiesta, es fácil identificar a don Bruno con los mistis tradicionalis-
tas ( Julián Arangtiena, por ejemplo) que están a favor de la «corrida india»; a don
Fermín con las autoridades nacionales y con los mistis «progresistas» que se oponen a
la corrida india y tratan de «civilizarla» llevando a Puquio un torero español. Este
grupo incluiría a los estudiantes universitarios cholos que buscan «el progreso del
pueblo» y ayudan a contratar al torero. Pero los indios del ayllu Qayau logran cap-
turar al feroz toro Misitu; los universitarios cambian de opinión, cautivados por la
fuerza de los comuneros, y se llenan de alegría y orgullo, olvidando así sus «ansias
de progreso»; el español fracasa en la corrida y son los indios los que se lanzan al
ruedo para alegría de los propios mistis progresistas. En la última línea de la novela,
el alcalde le dice al oído al subprefecto: «eVe Vd., señor Subprefecto? Éstas son nues-
tras corridas. Elyawar fiesta verdadero!».
De haber estado allí el tercer hermano, a quien sería fácil identificar con deter-
minados estudiantes o profesores senderistas, que no hubieran sucumbido ante la
fuerza de los runas de Qayau, el final seguramente hubiera sido otro. Si el partido
hubiera estado presente, posiblemente habría matado a Misitu y prohibido la fies-
ta. Si la hubiera permitido, habría sido una decisión estrictamente táctica y el
«BIENVENIDOS A LA PESADILLA»:
REFLEXIONES SOBRE LOS GUERREROS SIN
ROSTRO DE LA REVUELTA DE LACANDONA
(CHIAPAS, MÉXICO, 1 994)
Arij Ouweneel
P
• OR QUÉ SE PRODUCE EL ALZAMIENTO ARMADO DE LOS CAMPESINOS?, se
preguntan sociólogos e historiadores desde hace décadas. Cuando se invi-
ta a un(a) mexicanista, cualquiera que sea, a dar una charla, no le queda
mas remedio que abordar este problema ya clásico y responder a preguntas sobre
el levantamiento de Chiapas de Año Nuevo de 1994'. Chiapas, que ya ha recibido
a más antropólogos que comunidades tiene, se ha convertido en un objeto de
moda editorial comparable con las revoluciones cubana y nicaragüense, las gue-
rrillas centroamericanas o los aniversarios de Bolívar y Colón hace unos años a. A
simple vista, parece fácil encontrar una explicación a la revuelta y los orígenes de
la misma ; .
r Para más información, véanse Ouweneel, Alveer die lidian" y Gosner y Ouweneel, Indigenoas
Revolts.
z Véanse, entre otros, A ubry, «Lenta acumulación»; (A utonomedia), ¡Zapatistas!; Camú, Urzúa y
Tótoro Taulis, EZLN; Collier, Basta!; Guillermoprieto, «Letter from Mexico»; Harvey, Rebellion; Rome-
o Jacobo, Altos de Chiapas; Ross, Rebellion; Rovira, ¡Zapata vive!, Rus, «Local Adaptatioru>.
Una de las mejores historiografias recientes, de poderosa brevedad, es la de Alma Guillermo-
prieto: «The Shadow War».
o6 ARI J OUWENEEL
tropical en la frontera con Guatemala, y dirige su análisis a los problemas del cam-
pesinado en esta zona de frontera real: en el oeste del Lacandón se halla la región de
Las Cañadas, uno de los focos principales de este movimiento; y cerca de la ciudad
de Simojovel se encuentra otra de las áreas revolucionarias más importantes, la loca-
lizada al norte de San Cristóbal de Las Casas 4 Los analistas «endógenos» hacen un
.
repaso general a los factores de pobreza y superpoblación, y finalizan con una narra-
ción detallada de los orígenes del Ejército Zapatista de Liberación Nacional
(EZLN). Por su parte, los estudiosos del bloque «exógeno» centran su visión histó-
rica en los desastres económicos de las décadas pasadas en el conjunto del estado de
Chiapas y, más en concreto, pintan un cuadro desolador del avance de la pobreza y la
explotación en todos sus municipios rurales, presentando la revuelta zapatista como
una de sus principales consecuencias. Hojeando la literatura sobre el tema, se obser-
va que el primer grupo prefiere hablar de «la revuelta de la Selva Lacandona»,
mientras que el segundo tiende a quedarse con la denominación del «levantamiento
de Chiapas».
En este capítulo he adoptado la perspectiva «endógena». Después de todo, los
rebeldes surgieron de la selva tropical nororiental y no de la altiplanicie, o Los Altos,
como los llaman en Chiapas. Según parece, Los Altos sí fue en cierta época la zona de
origen de los rebeldes: los campesinos de la Selva Lacandona son inmigrantes o
hijos de inmigrantes que dejaron las comunidades superpobladas de los Altos entre
las décadas de los cincuenta a los setenta. Fue una diáspora de tzeltales y tzotziles, que
tuvieron que hacer de la selva su hábitat y acabaron aceptándola como último recur-
so. Su tierra prometida. Así y todo, parece poco adecuado titular un libro sobre el
levantamiento Los Altos de Chiapas, como ha hecho Romero Jacobo, porque de esa
manera se ignora el meollo de la cuestión.
La decisión radical de declarar la guerra fue exclusiva del Lacandón. Es cierto que
había empeorado el estado de miseria en todo Chiapas. Las desigualdades y la cruel-
dad de las injusticias vividas en esta zona ponen los pelos de punta: Chiapas tiene las
tasas de mortalidad infantil y analfabetismo más altas, yen ningún otro estado son tan
precarias el agua corriente y la electricidad. La pobreza y la represión hacen de la vio-
lencia algo cotidiano. Según Guillermoprieto: «Este estado, de abundantes ríos,
proporciona una quinta parte de la electricidad del país y un tercio de la producción
de café, pero ni una gota de esta riqueza revierte a los diferentes pueblos mayas» S A .
pesar de ser «vergonzosamente, los pobres más ignorados de todo México», los habi-
tantes de los Altos de Chiapas no tomaron la decisión extrema de entrar en guerra. En
vez de ello, se aferraron a los mecanismos legales para hacer frente a sus problemas:
litigios, elecciones, protestas y marchas políticas. Algunas comunidades disponían de
armas pero no llegaron a utilizarlas. Tuvieron que soportar la ocupación de sus con-
sistorios sin disparar una sola bala. De hecho, durante el segundo ataque armado
de enero y febrero de 1995, el EZLN no recibió ayuda militar de las comunidades de
los Altos. Antes bien, en la mayor parte de los pueblos que pudieron visitar los perio-
distas, ondeaban banderas blancas en las diminutas chabolas de los campesinos. La
pobreza por sí sola, ya lo sabemos, no ocasiona un levantamiento armado.
6 Por ejemplo, Collier, Basta!; íd., «Background»; Rus, «Local Adaptation»; Harvey, Rebellion.
7 Feder, Rape ofthe Peasantry; Huizer, «Emiliano Zapata». Sobre este tema, véase Ouweneel, Ondee-
broker; groel in Anáhuac.
io8 ARIJ OUWENEEL
VOCES DE LA SELVA
El EZLN era algo más que un ejército. Un importante número de sus jóvenes
soldados hizo afirmaciones semejantes a la siguiente de la capitana Elisa: «cuando yo
vivía en mi casa con mi familia, yo no sabía nada. No sabía leer, no fui a la escuela,
pero cuando me integré al EZLN, aprendí a leer y a escribir, todo lo que sé hablar
español, escribir y me entrené para hacer la guerra» 8 .
Los guerrilleros ofrecían una educación, centrada sobre todo en el idioma, la his-
toria y la política. Según una mujer que dijo haber sido reclutada cuando estaba en la
selva trabajando la tierra: entonces «llegaban asesores para el estudio y entendimos
y avanzamos». No se conoce el tipo de educación ofrecida, pero podemos deducir de
las declaraciones y «leyes» del EZLN que tenía un carácter radical y utópico, aun-
que también muy mexicano y nacionalista. Al cabo, todos los guerrilleros decían
haber aprendido que tenían que luchar por los denominados «Diez Puntos»: tierra,
trabajo, techo, sanidad, educación y pan dignos, libertad, democracia, paz y justicia.
Las declaraciones realizadas en la selva en relación con los Diez Puntos dejaban
muy clara la naturaleza utópica de las voces indígenas. No cabe duda de que para
sobrevivir en entornos difíciles hacen falta visiones utópicas. Pero en el Lacandón
existían tres grupos que estaban intensificando o, cuando menos, instituyendo ese
carácter utópico. En primer lugar, los diáconos y voluntarios seglares inscritos en
la teología de la liberación se habían adentrado en la tierra baja de la selva a iniciati-
va del obispo de San Cristóbal, Samuel Ruiz García. Desde finales de los sesenta en
adelante, este obispo fue uno de los principales teólogos de la liberación en México,
si no de América Latina. En octubre de 1974 organizó un Congreso Indígena en San
Cristóbal para conmemorar el 5oo aniversario del nacimiento de Fray Bartolomé de
Las Casas. Desde entonces, una red de seglares ha venido trabajando con los pione-
ros en la selva para construir una teología de la liberación y ayudar a los pobres. El
mensaje que se quería enviar era que la «salvación» sólo sería alcanzable mediante un
igualitarismo radical. Los seglares esperaban crear una sociedad libre de lo que deno-
minaban el pecado social de la sociedad mexicana.
Después, llegaron los maoístas a iniciativa del catedrático de la Universidad
de Ciudad de México, Adolfo Orive Berlinguer 9 . Estos voluntarios políticos dedi-
caron una década (de 1974 a 1984) a organizar las comunidades de colonos con el
fin de ganar batallas burocráticas, presionar para la obtención de créditos, sub-
venciones, educación y tierra. Fue una lucha sin armas. Los voluntarios maoístas
también establecieron un sistema de toma de decisiones en el queparticipara cada
una de las voces de la comunidad, incluidas las de niños y niñas. Este es el sentido
de la «democracia» contemplado en los Diez Puntos. No obstante, las propues-
tas se preparaban desde las asambleas chicas, compuestas de entre cinco y diez líde-
res pertenecientes a la vanguardia maoísta. Evidentemente, algunos líderes eran
«más iguales» que otros: los maoístas señalaban en un principio el camino a los
campesinos 1°, porque de otro modo sólo se tomarían decisiones tras semanas o
meses de debate. En resumidas cuentas, los maoístas habían inculcado una men-
talidad política particular a los habitantes de la Selva Lacandona.
Los seglares católicos y los grupos maoístas crearon la Unión de Uniones (UU),
una organización destinada a coordinar su lucha sociopolítica. Pero en el transcurso
de los años, la organización se escindió más de una vez. Una facción, dominada por
los seglares y con el apoyo de la Iglesia, consideraba que su principal demanda debía
ser la tierra. Desconfiaba completamente del gobierno y se manifestó a favor del
camino de «salvación» más radical. La otra facción más importante pensaba que,
dada la tasa de crecimiento de la población, sería imposible solucionar los problemas
únicamente con la tierra, y tendrían que utilizar mecanismos de marketing y crediti-
cios a la vez que sus habilidades negociadoras con el gobierno. Los maoístas, que
encabezaban esta escisión, suponían que estas acciones reformistas eran las que lle-
varían a la «salvación», y reorganizaron a sus miembros dentro de la Asociación
Rural de Interés Colectivo (ARIC) " . Posteriormente, la UU se dividió de nuevo,
esta vez con respecto a la opción de la resistencia violenta. En opinión de Guiller-
moprieto, el grupo más radical, que optó por la lucha armada en 1989, aglutinaba a
un 6o% de la población de esta zona 12 .
Para entonces, un tercer grupo, que llevaba un tiempo instituyendo o intensifi-
cando el carácter utópico de las comunidades, ya había hecho su trabajo. Estaba for-
mado por guerrilleros y, en la actualidad, lideran el EZLN. Eran y continúan
siendo independientes de la UU y la ARIC y se componen de un pequeño grupo
de doce —o cinco, como insistió el subcomandante Marcos— activistas políticos
procedentes de la parte central del altiplano mexicano. Desde el año 1983 en ade-
lante, se ofrecieron para entrenar a la población local para la guerra de guerrillas y
proclamaron la necesidad de una nueva revolución armada en México. Aguarda-
ron en el interior del área montañosa de la selva tropical hasta que los líderes indí-
genas se manifestaron dispuestos a entrar en guerra. Tuvieron que esperar casi
una década entera porque durante los años setenta y ochenta los campesinos lucha-
ron por un futuro mejor con la ayuda foránea de los maoístas y la Iglesia. Sólo una
vez pasado el año 1992, con el Movimiento 3oo Años de Resistencia Indígena, y
tras las conmemoraciones del aniversario del viaje de Colón y las reformas del
gobierno de Salinas —en especial la revisión del artículo 27 de la Constitución lle-
vada a cabo a principios de 1992, con la que se pretendía «modernizar» la agricultu-
ra mexicana y abolir el sistema de ejidos de agricultura colectiva porque, según los
tecnócratas del gobierno de Salinas, a finales del siglo xx era un anacronismo que
impedía el progreso económico en las zonas rurales';— se unieron los jóvenes a los
guerrilleros, cuando se hacía dificil el futuro en la selva y la expansión era imposi-
ble. Y lo hicieron con la facción más radical de las escindidas de la UU. Sólo un 4o %
VOCES DE LA MONTAÑA
en oposición frontal con el lugar común de que las cosas son lo que parecen. La
ausencia de rostro y la presencia de las máscaras no sólo sirven de escudo frente al
insulto y el ridículo, o contra las agresiones; mediante estos artilugios los mayas
también pueden transformarse ritualmente en guerreros-divinizados. Estos guerre-
ros son hombres sacrificados ante Dios y los Santos, que son los poderes espiritua-
les que gobiernan la vida y la muerte, la existencia misma de las familias humanas y
el renacer de la sociedad. El sacrificio de los guerreros es una parte central de la fe
maya. En el lenguaje ancestral maya, no existe una palabra unitaria para designar
el sacrificio, concluye Edmonson, porque es el lugar de la nada, el punto en el que el
cero de la muerte equivale al uno de la vida.
El hombre, según los mayas, no es capaz de asumir la opacidad que caracteriza
el acceso humano a la realidad 19 Forma parte de la condición humana que, en la
.
gran ordenación general, las personas no tengan nunca la entrada franca al «verda-
dero orden de las cosas». El hombre sólo puede responder a una aproximación de
la realidad. Los mayas creen que siempre hay algo más allá y afuera. Por tanto, es
de vital importancia comprender que el concepto de azar o accidente les es ajeno. A
pesar de la educación utópica recibida para luchar contra el «pecado social», y a pesar
de la formación maoísta y las tácticas guerrilleras, los inmigrantes del Lacandón
también saben que cualquier suceso se puede interpretar desde una perspectiva espi-
ritual. Es como si escrutaran el mundo tras una ventana empañada.
De este modo llego a la conclusión de que puedo estar interpretando incorrec-
tamente algunas de las expresiones del EZLN por mi modo de entendimiento occi-
dental. Por ejemplo, el EZLN no sólo tiene su base en la selva tropical, sino que ante
todo la tiene en una montaña. Sus soldados no cesaron de repetir: «La montaña nos
protege, la montaña ha sido nuestra compañera durante años» Una montaña en
la cosmovisión indígena no es únicamente un sitio estratégico para ocultarse de
los helicópteros del ejército federal mexicano. Antes al contrario, muchos soldados
entrevistados por la prensa afirmaban continuamente que en la montaña no podían
ser localizados. Según la información militar del bando opuesto, esto no es verdad:
el ejército mexicano publicó fotografías de sus campamentos de la montaña. Pero
los indios insisten en que la montaña, una criatura femenina, es como su madre en la
infancia. Es la fuente de toda vida, e incluso la puerta del «cielo». De su vientre, nun-
ca saldrán derrotados. En la misma montaña, los hombres sobreviven.
Así llegamos a la figura de Emiliano Zapata, introducida por la comandan-
cia blanca del EZLN. ¿Tiene algún poder de invocación para los indígenas del
movimiento del Lacandón este símbolo de la revolución mexicana de I9To? El
antropólogo Evon Zogt se extrañaba de que aún no se hubiera encontrado ninguna
capilla en la selva que contenga la imagen de un nuevo santo con la forma de Zapa-
ta y que se llame San Emiliano 21 . Entre mis fuentes sólo di con una referencia per-
sonal: el guerrillero Ángel, un maya tzeltal, estaba orgulloso de haber leído la
19 Extraído de Tedlock, Breatb on tbe Mirror; también Gossen, «Who is the Comandante»; y Gos-
sen, «Maya Zapatistas».
:o Del segundo dosier-comunicado que dio el EZLN a la prensa. Se trata de un dosier que circu-
la entre un gran número de periodistas e incluso científicos. Contiene cartas y documentos fechados entre
el i7 y el 26 de enero de 1994.
Vogt, «Possible Sacred Aspects», pág. 34.
«BIENVENIDOS A LA PESADILLA»: REFLEXIONES SOBRE LOS GUERREROS I 13
traducción al español del libro de John Womack sobre Zapata. Le había costado
tres años acabarlo ". Es posible que, para los comandantes no indígenas, Zapata
fuera una especie de encarnación apoteósica de la ideología revolucionaria del
siglo xx, pero no para los indios. Pudiera ser que el libro de Womack se hubiera
difundido de la mano de la comandancia mestiza del EZLN, y que ésta hubiera uti-
lizado el símbolo de Zapata para desacreditar a la administración presidencial de Ciu-
dad de México: cada presidente recién elegido se presentaba como una fase nueva de
la revolución, pero los zapatistas, al apropiarse de los mismos símbolos, invalidaron
dicho ritual. En general, supongo que este símbolo está vacío de significación para
los habitantes de la Selva Lacandona. Al referirse Marcos al patrimonio histórico de
México, apenas me percaté de que se aludiera a Zapata como el héroe revolucionario
de cualquier guerrillero.
Sin embargo, en una declaración colectiva oficial del CCRI-CG del so de abril de
5994, sí surgió Zapata como el principal guerrero-divinizado del EZLN. De hecho,
se materializa en la misma fuente de la vida:
Votán Zapata, luz que de lejos vino y aquí nació en nuestra tierra. Votán Zapata, nom-
brado nombre de nuevo entre nuestras gentes. Votán Zapata, tímido fuego que en
nuestra muerte vivió 5o1 años. Votán Zapata, nombre que camina, hombre sin rostro,
tierna luz que nos ampara. Nombre sin nombre. Votán Zapata miró con los ojos de
Miguel, anduvo con los pies de José María, fue Vicente, se hizo llamar con el nom-
bre de Benito, pasó volando como pájaro, gritó con la voz de Francisco, visitó a
Pedro. Es y no es todo en nosotros. Uno y muchos es. Ninguno y todos. Estando vie-
ne. Sin nombre se hace nombrar, cara sin rostro, todo y nadie, uno y muchos, estando
muerto. Tapacamino, siempre frente a nosotros. Votán, guardián y corazón del pue-
blo, señor de la montaña 13 .
az Womack, Zapata. Pese a su antigüedad (1969), está considerado aún como el estudio más impor-
tante sobre Emiliano Zapata.
23 La Jornada, ii de abril de 1994. Se mencionan los nombres de Miguel Hidalgo, José María
Morelos y Vicente Guerrero, héroes del movimiento de independencia de 18io a 1821. También se hace
referencia a Benito Juárez, del movimiento de reforma de la década de 1870, el gran héroe de la nación
mexicana, y a Emiliano Zapata y Francisco Villa. El nombre de Votán se conoce a partir de la obra de fray
Ramón de Ordóñez y Aguilar. En 1773, este canónigo de la ciudad catedralicia de Ciudad Real de Chia-
qm, pas (en la actualidad, San Cristóbal de Las Casas) visitó Palenque. Las ruinas le causaron tal impacto que
decidió escribir un libro sobre el lugar y su historia. Según él, había tomado el material de un libro escri-
to por el mismo Votán en Quiché. Se decía que Votán se había desplazado desde la tierra de Chivim, en
alguna parte de Oriente Próximo, hasta las Américas, y que se había establecido en Palenque. También que
había subyugado a los indios y fundado las ciudades cuyas ruinas quedan hoy. Según Ordóñez, Chivim
sería la ciudad de Trípoli en Fenicia. Esta historia intrigó a escritores especulativos como Constance
Irwin, Fair Gods and S tome Faces (1963) y Peter Tompkins, Mysteries of the Mexicali Pyraniids (1976). Es
curioso comprobar cómo los indios de la región mantuvieron el nombre de Votáis; o quizá lo conocieran
allí antes e inspirara la excéntrica narrativa de Ordóñez.
24 Tedlock, Breath on the Mirror; también los ensayos incluidos en Danien y Sharer, New Theories.
•
•
I 14 ARI J OUWENEEL
hombre comparte su destino con su co-esencia, que quizá sea conocedora del mis-
mo. Por tanto, un subcomandante Marcos «sin rostro» se vería como un ser espiri-
tual que comprende el mundo «más allá» de los sentidos accesibles de forma
inmediata. Blancos «no-humanos» como Marcos eran indispensables para guiar a los
«sin rostro» a este combate divino. Dado que la realidad es opaca, es indispensable
que haya intérpretes y líderes de confianza para que puedan influir o incluso alterar
dicha realidad. En consecuencia, los hombres blancos del ciclo previo, que operan en
tiempos de caos, son los siguientes en volver.
Ahora bien, para poder regresar, estas personas de confianza han de «conocer» la
realidad escondida, incluida la «sagrada tiranía del tiempo». Pueden hacerlo porque
al ser hombres blancos históricos, ya pertenecen al ciclo anterior. En resumen, el
subcomandante Marcos no hubiera tenido tanto éxito si no se le hubiera formulado
como algo destinado a ocurrir, en primer lugar, y a recibir su iniciación de la mano de
una comandancia espiritual del mundo sobrenatural. La derrota del «caos» y la recre-
ación del «orden» se presentaban como parte de un combate mágico y trascendental
en el que las personas involucradas en la lucha se transformaban en guerreros-divi-
nizados. Estos mismos guerreros son parte del ciclo que se destruye en la transición
del caos al orden. Se funden en el otro mundo cuando el nuevo orden ya no los nece-
sita. No hay más que recordar las palabras del CCRI-CG, citadas anteriormente:
de la noche y la tierra deben venir nuestros muertos, los sin rostro, los que son mon-
taña, que se vistan de guerra para que su voz se escuche, que calle después su palabra
y vuelvan otra vez a la noche y a la tierra, que hablen a otros hombres y mujeres que
caminan otras tierras, que lleve verdad su palabra, que no se pierda en la mentira.
y religiosos indios [...] han atravesado barreras étnicas y lingüísticas en sus movili-
zaciones militares y la composición de sus comunidades» 29 . Eso es lo que ocurre
en la actualidad en Chiapas y Guatemala. Según Gossen: «los grupos pan-indios van
30 /bid.
31 Vogt, «Possible sacred aspects».
31 La Jornada, 4defebrerode '994.
«BIENVENIDOS A LA PESA D I LLA»: REFLEXIONES SOBRE LOS GU ERREROS I 17
El CCRI-CG está encargado del establecimiento del orden en las comunidades ".
Hay un profundo eco del tradicional cabildo de indios del periodo colonial en las
tareas que se ha marcado este comité gobernante. Sus miembros tienen que resolver
los problemas que surjan en sus propias comunidades. Se preocupan de que la gen-
te asista a las asambleas de su municipio. Los comités prohibieron el alcohol en toda
la zona y no permiten a sus compañeros emborracharse. Castigan a los hombres que
maltratan a sus mujeres multándoles u obligándoles a realizar actividades como cor-
tar leña. Los actos homosexuales deben seguirse de una autocrítica pública.
En enero de 1994, el EZLN instituyó una serie de leyes y reglamentos válidos
para «todo el territorio nacional». Estas «leyes» también tienen resonancias de vie-
jas regulaciones de los pueblos: la propiedad comunal de toda la tierra y la distribución
de pequeñas parcelas entre todos los miembros de la organización. La Ley de Refor-
ma Agraria estableció que todas las propiedades de más de roo hectáreas en terreno
de mala calidad o de más de 5 o de buena calidad entrarían en el proceso de redistri-
bución. Los propietarios tuvieron derecho a permanecer como minifundistas y se les
aconsejó que se asociaran a las cooperativas que quería establecer el EZLN. En
resumen, se trata de la autodeterminación en el ámbito de la gestión y distribución
de la tierra.
Un libro sobre la revuelta del Lacandón comenzaba con la frase: «el tiempo de la
revolución no ha pasado» 54 . Por cierto que sea, sin embargo, tengo mis dudas
acerca del caso mexicano. Es verdad que el descontento general con el gobierno
mexicano, la ira por la represión y la desesperación tras muchos años de crisis eco-
nómica estuvieron en la raíz de los movimientos rurales, organizados o no, del esta-
do de Chiapas. Pero estos factores sólo condujeron a la resistencia armada en la Selva
Lacandona. La situación de aislamiento de esta selva tropical la convirtió en un labo-
ratorio para que determinados grupos radicales transformaran la mentalidad de la
gente. La ideología maoísta, la teología de la liberación y la fe tradicional maya en
el tiempo predestinado se conjugaron en una postura única con respecto al miedo al
caos y al fin del mundo. Así salieron a la palestra los guerreros sin rostro del EZLN.
Jóvenes, hombres y mujeres pobres, estaban dispuestos a «transformarse» (según su
expresión) para derrotar a la noche y fundirse en el «ciclo pasado». Esta combinación
ideológica única no tiene lugar en ninguna otra zona de Chiapas. La decisión de
optar por una solución radical se realizó en el micronivel de la Selva Lacandona.
6 Al establecer el «apogeo» del PRI entre 1952 y 1987 se alarga dicho periodo de forma muy dis-
cutible. 1952, con la derrota del henriquismo y el inicio del desarrollo estabilizador,es un punto de arranque
apropiado, pero el fin del apogeopriísta presenta más dudas: ¿1968 (Tlatelolco)? ¿1976 (la crisis de «fin de
sexenio»)? ¿1982 (la crisis de «fin de sexenio»), económica? ¿1987 (la escisión interna del PRI que llevó a las
elecciones de 1988)? ¿O incluso 994 1995 (Chiapas, Colosio, nueva crisis económica)? Está claro que se
-
trata de una caída política gradual aunque nada homogénea, y que la elección de una fecha de terminación
posiblemente requiera más tiempo, perspectiva e investigación.
ALAN KNIGHT
12 4
mayoría para que se produjeran graves tensiones sociales, tanto dentro de las hacien-
das como, lo que es más importante, entre haciendas y comunidades vecinas. De
ahí, según mi análisis, la repentina e inesperada caída del régimen en 1910-1911,
que, por entonces, dependía en muchas regiones de dicha estructura de coacción y de
una forma de imposición ya tambaleante —una combinación muy poco legitimadora
y escasamente duradera—.
La revolución —huelga decir- utilizó exhaustivamente el recurso de la violencia,
que acabó propagándose por todo el país en múltiples formas: guerras de guerrillas
y otras formas bélicas convencionales, bandidismo social y antisocial, tumultos y
acciones delictivas urbanas ". La más que evidente transformación de la Pax Porfi-
riana en un huracán revolucionario se produjo de modo radical: no sólo supuso un
salto cuántico en el grado de violencia, sino también una nueva direccionalidad, ya
que ahora la cúspide social no sólo perpetraba sino que también sufría la violencia; o,
dándole la vuelta a este argumento, durante un tiempo los grupos populares devol-
vían todo lo que recibían. En efecto, los campesinos ocupaban terrenos en acciones
«espontáneas» y aisladas ' 2 ; los bandidos se metamorfoseaban en opositores políticos;
los artesanos de las decadentes ciudades del Bajío causaban tumultos, en los que
saqueaban las casas de empeño y atacaban a los mandatarios locales y tenderosgachu-
pines. Los terratenientes se dieron cuenta de que les era imposible resistir y, en
muchos casos, emprendieron la huida a las ciudades y Estados Unidos. El ejército
federal, resurgente y reforza-do por Huerta, había acabado derrotado y en desban-
dada en 1914. En su lugar gobernaba una hueste de caudillos con sus bandas de esbi-
rros. No existía un Estado, ni mucho menos un monopolio estatal de la violencia.
Incluso los líderes liberales de la revolución, comenzando por Madero, se desenten-
dieron de las consecuencias de sus acciones; empezaron a recordar a Sarmiento y
sus lamentos sobre el barbarismo que subyacía en el tenue barniz de civilización
mexicana ' 3 , y fueron dando su apoyo a las medidas más duras, que coartaban los
principios liberales para acabar con sus oponentes conservadores y controlar a
sus seguidores (reclutamientos a la fuerza, ejecuciones sumarias, censura de prensa,
amaño de elecciones). El liberalismo dulce de 1911-13 dio paso a una amarga real-
politik que infectó la política mexicana de arriba abajo 14 Madero se rendía así al
.
Las víctimas del periodo revolucionario fueron, claro está, numerosísimas, aun-
que, como en gran parte de las guerras, la mayoría se produjo, más que en el comba-
te directo, por la conjunción de las enfermedades y la desnutrición durante la fase
última del conflicto'. Si el pueblo llano sufrió, no lo hizo (desde mi punto de vista
en cierto modo «tradicional») totalmente en vano, dado que la revolución supuso
una movilización «espontánea» del pueblo con unos objetivos populares genuinos.
El reclutamiento revolucionario, al menos hasta los últimos años (alrededor de 5915-
20), era voluntario; y si el ejército revolucionario (un concepto de cuño específico)
atrajo una buena parte de reclusos, oportunistas e incluso psicópatas (como Marga-
17 la mayoría de los
rito de Los de Abajo o José Inés Chávez García, el azote del Bajío)
,
combatientes luchó por razones políticas, a menudo relacionadas con agravios socia-
les y políticos locales. La violencia revolucionaria, por lo tanto, fue más racional
que gratuita ' 8 ; y también tuvo cierta cualidad democrática, como en las guerras civi-
les de mediados del siglo xix 19 . Esto fue fruto, esencialmente, de las circunstancias
políticas (el desmoronamiento del Estado, la movilización generalizada de las fuer-
zas populares y locales) y, en segundo lugar, de las necesidades militares de la época:
un caballo y una 303 eran los desiderata principales (lo que no significa que fuera
fácil conseguirlos); el poder aéreo era incipiente; el naval, casi irrelevante; la artille-
ría, el armamento fundamental, más caro y de más alta tecnología que necesitaban
(pero del que a menudo no disponían) las fuerzas revolucionarias.
Esta «democratización» de la violencia continuó vigente durante el periodo de
reconstrucción e institucionalización posterior a 1917. Como dijo Cobb de la Revo-
lución Francesa: «siempre ha de pasar un tiempo para que lasz° personas abandonen su
disposición revolucionaria cuando ya no se las necesita» . Lo mismo ocurrió en
México después de 1917. Sencillamente, había demasiada población armada para que
el Estado pudiera reafirmar rápidamente el monopolio de la violencia. Cuando la ciu-
dad huasteca de Pisaflores se vio sometida a un ataque rebelde en octubre de 1922, a
la guarnición local se unieron, como recuerda un testigo presencial, «muchos de
nuestros propios hijos, que aún tenían pistolas de la Revolución» ". Armas aparte, la
revolución dejó cierto legado psicológico y político. Un sector de la generación más
joven, la «generación del volcán» de San José de Gracia, que se crió entre la violen-
cia y los tumultos, era irrespetuosa, chulesca y ruda ". Los difíciles tiempos de la
revolución, hoy retratados graciosamente en decenas de narraciones orales, se con-
fabularon con las infancias más miserables para crear una raza de hombres duros
16 La población de México en 1910 era de 15,2 millones; en 1921, de 14,3, cuando debería haber ron-
dado los 17 millones si se hubiera mantenido la tasa de natalidad de la primera década del siglo XX. No
obstante, es muy probable que el censo de 1921 hubiera excluido a una gran parte de la población. La revo-
lución podría haber causado un descenso en la población de unos dos millones. Las enfermedades, la
pobreza y la desnutrición, sobre todo en los últimos años, fueron las principales causantes de las muertes
y abortos. Véase Knight, Mexican Revolution (vol. z), págs. 419-422.
17 Véase Knight, Mexican Revolution (vol. 2), págs. 397-402, sobre la figura de Chávez García,
de Azuela, pareció ser un bandido especialmente antisocial
quien, al igual que Margarito de Los de abajo,
y sanguinario.
18 En general, la fase armada de la revolución, aunque causara muchas muertes, no parece haber
producido mucha violencia gratuita ni sádica, como en la Primera Guerra Mundial. Por el contrario, la
violencia endémica (y fundamentalmente rural) de los años veinte y treinta sí fue de este último tipo, qui-
zá porque atrajo a pistoleros mercenarios, los equivalentes mexicanos de los sanguinarios pajaros colom-
Princes of Narairja, págs. 7, 156; Knight, «Habitus and Homicide».
bianos: véanse, por ejemplo, Friedrich,
19 Buve, «Peasant Movements», pág. 118.
zo Cobb, Police, pág. 85.
21 Schryer, Rancheros, pág. 79.
2z González y González, San José de Gracia, págs. 128-138.
VIOLENCIA POLÍTICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 127
que, como los «príncipes de naranja» de Paul Friedrich, se sumaron a una ética bru-
tal de lucha e interés personal 23 . La política revolucionaria más dura podría decirse
que era la del bien limitado, fundada en el concepto de que «la vida es una lucha» 24 .
23 Friedrich, Princes of Naranja; Romanucci-Ross, Conflict, págs. 14-zo; González y Patino, Memo-
ria campesina, págs. 23, 69 ss.
24 Foster, Tztintzuntxdh, pág. 94.
25 De sobra es conocido que el protagonista de La sombra del caudillo, de Guzmán, está basado en
la figura de Amaro.
z6 Acta levantada de Genovevo Alatorre, 22 de marzo de 1927, Dirección General de Información
Política y Social (Gobernación), caja 34.095.0-62, Archivo General de la Nación, Ciudad de México.
27 Schryer, Rancheros, págs. 89 92, 99-zoo.
-
28 La cobertura informativa de la prensa fue, sin lugar a dudas, más completa después de 191o; la
rumorología política es, lógicamente, más dificil de medir. Pero hay buenas razones (aunque algo intui-
tivas) para creer que la transformación sociopolítica forjada por la revolución supuso una mayor activi-
dad y participación políticas, y (es de suponer) más rumorología asociada.
29 Wasserman, Persistent Oligarchs, págs. 37, 45, 96, 127.
128 ALAN KNIGHT
3o Acerca de los Prado, véanse Jiménez Castillo, Iltiáncito, págs. 137-165; y la correspondencia de
AGN, Fondo Presidentes-Lázaro Cárdenas, 541/1783.
31 El caciquismo fue sobre todo una forma de dominación local que se basaba en la violencia, el
personalismo y el clientelismo: podía disponer de los medios a su alcance para fines políticos muy dife-
rentes. Los caciques, por lo tanto, eran, desde un punto de vista político, de lo más variopinto: algu-
nos eran populares, agraristasy de izquierdas (como Cárdenas); muchos, conservadores y próximos a los
terratenientes. Los caciques más avispados se dejaban llevar por el viento político que más fuerte sopla-
ba. La coherencia ideológica no era una virtud característica de estas personas.
3 2 AGN, Fondo Presidentes-Lázaro Cárdenas, 541/1783 (Ernesto Prado de Chilchota y Heliodo-
ro Charis de Juchitán).
33 Schryer, Rancheros, p 95.
Santos, Memorias.
34 Knight, «Habitus and Homicide»;Menciono
•
35 Wasserman, Persistent Oligarchs. este caso, por una parte, porque está bien docu-
mentado y, por otra, para refutar la idea de que la violencia y el caos políticos eran características fun-
damentalmente del «viejo» México, «tradicional», «atrasado» e «indígena» del centro y el sur. Este
prejuicio se asienta a veces en los débiles cimientos de la teoría de la modernización, y aún lo sacan a
menudo a colación, entre otros, muchos priístas que tratan de justificar los apaños electorales en Michoa-
cán, por ejemplo.
36 Gruening, Mexico, págs. 399 ss.
VIOLENCIA POLÍTICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO I 29
ceso de «civilización» nacional fue la relación entre el gobierno central y sus aliados
de provincias. No cabe la menor duda de que la balanza se inclinó radicalmente a
favor del primero a partir de los años treinta. Esto no quiere decir que desde enton-
ces reinara la paz, o que se instaurara un estado de derecho en lugar del explosivo
sistema de la década de los veinte y treinta. Los caciques provinciales tuvieron
que adaptarse al creciente auge del gobierno central si, como descubrió Cedillo
en 1938-9, no querían que los eliminaran. Pero lograron sobrevivir negociando inte-
ligentemente su posición, actualizando sus cacicazgos e incluso explotando el dila-
tado poder federal en su propio beneficio. Los caciques más hábiles se dieron cuenta
enseguida de que había que trabajar con el gobierno federal, y no contra él: uno de
los pioneros fue Gabriel Barrios, en Puebla; otro ejemplo generacional colectivo lo
proporcionan los Figueroa, de Guerrero, quienes tras no haber conseguido recrear
un cacicazgo decimonónico del estilo del de Juan Álvarez, se conformaron con un
a
130
ALAN KNIGHT
reparto de poder pactado con el creciente gobierno federal 41 . Santos llegó a las mis-
mas conclusiones tras la caída de su predecesorpotosino, Cedillo 42 .
La expansión del poder central, manifiesta en las pacíficas sucesiones presiden-
ciales y el aumento del número de funcionarios federales, no acabó, por lo tanto, con
los caciques locales, sino que los «modernizó». De este modo, los caciques, y la serie
de intereses y prácticas que representaban, se ajustaron al nuevo orden, lo colonizaron
y canibalizaron. Una característica fundamental de este proceso dialéctico fue la
continuidad de la violencia, sobre todo (aunque no exclusivamente) en las zonas
rurales 43 . Los treinta, en los que el gobierno federal mostró un gran poder de ini-
ciativa, también fueron años de violencia endémica que enfrentaron a agraristascon
terratenientes yguardias blancas, a la población rural entre sí, anticlericales con católi-
cos, sinarquistas con jacobinos, facciones sindicales y ejidianas con sus rivales locales.
Muy lejos de crear un nuevo Leviatán, como querrían hacernos pensar algunos
analistas, el gobierno central sólo ejerció un control limitado sobre una sociedad civil
desbocada. Sus agentes de vanguardia, tales como los maestros federales, fueron
menos un instrumento de control totalitario que víctimas de una ambición federal
desmesurada, que se topó con una obstinada, y a veces violenta, resistencia local. De
ahí la interminable cantidad de sangre derramada en esta década, en la que ardie-
ron escuelas, se asesinó, violó y desorejda maestros; una época en la que las comuni-
dades se enzarzaron en guerras sin cuartel con sus vecinos, y las facciones, en conflictos
intestinos; en la que las guardias blancas hacendistas lanzaron una represión indiscri-
minada de retaguardia para frenar al agrarismo; y en la que se produjeron luchas .inter
e intra sindicales (especialmente en las regiones textiles de Orizaba y Atlixco) 44
El crecimiento del Estado creó, así, nuevas formas y escenarios de conflicto: el
agrarismo cardenista llevó el conflicto a regiones que hasta entonces, al menos direc-
tamente, habían sido relativamente tranquilas. Si no introdujo la manzana de la dis-
cordia en paraísos rurales pre-existentes (como parecen pensar algunos revisionistas
románticos), al menos generalizó la violencia, quizás en parte «democratizándola» y
poniendo, literalmente, las armas en manos de los pobres que nunca antes las habían
empuñado. Pero el agrarismo también permitió el establecimiento de unos cacicazgos
duraderos —algunos verdaderamente populares, otros completamente amorales,
pero todos dependientes en parte de la continuación de la violencia local—. La esco-
larización federal (un motor a largo plazo de integración nacional) fue muchas
veces, a corto plazo, fuente de conflictos y divisiones. El aumento del poder de
los sindicatos, especialmente de la CTM, también propagó la violencia, como ocu-
rrió con el intento de la CTM de eliminar a la competencia (sobre todo la CROM)
y con la ofensiva de los políticos y grupos de poder locales (el grupo de Monterrey,
gobernadores como Yocupicio, de Sonora y Ávila Camacho, de Puebla) para
mantener a raya a Lombardo y la CTM; acciones que solían tener bastante éxito 45 .
Incluso las Juntas de Conciliación y Arbitraje, premonitorias de un mayor control
central de los trabajadores, solían fomentar —tanto como inhibir— las tensiones, debi-
do a que los grupos locales de influencia (sindicatos, caciques y políticos) luchaban
por imponer su autoridad a estos receptáculos incipientes de poder.
Las manifestaciones de poder federal, aunque consiguieron su objetivo a largo
plazo, se vieron zancadilleadas frecuentemente por la resistencia local o, de forma
más insidiosa, por cooptación. A veces, por lo tanto, no hay que imaginar que el
Estado absorba a determinados grupos sociales (la típica fórmula mexicana), sino
más bien que los grupos sociales incorporen al Estado para sus propios intereses.
No cabe duda de que deshacerse de un cacique tan importante (y poco sutil) como
Cedillo, que sirvió su propia caída en bandeja de plata, fue todo un éxito. Pero los
caciques más hábiles pervivieron durante décadas, desarrollando el tipo de perso-
nalidad política escindida que, como he sugerido, podía disipar la incomodidad de la
presidencia federal 46, demostrando de vez en cuando su utilidad ante el gobierno
central. Cárdenas, por ejemplo, necesitaba el apoyo caciquil incluso de personajes
tan indeseables como Ernesto Prado (al igual que Felipe Carrillo Puerto durante su
breve mandato radical del Yucatán) 47 Durante las décadas de los cuarenta y cin-
.
cuenta, el gobierno federal también toleró a los enrocados caciques locales: de mane-
ra positiva, porque eran agentes útiles de control y movilización electoral; y
negativamente, porque su eliminación hubiera sido engorrosa y polémica. Los caci-
ques, por supuesto, acabaron desapareciendo, pero de una manera cíclica, casi rít-
mica y regular: se prolongaron en el tiempo más allá de su utilidad, provocaron la
oposición local (a menudo de las clases medias y los estudiantes) y, al final, acabaron
arrojados a los lobos por un gobierno central que hacía gala de una legendaria y
pragmática realpolitik. Como consecuencia, el periodo histórico de post-guerra de
México está salpicado de episodios, en parte violentos, de derrocamientos de viejos
caciques. El sistema incorpora, de este modo, una cuota necesaria de violencia, el
inevitable producto de un caciquismo que se perpetuó de forma obstinada 48.
El caciquismo afianzó así la violencia como un rasgo definitorio de la política
nacional mucho después de que se hubiera acabado con el pretorianismo en el país.
Los caciques la empleaban — era parte tradicional de su arsenal político, con el que
aseguraban el reclutamiento regular de jóvenes pistoleros 49 — y, además, su caída com-
portaba un grado de violencia que, aunque no lograra el objetivo inmediato de
derrocar al cacique, al menos atraía hacia sí la atención del gobierno federal. (Esto
se puede aplicar al caciquismo provincial político y, quizá también, sindical: por
45 Saragoza, Monterrey Elite, págs. 186-191; Bantjes, Política, caps. 6 y 7; Pansters, Politics and
Power, cap. 3.
46 Loret de Mola, Caciques, cap. 1. Un ejemplo colectivo de supervivencia nos lo proporciona el
célebre grupo Atlacomulca, del Estado de México, que se ha proyectado con éxito en la política nacional
y local, y ha producido un puñado de caciques y miembros de gabinetes ministeriales.
47 Véase Gilbert, «Caciquismo».
48 Juchitán es un clásico ejemplo de los ciclos de caciquismo, descontento y renovación.
49 El reclutamiento de pistoleros lo trata Schryer, Ethnicity, págs. 124, 140, 143; y Greenberg,
Blood Ties, págs. 193-196.
ALAN KNIGHT
132
resultado fue una fase prolongada de «compresión» (por utilizar el término de Tuti-
no) agraria, un encontronazo entre la agricultura capitalista y la campesina, en el
que se repitieron algunas características de la anterior fase porfiriana de «compre-
sión» 51 . Pero también hubo diferencias. En primer lugar, habían cambiado los cul-
tivos y los hábitos locales: el pastoreo había aumentado en importancia, al igual que
el cultivo del café, la fruta, las verduras y, posteriormente, las drogas, mientras
que los cultivos industriales, como la goma y el henequén, eran ya productos del
pasado; y las actividades no agrícolas, como el turismo, también contaban. En
segundo lugar, se estaban incorporando rápidamente a los mercados capitalistas las
zonas hasta entonces marginales, algunas de las cuales eran «regiones de refugio»
indígenas 52 : partes de Oaxaca, Nayarit, la Huasteca y la Selva Lacandona de Chiapas.
Los conflictos resultantes, por tanto, solían adquirir un carácter étnico y racista. En
tercer lugar, y teniendo en cuenta la variación tan acusada en la ratio «tierra/mano de
obra» producida desde el Porfiriato, a los agricultores capitalistas normalmente
no les faltaban trabajadores, pero codiciaban determinados recursos campesinos
como la tierra y el agua. De ahí el progresivo ataque al ejido (y la comunidad cam-
pesina en general) perpetrado en forma de enajenaciones ilegales de terrenos, ventas,
subarriendos y, más directamente, expropiaciones. O, en una estrategia que tuvo
lugar por toda América Latina, los compradores e intermediarios monopsonistas se
aprovechaban del trabajo de los productores campesinos que sobrevivían sólo a
costa de convertirse en cuasiproletarios trabajando a destajo 53 . En cuarto lugar, cabe
destacar la diferencia más visible: el sistema político se había transformado, y aun-
que el régimen «revolucionario» cada vez parecía menos «revolucionario» e incluso
más «neoporfiriano», hasta finales de los años ochenta no se atrevió a concluir la
reforma agraria y finiquitar el ejido. La reforma, por lo tanto, se mantuvo en pie
como un constante incentivo para los campesinos, una amenaza para los terrate-
nientes y una tentación para los políticos. Algunos de estos últimos la secundaron
con un idealismo genuino (aunque confuso); otros se rindieron a la presión popular;
y otros cuantos vieron en ella un instrumento útil para controlar los votos de los
campesinos y, quizá, desgastar a sus oponentes del colectivo de terratenientes,
quienes ya no disfrutaban en el ámbito político del mismo cheque en blanco que
durante el Porfiriato H. Ahora tenían que esforzarse para conseguir favores polí-
ticos: competir personalmente por los puestos de mando, promover a sus amigos,
compadres y clientes, presionar para obtener el apoyo del Estado y los peces gor-
dos nacionales, colonizar los organismos federales que proliferaron por todas las
zonas rurales, sobre todo durante los años setenta 55 . También tuvieron que utilizar
51 Tutino, Insurreetion.
5 z Aguirre Beltrán, Regiones de refugio.
f; Paré, Proletariado.
54 Quizás esté exagerando un poco, pero no demasiado. El régimen porfiriano fue en gran medi-
da un gobierno de terratenientes, por los terratenientes y para los terratenientes. O, dicho de otro modo,
el Estado porfiriano dispuso de una «autonomía relativa» muy limitada frente a la clase dominante. La
revolución de ningún modo instituyó un Estado «proletario-campesino», pero sí debilitó fuertemente el
ascendiente político de la clase terrateniente y, en cierto grado, aumentó la autonomía relativa de todas las
clases sociales dentro del Estado.
5 5 La relación entre los terratenientes locales y el aparato político merecería un estudio más
detallado: en algunos casos, los terratenientes continuaron disponiendo del control a través de inter-
mediarios; en otros, mantenían el poder ellos mismos; en algunas ocasiones, acabaron marginados
ALAN KNIGHT
1 34
pág. 138, muestra cómo por los años setenta los adinerados rancheros
políticamente. Schryer, Rancheros,
de la Huasteca Hidalguense ya no tenían que ensuciarse las manos en la política local porque el sistema res-
petaba sus intereses de todos modos. Acerca de las reacciones locales ante las organizaciones y organismos
federales, véase Jiménez Castillo, 1-lude:cito, págs. 267 288.
-
56 Sheridan, Wbere the Done Calls, págs. 143 La existencia de cultivos cafeteros en Juquila (al igual
- 145.
57 Schryer, Ethoici9; Greenberg, Blood Ties.
que en la Huasteca Hidalguense de Schryer) plantea algunos análisis comparativos interesantes si tenemos
en cuenta la correlación entre dicho cultivo y las regiones más afectadas por la violencia colombiana, y la
importancia del café en el valle de La Convención de Perú. El café es un cultivo apropiado para el trabajo
campesino: crece bien en las laderas de clima suave y solía ser marginal en la agricultura de labranza. Es,
en cierto modo, un cultivo de frontera que disfrutó de la bonanza de los mercados durante los años cuarenta
y cincuenta. Parece razonable inferir que estos factores podían generar graves tensiones entre campesinos
cultivadores, ricos terratenientes rivales e intermediarios comerciales en el contexto de las (a veces poco
definidas) zonas de asentamiento recientes.
VIOLENCIA POLITICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 135
resumidas cuentas, el sistema mexicano ha dado con mecanismos sutiles para intimi-
dar a los disidentes sin tener que recurrir a una represión a gran escala que dañaría
profundamente la menguante legitimidad del régimen: Echeverría trató desespera-
damente de construir puentes con la oposición a partir de 1969; y después de su inicial
respuesta chapucera a la sublevación zapatista, la administración de Salinas optó por
el diálogo antes que la represión. Pero 1968 y 1994 fueron excepciones a la regla, grie-
tas de un sistema — por otra parte sólido — del «palo y la zanahoria». Durante la mayor
parte de su larga vida institucional, el PRI, al sancionar la violencia a gotitas, tapada,
anónima, provincial, ha conseguido disuadir a la oposición, apuntalar su monopolio
político nacional y evitar el uso de una forma de represión brutal y draconiana. La
toma periódica y discreta de una aspirina de violencia al día ha contribuido a ahuyen-
tar el riesgo de parada cardiaca del autoritarismo burocrático.
Es imposible, en conclusión, pasar por alto los recientes episodios de violencia
en México: Chiapas (y otras manifestaciones menores en otros lugares como
Guerrero) y los magnicidios de Colosio y Ruiz Massieu, entre otros. Chiapas y, a for-
tiori, Guerrero son casos extremos de un problema recurrente: «compresión» agra-
ria, protesta popular y represión. La utilización por parte del subcomandante Marcos
de fax y módem puede amplificar el efecto de la publicidad y seducir a la nueva
izquierda americana, pero las raíces de la revuelta chiapaneca se hunden mucho
tiempo atrás, e incluso la denominación elegida (Ejército Zapatista) apunta a prece-
dentes y tradiciones históricas. En cierta medida, por lo tanto, el régimen se encuen-
tra con una variable conocida. La novedad de la situación reside, en parte, en la
escala y duración de la revuelta (ninguna fuerza rebelde había conseguido tal éxito
desde la de los cristeros en los años veinte) y, también, en el carácter del régimen que
le hace frente. (Por crear cierta polémica, se podría decir que los revolucionarios
de los noventa no son los zapatistas, sino los salinistas.) Mientras que los anterio-
res gobiernos podían responder a la protesta popular con la combinación tradicional
de represión, cooptación y reforma social (véase cómo finalizó la rebelión de los
cristeros, en 1929: con un nuevo reparto de tierras, una táctica que Echeverría emuló
en Sonora, en 1976), el gobierno actual lo tiene más difícil, y quizá sea incapaz de apli-
car dichos métodos. Ha detenido la reforma agraria, ha privatizado el ejido, ha pues-
to toda su fe en NAFTA y el neoliberalismo, y ha llevado a cabo una alianza con
la gran empresa y el capital transnacional. La lógica política de la macroeconomía
neoliberal exige sacrificar el tradicional voto campesino (el voto cabresto mexicano)
a favor del de las clases medias urbanas, una estrategia que tuvo éxito en agosto
de 1994. Pero al haber abrazado el neoliberalismo y enterrado el «populismo», al
régimen le resultará muy difícil combinar el paloy la zanahoria para manejar el des-
contento rural. Como indican Chiapas, Guerrero, El Barzón y toda la lógica de
NAFTA, la insatisfacción podría aumentar más que remitir. Así, Chiapas sería la
prueba de fuego de la política oficial: ¿resucitará el PRI sus políticas tradicionales
(«populistas»), incluso en un periodo de nueva austeridad, aliviando el descontento
sin recurrir a la represión generalizada? O, como parece sugerir Riordan Roett,
¿requiere el nuevo modelo económico una respuesta dura, más palo que zanahoria?
La solidaridad demostró, en mi opinión, que las políticas neopopulistas fueron, en
cierta medida y por un tiempo, compatibles con una economía neoliberal 65 . Pero
65 Dresser, «Bringing the Poor Back In»; Knight, «Obrigo», págs. 69-72.
VIOLENCIA POLITICA EN EL MÉXICO POST-REVOLUCIONARIO 1 39
66 Hubo, por supuesto, algunos accidentes de avión y coche desafortunados. Carlos Madrazo y
Manuel Clouthier fueron algunas de la víctimas más notables. Las pruebas con las que se cuenta no nos
permiten presumir que se tratara de asesinatos políticos, aunque se ha denunciado dicha posibilidad.
67 Friedrich, Princes of Naranja, pág.
VI
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA:
LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES SOBRE
LA IDENTIDAD POLÍTICA DE LOS CIVILES
DURANTE LA GUERRA SUCIA ARGENTINA
Antonius Robben
obcecados en la violencia,
T
, OS COMBATIENTES DE UN CONFLICTO ARMADO,
esperan que los civiles tomen partido por uno de los bandos. Confían en que
la población defina claramente sus simpatías políticas y determine quién está
en posesión de la verdad, la justicia y la moralidad. Como suele ocurrir siempre
que estalla un conflicto de envergadura, también las partes enfrentadas en la Argen-
tina de los años setenta creían que estaba justificado el empleo de la fuerza. Tanto
para los mandos del ejército como para las organizaciones de la guerrilla, lo inmo-
ral precisamente era no pronunciarse. Ambos bandos trataron de llevarse a su
terreno a los argentinos y de convencerlos de que el recurso a la violencia era una
necesidad histórica. La fuerza con que se difundió este discurso público consiguió
eclipsar el agudo temor que les inspiraba la indecisión de los civiles a quienes se dis-
putaban el poder.
Se ha escrito mucho sobre el terrorismo de Estado y las culturas del miedo de
América Latina, si bien apenas hay nada publicado sobre los miedos y temores que
asaltaron a quienes ejercieron la violencia. Ciertamente, estos miedos y temores
son insignificantes en comparación con el sufrimiento, incalculablemente mayor,
que padecieron los civiles que fueron víctimas del terrorismo de Estado. No obs-
tante, también deben analizarse los sentimientos de los verdugos, pues el estudio de
las complejas y ambiguas relaciones que mantienen las fuerzas contrincantes y la
población civil añade una perspectiva más a nuestra visión de las sociedades del mie-
do latinoamericanas.
Durante el enfrentamiento que mantuvieron en la década de los setenta las fuer-
zas gubernamentales y la guerilla revolucionaria argentinas, los civiles que parecían
mantenerse indiferentes despertaban en ambos bandos sentimientos de desprecio y
ansiedad, amén de un cierto temor e intranquilidad. El miedo que sentían no era al
142 ANTONIUS ROBBEN
terror —del que, en otro orden, eran maestros—; era más bien un miedo a la derrota,
que se acrecentaba por la inseguridad que les causaba el elevado número de civiles no
comprometidos. A los protagonistas de la situación argentina, efectivamente, les
preocupaban quienes se resistían a batallar activamente a favor de uno de los dos ban-
dos. No en vano, los imparciales no encajaban en ninguna de las categorías sociales
que habían quedado establecidas tras tanto derramamiento de sangre. De hecho,
minaban la estructura de rivalidad característica de un conflicto violento que se
había presentado como una necesidad histórica. Según pensaban los combatientes,
el hecho de que se mantuvieran al margen podía determinar, por defecto, su derro-
ta. Estos civiles se situaban en el extremo opuesto a los hombres de acción, los
militares y los revolucionarios que habían tomado en las propias manos su destino y
el del resto. El neologismo acuñado por Derrida indecidible describe, en mi opinión,
a estos civiles'. Particularmente, prefiero este término a «indeciso» porque la
indecibilidad no implica necesariamente la indecisión, la pasividad ni la parálisis.
La indecibilidad también puede nacer de una actitud moral activa contra la violen-
cia. La mayoría de los argentinos puede catalogarse de «indecidible no comprome-
tida». Por su parte, los activistas argentinos que lucharon en pro de los derechos
humanos y que se opusieron enérgicamente a los medios violentos empleados por
los militares y las fuerzas de la guerrilla representan el sector de los «indecidibles
comprometidos».
lucha por el poder, sino por el espacio de la cultura, por determinar los márgenes
y las condiciones culturales en los que iba a desarrollarse la vida de los argenti-
nos. Éstos se manifestaban en instituciones sociales, convenciones, costumbres,
creencias, símbolos y significados. En palabras del general Díaz Bessone: «Yo sos-
tengo que cuando los valores son totalmente opuestos sobreviene la guerra. No
hay más remedio. No se puede convivir. Por eso sobreviene la guerra en el medio,
porque hay valores contrapuestos. [...] La subversión significa el cambio de los
valores, el cambio de la cultura nacional. La cultura no es solamente el arte y la pin-
tura. No, no. La cultura es todo» 4 . Los mandos militares y los revolucionarios
argentinos arriesgaron sus vidas por imponer un molde cultural determinado en la
sociedad. Sólo con mucho sacrificio podía conseguirse la victoria, porque ambas
partes estaban convencidas de que los males que aquejaban a Argentina estaban
muy arraigados.
Los orígenes de la estructura de rivalidad característica de la oposición polí-
tica argentina se remontan a la primera mitad del siglo xix, cuando las guerras civi-
les asolaron un país que, a la vez, se encontraba en plena Guerra de la Independencia
contra España. Los caudillos de las distintas regiones se opusieron a la hegemonía de
que gozaba la elite poscolonial bonaerense; de igual modo, las luchas por las condi-
ciones que debían respetar el gobierno y los representantes políticos enfrentaron
durante décadas a federalistas y centralistas. Argentina iba a sufrir varios estallidos de
violencia más durante el siglo xx, ya fuera en virtud de los golpes de Estado o por
causa de la represión con que se sofocaron las huelgas sindicales y las manifestacio-
nes estudiantiles. La violencia política alcanzó unos niveles sin precedente durante
los setenta, un periodo que sólo puede compararse al de las guerras civiles del siglo
anterior. La tensión política que había ido en aumento desde el golpe de Estado que
derrocó en 195 5 al presidente populista Juan Domingo Perón fue degenerando en
una rivalidad antagónica a lo largo de los sesenta, a medida que los dictadores mili-
tares endurecieron el control sobre la clase obrera y los estudiantes. Este conflicto
político dio paso a la lucha abierta durante los setenta.
Tras la salida del poder de Perón, se generalizó en Argentina un sentimiento de
insatisfacción política '. La persistencia de la frustración entre la clase obrera por
la proscripción del movimiento peronista y la aparición de una generación más
joven con conciencia de clase que deseaba tomar parte activa en la política se fun-
dieron entre 1969 y 1973, engendrando una fuerza de oposición imparable al gobier-
no militar que entonces ocupaba el poder. Los sindicatos convocaron huelgas
generales. Las asociaciones de jóvenes peronistas se manifestaron en las calles. Ani-
mados por Perón, ciertos grupitos paramilitares bombardearon las sedes de las gran-
des compañías extranjeras y se hicieron durante unas horas con el control de
pequeñas ciudades, creando una sensación general de inseguridad en el país. Esta
movilización popular dio sus frutos. A finales de 1972, el gobierno militar negoció
con Perón la cesión del poder mediante la convocatoria de elecciones generales, que
se celebraron en marzo de 1973.
Algunos grupos marxistas sacaron partido de la ola de protesta del movimiento
peronista, logrando atraer a un sector de población pequeño pero muy vigoroso. En
su opinión, la conciencia revolucionaria de las masas populares había alcanzado
unos niveles decisivos. El Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) —el brazo arma-
Pedro Cazes Camarero, un ex—dirigente del ERP, hablaba dos décadas más tarde de
este marco político de la siguiente manera:
Lo que pasa es que adicionalmente a eso [a este escenario], nosotros teníamos una
dialéctica de acumulación de fuerzas. Esta dialéctica de acumulación de fuerzas pasa-
ba en parte porque la lucha contra un enemigo tendía a fortalecernos, no a debilitamos,
porque aunque algún golpe recibiésemos nosotros producíamos un efecto político
demostrativo que tendía a polarizar las fuerzas políticas alrededor de nuestra propia
fuerza s .
6 Véanse Mattini, Hombresy Mujeres; Santucho, Los últimos guevaristas; Seoane, Todo o nada.
7 La crítica de la ideología que hace Hannah Arendt (Arendt, Los orígenes del totalitarismo. 3. Tota-
litarismo, pág. 694) se aplica en este caso tanto a los revolucionarios como a los mandos militares que jus-
tificaron el golpe de Estado de 1976 por entenderlo como un nuevo comienzo: «Las ideologías pretenden
conocer los misterios de todo el proceso histórico —los secretos del pasado, las complejidades del presen-
te, las incertidumbres del futuro— merced a la lógica inherente a sus respectivas ideas. Las ideologías
nunca se hallan interesadas por el milagro de la existencia. Son históricas, se preocupan del devenir y del
perecer, de la elevación y de la caída de las culturas, incluso si tratan de explicar la Historia por alguna ley
de la Naturaleza'» (Trad.: Guillermo Solana).
8 Entrevista del autor con el ex-dirigente del ERP Pedro Cazes Camarero, 29 de mayo de 1991.
9 El Combatiente 6 (63), 1973, pág. 4.
te Véase Robben, «Deadly Alliance».
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 145
'o
146 ANTONIUS ROBBEN
1
la sensación de amenaza que suscitaban los parámetros culturales que trataba de
imponer mediante el uso de la fuerza cada bando en la sociedad argentina.
El análisis del discurso público muestra que esta sensación de amenaza persistió
a lo largo de los setenta —el comunismo frente al imperialismo capitalista—, si bien el
blanco de las operaciones fue variando con el transcurrir de los años en consonancia
con los cambios experimentados por las diferentes fuerzas políticas'. Los enemi-
gos cobran existencia cuando el miedo que causa lo que se percibe como una ame-
naza deriva en una acción violenta dirigida contra un objetivo específico. La
amenaza se interpretaba en términos geopolíticos, pero el enemigo se identifica-
ba en el seno de la nación, no tanto como una quinta columna que colaboraba con
una potencia extranjera, sino más bien como un enemigo interno al servicio de una
ideología que miraba por intereses ajenos, bien capitalistas bien comunistas. La per-
cepción de un enemigo nacional determinó la selección de los objetivos, convirtió
a casi todo el mundo en un sospechoso potencial y transformó el conflicto en una
lucha encubierta por definir la cultura y la identidad nacional. Esta situación recuer-
da la obra de Ernesto Sábato Sobre héroes), tumbas, un relato fascinante sobre la para-
noia y la conspiración: «Todos estaban recelosos de todos, las gentes hablaban
lenguajes diferentes, los corazones no latían al mismo tiempo (como sucede en cier-
tas guerras nacionales, en ciertas glorias colectivas): había dos naciones en el mis-
mo país, y esas naciones eran mortales enemigas, se observaban torvamente, estaban
resentidas entre sí» ' 7 . El rencor de las organizaciones revolucionarias nacía de
un odio de clase que se tradujo en acciones paramilitares. Entre las organizaciones
revolucionarias peronistas, sobre todo la que había pasado a ser la más importan-
' te, los Montoneros, y las guerrillas de orientación marxista, especialmente el PRT-
ERP, cundía la misma sensación de amenaza: «el imperialismo, las empresas
monopolísticas, las oligarquías nativas, los gorilas activos, los traidores al Frente y
al Movimiento, los restos de la camarilla militar proimperialista» ' 8 . Todo el que no
estaba con el pueblo era una amenaza, porque «donde no está el pueblo, sólo está el
antipueblo» ' 9 . El Ejército Revolucionario del Pueblo (ERP) y los Montoneros se
consideraban la encarnación del pueblo argentino, e imputaban al imperialismo y al
capitalismo la dependencia económica que sufría Argentina a escala internacional.
Las dos organizaciones tenían fines políticos distintos, pero hubo de cambiar la
situación para que se hicieran notar sus diferencias ideológicas. En aras de sus
respectivas metas, ambos grupos dirigieron sus ataques contra compañías multi-
nacionales, bancos, empresas nacionales de envergadura y la policía. En lugar de
jl atacar a los militares, entre 1973 y 5974 los Montoneros centraron su lucha contra
la derecha peronista, pero secundaron al ERP en 1975 en su ataque contra lo que lla-
maban la guardia pretoriana de la clase dominante. A finales de 1975, los Monto-
1• neros comenzaron a atacar bases militares e instalaciones de la Marina y las Fuerzas
lo Véanse FAMUS, Operación Independencia, y C JE, Ejército de hoy, para una exposición de la lucha
desde el punto de vista de las Fuerzas Armadas.
zi Poder Ejecutivo Nacional, Decreto z77o-7z, 6 de octubre de 1975.
zz Scarry, The Body in Pain, pág. 87.
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 149
Las organizaciones que luchaban en pro de los derechos humanos suscitaban una
reacción ambigua entre la guerrilla argentina. Por un lado, se les aplaudía por sacar
a la luz pública las conculcaciones de los derechos humanos y civiles en que incu-
rrían las fuerzas gubernamentales, pero, por otro, en el fondo se las consideraba ins-
tituciones burguesas incapaces de percibir lo justificada que estaba para la revolución
la necesidad de recurrir a la violencia. En esta línea, por ejemplo, increpaba el escri-
tor y periodista Osvaldo Bayer a sus coetáneos intelectuales. En su opinión, el éxito
de la dura represión acometida por los militares se debía a que la mayoría de los
argentinos los apoyaba fervorosamente, era cómplice con su silencio o ejercía «una
oposición constructiva» al entablar un diálogo con la dictadura. Denunciaba, por el
contrario, «la línea neutralista» de ciertos políticos e intelectuales que se declaraban
«contra la violencia de cualquier signo» y que trataban de demostrar «que tienen el
chaleco libre de manchas con sospechas de ideas subversivas o comunistas» 24 El .
Son ese «tercer elemento» que no debería ser. Los verdaderos híbridos, los mons-
truos; no sólo inclasificados, sino inclasificables. No cuestionan, por tanto, esta opo-
sición concreta [entre aliado y enemigo]; cuestionan las oposiciones como tales, el
propio principio de la oposición, la admisibilidad de la dicotomía que lleva aparejada.
Desenmascaran la frágil artificialidad de la división —destruyen el mundo ". —
42 Véanse Bonasso, Recuerdo de la muerte, págs. 185-99, 217-27; Gasparini, Montoneros, págs. 219-2o.
43 Véase Carl Schmitt, Der Begriff des Politiscben, págs. 27, 35. Véase también Schmitz, Frenad-
Feind Theorie.
44 Langer, Philosopby, pág. 233.
EL MIEDO A LA INDIFERENCIA: LOS TEMORES DE LOS COMBATIENTES 155
ala vez, extraños. No sólo hacían peligrar la estructura de la rivalidad que enfrenta-
ba a enemigos y aliados, sino que ponían de manifiesto una identidad ambigua y
oscura. Esta indeterminación y rareza suscitaba un sentimiento que Langer deno-
mina «lo siniestro», das Unheimliche.
Unheimlich significa terrible, horrible, pavoroso y raro. En muchos de sus sig-
nificados coincide con su opuesto, das Heimliche. Heimlich significa doméstico, ínti-
mo, familiar, privado, pero también escondido, secreto y oculto. Das Unheimliche
«es esa clase de sentimiento estremecedor que remite a lo conocido, a lo acostum-
brado, a lo familiar» 45 En este sentido, los indecidibles suscitan sentimientos de
.
VIOLENCIA Y MORALIDAD
Las luchas sociales y el sufrimiento humano son inevitables, pero sigue estando
en manos de los seres humanos causarlos y solucionarlos. La decisión de permanecer
como indecidible en un conflicto armado no convierte a quienes la toman en meros
espectadores, sino que los implica en la violencia en tanto cuestiona la destrucción
totalizadora en que se engrana la diferencia en una sociedad presa del miedo. Los
militares y los revolucionarios lo sembraron, pero tampoco estaban libres de sentir-
lo. No en vano, los indecidibles despertaban en ellos temores y siniestros senti-
mientos, que amenazaban con socavar el uso no cuestionado de la violencia en el
seno de la sociedad argentina. La mayoría de la población civil fue criticada por fal-
ta de patriotismo, y los activistas que luchaban en pro de los derechos humanos,
por su parte, fueron acusados de sabotear una guerra justa. Estos grupos recordaban
a las partes enfrentadas que toda interacción social, incluida la violencia, siempre tie-
ne una dimensión moral, y que incluso el enemigo es una construcción social. Si
estas desmistificaciones suscitaban sentimientos tan pavorosos en los combatien-
tes, no era tanto porque corroboraran lo esencial de su diferencia, sino precisa-
mente porque revelaban lo que tenían en común.
VII
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA
AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA
Daniel Pécaut
D media nacional de homicidios es una de las más elevadas del mundo, con fre-
cuencia por encima de los 7o muertos por cada mo.000 habitantes. En cier-
tas localidades y regiones, el índice asciende hasta las 400 bajas por cada ioo.000
personas. Entre 198o y 1995, la cifra total superó las 300.000 muertes '. Son nu-
merosas las matanzas que se cobran más de cinco vidas; sólo entre 39__ R R y 1993, se
registraron casi 900 incidentes de ese tipo, con un total de 5.000 víctimas 2. Otros
índices también confirman esta tendencia. Miles de sindicalistas y activistas polí-
ticos han muerto asesinados. Un partido político, la Unión Patriótica (UP), se vio
diezmado a causa de los asesinatos, y estuvo a punto de desaparecer del mapa políti-
co. El número de secuestros denunciados oficialmente aumentó del millar regis-
trado en 1990 a los 1.717 de 1991. En total, más de medio millón de personas se han
visto obligadas a huir de su lugar de residencia. En amplias franjas del país, las prác-
ticas chantajistas y las actividades delictivas se han convertido en moneda corriente.
En muchas áreas urbanas y rurales, este tipo de violencia ha degenerado en una
serie de manifestaciones particulares del terror. Así ocurre especialmente en el valle
medio del río Magdalena o en Urabá, donde varios grupos armados compiten por
el mismo territorio ; En estas zonas, la población civil está sujeta ala ley del silencio,
.
y las masacres, el éxodo de los civiles, la brutalidad, las atrocidades, el miedo y la sos-
pecha siguen siendo la norma. Es más, de 1987 a 1993 se registró una intensificación
de los actos terroristas, bien dirigidos contra personas concretas bien aleatorios, que
llevan a cabo los narcotraficantes y sus truculentos aliados.
1 Esta cifra resulta de la suma de los homicidios registrados oficialmente, según los datos de la poli-
cía. Véase Policía Nacional, Criminalidad 19y f (Bogotá). Estas cifras parecen aproximarse a la situación
«normal» en Colombia. Ni siquiera durante los sesenta solía situarse el índice de homicidios por debajo de
las 15 víctimas por cada ioo.000 habitantes.
a Véase Uribe y Vásquez, Enterrary callar.
3 El número de muertos en Urabá oscila entre los 1.5 oo y los 3.000, según los datos.
158 DANIEL PÉCAUT
4 De obligada referencia son los libros de la Comisión de Estudios sobre la Violencia, incluido el
de Deas y Gaitán Daza, Colombia, violencia) democracia: dos ensayos especulativos. Véanse así mismo los dos
volúmenes de la publicación Controversia, titulados Un país en construcción. Véase también Pécaut, «Présent,
passé, futur de la violente».
5 Sobre la noción de mire en intrigue, véase Ricoeur, Temps et reí*.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA I 59
y otras de distintos tipos? Podría argumentarse que, por naturaleza, los narcotrafi-
cantes no están relacionados con la política. Sin embargo, ¿acaso no se erigen en
agentes políticos cuando intervienen en los procedimientos judiciales y en los pro-
cesos electorales alimentando con sus métodos la corrupción, y cuando obligan a
fortiori al Estado a ceder bajo presión tras haber sembrado de manera indiscrimina-
da el terror? Por su parte, parece más evidente que las guerrillas son actores políti-
cos. Sin embargo, ¿hasta qué punto lo son cuando practican de forma desmedida la
extorsión y el secuestro, o cuando recurren incluso a los servicios del crimen orga-
nizado o de asesinos a sueldo para conseguir sus objetivos? Asimismo, en muchos
casos puede decirse también que la violencia cotidiana, que se manifiesta en críme-
nes horribles, en ajustes de cuentas y en asesinatos vengativos, tiene una dimensión
política, en tanto en cierta medida puede ser la expresión de un sentimiento de
indignación social, que probablemente nace como respuesta a la debilidad de la
policía y el sistema judicial.
Por otra parte, ¿no será discutible también la distinción rígida entre las for-
mas organizadas y desorganizadas de violencia? Los grupos como las guerrillas y los
narcotraficantes sólo gozan de una cohesión relativa. Las primeras son muy nume-
rosas, y cada una de ellas tiene múltiples alianzas. Por citar sólo una de esas organi-
zaciones guerrilleras, las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC)
aúnan más de sesenta grupos que están lejos de ser homogéneos en cuanto a sus
enfoques y estrategias. Por su parte, incluso cuando estaban en el momento culmi-
nante de su poder, los conocidos «carteles» de Medellín, Cali, Bogotá y la Costa
Atlántica en realidad eran poco más que frágiles coaliciones de varios grupitos '.
Tras el desmantelamiento de los carteles, estos grupos tienen ahora más autonomía
incluso que en el pasado. En el caso de los paramilitares y de las milicias urbanas, aun-
que están bastante centralizados, han empezado a crearse grupos de ámbito depar-
tamental. Por lo general éstos se han caracterizado por una inestabilidad mayor que
los carteles, y también han estado más íntimamente relacionados con la comunidad
6 Según las cifras que ofrecen Deas y Gaitán Daza (Colombia, violemiay democracia). Esta cifra se ha
repetido recurrentemente, aunque no se ha confirmado su exactitud.
7 Véase Bétancourt y García, «Colombie: les mafias de la drogue».
6o DANIEL PÉCAUT
ilegal. Del mismo modo, la delincuencia no remite únicamente a una serie de indivi-
duos aislados o a bandas dispersas, sino a inmensas organizaciones, con todo lo que
ello acarrea. Por ilustrarlo con un mero ejemplo, durante algún tiempo, la policía,
con gran destreza y pericia, controlaba el mercado de coches robados.
La corrupción afecta a todas las organizaciones y a todos los sectores de la socie-
dad, lo que hace imposible establecer distinciones claras entre los diferentes agentes
que ejercen la violencia. A tenor de las estadísticas, parece que puede establecerse un
correlato entre la existencia de grupos violentos «organizados», que incluyen las
guerrillas, y un aumento de la violencia «desorganizada». Una de las razones por
las que cada vez son más permeables las fronteras que separan las formas políticas
y apolíticas de violencia, y el crimen organizado del desorganizado, es que los gru-
pos armados se han hecho con el poder suficiente para controlar los principales sec-
tores económicos y productivos de la economía nacional.
La expansión de la economía de la droga —la marihuana durante los setenta, la
cocaína a partir de 1975 y la heroína en la actualidad— ha sido un factor importante en
la transformación de las coordenadas de la violencia. La producción de cocaína y
heroína ha estado particularmente atrincherada en las regiones en las que están esta-
blecidas o se han instalado recientemente las FARC. La guerra de guerrillas ha for-
mado una especie de escudo protector, tras el cual se ha llevado a cabo el
narcotráfico, el cultivo de productos relacionados con la droga y su posterior pro-
cesamiento en los laboratorios sin demasiado riesgo de que pudieran irrumpir las
Fuerzas Armadas. A cambio de esta protección efectiva, las FARC han disfrutado de
un capital llovido del cielo, obtenido principalmente de los impuestos recaudados a
los agricultores y a los distribuidores de la droga. Sin ir más lejos, así consiguió este
movimiento de guerrilla doblar su número de frentes y aumentar su poder a fina-
les de los ochenta. Y de esta manera se explica en buena medida el aumento del cul-
tivo de la adormidera registrado desde principios de los noventa.
El objetivo del conflicto pronto pasó de ser el de controlar el mercado de la dro-
ga a abarcar la mayoría de productos básicos. Otra organización, el Ejército de Libe-
ración Nacional (ELN), casi aniquilado en los setenta, volvió a resurgir de sus
cenizas principalmente en virtud del control que ejercía en las principales regio-
nes petroleras y del dinero que consiguió recaudar por la fuerza. El mismo proceso
se produjo también en otras zonas mineras, incluidos los centros de producción de
níquel y carbón, y en áreas dedicadas a las actividades agropecuarias, como el culti-
vo del plátano en Urabá, la industria de la palmera africana o la ganadería. El chan-
taje y los secuestros pasaron a ser moneda corriente; incluso las zonas dedicadas a la
producción de café, que habían permanecido relativamente al margen de la vio-
lencia organizada, se vieron tomadas por los narcotraficantes y las guerrillas, y
comenzaron a registrar niveles elevados de delitos menores, desorganizados. Cier-
tamente, la alta concentración de grupos de autodefensa en las zonas productoras de
esmeralda ha conseguido mantener alejadas a las guerrillas, si bien no ha logrado aca-
bar con la propia violencia 8 . En términos generales, las actividades de la guerrilla y
8 Dependiendo de las circunstancias, las esmeraldas constituyen el segundo o tercer tipo de expor-
taciones más importantes del país. Durante siglos, las zonas dedicadas a la producción de esmeraldas han
estado azotadas por un problema crónico de violencia. Gran parte de los delincuentes más conocidos del
país procedía de estas zonas. Actualmente las minas están cedidas a compañías privadas por contrato, pero
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 161
los delitos perpetrados con violencia en el país, tanto organizados como desorgani-
zados, suelen darse en las zonas dedicadas a los productos básicos 9 .
La estrategia de la guerrilla, que ha convertido en su objetivo prioritario la
extensión de su control a los centros de la actividad económica, ha transformado las
relaciones que anteriormente mantenían los grupos armados. En las zonas de culti-
vo y procesamiento de los estupefacientes, resulta esencial que exista una cierta coo-
peración entre las guerrillas y los narcotraficantes. Hasta cierto punto, también es
necesaria la complicidad implícita de otras fuerzas locales, incluidos el ejército, la
policía y la clase política. Evidentemente, tampoco las relaciones entre las guerrillas
y los narcotraficantes están totalmente exentas de conflictos. Así quedó de manifiesto
cuando se produjo la ruptura del acuerdo tácito que mantenían las FARC y los
traficantes, que fue el origen de un enfrentamiento despiadado entre las primeras y
los grupos paramilitares establecidos por Gonzalo Rodríguez Gacha 1°. Así mismo,
también puede estallar el conflicto entre las guerrillas y las Fuerzas Armadas cuando
el precio del soborno que exigen éstas es excesivo ".
Excepto en las zonas productoras de cocaína, donde se hace necesaria su coope-
ración, los grupos guerrilleros y las bandas relacionadas con la droga general-
mente tienen intereses encontrados. Puesto que los narcotraficantes suelen invertir
en terrenos y en ganadería (se calcula que ya han adquirido más de cinco millones de
hectáreas de las mejores tierras), pasan a convertirse, como el resto de los terrate-
nientes, en objetivos de los grupos de la guerrilla, cuya táctica se basa en la recauda-
ción del impuesto revolucionario o en la confiscación de los bienes de los
hacendados. En las zonas en las que se da esta situación, se produce sistemáticamen-
te un enfrentamiento entre estos dos grupos. En otras partes del país, donde hay ade-
más otras fuentes de riqueza, las relaciones se caracterizan tanto por la cooperación
como por el conflicto. Las fuerzas de la guerrilla en ningún momento han paraliza-
do la producción, lo que parece indicar que tienen interés por seguir conservando
sus fuentes de financiación. Incluso llegan a ofrecer protección a las compañías y a
los terratenientes que no se retrasan en el pago de los «impuestos» que les obligan
a abonarles. Además de estas formas de interacción, también destacan el cohecho
entre la clase política y los narcotraficantes o las presiones que ejercen los grupos
guerrilleros sobre el gobierno ". De esta manera se va redefiniendo el marco en el
la mayoría de las exportaciones son de contrabando. Esta combinación de actividades legales e ilegales en
una zona próxima a Bogotá, que a pesar de todo está bastante aislada, deja entrever que la zona desempe-
ña un papel decisivo en las estrategias de la violencia. Gonzalo Rodríguez Gacha, muy relacionado con
Pablo Escobar, procedía de esta región. A finales de los ochenta, como resultado de una encarnizada dis-
puta entre dos bandos rivales por el control de la zona, se registraron varios miles de muertos.
9 Véase Echandia, «Colombie: dimensiones économiques».
,o Las FARC lograron destruir a los grupos paramilitares establecidos en Putumayo, un departa-
mento que tiene un papel decisivo en las actividades relacionadas con la droga. Sin embargo, en otras
regiones, y especialmente en el Magdalena Medio, los paramilitares de Rodríguez Gacha lograron elimi-
nar a los colaboradores y los aliados de las FARC, incluidos los militantes de la UP.
No es casual que las emboscadas más sanguinarias que prepararon las guerrillas al ejército tuvie-
ran lugar en Putumayo y Cagueta, principales centros de la producción de cocaína, junto con Guaviare.
tz En los últimos tiempos, los grupos de la guerrilla han tratado de hacerse con el control de las
inversiones locales; para ello han intentado imponer su influencia sobre los alcaldes, independientemen-
te de su credo político.
11
I62 DANIEL PÉCAUT
que tienen lugar estas interacciones estratégicas en función de una serie diversa y
variable de condiciones.
Esta situación genera fundamentalmente una fragmentación del territorio nacio-
nal colombiano en la que se trasluce el poder relativo de los diversos actores impli-
cados. La reorganización del territorio nacional, que refleja la interacción entre los
grupos armados, respeta los límites de las fronteras en buena medida invisibles que
separan las zonas controladas por cada uno de esos grupos. Por encontrarse bajo
el control de éstos y por ser el escenario de sus enfrentamientos, una serie de regio-
nes como Urabá o el bajo valle del Cauca se ha forjado una identidad particular.
De esto se deduce que la violencia parece haber adoptado un carácter marcada-
mente prosaico. En realidad, en semejante conflicto queda escaso margen para las
ideologías políticas o la disparidad de creencias. Ciertamente, los grupos de la gue-
rrilla siguen operando en la esfera política; de hecho, lo garantizan con su presen-
cia militar, que a su vez les permite tener una presencia simbólica en la mitad de los
municipios del país, inclusive en las afueras de Bogotá '; Sin embargo, la credibili-
.
dad política que inspiran estos grupos es mínima. Su prestigio se ha ido desgastando
paulatinamente desde 198 S, y la opinión pública cada vez está más hastiada de su cau-
sa, aparentemente limitada a la sucesión de amenazas y sin visos de que, a la larga,
vaya a llegarse a ninguna parte. Incluso mucho antes de que finalizara la Guerra
Fría, ya habían perdido estos grupos de la guerrilla la capacidad de transmitir sus aspi-
raciones para mejorar el futuro. Su silencio incita a pensar que creen que sus acciones
bastan para indicar claramente sus pretensiones y lo que representan. La violencia
organizada, por su parte, nunca ha suscitado demasiada controversia politica. Inclu-
so en las zonas en que están bien establecidos y gozan de considerable influencia,
estos grupos se han mostrado reticentes a presentarse a las urnas. Sin duda esto se
debe en parte al clima de terror y violencia existente, pero en cierta medida también
refleja el temor que les produce la perspectiva de no conseguir los votos de los que
supuestamente les apoyan 14 Todavía es posible establecer una diferencia entre la
.
violencia organizada y la esporádica, pero ambas han entrado en una relación recí-
proca que ha degenerado en una situación de violencia generalizada. Ésta afecta a
las relaciones sociales e interpersonales desde el momento en que altera el funcio-
namiento tanto de las instituciones como de los valores establecidos y cierra la puer-
ta a cualquier elemento externo, incluida, por tanto, la intervención de terceros. La
interacción entre los diversos tipos de violencia alimenta su propia lógica, sus
propias modalidades de conflicto y los sistemas que regulan sus relaciones. Esta
violencia no está basada en las divisiones de clase o en otras formas colectivas de
identidad social.
En cualquier caso, en la actualidad persiste una serie de tensiones sociales, que se
da en todas las regiones del país. De hecho, quizá hoy sea más visible que nunca. En
su momento, la economía del café garantizaba en buena medida la estabilidad del
13 Para un análisis del punto de vista de un estratega militar, véase Rangel Suárez, «Colombia: la
guerra irregular».
14 En muchas zonas que están bajo el control de la guerrilla, las listas políticas vinculadas a estos
grupos han logrado cada vez menos votos en los últimos diez años aproximadamente. Atribuir esto sólo
al terror supondría ignorar la desconfianza del electorado ante estos partidos políticos en cierta medida
ambiguos. Las guerrillas sacan partido de esta situación apoyando a los candidatos de los partidos tradi-
cionales y ejerciendo un férreo control sobre ellos una vez resultan elegidos.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 163
Las identidades culturales son incluso más vulnerables que los movimientos
sociales. Ciertamente, siempre han sido algo inestables en un país de las característi-
cas de Colombia, donde son frecuentes las relaciones mixtas y notable la influencia de
la emigración. Aun así, sin ninguna duda se atisban diferencias culturales importan-
tes entre las regiones. En cualquier caso, si bien estas diferencias pueden ser el origen
de una serie de prejuicios, apenas influyen en la situación de la violencia. Quizá la
única excepción se localice en las regiones que tienen una población indígena consi-
derable, especialmente en Cauca. Ahí precisamente surgió el grupo guerrillero
indígena «Quintín Lame». Sin embargo, resulta dificil asegurar que esta organiza-
ción refleja una política de identidad concreta y no está vinculada al empleo táctico
e inteligente de la identidad cultural para otros fines. En otros lugares de Colombia
se mantienen bastante estables las identidades políticas y partisanas cuyo origen se
remonta al siglo xix y que se fortalecieron durante La Violencia de los años cin-
cuenta. Éstas son en la actualidad las únicas formas de identidad que puede adoptar
gran parte de la población. Ciertamente, es evidente que estas formas de identidad
están muy definidas. Sin embargo, la forma que cobran actualmente depende del
tipo de vínculos que mantengan con las autoridades locales o con otras fuerzas socia-
les que operen a ese nivel, puesto que en último extremo no son sino un tipo de leal-
tad que fácilmente se puede trasladar de un dirigente o clan a otros. No obstante, ni
1 5 Para unas explicaciones sobre las relaciones sociales en Urabá, véanse Martín, Desarrollo econó-
mico; Botero, Urabá: Colonización; García, Urabá: regida, actores) conflicto.
164 DANIEL PÉCAUT
lógicas que las formas de protesta simbólica. Es más, los secuestros son tan nume-
rosos que se ven como una rutina, y ya no sorprenden. A pesar de que muchos
secuestros tienen un desenlace trágico, se perciben como una dimensión más de la
violencia. Todo el mundo está obligado a reconocer que nadie está libre de ser vícti-
ma. En este sentido es significativo, por ejemplo, que un político que permaneció
secuestrado durante varios meses por las FARC y que debió pagar un elevado resca-
te terminara aliándose con la Unión Patriótica (UP) durante las elecciones, a pesar de
que la UP está financiada por las FARC.
Es más, el predominio de la ilegalidad y la violencia brindan una serie de nuevas
oportunidades, que resultan evidentes dada la inmensa variedad de actividades eco-
nómicas asociadas con la economía de la droga. Se calcula que más de un millón de
personas vive directa o indirectamente de esta industria, y que muchos más están a
favor de la movilidad social que lleva aparejada. Por supuesto, esto no quiere decir
que todo el mundo se beneficie de la marcha de la economía ilegal y de los meca-
nismos de la violencia. Ciertos estudios sugieren que la violencia está unida a la
prosperidad, puesto que su incidencia coincide con las zonas que más riqueza pro-
ducen del país. La afirmación no deja de ser simplista, puesto que no tiene en cuen-
ta el inmenso sector de población que por su causa se ve desfavorecido y
empobrecido, que vive en un clima de violencia pero que no está invitado a com-
partir el botín. Por otra parte, los inmensos recursos financieros que controlan los
grupos de guerrilla dan pie a otros estudiosos a postular que la violencia puede inter-
pretarse como una forma injusta de redistribución de la renta. Sin embargo, todos los
indicios parecen señalar que, por el contrario, por causa de la violencia comienza
ahora a incrementarse la desigualdad social, tras haberse reducido en cierto modo
entre 1978 y 1985. La economía de la violencia también genera la marginación de una
serie de grupos sociales. Con todo, involucrarse en el mundo de la violencia ofrece
una serie de oportunidades particularmente atractivas para los jóvenes.
En muchos aspectos, una trayectoria de este tipo puede parecer simplemente
una de las muchas que pueden elegirse en el sector de la ilegalidad. Los ingresos
medios en este sector, según un economista, habrían subido al ritmo del 1o,5%
anual entre 1984 y 1992, en comparación con el mero 3,1% registrado en el sector
legal. Cada vez son menores las garantías de conseguir un futuro próspero con una
formación académica. Por el contrario, los beneficios obtenidos por los que toman
parte en actividades delictivas se multiplicaron por tres entre 198o y 1993. Por tan-
to, no resulta sorprendente que cada vez más jóvenes abandonen su educación para
embarcarse en actividades ilegales. Es más, dada la ineficacia del sistema jurídico
penal, muchos delitos salen impunes. Por ejemplo, sólo se investiga uno de cada tres
asesinatos de los que se tiene conocimiento oficialmente, y en sólo cuatro de cada
cien se aplica una pena. Los incentivos para probar suerte en el mundo de la ilega-
lidad son cada vez mayores, dada la suerte que corren algunos de los empresarios del
crimen más importantes. El Código Penal de 1980 redujo la condena que se reco-
mendaba aplicar a los culpables de asesinatos políticos, frente a los homicidios
comunes, entre tres y seis años ' 9.
Alistarse en las fuerzas de la guerrilla o en los grupos paramilitares es una forma
de vida como cualquier otra. No sólo en ambos sectores se obtiene una serie de
19 Los datos se han tornado de dos estudios de Rubio, Homicidios y Capital social.
I66 DANIEL PÉCAUT
:I Incluso las FARC están supeditadas a las leyes de la acumulación de capital. En ciertos departa-
mentos, y especialmente en Guaviare, ha surgido una forma de cultivo de cocaína en amplios territorios,
en los que actualmente se genera gran parte de la producción total.
I68 DANIEL PÉCAUT
están sufriendo las categorías existentes de agencia social, que es visible incluso con
respecto a las formas tradicionales de solidaridad social. Los habitantes de las zonas
de residencia solían cooperar en la ejecución y construcción de las obras públicas ele-
mentales. Las juntas de acción comunal eran instituciones que gozaban de un evidente
prestigio. Pero estas formas de acción colectiva tienden a desaparecer, puesto que los
que toman la iniciativa a la hora de organizarlas probablemente se han visto obliga-
dos a alistarse en las Fuerzas Armadas; de otro modo, se exponen a sufrir represalias.
De ahí que el estado en que se encuentran las obras públicas, incluso en las zonas
donde abundan los recursos, sea chocante. Cada vez es más frecuente que lasjuntas de
acción comunal pasen simplemente a estar bajo el control de los grupos armados. Cier-
tamente, en algunos casos en las regiones que han sido objeto de «protección» se
experimenta el auge de formas colectivas de movilización de las masas. Entre 1987 y
1988, por ejemplo, se presenciaron unas marchas de campesinos muy concurridas.
En realidad, eran los grupos de la guerrilla los que las patrocinaban: el ELN en el
primer caso y las FARC en el segundo y más reciente. La participación en estas mar-
chas, sin embargo, ha sido todo menos voluntaria. Los agricultores se suman a ellas
espontáneamente, sin lugar a dudas, si sienten que favorecen sus propios intereses.
No obstante, ven mermar su entusiasmo cuando las marchas se repiten una tras otra,
con todo el sufrimiento y riesgo que implican para sus personas. Puede ser que
tomen parte más por obligación que por convencimiento.
Este sistema de movilización no es del todo nuevo o desconocido. Los partidos
políticos tradicionales se han comportado de un modo similar en muchas locali-
dades colombianas. Los clanes y facciones que tenían el poder a menudo coaccio-
naban a los habitantes para asegurarse su adhesión. Éste era el precio que se les
exigía pagar para acceder a los recursos, o incluso para vivir en paz, sin verse
obligados a huir. Una serie de autores hablan de la existencia de un «clientelismo
armado», para resaltar así la continuidad que tiene con otras formas preexistentes de
clientelismo. La diferencia más visible entre estas formas de «movilización por la
fuerza» reside en el grado de integración que logra cada una de ellas con las estruc-
turas oficiales de la vida política.
En cierto modo, la división del país en diversas zonas controladas por los grupos
armados y sus redes de poder puede verse como una situación común, banal. Sin
embargo, resulta imposible entender que la lógica de la protección responde mera y
simplemente a una demanda que se ha traducido en la puesta en marcha de un meca-
nismo que garantiza la confianza. Según el análisis de Gambetta, muchos expertos en
el tema de la mafia siciliana señalan que la «oferta» disponible de protección es sin
lugar a dudas mucho mayor que la «demanda» existente. Es más, dicha «oferta» se
manifiesta a través del uso de la violencia, que en lugar de poner fin a una situación
de desconfianza simplemente continúa alimentando el malestar ". Si cabe, esto se
agrava aún más en Colombia, donde las redes no se asientan sobre la tradición, y
se encuentran, además, enfrentadas entre ellas.
La lógica de la protección tiene como telón de fondo un clima de violencia gene-
ralizada y las relaciones entre los diferentes grupos armados. La noción de la «oferta»
de protección, con toda la violencia que lleva aparejada, es al menos tan importante
como la «demanda». La aceptación generalizada del control de la guerrilla en las
atacar la propia marcha del Estado por medio de actos violentos de este tipo.
Además, durante bastante tiempo los grupos de la guerrilla se habían jactado de ser
distintos de cualquier otro tipo de terrorismo. Se había roto una especie de tabú, y a
raíz de aquello se reestructuró todo el ámbito de la violencia.
El terror dirigido contra los militantes de la Unión Patriótica, otras organiza-
ciones sindicales y activistas políticos tampoco tiene una base territorial. Su princi-
pal objetivo es meramente político. Ante todo, se trata de una alianza entre los
narcotraficantes, el ejército y los dirigentes políticos locales para tratar de eliminar
una fuerza de la oposición que tiene su origen en el escenario siempre cambiante de
la guerrilla. Ciertamente, los narcotraficantes tienen otros objetivos, entre ellos mer-
mar la influencia de la guerrilla en las áreas que se encuentran bajo su control. Sin
embargo, la práctica sistemática de un tipo desterritorializado de terror político des-
de luego constituye un alejamiento de las formas preestablecidas de violencia.
Las masas campesinas en buena medida imputaban la responsabilidad de ese
terror al ejército. Esta acusación general no puede achacarse únicamente a los
numerosos abusos que el ejército cometió durante sus operaciones rutinarias. Des-
de luego, es importante tener en cuenta que para muchos individuos éste era el úni-
co nexo de unión que tenían con el Estado, y que el Estado no se comportó como
era de esperar. En parte puede deberse a que el ejército tiende a realizar incursiones
militares sólo de forma ocasional, no se establece en un territorio y apenas se
esfuerza por crear redes de protección. Este modo de actuar en cierto modo buro-
crático, que se basa en el movimiento continuo de las tropas, impide que las Fuer-
zas Armadas se familiaricen con determinados grupos de habitantes de una
localidad. El ejército a menudo obra a ciegas, agrupando a las masas campesinas
y las guerrillas si resulta conveniente para sus propósitos, pero dejando de nuevo
campo abierto a las guerrillas cuando se retiran. Quienes viven en estas condicio-
nes no tienen ningún margen de maniobra. Es más, el ejército engloba también a
los paramilitares, en quienes delegan las Fuerzas Armadas la mayoría de las ope-
raciones de masacres a gran escala, así como la tarea de controlar los territorios. En
comparación con el ejército, las fuerzas de la policía urbana tienen una reputación
aún peor. Durante el curso de las operaciones en la «guerra» contra el cartel de
Medellín, apenas se diferenció su comportamiento del de los ejércitos de las zonas
rurales: llegaron a irrumpir brutalmente en las barriadas donde se sospechaba que
vivían quienes daban cobijo a los sicarios, y a asesinar y torturar sin ningún mira-
miento. Apenas cabe duda de que estos abusos de poder que cometieron las fuer-
zas de la ley y el orden están en el origen de la tolerancia que muestra la población
24 A partir de 195o, así les ha ocurrido a algunos de los principales dirigentes del partido liberal.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 1 71
hacia las peticiones y excesos de otros grupos armados mientras no vayan más allá
de lo que se considera admisible.
Ocupémonos ahora del otro tipo de terror, que está ligado a las relaciones entre
las redes y sus bases de control territorial. Ya nos hemos referido a la relación de com-
plementariedad que se entabla entre la protección y la violencia. Pero incluso cuan-
do no se dan enfrentamientos entre los grupos armados es posible que la violencia
cotidiana, banal, se vea transformada en terror.
La degeneración de los grupos armados puede venir como consecuencia de la
continuación de la violencia, y en muchos casos se manifiesta en algo más que en
mero cohecho y corrupción. Así sucede también en el caso del narcotráfico: por
ejemplo, en su fase final, el cartel de Medellín se vio envuelto con frecuencia en ajus-
tes de cuentas internos. Los grupos de la guerrilla y los paramilitares tampoco han
sido capaces de evitar esos arranques justicieros. Todo guerrillero presencia
algún violento episodio de derramamiento de sangre. Desde los setenta, Fabio Vás-
quez Castaño, el líder del ELN, estableció un precedente al matar a la mayoría de los
universitarios que se habían unido a su organización. Las FARC han sido capaces de
salvaguardarse de esas purgas. Sin embargo, los asesinatos de este tipo eran nume-
rosos y constantes, y se encargaban de ellos el secretariado central o el bloque local,
los dirigentes de primera línea. Se sabe, por ejemplo, que Braulio Herrera, a quien
se le encomendó recuperar el control del valle medio del Magdalena a finales de los
ochenta, fue responsable de tantas ejecuciones que al final fue expulsado del país.
Más recientemente, durante los enfrentamientos con los paramilitares en Urabá, un
dirigente de las FARC ordenó que se matara a todo el que no mostrara el suficiente
coraje en la lucha. El caso más intranquilizador y siniestro, sin embargo, se produjo
en 1987, cuando dos de los dirigentes del frente de Ricardo Franco (un disidente de
las FARC que durante algún tiempo había tenido relación con el M 19) ejecutaron
personalmente en Tacueyo a casi todos los miembros de sus tropas (cerca de dos-
cientos hombres), llevado por la sospecha de que entre ellos podía haber agentes
secretos infiltrados. Esta masacre provocó tal clamor e indignación que influyó en la
decisión del M 19 de entablar negociaciones con el gobierno, y también contribuyó
a que las guerrillas perdieran credibilidad.
Aunque el terror puede restringirse al interior de los propios grupos armados, y
de hecho lo hace, esto afecta aún más a la población civil. Una facción de las FARC,
atrincherada en Puerto Boyacá a principios de los ochenta, exigió indiscriminada-
mente unos impuestos desorbitados y elevadísimos rescates a los familiares de los
secuestrados, incluso a los más pobres. Ante esto, el pueblo se alió con los paramili-
tares y se supeditó a su protección, que de todos modos se basaba en el miedo y en la
práctica de la denuncia. De hecho, la existencia de informantes dispuestos a delatar
a cualquier «sospechoso» está presente en la definición misma de las redes de pro-
tección. Una vez se acostumbra a la ley del silencio, la población termina por apren-
der a no fiarse de nadie. Simplemente cruzar las fronteras que separan las redes de
protección de las del rival, incluso en las actividades cotidianas, basta para generar
una acusación de traición.
La inseguridad puede aumentar en una situación de terror. Ya hemos aludido
anteriormente al cambio de lealtades en la zona de Puerto Boyacá. También se
dan casos de desertores que cambian de bando. Esta práctica se ha hecho tan común
que ha llevado a las poblaciones de distintos lugares a desconfiar de todas las redes,
I 72 DANIEL PÉCAUT
incluso de las que aparentemente son más sólidas y están mejor establecidas. En esos
casos, los desertores pueden hacerse con ciertas informaciones que les permitirían
vengarse sin compasión si la zona se viera obligada a cambiar su adhesión. En este
sentido, destaca lo ocurrido en la pequeña localidad de La India en Santander, un
corregimiento de Cimitarra 25 Las FARC llevaban mucho tiempo en el poder en esta
.
Este tipo de cambios y confluencias en los ejes en torno a los cuales se articu-
lan los conflictos y las alianzas se traduce en una serie de atrocidades. Sin lugar a
dudas, los paramilitares son los máximos responsables de ellas. Pero todos los gru-
pos armados siembran el terror, y ninguno de ellos monopoliza las frecuentes y
violentas masacres que a menudo se desatan por simple venganza. Todos los gru-
pos llegan a requerir los servicios de los sicarios para asesinar sin temor a ser des-
cubiertos. Los cambios en la situación del ejército tienden a fomentar las
deserciones, que a su vez agudizan los sentimientos de inseguridad. Durante la
ofensiva que llevaron a cabo en 1996, los paramilitares eliminaron numerosas de
las fuerzas que estaban aliadas con las guerrillas, mientras que animaron a los
miembros de otras a unirse a sus filas ofreciéndoles más del doble de la cantidad
que les pagaban aquéllas. Docenas de guerrillas abandonaron sus propias organi-
zaciones, lo que facilitó atacar con gran precisión. De esta manera, no es inusual
que los asesinos lleguen a una barriada determinada con una lista ya hecha de los indi-
viduos «condenados». Esto no es óbice para que también lleven a cabo atentados
aleatorios e indiscriminados. Como se ha adelantado en las páginas anteriores, quie-
nes forman parte de las redes están organizados en capas concéntricas. Además, los
asesinos no siempre distinguen entre los que son militantes y los civiles que por
casualidad viven en los lugares próximos. De hecho, el uso del terror trata preci-
samente de intimidar al conjunto de la población.
La intensidad que ha alcanzado el terror en Urabá no se debe únicamente a las
masacres y otros horrores del estilo. También está relacionada con las pautas hete-
róclitas de rivalidad que son consecuencia de la forma en que se intercalan los terri-
torios controlados por los diferentes grupos armados. Las fincas vecinas, las
diferentes zonas de un mismo pueblo o incluso los miembros de una sola familia
pueden pertenecer a redes diferentes. Esto crea una situación de desconfianza gene-
ralizada, incluso en el interior de las familias. Las redes no precisan imponer la
«ley del silencio»; más bien, son los propios individuos quienes la adoptan como
medida de seguridad en sus relaciones diarias con el prójimo. Poco margen de actua-
ción tienen estos individuos que prefieren «no ver ni oír nada malo». El éxodo al
que se han visto obligados los habitantes de pueblos y de barrios enteros demues-
tra que el concepto del «enemigo» puede llegar a ser muy amplio. En otras zonas,
la población tiene la posibilidad de ponerse en las manos de otro «protector». A los
paramilitares no les falta el apoyo del pueblo. Los terratenientes y la pequeña bur-
guesía de las ciudades no son los únicos que en el fondo se alegran de la expulsión
de los grupos de la guerrilla y de sus aliados. Buena parte de la población normal
también comparte este sentimiento, hastiada como está de sus exigencias y de su
enfrentamiento sin fin.
La región de Urabá no es como el resto, en primer lugar por la guerra intestina que
libran los grupos guerrilleros y en segundo lugar porque ninguno de los sectores
que recurren a la violencia puede permitirse perder el control de esta zona sumamen-
te estratégica. Sin embargo, la mezcla de terror y protección que se da en la zona es
más típica: la misma combinación se encuentra en el valle medio del Magdalena y en
otras del país. En los entornos urbanos, es común que los grupos de la milicia se trans-
formen en bandas y comiencen a practicar el chantaje y la delincuencia. A menudo
dicen estar atacando barriadas próximas, cuando en realidad están protegiendo las
suyas. En cualquier caso, el resultado es el mismo: una situación cotidiana de terror.
174 DANIEL PÉCAUT
z6 En el acto de barbarie mencionado se produjo la decapitación de una criatura de corta edad ante
la presencia de Gloria Cuartas y los niños de un colegio del lugar.
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 17 5
EL TERROR SILENTE
La difusión del terror debería traducirse en el fin del carácter cotidiano y banal
de la violencia. Los afectados por ella viven experiencias intolerables. Los actos de
crueldad y barbarismo extremos son elementos importantes que emplean los dife-
rentes grupos en la persecución racional de sus metas estratégicas. Sin embargo,
dichos actos constituyen a su vez una especie de abuso que se hurta a esta raciona-
lidad. Y esto es, si cabe, más chocante por cuanto las referencias al antagonismo no
se articulan en ningún momento en torno a conceptos de «idealismo» (idéalités) 27 que ,
27 Este tipo de conflicto (en torno a las idlalités) es crucial en la reflexión de Balibar en su trabajo
«Violencia: idéalité et cruauté». Para este autor, es importante establecer una conexión entre la expresión
de los ideales de la violencia y la propia violencia.
28 A los principales miembros del cartel de Medellín, como los hermanos Ochoa, se les impusieron
penas de sólo dos años. A una figura fundamental del cartel del norte del Valle del Cauca, sospechoso de
176 DANIEL PÉCAUT
impotencia. En 1993 fue revisado el Código Penal, previo acuerdo con los represen-
tantes legales de los narcotraficantes. De un modo más general, la corrupción de
la clase política incluso en las instancias más altas, da prueba de que la ilegalidad y la
iniquidad son la norma en las instituciones públicas. De todo ello se deduce que
estas instituciones están implicadas en la violencia.
Por otra parte, Colombia sigue insistiendo en que se le reconozca como un país
donde gobierna el imperio de la ley. La Constitución de 1991 avanzó mucho en lo que
se refiere a la ampliación y consolidación de los mecanismos necesarios para la pro-
tección de la cultura democrática. Las organizaciones que luchan en pro de los dere-
chos humanos han comenzado a estar presentes en todas las instituciones de las
autoridades públicas, incluido el ejército. Aunque éste tiene un amplio margen de
maniobra a la hora de elegir las tácticas y estrategias que sigue, no puede eludir el
control de esas autoridades 19 . Como ya se ha adelantado, se han impuesto medidas
disciplinarias a algunos altos mandos del ejército; también la policía ha sido objeto de
una depuración. Durante los dos últimos años, las actividades de la Fiscalía han ser-
vido, cuando menos, para minar el grado de aceptación social de que gozaban los
narcotraficantes y para arrojar luz sobre los niveles que alcanza la corrupción políti-
ca en el país. El Tribunal Constitucional, amparándose en la ley, ha impugnado la
declaración del estado de emergencia. Podría decirse que este tipo de medida no es
usual en los países latinoamericanos, a pesar de la batalla que se libra contra la «sub-
versión». Tanto el gobierno como los medios de comunicación tienen prohibido el
empleo de la palabra «guerra» en sus declaraciones. Desde 198 2, el gobierno ha dia-
logado con los representantes de la guerrilla en varias ocasiones. Estas charlas, ade-
más de conseguir que el M 19, el ELN y el grupo guerrillero Quintín Lame aceptasen
decretar un alto el fuego y deponer las armas, también trajeron como consecuencia,
cuando menos, una pérdida de la credibilidad política de los grupos de la guerrilla
que siguieron utilizándolas. La opinión pública rechaza de plano un enfrentamiento
frontal contra las guerrillas y otros grupos armados. A veces esto deja entrever el
deseo de que se alcance una solución pacífica y negociada, pero en muchas ocasiones
tiene su origen en el miedo que suscita la perspectiva de un enfrentamiento militar
haber llevado a cabo varios asesinatos masivos, al principio se le impuso una pena de prisión de sólo tres
años, que más tarde se ampliaron hasta seis. A finales de 1996, ante la perspectiva de la desautorización de
los Estados Unidos, el gobierno y el Congreso colombianos aumentaron estas penas y tomaron medidas
para confiscar los bienes a los narcotraficantes. No parece que, a corto plazo, la última medida haya teni-
do mucho efecto, dada la sofisticación del sistema que emplean para poner sus propiedades a nombre de
diversos testaferros para ocultar su verdadero valor.
29 Algunos autores sugieren que el ejército colombiano es casi «autónomo». Uno de ellos es Leal
Buitrago, en El oficio de la guerra. Aunque el término «autonomía» no es demasiado claro, es necesario dis-
tinguir entre las fuerzas militares con capacidad para imponer su propio programa social a las autoridades
civiles (como, por ejemplo, el ejército argentino o brasileño), y una autonomía operativa directa. El ejér-
cito ha sido incapaz de lograr hacerse un puesto en la vida política, al pesar sobre sí el desprecio de las eli-
tes encarceladas durante la tradición civilista. La formación geopolítica del ejército se limita a la que se
proporciona en las academias militares, y su presupuesto, que durante mucho tiempo ha sido muy redu-
cido, debe ser aprobado por el Congreso Nacional. Como contrapartida, las elites le concedieron toda la
libertad necesaria para realizar sus operaciones militares. Esto fue un cáliz envenenado, puesto que, sin un
programa político claro, el ejército actuó desorientado, viéndose obligado a improvisar día a día su res-
puesta ante los acontecimientos. La referencia a la «seguridad nacional» es puramente retórica. Ninguno
de los cargos militares parece haber dado una definición clara de lo que significa esta «seguridad».
DE LA BANALIDAD DE LA VIOLENCIA AL TERROR REAL: EL CASO DE COLOMBIA 177
definitivo, con todas las consecuencias que ello podría acarrear en lo relativo a las
libertades civiles. Pero este respeto «teórico» al imperio de la ley no puede acabar
con la violencia. Al contrario, deja la puerta abierta a que se extienda aún más su
lógica, dado que «orden» y «violencia» llegan a verse como si estuvieran inextri-
cablemente relacionados 3° Y, sobre todo, una situación como la actual empaña la
.
visibilidad tanto de la violencia como del terror, que terminan por asumirse como los
últimos e inevitables reductos del imperio de la ilegalidad.
La segunda de las razones que explican por qué el terror no pone fin a la banali-
dad o cotidianidad de la violencia radica en el hecho de que el terror no puede
explicarse únicamente a través de relaciones de alianza y hostilidad. Indudablemen-
te, en ciertas zonas y momentos puede darse la situación descrita. Los enfrenta-
mientos entre las guerrillas y los paramilitares se configuran como una guerra frontal
despiadada que interrumpe toda la normalidad de las actividades comerciales. Esos
conflictos reflejan así mismo un problema de polarización social. En otras regiones,
sin embargo, prosiguen las relaciones entre los diversos grupos armados, como de
hecho requiere el funcionamiento ininterrumpido de la economía de la droga. No
obstante, es posible que esté disminuyendo la rentabilidad de este sector económico.
Entre las causas pueden apuntarse la variación que han sufrido los precios internos
como resultado de la desorganización de las redes de la droga a raíz de la detención
de un buen número de jefes de los diferentes carteles, y la diversificación del tráfico
hacia otros países, particularmente hacia México. Sin embargo, los datos no indican
que se haya producido una reducción de la superficie destinada al cultivo de coca, y
sí una ampliación de la dedicada al cultivo de la adormidera. El influjo de las FARC
en estas tendencias es considerable. En realidad, el cultivo de coca está bajo su con-
trol, y son los campesinos a pequeña escala, que tradicionalmente se han visto muy
afectados por la influencia de la guerrilla, los que han empezado a producir heroína.
Así continúa, pues, este juego de múltiples vertientes, en el que los traficantes y las
FARC son socios en ciertos sitios y enemigos en otros. Ni siquiera el terror pone en
duda la naturaleza prosaica de la violencia. Hay muchos intereses ocultos tras las
intervenciones de los paramilitares. Tras la recuperación de los terrenos invadidos,
el terror se rentabiliza, en la medida en que el precio de la tierra y de los negocios en
tales regiones sufre siempre un aumento considerable.
Las relaciones de rivalidad y alianza, aunque se den en ciertos lugares, general-
mente no establecen una frontera definida entre los grupos armados y los que los
apoyan. En las zonas azotadas por el terror, la población sin lugar a dudas se encuen-
tra atrapada entre dos bandos antagónicos. La mayor parte de las veces, sin embar-
go, estos dos bandos no se diferencian claramente en términos políticos. Las
distinciones políticas han perdido casi todo su significado para el pueblo. Las tasas de
abstención en los comicios, que ya han alcanzado el 8o%, lo indican claramente. El
escaso valor que se otorga a la vida política lo ponen de manifiesto las guerrillas
cuando tratan de movilizar a la población sin asegurarse todo su apoyo, o cuando
renuncian una y otra vez a proponer a candidatos en su línea y apoyan, en lugar de
eso, a los candidatos de los partidos tradicionales (aunque sólo sea para tenerlos bajo
su control). En muchos sentidos, nos encontramos ante una sociedad en la que se
encuentran en proceso de desaparición muchos de los aspectos institucionales de la
12
178 DANIEL PÉCAUT
32 La crónica que sigue a continuación se basa en gran medida en el excelente trabajo de Leon Ate-
horma Cruz, El podery la sangre.
18o DANIEL PÉCAUT
CONCLUSIÓN
manifiesta una identidad estable es en una concepción de las cosas en la que la pasi-
vidad del individuo le lleva de una situación a otra.
La situación en que se encuentra la opinión pública es algo mejor. La población
reacciona ante los acontecimientos cuando éstos tienen una importante dimen-
sión simbólica. Pero incluso en estos casos los sucesos pronto caen en el olvido,
pues se suceden entre sí a gran velocidad. El sentimiento colectivo vuelve a su
estado inicial. Excepto en momentos muy trágicos, apenas ha habido signos de
malestar social. La opinión pública sobre una diversidad de temas (incluido el narco-
tráfico), y las políticas adoptadas con respecto a las guerrillas, la violencia y la corrup-
ción, bien no se manifiestan de ninguna manera especial, bien van cambiando según
las circunstancias (lo que viene a ser lo mismo). También van variando sus exigen-
cias, pasándose de la defensa acérrima de las negociaciones a la solicitud de que se
recurra a la fuerza. Ocurre lo mismo, afortiori, con relación al terror. En este sentido,
los que manejan la opinión pública apenas están expuestos a él. El recuerdo de los
asesinatos colectivos en serie que ocurren en Urabá se vuelve muy nebuloso. Si bien
los primeros incidentes impactaron mucho a la gente, según fueron sucediéndose
han ido reduciéndose a articulitos en la sección de «noticias breves» del periódico. La
implantación de la violencia en las ciudades aumenta el desorden y socava todos los
puntos de referencia tradicionales. La nula reacción a los avances de los paramilita-
res y a la estela de horrores que van dejando que se percibe en la actualidad demues-
tra a qué niveles llegan el desorden y la desorientación.
Según se ha expuesto, la violencia se convierte en un modo de operar que soca-
va los cimientos de todas las instituciones sociales establecidas. Aunque legalmen-
te el Estado sigue existiendo, parece que tiene escaso control, o ninguno, sobre el
curso de los acontecimientos. La intervención de los Estados Unidos introdujo a la
fuerza un tercer elemento en los conflictos de la zona, al forjar una imagen en la que
los grupos armados locales se configuraban como una comunidad de delincuentes.
Y el empleo del ultimátum también tiene sus límites: puede alterar la percepción de
la situación, pero a menudo significa introducir un elemento más en el conflicto.
Independientemente del poder militar que pueda demostrar, cabe preguntarse has-
ta qué punto los Estados Unidos pueden erigirse en representantes del imperio de
la ley, y menos imponerlo en Colombia, por muchas deficiencias que presente el
orden legal vigente.
TERCERA PARTE
Desde hace varios años, Chile está dividido en dos países claramente definidos que no
se miran, no se tocan y no se conocen; pero se intuyen y se temen. Esta situación encie-
rra —sin duda— un enorme riesgo, porque pasar del miedo al odio y del odio a la
agresión es una evolución casi natural que nos lleva inevitablemente a la lógica de
la guerra, como sucedió en septiembre de 1973'.
-1- 4 a transición democrática chilena es considerada como una de las más exitosas
de la ola democratizadora que experimentó América Latina en la década de los
ochenta. Desde un punto de vista político, el traspaso de poder de un gobier-
no militar a otro civil surgido de las urnas se llevó a cabo de forma ordenada y sin
convulsiones políticas o sociales. A esto hay que añadir el alto grado de consenso
alcanzado entre las principales fuerzas políticas del país tras la restauración demo-
crática 2. A su vez, en lo referido al crecimiento y la estabilidad fiscal, la evolución
económica de Chile ha recibido continuas alabanzas por parte de los organismos
financieros internacionales 3 . En el ámbito social, los gobiernos democráticos han
desarrollado, con evidente éxito, sendos programas para ampliar el acceso a la salud,
la educación y la vivienda de los sectores sociales de menores recursos. Además, la
eliminación de la extrema pobreza ha sido declarada objetivo prioritario del país, y su
consecución, se ha previsto para el año 2010, cuando se cumpla el bicentenario de
su independencia.
No obstante, bajo la urdimbre de esta prometedora escena política se adivina
un profundo y dificil proceso de aprendizaje que, marcado por una batería de
factores psicológicos y emocionales, ha dado lugar a un comportamiento y una
serie de actitudes fácilmente identificables entre los principales actores de este pro-
ceso de cambio. Se podría decir que la sociedad chilena en su conjunto sigue trau-
matizada por su historia política más reciente. No obstante, este trauma nacional
tiene un rostro diferente según la tendencia política e ideológica de cada perso-
na. Entre los sectores derechistas, el recuerdo de la radicalización del conflicto
social, las huelgas, la violencia callejera, la escasez de alimentos y bienes de consumo,
y la amenaza comunista (real o imaginaria) que constituía el gobierno de Unidad
Popular tuvo un fuerte impacto psicológico. Desde fuera es muy difícil com-
prender su apoyo incondicional, apasionado y explícito al gobierno militar si no se
tienen en cuenta los efectos políticos de este trauma. Por su parte, el recuerdo
imborrable del martes 11 de septiembre de 1973 no ha dejado de causar una tris-
teza y una amargura profundas entre los entusiastas partidarios de Allende. La
«irreversibilidad del proceso socialista», de la que todos estaban convencidos,
quedó hecha trizas de un cruel plumazo. Tras ello, la persecución, los maltratos y
la tortura física, la inseguridad laboral, la represión ideológica y, para muchos, la
dolorosa experiencia del exilio que siguieron al golpe acabaron por conmocionar
a la izquierda chilena.
En este capítulo nos proponemos analizar los componentes principales del mie-
do político en Chile y de qué formas ha influido este factor psicológico en las acti-
tudes y el comportamiento de los actores políticos más importantes de la transición
democrática. En mi opinión, la búsqueda casi obsesiva de acuerdos y consenso entre
la coalición democrática y la oposición —que, de hecho, ha sido fundamental en el éxi-
to del camino a la democracia— revela la profunda aprehensión arraigada en ambas
partes, producto no sólo de las experiencias pasadas sino de las muchas incertidum-
bres que suelen generarse en los procesos de transición. No pretendo, claro está,
reducir la explicación de la transición democrática chilena a la lógica del miedo
porque es obvio que dicho proceso se ha visto condicionado por numerosos facto-
res políticos, institucionales, económicos y culturales 4 Sencillamente, quiero subra-
.
capítulo, describo el esfuerzo realizado por los gobiernos democráticos para acabar
con las ansiedades y convencer a los grupos financieros, las Fuerzas Armadas y los
partidos políticos de derecha de su capacidad para gobernar el país y de la bondad de
sus objetivos.
5 O'Donnell, Modernization.
6 O'Donnell, «Reflections», pág. 7.
88 PATR ICIO SI LVA
Desde una perspectiva sociológica más amplia, la crisis generalizada del país
produjo un clima de inseguridad colectiva en toda la población. Tironi, siguiendo un
enfoque durkheimiano, define el problema de la siguiente manera:
La efervescencia, la desestabilización de la vida ordinaria, el desvanecimiento del lími-
te entre individuo y colectividad, no pueden ser sino transitorios; a la larga producen
agotamiento, hastío, y después de un tiempo, una reacción imprevisible. En Chile,
hacia 1973, en vastos sectores de la sociedad cundió un incontenible cansancio. Ante
la falta de canales capaces de ritualizar la efervescencia, para que así la sociedad recu-
perara la unidad y la rutina, ella se trastocó abruptamente en una fuerte demanda auto-
ritaria. Desde el punto de vista político, en efecto, la situación chilena parecía sin
salida [...1. A mediados del año 1973, mucha gente comenzó a inclinarse por buscar
una salida, la que fuese, a una situación psicológica angustiante. Las salidas, lógica-
mente, eran extraconstitucionales".
Hubo numerosos líderes políticos de izquierda que no sólo constataron los errores
colectivos, sino que asumieron el golpe de Estado como un fracaso personal. De esta
experiencia traumática había una lección muy importante y dolorosa que aprender: el
día en que llegara el final de la dictadura habría que evitar a toda costa que se repitie-
ran los errores que condujeron a esta tragedia colectiva. Las profundas marcas deja-
das por esta página de la historia no cesaron de salir a flote en las palabras y los
pensamientos de los líderes de izquierda durante el periodo de transición y tras la
restauración de la democracia en 1990 14.
Como veremos a continuación, el temor al retorno de la crisis política y econó-
mica del periodo pre-golpista condicionó el comportamiento político de la mayor
parte de los actores políticos chilenos. También en la actualidad continúa ejerciendo
una fuerte influencia.
Tras el golpe de Estado, el poder militar comenzó una brutal campaña de repre-
sión de todos los sectores sociales y políticos que habían apoyado al depuesto gobier-
no de Unidad Popular. Nunca antes en América Latina se había producido una ola de
represiones parecida tras la toma del poder por parte de los militares. Miles de chile-
nos fueron encarcelados, torturados y asesinados por las fuerzas de seguridad. El
increíble grado de violencia empleado por las Fuerzas Armadas generó un profundo
sentimiento de terror entre quienes anteriormente habían apoyado al gobierno de
Unidad Popular ".
14 El ministro secretario general del gobierno de Aylwin, Enrique Correa, figura de gran rele-
vancia dentro del partido socialista chileno, expresó sin ambigüedades este sentimiento en una entrevis-
ta: «Hemos hecho muchas concesiones, pero por esas concesiones hemos ido construyendo la democracia
que tenemos [...] Hemos construido un orden político y económico que será muy estable. Y el aporte del
socialismo quedará vinculado a este éxito, así como antes estuvo vinculado al fracaso de la experiencia
del `70. Los socialistas del futuro serán herederos del éxito de esta coalición, no del fracaso del pasado»,
El Mercurio, a de febrero de 1 99a.
5 Politzer, en Fear la Chile, reproduce las historias y las palabras de algunos ciudadanos chilenos,
de los que se desprende el profundo miedo creado por la dictadura militar.
16 También para legitimar el golpe de Estado y extender el miedo entre la población, el gobierno mili-
tar anunció la existencia del denominado «Plan Z», mediante el cual el gobierno depuesto habría planeado
el asesinato de algunos líderes destacados de la oposición, empresarios y altos mandos militares influyentes,
y sus familias. A pesar de que no se aportaron datos convincentes sobre d citado plan, muchos chilenos esta-
ban más que dispuestos a creer cualquier tipo de acusación contra el gobierno de Allende.
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLITICA 191
De este modo, el nuevo gobierno militar se presentaba como el único garante del
orden, la seguridad de los ciudadanos y la autoridad. Es lo que Samuel Valenzuela ha
denominado la «legitimación inversa» del gobierno militar. El propósito era otorgar
validez al nuevo régimen e incluso recabar apoyo para el mismo, señalando los defec-
tos reales o exagerados del anterior 18 . De hecho, la propuesta de restablecimiento
del orden tras un periodo de intensos cambios y movilizaciones sociales fue muy
bien recibida al principio por numerosos chilenos como una alternativa al periodo
anterior de polarización y confrontación social. En este contexto, la dictadura se
veía como un «mal menor» en comparación con las incertidumbres y el miedo pro-
ducidos por el gobierno de Unidad Popular ' 9.
Aunque los militares utilizaron su supuesta capacidad para garantizar la segu-
ridad a la ciudadanía como una de sus bases de legitimación, en realidad las nuevas
autoridades generaron de forma consciente el temor y la inseguridad entre la
población a través de diversos mecanismos. El gobierno trató así de convencer a los
chilenos de que la existencia y la continuidad de un régimen autoritario eran nece-
sarias para enfrentarse adecuadamente a las persistentes amenazas del pasado. En
lugar de intentar normalizar la situación política lo antes posible, las Fuerzas
Armadas trataron de institucionalizar el estado de emergencia inicial otorgando a
la «amenaza comunista» un carácter permanente en la vida nacional. La idea era que
el enemigo había perdido una batalla pero no la guerra, y que estaba aguardando el
momento preciso para volver a atacar a la nación. Como consecuencia, el país
permaneció en estado de guerra durante un año, a lo que siguieron dos años más de
estado de sitio. Posteriormente, además, se consolidó esta situación de excepción
institucionalizada en un estado de conmoción nacional. Durante muchos años se aplicó
el toque de queda en las principales ciudades para mantener la sensación de anoma-
lía y amenaza entre la población 2°. Con el objetivo de despertar el patriotismo
chileno y el apoyo al gobierno, se apuntó al «comunismo internacional», personi-
ficado por Cuba y la Unión Soviética, como la principal amenaza para el país.
Según el gobierno, estos países nunca perdonarían a Chile que hubiera terminado
con la dominación comunista en el país y, por lo tanto, permanecerían al acecho ante
una nueva oportunidad para atacar.
En junio de 1974, Pinochet creó la Dirección Nacional de Inteligencia (DINA),
para coordinar las actividades represivas de las secciones de seguridad de los diver-
sos cuerpos de las Fuerzas Armadas. Las facultades otorgadas a la DINA eran casi
ilimitadas, al operar sin cortapisas en la represión de los disidentes. Fue la organiza-
ción responsable de la mayor parte de los casos de «desaparecidos» durante el perio-
do de gobierno militar. La DINA se convirtió rápidamente en el principal
Sería difícil llegar a exagerar sobre el grado de poder que adquiría el Jefe del Estado
mediante el control de la DINA. Desde mediados de 1974 [. 1 la DINA se convirtió
en la columna vertebral del régimen. Ningún otro órgano chileno tenía mayor
influencia en la vida nacional. La autoridad absoluta del presidente sobre la DINA
anulaba de forma efectiva cualquier ilusión de paridad entre aquél y quienes en los
meses inmediatamente posteriores al golpe de Estado habían sido sus compañeros de
armas e iguales...
gratitud hacia las Fuerzas Armadas por haberles librado de un «régimen castrista»,
sino también a sus propios temores a una recuperación de las fuerzas de izquierda
y su eventual vuelta al poder. Como señala Stepan:
La persistencia del temor en la alta burguesía fue un factor importante que contribu-
yó a que la burguesía aceptara las decisiones políticas que iban contra las clases altas
[...] pero eran, a sus ojos, el coste necesario para proteger sus intereses generales. Es
imposible comprender la pasividad del sector industrial de la burguesía chilena (una
Mar pasividad que, por supuesto, incrementó la autonomía política del Estado) si no es
dentro el contexto del temor ".
Los empresarios respondían con deferencia a las críticas que pudieran proceder de
los nuevos gobernadores. La memoria del reciente trauma les hacía permanecer leales
a sus liberadores, y ni siquiera los empresarios más influyentes se atrevían a ofender a
los militares por miedo a quedar marcados como disidentes o traidores. A pesar del
papel tan relevante que desempeñaron en su oposición a Allende, los líderes empresa-
riales se encontraron con que contaban muy poco para los altos cargos militares y sus
poderosos colaboradores en materia económica 28 .
Consumismoy apatía
19
1 94 PATRICIO SILVA
A finales de la década de los setenta, el gobierno militar tuvo que buscar formas
de legitimación distintas de la «amenaza comunista». Las encontraron en las prome-
sas del nuevo modelo neoliberal en una época en la que la economía chilena comenzó
a mostrar claros signos de recuperación tras años de recesión. En 1978, por ejemplo,
la tasa de inflación alcanzó bajos históricos, desapareció el déficit fiscal, el superávit
en la balanza de pagos era cada vez mayor, y la economía en general gozaba de un
robusto dinamismo 3 °. El gobierno militar había comprendido claramente la impor-
tancia política del consumo. De hecho, el consumismo se convirtió en un elemento
clave para el régimen en su intento por aumentar el grado de legitimación y conso-
lidar su gestión autoritaria en el país. Como se ha señalado antes, la propaganda
antiallendista que siguió al golpe de Estado hizo especial hincapié en la cuestión del
desabastecimiento, sin duda uno de los recuerdos más traumáticos y odiosos que per-
manecían del periodo de gobierno de Unidad Popular, en particular para las clases
alta y media. Hacia el final de la década, los medios de comunicación tuvieron un
papel estratégico en el fomento de un (todavía) mayor consumo de masa en el país.
En este sentido, entre los años 1978 a 1981, se produjo un «boom consumista» en Chi-
le al ponerse al alcance de las clases medias y altas la mayoría de los bienes produ-
cidos en los países desarrollados. Como consecuencia del fuerte aumento del crédito
al consumo, ciertos sectores de la clase popular tuvieron también acceso a algunos de
los «placeres» del mundo desarrollado al poder comprar productos extranjeros
que simbolizaban la modernidad. Se podría decir que el gobierno militar pretendía
convertir a los «ciudadanos» en «consumidores». De este modó, el consumismo se
transformó en el sustitutivo de la libertad política y la participación ciudadana". Sin
TRANSICIÓN A LA INCERTIDUMBRE
Renovación ideológica
Nos equivocaríamos, no obstante, si dijéramos que la intención de la oposición
de desarrollar una estrategia política moderada tuvo únicamente que ver con lo
aprendido de las protestas. Más bien, esta experiencia sirvió de catalizador del lar-
go y penoso proceso de acercamiento entre democratacristianos y socialistas. Indi-
caré brevemente aquí los principales rasgos de este fenómeno, dado que se vio
fuertemente influido por el trauma golpista y la subsiguiente represión.
Como he señalado anteriormente, lo primero a lo que tuvo que enfrentarse la
izquierda chilena fue a su propia responsabilidad en la caída de Unidad Popular. Los
debates en el exilio sobre la dictadura y la democracia a la luz de lo sucedido con el
golpe de Estado y el gobierno autoritario de Pinochet tampoco fueron nada fáciles.
La brutalidad del golpe y las atrocidades cometidas por los militares dejaron una
profunda huella en la conciencia de los partidos de izquierda y sus seguidores. Esto
tuvo consecuencias ideológicas. La eliminación de determinados derechos huma-
nos fundamentales y de las garantías de la ciudadanía fue algo totalmente nuevo
para los chilenos. Cuando los militantes de izquierda luchaban por el estableci-
miento de una dictadura del proletariado en Chile, muy pocos de ellos habían
llegado a plantearse cuál era el verdadero significado y las consecuencias en la
práctica del concepto «dictadura». Desde septiembre de 1973, los chilenos tuvie-
ron la amarga oportunidad de comprobar lo que significaba vivir realmente bajo
una dictadura. El régimen militar hizo que muchos chilenos tanto dentro como fue-
ra del país adoptaran una posición firmemente antiautoritaria. Aunque al princi-
pio se trató de una reacción directa al régimen de Pinochet, pronto tuvo lugar
una reformulación sustancial de las actitudes acerca de temas fundamentales como
la libertad, la democracia, la dictadura, el pluralismo y la tolerancia política. La
restauración de la democracia se convirtió en la principal demanda de la oposición
chilena. Muchos se dieron cuenta de que esta exigencia no podía utilizarse sólo
para acabar con Pinochet. Así, numerosos socialistas abandonaron su antigua pos-
tura de considerar la democracia simplemente como un instrumento para alcanzar el
poder, y empezaron a verla como un fin en sí misma. Como consecuencia de lo que
se denominaría un proceso de «renovación», los socialistas chilenos comenzaron a
I 98 PATRICIO SILVA
objetivo de ser la base para un futuro gobierno democrático. Exactamente dos años
más tarde, tras la exitosa mediación de la Iglesia católica, la mayoría de las fuerzas de
oposición, incluidos sectores de la derecha, firmó un «Acuerdo Nacional para la
Transición a la Plena Democracia». Sin embargo, fue la cercanía cada vez mayor del
propio plebiscito (programado para el 5 de octubre de 1988) lo que verdaderamen-
te movilizó a las fuerzas democráticas con vistas a esta histórica prueba de fuerza
entre el gobierno militar y la oposición. Paradójicamente, el que sólo hubiera un
candidato (Pinochet) y que la gente sólo pudiera decir «sí» o «no» facilitó la unidad
de las fuerzas democráticas de oposición en torno a una única cuestión común: el
«no» a Pinochet. Esto llevó a la formación del «Comando por el No» en febrero de
1988, que aglutinó a la mayoría de los grupos opositores, con la excepción de los
comunistas, que rechazaron la idea de participar en un plebiscito organizado por el
gobierno militar.
En los meses previos al plebiscito de octubre, aumentó el miedo al cambio y la
incertidumbre entre la población en general. Las fuerzas de oposición del pasado
temían también la reacción de Pinochet en caso de que venciera el «no». Les preocu-
paba que pudiera utilizar medios fraudulentos para no aceptar su derrota o, lo que
sería peor, restaurar en toda su intensidad la represión del pasado.
La televisión tuvo un papel fundamental en las campañas tanto del gobierno
como de la oposición. De hecho, esta prueba de fuerza se presentó como un «acon-
tecimiento electrónico». Para darle cierta credibilidad a la contienda electoral, el
gobierno militar permitió que, por primera vez en quince años, las fuerzas de la
oposición pudieran comunicarse libremente con el pueblo chileno por medio de un
espacio televisivo diario de quince minutos durante las tres semanas previas al ple-
biscito. La mayoría de los analistas convienen en la gran importancia de este hecho
en la victoria de la oposición en el histórico referendo 4 '.
Como indica Hirmas, el miedo tuvo un papel muy destacado en la campaña
oficial por televisión a favor del «sí», mientras que la campaña de la oposición tuvo
como objetivo neutralizar el temor del pueblo a las consecuencias que podría tener
la victoria del «no» 42 . Durante años, Pinochet había afirmado una y otra vez que
no había ninguna alternativa viable a su mandato, y lo había hecho con el eslogan
«Yo o el caos». En tanto que la campaña por el «sí» fue tremendamente negativa y
basada en el pasado, la del «no» se centró en la esperanza, el optimismo y la reconci-
liación. Los anuncios del «sí» alternaron escenas de un Chile brillante y próspero con
imágenes de archivo que mostraban colas de racionamiento y escenas de violen-
cia durante el gobierno de Allende. En una desagradable «recreación» aparecían
una madre y su hijo escapando de una turba con palos y banderas rojas: «si regresa-
mos al pasado, la primera víctima inocente podría ser de tu familia», advertía la voz
del anuncio a la vez que la cámara congelaba la imagen de rotura de cristales y del gri-
to mudo de la mujer ". Este material contrastaba fuertemente con los anuncios
de la oposición, superiores técnicamente y en contenido. Los fragmentos del «no»,
con su gran fuerza y creatividad, capturaron la imaginación del país. Todas las
41 Véanse Angell, «Chile since 1958», pág. 194; Constable y Valenzuela, Nation of Enernies, pág. 307;
Portales y Sunkel, Política en pantalla, pág. ,o8.
42 Hirmas, Franja, pág. 110.
43 Constable y Valenzuela, Nation of Sirimiri, pág. 3o5.
200 PATRICIO SILVA
Como ya hemos mencionado, uno de los recuerdos más dolorosos del periodo
pre-golpista fueron los efectos de la crisis económica (hiperinflación, desabasteci-
miento de alimentos, etc.). Entre las principales preocupaciones de la nueva era
democrática se encontraba la duda de si el gobierno de Aylwin sería capaz de man-
tener la estabilidad económica y financiera heredada del gobierno militar. Había
miedo en particular a la postura que adoptarían los sindicatos frente al gobierno y los
empresarios al tener libertad en el ejercicio de sus derechos (incluido el de huelga)
para reclamar mejoras salariales y laborales. El gobierno, no obstante, tenía la inten-
ción declarada de controlar la economía eficazmente. La coalición de Concertación
quería acabar con el mito de que los gobiernos autoritarios tienen mayor capaci-
dad que los democráticos para promover el crecimiento económico y el desarro-
llo. Si el gobierno de Aylwin podía mostrar su habilidad para llegar a niveles de
desarrollo social y económico aún mayores, no sólo conseguiría legitimar el
orden democrático sino también despejar el temor que planeaba entre los chilenos
a una posible vuelta al pasado. El fervor y el trabajo intensivo que pusieron el
ministro de Hacienda, Alejandro Foxley, y su equipo para preservar y aumentar la
impusieron casi por necesidad de supervivencia, luego de vivir por un periodo prolongado en una socie-
dad profundamente escindida e inestable. El momento debe ser aprovechado y proyectado hacia adelan-
te» (Foxley, Economía política, pág. 4z).
46 Véase O'Donnell y Schmitter, Transiciones: conclusiones tentativas, págs. 40-43.
47 Valenzuela, «Democratic Consolidation», pág. 79.
202 PATRICIO SILVA
A pesar de que en los últimos años los chilenos han logrado llegar a un alto gra-
do de consenso sobre asuntos fundamentales como la forma de alcanzar el desarro-
llo y su compromiso por la democracia, aún existe una profunda división acerca de las
causas y la importancia de la crisis del anterior sistema democrático. Como señala
Tironi, no es sólo cuestión de heridas —porque las heridas acaban cerrándose— sino
también de la ausencia de una interpretación común de la historia. Tradicional-
mente, la evocación de un pasado común alimenta el sentimiento colectivo de
pertenecer a una comunidad nacional. En el caso chileno, sin embargo, el pasado
todavía constituye una causa de conflicto latente para la población ". De ahí que, tras
la restauración de la democracia, los chilenos evitaran casi de forma instintiva
hacer mención al pasado, dado que así sería más difícil alcanzar el objetivo de
reconciliación nacional.
Al ser el último país del Cono Sur en restablecer la democracia, Chile tuvo la
oportunidad de valorar los pros y los contras de cada una de las formas en que los paí-
ses vecinos habían tratado el problema de las violaciones de los derechos humanos
perpetradas durante los regímenes militares. Las opciones de no hacer nada (Brasil)
o llevar el asunto a un referendo (Uruguay), o aprobar una «ley de punto final»
(Argentina) no eran viables en Chile porque ni los socialistas de la coalición de Con-
certación gobernante ni importantes sectores de la población están dispuestos a dejar
los crímenes impunes. El gobierno de Aylwin tuvo que andar con pies de plomo
debido al carácter específico de la transición chilena. De este modo, resultaba
muy difícil encontrar una solución satisfactoria para el problema de los derechos
humanos sin que tuviera repercusiones negativas en las relaciones entre las fuer-
zas militares y las civiles, y, de hecho, en el apoyo que profesaban al gobierno
diversos sectores de la población. Una parte de ella, incluidas las Fuerzas Armadas y
las clases sociales que estuvieron a favor de la dictadura, aún mantenían la tesis de
que, desde el 1 i de septiembre de 1973, Chile se encontraba en «estado de guerra
interna». Así, todo lo ocurrido durante aquellos años fue la consecuencia inevitable
de la guerra llevada a cabo por las Fuerzas Armadas contra grupos subversivos. La
otra parte de Chile —incluidos los partidos de Concertación, el movimiento de
izquierda, las organizaciones de derechos humanos y el resto de la población— con-
sideraban a las Fuerzas Armadas responsables de la violación sistemática de los dere-
chos humanos más elementales.
Al contrario de otros países de la región, los militares chilenos regresaron a los
cuarteles en un ambiente de total confianza y cierto triunfalismo. Pensaban que
habían demostrado su capacidad y habilidad al haber llevado a cabo un programa
político claro y haber respetado sus consecuencias: la derrota en el referendo de 1988
y en las elecciones de 1989. Además, también estaban orgullosos de haber moderni-
zado la economía y la sociedad chilenas. Estaban convencidos de que las autoridades
democráticas no les podrían llevar a la justicia, ya que, entre otras cosas, Pinochet
había dictado una ley de amnistía en 1978 para todos los crímenes pasados. La
mayor parte de las violaciones más flagrantes de los derechos humanos perpetradas
durante el régimen de Pinochet (incluidas las tristemente famosas «desapariciones»)
habían ocurrido entre 1973 y 1978, y la Corte Suprema de Chile ya había confirmado
la validez de la ley de amnistía de 1978.
Una de las primeras decisiones tomadas por el presidente Aylwin fue la de usar
su prerrogativa para poner en libertad a la mayoría de los presos políticos. Quienes
habían sido condenados en los tribunales militares por delitos graves (asesinato de
militares y civiles) consiguieron la celebración de un nuevo juicio en tribunales
civiles. El siguiente paso sería establecer qué les había pasado de verdad a las vícti-
mas del gobierno militar. Con este propósito, el gobierno de Aylwin anunció en
abril de 1990 la formación de la «Comisión Nacional de Verdad y Reconciliación»
para investigar todos los casos de violaciones de derechos humanos que habían
acabado en muerte. La Comisión, presidida por Raúl Rettig, un respetado jurista, se
componía de abogados e individuos de alto prestigio moral de diversas tendencias
políticas. Las Fuerzas Armadas expresaron su disconformidad con esta investiga-
ción al considerarla una contravención de la ley de amnistía de 1978. El gobierno
rechazó esta objeción argumentando que la Comisión Rettig no estaba juzgando a
nadie, sino que solamente trataba de esclarecer la verdad. El 4 de marzo de 1991, el
presidente Aylwin se dirigió a la nación en un discurso televisivo histórico en el que
informó al pueblo chileno acerca de las principales conclusiones de la Comisión
Rettig. La comisión determinó, entre otras cosas, que 2.279 personas habían perdi-
do la vida víctimas de violaciones de los derechos humanos. Aylwin finalizó su alo-
cución pidiendo a los familiares de las víctimas que supieran perdonar en nombre de
toda la nación chilena s= .
REFLEXIONES FINALES
La transición chilena a la democracia demuestra que la prosperidad económica,
las mejoras sociales y la estabilidad política no son por sí solas suficientes para ente-
rrar los recuerdos traumáticos de la represión y la violencia. La superación de los
traumas políticos, que permanecen en ambos sectores de la sociedad chilena, ha sido
una tarea bastante ardua, lenta e incompleta porque se han visto resucitados de for-
ma espontánea o deliberada en determinados momentos críticos del periodo de tran-
sición. Paradójicamente, la creación de un «equilibrio de miedo» entre ambas partes
de la sociedad chilena parece haber facilitado la consecución de acuerdos de trabajo
y de un consenso entre los principales líderes políticos del país para evitar una situa-
ción de franca confrontación. No obstante, es evidente que ningún consenso que se
base en el miedo puede constituir una base sólida para garantizar la estabilidad polí-
tica a largo plazo.
Aunque la actual clase política chilena habla con un impresionante sentido de
realismo y racionalidad tecnocrátíca sobre la manera de afrontar los retos económi-
cos y sociales del presente y el futuro cercano, casi nadie puede ocultar sus emocio-
nes cuando sale a debate el tema de la represión y la violencia pasadas. El viejo
dicho de que el pasado sobrevive en el presente es tristemente cierto en el Chile
actual, donde el objetivo de la reconciliación nacional se mezcla con un temor, una
desconfianza y un odio que se remontan al gobierno de Unidad Popular y la dic-
tadura de Pinochet. La superación de los traumas colectivos de la sociedad chilena
dependerá, en gran medida, de la autenticidad del esfuerzo de políticos, intelectuales,
líderes espirituales y profesores para conciliar las dos versiones diametralmente
opuestas de la historia política más reciente de la nación que mantienen viva la ame-
naza de una confrontación futura.
POST SCRIPTUM
Este capítulo se escribió con anterioridad a la detención del general Pinochet
en Londres, el 16 de octubre de x998. Debido a la enorme importancia política
de este suceso, analizaré brevemente sus repercusiones con respecto a los temas
arriba tratados 54 .
53 Para una descripción del contenido de dichas propuestas, véase I..afin American Weekly Report,
31 de agosto de 1995, WR-95-33, pág. 388.
54 El autor residió en Chile en noviembre y diciembre de 1998 y siguió de cerca los acontecimien-
tos diarios relacionados con el caso Pinochet.
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 207
adoptaran una postura más firme con respecto al arresto de Pinochet, mostrando tan-
to al gobierno chileno como a Europa que los militares todavía tenían la capacidad
de actuar políticamente en respuesta a este tipo de sucesos. De hecho, las Fuerzas
Armadas han reiterado siempre su total apoyo a su antiguo comandante en jefe. Al
mismo tiempo, sin embargo, las instituciones militares han mantenido una actitud
sosegada y subordinada con respecto al gobierno, dando un espaldarazo público a
los esfuerzos legales y diplomáticos de aquél para devolver a Pinochet a Chile.
Otra consecuencia importante de la detención de Pinochet ha sido la reactiva-
ción del debate nacional sobre las violaciones de los derechos humanos durante el
régimen militar. La izquierda radical y muchos grupos pro derechos humanos orga-
nizaron inmediatamente grandes campañas públicas y solicitaron a través de los
medios de comunicación de masa la reapertura de muchos procesos contra mili-
tares implicados en violaciones flagrantes de los derechos humanos durante la dicta-
dura. Mantenían que el objetivo de Concertación de conseguir la reconciliación de la
nación chilena había fracasado porque los gobiernos de Aylwin y Frei no habían
abordado satisfactoriamente la cuestión de los derechos humanos. Según ellos,
Chile pagaba ahora el precio de haber querido enterrar para siempre el pasado. Esto
parece indicar que si a Pinochet se le permitiera regresar a Chile, la presión dentro de
Chile para que se les procesara a él y a otros responsables de violaciones de los dere-
chos humanos aumentaría enormemente, lo que tendría unas consecuencias
impredecibles en la estabilidad política del país.
El arresto del general Pinochet también ha provocado tensiones graves dentro
de la misma coalición de Concertación, poniendo un interrogante sobre su futuro.
Desde el principio, el presidente Frei adoptó una posición constitucionalista, defen-
diendo la presunta inmunidad del senador por haber viajado con un pasaporte diplo-
mático chileno. Frei interpretó la detención como una afrenta de Gran Bretaña a la
soberanía nacional chilena. Esta postura oficial causó un gran revuelo en la coalición
de gobierno dado que varios líderes socialistas, incluidos algunos parlamentarios,
saludaron la detención del senador Pinochet y su posible extradición a España. El cli-
ma de creciente tensión entre democratacristianos y socialistas se ha intensificado
aún más por la cercanía de las elecciones presidenciales de diciembre de 1999. La
Concertación no había decidido aún quién sería su candidato común y tanto el par-
tido demócrata cristiano como el socialista pedían que el próximo presidente chile-
no saliera de sus propias filas. Los sondeos de opinión mostraban que el candidato
socialista, Ricardo Lagos, era mucho más popular que el democratacristiano, Andrés
Zaldívar. Por ello, los seguidores de Zaldívar intentaron utilizar la supuesta desleal-
tad de los socialistas al gobierno de Frei como prueba de que Lagos no era el candi-
dato adecuado para dirigir la coalición en las elecciones presidenciales.
Las tensiones en el seno de la coalición de gobierno se han agravado como con-
secuencia de las maniobras de sectores derechistas para causar una mayor división
entre los socios de coalición. Tenían la esperanza de que la coalición de Concerta-
ción acabara desintegrándose antes de las elecciones de 1999, de modo que el cami-
no a la presidencia quedara bloqueado para Ricardo Lagos. La derecha, igualmente,
invitó de forma velada al partido democratacristiano a formar una amplia coalición
de centro-derecha. Después de un tiempo, sin embargo, estos intentos por parte de
la derecha de dividir la coalición han resultado contraproducentes. Hicieron ver a los
miembros de la coalición que no podían permitirse tirar por la borda tanto esfuerzo
MEMORIA COLECTIVA, MIEDO Y CONSENSO: PSICOLOGÍA POLÍTICA 209
14
IX
H1 NTRE LOS PAÍSES DE AMÉRICA LATINA que han pasado por una de las deno-
t minadas «transiciones democráticas» durante los últimos quince años, Brasil
J destaca por lo gradual del proceso, su larga duración y el consiguiente alto
grado de continuidad entre el régimen militar y la total restauración de la democra-
cia civil. Así, aunque pocos dudan de que el sistema político brasileño ya ha adqui-
rido formas y contenidos sustancialmente democráticos (incluyendo casi todos los
derechos civiles y políticos ideales), todavía muchos observadores destacan las difi-
cultades de la consolidación democrática, a pesar del aparente éxito de la transición.
Una de las razones de esta situación ha sido la naturaleza híbrida de la propia
dictadura militar brasileña entre 1964 y 1985, y las consiguientes características y
determinantes de la transición democrática que tuvo lugar aproximadamente desde
mediados de los setenta hasta finales de los ochenta. Durante este periodo, las insti-
tuciones políticas se adaptaron a las normas y prácticas democráticas paulatinamen-
te. Los agentes sociales y políticos más importantes, que habían participado en el
régimen autoritario, permanecieron en el centro del poder después de 198 S, aunque
cada vez tuvieron más aceptación el sindicalismo, los movimientos sociales y los
partidos políticos de izquierda en la sociedad civil y en el escenario político a partir
de 198 2. Más aún, el proceso se vio sometido a una considerable tensión a causa de
la inestabilidad económica y las crecientes reivindicaciones sociales. El resultado, a
mediados de los noventa, fue la consolidación de una democracia que se enfrenta-
ba a una serie de problemas, como una reforma institucional del Estado comple-
tada a medias, una cultura política que a menudo puede estar reñida con la
transparencia democrática, y un legado de problemas sociales que pueden estallar en
una nueva fase de polarización y conflicto abierto. Especialmente el último tipo de
problemas constituye el antecedente de gran parte de la violencia que azota al Brasil
contemporáneo. Mi opinión es que, en el caso de Brasil, no es tanto el legado de un
pasado de represión y violencia política el que puede suponer una amenaza para la
21 2 KEES KOONINGS
La militarkación de la política
Las raíces del régimen militar de 1964-8 5 y la violencia política que perpetró se
pueden encontrar en el desarrollo gradual de una institución militar intervencionis-
ta que comenzó ya en 1889, cuando el ejército derrocó la monarquía y forzó al empe-
rador Pedro 11 al exilio en Portugal. A lo largo del siglo xx, el ejército brasileño ha
sido un elemento activo en el escenario político nacional. Las Fuerzas Armadas se
convirtieron en lo que se denominó un «casi-partido». El objetivo de este «partido»
militar era influir o tomar parte en el gobierno en nombre de un proyecto de des-
arrollo y «grandeza» nacional '. Tras la proclamación de la república, el ejercitó asu-
mió la tarea de modernizar la nación, a menudo desafiando a las oligarquías
regionales dominantes 2. Con el derrocamiento militar del emperador Pedro II, en
1889, el ejército asumió el papel de poder moderador -a todos los efectos- que hasta
Véase Andrade, «Brazil, the Military in Politicsn; Rouqué, Military. Para una discusión sobre la
historia de la formación de la doctrina política del ejército, véase Hayes, Armed Nation.
z La República Vieja (1889-193o) estuvo marcada por la supremacía de las elites regionales ligadas
a la posesión de tierra y a las maquinarias políticas de nivel local y estatal. Estas oligarquías tendieron a
desconfiar del ejército federal, dando preferencia a las fuerzas paramilitares regionales que controlaban.
El ejército, por su parte, desarrolló gradualmente una postura antioligárquica, encubierta tanto en el
discurso conservador de modernización o en el reformista-izquierdista. Véase Hayes, Armed Nation;
Quartim de Moraes, Esquerda militar.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 213
tiempo, se consideraba que este interés vital estaba amenazado por la creciente radi-
calización de los sectores populista e izquierdista. Es decir, se interpretó el concep-
to de «enemigo interno» no sólo para designar a la oposición guerrillera o armada
subversiva (que era virtualmente inexistente antes de 1964), sino para cualquier
oposición a la modernización conservadora-capitalista, a la estabilidad del Estado, y
a la integridad de quienes lo encarnaban —las Fuerzas Armadas—. Finalmente, esta
orientación llevó a la intervención militar de marzo de 1964, cuando se estimó que el
gobierno del presidente Joáo Goulart había caído definitivamente bajo la influencia
de los radicales, hasta el punto de que el propio gobierno sobrepasaba los límites de
la legalidad establecidos por el ejército. De acuerdo con la constitución de 1946, esto
daba a las Fuerzas Armadas el derecho, e incluso la obligación moral, de intervenir.
Es importante constatar que no era anticomunismo per se lo que provocó el gol-
pe. Sólo cuando el «radicalismo» pareció invadir los niveles superiores de la jerarquía
gubernamental, durante los meses iniciales de 1964, llegando incluso a las Fuerzas
Armadas, la facción intervencionista del ejército consiguió reunir suficiente apoyo
entre los oficiales de alta graduación para hacer posible el golpe. El general Gus-
tavo Moraes Rego Reis, un joven coronel en aquel momento, afirmó en 1992 que
uno de los momentos decisivos fue la participación del presidente Goulart en la
manifestación a favor de las reformas básicas ante la estación ferroviaria Central do
Brasil, en marzo de 1994, en Río de Janeiro: «Me encontraba a unos cien metros
del estrado donde estaba Jango, enfrente de la estación. Si no hubiera aparecido...
Una declaración anticomunista de Jango, una llamada en favor de la disciplina
contra la subversión y la falta de disciplina que ya estaban presentes en las Fuerzas
Armadas le habría mantenido en el cargo más tiempo» 7 . El general Ivan de Sousa
Mendes, nombrado jefe del servicio de inteligencia nacional durante el gobierno
Sarney en 1985, recordaba: «No sólo se trataba de las jerarquías nacionales. Era
la propia jerarquía de la república lo que estaba en juego. El respeto por la legíti-
ma autoridad. Todo se habría vuelto del revés» 8 .
lo La mejor explicación de la formación del aparato represivo la proporciona Alves, Estado e opo-
sirao; véase también Stepan, RethinkinsMilitary Politits, especialmente las págs. 25-29.
216 KEES KOONINGS
régimen. Ese año, los estudiantes y los obreros organizaron huelgas y protestas a lar-
ga escala, mientras la oposición legal e ilegal intentaba establecer una amplia coali-
ción antiautoritaria denominada Frente Ampla. Esta coalición unió a políticos de
diferentes tendencias, desde los conservadores Carlos Lacerda y Magalháes Pinto
hasta los ex presidentes Juscelino Kubitschek y Jodo Goulart, y el populista radi-
cal Leonel Brizola. Frente Ampla inspiró una postura más decidida, adoptada por el
Congreso, contra la arbitrariedad demostrada por los militares. El régimen reaccio-
nó persiguiendo a los líderes estudiantiles y sindicales, suspendiendo los derechos de
los políticos de la oposición y prohibiendo las actividades de Frente Ampla.
Este cuestionamiento del régimen militar llevó a una nueva etapa de militari-
zación de la política. A finales de 1968, la construcción del sistema de tutela culminó
con la promulgación del quinto acto institucional (AI 5). Este acto dio al ejecutivo,
por tanto al ejército, un poder casi ilimitado para coartar al Congreso, suspender los
derechos políticos, y perseguir a los adversarios políticos sin habeas corpus y bajo ley
marcial. La última disposición se desarrolló con la Ley Nacional de Seguridad de
1969, que ampliaba considerablemente la definición de las actividades tipificadas
como delitos contra la seguridad nacional ". Como resultado, se articuló una ela-
borada estructura casi legal que permitía al ejército intensificar sus acciones repre-
sivas contra los considerados como «enemigos internos». A partir de 1969, el
régimen militar entró en su fase más violenta, primero bajo la junta interina que bre-
vemente sustituyó a Costa e Silva durante su enfermedad, y después bajo la presi-
dencia del general Emilio Médici (1969-74), elegido por los generales para suceder
a Costa e Silva.
En 1969, se creó una estructura legal para formalizar y justificar la represión (o,
desde el punto de vista del ejército, la guerra que se llevaba a cabo contra el enemigo
interno). Para ponerlo en práctica, se estableció un elaborado conjunto de órganos
antisubversivos. En el caso brasileño, el aparato represivo era desproporcionado
para el tamaño real de la oposición armada contra el régimen. No sólo era grande,
sino burocráticamente complejo y entreverado; ni siquiera era transparente para los
propios gobernantes militares. El mentor del régimen y fundador del Servifo Nacio-
nal de Informardes(SNI), el general Golbery do Couto e Silva, solía llamarlo el «mons-
truo» o el «agujero negro». Los testimonios militares confirman la falta de claridad,
la confusión jerárquica, y a veces incluso las luchas internas que se generaban en la
estructura del aparato de seguridad '=.
La esencia de este sistema era la combinación de servicios de inteligencia y capa-
cidad operativa contrainsurgente. En 1964, se creó el SNI para proporcionar al
ejecutivo toda la información referente a la «seguridad nacional». El SNI depen-
día directamente de la presidencia y el Conselho Nacional de Seguranfa (CSN), y
supervisaba las unidades de seguridad e inteligencia de diferentes ministerios, agen-
cias públicas y compañías estatales. Asimismo, el SNI contaba con sus propios
lugar, los radicales populistas opositores al ejército intentaron organizar una estra-
tegia de resistencia armada con la ayuda de elementos anti-régimen en el seno de las
Fuerzas Armadas. Leonel Brizola, con anterioridad político del Partido Trabalhista
Brasilerio (PTB), ex gobernador de Rio Grande do Sul y después congresista, planeó
acciones armadas desde su exilio uruguayo utilizando fondos proporcionados por
Fidel Castro. En relación con este sistema, fueron breves las acciones del Movi-
mento Nacional Revolucionário (MNR), entre 1965 y 1967 —iniciadas por antiguos
oficiales militares que habían sido licenciados por su lealtad al gobierno de Gou-
lart—. Asimismo, las fuerzas de seguridad del régimen reprimieron rápidamente
operaciones similares de los movimientos nacionalistas militantes, como el Movi-
mento Revolucionário (MR)-21 y MR-26. En 1968, Brizola abandonó la lucha armada y
se adhirió al frente de oposición Frente Ampla, que defendía una alternativa demo-
crática al régimen militar ".
En segundo lugar, algunas pequeñas facciones disidentes escindidas del Partido
Comunista Brasileiro (PCB) durante los años sesenta respondieron con «violencia
revolucionaria» a la intensificación del autoritarismo y la represión tras la promul-
gación del AI 5. Su estrategia básica fue organizar un grupo de guerrilla urbana para
preparar focos revolucionarios en las áreas rurales. Estas acciones tuvieron su
inspiración fundamental en la doctrina de la revolución cubana y en las activida-
des del Che Guevara en Bolivia, en 1967. Especialmente en 1968, 1969 y 1970, grupos
como la Mí) Nacional Libertadora (ANL), encabezada por el antiguo líder del PCB,
Carlos Marighella, y la Vanguarda Popular Revolucionária (VPR), bajo el mando del
antiguo capitán del ejército Carlos Lamarca, se centraron en asaltos a bancos para
obtener financiación, y en una serie de secuestros de diplomáticos extranjeros
para intercambiarlos por militantes izquierdistas detenidos. La serie de secues-
tros comenzó con el espectacular rapto del embajador de EE.UU., Charles Burke
Elbrick, el 4 de septiembre de 1969. Durante los meses siguientes tuvieron lugar los
raptos del cónsul japonés en Sdo Paolo, y los embajadores de Alemania y Suiza.
16 El Partido Comunista Brasileño (PCB), hasta mediados de los sesenta el partido más impor-
tante a la izquierda del trabalbismo populista, siempre abogó por una transición pacífica al socialismo,
pasando por una fase de «democracia nacional burguesa». Su líder, Luis Carlos Prestes, que con anterio-
ridad había sido teniente, después comandante de un grupo de guerrilla conocido como la columna
Prestes activa en los años veinte, y posteriormente uno de los líderes del levantamiento comunista de 193 5,
organizado por la Alianfa Libertadora Nacional (ALN), nunca aprobó la posición de los militantes más
jóvenes que apoyaban una revolución violenta inspirada en los regímenes revolucionarios de China,
Cuba y Argelia.
17 Véase Alves, Estado e oposirdo, capítulo 6; Mir, Revolufdo impossivel; Quartim de Moraes, Dicta-
torsbip and Armed Struggle; Archidiócesis de Sic) Paolo, Torture in Bratil, capítulos 9-1z.
18 Véase Mir, Revolufdo Impossível, págs. 165 y ss; Archidiócesis de Sio Paolo, Torture in Braza,
págs. 99-loo.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLITICA EN BRASIL 219
fueron muy buenas. Y si son tan duramente criticadas hoy, se lo debemos a los ene-
migos que están en los medios, porque el noventa y cinco por ciento de las acciones
del DOI-DOCI fueron para defender a este país [...] Era una lucha. Era LA guerra» ".
El propio Médici, en una inusual entrevista concedida a la revista Veja en 1984,
dijo que se había visto forzado a emplear al ejército en operaciones contrainsurgen-
tes porque la policía no tenía capacidad para ello. Recordaba haberle dicho a su
ministro del Ejército, el general Orlando Geisel (hermano de Ernesto Geisel):
«eSólo mueren nuestros hombres? Cuando se invade un aparelho [un escondite de la
guerrilla urbana] hay que ir con ametralladoras. Estamos en guerra, y no podemos
sacrificar a nuestros hombres». Incluso hoy [dirigiéndose al entrevistador] no hay
duda de que era una guerra, tras la que fue posible devolver la paz a Brasil. Libré del
19 Véase los testimonios de destacados oficiales del ejército en D'Araujo et al, Os anos de chumbo.
zo Citado de su testimonio en iba, pág. 154.
220 KEES KOONINGS
terrorismo a este país. Si no hubiéramos aceptado que era una guerra, si no hubiéra-
mos actuado drásticamente, tendríamos terrorismo todavía hoy ".
La noción de guerra no sólo fue empleada por el ejército, sino también por los
miembros de los grupos de la guerrilla, que tampoco dudaron en servirse de la vio-
lencia indiscriminada. El único superviviente de los comandantes de la ALN, Carlos
Eugenio Paz, describió en una entrevista de 1996 su participación en asaltos a ban-
cos (uno de los métodos utilizados para conseguir la financiación que permitiera
organizar operaciones guerrilleras en el interior):
Normalmente disparabas la pistola para escapar del cerco policial, y no podías saber si
herías a alguien, y mucho menos si lo habías matado. Pero si mataba, era siempre para
sobrevivir [...] La lógica en la que vivíamos en ese momento era la lógica de la violen-
cia, de la guerra, y no existe ninguna guerra limpia ='.
Dado que el militarismo brasileño desde 1964 había conservado, al menos nomi-
nalmente, algunas de las instituciones de la democracia (a saber, las elecciones, par-
tidos y cuerpos legislativos), la transición puesta en marcha de esta manera no sólo
fue controlada por el régimen, sino también, como señala Lamounier, dirigida
electoralmente z7 . Una de las primeras consecuencias que se pudieron notar fue
la inesperada victoria del opositor MDB en las elecciones legislativas al Congreso
de 1974. Durante los años siguientes, continuó el avance electoral del MDB (en las
elecciones municipales de 1976 y las legislativas de 1978), al tiempo que las fuer-
zas de la oposición ganaban terreno en la sociedad. Los sindicatos, la Iglesia, las
organizaciones legales (como la OAB, Orden' de Avogados Brasileiros), el movi-
miento estudiantil, las organizaciones agrarias, e incluso los industriales se convir-
tieron en activos críticos que no dudaban en denunciar al régimen militar. A finales
de los setenta, el alzamiento de nuevas y masivas formas de militancia sindical dieron
un mayor ímpetu a la movilización anti-régimen ".
Bajo la presidencia de Geisel, el régimen intentó reaccionar contra los avances
de la oposición con iniciativas represoras, como la limitación del espacio político de
la oposición mediante el uso de una legislación excepcional ad boc 29 . Geisel se negó
a abolir los artefactos legales de los años de la represión, como el AI f, la Ley de
Seguridad Nacional, y las enmiendas constitucionales autoritarias aprobadas por la
junta en 1969, durante la enfermedad de Costa e Silva. Geisel simplemente desactivó
temporalmente estos artefactos, para ser reutilizados en tiempos de «crisis» —con lo
que se refería a los progresos políticos de la oposición y la «irresponsable» agitación
por parte de líderes y organizaciones populares— 3° . Retrospectivamente, Geisel
comentaba sobre su estrategia:
En realidad, mi idea era evitar el uso del AI 5 lo más posible. Pero entonces apareció la
falta de entendimiento de la oposición. Yo demostré, en discursos y actos públicos
[-I que quería normalizar la situación del país, terminar con la censura de la prensa,
etc. Ellos pensaban que era debilidad y decidieron comenzar un ataque. Así que me
forzaron a reaccionar. Si no hubiera reaccionado, mi poder se habría debilitado clara-
mente y entonces habría sido imposible culminar una serie de proyectos que quería lle-
var a la práctica, incluyendo la abertura; '.
31 Citado de la declaraciones del general Geisel en D'Araujo y Castro, Ernesto Ceisel, pág. 369.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 223
a otro candidato (militar) del partido del gobierno (ARENA, más tarde PDS, véase
infra). El objetivo implícito era asegurar el control del ejecutivo, al menos hasta
principios de los años noventa. Sin embargo, esta estrategia se vio frustrada a cau-
sa de la combinación de distintos factores. El principal fue la tremenda aceleración de
la movilización y activación política de la sociedad civil, proceso que fue alimentado
por un malestar generalizado con la arbitrariedad política y la falta de respeto por los
derechos civiles. Otros factores adicionales que complicaron la posición del régimen
militar se encontraban en las crecientes dificultades económicas y la agudización de
los conflictos en el seno del régimen.
La creciente insatisfacción se hizo manifiesta en el continuo progreso de los par-
tidos de la oposición en las elecciones de 1982 32 . Ese año, los partidos políticos a los
que se había garantizado cierta amplitud de libertad organizativa disputaron las pri-
meras elecciones abiertas de gobernadores de los estados desde mediados de los
sesenta, al tiempo que las elecciones legislativas federales y estatales. La oposición,
representada por los recientemente formados PMDB, PP, PDT y PT 33 casi se
aseguró la mayoría en el Congreso frente al PDS (el partido sucesor del ARENA)
y ganó gobiernos de estados clave, como Sao Paolo, Río de Janeiro, Minas Gerais y
Pernambuco. Este resultado fue crucial para la construcción de una alternativa polí-
tica viable al régimen militar. La cuidada negociación de una alianza electoral para la
sucesión presidencial de 198 5 estuvo acompañada de la intensificación de la movili-
zación social. Ésta alcanzó su apogeo en 1984, durante las manifestaciones masivas
en favor de las elecciones presidenciales directas (diretasjd). Al aglutinarse distin-
tos sectores sociales tras la bandera de la oposición (incluyendo a la clase media urba-
na y a las elites empresariales), el resultado político fue que, en la elección de 198 5 del
nuevo presidente por el Colegio Electoral (el Congreso más un número de diputados
de diferentes estados), obtuvo la mayoría el candidato del PMDB, Tancredo Neves.
Durante los meses que llevaron a esta elección indirecta, los partidos de la oposición
PMDB y Partido da Frente Liberal(PFL, una escisión del PDS) formaron la Alianfa
Democratica (AD) para dar ímpetu a la candidatura de Tancredo y llegar a un acuer-
do con el ejército.
El ejército, es decir, los gobiernos de Geisel y Figueiredo, tuvieron que hacer
equilibrios; las garantías del autoritarismo fueron consideradas necesarias pero, al mis-
mo tiempo, sólo podrían utilizarse si, contemporáneamente, se hacían unos mínimos
progresos en el frente de la transición. La política brasileña a partir de 1974 se con-
virtió en una larga transición hacia la democracia que osciló entre estas posiciones
yuxtapuestas. Aunque el proceso fue iniciado y regulado por el ejército, al final la
alianza de la oposición consiguió romper los límites fijados por los militares en el
poder. Durante el curso de la transición, en cualquier caso, los autoritarios del régi-
men y el aparato militar intentaron obstaculizar la restauración del gobierno civil
34 Citado de las declaraciones del general Geisel en D'Araujo y Castro, Ernesto Geisel, pág. 369.
35 Véase Alves, Estado e oposifulo, pág. zoo.
;6 Véase D'Araujo et al., Volta aos quarte'is, pág. 33. Véase también las declaraciones del general
Gustavo Morais Rego Reis en el mismo volumen, págs. 65-67.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLITICA EN BRASIL 225
15
226 KEES KOONINGS
por el festejo cívico, junto a otros intereses, algunos de los cuales son difíciles de con-
fesar. Las elecciones directas presentan ventajas pero también muchos inconvenientes
y riesgos [...] El principal riesgo reside en la falsa demagogia, en el peligroso oportu-
nismo, en el carisma irresponsable y en la explotación de la buena fe y de la ingenuidad
de la población 41 .
41 Entrevista con Golbery do Couto e Silva en Veja, n2 819, 16 de mayo de 1984, pág. 9.
42 En cualquier caso, en la historiografía política de Brasil se incluye a Tancredo de Almeida
Neves como uno de los presidentes de la nación, pese al hecho de que no llegó a tomar posesión oficial-
mente. Su enfermedad y muerte provocaron una intensa pasión popular, y llevaron a un clima combina-
do de expectativas y ansiedades ya en el principio del retorno al gobierno civil.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 227
seguridad durante los años de la dictadura. Esta cuestión no ha tenido, hasta hoy, casi
repercusión alguna en la consolidación democrática.
El problema de la tutela
Pese a la restauración del gobierno civil en 1985, la influencia política del ejérci-
to se mantuvo mediante poderosos mecanismos. Especialmente durante la Repú-
blica Nueva, el ejército detentó lo que habitualmente se ha denominado «poder
tutelar» 43 Durante el gobierno de Sarney, las Fuerzas Armadas siguieron presio-
.
nando mediante su presencia y sus decisiones políticas dentro del propio gobierno,
y con declaraciones y amenazas públicas y privadas. El ejército mantuvo al menos
seis oficiales de alto rango como ministros en el gobierno e interfirieron en asun-
tos políticos concretos como la reforma de la tierra y cuestiones laborales. Los
ministros del Ejército y del SNI fueron especialmente influyentes en las decisio-
nes gubernamentales y también presionaron activamente al Congreso y la opinión
pública mediante advertencias y declaraciones públicas.
La influencia del ejército no fue cuestionada por Tancredo Neves, en la víspera
de su elección por el Colegio Electoral, por respeto a la decisión de los generales de
no apoyar el golpe contra su ascenso en 1984 44 La continuidad de la influencia mili-
.
tar también fue consecuencia de la debilidad política del gobierno de Sarney. El pro-
pio Sarney disfrutó de escaso apoyo popular por su pasado como dirigente del
ARENA, por la manera en que obtuvo la presidencia mediante los mecanismos
del régimen militar, por el hecho de que había sido el sustituto del capaz y respetado
Tancredo Neves, y por su falta de éxito al enfrentarse a los problemas económicos y
sociales del país. Sarney tuvo serios problemas para establecer una sólida base en el
Congreso. La mayor parte del tiempo, el principal partido de la coalición guber-
namental, el PMDB, actuó como oposición dejado bajo el liderazgo de Ulysses Gui-
marks, presidente del Congreso. Para compensar, el gobierno de Sarney gravitó
hacia el ejército en busca de apoyo político. Por su parte, el ejército supuso que
Sarney, que en los inicios de su carrera política había apoyado al gobierno militar,
tendría en cuenta sus puntos de vista.
Además, las estructuras de inteligencia y tráfico de influencias organizadas por
el ejército durante la dictadura (CSN, SNI, CIE, etcétera) se mantuvieron con com-
pleto vigor. Se ha sostenido que, como consecuencia de la creciente complejidad de
los problemas económicos, sociales y políticos que tuvo que encarar el gobierno
Sarney, las atribuciones del SNI y del CSN se expandieron para incluir las cuestiones
laborales, el problema de la tierra, la política exterior, la industria armamentística
y la corrupción administrativa 45 Por ejemplo, el general Ivan de Souza Mendes, res-
.
ponsable del SNI con estatus de ministro en el gobierno Sarney, observaba en rela-
ción con el interés prestado por el servicio a. las numerosas huelgas que tuvieron
lugar entre 1985 y 199o:
43 Véase concretamente Rizzo de Oliveira, «Aparelho militar»; también Góes, «Militares e políti-
c.1 ,›, págs. 2 34 ss.
44 Rizzo de Oliveira, «Aparelho militar», págs. 75 - 76.
43 Góes, «Militares e política», pág. z;6.
2 28 KEES KOONINGS
Siempre recibíamos información, pero el objetivo era seguir las huelgas sólo desde el
punto de vista de la seguridad del Estado. Las huelgas no debían representar una ame-
naza para la estabilidad del gobierno ni, por tanto, para la propia seguridad del Esta-
do. El SNI tenía que ocuparse de esos hechos y seguirlos de cerca 46.
46 General Ivan de Souza Mendes, en D'Araujo et al., Volta aos quarte'is, pág. 157.
47 Véase Quartim de Moraes, «Fungicidas Forgas Armadas»; Rizzo de Oliveira, «Constituinte». Al
Congreso que fue elegido en noviembre de 1986 se le encargó la tarea de redactar una constitución com-
pletamente nueva. Mientras duró este proceso (de noviembre de 1986 a octubre de 1988), el Congreso Uni-
do, es decir, el Senado y la Cámara de Diputados, actuaron como Asamblea Constitucional (Assambleia
Constituinte, o resumidamente, la Constituinte).
48 General Leonidas Pires Gonsalves, citado en Senbor, n5 185, 1 de septiembre de 1986, pág. 16.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 229
49 Véase Hunter, Eroding Military Influence, págs. 6o-69; véase también las declaraciones del
general Leónidas Pires Gonsalves y el general Ivan de Souza Mendes, en D'Araujo et al., Volta aos
quarte'is.
So Véase Hunter, Eroding Military Inflama.
230 KEES KOONINGS
5 Este hilarante asunto —que recibió una desdeñosa atención internacional, fundamentalmente
a través de la CNN— implicó al presidente Itamar Franco (que estaba soltero) cuando invitó a una atrac-
tiva bailarina a su camarote durante el desfile de Carnaval de 1994. Al contrario que todos los telespecta-
dores de Brasil, el presidente no se dio cuenta de que la mujer (que según las malas lenguas no era sino una
prostituta) no tenía ropa interior. Véase para la insatisfacción de los militares, que puede incluso haber lle-
vado al punto de considerar una intervención contra el gobierno de Franco (y rechazarla rápidamente):
Dimenstein y De Souza, Histerria real, págs. 1 39-1 43.
5z Este informe fue publicado con el título Brasil: Nunca Mais por la editorial Vozes en 1984. Véa-
se la traducción inglesa, citada en este capítulo: Archidiócesis de Sao Paulo, Torture in Bratil.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 23 1
El éxito económico sólo llegó al final del mandato de Franco y fue crucial para la
elección como presidente de Fernando Henrique Cardoso en octubre de 1994. Car-
doso había aceptado, a principios de 1993, el puesto de ministro de Asuntos Exte-
riores en el gobierno de Franco, pero pocos meses después le convencieron para
asumir la cartera de Finanzas. Entre finales de 1993 y la primera mitad de 1994, Car-
doso y su equipo diseñaron cuidadosamente el plan de estabilización que posibilitó
la introducción de una nueva moneda, el real, en julio de 1994". El aparente éxi-
to, manifestado en el rápido descenso de la inflación, facilitó el camino para la exitosa
candidatura de Cardoso a la presidencia. La adopción del real le dio la confianza popu-
lar, y la alianza política establecida con el PFL y con parte de PMDB le procuró el
apoyo necesario en el Congreso para el ambicioso programa de reformas emprendi-
do por el gobierno de Cardoso. Las reformas incluían la eliminación de los obstácu-
los constitucionales para la liberalización económica y la privatización de las
principales compañías estatales. Más aún, las reformas fiscal y de la seguridad social
solucionarían los enormes problemas financieros del gobierno federal. El final de la
estabilidad laboral en el sector público se tomó como condición para reducir la plan-
tilla del aparato estatal.
El plan reformista de Cardoso progresó lenta pero firmemente durante su pri-
mer mandato en el cargo. La oposición a las reformas vino principalmente del PT y
de los grupos sociales organizados, como los sindicalistas y el movimiento de los tra-
bajadores rurales sin tierra, que se sintieron amenazados por el «ataque del neolibe-
ralismo». Entre los sectores empresariales y las clases medias, el gobierno de Cardoso
disfrutó de un gran apoyo. A principios de 1997, Cardoso consiguió que se aceptara
otra enmienda constitucional, que permitía la inmediata reelección de los jefes del
ejecutivo en los tres niveles de gobierno: presidente, gobernador y alcalde.
Pese al hecho de que la posibilidad de la reelección añadía dificultades al ya pro-
blemático juego de alianzas políticas en apoyo de la administración de Cardoso, la
reelección del presidente en las elecciones presidenciales de 1998 fue de una facilidad
sin precedentes. Con una clara mayoría de votos obtenidos ya en la primera vuelta de
las elecciones, en octubre de 1998, Cardoso dejó al segundo candidato, Lula, clara-
mente atrás. El tercer candidato más votado fue Ciro Gomes, un antiguo aliado
político de Cardoso (y, de hecho, su sucesor como ministro de Finanzas durante
los últimos meses de la presidencia de Itamar Franco, en 1994). Esto muestra que las
elecciones de 1998 confirmaron la hegemonía política en el nivel federal de la coali-
ción social-liberal que había apoyado al gobierno de Cardoso 6°.
Al mismo tiempo las fuerzas de la oposición hicieron algún progreso en el nivel
estatal. En el estado de Rio Grande do Sul, de gran importancia desde el punto de
59 Para una exposición de la génesis política del plan sobre el real, véase Dimenstein y De Souza,
História real.
6o Cardoso ganó las elecciones presidenciales en la primera vuelta, en octubre de 1998, con el
53%de los votos válidos. Lula obtuvo cerca del 32%, mientras que Ciro Gomes quedó el tercero con
menos del 11%. Los restantes candidatos obtuvieron pocos votos obtenidos, con lo que resultaban irre-
levantes para la situación política. El cuarto fue el excéntrico médico y populista conservador Enéas, con
sólo el z%. Todas las figuras políticas destacadas de periodo posterior a 1985 estaban ausentes, por falta
de apoyo o por participar en las elecciones para gobernadores o senadores en vista de la victoria general-
mente esperada de Cardoso. Para una revisión de los resultados de las elecciones, véase Tribunal Supre-
mo Eleitoral, en: www.tse.gov.br (abril de 1999).
236 KEES KOONINGS
En cualquier caso, quedaron sin resolver otros defectos del sistema político. El
sistema de partidos era considerablemente volátil e inestable; el régimen electoral
favorecía a los pequeños estados del noreste, más atrasados y generalmente conser-
vadores, sobre los estados del sudeste y del sur, más poblados, urbanos e industria-
lizados 63 En general, las instituciones políticas de Brasil no son tan frágiles, pero sí
.
están sujetas a continuos cambios (al menos hasta 1995), hasta el punto de que
Lamounier habla de un «síndrome de parálisis hiperactiva» entre políticos y partidos;
una continua búsqueda de reformas institucionales como solución para los dilemas
políticos pese al hecho de que la fragmentación de los partidos las hace inviables 64.
La enmienda constitucional que permite la reelección presidencial (y de otros altos
cargos) fue el último ejemplo de esa voluntad continua de cambiar las institucio-
nes políticas. Además, aunque la constitución de 1988 excluía el instrumento típico
de los gobiernos arbitrarios, el decreto-lei, introducía algo similar: la medida provisikia,
que se ha utilizado para imponer las iniciativas políticas del ejecutivo sin necesidad
de la aprobación del Congreso.
Por lo que se refiere a la práctica política, han ido apareciendo una serie de ten-
dencias contradictorias. Por una parte, se ha consolidado un consenso básico demo-
crático entre las agrupaciones políticas mayores, en el sentido de que se han
establecido las estrategias, alianzas y conflictos políticos dentro de los márgenes de
las reglas institucionales. Las elecciones han sido esencialmente libres, justas y, debi-
do a la obligatoriedad del voto, con participación masiva. La extensión del voto a los
analfabetos y a la población entre dieciséis y dieciocho años ha elevado el electorado
brasileño a 78 millones de votantes en las elecciones presidenciales y legislativas de
1994 61 . Las elecciones en Brasil desde 198 5 han sido básicamente competitivas y
justas. Los candidatos y las campañas han respetado razonablemente la legislación
electoral, y nunca se han aproximado al vulgar personalismo que actualmente está
tan de moda en las elecciones de los Estados Unidos. Por ejemplo, durante la cam-
paña presidencial de 1989, el Tribunal Electoral excluyó la irregular candidatura de
un popular magnate de los medios y presentador de un talk-show que fue propuesto
por el gobierno Sarney para frenar el ascenso de Fernando Collor en las encuestas de
opinión. Resulta especialmente significativo que las dos mayores crisis institucio-
nales del periodo Collor/Franco (1990-94), es decir, el escándalo de corrupción que
afectó al propio Collor y el escándalo de corrupción que en 1993 salpicó a un grupo
de miembros del Congreso, hayan sido tratadas básicamente en términos constitu-
cionales, y sin interferencia del ejército.
Por otra parte, el proceso político se ha caracterizado, en todos los niveles, por
el personalismo y el clientelismo, un cierto grado de elitismo, varias formas de
corrupción, y en general débiles lazos entre los partidos y la sociedad en general
(con la posible excepción del PT). El patronazgo estuvo muy extendido durante la
República Nueva y se utilizó para cimentar alianzas congresuales en favor de las
ambiciones particulares del presidente Sarney, fundamentalmente para asegurarse el
cargo durante los cinco años de su mandato. El proceso político (entre partidos)
este fenómeno parecía haber declinado en cierta medida, aunque Collor intentó uti-
lizar el clientelismo en un intento de impedir su destitución en 1992. Ni siquiera
Cardoso consiguió permanecer totalmente al margen de las prácticas clientelistas
para la ejecución de su plan de sustanciales reformas administrativas y políticas,
y para ganar su reelección. En particular, el patronazgo a todos los niveles, desde la
política local hasta la forja de alianzas de votos en el Congreso, sigue siendo impor-
tante. Una razón fundamental para esta situación es la generalización del personalis-
mo, al que ya nos hemos referido, en combinación con la endémica inestabilidad de
la estructura de partidos. Esta situación crece por el constante peso político del nor-
este, donde tales prácticas son consustanciales a los partidos políticos; por ejemplo,
el poderoso cacique del PFL de Bahía, António Carlos Magalháes, ha estado impli-
cado en todos los proyectos políticos importantes desde 1985. Aun así, durante el
gobierno Cardoso, la alianza social-liberal del propio partido de Cardoso, el Partido
Social Democrático Brasilerio (PSDB), el PFL y parte del PMDB, que aglutina impor-
tantes fuerzas políticas de Sáo Paulo, del noreste (Bahía, Pernambuco, Ceara), Minas
Gerais y de los opulentos estados del sur (Paraná, Santa Catarina y Rio Grando do
Sul), pareció suficientemente sólida para seguir con su plan de reformas. En los
niveles regional y local se da una amplia gama de situaciones políticas, desde las habi-
tuales oligarquías regionales y los caciques locales hasta las alianzas regionales pro-
gresistas (como las de Ceara y Rio Grande do Sul) o la política participativa de los
gobiernos municipales del PT en importantes ciudades como Porto Alegre.
En cuanto a las bases socio-políticas del consenso democrático, se puede obser-
var que la mayor parte de los grupos y clases sociales parecen comprometidos con
los procedimientos democráticos 67. Las elites empresariales y los grandes terrate-
nientes están bien representados en las distintas facciones del Congreso. Especial-
mente, la denominada «nueva derecha» (políticos neoliberales del Partido Liberal,
propietarios de pequeñas y medianas empresas, y grandes terratenientes de la Unido
Democrática Rural, UDR, que, de hecho, dejó de existir en 1995) se ha integrado en
la política democrática y civil, y parecen distanciarse de las inclinaciones autori-
tarias 68 . La clase media y trabajadora, e incluso parte de los sectores urbanos y rura-
les menos favorecidos han conseguido incrementar su acceso a la esfera pública
mediante sindicatos y todo tipo de asociaciones cívicas de voluntarios. Los niveles de
69 Véase Costa, Tendíncias, para una revisión de los últimos desarrollos en los movimientos sindi-
calistas brasileños.
2 40 KEES KOONINGS
7o Véase DeMatta, Cata e a rua, págs. 71 ss; también DeMatta, Carnavais, capítulo 4.
71 Véase Lamounier, «Brazil: Inequality against Democracy». •
7z Esto se hace dolorosamente real en las vidas de los más pobres, como en el noreste, dramática-
mente analizado en Scheper-Hughes, Death without Weeping.
73 Véase Oliven, Viotti:tia e cultura, pág. 3.
74 Véase Foweraker, Struggle for Land, para un análisis de la larga historia de violencia en la frontera
agraria brasileña. Véase isto•, nº 1233, 19 de mayor de 1993, para un informe sobre la «guerra» entre pisto-
leros y ocupantes y sus defensores en la región de Bico do Papagaio, conocida por su violencia en el ámbito
rural desde principios de los años ochenta; aproximadamente mil personas murieron entre 1982 y 1992.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 24 1
A mediados de los noventa, el uso de la fuerza por parte de los miembros del
MST se hizo más frecuente, pero la reacción de las fuerzas del orden fue casi siempre
desproporcionada. En julio de 1995, la policía militar emprendió el violento desalo-
jo de un grupo «aislado» de sem-terra (trabajadores rurales sin tierra) que había
ocupado una propiedad cerca de Corumbiara, Rondónia, durante el que murieron
nueve activistas rurales y tres policías. La policía militar fue acusada de haber tor-
turado a los detenidos 79 . Menos de un año después, se desató el escándalo general
por una acción de la policía militar del estado de Para en la que murieron 19 ocupan-
tes muertos y otros 51 resultaron heridos. Para disolver a 1.5 0o sem-terra que habían
formado una barrera cerca del municipio de Eldorado do Carajás en protesta por el
lento avance de la reforma de la tierra, unos 268 policías armados con rifles y ame-
tralladoras rodearon a los manifestantes y abrieron fuego deliberadamente sobre la
multitud, en ocasiones a quemarropa. La acción se produjo tras el fracaso de las
negociaciones fallidas y ante la creciente impaciencia de las autoridades 8° En rela- .
ción con los problemas rurales, el gobierno parece estar atrapado entre la militancia
de los sem-terra y la poderosa facción del Congreso que representa a los terratenientes
77 Véase los reportajes en Veja, nº 1491, 16 de abril de 1997, especialmente «A longa marcha» (La
larga marcha), págs. 34-35; «Condenados a luta» (Condenados a la lucha), págs. 36-41; y «O radical da tra-
digio» (El radical de tradición), págs. 46-48, en el que se retrata al líder del MST, Joáo Pedro Stedile.
78 Citado de una entrevista concedida a Veja, n9 1507, 6 de agosto de 1997, págs. 12-13.
79 Véase Veja, nº 1405, t6 de agosto de 1995, págs. 37-38.
80 Véase el detallado reportaje en Veja, n° 1441, 14 de abril de :996 («Sangue em Eldorado»),
págs. 34-39.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLITICA EN BRASIL 243
e intenta evitar una modernización más rápida de las relaciones sociales en las
zonas rurales. Al mismo tiempo, los estallidos de violencia contra los manifestantes
y los ocupantes rurales ponen seriamente en duda la efectividad del imperio de la ley
en Brasil.
temor entre la población de la ciudad, sino que también difuminó en buena medida
la distinción entre orden y violencia «oficial» y «criminal».
En primer lugar, el aumento de las actividades criminales relacionadas con la
droga incitó a la policía a incrementar su ya arraigado hábito de utilizar la violen-
cia indiscriminada contra los habitantes de lasfavelas durante las denominadas ope-
raciones relámpago contra las bandas y los señores de la droga. Tales métodos
operativos están, en parte, engranados en las prácticas policiales tradicionales y están
además estimulados por la presión de los politicos y la opinión pública de clase media
para enfrentarse al problema de la delincuencia y la ilegalidad. En segundo lugar,
lleva a una situación en la que los habitantes pobres de las favelas viven en un cons-
tante estado de temor a quedar atrapados en la violencia que surge de los enfrenta-
mientos entre bandas rivales, o entre los criminales y los garantes oficiales de la ley
y el orden. Esto, a su vez, dio a las bandas de narcotraficantes organizadas en lasfave-
las la oportunidad de instaurar en ellas estructuras alternativas de ley y orden. Leeds
ha documentado cómo los líderes de las bandas imponen su control mediante el uso
de distintas combinaciones de servicios y amenazas, dando lugar a una estructura de
poder paralela en los vecindarios pobres controlados por los líderes de la delincuen-
cia y sus bandas armadas. En algunos casos, como en la conocida favela de Roginha,
estas prácticas se extendieron a los vecindarios próximos de clase media-alta cuando
los habitantes acomodados también se dirigieron a los líderes de las bandas en bus-
ca de orden y de un cierto grado de seguridad.
Por último, en Río de Janeiro especialmente, numerosos miembros de las fuer-
zas policiales civil y militar han estado implicados en actividades delictivas como ase-
sinatos, secuestros y tráfico de drogas. Esto se hizo evidente en los resultados de la
explosión más infame de violencia de los noventa: el asesinato de veintiún habitan-
tes de lafavela Vicário Geral el 3o de agosto de 1993. Inmediatamente se sospechó que
el grupo de pistoleros fuertemente armados y enmascarados que había llevado a
cabo los asesinatos estaba formado por miembros de las fuerzas policiales militares
y civiles 83 . En el curso de la investigación, se obtuvo una serie de declaraciones que
implicaban a oficiales de la policía en asuntos de extorsión y tráfico de cocaína.
Se extendió la sensación de que la policía de Río era incapaz de cumplir con sus fun-
ciones. Se dibujaron estampas poco prometedoras (por ejemplo, en la Escota Superior
de Guerra), en las que se veía cómo, en un futuro próximo, la ciudad estaría gober-
nada por los mafiosos y sus ejércitos privados, de manera que «[1]os poderes cons-
tituidos [...] tendrán que solicitar la participación de las Fuerzas Armadas para
emprender la difícil tarea de enfrentarse a esta horda de bandidos, para neutrali-
zarlos, e incluso para aniquilarlos, de manera que se puedan mantener la Ley y
el Orden» 8q.
Un año después, en noviembre de 1994, las autoridades estatales y federa-
les decidieron lanzar una intervención federal en Río de Janeiro enviando unidades
armadas a lasfavelas para enfrentarse a las bandas de narcos. La intervención, denomi-
nada Operafdo Rio, repetía una breve experiencia anterior en la que se había utilizado
83 Véase IstoÉ, n2 1249, especialmente el reportaje «Exterminio em gotas». Véase también I,eeds,
«Cocaine and Parallel Politics», págs. 65-66, y Ventura, Cidade partida.
84 Citado de un documento no publicado del ESG en istoÉ, nº 1249, 8 de septiembre de 1993,
Págs. 34-35.
SOMBRAS DE VIOLENCIA Y TRANSICIÓN POLÍTICA EN BRASIL 2 45
CONCLUSIÓN
¿Qué han dicho los doctores? Dicen que en lugar de curar ciertas enfermedades, hay
que aprender a vivir con ellas [...] Por lo demás, el organismo del Señor Presidente, a
pesar de su edad, tiene una capacidad asombrosa de recuperación y las crisis hasta le sir-
ven de catarsis emocional '.
N SU ÚLTIMO MENSA JE AL PAÍS, EN 1928, el presidente Plutarco Elías Calles
F anunció el final de una era: la de los caudillos; y el comienzo de otra: la de la
política institucional. Se refería así al asesinato ese mismo año del presidente
electo, Obregón, y el intento consiguiente de fundar el Partido Nacional Revolu-
cionario, precursor del Partido Revolucionario Institucional (PRI), que durante
décadas fue el único partido gobernante en México. De ese modo reaccionaba la eli-
te política a la crisis que se cernía sobre ellos: tratando de unir a los miembros de
la familia revolucionaria —que durante los últimos años se había convertido en una
«fraternidad mal avenida y fraccionada»— y de evitar el mismo clima de violen-
cia por la sucesión presidencial de 1919, 1923 y 1927'. También se buscaba la incor-
poración de los caciques y los movimientos políticos provinciales a la esfera de
influencia del gobierno central. El gran empeño con el que se impulsó esta iniciati-
va chocó con la oposición de ciertas facciones hasta el punto de desembocar en una
breve revuelta militar a principios del año 1929, pero también logró reducir sustan-
cialmente y durante décadas el riesgo que suponían las ambiciones y rivalidades per-
sonales y sus formas concomitantes de violencia pretoriana.
Sesenta años después de la declaración de Calles, en diciembre de 1988, el presi-
dente Salinas de Gortari sugirió con orgullo que la era del partido único había pasado
a la historia. A continuación, presentó un ambicioso programa de liberalización
La cita proviene de la novela corta de Solís, El gran elector (pág. i 5), en la que el autor describe las
conversaciones mantenidas entre un presidente que lleva en el poder más de sesenta años y su secretario
personal.
z Knight, «Mexico's Elite Settlement», pág. 121.
248 WIL PANSTERS
de la irreversibilidad de la «modernidad».
En los últimos años se ha invertido en México un gran esfuerzo por parte tanto
de políticos e intelectuales como de periodistas (todos aquellos a los que se les
puede catalogar como los «principales definidores» del debate público) por conver-
tir la idea de la modernización y la transición en un hecho inevitable e indiscutible.
Téngase en cuenta, por ejemplo, la observación de otro de los más respetados comen-
taristas de la cultura mexicana, Héctor Aguilar Camín: «Aun para los más reacios
a inclinar la cabeza ante los hechos duros de la historia, es evidente hoy que México ha
tomado, decididamente, el rumbo de este paradigma de la modernidad» t . Los
«hechos duros» se traslucen en las características de la sociedad civil mexicana
En 1991, Fernando Pérez Correo escribió: «En México hay un debate abierto, auspiciado por la
cultura del cambio» (citado en Barros Horcasitas el al., Transición, pág. 284).
4 Monsiváis, «Duración de la eternidad», pág. 39.
5 Camín, «La obligación del mundo», pág. 49 (énfasis añadido).
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 249
6 César Cansino publicó recientemente una lista de variaciones en las definiciones propuestas del
autoritarismo mexicano. Por lo general, México se considera un caso excepcional. Véase Cansino, Cons-
truir la democracia, págs. 171 172.
-
7 Hay elecciones casi para todas las posiciones oficiales en México, y también para puestos no
administrativos.
8 Cuando Salinas de Gortari pareció siquiera coquetear con la idea de la posible reelección, el ex
presidente suscitó inmediatamente el rechazo general.
250 WIL PANSTERS
medida en que ha movilizado las energías y abierto oportunidades para quienes bus-
can acceder a los círculos políticos. Durante las décadas inmediatamente posteriores
a la fase armada de la revolución, este principio se tradujo en que los componentes de
las hasta entonces clases subordinadas tuvieron la posibilidad de escalar a los puestos
más altos del Estado post-revolucionario 9 . Dicho grado de institucionalización
política y jurídica contrasta claramente con la eliminación de garantías constitucio-
nales ejercida frecuentemente por los gobiernos militares autoritarios en otras partes
de América Latina. También ha supuesto un dique de contención frente a lo que
Whitehead denomina «manifestaciones de inestabilidad plebiscitaria» en periodos
de transición 'o.
El espacio reservado a la soberanía popular se redujo a la mínima expresión desde
el momento mismo de su proclamación debido a la fuerza expansiva del intervencio-
nismo estatal. Los artículos constitucionales que permitían la intervención del Estado
surgieron como colofón al proyecto social de la revolución y, desde entonces, han
constituido una poderosa forma de legitimación. Durante décadas, la ideología revo-
lucionaria ha marcado de manera efectiva los límites del debate público, conteniendo
así la aparición de discursos políticos alternativos. Dicho ideario actuó como una
fuerza unificadora y supuso el fundamento de legitimación exclusiva del poder políti-
co, obstaculizando de ese modo el desarrollo del pluralismo ideológico. Para poder
materializar los derechos sociales constitucionales (en especial con respecto a la tierra,
el trabajo y la educación), el Estado se adjudicó una importante prerrogativa sobre los
recursos del país y la autoridad para redistribuirlos. El vastísimo programa de repar-
to de tierras, en particular durante la presidencia de Lázaro Cárdenas, en la segunda
mitad de los años treinta, es un claro ejemplo de cómo una burocracia inmensa, con-
trolada desde la capital federal, organizó y supervisó la reforma agraria.
Los campesinos que lograron beneficiarse de la reforma agraria se organizaron
en agrupaciones corporativistas vinculadas orgánicamente al partido revoluciona-
rio. De este modo, el fortalecimiento de la posición negociadora del movimiento
sindical se debió también a su conexión con el régimen y el partido revoluciona-
rio. Sin embargo, la estructuración del campesinado, los trabajadores y otros grupos
populares en movimientos corporativistas convirtió a estos mismos grupos en recep-
tores subordinados de las políticas gubernamentales. En la medida en que estos
mecanismos de incorporación organizativa quedaban ligados a unas políticas de
reforma y distribución que también fomentaban la emancipación política y cultural,
aunque de forma paternalista, el gobierno se aseguraba el apoyo de las bases socia-
les. Pero cuando se fueron abandonando estas medidas reformistas, lo que había
comenzado como un proceso de transferencia de poder al pueblo se transformó en
un instrumento de control, con lo que las formas activas de participación ciudadana
se redujeron drásticamente.
El pacto corporativista surgido en los años veinte y treinta, y consolidado en los
cuarenta, constituye uno de los pilares del régimen autoritario mexicano, además de
ser el responsable de su carácter inclusivo y, en parte, de la longevidad del sistema.
9 Un relato ficticio de este tipo de ascensión política se puede encontrar en Camp, Memorias. La
narración encuentra su base en los amplios estudios de Camp acerca del desarrollo de la elite políti-
ca mexicana en el siglo xx.
to Whitehead, «The Peculiarities of Transition ala mexicana», pág. ri 5.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 2 5 I
ti Véase el perspicaz artículo de Hernández Rodríguez «Dificil transición», págs. 238-240. Otros
autores sostienen que es dificil aceptar que las elecciones de las primeras décadas fueran meros rituales.
Véase Molinar Horcasitas, Tiempo de la legitimidad. También refrendan este argumento los estudios reali-
zados sobre procesos políticos regionales. Véase, por ej., Rubin, «Popular Mobilization»; Pansters, «Citi-
zens with Dignity».
z Como he señalado en otra parte, no se trató de un proceso de «borrón y cuenta nueva». Los blo-
ques de poder con base territorial han seguido desempeñando un importante papel en el funcionamiento
del sistema político mexicano, pero desde el final de los años treinta dejaron de ser el único pivote sobre
el que giraba el poder político. Véase Pansters, Politics and Power.
13 El desarrollo histórico del federalismo está recogido en los capítulos de Carmagnani, Federalis-
MOS latinoamericanos, dedicados a México.
252 WIL PANSTERS
AUTORITARISMO Y CAMBIO
funcionamiento del sistema entre aproximadamente 1940 y 1970 creara las condi-
ciones para una disfunción cada vez mayor del mismo. El éxito del modelo mexica-
no de desarrollo basado en la sustitución de importaciones, un sistema fomentado de
manera decisiva por el régimen político, tuvo un profundo impacto en la estructura
social del país. La aparición de una clase media urbana y de una burguesía fuerte-
mente protegida alteró el paisaje social en el que se había gestado el sistema político
durante el mandato de Lázaro Cárdenas. Entonces, México era todavía una socie-
dad predominantemente rural, con un número significativo de bolsas urbanas
industriales y con una memoria reciente de la confrontación civil que había destro-
zado el país.
Las instituciones corporativistas creadas en el periodo cardenista se correspon-
dían grosso modo con la estructura social existente; una ordenación que también se
veía reflejada en la consolidación de un sistema presidencial fuerte y centralizado
como respuesta a las amenazas de levantamientos militares y fragmentación política.
Pero los procesos de industrialización y urbanización del país dieron lugar a una
sociedad más diversificada y compleja. Los efectos políticos se pudieron comprobar
enseguida. Ya en 1946, el presidente Ávila Camacho incluyó al sector popular en la
organización interna del PRI, y desde ese momento su participación en el partido no
ha hecho sino crecer. El primero en experimentar los efectos de las cambiantes
relaciones entre las fuerzas sociales y políticas fue el sector del campesinado (la
Confederación Nacional Campesina, CNC). En el momento en que las políticas
desarrollistas empezaron a tener cada vez menos arraigo dentro del sector industrial
y de la agricultura comercial a gran escala, los ejidatarios y pequeños propietarios
perdieron rápidamente una gran parte de su poder de influencia y negociación. No
es de extrañar, por lo tanto, que el sindicalismo organizado se beneficiara del forta-
lecimiento del sector urbano e industrial. El cambio socioeconómico también con-
tribuyó a aumentar el nivel educativo y de alfabetismo, el acceso a la información y
mayores posibilidades para viajar.
Después de más de tres décadas de desarrollo vigoroso en el plano socioeco-
nómico, los pequeños y medianos empresarios, los profesionales, los empleados
«informales» y los desempleados entendieron que no tenían cabida en, el sistema
corporativista de mediación de intereses 18 , y que los principales receptores y bene-
ficiarios eran las clases medias urbanas. El movimiento estudiantil de 1968 se consi-
dera, por lo general, la primera expresión (violenta) de las tensiones que fueron
acumulándose entre las cada vez más diversificadas fuerzas sociales y las institucio-
nes políticas del país. Dado que en 1968 los estudiantes exigieron el reconocimiento
de sus derechos civiles y atacaron la monopolización del espacio público ordenada
por el Estado, se ha tomado esta fecha como el primer signo de emancipación de
la sociedad civil. El régimen reaccionó con la reforma política de 1977-78, que preten-
día canalizar el descontento hacia el sistema electoral. El entonces presidente Eche-
verría apuntó en aquella ocasión que la reforma trataba de «incorporar a un mayor
número de ciudadanos y fuerzas sociales al proceso político institucional» 19 .
Se esperaba que la reforma política diera fruto de una manera gradual, pero la cri-
sis económica de 1982 no sólo abortó esa posibilidad sino que agudizó sensiblemente
el descontento social. Las fuerzas sociales que habían estado fermentando durante las
décadas previas consiguieron articularse políticamente tanto dentro como fuera del
ámbito del partido gubernativo. También se multiplicaron las alternativas electo-
rales, aunque en muchos casos fueron volátiles y de carácter contestatario. Uno de
los logros más significativos fue la victoria del PAN en algunas ciudades importan-
tes del estado de Chihuahua en 198 3, lo que provocó la aparición, por todo el norte
del país, de un sector panista más agresivo con una gran influencia en el ámbito
nacional. De este modo, las elecciones se estaban empezando a convertir en la única
forma de legitimación y soberanía política para políticos y analistas, un aspecto que
se vio reflejado en las repetidas disputas post-electorales (la aceptación tranquila
de las figuras oficiales parece ser la excepción hoy en día) y en el modo en que se vio
obligado el gobierno de Salinas a negociar con la oposición algunos aspectos tras-
cendentales de la reforma electoral. Además, la insistencia de la elite gubernativa por
llevar a cabo la reforma del PRI para mejorar sus resultados en las urnas y la presen-
cia generalizada de comités ciudadanos como observadores del proceso electoral (a
veces asistidos por delegaciones extranjeras) apuntan a la creciente importancia de las
elecciones. Por otra parte, las múltiples reformas de la legislación electoral en los últi-
mos años han reducido el margen de maniobra y la posibilidad de fraude de quienes
están en el poder. Las elecciones presidenciales de 1994, y sobre todo las de 1997, en
las que el PRI perdió el control de la capital del país y su mayoría en la Cámara de los
Diputados, son una prueba fehaciente de ello. Desde este punto de vista, habría que
concluir que la creciente competitividad y la reforma electoral han contribuido a
redefinir la relación de desequilibrio entre el Estado y la sociedad civil ".
Si la emancipación de la escena electoral supone una prueba del «despertar» de la
sociedad civil, las reacciones populares ante los terremotos de 1985 han reafirmado
este argumento. La aparición espontánea de numerosas organizaciones de «autoayu-
da» como respuesta a este desastre transmitió la imagen más negativa de un Estado
mal equipado y escasamente preparado para hacer frente a este tipo de situaciones, y
reforzó la idea de que era posible resolver los problemas más graves sin su media-
ción ". Los movimientos populares surgen de cada rincón de la sociedad, muchos
de ellos con el objetivo de reivindicar determinados derechos y conseguir for-
mas más efectivas de representación política. Recientemente, Foweraker ha señala-
do que estos colectivos han dejado de rechazar el sistema político per se, y, en su
lugar, tratan de asegurarse el reconocimiento institucional. Con ese objetivo, cons-
truyen vínculos con los sistemas legal e institucional de gobierno, siempre en con-
junción con acciones directas y movilizaciones colectivas ". Según Haber, los
movimientos populares han sido parte integrante del cambiante paisaje políti-
co mexicano y su función principal ha sido de control del gobierno 23 . Estos y
zo Este artículo fue escrito originalmente en 1998. La pérdida de las elecciones presidenciales en
z000 por el PRI —la primera en más de siete décadas— no hace sino subrayarla anterior argumentación (N.
del Autorpara esta traducción).
Este y otros ejemplos de organización popular hicieron que algunos autores señalaran que la
sociedad civil se estaba organizando en realidad desde abajo. Este argumento fue refutado más tarde por
Zermeño, quien apuntó certeramente que la mayoría de estas organizaciones no fueron muy duraderas.
Véase Zermeño, «Crisis, Neoliberalism and Disorder».
zz Foweraker, Popular Movements.
23 Haber, «Cárdenas», pág. 242.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 2 55
los golpes militares y las guerras civiles, por ejemplo, consiguieron desestabilizar las
relaciones sociales y políticas, México llevaba décadas dando la imagen de una socie-
dad que había evolucionado sin cambios traumáticos 2 f . El autoritarismo estaba bien
arraigado y adaptado a las particularidades mexicanas. Pero desde 1988, el imagina-
rio político mexicano empezó a dinamizarse, con lo que comenzaba a ser concebible
la caída gradual o repentina de la elite revolucionaria y la subsiguiente instalación
de un sistema más democrático.
Sin embargo, el optimismo sobre la posibilidad de una transición democrática
empezó pronto a desvanecerse. Este fenómeno de «desencanto democrático» se
ha percibido más que en otro sitio, aunque por diferentes razones, en América Lati-
na, y en particular en el Cono Sur 26 . En México, comenzó con las elecciones parla-
mentarias de 1991, en las que el PRI recuperó la mayor parte del terreno perdido
en 1988. En el ámbito regional, las elecciones siguieron siendo muy disputadas, con
gobiernos del PAN en la Baja California, Chihuahua, Guanajuato y Jalisco. Pero
en el discurso académico empezaban a aparecer ya las dudas acerca del esperado fin
del PRI y, en consecuencia, el paso a una sociedad más democrática. Desde el ini-
cio de los años noventa, la idea de la transición comenzó a diluirse con numerosos
adjetivos. Las incertidumbres tenían mucho que ver con ciertas características del
sistema mexicano y con la política de reformas gubernamentales estratégica y opor-
tunamente calculadas para reducir el riesgo de una desarticulación del régimen.
Diversos analistas se han sentido obligados a definir la «transición» mexicana
con la ayuda de conceptos que reflejan ambivalencia e incertidumbre. Más de
diez años después de que Enrique Krauze pidiera que se instaurara una «demo-
cracia sin adjetivos», la mayor parte de los observadores perciben la necesidad de
situación de «dificil transición», en la que las fuerzas desencadenadas por las políticas
económicas neoliberales interaccionan con otras fórmulas neocorporativistas de
representación política 28 En 1991, Sánchez Susarrey la denominó la «transición
.
incierta» y dos años más tarde apareció un libro llamado La transición interrumpida. En
1994, Whitehead enumeraba los enormes obstáculos institucionales y culturales
(inherentes a este tipo especial de autoritarismo) que dificultan la consecución de una
verdadera democratización, pero concluía que la ruptura democrática era posible.
Javier Romero se refería al pantano de la transiciónpara analizar la situación posterior
a 1991. El optimismo de 1988 dio lugar gradualmente a una interpretación mucho
más cauta de las posibilidades y limitaciones de una transición democrática. Rome-
ro señaló la debilidad del sistema de partidos mexicano y criticó la incapacidad de la
coalición disidente liderada por Cuauhtémoc Cárdenas (que posteriormente pasó
a ser el PRD) para trascender su postura radical antisistema, una actitud que le impi-
dió participar en el debate nacional para conseguir una mayor democratización y
liberalización política. Como consecuencia, el centro-izquierda, que se había cata-
pultado al centro de la escena electoral en 1988, comenzó a perder terreno mientras
el PRI y el PAN se embarcaban en una estrategia de concertación. No obstante, para
Romero, la consolidación de un partido fuerte de centro-izquierda es un prerre-
quisito para el afianzamiento del pluralismo político 29 .
El hecho de que la oposición de centro-izquierda haya rechazado participar en
negociaciones con el régimen (al menos hasta 1995) justifica implícitamente la idea de
que el régimen sí ha llevado a cabo determinadas iniciativas para crear espacios polí-
ticos desde los que construir un proceso de transición. Pero ¿cómo probar la validez
de dicha hipótesis? ¿Cómo calibrar el grado de transición? ¿De qué manera encaja el
caso mexicano en el debate general sobre la transición? O'Donnell y Schmitter han
sugerido el principio de que la instauración de un sistema político democrático sue-
le venir precedida de una serie de medidas de liberalización política 30 como, por
,
ejemplo, las de reforma del proceso electoral, la reorganización del partido guber-
nativo y la reestructuración del corporativismo. Desde este punto de vista, los acon-
tecimientos de los últimos años conceden cierta credibilidad a la idea de que México
está pasando por un proceso de liberalización. En las secciones que siguen, analiza-
ré este argumento con mayor detenimiento.
ELECCIONES
política, como prueba la nueva victoria del PAN en la Baja California y su espec-
tacular conquista de los importantes estados de Jalisco (que cuenta con la segunda
ciudad más grande del país, Guadalajara), Nuevo León (con la próspera Monterrey)
y Querétaro. De esta manera, ha quedado bien de manifiesto que el PAN tiene la
capacidad de penetrar políticamente en el corazón de México.
Pero este avance aparentemente claro en la dirección del pluralismo político
presenta un lado más oscuro que pone en entredicho su verdadero alcance. Las vic-
torias electorales del PAN en las provincias no se pueden disociar de los aconteci-
mientos políticos sucedidos en el ámbito nacional. En este caso, el gobierno de
Salinas se vio obligado a negociar con la dirección del PAN (algo, de suyo, salu-
dable desde un punto de vista democrático) algunas cuestiones políticas fundamen-
tales. Las largas y difíciles discusiones entre el PAN y el PRI acerca de la reforma
electoral sólo llegaron a su fin a comienzos de 1989, cuando se alcanzó un acuerdo entre
la dirección del PAN y el ministerio del Interior (pero no en el parlamento). Estas
negociaciones condujeron a la creación de la denominada «carta de intención», por
la que el gobierno suscribía las modificaciones de la ley electoral que contemplaba el
PAN. El PRI negó, en primera instancia, la existencia de tal acuerdo, que en las
filas del PAN también dio lugar a conflictos entre facciones 31 . Se cree que a cambio
del apoyo parlamentario panista a las iniciativas políticas del gobierno (que se
encontraron por lo general con el rechazo de la oposición de centro-izquierda), el
gobierno aceptó las victorias electorales del PAN tras negociar con la dirección de
este partido. Así, lo que parece aperturismo democrático es, a la vez, el resultado
de los pactos suscritos entre las elites políticas y entre bloques corporativos. Este
argumento se confirma si nos fijamos en la polvareda que se levantó entre las agru-
paciones locales de priistas por lo que éstos interpretaron como actos de traición de
la elite nacional. En 1989, los miembros del PRI de la Baja California consideraron
que el presidente del partido, Luis Donaldo Colosio, había roto las reglas (oficiosas)
del mismo al reconocer la victoria del candidato panista en las elecciones a gober-
nador, Ernesto Ruffo, cuando ellos ya habían anunciado la victoria del PRI ". El
presidente municipal de Mérida (Yucatán) fue depuesto en 1993 quince días
después de hacerse cargo de su puesto. En medio de las protestas de fraude y en un
claro intento por resaltar los esfuerzos democratizadores de México poco antes de la
entrada en vigor del NAFTA, se decidió en los despachos gubernamentales de
Ciudad de México que el candidato del PAN, Correa Mena, fuera el nuevo alcalde.
Esta decisión enfureció a los priistas locales, que organizaron una serie de concen-
traciones de protesta ". La conquista de espacios políticos por parte de la oposición
fue, por lo tanto, una transición «elitista y negociada», dirigida en último término al
mantenimiento de las condiciones y los mecanismos que permitían a la elite perma-
necer en el poder en el ámbito nacional 34 .
La política mantenida hacia la oposición no sólo dependía de los pactos entre las
elites sino que también era selectiva ". Mientras el PAN y Salinas dialogaban, el
17
258 WIL PANSTERS
PRD tenía que hacer frente a las viejas estrategias del PRI y de los grupos locales y
regionales de poder. Los casos de Michoacán y Guerrero, y más tarde los de Nayarit,
Chiapas y Tabasco, demuestran que el régimen aplica criterios diferentes a cada opo-
sitor político. Esta situación de ambivalencia concede veracidad a la hipótesis de
que aunque se está consolidando cierta forma de legitimidad electoral en algunas
regiones mexicanas, en general, el resultado de los comicios sigue dependiendo
de los pactos políticos. Durante la presidencia de Salinas, la lógica democrática de la
legitimidad electoral, que presupone la ocupación de un cargo únicamente en virtud
de los sufragios emitidos por los ciudadanos, seguía subordinada a la lógica de
los pactos entre los diferentes actores políticos. No es ninguna sorpresa que el
único partido opositor capaz de capitalizar sus resultados electorales haya sido el úni-
co dispuesto a alcanzar acuerdos en temas de gran importancia para el régimen. Este
argumento no pretende subestimar los esfuerzos organizativos y electorales del PAN
o el índice de apoyo popular obtenido por este partido, como tampoco sobrevalora
los resultados electorales ni el grado de seguimiento del PRD. Solamente indica que
en la trastienda del acceso de la oposición al poder se están llevando a cabo pactos
silenciosos, unas prácticas políticas que probablemente estén teniendo lugar en
los despachos del ministerio del Interior en la Ciudad de México.
La disputa electoral de San Luis Potosí, en 1991, puede arrojar más luz sobre este
particular. Allí, ni el PAN ni el PRD salieron victoriosos, sino un verdadero movi-
miento político regional, el Frente Cívico Potosino, liderado por Salvador Nava. Las
elecciones a gobernador de 1991 en San Luis Potosí y el estado vecino de Guanajua-
to coincidieron con las importantes elecciones parlamentarias intermedias (a la mitad
del sexenio presidencial). En San Luis Potosí, los comicios confrontaron al priista
Fausto Zapata con el anciano y prestigioso Nava, que había logrado crear una excep-
cional coalición con el PRD, el PAN y el PDM. Las elecciones se vieron salpicadas
por distintas formas de fraude, y la inscripción de votantes estuvo condicionada por
fuertes intereses partidistas. San Luis Potosí es un ejemplo claro de un estado en el
que las principales áreas urbanas están dominadas por la oposición, mientras que las
zonas rurales más atrasadas, sobre todo la Huasteca, votan al PRI. Como era de
suponer, los bastiones del PRI registraron, con diferencia, el número mayor de ins-
cripciones de votantes. Durante la campaña, el PRI utilizó sus conocidas estrategias
para influir en el sentido del voto: control absoluto de los medios de comunicación
locales, fondos desmesurados para propaganda electoral, acusaciones contra la opo-
sición por incitar a la violencia, etc. El fraude pre-electoral continuó con un fraude
aún mayor durante las propias elecciones 36. Sin embargo, la prensa local declaró
vencedor a Zapata incluso antes de cerrarse los colegios. Aunque había suficientes
pruebas de fraude, Nava se negó a meterse en el laberinto jurídico-electoral y, en su
lugar, organizó un movimiento de resistencia civil.
La tensa situación de San Luis Potosí cobró un inesperado interés cuando el
candidato a gobernador por el PRI en el estado vecino de Guanajuato presentó su
dimisión tras unas elecciones también fraudulentas y un panista asumió el puesto con
interinidad. Dado que el gobierno federal se mostraba dispuesto o se veía forzado a
36 Un informe de dos organizaciones independientes, que observaron las elecciones en 75o cole-
gios electorales, concluía que en más de la mitad de los colegios se había producido algún tipo de irregu-
laridad. Citado en Aziz, «San Luis Potosí», pág. t;.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLITICO EN MÉXICO 2 59
analista, Salinas no hubiera podido llegar a presidente sin ella ". Tras estas eleccio-
nes, comenzaron los preparativos para una nueva reforma, que el parlamento
aprobó en 199o. Pese a que se produjeron algunos avances, como el aumento de la
financiación de los partidos y una mayor regulación del acceso partidista a los medios
de comunicación de masa, el Código Federal de Instituciones y Procedimientos Elec-
torales contenía muchas cláusulas que salvaguardaban el control presidencial y
priista del proceso electoral: la cláusula de gobernabilidad fue modificada pero no
eliminada; los miembros del Tribunal Federal Electoral se elegían a partir de una lis-
ta elaborada por el presidente; el Instituto Federal Electoral estaba controlado por
personas nombradas por el presidente y por delegados priistas; y los miembros de las
mesas electorales eran elegidos por los presidentes de distrito, quienes, a su vez,
dependían de un aparato burocrático controlado desde las instancias federales. Como
respuesta al aumento de alternativas políticas, el régimen introdujo una aparente
liberalización de las leyes electorales, que, sin embargo, no consistía sino en una
mayor sofisticación legislativa con el fin de reforzar «los mecanismos de seguridad
del sistema para mantener controlados los resultados electorales y garantizar al PRI
la presidencia y una mayoría en la Cámara de Diputados» 4° En 1996, después de
.
CORPORATIVISMO
39 Gómez Tagle, «Electoral Reform», pág. 80. Otro análisis excelente y detallado de la reforma
electoral de 1986 es el de Emilio Krieger, «Derecho electoral».
40 Gómez Tagle, «Electoral Reform», pág. 86.
41 Cansino, Construir la democracia, págs. 191-192.
42 Hurtado, «Características», pág. 13 3.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 261
Pero cuando el gobierno se dispuso a reformar el partido, algo que hubiera tenido
consecuencias institucionales a corto y largo plazo, sobre todo con respecto a la
función política del movimiento sindical organizado, la firmeza y la visión de futu-
ro dejaron lugar a las medias tintas y al pragmatismo.
Durante años, el pacto corporativista había cumplido dos funciones primordia-
les: en primer lugar, la de organizar el apoyo (electoral) para el partido en el poder a
cambio de la distribución de bienes y servicios a las capas populares; y, en segundo
lugar, la de asegurar la estabilidad económica a lo largo del periodo de industriali-
zación acelerada, en particular durante la crisis económica de los años ochenta. A
finales de esta década, se hacía patente que las organizaciones corporativistas esta-
ban fracasando en ambos aspectos, a lo que la elite en el poder respondió con cier-
tas iniciativas reformistas destinadas a reestructurar las relaciones entre el Estado, los
sectores corporativistas, el partido gubernativo, la economía y el ámbito electoral.
En 1989, el presidente del PRI, Luis Donaldo Colosio, señaló que para mantener la
fuerza electoral de su partido, los dirigentes no podían depender ya (únicamente) de
las agrupaciones corporativistas. En su lugar, había que establecer una relación más
directa entre el partido y los ciudadanos (en tanto que individuos)". El contacto con
estos últimos se organizó a través de una versión remozada de la estructura territo-
rial del partido, lo que convirtió al Sector Popular del PRI en el principal campo de
pruebas. Pero al final el proyecto fracasó. Tras unas décadas de cambio organizativo,
el Sector Popular, ahora denominado Federación Nacional de Organizaciones y
Ciudadanos, ha vuelto a la estructura básica de 1988, aunque con una burocracia
aligerada. Las prácticas políticas han continuado igual, pero los conflictos entre
modernizadores y tradicionalistas en el interior del partido se han agudizado 45 .
Mientras que, por lo general, los experimentos a los que fue sometido el Sector
Popular estaban orientados a la captación de votos y el acceso a nuevas circunscrip-
ciones, la clase trabajadora se convirtió en un objetivo prioritario por su impor-
tancia económica. La reestructuración de la economía y el sector industrial requería
una mayor efectividad, productividad y flexibilidad. Esto fomentó las privatiza-
ciones y la rescisión de los contratos laborales colectivos como soluciones más comu-
nes, algo que entraba en conflicto con la burocracia corporativista tradicional 46. Si
la elite tecnocrática gobernante quería continuar su proyecto de reestructuración
económica, parecía fundamental limitar el ascendiente político del sindicalismo den-
tro del partido. La reorganización de los sectores corporativistas se discutió en la
XIV Asamblea General del PRI en 199o, donde quedó claro que el sector sindical
no accedería a quitarse de en medio para facilitar los cambios organizativos. La CTM
amenazó con boicotear el congreso si sólo se le concedía el 8% de los delegados
EL HORIZONTE TEMPORAL
supuso una ruptura comparable con la retirada de los generales del poder en Sud-
américa, como tampoco se puede comparar con los dramáticos acontecimientos
que pusieron término a la guerra civil en Centroamérica. En España, el pistoletazo
de salida de la transición fue la muerte del caudillo yen Filipinas, el derrocamiento de
la dictadura. En el caso de México, no hay una opinión unánime sobre la delimita-
ción temporal. Según Cisneros, no se trata de un asunto meramente académico por-
que afecta directamente a nuestra interpretación del fenómeno de la liberalización
política y la transición ". Afortunadamente, el reciente proceso político mexicano
dispone de otros hitos para localizar el comienzo liberalizador. En un artículo ante-
rior a las espectaculares elecciones de 1988, Kevin Middlebrook situaba el arranque
del proceso de liberalización democrática en la iniciativa de reforma política del
gobierno de López Portillo entre 1977 y 1978. Esta reforma facilitaba la inscripción
de partidos opositores y, en general, ampliaba los cauces de movilización y repre-
sentación política. Se trataba también de la respuesta del gobierno y el partido
gubernativo a una serie de elementos que mermaban la capacidad y legitimación
del PRI. Aunque los efectos generales de este proceso de liberalización política fue-
ron limitados, según Middlebrook, esto «marcó un importante punto de partida
para la política mexicana» 5 3 .
En el contexto de lo que en ocasiones parece una búsqueda neurótica del
comienzo de la supuesta transición política mexicana, se ha propuesto repetidamen-
te el año 1968 como un importantísimo punto de inflexión. Según estos argumentos,
el movimiento estudiantil (con el apoyo implícito de la clase media) constituyó la pri-
mera forma de contestación abierta al sistema de gobierno de partido único. Las
demandas de una mayor participación ciudadana y de transparencia y responsabi-
lidad política por parte del gobierno plantearon un conflicto acerca de la dirección
política de la sociedad mexicana. Se trataba de un movimiento que iba mucho más
allá de las cuestiones de autonomía universitaria y que buscaba potenciar un ejerci-
cio de la ciudadanía más efectivo. Aunque el turbulento verano de 1968 acabó con
una brutal represión, sus efectos a largo plazo son tan profundos que existe, «entre
esta experiencia [1968] y la eclosión electoralista que desde julio de 1988 preten-
de poner fin a la hegemonía del partido oficial, una línea de continuidad» 54 Estas
.
56 Después de la elección de Cárdenas como alcalde de Ciudad de México, es posible que algunos
autores establezcan 1997 como el «verdadero» punto de partida de la transición.
57 Cisneros, «Modelos», págs. 75 76.
-
58 O'Donnell y Schmitter, Transiciones: Conclusiones tentativas, pág. 19. Pérez Correa afirma que en
México no hay, en realidad, necesidad de transición (democrática) ya que si hubiera una definición
amplia de democracia que fuera de aplicación a las esferas social, económica, cultural y política, México
llevaría tiempo atravesando un prolongado proceso de «democratización gradual y sostenida». Véase
Pérez Correa, «Reflexiones». Espero poder demostrar más adelante por qué no estoy de acuerdo con esta
interpretación.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 265
monopolizó los medios de comunicación de masas, creando de ese modo serios pro-
blemas para los directores de campaña de este último. Cuando Colosio murió asesi-
nado unos meses más tarde, las tensiones entre Camacho y los líderes del partido
alcanzaron un grado desconocido. Durante el entierro de Colosio, Camacho estu-
vo a punto de sufrir el ataque (físico) de una multitud de priístas enfurecidos. En
esos momentos, abundaban los rumores acerca de su posible participación en el ase-
sinato e incluso en la revuelta de Chiapas. Al haber roto voluntariamente las reglas
informales del juego de poder, y haber intentado sobrevivir a su derrota en la can-
didatura presidencial, Camacho recibió su acta de defunción política con la muerte
de Colosio 59 .
La articulación de «intermediarios de poder» por medio de sofisticadas redes
personalistas es uno de los factores que mejor pueden explicar la falta de indepen-
dencia de los órganos legislativo y judicial, un elemento fundamental del autorita-
rismo mexicano. Los puestos clave dentro de estas instituciones (magistrados, líder
de la mayoría parlamentaria, presidentes de comités parlamentarios importantes)
recaen casi siempre en personas nombradas directamente por el presidente o con la
mediación del partido gubernamental. En ambos casos, pertenecen a los círculos de
la «familia revolucionaria». La metáfora familiar es importante aquí porque se refie-
re a un universo en el que las relaciones políticas están reguladas por el parentesco
(real o no), la amistad y las relaciones personales 6° . La lealtad personal al líder de
la camarilla o al presidente mismo, y no (necesariamente) el impersonal trabajo buro-
crático, constituyen la esencia de estas relaciones. Esto no quiere decir que la gestión
administrativa o burocrática sea irrelevante, sino simplemente una función del cum-
plimiento de las lealtades personales. Eficiente es quien lleva a cabo un trabajo que le
ha delegado su superior sin causar ningún problema político para éste, su camarilla
o facción. Si el éxito de dicha misión supone alguna vez tener que hacer algo en el
límite de la ley, o incluso fuera de ella, el funcionario puede estar seguro de que
contará con la protección de su superior. Las relaciones de lealtad personal, por lo
tanto, están basadas en último término en la reciprocidad y la confianza mutua, una
presuposición que permite a las personas mantener operaciones de intercambio en
circunstancias inciertas, cambiantes y extremas 61 .
Si las camarillas son un vehículo importante de cohesión para el régimen en el
vértice superior de la pirámide, los mecanismos que las vinculan con los órdenes
inferiores de la jerarquía social, desde la fábrica hasta el ejido y el mercado, son el
clientelismo y la «intermediación». Como mecanismo de intercambio entre personas
de diferente posición social, el clientelismo o patronazgo ha funcionado siempre en
México en circunstancias muy diversas desde un punto de vista histórico y social.
Tanto si el intercambio se producía en los años treinta entre un funcionario del
Departamento Agrario y campesinos pobres, entre pobladores urbanos y un res-
ponsable de distrito del partido gobernante en Chalco, como si lo hacía entre un
rector de universidad y sus estudiantes, en todos los casos se trataba de relaciones de
5 9 Véase el interesante —aunque parcial— relato de estos acontecimientos, en Márquez, Por que'per-
dió Camatbo.
6o Los acontecimientos de los últimos meses de gobierno de Salinas de Gortari, en los que se vio
involucrada su familia (y, en particular, su hermano Raúl y su antiguo cuñado, Ruiz Massieu) dieron ala
metáfora de la «familia revolucionaria» un nuevo sentido, más prosaico y literal.
61 Roniger, Hierarsty and Trust, pág. lo.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 267
La idea de que la lógica personalista forma parte del engranaje cotidiano del sis-
tema político no es algo exclusivo de México. Pero el hecho de que el sistema políti-
co autoritario de México esté tan centralizado, el poder tan concentrado en la
presidencia en perjuicio de las otras divisiones del poder, y que los grupos organi-
zados dominantes participen en el partido gubernativo, o estén vinculados de algún
modo a él, hace de México un país especialmente susceptible a la dinámica y las
características de la lógica personalista. Esto tiene importantes efectos en los discur-
sos de la modernización y la transición democrática. El sesgo institucionalista de
estos discursos arroja luz sobre la necesidad de que se produzcan determinados cam-
bios de carácter legal e institucional para poder construir una sociedad más plural,
abierta y democrática. Pero si así se ignora el fenómeno político de las camarillas, será
difícil lograr el objetivo democrático por completo. La efectividad del cambio y
la reforma institucional dependen tanto de los procesos socioeconómicos como
de los códigos culturales que regulan el universo de lealtades primordiales. La
pobreza de una gran parte del debate actual sobre la transición reside precisamen-
te en limitar la noción de democracia al ámbito de las elecciones y calibrar «la salud
moral de la nación únicamente teniendo en cuenta si las últimas elecciones fueron
justas y "transparentes"» 69.
A lo largo de la historia post-revolucionaria de México, el funcionamiento del
sistema político, de la economía y del repertorio cultural personalista ha conseguido
crear cierta forma estable de articulación (autoritaria). La política de camarillas se
infiltró en la burocracia del Estado, pero el ritmo electoral y el principio de «no
reelección» se ocupó de que hubiera una circulación continua de la elite, aunque
siempre dentro de los confines del partido gobernante. La latitud ideológica del
PRI permitió que se produjeran cambios pendulares de orientación en la acción polí-
tica, lo que hizo posible que los diferentes grupos y sectores adquirieran cierto
67 Guillén López, «Social Basis», pág. z5 5. Véase también su artículo «Political Culture».
68 Véase Guillén López, «Political Culture».
69 Craske, «Dismantling or Retrenchment?», pág. 90.
TRANSICIÓN Y VIOLENCIA. REFLEXIONES SOBRE EL CAMBIO POLÍTICO EN MÉXICO 269
7o En este sentido, sería interesante comparar los casos de México y Perú. Véase Mallon, Peasant
and Nation.
71 Véase Hernández Rodríguez, «Difícil transición», págs. 245-249.
270 WIL PANSTERS
nes como una prueba de legitimidad tanto interna como externa, pero éstas acabaron
causando aún más inestabilidad ".
Aunque la violencia relacionada con las disputas electorales parecía limitarse
a este ámbito, el levantamiento zapatista de Chiapas en enero de 1994 la proyectó a
toda la esfera nacional. En el espacio de este capítulo resulta imposible buscar los orí-
genes y antecedentes de esta revuelta (véase el capítulo 4 de este volumen). Sirva
decir aquí que el EZLN fue el primer movimiento armado de oposición desde los
años setenta. La lucha entre el EZLN y el ejército y la policía fue particularmente
virulenta durante las primeras semanas del conflicto. Tras el anuncio de un alto el
fuego, los enfrentamientos directos dejaron paso a otras formas de violencia más
encubiertas en zonas remotas del área bélica. En junio de 1996, otro movimiento
guerrillero armado, el Ejército Popular Revolucionario (EPR), se dio a conocer por
primera vez en público durante un encuentro en el estado de Guerrero para conme-
morar la masacre de diecisiete campesinos ocurrida el año anterior. Menos de dos
meses más tarde, el EPR llevó a cabo incursiones violentas en seis estados diferentes,
causando la muerte a diferentes personas 74 . El régimen respondió con «toda la
fuerza del Estado», lo que condujo a la militarización de una gran parte de los
estados del sureste 75 .
Unos meses después del comienzo de la rebelión zapatista, tuvo lugar otro acon-
tecimiento que conmocionó México. El asesinato del candidato a la presidencia por
el PRI, Luis Donaldo Colosio, el 23 de marzo de 1994, hizo temblar todo el sistema
político. Lo que es más importante, produjo una sensación entre la elite en el poder
y la sociedad en general de que la violencia podía poner en peligro la estabilidad ins-
titucional. En el interior del PRI, el asesinato creó graves tensiones porque las alian-
zas de grupos personalistas que se acababan de consolidar en torno a la candidatura
de Colosio se desintegraron rápidamente. La nominación de Ernesto Zedillo como
nuevo candidato oficial requirió ciertos ajustes y produjo en ocasiones duras dispu-
tas faccionarias en distintos escalones de la jerarquía política 76. Aunque se detuvo
inmediatamente al asesino (una sola persona) en la escena del crimen, en Tijuana, los
rumores sobre la existencia de una conspiración circularon rápidamente. En esta
coyuntura crítica, todo parecía posible: desde una reanudación del conflicto armado
en Chiapas y la escisión de un grupo del PRI encabezado por el antiguo aspirante
presidencial, Manuel Camacho Solís, hasta un golpe militar en el que Salinas decla-
rara un estado de emergencia que le permitiera posponer las elecciones. Aunque no
se llegó a producir ninguna de estas situaciones, los sucesos del momento crearon
una sensación generalizada de inseguridad y miedo. En junio de 1994, la direc-
ción zapatista declaraba que el EZLN no estaba dispuesta a firmar los acuerdos pro-
visionales con el gobierno. Estos acontecimientos, y el sentimiento tan extendido de
inseguridad e inestabilidad que generaron, hicieron que se recordaran las elecciones
presidenciales de agosto de 1994 como «las elecciones del miedo».
Un mes después de las elecciones, el secretario general del PRI, José Francisco
Ruiz Massieu, fue asesinado en el centro de Ciudad de México. En este caso quedó
claro desde el principio que el asesinato guardaba relación con las duras disputas
entre facciones y el núcleo duro de la elite en el poder ". Como tal, la muerte de Ruiz
Massieu pone de manifiesto las fallas del sistema tradicional de regulación de con-
flictos. Además, el carácter cada vez más violento e intransigente de la política de
camarillas en el interior de la administración y del partido gubernativo socavó la cre-
dibilidad de las instituciones del país, lo que se agravó cuando las investigaciones
judiciales sobre los casos de Colosio y Ruiz Massieu derivaron en luchas, imputa-
ciones y corrupción política. Los posteriores asesinatos y desapariciones de personas
relacionadas de algún modo con estos casos, la reiterada destitución de los magis-
trados encargados de las investigaciones y las sospechosas actuaciones de la familia
de Salinas han intensificado la imagen típica de la política mexicana como un cule-
brón de sangre y corrupción, una simpática imagen caricaturesca en la que, sin
embargo, mejor es no confiar.
La desconfianza en las instituciones gubernamentales, y especialmente en cuan-
to al mantenimiento de la ley, se generalizó en diciembre de 1994 con la crisis del
peso, que hundió al país en una depresión económica, social y moral. Las conse-
cuencias económicas para la mayoría de los mexicanos fueron terribles. La des-
orientación y el descrédito de las organizaciones políticas y corporativistas y la
incapacidad de las fuerzas de la ley para hacer frente a los casos más sonados de
corrupción y crimen extendieron entre la clase media y popular un sentimiento
de frustración y de incertidumbre sobre su futuro económico y su seguridad, lo que
les puso en pie de guerra contra la elite gobernante, y muy en particular contra el clan
de los Salinas. Aunque se suele decir que es difícil establecer una relación causal
entre la crisis económica y la violencia, los acontecimientos de los últimos años en
México han supuesto, sin lugar a dudas, un aumento de las diferentes formas de vio-
lencia no organizada, en particular en las grandes ciudades. Los asaltos y robos a
mano armada, secuestros y otros muchos delitos de guante blanco se han converti-
do en algo cotidiano para muchos mexicanos. También se ha incrementado el núme-
ro de incidentes en los que ciudadanos corrientes deciden tomarse la ley por su
cuenta, lo que parece ser el resultado de una situación generalizada de crispación,
frustración y desconfianza hacia la policía y los jueces. Desde 1993 se han producido
unos 25o casos de linchamientos populares. Recientemente, un miembro de la Cor-
te Suprema de Justicia ha subrayado la gravedad de estos hechos declarando por
sorpresa que «es un claro signo de que no hay estado de derecho» 7i. De una manera
APUNTES FINALES
1 11
274 W1L PANSTERS
ser indicativo de cómo están contribuyendo hoy en día las cada vez más violentas
fuerzas de la política de camarillas en el desmoronamiento de las estructuras institu-
cionales mediante un proceso de asimilación y desestabilización. El uso a discreción
de la ley y de la violencia siempre fue inherente a la lógica personalista, pero en la
actualidad tiende a subvertir el marco institucional. La alteración de importantes sec-
ciones del sistema político y socioeconómico fomenta, a la vez, diferentes formas de
violencia y desbarata los mecanismos que podrían contrarrestarla. En un país como
Chile, los debates y las medidas políticas en pro de la transición deben incorporar las
maneras en las que la violencia y el miedo asociado a los regímenes pasados pueden
ser controlados (véase el capítulo 8 de este volumen). En México, los procesos dirigi-
dos al reordenamiento de las estructuras políticas e institucionales han generado nue-
vas formas de violencia y miedo. En 1994, el antiguo aspirante a presidente, Manuel
Camacho Solís, enumeraba dos opciones de estabilidad para México. La primera
supondría el reconocimiento de los problemas básicos, distintas formas de evalua-
ción, la participación de nuevos agentes políticos y la construcción de nuevas alian-
zas. La otra opción, que reflejaba más fielmente la situación de México en ese
momento, significaba, entre otras cosas, «mantener temor en la sociedad para
que vea, en cualquier cambio o movimiento, un riesgo de tranquilidad y a su patri-
monio. Ése es un camino. Ha funcionado y puede funcionar durante algún tiempo,
¿cuánto?, ¿para qué?, ¿con qué consecuencias para México?» 87.
UN PAÍS A LA DERIVA:
CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA
Gert Oostindie
EL OCASO DE LA REVOLUCIÓN
Para un análisis más detallado del periodo revolucionario, véanse Eckstein, Rack from tbe Futu-
re; Pérez-Stable, Criban Revolution; y Bengelsdorf, Probless of Densoera. Las obras de Oppenheimer, Cas-
tro's Final Hour, y de Fogel y Rosenthal, Fin de Sikk, ofrecen una excelente crónica periodística de la
situación a principios de los noventa. Entre los estudios académicos más destacados sobre este periodo se
encuentran el de Baloyra y Morris, Conflict and Change; el de Domínguez, Cuba: Order and Revolution; el
de Mesa Lago, Cuba alter the Cold War; y el de Pérez-López, Cuba ata Crossroads.
UN PAÍS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 2 77
En cualquier caso, en un momento dado comenzó a ser cada vez menos impor-
tante hacer balance de los logros de la Revolución cubana, pues los hechos tomaron
la delantera. La política estatal, basada en buena medida en el modelo soviético, no
había conseguido aún en 1970 diversificar la economía de modo significativo. El
azúcar seguía siendo el producto principal, y la relación de dependencia que se
estableció con respecto al bloque del Este llegaba a los extremos de la que anterior-
mente se había mantenido con los Estados Unidos. Las diversas políticas económi-
cas instrumentadas a partir de 1959 se caracterizaron por una reducida producción y
una mala distribución, y por una escasez crónica de bienes de consumo. Ya durante
el periodo de 1986 a 199o, con anterioridad a la desintegración del bloque soviético,
Cuba había comenzado a experimentar un crecimiento económico negativo.
Una vez cesó el apoyo que el Este de Europa había proporcionado a lo que se
había considerado un ejemplo del modelo soviético, no procedía seguir haciendo
balance de los pros y los contras. En pocos meses, excepto para los incondicionales
se hizo evidente que muchos de los logros de la revolución habían sido financia-
dos por el bloque socialista. Cuando se retiraron las ayudas recibidas, quedaron al des-
cubierto la debilidad e ineficacia palmarias de la economía planificada cubana. Hacia
1995, el volumen de la economía se había reducido a la mitad del de 1989, y a pesar de
las actuales tasas de crecimiento, aparentemente asombrosas, el ritmo al que está
produciéndose la recuperación es, en realidad, de una lentitud espantosa.
DECLIVE ECONÓMICO
inversores extranjeros que Cuba está tratando de atraer por todos los medios, y a su
vez si éstos lograrán solucionar, o al menos aliviar, la crisis en un plazo relativamen-
te breve. De todos modos, hay signos de que las reformas están teniendo cierto
éxito. En 1995, las tasas de crecimiento económico indicaban una pequeña recupe-
ración, y en enero de 1997 el régimen anunció una previsión para la tasa de creci-
miento anual de casi un 8%. En cualquier caso, está por ver si las reformas y el
consiguiente crecimiento serán suficientes para calmar el malestar del pueblo.
La introducción de una «economía del dólar» paralela junto con una serie de
medidas que se asemejan a las de una economía de mercado ha conducido inevita-
blemente a la creación de una doble economía y a la división de la población entre
ricos y pobres. Quienes consiguen operar en el sector «capitalista» corren mucha
mejor suerte. Pocos siguen poniendo en duda la necesidad de ampliar las actividades
orientadas a una economía de mercado, y poquísimos los que no participan en el
sector semiclandestino extraoficial. En cualquier caso, el desarrollo de esta doble
economía suscita el lógico resentimiento de quienes constituyen todavía una mayo-
ría, que han ido acumulando más y más pérdidas desde 1989, sin que por otra parte
haya habido otras mejoras que las contrarresten.
¿Quién se beneficia de la apertura económica? Los que tienen acceso al dólar, ya
por tener familiares en el extranjero, ya por participar en esa «economía del dólar» que
se da en Cuba. Quienes conozcan la isla estarán familiarizados con la inmensa gama
de servicios legales, semiclandestinos e ilícitos que ofrecen los cubanos para hacerse
con los dólares del turismo. Menos visible es la actuación de las organizaciones esta-
tales, como el ejército cubano, que actualmente operan en estos mercados.
DISIDENCIA Y REPRESIÓN
infringiendo la ley puede llevar a muchos cubanos a tomar conciencia de que el con-
trol del Estado no es en último extremo omnipotente.
Claramente, ésta es una de las conclusiones que puede extraerse de los incidentes
de 1994 y de la crisis de los balseros. La reacción del Estado ante el mercado negro
ha sido pragmática, y se ha optado por legalizar las actividades de los ciudadanos
(para así controlarlas y gravarlas) en lugar de establecer normas obsoletas desde el
primer momento. Por el contrario, la reacción ante la disidencia política se ha carac-
terizado por todo menos por la flexibilidad. A pesar del creciente descontento que
origina la inexistencia de libertad política, es mínima la voluntad del gobierno de libe-
ralizar la actividad política. Sigue predominando el estilo totalitario. Puede que la
violencia no llegue a los extremos de otros regímenes autoritarios del mundo, pero
se mantiene una rigurosa vigilancia sobre todo tipo de instituciones que puedan ser
independientes como las iglesias, las universidades y los centros culturales. Lo mis-
mo ocurre con los individuos que tratan de formar partidos políticos o sindicatos
independientes. La oposición no encuentra espacio para organizarse, como pudo
comprobar la que iba a ser su plataforma, el Concilio Cubano, cuando se suspendió
en el último momento su asamblea pública en el culmen de la crisis desatada en 1996
por el incidente acontecido a los Hermanos al Rescate.
El régimen está sufriendo los efectos de una dicotomía que él mismo ha impues-
to. Por un lado, no hay voluntad de acabar con un sistema que no sólo favorece a las
elites confiriéndoles numerosas prerrogativas y considerable autoridad, sino que
además ha logrado con los años que gran parte de la población se sienta psicoló-
gicamente identificada con sus ideas. Por otro, las propias elites temen que, tan
pronto como se vea remitir la represión y se produzca una verdadera apertura polí-
tica, inexorablemente sobrevendrá la caída de los líderes actuales y del sistema que
representan. La historia reciente del bloque del Este da pie a pensar que estos miedos
no son infundados.
LA CRISIS INTERNA
con América Latina y el Caribe —y con la «crisis en el interior de las ciudades» de los
Estados Unidos, o con las minorías de origen caribeño en Europa— la lista de pro-
blemas le resultará penosamente familiar: embarazos de adolescentes, matrimonios
tempranos, una proporción de divorcios elevada, familias monoparentales o a cargo
de la mujer, etc. Al parecer, la revolución no ha tenido más éxito que otros sistemas
sociales. Ya por 198 7, personajes como Vilma Espín, presidenta de la Federación de
Mujeres Cubanas (además de esposa de Raúl Castro), deploraban abiertamente el
hedonismo y la falta de responsabilidad y de espíritu revolucionario de las genera-
ciones más jóvenes 3 .
Ciertamente, cabe preguntarse si tiene sentido hablar del machismo como un fenó-
meno anterior a la revolución, y no como una característica profundamente arraiga-
da en la sociedad cubana (y latinoamericana). En cualquier caso, se diría que la
revolución no ha conseguido acabar con este fantasma. Es más, todo parece indicar
que, en la situación actual, los rigores de la crisis están afectando más a las mujeres que
a los varones. Así lo manifiestan muchas cubanas, y a juzgar por ciertos detalles
se diría que no les falta razón. Por ejemplo, en relación con la situación que actual-
mente atraviesan las cubanas, no parece ser del todo anecdótico el hecho de que
entre los balseros de 1994 el grupo más numeroso estuviera compuesto por varones
jóvenes que viajaban solos, en muchos casos dejando mujer o novia e hijos en la
isla. Igualmente, es significativo que muchas de las jóvenes que trabajan como jine-
teras en las playas de La Habana o de Varadero tengan que sacar adelante a sus hijos
solas porque ya no cuentan con la ayuda del padre, si es que alguna vez la tuvieron.
EL RESURGIR DE LA «RAZA»
Cf. Smith y Padula, «Cuban Family», pág. 182. Sobre la cultura de los jóvenes cubanos, véase
también el artículo de Fernández titulado «Youth».
4 Para más información, véase Moore, Castro, tbe Blacks ami Africa, pág. 28.
28 4 GERT OOSTINDIE
5 Véase especialmente la obra Castro, the Blacks and Africa, escrita por el exiliado afrocubano Car-
los Moore. Como no era de extrañar, sus polémicos trabajos y opiniones han provocado un acalorado
debate tanto entre los defensores del régimen como entre los anticastristas. En una breve introducción
al libro, Domínguez recalca algunos de los argumentos de Moore, pero sus propias opiniones son
más comedidas (Cf. Domínguez, Cuba: Order and Revolution, págs. 7-8, 224-225, 483 485). En Brock y
-
Cunningham, «Race», pueden encontrarse severas críticas. Alejandro de la Fuente evalúa con deteni-
miento y con mucha prudencia los avances materiales conseguidos por los cubanos negros durante la
revolución. Véase Fuente, «Race and Inequality»; Cf. Knight, «Ethniciry».
6 Cf. la referencia retórica a un pasado «compartido» de esclavitud en el discurso que Castro diri-
gió a Nelson Mandela en Matanzas (Mandela y Castro, How Far We Slave: Have Come!). Sobre la trascen-
dencia política del reconocimiento oficial de las religiones afrocubanas, véanse Moore, Castro, the Blacles
and Africa, págs. 345-345; Oppenheimer, Castrds Final Hour, págs. 337 355.
-
UN PAIS A LA DERIVA: CRISIS Y TRANSICIÓN EN CUBA 28 5
santeros despliegan toda su parafernalia en las calles y logran congregar a grupos bas-
tante numerosos, en los que cada vez son más los blancos. Del mismo modo, de La
Habana a Santiago de Cuba, las instituciones académicas han terminado por aceptar
las religiones afrocubanas como legítimos objetos de estudio.
Hasta cierto punto, este cambio espectacular en la política seguida trasluce la cre-
ciente necesidad que siente la elite dirigente de encontrar el apoyo espiritual que
precisa para hacer frente a la crisis actual. De hecho, se rumorea que entre los
creyentes se encuentran figuras tan sobresalientes como Raúl Castro. En cual-
quier caso, también pueden buscarse motivos menos altruistas para justificar esta
liberalización repentina de las religiones afrocubanas. Aunque pueda parecer tri-
vial, estos cultos pronto se convirtieron en una fuente de ingresos adicional, muy
lucrativa para la incipiente industria del turismo. Y, fundamentalmente, puesto que
se hacía imposible erradicar estas religiones, no sólo era práctico sino también muy
eficaz dar la vuelta a la situación para garantizar el apoyo afrocubano hacia el régi-
men, que de este modo dejaba entrever, a la vez, que estaba buscando fórmulas para
suavizar el control. En realidad, si se considera desde la perspectiva de la raison déla,
resultaba más conveniente permitir la expansión de unas religiones quizá más esca-
pistas y preocupadas por lo sobrenatural como la santería o el palo monte, apenas
organizadas y jerarquizadas en el nivel nacional y con muy pocos contactos en la
esfera internacional, que tolerar el crecimiento de la Iglesia Católica y su capacidad
de influir subversivamente en el terreno político. No en vano, la Iglesia Católica
ha desempeñado un papel crucial en la transición de diversos países latinoamericanos
y del Este de Europa.
Entretanto, a pesar de la aceptación real o fingida de la cultura afrocubana y del
relativo avance que ha experimentado la comunidad negra cubana en el aspecto
socio-económico, ésta aún coincide mayoritariamente con los estratos inferiores de
la población. Esto podría achacarse a la falta de voluntad del régimen, por no decir
su incapacidad, para poner fin a una situación de parálisis que se remonta décadas,
incluso siglos antes de 19 59. Por ahora, no obstante, basta apostillar que es amarga-
mente irónico que, si bien la comunidad negra ha sido el grupo de población que ha
experimentado, en proporción, el mayor progreso desde 1959, la crisis actual esté
neutralizando los efectos de este avance. Una de las grandes desventajas para la
población afrocubana reside en el hecho de que, comparativamente, las remesas
de dólares que les llegan son muy limitadas, pues éstas provienen fundamentalmen-
te de la comunidad cubanoamericana blanca. Las consecuencias son evidentes. Son
muy numerosos los jóvenes negros entre los que operan en las ramas ilegales de la
economía, incluida la de las jineteras. La raza y el racismo, tradicionalmente temas
tabú, se debaten ahora abiertamente en toda Cuba. Por otra parte, y para desconsue-
lo del régimen, los afrocubanos destacan en número en los círculos disidentes, como
puede ser el Concilio Cubano.
Al mismo tiempo, los cubanos negros son lógicamente a quienes más intranqui-
liza la posible vuelta de la comunidad cubana predominantemente blanca que actual-
mente reside en Miami y en la costa de Florida. Por otro lado, se diría que se está
generando una reacción de animadversión por parte de los blancos. No falta quien
identifica el fracaso de la revolución con los negros cubanos, y en este sentido pue-
den oírse comentarios manifiestamente racistas. «Con todo lo que se les ha ayudado
no han avanzado nada; simplemente no están a la altura». Otros los acusan de estar
286 GERT OOSTINDIE
poder? ¿Cómo puede saberse en un régimen en el que las noticias son, casi por defi-
nición, anecdóticas, y en una atmósfera que tanto se acercaba a la histeria colectiva?
En plena crisis de los balseros, en agosto de 1994, nos encontrábamos filmando
en las playas de Cojímar, al lado de La Habana. Sobre las rocas de la playa se amon-
tonaban las improvisadas lanchas, diferentes cada día. Los que se marchaban, ner-
viosos, muy «machos» ellos, explicaban ante las cámaras de los periodistas llegados
de todo el mundo los motivos que les impulsaban a abandonar el país: «¡Aquí es peor
que en Haití!»'. Se trataba fundamentalmente de varones jóvenes que dejaban a sus
parejas y a sus hijos, «para venir a buscarlos después». La mayoría de los presen-
tes, no obstante, estaba formada por los que decidían quedarse y por los curiosos:
podía notarse la amargura tanto de los balseros como de los que los contemplaban,
ya aprobaran su marcha o no; los enfrentamientos, incluidos los que se producían
entre estos dos grupos; las ganas de expresar públicamente sus opiniones.
Cojímar, junió de 1995: ya no quedan vestigios de lo sucedido el año anterior;
parece como si nunca hubiera pasado nada. Para saber lo que piensa la gente, es
mejor ir a sus casas, donde todavía se explaya sobre lo sucedido. Los familiares y
los vecinos de los tres protagonistas de nuestro documental sobre los balseros del 94
nos cuentan otra vez el final de la historia. Los guardacostas estadounidenses los sor-
prendieron y los llevaron a Guantánamo, donde permanecieron muchos meses. Des-
esperado, uno de ellos escapó de la base y tuvo que ser rescatado de un campo de
minas por la marina cubana, para regresar finalmente en autobús a La Habana.
Amarga ironía. Todo para nada. No quiere hablar. A los otros dos acaban de notifi-
carles que están incluidos en el último grupo al que se le autoriza salir desde Guan-
tánamo con destino a los Estados Unidos. A los que se quedan les embargan
sentimientos contradictorios. Estos hombres no huyeron en vano, pero ya ha pasa-
do casi un año desde que se fueron, dejando a sus mujeres y familiares en una situación
ya de por sí difícil y agravada por su ausencia. Y la posibilidad de que los «acepten»
es incierta. Cada vez es mayor la cantidad que Cuba les reclama a los que se van.
Además, ya han tocado a su fin los tiempos en que los Estados Unidos recibían a los
inmigrantes cubanos con los brazos abiertos, y ya ha pasado el momento en el que
los recién llegados de la isla encontraban con facilidad un trabajo relativamente bien
remunerado. También son inciertas las esperanzas que albergan los que se quedan de
volver a ver a sus balseros. En nuestra opinión las posibilidades son aún más escasas,
aunque mejor es no decírselo.
LA HABANA VIEJA
Así las cosas, Cuba se encuentra aún en la víspera de un futuro desconocido que,
aplazado una y otra vez, no acaba de materializarse. La Habana: una ciudad plagada de
escaseces, que quizá a ojos del visitante puedan resultar curiosas o suscitar la melan-
colía, pero que han pasado a ser, para los cubanos, deprimentes e incluso ofensivas.
Una estampa más. Un limpiabotas está sentado en el descansillo de unas oscuras
escaleras en el centro histórico de la ciudad. Éste no es un fenómeno inusual en los paí-
ses vecinos, pero es bastante sorprendente en Cuba. Hasta hace poco no estaba
7 Lo que, en mi opinión, no era cierto. Pero ¿qué sentido tenía decirlo en ese momento?
288 bERT OOSTINDI E
8 Para un análisis exhaustivo de la trascendencia de los casos del Este de Europa, véase la compi-
lación editada por Mesa-Lago, Cuba after tbe Cold War, especialmente los artículos de Linden, «A nalogies»
y de Mesa-Lago y Fabian, «Analogies». Véase también Radu, «Cuba's transition».
19
290 GERT OOSTINDI E
aún la clave de una transición más apacible, pero ¿tiene posibilidades, e incluso la
voluntad de propiciada? Llegados a este punto, parece que sobre el régimen cubano
se ciernen más oscuridad y enigmas que en el caso de Europa del Este.
Quizás en el pasado resultara eficaz la fórmula compuesta por el carisma de Cas-
tro, el comunismo y la cubanidad. Pero actualmente es dificil no atribuir a la represión
lo infrecuente que resulta oír o leer el lema «¡abajo Fidel!». En este sentido, por tan-
to, Cuba es una sociedad del miedo como lo pueden ser las que sufren el azote del
sabotaje y la ilegalidad. En cualquier caso, por supuesto, sigue siendo cierto que
el futuro inmediato depende en gran medida de la voluntad de Fidel Castro.
9 Cf. O'Donnell y Schmitter, Transiciones: Perspectivas comparadas. Sobre el caso cubano, véanse las
obras citadas en la nota n 9 . 1; Schulz, Cuba and tbe Future, y Smith, «Cuba's Long Reform».
lo Véase Oppenheimer, Castro's Final Hour, y Fogel y Rosenthal, Fin de Siécle.
292 GERT OOSTINDI E
las únicas alternativas para que Castro cese en sus funciones sean que se encuentre
físicamente incapaz de hacerlo o que se vea obligado a marcharse. Ninguna de las dos
parece previsible a corto plazo.
Junto a la posibilidad de que la transición se desarrolle progresivamente, surge
la de un desenlace forzado. Se producirían otra vez graves disturbios que degenera-
rían en una sublevación popular, que en último extremo obligaría al ejército y a la
policía a definir su posición. Como consecuencia, nos encontraríamos bien ante
una dura represión destinada a recuperar el control, bien con la caída del régimen. En
el primer caso, cobraría fuerza de nuevo la hipótesis de una intervención externa, que
previsiblemente se saldaría con un importante derramamiento de sangre. En el
segundo, el de la caída del régimen, se daría paso al caos y la anarquía, al menos
durante un tiempo —de nuevo, un planteamiento poco seductor—. Esperemos que
los Estados Unidos sepan mantener las distancias, y que otras zonas como América
Latina o Europa actúen como mediadores ". En cualquier caso, parece que lo más
probable es que la transición se resuelva fundamentalmente como un asunto interno.
Para terminar, falta un apunte en relación con los países de la zona. A medida que
se vaya desarrollando la transición, Cuba volverá a integrarse cada vez más en su
ambiente natural: el Caribe, América Latina, Florida. Ahora que la Guerra Fría ya ha
tocado a su fin, Cuba se antoja como una amenaza completamente nueva y bastante
más peligrosa para los países vecinos. En términos económicos, la isla se reinsertará
fundamentalmente en el ámbito de influencia estadounidense, aunque sin cortar los
lazos que ha estrechado en los últimos tiempos con América Latina y la Unión Euro-
pea. Con respecto a la situación geopolítica, por tanto, podría conseguirse un equi-
librio mayor al existente antes de 1959.Dados su potencial y su importancia, Cuba
podría eclipsar totalmente al resto de las islas caribeñas en el sector económico del
turismo. Además, los efectos de la intensa emigración (¿temporal?) y del problema de
la economía ilegal se dejarán notar más que en el pasado en otros países —especial-
mente si se produce un desenlace forzoso y se instaura el descontrol—. Por otra par-
te, un gobierno débil de transición sería un caldo de cultivo ideal para que Cuba se
convirtiera en otro centro caribeño del narcotráfico, el blanqueo de capitales y otras
prácticas mafiosas. En ese caso, tanto los Estados Unidos como las potencias meno-
res de la zona se acordarán con nostalgia de los tiempos en los que Cuba era aún la
Cuba de Castro, esa Cuba comunista perfectamente aislada.
FIN DE SIÉCLE
internacionales de Cuba, por otra parte, si bien ha sido motivo de preocupación para
los políticos de muy distinto signo, también ha elevado la isla a la categoría de poten-
cia, aunque con un programa político diferente. Ya antes del derrumbamiento del
bloque soviético, esta reputación se vio empañada, incluso ante la izquierda cari-
beña y latinoamericana 12 . Acabada ya la época de la Guerra Fría, queda poco del
modelo cubano. Las narrativas de la catástrofe económica, de la persistencia del tota-
litarismo o del malestar generalizado predominan hoy en la imaginería de la revolu-
ción cubana. Como punto de referencia y modelo que imitar, Cuba ha perdido
definitivamente toda la importancia que tuvo en su día.
Puesto que Cuba se encuentra cada vez más aislada en el plano ideológico y se ha
agravado la situación financiera, la población cubana sigue sufriendo los rigores de
la escasez económica y de la represión política. Aun así, ¿hay razones para denominar
a Cuba una «sociedad del miedo», como sugiere el título de este libro? Se puede poner
en duda. No hay campos de exterminio en Cuba, y tiene poco sentido comparar la situa-
ción del país con las matanzas que han sembrado la desgracia en América Latina tras la
guerra. Ciertamente, Cuba también ha sufrido el azote de la violencia, con ejecuciones
y desapariciones, pero las cifras no son tan espeluznantes como en otros lugares.
Por otro lado, los niveles que ha alcanzado el totalitarismo que ha caracterizado
al régimen comunista probablemente no tienen rival en la historia moderna de Amé-
rica Latina. Dentro de las fronteras cubanas, la revolución ha originado un clima
intelectual estéril, en el que sólo unos cuantos se atreven a desarrollar ideas innova-
doras y en el que no se libra casi nadie que tenga una filosofía disidente ' 3 .
EPÍLOGO:
REFLEXIONES SOBRE EL TERROR,
LA VIOLENCIA, EL MIEDO Y LA DEMOCRACIA
Edelberto Torres-Rivas
LA DEMOCRACIA NO ES IRREVERSIBLE
D urante la década de los setenta y de los ochenta del siglo xx, la vida política
latinoamericana pasó por uno de los periodos de autoritarismo a los que
parece abocada en ese vaivén cíclico entre la democracia y la dictadura. Ésta
era la tercera fase de una serie de momentos recurrentes históricamente desde el final
de la Segunda Guerra Mundial. Si tenemos en cuenta el modo en que han hecho
uso de la violencia y del miedo las dictaduras militares de Argentina, Bolivia, Brasil,
Chile, El Salvador, Guatemala, Haití, Nicaragua, Perú y Uruguay, podríamos decir
que más de la mitad de las sociedades latinoamericanas (el 75 % de la población total)
ha experimentado diversas formas y grados de terror político.
Ni que decir tiene que el tipo de violencia desatada durante esos años de dictadu-
ra militar no tuvo parangón con ningún otro momento de la historia latinoameri-
cana. Las dictaduras se han sucedido una tras otra, y hasta ahora, dada la situación
reinante, no cabe descartar que no las volvamos a experimentar en el futuro si se
cumple la hipótesis de la recurrencia de los ciclos caracterizados por el autoritarismo.
Son los hechos históricos, más que la teoría, los que nos recuerdan que una
democracia estable no es irreversible, ni siquiera en el caso de los gobiernos electos
que actualmente se encuentran firmemente asentados en el continente, y en los que
el prestigio de los valores democráticos goza de una universalidad hasta ahora
desconocida.
En las páginas siguientes planteamos diversas reflexiones sobre la violencia polí-
tica que ha vivido América Latina en los últimos tiempos. Este capítulo no es un aná-
lisis de la represión por parte del Estado sino de las consecuencias de los métodos
terroristas por él adoptados. La violencia reinante durante las décadas de los setenta
y ochenta debe entenderse como una política consciente aplicada por el Estado, que
como justificación esgrimía la defensa del sistema democrático tal y como se definía
298 EDELBERTO TORRES-RIVAS
LA UBICUIDAD DE LA VIOLENCIA
Tal vez sea necesario recordar que las experiencias de miedo y violencia han
estado siempre presentes, generalizadas y arraigadas entre los más desfavorecidos
de América Latina. Dichas experiencias se asientan, aun implícitamente, en la incer-
tidumbre de la vida cotidiana: en la ausencia o escasez de los ingresos, en las defi-
ciencias crónicas de la dieta y el vestido, en la precariedad de la vivienda y de la
sanidad, todo lo cual lleva a la desesperanza y al dilema de elegir entre el hambre y
la delincuencia.
Se trata de una forma de represión estructural que se origina en un mundo de
extrema pobreza física y moral. Es lo que muchos especialistas llaman violencia estruc-
tural, porque se re-crea y se reproduce en las relaciones laborales (y sobre todo cuan-
do los empleos son escasos) a través de muchas formas de desempleo disfrazado, en
la segmentación educativa y en la inevitable influencia de los bajos ingresos en estas
sociedades. Es una forma de violencia que se manifiesta especialmente en la pérdida
de un sentimiento que se adquiere con la cultura, como es el respeto por uno mismo
y por los demás, y que por tanto degenera en un sentimiento de falta de dignidad, de
impotencia y de infravaloración personal.
Todo esto es terreno abonado para la aparición de actitudes tremendamente vio-
lentas. Es la subcultura de la pobreza, donde la frustración y el miedo dan lugar a formas
de comportamiento caracterizadas permanentemente por la agresividad. Y la bruta-
lidad de los desposeídos se vuelve continua y fatalmente contra ellos mismos, contra los
del propio grupo. Pero no es este tipo de violencia el que queremos analizar aquí.
Lo que nos interesa es la violencia política y su consecuencia más duradera, el
miedo. Este miedo se apodera de los colectivos sociales, aunque por lo general se
expresa de muy diversas formas en cada individuo y sufre procesos de adaptación
diferentes, contra los que casi siempre se desata la violencia de los más fuertes. En cuan-
to a las relaciones sociales, resulta tópico recordar que en su definición se encuentra
implícita la fuerza, sobre todo cuando analizamos las relaciones políticas que son,
casi siempre e incluso en mayor grado, formas de coacción asimétrica en el universo
de las relaciones de poder entre desiguales.
Como esto siempre ha sido así, cabe reconocer que la sociedad moderna no ha
hecho más que disfrazar la transferencia de poder, en su forma más brutal, a las auto-
ridades legítimas, que son quienes tienen en última instancia la posibilidad de hacer
uso de la fuerza. Por definición, las autoridades se reservan el derecho de emplear la
coacción para asegurar que el otro se comporte de un modo quizá contra su verda-
dera intención. La existencia de «otra voluntad» siempre implica la presencia de
fuerzas contradictorias, de enfrentamientos (que no siempre están definidos con cla-
ridad), cuyo espectro se amplía cuando nos movemos en espacios públicos de poder
en los que tienen cabida tanto el comportamiento predecible del ciudadano obe-
diente como la conducta del rebelde que desafía a la muerte.
La obediencia de quienes, aunque con miedo, acatan la ley es cualitativamente
diferente de la del ciudadano que, sin miedo a las represalias, participa en reuniones
políticas contra el gobierno, se adscribe a un sindicato muy activo políticamente o
interpone una reclamación contra el comportamiento inadecuado de un funciona-
rio de la administración. No hace falta hacer referencia aquí a las costumbres de
quienes pagan religiosamente sus impuestos, votan con más o menos entusiasmo y
depositan la basura en los contenedores correspondientes, separando el vidrio del
papel. Son ejemplos de comportamientos típicos de una sociedad moderna e inte-
grada, en la que existe un sentir común en relación con las conductas que se esperan
del ciudadano. Son ejemplos de una situación en la que no cabe hablar de miedo.
Esto es, en definitiva, lo normal en la vida cotidiana dentro de un orden polí-
tico en el que no hay miedo. En ese caso el comportamiento de los ciudadanos
—activo o no, racional y más o menos consciente y explícito— es siempre expresión de
un procedimiento legitimador. En los casos de las dictaduras, el orden no goza nece-
sariamente de esta libre adhesión del ciudadano obediente. En esas situaciones la
violencia de las autoridades constituye la primera opción para imponer el compor-
tamiento activo o pasivo necesario para mantener la gobernabilidad 3 .
EL TERRORISMO DE ESTADO
El concepto de fuerza, que a veces se utiliza como sinónimo de violencia, está implí-
cito, y se entiende desde una perspectiva aún más general, puesto que con este tér-
mino nos referimos al uso real o potencial de la violencia para obligar a otro a hacer
lo que de otro modo no haría. En lo que se refiere a este capítulo, ambos términos se
consideran intercambiables.
Cuando hablamos de una violencia que procede de todos los ámbitos de la socie-
dad, queremos hacer referencia de manera especial al terrorismo de Estado, dada su
omnipresencia. Por tanto, abordamos cuestiones sociales distintas a la pobreza: situa-
ciones en las que la experiencia del miedo es de otra naturaleza, puesto que afecta a
otras clases sociales sin que por ello dejen de percibirse sus secuelas en los más des-
favorecidos.
Nos interesa sobre todo la violencia política que ejercieron los gobiernos de
muchos países latinoamericanos durante las décadas de los años sesenta, setenta,
ochenta y noventa. Esta violencia de Estado es un fenómeno sociopatológico que
tiene las siguientes características: se trata de la utilización generalizada de la fuerza
contra grupos sociales determinados; es una violencia a todas luces ilegal, tanto por
los procedimientos abusivos que utiliza como por el alcance de su aplicación, pero
sobre todo porque en su ejercicio se justifica para defender una ideología.
La violencia es ilegal, de suerte que cuando el Estado la ejerce sobrepasa los
límites que le marca la ley. Estos límites están muy claros cuando ese tipo de actua-
ciones se da en un régimen democrático con una estructura legal fuerte, con una
tipificación muy clara de los delitos, con instrumentos para llegar a juzgarlos y con
autoridad para castigarlos. La impunidad generalizada es el síntoma más visible de
esta ilegalidad, aunque no es el único. En América Latina se está llegando a definir el
régimen democrático como aquél que respeta su propia legalidad. El terrorismo
de Estado representa el fracaso de esa legalidad y la expresión directa de una pro-
funda crisis en el sistema judicial y sus instituciones.
Hemos utilizado anteriormente la palabra «ideología» porque la violencia se
emplea para destruir o neutralizar un enemigo político. Como ocurrió en muchos
casos, desde Argentina hasta Guatemala, los abusos del terrorismo de Estado empe-
zaron castigando a objetivos marcados por razones estratégicas que venían deter-
minadas por la «teoría» de la seguridad interna. Sin embargo, el desarrollo de la
violencia enseguida adoptó un ritmo propio, fluyendo de una manera casi natural
por unos derroteros definidos por motivos estrictamente ideológicos y emocionales.
Esto es lo que ocurre cuando el Estado justifica ciertos actos delictivos califi-
cándolos de acciones contra el «comunismo» o la «subversión», de castigo de los
«traidores» o de destrucción del «enemigo». De esta manera, y en una espiral ascen-
dente, el Estado autoritario desata la guerra contra objetivos cada vez más vagos, y
ataca a grupos sociales anodinos, como cuando entre las víctimas de sus excesos van
incluyéndose el ciudadano «neutral» o la familia y los amigos del «enemigo», hasta
que al final la figura del «sospechoso» acaba estando por todas partes.
Los prejuicios políticos, la falta de tolerancia para con la oposición y, en muchos
casos, el anticomunismo como prejuicio reaccionario desencadenaron en el pasado
actuaciones violentas esporádicas pero brutales; sin embargo, la ideología y las estra-
tegias de la contrainsurgencia y de la seguridad nacional introdujeron un cambio de
registro y convirtieron la justificación del terror en un sistema ideológico explícito
(las dictaduras civiles-militares las utilizaron así). Además, hay que reconocer que la
violencia, que es por definición sangrienta, dejó de ser irracional. La racionalización
del daño causado, la amenaza permanente, creó las condiciones sociales óptimas
para que se instauraran el miedo y el terror.
La estructura de los regímenes autoritarios y la vida en las dictaduras militares,
como los existentes en América Latina en los últimos tiempos, se basan en la milita-
rización de lo social. La mera existencia del «sospechoso» presupone la vigencia de
una estructura de permanente vigilancia. Los individuos terminan espiándose,
denunciando y acusándose unos a otros, para propiciar el castigo del contrario. No
puede haber castigo sin previa acusación, y puesto que el objetivo final es el castigo,
el primer paso es la vigilancia. Se construye así un círculo vicioso (e infernal)
que, empero, no siempre empieza con esa implacable lógica de observar-acusar-cas-
tigar. A veces se castiga a alguien sin que antes haya mediado una acusación, y se
acusa sin que haya habido vigilancia alguna. Y todavía peor: se observa sin aparen-
te fundamento, y todo el mundo observa al prójimo.
En el ámbito de la arbitrariedad autoritaria que padecen muchas sociedades lati-
noamericanas, encontramos la «teoría de los tres círculos» formulada por el general
Ibérico Saint Jean en Argentina en 1976. Saint Jean explicaba que la lucha contra la
subversión no se podía restringir al primer círculo —el de los subversivos— sino que
tenía que avanzar hasta el segundo —formado por sus simpatizantes—. ¿Cómo defi-
nirlos? ¿Partiendo de qué criterios? Finalmente, estaban los sospechosos, situados,
sin darse cuenta, en el tercer círculo, formado por quienes no apoyan directa o
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 303
Durante la década de los setenta y de los ochenta del siglo xx muchas sociedades
latinoamericanas han sido sociedades del miedo. En ellas, el uso repetido y genera-
lizado de la fuerza por parte de los agentes del Estado hizo que los ciudadanos se
acostumbraran a vivir bajo la amenaza de la muerte, a vivir con la propia muerte y
con los peores métodos para sembrarla. Una existencia insegura desde el punto de
vista político —una situación en la que la duración del estatus de ciudadano es impre-
decible, unida a una cierta sensación de peligro derivado de posibles amenazas— aca-
ba creando un síndrome socio-político generalizado que no queda bien descrito
simplemente con el término «inseguridad». A esta situación de inseguridad que
resulta de la amenaza directa hay que añadir las reacciones individuales que suscitan
las noticias que circulan reiteradamente en nuestro entorno anunciando las sucesivas
matanzas. A esto nos referimos al hablar de trivialización del horror.
Durante los años de las dictaduras militares en Argentina, Colombia 1, Guate-
mala, Haití, Perú, Uruguay, en algunas partes de Brasil, Honduras y México, y en cier-
tos momentos en Bolivia, Nicaragua y Paraguay, grandes sectores de la población
civil experimentaron en la vida cotidiana el terrorismo de Estado, cuya esencia la
encontramos eri un fenómeno que produce inseguridad y dolor en su grado máxi-
mo: el de la persona desaparecida por cuestiones políticas. El miedo y la inseguridad
que produce este fenómeno ocasionan reacciones de efectos duraderos, que aca-
so pueden parecer adaptaciones pasivas o neuróticas, como respuesta a la pre-
sencia permanente de la muerte. Son adaptaciones colectivas a situaciones en las
que, durante muchos años y en zonas muy extensas, ha sido recurrente la expe-
riencia de un terrorismo de Estado que ha tenido como consecuencia el incremen-
to de las muertes violentas o la desaparición de seres queridos y conocidos. La
desaparición puede sobrevenir bien porque se lleven a la persona detenida para
siempre, bien porque se haga necesario el exilio o la clandestinidad. En estas cir-
cunstancias, la víctima es siempre alguien conocido: un pariente, un amigo, un veci-
no, el amigo de un amigo o simplemente una cara conocida cuya ausencia en el
vecindario o en el lugar de trabajo llama de repente la atención. En nuestra cultura
judeo-cristiana, la muerte es siempre un hecho doloroso que rechazamos y que nos
conmueve. Hasta la muerte natural es una experiencia traumática, dado que no la
aceptamos como un hecho predecible de la vida. El fallecimiento de los nuestros nos
llega siempre por sorpresa, produce rabia, miedo y/o dolor, mayor o menor según lo
cercano que nos sintamos del desaparecido. Estos sentimientos adoptan manifesta-
ciones muy diversas en el terreno de las relaciones interpersonales 7 .
Para quienes están alejados de la política —y no sólo para aquéllos que se atre-
ven a tomar parte del juego de la desobediencia activa— resulta traumático tener que
acostumbrarse a vivir en condiciones extraordinariamente anormales de dolor y
miedo, inseguridad y falta de confianza. Es lo que O'Donnell ha llamado la «norma-
lización de lo anormal», que se da cuando prevalece una atmósfera de incertidumbre
generalizada: es decir, un clima que afecta a todos los niveles de la sociedad 8 Es una .
situación ilegal, en el sentido de que no se conocen las reglas del juego, o, si se cono-
cen, son ignoradas por los garantes del orden público.
Cuando se intensifica la represión política, el miedo y la ansiedad se generalizan,
y la situación se percibe cada vez más como una «situación límite», que es la que se
define por el peligro real que personifican los desaparecidos. La modalidad de los
«desaparecidos» es aún más cruel que el asesinato público, porque aumenta la sensa-
ción de peligro al situarlo en un mundo imaginario, inseguro pero probable, creado
por la posibilidad de que la persona desaparecida esté viva. Se sospecha que puede
estar muerta, pero nadie lo sabe a ciencia cierta, y la duda prolongada es una manera
muy productiva de crear miedo —un miedo que no se disipa—.
Son muchas las estrategias de represión y de terror a las que se ha acostumbra-
do la población 9 . Proliferan los cuerpos de policía con nombres diferentes; cuerpos
legales que exceden los límites legítimos del Estado y actúan ilegalmente, que se
permiten incurrir en la brutalidad en el ejercicio de sus funciones cotidianas. Están
autorizados a llevar a cabo iniciativas fuera de lo normal. También existen grupos ile-
gales conocidos con el nombre genérico de «grupos paramilitares»; un nombre que
7 Nos referimos a los ritos, actos y promesas de venganza, vendettas imaginarias y ese tipo de
cosas, que pueden darse en el seno de las culturas de la violencia, y que no es posible analizar aquí.
8 O'Donnell, «El dilema».
9 Los mecanismos que desatan el miedo son muchos y muy variados: amenazas explícitas, vigi-
lancia, registros sistemáticos en las casas, inspecciones de coches y de personas en lugares públicos y
siempre acompañados del uso de la fuerza, destrucción (ultrajes que al parecer son, deliberadamente,
parte de la operación), detenciones sin orden de arresto (que inmediatamente incorporan la tortura), ase-
sinatos en plena calle y a la luz del día, y finalmente secuestros que acaban en «desapariciones».
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 305
refleja la función que cumplen más que su estructura. Así, los grupos paramilitares
son cuerpos militares que actúan desde la inmunidad que les proporciona la ilegali-
dad generalizada y que están protegidos por el secretismo que existe en torno a sus
secuestros y asesinatos.
Las acciones de los grupos represivos se intensifican impunemente: las fuerzas
policiales, los escuadrones de la muerte o los grupos de matones que operan como si
fueran organizaciones privadas y otras variantes del mismo tipo practican asesinatos,
secuestros, desapariciones y obligan a otros a actuar de formas que afectan a gran-
des sectores de la sociedad. Nada de esto podría suceder sin la abierta complicidad de
una parte de la sociedad civil: los poderes judiciales, la prensa afín al poder, las
patronales. Hoy en día los generales no actúan sin abogados u otro tipo de profe-
sionales. Todo esto confirma la existencia de un frente represivo común, a veces
muy amplio, y en todo caso, actualmente, nunca un grupo aislado.
La banalización del miedo, que es una consecuencia de esa permanente cohabi-
tación con la muerte, no era un fin en sí mismo, sino un medio. Este desprecio por
la ley implícito en unas prácticas en las que las reglas se fijaban (y por tanto se racio-
nalizaban) desde los propios centros de poder forma parte de los mecanismos del
propio poder, como por otra parte así lo exige su ejercicio en nuestros tiempos. El
orden político, en esta cultura atrozmente autoritaria, sólo se puede garantizar
mediante la violencia. Por eso el miedo es una manera de instaurar el orden, un
elemento necesario para el poder político o necesario, al menos, para el orden tal y
como lo define ese poder. Los mecanismos psico-sociales que se ponen en marcha
en las sociedades en las que reina el terror no han sido bien estudiados en nuestro
ámbito. ¿Hasta qué punto somos conscientes de los efectos negativos y castrantes
de dichos mecanismos en un periodo en el que la ciudadanía atraviesa por un pro-
ceso de transición hacia la democracia?
Por otra parte, la política del terror siempre se acompaña de un secretismo que
en última instancia se halla tras la aparición del sospechoso, de la denuncia, del espio-
naje, la vigilancia, la traición y el castigo del prójimo. En la reproducción del terror,
quienes traicionan también mueren. De esta manera, todo el mundo termina siendo
cómplice. Al final, se impone el silencio total. Actualmente existe un doble meca-
nismo en el fenómeno de la violencia política: por un lado, la intensificación de su
eficacia; y, por otro, la disolución de la responsabilidad de quienes la administran.
La ritualización de la violencia progresa en varias direcciones hasta que se acepta
como un hecho de la vida pública y privada de la gente común: el ciudadano ate-
rrorizado que lo único que sabe es que todavía está vivo, pero no el porqué de la
muerte del otro. Investigar sobre un asesinato político significa pasar a denunciar el
poder y a convertirse en cómplice de sus enemigos. El «miedo» intenta a toda cos-
ta ser apolítico.
El uso del terror sólo resulta rentable desde el punto de vista político si los resul-
tados de esas actuaciones se hacen públicos. Esto explica la trivialización del horror.
El miedo tiene al menos dos funciones: castigar a la víctima y servir de ejemplo para
quienes le rodean. De ahí se derivan los efectos necesarios para el establecimiento del
«sentido del orden» que necesita una dictadura. Un efecto deseado es paralizar la pro-
testa: el terror fomenta la inactividad, y la consecuencia es el retraimiento y la soledad
de los individuos como forma de respuesta. Otro modo de adaptarse a las circuns-
tancias es la evasión personal, la retirada a la improductividad, el «exilio interior» del
2::
3o6 EDELBERTO TORRES-RIVAS
sociales evitan definir el autoritarismo, así que es dificil llegar a esa definición. Un
gobierno autoritario es aquél al que no pueden exigírsele explicaciones. Según la
definición genérica propuesta, un régimen político es autoritario cuando no admite
la oposición y no prevé un proceso de alternancia con otras fuerzas políticas. El
régimen autoritario se arroga una naturaleza eterna, una posición de poder sine die y
a cualquier precio ".
La impunidad es el factor que inmediatamente se asocia con la violencia política,
porque es lo que más claramente niega la legalidad y la autoridad del sistema jurídi-
co a la hora de determinar responsabilidades, juzgar y castigar. Las transiciones a
la democracia obligan a idear maneras de que el poder político controle la violen-
cia. Por otra parte, cuando el poder y la violencia se confunden, esta última se suele
tornar caótica e incontrolada, de suerte que su dinámica ya no se basa en el poder en
el sentido de autoridad, sino en la fuerza como fin en sí misma.
Muchos países están experimentando una transición real, pero con miedo; y
éste es un aspecto que sin embargo no se ha tratado lo suficiente en el gran número
de publicaciones relacionadas con el tema. Cuando el miedo ya no es personal y sub-
jetivo, sino qué por el contrario abarca grandes sectores de la sociedad, genera unas
consecuencias sociales y políticas impredecibles en lo relativo al comportamiento del
grupo. El miedo se pierde mediante un proceso de identificación paulatino, una
recuperación gradual de la confianza en la vida pública. Cada día que pasa se com-
prueba que, durante el proceso de construcción de la democracia, la herencia del
autoritarismo en el sistema político es algo difícil de superar.
En resumen, el pasado de América Latina confirma que es posible convivir con
el horror y la desesperación. La trivialización de todo esto no ayuda a la democracia,
aunque, como ha demostrado la experiencia, si bien es posible votar con miedo en los
ojos yen la mente, no lo es elegir democráticamente ni participar en la vida política.
Una sociedad democrática sólo se puede construir partiendo del respeto a los dere-
chos humanos, la tolerancia, el respeto a la ley y la restauración de la credibilidad de
las instituciones. Pero el miedo instalado en las mentes y en los corazones de los
pueblos permanece ahí durante mucho tiempo.
La construcción de la democracia participativa se enfrenta al importante dilema
de las transiciones desde las sociedades autoritarias, en las cuales no se han resuelto
todavía las relaciones que mantienen el poder y la violencia, aún vinculados. Es
necesario, pues, hacer una distinción analítica. En la tradición teórica clásica que
aún sigue siendo dominante se tiende a identificar poder y violencia como las dos
caras de una misma moneda. Sin embargo, hay que tener en cuenta que, a pesar de
estar íntimamente relacionados, no son idénticos. El poder es racional y la violencia
legítima. Weber habla de la violencia legítima como un monopolio del Estado y,
por lo tanto, como un atributo que lo define. Pero en la vida real hay dudas sobre qué
tipo de violencia es el que aplica un Estado legítimo y cuál es ilegítimo. Quizá sea
más fácil identificar la naturaleza del tipo de violencia ejercida por un Estado auto-
ritario, por una dictadura militar.
Según algunos autores, la democracia empieza cuando las reglas del juego de la
participación y la competencia en las urnas son aceptadas por cuantos toman parte
en él. Deja de ser una transición, deja de tener carácter híbrido, cuando la participa-
ción política la ejercen ciudadanos que tienen las mismas posibilidades ante las ins-
tituciones o las mismas opciones colectivas. En consecuencia, la eficacia de la
democracia reside en limitar el uso de la fuerza a situaciones excepcionales. En vis-
ta de experiencias pasadas, la democracia implica la reducción de las diferentes for-
mas de violencia política.
El problema en nuestros días es la inercia que obstaculiza el abandono total del
uso de la coacción y de la fuerza en regímenes que tratan de conseguir la legitimidad
por medio de procesos electorales. Es en este estadio cuando se hace patente la debi-
lidad de las normas sociales y su papel en la tendencia a recurrir a la fuerza como fuen-
te normal de poder. En la mayoría de los países latinoamericanos no hay un sistema
político asentado, no hay comunidades de ciudadanos, y los partidos políticos sólo
ahora comienzan a organizarse. Es en este momento cuando se intensifican las apues-
tas por consolidar la sociedad civil. Y la referencia a la sociedad civil sólo significa
algo si se considera que las organizaciones sociales son la expresión de los intereses
privados que vuelven al espacio público, a la participación orgánica en referencia con
el Estado, a la formación de una opinión pública que pueda convertirse en política
para influir así en el Estado.
La violación de los derechos humanos sigue existiendo en América Latina, ya de
forma endémica ya como una rémora de la dictadura. Es el problema de las demo-
cracias en las que perviven la violencia y el miedo. Actualmente suele hacerse una dis-
tinción estrictamente formal entre lo que es legal y lo que es legítimo, algo difícil
de establecer en la historia contemporánea. No está clara la frontera que los separa,
que es igualmente la que marca los límites del poder del Estado, en el que la violen-
cia parece desempeñar un papel en relación con el funcionamiento de la sociedad.
Estas situaciones desde luego se dan en la zona y se dejan sentir en los procesos
de transición. De hecho, determinan un nuevo tipo —híbrido— de democracia, que se
sitúa en un estadio intermedio del proceso de consolidación democrática y que no
descarta por completo la violencia de Estado. La violencia ejercida en América Lati-
na por los regímenes autoritarios, en su lucha contra la subversión, era permanente
y total. Por tanto, se trataba sobre todo de una agresión contra los derechos huma-
nos y no sólo contra los políticos. En algunos momentos, esta violencia fue absolu-
ta. Por eso se entiende que en algunas de las sociedades que conocieron esos
extremos el requisito fundamental de la democracia sea el respeto incondicional de
los derechos humanos.
El ejercicio del poder en un régimen democrático exige establecer una distin-
ción entre un Estado democrático consolidado y otro que está en construcción,
pues la adherencia a la legislación vigente, la tendencia a recurrir a la violencia y la
confianza generada en la sociedad son valores variables. La sociedad moderna está
organizada para limitar el uso de la fuerza y conseguir el orden y la integración
por medio del consenso, con la fuerza de una cultura política que descansa sobre
un modo de racionalidad legitimador. Una cultura política democrática alimenta
EPILOGO: REFLEXIONES SOBRE EL TERROR, LA VIOLENCIA, EL MIEDO 309
13 Véase Zagorski, Defflocrag vs. Nacional Securiy, pág. 99, para el número de víctimas atribuibles
a la represión estatal y también para la magnitud de las fuerzas de seguridad involucradas en Argentina,
Brasil, Chile, Perú y Uruguay. El número de asesinatos o «desapariciones» varía de 240 en Uruguay y z 5o
en Brasil, de entre z.000 y 8.000 en Chile, de entre 3.000 y 8.000 en Perú, y de 9.0oo a ;o.000 en Argenti-
na. Sin embargo, es preciso tener en cuenta que estas cantidades ofrecidas por Zagorski no reflejan ni el
tipo de violencia ni su alcance, pues los responsables de las fuentes (Amnistía Internacional y la Comisión
para los Derechos Humanos de las Naciones Unidas) sólo han registrado los casos donde puede probar-
se que existe una violación de los derechos humanos.
3i o EDELBERTO TORRES-RIVAS
ciudadanos en forma de contradicción obsesiva, porque aún son perceptibles las con-
secuencias de los numerosos y patológicos crímenes perpetrados por quienes están en
el poder. Estos actos sobrepasaron con creces lo que podría denominarse «excesos
represivos». Ninguna ley de amnistía o ley de punto final, que fija un límite de tiempo
para los procesos legales, ha sido capaz de solucionar el problema, dado que sigue
habiendo, más que odio, miedo. Se trata sin duda de una consecuencia a largo plazo.
Sin embargo, al mismo tiempo existe una urgente necesidad de empezar una nueva
era, de dejar a un lado todo aquello que sea caldo de cultivo de vendettas o rencores.
De nuevo, el miedo se alimenta de odio y, juntos, estos sentimientos son los que difi-
cultan la pacificación de la sociedad.
En la violencia ejercida (en algunos casos todavía hoy) por el Estado han media-
do las Fuerzas Armadas, ejecutoras de políticas en las que la fuerza (legítima o no) es
el instrumento utilizado para instaurar el orden en la sociedad. Por eso una de las cua-
tro áreas que para muchos autores son puntos de conflicto entre el gobierno militar
y el civil (o los deseos de una parte importante de la sociedad) es la protección de
los derechos humanos y el castigo con que tarde o temprano se condenarán los abu-
sos del pasado '4 Son aspectos decisivos para la consolidación de la democracia. Por
.
tanto ¿es necesario llegar a un «ajuste de cuentas» con quienes en el pasado asesina-
ron, torturaron o hicieron «desaparecer» a miembros de la población civil? Para
muchos expertos se percibe una clara contradicción en los parámetros colectivos y
culturales del perdón y del olvido, porque significa bien aceptar que se cometieron
unos crímenes, si bien nadie será juzgado por ellos, bien entender que una vez come-
tido un crimen no hay posibilidad de juicio posterior. En cualquiera de los dos casos,
se apela a un importante objetivo político, la consolidación de la democracia. Se
renuncia al juicio con el fin de evitar ahondar en las heridas y crear nuevas tensiones
que pudieran poner en peligro las frágiles instituciones democráticas.
Por otro lado, la democracia necesita lo que en la cultura anglosajona se llama el
imperio de la ley, y las garantías necesarias para que la ley siga su curso. Asegurar
el imperio de la ley y después no aplicarla debilita considerablemente el orden y la
seguridad de la sociedad. Las autoridades civiles, en éste y otros casos, deben estar
lo suficientemente capacitadas para juzgar a quienes han cometido esos crímenes. Al
decir «capacitadas» no nos referimos a la capacidad legal sino a la capacidad polí-
tica de aplicar la ley en cualquier situación, con independencia de quién sea la perso-
na a la que se va a juzgar.
Finalmente, no ha sido posible enumerar con detalle las diversas experiencias de
diferentes países en sus intentos de castigar a los culpables. La experiencia más dra-
mática es la de Argentina, donde el gobierno democrático del presidente Alfonsín
trató de hacerlo entre 1984 y 1989, dando lugar al menos a tres rebeliones militares.
Es verdad que no había una clara intención de dar un golpe de Estado, pero fueron
expresiones claras de insubordinación militar al gobierno civil 'I. Todo ello volvía a
poner de relieve la dificultad de determinar dónde se encuentra la responsabilidad
última de los actos criminales cometidos dentro de una estructura de obediencia
jerárquica. La Ley de Obediencia Debida permitió poner en marcha en diciembre de
1986 los procesos legales contra una veintena de cargos públicos, entre ellos nueve
generales de las tres juntas militares; la misma ley impuso una fecha límite de sesen-
ta días para la presentación de acusaciones, la conocida Ley de Punto Final. Se pre-
sentaron 17o cargos. Sin embargo, en abril de 1987 la resistencia militar al poder
civil «enseñó los dientes», y obligó al gobierno a hacer cambios sustanciales en la
política del presidente Alfonsín en materia de derechos humanos. En octubre de
1989 el presidente Menem concedió la amnistía a casi todos los implicados, entre ellos
varios líderes de la guerrilla. En esa ocasión, como en la de las revueltas militares de
1987-88, se generalizaron las protestas contra la impunidad de la que gozaban los
militares, lo que demostró una vez más que era la sociedad misma la que debía resol-
ver este problema si se quería llegar a una nueva dimensión democrática. La incapa-
cidad política para castigar a los culpables supone una importante limitación del
poder civil, del poder democrático constitucional. Hubo, no obstante, una Comisión
de la Verdad, encabezada por el escritor Ernesto Sábato, que publicó un maravi-
lloso documento, Nunca más, que sin duda representa en sí mismo una victoria moral
y política.
Muchos países envueltos en procesos de democratización libran una lucha por
el respeto de los derechos humanos. Otro ejemplo es Uruguay, donde también se
planteó la cuestión de perseguir a quienes conculcaban los derechos humanos. En
Montevideo se hizo una encuesta (el 8 5 % de los consultados estaba a favor de juzgar
a los criminales) que convenció a los partidos y al ejército de la necesidad de apro-
bar inmediatamente una ley general de amnistía para superar y evitar la crisis. El
Congreso se encontró intentando elaborar una ley que permitiría tipificar como deli-
to algunas actuaciones y exoneraría otras, algo que no dejó satisfecho a nadie. El pro-
yecto de ley fue sometido a referéndum en abril de 1989, y quienes estaban a favor de
una amnistía ganaron por un 57% frente al 43 % en el conjunto del país (si bien un
5 5 % de los votantes de Montevideo se mostraron favorables al enjuiciamiento de los
militares). Durante este proceso pudieron verse claramente signos de rebelión por
parte de los militares, así como un rechazo de las bases políticas y sociales en las que
se asentaba la amnistía, es decir, del reconocimiento previo de la culpa.
En 1991, en Chile, el gobierno democrático de Patricio Aylwin nombró una
comisión llamada la Comisión de la Verdad y Reconciliación, también conocida como
la Comisión Rettig en alusión al nombre del abogado que la presidía, que estaba
formada por ocho prestigiosas figuras públicas de diferentes opiniones políticas.
Esta Comisión elaboró un informe que denunciaba una serie de flagrantes viola-
ciones de los derechos humanos, pero sin dar nombres. En el informe se incluyeron
fechas, pruebas y otros detalles, de forma que cada cual podía actuar según consi-
derase conveniente. El ejército siempre se ha opuesto. Pero con la posterior deten-
ción del general Menéndez, en septiembre de 1995, se acabó consiguiendo un castigo
más que simbólico. Los incidentes que se registraron durante el juicio y la senten-
cia son otro ejemplo de la inmunidad legal de que gozan los militares en América
Latina.
Finalmente, en El Salvador, tras firmar los acuerdos de paz en el Palacio mexi-
cano de Chapultepec en enero de 1991, se formó una Comisión de la Verdad, de la que
ya se hablaba en los acuerdos, formada tanto por salvadoreños como por extranjeros.
El informe que publicó la Comisión se redactó una vez investigadas las 18.00o denun-
cias recibidas, de las que se pudo probar el 20%. El documento es una acusación que
312 EDELBERTO TORRES-RIVAS
da detalles, fechas y nombres de miembros las Fuerzas Armadas del país. Así mismo,
el informe también atribuía a la guerrilla la responsabilidad del lo% de esas viola-
ciones de los derechos humanos.
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